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EL POPULISMO Y LA TRADICIÓN DEMOCRÁTICA1

I
Gerardo Aboy Carlés2

“la zorra sabe muchas cosas, pero el erizo sabe una


importante”
Arquíloco

Tratar de reflexionar sobre lo que me han solicitado, esto es, sobre el carácter de
causa o consecuencia que el populismo reviste en la crisis iberoamericana requiere no solo
precisar qué es aquello que entendemos por populismo sino a qué crisis nos estamos
refiriendo. Pero como si ello fuera poco, ni los procesos sociopolíticos responden a
mecanismos de explicación monocausales, ni vivimos en un presente sin historia, sin
sedimentación de identidades y prácticas a través del tiempo, que inevitablemente harán del
fenómeno populista partícipe tanto de las causas como de las consecuencias de lo que a
grandes rasgos podríamos caracterizar como una creciente crisis de representación, de una
parte, y una erosión de las capacidades estatales, de otra.
Es algún tipo de demanda de democratización en contextos de crisis de
representación y con signos ideológicos muy variables, la que suele existir en los albores de
las experiencias populistas. Si la génesis de estos movimientos suele situarse en la
dimensión representativa de los sistemas políticos, la impronta de su irrupción conlleva no
obstante consecuencias en lo que hace a la dimensión decisional de aquellos. Sabemos
desde Touraine que las experiencias populistas suelen mixturar categorías sociales, actores
políticos y elementos ideológicos. El aparente reforzamiento del Estado como instancia de
unificación comunitaria tiene allí por contrapartida cierta colonización de la dimensión
decisional de los sistemas políticos al ser invadidos por la sociedad. Si de una parte
Touraine (1999, pp.332) afirma que “el modelo populista está muy lejos de cualquier forma

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Una primera versión de este trabajo fue presentada en las Jornadas Nacionales “La democracia argentina
en el último siglo”, organizadas por EUDEBA, la Universidad de Buenos Aires, el Honorable Senado de la
Nación, FLACSO y SAAP en Buenos Aires los días 18 y 19 de agosto de 2016.
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Investigador Principal del CONICET y Profesor Titular del Instituto de Altos Estudios Sociales de la
Universidad Nacional de San Martín.
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de política representativa”, esta aseveración debe matizarse. Son aquellos mecanismos


propios de los gobiernos representativos los que aquí están bastante debilitados; sin
embargo, el hecho de que los actores sociales se construyan exclusivamente como actores
políticos integrados y muchas veces dependientes del Estado, introduce un potencial
representativo que había sido soslayado por esta primera sentencia de Touraine y sobre el
que se extendería en su clásica contribución. De una parte la primacía de las categorías
políticas hace que en términos del sociólogo francés, en los populismos no existan actores o
clases sociales que puedan definirse independientemente de su participación en fuerzas
políticas y de sus vinculaciones con el Estado. Ello precisamente nos da la imagen de un
poderoso Leviathán que ha fundido el sistema político con el Estado. Es aquí precisamente
donde el potencial representativo de los populismos emerge con mayor claridad, en esa
capacidad de lo político de dar forma a lo social. Pero si de una parte el proceso de
democratización que conlleva esa fusión entre el Estado y las demandas sociales nos habla
de la fortaleza representativa de las experiencias populistas, de otra, nos muestra también su
precariedad en tanto instancia decisoria a partir de esa invasión de lo social en el campo
estatal. Si la fusión del sistema político con el Estado no es gratuita para la dimensión
representativa de los sistemas políticos, esa canalización de demandas muchas veces
contrapuestas también acarreará consecuencias para el sistema de toma de decisiones. Es
precisamente esta contraposición entre fortaleza representativa y precariedad de los
mecanismos políticos de decisión la que no pocas veces condujo a una deriva autoritaria a
las experiencias populistas como medio de sortear ese bloqueo. Es también esa precariedad
la que ha dado forma a una crítica de matriz huntingtoniana hacia las experiencias de este
tipo.
Hoy, algunos pasajes de la interpretación de Touraine pueden resultarnos anticuados
¿Existe acaso alguna categoría social que pueda convertirse en un actor sin esa dimensión
articuladora de la política? La novedad del sociólogo francés estaría no solo en esa primacía
política a través de la cual lo social toma forma y pasa a la acción, sino más precisamente
en esa fusión entre lo social que ha emergido a la política y el Estado. Es por esta razón que
no pocas de las críticas antiautoritarias al populismo debieron recurrir al expediente
insostenible de una simple “manipulación de las masas” para confirmar la ilusión de un
poder ilimitado y unívoco, que dejaba en las sombras lo que en verdad era una ampliación
de la dimensión representativa sobre la esfera de la toma de las decisiones y, con ello, una
complejización y precarización de las capacidades estatales.
Touraine estaba reaccionando contra cierto clasismo que aún percibía en el clásico
texto de Francisco Weffort de 1967 “El populismo en la política brasileña”. Si bien cierta
idea de cesarismo late en aquél texto del brasileño en el que resuena el Marx de El 18
Brumario de Luis Bonaparte, el sociólogo francés recupera la idea de Estado de
Compromiso de su colega, despojada ahora de aquellas aristas. Weffort (1999) señala
claramente que el populismo puede significar al mismo tiempo una forma de organización
para parte de los grupos dominantes y la principal forma de expresión del ascenso popular:
un ejercicio de la dominación y al mismo tiempo un medio de amenazar potencialmente esa
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dominación, surge así la idea del árbitro en ese precario equilibrio y ese César no es otro
que Getulio Vargas.
Están allí ya todos los elementos que la sociología latinoamericana había acopiado
en su caracterización del fenómeno populista: una sociedad en rápida transformación y una
estructura institucional que resulta obsoleta para procesar ese cambio (Germani, 1962),
actores sociales débiles capaces de impugnar el poder pero sin potencial para reemplazarlo,
una nueva articulación política que reconstruirá como árbitro un precario equilibrio capaz
de gestionar el rápido proceso de democratización y ampliación del sistema político
existente.
Veamos brevemente como se dio este proceso en la experiencia de la naciente
democracia argentina.

Entre las postrimerías del siglo XIX y la primera década del siglo XX tiene lugar un
cambio sustancial en la matriz de constitución de las solidaridades políticas en Argentina.
Si la UCR surge como una impugnación del orden conservador en los inicios de los años
90, es la transformación de esta fuerza bajo el liderazgo yrigoyenista la que marcará a fuego
al proceso de democratización en curso y al orden político posterior. En sus orígenes, la
UCR fue una fuerza que luchaba por la vigencia del sufragio libre, sin fraudes ni
coerciones. El sufragio universal no constituía una reivindicación para una fuerza que
añoraba la competencia entre élites en disputa que había imperado entre Caseros y el 803.
La larga abstención iniciada en 1897, junto con la práctica desaparición de la organización
hasta mediados de la siguiente década, potenció la crisis de representación y el
debilitamiento del orden conservador. Al mismo tiempo, en el cambio de siglo, la vieja
entente entre roquistas y pellegrinistas se rompía debilitando a la fuerza gobernante. Con la
llegada de Figueroa Alcorta al gobierno en 1906, el ala reformista del antiguo orden se
hacía con el poder y sus sucesores darían el ansiado paso hacia la conversión de la
república posible alberdiana en una república verdadera. En el mismo lapso, en las filas
radicales rehabilitadas con el intento revolucionario de 1905, se va produciendo una lenta
metamorfosis en paralelo con los intentos reformistas de la élite. Al asegurar que no
existían condiciones para participar en los comicios en función de la venalidad existente, el
radicalismo ampliaba aquel intento de impugnación nacional hacia el poder, nacido en la
década precedente. La UCR bajo el liderazgo de Yrigoyen no se concibe como una fuerza
política entre otras sino como la encarnación de la soberanía de todo un pueblo cuyo acceso
a la representación había sido vedado. Es por ello que, como decía Yrigoyen en su
correspondencia con Pedro C. Molina (Botana y Gallo, 1997, pp. 668-679) la UCR no
aparecía como un partido, sino como la representante de la nación toda, una fuerza nacional
en la que cabían todos los programas, pues el suyo era el imperio de la Constitución. No se

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Recordemos que formalmente, el sufragio universal masculino regía desde la primera mitad del siglo XIX.
La ausencia de padrones estables y las prácticas venales en el marco del carácter voluntario y cantado del
voto estuvieron en la base de que el sufragio libre se convirtiera en una demanda finisecular.
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trataba de una simple partición entre dos colectivos en conflicto: en este aspecto, la
partición comunitaria atribuida al populismo es, en la voz de sus líderes, siempre una falsa
partición. Para Yrigoyen, se trataba del enfrentamiento entre la Nación y un orden que no
era más que una mera excrecencia irrepresentativa y usurpadora. Es en ese sentido que debe
interpretar se su contraposición entre la Causa y el Régimen.
Quien quiera caracterizar el intento de democratización de la élite reformista del
Régimen no puede soslayar las palabras del salteño Indalecio Gómez, Ministro del Interior
de Sáenz Peña, al fundamentar las nuevas leyes electorales en la Cámara de Diputados. Allí
vemos, entre otras cosas, que la masificación del voto a través de su obligatoriedad aparece
como la forma más adecuada de garantizar el sufragio libre; los padrones permanentes
sobre la base del enrolamiento militar y el carácter secreto del voto, coadyuvan a ese fin al
evitar las prácticas venales. Si el fin de los reformadores era la construcción de fuerzas
políticas modernas y representativas del electorado, la gramática del proceso de
democratización era típicamente liberal: se trataba de garantizar el sufragio libre a lo largo
y a lo ancho de las 14 provincias; dar seguridad al ciudadano para la expresión y
efectividad de sus preferencias electorales. Para ello, los gobiernos de Sáenz Peña y de La
Plaza enviaron comisionados a las provincias, buscaron nacionalizar las condiciones por
encima de las situaciones provinciales ejerciendo una fuerte presión sobre los gobiernos
locales y con la meta de que los ciudadanos tuvieran las mismas garantías en el ejercicio de
sus derechos electorales. Se trataba pues de un proceso político de democratización en
clave liberal que nacionalizaba las condiciones a lo largo de toda la extensión del territorio
de las provincias. Pocas veces se repara en las muchas tensiones que un proceso de
democratización, entendido como una homogeneización de capacidades, derechos y
condiciones, supone respecto de la estructura federal del Estado.4
Este proceso de reducción de las particularidades territoriales y democratización en
clave liberal se va a entroncar con otro proceso impulsado por el propio desafío
yrigoyenista. Quién sería el principal beneficiario del proceso de reforma era, bajo todos los
aspectos, un representante que no hacía honor a aquél intento de promover la creación de

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Democratización, bueno es decirlo, limitada. No nos referimos simplemente a que el sufragio femenino no
estuviera más que en la agenda del Partido Socialista. Solo los hombres argentinos mayores de edad
residentes en las hasta entonces catorce provincias existentes o en la Capital Federal, podían ejercer su
sufragio. Los habitantes de los territorios nacionales, alrededor del 4,2% del total hacia 1914, carecían de
representación. A ello se suma la exclusión del sufragio de los extranjeros que eran alrededor de un 30% de
la población total. Si se tiene en cuenta que los extranjeros subían al 43% en la población de entre 15 y 64
años y al 51% entre la de 65 años y más, y atendiendo a la absoluta preponderancia de extranjeros en oficios
como industria y artes manuales, dependientes de comercio y personal de servicio, estamos, conforme al
Tercer Censo Nacional de 1914, ante un fuerte sesgo sociodemográfico que principalmente excluye del
sufragio a trabajadores urbanos. A ello debe sumarse –ver la contribución de Natalio Botana en estas
mismas jornadas- que en diversas provincias la obligatoriedad del sufragio no rigió para los analfabetos. En
definitiva, en las primeras elecciones presidenciales posteriores a la reforma de Sáenz Peña, llevadas a cabo
en 1916, estaban habilitados para votar solo uno de cada siete habitantes y, efectivamente lo hizo, uno de
cada diez de la población total.
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partidos políticos modernos tal como éstos eran pensados por la élite reformista. Yrigoyen
encarna, al contrario que los reformistas del Régimen, una democratización intensiva, la
idea de un pueblo que no es el simple agregado de voluntades individuales sino que bajo su
conducción toma la forma de una voluntad antropomórfica indistinguible de su propio
liderazgo. La voluntad general ha reemplazado aquí a la voluntad de todos. Si los gobiernos
de Yrigoyen no se caracterizaron por una mayor deriva autoritaria, ello se explica porque a
diferencia del caso de Perón, su liderazgo nunca fue incontestado desde su propia fuerza
política. El Yrigoyen triunfador que lanza 19 intervenciones sobre las 14 provincias
argentinas en su primer mandato es aquél que justifica esta circunstancia en una soberanía
indivisible del pueblo a la que deben amoldarse las situaciones provinciales para que la
vigencia de la Constitución fuera, en sus palabras, una realidad.
Así, extrañamente, una UCR que había permanecido en diversas provincias,
indiferente a la reforma política, se sumará entusiasta al giro que la misma adquiere por la
torsión que el yrigoyenismo imprime en su derrotero.
Es característico de los populismos argentinos emerger en un contexto de crisis de
representación, profundizada por situaciones de venalidad que producen un distanciamiento
respecto de las instituciones políticas existentes, presentándose como la encarnación del
verdadero país para poner término a esta situación. Ocurrió con el yrigoyenismo luego de la
larga abstención y ocurrirá con el peronismo en dos oportunidades: tras la Década Infame y
tras la proscripción que dio lugar al postrero intento de un populismo imposible en los 70.
Ciertamente no fue el del yrigoyenismo el primer intento de constituir una concepción
monista de la voluntad nacional con escaso espacio de arraigo para el pluralismo político.
Sin embargo, el hecho de que esta concepción se entroncara con un proceso de
democratización social y política, la dotó de una singular intensidad que impregnaría la
vida política del país en las décadas por venir. En este sentido, el “unanimismo” que
aparece con el Yrigoyenismo es distinto de aquel estudiado por Hilda Sábato (2009) en la
segunda mitad del siglo XIX. Si este último entendía que las facciones destruían la unión
política y las elecciones se concebían como la selección del mejor representante del interés
común, en el siglo XX será una concepción indivisible de la soberanía y el sujeto popular,
potenciada por la fuerza del incipiente proceso de democratización, la que entrará en
escena5.
Pero esta crisis de representación que está en los albores de los populismos no
alcanza para caracterizar al fenómeno. Es aquí donde nos apartamos de Ernesto Laclau
(2005) quien identifica al populismo sin más con el proceso de constitución de un pueblo a
partir de la articulación equivalencial de una serie de demandas inatendidas y una común
oposición al poder que las ignora. Por esta razón, es que el resto de mi exposición estará
destinada a desarrollar una crítica a lo que entiendo son los errores más comunes a la hora
de aproximarnos al estudio de los populismos clásicos latinoamericanos en general y el

5
Sobre el particular resulta especialmente ilustrativo el texto del decreto de intervención de la Provincia de
Buenos Aires emitido por Hipólito Yrigoyen el 24 de abril de 1917.
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populismo argentino en particular. El interés de este desarrollo no es solo histórico puesto


que creemos que a través de esta aproximación que irá descartando una serie de
características erróneamente atribuidas al populismo, podremos advertir con mayor claridad
la pervivencia de algunos rasgos propios de aquél que, radicalmente transformados e
hibridados con elementos provenientes de otras tradiciones, perviven en nuestra actual
democracia.
Por razones de tiempo y espacio no me referiré aquí a las, no por menos difundidas,
extravagantes caracterizaciones que hacen del populismo un sucedáneo de la demagogia.
Tampoco a esa idea agitada hasta el cansancio por los economistas que afirman que el
populismo supone el privilegio del corto plazo a expensas del largo plazo que garantizaría
el desarrollo de un país. Si las cosas fueran tan simples tendríamos que concluir que los
operadores de bolsa, los cazadores de ballenas, la megaminería extractiva y la agricultura
sojera, serían los principales promotores del populismo en nuestros días. Los primeros por
privilegiar la ganancia de corto plazo, el segundo y el tercero por consumir recursos
perecederos y los sojeros por no apostar a la diversificación de la agricultura ni respetar
cabalmente los ciclos de rotación y mejoramiento de la productividad de la tierra.
Lejos de pretender ser exhaustivos entonces, los siguientes cinco puntos intentan
discutir algunas de las aproximaciones más difundidas acerca del fenómeno populista.

.
I. LAS IDENTIDADES POPULISTAS SON SOLO UNA ENTRE
OTRAS DE LAS DIVERSAS FORMAS QUE PUEDE ASUMIR UNA
IDENTIDAD POPULAR.

Aquí nuestra distancia es con Ernesto Laclau (2005), como hemos adelantado. Las
ciencias sociales han hecho un uso ligero e intuitivo de categorías como “lo popular”. Por
lo general el mismo oscila entre identificarse con los pobres, los de abajo, o, con los
muchos, cuando no supone una poco clara combinación de ambas dimensiones: la
socioestructural y la numérica. Preferimos identificar el surgimiento de lo popular con una
solidaridad social originada en la autopercepción de un daño consistente en el sentirse,
junto con otros, negativamente privilegiados en alguna dimensión de la vida comunitaria y,
a partir de ello, constituir un campo común que se escinde del acatamiento sin más del
orden vigente, independientemente de que ese apartamiento conduzca a acciones que lleven
a atacarlo, cuestionarlo o apenas hacer más soportable la vida de los involucrados (Aboy
Carlés, 2013).
Existirán pues distintas formas de identidad popular, algunas de las cuales seguirán
el camino del aislamiento particularista y otras que pretenderán convertirse en los
verdaderos representantes de la comunidad toda. En el caso de los populismos esto último
es lo que ocurre, como vimos en el caso del yrigoyenismo. Sin embargo, que una identidad
emergente se conciba como la representante del país todo y desafíe a lo que considera un
grupo de usurpadores sin arraigo alguno en la sociedad no indica que esto se verifique en la
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práctica. La experiencia nos muestra que el hecho traumático para los populismos
latinoamericanos fue que su acceso al poder o a la competencia por el mismo, desmintiera
esa pretensión de constituir la representación de todo el país. De Yrigoyen a Vargas o
Perón, entre la mitad y un tercio de la población se plantaron en la vereda de enfrente de la
nueva identidad emergente e impugnando aquella pretensión de una representación unitaria
de la comunidad.
La especificidad de las identidades populistas está justamente en la forma en que
tratarán de resolver esa disparidad entre la pretensión de representar al todo y la realidad de
constituir una parte de la comunidad. Lo harán ciertamente en una forma muy distinta a
como el totalitarismo soluciona el mismo problema: éste procede a la reducción violenta de
la oposición a la fe emergente mediante la eliminación física y el terror. En esa disyuntiva,
los populismos podrán utilizar medios represivos, pero no es por esa vía por la que
consiguen reducir esa disparidad entre el todo y las partes: el populismo se recorta como
una realidad diferente a partir de la constante oscilación entre esa pretensión de representar
al país verdadero que se atribuye y la negociación con los actores remanentes del orden que
vino a suplantar. El enemigo es el Otro y no lo es al mismo tiempo, porque el populismo
redefinirá una y otra vez tanto la frontera entre un pasado repudiado que le dio origen y, un
presente y un futuro que son su contracara. Su apuesta no es la guerra sino la regeneración
de los actores: aquellos políticos venales del ayer que serán los ciudadanos virtuosos del
mañana o aquellos egoístas del ayer que comprenderán y sufrirán por sus conciudadanos. El
mecanismo a través del cual los populismos realizan esta operación es un juego pendular
entre la representación excluyente de la identidad emergente y la representación de la
comunidad en su conjunto. Se trata de un juego de inclusiones y exclusiones intensas y no
del simple oscilar característico de toda identidad política competitiva que intenta conciliar
la ampliación de su espacio de representación con la afirmación de su diferencia específica.
Fácilmente podemos encontrar este movimiento en el uso de la invocación nacional por
parte de Perón: la misma se desplaza constantemente entre circunscribir la argentinidad a
los peronistas o extenderla al conjunto de los naturales del país. Fidelidad a la ruptura
fundacional o adecuación al juego de fuerzas emergentes a través de un movimiento que
pone incesantemente en cuestión los límites de la comunidad política, incluyendo y
excluyendo a veces alternativa, a veces simultáneamente, al adversario de la comunidad
legítima. Aquí radica la ambigüedad de términos como “justicia social”, que pueden ser
entendidos bien como promesa reformista o bien como una carta conciliadora frente al
conflicto social. Aquí radican también las lecturas polares que han querido ver en el
populismo formas revolucionarias o una fuerza transformista capaz de sostener el statu quo.

II. EL MECANISMO POPULISTA DE NEGOCIAR LA TENSIÓN


ENTRE LA REPRESENTACIÓN DE LA PLEBS EMERGENTE Y LA
REPRESENTACIÓN DE LA COMUNIDAD EN SU CONJUNTO NO
CONSTITUYE UNA SECUENCIA ACABADA
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En nuestro país, un sesgo característico de las lecturas sobre el peronismo ha


tendido a impregnar no pocas de las aproximaciones a los fenómenos populistas. El trazo
grueso de esta lectura nos dice que al fenómeno inicial, caracterizado por la irrupción
excluyente de una identidad emergente, le sigue un proceso de adaptación al juego de
fuerzas existente que derivaría en el aplacamiento de ese impulso transformador. Podemos
leer este ordenamiento secuencial en la mayoría de nuestros maestros: en el Torre (1990)
que aborda el proceso de cooptación del Partido Laborista en 1946; en Daniel James (1999,
pp. 50-51) cuando nos dice que a ese impulso reformista inicial le siguió un proceso de
“desmovilización pasiva”; en de Ípola y Portantiero (1980) cuando desarrollan que a la
ruptura nacional popular le sigue un intento de recomposición en un orden autoritario y
organicista; o en Ernesto Laclau (2005, pp. 266-267) cuando recurre a la alegoría de una
figura del descamisado que sería progresivamente reemplazada por la de la Comunidad
Organizada.
El conjunto de estas caracterizaciones se acuñaron en los años que siguieron a la
experiencia del tercer gobierno de Perón en la década del 70. Un momento que demuestra
antes que nada el colapso y la incapacidad del mecanismo populista para reeditarse en las
nuevas circunstancias. La imagen de un Perón que defraudaría las expectativas de cambio
que condujeron a su retorno es una idea que atravesó a esa generación intelectual y no es
antojadizo suponer que el impacto biográfico de ese colapso de las expectativas esté en la
base de la proyección de esa secuencia entre ruptura reformista y recomposición
ordenancista que, anacrónicamente, nuestros autores dirigieron hacia la previa experiencia
del primer peronismo.
Compartiendo el mismo orden secuencial y la imagen de la defección de Perón, una
nueva generación de historiadores inspirados en James (Acha y Quiroga, 2012) ha querido
explorar en las bases peronistas un “sentido verdadero” de aquel hecho maldito, previo a
cualquier domesticación política o historiográfica.
El peronismo fue orden y ruptura desde su génesis y no en una secuencia temporal
sino precisamente a través del mecanismo que hemos descripto como característico del
populismo: la doble valía de la solidaridad nacional o de la justicia social es constitutiva, no
trocó en un momento determinado. Aun en plena descomposición del mecanismo populista,
el 1º de septiembre de 1955, el mismo Perón que había pronunciado la extemporánea frase
del “cinco por uno” un día antes, les rechazaba la renuncia a Oscar Albrieu, Ministro del
Interior, y León Bouché, Subsecretario de Prensa y Difusión, diciéndoles que la política de
conciliación seguía plenamente su curso.6

6
Oscar Albrieu y León Bouché se incorporaron al gabinete de Perón en el transcurso del mes de julio de
1955, reemplazando respectivamente a Ángel Borlenghi y Raúl Alejandro Apold. Estos cambios se
enmarcaron en el intento de Perón de distender el clima político introduciendo dirigentes con mejor diálogo
con las fuerzas de oposición.
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III. EL POPULISMO NO PUEDE SER REDUCIDO A LA SIMPLE


DIVISIÓN DE LA SOCIEDAD EN DOS CAMPOS: EL PUEBLO Y
EL ANTIPUEBLO.

Hay una consecuencia no siempre advertida de la inestabilidad del demos legítimo


en los procesos populistas. Laclau (2005, pp. 191) llegó a advertir en su obra La razón
populista que allí, “el pueblo siempre va a ser algo más que el opuesto puro del poder”, sin
embargo, concluyó dando factura a un manual de política jacobina que expresaba
precisamente lo contrario.
La inestabilidad del demos legítimo supone que en el populismo son los límites
mismos de la solidaridad popular los que fluctúan incesantemente. Estos podrán restringirse
a quienes encarnan la ruptura fundacional o, por el contrario, comprender también a parte o
a todos los sostenedores de aquella supuesta usurpación que la fuerza emergente venía a
reemplazar y que demostró que lejos de ser una mera excrecencia irrepresentativa constituía
una vigorosa oposición política y social al nuevo orden. Paradójicamente, cuanto esto
ocurría, eran quienes permanecías fieles a la original impronta rupturista los que eran
considerados agentes disolventes y resultaban expulsados de la solidaridad popular, fueran
ellos los remanentes fieles al proyecto del Partido Laborista en los años 40 o las
organizaciones especiales en los 70.
En un reciente trabajo, Sebastián Giménez y Daniela Slipak (2015), contraponen a
las identidades populistas con identidades revolucionarias que surgieron bajo su órbita, más
concretamente con las experiencias de FORJA y Montoneros. Los autores demuestran el
carácter rígido de las identidades revolucionarias frente a la mucho mayor flexibilidad de
las identidades populistas. En nuestros términos, es precisamente el mecanismo propio del
populismo el que hace mucho más porosos los límites de su identidad, permitiendo un
tránsito de individuos y grupos que resulta mucho más dificultoso sino imposible en
identidades que se definen excluyentemente en forma antagónica. En el populismo, ni el
pueblo ni el antipueblo son permanentemente iguales a sí mismos sino que sus fronteras
fluctúan permanentemente.
Esta razón explica que el tipo de polarización que el populismo introduce en una
sociedad sea claramente diferente a aquél que caracteriza la presencia de identidades
revolucionarias que tienden a sedimentar una distribución dual de las preferencias. Sus
primeros adversarios serán aquellos que reaccionan vehementemente contra lo que
consideran una amenaza al statu quo existente, pero estos serán seguidos muy rápidamente
por quienes ven en el movimiento la impostura o una traición a sus iniciales banderas. Por
eso, en pleno funcionamiento del mecanismo populista, las oposiciones suelen ser
bipolares, críticas de su naturaleza transformadora o de la falta de lealtad a ese origen. Es
solo cuando el mecanismo se debilita, cuando estas oposiciones que simplificando
llamaríamos por izquierda y por derecha, convergen en un espacio común de impugnación
a la identidad populista.
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IV. EL POPULISMO NO ES LO OTRO DE LAS INSTITUCIONES

Este es paradójicamente un preconcepto muy extendido tanto entre los críticos


institucionalistas del populismo como en sus defensores a ultranza. La demonización del
populismo en nombre de las instituciones o la inversa condena de las instituciones desde
una posición populista, solo ha redundado en nuestro profundo desconocimiento acerca de
las características de las instituciones populistas.
En América Latina los populismos fueron paradójicamente grandes constructores de
instituciones. La extensión nacional de derechos políticos y sociales, la construcción de
fuerzas políticas, la organización sindical masiva, la organización del campesinado.
Yrigoyen, Cárdenas, Vargas o Perón, son apenas nombres que evocan estos procesos a lo
largo y a lo ancho de la región. Ahora bien, la especificidad de las instituciones populistas
estará precisamente en la reproducción en su seno de ese particular mecanismo de negociar
la tensión entre la representación de la parte y la representación del todo, entre la ruptura y
la recomposición comunitaria. Así, los derechos, serán tanto la marca de una pertenencia
comunitaria como una conquista frente a otro que había medrado en una particular
situación de injusticia. Esa dimensión beligerante de las instituciones populistas recorta su
especificidad y otorga un especial espesor al proceso de democratización.
Finalmente: es innegable que la inestabilidad del demos legítimo acarrea tensiones
de diverso grado con la institucionalidad propia de la democracia liberal. Los alcances de
esa tensa co-presencia, variarán sustancialmente de un populismo a otro en virtud de los
mecanismos regeneracionistas que desarrollen.

V. EL POPULISMO NO SUPONE LA AUSENCIA DE ORGANIZACIÓN DE


LOS SEGUIDORES DE UN LÍDER CARISMÁTICO

Entre los usos más antojadizos del término populismo estuvo sin duda su aplicación
a una serie de liderazgos que en la América Latina de los años 90 ensayaron políticas de
reformas de mercado. Menem, Salinas de Gortari, Collor o Fujimori, fueron asi calificados
de “neopopulistas” en una reactualización muy poco feliz de una vieja noción de la
sociología latinoamericana. Kurt Weyland (2004) fue quizás quien más fuertemente sugirió
que las nuevas experiencias suponían el liderazgo carismático discrecional sobre una
amplia masas de seguidores desorganizados. El problema mayor fue cuando en el sentido
común, este rasgo pasó a convertirse en una marca distintiva de lo que se llamaría
populismo sin más.
En verdad, los populismos latinoamericanos demuestran por el contrario un
significativo esfuerzo por la organización de los seguidores. La amplia organización
territorial del radicalismo yrigoyenista, el énfasis de Perón sobre la conversión de la masa
en pueblo y el encuadramiento en ramas del movimiento, la organización corporativa del
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Partido Estado en el México cardenista, o la organización sindical y partidaria del segundo


varguismo, alcanzarían para volver a ese aserto ridículo. Fue el propio populismo el que
difundió esa imagen de la desorganización de los seguidores que quizás alcanzaría su
mayor expresión en la alegoría del “subsuelo de la patria sublevado” de Scalabrini Ortiz.
Como bien recuerda Juan Carlos Torre (1990), nuestra sociología temprana fue heredera de
esa imagen inorgánica que uno puede encontrar en el Germani de Política y sociedad en
una época de transición. Son precisamente trabajos como los de Portantiero y Murmis
(1971), y más tarde los del mismo Torre, los que hacen visible la vasta trama
organizacional que un populismo como el peronismo supuso.
Pero vamos más allá: el populismo ni siquiera requiere de la presencia de un
liderazgo carismático, aunque ella ha sido la forma más común de alcanzar ese precario
compromisio entre continuidad y ruptura en la región. Identidades como la del radicalismo
intransigente durante los años del primer peronismo, desarrollarán mecanismos de
funcionamiento muy similares a los propios del populismo peronista, tal como han
demostrado Julián Melo y Nicolás Azzolini en sus trabajos (Melo, 2013; Azzoloini y Melo,
2011).

PALABRAS FINALES

Clarificar a qué nos referimos cuando hablamos de populismo resultó un derrotero


necesario para que los equívocos no pueblen el sentido de nuestra reflexión. Más aún
cuando el debate parece animado por las pasiones políticas más recientes que no dejan de
contaminar nuestra visión del pasado y la naturaleza de nuestro presente. Los populismos
clásicos surgieron de profundas crisis de representación y su propio mecanismo los
condujo con el paso del tiempo a derivar en otros tipos de crisis, crisis de gobernabilidad.
Con todo, su propio mecanismo permitió procesar profundas transformaciones sociales que
no podían ser absorbidas por el sistema institucional previamente existente en un lapso
perentorio de tiempo. Esta fue la genial intuición de Germani (1962), independientemente
de su crítica a estas experiencias. Desde esta perspectiva, las experiencias nacional
populares fueron la alternativa a procesos de modernización autoritaria que dieron forma al
proceso de ampliación del Estado y mutación de las relaciones entre Estado y sociedad en
América Latina como desliza Touraine (1999). Claro está que en otro tipo de contextos más
institucionalizados y que no conocieron esta suerte de democratización a saltos forzados, el
populismo puede también, surgiendo de una crisis de representación, no tomar la forma
aludida de ser un constructor de instituciones y organización sino convertirse esencialmente
en una forma de qualunquismo.
La vida política argentina estuvo así marcada por la presencia de identidades
populares poderosas, fortalecidas en momentos de cierre del sistema político a partir de
prácticas como la abstención o la proscripción. Estas fuerzas desarrollaron ciertamente
prácticas excluyentes en el poder que repercutieron negativamente sobre diversos aspectos
12

de las dimensiones republicana y liberal, componentes ineludibles de lo que hoy


consideramos un orden democrático liberal.
Con todo, el populismo fue la forma de nuestra democratización, de la construcción
y expansión de derechos. Toda nuestra discusión sobre el pasado radica en el equívoco de
equiparar la democratización con la democracia, entendida ya sea como un régimen
político, una forma de gobierno o una forma de sociedad. La democratización no tiene un
solo signo político: es un proceso sociológico de homogeneización que puede comprender
desde la evolución de los gobiernos representativos hasta formas populistas o incluso
totalitarias. Es esta confusión también la que nos ha vedado indagar las formas complejas
de tensión entre las experiencias populistas y el Estado de derecho.
En los años 80 del siglo pasado, el populismo se vio como el fantasma a exorcizar
por una sociedad que había sufrido frecuentes fracasos en desarrollar una forma de
convivencia política estable. Una frontera con el pasado que enfatizaba las dimensiones
liberales y republicanas constituyó sin lugar a dudas un freno contra la reiteración de un
populismo tout court con sus pretensiones más hegemonistas y excluyentes. Es por ello que
no creo que corresponda hablar con propiedad de populismo desde los años 70 en el caso
argentino. Somos demasiado demócratas liberales –y ello en virtud de la inmensa
transformación intelectual y moral que supuso la fundación de 1983- para que aquel juego
de exclusiones e inclusiones pueda desarrollarse plenamente pese a las pretensiones de
algunos. Sin embargo, la propia caracterización de ese pasado que se pretendía dejar atrás
en el “Discurso de Parque Norte”7, convivía con la aspiración a un “Tercer movimiento
histórico” que hundía sus raíces en aquel pasado populista.
Somos herederos de nuestra democratización populista como somos artífices de
nuestro intento de construir una democracia liberal. En ésta persistirán sin duda diversas
marcas y comportamientos de nuestra propia historia. Las formas de nuestra
democratización no pueden ser exorcisadas, aunque su hibridación con otras tradiciones
puede sin duda transformar alguna de sus aristas. Frente a ese pasado que continúa en parte
habitando nuestro presente, hacemos mal en reaccionar con juicios morales concluyentes.
El particular espesor que alcanza en Argentina el discurso acerca de los derechos colectivos
sería impensable sin aquella herencia. La memoria de la democratización es también
un bien valioso a conservar; y ello es así porque si hoy claramente hemos fundido en
nuestra concepción dos tradiciones distintas como son la democrática y la liberal para
afirmar que nada parecido a una voluntad popular puede surgir allí donde no imperen las
garantías propias del Estado de derecho, también debemos tener presente que ninguna
democracia liberal puede subsistir en nuestros días allí donde un proceso de
democratización no ha extendido este espacio de derechos al conjunto de la sociedad.

7
Discurso pronunciado por el presidente Raúl Alfonsín el 1º de diciembre de 1985 ante el plenario de
delegados del Comité Nacional de la UCR. Entre sus principales autores estuvieron Juan Carlos Portantiero y
Emilio de Ípola.
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