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MONTAÑA ADENTRO

Un crujido seco y la maá quina cortadora de trigo tumboá se a un lado. A pesar del
empuje de los bueyes que inclinando la cerviz hundíáan en la tierra las patas tensas
por el esfuerzo, la maá quina quedoá inmoá vil.

--Parece que s'hubiera quebrao algo--dijo el que dirigíáa la yunta.

--Asíá no maá s parece --contestoá Segundo Seguel desde lo alto de su asiento, al par
que miraba afanoso por entre la complicada red de hierros. Luego bajoá de un salto a
tierra, se estiroá , desentumeciendo los muá sculos, agregoá :

--Guü en dar con el asiento duro; tengo el cuerpo toíáto molíáo.

Apoyado en la picana, el otro lo oíáa indiferente.

--Nos llegoá , companñ ero. Es la ruea grande la que se quiebroá . Veni'aguaitarla, me


parece qu'esto no lleva remedio.

Tendidos de vientre sobre el suelo, los dos hombres examinaron largamente la


averíáa. Ya en pie, se miraron perplejos.

--Hay qu'ir avisar--dijo Segundo Seguel.

--Mal trago.

--Y tan remalo.

--Mejor seraá que desenyuguemos y vamos los dos.

--Ya estaá .

Seguíáan el rastro: adelante los bueyes, atraá s ellos, preocupados por el enojo del
administrador, que estallaríáa bravo cuando supiera el percance. Ondulaba el trigal
impulsado por el puelche. Abajo, en la hondonada, el ríáo Quillen reganñ aba en
constante pugna con las piedras. El agua no se veíáa oculta entre los matorrales y
eran eá stos a lo largo del trigal como una cinta verde que aprisionara su oro. De
roble a roble las cachanñ as se contaban sus chismes interminables, riendo luego con
carcajadas estridentes terminadas en i. En la vega que se extendíáa maá s allaá del ríáo
roncaba jadeante el motor, lanzando al cielo su respiracioá n grisaá cea. Se detallaban
ya los trabajadores que silenciosamente hacíáan la faena. Ni un canto ni una risa, ni
una frase chacotera salíáa de sus labios. Harapientos, sucios, sudorosos, iban y
veníáan con cierto mecanismo en los movimientos que les daba aspecto de
autoá matas: hasta el mirar angustiaba por la falta de espíáritu. Autoá matas y nada maá s
eran aquellos hombres que el administrador vigilaba desde una ramada. Que
alguno perdiera el equilibrio de su mecanismo y la frase cruel lo flagelaba:

--¡Asíá no, pedazo de bruto!

Lo temíáan. Seguro de su omnipotencia, irascible, cualquier falta lo hacíáa despedir al


trabajador. Y era eso lo que maá s temíáan, prefiriendo acatar todas sus
arbitrariedades antes que perder el puesto. En los tiempos difíáciles que corríáan
costaba encontrar trabajo y maá s auá n conseguir puebla en alguá n fundo.

En viendo a los dos hombres, don Zacaríáas se alzoá amenazador.

--¿Queá les pasoá ?

--Na, patroá n--contestoá con voz insegura Segundo Seguel.

--¡Coá mo que nada!... Y entonces, ¿por queá se vinieron?

--Es que la ruea grande e la maá quina se quiebroá por el eje--explicoá con voz entera
Juan Oses, mirando bien de frente al administrador.

--Se quebroá ... Se quebroá ... La quebraríáan ustedes, rotos de mieá chica... Apostaríáa que
echaron la maá quina por las piedras. ¿Es que no teníás ojos vos pa' mirar por onde
echaá i los guü eyes?

En su ira, para mejor darse a entender, acudíáa a los modismos de ellos.

--La maá quina queoá onde mesmo se averioá . Vaiga a verla y se convenceraá de que no
ha chocado con nenguna pieira.

--Entonces seríáai vos, que manejaste mal las palancas--hablaba ahora a Segundo,
que entontecido por su mirada roja de ira, con movimiento de peá ndulo movíáa
acompasadamente el cuerpo.

--No ha síáo na tampoco eá l; la rotura es en la ruea, por el lao del eje --contestoá Juan
Oses viendo que el otro se callaba.

--Vos cerraá i tu hocico, fuerino sinverguü enza. Vamos al alto y pobre de ustedes como
hayan piedras... Sinverguü enzas...

Montoá raá pido a caballo, partiendo al galope. Se perdioá entre las quilas que
festoneaban el ríáo, apareciendo en la subida fronteriza como un moá vil punto
obscuro que alejaá ndose se empequenñ ecíáa. Los hombres lo siguieron por un atajo.
Lo encontraron gateando bajo la maá quina al par que lanzaba sordas exclamaciones
de amenaza. Convencido de que la rotura no llevaba remedio, se puso de pie
haciendo jugar las palancas: funcionaban todas. Buscoá entonces bajo las ruedas y
en el rastro la piedra que pudiera haber motivado el percance: no habíáa ninguna.
Volvioá se entonces a los hombres con la mirada maá s negra auá n:

--El tonto soy yo, que busco las piedras, como si antes de avisarme no las hubieran
sacado. Den gracias a que tenemos que cortar a mano, si no los despedíáa al tiro.
Toma mi caballo, Juan, y aá ndate al galope a Radalco a decir que manñ ana de alba
manden la otra maá quina, y tuá , Segundo, anda llamar a los medieros que estaá n en el
potrero quince y diles que se vengan para acaá a cortar. Hay que terminar hoy con
este potrero, no nos vaya a llover.

--Quea hartazo trigo parao entoavíáa --se atrevioá a observar Segundo.

--Se trabaja hasta tarde. Si no fueran una tropa de flojos a las ocho podríáan
terminar. Ya estaá . Vaá yanse...

En distintas direcciones partieron los hombres. Quedoá solo el administrador


mirando con ojos torvos la maá quina inservible. Una fila de carretas emparvadoras
lo sacoá de su abstraccioá n. Avanzaban lentas, balanceando el alto rombo de gavillas;
sentado sobre ellas, el emparvador dirigíáa la yunta con gritos guturales. Un quiltro
de raza indefinible seguíáa el convoy: era un perrillo joven con cierta gracia ingenua
en los movimientos y una luz de alegríáa en los ojillos redondos. Dando saltos que
torcíáan de lado su cuarto trasero, llegoá se al administrador olfateaá ndole los zapatos.
Con un formidable puntapieá lo envioá el hombre lejos, dolorido y aullando. Largo
rato auá n, entre los tumbos de las carretas y las voces de los emparvadores, se oyoá el
llorar del perro que se alejaba cojeando.

Una bandada de cachanñ as se posoá en un roble.

--¡Aquíá! ¡Aquíá! --gritaban, contestaá ndole otra bandada desde el monte.

--¡Síá! ¡Síá!

--¡Allíá! ¡Allíá! --y ya todas unidas bajaron a tierra en busca de los granitos de trigo
que tras ellas dejaran las carretas.

Oleaba el trigal rumoroso y sobre su oro dos mariposas de puá rpura se perseguíáan,
para luego no ser maá s que una, temblorosa y flameante.

Por ser noche de luna, pudo trabajarse hasta las nueve; a esa hora tocoá descanso el
motor y los peones se alejaron en grupos camino de la rancha. Iban silenciosos y de
prisa, impelidos por el hambre que aranñ aba sus estoá magos. Nueve horas de rudo
trabajo habíáan desgastado sus energíáas y necesitaban reponerlas con alimento y
reposo.

El camino polvoriento, blanco de luna, teníáa a cada lado una barrera de palos,
troncos de aá rboles enterrados uno junto a otro, grises, negros, estriados. Dejando
atraá s el trigal, bajaron dos quebradas atravesando dos veces el Quillen, que se
complace en serpentear por los potreros entrebolados. Los grupos de aá rboles
formaban macizos obscuros sobre la alfombra muelle y bienoliente, y en el perfil de
las lomas, los robles, maitenes y raulíáes tomaban aspectos fantaá sticos de animales
prehistoá ricos, enormes y aterrorizantes. En la paz de la noche el reclamo de un toro
en el monte se enroscaba freneá tico y obstinado al silencio. Una fogata encendioá su
haz de llamas en la lejaníáa: porque allíá habíáa algo que remedaba grotescamente el
hogar, los hombres apresuraron el paso. Una uá ltima repechada y llegaban.

--Linda l'hora e llegar--reganñ oá una voz de vieja en los tranqueros--. Guü enazas
estaraá n las pancutras.

--No rezongue tanto, veterana. Con l'hambre que traíámos un diaulo asao que nos deá
encontramos rico --contestoá alegremente Chano Almendras.

La vieja alta y magra se hizo a un lado. A la luz de la luna y en el fondo rojo de la


hoguera, parecíáa una bruja camino del aquelarre. Otra figura femenina, juvenil y
agraciada, se destacoá en la puerta de la soá rdida casucha.

--Abreviar, ninñ os, que las pancutras estaraá n como engrudo --exclamoá con una voz
aá spera y desafinada que azotaba los nervios.

--Ya estamos listos. Guü enas noches, Catita--contestaron los hombres.

Desde la muerte de su marido, que fuera mayordomo de la hacienda, donñ a Clara y


su hija Cata ocupaban el puesto de cocineras de los trabajadores. Bravas para el
trabajo, se daban manñ a para amasar, cocinar, tostar y moler el trigo, dejando auá n
tiempo libre para hilar lana y tejer pintorescos choapinos que luego vendíáan a buen
precio en la ciudad.

Felices en su despreocupacioá n, lo uá nico que por muchos anñ os atormentoá a donñ a


Clara fue aquella aficioá n desmedida de la muchacha por "chacotear con los
guainas".
--A vos te va a pasar una mano bien pesaá --solíáa advertir, al verla charlar coqueta con
alguá n peoá n.

A ella que habíáa sido "honraá ", la sacaba auá n de quicio el recuerdo del díáa en que
Cata -el otonñ o anterior- le habíáa dicho tranquilamente:

--¿Sabe inñ ora que voy a tener guagua?

Y a sus alaridos de indignacioá n, con la misma tranquila indiferencia, habíáa


contestado narrando "su mal paso".

Fue su aventura raá pida y vulgar. Un asedio que despertoá todos sus instintos, noches
de placer bajo el toldo cobijante de las quilas, y luego, al anuncio ruboroso del
embarazo, el retroceso brutal y abierto del hombre que no quiere trabas ni
responsabilidades.

--¿Estaá is segura siquiera de qu'es míáo?

La mujer no tembloá bajo la injuria.

--Tuá bien sabíás...

--Yo no seá na...

--Tampoco te píáo na yo. M'hijo es míáo. Con su maire pa´ mantenerlo tendraá de un
too-- tomaba camino de la rancha, vibrante de desprecio.

--Aguardaá , mujer, no seaá is tan arrebataá ...

No quiso oíár nada. Pasoá la noche sorbiendo silenciosas laá grimas de fuego y
haciendo esfuerzos sobrehumanos para no dejar estallar los sollozos. Con el clarear
de díáa clareoá tambieá n en su espíáritu la conducta que debíáa seguir en lo futuro. Ante
todo contarle "su fatalidaá " a donñ a Clara.

La vieja la oíáa aniquilada.

--¿Y por queá no conseguíás que se case con vos? -- preguntoá .

--¡Bah! Era lo que me faltaba. Tener por maríáo a ese canalla.

--¡Vos síá que sois canalla! Sinverguü enza no maá s... Aguardaá te, cochina, que habíás
veníáo a manchar mis canas-- se irguioá amenazadoramente esgrimiendo la tranca.

La muchacha pudo esquivar el golpe, y con aquel su mirar relampagueante fijo en la


madre:
--¿Es que quere matar a m'hijo? -- preguntoá .

Abatioá se la vieja murmurando amenazas y maldiciones.

Durante semanas de semanas no dirigioá palabra ni mirada a Cata. Se pasaba los díáas
acurrucada junto al brasero, rezando rosario tras rosario, probando apenas los
alimentos, sorda a preguntas, llegando su estado de estupor a inquietar a Cata.

--Ya estaá , mamita, no sea ideosa, coma no maá s. ¿No ve que se estaá debilitando con
tanta lesera?... Lo hecho ya no tiene guü elta... Hay que tener conformiaá . Ya estaá , coma,
no sea lesa pueá ... Hay que conformarse con el destino...

No salioá de su huranñ ez hasta que nacioá el ninñ o. Indiferente al sufrimiento de Cata,


los primeros vagidos del nieto la hicieron alzarse raá pida, acudiendo junto a aquella
carne de su carne que envuelta en panñ ales por las torpes manos de la "inñ ora
curiosa" que en los contornos oficiaba de partera, parecíáa llamarla desde su
cajoncito arreglado a modo de cuna. Reconciliada con Cata, volvioá a sus antiguos
haá bitos de trabajadora, cuidando al ninñ o con verdadera pasioá n.

Despueá s de su aventura creyoá donñ a Clara curada a Cata del mal de amores. Por
mucho tiempo parecioá que la maternidad habíáa embotado en ella todo otro
sentimiento. Mas, con la llegada de los fuerinos que acudíáan a los trabajos de las
cosechas, la vieja sintioá renacer sus recelos viendo coá mo Cata aceptaba las
atenciones de Juan Oses.

--¿Es que entoavíáa no estaá is curaá e leseras? --preguntaba agriamente.

--Este no es como l'otro, mamita.

--Toos son lo mesmo...

--No, mamita, eá ste no es como toos...

--Toíátos son lo mesmo... te lo guü elvo a'icir.

Y por eso aquella noche, a la llegada de los trabajadores, Cata sonrioá largamente a
Juan Oses al contestar a su habitual pregunta:

--¿Coá mo le va, Catita?

--Muy bien, Juan, ¿y usted?


3

Con las polleras arrolladas en torno a las piernas, en cuclillas junto al canal, donñ a
Clara lavaba afanosa. A fuerza de anñ os y de disgustos teníáa ciertas inocentes
maníáas, como ser: hablar sola, ofrecer en sus angustias padres nuestros y rosarios a
toda la Corte Celestial, no reíár en viernes porque en caso contrario habíáa de llorar
en domingo, dejar los zapatos cruzados al acostarse para ahuyentar al Malo...
Hablaba sola esa manñ ana, aprovechando los momentos de indignacioá n para apalear
con furia la ropa.

--Era lo que faltaba no maá s... Y si'hace la lesa conmíá, pero agora no le valen tretas. El
anñ o pasao estaba muy ciega yo... Pero lo qu'es agora le va salir bien caro conmíá...
Aguaá rdate, no maá s, que te guü elva a pillar daá ndole conversa a Juan Oses... Na sacaá i
con icirme qu'eá ste no es como 1'otro... Toíátos son lo mesmo, palabreríáa vana... Te
muelo a palos si te guü elvo a encontrar con eá l... Asíá... Benaiga m'hijita y lo coltra que
mi'ha salíáo... Pero me la vis a pagar toas juntas por cochina... ¡Ah!

Se puso bruscamente en pie, equilibraá ndose sobre las grandes piedras lisas. Un
momento, con el cuello tenso y la boca abierta para mejor oíár, escuchoá los rumores
que el viento traíáa.

--Estaá llorando el mocoso. ¡Ya voy!... ¡Ya voy!... -- agregoá alzando la voz, como si la
criatura pudiese oíár y comprenderla.

Hizo un atado con la ropa y a grandes pasos, que parecíáan desarticular las caderas
enjutas, tomoá el camino de la puebla.

Era eá sta un edificio miserable, en que las tejuelas ralas por la vejez dejaban rendijas
tapadas malamente con tablas sujetas por grandes piedras. La puerta, amarrada al
quicio con alambres, habíáa que levantarla en peso para hacerla girar. El interior lo
formaba una sola habitacioá n, sin maá s luz que la proveniente de la puerta abierta y
la escasa que filtraba por las innumerables rendijas laterales. Soá lo el costado norte
estaba protegido de las lluvias por trocitos de listones, clavados pacientemente uno
junto a otro a lo largo de las rendijas. No habíáa cielo raso ni piso y amoblaban el
tugurio: un catre, un camastro, una caja guarda-ropa, varios cajones, otros tantos
pisos, una mesa enana, un brasero y una tabla-sujeta a la pared a modo de vasar.

Diez metros maá s allaá alzaá base la cocina: otro edificio anaá logo, pero auá n maá s
miserable. Detraá s, protegido por tablas y ramas, quedaba el horno. Enfrente, una
ramada servíáa de comedor a los peones cuando el tiempo lo permitíáa: lloviendo se
comíáa en la cocina, sentados en la tierra endurecida y negruzca, rodeando el
montoá n de lenñ a que ardíáa en el centro. Olletas, tarros de parafina vacíáos, una batea
de amasar y, sobre una zaranda, tarritos de conserva arreglados manñ osamente con
un alambre a modo de asa para servir de vasos. Platos, fuentes, y cucharas de latoá n:
todo ello miseá rrimo, pero limpio.

Maá s allaá auá n estaba ese horror que en los campos surenñ os se llama la rancha: tablas
apoyadas en un extremo unas contra otras, formando con el suelo un triaá ngulo y
todas ellas una especie de tienda de campanñ a donde duermen hacinados los peones
fuerinos, es decir: aquellos que estaá n de paso en la hacienda trabajando a jornal o a
tarea durante los meses de excesivo trabajo. Treinta o maá s hombres duermen en
esas condiciones bajo la rancha que se agranda a voluntad con soá lo agregarle maá s
tablas. Duermen vestidos sobre un poco de pasto seco, y en esa regioá n montanñ osa,
en que auá n se usa la ojota, ni siquiera la molestia de descalzarse tienen... Hay
peones que optan por dormir bajo los aá rboles, mas, en lloviendo, tienen que
guarecerse forzosamente en la rancha nauseabunda poblada de paraá sitos: germen
de ronñ as fíásicas y morales.

--A la rurrupata..., que viene la gata... --Lloraba el ninñ o y la voz de donñ a Clara
desafinaba en vano por calmarlo--: Caá llese, mi lindo; caá llese, mi guachito di'oro...
Mire que ya viene su maire a darle la papa. A la rurrupata... Tutito, mi lindo..., y una
garrapata... ¡Chus!..., ¡ah, pollo! Tutito, tutito... No seá por queá se me le imagina
qu'este angelito estaá afiebrao... Ayer estuvo lloronazo tamieá n... Que viene la zorra...
Tutito, mi, lindo... Ehi estaá la Cata... Tutito, mi precioso... ¡Hasta el cabo llegaste!

--He teníáo que dar la guü elta del choco. El llavero estaba en el molino y allaá tuve qu'ir
a buscarlo y golver despueá s pa' la boega. Vengo como macho e cansaá .

Llegaba Cata acompanñ ada del chiquillo que durante las cosechas la ayudaba en sus
quehaceres. Arreaban una mula cargada con las raciones.

--Mete too en la cocina --agregoá , dirigieá ndose al chiquillo-- y te ponis al tiro a cerner
l'harina p'amasar lueguito.

Vestíáa un traje de percala clara cortado sin arte ni gracia alguna, pero que no
lograba quitar su armoniosa proporcioá n al cuerpo. Toda la belleza del rostro estaba
en los ojos emboscados entre tupidas pestanñ as negras: eran verdes y un polvo de
oro danzaba en ellos. El resto de la cara era vulgar. Frente estrecha, cejas pobladas
que se enarcaban sobre la cuenca del ojo, nariz respingona, boca grande que al reir
ahondaba un hoyuelo en cada mejilla, dejando ver los dientes de níávea blancura.
Una cabellera crespa, negra y lustrosa, se arrollaba en un monñ o sobre la nuca
ambarina. Muy moreno el cutis, dos placas rojo obscuro arrebolaban las mejillas.

--Parece qu'el ninñ o estuviera enfermo --observoá la vieja, preocupada.

--¿Por queá ?
--No ha queríáo dormir. Desde que te juiste casi no ha parao e llorar. --Traá igalo p'acaá ,
es hambre no maá s la que tiene.

Prendioá la boquita al seno, mas luego lo soltoá , prosiguiendo en,su- monoá tono lloro.

--¿Sabe que no estaá descaminaá , mamita? ¿Queá seraá lo que tiene?

--Falta qui l'haya hecho mal el piacito e sandilla que le di antiayer --dijo la abuela,
vacilando a cada palabra.

--¿Hasta cuaá ndo le voy a'icir que no me le deá na al ninñ o? --Bailaba el polvo de oro
sobre las esmeraldas que se obscurecíáan.

--Si jue pa' que no se le juera a romper la hiel. Apenitas si le- unteá la boquita...

--No me venga con esculpas; usteá hasta que no me mate al ninñ o no va'parar.

--Eso síá que no... ¡M'hijito lindo! Yo lo hice con guü en fin y si no me creíás, ehi estaá la
mamita Virgen por testigo... ¡Ay, Senñ or!-... ¡Ayayay!...

Sabíáa donñ a Clara deshacer los enojos de Cata; empezoá . a lloriquear secando con
fuerza unas laá grimas imaginarias.

--Ya estaá ,. pue, no llore. No llore, 1'igo, y vaya'sentar la tetera pa' darle'Aladino una
poquit'agua e manzanilla.

--¡Ay, mamita Virgen! Era lo que me faltaba agora... Mamita queríáa, te ofrezco un
rosario si mejoraá i al ninñ o.

Era la de donñ a Clara una religioá n -muy singular. De Dios teníáa una idea muy vaga y
si guardaba los mandamientos divinos no era por amor a Dios; sino por miedo al
infierno. Pero teníáa una verdadera pasioá n por la mamita Virgen, con la cual siempre
andaba en tratos, ofrecieá ndole rosarios y rosarios en cambio de tal o cual cosa.

--Este rosario pa' que mi libríás del infierno --murmuraba--, estotro pa' que a las,
gallinas no les deá el achaque y eá ste pa' que m'encuentre un nial e perdiz.

Sucedíáa a veces que la mamita Virgen no se prestaba a estas negociaciones;


entonces donñ a Clara iba al despacho de Rari-Ruca en busca de uua vela que
devotamente encendíáa en el alto del Quillen, en el promontorio que marcaba el sitio
donde anñ os antes fuera asesinado el compadre Juan Anabaloá n. Pero.el compadre
tambieá n solíáa hacerse el sordo...

Siendo joven donñ a Clara hubo en la hacienda unas misiones, pero aquellas
ensenñ anzas poco recordaba. Anñ os despueá s llegoá para una cosecha un fuerino que
era "canuto" y el cual, en las noches, predicaba sus doctrinas a los peones, que
ninguá n caso le hacíáan. Soá lo donñ a Clara le oíáa encantada narrar las paraá bolas, que
eran para ella cuentos maravillosos. Fuera de estas historias y de aquello de no
confesarse, la demaá s doctrina del "canuto" le era odiosa. ¡Bah! ¡ Coá mo que no! ¡ La
mamita Virgen era la mamita Virgen!... Tomando un poco de aquíá- y otro de allaá ,
hizo una religioá n para su uso particular.

--Mi Diosito --solíáa decir por las noches al acostarse--. Tuá que too lo vis y sabíás,
sabraá s cuaá les son mis pecaos y me los habríás ya perdonao. Ameá n.

La religioá n de Cata era maá s difusa auá n. Muy pequenñ a en la eá poca de las misiones,
fue entonces bautizada; su instruccioá n religiosa le veníáa de donñ a Clara. La
muchacha reíáa oyeá ndola: ella no creíáa en "esas leseras". A su hijo no lo habíáa
siquiera bautizado. Le llamaba Aladino en recuerdo de la historia que un segador
contara una noche, en cosechas anteriores.

Tres díáas habíáan pasado y Aladino no llevaba trazas de mejorar; antes por el
contrario, parecíáa quemado por la fiebre, y esa noche, ya muy tarde, velaban madre
y abuela junto al cajoncito que servíáa de cuna. Donñ a Clara rezaba. Caíáan a veces sus
paá rpados y asíá cerrados parecíáan los ojos pesar en la cabeza que lentamente se iba
inclinando hacia adelante. Luego despertaba sobresaltada, prosiguiendo en su
atropellado musitar oraciones.

Un golpe discreto en la puerta. Cata fue a abrir extranñ ada.

--¿Quieá n es? --preguntoá antes de quitar la tranca.

--Yo, Juan Oses.

--¿Queá queríáa?

--¿Coá mo sigue el ninñ o?

--Lo mesmo no maá s...

--Le traigo un remedio... Abra.

Forcejeoá Cata y ya abierta la puerta, la alta figura del hombre se perfiloá a la incierta
luz del chonchoá n.

--Guü enas noches, Juan Oses.


--Guü enas noches. ¿Coá mo le va, donñ a Clara?

--¿Coá mo quere que me vaiga? ... --contestoá la vieja con mal modo--. Mal, pue...

--¿Qu'es lo que trae pa'l ninñ o? --preguntoá Cata ansiosamente.

--Yo queríáa icirle que cuando estuve empleao onde don Casimiro Catalaá n, en
Temuco, s'enfermoá la guagua mesmamente como Aladino. Yo vide muy bien los
remedios que l'hicieron, ¿no ve qu'era mozo e la casa? Si ustedes son gustaoras, los
mesmos podíáan hacerle'Aladino.

--¿Estaríáa con fiebre la guagua esa?

--Síá, le vino porque l'ama le dio a probar harina.

--¿Y queá remedios l'hicieron?

--Aceite lo primero y na maá s que aguü itas e aníás pa' darle a pasto. Y pa' bajarle la
fiebre lo banñ aban- en agua bien calientita y l'arropaban despueá s bien arropao pa'
que suara harto. Y lueguito se refrescaba.

--¿Y mejoroá ? --indagoá recelosa la abuela.

--Clarito, pue.

--¿Y lo banñ aban?

--Síá, inñ ora, en agua bien tibiona.

--¿Queá te parece, a vos, Cata?

--Qui'algo hay qui'hacer. Pior es estarse con las manos cruzaá s. Podimos aprobar...

--Eso es --dijo Juan, contento al ver su eá xito--; al tiro podimos banñ arlo. Yo voy a
sentar l'olleta grande con l'agua; en un rato maá s estaraá lista. Acomoden el tiesto pa'
banñ arlo y la ropa p'arroparlo qu'esteá bien sequita.

Salioá Juan Oses. Teníáa el mozo un no seá queá de simpaá tico y fino en las maneras y el
mirar de sus ojazos negros atraíáa por la lealtad que emanaban. Grande y musculoso,
habíáa en eá l signos de otra clase afinada por la cultura; las manos y los pies
proporcionados y auá n no deformes por 1a rudeza del trabajo, la amplitud de la
frente, la suavidad del pelo que se quebraba en ondas. Entre los peones corríáa el
decir de queera "hijo de rico".

--¿No creíás vos, Cata, que banñ arlo seraá pior?


--Cuando Juan Oses asegura que l'otra guagua mejoroá ...

--¿Asíá es que si Juan Oses lo ice va'ser cierto?... --la vieja empezaba a sulfurarse.

--Pero, mamita...

--A vos te tiene hechizaá este hombre y entoavíáa queríás negar...

--Yo no niego na... L'uá nico que le guü elvo a icir es qu'eá ste no es como l'otro.

--Toos parecen muy guü enos hasta que logran sus fines. La mujer que les da oíáos estaá
perdíáa... Ya vis vos las penas qu'estamos pasando por haberte creíáo del otro...

--Este no, mamita, eá ste no es como l'otro.

--Te igo yo que toíátos son iguales. Palabreríáa vana... Promesas... Too son palabras
que se lleva el viento...

--Este no... Este no... Este es distinto...

--Toos son guü enos hasta qui'hacen una grande...

--No, mamita, no. Yo tengo mis motivos pa' creer qu'eá ste me quere con guü en fin.

--Icemelos --y como la muchacha callara, la vieja agregoá enfurecieá ndose


gradualmente--: Guü eno, ¿no? Lo que vos queríás es engatusarme pa' que yo te deá
larga... No me creaá i tan lerda... Pa' una vez estuvo guü ena mi ceguera.

--Benaiga, mamita... ¡Hasta cuaá ndo va fregar!... Mejor seraá que se ponga a secar las
mantillas.

Ahuyentando sus recelos, la idea del nieto enfermo obsesionoá a donñ a Clara.

--Tres rosarios pa' que l'haga bien. el banñ o --empezoá a murmurar, no llevando ya
cuenta de lo que ofrecíáa y levantando la voz en medio de sus angustias--, un rosario
pa' que se quee dormíáo. Otro rosario pa' que no se lamiente tanto.

--Ejese de tanto ofrecimento y de tanta lesera y veng'ayudarme.

Sobre un cajoá n colocaron el lavatorio y todo ello junto al catre. Luego arrollaron las
ropas calientes, tapaá ndolas con el plumoá n.

--Ya estaá too listo, voime agora a ver l'agua.

--Abríágate, ninñ a, no te vayaá i. a cotipar.


Cata se arrebozoá en el chaloá n. Salioá . Habíáa afuera negrura de noche opacada por
enormes nubarrones. En las rendijas de la cocina, randas de luz. De la rancha
llegaban los ronquidos en todos diapasones de los- trabajadores dormidos.

--¿Estaá ya l'agua? --preguntoá desde la puerta.

--Creo que ya estaá guü ena --contestoá Juan Oses, que en cuclillas junto a la lumbre la
avivaba con un soplador.

--Allaá estaá too listo.

--Lleveá mola, entonces. No, deje. ¿Cree que no me la pueo?

--No vaiga a trompezar.

--Si veo le maá s bien.

Ya en la habitacioá n, volcaron el agua en la palangana. Estaba muy caliente y Juan


Oses tuvo que salir por agua fríáa al estero. Desvistieron a la criatura, que no parecioá
sentir ninguna impresioá n al meterla en el agua.

--No, asíá no. Hay que ponerle la mano aquíá, entre los hombros, pa' sujetarle la
cabecita; a ver, yo lo sujetareá ... -Juan; Oses se arremangoá raá pidamente las mangas de
la camisa y con suavidad insospechable en sus manos de peoá n, mantuvo al ninñ o a
flote.

La madre lo dejaba hacer atenta a los movimientos del enfermito. Donñ a Clara mullíáa
el colchoá n de la cuna, deshumedeciendo despueá s el cuero de cordero que hacíáa maá s
caliente el nido.

De pronto Aladino movioá de uno a otro lado la cabeza, los brazos se agitaron y por
fin los ojillos se abrieron en una luz de beatitud.

--Parece qu'estaá a gusto --observoá Juan.

--¡M'hijito queríáo!...

Otro rato en que ambos siguieron anhelantes el bracear del ninñ o.

--¿Ya estaraá guü eno que lo saquemos? --preguntoá Cata.

--Ya estaraá . L'agua s'estaá enfriando.

--Pase las mantillas, mamita. No se quee dormíáa.


--No m'estíás levantando testimonios --abríáa los ojos fatigados, alzaá ndose
trabajosamente.

--Traiga .p'acaá , inñ ora.

Bien arropada la guagua, la taparon una vez acostada con frazadas y chales. Un
:largo rato se quedaron los tres en silencio. Donñ a Clara, hecha un ovillo junto al
brasero, empezoá a dormitar. Juan y Cata cambiaban largas miradas en que apuntaba
una esperanza.

Cuando media hora despueá s alzaron los cobertores buscando la carita del ninñ o,
vieron que dormíáa apaciblemente. Gotitas de transpiracioá n perlaban la naricita
afinada por los díáas de enfermedad.

--Se queoá dormíáo-dijo apenas la madre.

--¿No ve como mi remedio era guü eno?

--¿Coá mo le voy a pagar estos servicios?

--El carinñ o se paga con carinñ o, Catita...

--Juan.

--¡M'hijita queríáa!...

Un silencio.

--Usteá no sabe, Juan. Yo tengo qu'icirle... El ninñ o...

--Na tiene qu'icirme --atajoá el mozo--. Su hijo es m'hijo. Mi mama tamieá n tuvo su
fatalidaá , pero halloá un hombre que la quiso de veras y se casoá con ella. Y jue hasta
que murioá una mujer guü ena y-respetaá y su maríáo me quiso mucho y supo,hacer de
míá un hombre guü eno y trabajaor.

--¡Ah! --donñ a Clara se despabilaba asustada--. ¡Ah! ¿Queá jue?

--Aladino se queoá dormíáo --anuncioá Cata jubilosa, disimulando.

--Manñ ana le vamos a dar aceite --dijo Juan.

--Pero no tenimos na. Habríáa qu'ir a Selva a mercar.

--Eso es lo de menos. Manñ ana di'alba voy yo.


--Dios se lo pague --contestoá Cata--. Pero --agregoá con inquietud-- va a perder su
mediodíáa. Enantes m'ijo el mayordomo que manñ ana domingo iban a trabajar. toíáto
el díáa.

--No importa, e toas maneras manñ ana di'alba voy.

--¡Benaiga tu víáa, nñ ato! --exclamoá donñ a Clara entusiasmada.

--Guü enas noches, acueá stense al tiro, qu'estaá n muy trasnochaá s.

--Aguaá rdate, ninñ o, voy. a darte los cobres.

--Deje, donñ a Clara, despueá arreglaremos. Guü enas noches.

--Dios se lo pague, Juan.

--Guü enas noches.

--Hasta manñ ana, Catita --y salioá .

--De los pobladores de la hacienda puedo responder. Son gente honrada que hace
anñ os de anñ os sirve sus puestos. Al ladroá n hay que buscarlo entre los fuerinos.

Era el administrador el que hablaba dirigieá ndose a San Martíán, el primero de los
carabineros de Servicio en Rari-Ruca.

Este San Martíán habíáa sido en sus mocedades famoso cuatrero. A raíáz de una larga
condena cumplida en Talca y merced a la proteccioá n de cierto terratenientes habíáa
sentado plaza de carabinero. A sus descubrimientos de animales robados, cuyo
rastro seguíáa como un perro, debíáa sus ascensos. Ultimamente, a orillas del ríáo
Negro, habíáa sorprendido a la cuadrilla del Cojo Peá rez --su sucesor en fechoríáas--
haciendo vadear el ríáo a un pinñ o de animales robados en Cochento. Bien armados
con. carabinas recortadas, los forajidos hicieron ,frente a los , carabineros. Pero la-:
punteríáa de San Martíán la teníáan pocos, y el primero en caer mortalmente herido
fue el Cojo Peá rez. Sin jefe, la cuadrilla, huyoá abandonaá ndolo todo En la fuga dos
hombres maá s fueron muertos por San Martíán, que "donde poníáa el ojo poníáa la
bala".

Era el carabinero un hombretoá n alto, y desarticulado, con una gran cabezota


caballuna. Pelos rojizos, foscos e hirsutos coronaban aquella figura magra. Una luz
de crueldad lucíáa en los ojillos pequenñ os, como abiertos a punzoá n: ventanas del
espíáritu, parecíáa que la naturaleza se avergonzara de su alma negra, dejaá ndola
asomar lo menos posible al exterior

Ya que no era posible --le habíáa costado muy largos y penosos anñ os de encierro--, ya
que no era posible matar y apalear gente por cuenta propia, los mataba y apaleaba
en nombre de la justicia.

--Yo tengo mis sospechas de Segundo Seguel; ayer anduvo tomando en Rari-Ruca
--dijo San Martíán.

--Verdad que ni ayer ni hoy salioá al trabajo.

--¿Queá otro de los fuerinos no ha salido estos díáas al trabajo?

--Muy faá cil de averiguar. Aquíá tengo justamente las cartillas.

--El robo ha sido el saá bado en la noche --prosiguioá San Martíán mientras don
Zacaríáas buscaba el libro en un estante-- y es claro que han tirao pa' Selva o pa'
Curacautíán a vender los choapinos; allaá ya se avisoá a los retenes, aunque yo maá s
creo que han escondíáo el robo en el monte.

--A ver.... Seguel... Seguel, Segundo... ¡Aquíá estaá ! Faltoá ayer todo el díáa y hoy tampoco
salioá . Y no hay maá s. ¡Ah, síá! Aquíá hay otro: Juan Oses, que faltoá ayer en la manñ ana,
soá lo salioá despueá s de almuerzo.

--¿Queá hombres son-?

--Ambos forasteros. Juan Oses es primera vez que trabaja en la hacienda. Bueno,
para el trabajo: algo atrevido no maá s. En cuanto al otro, es tambieá n buen trabajador,
pero cuando "la agarra" se pone de lo maá s pendenciero.

--¿Queá me viene a contar a míá, cuando ayer formoá el boche padre en el despacho,
peliando con Campos? Tuvimos que darles unos guü enos rebencazos a los dos pa'
que se sosegaran.

--¿Asíá es que se los lleva a los dos?

--No hay maá s que llevarlos p'hacerlos cantar.

--No me los machuque mucho. Mire que los dos son bravos para el trabajo.

--Se tendraá en cuenta, don Zacaríáas. Me voy pa' la rancha a buscarlos.

--Guü enas noches.


--Buenas noches, San Martíán.

Afuera lloviznaba. Dos carabineros lo esperaban cobijados en una ramada.


Montaron a caballo y al galope se dirigieron a la rancha.

Los peones acababan de comer en la cocina. Las pancutras bien condimentadas y


en su punto habíáan calentado los cuerpos, trayendo a los espíáritus una raá faga de
alegríáa que se exteriorizaba en cuentos y chistes coreados por grandes risotadas.
Cata estaba en la puebla haciendo dormir al ninñ o; presidíáa el grupo donñ a Clara, que
irradiaba alegríáa porque Aladino seguíáa mejorando. Todo aquel contento se heloá
con la llegada de San Martíán, que violentamente entroá en la pieza. Algunos hombres
se pusieron de pie, cohibidos y en guardia, como quien espera un golpe. Eran
muchos --¡ay! -- los que conocíáan al primero San Martíán.

--Segundo Seguel y Juan Oses, que me sigan --ordenoá con voz tonante.

--¡Yo! ¡Yo! -- tartamudeoá Segundo, que de su pasada borrachera conservaba el


espíáritu en nieblas y el habla estropajosa.

--Vos mesmo, borracho cochino. Ya estaá , caminen, si no queren que los arre'a palos.

--¿Tendraá la bondaá d'icirme por queá me lleva preso?

Era Juan Oses quien, entre bocado y bocado, se dirigíáa tranquilamente a San Martíán.

--Na teníás que preduntar. En el reteá n se les diraá .

--Es que yo no me muevo di'aquíá sin saber por queá me llevan. Ycontra mi voluntaá es
difíácil llevarme. ¿No le parece, mi primero?

--¡Dios te guarde, nñ ato! --exclamoá donñ a Clara.

--Lo que me parece es que te voy a virar a palos avanzaba San Martíán amenazador
con el rebenque en alto.

Juan Oses se levantoá raá pido y con un solo movimiento certero de su punñ o envioá por
tierra a San Martíán. Los dos carabineros acudieron en auxilio de su jefe, pero eá ste ya
se poníáa en pie escupiendo sangre y palabrotas y se abalanzaba como una fiera
sobre Juan Oses. Los dos hombres le ayudaban, pues era fuerte el adversario; en vez
de pegar como ellos sin cuidar de defenderse, paraba los golpes con el brazo
izquierdo, usando soá lo el derecho para atacar.

--Habraá que matarte como un quiltro --rugioá San Martíán, retrocediendo.


Los peones se amontonaban silenciosos e inquietos en un rincoá n. Segundo parecíáa
estuá pido: temblorosa y babeante la boca. Donñ a Clara chillaba desesperadamente a
cada golpe, como si fuera ella quien los recibiera. Entre chillido y chillido hacíáa sus
habituales promesas:

--Un rosario pa' que no lo maten... Mamita Virgen, otro rosario... ¡Ay! jAyayay!
Senñ orcito queríáo... ¡Ay!

--¿Queá , se han guü elto locos? --llegaba Cata atraíáda por el voceríáo.

Habituada a todos los horrores de esas comarcas, no la sorprendioá la escena. Con


una mirada híázose cargo de lo que pasaba y resuelta se interpuso entre Juan Oses y
San Martíán.

--¿Quíá'ha pasao? --El tono, el gesto y el llamear de los ojos exigíáan una respuesta y
San Martíán la dio:

--Qu'este ninñ o diaulo no quere que lo lleven preso. Parece que a su merceá le escuece
muchazo que lo lleven preso por lairoá n.

--¿Por lairoá n? ¿Y qu'es lo que se ha robao?

--El saá bado en la noche se robaron tres choapinos nuevecitos y dos prevenciones de
las casas de Rari-Ruca. Rompieron el candao de la puerta trasera. Uno d'estos dos
caballeritos ha síáo el de la gracia, si no han síáo los dos en companñ a.

--Si m'hubiera dicho eso l'hubiera seguíáo al tiro --observoá modosamente Juan Oses.

--Vos te callaá i tu hocico...

--El saá bado en la noche Juan Oses estuvo en la puebla hasta bien tarde con nosotras,
ayuaá ndonos hacerle remedios a mi guagua qu'estaba enferma. Mi mamita tamieá n lo
puee atestiguar. Bien di'alba Juan Oses se jue pa' Selva a mercar aceite e castor pa'
darle a mi ninñ o; golvioá como a las once. Luego almorzoá aquíá en la rancha; toos lo
pueen icir y despueá se jue pa'l trabajo con toa la cuairilla. --La voz de Cata,
comuá nmente ronca, vibraba maá s profundamente auá n, pero las palabras salíáan
raá pidas y níátidas de la boca descolorida que no temblaba.

--Y de Segundo Seguel, ¿no puee icirme na?

--Síá, qu'el saá bado se jue en la noche pa'l pueblo y golvioá esta tarde no maá s.

--Muy .bien. Manñ ana pueen bajar despueá s de doce pa'l reteá n pa' que declaren allaá .
Eso no pone reparo pa' que yo me lleve estos ninñ os a dormir al reteá n. Allaá estaraá n
mejor...--Habíáa tal ferocidad en el tono y en los ojillos grises que todos, hasta Juan y
Cata, sintieron un escalofríáo recorrer sus nervios--. Agora, ¿quere su merceá que
l'amarremos las manos? Tenimos que llevarlo en ancas y no tenimos seguridaá
alguna con su merceá librecito...

--Es pior que se resista --dijo Cata muy bajo, volvieá ndose a Juan.

El mozo extendioá las manos, San Martíán las amarroá cruzadas sobre el estoá mago y
aunque el laá tigo se incrustoá en la carne amoratando las unñ as, la cara de Juan
permanecioá impasible.

--¡Ya estaá ! Caminen. ¡Anda, borracho sinverguü enza!...

Salieron. Afuera caíáa siempre una fina llovizna y grandes raá fagas de puelche
sacudíáan los aá rboles. Sin ayuda alguna --a pesar de las manos apresadas-- saltoá Juan
Oses en las ancas del caballo que jineteaba San Martíán. A Segundo Seguel hubo que
alzarlo, aseguraá ndolo con una amarra a su guardiaá n.

--¡Yo no he síáo na! --repetíáa obstinado-- ¡Yo no he síáo na.!...

Cata los habíáa seguido sin quitar los ojos a Juan. Cuando ya partíáan todo el coraje de
la mujer murioá entre silenciosas laá grimas. Juan las vio.¿Coá mo?, si la noche obscura
estaba ademaá s empanñ ada por la llovizna. Las sintioá en el corazoá n, y tiernamente, en
voz, muy baja, murmuroá inclinaá ndose:

--No s'aflija, m'hijita. No seraá na. Vaiga a darle el remedio a la guagua.

--Guü enas noches, Catita. ¡Que suenñ e con los angelitos! --EraSan Martíán, que algo
habíáa alcanzado a oir, quien asíá se despedíáa.

Partieron y largo rato la mujer escuchoá anhelante el galopar ensordecido que se


alejaba. No sentíáa la lluvia que poco a poco iba calaá ndola. No comprendíáa bien queá
pasaba en ella, ni por queá estaba allíá llorosa y desolada. Nunca un sobresalto igual
habíáa trastornado su corazoá n. Se sorprendioá a síá misma murmurando
fervorosamente la promesa de donñ a Clara:

--¡Mamita Virgen, un rosario pa' que no le pase na!

Llovioá hasta el amanecer. En la manñ ana un recio viento arrastroá las nubes, y en la
tarde, cuando Cata y donñ a Clara llegaron a Rari-Ruca, quemaba el sol desolando los
campos. En el extremo del puente que atraviesa el Rari-Ruca, un hombre tendido de
bruces sobra las tablas parecíáa dormir.
--¡Ay! ¡Senñ orcito! Si es Juan Oses --gritoá Cata adelantaá ndose.

De rodillas junto al hombre, tratoá de levantarlo: pesaba el cuepo lacio y fueron


vanos sus esfuerzos.

--Aguaá rdese, mamita, deá jeme sacarme el manto. --Tomoá entonces a Juan cuerpo a
cuerpo y, alzaá ndolo, consiguioá , ayudada por donñ a Clara dejarlo boca arriba.

--¡Ay mamacita Virgen! ¡Ay Senñ orcito! ¡Ayayay! Clamaba horrorizada la vieja.

--Menos mal qu'estaá vivo --gimioá resignada Cata.

Apenas si se distinguíáan las facciones del mozo bajo la costra de sangre y tierra.
Trazos maá s obscuros atestiguaban por doá nde habíáa pasado el laá tigo. A traveá s de la
camisa desgarrada el busto mostraba moretones, rasgunñ os, heridas y grandes
coaá gulos de sangre.

--¡Mi Diosito! Coá mo lo'ejaron esos condenaos..., hecho una pura laá stima y la ropita
hecha guü iras... ¡Ay mi Diosito!

--Vaya a buscar un pichicho di'agua al ríáo, mamita.

--En queá te la traigo, m'hijita queríáa...

--Tome, en la chupalla. Algo puee que llegue.

Sujetaá ndose a las quilas logroá la vieja bajar el talud resbaladizo; la ascensioá n fue
maá s penosa y lenta.

--Aquíá estaá .

--Vaiga agora onde la Margara pa' ver si lo llevamos pa' su puebla d'ella, mientras
podimos llevarlo pa' la rancha.

--¿Vos queríás llevarlo pa' la puebla e nosotras?

--No lo vamos a ejar aquíá, botao como un quiltro sarnoso, con too lo qu 'hizo por
Aladino.

--¿Y queá va'icir la gente? Vos sabíás lo reparones que son.

--A míá no se me da na... Ejelos qui'hablen.

--Pero el cuento es que vos no te vayaá i a enrear con eá l... Vos sos muy bien retemplaá .
--¿Hasta cuaá ndo le voy a icir qu'eá ste no es como l'otro?

--Guü eno... Vos sabríás lo que vai'hacer... Pero cuidaíáto, ¿no?

--Ya estaá . Camine ligero.

La vieja se alejoá presurosa. Cata mojoá su panñ uelo y suavemente empezoá a lavar la
cara miserable. Pero la paja absorbíáa toda el agua y pronto la chupalla empapada no
contuvo una gota. Entonces la mujer se acurrucoá en el suelo, incorporando la
cabeza, que recostoá en su regazo. ¿Queá podíáa hacer? Miraba obstinada el espejear
del sol en los vidrios del chalet de los patrones. Algo muy obscuro se aclaraba para
ella en su interior: la simpatíáa que sintiera primero por aquel mozo que la cortejaba
respetuosamente, el agradecimiento por los cuidados que prestara al ninñ o durante
los angustiosos díáas que estuviera enfermo y la piedad que esponjaba sus entranñ as
a la vista del pobre cuerpo flagelado se fundíáan en un solo sentimiento vago y
dulcíásimo que trajo laá grimas a sus ojos, hacieá ndola acariciar con dedos treá mulos los
paá rpados violaá ceos. Creyoá que se estremecíáan. No. Nada. Seguíáa el hombre como
muerto. Volvioá ella a su obstinado mirar los vidrios relampagueantes.

--La Margara viene... pisaá ndome los talones... Pero ice qu'ella... en na puee
ayuarnos..., porque San Martíán, ijo qu'eá l que ayuara a Juan Oses... ,teníáa
qui'habeá rselas con eá l... --hablaba donñ a Clara jadeante, cortada la respiracioá n por la
rapidez de la caminata.

--Guü enas tardes, Catira. ¿Coá mo le va yendo? --preguntoá Margara.

--Aquíá me tiene con este pobre crucificao. No seá quíá'haremos con eá l.

--Yo tengo mucha voluntaá p'ayuarla, pero San Martíán estaá como un quique con Juan
Oses porque cuando quisieron apaliarlo se defendioá y apenitas entre San Martíán y
los dos carabineros pudieron echarlo al suelo. Entonces se cebaron con eá l. San
Martíán estaba enrabiao esta manñ ana cuando avisaron de Curacautíán que soltaran a
eá stos, porque los lairones ya los teníáan confesaíátos y too en el reteá n di'allaá .

--¿Y d'oá nde eran? --indagoá donñ a Clara.

--Eran unos qu'iban arriando pinñ o pa' Lonquimay y quíá'alojaron aquíá el saá bado;
alojaron al otro lao del Cautíán, pero yo los vide rondando los chaletes al escurecer.

--¡Ay, mamita Virgen! ¡Coá mo permitíás tanta maldaá !...

--¡No se lamiente tanto, inñ oral... Si vieran a Segundo Seguel. Si eá st'es una compasioá n,
pior estaá l'otro. Anoche no podimos dormir una pestanñ a en toíáta la noche; en
llegando eá stos empezoá la funcioá n. A este pobre lo apaliaron hasta que maá s no
quisieron, y al otro, aluego que lo apaliaron, lo amarraron e las patas, ejaá ndolo a
toíáta la lluvia, medio colgao con la cabeza p'abajo. No lo escolgaron hasta que
clareoá . Icen qu'e taá como loco. ¡Por Diosito! Si con este hombre e San Martíán ya no
se puee vivir tranquila. Vieran lo que me contaron quíá'habíáa hecho en Radalco con
un hombre que se roboá una oveja. Primeramente lo apalearon casi too en la cabeza,
hasta que lo ajaron bien entontecíáo; entonces lo encerraron en la boega y al otro díáa
lo encontraron que se habíáa ahorcado con su cinturoá n de una viga. ¡Senñ orcito! Lo
encontraron meneaá ndose di'aquíá p'allaá y con asíá tanta lengua afuera... Yo me lo paso
icieá ndoselo a Campos: "No nos vaiga a tomar pica San Martíán, porque entonces es
d'irse pa'otro pueblo".

--¿Descargaríáan las carretas de l'hacienda? --preguntoá Cata, aprovechando una


pausa de la mujer.

--Descargando estaban. No tardaraá n ya en golver p'arriba. ¿Y Aladino se mejoroá ? Se


me le habíáa olvidao preduntarle.

--Estaá lo maá s bien ya. Lo ejeá onda la comaire Rosa Abello pa' que no se asoleara.

--Me alegro mucho que si'haya mejorao. Figuá rese que al mocoso e la Clara Luz.
Conejeros...

Se embarcoá en otra historia interminable. Era el perfecto tipo de la campesina


montanñ esa, robusta, coloradota, zafia, chismosa y pendenciera; capaz de recorrer
leguas de leguas para llevar a una lejana puebla un chisme destructor de paz, capaz
tambieá n de "malcornarse" en el fuego de la disputa con la contraria, en la seguridad
de quedar vencedora.

Donñ a Clara la oíáa embelesada, pero Cata soá lo estaba atenta a los ruidos que veníáan
de la estacioá n. Pronto los tumbos de las carretas y los gritos de los carreteros la
hicieron incorporarse dejando en tierra a Juan Oses. A la vista el convoy, dejoá pasar
las primeras carretas, dirigieá ndose a un viejo de blancas barbas patriarcales que
dirigíáa la uá ltima: un instante hablaron en voz baja.

--¿Entonces estaá con eá ste agora la Cata? --preguntoá Margara a donñ a Clara,
senñ alando con el gesto al herido.

--¿Queá te habíás imaginao vos? ... ¡Somos conocíáos y na maá s! ...

--¡Bah!, inñ ora, no s'acalore tanto... ¡El del anñ o pasao tamieá n seríáa conocíáo na maá s!
--sonreíáa aviesamente mirando a Cata, que por fin parecíáa ponerse de acuerdo con
el carretero.
Bajoá se eá ste y entre todos alzaron a Juan Oses colocaá ndolo acostado sobre la carreta.
Cata se acomodoá poniendo en su regazo la cabeza del mozo, donñ a Clara se hizo un
montoá n junto al peá rtigo y tras despedirse Cata de Margara y mirarla sulfurada la
vieja, lentamente los bueyes empezaron a subir la empinada cuesta.

Por no ser pedregoso el camino no daba tumbos la carreta, pero con la repechada el
cuerpo del hombre resbalaba y apenas si los esfuerzos unidos de ambas mujeres
conseguíáan mantenerlo quieto. Ya subida la agria cuesta, se dejoá un largo rato
descansar la yunta.

Hecho a dinamita en el flanco de la montanñ a, el camino bordeaba un precipicio.


Hacia arriba, en el veá rtice de la pared graníática, abríáan los pinos sus parasoles de
prolijo encaje; montanñ a abajo no se veíáa un aá pice de tierra. Era aquello un
compacto matorral en cuyo fondo se adivinaba el ríáo. Maá s allaá , a la izquierda,
asomaban los chalets de la hacienda y el reteá n de los carabineros rojo como la ira.
Una extranñ a ciudad rodeaba la estacioá n; asíá, desde lo alto, parecíáan viviendas
primitivas, de cerca eran enormes rumas de maderas laboradas. La estacioá n, la casa
del jefe y la bodega eran soá lo techumbres de zinc que reverberaban al sol.

Auá n maá s hacia la izquierda estaá el pueblo pintoresco; luego se extiende la ancha
vega del Cautíán, que el ríáo atraviesa centellante. Al fondo se escalonan las montanñ as
verdinegras cuyos perfiles dentados se destacan níátidos en el fondo radioso del
cielo de media tarde, intensamente azul. Dominando ríáos plateados, valles
verdegueantes, montanñ as azulosas y cordilleras pardas, aá lzase la testa níávea del
Llaima, empenachada de levíásimo humo.

Retumbantes caíáan en el silencio de la siesta los golpes de las tablas que los peones
encastillaban en la estacioá n. A la derecha el Cautíán y el Rari-Ruca charlaban
bulliciosos al encontrarse, siguiendo luego unidos su caminata hacia el mar.
Zumbaba un moscardoá n de lapislaá zuli girando en el aire sobre síá mismo, loco de sol.

--¡Arre, "Tomate"! ¡Oh, "Clavel"! --El viejo se habíáa sentado en la carreta junto a
donñ a Clara y desde ahíá dirigíáa la yunta con la larga picana.

Iba ahora el camino atravesando una ondulosa vega entrebolada; aá rboles


calcinados por el roce, grises o negruzcos, espectrales o atormentados, alzaban su
desolacioá n aquíá y allaá . Otros escapados a la voracidad de la llama deliberaban en
grupos musitaá ndose al oíádo frases que luego los agitaban en reir gozoso. Una cerca
de palos a pique corríáa a lo largo del camino, pareciendo encajonar el tierral suelto
que lo formaba.
Dejaron atraá s los corrales de Radalco y los edificios de la administracioá n
aparecieron al punto: la casa riente por los geranios que se asomaban a las
ventanas, las bodegas y los galpones, en uno de los cuales se ahorcara un hombre
enloquecido por los golpes.

Cata se estremecioá al recuerdo y sus manos unidas --suaves y disimuladas-- cayeron


sobre la cabeza de Juan con movimiento protector.

Empezaba la quebrada de Collihuanqui y el camino descendíáa aá spero e


interminable. Daba recios tumbos la carreta y el herido parecioá salir de su sopor;
quejaá base y abrioá un momento los ojos, que erraron inciertos sobre seres y cosas,
volviendo a cerrarse.

La cuesta seguíáa internaá ndose montanñ a adentro, serpenteando entre los aá rboles
que se hacíáan maá s compactos, hasta no dejar libre el boque maá s que el lomo pardo
del camino. Si en la montanñ a de Rari-Ruca se necesito dinamita para tallar la roca
dura, aquíá el hacha fue pacientemente derribando aá rboles colosales que arrimados
luego al borde del camina hacíáan de cerca. Buscando claros de bosques que
alivianaran la tarea, el hacha hizo el camino zigzagueante e inacabable, bellíásimo e
imponente.

Por fin, y tras una uá ltima curva violenta, oyeron cantar el ríáo y la carreta entroá al
puente. Dieron descanso a la yunta y el viejo carretero aprovechoá la parada para
saciar el suenñ o a la sombra de unas quilas. Donñ a Clara dio suelta entonces a los
sentires que viniera rumiando en el trayecto.

--¡No t'icíáa yo, no t'icíáa yo!... Con esto'e llevarnos a Juan Oses pa' la rancha la gente
va'hablar hasta maá s no poer... ¿No vis? Ya empezoá la Margara.

--¿Pa' queá da oíáos a esas leseras? Pa' pasar malos ratos no maá s.

--Como vos sos una fresca, na t 'importa el icir e las gentes; pero yo no soy gustaora
e que se limpien la boca conmíá...

--¡Mal haya su víáa, mamita!... ¿Quere'ejarme tranquila?

--Vos teníás la culpa e too, ¿pa' queá lo juimos a trer?

--¿Y queá quere qu'hiciera? ¿Ejarlo botao en medio del camino, murieá ndose? ¡A lo
menos hay que ser agraecíáa!....

--Es que aluego e too lo qui'hablaron e vos el anñ o pasao, no es cosa e andar otra vez
en la boca e la gente...
--¡Maldita sea nunca!...

--Es inuá til que t'enojíás...

--Es que usteá no entiende...

--Las esgracias me han guü elto matrera.

Un largo silencio.

--¡Cata!

--Mande.

--Si se quisiera casar con vos... Parece guü eno este mozo.

--Es guü eno, mamita. El m'ice que se quere casar.

--Si vos sabíás comportarte...

Otro silencio.

--De toos moos y maneras yo no m'escuidareá de vos... Y agora goime a ver si


encuentro unos palitos e natri pa' darle aguü itas y matico tamieá n pa' las heríáas, que
no hay naíáta en la puebla --hablaba donñ a Clara mirando a Cata con una luz de
complicidad en los ojillos acuosos.

Una frescura de subterraá neo reinaba junto al ríáo. Los robles, los raulíáes, los
palosantos, los lingues, los laureles se alzaban centenarios juntando en lo alto las
testas locas de azul. Por los troncos cenñ idos por el tiempo, que anñ o a anñ o ahondaba
el sello de su abrazo, subíáan las copihueras cuajadas de sangrientas floraciones.
Fucsias rojas, violaá ceas y blancas sacaban burlescamente la lengua a las humildes
azulinas que estrellaban el tapiz de verde musgo. Los maquis se inclinaban al peso
de los frutos maduros. Pensamientos diminutos levantaban entre las hojas sus
caritas interrogadoras. Rosados, carnosos los peá talos, los chupones ofrecíáan su
pulpa jugosa, al par que las murtillas perfumaban apetitosamente la atmoá sfera
huá meda. Un pitíáo quejaá base obstinado en unas quilas. Coqueteando con los aá rboles,
el,agua se deslizaba murmurante y reidora sobre las pulidas piedras, formando a
veces remolinos de blanca espuma.

--De toíáto encontreá , ninñ a. Mira: matico pa' las heríáas..., natri pa' refrescarlo, yerba
plata pa' darle aguü itas..., toronjil pa' que olorose, y menta tamieá n.

Salíáa donñ a Clara de la verdura cargados los brazos de hierbas y ramas, rebosante la
chupalla --colgada del brazo por las bridas-- de murtillas y chupones.
--Ya seraá guü eno que vaigamos caminando.

--Voy a recordar a don Florisondo. Ejalo no maá s, despueá s lo'arreglo too pa' que no
vaiga a quer.

--Abrevee, inñ ora, qu'es tardazo ya.

--¡Don Floro! ... ¡ Don Florisondo!... ¡Recuerde, don Floro! ...

--¡Ah! ¿Queá ? Tan bien qu'estaba durmiendo.

--Ya estaraá guü eno que nos vaigamos --advirtioá Cata--, si no vamos a llegar con noche
y yo hago falta en la rancha.

Emprendieron la subida, y si la bajada fue lenta, penosa e interminable, aquella


cuesta no teníáa trazas de terminar jamaá s. El herido se quejaba, y las mujeres,
tomaá ndose con una mano a la. barandilla, ocupaban la otra en sujetar a Juan, que se
resbalaba. Una larga hora tardaron en subir, y si ya en la meseta no sufrieron malas
posturas, en cambio los aá rboles se fueron enraleciendo y pronto el sol quemante de
febrero cayoá enloquecedor sobre ellos.

Con su chupalla tapoá Cata la cara de Juan Oses, ahuyentando con una rama de
maqui los taá banos que se echaban en las heridas mal restanñ adas.

Iban amodorrados con el calor el viejo y donñ a Clara. La evaporacioá n de la lluvia


caíáda en la noche anterior hacíáa la atmoá sfera pegajosa y fatigante.

Indiferente al calor y al cansancio, Cata se aislaba en síá misma. Teníáa la muchacha


ese fatalismo que hace acogerlo todo con igual calma. Dichas, pesares,
enfermedades, muerte, son para ella poderes contra los cuales no vale rebelarse.
¿Para queá , si es el Destino? Ignorancia, miseria, malos instintos, el crimen mismo,
son para ella poderes contra los cuales no vale luchar. ¿Para queá , si es la Fatalidad?

Embotada por el calor y el polvo, torpemente iba coordinando ideas:

"Si en vez de venir este anñ o hubiera veníáo el anñ o pasao Juan Oses. Este no hubiera
veníáo a las torcíáas como l'otro... ¿Onde andaraá agora ese canalla? Juan Oses se
habríáa casado y tendríáamos una puebla... Y coá mo la tendríáa yo e limpia y bien
arreglaá . Pero ¡jue fataliaá ! Llegoá l'otro y yo me golvíá loca con su palabreríáa vana y...,
en fin..., ¡cosas del destino! Lo pior seríáa qu 'eá ste s'echara p'atraá s y no quisiera na
casarse Con lo templaá que me tiene, yo soy capaz d'irme y vivir con eá l asíá no
maá s... Pero no, eá ste es guü eno..., eá ste me quere de veras..., eá ste se casaraá y naiden
podraá entonces limpiarse su boca en míá. ¿Y si no quere? ¡Ay, Senñ orcito! "
Y bajo el sol de fuego, la carreta, lentamente, seguíáa...

Por ser fin de cosecha y díáa de pago en la hacienda, Rari-Ruca estuvo ese domingo
muy animado. Constantemente llegaban grupos de campesinos a caballo llevando
en ancas a las mujeres vestidas con percalas de tonos claros, terciado el manto
puesto a modo de chal, la cabeza cubierta por chupallas de ancha ala y copa baja,
adornada con un manojo de flores silvestres. Lucíáan los hombres mantas de
colorines, grandes sombreros y espuelas descomunales que tintineaban a cada
paso. Las cabalgaduras, tambieá n endomingadas, ostentaban sobre la silla un
choapino muelle y las prevenciones hechas con lanas multicolores.

Era alegre y pintoresco el desfile que, pasando frente a los chalets, torcíáa camino del
despacho.

Maá s tarde llegaron los fuerinos, tambieá n en grupos, cansados y polvorientos con la
larga caminata a pie. Iban con la echona y el hatil o miserable al hombro,
caminando sin rumbo fijo hacia el sur en busca del pan. Algunos se detuvieron en el
pueblo, los maá s siguieron su triste peregrinacioá n.

A la hora de almuerzo, la cocinaríáa de don Rafo se hizo pequenñ a y sus hijas Norfa y
Dinñ a apenas si bastaban para atender tanto parroquiano. ¡Que cazuela aquíá! ¡Que
pebre allaá ! ¡Que vino a eá ste! ¡Que ajíá a este otro!

A las tres las cabezas estaban algo abombadas por la digestioá n dificultosa y el
mucho alcohol. A esa hora aparecioá Campos con la Margara, que traíáa la vihuela.
Tras un pulsearla que hizo cabrillear los nervios, la voz de la mujer se alzoá ,
enronquecida y sensual:

La carta que t'escrebí

en un pliego e papel

verís cuando la estés lendo

lágrimas se t'han de quer...


¿Queá decíáan aquellos versos? ¿Queá habíáa en la voz lacrimosa de la mujer que los
hombres sintieron correr fuego por las arterias y en los ojos de las mujeres brilloá
huá meda una luz de aquiescencia?

Se formaban parejas y el zapatear de la cueca hizo pronto estremecerse el bodegoá n.

--¡Benaiga, m'hijita!

--¡Haá cele, nñ ato!...

--¡Aro! ¡Aro!

--¡A su saluá , prenda!

Ardíáa la fiesta cuando llegoá solapadamente San Martíán. Era tal el entusiasmo que la
presencia del carabinero no fue advertida. Se acercoá , tras un raá pido mirar de sus
ojillos de paquidermo, a la mesa en que varios mozos solos bebíáan con gran
algazara.

--Guü enas tardes --los saludaba bonachonamente, desconcertaá ndolos.

--¡Ah! -- una raá faga de odio y miedo pasoá por las fisonomíáas rubicundas;
animalizadas por el vino--. Guü enas tardes --contestaron los hombres por fin.

--Da gusto ver tanta gente en el pueblo. Parece que hoy han bajao toos los de
l'hacienda.

--Asíá no maá s es --contestooá Charlo Almendras--, andamos toitos.

--¿Y la cosecha estuvo guü ena?

--Seguá n y coá mo... La d'avena estuvo como nunca e guü ena, pero en cambio el trigo es
una compasioá n, chichito y negrucio...,un puro vallico no maá s.

--¡Vaya!, ¡Vaya! ¿No me queren conviar un traguito? ¡No sean tan mezquinos, pue!

--¡Con su amigo! --exclamoá Chano Almendras, que por estar medio borracho
olvidaba faá cilmente sus rencores en contra de San Martíán.

--Y agora --dijo eá ste tras de apurar el vaso--, agora los voy a conviar yo con un trago
e juerte que me van a aceutar toíátos. ¡Dinñ a!

--¡Mande, mi primero! --sonreíáa la muchacha, que acudioá prestamente.

--Traá ete una botella e conñ aque pa' conviar a estos amigos.
--No hay na conñ aque, mi primero, pero si es gustaor pueo ir en un volando al
despacho a buscar una botella. ,

--Ya estaá ... Toma y anda corriendo. No hay como la Dinñ a pa' ser bien mandaá .

Los hombres se miraban interrogaá ndose con los ojos: aquellas maneras de San
Martíán y aquel su convite teníáanlos perplejos. Acostumbraba el carabinero sacarlos
a rebencazos y empellones del bodegoá n cuando "la fiesta" se prolongaba los díáas de
pago. Mas, como ninguno teníáa las ideas muy luá cidas, se acomodaron a su nuevo
modo de ser, si bien al principio con cierto recelo que los manteníáa en guardia, con
una total confianza cuando volvioá Dinñ a y el conñ ac fue paladeado.

--¿Coá mo le va, mi primero? --dijo, acercaá ndose uno que entraba.

--¡Pereira! !Bah!, hombre, ¿cuaá ndo llegaste? -- contestoá San Martíán.

--Agorita, no maá s, en el tren pagaor.

--¿Estaá i de carrilano entonces?

--Y muy a gusto. Guü enas tardes, ninñ os; ¿no s'acuerdan de míá?

--Guü enas tardes, Pereira --contestaron algunos, y otros, como Chano Almendras, se
pusieron en pie, cambiando efusivos saludos con el recieá n llegado, un hombre
joven, pequenñ o y musculoso, mtiy pagado de la ruda belleza de sus facciones,
talladas en aá mbar.

--Tome asiento.

--Síárvase no maá s.

--Gracias --el mozo apuroá hasta las heces el vaso desbordante-- ¿Y queá novedades
hay por aquíá?

--Ni'unita, too sigue lo mesmo.

--La uá nica novedaá --dijo San Martíán muy despacio y remachando la frase con un reir
malicioso--, la novedaá grande es que la Cata se casa...

--¿La Cata?... --las pupilas de Pereira se dilataron sorprendidas, para luego


esconderse raá pidas tras los paá rpados.

--La Cata, síá, la mesma...


--Harta suerte qui'hace-- tercio Dinñ a--; el hombre es bien trabajaor y honrao. A
guapo no se la gana naiden.

--Síá, ¿no? --dijo Pereira distraíádo.

--Estaá n con. toíáta la suerte, yo jui antiayer a ver a la Cata pa' que me cortara una
blusa. Juan Oses ya estaá tan alto y sale al trabajo, y como murioá don Saá nchez, el
ovejero, en casaá ndose les dan esa puebla y Juan Oses quea con el destino pa'
siempre.

--Síá, ¿no? -- volvioá a repetir maquinalmente Pereira.

--A la Cata lo que la tiene maá s contenta es que Juan Oses va pasar por el cevil a
Aladino como hijo d'eá l. Donñ a Clara no, porque estaá loquita e contenta la veterana.

--¿Queá icíás vos.de too eso? --preguntoá San Martíán al recieá n llegado.

--Yo no igo na... ¿A míá queá m'importa? .-contestoá hosco-- Saluá --agregoá luego,
bebiendo.

--A la saluá e los novios y a la suya tamieá n, Pereira, que hacíáa tantazo tiempo que no
lo veíáamos por aquíá,

Bebieron.

--¡Dinñ a! -- llamoá San Martíán.

--Mande.

--Vaya, mi palomita guacha. No sea tan arisca y alleá guese p'acaá ...

--¡Deá jese! ¡Deá jese no maá s!...

--Síárvase un poquito e conñ aque, aquíá en mi mesmo vaso.

--Muchas gracias --y limpiaá ndose la boca con el delantal agregoá coqueteando--: Voy
a saber toíátos sus secretos.

--No tengo ni'unito.

--Quizaá ...

--Yo seá uno -- interrumpioá Chano Almendras, a quien el alcohol poníáa maá s y maá s
confianzudo--. Yo seá que a vos te gustaba la Cata y que 1e teníás pica a Juan Oses
porque se la lleva.
--¿Estaá i loco, ninñ o, o estaá i borracho? Al uá nico que le podíáa sacar pica el casorio e la
Cata es a Pereira, y ya vis vos lo sin cuidao que lo tiene.

--¿A'míá? -- vociferoá Pereira, dando un fuerte punñ etazo sobre la mesa--. ¿A míá?

--Síá, hombre, a vos mesmo.

--Yo no tengo na qui'hacer con la Cata.

--Jue de vos y cuando un hombre es hombre no se deja arrebatar asíá a su guaina.

--Poco m'importa la Cata...

--No vengaá i con disimulos. Harto agarrao te tuvo el otro anñ o, y si no hubierai síáo
casao, te habríáai casao con ella pa' tenerla segura.

--Lo pasao es pasao...

--Lo qui'hay e cierto --dijo Chano--, es que vos le teníá mieo a Juan Oses y te atrevíás a
poneá rtele...

--Coá mo voy a esafiar a una persona que no conozco.

--Asíá sera...

--Asíá es...

--¡Es que vos sos un cobarde no maá s!...

--¡Vos seríás el cobarde! -- contestoá enfurecido Pereira, lanzando a la cabeza de


Chano la botella vacíáa de conñ ac.

Chillaron las mujeres, calloá la guitarra y en todos hubo un movimiento enloquecido


de retroceso.

La botella no hizo blanco, yendo a estrellarse contra la pared. Con un gesto raá pido
San-Martíán cogioá en vilo a Pereira, llevaá ndolo hasta la puerta.

--No, pue, mi amigo, boches no -- dijo, empujaá ndolo hacia fuera.

--¡Asíá se trata a los cobardes! --gritoá Chano, que en su borrachera creíáa haber
librado gran refriega con el adversario.

Pereira quiso de nuevo entrar al bodegoá n, mas San Martíán lo envioá de una bofetada
al medio de la acera polvorienta.
--Ya l'igo que boches no --y trancando la puerta dijo a los de adentro--: Esto no ha
síáo na... ¡Que siga la fiesta! Con vos voy a bailar esta cueca, m'hijita linda... ¡Haá cele,
Margara!

Pereira logroá ponerse en pie y dolorido y trabajosamente llegoá hasta la puerta


cerrada, que golpeoá con furia. La uá nica idea que teníáa en el cerebro era abrir aquella
puerta: la golpeoá , la aranñ oá , le dio de empellones. Cambiando de suá bito de idea, dio
media vuelta y caminoá hacia el despacho, donde estuvo tomando y tomando fuerte,
al que aun agregaba trozos de ajíá. Cuando salioá , al atardecer, apenas si-se sosteníáa.
Hacíáa ya rato que el tren pagador habíáa partido, tras mucho pitear llamaá ndolo.

Frente al bodegoá n de don Rafo la palabra "cobarde" le vino a la mente.

--Ti'han llamao cobarde..., ¡hip! A vos, Peiro Pereira, ti'han llamao cobarde. Cobarde,
¡ay!, síá --tarareoá de pronto con el motivo de la cueca--. No, vos no sos na cobarde,
porque si jueras cobarde seríáas..., ¡hip!, cobarde. Esculpe, inñ or --habíáa tropezado
con un caballo atado al "varoá n" que protegíáa el negocio de don Rafo--. Esculpe, inñ or;
jue sin querer. ¡Hip! ¿Sois vos, bestia e mieá chica, que t'atrevíás a ponertelas conmíá? --
y de pronto enternecido, abrazaá ndose al cuello del animal--: ¿Creíás que soy cobarde
yo, Peiro Pereira? Vos sos l'uá nico que me queríás. ¡Hip! No es la pura que no me creíás
na cobarde? ¡Hip!, mi guachito di'oá ro que li'han llamao cobarde --se dirigíáa lloroso y
pateá tico tan pronto al caballo como a síá mismo--. ¿No te da pena coá mo han insultao
a tu hermanito? ¡Hip! Pobrecito vos que ti'han insultao. Vaá monos, ¿quele? ¡Hip!
¡Hip! ¿Quele que nos vaigamos? Vaá monos, no maá s, m'hijito queríáo...

Tras muchos esfuerzos y fuertes porrazos consiguioá subir. al caballo, que a buen
paso tomoá el camino da la querencia: era el caballo del mayordomo de la hacienda
que "fiesteaba" con los demaá s en el bodegoá n. Por un milagro de equilibrio el mozo
no se caíáa. Al empezar la subida de Rari-Ruca se inclinoá sobre el cuello del animal,
abrazaá ndose fuertemente a eá l, y pronto se quedoá amodorrado.

Despertoá a media cuesta de Collihuanqui, en plena montanñ a, donde el caballo se


habíáa detenido ramoneando los brotes tiernos de las quilas.

Se desperezoá el mozo reconociendo el sitio y un largo rato tardoá en coordinar ideas


que lo hicieran comprender por queá estaba allíá, en la quebrada de Collihuanqui y no
en su puesto del tren pagador que a esa hora debíáa haber llegado a Puá a.

--Me agarroá el conñ aque; lo pior es la multa --murmuroá entre bostezos.


Era prima noche y las estrellas al amparo de las sombras curioseaban mirando
hacia la tierra: algunas asomaban un instante su pupila de plata y se perdíáan
llamando a otras para luego aparecer juntas. Un 'vapor azuloso subíáa del fondo de la
quebrada; en la vaguedad de ese azul habíáa tambieá n estrellitas de plata, pero
estrellitas errantes y gemelas: lucieá rnagas que encendíáan sus pupilas de luz celeste.
Reganñ aba el ríáo con las piedras, haciendo burla de su afaá n el viento con los aá rboles.
Una lechuza lanzoá , en lo alto de un roble su ulular agorero y un escalofríáo sacudioá a
Pedro Pereira, que se irguioá amenazador.

--¿Tamieá n vos veníás a reíárte e míá, chucho del diaulo? Era lo que me faltaba. Y a vos,
¿quieá n te dio permiso pa' pararte a comer, bestia e porqueríáa? Vamos andando...
Vamos galopiando, te igo yo... Guü eno no maá s... ¿No queríás? ¡Tomal... ¡Toma!...
Galopiando, galopiando y galopiando... Cuanto antes que lleguemos es mejor.
Andale, t'igo. Esa Cata me las va pagar bien recaras..., y el Juan Oses tamieá n...,y
Chano Almendras..., y San Martíán..., y vos tamieá n, bestia sinverguü enza. ¿Hasta
cuaá ndo te voy a icir que galopíás? Me la van a pagar caro toos... Toitos...

Resistíáase a galopar cuesta arriba el caballo, mas en cuanto aflojaba el paso los
talones del hombre se hundíáan en sus flancos y el rebenque caíáa raá pido y brutal
sobre las orejas. A veces el bruto se encabritaba, no consiguiendo con sus botes
desprender al jinete, que parecíáa atornillado a la silla.

Asíá llegaron frente a la rancha. De un brinco el hombre se bajoá atando el caballo


sudoroso a los tranqueros, y silenciosamente caminoá hasta la cocina, por cuyas
rendijas salíáan hilos de luz. Pegoá la cara a la maá s luminosa y miroá .

Sentados muy juntos, Cata y Juan charlaban cerca del fuego misericordioso del
hogar. Donñ a Clara raspaba una olleta, en el fondo, entre penumbras. Hablaba Juan
Oses y las pupilas de Cata se deslumbraban como ante un paisaje lleno de sol; algo
maá s íántimo la hizo inclinar la cabeza; entonces Juan miroá indagadoramente atraá s, y
viendo a donñ a Clara de espaldas continuar en su afanoso raspar, atrajo hacia eá l la
cabeza de la mujer, hundiendo la cara en la maranñ a obscura de los cabellos.

Una violenta crispacioá n agitoá los nervios de Pedro Pereira. Pausadamente se quitoá
la chaqueta, se ajustoá la faja, y tras de escupirse las manos y apretar los punñ os,
haciendo jugar los muá sculos, abrioá resuelto la puerta, entrando en la cocina. No
sabíáa bien lo que lo hacíáa obrar, mas una fuerza superior lo empujaba.

--Guü enas noches.

--¿Ah? Guü enas noches --contestoá donñ a Clara.

Cata se desprendioá raá pidamente del abrazo, y con voz que la emocioá n enronquecíáa
maá s auá n, preguntoá :
--¿Queá andaá i haciendo aquíá?

El intruso contestoá con otra pregunta:

--¿Con qu'era cierto lo que m'ijeron?

--¿Queá t'ijeron?

--Que t'ibas a casar con eá se --senñ alaba con los labios estirados a Juan.

--La pura no maá s t'ijeron, nñ ato --contestoá donñ a Clara desde su rincoá n:

--Es que yo no soy consentior d'ese matrimonio.

--¡Bah!, era lo que nos faltaba. Tenerte que peíár permiso a vos pa' que la Cata se
case... ¿Queá teníás vos que ver con ella?

--Eso lo sabe ella tan bien como yo... Ella ha síáo míáa y yo no quero que sea e naiden:

--Andate p'ajuera, mejor, borracho sinverguü enza. ¡Cochino! --exclamoá la vieja,


alzaá ndose amenazadora con la olleta en alto.

--Tenga o no tenga uste razoá n; lo pasao pasao estaá . Y yo no consiento que venga aquíá
a molestar. Vaá yase y no guü elva maá s por estos laos si quere que lo echen de mala
manera --hablaba Juan Oses sosegadamente, tratando de' convencer al borracho.

--No teníás pa' queá hablarme a míá, roto cobarde... Cobarde... Vos sois el cobarde y no
yo --parecíáa enloquecido por la palabra que lo quemaba--. ¡Cobarde!... ¡Veníá a
medirte conmíá si t'atrevíás... ¡Cobarde!

Juan Oses se puso en pie.

--¡Vaá lgame, mi Senñ orcito! --vociferoá donñ a Clara--. ¡Mamita virgen!

--No l'hagaá s caso, Juan --interrumpioá Cata--; es una bestia inofensiva que no li'hace
guapos maá s que a las mujeres.

--¡Vos te callaá i, perdíáal... ¡Baboseaá !...

--¡Por vos, que sois un canalla!... ¡Cobarde! ¡Peá gale, Juan, que pague de una vez too
lo que m'hizo penar!... ¡Echalo de una vez!... ¡Peá gale duro!...

Con la cabeza baja, lo mismo que un toro que embiste, con la misma mentalidad y el
mismo fin, se arrojoá Pereira sobre Juan Oses. Pero eá ste lo esperaba: en guardia el
brazo izquierdo, que rechazoá el golpe; ligero el derecho que hizo rodar al agresor
hasta la puerta. Ahíá, con un puntapieá , lo lanzoá fuera.

--¡Mentiroso!... ¡ Levantaor!... ¡ Cochino!... --seguíáa vociferando donñ a Clara.

--Mamita, caá llese por favor --rogoá Cata, avergonzada.

--Estaá como cuba --dijo desde fuera Juan Oses, que se demoraba viendo coá mo
Pereira se poníáa lentamente en pie--. Con esta leucioá n creo que no quedraá maá s.

Con su habitual modo tranquilo, volvioá se Juan para entrar. Mas el otro esperaba el
momento y de un salto prodigioso cayoá sobre las espaldas de Juan Oses
esgrimiendo el corvo traidor que se hundioá hasta el punñ o.

--¡Ay! --se desplomoá Juan Oses fulminado.

--¿Juan? ¿Queá pasa? --preguntoá desde dentro Cata.

Silencio. Luego el galopar de un caballo que se alejaba.

--¿Juan? ¿Juan? --la muchacha se adelantoá inquieta--. Traiga el chonchoá n, mamita.

--Mi Diosito, ¿quíá'ha pasao?

Un doble grito de horror al encontrar el cuerpo inerte.

--¡Ay! ¡Senñ or! ¡Senñ or!

--¡Juan, mi Juan! --sollozoá Cata, abrazaá ndose al cadaá ver.

--¡Ay, mamita Virgen, tres rosarios pa' que no esteá na muerto!...

--Me lo mataron... ¡Juan!... ¡Mi Juan!... ¡Oyeme, soy yo, tu Cata!...

--Pero si agorita no maá s estaba vivo...

--¡Juan!... ¡Ay, Senñ or!... ¿Queá fataliaá tengo yo?

--¡Ay! ¡Socorro!... ¡Vengan, vengan, por Diosito!...

--¡Quero morir yo tamieá n!... ¡Maá tame a míá tamieá n!... ¡Cobarde!...

En la desolacioá n de la rancha desierta los gritos de ambas mujeres resonaban


pavorosos. La vieja sollozaba convulsa. Cata aullaba su dolor abrazada al cadaá ver.
Algo tibio, huá medo y pegajoso que empezaba a filtrar a traveá s de la blusa la hizo
alzarse completamente enloquecida.

--Sangre --murmuroá , mirando la mancha que se destacaba sobre la blancura de la


percala--. Sangre --volvioá a repetir balbuciente, cayendo de bruces sobre el cadaá ver.

--¡Ay, Senñ orcito! ¡Queá fataliaá tan grande! -- gemíáa en un hipo donñ a Clara.

Cuando al atardecer del díáa siguiente dieron San Martíán y sus hombres alcance a
Pedro Pereira, que huíáa por Collihuanqui, camino de la cordillera, el fugitivo, al
verlos y comprender que estaba perdido, aflojoá las riendas del caballo murmurando
entre dientes:

--¡Seríáa mi destino! -- y esperoá indiferente que lo apresaran.

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