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I
Gerardo Aboy Carlés2
Tratar de reflexionar sobre lo que me han solicitado, esto es, sobre el carácter de
causa o consecuencia que el populismo reviste en la crisis iberoamericana requiere no solo
precisar qué es aquello que entendemos por populismo sino a qué crisis nos estamos
refiriendo. Pero como si ello fuera poco, ni los procesos sociopolíticos responden a
mecanismos de explicación monocausales, ni vivimos en un presente sin historia, sin
sedimentación de identidades y prácticas a través del tiempo, que inevitablemente harán del
fenómeno populista partícipe tanto de las causas como de las consecuencias de lo que a
grandes rasgos podríamos caracterizar como una creciente crisis de representación, de una
parte, y una erosión de las capacidades estatales, de otra.
Es algún tipo de demanda de democratización en contextos de crisis de
representación y con signos ideológicos muy variables, la que suele existir en los albores de
las experiencias populistas. Si la génesis de estos movimientos suele situarse en la
dimensión representativa de los sistemas políticos, la impronta de su irrupción conlleva no
obstante consecuencias en lo que hace a la dimensión decisional de aquellos. Sabemos
desde Touraine que las experiencias populistas suelen mixturar categorías sociales, actores
políticos y elementos ideológicos. El aparente reforzamiento del Estado como instancia de
unificación comunitaria tiene allí por contrapartida cierta colonización de la dimensión
decisional de los sistemas políticos al ser invadidos por la sociedad. Si de una parte
Touraine (1999, pp.332) afirma que “el modelo populista está muy lejos de cualquier forma
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Una primera versión de este trabajo fue presentada en las Jornadas Nacionales “La democracia argentina
en el último siglo”, organizadas por EUDEBA, la Universidad de Buenos Aires, el Honorable Senado de la
Nación, FLACSO y SAAP en Buenos Aires los días 18 y 19 de agosto de 2016.
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Investigador Principal del CONICET y Profesor Titular del Instituto de Altos Estudios Sociales de la
Universidad Nacional de San Martín.
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dominación, surge así la idea del árbitro en ese precario equilibrio y ese César no es otro
que Getulio Vargas.
Están allí ya todos los elementos que la sociología latinoamericana había acopiado
en su caracterización del fenómeno populista: una sociedad en rápida transformación y una
estructura institucional que resulta obsoleta para procesar ese cambio (Germani, 1962),
actores sociales débiles capaces de impugnar el poder pero sin potencial para reemplazarlo,
una nueva articulación política que reconstruirá como árbitro un precario equilibrio capaz
de gestionar el rápido proceso de democratización y ampliación del sistema político
existente.
Veamos brevemente como se dio este proceso en la experiencia de la naciente
democracia argentina.
Entre las postrimerías del siglo XIX y la primera década del siglo XX tiene lugar un
cambio sustancial en la matriz de constitución de las solidaridades políticas en Argentina.
Si la UCR surge como una impugnación del orden conservador en los inicios de los años
90, es la transformación de esta fuerza bajo el liderazgo yrigoyenista la que marcará a fuego
al proceso de democratización en curso y al orden político posterior. En sus orígenes, la
UCR fue una fuerza que luchaba por la vigencia del sufragio libre, sin fraudes ni
coerciones. El sufragio universal no constituía una reivindicación para una fuerza que
añoraba la competencia entre élites en disputa que había imperado entre Caseros y el 803.
La larga abstención iniciada en 1897, junto con la práctica desaparición de la organización
hasta mediados de la siguiente década, potenció la crisis de representación y el
debilitamiento del orden conservador. Al mismo tiempo, en el cambio de siglo, la vieja
entente entre roquistas y pellegrinistas se rompía debilitando a la fuerza gobernante. Con la
llegada de Figueroa Alcorta al gobierno en 1906, el ala reformista del antiguo orden se
hacía con el poder y sus sucesores darían el ansiado paso hacia la conversión de la
república posible alberdiana en una república verdadera. En el mismo lapso, en las filas
radicales rehabilitadas con el intento revolucionario de 1905, se va produciendo una lenta
metamorfosis en paralelo con los intentos reformistas de la élite. Al asegurar que no
existían condiciones para participar en los comicios en función de la venalidad existente, el
radicalismo ampliaba aquel intento de impugnación nacional hacia el poder, nacido en la
década precedente. La UCR bajo el liderazgo de Yrigoyen no se concibe como una fuerza
política entre otras sino como la encarnación de la soberanía de todo un pueblo cuyo acceso
a la representación había sido vedado. Es por ello que, como decía Yrigoyen en su
correspondencia con Pedro C. Molina (Botana y Gallo, 1997, pp. 668-679) la UCR no
aparecía como un partido, sino como la representante de la nación toda, una fuerza nacional
en la que cabían todos los programas, pues el suyo era el imperio de la Constitución. No se
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Recordemos que formalmente, el sufragio universal masculino regía desde la primera mitad del siglo XIX.
La ausencia de padrones estables y las prácticas venales en el marco del carácter voluntario y cantado del
voto estuvieron en la base de que el sufragio libre se convirtiera en una demanda finisecular.
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trataba de una simple partición entre dos colectivos en conflicto: en este aspecto, la
partición comunitaria atribuida al populismo es, en la voz de sus líderes, siempre una falsa
partición. Para Yrigoyen, se trataba del enfrentamiento entre la Nación y un orden que no
era más que una mera excrecencia irrepresentativa y usurpadora. Es en ese sentido que debe
interpretar se su contraposición entre la Causa y el Régimen.
Quien quiera caracterizar el intento de democratización de la élite reformista del
Régimen no puede soslayar las palabras del salteño Indalecio Gómez, Ministro del Interior
de Sáenz Peña, al fundamentar las nuevas leyes electorales en la Cámara de Diputados. Allí
vemos, entre otras cosas, que la masificación del voto a través de su obligatoriedad aparece
como la forma más adecuada de garantizar el sufragio libre; los padrones permanentes
sobre la base del enrolamiento militar y el carácter secreto del voto, coadyuvan a ese fin al
evitar las prácticas venales. Si el fin de los reformadores era la construcción de fuerzas
políticas modernas y representativas del electorado, la gramática del proceso de
democratización era típicamente liberal: se trataba de garantizar el sufragio libre a lo largo
y a lo ancho de las 14 provincias; dar seguridad al ciudadano para la expresión y
efectividad de sus preferencias electorales. Para ello, los gobiernos de Sáenz Peña y de La
Plaza enviaron comisionados a las provincias, buscaron nacionalizar las condiciones por
encima de las situaciones provinciales ejerciendo una fuerte presión sobre los gobiernos
locales y con la meta de que los ciudadanos tuvieran las mismas garantías en el ejercicio de
sus derechos electorales. Se trataba pues de un proceso político de democratización en
clave liberal que nacionalizaba las condiciones a lo largo de toda la extensión del territorio
de las provincias. Pocas veces se repara en las muchas tensiones que un proceso de
democratización, entendido como una homogeneización de capacidades, derechos y
condiciones, supone respecto de la estructura federal del Estado.4
Este proceso de reducción de las particularidades territoriales y democratización en
clave liberal se va a entroncar con otro proceso impulsado por el propio desafío
yrigoyenista. Quién sería el principal beneficiario del proceso de reforma era, bajo todos los
aspectos, un representante que no hacía honor a aquél intento de promover la creación de
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Democratización, bueno es decirlo, limitada. No nos referimos simplemente a que el sufragio femenino no
estuviera más que en la agenda del Partido Socialista. Solo los hombres argentinos mayores de edad
residentes en las hasta entonces catorce provincias existentes o en la Capital Federal, podían ejercer su
sufragio. Los habitantes de los territorios nacionales, alrededor del 4,2% del total hacia 1914, carecían de
representación. A ello se suma la exclusión del sufragio de los extranjeros que eran alrededor de un 30% de
la población total. Si se tiene en cuenta que los extranjeros subían al 43% en la población de entre 15 y 64
años y al 51% entre la de 65 años y más, y atendiendo a la absoluta preponderancia de extranjeros en oficios
como industria y artes manuales, dependientes de comercio y personal de servicio, estamos, conforme al
Tercer Censo Nacional de 1914, ante un fuerte sesgo sociodemográfico que principalmente excluye del
sufragio a trabajadores urbanos. A ello debe sumarse –ver la contribución de Natalio Botana en estas
mismas jornadas- que en diversas provincias la obligatoriedad del sufragio no rigió para los analfabetos. En
definitiva, en las primeras elecciones presidenciales posteriores a la reforma de Sáenz Peña, llevadas a cabo
en 1916, estaban habilitados para votar solo uno de cada siete habitantes y, efectivamente lo hizo, uno de
cada diez de la población total.
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partidos políticos modernos tal como éstos eran pensados por la élite reformista. Yrigoyen
encarna, al contrario que los reformistas del Régimen, una democratización intensiva, la
idea de un pueblo que no es el simple agregado de voluntades individuales sino que bajo su
conducción toma la forma de una voluntad antropomórfica indistinguible de su propio
liderazgo. La voluntad general ha reemplazado aquí a la voluntad de todos. Si los gobiernos
de Yrigoyen no se caracterizaron por una mayor deriva autoritaria, ello se explica porque a
diferencia del caso de Perón, su liderazgo nunca fue incontestado desde su propia fuerza
política. El Yrigoyen triunfador que lanza 19 intervenciones sobre las 14 provincias
argentinas en su primer mandato es aquél que justifica esta circunstancia en una soberanía
indivisible del pueblo a la que deben amoldarse las situaciones provinciales para que la
vigencia de la Constitución fuera, en sus palabras, una realidad.
Así, extrañamente, una UCR que había permanecido en diversas provincias,
indiferente a la reforma política, se sumará entusiasta al giro que la misma adquiere por la
torsión que el yrigoyenismo imprime en su derrotero.
Es característico de los populismos argentinos emerger en un contexto de crisis de
representación, profundizada por situaciones de venalidad que producen un distanciamiento
respecto de las instituciones políticas existentes, presentándose como la encarnación del
verdadero país para poner término a esta situación. Ocurrió con el yrigoyenismo luego de la
larga abstención y ocurrirá con el peronismo en dos oportunidades: tras la Década Infame y
tras la proscripción que dio lugar al postrero intento de un populismo imposible en los 70.
Ciertamente no fue el del yrigoyenismo el primer intento de constituir una concepción
monista de la voluntad nacional con escaso espacio de arraigo para el pluralismo político.
Sin embargo, el hecho de que esta concepción se entroncara con un proceso de
democratización social y política, la dotó de una singular intensidad que impregnaría la
vida política del país en las décadas por venir. En este sentido, el “unanimismo” que
aparece con el Yrigoyenismo es distinto de aquel estudiado por Hilda Sábato (2009) en la
segunda mitad del siglo XIX. Si este último entendía que las facciones destruían la unión
política y las elecciones se concebían como la selección del mejor representante del interés
común, en el siglo XX será una concepción indivisible de la soberanía y el sujeto popular,
potenciada por la fuerza del incipiente proceso de democratización, la que entrará en
escena5.
Pero esta crisis de representación que está en los albores de los populismos no
alcanza para caracterizar al fenómeno. Es aquí donde nos apartamos de Ernesto Laclau
(2005) quien identifica al populismo sin más con el proceso de constitución de un pueblo a
partir de la articulación equivalencial de una serie de demandas inatendidas y una común
oposición al poder que las ignora. Por esta razón, es que el resto de mi exposición estará
destinada a desarrollar una crítica a lo que entiendo son los errores más comunes a la hora
de aproximarnos al estudio de los populismos clásicos latinoamericanos en general y el
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Sobre el particular resulta especialmente ilustrativo el texto del decreto de intervención de la Provincia de
Buenos Aires emitido por Hipólito Yrigoyen el 24 de abril de 1917.
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I. LAS IDENTIDADES POPULISTAS SON SOLO UNA ENTRE
OTRAS DE LAS DIVERSAS FORMAS QUE PUEDE ASUMIR UNA
IDENTIDAD POPULAR.
Aquí nuestra distancia es con Ernesto Laclau (2005), como hemos adelantado. Las
ciencias sociales han hecho un uso ligero e intuitivo de categorías como “lo popular”. Por
lo general el mismo oscila entre identificarse con los pobres, los de abajo, o, con los
muchos, cuando no supone una poco clara combinación de ambas dimensiones: la
socioestructural y la numérica. Preferimos identificar el surgimiento de lo popular con una
solidaridad social originada en la autopercepción de un daño consistente en el sentirse,
junto con otros, negativamente privilegiados en alguna dimensión de la vida comunitaria y,
a partir de ello, constituir un campo común que se escinde del acatamiento sin más del
orden vigente, independientemente de que ese apartamiento conduzca a acciones que lleven
a atacarlo, cuestionarlo o apenas hacer más soportable la vida de los involucrados (Aboy
Carlés, 2013).
Existirán pues distintas formas de identidad popular, algunas de las cuales seguirán
el camino del aislamiento particularista y otras que pretenderán convertirse en los
verdaderos representantes de la comunidad toda. En el caso de los populismos esto último
es lo que ocurre, como vimos en el caso del yrigoyenismo. Sin embargo, que una identidad
emergente se conciba como la representante del país todo y desafíe a lo que considera un
grupo de usurpadores sin arraigo alguno en la sociedad no indica que esto se verifique en la
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práctica. La experiencia nos muestra que el hecho traumático para los populismos
latinoamericanos fue que su acceso al poder o a la competencia por el mismo, desmintiera
esa pretensión de constituir la representación de todo el país. De Yrigoyen a Vargas o
Perón, entre la mitad y un tercio de la población se plantaron en la vereda de enfrente de la
nueva identidad emergente e impugnando aquella pretensión de una representación unitaria
de la comunidad.
La especificidad de las identidades populistas está justamente en la forma en que
tratarán de resolver esa disparidad entre la pretensión de representar al todo y la realidad de
constituir una parte de la comunidad. Lo harán ciertamente en una forma muy distinta a
como el totalitarismo soluciona el mismo problema: éste procede a la reducción violenta de
la oposición a la fe emergente mediante la eliminación física y el terror. En esa disyuntiva,
los populismos podrán utilizar medios represivos, pero no es por esa vía por la que
consiguen reducir esa disparidad entre el todo y las partes: el populismo se recorta como
una realidad diferente a partir de la constante oscilación entre esa pretensión de representar
al país verdadero que se atribuye y la negociación con los actores remanentes del orden que
vino a suplantar. El enemigo es el Otro y no lo es al mismo tiempo, porque el populismo
redefinirá una y otra vez tanto la frontera entre un pasado repudiado que le dio origen y, un
presente y un futuro que son su contracara. Su apuesta no es la guerra sino la regeneración
de los actores: aquellos políticos venales del ayer que serán los ciudadanos virtuosos del
mañana o aquellos egoístas del ayer que comprenderán y sufrirán por sus conciudadanos. El
mecanismo a través del cual los populismos realizan esta operación es un juego pendular
entre la representación excluyente de la identidad emergente y la representación de la
comunidad en su conjunto. Se trata de un juego de inclusiones y exclusiones intensas y no
del simple oscilar característico de toda identidad política competitiva que intenta conciliar
la ampliación de su espacio de representación con la afirmación de su diferencia específica.
Fácilmente podemos encontrar este movimiento en el uso de la invocación nacional por
parte de Perón: la misma se desplaza constantemente entre circunscribir la argentinidad a
los peronistas o extenderla al conjunto de los naturales del país. Fidelidad a la ruptura
fundacional o adecuación al juego de fuerzas emergentes a través de un movimiento que
pone incesantemente en cuestión los límites de la comunidad política, incluyendo y
excluyendo a veces alternativa, a veces simultáneamente, al adversario de la comunidad
legítima. Aquí radica la ambigüedad de términos como “justicia social”, que pueden ser
entendidos bien como promesa reformista o bien como una carta conciliadora frente al
conflicto social. Aquí radican también las lecturas polares que han querido ver en el
populismo formas revolucionarias o una fuerza transformista capaz de sostener el statu quo.
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Oscar Albrieu y León Bouché se incorporaron al gabinete de Perón en el transcurso del mes de julio de
1955, reemplazando respectivamente a Ángel Borlenghi y Raúl Alejandro Apold. Estos cambios se
enmarcaron en el intento de Perón de distender el clima político introduciendo dirigentes con mejor diálogo
con las fuerzas de oposición.
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Entre los usos más antojadizos del término populismo estuvo sin duda su aplicación
a una serie de liderazgos que en la América Latina de los años 90 ensayaron políticas de
reformas de mercado. Menem, Salinas de Gortari, Collor o Fujimori, fueron asi calificados
de “neopopulistas” en una reactualización muy poco feliz de una vieja noción de la
sociología latinoamericana. Kurt Weyland (2004) fue quizás quien más fuertemente sugirió
que las nuevas experiencias suponían el liderazgo carismático discrecional sobre una
amplia masas de seguidores desorganizados. El problema mayor fue cuando en el sentido
común, este rasgo pasó a convertirse en una marca distintiva de lo que se llamaría
populismo sin más.
En verdad, los populismos latinoamericanos demuestran por el contrario un
significativo esfuerzo por la organización de los seguidores. La amplia organización
territorial del radicalismo yrigoyenista, el énfasis de Perón sobre la conversión de la masa
en pueblo y el encuadramiento en ramas del movimiento, la organización corporativa del
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PALABRAS FINALES
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Discurso pronunciado por el presidente Raúl Alfonsín el 1º de diciembre de 1985 ante el plenario de
delegados del Comité Nacional de la UCR. Entre sus principales autores estuvieron Juan Carlos Portantiero y
Emilio de Ípola.
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BIBLIOGRAFÍA
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14
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