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UNAMUNO Y DERRIDA

La “reserva” como estrategia textual

I. Contracorriente

“Extravaga, hijo mío, extravaga, que más vale eso que vagar a secas. Los
memos que llaman extravagante al prójimo, ¡cuánto darían por serlo!”1

El diccionario de la Real Academia Española define lo extravagante como


aquello “que se hace o dice fuera del orden o común modo de obrar”; lo “raro, extraño,
desacostumbrado, excesivamente peculiar u original”. Lo que rompe con la costumbre y
el discurso establecidos. Extravagantes, si no intempestivos, son los escritos de
Unamuno. Su riqueza y diversidad, así como la aparente incoherencia que en ellos
reina, propician, incluso buscan, la pluralidad de interpretaciones. Unamuno se niega a
ser encasillado, huye de las etiquetas, de los formulismos, de la sistematicidad
metodológica, de los arquetipos y de los absolutos. Su obra no se agota en sí misma,
sino que quiere permanecer abierta a nuevas búsquedas, a nuevas propuestas y
soluciones, abierta a la propia capacidad poiética del lector, al que Unamuno pasa el
testigo.

Tras cada personaje, cada situación, cada paisaje, cada conversación se esconde
un rico haz de significaciones que provoca el constante desplazamiento del texto hacia
nuevos territorios de significación, sin que sea factible apurar el inmenso caudal de
posibilidades que se abren al lector en los miles de páginas que configuran el legado
unamuniano. Siempre parece quedar en el aire una última lectura; un aspecto
importante no tenido en cuenta; un texto oculto que, lejos de constituir el texto final,
remite a otro. Precisamente en esto consiste la permanente actualidad del pensamiento
unamuniano. Un pensamiento en perpetua renovación, regeneración, revitalización. Un
pensamiento que, en su afán por arrancar a occidente del “marasmo intelectual” en que

1
M. de UNAMUNO, Amor y pedagogía, en Obras Completas, XVI vols., Afrodisio Aguado, Madrid,
1959-1964, vol. III, 507. A partir de ahora cito todas las obras de Unamuno por esta edición,
correspondiendo el número romano al volumen y el arábigo a la página.
2

le ha sumido una tradición volcada en la explicación racional, analítica, de la realidad,


pone en marcha una nueva forma de escritura que en ciertos aspectos se halla muy
cercana a la práctica textual derridiana, el “arte” de la deconstrucción. Y utilizo el
término “arte” en su antigua acepción de techné, de técnica o práctica de intervención
activa e innovadora que manipulando la realidad, en este caso la realidad textual, la
recrea.

Ahora bien, al hablar de proximidad entre el quehacer unamuniano y el juego


derridiano de la diseminación, de la différance (en su doble sentido de diferir y
diferenciar) no pretendo establecer ninguna relación de dependencia, filiación o
identidad entre ambos. Más bien se trata de dar razón de mi reiterada sospecha de que
el pensamiento unamuniano se enmarca en una forma de hacer filosofía que tiene un
cierto aire de familia con la de Derrida en cuanto da cabida a lo subjetivo, lo indefinible,
lo cotidiano, lo irracional y volitivo con el fin de liberar a la realidad del encasillamiento
dogmático a que ha estado sometida durante largo tiempo. La deconstrucción en
Derrida o el cordialismo en Unamuno entiendo responden a un mismo esfuerzo por
remover desde sus cimientos el inmenso edificio de una tradición filosófica que nos ha
presentado la realidad desde fuera, como una vacía ficción metafísica, y no desde
dentro, desde la perspectiva de nuestro cotidiano enfrentamiento con el mundo.

Ni en Unamuno ni en Derrida cabe hablar de transgresión. Ninguno de los dos


cree necesario, tampoco posible, situarse más allá de la metafísica. No pretenden
solicitar las estructuras desde fuera. Entre otras cosas porque ambos son conscientes de
la dificultad de liberarse de una estructura, la metafísica, que configura el propio
pensamiento, el lenguaje mismo en que se expresa la crítica. Por más que se la niegue y
critique, siempre echamos mano de sus recursos, de sus estrategias, de sus términos. En
realidad, el objetivo es evitar caer en los “defectos de construcción” que vician la
estructura del edificio filosófico occidental: eludir su tendencia a la solidificación, a la
cristalización sistemática. Objetivo nada fácil de cumplir si tenemos en cuenta que la
denuncia de las estructuras metafísicas se realiza con una terminología que, una vez
utilizada, se consolida, reproduciendo la ilusión que buscaba combatir.
3

No hay posibilidad alguna de instalarse en la transgresión. La “destrucción” o


“demolición” quedan fuera de los límites de cualquier pensamiento crítico. Sin
embargo, es factible mantenerse en esos límites. Ni dentro, ni fuera. Ni sistema ni
anarquía, sino entre el sistema y la anarquía. Bajo la paradójica reflexión unamuniana,
tras la diseminación derridiana, hay un hilo conductor que responde a la unidad de
intención y de pensamiento. Eso sí, un pensamiento regido por la necesidad de rehuir el
inmovilismo que caracteriza la filosofía occidental.

II. Un género literario particular2

“La filosofía puede ser y es algo distinto de un enlazar dialécticamente


pensamientos que expliquen todo lo existente; acaso la filosofía es algo que está
más cerca de la poética que de la lógica del universo”3

Empeñado en desvelar el enigma de la vida, su sentido último, si es que lo tiene,


Unamuno se niega a permitir que el discurso filosófico tradicional siga aprisionando,
con férreo corsé intelectual, lo que por naturaleza es inaprehensible, indecible e
indecidible. Nuestra histórica tendencia a someter la vida a un texto único, a sujetarla a
un leguaje único que remite a un único significado, debe ser arrumbada en pro de un
porvenir en que se asuma el riesgo que supone la existencia misma. Y esta, lejos de
presentarse como realidad estática, dada y definitivamente constituida, es una continua
peregrinación hacia un futuro preñado de posibilidades que no se deja apresar en
categorías ni definiciones.

En Unamuno, la filosofía pierde su rígido carácter conceptual para confundirse


con la poesía y la religión: “Yo -afirma- no siento la filosofía sino poéticamente ni la
poesía sino filosóficamente. Y ante y sobre todo religiosamente”4. El pensamiento, si
ha de expresar la realidad vital, debe rescatar para sí lo que de simbólico y metafórico
hay en otras formas de razón humana: utópica, simbólica, narrativa, dialéctica...

2
J. DERRIDA, Marge de la Philosophie, París, Minuit, 1.972, 327
3
M. de UNAMUNO, Algunas consideraciones sobre la literatura hispano americana, III, 1.902; cfr.
Plenitud, III, 764 a 766
4

Formas que por naturaleza están mejor capacitadas para mostrar la complejidad y
variedad de una existencia en la que cada acto, cada sentimiento y cada experiencia
remiten a un nuevo estadio marcado a un tiempo por lo que fue y lo que no, por lo que
llegará a ser y lo que nunca será.

Unamuno expresa así lo que ya Nietzsche denunciara en un texto que por su


belleza, pero sobre todo por la fuerza e intensidad de las imágenes que utiliza, transmite
como ningún otro la precaria situación en que la filosofía occidental y la verdad acuñada
por ella se hallan respecto de la cambiante y escurridiza naturaleza de lo vital, que se
niega a ajustarse a los moldes de un discurso empeñado en igualar lo “no-igual”, lo
inasible e inaprehensible.

“¿Qué es entonces verdad? –pregunta Nietzsche-. Una hueste en movimiento de


metáforas, metonimias, antropomorfismos, en una palabra, una suma de
relaciones humanas que han sido realzadas, extrapoladas, adornadas poética y
retóricamente y que, después de un prolongado uso, a un pueblo le parecen fijas,
canónicas y vinculantes: las verdades son ilusiones de las que se ha olvidado
que lo son, metáforas que se han vuelto gastadas y sin fuerza sensible, monedas
que han perdido su troquelado y que ahora ya no se consideran como monedas,
sino como metal”.5

La verdad, la verdad como hasta ahora ha sido concebida, ha arrumbado


la intuición originaria, ha sometido el obrar humano al señorío de las
abstracciones, robando a la primitiva sensación, a la impresión repentina, la
frescura de lo inmediato, de lo versátil, la riqueza de lo vario y disimil. Si la
existencia no consiste en el simple transitar por el recto y lineal camino que lleva
de la cuna a la tumba, el pensamiento que la recrea no puede estar dominado,
como hasta ahora, por el querer-decir absoluto. De ahí que Unamuno sea el

4
L. ROBLES, Epistolario inédito, I, Espasa-Calpe, Madrid, 1992, 213; cfr. “Carta a Ernesto Ruíz
Contreras”, XIII, 132; Sobre la erudición y la crítica, III, 914.
5
F. NIETZSCHE, Sobre verdad y mentira en sentido extramoral, recogido en Schopenhauer educador y
otros textos, Círculo de Lectores, Barcelona, 1996, 42. He sustituido alguno de los términos de la
traducción por parecerme se ajustan mejor al estilo poético del mismo.
5

hombre de los desplazamientos, las contradicciones, los márgenes. Siempre en


el límite, denuncia lo que él llamó la “ideocracia” de occidente.

El reinado de las ideas toca a su fin. Ya en uno de sus primeros ensayos, La


ideocracia (1990), Unamuno combate “la odiosa tiranía de las ideas” y defiende la
variabilidad de su contenido, el desplazamiento de sus límites. El hombre no debe vivir
atendiendo a una tradición más o menos fijada, a una ficción metafísica que descansa
sobre el tranquilo sosiego de lo familiar; por el contrario, es preciso combatir a quienes
se resignan, arremeter contra la ortodoxia inquisitorial que se expresa en toda la gama
de dogmatismos que recorren la historia de occidente: el catolicismo, el racionalismo,
el agnosticismo, el socialismo y todos los “-ismos”6. Los hombres no deben vivir
conforme a una racionalidad establecida por sus antecesores o por sus coetáneos, sino
que han de vivir de sus propias fuerzas -como quería Nietzsche-, de sus posibilidades
particulares. Frente al idealismo, Unamuno defenderá el pragmatismo. Ahora bien, un
pragmatismo que, a diferencia del clásico, persigue la tiranía de los absolutos, de los
universales, incluyendo aquellos que pretenden servir de arquetipo para la acción.

El pensamiento unamuniano no se erige en un sistema de verdades objetivas,


sino que quiere constituirse en guía hacia descubrimientos que deben producirse en el
interior del lector. De ahí que sus novelas (“nivolas”) sean “laboratorios de vida”;
instrumentos de investigación que permiten alcanzar la vivencia de los conflictos
íntimos, los propios de una personalidad en continua formación que se enfrenta a una
pluralidad de “yoes” no siempre acordes. De ahí también que utilice todos los géneros
para mejor comunicar el ser-en-el-mundo de las cosas. Detrás del poema, del ensayo, el
tratado, el drama o la novela se esconde la lucha por aprehender la existencia, por huir
de los conceptos para alcanzar lo inefable, por hacer presente la vida en tanto constante
hacerse, por lograr la creación.

Muy en consonancia con Derrida, Unamuno combate el deseo irreprimible de


universalidad propio de la filosofía, su deseo de ser autosuficiente, de ser saber absoluto
al modo hegeliano. “Mis textos, afirma Derrida, no pertenecen ni al registro ‘filosófico’
ni al registro ‘literario’. Comunican de esta forma, eso espero al menos, con otros que,
6

por haber operado una cierta ruptura, ya no se llaman ni ‘filosóficos’ ni ‘literarios’ más
que según una especie de paleonimia...”7.

Algo similar acontece con los textos unamunianos. Sólo ejerciendo sobre ellos
una cierta presión cabe plegarlos a las exigencias del modelo filosófico; sólo ciñéndolos
a los perfiles del género y el estilo es posible identificarlos como literarios. De hecho,
los críticos no logran ponerse de acuerdo respecto a su pertenencia a una u otra forma de
la práctica textual en occidente. Así, mientras unos prefieren considerar los escritos de
Unamuno obra de un filósofo agobiado por problemas existenciales que, aunque dió
cuerpo poético a sus reflexiones, no ha logrado alcanzar la maestría de los grandes
creadores, los hay que le niegan un puesto en el mundo de la filosofía por ver en sus
escritos la profunda, pero aislada o fragmentaria, intuición del poeta. Y es que, los
textos unamunianos no se “acuestan” ni a la filosofía ni a la literatura. Quieren romper
esquemas, situarse en los bordes para desde ellos destacar la oculta violencia que el
pensamiento tradicional y sus formas han ejercido sobre aquello que no se deja fijar ni
alinear en “fila lógica”, lo que por sí mismo no es nunca idéntico ni puede serlo; lo que,
lejos de ser convergente y homogéneo, se dispersa en todas direcciones y en ninguna; lo
que se vuelve sobre sí sin retornar nunca a sí mismo porque no hay un “sí mismo”.

III. Monodiálogos

“... es tan difícil y tan muerto alinear en fila lógica lo que se mueve en círculo”8

Es tan difícil apresar lo equívoco, ambivalente y plural en la unidad de una sola


voz, un sólo sistema, un único texto; es tan costoso e improductivo. Platón, y con él
Occidente, creyó poder reducir la diferencia a la identidad de un sólo discurso verdadero
en el que decir y querer-decir coinciden. Ese fue su gran error, el gran error de
Occidente, que no contó con que la realidad no se deja ceñir a los estrechos límites
impuestos por categorías y conceptos. Entre otras cosas porque no es posible sujetar a

6
M. de UNAMUNO, Del sentimiento trágico de la vida, XVI, 448
7
J. DERRIDA, Posiciones, Pretextos, Madrid, 1977, 92
8
M. de UNAMUNO, En torno al casticismo, III, 183
7

razón lo irracional, someter a norma lo raro y excepcional, reiterar a voluntad lo


irrepetible.

Consciente de todo ello, Unamuno se niega a encadenar una realidad dinámica y


heterogénea a las frías abstracciones del “logos”, de la palabra que, eliminando de forma
arbitraria las diferencias individuales, se impone a la vida. Para él, definir es matar,
vaciar de contenido la realidad atentando contra su riqueza y variedad. De ahí que
Unamuno pretenda eludir la tradicional tendencia de Occidente a explicar la realidad
empaquetándola en cómodas y manejables fórmulas universales, en hueros conceptos,
que al prescindir de la experiencia vital originaria de la que surgieron, puedan ser
aceptados convencionalmente por la colectividad. Unamuno se rebela contra lo que
Derrida ha denominado el logofonocentrismo imperante en Occidente. Responsable,
piensa Unamuno, de convertir la conciencia en puro lugar de presentación de las cosas y
no en lugar de revelación de las mismas.

Semejante forma de pensar (vivir o sentir, figurar o fantasear) demanda un


código lingüístico flexible que permita la continua recuperación de las partes no
incluidas en el signo. Un código que haga saltar los límites de los antiguos términos y,
desplazando su sentido, les dota de un nuevo significado que, sin forzarlos, los ensanche
y disperse. En Unamuno, términos como “yo”, “personalidad”, “filosofía”, “religión”,
“inmortalidad”, “Dios”, “fe”, “esperanza”, “espiritualidad”, “nada”, “razón”, “historia”,
etc. amplian sus posibilidades semánticas hasta tal punto que pueden llegar a significar
una cosa y su contraria, creando un juego de resultantes que sólo cobran vida por obra
del permanente diálogo establecido con todos y con todo, contra todos y contra todo.

La dialéctica unamuniana y su particular juego de resultantes no busca la


renovación del modelo dialéctico tradicional. Sus resultantes no alcanzan a constituir
una síntesis, no son producto de la oposición entre dos voces cuyo discurso está sujeto al
poder instituido de la monosemia lingüística. Más que síntesis se diría conforman líneas
de fuga que marcan cada lectura: la que cada lector quiera hacer en cada momento.
Lectura siempre sujeta al devenir de nuevas y posibles lecturas, se realicen estas o no.
Algo muy acorde con el concepto unamuniano del “yo” como pluralidad de sujetos que
conviven en discordante armonía no sólo con sus “yoes” presentes sino con sus “yoes”
8

futuros, con los pasados y con los “yoes ex-futuros”, los que pudieron ser y no fueron
aunque sigan afectando a la vida toda del individuo. Se trata de voces independientes
que se solapan y yuxtaponen, se entremezclan en un canto coral que escapa a la
identidad, pero también a la plena dispersión; voces que se entreveran y configuran el
permanente diálogo interior que Unamuno ha bautizado con el significativo término de
monodiálogo. Ni monólogo ni diálogo, ni uno ni múltiple, sino ambas cosas y ninguna.
Diálogo sin diálogo, monólogo sin monólogo. Él mismo lo describe en su prólogo a la
edición española de La agonía del cristianismo:

“¿Monólogo? Así han dado en decir mis..., los llamaré críticos, que no escribo
sino monólogos. Acaso podría llamarlos monodiálogos; pero será mejor
autodiálogos, o sea diálogos consigo mismo. Y un autodiálogo no es un
monólogo. El que dialoga, el que conversa consigo mismo, repartiéndose en
dos, o en tres, o en más, o en todo un pueblo, no monologa. Los dogmáticos son
los que monologan, y hasta cuando parecen dialogar, como los catecismos, por
preguntas y respuestas”9.

Podría decirse que la obra unamuniana en su conjunto constituye un interminable


autodiálogo en el que el autor se enfrenta a una realidad cuya plasticidad escapa a la
capacidad tipificadora de la razón analítica, que sólo conoce de élla su cadáver inerte.
La constante oposición de distintas voces tiene pues una doble función: por una parte,
impide la adhesión absoluta a cualquiera de las explicaciones parciales -provisionales-
que se proponen sobre la realidad; por otra, promueve la construcción de textos
inconclusos en los que la continua intervención de un “tú” precario, no definido, evita la
adscripción a cualquier modelo dado, sea cultural, personal, moral o histórico. Los
escritos unamunianos recrean la permanente discusión del hombre consigo mismo y con
los otros, del hombre que no alcanza a encontrar un sentido último porque todo
significante forma parte del complejo juego de significantes que configura el misterio de
la vida, el “enigma de la Esfinge”. Enigma que, como tal, conserva su significación
oscura y misteriosa, indecidible, penúltima, nunca completamente aprehendida.

Profundo conocedor de los resortes que ponen en funcionamiento las facultades


espirituales humanas, Unamuno llevará hasta sus últimas consecuencias la actitud
dialogante, aquella que atendiendo a los distintos usos que hacemos del lenguaje destaca

9
M. de UNAMUNO, La agonía del cristianismo, XVI, 456
9

el importante papel que la multiplicidad y la heterogeneidad desempeñan en el proceso


autopoiético de la persona. Colocándola en el interior mismo de cada hombre, la
tensión dialógica desmiente la errónea univocidad en que se planteaba la lógica
hegeliana y, en general, la epistemología de oposiciones monovalentes de sus
antecesores.

En la misma línea de Nietzsche, Unamuno se levanta contra la tácita admisión de


un modelo establecido cuyos signos refieren una realidad última para promulgar la
muerte de las certezas definitivas, para recuperar al sujeto individual como sujeto de
incertidumbres, dudas, reformulaciones y preguntas. Cuando Unamuno apela a los yoes
que cohabitan en el escenario de nuestra conciencia, cuando pone en juego una red de
réplicas y contrarréplicas entre el autor y sus personajes o cuando reclama al lector su
intervención en la obra como interlocutor, lo que está haciendo es poner de manifiesto el
diálogo sin fin que mantiene la conciencia personal. No debemos perder de vista, sin
embargo, que esa aparente pluralidad se resuelve siempre en el marco de la unidad
constitutiva de cada conciencia individual. Unidad que no implica identidad:
supresión, absorción o fusión de las diferencias.

En algún sentido, el monodiálogo recuerda la deconstrucción derridiana. Supone


una cierta différance, una dispersión que no excede los límites de la conciencia (el
“texto”) en sus más diversos ámbitos de pensamiento y actividad pero que “se mantiene
constantemente en un equilibrio inestable entre lo que lo constituye y lo excede,
trabajando en su margen mismo a fin de lograr un pensamiento que no descanse
nunca”10

Unamuno recurre al método dialógico para representar la lucha de disonancias,


la inconclusividad de la persona, el misterio del ser y la inutilidad de exigir -ni al autor
ni al texto- claves simplificadoras o soluciones últimas. Por eso sus “conversaciones en
solitario” parten de la desconfianza hacia cualquier visión unificada del mundo. No hay
una verdad, una norma, una autoridad, moralidad o historia auténticas. Todo enunciado

10
La cita está tomada de C. de Peretti y, aunque yo aplique sus palabras a Unamuno, su pretensión
original es describir el quehacer derridiano respecto del “texto” en que se muestra el ámbito de desarrollo
del pensamiento y de la praxis occidentales. C. de PERETTI, Jacques Derrida. Texto y deconstrucción,
prólogo de J. Derrida, Anthropos, Barcelona, 1989, 21
10

se presenta y entiende como acto de habla que conlleva no sacrificar los diversos puntos
de vista a uno sólo arbitrariamente elegido. Se trata de rehuir la seguridad de lo estático,
de “tachar el origen” -como lo llamaría Derrida-, explorando todos los significados y
combinaciones de un lenguaje en el que el origen no es simple sino plural y complejo.

Hay pues que confrontar enunciados para provocar nuevas asociaciones,


confundiendo los límites entre las dos caras de una oposición: ser-muriendo, ficción-
real, sepulcro-cuna... Hay que reactivar los signos mediante paradojas, sinónimos,
antónimos, metáforas, neologismos, etimologías, rupturas genéricas y todo aquel recurso
que cumpla con los requisitos necesarios para enmarcar todo discurso dentro de un texto
único que se renueva a través del juego de las palabras, de su re-estructuración y
remoción.

IV. Texto e historia

El juego, como el diálogo, se convierte en una metáfora de la existencia en la


que las contradicciones expresadas nos obligan a ir más allá de las proposiciones
mismas para considerar las relaciones con sus opuestos desde la íntima ligazón que las
une. Puesto que el diálogo no tiene límites formales ni está bajo el control de los
dialogantes, queda abierto a las múltiples posibilidades de una polisemia que escapa al
empeño organizador del texto metafísico tradicional. Así, visto como forma de
entreveramiento de ámbitos que permite el desarrollo de la creatividad, el diálogo -el
acto lúdico- evita que el texto se reduzca a un horizonte de sentido clausurado,
situándolo más bien en la esfera del texto general del que habla Derrida: la escritura en
tanto totalidad del lenguaje-experiencia, en tanto “articulación de toda experiencia,
cualquiera que ésta sea”. La escritura designa, de hecho, toda una época o cultura, nada
queda fuera de ella, del texto11. Un texto que es, por eso mismo, historia.

No es este el momento de entrar en un análisis exhaustivo de la función que


términos como “historia” e “intrahistoria” puedan desempeñar en el pensamiento
11

unamuniano. Sin embargo, resulta interesante adentrarse en las implicaciones que esta
distinción tiene en la revisión que de la tradición cultural de occidente propone
Unamuno, ya que de nuevo se produce un desplazamiento de los límites que impide la
definición o clausura de los términos.

Unamuno sospecha que eso que llamamos historia, el relato de la concatenación


de sucesos perfectamente localizados en tiempo y lugar, no representa más que el
empeño por aferrarnos a lo acontecido en cada instante, cuando en realidad la historia,
como la vida, ha de ser algo vivo, dinámico, en constante hacerse. La historia, para
Unamuno, es la historia de los “hechos”: el paso del quehacer de las generaciones
pasadas transmitido a sus descendientes, en los que vive y sobre los que actúa formando
el sedimento, cada vez más rico, de las verdades eternas. La historia es, pues, la
“intrahistoria”: el olvido colectivo que informa los acontecimientos actuales de la
historia; el inconsciente histórico que guarda y conserva las verdades conquistadas en el
flujo y reflujo de la conciencia histórica, de la memoria colectiva.

Atendiendo a ello, el presente se nos aparece como una realidad compuesta por
dos estratos que guardan entre sí una estrecha relación de dependencia según la cual el
momento histórico consciente se apoya en el presente intrahistórico inconsciente, del
que surge y sobre el que revierte. Un presente, el intrahistórico, que es simultáneamente
pasado “re-vivido” y futuro “por venir”; eterna reconquista de la vida que al pasar
recoge en sí el pasado, el presente y el futuro de la humanidad.

“Atamos el ayer al mañana... y no es el ahora, en rigor, otra cosa que el esfuerzo


del pasado por hacerse porvenir”12

El mañana es hoy y el hoy es ayer. El tiempo es la “forma” de la eternidad.


Lugar de manifestación de lo perdurable en que el “ahora” resume y compendia la
eternidad toda. El ahora, presente fugaz y eterno, contiene en sí los intentos todos de la
humanidad por salvar las deficiencias de que es testimonio el tiempo. Y es el recuerdo
de ese fondo subhistórico, olvidado pero permanente, lo que permite al hombre

11
J. DERRIDA, De la gramatologie, París, Minuit, 1967, 227
12
M. de UNAMUNO, Del sentimiento trágico de la vida, XVI, 325; tb. 317
12

descubrir el sentido de lo que antes pasó y pasa, proyectando su esperanza hacia una
realidad aun no devenida que es recuerdo recreado en el futuro.

La muerta memoria de lo real se convierte en recuerdo de lo posible, de lo “aún-


no”. De manera que no es por la conciencia sino por el olvido -el componente
inconsciente y colectivo de la historia- como se fragua esa realidad que llamamos
humana, cuyo desarrollo, lejos de lograrse en la obra del espíritu y la cultura, queda a
merced de la ignorancia y la incultura.

Unamuno no renuncia a los logros de la conciencia, pero entiende que el cerco


impuesto por la razón a la vida no es más que un espejismo que falsea, desvirtúa y mata
la vida que pretende reflejar. Aquella que en virtud de la experiencia personal y plural
determina la aparición de la actividad cultural en las olas de la historia; actividad que a
su vez repercute en los hechos que conforman la tradición histórica.

El término “cultura” se presenta entonces tan esquivo como el de “intrahistoria”.


Por una parte, la cultura se caracteriza por la exigencia personal de controlar los
movimientos espontáneos de nuestra naturaleza a través del saber objetivo, racional.
Por otra, refiere la sabiduría vital del pueblo, de la colectividad ignorante que no conoce
la verdad porque no la hay, porque la verdad es la verdad de cada uno.

Por eso mismo, no cabe hablar de verdadera historia sin hablar de la historia
“verdadera” del hombre local y pasajero. Pero esta historia, la del substrato
intrahistórico del devenir humano, escapa a todo intento de análisis, ya que se configura
por dispersión y divergencia y no por consenso y convención. No hay identidad en la
verdad, sino alteridad. Si una misma idea produce en dos mentes distintas conclusiones
diferentes13, ¿qué decir de una misma experiencia vital? La verdad, la que Unamuno
llama “verdad eterna” es heterogénea: un entramado de verdades que entrecruzándose
en un punto se separan inmediatamente para formar trama con otras verdades, sobre las
que vuelven y de las que se alejan en un constante ir y venir en que lo que converge y se
entrevera, diverge y se distancia, y lo que diverge y se distancia, converge y se
entrevera, sin que pueda afirmarse ni la unión ni la dispersión. No hay trama ni
13

urdimbre, pero en el lienzo de la tradición se armonizan las verdades todas, las de todos;
mi verdad, la tuya y la de cuantos son y han sido. Es aquí precisamente donde la
distancia entre Unamuno y Derrida se hace más patente.

A diferencia de Derrida, en Unamuno subsiste la idea de que la historia pudiera


concebirse como un proceso en el que el hombre ocupa un lugar central en tanto sujeto-
conciencia que orienta la totalidad hacia la plenitud. Unamuno se sigue moviendo
dentro del marco de una metafísica de la presencia que si bien está penetrada por una
operación de remoción o solicitación que afecta al texto global, no por eso renuncia al
afán de encontrar sentido a la historia. Afán que no constituye la constatación o el
descubrimiento de una meta final oculta, aunque de algún modo presente, en el devenir
histórico. En realidad se trata de una donación de sentido que juega con la posibilidad
de ver truncada su esperanza desde el momento en que nada hay que garantice la
consecución de la meta hacia la que queremos creer tiende la historia; como nada hay en
el deseo de que todo esto tenga sentido que impida que el sueño de que a la postre exista
un significado transcendente último se torne añoranza de un origen carente de referencia
en que nacer y desnacer, ultracuna y ultratumba, principio y fin, vanidad y plenitud se
den la mano, se reconcilien y confundan.

El humanismo transcendente de Unamuno, ajeno al intento derridiano de “pensar


la historia como escritura”, rompe, como la genealogía nietzscheana, con la astucia de
una metafísica que esclaviza al hombre generando una moral de culpa que ata la vida a
un destino en que las diferencias se diluyen en la identidad. Lo que cuenta no es la
meta, cuenta el camino, incluso si este no conduce a parte alguna. Lo que cuenta es la
vida en su riqueza, en su variedad y diversidad y no la lectura unívoca que de ella
podamos hacer. Claramente lo expresa Unamuno en su breve, pero sugerente relato El
canto de las aguas eternas.

V. El canto de las aguas eternas14

13
M. de UNAMUNO, Sobre el fulanismo, III, 640
14
M. de UNAMUNO, El canto de las aguas eternas, IV, 497ss.
14

En El canto de las aguas eternas, Unamuno nos narra las peripecias de un joven,
Maquetas, que intenta alcanzar antes del anochecer las puertas de un lejano castillo
cuyas murallas encierran la promesa de una vida perdurable, exenta de preocupaciones,
en la que todos los días habrían de ser iguales. Por el camino, el muchacho se detiene a
descasar a instancias de una jovencita que logra retenerle casi hasta la puesta del sol.
Espoleado entones por el beso de la desconocida, Maquetas echa a correr. Todo es
inútil, le advierte un caminante; “¡tú pararás!”, le grita. Llega la noche y el esforzado
Maquetas no ha concluido su viaje. La oscuridad, el silencio y la soledad se adueñan
del lugar. Sólo se escucha el rumor de las aguas que corren en un profundo cauce al
borde del camino.

Incapaz de seguir adelante, Maquetas se sienta y comienza a rememorar su


historia; una triste historia que ya jamás dejará de repetirse. Aquel joven, Maquetas,
había muerto en vida. Condenado a ser por siempre él mismo, a “revivir” sin cesar su
propia historia, realiza sin proponérselo su sueño: la eternidad como un eterno presente,
sin recuerdo ni esperanza, sin vida.

La historia de Maquetas es la historia de los errores de la humanidad. La trágica


lucha del hombre por dotar de sentido a la existencia, por conquistar la plenitud para así
rehuir la amenaza de la nada, desemboca, sin que seamos conscientes de ello, en la
misma nada que pretendíamos eludir. El empeño por asegurarse un final que compense
y justifique los peligros del camino desvía el interés de lo único que realmente cuenta:
el camino. No importa si el viaje -la vida- finaliza a las puertas de un castillo ideal o si
concluye a la orilla de un oculto río. En el primer caso, el tiempo se detiene porque no
hay pasado ni futuro sino un interminable sucederse de días igualmente felices. En el
segundo, el permanente fluir de las aguas no alcanza más que a repetir sin cesar una y la
misma canción.

Maquetas sigue ciegamente el sendero empujado por la fe en la posibilidad de


alcanzar una existencia ultraterrena paradisíaca tras los muros del castillo. Pero
interviene la razón, una atractiva muchacha capaz de crear en nosotros la ilusión de que
es posible avanzar más deprisa hacia la meta si antes nos paramos a escucharla. El
15

problema es que, al detenernos a escuchar a la razón, ésta nos despierta del sueño
dogmático, simbolizado por la canción que Maquetas canturrea por el camino y que
aprendió de su abuela en la infancia. La razón nos descubre el canto de las aguas
eternas, la realidad de la muerte. Y si la fe nos atraía hacia una vida eterna de identidad,
que en realidad no es vida por ser estática, la razón nos condena al eterno descanso, a la
aniquilación y a la nada, por mucho que quiera crear la falsa imagen de un progreso de
la humanidad ilimitado.

Sólo al final del cuento nos descubre Unamuno cuál ha sido el gran fallo
cometido por el protagonista. Cuando Maquetas comienza a contarse a sí mismo su
propia historia, introduce en ella un nuevo personaje que contrasta claramente con la
jovencita de la primera parte, me refiero a un anciano mendigo -símbolo de la sabiduría
existencial, de la conciencia agónica- que pregunta a Maquetas sobre el sentido de las
cosas y sobre la naturaleza del camino.

Deslumbrado por la imagen que tiene de la eternidad, Maquetas se niega a


reflexionar acerca de lo único que ya posee y conoce, su vida terrena. No le va mejor en
compañía de la razón. Prototipo del hombre que se deja seducir por la seguridad de las
“verdades oficiales”, por la estaticidad de los discursos legitimadores, Maquetas es
incapaz de prestar oídos a las propias vivencias y a la realidad de que estas dan cuenta.
Como tantos otros, Maquetas ignora que la verdad vital no puede verterse en fórmulas
científicas, políticas, metafísicas o religiosas. La verdad, si es que se la puede llamar
tal, ha de estar haciéndose en la experiencia de cada hombre, ha de ser recreada por cada
uno. En ello, dice Unamuno, hallará su propia justificación.

No hay, pues, verdades universales abstraídas del hombre que las sustenta y
produce. Hay “mis” verdades, las que son verdaderas o falsas conforme satisfagan o no
mis necesidades vitales por complejas que puedan ser: “Todo lo que eleva e intensifica
la vida -dice Unamuno- refléjase en ideas verdaderas, que lo son en cuanto lo reflejen, y
en ideas falsas todo lo que la deprima y amengüe”15.

15
M. de UNAMUNO, La ideocracia, III, 434
16

La verdad que busca Unamuno no se “acuesta” ni a la razón ni a la fe. Su verdad


es algo más íntimo que la concordancia lógica entre conceptos o la adecuación del
pensamiento a la realidad; algo más profundo que el simple asentimiento a verdades
establecidas por la autoridad o la tradición. Su verdad es “sentimiento pensado”,
“pensamiento sentido”. Y ni el saber positivo, ni la filosofía ni la teología pueden
comunicarla, como no pueden comunicar los estados internos, los impulsos y
sentimientos de un hombre, las vivencias íntimas, absolutamente individuales, únicas y
originales. En el orden existencial no interesa lo que las ideas nos dicen, su valor
objetivo, sino el uso que de ellas hacemos según nos afecten; interesa su valor vital.

Esto no significa que Unamuno reduzca la verdad a la utilidad, pero le preocupa


el apego que el hombre siente por las ideas, pues entiende que cuanto más nos aferramos
a ellas menos dispuestos estamos a admitir que una idea por sí misma carece de valor,
que la idea no tiene valor “si no en un espíritu, con sus raíces en él, íntimamente
enlazada con otras, sin límites precisos que de ellas le distingan, formando parte de un
todo orgánico”16

El canto de las aguas eternas, como en general la obra unamuniana, intenta


transmitir un pathos que no se deja apresar por categorías y conceptos, sino que precisa
de un nuevo estilo que evite sujetar la intuición original y privada al discurso metafísico
tradicional. De ahí que, como Nietzsche y Derrida, cada uno a su manera, Unamuno
dote a sus obras de un estilo propio en el que, en su intento de ilustrar el indecidible
juego del pensamiento sentido -sentimiento pensado- sobre el que sin saberlo ha tejido
su velo de creencias e ideas Occidente, decir (narrar) y hacer (actuar) se confunden; un
estilo en el que es imposible distinguir entre contemplación y acción.

VI. ¿Es posible el narrar?

“... ¿quién puede contar de veras una historia? ¿Es posible el narrar? ¿Quién
puede afirmar que sabe lo que implica una narración? ¿O, antes que eso, el
17

recuerdo o memoria que reclama? ¿Qué es la memoria? Si la esencia de la


memoria es maniobrar entre el Ser y la ley, ¿qué sentido tiene preguntar sobre el
ser y la ley de la memoria?”17

Para Derrida, a quien pertenece la cita anterior, en la memoria como en la vida


hay algo que se resiste, que no podemos narrar porque escapa a la representación
lingüística; un “resto” que no podemos volcar en el lenguaje y que, en cierto modo, se
asemeja al “resto” que se produce cuando intentamos traducir un texto a otro idioma18.

Toda traducción supone el nacimiento de un texto paralelo al original, del cual


difiere tanto por aquello que se pierde -el “resto” idiomático que se resiste a la
traducción- como por el exceso o suplemento que se añade al trasvasar el original a un
nuevo marco cultural, social e ideológico. De igual forma, la narración, la expresión
lingüística de la vida, añade un suplemento que, en cierta manera, compensa ese “resto”,
ese “algo” que no podemos manejar de forma textual, ese “algo” que se resiste a la
repetición ideal y anamnética. Porque ni siquiera el recuerdo hace presente el pasado
que fue, el presente pasado, sino el pasado tal como nos lo contamos –entonces y hoy...,
o mañana-. Ninguna narración “traduce”, puede “traducir”, la realidad, la vida. Ni
aquella cuya principal pretensión es garantizar la autenticidad del relato: la
autobiografía.

El contarse a uno mismo la vida, no el contar la propia vida, es la forma más


segura de garantizar la autenticidad en la narración, la veracidad del relato destinado al
oyente, al lector, al otro. La autobiografía busca hacernos aparecer tal cual somos ante
los demás y para ello es preciso, si queremos evitar el engaño y la ocultación, que nos
contemos nuestra vida a nosotros mismos, no a los otros. No a los demás, aunque sí
para los demás.

El problema es que tampoco nosotros mismos somos capaces de contarnos


nuestra vida con veracidad, de revelarnos como somos, pues lo que nos contamos es

16
M. de UNAMUNO, Sobre el fulanismo, III, 641
17
J. DERRIDA, Memorias para Paul de Man, 25
18
J. DERRIDA, El lenguaje y las instituciones filosóficas, introducción de C. de Peretti, Paidós Ibérica,
Barcelona, 1995, 16s.
18

siempre relato que hacemos de nosotros mismos; lo que nos contamos no es lo que
somos, sino la peculiar forma que tenemos de vernos, de narrarnos. Por muy fieles que
queramos ser a nuestro yo, una cosa es lo que somos y otra lo que creemos o queremos
ser, lo que soy para mí y también lo que soy para los demás, lo que los demás creen que
soy o quieren que sea. Lo que en realidad soy, quizá sólo Dios lo sepa –dice Unamuno-.

No sabemos lo que somos, tampoco somos capaces de contar lo que sabemos


acerca de lo que somos pero, con suerte, podríamos “mostrar” lo que somos poniendo a
trabajar a los distintos personajes que conforman la escena de nuestra conciencia, de
nuestra vida. De ahí que Unamuno, en vez de escribir una biografía, su autobiografía,
escriba una novela sobre sí mismo: San Manuel Bueno, martir. Una novela que no es
novela, sino “nivola”: relato dramático, “acezante de realidades íntimas, entrañadas,
sin bambalinas ni realismo en que suele faltar la verdadera, la eterna realidad, la realidad
de la personalidad”19; relato sin escenario en que el lector se distraiga del desarrollo de
acciones y pasiones humanas.

Esta abstracción espacio-temporal, la reducción a lo esencial de las acciones


narradas, obedece a la necesidad de desplazar los límites genéricos de la autobiografía y
de la novela con el fin de conducir a los personajes hacia situaciones en que desvelen su
mensaje propio, convocando vivencias situacionales que abran una vía de acceso a
zonas de la conciencia hasta el momento ignotas, incógnitas.

Si tenemos en cuenta que todos los personajes del drama, empezando por el
“prot-agonista”, San Manuel, representan a Unamuno, es posible interpretar que
Unamuno pone en funcionamiento un personalísimo modo de “decir” la realidad, su
realidad, en el que se confunden personajes y autor, ficción y realidad; en el que los
personajes, los entes de ficción, usan como pretexto al autor para contar su propia
historia, al tiempo que el autor utiliza sus criaturas para contarse a sí mismo. La vida
del autor se muestra entonces en la de unos personajes que, al “actuar”, narran, crean, al
autor.

19
M. de UNAMUNO, Amor y Pedagogía, II, 429
19

El juego está en marcha. La criatura, como ser que actúa y recrea su vida, tiene
entidad propia; obedece a una lógica íntima que ni su propio autor conoce20. Y que, sin
embargo, pueden descubrir los lectores al darle nueva vida, al crearlo en sí, al re-crearlo,
creándose a sí mismos con él. Estamos, pues, ante una autobiografía que no lo es, un
simulacro de autobiografía que en el fondo nunca ha sido tal. Simulacro del simulacro.

Y es que, cuando un personaje nace, adquiere una independencia tal que


cualquiera podría imaginarlo en un sin fin de situaciones en las que el autor jamás pensó
presentarlo, podría adoptar un significado que el autor nunca quiso darle. Por eso, los
sujetos que el autor finge en sus ficciones pueden tener más entidad que su creador,
persona que tomamos por real y verdadera, histórica. Se nace a la vida bajo formas muy
diversas. Y del mismo modo que se nace hombre o animal, árbol o piedra, se puede
nacer personaje; y personaje más verdadero, más vivo, aunque menos real, que los que
tenemos por vivos y verdaderos, los de carne y hueso.

De hecho, piensa Unamuno, hay personajes que nacen más vivos que el autor y
que quienes los leen. Son un flujo vivo de contradicciones, una serie de yoes, un río
espiritual. Se les ve vivir, cambiar, contradecirse, desarrollarse. Y en ese sentido tienen
tanta vida como sus creadores, tanta realidad o incluso más que ellos, pues sus autores
pasarán, ellos no. No puede morir porque no viven, son inmortales. Y para vivir
inmortales no tienen que poseer dotes extraordinarias o llevar a cabo prodigios. Son
eternos.

Morirá el hombre, el escritor, el instrumento de la creación, pero no su criatura,


que vive y actúa en el pasado, el presente y el futuro. Puede que el autor no sea más que
un pretexto para que su historia llegue al mundo. Puede que sean los personajes, no el
autor que se sirve de ellos, quienes utilizan al autor para cobrar ser y figura ante los
hombres, al tiempo que hacen cobrar ser y figura al autor. Así, la verdad, la verdad que
debería presidir el relato autobiográfico, deja paso a una confesión que con insistencia
se desvía, es desviada, hacia algo diferente de la verdad, hacia una verdad que nada tiene
que ver consigo misma. Según van viviendo y muriendo los “prot-agonistas”, las
personalidades todas de las novelas todas del autor, va viviendo y muriendo este;

20
M. de UNAMUNO, La vida de Don Quijote y Sancho, IV, 66
20

también “prot-agonista” que se debate con el mundo y en ese su debatir va alcanzando


verdad propia, la verdad de sus entes de ficción, de los que fueron, son y serán, y de los
que no fueron porque el autor no supo o no quiso darles entidad, vida.

San Manuel Bueno, martir narra la historia de unos personajes que cuentan el
pensamiento de su autor y al hacerlo nos desvelan al autor, su novela. San Manuel,
Angela, Lázaro o Blasillo cuentan la vida de “Miguel” -de Unamuno-, sin que en
apariencia estén contando más que su propia vida. No se trata, por tanto, como es
característico de la autobiografía, de exaltar un yo que no quiere ser confundido, que
clama por su individualidad. Al contrario, la individualidad se dispersa en un sin fin de
yoes que, mediante la memoria entrecortada y los sentimientos descarnados, muestran la
realidad de la vida, de la suya, de la nuestra, de la de su autor, permaneciendo todos en
la confusión. No hay transparencia total; hay reconocimiento sin reconocimiento, sin
identidad. Apertura al otro que no es otro, que es yo, él, ella, tú mismo. Hasta tal punto
hace saltar Unamuno los márgenes de lo autobiográfico –y en general del género- que
en el “prólogo-epílogo” a la segunda edición de Amor y pedagogía declara: “Y es que
según iba viviendo –y muriendo- yo, iban viviendo –y muriendo- mis novelas, iba
viviendo y muriendo mi novela”21. Lo biográfico se dispersa entonces por toda la obra,
sin que quepa reducir a una de ellas lo que sólo entre todas desvelan, muestran, pero
también ocultan.

En San Manuel, la última obra de Unamuno, asistimos al desenvolvimiento de


una subjetividad que no se afirma de modo definitivo, tampoco se clausura (ni siquiera
con la muerte). San Manuel no supone la reflexión sobre una personalidad que, al final
de sus días hace balance y se encuentra con un yo definido y acabado, un yo que reclama
su ser diferente y único. Más bien lo contrario, se trata de un yo vivo, cambiante;
unidad en una pluralidad que se reconoce (con)fundiéndose. Un yo que se oculta
exponiéndose, mostrándose; un yo que se narra sin narrarse. Un yo, en suma, que
rompe las leyes del género y violenta las fronteras, los límites, para explotar nuevas
posibilidades de “hacer”, “decir”, “narrar”, para sobrepujar el género desde el que se
genera la obra sin atender a las leyes del mismo, generando desde y contra el género.
21

Y todo ello con la mirada puesta, una vez más, en la necesidad de solicitar las
bases sobre las que Occidente ha construido su identidad, su discurso, su “texto”.
Unamuno abogará siempre por la remoción, por la problematización, la cautela, la
circunspección, el desplazamiento, la indecisión, la reserva, la incertidumbre y la
inseguridad como modos de preservar la inconclusividad de la persona, la
indecidibilidad de la existencia, la desesperación esperanzada que moviliza las reservas
vitales del hombre y que le empuja a la disidencia y la rebelión. Pues de rebelión y
disidencia se trata cuando lo que se pretende es apartarse de la común doctrina, creencia
o conducta, faltando a la obediencia debida a la autoridad y el orden público; cuando lo
que se pretende, diría Derrida, es deconstruir, tanto en lo filosófico-teórico como en su
producción político-práctica, el texto general que designa toda una época o cultura.

María José Abella Maeso


Madrid, a 14 de marzo de 2005

21
M. de UNAMUNO, Amor y Pedagogía, II, 429

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