Sunteți pe pagina 1din 65

THOMAS DE QUINCEY

La farsa de los cielos


Ensayos

Traducción y prólogo: JERONIMO LEDESMA

Paradiso
De Quincey, Thomas
La farsa de los cielos : ensayos - 1a ed. -
Buenos Aires : Paradiso, 2005.
172 p. ; 20x14 cm.
Traducido por: Jerónimo Ledesma

ISBN 987-9409-52-3

1. Ensayo Inglés I. Ledesma, Jerónimo, trad.


II. Título
CDD 824

Realizado con el apoyo del Fondo de Cultura B.A.


de la Secretaría de Cultura del G.C.B.A.

Traducción y prólogo: Jerónimo Ledesma


Diseño: Adriana Yoel
Ilustración de Tapa: Albrecht Dürer, Carta de los cielos del norte, 1515
De esta edición:
© Paradiso ediciones, 2005
Fco. Acuña de Figueroa 786, 1180 Buenos Aires
www.paradisoediciones.com.ar

ISBN: 987-9409-52-3
1º edición: 1000 ejemplares
Hecho el depósito que indica la ley 11.723
Este libro se terminó de imprimir en el mes de agosto de 2005,
en Gráfica M.P.S. S.R.L., Buenos Aires - República Argentina
INDICE

PROLOGO . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 5
SORTILEGIO Y ASTROLOGIA . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 29
SOBRE EL SUICIDIO . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .51
CAMINANTE STEWART . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 57
MODALES DE FRANCIA E INGLATERRA . . . . . . . . . . . . . . . . 73
SOBRE EL ESTADO ACTUAL DE LA LENGUA INGLESA . . . . . . . . 82
TEORIA DE LA TRAGEDIA GRIEGA . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 103
SISTEMA DE LOS CIELOS . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 123
UN FRAGMENTO DESCARTADO DE LAS CONFESIONES . . . . . .154
NOTAS DEL TRADUCTOR . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .157
BIBLIOGRAFIA . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .171

3
PROLOGO A LA FARSA DE LOS CIELOS

No me preocupa ninguna valoración que dependa de la


comparación con otros. Colócame donde te plazca en la
escala comparativa: pero aún estando en el fondo de tu
catálogo, déjame gozar recordando las cartas que expresan
el más ferviente interés por algunos pasajes de Las confe-
siones y, a través de su impulso, un interés por el autor.

De Quincey: Prefacio a las Selecciones serias y risueñas


(1853)

Este libro, que llamamos La farsa de los cielos, reúne ocho


textos de Thomas De Quincey (1785-1859) nunca antes traduci-
dos a nuestra lengua. Salvo el último, que es un fragmento des-
cartado de las Confesiones de un Come-Opio inglés, extractadas
de la vida de un intelectual (1821),1 son todos artículos publicados
entre 1823 y 1851 en medios periodísticos ingleses.
Encontrarás aquí estos personajes: un escritor buscando en
una bañera algo que enviar a una revista; un astrólogo de nombre
impronunciable que vive recluido en una cañada; animales (un cor-
dero, un caballo) que parecen suicidas, pero que sólo carecen de
la noción de espacio; un filósofo que está caminando siempre, que
escribe libros imposibles (por ejemplo, unos Viajes por las zonas

1 De todas las traducciones del término “Opium-Eater”, la que elige Borges,


“opiófago”, acaso sea la más apropiada. Las razones: brevedad, precisión, ine-
xistencia en el diccionario, sublimidad y analogía con “antropófago”. Sin embar-
go, hemos preferido “Come-Opio” por recomendación de una crítica anónima,
que no ha publicado ni piensa hacerlo. Esta opción, más literal y compacta, tiene
un único defecto: imprime al original un tono cómico que no posee. La forma más
habitual, “comedor de opio”, está irremediablemente estropeada por el significado
del sustantivo “comedor”. Repárase en que el término “opium-eater” fue una
invención exotista de De Quincey, inspirada en los theriakis de Turquía, que, según
las crónicas, consumían el opio “crudo”.

5
más interesantes del Globo: para descubrir la fuente del Impulso
Moral: comunicados para conducir a la Humanidad por la con-
vicción de los sentidos a una Existencia Intelectual y un senti-
miento ampliado de la Naturaleza: en el año 5000 del conoci-
miento retrospectivo del hombre según cálculos astronómicos) y
que sospecha que una liga mundial de monarcas aboga por su des-
trucción; el rostro abominable de un fantasma en la oscuridad del
cielo; un niño juguetón y su opiómano padre demoliendo a fle-
chazos los sagrados monumentos de la filosofía.
Pero no sólo personajes raros encontrarás aquí; también
reflexiones sobre diversos temas: sobre la opaca exactitud de las
estrellas y la charlatanería sin vergüenza de los astrólogos, sobre
la verdadera pero incalculable edad de la Tierra, sobre por qué el
Biathanatos de Donne no es una apología del suicidio, sobre el ori-
gen material de la tragedia clásica, sobre el misterio del espacio, sobre
los telescopios –que investigan ese misterio–, sobre la diferencia espe-
cífica entre los modales de dos potencias de Europa (la hosquedad
de Inglaterra versus la amabilidad de Francia), sobre el valor del
slang y la evolución de los idiomas, sobre la palabra “humbug”, que
significa “farsante”, sobre el origen digestivo de la locura.
Y todo esto lo encontrarás en una prosa de estilo ameno, ela-
borado y erudito, pero nunca acartonada. Verás que el concepto de
diferencia infinitesimal se ilustra con carreras de caballos y que el
sentido de una nebulosa se esclarece –¿se esclarece?– por referencias
al Paraíso Perdido de Milton. Leerás citas y traducciones y más citas.
Acaso te parezca un cuadro extravagante, una tormenta en una
palangana, un negocio con desparejas mercancías en vidriera.
Pero no es otra la impresión que en general produce la obra ente-
ra de De Quincey. Cuando uno examina los catorce volúmenes de
la clásica edición de Masson (1889-1890) o los ventiuno de la edi-
ción actual de Lindop (2000-2003), se siente como un mareo, un
desconcertado asombro, por la variedad de cosas acumuladas. Cito
algunos títulos: “El tocador de la mujer hebrea”, “La última

6
sesión del Parlamento”, “Coleridge y la ingesta de opio”,
“Carlomagno”, “Revueltas”, “Recuerdos de Hannah More”,
“Wordsworth”, “Sobre el origen de los rosacruces y los fracma-
sones”, “Ricardo simplificado o cuál es la diferencia radical entre
Ricardo y Adam Smith”, “Los movimientos nacionales de mode-
ración”, “La casuística de las comidas romanas”, “Sobre el cris-
tianismo como órgano de la acción política”, “California y la manía
de buscar oro”, “Del asesinato considerado como una de las
bellas artes”... La enumeración otra vez suena a baraja mezclada.
Invoquemos la sensatez de la historia: “la obra entera –escri-
be su más fervoroso lector argentino– está hecha de artículos, que
en aquel tiempo equivalían, en extensión y profundidad, a lo que
hoy llamaríamos libros”.2 Así es. En un lapso de cuarenta y
nueve años, escribiendo para publicaciones periódicas con agen-
das definidas, que participaban, a su vez, de una maquinaria en
formación,3 corrido por las deudas y con una familia extensa, De
Quincey intimó con todos los saberes y todos los géneros y todos
los estilos, con los que manejaba y con los que no. Pero De
Quincey no fue un “periodista” en el sentido moderno del térmi-
no, ni un divulgador meramente, ni siquiera un pálido pirata, y en
parte porque tuvo que ser estas cosas malgré lui, en un medio que
lo reclamó como tal. Aún cuando escribiera anónimamente, no
desaparecía en las palabras: las palabras, al contrario, lo hacían

2 En: Borges, Jorge Luis. Obras completas en colaboración. Buenos Aires:


Emecé, 1997. p. 832-833. La frase de Borges es buena pero engañosa. La equi-
valencia entre artículos y libros disuelve el hecho de que los artículos, en aquel
tiempo, no eran libros y que poseían otra condición social en la república de los
textos.
3 “una maquinaria en formación”. Para el momento en que escribe De Quincey, en
pleno siglo diecinueve, el universo de las publicaciones periódicas está, literalmen-
te, en formación. Entre los periódicos del dieciocho y los del diecinueve, median
varias cosas: la politización y diversificación de las publicaciones precipitadas por
la revolución francesa y las guerras napoléonicas; la ampliación del público lector;
la profesionalización de la escritura periodística que dio comienzo con la Edinburgh
Review (1802), la primera en pagar sistemáticamente los textos.

7
aparecer. Su escritura fue, con respecto a las exigencias de su tiem-
po, tan adecuada como inadecuada, tan dócil como resistente, y
en esa soga de circo, se erigió su literatura. Si De Quincey, esa
prosa que es De Quincey, se integra a su entorno, es por su
seductora diferencia con la norma común, por su excepcionalidad.

La vida del intelecto

Esta filosofía, que yo profeso sobre el éxito del escándalo y


las creederas del lector, no se ha apoderado de mí de impro-
viso, así como suele dominarnos una teoría nueva, expues-
ta con talento, aunque sea falsa, por un espíritu atrevido.
No; creo ante todo en la experiencia...
Lucio V. Mansilla: “¿Por qué...?”

En la biografía intelectual de De Quincey,4 estuvo primero la


casa paterna en Greenhay, cerca de Manchester, y su biblioteca
abastecida de textos religiosos, políticos y poéticos. En 1793, la
muerte del padre puso todo en movimiento. La familia se mudó
varias veces y De Quincey transitó por varias escuelas y estuvo bajo
la tutela de varios guardianes, aunque ninguno, a su entender, satis-
factorio. En sus conversaciones no faltaron ni el reformismo polí-
tico ni la ciencia de punta. El nombre “Samuel Taylor Coleridge”
llegó a sus oídos por primera vez hacia 1800, cuando era poco más
que un niño, y llegó como el nombre de un personaje vinculado al
radicalismo de Liverpool, no como el conservador acérrimo al que
Coleridge nos acostumbró después ni como el profeta que gustaba
a Carlyle. Su madre, mujer severamente religiosa, era adepta al cír-
culo de Hannah More. El lector quizá ignora la peculiar política de
esta mujer, More, que combatió activamente, con campañas y ser-
mones, el liberalismo revolucionario de Thomas Paine y Los dere-

4 Para los datos de la biografía intelectual seguimos la introducción de Grevel


Lindop a Works (2000-2003) y su biografía (1993).

8
chos del hombre, a los que consideraba demoníacos. Fue por inter-
medio de un editor morista (si se nos permite el adjetivo) que De
Quincey conoció parcialmente, en manuscrito, las Baladas líricas,
el libro de William Wordsworth y Coleridge que hoy constituye la
marca registrada del primer romanticismo y que tan importante
sería, en todo aspecto, para la formación de De Quincey.
En 1802, De Quincey abandonó la escuela de Manchester, en
una huida que Las confesiones hicieron famosa y que no vale la
pena repetir. Cualquiera que consulte ese libro sabrá lo que vino
después: vagabundeos por Gales e Irlanda, pobreza en Londres,
reconciliación con su familia, consumo posterior del opio para ali-
viar un dolor de muelas. De aquel tiempo nos queda un diario que
De Quincey escribió durante 1803, lleno de intenciones literarias,
reflexiones críticas y esbozos ensayísticos. Por ese diario sabemos
que no sólo tenía juveniles anhelos sobre su futuro intelectual, sino
también frondosas fantasías sexuales y un asiduo trato con pros-
titutas. También fue por entonces entusiasmado lector de las
novelas góticas, genero que ensayaría, por encargo, más tarde, con
su Klosterheim o la máscara (1832).
Durante el período en Oxford (1804-1808), De Quincey
empezó los estudios de Kant y conoció a Charles Lamb y, final-
mente, a Coleridge y a Wordsworth. En 1808, como antes en
1802, se fugó de una institución educativa: habiendo elegido la
totalidad de la tragedia griega como tema de examen, al segundo
día de pruebas salió corriendo del college oxoniense. Poco tiem-
po después, estaba viviendo en Grasmere, en el pintoresco distri-
to de los Lagos, en un casa que había pertenecido a Wordsworth.
Allí siguió leyendo filósofos: a Kant agregó Spinoza, Leibniz,
los metafísicos alemanes (Fichte, Schelling, etc.). También consumió
místicos y visionarios, como Boehme. Leyó con avidez, pero sin
satisfacción, textos de economía política (hasta conocer la obra de
David Ricardo, esta ciencia le pareció estancada, sin fundamentos
sólidos). Pero lo más importante en ese período fue acaso el que

9
intimara personal e intelectualmente con Wordsworth y Coleridge,
sus ídolos de juventud. De la conversación con ellos, especialmente
con Wordsworth, derivó muchas de sus propias opiniones críticas,
como la distinción entre literatura de poder y de conocimiento. En
la relación con sus mayores también aprendió otras cosas, como la
miseria de los intelectuales.5 En sus lecturas, había seguido –pudo
comprobar– la misma dirección que Coleridge, “esa dirección en
la que muy pocos de cualquier época nos siguen, la de los metafí-
sicos alemanes, los latinistas, los platónicos taumatúrgicos, los mís-
ticos religiosos” (“Samuel Taylor Coleridge”, 1834).6 El opio,
marca indeleble de De Quincey, era también la de Coleridge, lo que
le ofrecía un grano más para identificarse con él y robarle su
alma. De aquel tiempo es el irónico autorretrato que nos da en Las
confesiones y que los críticos suelen emplear para caracterizar a De
Quincey como romántico: una cabaña entre montes y lagos, una
tetera inmortal, una mujer dócil, una garrafa de láudano (opio en
forma líquida) y un libro de metafísica alemana. Con eso bastaba,
decía el autor de Las confesiones, para saber que el Come-Opio
andaba cerca. Como la primera edición del libro fue anónima, algu-
nos afirmaron que el único que podía haberlo escrito era Coleridge.

5 De Quincey nunca dejó de profesarles admiración, aunque a veces la admira-


ción se volviera ironía, ferocidad y desengaño. En un texto sobre la poesía de
Wordsworth (Tait’s Magazine, 1845), anotó una enseñanza derivada de su trato
personal con el poeta: “No confíes en los príncipes ni en los hijos de los príncipes.
Esta fue la advertencia, la moraleja final en que sintetizó su experiencia un polí-
tico agonizante. Del mismo modo podría decirse: No confíes en los intelectuales
de tu época; no trabes un vínculo demasiado próximo con quienes viven en la
atmósfera de la admiración y la alabanza. El amor de tales personas rara vez se
ajusta al círculo estrecho de los individuos [...] Contempla, pues, el esplendor de
tales ídolos como un extraño que pasa. Mira por un momento como quien com-
parte la idolatría, pero después sigue tu camino, antes que la fragilidad humana
manche el esplendor o que tu admiración desinteresada se confunda con el ofre-
cimiento de laureles o el tributo de los aduladores.” (Works, 15, 224).
6 Sobre el primer conocimiento de Coleridge, Wordsworth y las Baladas líricas
puede consultarse el estudio de Daniel Sanjiv Roberts (2000). La mayoría de los
textos de De Quincey sobre esos Poetas de los Lagos han sido traducidos al espa-
ñol por Jordi Doce (2003).
10
Estando en Grasmere planeó De Quincey una ambiciosa
obra filosófica, De enmendatione humanu intellectus, que pre-
tendía retomar una inconclusa obra de Spinoza. Ese proyecto que-
daría abandonado para que sus hijos “hicieran memoria de mis
esperanzas derrotadas y mis esfuerzos sin resultado, de los mate-
riales acumulados en vano y de los cimientos sobre los que nunca
se levantó una superestructura.” Pero más tarde, una copia de los
Principios de Economía de David Ricardo, le insufló nuevos
bríos, y pudo encarar un nuevo proyecto, igualmente ambicioso,
que mezclaba un tema ricardeano –la economía política– con una
intención kantiana –la fundación crítica de un sistema. Se trataba
de escribir unos Prolegómenos a todos los futuros sistemas de eco-
nomía política. Los redactó, dice, pero no llegó a publicarlos por-
que fue incapaz de terminar el prefacio y la dedicatoria.
La estructura intelectual de De Quincey quedó fijada a estos
disímiles saberes de la época que la historia denomina romántica; fue
ese extraño aprendizaje el que dictó tanto la variedad como las limi-
taciones de sus futuros temas. En su primer trabajo sostenido, la con-
ducción de la Westmorland Gazette, un periódico de la zona en que
vivía, órgano de un candidato político conservador, repartió sus
curiosos naipes con ingenio y soltura. A pesar de que el público cam-
pestre no debía ser muy metafísico, De Quincey se las arregló para
insertar entre las notas folclóricas, las transcripciones de juicios cri-
minales –tan demandadas por entonces– y los ensayos sobre eco-
nomía política, algunos textos filosóficos (“Kant y Herder”, “Kant
y el Dr. Herschel”, “El planeta Marte”). Sin duda, el formato de un
periódico, que admitía la yuxtaposición de fragmentos, debía resul-
tarle afín. Algo similar debía ocurrir con el modo de la autobiografía,
que cultivó hasta su muerte: bajo la excusa de un yo, la autobiografía
daba espacio a casi cualquier cosa, siempre que un estilo la sostuviera
y una experiencia pudiera invocarse.
A pesar de su trabajo y sus obligaciones familiares, De
Quincey nunca dejó de leer libros raros, antiguos y difíciles, y siem-

11
pre se mantuvo informado sobre las novedades de su tiempo. Leyó
lo que escribían sus contemporáneos casi en el momento en que se
publicaba: al igual que Leigh Hunt, y a pesar de sus ideas políti-
cas, fue admirador de Percy Shelley y John Keats; más tarde, aun-
que no escribió sobre ellos, porque la novela decimonónica no le
caía particularmente en gracia, fue lector de Dickens y las Brontë.
Ávido lector de diarios, siempre estuvo atento a la nueva infor-
mación económica, a los cambios en el uso de la lengua y a las con-
troversias políticas. Introdujo en sus escritos las imágenes que le
procuraban la electricidad y la fotografía, nuevas invenciones de
un mundo en progreso.
Una anécdota temprana ilustra la amplitud de los intereses
de De Quincey y el curioso modo en que pretendía combinar-
los, como si todo fuera traducible o como si en los límites de la
traducción se pudiera comprender –o hacer estallar– lo moder-
no. En Las confesiones dice que tempranamente adquirió el
griego. “A los quince años, mi dominio del idioma era tan gran-
de que no sólo componía versos griegos en los metros líricos sino
que era capaz de conversar en griego de corrido y sin la menor
dificultad; no he encontrado después a ningún helenista de mi
época que alcanzase a tanto; en mi caso tal habilidad se debía
a la práctica de traducir diariamente los periódicos a viva voz
en el mejor griego que se me ocurriera extempore; la necesidad
de forzar la memoria e invención en busca de toda suerte de
combinaciones y perífrasis equivalentes a las ideas, imágenes y
relaciones modernas me dio una gama de dicción que nunca
habría logrado con la aburrida traducción de los ensayos mora-
les”. Traducir al griego los periódicos no sólo suponía mejorar
el griego sino también, y acaso más fundamentalmente, tradu-
cir la forma del propio tiempo, descomponerla, verla con la dis-
tancia que otorga la lengua de la cultura.
Pero las ideas no engendran ideas como las mariposas engen-
dran mariposas: sólo cuando se vuelve personal la biografía lite-

12
raria de De Quincey, e histórica su biografía personal, se empieza
a entender qué pasó con este hombre en aquel tiempo.
Hasta la muerte de su esposa –Margaret Simpson murió el
año en que la reina Victoria ascendía al trono–, De Quincey
tuvo con ella ocho hijos, tres mujeres y cinco varones. Para un
arruinado, ocho es un número familiar considerable. Piensa en él,
lector, en ese número, imagina esa cantidad de bocas, esos cuerpos
queridos (De Quincey siempre fue un padre amoroso) pidiendo
sustento. La mala administración de sus recursos, el patológico
descalabro de las finanzas y el hecho de que un escritor de revis-
tas, en aquella época, no pudiera tener un ingreso importante a
menos que lo apuntalara otro trabajo (un puesto de editor o
algo del estilo), sumergieron al grupo familiar en una vida de
angustias y ansiedades. Durante el tiempo en que vivieron en
Grasmere, De Quincey debió pasar largos períodos en Londres y
Edinburgo, alejado de su familia, comunicándose con ella sólo por
carta. Cuando se mudaron a Edinburgo, para evitar separaciones
prolongadas, las cosas no mejoraron demasiado.
En Escocia la morosidad no estaba penada por la ley direc-
tamente, pero había modos indirectos de perseguirla. Existía lo que
se llamaba “tocar el clarín”. El acreedor iba a un tribunal y
denunciaba al moroso. El tribunal, verificados los documentos,
emitía una intimación de pago por orden del rey. Si el moroso no
pagaba la deuda, un oficial de la corte iba a la plaza pública, toca-
ba el clarín y declaraba “rebelde” al moroso por haber desobe-
decido al rey. Como “rebelde”, el moroso podía ser encarcelado.
En un lapso de ocho años, a De Quincey le tocaron el clarín por
lo menos nueve veces, aunque una sola terminó en la cárcel y úni-
camente por un día.
Para De Quincey, la ciudad se convirtió, como luego para
Baudelaire, en un campo minado. En varias ocasiones tuvo que
buscar asilo en el refugio de Holyrood, un sector de Edinburgo
donde los morosos tenían inmunidad jurídica. El asedio de los

13
acreedores y la penuria económica obstaculizaban su trabajo, cier-
tamente. No sólo por la escasez de libros y las ingratas molestias
de estar siempre en fuga, sino, en términos más físicos, por el ries-
go concreto del arresto. A veces De Quincey tuvo que recurrir a sus
hijos para hacer llegar sus textos (que eran traducibles en efectivo
o pago de alguna deuda) a los editores. Un empleado de la Tait’s
Magazine cuenta que no era raro que una de las hijas de De
Quincey irrumpiera de pronto en la redacción, dejara un paque-
te sobre la mesa –un paquete que podía contener, por ejemplo, el
último texto de esta antología– y saliera corriendo de vuelta a la
ciudad. A veces eran otros los emisarios: un policía nocturno, un
cochero.
Estas circunstancias gravitaron en el modo de escribir de De
Quincey. Como no sabía cuándo tendría que producir un artícu-
lo para renovar su crédito (no para sanear su economía, porque tal
cosa era totalmente imposible), en sus mudanzas siempre acarre-
aba montones de libros, papeles y apuntes. Documentos legales y
financieros convivían promiscuamente en su valija con resúmenes
de libros, notas sobre sueños, listas de buenas ideas y ensayos a
medio escribir. Los propietarios estaban tan advertidos del valor
de ese cargamento como el mismo De Quincey, que lo custodiaba
como un alucinado. Más de una vez fue retenido por dueñas de
pensión. Más de una vez, tuvo que salir huyendo el Come-Opio
dejando tras de sí parte de su desesperado capital.
En un estudio sobre las fuentes de los escritos de De Quincey
(The Mine and the Mint, 1965), Albert Goldman reveló un dato
escandaloso. La mayor parte de los eruditos ensayos de De
Quincey tenían una única fuente impresa, aunque el autor fingiese
haber leído, como cualquier especialista, todos los textos sobre la
cuestión. Es más: De Quincey rebajaba la fuente de la que saque-
aba datos, casi siempre acusándola de un estilo flojo, que él
venía a mejorar con el suyo. Este hábito pirata estaba vinculado
a la situación de escritura de De Quincey, quien muchas veces

14
dependía de apuntes desprolijos tomados en tiempos diferentes, de
los libros que tuviera a su inmediato alcance y de aquello que
pudiera recuperar de su memoria, vasta pero imperfecta o, como
dice Borges, “activa”.7 Lo notable, para Goldman, como para cual-
quiera, es que en esas operaciones de disimulado hurto, de tra-
ducción y pastiche, De Quincey forjara un original, un texto
propio, convirtiendo la fuente en otra cosa, en un artículo con un
valor y un sentido agregados del cual la fuente primera carecía.
Los últimos días de Immanuel Kant, que se vende como un
texto de De Quincey, y así debe ser, es la mejor ilustración del fenó-
meno. Wasianski, el último secretario de Kant, dejó un texto
autobiográfico sobre la vejez, la agonía y la muerte del prestigio-
so filósofo. El texto de Wasianski, con el declarado propósito de
testimoniar el heroísmo de ese grande hombre, resistente en la
adversidad, abundaba en pormenores jugosos sobre su vida ínti-
ma, en notitas sobre las costumbres cotidianas y los devastadores
efectos de su declinación. Las facultades de Kant se debilitan: sus
teorizaciones se vuelven torpes, pierde la noción del tiempo, se
queda dormido sobre las velas y se despierta con el gorro en lla-
mas. De Quincey empieza traduciendo con fidelidad pasmosa el
original de Wasianski, pero a medida que avanza, corta, reescribe
y subraya cada vez más enérgicamente. Termina por engendrar un
segundo texto en el que los detalles se han transformado en indu-
dables pasos de comedia que conducen a la ejecución de un des-
tino trágico. Aquello que en Wasianski estaba del lado de la
vida, ingenuamente de ese lado, en De Quincey se organiza en

7 En el prólogo a Los últimos días de Emmanuel Kant y otros escritos (1986),


Borges escribió: “De la suma de páginas que componen el libro de Las mil y una
noches, De Quincey, al cabo de los años, rememoraba aquella en que el mago,
inclinado el oído sobre la tierra, oye el innumerable rumor de los pasos que la reco-
rren y sabe de quién son los de la única persona, un niño en la China, predestinada
a descubrir la lámpara maravillosa. En vano busqué ese episodio en las versiones
de Galland, de Lane y de Burton; comprobé que se trataba de un involuntario don
de De Quincey, cuya activa memoria enriquecía y aumentaba el pasado.”

15
drama, como si la literatura no admitiera, para representar la vida,
otro registro que ése, y como si la vida, en esta tierra, representa-
ra ella misma un teatro dispar.

La farsa de los cielos

¡Os hubiera elevado hasta las estrellas!


Amalia, en la obra de Schiller, Los bandidos

Existe la costumbre de considerar a De Quincey como un sub-


producto de la era romántica, como un romántico menor. Al igual
que Blake, pero sin su altísima poesía, al igual que Coleridge, pero
sin su estatura intelectual8, De Quincey, el Come-Opio, habría sido
un visionario, un tejedor de sueños, y sus mejores obras habrían
sido esas que se constituyen, aparentemente, del otro lado de la
noche, en las alucinaciones de los sueños, en las digresiones des-
gajadas de la temporalidad, en los paraísos recobrados, etc.
Esta costumbre no es arbitraria y tiene su historia, una que
emerge de las turbias aguas del romanticismo. No sería tan cues-
tionable (en cierto sentido, De Quincey fue un subproducto de
la era romántica) si, por un lado, esta costumbre no implicara
una gruesa falsificación y si no impidiera, por el otro, leer o
releer a De Quincey. Considera este solo dato: para sostener
esta costumbre, para que el Come-Opio siga siendo sólo el escri-
tor de lo sublime, es preciso excluir el ochenta por ciento de su
producción y leer el otro veinte de un cierto modo. Su reputa-
ción en español aún se debe a esta reducción a subproducto de
la era romántica. Descansa, de forma casi exclusiva, en los ensa-
yos del opio, en la sátira sobre el crimen como arte bella, en la
descripción de la agonía de Kant, en los textos sobre sus mayo-
res (Coleridge, Wordsworth) y en un puñado de otros artículos
poco frecuentados. Esta selección no propone desromantizar a

8 “estatura intelectual”. La otra estatura de De Quincey, la física, era poca.

16
De Quincey, sino ampliar la escena, cambiar algunos tonos,
algunos énfasis. De ese modo, acaso sea la noción de romanti-
cismo, antes que la imagen de De Quincey, la que haya que revi-
sar. Lo que sigue es la explicación de esta propuesta. No pier-
des mucho, lector, con esquivarla y saltar ya mismo a La farsa
de los cielos.
En la lectura de De Quincey como romántico menor, dos ideas
se repiten solidarias. La primera es la idea reductora, convencional,
del romanticismo como arte bella, como poesía de la imaginación
y fuga del mundo. La segunda, que depende de la primera, la equi-
paración del Come-Opio con un sujeto que vive entre la nostalgia
y el anhelo, entre la elegía y el proyecto utópico, asqueado del pre-
sente. Estas ideas son equivocadas, como su solidaridad.
El consumo de opio, que De Quincey inició en 1804 y que
mantuvo durante toda su vida, fue más que una adicción: fue una
vía de reconexión con la comunidad, de la que el propio opio lo
había excluido inicialmente. “El opio, escribió al editor William
Blackwood en noviembre de 1820, me ha reducido a la descorte-
sía de un silencio absoluto durante seis años; esto no me resulta-
rá tan doloroso si el mismo opio me permite, como creo que lo
hará, enviarle un artículo.” No le envió el artículo a Blackwood,
con quien De Quincey se enemistó por diferencias de criterio, sino
al editor de la London Magazine. Pero el opio, sin duda, se com-
portó con docilidad y se prestó –tanto le agrada conquistar a los
hombres– a otra forma de consumo, el literario. El artículo que
envió a la London era la primera parte de Las confesiones de un
Come-Opio inglés; por ellas De Quincey recibió reconocimiento
inmediato, del público y de sus pares, y a partir de entonces, tuvo
asegurado su lugar en la prensa. La publicación de Las confesio-
nes fue a la vez un acto terapéutico y de marketing.
Por la manera en que el “Come-Opio” digiere y asimila el
romanticismo, es y no es “romántico”. Se lo puede definir como
una parodia o una repetición del romanticismo, que señala su

17
muerte histórica y su renacimiento como convención, como
modelo. Al identificarse públicamente con la figura del Come-Opio
y establecer en la base de su carrera esta identificación, De
Quincey trenza, en el medio social, en el mercado de la literatura,
en su fuero interno, dos épocas: la de su primera formación, que
tiene como protagonistas a Wordsworth y Coleridge, a Burke y
Paine, a los revolucionarios franceses y el trágico Napoleón, y la
época de su vida profesional, que se orienta, cada vez más resuel-
tamente, al liberalismo reformista y la pequeña burguesía comer-
ciante, al desaforado mundo de Balzac, de Dickens, de Marx.
Algo stendhaliano hay en De Quincey y viceversa.
La alianza que selló De Quincey con el opio, una alianza ins-
cripta en su cuerpo, en sus hábitos (el opio se ingiere, no descien-
de del cielo ni nace del alma, como la inspiración), no fue un pacto
con la muerte, sino una asociación productiva, una reinvención de
sí para la era del capital. (De Quincey, el adicto, notablemente,
vivió 74 años.) El tipo de producción que surgió de esa alianza, la
producción del Come-Opio, con sus digresiones, fragmentos y fan-
tasmas, con sus placeres y torturas, tampoco fue, por supuesto, la
del prolijo filisteo –para usar el término de Arnold–, la del peque-
ño burgués de buena conciencia, ni la del autor olímpico que,
desde su elevado sitial, desprecia y juzga el caos reinante con dedo
erecto. No podía serlo. Fue una producción del gasto, que incluía
en sus haberes, por definición, la deuda y la ruina. Por supuesto,
esta producción, como arte, como estética, resultaba atractiva para
el consecuente filisteo, una válvula de escape para su propia acu-
mulación, una experiencia vicaria del desorden, de cuyos benefi-
cios podía disponer entregando una dosis reducida del capital acu-
mulado. Esa producción estética resulta más atractiva aún para el
lector contemporáneo, que revaloriza la fragmentación, la ironía
y las contradicciones grotescas.
En los textos del opio (Las confesiones, El coche-correo
inglés, Suspiria de profundis) se repite una estructura que va de la

18
autobiografía a la reelaboración onírica, a la literatura como
sueño. Es un camino que lleva del escenario prosaico de la histo-
ria, marcado por el tiempo y sus inevitables pérdidas, a otro
mundo que, si no es mera compensación del anterior, postula otro
lugar, uno donde el yo deja la cárcel del tiempo y avizora, intuye,
vive, momentáneamente, en la suspensión de los males que liberó
Pandora. En la medida en que este camino empieza en la expe-
riencia de la vida cotidiana y se eleva, gradualmente, al mundo de
los sueños y la prosa apasionada –como llamaba De Quincey a la
prosa poética– supone un sistema de valoración por el cual la
meta, lo alto, es la visión sublime y unificada, y lo bajo, el sórdi-
do y disperso ámbito de la vida. Lo que la ideología romántica pre-
fiere ocultar, es la estructura doble del camino ascendente.
Privilegiando la dirección (subir, siempre subir) y la continuidad
(disolver, siempre disolver), el romanticismo suprime la estructura.
Oculta que el camino al cielo, hecho de lenguaje, esta destinado a
caer siempre y empezar de nuevo, siempre. Al menos en esta tierra
prima la estructura del pecado.
De Quincey fue, en cierto sentido, un propulsor de este pen-
sar, aceptó la escala y la escalada de valores de su época, y él
mismo se la aplica cuando reúne sus textos dispersos. Para la reco-
pilación de sus escritos que lleva el título sugerente y aliterado de
Selections Grave and Gay (Selecciones serias y risueñas), escribió
un prólogo en el que intentaba clasificar su producción y señalar
dónde y cómo hay que buscar el mérito. Postuló tres categorías,
definidas menos por la temática de los textos que por el efecto que
deberían ocasionar y el objetivo con que habían sido elaborados.
En el punto más bajo, agrupó los textos que sólo habían querido
entretener al lector, divertirlo, procurarle placer, como su
Autobiografía; en el segundo, los textos que apelaban, predomi-
nantemente, a la facultad del entendimiento y que denomina
“ensayos”; por último, textos como Las confesiones y su secuela,
Suspiria de Profundis, que constituirían “un tipo más elevado de

19
composición”, un “modo de prosa apasionada que no puede
agruparse con ningún precedente de las literaturas conocidas”.
Evidentemente, el valor más alto, para De Quincey, estaba con este
último modo de “literatura de poder”: veía su originalidad en esos
textos que subían a la cúspide de lo más propiamente literario.9 Y
a juzgar por el modo en que se recibió su obra, no se equivocaba.
No obstante, admite, con cautela, que en cada categoría hay for-
mas mezcladas, cuya determinación como “literatura” no es tan
evidente. Y termina haciéndose una pregunta: “¿por qué accidente,
tan ajeno a mi naturaleza, pretendo sentar las bases para una valo-
ración más alta de mi trabajo (workmanship)?”. La pregunta no
es sólo retórica. Ese accidente, ajeno a su naturaleza, es la presión
de la propia ideología romántica.
Hay un fragmento de Novalis que sirve para caracterizar el
costado utópico del romanticismo. Escribió Novalis: “El paraíso
está, por decirlo así, disperso en la tierra. Por eso es tan difícil de
reconocer. Hay que reunir sus rasgos dispersos, rellenar su esque-
leto; hay que regenerar el paraíso”.10 En esta consigna está sinte-
tizado ese espíritu de reconciliación con la unidad perdida, que
campea en los escritos de fines del siglo dieciocho y comienzos del
diecinueve y que, con el correr de los años, vino a representar cual-
quier romanticismo. Lo singular de esta consigna –que el arte,

9 A De Quincey le atribuyeron la primera definición de la palabra “literatura”


como arte autónomo. En un texto temprano, las “Cartas para un joven cuya edu-
cación ha sido descuidada” (1823), escribió: “La palabra literatura es una per-
petua fuente de confusión, porque se usa en dos sentidos, y en dos sentidos sus-
ceptibles de ser confudidos entre sí. En un uso filosófico de la palabra, Literatura
es la antítesis directa de los Libros de Conocimiento. Pero en un sentido popular,
es un mero término de conveniencia para designar abarcativamente todos los
libros en una misma lengua”. Lo que De Quincey se pregunta entonces, para resol-
ver la confusión, es qué se opone antitéticamente al conocimiento. No es el pla-
cer, dice, sino el “poder”. “Todo lo que es literatura busca comunicar poder; todo
lo que no es literatura, busca comunicar conocimiento.” Sobre esta oposición, con
distintas variantes, vuelve De Quincey en otras ocasiones.
10 Novalis, La enciclopedia (notas y fragmentos), trad. Fernando Montes,
(Madrid: Fundamentos, 1976), p. 19.

20
como instrumento del absoluto, debería concretar– reside en la
creencia de que el paraíso es recuperable, de que es posible, de
algún modo, por alguna operación mística, una vuelta a eso que
se pone como remoto origen de lo escindido, de lo separado y
caído en la historia. Regeneración del paraíso es sinónimo, en este
punto, de realización del ideal.
De aquí, una primera distinción entre De Quincey y esta ver-
tiente del pensar romántico. Los escritos sobre el opio y sus enso-
ñaciones no admiten la posibilidad de regenerar el paraíso, porque
parten del saber de que el único paraíso no vedado a los hombres
es el paraíso perdido. Hillis Miller, en su The Dissapearance of
God (1965), vio toda la obra de De Quincey como el efecto de una
conciencia creada sobre este saber. En un intento desesperado, De
Quincey habría escrito textos que buscaban remagnetizar el espa-
cio que, sin Dios, se había vuelto loco; habría tenido experiencias,
insatisfactorias, con sustitutos imperfectos (la escritura, la músi-
ca y el opio) de esa unidad que ya no estaba. Pero Miller, a pesar
de su lucidez, no hizo nada con la comicidad de De Quincey, y lo
deja abandonado a un destino trágico y sublime de ruina gótica,
que sólo en la muerte puede superarse.
En la ley del antagonismo debe buscarse la diferencia básica
de De Quincey con los anhelos románticos. Para De Quincey, la
verdad, generalmente, está a medias, si los elementos no se orga-
nizan como pares antagónicos. Esta ley, que tomó del empirismo,
junto con su defensa de la hilación en la prosa, fue un argumen-
to central de su pensamiento. Todo respondía a esa ley, a un nivel
ontológico, histórico y estético, porque era una ley de la vida: dos
imágenes actúan y reaccionan por una intensa repulsión y anta-
gonismo, y en esa confrontación, por contraste, se asocian.
En una nota de 1823, De Quincey, el Come-Opio, discute con
aquellos que criticaban a Milton el haber sido demasiado sofisti-
cado en la representación del Paraíso. Invoca, como argumento,
la ley del antagonismo. Cito extensamente porque aclara: “esta es

21
la clave para comprender toda la vistosa pompa de arte y erudición
que Milton a veces despliega en situaciones de intensa soledad y
en el seno de la naturaleza primitiva, como, por ejemplo, en el
Edén de su gran poema y en el Páramo de su Paraíso recobrado.
La sombría exhibición de un banquete real en el desierto acentúa
y destaca la sensación de completa soledad y apartamiento de
hombres y ciudades. Las imágenes de esplendor arquitectónico
súbitamente erigidas en el centro mismo del Paraíso, como espec-
táculos evanescentes por la vara de un mago, ponen en portento-
so relieve la profundidad del silencio y la despoblada soledad que
posee este asilo del hombre cuando aún es inocente y feliz. De nin-
gún otro modo y con ningún artificio menos profundo, podía con-
seguirse que el Paraíso entregara sus características específicas y
diferenciales en una forma palpable para la imaginación. Como
lugar de reposo, era necesario ponerlo en colisión directa contra
el ajetreo incesante de la ciudad; como lugar solitario, contra la
imagen de la tumultuosa muchedumbre; como centro de la mera
belleza natural en su esplendor primitivo, contra imágenes de sofis-
ticada arquitectura y trabajo humano; como lugar de perfecta ino-
cencia en la reclusión, debía ser mostrado como el polo antagónico
del pecado y la miseria del hombre social.”
El paraíso debe ser visto, por lo tanto, como lo otro de la exis-
tencia social, como lo otro de la ciudad y la masa, lo otro del peca-
do. El opio, las visiones, los sueños, la poesía, la literatura de poder,
pueden hablarnos en figuras de ese otro lugar, pero esa lengua mís-
tica, siempre será un lenguaje, propiedad del cuerpo y de la his-
toria, condenada a la distorsión constitutiva del intérprete y a la
irreparable fugacidad del tiempo. Ahora, esta renuncia a la rege-
neración del paraíso –y ésta es la segunda distinción de De
Quincey con respecto a la ideología romántica– no provoca en sus
escritos un lamento interminable, sino, por el contrario, la idea
antagónica de una risa sobre las costumbres, de un radical escep-
ticismo sobre los hombres. El paraíso está perdido, ciertas expe-

22
riencias pueden permitirnos atisbar, con nuestros “ojos de carne”
(eyes of flesh), esa zona vedada. Pero mientras tanto, aquí en la tie-
rra, justamente porque el Edén no está con nosotros y porque inú-
tilmente queremos regenerarlo, se representa una farsa, la farsa de
los cielos.
Derivamos la expresión de un artículo que se llama “El sis-
tema de los cielos” y que se incluye al final de esta antología. En
la medida en que la obra de De Quincey consigue sus atisbos del
cielo en el entorno de una población de personajes satíricos y en
la medida en que la fragmentariedad, la ruina, es una de las mar-
cas más evidentes de la obra, revertir el sistema celestial en farsa,
en entremés, en relleno, nos ha parecido justo. Por otra parte, la
traducción que hemos elegido para la palabra “humbug”, que apa-
rece en dos importantes ocasiones, es “farsante”. Esta palabra, que
expresa la avivada, la picaresca de la vida del mundo, se le aplicó
al propio De Quincey al comenzar su carrera. Un periódico satí-
rico que empezó a salir en 1824, la John Bull Magazine, incluyó
entre sus atracciones principales una columna sobre los “Humbugs
of the Age”, es decir, los “Farsantes de la época”, los “chantas”.
Y el primero de estos farsantes, el Humbug N°1, fue el Come-
Opio. Lo describieron así, injuriosamente: “Imaginate un animal
de cinco pies de alto, que se encarama sobre unos palitos, que tie-
nen las medidas pero no las delicadas proporciones de dos rodillos,
con un tipo indescriptible de cuerpo cómico y una cabeza de la
magnitud más portentosa, que le recuerda a uno esas caricaturas
cabezonas que nos ofrecen los ilustradores ocurrentes. En lo que
hace a la cara, su caracter totalmente grotesco queda por completo
fuera del alcance de la pluma.”
La farsa de los cielos propone dedicar más atención a la
dimensión teatral en la que se desenvuelven los textos dequince-
anos, al valor específico de sus retratos y ficcionalizaciones y al
peso que él mismo concede a la representación en y de la vida
pública.

23
La obra de De Quincey, por diversa, extravagante y estiliza-
da, se presta a antologías y traducciones. Frecuentarla me permi-
tió hacer uso de tal virtud. Por supuesto, la costumbre editorial de
proponer siempre los mismos textos, hizo más fácil la tarea de ele-
gir otra cosa. Pero lo más curioso es que los textos aquí reunidos,
sin ser canónicos, tampoco son meramente coyunturales. De
Quincey los valoraba, los incluyó en sus Selections Grave and Gay,
los corrigió para que lo recordaran también por ellos.
En la nueva edición de los Works (2000-2003), obra monu-
mental e impecable, los artículos se ordenan cronológicamente. En
La farsa de los cielos no seguí ese criterio correctísimo. El orden
figura un itinerario, pero no uno cronológico.
En los Works, asimismo, los textos se editan siempre en su pri-
mera versión, tal como salieron en los periódicos, con las varian-
tes textuales en notas. Para la comunidad académica, en particu-
lar la anglosajona, donde se lee y estudia a De Quincey con
intensidad, la aparición de los Works fue un acontecimiento glo-
rioso. Los textos quedaron establecidos y la clásica edición de
Masson quedó superada. Pero aquí las cosas son distintas. Los cos-
tosos Works aún no existen y Masson apenas se encuentra. Por
otra parte, la edición de Masson fue De Quincey para aquellos de
nuestros intelectuales que lo consumieron en su lengua: Borges,
Bioy Casares, Girri... De modo que opté por un criterio mixto,
adaptado a las circunstancias: algunos ensayos, como “Sortilegio
y astrología”, “Sobre el suicidio” y “El sistema de los cielos”, per-
tenecen a la edición de Masson (Writings), quien los tomó de la
edición que supervisó el propio De Quincey (Selections Grave and
Gay). El resto procede de la nueva edición, a la que pude, final-
mente, consultar. La información detallada sobre el origen de cada
texto y la versión traducida, se encuentra en las notas. Allí también
aclaro referencias que pueden resultar oscuras y traduzco expre-

24
siones que no están originalmente en inglés. La nueva edición fue
muy útil para confeccionar las notas.
Traducir a De Quincey me exigió algunos malabares. No
siempre mantuve el equilibrio, pero lo intenté. A la conocida
complejidad de la prosa (complejidad conceptual, sintáctica y retó-
rica), hay que sumar la variedad de sus estrategias generales. Si
comparamos, por ejemplo, “Teoría de la tragedia griega” con “El
sistema de los cielos”, en el plano del método y el estilo, veremos
que se ligan por contraste: mientras la “Teoría” avanza concén-
tricamente hacia el corazón material de las cosas, “El sistema” se
expande como si buscara cubrir todo el espacio sideral.
Prosa compleja y variada pero siempre movida por el ritmo.
En ocasiones fue posible recrear ese valor y jugar con tonos y tran-
siciones; en otras, traducir fue experimentar –cito un sueño ajeno–
la sensación absoluta de caer. En la biblioteca de un rioplatense la
prosa de De Quincey engendra riesgosas imágenes: un Halperín
Donghi que se expresa como Mansilla, un Borges distendido, más
macedoniano, que a veces se entrega al ripio que los periódicos
perdonan. Cuando la escritura trata temas mundanos se vuelve
cómica; cuando los temas son intelectuales, quiere sorprender;
cuando el espíritu se juega, la prosa sube y se “apasiona” en arre-
batos sublimes. En el campo de las palabras, en el léxico, De
Quincey siempre busca ser preciso, pero casi nunca prolijo, una
diferencia que los ensayistas, en especial los académicos, solemos
olvidar. La puntuación es peculiar (De Quincey tenía su propia teo-
ría de la puntuación) y la respeté hasta donde fue posible.
Aunque no comentaré los textos, quiero entregar estas
notas: 1. la bañera con papeles de “Sortilegio” existió; las “jóve-
nes damas” y el “muchacho” son hijos de De Quincey; 2. quien
haya leído Sobre el asesinato considerado como una de las bellas
artes, advertirá un eco del efusivo Sapo en el Pozo en el sucio
Chancho en la Cañada; 3. en el retrato de “Caminante Stewart”
se puede leer un reflejo deformado del retratista: el Caminante

25
se une al Come-Opio en la excepcionalidad, pero como con-
tracara; 4. el “sistema de los cielos” empieza con Kant y termi-
na con Jean Paul, como si estuviera encerrado entre esos dos ale-
manes; 5. el fragmento de Las confesiones, como “Sortilegio”,
es un autorretrato del artista como padre, comediante y des-
tructor de falsos ídolos.
Agradezco al British Council el habernos permitido consultar
la British Library; al Conicet y la UBA, el apoyo brindado a mis
investigaciones sobre De Quincey; a la Asociación Argentina de
Cultura Inglesa, su amable disposición. Agradezco también a las
personas que leyeron el trabajo y me dieron su desinteresada
opinión sobre traducciones y notas (Américo Cristófalo, María
Teresa Gramuglio, Adriana Yoel, Guillermo Toscano y García,
Laura Gavilán, Eva-Lynn Jagoe, Paula Bruno, Agustina Lojoya).
A Lila Monti le agradezco el amor y la paciencia. Dedico el trabajo
a Lidia y Joaquín, mis padres.

Jerónimo Ledesma

26
Para hablarte,
no quiero saber nada de tu amado Lactancio,
ni de la indulgencia servil de tu leyenda,
ni de la droga que piensa,
ni de tu seria abominación del veneno.
Esta es mi confesión preliminar.

Thomas de Quincey,
tú, el imaginador para quien el amor era una clepsidra rota,
tú, que hacías gestos de burla
y mirabas a los hombres como planetas extraviados,
ven hoy a recorrer mi colección de máscaras, sabor del espejo,
albergue de la tregua cotidiana.
Ven, acuéstate en un propicio cielo de pizarra,
hombre-dios buscando el ansioso, húmedo caer de las palomas
sobre un arrabal de niñas hambrientas.
Tirso, tirso y frente enriquecida de gas,
toda vergüenza es inhumana y para anunciarte
marcharon por la noche las infinitas caballerías del desvelo.
Ven, dame el puro equilibrio de tu mundo
nunca rebajado a comparar la muerte con la ambigüedad del sueño.

Tirso del pensamiento,


me rescataste del cielo y yo te lo agradezco.
Ríe entonces de lo que el orden y el nivel te hubieran reservado:
“Yo era célebre y admirado,
ahora me comen los gusanos”

Thomas de Quincey.

Alberto Girri, A Thomas De Quincey,


en Playa sola, (1946).
28
SORTILEGIO Y ASTROLOGIA1

1. Sortilegio en favor de una institución literaria

Casi a mediados de febrero, recibí de pronto una invita-


ción para contribuir con algún escrito de mi pluma al proyec-
tado ALBUM de una nueva institución literaria, llamada el Ate-
neo, en una gran ciudad occidental.2 ¿Qué podía hacer? Antes
de que llegara la invitación, el día 13 había comenzado; la leyen-
da “a vuelta de correo” era el único límite explícito para res-
ponderla; y la invitación estaba fechada el 10: por lo tanto, ya
habían cumplido su corta vida en este mundo tres “a vuelta de
correo”. No soy de las personas que, tratándose de pan, piden
las cantidades discrecionales (pain à discrétion) de los restaurants
parisinos;3 pero cuando se trata de tiempo, sí. Positivamente,
siempre que debo pensar, requiero tiempo à discrétion. Y fue así
que no me quedó otro recurso que éste: en mi estudio tengo
una bañadera, tan grande que se puede nadar en ella, supo-
niendo que el nadador no sea un hombre ambicioso y se conforme
con avanzar tres pulgadas como máximo. Esta bañadera, reem-
plazada por otra mejor (en lo que respecta a su función origi-
nal), me presta ahora un servicio secundario como depósito de
manuscritos. Está llena hasta el tope de papeles de todo tama-
ño y clase. Cada papel escrito por mí, a mí, para mí, de o sobre
mí y, también, contra mí, puede ser hallado, luego de una bús-
queda imposible, en este amplio repertorio. Digamos de paso que
los textos agrupados en la última (u hostil) categoría, han sido
compuestos, principalmente, por zapateros y sastres –un tipo de

29
personas muy afectivas, que se adhieren a uno con la constan-
cia de un emplasto. Esta fidelidad es admirable; pero [suele
manifestarse demasiado a menudo con mal humor y las peque-
ñas alteraciones nerviosas del apego excesivo.] No están con-
tentos si no saben “en qué anda uno”, “qué tiene en mente” y
a dónde viajará. A mí, por ser economista político, me asedian
pidiéndome opinión sobre la moneda, especialmente por esa
forma particular que son las facturas con dos años de atraso; y
siempre quieren que responda a vuelta de correo. Pues bien,
decidí sacar de este depósito algún escrito para el Ateneo. Era
mi resolución indeclinable que la Institución fuera tratada con
plena justicia, por lo menos en lo que puede procurar la volun-
tad humana. Dedicaría al Ateneo cuatro profundas zambullidas
en la bañadera, cuando un solo hombre, por más hiperbólica-
mente ilustre que fuese, no podría haber hecho más de una. Por
otro lado, el Ateneo debía conformarse con lo que le enviara la
fortuna y no reprocharme nada por la sospecha de que los hubie-
ra engañado. Para anular toda posibilidad de un reclamo seme-
jante, solicité la presencia de tres jóvenes damas, que odian todo
lo injusto, como si fueran fiscales, para que observaran el pro-
cedimiento en representación del Ateneo, controlaran que la
pesca se hiciera correctamente y dieran aviso a la corte en caso
de que algo anduviera mal. A las seis de la tarde todo estaba lis-
to en mi estudio. La bañadera había sido intensamente iluminada
desde arriba, para prevenir embustes en ese campo; y el joven
que iba a ejecutar las zambullidas había terminado de ponerse
una bolsa de papas nueva con agujeros en el fondo para sus
piernas. Y como la bolsa estaba atada a su garganta con una ten-
sión asfixiante, dejando un solo agujero para que pudiera mover
su brazo libremente, queda claro que, aun cuando sus inten-
ciones fueran sinceramente fraudulentas y tuviera un arreglo
conmigo, no podría ayudarme ocultando papeles en su ropa ni
con otra artimaña que quisiéramos perpetrar. Habiéndose sen-

30
tado las damas en lugares elegidos admirablemente para detec-
tar cualquier movimiento sospechoso, los procedimientos comen-
zaron. Se dio el paso inaugural con un prolijo discurso de mi par-
te en el que protesté porque se me hacía objeto de sospechas
infundadas y me esforcé por restituirle a mi imagen una abso-
luta pureza de intenciones; pero, lamento decirlo, sin éxito.
Declaré, con cierto énfasis, que en la bañadera, aunque no podía
decir dónde exactamente, había un texto que consideraba del
mismo valor que la mitad de todas mis posesiones: “Y sin embar-
go”, continué, “si nuestro honorable amigo de la bolsa de papas
pescara por azar ese mismo texto, estoy decidido a enfrentar la
situación, sí, en ese caso, expresaré mi interés por la Institución
sacrificando la mitad de mi reino. Aunque ese premio fuera pes-
cado hoy aquí, abandonará esta casa con destino al Ateneo esta
misma noche.” Ante lo cual, la cabecilla de las fiscales, a quien
puedo llamar, en honor a Shakespeare, Porcia,* apagó desa-
gradablemente mi entusiasmo diciendo que no había necesidad
de tanta energía, porque ella y sus letradas hermanas se encar-
garían de cumplir el envío al Ateneo; de hecho, yo no tendría nin-
gún mérito hiciera lo que hiciese. Entonces, para desalojar la
melancolía provocada por los obstinados prejuicios de las fis-
cales, pedí un vaso de vino y, mirando al Oeste5, brindé a la
salud del Ateneo, con la alegórica idea de una joven que está por
ser mayor de edad y entrar en posesión de su dote. “Brindo por
tu prosperidad, querida muchacha”, dije; “eres muy joven; pero
ésa es una falta que, según un viejo adagio griego, disminuye día
a día; estoy convencido de que siempre serás tan amable como
ahora con los extraños necesitados de libros y periódicos. Nun-
ca te vuelvas fastidiosa, querida, como acostumbran algunas
de tu sexo” (diciendo lo cual, miré salvajemente a Porcia). Y lue-
go di la señal al joven para que nos pusiéramos en campaña

* El mercader de Venecia.4

31
–los ojos de Porcia, advertí en silencio, brillaban como los de un
águila. “¡Prepararse para bajar!”, exclamé; y luego: “¡Bajar!”.
A la voz de “¡Prepararse!”, Bolsa de papas se había arrodilla-
do sobre su pierna derecha (quedando su cara en ángulo recto
sobre la bañadera); a la voz de “¡Bajar!”, hundió su brazo dere-
cho en el proceloso mar de papeles. Durante un minuto estuvo
trabajando en ellos como si remara; y entonces, ante la orden
perentoria de “¡Arriba!”, elevó en el aire, como Bruto ilumina-
do por la recriminación de César, su botín. Fue entregado, por
supuesto, a las fiscales, que mostraron de inmediato una leve
curiosidad femenina, ya que se trataba de una carta cerrada y
podía ser una vieja carta de amor que yo hubiera escrito y que
la oficina de correspondencia extraviada hubiera devuelto recien-
temente. Aún lucía fresca y floreciente. Así, aunque no fuera un
premio para el Ateneo, podía ser un secreto interesante para las
fiscales. Lo que resultó y sacamos en cada pesca, lo registraré con
su correspondiente número de orden.
N° 1. Era una invitación a cenar para el 15 de febrero que
había olvidado abrir. Estaba, como dicen los financistas, “llegando
al vencimiento”, pero no vencida, por fortuna (en cuyo caso
sólo queda un pobre remedio), pues faltaban dos días para poder
cobrarla. Arreció una discusión entre las fiscales sobre si ésto ser-
viría para el Album a falta de mejor pesca. Yo postulé que sí, por-
que, si bien una invitación a una cena no podía ser vista razona-
blemente como un texto muy esmerado, siendo su lema Esse
quam videri (que en buen latín significa “Comer* antes que apa-
rentar comer”, como en los banquetes de Barmacida7), supongan,

* Esse¸ comer: el lector, aunque no sea un latinista, tal vez conozca este signi-
ficado adjudicado antiguamente al verbo Esse, por una chanza en latín corrien-
te entre los escolares, a saber: Pes est caput, que a primera vista parece signi-
ficar el pie es la cabeza, pero que en verdad significa: Pes (en su otro sentido,
que equivale a Pediculus, un insecto que no debe ser nombrado) est, come- caput,
la cabeza.6

32
sin embargo, que hubiera enviado la invitación al Ateneo con un
poder para que comieran la cena en mi lugar, ¿la inclusión de ese
sólido bonus8 no habría disminuido la escasez de la carta como con-
tribución para el Album y no habría mitigado la insatisfacción del
Ateneo? Porcia opinó negativamente que tal cosa fuera posible, por-
que el Ateneo tenía 2000 bocas y debería haber, por lo tanto, 2000
cenas, un argumento que consideré vistoso pero, legalmente hablan-
do, insostenible, porque el Ateneo tenía la posibilidad de designar
un plenipotenciario –un hombre de inmenso calibre– para comer la
cena en representación de los 2000. No sé qué tenía eso de gracio-
so, pero durante la acalorada pelea con Porcia, Bolsa de papas
empezó a reírse tan descontroladamente que me vi en la obligación
de ordenarle en forma imperiosa: “¡Prepararse para bajar!”. Pero
antes de que pudiera obedecerme, fui sacudido por Porcia, que tenía
en sus ojos una mirada de triunfo que me alarmó. Ella y sus her-
manas fiscales habían estado examinando la invitación. “Y”, me
dijo Porcia maliciosamente, “es cierto, como notaste, que faltan dos
días para la cena del 15. Sólo que, por desgracia, la carta es del año
equivocado: ¡es de hace cuatro años!” ¡Oh! ¡Imaginen qué horror!
Además de la mortificación por la victoria de Porcia, me había libra-
do por casualidad de que el plenipotenciario me acusara de enviar-
le lo que ahora podía ser considerado un fraude. Me apresuré a
ocultar mi confusión dando las dos órdenes “¡Prepararse para
bajar! y “¡Bajar!” casi en la misma exhalación. El N°1, después de
todo el desperdicio de erudición legal sobre el caso, había estallado
como una pompa de jabón; y ahora, en consecuencia, se había gene-
rado una mayor expectativa sobre el N°2. Con un gran temblor en
la voz, di la orden final: “¡Arriba!”.
N°2. Me desagrada mencionar que esta pesca dio como
resultado una deuda.9 El disgusto estaba escrito en todos los ros-
tros; y temo que a mi alrededor comenzó a crecer la sospecha,
porque era posible (dada mi experiencia personal en estos mares),
de que hubiera indicado al joven amigo dónde debía dragar en

33
busca de deudas para aumentar la posibilidad de éxito. Pero
declaro fervientemente mi inocencia. Es verdad que sabía hacía
tiempo que esa zona del canal estaba infestada de deudas. Había
pasado muchas veces que buscando algún ensayo literario o
filosófico, en el curso de una hora, sólo sacara variados ejemplares
de deudas. Y había un vasto banco, que yo denominaba las
Arenas de Goodwin10 porque en la memoria del hombre nada se
pescó allí sino una infinita variedad de deudas –algunas grises por
la antigüedad, otras de un tinte neutro, algunas verdes y vivaces.
Pena fue lo que me inspiró ver a nuestro buzo sondear las aguas
en esa peligrosa vecindad. Pero ¿qué podía hacer? Si se lo hubie-
ra advertido, Porcia seguramente habría imaginado que en esa
región había un enorme lecho de ostras o de perlas; y con la
honestidad sólo habría conseguido una convicción unánime
sobre mi traición. Justo debajo del mismo lugar en el que se había
sumergido el buzo, descansaba, tan inmóvil como si estuviera
anclada, una deuda muy antigua. La edad no había suavizado la
atroz expresión de su rostro; por el contrario, la había hecho más
terrible otorgándole un color amarillento. El tamaño de este
monstruo era colosal, cerca de dos pies cuadrados; y en ocasio-
nes me imaginaba que, a pesar de su vejez extrema, su crecimiento
no había concluido. Lo conocía demasiado bien; porque cada vez
que revisaba esa región de la bañadera, buscando lo que fuese y
no encontrándolo, siempre tenía la certeza de que lo pescaría a ése
que no quería ver de nuevo nunca más. A veces, incluso, lo
encontraba bronceándose en la cima de todos los papeles; y me
asaltaba la idea, que puede parecer fantasiosa, de que, en deter-
minadas condiciones atmosféricas, salía a respirar. Pero esta vez
no estaba bronceándose en la superficie; hubiera sido lo mejor
para el Ateneo, pues en ese caso el joven habría sido cauteloso. Si
no estaba arriba, sin duda estaba abajo, y en el mismo centro de
la zambullida del buzo. Incapaz de controlar mis sentimientos,
grité: “¡Virar a estribor!” Pero Porcia protestó enérgicamente con-

34
tra esta intervención de mi parte, por considerarla un evidente
acto de malicia. “Bien”, dije, “hagámoslo a tu manera: verás lo
que ocurre”.
N° 3. Está de más decir que pescamos al horrible y viejo tibu-
rón, según lo bautizara tiempo atrás: reconocí sus vastas propor-
ciones y su aspecto bilioso no bien comenzamos a sacarlo, pro-
cedimiento que insumió más tiempo esta vez. Porcia estaba eno-
jadísima porque había renunciado a su derecho de expresar enojo
cuando neutralizó mi juiciosa intervención. Y se puso aun más
enojada, pues, aunque yo lo lamentaba por el Ateneo, no pude evi-
tar reírme cuando vi al truculento y anciano criminal expandir sus
groseras dimensiones –todo esto ensombrecido por la demora y el
mal humor– ante los ojos de las perplejas damas; tan poderoso era
el contraste entre este Behemoth cetrino y las sonrosadas mejilli-
tas. Dicho sea de paso, el N° 2 había sido un ejemplar de la inti-
midación de pago delicada, que exhala sólo zafiros de reclamo y
persuasión; pero este N° 3 era un ejemplar de la especie opuesta,
el reclamo horrífico y gorgónico, que dispara grandes cañones de
amenaza. Como especímenes ideales en sus tipos, ¿no habrían teni-
do un valor para el museo del Ateneo, si tuviera un museo, o inclu-
so para su Album? Esto sugerí yo, pero fue denegado, como
todo lo demás que propuse; y con el argumento de que una gran
ciudad era un depósito demasiado vasto de deudas, nativas e indí-
genas, como para que hicieran falta ejemplares exóticos. Decidido
esto, apuramos la siguiente zambullida, la cual, siendo la última
por contrato, nos puso a todos nerviosos.
N°4. Ésta resultó ser, ¡ay!, un discurso dirigido a mí persona
por un amigo ultra-moralista; un discurso sobre la posterga-
ción; y no estaba mal escrito. Había temido que viniera algo de
esa índole; porque, en el momento de bajar, le grité al buzo:
“¡Vira a estribor! Estás yendo de cabeza a los Goodwins; en
treinta segundos naufragarás”. Ante esto, en una agonía de
terror, el buzo desvío el rumbo, pero, evidentemente, sin sos-

35
pechar que había vastas estribaciones más allá de los Good-
wins, cardúmenes y bancos de arena, por donde era muerte
segura navegar sin tener conocimientos precisos de lo que ocul-
taba la superficie. Había llegado a un banco de arena ético.
“Sin embargo, después de todo, como ésta es la última pesca”,
dijo Porcia, “estando el discurso bien escrito, ¿no sería acepta-
ble para el Ateneo?” “Posiblemente”, repuse, “pero es muy per-
sonal. No podría permitir que se me expusiera en un libro como
un diletante por principio, a menos que el Ateneo agregara una
nota con su sello oficial en la que expresara completo desa-
cuerdo con la acusación, algo que por razones privadas pienso
que el Ateneo podría negarse a hacer.”
“Y bien,”, dijo Porcia, “dado que en forma arbitraria sustraes
al Ateneo la pesca N° 4, que por contrato es parte indudable de ese
cuerpo, estás en la obligación de concedernos una quinta zam-
bullida; en especial por haber sido tan tramposo en todo este asun-
to.” Con el tono de un hombre agraviado, grité, “¡Amigo Bolsa de
papas! ¿Escucharás en silencio esta acusación? Si, de mi parte, es
un crimen saber y, de la tuya, no saber dónde están los Goodwins,
entonces, ¿por qué no nos vamos al otro lado de esta habitación
y dejamos que Porcia trate de hacerlo mejor ella misma? Yo le con-
cedo la moción. Apruebo una quinta bajada: y sobre todo en vir-
tud del viejo dicho que afirma que los números impares traen suer-
te: numero deus impare gaudet11; sólo le pediré a Porcia que ofi-
cie de buzo en esta última oportunidad.” Las tres fiscales adqui-
rieron el rubor de rosas rojas ante este inesperado requerimiento.
Una cosa era criticar la actuación, pero otra muy distinta hacer-
se cargo de ella: y las bellas fiscales temieron por su reputación pro-
fesional. En secreto, sin embargo, le susurré a Bolsa de papas:
“Verás ahora que tales son el arte y la disposición femeninas que,
cualquiera sea el monstruo que pesquen, lo declararán un gran pre-
mio y se las ingeniarán para sacar algún uso de él que nos deje en
falta a nosotros”.

36
N° 5. Vibrantes, por lo tanto, eran las dudas, los miedos y
las expectativas de todos nosotros cuando Porcia estuvo “Pre-
parada para bajar” y luego bajó. Movió su mano y hurgó entre
los papeles cinco minutos completos. Cerré los ojos pensando
en desgracias anteriores; pero, estrictamente hablando, ella no
tenía derecho a “hurgar” más de un minuto. Ella alegó que,
por intuición, conocía en qué tipo de papel estaban escritas las
intimaciones de pago; y cualquiera fuera la cosa que sacara,
estaba decidida a evitar las deudas. “No te confíes”, dije; y al
fin, cuando pareció haber elegido, di la voz de mando habitual:
“¡Arriba!”.
“¿Qué es?”, dijimos; “¿Cuál es el premio?”, corriendo todos
hacia Porcia. ¡Oh, hermano, mi simpático lector! ¡Era una hoja
en blanco!
¿Nos reímos o lloramos? Yo, por mi parte, tenía miedo de
hacer cualquiera de las dos cosas. En verdad lo sentía por Por-
cia y, al mismo tiempo, por el Ateneo. Pero, ¡bendito seas, lec-
tor! No había tal llamado a la piedad para Porcia. Con la más
extrema frialdad –tan preparado estaba su ingenio para afron-
tar cualquier situación– dijo: “¡Oh! Ésta es la carte blanche12 para
registrar tus últimos pensamientos. Este es el papel en el que
tienes que escribir un ensayo para el Ateneo; y estamos, así,
facultados por la providencia para asegurar a nuestro cliente el
Ateneo algo expresamente manufacturado para la ocasión, y
no un viejo naufragio de los Goodwins. La Fortuna ama al Ate-
neo; y los cuatro intentos fallidos tenían el fin de fastidiar a esa
institución para incrementar el valor de su premio final.” “¡Ah,
por supuesto!”, dije en voz baja, “¡El fin de fastidiar! ¡Hay
otras damas, además de la Fortuna, que entienden esa pequeña
ciencia!” No era posible desobedecer a Porcia; por lo que me
puse a escribir un ensayo sobre Astrología. Pero antes de comen-
zar, miré a Bolsa de papas, susurrando solamente: “¿Ves? Te
dije lo que pasaría.”

37
2. Astrología

Le pediré al Ateneo que acepte como contribución para su


Album una simple reflexión sobre este tema tan desprestigiado.
Respeto mucho la astrología; pero es curioso que mi respeto
por la ciencia haya derivado de mi desprecio por sus cultores –no
exactamente como una directa consecuencia lógica sino como
una sugerencia casual de ese desprecio. Creo en la Astrología
pero no en los astrólogos; en lo que a ellos respecta soy un infiel
incorregible. Permítanme referir, primero, la ocasión que dio
pie a mi reflexión astrológica; y luego, la reflexión misma.
Cuando tenía aproximadamente diecisiete años, vagaba a
pie por el norte de Gales. Durante un corto tiempo, mi centro
de operaciones (al cual volvía siempre luego de todos los reco-
rridos, fueran elípticos, circulares o en zig zag) fue Llangollen
en Denbighshire, o Rhuabon13, a sólo unas pocas millas. Un
día, una joven mujer casada, en cuya cabaña me habían recibi-
do muy hospitalariamente, me dijo que en la vecindad vivía un
astrólogo. “¿Cuál podría ser su nombre?” Era muy buen inglés
el que mi joven anfitriona había hablado hasta ese momento;
pero en este caso prefirió responderme en galés. Mochinahante fue
la breve respuesta. Me permito suponer que mi transcripción
de la palabra no resistirá la crítica galesa; pero ¿qué puede
esperarse del primer intento de un hombre con la ortografía
galesa?, la cual entonces era, y creo que lo es aún, un logro
muy raro en los seis distritos del norte de Gales14. Pero ¿qué sig-

38
nificaba Mochinahante? Porque no hay diferencia entre que un
hombre sea anónimo o se llame a sí mismo X.Y.Z.15 y que ofrez-
ca una tarjeta de presentación con un nombre tan espantoso de
decir, tan torturante de pronunciar, tan imposible de deletrear
como Mochinahante. Que tenía un sentido traducible y que no
era un nombre propio sino un sobrenombre y, de hecho, un gra-
cioso sobriquet16, lo supe con certeza al observar que la joven
sonreía al pronunciarlo. Mi siguiente pregunta me reveló que este
monstruo de nombre pagano significaba Chancho en la caña-
da. Pero realmente, entre el monstruo original y esta interpre-
tación inglesa, casi no se podía elegir; de hecho, la interpreta-
ción, como suele pasar, resultaba la más difícil de comprender.
“Así es sin duda”, dice una dama que está junto a mi codo,
atormentada por una pasión tan poco femenina como la curio-
sidad; “sin duda, es mucho más difícil; pues Mochina no sé
cuánto podría, sabes, significar una cosa u otra, a pesar de lo que
tu o yo pudiéramos decir en su contra; pero con respecto a
Chancho en la cañada, ¡qué terrible disparate! ¡qué imposible
descripción de un astrólogo! Un hombre que, déjame ver, hace
alguna cosa con las estrellas: ¿cómo puede describírselo como
un chancho? Un chancho en cualquier sentido, entiendes; un
chancho en cualquier lugar. Pero, además, un Chancho en la
cañada, ¿por qué? En el caso de que efectivamente fuera un
chancho, debería ser un chancho en una cúpula o un chancho
en la cima de un monte, de modo que pudiera elevarse sobre los
vapores y la niebla. Ahora, te demando, adorable criatura, que
nos expliques en el acto este acertijo. Tú lo conoces; llegaste al
final del misterio; pero ninguna de nosotras, que estamos aquí
sentadas, puede adivinar el significado; nos enfermaremos si
nos haces esperar... Ya tengo un incipiente dolor de cabeza; dilo
entonces de una vez y evítanos esta tortura”.
¿Qué debo hacer? Debo explicarle este asunto al Ateneo;
pero si me detengo a desarrollar una explicación oral para uso

39
privado de la dama, no quedará tiempo disponible para el correo
del pueblo, que no espera a ningún hombre y que es sordo inclu-
so a las quejas de las mujeres. A modo de compromiso, por lo
tanto, solicito a la dama que siga mi pluma con sus ojos radian-
tes, un medio por el cual obtendrá la explicación más pronta y
el alivio más rápido para su dolor de cabeza. Yo, por mi parte,
no divagaré y procuraré que mi respuesta sea tan parecida a
una respuesta telegráfica, en lo que atañe a la velocidad, como
una pluma metálica lo permite. Divido mi respuesta en dos par-
tes: la primera se ocupa de “en la cañada”; la segunda de “chan-
cho”. Mis investigaciones filosóficas y una visita al astrólogo me
proporcionaron una razón profunda para describirlo como en
la cañada: a saber que estaba en una cañada. Era el único ocu-
pante de un pequeño receso entre los montes y el único que
vivía en la casa; y era así tan completamente, que si alguna vez
se incubara una conspiración en la cañada, sería claro para mí
que Mochinahante estaría detrás de ella; si una guerra comen-
zara en esta cañada, Mochinachante sería el único combatien-
te; y si se impusiera en la cañada alguna contribución forzosa,
Mochinachante (¡pobre hombre!) debería pagar todo de su pro-
pio bolsillo. La dama me interrumpe en este punto para decir:
“Bueno, puedo entender eso; quedó bien claro. Pero deseo saber
sobre Chancho. Pasemos a Chancho. ¿Por qué Chancho? ¿Cómo
Chancho? ¿En qué sentido Chancho? No puedes tener, y lo
sabes, ninguna razón profunda para eso.”
Sí, la tengo, y una razón muy profunda, capaz de satisfacer
a los filósofos más escépticos, a saber, que era un Chancho. Mi
hermosa anfitriona me presentó a ese intérprete de estrellas per-
sonalmente; pues yo estaba ansioso por conocer a un astrólogo
y en particular a uno que poseía, además de una profesión tan
rara, el blando cuestionamiento de un nombre tan significativo.
Habiendo contado con una oportunidad tan propicia para inves-
tigar la justeza de ese nombre, Mochinahante, aplicado al astró-

40
logo de Denbighshire, me atrevo a declararlo incuestionable.
Había en su vestimenta un abandono y una decoloración anti-
gua o aerugo17 que bastaban para justificar el nombre; y en su
cara se depositaba esa herrumbre lúgubre (o lo que la numis-
mática denomina técnicamente patina) que tiene un valor tan ele-
vado cuando se encuentra en la cara acuñada de un príncipe
siriomacedónico sepultado por el polvo hace largo tiempo, pero
que, ¡ay!, nada vale si se encuentra en la cara de carne y hueso
de un filósofo vivo. En términos humanos, se diría que el obser-
vador de estrellas necesitaba mucha agua y jabón; pero, en tér-
minos astrológicos, las aguas terrestres tal vez pudieran estro-
pear sus vigilias celestiales.
Mochinahante era bastante cortés; que un chancho, acci-
dentalmente, sea sucio, no implica que sea grosero; y luego de
hacerme sentar en su sillón de estado, comenzó su erudita tarea
interrogándome sobre el día y la hora de mi nacimiento. Sabía
el día con certidumbre; y con respecto a la hora dije lo que razo-
nablemente puede esperarse de quien, sin duda, no estaba miran-
do un cronómetro cuando el hecho aconteció. Establecidas estas
cuestiones, el astrólogo se retiró al cuarto vecino con el propó-
sito (me aseguró) de elaborar mi horóscopo científicamente;
pero a menos que descorchar botellas sea parte de ese proceso,
tendería a pensar que el gran hombre, en vez de velar por mis
intereses entre las estrellas y estudiar mi horóscopo, había esta-
do buscando consuelo para sí mismo en el licor envasado. Regre-
só en un lapso de media hora; con un aspecto más lúgubre, más
feroz, más mugroso (si la mugre permite este adjetivo), más
herrumbrado, o mejor dicho más patinoso (si la numismática me
presta el término), y mucho más necesitado de agua y jabón.
Tenía en su mano un papel con diagramas que contenía supues-
tamente un veloz apunte de mi horóscopo; pero por el tizne que
lo cubría, un visitante malicioso podría haber sugerido la posi-
bilidad de que lo hubiera empleado para otros clientes además

41
de mí. Bajo el brazo llevaba un libro en folio que, según aseve-
ró, era un manuscrito de inefable antigüedad. A éste no quería
que lo viera; y antes de abrirlo, como si el libro y yo hubiéra-
mos sido dos reos en los tribunales, sospechados de pergeñar
alguna maldad conjunta (como la de atar un cohete a la peluca
del juez), nos separó uno de otro tanto como lo permitían las
dimensiones de la habitación. Concluidos estos actos solemnes,
quedamos todos listos –yo, el volúmen en folio y Chancho en la
cañada– para desempeñar nuestros papeles en la obra. Empezó
Mochinahante: inició sus declaraciones en tono circunspecto,
alegando, casi con lágrimas en los ojos, que si algo salía mal en
las próximas revelaciones, era por completo contra su voluntad;
que él era impotente y que no podía ser responsabilizado por par-
te alguna del mensaje desagradable que podría tener la desdicha
de transmitir. Yo me apresuré a asegurarle que era incapaz de
cometer esa injusticia; que de todo responsabilizaría a las estre-
llas; que por naturaleza, era muy tolerante; que cualquier leve
resentimiento que pudiera albergar en mí por uno o dos años,
estaría enteramente reservado para las constelaciones conspi-
rativas; y, por último, que estaba preparado para resistir sus
rayos más potentes. Chancho quedó complacido con mi sensa-
tez –advirtió que trataba con un filósofo– y, en un tono más
jovial, me explicó que mi “caso” estaba contenido en los dia-
gramas, místicamente; esos documentos tiznados realizaban, de
algún modo, preguntas al libro; y este libro –un libro de inefa-
ble antigüedad– era el que, en su condición de oráculo som-
brío, daba las inflexibles respuestas. Pero yo no debía enojarme
con el libro más que con él mismo, porque... “Claro que no”,
respondí, interrumpiéndolo; “el libro sólo dicta los sonidos que
están predeterminados por las claves en blanco y negro de los
diagramas tiznados y yo no podría enojarme con el libro, por-
que diga lo que concientemente cree verdadero, más que con una
botella de vino o de licor que se resista a darme sólo uno o dos

42
vasos del precioso brebaje que contiene, aunque yo quisiera
doce, padeciendo un olvido momentáneo, habitual hasta en las
mentes más brillantes, de que yo mismo, diez minutos antes,
me lo había bebido casi todo.” Esta comparación, que para un
crítico bien despierto podría parecer ligeramente malintencio-
nada, recibió la total aprobación de Chancho en la cañada. Evi-
dentemente creía que no existía ni podía ser concebido por la
mente del hombre un estado mental más dispuesto a recibir
noticias desastrosas que el que yo tenía entonces. Él experi-
mentaba un pathos intenso a causa de la botella de licor. Yo me
encontraba en un estado de excitación intensa (pathos combi-
nado con horror) por la perspectiva del terrible discurso sobre
mi vida futura que estaba por caer en mis oídos, catapultado por
los diagramas tiznados, desde ese enorme libro de inefable anti-
güedad. Creo que entramos en conexión magnética. ¡Piensa en
eso, lector! ¡Chancho y yo en conexión magnética! ¡Haciéndo-
nos pases mutuos! ¿Qué habría sido de nosotros si de repente
nos hubiera dado por echarnos a caminar sonámbulos? Chan-
cho me habría dejado a mí su cañada; y yo habría lanzado a
Chancho a una vida errante por la cual la condición poco higié-
nica y patinosa del astrólogo habría sido descubierta ante los ojos
desconcertados de Cambria:

El bravo Gloster quedó espantado [o podría haber quedado]


en mudo trance.
¡A las armas!, gritó Mortimer [o, al menos, podría haber
gritado] y empuñó su lanza trepidante.18

Pero Chancho era mejor hombre de lo que aparentaba. No


cedió ni al magnetismo ni al licor envasado; en cambio empe-
zó a leer del libro negro con la entonación de voz más terrible
y, en términos generales, correctamente. Por cierto, cometió un
grave error: empezó en la mitad de la oración en lugar de hacer-

43
lo por el principio; pero luego eso surtió un verdadero efecto líri-
co, además de que estaba disculpado por el licor envasado. Las
palabras de revelación profética con las que comenzó fueron
las siguientes: “también él [que era yo mismo, se entiende] será
pelirrojo.” “Eso sí que es una sorpresa”, dije en voz baja; “las
estrellas, parece, pueden mentir como las personas”. “Tam-
bién”, seguía Chancho sin parar, “tendrá veintisiete hijos”.
Demasiado horrorizado estaba por la noticia como para emitir
palabras de protesta. “También”, gritó Chancho con toda la
fuerza de su garganta, “los abandonará”. La cólera restauró mi
voz y exclamé: “Eso no es sólo una mentira de las estrellas sino
una calumnia; y si es lícito iniciar una acción contra las estre-
llas, deberán indemnizarme”. Sería vano incomodar al lector
con todas las profecías monstruosas que me leyó Chancho. Leía
con una furia pítica inquebrantable. Su voz era espantosa: espan-
tosas eran las acusaciones estelares en mi contra, cosas que iba
a hacer, cosas que debo hacer: espantosa fue la ira con la que
denuncié secretamente toda participación en los actos que estas
malignas estrellas me asignaban. Pero siempre me domina la
misma candorosa debilidad: cuando un hombre muestra con-
fianza y fe absoluta en cualquier agente o fuerza, carezco de
ánimo para desengañarlo o poner en evidencia su imbecilidad.
Chancho confiaba –¡oh, cuán enteramente!– en su libro negro
de inefable antigüedad. Demostrar que su libro era una estafa
y que él era otra, lo habría aniquilado en el acto. En conse-
cuencia, me resigné en silencio a pasar por el monstruo en que
Chancho, bajo presión de las estrellas, me había convertido, en
vez de alejarme con bronca de ese hombre solitario que, después
de todo, no era culpable, pues actuaba en representación minis-
terial y leía únicamente lo que las estrellas lo obligaban leer.
Me levanté sin decir una palabra, caminé hasta la mesa y pagué
la tarifa; pues éste es un hecho desagradable que debemos regis-
trar: los astrólogos no dan crédito ni descuentan nada por pagos

44
en efectivo. Le di la mano a Mochinahante; intercambiamos
amables despedidas, el sonriéndome benignamente, en un com-
pleto olvido de que me acababa de lanzar a una vida de críme-
nes y tempestades; yo, en respuesta, diciendo secretamente,
como la mejor bendición que pude imaginar: “¡Oh, Chancho,
que los cielos envíen sobre tí su más selecta lluvia de jabones!”.
Cuando emergí al aire libre, le comenté a mi hermosa an-
fitriona lo del cabello rojizo que el astrólogo miope le había
arrebatado a las estrellas para mí y que yo, con permiso de las
astros, cedería a Mochinahante para que se confeccionara una
peluca compensatoria en sus inminentes días de calvicie. Pero
no le dije nada sobre esa abundante provisión de niños con que
me había dotado Moch. Me resguardé, por anticipación ner-
viosa, de la risa inextinguible que, estaba seguro, vendría de su
lado; no obstante, cuando llegamos a la salida de la cañada y
nos dimos vuelta para despedirnos de la morada astrológica,
me vi desbordado por ataques de risa; porque de pronto ima-
giné un futuro retorno a este receso en las montañas con la jo-
ven legión de veintisiete niños. “¿Que yo abandono a estos
niños queridos?”, exclamé, “¡lejos de eso! Respaldado por es-
te ejército filial, me sentiré preparado para la misión de ven-
garme de los astros por las afrentas que me han dirigido a
través de Chancho, su siervo. Será como el regreso de los He-
ráclidas al Peloponeso. La legión sagrada arrasará la “cañada”
y yo me encargaré de Chancho; las sucesivas generaciones to-
marán posesión militar del “-inahante”, mientras yo me apro-
piaré de “Moch” (que me imagino debe ser, en la larga palabra,
la parte que corresponde a Chancho)”. Mi anfitriona rió con-
tagiada por mi risa; pero tuve la cautela de no permitirle espiar
mi visión de la legión sagrada. Porque la mente femenina es,
por naturaleza, demasiado proclive a reír. Dejamos la cañada
para siempre; y así terminó mi primera visita a un astrólogo,
que también fue la última.

45
Lector, ésa fue la verdadera ocasión general de mi único
pensamiento sobre la astrología; y antes de mencionar ese pen-
samiento, agregaré que el impulso inmediato que llevó mi men-
te en esa dirección fue éste: cuando fui a la mesa donde estaba
el astrólogo, para pagar la tarifa, naturalmente me acerqué al
libro en folio más de lo que habría permitido la prudencia astro-
lógica. Pero en ese momento acaparaban la atención de Chan-
cho las monedas de plata que tenía delante; las revisó con el
cuidado esperable de alguien tan pobre y en un año tan peno-
so para la fabricación de monedas como el de 1802. Aproveché
ese momento de avaricia de Chancho para mirar por sobre la per-
sona del astrólogo, que estaba sentado y se inclinaba comple-
tamente sobre el libro. Estaba abierto; y de una mirada adver-
tí que no era un manuscrito sino un libro impreso en caracte-
res negros. El mes de agosto aparecía como rúbrica al comien-
zo del ancho margen y debajo de él estaban los días de ese mes
en orden sucesivo. “Entonces, Chancho”, pensé, “parece que
cualquier persona nacida en el mismo día y la misma hora de
agosto que yo, debe tener exactamente mi mismo destino. Pero
un rey y un mendigo difícilmente coinciden así. Y puedes estar
seguro, Chancho, de que toda la infinita variedad de casos con-
tenidos entre esos dos termini difieren entre sí, en cuanto a la for-
tuna y los incidentes de la vida, como el rey y el mendigo, aun-
que no de forma tan notoria.”
Esto confirmó mi desprecio por la astrología. Parecía nece-
sariamente falso, falso por un principio a priori, a saber: que las
posibles diferencias en las fortunas humanas, que son infinitas,
no pueden medirse por las posibles diferencias en los momen-
tos particulares del nacimiento, que son tan obviamente fini-
tas. Esta forma de pensar se vio fortalecida por el hecho de que
luego encontré esta misma objeción en Macrobio19. Macrobio
puede haber robado la idea; pero sin duda no de mí, como yo,
ciertamente, no la robé a él; de modo que hay aquí una concu-

46
rrencia, por caminos independientes, de dos personas, una de
ellas un gran filósofo, con respecto a la misma objeción ani-
quiladora.
Ahora viene mi pensamiento. Ambos, Macrobio y yo, está-
bamos equivocados. Hasta el gran filósofo debe admitirlo. La
objeción es válida contra los astrólogos pero no contra la astro-
logía. Nunca dos acontecimientos coincidieron en cuanto al
tiempo. Todo acontecimiento tiene y debe tener una duración
determinada; a ésta podemos llamarla su amplitud; y el verda-
dero locus20 del acontecimiento en el tiempo es el punto central
de esa amplitud, que nunca fue ni será idéntico en dos aconte-
cimientos diferentes, aunque, a primera vista, parezcan con-
temporáneos. Es la mera imperfección de los recursos del hom-
bre para detectar las infinitas subdivisiones del tiempo lo que nos
lleva a pensar en dos acontecimientos que concurren, al menos
conjeturalmente, en sus puntos centrales. Esta imperfección es
demoledora para las pretenciones de los astrólogos; pero la
astrología se ríe de ella en los cielos; ¡y la astrología, armada con
cronómetros celestiales, es verdadera!
Permítanme ejemplificar el caso. No es habitual que una difi-
cultad metafísica pueda limpiarse como la punta de una lanza.
Ésta puede. Supongamos que dos acontecimientos ocurren en el
mismo cuarto de minuto, esto es, en los mismos quince segun-
dos; entonces, si empezaron exactamente juntos y terminaron
exactamente juntos, no sólo tendrán la misma amplitud, sino
que, además, las amplitudes coincidirán con precisión en cada
una de sus partes y desplazamientos; en consecuencia, el momen-
to central, esto es, el octavo, coincidirá rigurosamente con el
centro de cada acontecimiento. Pero supongamos que uno de los
acontecimientos, por ejemplo, A, empezó un solo segundo des-
pués que el otro, B; entonces, como aún suponemos que tienen
la misma amplitud o extensión, A habrá terminado un segun-
do antes que B; y en consecuencia, los centros serán diferentes,

47
porque el octavo segundo de A será el séptimo de B. Los discos
de ambos acontecimientos se superpondrán: A se superpondrá
a B en el comienzo y B se superpondrá a A en el final. Ahora,
admitamos que, en un caso particular, esta superposición no
ocurre y que, en cambio, los dos acontecimientos se eclipsan
mutuamente, y una superficie se apoya en la otra tan perfecta-
mente como dos monedas en una apretada rouleau21 de mone-
das o como una cuchara de postre que encaja en el seno de la
otra; en ese caso, el octavo segundo será el punto central de
ambos acontecimientos. Pero aquí también surgirá una nueva
duda con respecto al grado de rigor en la coincidencia; porque
si se divide el octavo segundo en mil partes o sub-momentos, tal
vez se encuentre que el centro de A da en el sub-momento 450
mientras que el de B da en el 600. O supongamos, otra vez, que
salimos de este apuro: las dos criaturas armoniosas, A y B,
corriendo juntas cabeza a cabeza, han dado ambas, simultáne-
amente, en el verdadero centro de los mil submomentos, que yace
a mitad de camino entre el 500 y el 501. Todo esta bien hasta
aquí; “todo bien allá atrás”22; pero sigamos adelante, por favor;
subdividamos este último centro, que llamaremos X, en mil
fracciones más pequeñas. Tomemos, mejor, un tren expreso de
fracciones decimales y demos caza a A y B; doy mi palabra de
que los alcanzaremos en algún momento u otro del viaje y que
los detendremos en el acto mismo de la separación de sus cen-
tros, un crimen gravísimo para el ojo de la astrología; ya que es
absolutamente imposible que los momentos iniciales, o sub-
momentos, o sub-sub-momentos de A y B, puedan coincidir en
forma absoluta. Nunca se oyó de una largada perfecta en Don-
caster.23 Ahora, una precisión tan estricta no se requiere en la tie-
rra. Arquímedes, como se sabe, nunca vio un círculo perfecto,
ni siquiera, con su perdón, uno decente; porque, sin duda, al lec-
tor le consta el siguiente hecho, a saber, que si toma la pieza más
perfectamente recortada, en papel o en seda, por los más deli-

48
cados dedos femeninos, con las más exquisitas tijeras de Salis-
bury, al examinarla con un microscopio, hallará sus bordes tre-
mendamente desparejos; pero si aplica el mismo microscopio al
recorte divino de la corola de una flor, la hallará cortada tan per-
fectamente y tan suave como un haz de luna. Nosotros en la tie-
rra, repito, no necesitamos esa verdad rigurosa. Por ejemplo, ni
tú, mi lector, ni yo necesitamos círculos, excepto cuando prac-
ticamos uno en el fondo de un barco porque lo queremos hun-
dir para engañar a la aseguradora; o, para variar, si cortamos
uno en la vidriera de una joyería para asaltarla; entonces, a
nosotros no nos preocupa tanto si el borde es o no desparejo.
¡Pero eso no sirve para las constelaciones! Los astros n’entendent
pas la raillerie24 en asuntos de geometría. El péndulo de los cie-
los estrellados oscila verdaderamente; y si el tiempo Greenwich
del Empyreum25 no puede repetirse en la tierra sin error, un
horóscopo es tan quimérico como el movimiento perpetuo o
un impuesto razonable. De hecho, en la determinación de la
natalidad, errar el verdadero centro por una trillonésima parte
de un centillón es tan terrible como apuntar a un blanco y errar
el tiro por el espacio de un carruaje con seis caballos. Si no se
ha tenido éxito, no importa cuán cerca se ha estado de tenerlo.
Y pasar por alto esto es tan absurdo como la respuesta de ese
lugarteniente M., al que le preguntaron si tenía alguna relación
con otro oficial del mismo nombre:
–¡Ah, sí! Una muy cercana.
–¿Cuál?
–Bueno, verá, yo estoy en el regimiento 50 de infantería y
él está en el 49.
Y caminaba, de hecho, justo detrás de él. No obstante, a
pesar de todo, los horóscopos pueden ser calculados por las
mismas estrellas muy exactamente; y estoy convencido de que
es así. Quizás hasta se imprimen en forma de jeroglíficos y se
publican con la regularidad de un almanaque náutico; el único

49
problema es que no pueden ser reeditados en la tierra por nin-
gún mecanismo pirata de libreros sublunares. La astrología es
una ciencia muy profunda o, por lo menos, una muy alta; pero
los astrólogos son todos farsantes26.
He terminado y estoy orgulloso de mi obra, porque he con-
seguido tres cosas notables: liquidé a Macrobio; le curé el dolor
de cabeza a una dama; y por último, que es lo más importante,
expresé mi sincero interés en la prosperidad de un Ateneo recién
nacido.
Pero el correo del pueblo (un chico, en verdad, que monta
un pony) se dispone a partir; y es probable que mi carta llegue
demasiado tarde: un peligro del cual, con todos los que asedian
mi vida, el desgraciado Chancho olvidó advertirme.

24 de Febrero de 1848

50
NOTAS DEL TRADUCTOR

Abreviaturas
DRAE. Diccionario de la real Academia Española.
Marín 1. William Shakespeare, Obras completas, trad. Luis Astrana Marín, México:
Aguilar, 1991. Tomo I.
Marín 2. William Shakespeare, Obras completas, trad. Luis Astrana Marín, México:
Aguilar, 1991. Tomo II.
Selections. James Hogg, ed.. Selections Grave and Gay, from Writings Published and
Unpublished, by Thomas De Quincey, Edinburgh: James Hogg and Sons, 1853-1860.
14 vols.
Works. Grevel Lindop, ed. The Collected Works of Thomas De Quincey, London:
Pickering & Chatto, 2000-2003. 21 vols.
Writings. David Masson, ed.The Collected Writings of Thomas De Quincey,
Edinburgh: Adam & Charles Black, 1889-1890. 14 vols.

1 Publicado por primera vez con el título “Sortilege on behalf of the Glasgow
Athenaeum” (Sortilegio en favor de El Ateneo de Glasgow) en el Glasgow
Athenaeum Album (Glasgow: James Hedderwick and son, 1848), págs. 9-31.
Debajo del título, centrado, aparecía el nombre “Thomas De Quincey”. El
ensayo abría el volumen y venía fechado “24 de Feb. de 1848”. El Album esta-
ba “respetuosamente dedicado” a “las Damas de Glasgow,/ generosas patronas/
de todo proyecto que tenga la Ilustración/ y la Elevación Moral/ por objetivo.” El
“Prefacio”, fechado en “Glasgow, 18 de marzo de 1848”, explica que “este peque-
ño volumen ha sido realizado como contribución para la Feria de Damas que ten-
drá lugar el 22 y el 23 del corriente mes en beneficio de la Biblioteca del Ateneo
de Glasgow”. El ensayo fue recogido, con correcciones, en Selections, Vol. IX,
Leaders in Literature, with a Notice of Traditional Errors Affecting Them
(Líderes de la literatura, con un comentario sobre los errores tradicionales que los
afectan, 1858), págs. 261-283. Esa versión modificada es la que traducimos aquí.
2 La ciudad escocesa de Glasgow.
3 En 1846, en Francia, una serie de malas cosechas derivó en una crisis económica
general y los alimentos, en consecuencia, fueron racionados. Curiosamente, De
Quincey escribió este artículo cuando se desarrollaba en Francia la revolución –en
parte detonada por la crisis económica– de 1848. La fecha original del artículo,
24 de febrero, corresponde al día en que abdicó el rey Luis Felipe.
4 En esta obra de William Shakespeare, para casarse con Porcia, Basanio le pide
crédito a su amigo Antonio. Quien le proporciona el dinero a Basanio, con la
garantía de Antonio, es Shylock, un prestamista judío de Venecia. Y acuerdan
que en el caso de que Antonio no pueda devolverlo, deberá dar al judío una
libra de su propia carne. Basanio consigue la mano de Porcia, pero la flota de
Antonio se pierde en el mar y Shylock quiere cobrarse su deuda, como estipu-
la el acuerdo. Porcia interviene, disfrazada de doctor en leyes, y salva Antonio

157
de Shylock, señalando que el acuerdo lo autoriza a extraer una libra de carne
pero ni una gota de sangre. Además, prueba la culpabilidad de Shylock por
haber querido asesinar a un ciudadano de Venecia. Ver. El mercader de Vene-
cia, Ac. IV, Esc. i., Marín I, págs. 1187-1195.
5 De Quincey está en Mavis Bush Cottage, en Lasswade, en las afueras de
Edinburgo, y mira al Oeste, hacia Glasgow.
6 “Pes est caput”, en latín, según la interpretación de De Quincey: “El piojo come
la cabeza”. “Esse quam videri”, en latín, literalmente, “ser antes que parecer”.
7 Barmacida: personaje de Las mil y una noches. La historia cuenta que un hom-
bre empobrecido llamado Shakashik pedía limosna un día y fue recibido en la
mansión de Barmacida. Éste le invitó un banquete. Pero, para sorpresa de
Shakashik, Barmacida sólo le servía platos imaginarios. Shakashik, no obstante,
le siguió el juego y fingió comer moviendo la mandíbula y tragando. Pero también
fingió emborracharse con el vino que le ofrecía Barmacida y, con la excusa de la
ebriedad, le asestó un golpe. Barmacida lo tomó bien y lo felicitó por haberse pres-
tado a la broma. Desde entonces Barmacida y Shakashik fueron buenos amigos
y celebraron banquetes por un largo tiempo.
8 En latín, “beneficio”.
9 “dun” es la palabra que traducimos por “deuda”. Designa en registro informal
el documento que técnicamente se llama “intimación de pago”.
10 Las Arenas de Goodwin (“Goodwin Sands”) son peligrosos bancos de are-
na ubicados a cinco millas de la costa de Kent en el sur de Inglaterra.
11 En latín, “al dios le gusta el número impar.” Cf. Virgilio, Églogas, VIII, 75.
12 En francés, “carta blanca”.
13 Cf. Confessions of an English Opium-Eater, ed. Grevel Lindop, (Oxford,
1998), p. 11.
14 “Estoy seguro de que mi palabra escrita refleja la palabra oral que escuché,
suponiendo que pronuncien la ch como una gutural céltica; y puedo jurar que tres
de las doce letras, a saber: la primera, la décima y la undécima, son rigurosamente
exactas. Bastante bien según creo, para un principiante: ¡que sólo el setenta y cinco
por ciento pueda estar equivocado!” Esta aclaración figuraba en la primera ver-
sión del texto y fue suprimida para las Selections. Works, 16: 297, 298.
15 “X.Y.Z.” es el seudónimo con el que De Quincey publicó las “Confessions of
an English Opium-Eater; Being an Extract of the Life of a Scholar” (Confesiones
de un opiófago inglés, extractadas de la vida de un intelectual, 1821). Lo utilizó
en la publicación de otros textos, como la serie de “Notes from the Pocket-Book
of a Late Opium-Eater” (Notas del cuaderno de un ex-opiófago, 1823) y la pri-
mera entrega de “On Murder Considered as One of the Fine Arts” (Sobre el ase-
sinato considerado como una de las bellas artes, 1827).
16 En francés, “apodo”.
17 En latín, “moho”.
18 Cita de Thomas Gray, “The Bard” (El Bardo, 1757), I, 13-14.
19 Macrobio: Ambrosio Teodosio Macrobio (AD 400). Gramático latino, filósofo.
Conocido por sus Saturnalia. Cf. la refutación de la astrología en La ciudad de
Dios de San Agustín, Libro V.

158
20 En latín, “lugar”.
21 En francés, “rollo, paquete de cualquier cosa de figura cilíndrica”.
22 Cf. Charles Dickens, Nicholas Nickleby, (Oxford: Oxford University Press,
1998), p. 50: “All right behind there, Dick?”, cried the coachman.” (“¿Todo bien
allá atrás, Dick?”, preguntó el cochero”).
23 Doncaster, en South Yorkshire, es uno de los centros hípicos tradicionales de
Inglaterra.
24 En francés, literalmente, “no entienden las bromas”; figurativamente, “son muy
quisquillosos”.
25 El meridiano de Greenwich sirve de base para el sistema horario mundial. El
“Empíreo” es el “cielo en que los ángeles, santos y bienaventurados gozan la pre-
sencia de Dios, fuego espiritual y eterno”. La palabra procede del griego en, en, y
pur, fuego, por ser el sitio del fuego puro, eterno, y de las estrellas fijas o astros
incorruptibles según el sistema antiguo (DRAE).
26 “Farsantes” por “humbugs”. Cf. infra p. 69, la reflexión sobre este término en
“Sobre el estado actual de la lengua inglesa”.
27 Publicado por primera vez con el título “On suicide” en London Magazine,
Noviembre de 1823, como una de las “Notes from the Pocket-Book of a Late
Opium-Eater” (Notas del cuaderno de un ex-opiófago) firmadas por X.Y.Z. Esta
serie de breves notas capitalizaba el éxito que, en años anteriores, habían tenido
las Confesiones de un opiófago, firmadas también por X.Y.Z. Cuando en 1853
De Quincey empezó a reunir textos para una edición de sus Selections desarmó
la serie y reubicó los textos con un criterio distinto. En la edición de los Writings
de De Quincey Masson colocó esta “nota” en el Vol. VIII, Speculative and
Theological Essays (Ensayos teológicos y conjeturales), págs. 398-403, por su pro-
ximidad con el ensayo Casuistry (Casuística, págs. 310-368). Éste, fundamental
para comprender la particular legalidad dequinceana, incluye una reflexión
sobre el sucidio entre los casos que no pueden ser juzgados sin una evaluación de
las circunstancias particulares en que se inscribe.
28 John Donne (1572-1631). Escritor barroco inglés. Compuso poesía y polé-
micos tratados teológicos. El Biathanatos fue publicado póstumamente por su con-
tenido controversial. Cf. Jorge Luis Borges, “El Biathanatos”, en Obras
Completas, (Buenos Aires: Emecé, 1974), págs. 700-702.
29 Immanuel Kant (1724-1804). Filósofo alemán. La obra citada, La religión den-
tro de los límites de la mera razón, impresa en Jena, es de 1793. El ataque que allí
dirige contra la necesidad de una institución eclesiástica le valió la reprimenda de
Federico Guillermo II, quien le prohibió volver a escribir sobre religión en una
carta que Kant, luego, hizo pública. De Quincey comenta el caso en "Kant in his
miscellaneus essays" (Works, Vol. 7, págs. 59-62). El "autor moderno" al que
alude De Quincey es el alemán Karl Friedrich Bahrdt (1741-1792). En System der
moralischen Religion zur endlichen Beruhigung für Zweifler und Denker (Sistema
de religión moral para la tranquilidad definitiva de escépticos y pensadores, Berlín,
1797), Bahrdt, según Kant, afirma que Jesús buscó su muerte para impulsar el plan
divino por medio de un ejemplo vistoso. El comentario y la crítica de esta idea está
en una nota del Libro II, Sección II, del citado libro de Kant. Véase La religión den-

159
tro de los límites de la mera razón, Traducción, prólogo y notas de Felipe
Martínez Marzoa, Madrid, Alianza, 1969, págs. 83-84.
30 Cesare Bonesana, marqués de Beccaria (1735-1795). El más conspicuo repre-
sentante del iluminismo italiano. Sobre los delitos y las penas, publicada en
Livorno (Liorna), en 1764, es su obra capital. Es una crítica del sistema de justi-
cia y, sobre todo, de la aplicación de torturas y la pena de muerte como castigos.
El libro engrosó el Índice de Libros Prohibidos de la Iglesia Católica. Fue con-
sultado por todos los librepensadores de la época y traducido a numerosos idio-
mas. Los comentarios de Voltaire son de 1766 y suelen publicarse con el texto de
Beccaria. Curiosamente, el Capítulo XX, “Del Suicidio”, no contiene ninguna refe-
rencia a un apólogo del suicidio del siglo XIII. Se menciona, sí, uno del siglo XVII,
el “famoso Duverger de Hauranne, abate de Saint Cyran”, que escribió “en el año
1608 un Tratado sobre el suicidio” (Beccaria, Tratado de los delitos y de las penas,
Buenos Aires: Heliasta, 1978, págs. 201-203). Saint-Cyran postula que la razón
del hombre, al igual que la autoridad pública, puede ocupar el lugar de Dios, ya
que mana de su luz, y puede decidir sobre la vida. De modo que, según Saint-
Cyran, “cada cual puede matarse por el bien de su príncipe, por el de su patria y
el de sus parientes” (p. 202). El abate concluye diciendo, según Voltaire, “que nos
es permitido hacer por nosotros mismos lo que con tanta gloria hacemos por los
otros”. Pero nada explícito se dice en el comentario sobre la extensión del argu-
mento al caso de Jesús.
31 En latín, “a primera vista”.
32 En latín, “por analogía”.
33 En latín, “cansancio de la vida”.
34 En latín medieval, “asesino de sí mismo”.
35 Cf. infra p. 119.
36 Publicado por primera vez con el título “Walking Stewart” en London
Magazine, Septiembre 1823, como una de las “Notes from the Pocket-Book of a
Late Opium-Eater” (Notas del cuaderno de un ex-opiófago) firmadas por X.Y.Z.
Cf. nota 27. Reimpreso en Selections, Vol. XII, págs. 1-18. Traducimos la primera
edición, reimpresa en Works, Vol. 3, págs. 132-142.
37 John Stewart (1749-1822). Viajero, filósofo y autoproclamado “hombre
natural”. De Quincey escribió otro ensayo sobre “Walking Stewart” en su
“Autobiografía” para Tait’s Magazine en Octubre de 1840. Cf. Works, Vol. II,
págs. 245-249 y 259-60.
38 Gertrude Elizabeth Mara (1749-1833).
39 Stewart, Travels over the most interesting parts of the Globe: to discover
the source of Moral Motion: communicated to lead Mankind through the con-
viction of the senses to Intellectual Existence, and an enlightened Sense of
Nature: In the year of man’s retrospective knowledge, by astronomic calcula-
tion 5000 (Viajes por las zonas más interesantes del Globo: para descubrir la
fuente del Impulso Moral: comunicados para conducir a la Humanidad median-
te la convicción de los sentidos a una Existencia Intelectual y un sentimiento
ampliado de la Naturaleza: en el año 5000 del conocimiento retrospectivo del
hombre según cálculos astronómicos, 1789). Éste es el primero de los 22 libros

160
escritos por Stewart que se incluyen en el catálogo de William Thomas Lown-
des, The Bibliographer’s Manual of English Literature, containing an account
of rare, curious, and useful books, revisado por Henry George Bohn, 6 vols.
(1864), vol. II, págs. 2515-17. La lista de Lowndes no incluye ni las ediciones
de su poesía ni sus publicaciones en New York en 1796. En Londres, en 1810,
se publicó una colección de sus obras en tres volúmenes. En las siguientes
notas, cuando se consigna el título de un libro de Walking Stewart se agrega
entre paréntesis su traducción t el año de publicación.
40 Stewart, The Apocalypse of Nature, wherein the Source of Moral Motion
is Discovered and a Moral System established (El Apocalipsis de la Naturale-
za, donde se descubre la fuente del impulso moral y se establece un sistema
moral, 1790).
41 Flemático, melancólico y sanguíneo son tres de los cuatro humores (falta el
colérico) que, según se creía, determinaban el temperamento de una persona. La
referencia a un humor predominante era habitual en las discusiones de la
Ilustración sobre el “carácter nacional”. Véase, por ejemplo, Kant, Boebachtungen
über das Gefühl des Schönen und Erhabenen (Consideraciones sobre el senti-
miento de lo Bello y lo Sublime, 1764), del cual De Quincey tradujo la sección
sobre el “Carácter Nacional” (London Magazine, Abril de 1824), Cf. Works, Vol.
4, págs. 148-159.
42 Ambas palabras, la francesa “hélas!” y la inglesa “alas!”, son interjecciones que
expresan preocupación o tristeza, como “¡ay!” en español.
43 Hyder Ali (1772-1782). Gobernante de Mysore, India. En 1763 Stewart llegó
a Madras como escritor de la Compañía de las Indias Orientales [East India
Company]. En 1765 se convirtió en el intérprete de Hyder Alí, avanzó en servi-
cio hasta ser general y luego solicitó ser relevado de su cargo por haber sido heri-
do en batalla. Pero en lugar de eso, fue arrestado. Consiguió escaparse a nado por
un río. Estos datos biográficos no han sido verificados. Se reúnen en W. T.
Brande, The Life of John Stewart (1822).
44 Stewart, The Harp of Apollo: exhibiting the Harmonies of the intelligible
and universal Laws of Nature, to discipline de human mind in the conforma-
tion of the actions of thought to the most probable relations of things, and the-
reby diminish discord in moral opinion, to direct action to the accomplishment
of sensate good, the sole purpose and interest of human existence (El Arpa de
Apolo: que exhibe las Armonías de las Leyes de la Naturaleza inteligibles y uni-
versales, para disciplinar la mente humana adaptando las acciones del pensa-
miento a las relaciones más probables con las cosas, de modo que disminuya
la discordancia en la opinión moral y la acción pueda orientarse al logro del
bien perceptible, el único propósito e interés de la existencia humana, 1815).
De Quincey equivoca el título al sustituir Arpa por Lira.
45 Stewart, The Sophiometer, or, Regulator of Mental Power: forming the
nucleus of the Moral World, to convert talent, abilities, literature, and scien-
ce, into thought, sense, wisdom, and prudence, the God of Man; to form tho-
se intermodifications of good and evil, whose preponderancy marks the cha-
racters of virtue and vice, by John Stewart, the only man of nature that ever

161
appeared in the world; in the 7000th year of astronomical history and the first
day of intellectual life or moral world, from the era of his work (El sofióme-
tro o Regulador del Poder Mental: que forma el núcleo del Mundo Moral,
para convertir el talento, las habilidades, la literatura y la ciencia, en pensa-
miento, sentido, sabiduría y prudencia, el Dios del Hombre; para dar forma a
esas intermodificaciones de bien y mal cuya preponderancia define los tempe-
ramentos virtuosos y viciosos, por John Stewart, el único hombre natural que
vino al mundo; en el año 7000 de la historia astronómica y el primer día de la
vida intelectual o mundo moral en la era de su obra, 1815).
46 Cuando Wordsworth escribió el panfleto Convention of Cintra (La Convención
de Cintra, 1809), con el fin de protestar contra los términos de la evacuación fran-
cesa de Portugal, De Quincey lo asistió con la puntuación y viajó a Londres para
seguir el trabajo en la prensa. Para el panfleto escribió De Quincey una nota sobre
el Sitio de Zaragoza, que Wordsworth rechazó, y un epílogo sobre la correspon-
dencia de Sir John Moore (1761-1809), que se publicó como Apéndice.
47 Hamlet, Ac. II, Esc. ii, vv. 379-380. "Yo sólo estoy loco con el Nornorueste;
cuando el viento es del Mediodía, sé discernir un halcón de una garza." (Marín
II, pág. 243).
48 Nabu-nazir, rey de Babilonia. Reinó del 747 al 733 aC. En su tiempo se intro-
dujo un nuevo calendario.
49 En latín, “desde la fundación de la ciudad”. El Imperio Romano medía el tiem-
po a partir del dato tradicional de la fundación de la ciudad de Roma (753 aC).
50 En árabe, “fuga para huir del peligro”: refiere al viaje forzado de Muham-
mad desde la Mecca a medina en 622. Los musulmanes miden el tiempo des-
de el año de la Hégira.
51 En latín, “era”, “época”.
52 El monte Cáucaso está en Rusia. Biledulgerid es un desierto en Turquía.
53 En griego, “portadores de antorchas”. Los que llevan las antorchas en los
Juegos Olímpicos.
54 John Dryden (1631-1700). El verso (“Great wits are sure to madness near
allied,/ And thin partitions do their bounds divide”) pertenece a Absalom and
Achitophel (1681), I, 163-164. Se traduce: “los grandes genios sin duda están alia-
dos con la demencia,/ y son borrosos los límites que separan sus territorios”.
55 John Wilson (1785-1854). Colaborador de Blackwood’s Magazine; profe-
sor de Filosofía Moral en la Universidad de Edinburgh en 1820. Amigo de De
Quincey.
56 Wordsworth, “Composed upon Westminster Bridge, September 1802”
(Compuesto en el Puente de Westminster, en Septiembre de 1802), 13-14: “Dear
God! the very houses seem asleep;/ And all that mighty heart is lying still!” (“¡Dios
mío!, las casas mismas parecen dormir;/ y ese corazón poderoso aún descansa”).
57 En griego, “primera falsedad”.
58 Publicado por primera vez con el título “French and English Manners” en
Instructor, V, 1850, págs. 33-5. Texto revisado en Selections, Vol. IX, Leaders
in Literature, with a Notice of Traditional Errors Affecting Them (Los líderes
de la literatura, con un comentario sobre los errores tradicionales que los afec-

162
tan, 1858), págs. 98-107. Traducimos la primera versión, reproducida en
Works, Vol. 17, págs. 43-48.
59 De Inverness, en el norte de Escocia.
60 John Scott (1783-1821). Periodista escocés, editor de la London Magazine
1820-1821. Publicó A Visit to Paris en 1815.
61 En francés, “diligencia, solicitud, cuidado”.
62 En francés, “habladuría o murmuración propia de comadres”. “Commère” sig-
nifica “comadre”.
63 En francés, "mesa de huésped", es decir, la "mesa redonda en hospedajes, fon-
das, etc."
64 Marguerite Gardiner (1789-1849), Condesa de Blessington. Novelista irlan-
desa, autora de Conversations with Lord Byron, 1834. En The Idler in France
(Una paseante en París, 1841) se encuentran opiniones de esta índole pero no la
cita textual.
65 Publicado por primer vez con el título “On the Present Stage of the English
Language” en Instructor, VI, 1850, págs. 97-101. Reapareció con el título
“Language” primero en Selections, Vol. IX (1858) y, luego, con el mismo título
en Writings, Vol. X, “Literary Theory and Criticism” (Teoría y crítica literarias),
págs. 246-263. Aquí traducimos la primera edición, reproducida en Works,
Vol. 9, págs. 56-68.
66 “seeking ‘for better bread than is made of wheat’”. Cf. El Quijote. La primera
aparición del proverbio está en la Primera Parte, Capítulo VII, cuando la sobri-
na le pregunta a don Quijote: “¿No será mejor estarse pacífico en su casa, y no
irse por el mundo a buscar pan de trastrigo” (Buenos Aires: Huemul, 1983, p. 59).
Reaparece en la segunda parte de la novela (Cap. LXVII), cuando Sancho recha-
za con refranes la conversión pastoral que anhela don Quijote, y dice: “... no ando
a buscar pan de trastrigo por las casas ajenas” (Idem 835) para referir sus “cas-
tos deseos” de fidelidad a su esposa. La expresión popular “buscar pan de tras-
trigo”, es decir, “pan mejor que el de trigo”, significa, según Corominas, “buscar
algo difícil o imposible sin necesidad”. Era popular antes de su aparición en El
Quijote; se registra en Berceo y en el Arcipestre de Hita, entre otros.
67 “Ignore”, en inglés, “ignorar” se empleaba y se emplea en el vocabulario jurí-
dico para los vetos y recusaciones de los proyectos de ley.
68 La frase, en inglés: “What on earth could the clause mean?”
69 El comentario de De Quincey concierne a la palabra “humbug”, que refie-
re tanto, según el Merriam-Webster Dictionary, a “algo ideado para engañar
o confundir” como a “una persona que es deliberadamente falsa, engañosa o
insincera”. Un humbug es un farsante, un impostor. Nuestro “chanta” recu-
bre algo de ese significado y posee propiedades idiomáticas intransferibles.
Ver el uso de humbug en la conclusión de “Sortilegio y astrología” p. 36.
70 En inglés, existe el adjetivo “rhadamanthine”, que significa “rigurosa-
mente estricto o justo, a la manera de Radamantis”. Radamantis era un
héroe cretense a quien el folclore griego celebraba por su prudencia y jus-
ticia. Se le atribuía la organización del código cretense. Después de su muer-
te fue llamado a los infiernos para juzgar a los muertos junto con Minos y

163
Éaco, hijos de Zeus como él. La palabra entró en circulación hacia 1840.
71 Benjamin Feurchtegott Balthasar Bergmann, autor de Nomadische Streifereien
unter den Kalmüken in der Jahren 1802 und 1803 (1804-5), traducido al francés
como Voyage de Benjamin Bergmann chez les Kalmuks. Traudit de l’ allemand
par M. Moris (1825), que fue la fuente del texto de De Quincey “Revolt of the
Tartars” (La revuelta de los tártaros).
72 En latín, “es alabado pero hiela”. Cita de Juvenal, Sátiras (I, 74).
73 En latín, “pelota de juego”.
74 Carmina, II, 4.
75 Edward Gibbon (1737-1794), autor de History of the Decline and Fall of the
Roman Empire (Declinación y caída del Imperio romano, 1776-88).
76 En griego, “de otra lengua”.
77 En el original “outside barbarians”.
78 Johann August Ernesti (1707-1881), erudito en cultura clásica y teólogo.
“Facetus”, en latín, “ingenioso”. “Nostro periculo”, “a nuestro riesgo” o “por
nuestra cuenta”.
79 “brizna de paja”, es decir, “cosa sin importancia”. Cf. Shakespeare, Hamlet,
Ac. IV. Esc. IV. 55.
80 Oliver Cromwell (1599-1658); Jules Mazarin (1602-1661), cardenal francés
y hombre de estado.
81 Jean Baptiste Cant Hanet-Cléry (1759-1809), ayuda de cámara de Luis XVI,
autor de Journal de ce qui s’est passé à la tour du Temple pendant la captivité de
Louis XVI (Diario de lo ocurrido en la torre del Templo durante la captura de Luis
XVI, 1798). El viejo Pistol, personaje de Shakespeare en Enrique V. La frase cita-
da, en el Ac. II, Esc. I, 100. Marín I, pág. 582.
82 Johann Heinze (1717-1790), filólogo alemán; Christian Wolff (1679-1750),
filósofo alemán, matemático y científico.
83 En alemán, “conocimiento” (Weisheit) del “mundo” (Welt).
84 En latín, “¡que la posteridad lo crea!”.
85 El “norteamericano” es James E. De Kay y el libro citado: Sketches of Turkey
in 1831 and 1832. By an American (New York: J. & J. Harper, 1833).
86 Horacio, Ars Poetica, I, 48. La palabra “iunctura”, cuya idea es central para
la poética de Horacio, ha sido traducida por “composición”, “trabazón”, “aso-
ciación”, “conexión”. Reaparece en el Vol. 242.
87 Del griego, “bestia grande”. En 1856, el paleontólogo Richard Owen le dio
este nombre a un enorme mamífero de la era del Pleistoceno cuyos restos fósi-
les habían sido descubiertos en Brasil en 1789.
88 En latín, “esfuerzo”. De “nitos”, “apoyarse en”.
89 En el original “accomodation”.
90 Cf. Shakespeare, Enrique IV, 2a Parte, Ac. III, Esc. II, 84 y ss.
91 De Quincey nunca escribió este segundo ensayo.
92 Publicado por primera vez con el título “Theory of the Greek Tragedy” en
Blackwood’s Magazine, XLVII, Febrero de 1840, págs. 145-53. Esa es la versión
que traducimos aquí según la reproducción de Works, Vol. II, págs. 489-501. Una
versión revisada, con pocas variantes, apareció en Selections Vol. IX, Leaders in

164
Literature, with a Notice of Traditional Errors Affecting them (Líderes de la lite-
ratura, con comentarios sobre los errores tradicionales que los afectan, 1858),
págs. 54-75. En carta del 10 de julio de 1839, De Quincey prometió enviar a
Blackwood este artículo -con el título “Eurípides”- al día siguiente. El 23 de
diciembre escribió a la revista preguntando cuándo iba a salir porque quería refe-
rirse en otro ensayo a sus comentarios sobre la moral de la tragedia griega. En esa
misma carta señaló que “el ensayo necesita más desarrollo. Pero es, de hecho, la
fundación de una teoría, sin la cual, estoy convencido, no puede entenderse la tra-
gedia griega.”
93 Aristófanes (c. 448-c. 338 AC). Dramaturgo cómico griego. Las ranas y
Lisístrata se cuentan entre sus obras más célebres.
94 .1 La “primera época dramática”: el teatro “isabelino” de William Shakespeare
(1564-1616), Francis Beaumont (1584-1616) y John Fletcher (1579-1625), Ben
Jonson (1572/3-1637), etc. El ascenso político de los puritanos, tras la caída de
la monarquía, impuso, en 1642, la clausura de los teatros. Los actores que
tomaran parte de obras dramáticas, por decreto oficial, serían castigados “como
delincuentes”. La clausura rigió dieciocho años, hasta la Restauración de 1660,
cuando Carlos II otorgó permisos a dos dramaturgos para que montaran sendas
compañías teatrales.
94 .2 Doctor Johnson: Samuel Johnson (1709-84), el crítico inglés más importante
del siglo dieciocho, publicó en 1765 una edición de la obra de Shakespeare en ocho
volúmenes, a la que adjuntó un prefacio donde se lee, por ejemplo: “La nación
inglesa, en el época de Shakespeare, estaba luchando para salir de la barbarie”.
Johnson escribía luego de la recuperación de la preceptiva clásica, que había hecho
ver las obras del teatro isabelino y jacobeo como obras desordenadas, irracionales
o, según la terminología que el propio Doctor Johnson recoge en su Diccionario
(1755), “románticas”.
95 Menandro (342-292 AC). Poeta y escritor cómico ateniense, característico del
escenario histórico posterior a la caída de Atenas (404 a. c.). En rigor, como seña-
la Jaeger en Paideia (Buenos Aires: FCE, 1993) al estudiar la relación entre el
nuevo escenario y la producción artística, la prosa ganó entonces protagonismo
frente a la poesía (modalidad que incluye el teatro). En este contexto “... sólo
adquieren gran relieve la figura de Menandro y la influencia del nuevo tipo de
comedia de este autor y de sus colegas de la segunda mitad del siglo IV. Era la últi-
ma manifestación de la poesía griega dirigida al gran público: no ciertamente a la
polis, como su predecesora, la antigua comedia y la tragedia de los grandes tiem-
pos, sino a la sociedad culta, cuya vida e ideas refleja.” (385-386).
96 William Congreve (1670-1729). Dramaturgo de la época de la Restauración
(1660-1702), contemporáneo de Dryden. Entre sus obras más conocidas están las
comedias Love for Love (1695) y The Way of the World (1700). Los argumen-
tos contra el teatro, de inflexión moral, que llevaron a la clasura de 1642 (ver nota
94.1), recrudecieron en esta época. Congreve fue uno de los más denodados
impugnadores de dichos argumentos.
97 En latín, “toda la nación es una comedia”. Juvenal escribió (Sátiras, III, 100):
“natio comoeda est”, es decir, “en la nación son todos comediantes”. En la come-

165
dia antigua los actores vestían trajes esterotipados para indicar su condición.
98 Cf. Shakespeare, Hamlet, Ac. II, Esc. ii y Ac. III, Esc. ii., Marín II, págs. 219-288.
99 De Quincey, que estaba en Londres el 25 de febrero de 1809, pudo presenciar
los momentos finales de este incendio que destruyó el Teatro Drury Lane.
100 En latín, “de un salto”.
101 En el original “human character”. Lo traducimos siempre por “personaje”.
102 Medea: hija de Eetes, rey de Cólquide. Es el prototipo de la hechicera
(desciende, precisamente, de Circe). Prometió ayuda a Jasón para obtener el
vellocino de oro, si aceptaba casarse con ella. Así fue y, obtenido el botín, se
embarcó con los argonautas. Jasón y Medea tuvieron dos hijos. Vivieron feli-
ces en Corinto hasta que el rey Creontes quiso casar su hija con Jasón, el héroe.
Para conseguirlo, desterró a Medea. Pero antes de que se cumpliera la orden,
la hechicera ejecutó una venganza. Por intermedio de sus hijos envió a la novia,
como obsequio, un vestido envenenado: al ponérselo, la novia murió quema-
da por un fuego misterioso. Contra Jasón, Medea mató a sus propios hijos. De
Quincey alude aquí a la Medea de Eurípides. Jordan comenta que “el ejemplo
es desafortunado. Si la mayoría de los protagonistas griegos son representados
en estados de pasión que dejan poco margen para la duda o el desarrollo,
Medea no es uno de ellos” (Thomas De Quincey, Literary Critic, New York:
Gordian Press, 1973, p. 183).
103 En latín, “ante el pueblo”. Por lo que sigue, es evidente que De Quincey
alude a la Poética de Horacio (I, 185), donde se mencionan actos que la tra-
gedia no debe representar sino describir.
104 En francés, “cuadros vivos”.
105 Cornelio Agripa de Nettesheim (1486-1535). Ocultista alemán, autor de
De Occulta Philosphia Libri Tres (1529).
106 August Wilhelm von Schlegel (1767-1845) y su hermano menor Friedrich
von Schlegel (1772-1829). Críticos y filósofos alemanes, teóricos del primer
romanticismo. Hay observaciones sobre el destino en la tragedia griega en las
Conferencias sobre literatura y arte dramático dictadas por A. W. Schlegel en
1808.
107 Cf. Agamenón, la primera obra de la trilogía La orestíada. Casandra, hija
de Príamo y Hécuba, tenía el don de ver el futuro, y la maldición de que nadie
le creyera. Fue capturada por Agamenón en la guerra de Troya y asesinada por
Clitemnestra.
108 “mutable distinctions”: cita del soneto XXII de William Wordsworth,
“Hail, Twilight, Sovereign of one Peaceful Hour” (“Salud, ocaso, rey de una
hora tranquila”, 1815).
109 Los persas (472 aC) de Esquilo toma acontecimientos de las guerras per-
sas (490-79 aC), en las que Grecia combatió. Esquilo luchó en la batalla de
Maratón (490 aC), donde Darío, el rey persa (del 521 al 486 aC), fue derro-
tado. Jerjes, el hijo de Darío, lo sucedió en el trono. En la obra de Esquilo el
coro invoca al fantasma de Darío, quien interpreta la reciente derrota de los
persas, bajo dominio de Jerjes, en Salamis, como castigo de la arrogancia de
su hijo. Los persas también sufrieron graves derrotas en Termópilas.

166
110 Existe una obra anónima titulada The Famous Tragedie of King Charles
I. Basely Butchered (La famosa tragedia de Carlos I. Vilmente asesinado, 1649),
la cual De Quincey, acaso con otra información sobre su fecha, atribuye a
John Banks (c. 1650-c. 1700), un dramaturgo de la época de la Restauración
cuya bibliografía no incluye un Carlos I.
111 “brutum fulmen”, en latín, “rayo irracional”, (Plinio, Historia Natural, II.
113); “Non quinto brevior, non sit productior, actu fabulae”, en latín, “Que no
sea una obra ni más extensa ni más corta que cinco actos”, (Horacio, Arte Poética,
II. 189-90); “stet pro ratione voluntas”, en latín, “que esté mi voluntad en lugar
de mi razón”, ( Juvenal, Sátiras, VI. 223).
112 Los Heráclidas (es decir, los hijos de Heracles) es una obra de Eurípides fecha-
da, aproximadamente, en el 430 a.C.
113 En rigor, la escena de Los Heraclidas está ubicada en un templo de Zeus, en
Maratón.
114 Euristeo.
115 De Quincey escribe “particular tenses”.
116 Publicado por primera vez con el título “System of Heavens, as revealed by
Lord Rosse’s Telescopes” en Tait’s Edinburgh Magazine, en Septiembre de 1846,
como reseña del libro Thoughts on some Important Points relating to the System
of the World (Algunas ideas relacionadas con elementos importantes del sistema
del mundo). Por J. P. Nichol, LL. D., Profesor de Astronomía de la Universidad
de Glasgow. El editor del libro era William Tait, propietario de la revista en que
apareció la nota; y el autor, John Pringle Nichol (1804-1859), un amigo de De
Quincey, acaso el más cercano en Glasgow. El texto fue reeditado, con muchas
modificaciones, en Selections y luego recogido, sin variantes, por Masson, para
la edición de los Writings, Vol. VIII, Speculative and Theological Essays (Ensayos
teológicos y conjeturales), págs. 1-34. Esta versión es la que traducimos aquí.
117 Una traducción del breve ensayo de Kant, “Die Frage, ob die Erde veralte,
physikalisch erwogen” (La cuestión de si la Tierra envejece, físicamente consi-
derada”, 1754), realizada por De Quincey, fue publicada con el título “Kant on
the Age of the Earth (Kant y la Edad de la Tierra) en Tait’s Magazine en noviem-
bre de 1833. Cf. Works, Vol. 9, págs. 303-322.
118 Patrick Brydone, Tour through Sicily and Malta, 1773.
119 Giuseppe Recupero (1720-1778). Canónigo de la Iglesia Católica Romana
y profesor de historia natural. En 1755, luego de la erupción del monte Etna,
publicó Discorso storico sopra l’acque vomitate da Mongibello, e suoi ultimi
fuochi avvenuti nel mese di marzo del corrente anno MDCCLV (Catania,
Pulejo, 1755).
120 En latín, “Tierra”. En la cultura romana, es la diosa Tierra. De Quincey con-
serva la mayúscula en Earth (Tierra) para jugar con esa personificación.
121 En francés, “picardía”.
122 Afelio, en astronomía, “punto en que la órbita de un planeta dista más del
sol” (DRAE). “¡Fuelle roto!”: “Bellows to mend!”. Masson invita a confrontar
este pasaje con el poema en latín de Milton “Natura non pati Senium” (la natu-
raleza no sufre la vejez) que maneja un conjunto de imágenes afines con el texto

167
dequinceano. La tesis del poema es que Dios ha establecido una dinámica para la
tierra y una legalidad que sólo puede interrumpir el fin de los tiempos. Hasta tanto
ese fin no llegue, la tierra conservará la “series justissima rerum”, “el orden jus-
tísimo de las cosas”.
123 Swift, Gulliver Travels. “Quinbus Flestrin”, en liliputiense, “hombre mon-
taña”, se le aplicaba a Gulliver.
124 Cita del salmo noventa en la versión que aparece en el rito funerario del viejo
Anglican Book of Common Prayer de 1662. En la Biblia de Jerusalén, se lee: “Tu
devuelves al polvo a los hombres,/ diciendo: ‘Volved, hijos de Adán’./ Pues mil años
a tus ojos/ son un ayer que pasó,/ una vigilia en la noche.”
125 “Hers is the wedding-garment, hers is the shroud”: cita de Coleridge,
“Dejection: an Ode” (Abatimiento: una oda”), 49.
126 Renacimiento, regeneración (pálin, “de nuevo”, y génesiq, “nacimiento”).
127 “Y unza al yugo zorras y ordeñe machos cabríos”. Églogas, III, 91.
128 En latín, “por analogía”.
129 La carrera de caballos tradicional más antigua de Inglaterra, disputada en St.
Leger, Doncaster.
130 El diálogo se registra en la Vida de Johnson que dejó Boswell. James
Burnett, Lord Monboddo (1714-1799) era un antropólogo escocés. Escribió On
the Origin and Progress of Language (Sobre el origen y el progreso del lenguaje,
1773-1792).
131 William Parsons (1800-1867), tercer Conde de Rosse, comenzó sus experi-
mentos e investigaciones sobre el telescopio en 1826. Durante años se concentró
en la construcción del espejo metálico más perfecto posible. En 1842 dio a
conocer sus resultados. El espejo de Lord Rosse, por sus dimensiones, la perfec-
ción de su forma y la lisura de su superficie, superaba todo lo anterior en la mate-
ria. El imponente telescopio de 20 toneladas, en que se ensambló el nuevo espe-
jo, fue instalado en el parque Lordship de Parsontown, en el Condado del Rey, a
un costo de 30.000 libras. Antes de que apareciera, en 1846, el artículo de De
Quincey, ya se habían comentado en todas partes las virtudes del telescopio del
Dr. Rosse y sus maravillosos aportes a la astronomía: la definición de nebulosas,
el descubrimiento de nuevas estrellas binarias y trinarias, etc.
132 En francés, “tablado”.
133 En latín, “la encontró de ladrillo y la dejó de mármol.” Cita de Suetonio, Los
doce Césares, “Augusto”.
134 Cf. la discusión sobre “si los animales cometen suicidio alguna vez” en la últi-
ma parte de “Sobre el suicidio”.
135 Paráfrasis de “Come, and I will show you what is beautiful” (“Ven, y te ense-
ñaré qué es bello”), primer verso del Himno IV de los Hymns in Prose for Children
(Himnos en prosa para niños, 1781), de Anna Laetitia Barbauld (1743-1825). En
la primera versión de “El sistema de los cielos” De Quincey desarrolla en párra-
fo aparte esta reescritura. Cf. Works, Vol. 15, págs. 402-403.
136 La cabeza de Memnón: es lo que queda de un coloso egipcio que estaba en
un jardín funerario de Tebas. Se dice que lo rompieron los ejércitos de Napoleón
cuando quisieron trasladarlo. En 1816 el ingeniero Belzoni ideó un sistema

168
hidráulico que permitió llevarla desde Tebas a Londres. Actualmente está en el
Museo Británico. Se la conoce como el “Memnón menor” (“younger Memnon”).
137 El mapa en el cual basa De Quincey su lectura del “espléndido fantasma” de
la nebulosa de Orión, está en el libro del Doctor Nichol. Lo reproducimos en la
pág. 123.
138 En El paraíso perdido (II, 726 y ss), de John Milton, parodiando el nacimiento
de Atenea, que nace de la cabeza de Zeus, el personaje Pecado, una mujer
monstruosa (“Sin”, “Pecado”, en inglés, es femenino), dice haber nacido de la
cabeza de Satán; y que fue éste quien le dio su hijo Muerte (“Death”, en inglés,
posee género masculino). En el libro X, luego de la caída del hombre en la ten-
tación, Satán regresa a su morada atravesando el espacio y se topa, triunfante, con
su hija-esposa Pecado y su hijo Muerte.
139 Esta nota fue agregada en la versión corregida de “El sistema de los cielos”
140 En Latín, “y con olfato agudo/ percibió el aire sucio y contaminado de cadá-
veres”. Cita aproximada de Farsalia, VII, 829-30.
141 Paraíso perdido, X, 267-8 y 272-81. Traducción nuestra.
142 “a vision ‘to dream, not to tell’”. Cita de Coleridge, “Christabel”, I, 253.
143 William Herschel (1738-1822) y John Herschel (1790-1871). Este último
investigó la región sur del cielo con el telescopio de su padre entre 1825 y 1838.
144 Cf. “Apocalipsis”, V, 1-10.
145 En el original, "world". Aquí empleamos la palabra "mundo", que debe
entenderse no sólo como un cuerpo celeste sino como un conjunto de dichos cuer-
pos, como una constelación o una nebulosa. La palabra "world" tiene casi las mis-
mas limitaciones de significado que la palabra "mundo", pero probablemente se
usara en el lenguaje científico de la época para referir a un conjunto de cuerpos
celestes.
146 En latín: “esse”, “ser”; “posse”, “poder” (posibilidad). Es la distinción aris-
totélica entre ser “en acto” y ser “en potencia”.
147 Friedrich Wilhelm Bessel (1784-1846), astrónomo alemán.
148 Tycho Brahe (1546-1601), astrónomo danés que determinó la posición de 777
estrellas antes de la invención del telescopio; Gian Domenico Cassini (1625-1712),
astrónomo francoitaliano que midió el período rotativo de Marte y Júpiter; Jeremy
Horrox (1617-41), astrónomo inglés que aplicó a la luna las leyes del movimiento
de Kepler; James Bradley (1693-1762), astrónomo inglés que descubrió anoma-
lías en la luz estelar causadas por el movimiento de la tierra.
149 Pulkovo, el observatorio ruso al sur de San Petersburgo (hoy Leningrado) fue
construido en 1834-1839. Su telescopio era en 1839 el más grande del mundo.
Andrew Ure (1778-1857) trabajó en la instalación del observatorio de Glasgow
en 1809 y se desempeñó en él como astrónomo.
150 El nuevo observatorio se terminó en 1846.
151 Omar bin Khattab, segundo Califa del Islám.
152 Jacob von Frauenhofer (1787-1826), un físico y óptico alemán que sentó los
fundamentos de la espectroscopía. El nombre “Frauenhofer” puede leerse como
“cortejador de mujeres”; de ahí el juego con “Frauendevil”, es decir, el “diablo de
las mujeres”.

169
153 Jacob, hijo de Isaac y Rebeca en el Génesis. El “pozo de Jacob”, según el evan-
gelio de San Juan (IV: 1-41), es el lugar de Samaría en que Jesús inició la conversión
de los samaritanos ofreciéndole a una mujer el agua de la vida eterna.
154 Cf. San Juan, IX: 4. “Tenemos que trabajar en las obras del que me ha envia-
do mientras es de día; llega la noche, cuando nadie puede trabajar”.
155 Veáse nota 56.
156 En latín, “base, fundamento”.
157 La lista de Lloyd era un sistema de clasificación de barcos que se instau-
ró en 1760.
158 Amrán es el padre de Aarón y Moisés (Exódo, 6: 20). Los cayados de ambos
hijos de Amrán recibieron poderes de Dios. Pero aquí, por la figura que sigue,
alude al cayado de Moisés. Cf. Éxodo 14:16. “Y tú [dice Yahvé a Moisés] alza tu
cayado, extiende tu mano sobre el mar y divídelo, para que los israelitas pasen por
medio del mar, en seco.”
159 Jan Swammerdam (1637-1680). Naturalista holandés.
160 En español en el original
161 Ana (1665-1714) fue reina de Inglaterra desde 1702 hasta su muerte.
Edmund Halley (1656-1742), el científico inglés que descubrió el cometa que lleva
su nombre.
162 “Major”, en inglés, es “alcalde”. El día del Señor Alcalde se celebra en
Londres el 9 de noviembre, en recuerdo de su inauguración. La ceremonia incluye
un desfile que ya era tremendamente vistoso cuando De Quincey escribió este texto.
163 En francés, literalmente, “fuego de la alegría”. Se le decía así a las hogueras o
fogatas encendidas en las fiestas públicas, precursoras de nuestros fuegos artificiales.
164 The Vicar of Wakefield (1766), célebre novela de Oliver Goldsmith (1730-
1794) sobre las desgracias que a asolan a la familia de un pastor.
165 En griego, transcripción, “el todo no tiene principio ni final”.
166 Jean Paul Friedrich Richter (1762-1825). Escritor alemán muy alabado por
De Quincey. Éste había publicado una traducción del texto de Richter “Traum
über das All” (Sueño sobre el Todo, 1820-22), con el título “Sueño sobre el
Universo”, en la la London Magazine, en marzo de 1824. Cf. Works (London:
Pickering & Chatto), Vol. 4, págs. 59-63. La versión con que concluye "El siste-
ma de los cielos" es una variación muy abreviada.
167 Este es uno de dos fragmentos que se encuentran en la colección Berg de
la Biblioteca Pública de Nueva York, escritos en tinta negra sobre papel de
185 mm., color crema, sin marca de agua. El que traducimos aquí (Works 2:
326-7) corresponde a la Parte II de las Confesiones de un Come-Opio inglés.
Empieza con material ya conocido para el lector de esa obra, pero luego narra
un episodio que el texto publicado no incluye. En la traducción hemos supri-
mido las variantes.
168 Una posesión francesa en Holanda, la ciudad fortificada de Bergen-op-
Zoom, resistió repetidos ataques durante las guerras napoleónicas y se trans-
formó en un sinónimo de invulnerabilidad. De Quincey indica que en la jerga
universitaria se aplicaba a una persona muy estúpida, “impermeable a cualquier
razonamiento o argumentación”.

170
BIBLIOGRAFIA

Ediciones de las obras de De Quincey


1850-1859. De Quincey’s Writings. Ed. J. T. Fields. Boston: Ticknor and
Fields. 22 vols.
1853-1860. Selections Grave and Gay, from Writings Published and
Unpublished, by Thomas De Quincey. Edinburgh: James Hogg and Sons. 14
vols
1889-1890. The Collected Writings of Thomas De Quincey. Ed. David
Masson. Edinburgh: A. & C. Black. 14 vols.
2001-2003. The Works of Thomas De Quincey. Ed. Grevel Lindop et alt.
London: Pickering & Chatto. 21 vols.

Antologías de De Quincey en castellano


1975. Las confesiones y otros textos. Presentación y traducción de Luis
Loayza. Barcelona: Barral Editores. 547 págs.
1986. Los últimos días de Emmanuel Kant y otros escritos. Prólogo de Jorge
Luis Borges. Trad. Luis Loayza. Volumen n° 52 de la Biblioteca Personal de
Jorge Luis Borges. Buenos Aires: Hyspamérica.
1994. Seres imaginarios y reales. Prólogo, selección y traducción de Marcos
Mayer. Buenos Aires: Losada. 200 págs.
2003. Memorias de los poetas de los Lagos. Selección, traducción y notas de
Jordi Doce. Valencia: Editorial Pre-textos. 381 págs.

Bibliografía crítica
1952. Jordan, John E.. Thomas De Quincey. Literary Critic. His Method and
Achievement. New York: Gordian Press
1965. “Thomas De Quincey”. En: The Disappearance of God. Five 19th
Century Writers. New York: Schocken Books, 1965. pp. 17-80.
1965. Goldman, Albert. The Mine and the Mint. Sources for the Writing of
Thomas De Quincey. Carbondale and Edwardsville: Southern Illinois
University Press.
1976. Bruss, Elizabeth. “Thomas De Quincey: Sketches and Sighs”. En:
Autobiographical Acts. The Changing Situation of a Literary Genre.
Baltimore, London: John Hopkins University Press, 1976. pp. 94-126.

171
1985. Robert Lance Snyder, ed., Thomas De Quincey. Bicentenary Studies.
Norman and London: University of Oklahoma Press.
1990. Baxter, Edmund. De Quincey’s Art of Autobiography. Savage: Barnes
& Noble.
1991. Barrel, John. The Infection of Thomas De Quincey: A
Psychopathology of Imperialism. New Haven: Yale University Press.
1993. Lindop, Grevel. The Opium-Eater. A Life of Thomas De Quincey.
London: Weidenfeld.
1997. Russett, Margaret. De Quincey’s Romanticism. Canonical Minority
and the Forms of Transmission. Cambridge: Cambridge University Press
2000. Lindop, Grevel. “General introduction”. En: The Works of Thomas De
Quincey. Ed. Grevel Lindop et alt. London: Pickering & Chatto.
2000. Roberts, Daniel, Revisionary Gleam: De Quincey, Coleridge, and the
High Romantic Argument. Liverpool University Press
2003. Westbrook, Deeane. “Deciphering oracle: De Quincey’s textual epis-
temology”. En Wordsworth Circle, June.

172

S-ar putea să vă placă și