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ARTIGANES O PIERDAS

Hugo Giovanetti Viola

Artiganes o pierdas es el extraordinario titular que le dedicó el diario argentino Olé a la


actuación de la selección uruguaya cuando terminó el Mundial de Sudáfrica.

Y dos mundiales después esta insuperable poetización del factor místico recuperado por
el fútbol celeste desde que el maestro Tabárez diseñó un proceso enraizado en la grandeza
del arquetipo oriental que subyace indoblegablemente bajo nuestra endémica aridez
cultural, sigue más vigente que nunca.

Y nuestro pueblo ha vuelto a sentirse unificado bajo un símbolo purificador como sucedió
en el enclave fundacional del Ayuí, donde aprendimos, hace más de dos siglos, que La
Patria es la naturaleza, es la religión, es la vida misma de la vida, es el hogar supremo,
el instinto de los instintos, la condición misma de nuestra dicha. La Patría es una síntesis
del Universo y una rama de la humanidad. Es algo dulce, etéreo, arrullador, alado,
invisible, personal, colectivo, insustituible, único porque la Patria nace con nosotros o
más bien dicho, la Patria somos nosotros mismos.

Esta definición pertenece a Julio Herrera y Reissig, que ya a principios del 900 prohibió
que la uruguayez hipócrita le pisara el altillo donde se atrevió a soñar con una Poesía
Grande.

Y fue precisamente el fútbol, al ser capaz de aunar la gracia de orfebrería del barroco
mestizo con la garra del comunismo jesuítico-guaraní que inspiró al Protector, el que
supo pintarle la cara al mundo de celeste.

Pero el establishment de Montevideo es incurablemente tonto, y hace muy pocos días el


inocuo gambeteador académico Aldo Mazzucchelli publicó en Brecha un artículo
titulado El continuado suicidio simbólico del fútbol uruguayo, donde valora casi con
fastidiada timidez nuestro regreso a cierto aprecio de la pelota y el abandono de un
esquema táctico basado en el peso de un ropero metedor y raspador en el medio,
arquetipo en el que embolsa al rengo y sangriento Ruso Pérez (olvidándose de que
también fue heroico), al Tito Gonçalvez, a Montero Castillo y hasta al mismísimo
Obdulio Varela.

Y enseguida denuncia, con altanería lautarina, la existencia de un revisionismo histórico


sesentista que le metió en la cabeza al público uruguayo en general (léase el pueblo) la
existencia de una garra celeste o charrúa aparentemente contrapuesta a la magia de
la gambeta (se dice moña, loco) de las épocas del gran fútbol rioplatense, cuando siempre
se ganaba.

Lo que no explica este sabio que no sabe nada (Sabina dixit) es por qué
los únicos rioplatenses que ganaron cuatro títulos mundiales entre el 24 y el 50 fueron los
que llevaban la indomabilidad artiguista en el ADN del inconsciente comunitario.

Los porteños ni ahí.

Y pensar que alcanzaría nada más que con recordar la batalla de Guayabo para entender
la salvaje fe cósmica que hizo que los artigos en pelotas aplastaran a los miliquitos de
línea que arreaba Dorrego.

Una semana antes de viajar al Brasil el Negro Jefe fue a hablar con su referente-ídolo
Lorenzo Fernández (un impecable y terrible raspador-gambeateador), y el Gallego lo
descorazonó advirtiéndole que la artesanía y la orfebrería técnica ya no eran patrimonio
del Río de la Plata.

Y Obdulio sabía muy bien, además, como líder huelguista, que la corrupción dirigencial
iba transformando a la tacita de plata donde todavía se jugaba gran fútbol en un
herrumbradísimo astillero onettiano.

Entonces no hubo más remedio que asumir que no solamente los macacos nos iban a jugar
de igual a igual y prepararse para concretar, a pura calidad y a pura garra artiguista, la
mayor hazaña de la historia del fútbol.

Y en el 54 quedamos eliminados en una semifinal con alargue frente a la mítica máquina


húngara, sin el Negro Jefe (desgarrado en octavos) y con un plantel desguazado por el
relajo disciplinario.

Pero en Maracaná ya se había constelado la montañosidad de un mito con valor de axis


mundi (Mircea Eliade dixit) y no la de un suicidio colectivo, carajo.

Hace muy poco tiempo que Pelé dijo en sus memorias que si Inglaterra era la madre del
fútbol, Uruguay era el padre.

Y eso el pueblo lo sabe, pitucos sin fe.


Lo que logró Tabárez fue terminar de desmalezar y purificar la decadencia dirigencial y
empresarial que ya lo había entrampado a él mismo en el Mundial de Italia.

Y cuando empezó el proceso de este milenio recuerdo haberlo escuchado especificar en


una de sus ya célebres conferencias de prensa que tuvo que aprender a no quemarse dos
veces con la misma sopa y ahora la Magia Grande está servida.

Artiganes o pierdas.

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