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Tormenta
Alejandro Hermosilla
¡Qué espléndido día!, ¿verdad?... Creo que va a haber tormenta.
Bajo el volcán. Malcolm Lowry.

En Realidad, México no era la otra cara oculta de la luna. Era un oscuro


de jardín donde los casinos parecían poblados por fantasmas de
jugadores arruinados. La mayoría de bancos vacíos, llenos de hierba. Los
cuerpos de los transeúntes eran carne y podía aparecer en cualquier
momento. Lo lógico era observar a El Santo golpear pero lo más probable
es que luchara contra fantasmas. La primera noche que llegué hubo un
terremoto. Sentí que se y . Era el volcán, me dijeron. La risa de los
dioses. De repente, se posaba una

Llegados a un punto, ni tan siquiera en mi casa de México podía estar


seguro.
Lo primero que hice

Tres voces narrativas

México daba la sensación de no haber sido esplenderoso nunca.

fantasmas de
jugadores arruinados. Nadie parece nadar jamás en su espléndida
piscina olímpica.
Vacíos y funestos están los trampolines. Los frontones, desiertos,
invadidos de hierba.
Sólo dos campos de tenis se mantienen en buen estado durante la
temporada.
Acá todos estamos esperando la tormenta. Hace se agita en
ondulaciones coléricas que presagian la tormenta, cada vez más
próxima.

El viento sufre y atormenta.


Soy el escritor de una novela, Bruja, que no ha leído nadie. Una novela
que a nadie interesa de la que he vendido no más de cincuenta
ejemplares. Todos ellos por supuesto a familiares y amigos que todavía
no me han dado

Llevo varios meses preparándome para la muerte de mi madre. Suelo


acercarme a su alcoba en mitad de la noche, encender dos velas rojas,
sentarme en el sillón de terciopelo negro que mi abuelo paterno le regaló
el día de bodas y pasar las horas contemplando sus dos ojos cerrados en
absoluto silencio. De tanto en tanto alzo su mano y escucho latir su
pulso. Al hacerlo, acostumbro a preguntarme cuándo esa piel se tornará
pálida y ese corazón dejará de bombear.

Estoy convencido de Bruja es una novela que nadie leerá y a la que


nadie interesa. Es un texto que no puedo ni debo defender ante nadie.

Suele ocurrir durante estos velorios que escuche murmullos a mi


alrededor y perciba pequeños ruidos vibrando en las habitaciones
contiguas.

Ayer vi a un reconocido crítico de la ciudad. Me encontraba yo tomando


un café distrayéndome. Cruzó rápido y alcé. Creo que lo hizo también.
Aunque la sombra de una pareja me distrajo. En cualquier caso, han
pasado seis meses y aún he vuelto a ver. Creí percibir un saludo. Pero la
reseña sobre Bruja sigue sin aparecer. En el periódico.

¿Cuántas páginas le sobran al libro? ¿Cincuenta, cien, ciento cincuenta?


¿No será que es el libro entero el que sobra? ¿No sería que Bruja hubiera
sido mejor que no existiera? un parto impuro

El ha escrito Bruja me señala un niño como si fuera un gusano


imprimiéndome dolor. Y a continuación aparecen
Hay unos lobos que cercan la ciudad. Recorren los bosques rápidos. Pero
no aullan. Contemplan a lo lejos y se detienen. Como señal de que llega
una tormenta. De que hay un peligro.

Ayer por la mañana hablé con el panadero y me comentó que se


introducía generalmente antes. Dormia antes de acostarse. Miraba para
todos lados antes de cerrar. Y que cada mañana se despertaba con la
esperanza de que la tormenta arreciase. Que el cielo comenzara. Y que
no veía nada malo en la tormenta. Al contrario, lo mejor era que esta
tormenta se produjera. Que esa tormenta era un reconstituyente para su
alma y se probaría en una situación así. Que esa tormenta le tocaría en
una fibra de su ser. Lo convertiría en alguien fuerte. En un roble.
Seguramente un árbol. Que extendería sus manos. Y me dijo que en el
fondo no sentiría nada si la tempestad arrastrar la casa y la cosecha. Que
se reiría sobre la montaña de despercidios. Flotando sobre los restos. Y
que las risas serían su contacto con el creador. Serían su manera de
comunicarle a dios que ambos eran amigos. Y que esa relación no era de
amistad sino de amor. Porque Dios creó el mundo para destruirlo y de
esta manera, así entendía él esa visión. Como una muestra absoluta de
amor. De comunión. Era una verdad. Una forma de comulgar con el
cosmos. De tomar una ostia. Y que deseaba que llegara el día de esa
tormenta y que estaría preparado para confesar y demostrar su amor a
dios. Para declarar el mal de ojo.

En realidad, esa tormenta podía ser una crisis. Todos sabían que venía
una tormenta pero nadie decía qué era. El carpintero estaba
abasteciéndose de alimentos le pregunté por qué y no me supo decir. Me
comentó que para él el abastecimiento era asolutamente necesario.
Absolutamente necesario. Y al momento, percibí que pronunciaba esta
frase con una concisión exhaustiva. Remarcando la acentuación. Lo que
convertía lo necesario en un dominio. Siendo necesario, su situación se
imponía. Parecido a . Cuando uno tiene hijos se impone. Demuestra.
Todo es por los hijos. No hay leyes. Cualquier voluntad.se paraliza ante
alguien que desea hijos. Los hijos son el bastón de la ley. Se puede robar
y asesinar. Y como era necesario. Todo debía paralizarse. Sus mujeres
debía prepararle. Ellas debian ocuparse. Cada año saldría para llenarse
de alimentos y preparar pero la tormenta no era un vitral. Y que los
frutos eran necesarios. Todo habbía sido necesario. La expulsión Una
imprecación. Que el abastecimiento era su manera de contrarestar.
Dormía seguro. Y había calmado su ansiedad. Veía los alimentos y se
calmaba. Una noche abrió y sintió. Y que en realidad, preferiría que no
fuera la tormenta. Porque se había dado cuenta que podía estar
consumiendo latas y latas durante un año y nada esencial habría
camibado. Siempre estaría ingiriendo comida. Y que esa comida era su
droga. Y pronunció la palabra droga como quien pronuncia la palabra
orgasmo. Con una mezcla de placer y vergüenza. Con cierta . Sonriendo.
Como si allá le aguardara un secreto que todos desconoceríamos y le
hubiera sido concedido desde su nacimiento.

Había recibido un enorme premio y todos los que le rodeaban no más


que miraban el premio. Les decías que habías estado con él y al
momento mencionaban el premio. En los congresos lo primero que se
mecionaba era el premio. Y muchas personas no lo llamaban por su
nombre. Directamente, lo denominaban el premio. Hablaban del premio.
De hecho, parecía siempre llevar una estatuilla colgada. Aunque había
también quienes le llamaban por su nombre de pila. Por el apodo
familiar. Y así nombraban a él y a sus editores. Como si fueran familiares.
Amigos íntimos. Con una familiaridad que rozaba en lo morboso. En el
afecto más fecundo. Lo lógico era imaginar que ese al que nombraban
por su nombre de pila y del que no conocían los apellidos, era su amante
más que . Pues hablaban de él con la familiaridad del vecino.

Los críticos. Todos tenían más libros de los que podían leer. Eran
buscados por todas partes. Eran seguidos a todas partes. Nadie se
escapaba de ellos.
Fui huyendo de un infierno y encontré otro infierno. Volví del infierno al
otro infierno. Y finalmente, todo en la vida eran llamas e infierno y llamas
infernales ascendiendo ante mí mostrándome el rostro de un diablo
infernal lleno de llamas y ramas destrozadas en medio de un incendio de
donde emergían voces diciéndome que estaba en el infierno.

Allá por donde voy, todos me miran y me dicen ah tú eres el escritor de


Bruja. Los niños me señalan con el dedo: En una ocasión había cien,
luego mil niños. A duras penas logré salir de allí y cundo lo hice,
pregunté a un padre que por qué habíanpermito ello y me respondió
porque tú eres el escritor de Bruja. ¿Te parece poco?

No importa lo que escriba que nunca me libraré de ser el escritor de


Bruja como no importa lo que digan, la tormenta nunca llegará. Tengo la
impresión de que siempre estará allí y que cuando llueva y truene
vendrá el fin del mundo.

Voy caminando con mi madre por las calles y veo a las gentes maldecir.
Allá entre las sombras busco un enfermero. Pero el enfermero no me da
gusto.

Tendría que hacer el libro amable confesando la pérdida de mi madre,


ellanto, el dolor. Tendría que decirle al mundo lo que voy a sufrir pero no
lo haré porque el mundo no se merece más personas. No los merece. Los
escritores malignos, los salvajes al menos .
Mi padre se suicidó ¿y qué? ¿A quién le importa? Sólo a mí. Pero ahora
está lleno de tenderos emocionales. No será eso. No seá . O no será

He escrito un libro que nadie ha leído. Soy el escritor de Bruja. Esa es mi


ignominia y mi orgullo. Soy como un militar que escapó del ejército. Pero
ese también es mi orgullo. Decirle al mundo desde las colinas de la
ciudad. Yo he escrito un libro y los vuestros los lee todo el mundo.
Me despreciaban tanto que en una presentación en la que había dos
locos despitados, el librero . Y me dijo . Luego le pregunté y todos me
decían: pero qué esperabas Monsier de.. L.. vende cuatro o cinco libros
de tanto en tanto. Se interesan por sus dramas. ¿Quién por los tuyos? ¿A
quién le importa que se muerta tu madre? Estamos deseando. No sé si lo
decían, pero si sabía que lo decían. Sabía que murmuraban. Ojalá se
muera su madre y se destruya.

En realidad, mis enemigos se cuidan. Frente a los desconocidos siempre


hablan bien de mí. No hay quien me diga . Y luego dicen ese es el
ridículo escritor de Bruja. Así ha sido siempre y así será. Lo escrito
permanece y retumba entre los sueños. Tanto es así que a veces .
Sugieren que estoy encerrado en una cueva. Un niño se acercó a mí y
me pintó. Estaba emergiendo en el centro como un insecto mientras una
bruja alzaba sus velos parecidos a los de un murciélago y allí estaba yo
como una marioneta. Agarrado por una brazo e brujo que, indiferente a
mis sufrimientos, miraba hacia el frente con la determinación con la que
un animal mastica comida. Y a lo largo de todo el relato se veía que
pronunciaban: “la, la, la, la”.

Podrán decir lo que deseen pero nadie ha escrito un libro que nadie haya
podido leer. Nadie. En eso los supero a todos. A todos.

Quise entrar en la literatura con un amrtillazo. Esa era la idea. Y en


realidad, el martillazo me lo dí a mí. Fue justo al centro de mi frente.
Las imágenes de tormentas de los holandeses.

Los ciclones.

Decían que mi libro no dejaba poso. Que el libro era una infamia.

Hoy le he vuelto a dar un beso a mi madre al acostarse. Si fuera un


poeta malo de esos que abundan y no cesan de hablar de sus libros y no
tienen más nombre que sus libros, diría ¿cuántos besos más me quedan
hasta que muera? Pero como no tengo yo mucho más talento que ellos,
diré: ¿Son estos ĺos últimos? Cada noche pienso que el beso puede ser elos últimos? Cada noche pienso que el beso puede ser el
último.

Hasta el suicidio de mi padre aparece en la mayoría de ellas sonriendo.


Existe cierta despreocupación en sus gestos. Más alegría que bondad.
Más inconsciencia que sabiduría. Parece feliz. En las más antiguas, se
encuentra rodeada de sus padres y hermanos. Más tarde, aparecen sus
amigas. Y luego, su marido, su hija y, finalmente, yo. Se diría que el
tiempo transcurre con levedad en la mayoría de estas instantáneas. Que
no existe y es una mera ilusión.

Suelo hacer un juego. Miro a madre en las fotografías, luego a


continuación en la vida real y me pregunto: ¿Es esto el paso del tiempo?
¿Es esto el paso del tiempo?

En México retumbaban los truenos. No hubo un día que no lloviera. Cada


mañana miraba el cielo y bastaba un tiempo para escucharlos retumbar.
Allí encontré cierta paz. Se puede escribir. Es más, la vida entera era
entre bombas. A escasos kilómetros estaban secuestrando a alguien.
Pero nadie hacía nada. Todos se miraban. Era algo parecido a una
manada. De repente, aparecía un león y atacaba al ciervo y se los
merendaba. Es algo parecido. Por ejemplo, cuando hablaba el
presidente. No hablaba un hombre de ley. Hablaba una fiera. Había que
protegerse. Disparar a todos lados.

La cárcel. En Siberia se convirtió en un escritor. En realidad, tenía la


impresión de que México era un gran hormiguero. De tanto en tanto,
aparecía un insecto gigantesco

La sombra de un águila. He estado contemplando los cielos pero no


lograba contemplar el ave. Lo cierto es que el cielo estaba despejado
como si no hubiera tormenta.

El escritor más reconocido de esta aldea acaba de subrayar que

Alrededor de la ciudad, se escuchan los lobos. De tanto en tanto, algunos


aullan. Pero no lo hace por un motivo claro. Aulla como un loco. Como un
ser despavorido.

En medio de la noche, mi madre se ha despertado para decirme: “Deseo


que la tormenta venga y que destruya todo de una vez”.

En realidad, mi deseo era novela sobre piratas. Pero eso era un suicidio
comercial. No deseaba que ocurriera. Martillo era en primera. Bruja en
segunda persona. Pero Tormenta no existiría. Sobre William.

En realidad, tampoco fue tan difícil escribir Bruja.

En una ocasión, encontré una baraja de cartas de Tarot aparecer entre


las sábanas de mi madre.
No ha habido una sola semana de mi vida en la que no escuche la voz de
madre. Era la casa. El hogar. El techo. El día que no esté lo más probable
es que la vida y que yo perezca.

En realidad, Bruja nació como una venganza.

Durante mi estancia en México. Acabé en Xalapa. Un día le pedí una cita.

Supongo que compliqué el lenguaje porque tenía miedo que


descubrirean lo que sufría.

Con el tiempo supe que nadie sabía de mí.

Mi tía no soporta mi presencia. Para ella soy un desgraciado. Un hombre


que malgasta su tiempo con libros. Me odia y me juzga con demasiada
severidad. Como si fuera el culpable de la enfermedad de mi madre. Por
eso me mira con recelo tanto cuando estoy cerca de ella como cuando
salgo de la casa y paseo por esta ciudad.

La madre nunca nos abandona. Incluso destrozándonos, nos ingiere ella.


Las madres que matan a sus hijos, los hacen suyos. Una madre. Los
cuentos de terror se encuentran llenos de historias en los que no se sabe
quién es.

¿Qué ocurrirá cuando muera mi madre? ¿Quién velará por mí?

Vivo en una ciudad trimilenaria llena de muertos calcinados. No son


defensores de la libertad sino de cobardes.

En realidad, cuando he contemplado he pensado en las filas de


endemoniados como una turba de demonios adorando la muerte.

A esta ciudad la llaman la imperiosa. Probablemente es milenaria. Pero


aquí a nadie le gusan mis libros. Aquí soy tres veces humillado.

Durante el nazismo, el pueblo estaba siendo. Muchas mujeres fueron


mutiladas. Hay por ello varias ancianas que no salen. Han pasado su vida
dentro de sus casas. Nadie las ha visto ni sabe si han muerto.

Hay una parte de mí que concuerda con mis colegas éxito. Ellos me
ignoran. Yo los adoro. Vendo sus libros siempre con la esperanza de que
no gusten. Pero son hábiles. Tratan los temas. Todos los escritores que
conozco que tiene éxito tienden a victimizarse.

En realidas, si he vendido algún que otro libro. Pero dos es mejor que
ninguno. Lo que no sé es quién lo ha leído.

La mayor humillación fue durante la presentación de . Alguien introdujo


una postal de otro libro. Deseaba.

En realidad, no hay un motivo real. Suele haber pero alguin dijo


tormenta. Varias personas se preocuparon y desde entonces las
personas viven.

Tal vez ya estemos muertos. Cada vez que sufro un traspie ś, mi primera, mi primera
impresión es suicidarme. En realidad, no entiendo de vicitimismos.

En México, las tormentas europeas son lluvias. En México, a las


tormentas se les conoce como ciclones. Esto es algo que aprendí allí.
Acá el calor es insoportable. Esta ciudad es opresora. Sus gentes te
basculan. Todo te pone a prueba. Todo te vicia. Todo te permite. Pero
acá uno puede conertirse en gifante. Porque tiene como oponentes a
bestias. En México, por ejemplo, ya estaría muerto.

A México viajé en el año 2012 con una única esperanza. Cuando volví, no
tenía ninguna. Estaba destrozado. No había experimentado ninguna
caída. No tenía ese nihilismo europeo. Tenía un nihilismo. Llevaba una
montaña abierta en mi interior.

Sobreviví dando clases. Rápidamente, apareció.

Nunca he salido de aquí y probablemente no volveré.

Viajé . Siempre llegaba la llamada. Cuando llovía se destrozaban.

Estuve una noche haciendo el amor. Tres semanas después, fui a


saludarlo y no me recordaba. Me preguntó si yo era chileno.

Alĺos últimos? Cada noche pienso que el beso puede ser elí conseguí. Estaba rodeado de personas que leía las cartas. Todas . De
personas que veían fantasmas.

Aparecieron tres dedos. Me hablaron de la bestia. Un señor que torturaba


y mordía. Creo que para aislarme de esa realidad. Lo curioso es que yo
deseaba que se hiciera y nada. Allá por donde iba tenía problemas. La
Universidad . Luego lo lamenté y lo pagué. Fue como un début en
primera división. Sentía sinceramente.

Recuerdo haber realizado una perfomance. Salir. Obviamente. Hay a


muchos escritores a los que les comenté que .

En realidad, la idea de Tormenta era realizar una novela . Quebré. Me


quebré el . Estuve dos meses pero al terminar volvía a la primera línea y
veía crecer un libro estéril. La historia de ese pirata. Inverosímil. Pero
deseaba volver. Porque esa historia estaba arraigada en mí.

Estaba
Una mañana fui a hablar con un policía. En realidad, el México de
Kerouac y Burroughs.
Mi madre lo ha sido todo para mí. Cada día que pasa es un suplicio
porque siento que resta un día menos para el precipio.

Antes de Bruja, escribí Martillo. Esa novela sí fue leída por tres o cuatro
personas. Bruja, sin embargo, por nadie.

Pero yo soy un genio. Un escritor de libros eternos.

Cuando me es posible, almuerzo en fondas o bares donde no obstante,


tampoco suelo encontrar paz. Los conocidos suelen mirarme con
condescendencia. No es difícil vislumbrar en sus gestos ciertos gestos
burlescos al contemplarme masticando trozos de carne huraño y solitario
Mis aspiraciones no se cumplieron.

Comentan entre los vecinos de mi localidad que estoy desquiciado. Que


mis libros no se entienden. Cuando me vuelvo a contemplarlos, lo
primero que percibo en sus rostros es la sonrisa de par en par jovial.

Nadie menciona el título de mis textos tal vez por educación o temor.

Se ha corrido el rumor de que soy violento y peligroso. Que estoy


totalmente desequilibrado. En realidad, debo estarlo para soportarlos a
todos ellos. Constantemente se refieren a mí.

Una mañana encontré un ejemplar de Bruja entre montones de estiercol.


Se encontraba firmado pero no quise mirar el nombre de la persona a la
que se lo había dedicado. Tal vez debí hacerlo porque desde entonces
vislumbro en todos mis conocidos el posible culpable. No hay conocido a
quien no de la mano que no identifique con mi verdugo.

Aquel caballero comentó a sus conocidos que mi libro era insufrible tras
haberme pedido que me lo firmara.
Para luchar contra el trasiego por la muerte de mi madre, suelo acudir a
librerías con la intención de firmar mis libros. En una de ellas pasé varias
horas sin poder dedicar un solo libro. Algo natural porque los clientes que
entraban estaban preocupadas por el clima o el estatuo del príncipe.
Hace meses, hablé con el librero. Alzó la mirada y me miró con simpatía.
Me animó a participar. Me dijo que tal vez durante la festividad de la
madre pudiera vender un libro, que buscara los días de fiesta. Decía que
yo le daba confianza. Que le transmitía buenas vibraciones. Sin embargo,
estuve centrado. Como un mono. En un momento dado, le pedí a una
mujer que me diera cacahuetes. Le

No fue difícil encontrar inspiración para Bruja.

Encontré ayer en al editor de Martillo y Bruja. Hablaba desenvoliendo. Me


miró.

Normalmente, los escritores complican mucho la historia. Hay una pasión


por lo complejo. Algo pulcro en la complejidad. Una histeria por la
compleja que me parece sumamente atractiva. Es realmente desastrosa.
De ahí se infiere cierto orgullo. El orgullo siempre acaba desbaratando la
lógica de toda historia. En realidad,

Mi tía no soporta mi presencia. Para ella soy un desgraciado. Un hombre


que malgasta su tiempo con libros. Me odia y me juzga con demasiada
severidad. Como si fuera el culpable de la enfermedad de mi madre. Por
eso me mira con recelo tanto cuando estoy cerca de ella como cuando
salgo de la casa y paseo por esta ciudad.

de beber un té muy caliente que preparan cuidadosamente. Suelen salir


de la ciudad al bosque cada mes a recolectar las hierbas que necesitan
para realizarlo. No se suelen entretener por el camino. Apenas vuelven la
vista para saludar educadamente a los lugareños que se cruzan con ellas
y, desde luego, no pierden su tiempo con las mariposas, bichos y pájaros
que pueblan los árboles alrededor del viejo castillo.

A veces veo aparecer una gata abisinia sobre la cabecera


contemplándome fijamente. En otras ocasiones, una baraja de cartas de
Tarot aparece entre las sábanas. Y no resulta extraño tampoco que el
suelo retumbe levemente de tanto en tanto como si estuviéramos
navegando en una fragata por el océano o que, aunque el calor sea
sofocante, algunas gotas de lluvia caigan del techo y, con el transcurrir
de las horas, se tornen rojas y semejen sangre o pétalos de rosa.

Ninguna de sus hermanas me suelen prestar atención cuando les relato


estos hechos.

Cada mañana aparecen con su vestidos negros y el pelo recogido y le


dan de beber un té muy caliente que preparan cuidadosamente. Suelen
salir de la ciudad al bosque cada mes a recolectar las hierbas que
necesitan para realizarlo. No se suelen entretener por el camino. Apenas
vuelven la vista para saludar educadamente a los lugareños que se
cruzan con ellas y, desde luego, no pierden su tiempo con las mariposas,
bichos y pájaros que pueblan los árboles alrededor del viejo castillo. Son
dos mujeres silenciosa. Si les es posible, responden con monosílabos.
Evitando utilizar más palabras de las justas. Pero aún así, se sabe bien
cuáles son sus opiniones sobre los más importantes asuntos de nuestra
ciudad. Tanto si el alcalde les resulta simpático o las obras de
remodelación del puerto molestas como si tal o cual muchacho ha
elegido la profesión adecuada o ha publicado un poema que demuestra
talento y rigor. Nadie duda, desde luego, que Obviamente, intento
evitarlas en lo posible. Pues suelen recriminarme el más mínimo desliz.
Cuando abren la boca es para criticar mi comportamiento, mi atuendo o
mi actitud. Es tan agobiante su presencia que

Malcolmo Lowry entró en un estado alcohólico. La mía nadie la comprendía. Había llegado
a México y había acabado oscureciéndola. En las cantinas de noche. Recuerdo entrar a un
bar y darme . Preguntar. No obstante, continué allí. Estaba contemplando u npartido de
fútbol como si fuera algo oscuro.

En México me acostumbré a las orgías. En la primera ocasión, tuve .

Cuando vi no me pareció. Sentí que el país estaba lleno de . Una mujer me quitó el mal de
ojo. Me dijo que debía en realidd.

Cuando llegué a México. Cuernavaca era una primavera. Era la sensación de qu podía ser
destruido. Las cervezas allí eran . Bebía una tras otra como. En un momento dado, me
preocupé. Allí hice Martillo. Me caía. Sentía la necesidad de construir. Cuando podía. Y
tenía que marcar. En una ocasión, una indígena me miró y me dijo que me debía quitar el
mal de ojo. Otra vio el fantasma de mi padr persiguiéndome. Estuvo caminando junto a mí
por las calles. Obviamente, no entendía la historia. Leí los libros de la revolución. Hablé con
el abogado. Me estuve preparando. Me miró y me mostró unas fotografías. Había Cualquier
cosa que yo tuviera que decirle. Me decía . La idea era que siempre perdiéramos. Aquí yo
estaba perdido. Pero acudió don Felipe en mi ayuda. Obviamente, murió don Felipe.
Comprendí el apego. Amo proundamente a México.

La primera vez que lo tuve en mis manos lo agarré. Se cayó. En realidad, aquí vivimos hace
tiempo con la tormenta. Volvían a anunciar que vendría la tormenta. Les gustaba torear a los
extranjero. Yo a veces pienso que de haber, lo habría perdido todo. Cuando llegué, estaba.
Por otra parte, luego me dejaban la casa. Me movía con solutar. Parecía que yo tenía las
llaves de esa casa y que eran mis esclavos. En esas condiciones, durante años . Enloquecí.
Veía a los escritores y moría destrozado de envidia. En realidad, yo nunca había tenido. Mi
madre. Y por otro lado, hacían lo que deseaban. Una noche puse . Lo tomé como un
desprestigio. Creo que hubiera muerto. Cuando golpeaba lo hacía siempre en el lugar
equivocado. Tenía un saco. Un día y no pude hacerme. En realidad, lo había perdido todo.
Sin embargo, tenía la impresión.

En realidad. Recuerdo haber estado. Allí sobre los montañas. En realidad, llegó todo a tal
dispararte que pronto, Bernhard. Sólo me sacaba de allí Bernhard. Duarnte años, Había un
enfado puntual. Hubo una amiga. Luego . Todo eran destrozos. En cierto sentido, era una
juventud. Escribía en un blog llamado averíad epollos. Tuve que pasar varios años. Hacía
textos. Prretendía. No era capaz de gritar auxilio. No era capaz de gritar: “ayudenme.”. En .
realidad, estoy harto, absolutament haro, . Luego allá . Esos escritores serios. Le dije a uno
que por qué no me invitaban al festival de poesía. Me presenté. Nunca me lo dieron. Creo
que las feministas. En realidad, hicieron bien . Luego otro. Y sin embargo, no sé por qué.
Porque la madre es el absoluto. Hay dos libros bellos sobre las madres que he leído. Uno es
El extranejor. El protagonista la menciona y o hace con indiferncia. Y luego mata. Y otro.

En realidad, Tormenta iba a ser una novela de piratas. Pero ya no tenía sentido. Lovecrart
estaba allí. Allí es curioso. Me hablaron de Wiliam parker. William Parker. . Luego. En
realidad, en el libro . Me llamaba. Es curioso porque cuand estuve allí. Lo tenía todo, pero el
fracaso de Bruja. De hecho,

No es que perdiera dinero. Allí quise presentar Bruja. En las Universidades, me veían como
loco. Y Bruja no ayudaba. A un amigo. Todos estaban locos por los editores. Mi vida se
caía. Mi naugrafio se inundaba. Cuando iba a Veracruz,se me acercaba la policía. Se caían
los amres y crujían. De todos es sabido lo que ocurrió con Sergio Pitol. Fue él. Pero en un
momento dado, . Conocí a uno de sus guardaespaldas. Mientras tanto, mis profesores de
Universidades me deseaban. Recuerdo haber estado en situación de pesnar y escuchar
estallar las bombas. Escuchar una metralla. Lo poer es que no era un estado enguerra. Si
hubiera estad en güera. Lo pero era que . Por eso ya Tormenta. ¿De qué servía?

Solo tuve que inspirarme en estos bosques. Veía las mañanas.

Una mañana camino a Sálem me encontraba. Allí no salí. Quienes me


conocen saben que no voy. Allí fue justo cuando . En realidad, fue como
si me hubiera aspirado un monstruo. Estaba encargado de dar de comer
a las gallinas. En un momento dado, . Luego vi que las dejaron salir. Yo
era el responsable de haberlas vuelto locas. Imaginé. Emily Dickinson
aparecía allí como un bruja. Contando sus peomaerios. En realidad, uería
sugerir. Nadie ha terminado ese libro. Sobre él pesa una maldición. Una
hechiera mexicana y todavía . Los gusanos deben de estar corroyéndolo.

A veces hay una mujer que miraba fijamente.

No puedo opinar de Boston. No recuerdo ni el tiempo que hacía. Sé que


las mansiones eran grandes.

las mesas, él quería escapar. Lo percibí incómodo. Pero lo Escapó con

Es bien sabido que mis libros no se venden. Martillo tuvo una buena
recepción al principio. La mayoría de personas. Cada vez que y Bruja .
En principio, iba a contemplar. Una novela de piratas. Pero no he sido
capaz de hacerla a pesar de que la comencé.

ss fui Muy pocas personas los comprenden. En principio . Creo que . En


realidad, sobrellevo como puedo. Intento recordar. A veces . En realidad,
Hace poco .
He de reconocer que Cartagena me oprime. El tiempo que viví en
Xalapa. Sin
comenzó a escribir guiones para la pantalla.
La pareja se mudó después al Hotel Casino de la Selva en Cuernavaca, México, a finales de
1936, en un intento final de salvar su matrimonio. No tuvieron éxito y a finales de 1937
Lowry se quedó solo en Oaxaca y entró en otro oscuro período de exceso alcohólico que
culminó en ser deportado del país. En 1939 se trasladó a Canadá y el siguiente año casó
con su segunda esposa, Margerie Bonner, una actriz y escritora. La pareja vivió y escribió
en una cabaña en la playa cercana a Dollarton en la Columbia Británica. Aunque la pareja
viajó a Europa, Estados Unidos y el Caribe, y Lowry continuó bebiendo en demasía, este
parece ser un período relativamente tranquilo y productivo. Duró hasta 1954, cuando
comenzó un nuevo periodo nómada, viajando a Nueva York, Londres y otros lugares.
Lowry murió en Inglaterra el 26 de junio de 1957 en la villa de Ripe, Sussex del Este,
donde estaba viviendo con su esposa, por la ingestión de alcohol y posiblemente una
sobredosis de antidepresivos.

Lowry publicó poco durante su vida, en comparación con la extensa colección de


manuscritos inconclusos que dejó. De sus novelas, Bajo el volcán (1947), reescrita
innumerables veces, es ahora reconocida ampliamente como una de las grandes obras de
la literatura del siglo XX. Ejemplifica el método de Lowry como escritor, que involucraba
esbozar sobre material autobiográfico e imbuirlo con capas complejas de simbolismo. Bajo
el volcán d

En realidad, la mayoría de personas que conozco intentan ocultar su


dolor. Todas lo esquivan. Cuando les pregunto si les duele aquí y allá, mi
miran con sarcasmo. Algunas se quedan mirando fijamente.

Hay tres personas que me hablaron de que la noche porque será una
nochs sin fin e inquietante, se celebrará una orgía.

Son irónicas y crueles. Por eso decidí no confesar mis planes. Llevo
mucho tiempo, desde mi adolescencia, pensando en suicidarme. En
depresión. Soy demasiado sensible para soportar el cinismo cotidiano o
excesivamente egoísta para soportar las miserias de los demás. Razón
por la que algunos de mis libros eran caóticos. Porque no quería que
nadie vislumbrara mi corazón. Es este un truco que utilizan muchos
escritores. Yo me he acostumbrado a detectarlo incluso en los más
complejos y abstractos. Leo un verso oblicuo de y tras la ráfaga de
adjetivos y nombres difusos, percibo la angustia de los poeta. Casi que
puedo sentir su ansiedad. Lo vislumbro mirando a través de las ventanas
de un bar con timidez. Consciente de que no podrá comunicar con nadie.
Hablando lentamente con la literatura.
Mi tía suele ir. Allí había una caseta donde en ocasión. Se encontraron
rasgos y . También había un convento de monjas que caminaban en
procesión alumbrando. Por eso nadie sabía realmente quién había hecho.
Esa casa.

Para Tormenta había pensado en la historia de William Parker. Un pirata


cuyos padres.

En realidad, sí vendí uno.

¿Por qué no llega la tormenta? Ayer era el día. Mi madre. Mi tía nos
miraba a los dos como controlando la situación.

Un grupo de lobos ha mordido a un niño. Los gritos de la madre a lo largo


de las plazas

La madre era la encargada de proteger a sus crías durante los días de


cólera. Por eso se enganchan. El hombre en realidad salía y contemplaba
desde las mirabas. Miraba la catástrofe. Y protegía la guarida. Si la cueva
estaba bien elegida o estaba rota. Cuidaba y se preocupaba por ellas.
Cuando el hombre faltaba y sólo estaba la madre, cualquiera podía venir.
Tengo la impresión de que por eso miro a todos hombres con . Todos
pueden robarnos.

En realidad, todos los libros se han hecho durante una tormenta.

No visualizo a William Faulkner, sin embargo, como un hombre


traumado. De hecho, lo considero un jornalero. Para el escritor
norteamericano, la literatura era un trabajo más. Su labor no tenía más
importancia que la del panadero o el fontanero y por eso fue tan
profundo. Porque no se dio más importancia que la justa. Hunter S.
Thompson dejó dicha en una ocasión una frase célebre: “No creo que la
gente comprenda lo podrida, miserable y enferma que es la profesión de
escritor”. Comprendo esa frase. Si yo no estoy preparando un texto
literario, me derrumbo. Hace años que no puedo estar sin escribir. Si
camino, pienso en el libro. Si nado, pienso en el libro. Si estiro las manos,
pienso en el libro. E incluso cuando escribo, pienso en el libro. Algo que
podría resultar una evidencia pero no lo es. Porque el libro no es la
historia únicamente. Es el lector. Es el crítico. Es el editor. Es un cúmulo
de personas que se anteponen y en muchas ocasiones son más
importantes que la historia. De la mayoría de ellas desconfío menos de
los lectores.

Por lo que a todos los personajes relacionados con el mundo de la


literatura que me crucé en mi camino, les dije que Tormenta sería un
libro sobre piratas. Cuando, en realidad, lo que deseaba era escribir
sobre tormentas personales. Es cierto que

Un problema que solemos tener los escritores suele ser que creemos que
somos los únicos que sufrimos. Mario Bellatin, por ejemplo, ha creado
toda una literatura en la que muestra su trauma por la ausencia de su
brazo izquierdo y al mismo tiempo, convierte en espectáculo su dolor. La
mayoría de lectores sienten cierta fascinación por

Paradójicamente, los escritores también negamos

De repente, me encontré sin trabajo. Mi madre me llamaba por teléfono


preguntándome cómo iban las c

No es sólo que utilicemos versos sino que una gran parte. Creo que
porque estamos obligados a consturir ua obra. Pero también porque
nuestro objetivo es mentir. No obstante, . El español. En varias
universidades . No me extraña. Porque hay que mantener un
comportamiento impoluto. ¿alguien puede hacerlo?

que creemos que somos los únicos que sufrimos. Hace poco estuve.
Mario Bellatin, por ejemplo, mostraba su brazo continuamente. Sólo
existe su dolor. Sin embargo, yo al menos eso lo aprendí en México. A
México fui con una Beca pero pronto me convertí en un apestado.
Durante años di performances, porque no sé explicarme. Toda . Se me
corta cuando hablo. Creo que pierdo a mis alumnos. Vladimir Nabokov .
El tono real. Más en un laberinto. Sin embargo,

La primera tormenta de la historia fue la. En

Hay

Sé que las conversaciones que estoy teniendo con ella son las últimas.
Las conversaciones que estoy teniendo con ellas son las últimas. No
logro sin embargo, a pesar , dejar de irritarme cuando . Hace varios
días, . En realidad, no creo que debería estar preocupado por ella sino
por México.

Mi amor hacia mi progenitora es tan grande que probablemente la vele


varias noches en el cementerio. Dormiré sobre la lápida

sabiendo que se acerca el momento en que ¿Por qué ha de morir una


madre?

El jardinero todavía no ha aparecido. No se ha tocado los cojones con las


dos manos obscenamente en un lago burlándose de ella.

Luego, tras la , apenas sonríe. Hay un rastro de inquietud con la que me


crié.
En ninguno de ellos aparece escribiendo poesía porque no solía leer . Sin
embargo, no

porque llega su hora de despedirse.


No creo en la literatura porque he visto
Dedico esta oración lunar y colérica a los muertos. El auténtico motor de
la literatura. Y más en concreto, a los que yacen en los océanos sin haber
sido enterrados. Confundido ya para siempre su cuerpo con la arena y
las vísceras de los animales marinos.
“Las tormentas atacan siempre a alguien más
fuerte que ellas”.

El conde de Lautreamont. Los cantos de Maldoror


3

Tormenta
Alejandro Hermosilla
Dedico esta oración lunar y colérica a los muertos. El auténtico motor de
la literatura. Y más en concreto, a los que yacen en los océanos sin haber
sido enterrados. Confundido ya para siempre su cuerpo con la arena y
las vísceras de los animales marinos.
“Las tormentas atacan siempre a alguien más
fuerte que ellas”.

El conde de Lautreamont. Los cantos de Maldoror


A principios del siglo XX, los piratas no eran más que el recuerdo de un
mal sueño.

Calaveras huecas enterradas en las arenas negras de los desiertos.

Cañones enmohecidos llenos de musgo, alga y líquenes.

Esqueletos destrozados entre montones de monedas desgastadas por el


peso de las aguas.

Pedazos de banderas negras atrapados entre rocas, árboles húmedos y


piedras cortantes.

Arpones y collares oxidados mezclados con plásticos y hierros secos en


amplias y profundas cuevas.

Y zapatos de cuero desgastados olvidados dentro de toneles de cerveza


vacíos surcando solitarios los océanos.

A principios del siglo XX, sí, el nombre de los viejos bucaneros ya no era
mencionado con temor insano en los embarcaderos de olor infame que
solían construirse en islas derruidas por su violencia y odio. Las crónicas
de fuego históricas sobre los piratas Jack Rackham, Edward Teach (Barba
Negra), Francis Dread o Henry Morgan se comenzaban a perder en el
olvido. Confundiéndose con la sangrienta memoria de densas arenas
llenas de algas muertas enroscadas sobre los tentáculos de pulpos,
cuchillos, espolones, arcabuces, trajes raídos y huesos.

Todos ellos se habían transformado, en gran medida, en espectros.


Escoria histórica.

Muertos vivientes condenados al naufragio eterno navegando por los


infiernos con los ojos cerrados.

Pesadillas perdidas en la memoria de los reinos occidentales.

Pelos caídos del cabello largo y sucio de un vagabundo.

Desechos ignorados tras ser destruidos a martillazos por el progreso y la


ciencia.

Vasijas olvidadas en playas desiertas llenas de carcasas de caracoles


rotos.

Sombras de velas destrozadas encalladas sobre desfiladeros abisales.

Y voces ebrias imposibles de escuchar entre ecos de corrientes marinas


y aleteos de tiburones heridos.

William Parker no era por ejemplo más que un punto negro perdido en la
memoria de los mares.

Un asesino cuyos colmillos habían terminado resecos por la sal y los


líquenes. La herrumbre y el olvido. En vida, había estrangulado con sus
manos a cientos de hombres y prendido la mecha de la fogata en la que
ardieron muchos de sus enemigos pero ni tan siquiera tuvo el honor de
ser sepultado.

Fue arrojado a los océanos tras recibir unos cuantos escupitajos en el


rostro y recibir unos cuantos navajazos de sus marineros.
William Parker deseaba fundar un reino en medio de las islas del Océano
Pacífico. Alzar castillos sobre los océanos y formar escuadrones de
demonios con los que poner en jaque las naciones occidentales. No era
un pirata que deseaba un dorado retiro. No anhelaba el descanso sino la
gloria en la batalla. Ser el destructor del mundo histórico conocido. El
aniquilador de Occidente. Pero tuvo que conformarse con ser un espíritu
errante. Un visionario enloquecido obsesionado con el mal.

Y probablemente por estos motivos, H.P. Lovecraft consagró a su figura


la novela Tormenta.

Cuando comenzó a escribirla, en cierto modo, él era también un


fantasma. Un espíritu viciado de la escritura. Un temperamento mustio,
silencioso y altivo obsesionado con dioses nihilistas

Sus padres habían muerto en el mismo sanatorio mental.


Recientemente, se había divorciado de su única mujer. La herencia
recibida de su familia se estaba agotando, obligándolo a vivir con
demasiadas restricciones. Y la mayoría de críticos consideraban su obra
un estertor producido en las cavernas del arte.

Un trozo de madera sin cortar ni barnizar encontrado en los bosques.

Una miserable violación creativa sin gusto estético alguno.

Un grosero atentado contra la literatura.

O el vómito de un perro enloquecido.

Y habían ignorado el intenso trabajo de depuración lingüística que había


realizado para escribir su anterior libro: Bruja.

Un poema místico que había escrito con suma delicadeza y laboriosidad.


Acariciando con mimo cada una de sus frases como si fueran remedios
con los que cuidar a un animal herido. Hilando unas palabras con otras
como si estuviera cosiendo un vestido de hechicera en una vieja rueca
o pintando diminutas serigrafías en un vaso de porcelana.

Pero no había recibido más que desprecio, indiferencia y miseria. Burlas


insultantes entremezcladas en críticas soeces.

De hecho, los adeptos a la alta cultura lo continuaban considerando un


excéntrico.

Un miserable vicioso que utilizaba la literatura como un mástil en el que


recostarse. Un frío papel sobre el que masturbarse. Casi como un
taburete en el que apoyar los pies y fumarse un cigarro.

Y por otra parte, los recios, robustos jóvenes adictos a sus historias de
terror comenzaron a desconfiar de él. Entre risas, comentaban que el
nazi de Providence se había amariconado. Había escrito un libro
demasiado femenino. Y que si no deseaba empañar el prestigio de la
literatura de terror, tal vez lo mejor que pudiera hacer, fuera aprender a
cocinar, apuntarse a un curso de decoración o depilarse, pintarse los
labios y dejarse el pelo largo.

A principios de 1930, sí, el nombre de Lovecraft ya no era mencionado


con temor insano en los círculos literarios. No producía el respeto de
antaño. Su silueta tendía a la desaparición. Era una sombra olvidada
caminando por un castillo derruido que se encontraba carcomida por la
ira. Frustrada y encolerizada.

Y resulta lógico que se identificara instintivamente con los nómadas del


mar: criaturas indomesticables que reflejaban perfectamente el envés
del sueño ilustrado. Navegantes que habían convertido su tragedia vital
en un reino de honor cuyas vidas permitían otear aquellos tiempos
antiguos llenos de magos y reyes viciosos donde los músculos de los
guerreros eran la ley.

Y que concibiera Tormenta como un cañonazo. Un arma de demolición


lleno de palabras furiosas y frases parecidas a arañas. Un visceral
navajazo a ese mundo cultural que lo despreciaba y contra el que se
vengaba realizando todo tipo de faltas ortograficas.

Un ravioso ataque con el que que Lovecraft intentaba biolentar a los


académicos que leyeran su libro y representar metafóricamente la
destructiva personalidad del protagonista de su novela: William Parker.

Un cruento corsario de violentos ojos negros acostumbrado a escupir los


suelos y maldecir constantemente su día de nacimiento porque su
infancia había sido terrible.

Pronto se había quedado huérfano de madre y su padre, Alfred Parker, -


un viejo buhonero que tan sólo ejercía ya su profesión los escasos días
en que se encontraba abstemio- lo obligaba a trabajar limpiando
zapatos, juntando carton o incluso a mendigar por las calles de Liverpool.

Era bastante havitual berlo al anochecer rebuscando en los pequeños


montones de basura parecidos a malignos insectos apiñados en las calles
en busca de alimentos, jirones de ropa o una moneda perdida. Puesto
que si no traía algún panecillo comestible, un pedazo de carne, fruta o
algún artilugio de valor a su hogar, lo más probable es que fuera
castigado. Aunque la mayoría de veces la condena no dependía tanto de
sus desesperados esfuerzos como del fluctuante humor de su padre.
Quien solía recibirlo con varias bofetadas, acostumbraba a golpearlo
sádicamente con su cinturón mientras pronunciaba monsergas
incomprensibles y en muchas ocasiones, lo obligaba a acostarse con el
estómago vacío.
Lógicamente, aquel hombre lascivo, de ojos viscosos, esponjosa barba
negra y voz rugosa era aborrecido en los escasos lugares donde se le
permitía la entrada. Pues pasaba la mayor parte de su tiempo bebiendo
o rascándose los cojones burlonamente sin importar quién tuviera
enfrente. Y no parecía poseer otro horizonte vital que el odio.

La doctrina del rencor y el desprecio.

Su rostro se encontraba lleno de arrugas parecidas a moluscos


moribundos y su descuidado, feroz aspecto transmitía una melancolía de
siglos. Un dolor insufrible que se transformaba en ira en cuanto aparecía
su hijo dado que su minúsculo cuerpo ennegrecido por la frustración y el
dolor, le hacía rememorar un lago sangriento: el rostro de Hester Prynne.

Su esposa desaparecida en medio de un desolador páramo de


incertidumbre hasta ser degollada por los despreciables lobos del olvido.

Una grácil mujer morena y delgada, con una risa y una voz inaudibles,
casi un susurro, que llamó su atención desde que la vio pasear una
soleada mañana por el jardín de un frío, sinuoso castillo donde se vio
obligado a pernoctar varios días para acondicionar sus enormes
chimeneas. Y en el que decidió quedarse varios semanas más ayudando
a los esquivos jardineros a cortar el brumoso pasto y las alargadas ramas
de unos árboles que se hallaban tan descuidados que parecían siniestras
pesadillas.

Cabellos revueltos de un dios herido o sinuosas risillas de monstruos


escondidos.

Aquella muchacha tenía el aspecto de una muñeca de terciopelo. Era


prácticamente una marioneta. Al mover sus brazos casi que podían
adivinarse unas cuerdas sujetándola. Su sonrisa dejaba adivinar
pensamientos ocultos que sus labios sellaban como los pétalos de las
flores rotas esconden el polen. Y su mirada reconcentrada aparentaba
buscar el reflejo de sus vidas pasadas entre sus pensamientos. Más que
andar parecía que bailaba y sus manos poseían una delicadeza especial
a pesar de su extracción humilde. Razón por la que el señor de aquella
vetusta fortaleza, el Barón, -un maduro y robusto caballero moreno,
tuerto de un ojo y rostro arrugado y plagado de llagas y cicatrices- le
había permitido hacerse cargo junto a otras doncellas de su hijo.

Un niño cuyo rostro siempre estaba cubierto y sobre el que ninguno de


sus cuidadores daba información alguna que cuando se encontraba
hambriento, más que llorar, berreaba como un macho cabrío.

Un animal desconocido cuyos deseos nunca pudieran estar satisfechos.

Alfred solía encontrarse con Hester en los jardines. Puesto que dentro de
la nocturna fortaleza a pesar de lo amplias que eran las habitaciones
estaba obligado a estar solo y por lo general, únicamente recibía órdenes
de viejos mayordomos. Y en las escasas ocasiones en las que coincidía
con su enamorada, solían estar rodeados de todo tipo de ilustres
personalidades -jueces, sacristanes, sacerdotes- cuya presencia infundía
demasiado respeto como para permitirse conversar. O dentro de la
capilla subterránea de aquel gigantesco recinto donde apenas podían
hablar entre los exaltados discursos sobre el inminente fin del mundo
proferidos por el reverendo y los aullidos ahogados del coro.

Junto a una estatua cubierta por paños negros y sobre una silla de
mármol, solía descansar Hester ciertas horas de la mañana y la tarde.
Por lo general, lo hacía rodeada de varios patos y gatos que la miraban
con indisimulado orgullo. Y portaba un cofre en sus manos del que
emergía el canto de un pájaro —muy parecido al de un canario— cada
cierto tiempo que acariciaba con suavidad. Como si llevando a cabo este
ritual, el ave que se encontraba dentro, sintiera cariño y afecto. Lo que
tal vez convenciera a Alfred de que sería una excelente madre de sus
hijos. Puesto que además, cuando se dirigía a ella, sentía abrirse hondas
cavidades corporales.

Escondrijos femeninos parecidos a cavernas ocultas a través de los que


escuchaba los gritos de chiquillos desnutridos.

Redondeados senos en cuya piel se hallaba grabado el murmullo de


criaturas perdidas en el limbo que reclamaban constantemente afecto.

Mórbidas imágenes a cuyo encanto no pudo substraerse. Por lo que, en


cuanto ambos gozaron de unos días de descanso, no dudó en reunirse
con ella en medio de un pequeño bosque lleno de árboles rasguñados y
besarla entre infernales cánticos de libélulas enloquecidas que parecían
celebrar una violación más que el encuentro afectuoso entre dos seres.

Sus primeros años de unión fueron plácidos. Nunca faltaba un plato de


comida en la mesa, podían permitirse ciertos caprichos y las familias de
ambos mantenían un discreto y respetuoso desapego que pasó a
convertirse en cálido cuando nació William. Pero esta etapa no fue más
que un breve espejismo, un hermoso reflejo en un espejo ovalado que
comenzó a fracturarse cuando el Barón exigió a Esther que entrara a
servir en otra fortaleza que poseía en las afueras de la ciudad donde
solía refugiarse cada cierto tiempo para realizar cacerías, juegos de azar
junto a otros nobles y determinados rituales secretos de los que apenas
dejaba rastro.

Había decidido que su hijo fuera educado en aquel palacio escondido en


medio de una inmensa vegetación y ensombrecido por la humedad y el
frío ardiente y quería que Esther acrecentara sus cuidados hacia él. Lo
que, debido a la amplia distancia que lo separaba de su modesto hogar,
la obligaba a residir durante toda la semana allí. Un carruaje se
encargaba de recogerla los lunes al alba y devolverla los viernes bien
entrada la noche y en ciertas ocasiones especiales -generalmente
cuando el Barón acudía un fin de semana o se debía recibir a una
importante personalidad- estaba obligada a quedarse.

Algo que no parecía provocar una intensa aflicción a su alma.

Ni tampoco la agitaba o llenaba de remordimientos.

De hecho, aunque había meses que Hester no estaba más de cuatro días
con su familia aceptaba estas estancias de buen gusto. O al menos con
cierta resignación que implicaba aceptación. Tal vez porque el jornal era
muy substancioso aunque buena parte se iba en pagar a las niñeras que
se vio obligada progresivamente a contratar para que se ocuparan de
William. Un niño salvaje que cada vez resultaba más difícil de controlar.
Pronto comenzó a desarrollar actitudes agresivas y resultaba extraño
que permaneciera quieto.

Muchas veces gritaba, rompía los vasos de cristal, los figurillas de


mármol y los papeles que caían entre sus manos como endemoniado o
se mantenía mudo y se negaba a moverse como si un inmenso monstruo
lo vigilara. Miraba a la calle a través de los cristales cerrados y las
cortinas rasgadas por sus uñas con espanto y orgullo. Como si estuviera
desafiando a un animal desconocido. Y poseía una fijación obsesiva con
todas sus niñeras puesto que no diferenciaba unas de otras. Y no importa
cuán dulces fueran sus rasgos o la suavidad y dulzura con que lo trataran
que a todas las identificaba con una hechicera pérfida y avariciosa con
la que juraba soñar noche tras noche.

Una vieja adivina erecta y rígida de ojos blancos y uñas afiladas que en
vez de ocuparse de él, pasaba sus horas muertas haciendo solitarios con
una baraja de cartas de tarot destrozada por su intenso uso. O mirando
orgullosa su sonrisa ambigua y esquiva, afilada e impía, frente a un
cochambroso espejo que no se molestaba en limpiar.

No obstante, y a pesar de que estos indicios auguraban funestos


presagios, la llegada de futuros horizontes de odio y violencia, Alfred no
comenzó a percibir que algo estaba cambiando definitivamente en sus
vidas hasta la mañana en que vio caer un hilillo de sangre por las piernas
de Esther mientras ella desayunaba con los ojos fijos en el horizonte.
Completamente ajena a estos hechos.

Días después, observó unas pequeñas magulladuras en sus pechos a los


que ella no confería ninguna importancia. Y al poco tiempo, comenzó a
adelgazar. Perdió la vitalidad de su rostro y era mucho más reacia que
antes a pasear, comentar los temas que le preocupaban o aludir a la vida
de sus vecinos. Además, perdió el deseo sexual, mezclaba sus recuerdos
con los de otras personas y tenía frecuentes crisis nerviosas. A veces,
miraba a su hijo como si fuera un extraño. Un bastardo. Y se complacía
en negarle sus deseos. Contradecir su voluntad. En una ocasión incluso
escupió en su rostro. Alzó su mano y lo amenazó con voz hiriente con
encerrarlo en una jaula. Pero a los pocos minutos, no se acordaba de
estos hechos y volvía a hablar con total normalidad y acariciar con las
manos un cofre imaginario que sólo ella veía.

Una noche, mientras dormían, Alfred se despertó porque de la garganta


de su esposa surgían letanías pronunciadas en un idioma extraño y al
zarandearla para que despertara, sus gélidas manos se clavaron en su
cuello, apretándolo fuertemente durante varios segundos. Pero a la
mañana siguiente cuando, a pesar de encontrarse asustado, decidió
contarle esta inquietante experiencia a su mujer, ella no cesó de reír. Lo
miró sonriente como si le estuviera contando una anécdota graciosa
sobre su trabajo y, mientras se cortaba las uñas y miraba distraídamente
a través de la ventana, se puso a cantar en voz baja una áspera melodía.

Con el paso de los días y noches, la situación no mejoró y las abisales


anécdotas continuaron sucediéndose hasta que una mañana Esther
montó en el negro carruaje que solía recogerla del que, al poco tiempo,
emergió una delgada mano que dejó caer un pequeño gorrión muerto, y
ya no regresó más. El viernes a la noche Alfred la aguardó despierto pero
no no hubo noticias de ella durante varios días. Provocando
innumerables grietas en su alma herida que se agrandaron aún más al
saber que el Barón había embarcado América. Y llegaron a límites que
rasguñaron su corazón, desbordaron su mente y casi lo conducen a la
locura cuando al presentarse en la lóbrega mansión donde su esposa
trabajaba fue recibido por unos groseros y obesos jardineros que le
comunicaron, entre insultos, bostezos y continuas flatulencias, que allí
no vivía nadie desde hace varios años. Y tan sólo tras denodados
esfuerzos y gritos consiguió que le comunicaran la dirección de la
asociación a la que pertenecía el palacio. Pues aquellos zánganos
preferían tumbarse al sol y se encontraban ajenos por completo a las
preocupaciones de Alfred o al cuidado de las plantas de unos jardines
que presentaban un aspecto demencial.

Parecido a los mustios bigotes de un gato rabioso o a la risa contagiosa


de un sonámbulo.

Ni las autoridades ni los vagabundos, comerciantes y caballeros pudieron


darle exactas noticias sobre esa extraña asociación ni el paradero de su
mujer. Parecía que nadie conocía el nombre de sus organizadores ni
había contemplado jamás su rostro. Y cada vez que mencionaba el
nombre de el Barón, se hacía un extraño silencio. Los rostros se
plegaban y volvían esquivos hasta confundirse con la oscuridad y las
violentas llamas del silencio.
Y Alfred no tardó en convertirse en un ser huraño que volcaba
continuamente su frustración contra su hijo a quien culpaba del oscuro
destino de su mujer. Pensaba que estaba maldecido y negaba que fuera
suyo. Provocando el rechazo de sus familiares que pronto comenzaron a
considerarlo un apestado. Lo acusaban de haber asesinado a Esther y
haber pedido el juicio a causa de dioses oscuros a los que secretamente
reverenciaba y a los que diariamente ofrendaba reiterados insultos
contra la iglesia y el pervertido fruto nacido de sus continuas
masturbaciones contra el viento: un áspero, denso semen cuya textura
recordaba al de la ballenas, el cual emergía en tan grandes cantidades
de su agrietado cuerpo que podían haberse construido filas enteras de
velas con las que iluminar cárceles flotantes.

En las tabernas a las que acudía se aferraba a la botella aunque no


quedara una sola gota. Cuando comía, solía masticar groseramente. Con
la boca abierta y haciendo ruidos. Y acostumbraba a recabar la atención
de los presentes pegando puñetazos en las mesas con los que exigía
total atención a las brutalidades que profería en voz alta: depravadas
historias sexuales protagonizadas por bellas adolescentes y aborrecibles
engendros.

Viciosas, lacerantes descripciones de los tormentos sufridos por niños y


ancianos en remotas y sucias ciudades medievales durante las
epidemias de peste.

O poemas rotos y quebrados en los que se refería con desprecio a la


tristeza en el semblante de las prostitutas y los animales heridos.

De todas formas, tanta era su pesadumbre y malestar que no le


importaba en absoluto que aquel público compuesto de vagabundos,
vagos, fracasados o solitarios campesinos guardara silencio al
escucharlo, porque él estallaba enfurecido tanto si alguien lo interrumpía
como si no. Puesto que acostumbraba a pensar de forma maníaca y
recurrente que todos los que lo rodeaban se reían de él.

Tal vez porque ya estuviéran muertos.

Fueran, en realidad, putrefactos cadáveres que utilizaban su sonrisa para


reírse de los vivos.

Algo que lo aterrorizava.

Por lo que solía terminar esas inmundas noches, profiriendo


innumerables gritos y amenazas en contra de sus compañeros.
Exigiéndoles que no abandonaran las tabernas hasta que él se levantara
soñoliento y dando tumbos en dirección a su sucia habitación.

Un amplio catre lleno de votellas vacías, medio rotas y basos poblados


de bebida enmohecida llena de escupitajos y cenizas donde solía dormir
de tanto en tanto con una mujer rubia y entrada en carnes. Bastante
vulgar. Que solía masticar y escupir trozos de carne reseca que tomaba a
puñados de una enorme bolsa negra con la boca abierta.

A ella tampoco le gustaba William y cuando se encontraba allí, Alfred


solía encerrar a su hijo en el mugriento sótano de aquella casa en la que
desde la partida de Hester parecía que, de un momento a otro, iban a
aparecer espíritus disformes.

Fauces abiertas de violentos perros rugiendo contra la ventana arañando


las puertas hasta romperlas.

La primera ocasión en que lo hizo, sólo estuvo una noche. Pero William
Parker se sintió constantemente observado por una presencia
indeterminada y creyó escuchar los bufidos de un animal escondido tras
los utensilios de trabajo de su padre, ya medio oxidados y en mal estado.
Pero con el paso del tiempo y a medida que la grosera mujer rubia
ganaba la confianza de su padre, las estancias se alargaron. Haciendo
que su agobio aumentara. Porque era realmente insufrible estar
confinado en aquel agujero lleno de quistes de madera rotos, cepillos y
escobas inservibles y vestidos antiguos de su madre cubiertos de polvo
entre los que cada cierto tiempo, aparecía una rata que no tardaba en
esconderse. Además, de tener que escuchar la vieja melodía que la bruja
que se acostaba con su padre entonaba de tanto en tanto:
“La,la,la,la,la”.

En una ocasión en concreto, llegó a mantenerlo confinado en aquel


cuarto oscuro sin tomar alimento ni agua durante tres días y tres noches
y al amanecer del cuarto día, lo obligó a beber orines y comer pan duro
que arrojó entre escupitajos a su rostro mientras su amante acariciaba
su pecho lleno de pelos parecidos a espolones. Y en otra, le dejó de
acompañante una iguana de sonrisa amenazadora y colmillos afilados
que estuvo moviéndose de un lado a otro toda la noche como si
estuviera vigilándolo. Aunque a la mañana siguiente, cuando su padre
abrió la fosa, no había rastro de ella y en la zona que había convertido en
su territorio, se encontraban varias páginas rotas de un libro llenas de
rastros de sangre. Haciéndole preguntarse si no estaría enloqueciendo
de sufrir tantos castigos.

La sensación de ahogo era brutal y había días en que si sospechaba que


su padre había bebido o estaba acompañado por esa arpía, prefería
dormir en la calle o en las casas correccionales. Por lo que no dudaba en
robar fruta y pescado con descaro en los mercados y dejarse capturar
por los tenderos u orinar en el pie de estatuas y monumentos
importantes burlándose alegremente de soldados y viandantes.

Era mucho mejor ser golpeado por un desconocido que por el propio
padre. Puesto que Alfred ni siquiera le permitía gritar cuando lo apaleaba
con el cinturón. De hecho, le había dejado muy claro que si levantaba la
voz, lo haría con más fuerza. Por lo que no importa lo rígido que fuera el
centro donde se lo recluyese que William Parker solía sentir alivio cuando
sus puertas se abrían.

De hecho, las peleas entre los jóvenes eran casi un juego para él. Una
distracción menor. Casi un pasatiempo. Y las amenazas de los
guardianes por su mal comportamiento no más que provocaban sus
risas.

En una ocasión, ocurrió por ejemplo que un carcelero, pensando que


William se estaba burlando de él, comenzó a golpearlo. Pero tras haber
entumecido partes de su pecho y piernas, aquel pilluelo continuaba con
la sonrisa fija en su rostro. Es más, de tanto en tanto, reía en voz baja.
Provocando el aturdimiento de su captor humillado ante el escaso
resultado de sus castigos.

Fueron tantas las veces a lo largo de los años que William fue encerrado
temporalmente en diversos hospicios y tan poco el efecto disuasorio de
los castigos que sufrió que, finalmente, siendo aún adolescente, se lo
encerró en un presidio de adultos.

Ciertamente, cuando lo arrojaron a su celda, quedó fuertemente


impresionado. En principio, por el sudor a cerdo y el aliento a macho
podrido que había en aquellos calabazos. La emanación mezclada de
sangre, esperma, transpiración y vómitos que brotaba de sus húmedas
paredes donde aparecían siluetas de figuras monstruosas. Y, más tarde,
conforme el insoportable hedor se pegó a su piel y se acostumbró a la
oscuridad de aquellas jaulas cubiertas de pelos de araña parecidas a
venas diabólicas, por el aspecto taimado de los hombres que las
ocupaban: musculosos bandidos de aliento fétido cuya mirada cortaba el
aire, ancianos de pelo largo y sucio entrados en carnes y desahuciados,
jóvenes aguerridos con sus puños ensangrentados de golpearlos en los
muros y un sinfín de rostros agrios, secos, duros que daban pavor.

No obstante, debido su insolente juventud, casi todos ellos tuvieron un


trato especial con William. Su extrema delgadez y su aspecto
desenfadado y rebelde les divertía. Lo consideraban inofensivo y durante
las muchas horas muertas que pasaban en el patio le contaban todo tipo
de anécdotas de sus vidas y le adiestraban en las mayores felonías:
robos, asesinatos, torturas y uso de distintas armas.

Aunque de entre todos aquellos bandidos, William prefería sobre todo a


un viejo barbudo maloliente y muy delgado que no dejaba de eructar y
poseía una rueda de fuego tatuada en su hombro izquierdo. Había
surcado innumerables mares al servicio de la corona inglesa y cuando su
capitán, harto de la ingratitud de los reyes y ebrio de ambición, le había
propuesto rebelarse para conquistar ganancias y libertad, él no dudó en
espolearlo. Viviendo como un salvaje durante casi más de una década
sin más amigos que el viento, las armas y su ambición.

El coraje, los delirios y la sinrazón

William Parker se sentía fascinado por las historias que narraba y sobre
todo, por su manera de contarlas. Pues tanta era su implicación que en
cuanto comenzaba a hablar, su rostro cambiaba. Y vez de un viejo
moribundo parecía un antiguo mago. Solía por ejemplo, alargar sus
brazos de arriba abajo y contraer la voz hasta deformarla y darle un tono
grave que confería un aire de fantasía mística a sus hazañas hasta
transformarlas en sortilegios.

Conjuros envolventes surgidos del fondo de una lámpara maravillosa


enterrada en los océanos.

O mensajes secretos enganchados a las patas de las gaviotas criados en


castillos
Aquel hombre agotado le hablaba de criminales viciosos que tenían
cicatrices que abrían y pegaban con saliva y sangre. Corsarios de ojos de
fuego a los que les bastaba mirar a los cielos para que cayeran rayos y
truenos a cuya voluntad se plegaban los cielos. Pues los dioses solían
rendirles pleitesía haciendo aparecer montones de nubes recordando sus
batallas. Y de bucaneros cuyos pasos hacían estremecer las calles
desiertas de los astilleros que escondían en sus dientes hileras del oro
más puro.

Le hablaba con los ojos extraviados en dirección a las líneas más


alejadas del horizonte de estómagos vacíos abiertos llenos de agua
salada arrojados en los océanos. De mares en cuyo fondo se
encontraban restos de viejos cofres de bronce cubiertos por teijdos
orientales en los que había escondidos muñecas de trapo que sonreían
con la boca desencajada. De pergaminos doblados perdidos en las
arenas sobre cuyas páginas se amontonaban viejas plumas de
golondrinas. De gavilanes revoloteando entre los cráneos de antiguos
corsarios muertos. De islas repletas de conchas de mar y perlas
brillantes del tamaño de un ojo en cuyo interior se escondían reptiles
gigantescos. De sables enrobinados que se hacían añicos en contacto
con los tentáculos de los pulpos. Y de los ruidos que emitían los tiburones
durante tormentas más temidas por los marineros que cualquier
combate.

Y lo hacía con tanto encanto que pronto, William Parker se aferró a él. No
podía prescindir de su presencia y no deseaba irse del presidio. Y por
ello, cometía todo tipo de desmanes. Solía insultar a los guardias para
que no lo liberaran. Y aguantaba con estoicismo cualquier castigo.
Desgraciadamente, tras ser confinado durante varios días en una
estrecha celda donde no existía más distracción que saborear los restos
de comida que los carceleros le ofrecían de tanto en tanto, cuando volvió
a encontrar al viejo truhán, no hablaba. Alguien había rebanado su
lengua pero aún así, continuaba mostrando entusiasmo al mover sus
manos de manera ondulada imitando el movimiento de las olas del mar
durante los temporales de arena y fuego que de tanto en tanto, sacuden
los océanos.

Convirtiéndolos en cuevas de agua removidas por la lava parecidas a


escamas de dragón.

Incendios de vapor que transforman la espuma en barro pegajoso y los


cielos en grises espejismos de niebla.

Y días después, tampoco tenía manos. Aunque lo miraba fijamente y le


sonreía como si no hubiera ocurrido nada. Provocando la aprensión de
William que comenzó a sentirse dentro de aquella prisión como un pájaro
encerrado dentro de un cofre. Consciente de que nadie podría escuchar
sus cánticos y que moriría ahogado por la escasez de aire si no cambiaba
su actitud.

Meses después, alcanzaría la livertad pero se negaría a volver a su casa.


Comenzaría a transitar el puerto y sus inmediaciones vuscanndo el barco
adecuado para enrolarse conforme se adiestraba en las posibles
actividades a realizar en alta mar y era puesto a prueba por capitanes
que necesitaban carne fresca para acometer nuevas travesías hasta que
encontró a John Burns.

Un hombre que parecía arrastrar varias vidas consigo y no parecía tener


miedo a nadie. Tenía su oreja cubierta por un pendiente con forma de
ancla y unos ojos abiertos que recordaban a los de un lobo. De hecho,
sus orejas erguidas lo asemejaban a un animal. Su porte era amenazador
y su olor se extendía varios metros a su alrededor. Apenas bebía alcohol
y solía merendarse los pescados de un bocado. No le importaban ni las
espinas ni que se encontraran vivos. Pues disfrutaba sintiéndolos
contornearse en su estómago. Como si fueran gusanos y él un inmenso
aguilucho. Un ave de presa que tuviera como estómago una bola de
insectos rodante.

Cuando caminaba, parecía que lo hacía un espectro. Una fuerza de la


naturaleza que atraía la miradas de jóvenes desnutridos que a veces se
contentaban con que tocara su frente o los mirara. Leían en sus ojos
sentencias divinas sobre su futuro. Y deseaban poder unirse al buque del
que semanas después partiría hacia Massachussets.

Un barco lleno de esclavos negros en el que ocupaba un puesto de


mando intermedio aunque sólo hacía falta estar con él unos minutos
para darse cuenta de que no pensaba estarse quieto y sus intenciones
eran otras: quemar sobre las colinas las estatuas de viejos ídolos de
madera e inundar las ciudades con efigies consagradas a negros
animales de rostro cegado que auguraban terremotos marítimos.

Por lo que, fascinado por las llamaradas de fuego que emergían de sus
ojos y sus palabras llenas de sangre y sudor a través de la que invocaba
la destrucción del futuro, William no tardó en jurarle fidelidad.
Participando en la ceremonia necesaria para certificar su unión con aquel
profeta de la ira.

Un ritual celebrado en un callejón a medianoche durante el que un


hombre encapuchado le provocó una incisión en su brazo derecho con
una piedra cortante. Y unió su sangre derramada con la de una gallina
cuyo cuello había sido cortado previamente. Y tras mezclar el mejunje en
un hondo plato de cerámica morado, grabó en su vientre un símbolo, el
signo de kish, entre las voces airadas de vagabundos y marineros que
hacían retumbar los cielos con los frenéticos golpes que con barras de
hierro daban en los suelos.
Golpes parecidos a rezos e invocaciones a través de los que parecían
abrirse las profundidades de la tierra y escucharse los gritos de
chiquillos sepultados en las arenas amedrantados por los lentos
movimientos de serpientes gigantescas largo tiempo dormidas.

Días después, una mañana de intensa niebla que adormecía los sentidos,
creando una sensación de leve irrealidad, el barco partía del puerto de
Liverpool y una semana más tarde, varios vecinos alertados por el
asqueroso olor, encontraron el cuerpo de su padre decapitado y
totalmente descuartizado en el oscuro sótano de su guarida junto al de
su amante. Ella, convertida en un amasijo de carne indistinguible,
todavía respiraba. Le habían arrancado los ojos y los dedos de las manos,
su vagina estaba inundada de semen como si la hubieran violado no una
ni diez ni cincuenta sino muchas más veces de las que es posible
imaginar. Pero aún así, tenía una leve mueca divertida clavada en el
rostro y cuando alzaba la voz, más que lamentos, parecía que
pronunciaba una leve melodía.

Escena con la que, tras cometer una de sus havituales faltas


ortográficas, Lovecraft terminaba la primera parte de Tormenta.

Una novela muy influenciada por dos textos parecidos a anzuelos y


frondosas palmeras escritos por su admirado William Hope Hodgson: Los
piratas fantasmas y Los botes del Glen Garrig

Feroces libros parecidos a una fosa sepulcral cubierta de musgo llena de


salvajes rasguños que se desarrollaban entre abisales islas y precipicios
marítimos y se encontraban protagonizados por fantasmagóricos piratas
que parecían emerger de entre los cascotes de fragatas derruidas y los
muros de vetustas ciudades enterradas en los océanos. Malolientes
espíritus cuyo aliento rememoraba volcánicos incendios capaces de
destruir de un puñetazo los muros de niebla que atravesaban.

Probablemente, porque el escritor británico los escribió cuando la


práctica de la piratería agonizaba en Inglaterra. Su época de apogeo
había pasado hace mucho. Los límites y fronteras del mundo ya se
encontraban prácticamente delimitadas y el imperio inglés ya no
necesitaba de sus ejércitos marinos para contrarrestar el poderío español
ni el de otras naciones europeas.

A principios del siglo XX, de hecho, los piratas encarnaban la


deslavazada imagen de una aventura consumida totalmente tras el
Romanticismo. Un epílogo a su edad dorada durante el que escritores
como Robert Louis Stevenson y pintores como Howard Pyle recubrieron
con matices dorados su silueta, convirtiéndola en exótica y entrañable a
medida que su importancia se iba progresivamente diluyendo.

Probablemente porque debido a que mencionar su nombre hacía brotar


las más salvajes fechorías de las fauces de la memoria, era necesario
para los países anglosajones edulcorar su figura.

Y consecuentemente, no tardaron en surgir decenas de películas en las


que verdaderos miserables, expatriados, rapaces que mordían las manos
de quienes les daban de comer y ajusticiaban a sangre fría a sus
enemigos fueron reconvertidos en rufianes carismáticos parecidos a
galanes que enamoraban a las adolescentes y poseían actitudes
heroicas.

Muñequitos que podían integrar el ajuar de cualquier adolescente que


pronto pasaron a formar parte del folklore épico de los Estados Unidos de
Norteamérica junto con los cuatreros, vaqueros y buscadores de oro.

Una imagen contra la que, desde luego, la obra de Lovecraft se rebelaba.


Porque para el escritor norteamericano, los piratas formaban parte de los
desechos de Occidente.

Eran escoria.

El gusano royendo la manzana.

Cadáveres vivientes que, por alguna oscura razón, aparecían en los


horizontes durante los momentos fatales, invocando tragedias. Pues
olían a muerto tanto cuando perdían una batalla como cuando vencían.

Eran un mordisco en el trasero del mundo moderno. La viva imagen de


las injusticias cósmicas. La destrucción. La negación de todo lo sagrado.

El ojo cerrado de dios.

Una indigestión angélica.

La cola del demonio en movimiento.

Criaturas indomesticables que reflejaban perfectamente el envés del


sueño ilustrado.

Eran la locura.

Un trueno celeste.

Los antiguos bárbaros.

Caóticos y ambiciosos monstruos cuyo tiempo histórico podía haber


pasado, sí, pero no así su esencia.

De hecho, Lovecraft tenía muy claro que su desaparición física no


significaba la espiritual y los introdujo en su obra junto a las brujas,
dioses arquetípicos e irascibles como un símbolo del espíritu dionisiaco,
festivo, furioso y rabioso que el capitalismo pretendía arrojar por el orinal
de la historia para ofrecer una imagen pura y casta y progresista de la
evolución de las naciones occidentales.

Cuando, en realidad, los piratas habían sido una creación de Estados


que cuando comprobaron que su presencia en los mares no era
necesaria para acumular beneficios, desviaron su afán de rapacidad
hacia los centros económicos de las grandes ciudades.

Logrando el control de las finanzas de medio mundo gracias al manejo


de los bancos y la creación de paraísos fiscales. La continua fabricación
de crisis artificiales, burbujas y estafas a gran escala que los nuevos
piratas -los banqueros y economistas- se encargaban de acrecentar a
cambio de substanciosos ingresos que les permitieran un retiro dorado
en los mares del Caribe o en una de esas islas perdida del Pacífico o el
Índico donde se encuentran grabadas las huellas de todos los hombres
perseguidos por la ley a lo largo del agujero de los tiempos.

Contribuyendo con su rapiña a acrecentar ese mundo de angustiosa


incertidumbre descrito por Lovecraft en sus relatos cuya sencillez y
brutalidad había atrapado, varias décadas después de su muerte, a
cientos de miles de jóvenes a lo largo de medio mundo.

La mayoría de los cuales solían relacionar su estilo literario con el heavy


metal. Tal vez porque al igual que ocurrió con su literatura en su
momento, es un género musical que ha sido marginado completamente
por todos esos infames críticos pertenecientes al mundo de la alta
cultura.

Aunque la razón más probable sea que sólo las guitarras afiladas al límite
y la emisión continuada de ruidos parecidos a retortijones de estómago
pueden aproximarse a definir el lóbrego y sórdido miedo producido por
los cuentos de Lovecraft.

Algo que pone de manifiesto perfectamente Motorhead

Una banda que tenía como máximo objetivo destruir el arte insistiendo
en repetir una y otra vez los mismos tres acordes al más alto volumen
posible cuya conexión con las creaciones de Lovecraft es instintiva y
visceral.

Casi primitiva.

Dado que su discografía se encuentra llena de temas que parecen haber


surgido del Averno.

Es lo más parecido a un baile nihilista en honor de los muertos.

De hecho, su cantante, Lemmy kilmister, parecía tomarse una copa cada


noche antes de acostarse con el diablo y poseía una voz ideal para
narrar furiosas historias de corsarios.

Pues al fin y al cabo cuando los piratas hablaban, lo hacían como este
músico cuya garganta atronaba como cientos de cañones disparando
bombas en los mares al que le bastaba tan sólo un gorgojeo para
levantar hordas de vagabundos a la rebelión y el crimen y conseguir que
el suelo de las ciudades crujiera.

Y por ello, a nadie hubiera extrañado que dedicara una canción a narrar
las furiosas hazañas de William Parker.

Quien al poco de partir hacia


Que el mundo sea una inmensa pista de aterrizaje llena de turistas no
implica que viajar se haya convertido necesariamente en una actividad
aburrida.

Es obvio que ningún pasajero va a encontrarse tribus desconocidas


emergiendo de cráteres de volcanes donde se hallan estatuas de
fastuosos ídolos.

Tampoco va a tener que sufrir la presencia de indómitas bestias


merodeando sus hoteles y arañando sus ventanas o se va a ver abocado
a caminar sobre gigantescos arenales movedizos o sufrir la picadura de
insectos contra la que no existen remedios.

Pero aún pueden ocurrir muchas sorpresas durante las incursiones en


territorio extranjero.

Basta con no leer más que las páginas justas de las guías para estar
abocado a lo imprevisto.

Esas corrientes del tiempo que convierten cualquier día en un escondite


de la sinrazón.

Además, es realmente difícil -por más que los libros contengan


meticulosas descripciones- alcanzar a saber cómo es realmente el
carácter de sus habitantes o las sensaciones que la naturaleza provoca
en ese lugar en concreto.

Lo primero que sorprende por ejemplo al llegar a Pohnpei -un estado de


la Micronesia- es el leve olor a aceite quemado del océano Pacífico. Un
fino hedor que pasa desapercibido para algunos visitantes aunque a
otros les condiciona totalmente la estancia. Pues poco a poco va
incrustándose en la ropa y su piel alterando el sabor de los platos
tradicionales y bebidas de tal modo que se sabe de viajeros que un mes
después de su vuelta a su hogar aún lo traían pegado.

Y es también muy apreciable la densidad del aire. Un aire pesado que


forma pequeñas nubes de vapor alrededor del suelo provocando una
sudoración que si no se está correctamente hidratado puede provocar
profundos dolores de cabeza y desvanecimientos.

Phompei, sí, es un lugar paradisíaco. Sus islas se encuentran llenas de


elevaciones montañosas y de innumerables cocoteros, plataneras,
arroyos, concavidades rocosas y salpicaduras de líquenes y helechos. La
arena de sus playas es cristalina y absorbe como una esponja los reflejos
del sol y los corales incrustados en el mar. Y el cielo suele encontrarse
despejado irradiando una irreal serenidad.

No obstante, prestando cierta atención, no es difícil darse cuenta de que


este aspecto es totalmente ilusorio. El avión toma por fin tierra
en Pohnpei, la mayor isla de la Federación y done está la capital, y nada
más bajar de la cabina tomo conciencia de que estoy en el trópico: calor
intenso, humedad, olor a tierra mojada, vegetación
exuberante, lluviasintermitentes pero torrenciales, grandes bancos de
nubes que oscurecen el cielo pero que de repente pasan y dejan brillar
un sol que incita a gozar de la vida.

Las ruinas de Nan Madol, por ejemplo, se encuentran camufladas por la


vegetación y en ellas, hay un silencio insano. Ningún pájaro canta entre
los árboles, los animales guardan una mudez inexplicable y un aire de
mustia vetustez flota por los aires, fortaleciendo su carácter sagrado e
ignoto. Pero conforme la luna crece, suele escucharse aullar a manadas
de animales en las colinas, las iguanas y reptiles nadan hacia los
arrecifes y bandadas de pájaros se dirigen a los océanos o se ocultan en
los arcanos monumentos situados entre los frondosos bosques y caminos
desde los que se vislumbra mudo y altivo, un templo ceremonial y los
huecos rocosos dejados en la pequeña colina siglos atrás por la lava del
volcán.
Además, en las aguas que rodean las costas se hallan sumergidas
decenas de embarcaciones antiguas que podrían esconder cofres,
sarcófagos inundados de monedas de oro y los huesos de viejos
marineros.
Y desde luego, los habitantes originarios no son tan virginales como
parecen en primera instancia. Cuando se observan sus cuerpos desnudos
adorados con esplendorosas guirnaldas de flores o con esa sonrisa
inexplicable en el rostro que ha intrigado a los viajeros que han osado
describirlos.
La mayoría de turistas poseen asimismo una impresión equivocada de
los micronesios.

Es maravilloso desde luego, verlos danzar.

Si los bailes árabes son una expresión de recato y misterio, casi un rezo
divino entonado en voz baja tras el velo que cubre suavemente el rostro
de las bailarinas, los de los micronesios que reciben a los turistas son
más bien, hermosos cánticos de las divinidades.

Un apareo de pies y manos sobre el suelo parecido parecido al trinar de


los pájaros.

Sus danzas son cordiales y generosas.

Desnudas expresiones de la simpatía de las fuerzas creadoras.

Primaverales cánticos de dicha y agradecimiento que alumbran mañanas


y amaneceres y hacen vibrar alegremente los corazones.

Los pies de los danzantes se mueven con agilidad. Apenas se coloca su


planta en el suelo ya está de nuevo en los aires, con la intención de
fundirse con el Universo y recrear el nacimiento de los astros y el rotar
de los planetas.
Por lo que a las pocas horas de encontrarse entre ellos, es habitual que
los extranjeros se deshagan en elogios sobre su amabilidad y
generosidad.
Pero, en realidad, los micronesios suelen ser indescifrables. Los primeros
aventureros españoles y portugueses que tomaron contacto con ellos no
fueron capaces de adoctrinarlos ni por supuesto, de comprenderlos.
Álvaro de Saavedra dejó escrito en sus diarios que parecían no haber
caído del paraíso. Porque desconocían el pasado y el futuro. Vivían en un
presente eterno. No guardaban comida, estaban más horas dormidos
que despiertos y tanto si les gritaban y golpeaban como si les abrazaban
y besaban, siempre sonreían.

Durante la expedición de Francisco de Lezcano, ocurrió por ejemplo, que


el capitán español don Álvaro Ramírez, pensando que se estaban
burlando de él, torturó a latigazos a dos adolescentes. Y tras haber
despellejado partes de su pecho y piernas, ambos muchachos
continuaban con la sonrisa fija en su rostro.

Es más, de tanto en tanto, reían en voz baja.

Y aturdido ante lo que creía una treta del diablo, Francisco decidió
descansar. Descuido que aprovecharon los familiares de los jóvenes
capturado para acercarse a él y arrojar a sus pies la pesca de todo el día,
secar su sudor y masajear su espalda. Provocando que aquel temible
marinero que había surcado mares ignotos en noches de insomnio y
enfrentado a enemigos sangrientos, desistiera de su venganza y,
tumbado sobre la arena, incrédulo y agradecido, decidiera disfrutar de
los alimentos que tan generosamente le ofrecían

Un error que demostró ser fatal porque días después, los dedos de sus
pies fueron encontrados encallados en los arrecifes y sus ojos
aparecieron en un capazo, mezclados con ostras y camarones y restos
de piel de cangrejo.

Aunque basta permanecer en la Micronesia no más de una semana para


comenzar a enloquecer. Pues en cada una de las decenas de islas se
hablan idiomas distintos y las costumbres, tabúes y prohibiciones
cambian.

Por ejemplo, una acción absolutamente normal en una playa puede ser
multada en otra o incluso conllevar peligro de cárcel. Algo que
acostumbra a provocar un inmenso desconcierto e ira en los visitantes.

Y además, las modificaciones que en cada uno de los lugares se realizan


del inglés son muy considerables. Haciendo que entenderse sobre las
cuestiones más comunes y banales sea algo realmente dificultoso. Y que
para realizar un pequeño viaje o comprar un pequeño frasco de champú
haya que realizar un enorme gasto de energía y tiempo.

Rápidamente, por tanto, los viajeros quedan desencantados de esa


primera impresión. Y lo más lógico es que comiencen a sentirse
impacientados por partir de allí. Que pronuncien maldiciones en voz alta,
se los vea malhumorados a pesar de encontrarse recostados en una
hamaca bajo una palmera y que pierdan los nervios cada vez que tengan
a un micronesio delante.

Porque no importa la circunstancia, ellos siempre sonríen.

Hay quien ha tenido que atender una urgencia respiratoria frente a un


mar de sonrisas o los que, tras haber sido robados, han sido recibidos
por innumerables carcajadas. Y cuando el turista se ha recobrado del
susto y -en caso de que haya sido capaz de hacerse comprender con su
inglés- les ha preguntado a los micronesios por qué se comportaban de
un modo tan brusco en una situación tan difícil, estos le han mirado con
cierto aire infantil como si no lo comprendieran, emitiendo de nuevo la
insolente sonrisa.

Un comportamiento que aterrorizó a los conquistadores españoles. De


hecho, su primera impresión fue pensar que, dado que en Pohnpei no
existían cementerios (puesto que, como se descubrió posteriormente,
entierran los cuerpos de los fallecidos al lado de las casas) los
micronesios ya estaban muertos. Eran, en realidad, putrefactos
cadáveres que utilizaban su sonrisa para reírse de los vivos ya que no
estaban obligados a respetarlos.

Reflexión que tal vez explique por qué tras la toma de posesión de
Alvaro de Saavedra, el archipiélago quedó en el olvido durante más de
un siglo. Y la colonización de las islas se hizo con extrema lentitud.

como si existiera cierto miedo y aprensión a establecerse allí, de los que


H.P. Lovecraft extrajo la simiente para varios de sus relatos.

Además, las escasas precipitaciones climáticas y el aire denso y húmedo


que rodea la zona contribuyen a crear cierta ensoñación en los viajeros.
Pareciera que el tiempo apenas transcurre o directamente, que no
existe. Y no es extraño encontrar extranjeros que pensaban que habían
desembarcado el día anterior y sin embargo, llevaban más de diez días
perdidos en los confines de esas tierras de ambiguo encanto.

uno de los estados de Micronesia, Pohnpei, donde se encuentra el


complejo arquelógico de Nan Madol: una centena de islotes artificiales en
los que se hallan innumerables construcciones de origen remoto con una
rica tradición literaria dado que existen ciertos estudiosos que aseguran
que, en sus costas, fue donde naufragó el mercader Sinbad durante su
séptimo viaje.

En Las 1001 noches, Scherezade describe con todo lujo de detalles esta
odisea. El viajero oriental se encuentra sereno y tranquilo tras llevar por
orden de su califa varios regalos al rey de Serendib: una cama de
terciopelo carmesí, cien trajes de tela fina y bordada de Kufa y Alejandría
y una vasija de cornalina blanca.

Pero en su camino de vuelta a Basora, tras una tormenta, el capitán del


buque pierde el control y choca frontalmente contra un efrit rojo que
está descansando en el mar y enojado, comienza a soplar hasta emitir
vientos huracanados que arrastran la embarcación hacia los confines del
mundo.

Guiado por las corrientes marinas, el barco no tarda en atravesar el


océano Índico hasta llegar al Pacífico donde se hallan monstruos y
serpientes de espantable catadura que emergen del fondo de las aguas y
hunden la embarcación.

Naufragio del que Sinbad consigue salvarse, abrazándose a una balsa de


madera gracias a la que llega a una isla habitada por hombres cuya
descripción podría coincidir con los antiguos micronesios.

Seres angostos y diminutos con ojos triangulares rasgados y cierta


tendencia a la obesidad que tienen la costumbre de ofrecer una víctima
cada noche de luna llena a los espantosos animales marinos.

Gigantescos crustáceos en los que, posteriormente, se inspiró H.P.


Lovecraft para componer varios de los dioses primigenios.

Porque el escritor norteamericano se encontraba acostumbrado desde


niño a que, disfrazado con un turbante y simulando ser un sultán, su
abuelo materno le leyera en su amplia biblioteca un gran número de los
cuentos de ese mercado de especias oriental lleno de pedrerías de los
más diversos colores. Muchos de los cuales habían quedado grabados en
su mente, influenciando tanto su vida como su literatura.

Nan Madol, por ejemplo, había sido una de sus fuentes de inspiración
para describir R’Lyeh.

Una ciudad sumergida bajo los mares llena de estatuas mudas y altares
sacrificiales bajo cuya sombra perpetua presuntamente, podría haber
sido alumbrado el dios Cthulthu. Y entre cuyos muros caídos, la Criatura
esperaría pacientemente la señal indicada para regresar a la superficie.
Embestir contra los inferiores humanos. Convirtiendo el mundo en una
extensión de su alma oscura. Una vibración de resplandores temibles.

Era, asimismo, entre los mares oceánicos de Phompei y un templo


ceremonial ornamentado con relieves que hacían alusión a salvajes
dioses con cabeza de animal, situado cerca de la cima de un pequeño
volcán inactivo desde hacía siglos, donde se desarrollaba gran parte del
argumento de la novela que sería homenajeada durante la convención:
Tormenta.

Y por ello, las actividades y conferencias se llevarían a cabo en las costas


de las islas y un negro hotel con forma de castillo cuyo diseño
rememoraba levemente el de aquel palacio arcano restaurado siglos
atrás por delgados mercaderes de ojos rojizos llegados de Occidente,
huyendo de la peste y la pobreza. La rabia con la que habían sido
tratados por los condes, nobles y duques de los burgos europeos.

Siendo en esas condiciones comprensible que existan viajeros que, al


poco de llegar a la islas, hayan optado por marcharse —o más bien huir
— con el espanto grabado en su rostro hacia otros rumbos sin cumplir el
plan de viaje previsto y otros que, sin que consigan explicar cabalmente
su decisión, hayan decidido quedarse hasta el fin de sus días allí.

La inocencia festiva de los micronesios es más novelesca que real.

Más un reclamo turístico o un lema publicitario que una virtud palpable.

Pero aún así, una gran cantidad de personas deciden aventurarse en sus
tierras e incluso algunos de ellos sucumben a la legendaria maldición con
aroma a profecía emitida por Robert Louis Stevenson.

En su Viaje a los mares del Sur, el escritor escocés confesaba:“Pocos son


los hombres que abandonan estas islas después de haberlas conocido.
Lo habitual es que dejen que su pelo se vuelva cano allí donde se
establecieron y que la sombra de las palmeras y los vientos alisios los
aireen hasta el día de su muerte. Tal vez acaricien hasta el fin el sueño
de visitar su país natal pero este es un proyecto raramente realizado,
menos raramente apreciado y aún más raramente renovado. Porque
ningún lugar en el mundo ejerce una atracción más poderosa sobre
quien lo visita que estas islas”.

Realmente, Stevenson no se refería en concreto a la Micronesia sino a


todo el archipiélago inabarcable de islas del Pacífico. Pero desde luego,
en lo que se refiere a su propia vida, no se equivocó.

Cinco años después de haberse instalado en Samoa (Polinesia), murió de


una hemorragia cerebral con tan sólo 44 años. Pronunciando palabras
inconexas en medio de turbias pesadillas entre las que aparecían
imágenes de campesinos cercenando con sus azadas cabezas de toros y
vacas y derramando orina en los cadáveres de antiguos enemigos
muertos.

Creando un misterioso precedente: todo aquel que escribía sobre


aquellas islas en cuyos acantilados habían quedado destrozados cientos
de barcos y muchos viajeros habían muerto de hambre o asesinados, se
veía abocado a sufrir circunstancias adversas. Un destino que parecía
hallarse escrito con renglones torcidos en un libro negro desde que el
primer conquistador que las avistó, Hernando de Grijalva, fuera
asesinado durante un motín.

Jack London por ejemplo, urdió varias historias sobre piratería y brujería
situadas en el Pacífico en las que mezclaba el relato costumbrista con el
de terror. Y se suicidó a los 40 años. Aumentando la cantidad de morfina
que tomaba para combatir su uremia.

En una de ellas, describía con violencia los ojos atónitos de varios


jóvenes marineros al encontrar una figura de madera con su cuerpo y
rostro en un altar al poco de poner pie en las islas. Como si sus
habitantes supieran desde mucho tiempo antes de su llegada o hubieran
estado invocando su presencia.

Herman Melville murió completamente ignorado por sus contemporáneos


tras haber sufrido innumerables penalidades como el suicidio de su hijo
mayor. Perseguido por las visiones de una ballena en cuyo vientre yacía
el mundo y las voraces bocas abiertas de caníbales.

Y el mismo Lovecraft tuvo una vida desgraciada y solitaria. A pesar de


haber estado casado durante una temporada, nunca experimentó el
amor y murió a los 49 años completamente solo sin alcanzar a
vislumbrar un mínimo ápice de su posterior fama. Destino parecido al de
uno de sus maestros, William Hope Hodgson, quien en su juventud sufrió
varios intentos de violación y palizas en el barco en el que se había
enrolado como marinero. Y a los 40 años falleció en el frente debido a un
disparo de obús, como si uno de los espíritus malignos que aparecen en
sus obras hubiera decidido ajusticiarlo de forma cruel.

Por lo que algunos de los más reputados viajeros occidentales del siglo
XX se cuidaron mucho de poner un pie en ellas o mencionarlas en
cualquiera de sus libros.

Ni Robert Byron ni Colin Thrubon ni Norman Lewis manifestaron en


ningún momento su pretensión de viajar allí.
Algo extraño para hombres que atravesaron fronteras de poblaciones
muy recónditas. No se arredraban ante las dificultades y amaban
traspasar límites geográficos.

Bruce Chatwin sin embargo, sí las menciona en sus cartas debido a una
considerable frustración: un pequeño accidente automovilístico que le
obligó a guardar cama por unas semanas, obligándole a cancelar al vuelo
que lo llevaría al barco de donde navegaría hasta sus costas.

En tono de broma, comenta en una de las misivas enviadas a una


arqueóloga amiga: “Tengo la impresión de que la maldición me ha
golpeado. Soñaba visitar junto a varias tribus de aborígenes insólitos
paisajes y bucear en mares habitados por tiburones que hablan en busca
de los vestigios y tesoros de R’Lyeh y me veo, en cambio, obligado a
navegar sobre las sábanas de una cama donde a veces, al levantarme,
creo estar sumergiéndome en un foso ante la atenta mirada de un
animal. ¿Quién sabe por qué? Desde luego, no yo”.

En cualquier caso, el destino no le permitió muchas oportunidades de


resarcirse de esa frustración. Tres años después, fue diagnosticado de
Sida y, como si fuera perseguido por un ejército de salvajes, se lo veía
caminar por Londres con los ojos extraviados y mirando hacia delante y
detrás con ansiedad. Atento tal vez a un peligro inminente.

No obstante, en las últimas décadas, se han ido lentamente deshaciendo


las supersticiones.

El auge del turismo hizo que varios empresarios norteamericanos


instalaran en las islas pequeños hoteles y contribuyeran a desarrollar el
ocio en la zona.

Y que hasta se construyera un pequeño rascacielos a través del que


Sus deseos de penetrar la tierra.

Rasgando sus raíces.

Y destruyendo sus frutos.

Sin importar si este acto atenta o no contra las generaciones


futuras.

Los hijos del mañana.

Porque, obviamente, este Animando a nuevos grupos de viajeros a visitar


unos territorios cuya maldición comenzó lentamente a quedar en el
olvido desde que Hugo Pratt hiciera aparecer entre sus amenazantes y
caóticas aguas llenas de piratas y náufragos perdidos a Corto Maltés en
La balada del mar salado.

Y, sobre todo, desde que Paul Theroux publicara un libro describiendo su


viaje por Melanesia y Polinesia. Se atreviera a narrar sus aventuras por
islas cuya historia remitía a tesoros perdidos y aventureros solitarios de
mirada feroz. Una incierta mitología oral grabada en las olas revueltas de
los mares, la superficie de las rocas y arrecifes de las islas y los
ensangrentados dientes de los tiburones y escuálidos.

Un proceso de redescubrimiento de la zona en el que terminaría de


ahondar Olivier Sacks en su La isla de los ciegos de color.

Un profuso ensayo donde el neurólogo británico se dedicaba a investigar


una característica peculiar de los habitante de Pohnpei: el hecho de que
la mayoría de ellos sean completamente ciegos al color.

Todo lo vean en blanco y negro.


Lo que ha influido decisivamente en su cultura y mitos. Pues a pesar de
lo colorido del paisaje, ha sido natural para ellos desde siempre que, al
realizar grabados o estatuas de sus dioses, los representaran con tonos
oscuros. Y que, por tanto, las estatuillas enterradas en las arenas o que
aparecen en los recodos más inesperados de los bosques sean en su
mayoría negras.

Oscuras.de Lemuria en un libro ya clásico de la literatura fantástica, El estanque de la Luna


(1919), donde bajo el escenario de las famosas ruinas del Pacífico Nan Matol, Merrit imagina a
sobrevivientes subterráneos que moran bajo aquellas enigmáticas construcciones.

Cabe destacar que en las leyendas de aquellas islas remotas se habla de Lemuria como el origen de
aquellas edificaciones ciclópeas, y se tienen datos sobre túneles, muchos de ellos inexplorados, que
fueron detectados en las inmediaciones. Por lo visto los autores de aquellos días estaban más que
informados sobre estos misterios.

Obviamente, existen muchas teorías sobre este fenómeno.

Ciertos antropólogos piensan que se debe a que un tifón terminó con la


mayoría de la población originaria de las islas. Y que fueron tan escasos
los supervivientes que para asegurarse su supervivencia, se vieron
obligados a practicar con asiduidad el incesto: los hermanos se
acostaban con hermanas, los hijos con madres y los padres con hijas.

Actividad que provocó que, tras varias generaciones, los micronesios


sufrieran esta falla en su visión que los ha hecho adorar ídolos
ensombrecidos. Figuras de tez gigante y aspecto feroz que representan
las incontrolables fuerzas de la naturaleza.

De hecho, sólo hay tres estatuas de color diseminadas por las islas y
todas ellas están consagradas al effrit rojo cuyos soplidos permitieron
que Sinbad llegara a estos parajes y que la Micronesia fuera conocida por
los amantes de aquel hermoso tejido de historias orientales.

Ya que, al fin y al cabo, lo consideran su benefactor: un monarca


legendario que les ha regalado millares de monedas de oro procedentes
de los bolsillos de los amantes de la lectura. Casi tantas como aquel
extraño escritor norteamericano -H.P.Lovecraft- del que existen varias
estatuas ante las que acostumbran a postrarse. Porque aunque escasos
habitantes de las islas hayan leído uno de sus relatos, saben que gracias
a ellos forman parte del inconsciente colectivo de la humanidad.

Motivos por los que se mantenían totalmente en calma cuando se


encontraban con muchachos caminando con los brazos extendidos y sus
pupilas pintadas de azul hablando en un idioma desconocido que traía
consigo la memoria de tiempos perdido. O cuando esos mismos jóvenes
se postraban delante de las estatuas de sus dioses parecidas a los
primigenios o invocaban el nombre de Cthulhu.

Lo más que hacían, de hecho, era volver su vista hacia la costa, como si
estuvieran esperando una señal. Tal vez vislumbrar uno de los tentáculos
del dios emergiendo de las profundidades del mar. Algo que de haberse
producido, nadie diría que les hubiera sorprendido en absoluto.

Porque en las islas nadie se atrevía a afirmar que aquel insano monstruo
había brotado de la opiacea mente del escritor norteamericano. En el
caso de los micronesios porque probablemente ellos lo asimilaban a las
deidades que adoraban y en el de sus adoradores porque su fanatismo y
complicidad con sus textos, les había convencido de la posibilidad de su
existencia.

Muchos pronunciaban letanías sobre la enorme criatura en las que


aseguraban que había comenzado a succionar la savia del mundo desde
el primer momento en que los arcontes divinos comenzaron a construir
la esfera terrestre en medio del sistema solar. Afirmaban sin rubor que
se le habían entregado jóvenes doncellas en ciudades recónditas
perdidas en el desierto y selvas llenas de viciosos caníbales. Y que había
aparecido en las inmediaciones de espesos océanos y maremotos
compuestos de sueños y musgo a lo largo de los siglos.

Y por ello parecía que, en cualquier momento, iba a hacerse presente y


con uno solo de sus tentáculos hundir a Nam Madol para siempre en los
mares.

Obviamente, a medida que se acercaba el comienzo del evento, -el


viernes a medianoche durante el eclipse- se iban extendiendo
innumerables habladurías.

Una muchacha de largo pelo moreno y negros ojos brillantes cuyas


mejillas se encontraban perfectamente trazadas afirmaba que el sábado,
al alba, se sacrificarían varios infantes en las almenas del templo situado
en la colina de Pohnpei.

Aseguraba, de hecho, con cierta sonrisa de satisfacción que los


pasadizos secretos de aquella fortificación se encontraban llenos de
niños angustiados destinados a convertirse en alimento de los demonios.
Y que si no gritaban y hacían escuchar sus lamentos ahogados era
porque se encontraban vigilados por una vieja hechicera.

Una mujer sombría y altiva que había jurado merendarse los dedos de
los que intentaran escapar y entonaba una y otra vez, una vieja melodía
que ponía los pelos de punta a quienes la escuchaban.

Era ciertamente un espectáculo tenebroso escuchar a aquella joven


hablar sobre la vieja hechicera. Sobre todo, porque cuando se le pedían
explicaciones, solía quedarse muda y mirar encolerizada a sus
interlocutores. Se sentaba sobre su amplia falda oscura y acariciaba
entre sus manos un cofre de bronce del que surgía el piar de un ave.

Acaso una abubilla.


Cuyos gritos se hacían más agudos y penetrantes a medida que la
muchacha guardaba silencio. Y sólo se detenían cuando comenzaba de
nuevo a caminar hacia otras zonas de las islas, entonando aquella
nostálgica melodía que se complacía en repetir una y otra vez: “la, la, la,
la”.

Pero la inquietante presencia de la muchacha pasaba desapercibida


entre la multitud de jóvenes de aspecto famélico que la rodeaban. Y sus
advertencias apenas tenían trascendencia entre visiones de gigantescos
reptiles y tiburones de ojos de fuego, funestas premoniciones sobre el fin
del mundo o las habituales monsergas sobre Cthulhu y demás dioses
primigenios.

Los días previos al comienzo de la Convención, por tanto, todo seguía el


ritmo previsto. El tiempo se encontraba calmo. Y el sol y la luna se
relevaban con la misma regularidad en los cielos que lo hacían las
previsibles y habituales borracheras y peleas entre fans.

Pohnpei no se había visto más alterada que si allí se hubiera celebrado


un concierto de rock.

y, de entre la vegetación, hubieran aparecido los componentes de


Metallica para interpretar la airada “The call of ktulu”.
De hecho, las costumbres del público asistente eran similares a las del
que acude a los festivales musicales: solían dormir en sus tiendas de
campaña, habitaciones y hamacas durante el día y mantenerse
despiertos durante la noche.

Pues la costumbre habitual era que, en cuanto la luna resplandeciera fija


en el horizonte, se formaran varios grupos de gente en torno a las
hogueras para narar en voz alta historias clásicas compuestas por su
adorado maestro y otros escritores pertenecientes a su Círculo como era
el caso de August Derlerth, Robert E. Howard o Clark Ashton Smith.

Era tremendamente sugestivo escuchar al aire libre viejas historias de


músicos endemoniados y posesiones espirituales. Rememorar clásicos de
la espada y brujería protagonizados por arzobispos seguidores de Dagón
y doncellas durmiendo en criptas encantadas. O regresar a la época
hiperbórea siguiendo el rastro de Conan: un guerrero que no recurría a
su dios para ser ayudado sino para imponerlo. Desconfiaba de la magia y
la superchería y se movía con naturalidad en el caos, el pillaje, la felonía
y el robo sin ser considerado un traidor. Básicamente, porque ante todo
era fiel a sí mismo. A su sentido del honor cuyo fin y sentido no era más
que la supervivencia. Su capacidad de adaptación a cualquier
circunstancia.

En cualquier caso, dado que se desarrollaba en aquellas islas, Tormenta


era el libro mayormente elegido en casi todos los círculos de fuego.

Generalmente, los encargados de leerlo además de hacerlo


encapuchados, maquillados o con algún atrezzo apropiado para la
ocasión, se ocupaban de informar sobre las vicisitudes vitales que estaba
atravesando Lovecraft al escribirlo.

no se encontraba en su mejor momento. Porque, aunque los relatos que


iba publicando en la revista Weird Tales iban lentamente ganando
adeptos, continuaba sin alcanzar el éxito masivo. Sin ser reconocido en
el medio literario donde era considerado un bicho raro. Alguien
inclasificable e incorregible.

Su anterior novela, Bruja, no había sido escrita a impulsos como la


mayoría de sus textos.

Había sido compuesta con suma delicadeza y laboriosidad.

Acariciando cada una de sus frases. Como si estuviera hilando un vestido


de hechicera en una vieja rueca o estuviera pintando un diminuto vaso
de porcelana.

Y sin embargo, no había recibido más que la indiferencia.

El absoluto vacío incluso de los escritores afines a su universo.

Con absoluta seguridad, si hubiera utilizado los tópicos habituales que


solía usar en sus relatos probablemente hubiera tenido mucha más
aceptación.

Sin embargo, ahora se encontraba en terreno de nadie. Porque los


adeptos a la alta literatura lo continuaban considerando un excéntrico.
Alguien que no había que tener en cuenta.

Y por otra parte, ciertos jóvenes adeptos a su culto comenzaban a


desconfiar de él.

No habían dudado en denigrar su intento por componer una pequeña


joya de literatura decadentista y simbolista. Un poema místico que
hiciera las delicias de Baudelaire o Lord Dunsanny y de los seguidores
del culto de Cthulhu por igual.

Una aventura cósmica que terminó perdiéndose en medio de las galaxias


como si se encontrara sujeta a una maldición.
A veces, sus editores no encontraban los ejemplares que tenían
guardados. Una muchacha se quedó mirando directamente a su portada
en una librería y empezó a sangrar. Las primeras hornadas de feministas
lo consideraron, sin leerlo, un libro ofensivo para la mujer. Misógino
incluso. Y los recios machos seguidores de sus historias de terror lo
consideraban demasiado femenino. Decían entre risillas que el nazi de
Providence se había amariconado. Y que lo mejor que podía hacer era
ponerse a coser o aprender a cocinar y dejar de escribir libros para no
empañar más el nombre de la literatura de terror.

Pronto, de hecho, Lovecraft dejó de hablar del libro. Cerró con una llave
oxidada de bronce su recuerdo y confió a la eternidad que lo rescatase
del olvido.

Lo arrumbó en una habitación de su hogar donde fue absorbiendo polvo


y se consagró a escribir Tormenta.

En realidad, el título hacía referencia en primera instancia, a su mente. El


revoltijo de sentimientos de contrariedad que había en su alma. Sus
padres habían muerto en el mismo sanatorio mental. Recientemente, se
había divorciado de su única mujer. Y la herencia recibida de su familia
se estaba agotando y le obligaba a vivir con demasiadas restricciones.

Casi como si fuera un canario atrapado en un cofre de bronce.

Se sentía contrariado y enojado con el mundo cultural e intentó traducir


este descontento en el libro.

Los truenos y rayos que había en el alma de Lovecraft se percibían con


tan sólo ver el intenso rojo de su portada y el rostro de un violento
corsario superpuesto sobre unos hilos finos de tinta que simulaban la
lluvia que caía sobre Nam Madol. O con tan sólo leer las primeras líneas
de una novela en la que el narrador consideraba a muchos críticos,
putrefactos cadáveres cuya misión consistía en hacer aborrecer la
literatura.

Un visceral navajazo a ese mundo universitario al que acusaba de


destrozar a martillazos el arte y la posible diversión generada por sus
obras, que tomaba un cariz más portentoso en el momento en el que
describía al protagonista de su libro: un pirata, William Parker, que
desconfiaba de la magia y la supercheria y se mobya con naturalidad en
el caos, el pillaje, la felonía y el rovo sin por ello ser considerado un
traidor. Basicamente, porque ante todo era fiel a si mismo. A su sentido
del honor cuyo fin y sentido no era más que la supervivencia su
capacidad de adaptacion a cualquier circunstancia

Porque el libro comenzava en ese preciso momento a llenarse de


innumerables faltas ortográficas a traves de las que Lovecraft intentaba
biolentar a los académicos que leyeran su libro y representar
metafóricamente la destructiva personalidad de William Parker y su bida
en los mares.

No obstante, el huracán de faltas ortograficas no llegaba a su máximo


apogeo hasta las tormenta central de la novela. Momento en el que las
palabras rugían como el estomago de los corsarios o el cielo en los dias
revueltos en los que las precipitaciones inundan de sangre el aire-

Pero mientras tanto, Lovecraft se contenía y le vastaba con colocar unos


pocos errores gramaticales de tanto en tanto que él denominaba rayos y
truenos y simulaban el goteo lento pero incesante de la lluvia.

Así actuaba, por ejemplo, durante la narración de los primeros años de


vida del temible corsario a pesar de que su infancia había sido
tremendamente desventurada.
Varios días después de que zarpara, un guardia, advertido por los
vecinos del asqueroso olor que surgía de su guarida, encontró el cuerpo
de su padre decapitado y totalmente descuartizado en un oscuro sótano
junto al de su amante. Ella, convertida en un amasijo de carne
indistinguible, todavía respiraba. Le habían arrancado los ojos y los
dedos de las manos, su vagina estaba inundada de semen como si la
hubieran violado no una ni diez ni cincuenta sino muchas más veces de
las que es posible imaginar. Pero aún así, tenía una leve mueca divertida
clavada en el rostro y cuando alzaba la voz, más que lamentos, parecía
que pronunciaba una leve melodía: “la,la,la,la”.

Con la escena del asesinato del padre y la madrasta de William Parker,


Lovecraft daba por terminada la primera parte de Tormenta. Y por lo
general, se solía llevar a cabo un breve descanso en los corros de gentes
que narraban la historia en voz alta.

En algunos de los grupos no se permitían preguntas. Consideraban que


era necesario guardar silencio para mantener una atmósfera inquietante
durante toda la noche. Desde luego, el ruido emitido por las olas
impactando en las rocas, los reptiles e insectos abriéndose paso a través
de árboles cuyas hojas se sostenían en el aire como mortajas y de los
peces chapoteando en el agua con una obstinación suicida, era
realmente sobrecogedor. Aunque muchos de los participantes
aprovechaban este breve descanso para continuar escrutando diversos
aspectos de la personalidad de H. P. Lovecraft.

Por razones obvias, gran parte de las conversaciones que se producían


intentaban dirimir los motivos por los que había decidido que su novela
en vez de por alocados médicos, melancólicos músicos o fuera
protagonizada por piratas. Aunque, en principio, la cuestión no tenía
mayor complejidad.
A principios del siglo XX, los piratas no eran más que el recuerdo de un
mal sueño.

Calaveras huecas enterradas en las arenas negras de los desiertos.

Cañones enmohecidos llenos de musgo, alga y líquenes.

Esqueletos destrozados entre montones de monedas desgastadas por el


peso de las aguas.

Pedazos de banderas negras atrapados entre rocas, árboles húmedos y


piedras cortantes.

Arpones y collares oxidados mezclados con plásticos y hierros secos en


amplias y profundas cuevas.

Y zapatos de cuero desgastados olvidados dentro de toneles de cerveza


vacíos surcando solitarios los océanos.

A principios del siglo XX, sí, el nombre de los viejos bucaneros ya no era
mencionado con temor insano en los embarcaderos de olor infame que
solían construirse en islas derruidas por su violencia y odio. Las crónicas
de fuego históricas sobre los piratas Jack Rackham, Edward Teach (Barba
Negra), Francis Dread o Henry Morgan se comenzaban a perder en el
olvido. Confundiéndose con la sangrienta memoria de densas arenas
llenas de algas muertas enroscadas sobre los tentáculos de pulpos,
cuchillos, espolones, arcabuces, trajes raídos y huesos.

Todos ellos se habían transformado, en gran medida, en espectros.

Escoria histórica.

Muertos vivientes condenados al naufragio eterno navegando por los


infiernos con los ojos cerrados.

Pesadillas perdidas en la memoria de los reinos occidentales.

Pelos caídos del cabello largo y sucio de un vagabundo.

Desechos ignorados tras ser destruidos a martillazos por el progreso y la


ciencia.

Vasijas olvidadas en playas desiertas llenas de carcasas de caracoles


rotos.

Sombras de velas destrozadas encalladas sobre desfiladeros abisales.

Y voces ebrias imposibles de escuchar entre ecos de corrientes marinas


y aleteos de tiburones heridos.

William Parker no era por ejemplo más que un punto negro perdido en la
memoria de los mares.

Un asesino cuyos colmillos habían terminado resecos por la sal y los


líquenes. La herrumbre y el olvido. En vida, había estrangulado con sus
manos a cientos de hombres y prendido la mecha de la fogata en la que
ardieron muchos de sus enemigos pero ni tan siquiera tuvo el honor de
ser sepultado.

Fue arrojado a los océanos tras recibir unos cuantos escupitajos en el


rostro y recibir unos cuantos navajazos de sus marineros.

William Parker deseaba fundar un reino en medio de las islas del Océano
Pacífico. Alzar castillos sobre los océanos y formar escuadrones de
demonios con los que poner en jaque las naciones occidentales. No era
un pirata que deseaba un dorado retiro. No anhelaba el descanso sino la
gloria en la batalla. Ser el destructor del mundo histórico conocido. El
aniquilador de Occidente. Pero tuvo que conformarse con ser un espíritu
errante. Un visionario enloquecido obsesionado con el mal.

Y probablemente por estos motivos, H.P. Lovecraft consagró a su figura


la novela Tormenta.

Cuando comenzó a escribirla, en cierto modo, él era también un


fantasma. Un espíritu viciado de la escritura. Un temperamento mustio,
silencioso y altivo obsesionado con dioses nihilistas

Sus padres habían muerto en el mismo sanatorio mental.


Recientemente, se había divorciado de su única mujer. La herencia
recibida de su familia se estaba agotando, obligándolo a vivir con
demasiadas restricciones. Y la mayoría de críticos consideraban su obra
un estertor producido en las cavernas del arte.

Un trozo de madera sin cortar ni barnizar encontrado en los bosques.

Una miserable violación creativa sin gusto estético alguno.

Un grosero atentado contra la literatura.

O el vómito de un perro enloquecido.

Y habían ignorado el intenso trabajo de depuración lingüística que había


realizado para escribir su anterior libro: Bruja.

Un poema místico que había escrito con suma delicadeza y laboriosidad.


Acariciando con mimo cada una de sus frases como si fueran remedios
con los que cuidar a un animal herido. Hilando unas palabras con otras
como si estuviera cosiendo un vestido de hechicera en una vieja rueca
o pintando diminutas serigrafías en un vaso de porcelana.

Pero no había recibido más que desprecio, indiferencia y miseria. Burlas


insultantes entremezcladas en críticas soeces.

De hecho, los adeptos a la alta cultura lo continuaban considerando un


excéntrico.

Un miserable vicioso que utilizaba la literatura como un mástil en el que


recostarse. Un frío papel sobre el que masturbarse. Casi como un
taburete en el que apoyar los pies y fumarse un cigarro.

Y por otra parte, los recios, robustos jóvenes adictos a sus historias de
terror comenzaron a desconfiar de él. Entre risas, comentaban que el
nazi de Providence se había amariconado. Había escrito un libro
demasiado femenino. Y que si no deseaba empañar el prestigio de la
literatura de terror, tal vez lo mejor que pudiera hacer, fuera aprender a
cocinar, apuntarse a un curso de decoración o depilarse, pintarse los
labios y dejarse el pelo largo.

A principios de 1930, sí, el nombre de Lovecraft ya no era mencionado


con temor insano en los círculos literarios. No producía el respeto de
antaño. Su silueta tendía a la desaparición. Era una sombra olvidada
caminando por un castillo derruido que se encontraba carcomida por la
ira. Frustrada y encolerizada.

Y resulta lógico que se identificara instintivamente con los nómadas del


mar: criaturas indomesticables que reflejaban perfectamente el envés
del sueño ilustrado. Navegantes que habían convertido su tragedia vital
en un reino de honor cuyas vidas permitían otear aquellos tiempos
antiguos llenos de magos y reyes viciosos donde los músculos de los
guerreros eran la ley.

Y que concibiera Tormenta como un cañonazo. Un arma de demolición


lleno de palabras furiosas y frases parecidas a arañas. Un visceral
navajazo a ese mundo cultural que lo despreciaba y contra el que se
vengaba realizando todo tipo de faltas ortograficas.

Un ravioso ataque con el que que Lovecraft intentaba biolentar a los


académicos que leyeran su libro y representar metafóricamente la
destructiva personalidad del protagonista de su novela: William Parker.

Un cruento corsario de violentos ojos negros acostumbrado a escupir los


suelos y maldecir constantemente su día de nacimiento porque su
infancia había sido terrible.

Pronto se había quedado huérfano de madre y su padre, Alfred Parker, -


un viejo buhonero que tan sólo ejercía ya su profesión los escasos días
en que se encontraba abstemio- lo obligaba a trabajar limpiando
zapatos, juntando carton o incluso a mendigar por las calles de Liverpool.

Era bastante havitual berlo al anochecer rebuscando en los pequeños


montones de basura parecidos a malignos insectos apiñados en las calles
en busca de alimentos, jirones de ropa o una moneda perdida. Puesto
que si no traía algún panecillo comestible, un pedazo de carne, fruta o
algún artilugio de valor a su hogar, lo más probable es que fuera
castigado. Aunque la mayoría de veces la condena no dependía tanto de
sus desesperados esfuerzos como del fluctuante humor de su padre.
Quien solía recibirlo con varias bofetadas, acostumbraba a golpearlo
sádicamente con su cinturón mientras pronunciaba monsergas
incomprensibles y en muchas ocasiones, lo obligaba a acostarse con el
estómago vacío.

Lógicamente, aquel hombre lascivo, de ojos viscosos, esponjosa barba


negra y voz rugosa era aborrecido en los escasos lugares donde se le
permitía la entrada. Pues pasaba la mayor parte de su tiempo bebiendo
o rascándose los cojones burlonamente sin importar quién tuviera
enfrente. Y no parecía poseer otro horizonte vital que el odio.

La doctrina del rencor y el desprecio.

Su rostro se encontraba lleno de arrugas parecidas a moluscos


moribundos y su descuidado, feroz aspecto transmitía una melancolía de
siglos. Un dolor insufrible que se transformaba en ira en cuanto aparecía
su hijo dado que su minúsculo cuerpo ennegrecido por la frustración y el
dolor, le hacía rememorar un lago sangriento: el rostro de Hester Prynne.

Su esposa desaparecida en medio de un desolador páramo de


incertidumbre hasta ser degollada por los despreciables lobos del olvido.

Una grácil mujer morena y delgada, con una risa y una voz inaudibles,
casi un susurro, que llamó su atención desde que la vio pasear una
soleada mañana por el jardín de un frío, sinuoso castillo donde se vio
obligado a pernoctar varios días para acondicionar sus enormes
chimeneas. Y en el que decidió quedarse varios semanas más ayudando
a los esquivos jardineros a cortar el brumoso pasto y las alargadas ramas
de unos árboles que se hallaban tan descuidados que parecían siniestras
pesadillas.

Cabellos revueltos de un dios herido o sinuosas risillas de monstruos


escondidos.
Aquella muchacha tenía el aspecto de una muñeca de terciopelo. Era
prácticamente una marioneta. Al mover sus brazos casi que podían
adivinarse unas cuerdas sujetándola. Su sonrisa dejaba adivinar
pensamientos ocultos que sus labios sellaban como los pétalos de las
flores rotas esconden el polen. Y su mirada reconcentrada aparentaba
buscar el reflejo de sus vidas pasadas entre sus pensamientos. Más que
andar parecía que bailaba y sus manos poseían una delicadeza especial
a pesar de su extracción humilde. Razón por la que el señor de aquella
vetusta fortaleza, el Barón, -un maduro y robusto caballero moreno,
tuerto de un ojo y rostro arrugado y plagado de llagas y cicatrices- le
había permitido hacerse cargo junto a otras doncellas de su hijo.

Un niño cuyo rostro siempre estaba cubierto y sobre el que ninguno de


sus cuidadores daba información alguna que cuando se encontraba
hambriento, más que llorar, berreaba como un macho cabrío.

Un animal desconocido cuyos deseos nunca pudieran estar satisfechos.

Alfred solía encontrarse con Hester en los jardines. Puesto que dentro de
la nocturna fortaleza a pesar de lo amplias que eran las habitaciones
estaba obligado a estar solo y por lo general, únicamente recibía órdenes
de viejos mayordomos. Y en las escasas ocasiones en las que coincidía
con su enamorada, solían estar rodeados de todo tipo de ilustres
personalidades -jueces, sacristanes, sacerdotes- cuya presencia infundía
demasiado respeto como para permitirse conversar. O dentro de la
capilla subterránea de aquel gigantesco recinto donde apenas podían
hablar entre los exaltados discursos sobre el inminente fin del mundo
proferidos por el reverendo y los aullidos ahogados del coro.

Junto a una estatua cubierta por paños negros y sobre una silla de
mármol, solía descansar Hester ciertas horas de la mañana y la tarde.
Por lo general, lo hacía rodeada de varios patos y gatos que la miraban
con indisimulado orgullo. Y portaba un cofre en sus manos del que
emergía el canto de un pájaro —muy parecido al de un canario— cada
cierto tiempo que acariciaba con suavidad. Como si llevando a cabo este
ritual, el ave que se encontraba dentro, sintiera cariño y afecto. Lo que
tal vez convenciera a Alfred de que sería una excelente madre de sus
hijos. Puesto que además, cuando se dirigía a ella, sentía abrirse hondas
cavidades corporales.

Escondrijos femeninos parecidos a cavernas ocultas a través de los que


escuchaba los gritos de chiquillos desnutridos.

Redondeados senos en cuya piel se hallaba grabado el murmullo de


criaturas perdidas en el limbo que reclamaban constantemente afecto.

Mórbidas imágenes a cuyo encanto no pudo substraerse. Por lo que, en


cuanto ambos gozaron de unos días de descanso, no dudó en reunirse
con ella en medio de un pequeño bosque lleno de árboles rasguñados y
besarla entre infernales cánticos de libélulas enloquecidas que parecían
celebrar una violación más que el encuentro afectuoso entre dos seres.

Sus primeros años de unión fueron plácidos. Nunca faltaba un plato de


comida en la mesa, podían permitirse ciertos caprichos y las familias de
ambos mantenían un discreto y respetuoso desapego que pasó a
convertirse en cálido cuando nació William. Pero esta etapa no fue más
que un breve espejismo, un hermoso reflejo en un espejo ovalado que
comenzó a fracturarse cuando el Barón exigió a Esther que entrara a
servir en otra fortaleza que poseía en las afueras de la ciudad donde
solía refugiarse cada cierto tiempo para realizar cacerías, juegos de azar
junto a otros nobles y determinados rituales secretos de los que apenas
dejaba rastro.

Había decidido que su hijo fuera educado en aquel palacio escondido en


medio de una inmensa vegetación y ensombrecido por la humedad y el
frío ardiente y quería que Esther acrecentara sus cuidados hacia él. Lo
que, debido a la amplia distancia que lo separaba de su modesto hogar,
la obligaba a residir durante toda la semana allí. Un carruaje se
encargaba de recogerla los lunes al alba y devolverla los viernes bien
entrada la noche y en ciertas ocasiones especiales -generalmente
cuando el Barón acudía un fin de semana o se debía recibir a una
importante personalidad- estaba obligada a quedarse.

Algo que no parecía provocar una intensa aflicción a su alma.

Ni tampoco la agitaba o llenaba de remordimientos.

De hecho, aunque había meses que Hester no estaba más de cuatro días
con su familia aceptaba estas estancias de buen gusto. O al menos con
cierta resignación que implicaba aceptación. Tal vez porque el jornal era
muy substancioso aunque buena parte se iba en pagar a las niñeras que
se vio obligada progresivamente a contratar para que se ocuparan de
William. Un niño salvaje que cada vez resultaba más difícil de controlar.
Pronto comenzó a desarrollar actitudes agresivas y resultaba extraño
que permaneciera quieto.

Muchas veces gritaba, rompía los vasos de cristal, los figurillas de


mármol y los papeles que caían entre sus manos como endemoniado o
se mantenía mudo y se negaba a moverse como si un inmenso monstruo
lo vigilara. Miraba a la calle a través de los cristales cerrados y las
cortinas rasgadas por sus uñas con espanto y orgullo. Como si estuviera
desafiando a un animal desconocido. Y poseía una fijación obsesiva con
todas sus niñeras puesto que no diferenciaba unas de otras. Y no importa
cuán dulces fueran sus rasgos o la suavidad y dulzura con que lo trataran
que a todas las identificaba con una hechicera pérfida y avariciosa con
la que juraba soñar noche tras noche.
Una vieja adivina erecta y rígida de ojos blancos y uñas afiladas que en
vez de ocuparse de él, pasaba sus horas muertas haciendo solitarios con
una baraja de cartas de tarot destrozada por su intenso uso. O mirando
orgullosa su sonrisa ambigua y esquiva, afilada e impía, frente a un
cochambroso espejo que no se molestaba en limpiar.

No obstante, y a pesar de que estos indicios auguraban funestos


presagios, la llegada de futuros horizontes de odio y violencia, Alfred no
comenzó a percibir que algo estaba cambiando definitivamente en sus
vidas hasta la mañana en que vio caer un hilillo de sangre por las piernas
de Esther mientras ella desayunaba con los ojos fijos en el horizonte.
Completamente ajena a estos hechos.

Días después, observó unas pequeñas magulladuras en sus pechos a los


que ella no confería ninguna importancia. Y al poco tiempo, comenzó a
adelgazar. Perdió la vitalidad de su rostro y era mucho más reacia que
antes a pasear, comentar los temas que le preocupaban o aludir a la vida
de sus vecinos. Además, perdió el deseo sexual, mezclaba sus recuerdos
con los de otras personas y tenía frecuentes crisis nerviosas. A veces,
miraba a su hijo como si fuera un extraño. Un bastardo. Y se complacía
en negarle sus deseos. Contradecir su voluntad. En una ocasión incluso
escupió en su rostro. Alzó su mano y lo amenazó con voz hiriente con
encerrarlo en una jaula. Pero a los pocos minutos, no se acordaba de
estos hechos y volvía a hablar con total normalidad y acariciar con las
manos un cofre imaginario que sólo ella veía.

Una noche, mientras dormían, Alfred se despertó porque de la garganta


de su esposa surgían letanías pronunciadas en un idioma extraño y al
zarandearla para que despertara, sus gélidas manos se clavaron en su
cuello, apretándolo fuertemente durante varios segundos. Pero a la
mañana siguiente cuando, a pesar de encontrarse asustado, decidió
contarle esta inquietante experiencia a su mujer, ella no cesó de reír. Lo
miró sonriente como si le estuviera contando una anécdota graciosa
sobre su trabajo y, mientras se cortaba las uñas y miraba distraídamente
a través de la ventana, se puso a cantar en voz baja una áspera melodía.

Con el paso de los días y noches, la situación no mejoró y las abisales


anécdotas continuaron sucediéndose hasta que una mañana Esther
montó en el negro carruaje que solía recogerla del que, al poco tiempo,
emergió una delgada mano que dejó caer un pequeño gorrión muerto, y
ya no regresó más. El viernes a la noche Alfred la aguardó despierto pero
no no hubo noticias de ella durante varios días. Provocando
innumerables grietas en su alma herida que se agrandaron aún más al
saber que el Barón había embarcado América. Y llegaron a límites que
rasguñaron su corazón, desbordaron su mente y casi lo conducen a la
locura cuando al presentarse en la lóbrega mansión donde su esposa
trabajaba fue recibido por unos groseros y obesos jardineros que le
comunicaron, entre insultos, bostezos y continuas flatulencias, que allí
no vivía nadie desde hace varios años. Y tan sólo tras denodados
esfuerzos y gritos consiguió que le comunicaran la dirección de la
asociación a la que pertenecía el palacio. Pues aquellos zánganos
preferían tumbarse al sol y se encontraban ajenos por completo a las
preocupaciones de Alfred o al cuidado de las plantas de unos jardines
que presentaban un aspecto demencial.

Parecido a los mustios bigotes de un gato rabioso o a la risa contagiosa


de un sonámbulo.

Ni las autoridades ni los vagabundos, comerciantes y caballeros pudieron


darle exactas noticias sobre esa extraña asociación ni el paradero de su
mujer. Parecía que nadie conocía el nombre de sus organizadores ni
había contemplado jamás su rostro. Y cada vez que mencionaba el
nombre de el Barón, se hacía un extraño silencio. Los rostros se
plegaban y volvían esquivos hasta confundirse con la oscuridad y las
violentas llamas del silencio.

Y Alfred no tardó en convertirse en un ser huraño que volcaba


continuamente su frustración contra su hijo a quien culpaba del oscuro
destino de su mujer. Pensaba que estaba maldecido y negaba que fuera
suyo. Provocando el rechazo de sus familiares que pronto comenzaron a
considerarlo un apestado. Lo acusaban de haber asesinado a Esther y
haber pedido el juicio a causa de dioses oscuros a los que secretamente
reverenciaba y a los que diariamente ofrendaba reiterados insultos
contra la iglesia y el pervertido fruto nacido de sus continuas
masturbaciones contra el viento: un áspero, denso semen cuya textura
recordaba al de la ballenas, el cual emergía en tan grandes cantidades
de su agrietado cuerpo que podían haberse construido filas enteras de
velas con las que iluminar cárceles flotantes.

En las tabernas a las que acudía se aferraba a la botella aunque no


quedara una sola gota. Cuando comía, solía masticar groseramente. Con
la boca abierta y haciendo ruidos. Y acostumbraba a recabar la atención
de los presentes pegando puñetazos en las mesas con los que exigía
total atención a las brutalidades que profería en voz alta: depravadas
historias sexuales protagonizadas por bellas adolescentes y aborrecibles
engendros.

Viciosas, lacerantes descripciones de los tormentos sufridos por niños y


ancianos en remotas y sucias ciudades medievales durante las
epidemias de peste.

O poemas rotos y quebrados en los que se refería con desprecio a la


tristeza en el semblante de las prostitutas y los animales heridos.

De todas formas, tanta era su pesadumbre y malestar que no le


importaba en absoluto que aquel público compuesto de vagabundos,
vagos, fracasados o solitarios campesinos guardara silencio al
escucharlo, porque él estallaba enfurecido tanto si alguien lo interrumpía
como si no. Puesto que acostumbraba a pensar de forma maníaca y
recurrente que todos los que lo rodeaban se reían de él.

Tal vez porque ya estuviéran muertos.

Fueran, en realidad, putrefactos cadáveres que utilizaban su sonrisa para


reírse de los vivos.

Algo que lo aterrorizava.

Por lo que solía terminar esas inmundas noches, profiriendo


innumerables gritos y amenazas en contra de sus compañeros.
Exigiéndoles que no abandonaran las tabernas hasta que él se levantara
soñoliento y dando tumbos en dirección a su sucia habitación.

Un amplio catre lleno de votellas vacías, medio rotas y basos poblados


de bebida enmohecida llena de escupitajos y cenizas donde solía dormir
de tanto en tanto con una mujer rubia y entrada en carnes. Bastante
vulgar. Que solía masticar y escupir trozos de carne reseca que tomaba a
puñados de una enorme bolsa negra con la boca abierta.

A ella tampoco le gustaba William y cuando se encontraba allí, Alfred


solía encerrar a su hijo en el mugriento sótano de aquella casa en la que
desde la partida de Hester parecía que, de un momento a otro, iban a
aparecer espíritus disformes.

Fauces abiertas de violentos perros rugiendo contra la ventana arañando


las puertas hasta romperlas.

La primera ocasión en que lo hizo, sólo estuvo una noche. Pero William
Parker se sintió constantemente observado por una presencia
indeterminada y creyó escuchar los bufidos de un animal escondido tras
los utensilios de trabajo de su padre, ya medio oxidados y en mal estado.
Pero con el paso del tiempo y a medida que la grosera mujer rubia
ganaba la confianza de su padre, las estancias se alargaron. Haciendo
que su agobio aumentara. Porque era realmente insufrible estar
confinado en aquel agujero lleno de quistes de madera rotos, cepillos y
escobas inservibles y vestidos antiguos de su madre cubiertos de polvo
entre los que cada cierto tiempo, aparecía una rata que no tardaba en
esconderse. Además, de tener que escuchar la vieja melodía que la bruja
que se acostaba con su padre entonaba de tanto en tanto:
“La,la,la,la,la”.

En una ocasión en concreto, llegó a mantenerlo confinado en aquel


cuarto oscuro sin tomar alimento ni agua durante tres días y tres noches
y al amanecer del cuarto día, lo obligó a beber orines y comer pan duro
que arrojó entre escupitajos a su rostro mientras su amante acariciaba
su pecho lleno de pelos parecidos a espolones. Y en otra, le dejó de
acompañante una iguana de sonrisa amenazadora y colmillos afilados
que estuvo moviéndose de un lado a otro toda la noche como si
estuviera vigilándolo. Aunque a la mañana siguiente, cuando su padre
abrió la fosa, no había rastro de ella y en la zona que había convertido en
su territorio, se encontraban varias páginas rotas de un libro llenas de
rastros de sangre. Haciéndole preguntarse si no estaría enloqueciendo
de sufrir tantos castigos.

La sensación de ahogo era brutal y había días en que si sospechaba que


su padre había bebido o estaba acompañado por esa arpía, prefería
dormir en la calle o en las casas correccionales. Por lo que no dudaba en
robar fruta y pescado con descaro en los mercados y dejarse capturar
por los tenderos u orinar en el pie de estatuas y monumentos
importantes burlándose alegremente de soldados y viandantes.
Era mucho mejor ser golpeado por un desconocido que por el propio
padre. Puesto que Alfred ni siquiera le permitía gritar cuando lo apaleaba
con el cinturón. De hecho, le había dejado muy claro que si levantaba la
voz, lo haría con más fuerza. Por lo que no importa lo rígido que fuera el
centro donde se lo recluyese que William Parker solía sentir alivio cuando
sus puertas se abrían.

De hecho, las peleas entre los jóvenes eran casi un juego para él. Una
distracción menor. Casi un pasatiempo. Y las amenazas de los
guardianes por su mal comportamiento no más que provocaban sus
risas.

En una ocasión, ocurrió por ejemplo que un carcelero, pensando que


William se estaba burlando de él, comenzó a golpearlo. Pero tras haber
entumecido partes de su pecho y piernas, aquel pilluelo continuaba con
la sonrisa fija en su rostro. Es más, de tanto en tanto, reía en voz baja.
Provocando el aturdimiento de su captor humillado ante el escaso
resultado de sus castigos.

Fueron tantas las veces a lo largo de los años que William fue encerrado
temporalmente en diversos hospicios y tan poco el efecto disuasorio de
los castigos que sufrió que, finalmente, siendo aún adolescente, se lo
encerró en un presidio de adultos.

Ciertamente, cuando lo arrojaron a su celda, quedó fuertemente


impresionado. En principio, por el sudor a cerdo y el aliento a macho
podrido que había en aquellos calabazos. La emanación mezclada de
sangre, esperma, transpiración y vómitos que brotaba de sus húmedas
paredes donde aparecían siluetas de figuras monstruosas. Y, más tarde,
conforme el insoportable hedor se pegó a su piel y se acostumbró a la
oscuridad de aquellas jaulas cubiertas de pelos de araña parecidas a
venas diabólicas, por el aspecto taimado de los hombres que las
ocupaban: musculosos bandidos de aliento fétido cuya mirada cortaba el
aire, ancianos de pelo largo y sucio entrados en carnes y desahuciados,
jóvenes aguerridos con sus puños ensangrentados de golpearlos en los
muros y un sinfín de rostros agrios, secos, duros que daban pavor.

No obstante, debido su insolente juventud, casi todos ellos tuvieron un


trato especial con William. Su extrema delgadez y su aspecto
desenfadado y rebelde les divertía. Lo consideraban inofensivo y durante
las muchas horas muertas que pasaban en el patio le contaban todo tipo
de anécdotas de sus vidas y le adiestraban en las mayores felonías:
robos, asesinatos, torturas y uso de distintas armas.

Aunque de entre todos aquellos bandidos, William prefería sobre todo a


un viejo barbudo maloliente y muy delgado que no dejaba de eructar y
poseía una rueda de fuego tatuada en su hombro izquierdo. Había
surcado innumerables mares al servicio de la corona inglesa y cuando su
capitán, harto de la ingratitud de los reyes y ebrio de ambición, le había
propuesto rebelarse para conquistar ganancias y libertad, él no dudó en
espolearlo. Viviendo como un salvaje durante casi más de una década
sin más amigos que el viento, las armas y su ambición.

El coraje, los delirios y la sinrazón

William Parker se sentía fascinado por las historias que narraba y sobre
todo, por su manera de contarlas. Pues tanta era su implicación que en
cuanto comenzaba a hablar, su rostro cambiaba. Y vez de un viejo
moribundo parecía un antiguo mago. Solía por ejemplo, alargar sus
brazos de arriba abajo y contraer la voz hasta deformarla y darle un tono
grave que confería un aire de fantasía mística a sus hazañas hasta
transformarlas en sortilegios.

Conjuros envolventes surgidos del fondo de una lámpara maravillosa


enterrada en los océanos.

O mensajes secretos enganchados a las patas de las gaviotas criados en


castillos

Aquel hombre agotado le hablaba de criminales viciosos que tenían


cicatrices que abrían y pegaban con saliva y sangre. Corsarios de ojos de
fuego a los que les bastaba mirar a los cielos para que cayeran rayos y
truenos a cuya voluntad se plegaban los cielos. Pues los dioses solían
rendirles pleitesía haciendo aparecer montones de nubes recordando sus
batallas. Y de bucaneros cuyos pasos hacían estremecer las calles
desiertas de los astilleros que escondían en sus dientes hileras del oro
más puro.

Le hablaba con los ojos extraviados en dirección a las líneas más


alejadas del horizonte de estómagos vacíos abiertos llenos de agua
salada arrojados en los océanos. De mares en cuyo fondo se
encontraban restos de viejos cofres de bronce cubiertos por teijdos
orientales en los que había escondidos muñecas de trapo que sonreían
con la boca desencajada. De pergaminos doblados perdidos en las
arenas sobre cuyas páginas se amontonaban viejas plumas de
golondrinas. De gavilanes revoloteando entre los cráneos de antiguos
corsarios muertos. De islas repletas de conchas de mar y perlas
brillantes del tamaño de un ojo en cuyo interior se escondían reptiles
gigantescos. De sables enrobinados que se hacían añicos en contacto
con los tentáculos de los pulpos. Y de los ruidos que emitían los tiburones
durante tormentas más temidas por los marineros que cualquier
combate.

Y lo hacía con tanto encanto que pronto, William Parker se aferró a él. No
podía prescindir de su presencia y no deseaba irse del presidio. Y por
ello, cometía todo tipo de desmanes. Solía insultar a los guardias para
que no lo liberaran. Y aguantaba con estoicismo cualquier castigo.
Desgraciadamente, tras ser confinado durante varios días en una
estrecha celda donde no existía más distracción que saborear los restos
de comida que los carceleros le ofrecían de tanto en tanto, cuando volvió
a encontrar al viejo truhán, no hablaba. Alguien había rebanado su
lengua pero aún así, continuaba mostrando entusiasmo al mover sus
manos de manera ondulada imitando el movimiento de las olas del mar
durante los temporales de arena y fuego que de tanto en tanto, sacuden
los océanos.

Convirtiéndolos en cuevas de agua removidas por la lava parecidas a


escamas de dragón.

Incendios de vapor que transforman la espuma en barro pegajoso y los


cielos en grises espejismos de niebla.

Y días después, tampoco tenía manos. Aunque lo miraba fijamente y le


sonreía como si no hubiera ocurrido nada. Provocando la aprensión de
William que comenzó a sentirse dentro de aquella prisión como un pájaro
encerrado dentro de un cofre. Consciente de que nadie podría escuchar
sus cánticos y que moriría ahogado por la escasez de aire si no cambiaba
su actitud.

Meses después, alcanzaría la livertad pero se negaría a volver a su casa.


Comenzaría a transitar el puerto y sus inmediaciones vuscanndo el barco
adecuado para enrolarse conforme se adiestraba en las posibles
actividades a realizar en alta mar y era puesto a prueba por capitanes
que necesitaban carne fresca para acometer nuevas travesías hasta que
encontró a John Burns.

Un hombre que parecía arrastrar varias vidas consigo y no parecía tener


miedo a nadie. Tenía su oreja cubierta por un pendiente con forma de
ancla y unos ojos abiertos que recordaban a los de un lobo. De hecho,
sus orejas erguidas lo asemejaban a un animal. Su porte era amenazador
y su olor se extendía varios metros a su alrededor. Apenas bebía alcohol
y solía merendarse los pescados de un bocado. No le importaban ni las
espinas ni que se encontraran vivos. Pues disfrutaba sintiéndolos
contornearse en su estómago. Como si fueran gusanos y él un inmenso
aguilucho. Un ave de presa que tuviera como estómago una bola de
insectos rodante.

Cuando caminaba, parecía que lo hacía un espectro. Una fuerza de la


naturaleza que atraía la miradas de jóvenes desnutridos que a veces se
contentaban con que tocara su frente o los mirara. Leían en sus ojos
sentencias divinas sobre su futuro. Y deseaban poder unirse al buque del
que semanas después partiría hacia Massachussets.

Un barco lleno de esclavos negros en el que ocupaba un puesto de


mando intermedio aunque sólo hacía falta estar con él unos minutos
para darse cuenta de que no pensaba estarse quieto y sus intenciones
eran otras: quemar sobre las colinas las estatuas de viejos ídolos de
madera e inundar las ciudades con efigies consagradas a negros
animales de rostro cegado que auguraban terremotos marítimos.

Por lo que, fascinado por las llamaradas de fuego que emergían de sus
ojos y sus palabras llenas de sangre y sudor a través de la que invocaba
la destrucción del futuro, William no tardó en jurarle fidelidad.
Participando en la ceremonia necesaria para certificar su unión con aquel
profeta de la ira.

Un ritual celebrado en un callejón a medianoche durante el que un


hombre encapuchado le provocó una incisión en su brazo derecho con
una piedra cortante. Y unió su sangre derramada con la de una gallina
cuyo cuello había sido cortado previamente. Y tras mezclar el mejunje en
un hondo plato de cerámica morado, grabó en su vientre un símbolo, el
signo de kish, entre las voces airadas de vagabundos y marineros que
hacían retumbar los cielos con los frenéticos golpes que con barras de
hierro daban en los suelos.

Golpes parecidos a rezos e invocaciones a través de los que parecían


abrirse las profundidades de la tierra y escucharse los gritos de
chiquillos sepultados en las arenas amedrantados por los lentos
movimientos de serpientes gigantescas largo tiempo dormidas.

Días después, una mañana de intensa niebla que adormecía los sentidos,
creando una sensación de leve irrealidad, el barco partía del puerto de
Liverpool y una semana más tarde, varios vecinos alertados por el
asqueroso olor, encontraron el cuerpo de su padre decapitado y
totalmente descuartizado en el oscuro sótano de su guarida junto al de
su amante. Ella, convertida en un amasijo de carne indistinguible,
todavía respiraba. Le habían arrancado los ojos y los dedos de las manos,
su vagina estaba inundada de semen como si la hubieran violado no una
ni diez ni cincuenta sino muchas más veces de las que es posible
imaginar. Pero aún así, tenía una leve mueca divertida clavada en el
rostro y cuando alzaba la voz, más que lamentos, parecía que
pronunciaba una leve melodía.

Escena con la que, tras cometer una de sus havituales faltas


ortográficas, Lovecraft terminaba la primera parte de Tormenta.

Una novela muy influenciada por dos textos parecidos a anzuelos y


frondosas palmeras escritos por su admirado William Hope Hodgson: Los
piratas fantasmas y Los botes del Glen Garrig

Feroces libros parecidos a una fosa sepulcral cubierta de musgo llena de


salvajes rasguños que se desarrollaban entre abisales islas y precipicios
marítimos y se encontraban protagonizados por fantasmagóricos piratas
que parecían emerger de entre los cascotes de fragatas derruidas y los
muros de vetustas ciudades enterradas en los océanos. Malolientes
espíritus cuyo aliento rememoraba volcánicos incendios capaces de
destruir de un puñetazo los muros de niebla que atravesaban.

Probablemente, porque el escritor británico los escribió cuando la


práctica de la piratería agonizaba en Inglaterra. Su época de apogeo
había pasado hace mucho. Los límites y fronteras del mundo ya se
encontraban prácticamente delimitadas y el imperio inglés ya no
necesitaba de sus ejércitos marinos para contrarrestar el poderío español
ni el de otras naciones europeas.

A principios del siglo XX, de hecho, los piratas encarnaban la


deslavazada imagen de una aventura consumida totalmente tras el
Romanticismo. Un epílogo a su edad dorada durante el que escritores
como Robert Louis Stevenson y pintores como Howard Pyle recubrieron
con matices dorados su silueta, convirtiéndola en exótica y entrañable a
medida que su importancia se iba progresivamente diluyendo.

Probablemente porque debido a que mencionar su nombre hacía brotar


las más salvajes fechorías de las fauces de la memoria, era necesario
para los países anglosajones edulcorar su figura.

Y consecuentemente, no tardaron en surgir decenas de películas en las


que verdaderos miserables, expatriados, rapaces que mordían las manos
de quienes les daban de comer y ajusticiaban a sangre fría a sus
enemigos fueron reconvertidos en rufianes carismáticos parecidos a
galanes que enamoraban a las adolescentes y poseían actitudes
heroicas.

Muñequitos que podían integrar el ajuar de cualquier adolescente que


pronto pasaron a formar parte del folklore épico de los Estados Unidos de
Norteamérica junto con los cuatreros, vaqueros y buscadores de oro.

Una imagen contra la que, desde luego, la obra de Lovecraft se rebelaba.


Porque para el escritor norteamericano, los piratas formaban parte de los
desechos de Occidente.

Eran escoria.

El gusano royendo la manzana.

Cadáveres vivientes que, por alguna oscura razón, aparecían en los


horizontes durante los momentos fatales, invocando tragedias. Pues
olían a muerto tanto cuando perdían una batalla como cuando vencían.

Eran un mordisco en el trasero del mundo moderno. La viva imagen de


las injusticias cósmicas. La destrucción. La negación de todo lo sagrado.

El ojo cerrado de dios.

Una indigestión angélica.

La cola del demonio en movimiento.

Criaturas indomesticables que reflejaban perfectamente el envés del


sueño ilustrado.

Eran la locura.

Un trueno celeste.

Los antiguos bárbaros.


Caóticos y ambiciosos monstruos cuyo tiempo histórico podía haber
pasado, sí, pero no así su esencia.

De hecho, Lovecraft tenía muy claro que su desaparición física no


significaba la espiritual y los introdujo en su obra junto a las brujas,
dioses arquetípicos e irascibles como un símbolo del espíritu dionisiaco,
festivo, furioso y rabioso que el capitalismo pretendía arrojar por el orinal
de la historia para ofrecer una imagen pura y casta y progresista de la
evolución de las naciones occidentales.

Cuando, en realidad, los piratas habían sido una creación de Estados


que cuando comprobaron que su presencia en los mares no era
necesaria para acumular beneficios, desviaron su afán de rapacidad
hacia los centros económicos de las grandes ciudades.

Logrando el control de las finanzas de medio mundo gracias al manejo


de los bancos y la creación de paraísos fiscales. La continua fabricación
de crisis artificiales, burbujas y estafas a gran escala que los nuevos
piratas -los banqueros y economistas- se encargaban de acrecentar a
cambio de substanciosos ingresos que les permitieran un retiro dorado
en los mares del Caribe o en una de esas islas perdida del Pacífico o el
Índico donde se encuentran grabadas las huellas de todos los hombres
perseguidos por la ley a lo largo del agujero de los tiempos.

Contribuyendo con su rapiña a acrecentar ese mundo de angustiosa


incertidumbre descrito por Lovecraft en sus relatos cuya sencillez y
brutalidad había atrapado, varias décadas después de su muerte, a
cientos de miles de jóvenes a lo largo de medio mundo.

La mayoría de los cuales solían relacionar su estilo literario con el heavy


metal. Tal vez porque al igual que ocurrió con su literatura en su
momento, es un género musical que ha sido marginado completamente
por todos esos infames críticos pertenecientes al mundo de la alta
cultura.

Aunque la razón más probable sea que sólo las guitarras afiladas al límite
y la emisión continuada de ruidos parecidos a retortijones de estómago
pueden aproximarse a definir el lóbrego y sórdido miedo producido por
los cuentos de Lovecraft.

Algo que pone de manifiesto perfectamente Motorhead

Una banda que tenía como máximo objetivo destruir el arte insistiendo
en repetir una y otra vez los mismos tres acordes al más alto volumen
posible cuya conexión con las creaciones de Lovecraft es instintiva y
visceral.

Casi primitiva.

Dado que su discografía se encuentra llena de temas que parecen haber


surgido del Averno.

Es lo más parecido a un baile nihilista en honor de los muertos.

De hecho, su cantante, Lemmy kilmister, parecía tomarse una copa cada


noche antes de acostarse con el diablo y poseía una voz ideal para
narrar furiosas historias de corsarios.

Pues al fin y al cabo cuando los piratas hablaban, lo hacían como este
músico cuya garganta atronaba como cientos de cañones disparando
bombas en los mares al que le bastaba tan sólo un gorgojeo para
levantar hordas de vagabundos a la rebelión y el crimen y conseguir que
el suelo de las ciudades crujiera.

Y por ello, a nadie hubiera extrañado que dedicara una canción a narrar
las furiosas hazañas de William Parker.

Quien al poco de partir hacia


Lo cierto es que la narración era tan buena que, en cualquier momento,
parecía que iba a aparecer Wiliam Parker y ponerse a gruñir. Decir una
serie de monosílabos y después, quedarse mirando el horizonte. Y sacar
unas hebras de tabaco del bolsillo de su pantaleta y ofrecérnolas.
Rancias ysecas, negras y amarillentas, emitiendo ese olor infecto de las
cosas que no han visto la luz durante años.
Después de entrar, al amanecer, en la dársena interior del puerto
de Tolón, y una vez que intercambió a voz en grito unos saludos con uno
de los botes de ronda de la flota, que le dirigió hasta el punto de anclaje,
el artillero mayor Peyrol largó el ancla del arruinado buque a su cargo
entre el arsenal y la ciudad, en plena perspectiva del muelle principal
empavorecido y no se detuvo hasta llegar a un punto de la costa llamado
Almanarre. Los perros que vagaban por la playa le aterrorizaron aún
más y se escondió en una tartana en la que no había nadie. Unos
cuantos sacos vacíos le parecieron un lecho magnífico y, absolutamente
agotado, se quedó dormido como una piedra. La tripulación regresó en
algún momento de la noche y la tartana zarpó hacia Marsella. Y
entonces tuvo lugar otro susto espantoso, pues se vio arrastrado de
repente por el cuello sobre la cubierta, donde le preguntaron quién
diablos era y qué demonios hacía allí. unas colinas azuladas de escasa
altura. Todo rasgo de vida humana desapareció pronto ante sus ojos
errantes… Aquella parte de su país natal le resultaba más extraña que
las orillas del canal de Mozambique, las corrientes coralinas de la India
o los bosques de Madagascar. Poco después se encontró en el istmo de
la península de Giens, impregnada de sal y con una laguna en el centro,
particularmente azul, más oscura y aún más tranquila que las
extensiones de mar a izquierda y derecha, separadas por angostas
franjas de tierra que en algunos lugares no tenían más de cien yardas de
anchura. El sendero casi desaparecía entonces, los surcos de las ruedas
se borraban y sólo se veían manchas de sal, blanca como la nieve, entre
esqueléticos matojos de hierba y arbustos de aspecto particularmente
mortecino. Todo aquel istmo de tierra era tan bajo que no parecía más
espeso que una hoja de papel depositada sobre el mar. Al nivel de sus
ojos, como si se encontrara una almadía, el ciudadano Peyrol contempló
varios tipos de velas, unas blancas y otras marrones, mientras que a su
frente, más allá de una

de allí, en isla Decepción, al sur de Hornos y del


pasaje Drake, Coy había experimentado idéntico estado de ánimo cuando
desembarcó en la arena de una playa que era negra como aquélla, entre
millares de huesos de ballena que la blanqueaban hasta el horizonte. El
esperma de esos animales se había convertido en aceite quemado en
lámparas muchísimo antes de que él naciera; pero los huesos seguían allí
como una burla, en aquel extraño mar de los Sargazos antártico. Había
entre los restos un viejísimo hierro de arpón oxidado, y Coy se encontró
de pie ante él, mirándolo con repugnancia.
Aunque en medio de todo el horror humeante y diabólico de un combate nocturno se ve a los
tiburones observando ansiosamente las cubiertas de un barco, como perros hambrientos en torno a
una mesa donde se trincha carne bien roja, dispuestos a engullir a todo hombre muerto que les
echen, y aunque, mientras los valientes carniceros de la mesa de la cubierta se están así trinchando
canibalescamente unos a otros la carne viva con trinchantes dorados y emborlados, los tiburones,
también, con sus bocas de empuñadura enjoyada, se están llevando entre luchas la carne muerta por
debajo de la mesa; y aunque, si se volviera de arriba abajo todo el asunto, seguiría siendo poco más
o menos lo mismo, es decir, un desagrad
A bordo de las naves corsarias regían leyes severísimas que mantenían la disciplina.
Castigaban con la muerte al que dejaba su puesto durante un combate; estaba prohibido
beber alcohol después de las ocho de la noche, hora fijada para el toque de queda;
estaban prohibidos los duelos, los altercados, toda clase de juegos, y pagaba con la vida
aquel que introdujera una mujer a bordo, así fuera la propia esposa.
Los traidores eran abandonados en islas desiertas, y la misma pena sufrían aquellos
que, en el reparto del botín, se hubieran quedado con el más pequeño objeto; pero se
comenta que fueron rarísimos los casos, pues los corsarios eran de una honestidad a
toda prueba.
Llevaba
una rica casaca de seda negra con encajes oscuros y vueltas de piel, calzones en el
mismo tono negro e idéntica tela; calzaba botas largas y cubría su cabeza con un
chambergo de fieltro, sobre el cual había una gran pluma que le caía hacia la espalda.
Tal como en su vestimenta, en el aspecto del hombre había algo fúnebre. Su rostro
era pálido, marmóreo. Sus cabellos tenían una extraña negrura y llevaba barba cortada

La destrucción del mares.


Dos pistolas, dos machetes. Chaqueta untada con alquitrán.Machetes. Las granadas.
Trabuco-balines
bergantines
Algas, moluscos y gusanos
Nubes de mosquitos, sanguijuelas pegándose a sus pies
pozos envenenados. Iglesias
Pueblos solitarios y envenenados
Buscando que el sol diera en los ojos de los enemigos
trozeaban el cuero y se lo comían tras hervirlo en el fuego
ESPOLÓN

CABO DE HORNOS
PALO DE MESANA

Obsesioonados con el semen de las ballenas

William Parker quería fundar un reino infernal y desde íah contratarcar a las naciones. No deseaba vivir de las rentas.
John Burns le bastaba con engodar bebiendo ron y levantarse vairas mujer que le chuparan los muñones.

William Parker, le cuento a la estudiante mientras paseamos


tranquilamente por la playa, fue un airado capitán bastante reservado y
taciturno que casi nunca respondía cuando se le hablaba y solía caminar
por su barco con la cabeza erguida, resoplando por la nariz como un
cuerno de niebla, y un catalejo de latón bajo el brazo. Por lo general,
cuando hacía demasiado calor, y siempre que el mar estuviera en calma,
los corsarios de otros barcos mandaban arriar el trapo y mantener la
nave al pairo para que cuantos quisieran pudiesen darse un refrescante
chapuzón. Pero no sucedía lo mismo en la embarcación de William Parker
que había prohibido a sus subalternos –bajo pena de perder la cabeza-
saltar al agua y cuando había excesiva calma y pasaban semanas o
meses sin avistar un enemigo o tierra firme, gustaba de entretenerse y
pasar sus horas muertas, golpeando a uno de sus lacayos. Para escoger
a aquel con el que desataría su rabia y la violencia contenida por tanta
inactividad, acostumbraba a organizar torneos de alcohol entre la
tripulación. Los elegidos -generalmente los parias del grupo o al menos
gente sin demasiada experiencia en el mar y sin una agria reputación
previa- debían beber sin freno, cuanto más rápido pudieran, de una
mugria y grasienta botella de ron e intentar mantenerse en pie. El
primero de todos ellos que se desmayara y cayera al suelo, perdía. Y
podía ser torturado por sus compañeros al despertar. Generalmente,
muchos desechaban hacerlo. Se sentían satisfechos con el hecho de no
estar en el lugar del perdedor. Pero William Parker jamás desistía de una
oportunidad así. Normalmente, comenzaba llenándose la boca de
alcohol, arrojándolo en la cara del castigado. Proseguía escupiéndole en
la cara sin descanso. Hasta que cuando ya no le quedaba saliva ni restos
de líquido en la boca, comenzaba a abrir con un puñal su piel en puntos
estratégicos observando con deleite, mientras arrojaba el aliento en el
rostro demacrado, su sufrimiento. Al finalizar, tras una serie de suplicios
sin fin, solía soltar unos cuantos puñetazos en el vientre del condenado
hasta quedarse casi sin resuello. Y le pedía a uno de sus lacayos,
generalmente a Simón Taylor, un brutal salteador de rutas marinas que
en cuanto desenvainaba el sable no volvía a introducirlo en su funda a no
ser que estuviera tinto en sangre, que se encargara de que al menos
veinte latigazos le fueran dados en la espalda con la mayor fuerza y
crueldad de las que el torturador fuera capaz.

Si esto lo hacía con hombres obedientes a sus mandatos y que se


hubieran introducido con él si así se lo hubiera pedido, en lo más
profundo de una tormenta huracanada, podemos imaginar cómo se
comportaba con los enemigos que capturaba vivos. Cuentan que a un
joven sevillano que lo maldijo tras soportar la violación de su hija delante
suya, le abrió por la mitad las dos piernas y le arrojó agua salada en el
hueco abierto entre el muslo y el hueso y que estuvo repitiendo este
castigo durante horas hasta que el joven muchacho murió por inanición
pues, durante los días que duró el tormento, únicamente le ofreció para
comer un pulpo vivo que arrojó en su cara y que en una ocasión incluso
intentó introducir en su boca tras cortarle la lengua de un tajo. Aunque
este castigo casi puede considerarse misericordioso comparado con el
que mandó ejecutar con dos presos genoveses que se le quedaron
mirando fijamente con rabia. Ambos se habían negado a bajar la cabeza
cuando el corsario paseaba entre ellos murmurando insultos entre los
labios, obligando a todos y cada uno de los reos a extender sus lenguas
para besar sus botas llenas de mugre y costras de sal y tierra y pescados
muertos. Y el correctivo no se hizo esperar: tras escupirles, obligándoles
a tragarse la saliva durante más de una hora, exigió a todos los
componentes de su tripulación que orinaran en su cara y si era posible
defecaran, y tras mantenerlos pudriéndose por horas entre heces y
orines, los arrojó al agua atados a gruesos cabos llevando encajados
entre los muslos un par de anzuelos de gigantescas proporciones cuyas
afiladísimas puntas les sobresalían a la altura del pene. Con su propio
cuchillo les rajó las piernas de modo que manara abundante sangre, y
después de ordenar que la embarcación navegara muy lentamente, se
sentó en popa a observar cómo sus aterrorizadas víctimas chapoteaban
en el agua dejando un rojo rastro que no tardaría en atraer a los ansiosos
escualos. Lo cierto es que si un tiburón lanzado al ataque puede partir en
dos de una dentellada a su víctima acabando con su vida en un instante,
si esa víctima es arrastrada como un cebo viviente, su final resulta
agónico, lento y terrorífico. Y esto fue lo que ocurrió con los dos reos
cuando después de que un tiburón les arrancara de un mordisco la
pierna, otro se tragara por completo el anzuelo, de tal forma que quedó
indefectiblemente unido a ambos, con las gigantescas mandíbulas
semicerradas sobre su estómago y su espalda, clavados los afilados
dientes en una blanda carne que se abría y desgarraba a medida que se
debatía en un inútil intento por liberarse del acero que se le había
incrustado en el paladar. A los pocos minutos, de los dos muchachos
genoveses, no quedaba más que una informe masa de sangre, carne y
tripas que rugía y lloraba mientras saltaba de un lado a otro como una
pelota entre las fauces de un perro enloquecido.

Obviamente, excepto su loro, -un pájaro loco mal amaestrado que


repetía que estaba a las órdenes de su capitán y cuando no le daban
nueces duras, vagaba malhumorado royendo las ropas de los marineros-,
nadie guardaba verdadero aprecio por William Parker. Los hombres que
componían su tripulación parecían además vivir en un loco laberinto de
planes, esperanzas, peligros, empresas, más allá de la civilización, en los
lugares oscuros del mar; y su muerte era el único suceso de su
existencia que parecía tener una razonable certidumbre de logro.
Acostumbraban a dormir en esteras, en mantas, en tablas desnudas, en
todos los rincones oscuros, envueltos en telas teñidas, embozados en
guiñapos sucios, con la cabeza apoyada en ataditos, con el rostro
apretado contra los brazos plegados: los viejos con los jóvenes, los
decrépitos con los robustos, todos iguales en el sueño, hermano de la
muerte. Y habitualmente, se veían obligados a ayunar o pasar varios días
sin beber agua si el capitán así se lo requería caprichosamente.

Por lo que lógicamente cuando, debido un vendaval que produjo


innumerables pérdidas y acabó con gran parte de los víveres y agua
potable que restaban, al que siguió una semana de un calor pasmoso
que derretía las alas de las moscas, un adolescente, John Gagscoine -el
menor de diez hermanos de un zapatero remendón que, como tantos
muchachos, se había unido a la tripulación huyendo de la extrema
pobreza- culpó al capitán de las penurias que estaban sufriendo, nadie le
contradijo. Al contrario, apoyaron sus palabras con gritos procedentes de
lo más hondo de su alma. Hubo incluso quien dijo que el barco había
sufrido las últimas penalidades porque su capitán se encontraba maldito.
Que los rayos cayeron en torno de los palos de aquel pájaro marino y la
lívida luz de los relámpagos se reflejó en sus velas hasta casi quemarlas
mientras las olas lamían sus flancos y barrían a veces la cubierta, debido
a que William Parker tenía pagar sus tratos y pactos con el demonio. Por
lo que no quedaba otra opción que castigarlo. Lo que llevó a Julio Verne a
considerar entre las posibilidades
Y a pesar de atreverse a redactar

Acto expiatorio que no ejecutaron hasta llegar a una isla en la que el


airado pirata fue atado por Simon Taylor a un árbol donde tras ser
desnudado, tuvo que soportar que le cortaran cada una de las partes de
su cuerpo. En primer lugar, los dedos del pie derecho que, después de
ser cocinados a fuego lento y remojados en sal, le fueron dados a probar.
Aunque esto les pareció en exceso clemente y decidieron servirle los de
su pie izquierdo crudos. Operación que repitieron días después con los de
las manos. Y que continuó con sus tobillos, muñecas, determinadas
partes de su hombro y el cuerpo de su loro, hasta que al cerciorarse de
que ya no tenía ni piernas ni manos, le sacaron los ojos con un cuchillo
ardiendo y, de esta guisa, lo soltaron por la cubierta del barco cuando
volvieron a fletar velas, continuando su incierto rumbo.

Cuentan que un mono que les acompañaba disfrutaba viendo moverse


aquel cuerpo, o guiñapo de músculos, por efecto de la marea de un lado
a otro y que pasados los meses, John Gagscoine encontró unos cabellos
en su plato de comida y vomitó al creer que, como algún bromista le dijo
socarronamente al oído, pertenecían al aparato reproductor del (antaño)
temible capitán.

Motorhead era sobre todo, el paisaje después de la batalla. Tan cruel


como el que hubo después del combate. Los jinetes del apocalipsis
cortando cabezas y almas de quienes murieron y peleando duramente
con ellos para que accedan al infierno. Las manos de un demonio
agarrando de los pelos a un condenado delante de un charco de sangre,
obligándolo a reconocer sus faltas y pecados.

Por otra parte, William Parker deseaba crear un poblado de


hombres sin
miedo al dolor. Y por ello a cada uno de los tripulantes de su
embarcación
les marcaba el rostro con una daga ardiendo. Una cicatriz que
mostraban
con orgullo cuando blandían sus sables antes de cada batalla y
que
reproducían en el semblante tanto de sus prisioneros como de
los animales
que comían, ante la atenta mirada de un hombre totalmente
vestido de
negro que solía sonreír cada vez que se llevaba a cabo la
incisión.

Se encuentra ante mí William Parker. Porta con orgullo un sable


ensangrentado y lleva
enrollado al cuello una bandera negra totalmente raída. Me
cuenta que sus manos han
estrangulado a cientos de hombres, y han encendido en
innumerables ocasiones la fogata
en que ardieron. Es realmente impresionante lo que me indica.

William Parker y John Burns. Ellos deben de saberlo. Por


más que ninguno de los dos habla demasiado. Se pasan las horas
y los días merodeando en
su cubierta, con la negra espalda apoyada en el
tambucho de proa, afilando
pacientemente cuchillos, espadas, hachas y navajas negras,
absortos y con tan profunda
dedicación a su negra tarea que cabe suponer que son sus
brazos y sus manos los únicosque permanecen en el lugar,
mientras que el resto de su persona ha volado a mil millas de
distancia, aunque a decir verdad no ha volado a parte alguna,
sino que se ha limitado a
permanecer entre aquellas vestigios repletos de líquenes y
moscas y sarcófagos de los que
emergen decenas de insectos que se pelean entre sí, como si
fueran perros o dioses del
océano empeñados en presidir una civilización perdida en el
fondo de de los turbios
mares. Un mundo desconocido donde entre togas y tridentes
arrojados sobre columnas y
libros esculpidos en mármol que nadie lee, se pasean los
lagartos y el inmenso tiburón que
sostiene en sus dientes versos descuartizados, restos del cuerpo
de poetas y filósofos, de
Aristófanes, de Platón, de Plauto, arrojados junto a riadas de
peces que bucean con sus
ojos bien abiertos y su mandíbula sangrienta sobre cientos de
monolitos y pirámides y
dólmenes. quel airado capitán bastante reservado y taciturno
que casi
nunca respondía cuando se le hablaba y solía pasearse por su
barco con la cabeza
erguida, resoplando por la nariz como un cuerno de niebla, y un
catalejo de latón bajo el
brazo.

Julio Verne y la isla misteriosa.

El rostro del pirata John Burns se encuentra absolutamente


desencajado, después de
haber estado batallando durante varias horas contra los
franceses. Su barco ha sido
hundido y cientos de sus compañeros muertos. Degollados, con
las vísceras abiertas y los
brazos y piernas mutilados. No quedan más de cuarenta de los
suyos con vida y en muy
malas condiciones. Un horror. Atenazadas sus manos por las
ligaduras y vigilado por la
atenta mirada de un soldado, John Burns mira el suelo del galeón
repleto de sangre
escupiendo y maldiciendo su suerte. Es tal su desesperación que
apenas piensa en el
destino que le espera. No le da importancia a las más que
probables torturas a las que se
verán sometidos él y los escasos filibusteros supervivientes del
Tigre Rojo. No conoce su
idioma y apenas puede distinguir las decisiones que toman los
militares galos. Unas veces
hablan a gritos y otras en susurros. Sus rostros también están
alterados y es visible el
enojo y sufrimiento por el combate que acaban de librar.
Intentan recuperar o dar aliento
a sus heridos y van haciendo un recuento de los fallecidos.
Cuando anotan el nombre de
un muerto en una lista, un mercenario se acerca a cualquiera de
los corsarios y les golpea
en el vientre o pecho. Se venga de esa pérdida. Esa noche Burns
y sus compañeros la
pasan en un sótano desvencijado dentro del galeón. Dan pena. El
temible pirata, ese
corsario aguerrido que gustaba de saborear el vientre de sus
enemigos durante la cena,
tiene una línea de sangre seca en el nacimiento del pelo allí
donde el extremo de un sablele ha impactado en la cara. Exhala
profundamente una bocanada del cálido aire de la
noche y cae rendido. Sus compinches poseen los ojos hundidos y
sus pómulos chupados,
labios agrietados hasta el punto de abrirse y sus
ropas cuelgan flácidas sobre las
protuberancias poco naturales de sus huesos.
Afortunadamente, a través de las
desvencijadas maderas del recinto en que se encuentran, se
filtra una lluvia leve que uno
de los piratas denomina el llanto de Dios por la extrema
sensibilidad con la que cae sobre
sus cuerpos magullados aliviando su sed en algún caso. A la
mañana siguiente, conocen
su destino. Un centinela abre la pequeña puerta lateral de la
mazmorra, aspira haciendo
resonar contra el empedrado una gruesa llave y los conduce
frente al capitán de los galos.
Ayudándose de un intérprete, mientras los mira fijamente, les
comunica su decisión.
Piensa que una humillante forma de acabar con los
supervivientes es arrojarlos a esa
agua que se jactan de dominar. Tirarlos al océano y esperar a
que mueran por impotencia.
Cansancio y ahogamiento.
Poco a poco, la sentencia se lleva a cabo. El contacto con el
líquido es agradable, un
remanso de paz en medio de la tormenta de gritos y sangre que
han experimentado en los
últimos días. Cuando salen a flote no ven en torno a
él nada distinto del mar.
Lamentablemente, ese espacio acogedor, ese remanso de
paz está destinado a ser su
sepulcro. Un bello ataúd natural que antes o después
se cerrará sobre sus cabezas
condenándolos a ser pasto de los peces, como ratifica el hecho
de que el galeón francés
donde se ha desarrollado la parte final de la batalla se aleje en
dirección al norte hacia
una tierra o paisaje que nunca contemplarán: una isla en medio
del océano en cuyo centrose halla un castillo comandado con
mano dura por un hombre totalmente vestido de
negro. El día es de una claridad perfecta. El sol arde sobre sus
cabezas, quemando la piel
de su frente seca y endurecida por la sal y la brisa aúlla como un
animal. John Burns se
mantiene con la vista fija en el astro pensando cuándo será la
próxima vez que lo volverá
a contemplar. Todos aguardan su destino con resignación.
Apenas se hablan entre ellos.
De tanto en tanto alguien maldice en voz alta. Se acuerda de una
prostituta. Recuerdan
su infancia. Malos momentos. Padres alcohólicos, madres
sin esperanza, violencia.
Varios de ellos realizan la postura del muerto intentando ahorrar
energía y calmar el
dolor de sus huesos. Peces de todos los colores, amarillos y
verdes, rayados de azul y rojo y
redondos se acercan a ellos y los acompañan durante su suplicio.
Dos de los náufragos
beben con fruición el agua del mar y a las horas, empiezan a
sentir retortijones y vomitar.
Los síntomas de la nefritis. Los hay que desearían tener un
cuchillo o un arma de fuego
para acabar de una vez. Sin embargo, para John Burns esta
muerte es poética. Sabe que
llegará un momento en que se quedará sin fuerzas y su espíritu
se irá al otro mundo
sumergiéndose en las aguas y vive con tranquilidad su fin.
Pensando en bellas muchachas
de fresca tez con el talle arqueado y porte noble, islas cubiertas
de bananeros, palmeras
datileras y arbustos verdes que invitan a la ensoñación.
Aceptando que será tragado por
los áridos horizontes de las llanuras líquidas y su cuerpo será
pasto de los peces y cubierto
por los algas en varios días. Antes de que anochezca, observan
el ala de un tiburón a lo
lejos y rezan porque no se les acerque. Si uno de ellos muerde a
sus compañeros y hace
emerger la sangre, ya no habrá esperanza. De todas maneras,
varios de los piratas se ríen
puesto que ya no la hay. Es como si ya estuvieran muertos. Con
seguridad. Si existe elpurgatorio es lo más similar a la situación
que experimentan actualmente. No hace falta
esperar más que unas horas para que el primero de ellos se
ahogue y lentamente vayan
siguiéndolo el resto. La brisa sigue aullando, y el sol comienza a
descender. Antes de
desaparecer, no obstante, adquiere tonalidades rojas y grandes.
Para su sorpresa, ya entrada la noche, escuchan a lo lejos a una
embarcación acercarse.
Algunos de ellos piensan que esto es una alucinación auditiva.
Una locura. Ya les es
imposible distinguir la realidad de la ficción. Sin embargo, cada
vez se oye con mayor
nitidez el sonido del agua sobre el casco y poco antes de
amanecer, todos son conscientes
de que un barco se encuentra frente a ellos. Gritan intentando
llamar la atención de sus
tripulantes pero nadie contesta. El silencio es aterrador.
Fatigados y hastiados, sin
embargo, no pueden evitar sentirse sorprendidos,
removidos en todo su ser,
cuando conforme el sol se abre camino en el horizonte,
comprueban que se trata del
galeón francés del que fueron expulsados y lucharon hasta caer
extenuados. No obstante,
su sorpresa aumenta cuando varias lianas y escalerillas son
lanzadas desde varias de las
escotillas del barco. Algunos de los piratas no se atreven a
acercarse a ellas y comenzar la
escalada pues creen que esta artimaña no es más que una
diabólica treta de los franceses
para acabar con sus vidas pero la mayoría nadan con las escasas
fuerzas que les restan,
apelotonándose en torno a ellas. Luchan peleando unos contra
otros por ser los primeros
en subir al barco y sentir suelo bajo sus pies de nuevo. Estando
muchos de ellos heridos,
bajo el impacto de la cruenta batalla que disputaron el día
anterior y las horas pasadas
en el agua, se encuentran preparados para todo menos para lo
que les espera al volver a laembarcación: el mutismo y silencio
más absoluto. La embarcación se halla desierta. Sí.
Los cordeles y escalerillas se encuentran firmemente
atados. Alguien debe haberlos
arrojado pero allí no se halla nadie. Todavía existen rastros de
sangre en el suelo del
galeón pero ni uno de un solo francés. Los filibusteros suben a
cubierta y ocupan el
castillo de proa. Abren las despensas en busca de provisiones
pero no hay. Tampoco agua
potable. Con lo que la desesperación aumenta porque
se encuentran sedientos. Se
proponen capturar peces para alimentarse pero las tres redes de
estameña están rotas. La
situación no ha mejorado mucho. No saben cuánto tiempo
podrán soportar y lo peor es
que no pueden explicar qué es lo que sucede. Mientras se
interrogan al respecto, cae del
puesto de vigía una liana en la que se encuentra atada la cabeza
del capitán francés.
Hasta un hombre como John Burns, que ha vivido experiencias
de todo tipo y se ha
sometido a las circunstancias más extremas, no puede evitar que
un escalofrío recorra su
cuerpo. Muchos de sus compañeros gritan. Brujería, fantasmas
dicen. Y John Burns se ve
impotente para detener su desesperación conforme el galeón
comienza a moverse por sí
mismo, desplazándose a quién sabe dónde al tiempo que los
alaridos de los filibusteros se
fusionan con el sonido que hace. Un ruido temible parecido al de
un animal herido que
hiela su sangre y emerge de las tripas de ese barco y les prepara
para su inhóspito final,
frente al que John Burns toma partido. Alza su voz y, disparando
con un mosquete a
norte y sur, este y oeste, exige a sus subordinados que arriben
los palos e icen el trapo
pirata. Pero ninguno le contesta. Los hay que tocan el suelo
porque piensan que pueden
estar soñando, otros se arrojan al agua pensando que morir
ahogados o a bocados por los
tiburones puede ser un destino mejor que esa imprevisible
suerte, y existen quienes sequedan mirando atentamente al
horizonte, sin esperar nada. Absolutamente nada. Con la
vista fija en el sol rojizo cuyos rayos golpean en sus
frentes, como si se hubieran
transformado en fantasmas y el espíritu hubiera abandonado su
cuerpo y no fueran más
que un despojo de tripas y carne al que sólo pudiera
reconocérseles como hombres por los
gritos que emiten de tanto en tanto pero no por un brazo, unos
ojos, una mano o un
pierna.Un trozo de su cuerpo, en definitiva, que permita
identificarles, probar que son
auténticos seres humanos.

Porque el símil entre piratas y banqueros era muy evidente.

Ambos …
Lo que quería que . Pero ya no se hacía ilusiones. Fumaba opio y
crecía

Probablemente, por ello en la habitación del castillo donde se


llevó a cabo diversas lecturas.

y desde íah contratarcar a las naciones. No deseaba vivir de las


rentas. Un asesino que solía portar con orgullo un sable
ensangrentado y llevar enrollada al cuello una bandera negra
totalmente raída

era el contertulio de peor trato que jamás se ha visto; daba


puñetazos en la mesa para imponer silencio a todos y estallaba
enfurecido tanto si alguien lo interrumpía
como si no, pues sospechaba que el corro no seguía su relato
con interés.
….

….pero cuando el arrogante joven iba a escupirle, William Parker


se rebeló. Emergió como un demonio alado del suelo con los ojos
ensangrentados y mordió el brazo de aquel muchacho con tanta
saña que acabó arrancándole un pedazo. No contento con eso,
mordió su cuello y su nariz y luego lo golpeó con los pies y las
manos y le orinó y siguió mordiéndole el cuerpo y rugió como
una bestia, mostrando a todos aquellos que lo contemplaban y
hasta entonces le habían faltado al respeto o lo habían creído
débil, sus enormes y puntiagudos colmillos como lo de un
vampiro y sus cuernos y rabo de toro. Su voluntad de fiera y su
instinto asesino que no le abandonarían jamás.

Moby Dick y Chulthu.

Y hasta se puede escuchar la voz de


alguien contando historias de libertinos.

Orgías de sexo y tortura sucedidas en barcos frente a


la mirada de un hombre vestido de negro cuya vista se posa en
el horizonte de tanto en tanto, preocupado por la llegada de un
temporal o acaso de los piratas.

Corsarios feroces con sangre entre los dientes y muelas


plagadas de callos y bolas de anís sobre quienes me gustaba
imaginar historias.

Cada día y una y otra vez.

Como, por ejemplo, la de William Parker.

Aquel airado capitán bastante reservado


y taciturno que casi nunca respondía cuando se le hablaba y
solía pasearse por su barco con la cabeza erguida, resoplando
por la nariz como un cuerno de niebla, y un catalejo de latón bajo
el brazo.

La hermana de Friedrich Hölderlin solía contarle historias,


leyendas y narraciones protagonizadas por este bribón al poeta
que se encontraba fascinado a tal grado por su figura que estaba
convencido de que dialogaba con él durante las noches en que
paseaba por las calles del condado con la vista puesta en el
horizonte. Decían sus vecinos que cuando esto sucedía, Friedrich
Hölderlin caminaba en trance, absorto en sí mismo, señalando
hacia la colina donde se hallaba aquella cueva –en la que se
rumoreaba que hacía no más de un siglo unos filibusteros habían
escondido un tesoro- a la que con los años y a medida que las
presiones y exigencias de su hermana se hicieron más
insoportables, se acabaría trasladando a vivir junto a los lobos y
los osos.

Y también se refiere a él Thomas Bernhard en Ruido. Al escritor


que protagoniza su novela le entretiene su inveterada crueldad
pues al parecer, cuando había excesiva calma y pasaban
semanas o meses sin avistar un enemigo o tierra firme, William
Parker gustaba de entretenerse y pasar sus horas muertas,
golpeando a uno de sus subalternos. Y los castigos que mandaba
ejecutar eran onerosos. No tanto como escuchar día y noche al
(antaño) poeta joven recitar. Pero casi.

En realidad, la isla entera parecía llena

No faltaban por ejemplo quienes aseguraban que aquellos


muchachos .

Un efrit rojo .

De él habla don Quijote en su Cervantes.

La celebración literaria solía llevarse a cabo cada tres años. Y


era ene l castillo donde se reunían. Por lo general, había decenas
de pasadizos en donde .

Había espacios donde se hablaba.

Robert E Howard. La isla de los eones.

César Aire, El santo.


Emilio Salgari, El corsario negro
Melville, Herman, Moby Dick
William, Hope Hogdson. Los botes del Glen Garrig.

Stevenson, Robert Louis, La isla del tesoro.

Nadie en la isla Como si una secreta bailarina árabe hirviente


velo negro las nubes de tormenta soltaron su carga, y los
infernalmente grotescos secuaces de Begog cayeron sobre
nosotros. Nuestra suerte,
condenadamente mutable, nos había traicionado, y un futuro no
más brillante que el de ser
devorados por demonios nos aguardaba con impaciencia.a lluvia
se desplomó sobre el mar, y
parecía llover dentro de la lluvia, tan densa era. Los relámpagos
producían una
ceguera terriblemente visible. La superficie se soliviantó.
Montañas negras de
líquido saltaban rugiendo del piélago. Los vientos, que
llegaban todos como
invitados a una cena, y ninguno se iba, giraban sobre sí mismos,
aullaban con furia
desde el fondo de sus gargantas de presión. Los peces, los que
no habían escapado
a lo profundo, eran eyectados y los arrastraba el aire
como espectros grises, a
estrellarse contra olas verticales. Parecían derrumbes,
demoliciones fluidas,
pantallas de gravedad que se devoraban unas a otras.
Imperios en rotación
frenética que se dividían el mobiliario del desastre. La
oscuridad se hizo
De hecho, en su obra Atrajo porque clos convirtió. En formas
indomesticables. Y por eso t
En realidad, la vibración de los piratas. Y era algo que también
estaba muy relacionado con las islas. El mundo estaba lleno de
islas. Todavía pero los espectros y poco a poco únicamente
quedó la leyenda.
impenetrable desde que se retiraron los relámpagos.
Descartada la visión, sólo
quedaba el ruido, las gárgaras titánicas. La falúa bailaba
chillando. Hasta la última
clavija se estaba despidiendo de la vida. Al instante siguiente,
una ráfaga fría nos azotó, pero
no sufrimos daño alguno, pues ya el contramaestre había hecho
virar el bote poniendo
proa hacia la tormenta. El viento pasó sobre nosotros y hubo un
momento de calma. Y
de pronto el aire estalló en un bramido continuo, tan fuerte e
intenso que creí
ensordecer. Hacia barlovento percibí una enorme muralla de
espuma que se acercaba, y
de nuevo oí el agudo chillido. El contramaestre arrojó su remo
bajo la cobertura, y
adelantándose corrió la lona hacia popa, para que tapara todo el
bote, sosteniéndola
contra la borda de estribor mientras me gritaba al oído que
hiciera lo mismo a babor. Y
bien; de no haber sido por esta previsión del contramaestre
habríamos muerto todos, y
quizá sea más creíble todo esto cuando explique que sentimos
caer sobre la fuerte lona
que nos cubría toneladas de agua, aunque tan convertida en
espuma que no tenía solidez
para hundirnos o aplastarnos.

Lost-Océano pacífico.Figuras de tez gigante y aspecto feroz


que representan las incontrolables fuerzas de la naturaleza, muy
parecidas a los monstruos descritos en Las 1001 noches. "Vivir
es una batalla por aniquilar el muerto que seremos.

Un anciano espíritu que nos aguarda tranquilo en un


sillón.

vestido con mocasines de plata y un gabán de terciopelo


que introducirá su lengua en nuestros labios cuando
abandonemos este infierno

o bien enfurecidos o bien entristecidos y hasta, en algún caso,


aliviados

por librarnos de este pérfido tormento.

Nuestro desconsuelo sin fin en torno al que bailan


ininterrumpidamente niñas de ojos rabiosos
Y por ello, no hay que tener miedo de asesinar con nuestras manos y
dientes cuchillos y balas a nuestros enemigos.

Porque, al fin y al cabo, ya están muertos.

Flotando en un barco fantasma repleto de agua estancada.

Cantando una cantinela marina entre piedras y algas.

Trash metal. Su ley eran los cañonazos. Su ética, el engaño y la traición.


Y su sueño, la derrota de Cristo. Porque no tenían reino ni país. Su hogar
era el trueno, su almohada, la cólera y la puerta de su casa, la lluvia y la
fiebre. Eran la viva imagen de la perdición. De la voracidad de Occidente
y de su futura decadencia. Un estornudo de los reinos medievales. La
aparición de los piratas tras el Descubrimiento de América fue, en cierto
modo, un regreso triunfal e inesperado del espíritu dionisíaco. El retorno
de los bárbaros. Pues ellos son la sombra de Hernán Cortés y Cristóbal
Colón. Parte de su legado. Pero de su legado borrado. Son una derrota en
carne viva de Roma y la iglesia. Salvajes. Bestias en libertad y sin futuro.
Tiburones. Peces-tigre. Cobayas. Una oscura dimensión del alma
occidental. Y por ello, son más leyenda que historia. Más una
malformación que una enfermedad. Más vómito que indigestión. Son la
prueba flagrante de que las conversiones en masa de cristianos fueron
realizadas más por intereses y seguridad que por fe. Y que los únicos
proyectos que unieron a los ciudadanos de Europa durante siglos fueron
el miedo a las epidemias y las guerras de religión.

ver el intenso rojo de la portada y el rostro de un violento corsario


encima de unas gotas de lluvia que caían sobre unas islas oceánicas. O
leyendoEl título por ejemplo, dejaba claro cuál era su estado mental en el
momento de componerlo. Los truenos y rayos que martirizaban su
espíritu torturado. La rabia que corroía su espíritu.
Porque es un rapto salvaje absolutamente irracional parecido a un ritual
que hace pensar en los tiempos en los que los seres humanos batallaban
con sus manos contra bisontes, las más de las veces comían cruda,
cualquier animal era un monstruo insondable y los cementerios estaban
llenos de manchas de semen con los que se intentaba seducir a los
muertos.

Un caso similar al de Motorhead.

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