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JESUS MESIAS

1. Jesús empezó su predicación anunciando que El era el Mesías prometido: venía del
desierto, de las tentaciones del demonio y de la lucha victoriosa contra ellas; enseñaba
"impulsado por el Espíritu Santo"; era alabado por todos. El sábado entró en la sinagoga,
según su costumbre: "Le entregaron un libro del profeta Isaías y, desenrollándolo, dio con el
pasaje donde está escrito: "El Espíritu Santo está sobre mí, porque me ungió para
evangelizar a los pobres; me envió a predicar a los cautivos la libertad; a los ciegos, la
recuperación do la vista; para poner en libertad a los oprimidos; para anunciar un año de
gracia del Señor." Y enrollando el libro se lo devolvió al servidor y se sentó. Los ojos de
cuantos había en la sinagoga estaban fijos en El. Comenzó a decirles: "Hoy se cumple esta
escritura que acabáis de oír" (/Lc/04/14-21; Mt/13/53-58; Lc/01-6; cfr. Is. 61, 1-2). Ha
llegado el tiempo de alegrarse como en un día de bodas (Mc. 2, 18-19). De los que pudieron
ver aquel día se dice: "Dichosos los ojos que ven lo que vosotros véis, porque Yo os digo
que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que vosotros véis, y no lo vieron, y oír lo que
oís, y no lo oyeron" (Lc. 10, 23-24; cfr. Mt. 13, 16-17).
Pero ocurrió lo admirable: había llegado la hora esperada por los siglos; los oyentes de
Cristo, sin embargo, no le entendieron. Tenían del Mesías una imagen distinta de la que
veían en Jesús, A consecuencia del sometimiento secular por distintos estados extranjeros,
la mayoría de los judíos habían situado su esperanza mesiánica en el plano político. Se
esperaba del Mesías la liberación del dominio de Roma (Mc. 12, 13-17). Cristo defraudó
esta esperanza de sus contemporáneos. Prometía y traía libertad, pero no de la esclavitud
política y externa, sino del pecado, que es una esclavitud mucho más fuerte y profunda (Mt.
6, 13; Mc. 1, 15; lo. 8, 33-37).
La masa del pueblo no llegó a entender así el mesianismo. Los fariseos rechazaron el
mesianismo, de forma que Cristo no pudo hablar con ellos más que discutiendo. Valiéndose
de una astuta propaganda política impulsaron a las masas contra Jesús. Estaban tan
convencidos de ser los elegidos, por pertenecer a la estirpe de Abrahám, que la sospecha
de que tuvieran necesidad de ser liberados de la esclavitud del pecado les parecía una
argucia satánica (lo. 8, 48). Eran prisioneros de sus ideas naturales y políticas. Hasta a los
mismos discípulos fieles a Jesús les fue difícil entender su mesianismo espiritual, invisible y
apolítico. Se confiesan a El cuando vuelven desde Betsaida hacia la región de Cesárea de
Filipo, y Jesús les preguntó: "¿Quién dicen los hombres que soy yo? Ellos le respondieron,
diciendo: Unos, que Juan Bautista; otros, que Elías, y otros, que uno de los profetas. El les
preguntó: Y vosotros, ¿quién decís que soy? Respondiendo Pedro, le dijo: Tú eres el Cristo"
(Mc. 8, 27-30; cfr. Mt. 16, 13-16).
Pero, poco después, Jesús tuvo que decirles otra vez que sus esperanzas mesiánicas
eran falsas, ya que estaban pensando en un poderoso reino de este mundo en el que
querían tener los primeros puestos. (Mc. 10, 35-45). Como las esperanzas mesiánicas se
habían deslizado totalmente hacia lo político, Cristo no podía hablar claramente de su misión
de Mesías "sin dar ocasión a una falsa interpretación no religiosa y al peligro de provocar un
movimiento político o un ataque contra los romanos" (J. Schmid, Das Evangelium nach
Marklls, 1938, 104-107). Por eso manda callar a los que conocían su dignidad de Mesías
(Mc. 1, 24-25, 34, 44-45; 3, 11-12 5, 43- 7, 35-36; 8, 29-30; 9, 9 y textos paralelos) y se
llama a Sí mismo Hijo del Hombre en vez de Mesías.
(·SCHMAUS-3.Pág. 244 s.)

JESÚS ES NUESTRO SALVADOR

1. Preguntemos al hombre de la calle, a nosotros mismos: ¿Necesitas ser salvado de algo?


¿De qué? ¿Qué significa para ti que Jesús te haya salvado? ¿Qué cosa importante te
pasaría si no te hubiera salvado? Que cada uno trate de contestar...
Que Jesús nos haya salvado ¿significa que podremos ir al cielo? ¿Quiere eso decir que la
salvación no vale para nada en esta vida?

-S. Anselmo y la redención


Seguro que todos los que han llegado leyendo hasta aquí conocen una «teoría» teológica
de la salvación que es la que les han enseñado de pequeños y que se debe a
·Anselmo-SAN, que la formuló en el siglo XI. En su contexto cultural, dio su explicación de
la
salvación y se basó para ello en formulaciones del Nuevo Testamento. La recogió luego
Santo Tomás, y ha tenido tanto éxito y ha sido tan buena que, de alguna manera, todos
identificamos esa explicación con la salvación, de manera que casi no somos capaces de
pensar la salvación de forma distinta.
Según esta explicación de S. Anselmo, que expongo de una manera rápida, el pecado del
hombre causa una ofensa infinita a Dios. Puesto que el hombre es un ser finito y limitado,
no puede reparar una ofensa infinita, porque las ofensas se miden por la categoría del
ofendido. Es preciso un ser que sea infinito para satisfacer el honor ofendido de Dios, con
lo cual Dios tiene que encarnarse, a fin de constituir ese ser infinito que repare la ofensa
infinita hecha. Y tiene que encarnarse, porque, al haber sido cometida la ofensa por el
hombre, tiene que ser reparada también por el hombre. Jesús muere y merece con su
muerte la reconciliación de Dios, porque repara esa ofensa infinita, toda vez que la muerte
de Jesús es un sacrificio que tiene un valor infinito por ser la muerte de un ser infinito. Así
nos salva Jesús.
San Anselmo basa su explicación en algunos textos del Nuevo Testamento donde se
habla de la entrega de Jesús, de su sacrificio; y se basa también en la concepción feudal
de la sociedad jerarquizada, donde el honor, las ofensas y las reparaciones son conceptos
muy significativos que estructuran esa sociedad.
Pero esta explicación, con la cual la Iglesia latina ha predicado la salvación durante siglos
y que es quizá nuestra forma habitual de pensar la salvación, tiene varios fallos muy fáciles
de percibir enseguida.
Primero, la imagen que nos da de
Dios es una imagen bastante inaceptable: Dios es un ser que exige la muerte de un
inocente para la reparación de una ofensa. Esta imagen de un Dios sádico que exige la
muerte de un inocente para satisfacer su honor -por muy infinita que esa ofensa haya
podido ser- no me parece que sea muy de recibo. Por otra parte, de esa concepción de la
salvación se puede extraer la siguiente consecuencia: la encarnación no habría ocurrido de
no haber existido el pecado de Adán. Si la humanidad no hubiera pecado, Jesucristo no
habría existido, porque Jesucristo es solamente el ser necesario para reparar esa ofensa.
Si esa ofensa no hubiera existido, no habría habido ninguna razón para la encarnación.
Entonces, todo lo que hemos dicho sobre la asunción de nuestro ser de creaturas y nuestra
historia por parte de Dios en Jesús no habría llegado a darse. Lo cual está en contra de lo
que dice S. Pablo en la Carta a los Colosenses: «Todo fue creado en él y para él» (1,16).
Por otra parte, hay una dicotomía en esta teoría entre lo que Jesús es y lo que Jesús hace.
En el fondo, Jesús es el instrumento de una obra que es la obra de la reconciliación. Pero
la unión entre lo que Jesús hace y lo que Jesús es aparece débil y sólo extrínsecamente
establecida.
La explicación de S. Anselmo es una teoría teológica respetable, tradicional, pero puede
ser sustituida por otras explicaciones. Además, probablemente con ventaja. Es lo que
vamos a intentar ahora.

-¿Cómo consigue salvarnos Jesús?


Empezábamos antes preguntando: ¿qué significa la salvación?, ¿de qué necesitamos ser
salvados? ¿Y si resultara que no necesitáramos ser salvados de nada...? En teoría, se
podría pensar nuestra existencia de otra manera, como hacen algunos de nuestros
contemporáneos, prescindiendo del concepto de salvación. El hombre nace, crece, vive, se
realiza más o menos y, finalmente, muere. ¿Por qué no pensar que es ésa la vida del
hombre? ¿Por qué no pensar que eso es lo que somos? Para algunos de nuestros
contemporáneos hay sólo unas pocas cosas de las que sí parece útil salvarse; por ejemplo,
de una enfermedad o de la declaración de la renta; pero resulta que para eso no vale la
salvación que nos ha traído Jesús.
SV/QUÉ-ES: ¿Qué es la salvación? Desde un punto de vista cristiano, podemos afirmar
que la salvación es la realización del sentido de la vida humana. La realización del porqué
de la existencia mía, personal, y nuestra, de la humanidad y de la creación. La salvación es
alcanzar nuestra realización. Ser lo que tenemos que ser. Ser hombres, lograr aquello para
lo que existimos. Ésa es la salvación. Empalmando con los puntos antes expuestos, la
creación existe para recibir el amor gratuito de Dios y para corresponder incondicionalmente
a ese amor gratuito. Pero al amor de Dios, de entre todos los seres de la creación, sólo
puede corresponder el hombre, que es el único ser inteligente y libre que existe. El amor es
algo que se da libremente; si no hay libertad, tampoco hay amor; habrá necesidad o
chantaje, pero no amor.
Así pues, la salvación del hombre particular y la salvación del hombre como humanidad
en su conjunto es corresponder al amor libre y gratuito de Dios. Ya hemos dicho que,
puesto que Dios se ha encarnado, la correspondencia al amor libre y gratuito de Dios es
algo que se realiza en relación con las realidades creadas. Esta correspondencia al amor
gratuito de Dios no se realiza fuera de la realidad creada, como hemos señalado más arriba.
¿Qué significa entonces, en principio, que Jesús nos ha salvado? Significa que la
creación ha alcanzado ya su realización. Dicho de otra manera: que Jesús ha
correspondido libre y gratuitamente al amor incondicionado de Dios Padre. Amar es
compartir y dar todo lo suyo el amante al amado, y esperar la correspondencia del amado al
amante. Jesús ya ha correspondido. En este sentido, la finalidad de la creación ya se ha
realizado. Por lo tanto, la creación ya no puede quedar frustrada y Dios no ha fracasado
con su obra. Jesús realiza la salvación, porque recibe y entrega el Espíritu Santo. El
Espíritu es el amor de Dios. Cuando S. Juan dice en su Evangelio (19,30) que Jesús,
«inclinando la cabeza, entregó el Espíritu», no sólo quiere dar a entender que Jesús murió
(porque el «espíritu», en los textos bíblicos, no es el alma), sino que, al morir, devolvió el
Espíritu al Padre y derramó el Espíritu sobre la creación entera.
Ahora bien, ¿por qué fue necesario que Jesús tuviera una
muerte de cruz para corresponder al amor gratuito de Dios? ¿Es que Dios quiso la muerte
de Jesús y una muerte en la cruz? ¿Estamos, de nuevo, ante una imagen de Dios que no
se puede librar de unos rasgos de sadismo? ¿o es que la muerte de Jesús en la cruz no era
necesaria? Entonces, ¿por qué ocurrió? Sea dicho de paso que detrás de estas preguntas
están también las mismas preguntas referidas a nosotros: ¿quiere Dios nuestra muerte?,
¿quiere Dios nuestro sufrimiento?, ¿quiere Dios la injusticia que padecemos? Esta serie de
preguntas referidas a nosotros están detrás de las formuladas respecto a Jesús, porque,
como hemos dicho antes, nuestra realización consiste en ser como Jesús.
Pues bien, la respuesta a todas ellas es que Dios no quiere la muerte de Jesús, como
tampoco quiere nuestro sufrimiento. En la tradición bíblica, Dios es el dador de la vida, no el
autor de la muerte. Recordemos el libro de la Sabiduría, donde se dice que Dios es amigo
de la vida (/Sb/11/26) y que sólo por envidia del diablo entró el pecado en el mundo y, con
el pecado, la muerte (Sab 2,24). Entonces, ¿qué es lo que Dios quiere y exige de Jesús?
Su fidelidad, esto es, la respuesta amorosa a la entrega amorosa del Padre. Ahora bien, la
respuesta amorosa que el Padre espera de Jesús se realiza encarnándose y, por tanto,
implica la muerte. Podemos decir que Dios quiere la muerte de Jesús secundariamente, en
cuanto que la muerte va implicada en la encarnación.
Pero ¿y la cruz? ¿Quiere Dios la muerte de Jesús en la cruz? Dios quiere el amor fiel de
Jesús; y el amor fiel de Jesús, en un mundo de pecado, lleva aparejada la muerte en la
cruz. La pregunta que se ha formulado más de una vez -¿Nos podía haber redimido Jesús
con una sonrisa- tiene una respuesta correcta, que es: «sí», porque en esa sonrisa Jesús
habría expresado todo su amor al Padre; pero tiene una respuesta, también correcta, que
es: «no», porque esa sonrisa de amor al Padre, en un mundo de pecado, lleva
necesariamente aparejada la muerte.
Esto mismo es aplicable a nosotros, porque todo lo que afirmamos de Jesús lo afirmamos
también del hombre, a nuestro nivel. ¿Qué quiere Dios de nosotros? Lo que Dios quiere de
nosotros es que correspondamos libremente a su amor incondicionado con nuestro amor.
Lo que pasa es que, allí donde reina el pecado, ese amor lleva implícito el sufrimiento y la
muerte. Un ejemplo no lejano a nosotros: Monseñor Romero. ¿Quiere Dios la muerte de
Monseñor Romero? Sí y no. Lo que quiere es la fidelidad del arzobispo Romero. Lo que
quiere Dios es el cumplimiento de su voluntad. Ahora bien, en un mundo de pecado, ese
compromiso implica con frecuencia, a veces necesariamente, la muerte del mártir. Dios
quiere que Monseñor Romero anuncie el evangelio y denuncie la injusticia en sus homilías.
Pero ello implica su muerte, porque el pecado del mundo lo mata.
Éste sería el primer punto. Que Jesús nos ha salvado significa, entonces, que en
Jesucristo la humanidad entera y la creación en su conjunto han alcanzado su realización.
Jesús muere para salvarnos, precisamente porque el pecado ataca, y a veces mata, a
quienes aman a Dios con todas sus consecuencias.

-La salvación del pecado


Vamos ahora a ver más en concreto una formulación de San Pablo en la Carta a los
Romanos (/Rm/08/02), donde dice que Jesucristo nos ha salvado de la ley del pecado y de
la muerte. Desarrollaremos un poco estos aspectos. La salvación como salvación del
pecado, como salvación de la ley y como salvación de la muerte.
Decir que Jesús nos ha salvado del pecado es, en el fondo, la otra cara de la moneda de
lo que acabo de decir. El pecado es la negación del fin de la creación. El pecado es no
corresponder al amor gratuito de Dios a través de las otras personas y de la creación. Si
Jesús no hubiera sido fiel al Padre, si Jesús no hubiera correspondido al amor de Dios,
entonces la creación entera seguiría estando frustrada, no se habría realizado. Con otras
palabras: seguiría aún bajo el poder del pecado. Ahí están las formulaciones de Pablo, en
la Carta a los Romanos, en el sentido de que el pecado ha sido vencido, de que el pecado
ha perdido su poder y su fuerza.
No tiene discusión el hecho de que el pecado sigue existiendo en el mundo. Es verdad
que sigue habiendo pecados, pero el conjunto de la creación ya ha correspondido a Dios.
Por mucho que nosotros caminemos, no vamos a llegar más allá de donde Jesús ha llegado
en el amor al Padre; y como esto del amor no es cuantitativo, sino cualitativo, el amor de la
creación al Padre ya ha tenido lugar.
En este sentido, el mundo entero y nosotros con él estamos ya reconciliados con el
Padre y estamos ya perdonados. El perdón no hay que entenderlo como algo extrínseco,
como parece seguirse de la explicación anselmiana. El perdón de Dios está siempre
ofrecido, porque el amor de Dios es amor incondicionado. Fijémonos que en la Carta a los
Efesios (2,6) se dice que estamos sentados a la derecha del Padre. Ya hemos sido
reconciliados, ya hemos sido perdonados. Por eso nosotros, a partir de Jesús, podemos
vivir como quien no está en el pecado. Y es que no lo estamos en verdad, porque en Jesús
la creación entera y nosotros en ella hemos sido transformados.
P/RECONOCERLO: Rahner subraya la dificultad inherente a la misma esencia del
pecado para poder reconocerse como tal (Cf. Meditaciones sobre los Ejercicios de S.
Ignacio, Barcelona, 1971, 30 ss. Puede verse en J.I. GONZÁLEZ FAUS, Proyecto de
hermano, Santander 1987, 192-195, el apartado titulado «La ''ceguera" como dimensión del
pecado»).
El pecado, que es falta de amor, no se reconoce como tal pecado, precisamente porque
es falta de amor. Sólo se podría reconocer como pecado si tuviera amor. Pero en tal caso
ya no habría pecado. Cuando santos como Santa Teresa o San Francisco de Asís se
consideraban los mayores pecadores del mundo, no estaban haciendo un ejercicio de falsa
modestia ni se hallaban equivocados. Al revés, cuanto más pecador se siente uno, menos
pecador es. Porque el pecado es falta de amor. Solo se nota la falta de amor si ese amor
existe en algún grado. De ahí que corresponda a la esencia del pecado el no reconocerse
como tal.
Con esto quiero decir que al ser salvados del pecado empezamos a reconocernos
pecadores. En nuestro mundo es frecuente oír que el pecado propiamente no existe, que lo
que ocurre es que no hemos llegado a unos niveles de evolución a los que llegaremos con
el tiempo, etc. Con ello se está dando a entender que no reconocemos el pecado existente.
Y ésa es precisamente la fuerza del pecado: que no se reconozca. No se reconoce, porque
sólo quien ama es capaz de percibir que ama poco; y quien no ama nada no es capaz
siquiera de percibir que no ama. Salvarnos del pecado significa también hacernos caer en
la cuenta y percibir que somos pecadores.

-La salvación de la ley: LEY


Jesús nos ha salvado no sólo del pecado, sino también de la ley. Nosotros no
merecemos la salvación. Nadie se salva. Nadie consigue el perdón de Dios. Nadie merece
el cielo. Es falso que el día del juicio final vaya a haber una balanza para pesar en un
platillo las obras buenas y en el otro las malas, de forma que, si el haber pesara más que el
debe, nos salvaríamos, y en el caso contrario nos condenaríamos. No es así. Y además, es
maravilloso que no sea así. Porque, si así fuera, seríamos muchos los que lo íbamos a
pasar mal. Ya dice el salmista: «No nos trata como merecen nuestros pecados ni nos paga
según nuestras culpas» (/Sal/103/10). Es frecuente en el hombre que pese más el mal que
ha hecho y, sobre todo, el bien que ha dejado de hacer que el amor desinteresado. Pero
tenemos a nuestro favor que la salvación está ya conseguida, que ya estamos sentados en
el cielo en Cristo Jesús. Dios nos ha regalado ya la salvación. No tenemos que merecer
nada. Porque nos lo ha merecido todo Cristo. Ya está todo hecho. Pero esto ¿no es lo que
dice Lutero? No. Esto es lo que dice el Concilio de Trento. Lo que pasa es que, de tanto
criticar a Lutero, se nos olvidó leer hondamente el Concilio de Trento (El canon primero del
decreto sobre la justificación del Concilio de Trento dice: «si alguien dijere que el hombre
por sus obras, que se hacen por las fuerzas de la naturaleza humana o por la doctrina de la
Ley, sin la gracia divina por Cristo Jesús, pudiera justificarse ante Dios, sea anatema».
Denzinger-Schonmetzer, 1551). Hasta tal punto esto es así que San Pablo, cuando
desarrolla el tema de la justificación en la Carta a los Romanos, se siente obligado por dos
veces a rechazar la objeción que suponía le iban a hacer sus destinatarios y que quizá se le
esté ocurriendo ahora a algún lector: «¿Qué diremos, pues: que debemos permanecer en el
pecado para que la gracia se multiplique?» (6,1); y más adelante: «¿Pecaremos porque no
estamos bajo la ley, sino bajo la gracia?» (6,15).
Estamos salvados del pecado; el pecado no tiene fuerza sobre nosotros; ya estamos
sentados en el cielo en Cristo Jesús. Por tanto, no hay nada que merecer. A Dios no se le
puede pasar la factura. Si alguien cree que el día del juicio final va a poder presentarle a
Dios una factura, un recibo, un buen expediente sin mancha ni borrón, para que le paguen
lo que ha merecido, va absolutamente equivocado.
Evidentemente, la respuesta de Pablo en los dos pasajes es la misma: «de ningún
modo». Precisamente el estar salvados del pecado nos hace caer en la cuenta de cuánto y
cómo nos quiere Dios. Como es de bien nacidos ser agradecidos, si de tal manera hemos
sido queridos por Dios que no perdonó ni a su propio Hijo, como dice Pablo en esta misma
carta, yo no me puedo quedar tranquilo, pero no porque necesite o vaya a merecer. No me
puedo quedar tranquilo, porque, haga lo que haga, nunca habré correspondido como
debiera. Dios se ha olvidado de todo lo que pesa en nuestras básculas y de todos nuestros
«debes» de las cuentas corrientes espirituales, al haber sido llenado nuestro «haber» por
Jesucristo. En consecuencia, una vez que yo me he enterado de eso y lo he conocido, no
me queda más remedio que pelearme por corresponder a ese amor gratuito. ¿Cómo?
«Matándome» gratuitamente por los demás, que son el Cuerpo de Cristo.
¿Para merecer algo? No, porque ya lo tengo todo. Además, sería indigno que a quien me
lo ha regalado todo, encima quisiera cobrarle los servicios prestados. Lo único que puedo
hacer es corresponder. Por eso estamos salvados de la ley. No hay diez mandamientos
para el cristiano: eso pertenece al Antiguo Testamento. No hay ni diez ni ninguno. No hay
mandamientos ni leyes ni prescripciones que nos puedan marcar cómo podemos
corresponder al amor de Dios. Si nuestro amor es verdadero, nos pasará lo que dice Jesús
en un pasaje del evangelio: «Cuando hayáis hecho todo lo que teníais que hacer, decid:
"siervos inútiles somos y sin provecho, hemos hecho lo que teníamos que hacer"»
(/Lc/17/10).
Recordemos la parábola de los trabajadores invitados a la viña, que no dice más que
esto. Es una parábola que, dadas las relaciones comerciales que actualmente suponen casi
todas nuestras relaciones humanas, nos desconcierta. Sale el dueño a primera hora,
encuentra a algunos esperando ser contratados y los contrata; sale a mediodía, ve a otros
mano sobre mano y los llama a trabajar; lo mismo pasa a primera hora de la tarde y al final
de la jornada. Luego paga a todos igual: un denario. El denario es pagado a todos,
independientemente de lo que hayan trabajado, muchas o pocas horas. En todo caso, lo
que se pide es «ir a trabajar», poner manos a la obra. Corresponder al amor gratuito de Dios.
Dicho de otra manera: no nos salvamos por lo que hacemos, sino que hacemos lo que el
amor de Dios nos pide, porque estamos salvados. Notemos que ésta es la forma de
relacionarse entre los hombres. Pongamos el ejemplo de una relación interpersonal bien
íntima y profunda, como puede ser el matrimonio. Supongo que hay dos formas de construir
la relación matrimonial. Una, establecer las relaciones interpersonales y de convivencia de
una manera «comercial», pasándose la factura mutuamente: «El otro día fuimos al fútbol,
porque te gustaba a ti; pues hoy vamos a bailar, porque me gusta a mí». Hemos estropeado
la gratuidad del amor. Pero hay otra posibilidad de establecer las relaciones: competir a ver
quién puede dar más al otro sin exigir correspondencia, gratuitamente. Ahora bien, por
mucho que nos esforcemos en corresponder gratuitamente al amor de Dios, sabemos que
siempre, siempre, nos ganará Él.
Recordemos la Primera Carta de Juan. «No consiste el amor en que nosotros hayamos
amado a Dios, sino en que Él nos amó primero» (/1Jn/04/10). Y a continuación dice: «Por
tanto, nosotros debemos amarnos unos a otros» (4,11). No dice: «por tanto, nosotros
debemos amar a Dios». En teoría, lo podría haber dicho; pero, para evitar que nos
equivoquemos, nos lo dice bien claro: la correspondencia al amor de Dios se hace en el
amor a los otros hombres.

-La salvación de la muerte:


Por último, Jesucristo nos ha salvado de la muerte. En la tradición bíblica (tanto en el
Antiguo como en el Nuevo Testamento, pues éste lo hereda de aquél) hay una relación
entre pecado y muerte. La muerte es el fruto del pecado; a causa de éste entró aquélla en
el mundo...
«Muerte», en la Biblia, es un concepto límite, porque "muerte" significa todo lo negativo
de la vida; muerte es la muerte física; muerte es la debilidad; muerte es la falta de amistad;
muerte es la falta de «calidad» de vida...
«Salvados de la muerte» significa, primero, que el final de nuestra vida terrena no es el
fin de nuestra existencia. ¿Por qué? Porque el sentido de la creación y de la humanidad es
corresponder al amor gratuito de Dios eternamente, definitivamente. En el fondo de
nosotros tenemos la percepción íntima de que lo que no es eterno no merece la pena. Ahí
está el libro de Qohelet para testificarlo. Todo lo que nosotros entendemos que de verdad
merece la pena tiene que tener un componente de eternidad. Tiene que ser definitivo. No
vale decir: «te querré por dos meses». Para que algo merezca de verdad la pena, ha de ser
para siempre. En último término, lo único que tiene sentido, porque es lo único definitivo, es
el amor de Dios a la creación y de las creaturas libres, los hombres, al Creador. Así pues, el
amor de Dios al hombre es más fuerte que la muerte. Esto ha quedado demostrado,
percibido por los creyentes en la resurrección de Jesús. Haber sido salvados de la muerte
significa, pues, que el fin de nuestra vida no es el final.
Ahora bien, en la tradición bíblica -y probablemente también nosotros lo percibamos así-,
la muerte no nos ataca sólo cuando dejamos de existir, ese día en que se pone punto final a
nuestra vida. Hay una forma de ver las cosas, bastante en boga en las sociedades
secularizadas (quizás en Estados Unidos más que en otros lugares), según la cual la
muerte es el final natural de la vida. Yo creo que la muerte no es algo natural. La muerte
natural no existe. Porque la muerte no es algo con lo que nos encontramos el último día de
nuestra vida, sino que la muerte llena nuestra vida. De esto, todos tenemos experiencia. La
muerte separa de nosotros a las personas que amamos. El brazo de la muerte nos atenaza
con el dolor, la enfermedad o el sufrimiento. Entendida la muerte así, es claro que la muerte
llena nuestra vida: cada vez tenemos más canas y menos dientes, y ya no corremos como
cuando éramos jóvenes. Es la muerte que va entrando en nuestra vida.
¿Se puede mantener la afirmación de que Jesús nos salva de la muerte, confrontándola
con esta realidad de que la muerte nos acompaña continuamente? ¿Es compatible la
afirmación de que Jesús nos libra de la muerte con el brazo de la muerte metiéndose por
nuestra vida? ¡Pues sí: estamos salvados del dolor, del sufrimiento y de todo lo que en
nuestra vida es muerte! Eso quiere decir que el dolor, el sufrimiento, lo que en nuestra vida
es muerte, no frustra la realización de nuestra existencia. Con frecuencia se oye preguntar
en qué hemos de diferenciarnos los cristianos de los no cristianos, cuando nuestra
actuación en la vida no tiene por qué diferenciarse de la de otras personas honestas y
comprometidas con la justicia y la liberación del hombre. Pues bien, aunque hagamos la
declaración de la renta con el mismo sentido de la justicia y el mismo respeto a las leyes y a
la obligación de contribuir a las necesidades de la colectividad, hay un aspecto -y no es el
único- en el que nos diferenciamos. El cristiano no está sometido a la frustración, porque
está salvado de la muerte. El sentido de la existencia es corresponder al amor gratuito de
Dios. Todas las otras cosas son secundarias. Son buenas si sirven para corresponder al
amor gratuito de Dios, y no lo son si no sirven para corresponder a ese amor gratuito.
Entonces, la enfermedad ¿es buena o es mala? Depende de si sirve para corresponder al
amor gratuito de Dios o no. El dinero ¿es bueno o es malo? Depende. Se pueden recordar
a este respecto las últimas líneas del «Principio y Fundamento» del libro de los Ejercicios
de S. Ignacio de Loyola. Las primeras resumen, de acuerdo con las formas de expresarse y
la teología de la época, cuál es el sentido de la existencia humana. En las últimas líneas se
dice: «de tal manera que no queramos de nuestra parte más salud que enfermedad,
pobreza que riqueza, honor que deshonor, vida larga que corta, y así en todo lo
demás».·
¿Es posible no preferir el honor al deshonor, la vida
larga a la muerte temprana, la salud a la enfermedad, los bienes de este mundo a la
pobreza? ¿Es la nuestra una fe para masoquistas? Si hemos puesto el sentido de nuestra
existencia en corresponder al amor gratuito de Dios, el sentido no está en la salud o en la
enfermedad, en la vida larga o en la vida corta, en el honor o en la deshonra, en la riqueza
o en la pobreza. El sentido está en amar a Dios en las otras creaturas, de forma que todas
las demás cosas valen -es decir, son buenas- en la medida en que sirven para lograr mi
verdadera realización. Por eso estamos salvados de la muerte, porque muerte es deshonor,
muerte es enfermedad, muerte es pobreza, muerte es vida corta. Y ninguna de ellas impide
al cristiano su verdadera y definitiva realización.
Por otra parte, el hecho de estar liberados de la muerte no es algo útil sólo para la otra
vida, sino que es algo que vale también para ésta. Leamos un pasaje de la Carta a los
Hebreos donde se habla del sacrificio de Cristo y su obra (/Hb/02/14-15): «Por tanto, así
como los hijos participan de la sangre y de la carne, así también participó él de las mismas
para aniquilar mediante la muerte al señor de la muerte, es decir, al diablo, y liberar a
cuantos por temor a la muerte estaban de por vida sometidos a esclavitud». Estar liberados
de la muerte significa que no somos esclavos de nadie. Porque la muerte es el gran
chantaje. Si no estuviéramos liberados de la muerte, nos podrían chantajear
amenazándonos: «si no haces esto, te mato»; pero, como la muerte nos da igual, porque
nos da igual la salud que la enfermedad, la vida larga que la muerte temprana, la pobreza
que la riqueza...
En el «Telediario» de la tarde anterior a la muerte del arzobispo Romero, el corresponsal
de TVE, Federico Volpini, dijo: «El arzobispo se está jugando la vida». Si lo sabía el
corresponsal de televisión, también lo sabía el arzobispo. Monseñor Romero se podía jugar
la vida precisamente por estar liberado de la muerte.
La muerte puede constituir un chantaje para nosotros o no. Estar liberados de la muerte
significa que la muerte no es chantaje. Si el horizonte de nuestra vida es la muerte, si ésta
fuera la última palabra que nos espera, habría que hacer todo lo posible para librarse de
ella. Ahora bien, si, puesto que Jesús ha vencido a la muerte, la muerte ya no tiene poder
sobre nosotros, si la muerte es sólo un paso hacia el amor de Dios definitivo, entonces
estar liberados de la muerte significa, ante todo y sobre todo, ser libres para corresponder
al amor gratuito de Dios. Ser libres precisamente para realizar nuestro sentido, que es
vencer al pecado.
Una última anotación: todo lo dicho presenta una dimensión escatológica, es decir, que
todo esto se ha realizado ya en Jesucristo y todavía tiene que realizarse del todo en
nosotros. A lo largo de estas páginas he acentuado bastante el hecho de que ya estamos
salvados en Cristo Jesús, de que ya estamos sentados en los cielos con Cristo Jesús
(/Ef/02/06).
Sin embargo, estamos sentados todavía en esperanza. El haber recibido el Espíritu de
Jesús es tener las primicias de esa salvación. El sentido de la vida humana es ser hombres
como Jesús, reproducir la imagen del Hijo, corresponder al amor incondicionado del Padre
hasta la entrega de la propia vida, como hizo Jesús. Eso es lo que ahora ha de ser
realizado en mi propia existencia; ésa es la tarea que tengo por delante. Dicen que la
estadística es la ciencia que demuestra que, si mi vecino se ha comido un pollo y yo me he
quedado en ayunas, cada uno nos hemos comido medio pollo. Por eso no es suficiente que
la correspondencia al amor del Padre, al realizarse en Jesús, se haya realizado ya en el
conjunto de la creación. Ahora tiene que realizarse en mí. El hecho de que Jesús haya
vencido a la muerte y al pecado y que él haya correspondido al amor gratuito de Dios, ha
conseguido que el conjunto de la creación haya correspondido ya. Pero yo no he perdido mi
individualidad personal ni mi libertad. Todo lo de Jesús tiene que irse realizando en mí, y
conmigo en todos los que están a mi lado: el resto de la humanidad.
(·BUSTO-SAIZ-SAIZ-JR-1._ALCANCE 43. Pág. 133-154)
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2. J/LIBERADOR:
Dios es, en el corazón del hombre y de la historia, el recordatorio continuo de la grandeza
del hombre que no puede estar satisfecho del orden existente, que debe luchar
incesantemente por un mundo nuevo. Así vivió Jesús la situación de su tiempo. Poniendo
en evidencia que los pobres de la sociedad, los excluidos, revelan la otra cara de un mundo
mal hecho: por eso hay que estar con ellos, son el motor de toda transformación, incitación
a un universo nuevo. Si Jesús hubiera aceptado ser un Mesías político, hubiera quedado
encerrado en una relación falseada con los hombres y con el mundo (/Jn/18/33-37). Su
acción consistió en abrir el corazón del hombre de tal forma que en adelante todos los
interrogantes sean más quemantes y ya no se pueda vivir sin darles respuesta
(Jn/15/09-17).
Su manera de actuar
Cristo no vino a establecer un nuevo poder, suscitó, por el contrario, el nacimiento de una
nueva vida, una vida que ya no se deje vencer por nadie, ni sofocar por nadie. No vino a
reemplazar la iniciativa personal y colectiva de los hombres; creó un nuevo pueblo,
fermento y avanzadilla para el mundo entero. Este es el sentido con el que podemos
entender hoy aquella frase suya: «Yo he venido a traer fuego a la tierra, y cómo me
gustaría que ya estuviera ardiendo» (/Lc/12/49).
(·PATIN-ALAIN._ALCANCE. .Pág. 88)

POR NOSOTROS Y POR NUESTRA SALVACIÓN


1. ¿Por medio de qué nos salva Jesucristo?
Por la realización de su propia vida, que vino a
vivir entre nosotros, desde su vida oculta. Por su predicación, que es luz y fuerza, revelación
de una realidad superior, invitación a la conversión. Por su fidelidad hasta la muerte, pues al
participar en su fidelidad, también nosotros podemos vencer al pecado. Y por el perdón del
pecado y la vida sobrenatural, que nos comunica al enviarnos su Espíritu. He aquí por medio
de qué nos salva Jesús; veamos ahora de qué nos libera.
¿De qué nos libera Jesús? Intentaremos responder distinguiendo cinco esferas de acción
e indicando para cada una la manera como se opera la salvación cristiana.

1. Jesús libera al hombre de su profunda incapacidad para lograr la realización de sus


deseos más profundos.
Psicológicamente, no son en verdad esos deseos los más claramente conocidos; y si
fuera menester seguir un camino psicológico, quizá habría que comenzar por lo que
nosotros tomaremos como tercera esfera de acción; pero aquí seguimos el orden ontológico
de prioridad. Para esto vino Jesús: para traernos la vida sobrenatural.
Es muy importante presentar a Jesucristo incluso antes de toda consideración sobre el
pecado. Sin embargo, se puede ya utilizar el vocabulario de la salvación porque el hombre
está en incapacidad de alcanzar por sus propias fuerzas, sin ayuda sobrenatural, su
verdadero destino, su verdadera felicidad. Desde el comienzo, pues, podemos decir que
Jesús vino para permitirnos alcanzar nuestra felicidad total; y precisamente para decirnos
que esta felicidad radica en el encuentro con Dios que nosotros ignorábamos hasta
entonces. Jesús nos aporta una posibilidad de hacer más perfectas todas nuestras
acciones; de darles un valor mayor; de animarlas con una caridad más profunda. La manera
como se produce esta acción salvífica es directa. Es una acción de la gracia que se ejerce
interiormente, y es la proclamación del Mensaje de Jesús, que nos llega desde el exterior.

2. La realidad de la existencia humana comporta también la del pecado; en esta esfera


reside la necesidad más profunda de salvación. Todo hombre, que conozca a Dios y se dé
cuenta de haberlo ofendido, se encuentra en la necesidad del perdón. Jesús nos trae el
perdón del Padre.
Pero el campo del pecado es mucho más amplio. No se trata solamente de algunas faltas
individuales de las que nos damos más o menos cuenta. Se trata del dominio del pecado
sobre la humanidad. Este dominio incluye una inclinación interior al mal y el escándalo que
da el "mundo", tomado en el sentido de «ambiente de aquellos que se entregan al pecado».

¿En qué consiste, pues, el pecado? Puede decirse que consiste


fundamentalmente en antropocentrismo cerrado en sí mismo. El hombre se hace a sí mismo
centro de su existencia, se toma por su propio fin último, rehúsa orientarse hacia Dios,
rehúsa «conocer a Dios», como dice la Biblia. Este antropocentrismo se presenta bajo dos
formas: la suficiencia del hombre en cuanto a sí mismo y su desconfianza respecto a Dios.

Jesús libera al hombre de su falsa autosuficiencia. Despierta en nosotros el sentido de


los valores superiores, y en referencia inmediata a Dios. Nos invita al desprendimiento de
una confianza exagerada en los bienes de este mundo o en el poder del hombre como
fuente de felicidad. Nos da la luz espiritual. Nos presenta el testimonio, a la vez accesible y
trascendente, de una vida vivida enteramente para Dios y con Dios; de una vida que asume
en este amor de Dios la plenitud del amor de los hombres por parte del Padre. Y al enviar
su Espíritu, nos da luz, fuerza, perdón y vida nueva.
Jesucristo libera al hombre de la falta de confianza en Dios. Sitúa todo su Mensaje en la
línea de la fidelidad benevolente de Dios hacia los hombres, y de una entrega del hombre a
Dios en lo que concierne a su felicidad. Jesús abre a esta felicidad perspectivas
escatológicas. La felicidad del cielo no se opone al progreso humano en la tierra; pero sólo
se alcanza siguiendo una ruta, que estará siempre, en cierto modo, marcada por la
oposición de las fuerzas del mal. Jesús mismo vive esta confianza en Dios, en perfección;
pues la practica hasta la cruz, que es precisamente la prueba más dura para la confianza en
Dios..

¿De qué manera obra Jesús esta liberación del pecado? También aquí, por medio de una
acción directa, del don interior de la gracia que influye en nuestra libertad. Es una acción
progresiva cuyos resultados no se conocen inmediatamente en sí mismos, sino a través de
mediaciones, especialmente de la práctica de la caridad. Esta nos introduce en la tercera
esfera de la salvación que es la de los males terrenos.

3. Cuando se habla de males terrenos se piensa normalmente en primer lugar en los


infortunios físicos: el hambre, la enfermedad, la miseria; o, según la terminología que se
aviene mejor con la de nuestro tiempo: el subdesarrollo económico. La historia nos enseña
que estos males provienen, en gran parte, de las guerras y de la falta de justicia entre los
hombres.
En el terreno de los desórdenes causados por el pecado, Cristo nos trae la salvación,
haciendo posible evitar el pecado que se encuentra en la fuente misma de estos
desórdenes. Su acción salvífica actúa aquí de manera indirecta, pero eficacísimamente.
Asimismo, en lo que concierne a los males que no provienen del pecado, pero que el
hombre puede remediar por el progreso de la técnica. Toda acción con miras a suprimir el
hambre, la enfermedad o la miseria, es objeto de la práctica de esta caridad que Cristo
enseñó, y por la cual nos da una fuerza que consigue extender el radio de acción caritativa.
Este punto será examinado con más detención en el párrafo 5º.

4. Al tomar conciencia de los derechos que pertenecen a su dignidad de persona


humana, el hombre comprueba que un campo de liberación, entre los más importantes, es
el de las servidumbres que impone un legalismo exagerado.
En el Evangelio, Cristo mostró claramente su desaprobación a los fariseos que
consideraban la ley con un sentido demasiado rígido. Jesús dijo que, incluso el sábado,
está hecho para el hombre; este sábado es el día en que el hombre debe estar libre para
honrar a Dios con un culto público. La ley suprema que Cristo nos ha revelado es la de su
Espíritu, que nos comunica para vivir conforme a su Mensaje evangélico. Por consiguiente,
el cristianismo libera del falso legalismo al reconocer y admitir la prioridad de la norma
interior que es el dinamismo de la caridad sobrenatural y total.
Parece que, de esta manera, hemos recorrido las principales esferas sobre las cuales
obra la liberación cristiana. Y no obstante, nos queda una que merece toda nuestra
atención.

5. MU/LIBERACIÓN: Situado incluso en el buen camino hacia su destino final, y provisto


de los medios necesarios para progresar en esa dirección, el hombre está todavía sometido
a la muerte, y por eso es incapaz de asegurar el cumplimiento total de su felicidad. En
efecto, para evitar el fracaso final, para lograr la felicidad definitiva, debe pasar a un orden
totalmente distinto de existencia. Debe pasar del tiempo a la eternidad, de la tierra al cielo, y
a esa misteriosa tierra nueva que corresponde a la resurrección de los cuerpos.
Cristo vino a liberarnos de esta última insuficiencia. El prometió hacernos participantes en
el don de la plenitud que El mismo ha recibido en su vida gloriosa. Este don se coloca a un
tiempo en el plano religioso y en el plano de todos los valores humanos. En el plano
religioso, porque se trata ciertamente de la totalidad de la caridad, caridad integral y
definitiva, realizada en la vida eterna, es decir, en una existencia a la que accedemos por la
victoria sobre la muerte misma. Como dice San Pablo, entonces es cuando la muerte, el
último enemigo, será vencido. Así, pues, esa victoria engloba el triunfo sobre todos los
demás males: por tanto, se sitúa, también en el plano de todos los valores humanos. No
hay medio de captar lo que es la salvación cristiana si rechazamos pensar en la salvación
escatológica.
Mientras quedara abierta la cuestión de saber si el esfuerzo de caridad habría de
desembocar en un fracaso final, el hombre no sabría verdaderamente si caminaba hacia la
felicidad o hacia el abismo del aniquilamiento. Es la resurrección de Cristo la que nos trae la
luz y vida definitiva. En la vida de Cristo vemos que la caridad conduce a su propia
expansión. Al participar en la caridad de Cristo, al participar en su fidelidad, incluso a través
de todas las pruebas que la caridad debe sufrir, sabemos que nosotros participaremos
también en la manifestación total de la caridad.
(·CASTER-M-VAN._CELAM-07.Págs. 166 ss.)
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2. Por nosotros y por nuestra salvación


Cuando los cristianos queremos decir de una manera breve y sintética lo que Jesús es
para nosotros, decimos que es «nuestro Salvador». Creemos que Jesús nos salva, y esto
implica, de alguna manera, que tenemos conciencia de que estábamos en una situación
perdida, que nuestra vida había perdido su valor o la posibilidad de realizarse con sentido, y
que Jesús recuperó el valor de nuestra vida y nos dio de nuevo la posibilidad de realizarla
con sentido.
¿Qué es la salvación cristiana? ¿De qué nos salva exactamente Jesús? ¿Qué nos hace
recuperar concretamente? Estas preguntas son básicas: tocan la esencia misma de la fe
cristiana. Pero quizá por esto mismo, porque nos hacen llegar hasta el núcleo más profundo
de nuestra fe, no resulta fácil hablar de modo adecuado. Es inevitable, al hablar de la
salvación absolutamente única y singular que Cristo nos trae, tener que recurrir a analogías
con otras formas de salvación, de recuperación, de liberación, de restauración de
situaciones, de restablecimiento de valor y de sentido que pueden darse en otros ámbitos
de la vida humana. Pero estas analogías o «modelos» resultan, en último termino,
inadecuados, porque con Jesús se trata de una salvación mucho más radical, más
profunda, más universal y totalizante que ninguna otra forma de salvación que se pueda
experimentar.
Se trata, nada menos, del total restablecimiento de nuestra relación originaria con Dios,
con todos los hombres y con todas las cosas: la recuperación de la posibilidad de que se
realice el primer designio amoroso de Dios sobre nosotros y sobre el mundo, sin perder su
carácter de designio amoroso; lo cual implica que Dios sigue respetando la libertad
humana. La salvación resulta ser entonces totalmente oferta gratuita de Dios, pero también
totalmente responsabilidad libremente acogida por los hombres. Para hablar de esta
salvación tan singular, todas las analogías y los modelos sacados de nuestras experiencias
humanas de «salvación» resultan raquíticos e inadecuados. Es la sensación que tenemos
hoy ante las explicaciones clásicas sobre la salvación que aprendimos en la catequesis o
que leímos en libros de teología mas o menos seria. No es que estos modelos sean
radicalmente falsos, pero como que se nos quedan cortos y resultan insuficientes. Y
además, si se quieren forzar demasiado y aplicar rigurosamente a la letra, claramente se
manifiestan hasta ridículos y patentemente inaceptables.
- REDENCION/RESCATE Por ejemplo, la explicación clásica
de la salvación como una redención, como un rescate. No se puede negar que esta
explicación tiene una base sólida en los mismos textos del Nuevo Testamento.
"Habéis sido comprados pagando un gran precio" (/1Co/06/20). «Pagando el precio
habéis sido comprados: no os hagáis esclavos de los hombres~ (/1Co/07/23). "Habéis sido
rescatados (...) no con nada corruptible, con plata u oro, sino con sangre preciosa, la de un
cordero inmaculado e inocente, el Cristo" (/1P/01/18ss.).
Estos textos muestran muy bien lo que es esencial en la idea de «redención» o de
«rescate». La analogía fundamental es la de la liberación de un hombre de una situación
vergonzosa y penosa de esclavo o de rehén, por medio del pago de un precio saldado por
el liberador. ¿Que sería la salvación según este modelo? Que Dios nos ha rescatado. ¿Y
de qué nos ha rescatado? De una situación de esclavitud. Hemos estado esclavizados o
secuestrados y nos ha rescatado. Esto no es mas que el desarrollo de un tema bíblico
clásico: la doctrina de la liberación de Israel de la esclavitud. El pueblo había sido rescatado
de la esclavitud de Egipto por la fuerza de Dios. Es un tema absolutamente clásico y
esencial el que subyace bajo esta idea. Ser rescatados supone un gran amor de parte de
Dios -Dios había hecho obras maravillosas para sacarnos de Egipto-, que es como decir,
hablando a nuestro modo humano, que Dios había tenido que decidirse a mostrar su fuerza
para hacer esto. Aunque a Dios nada le cuesta ningún esfuerzo, desde nuestro punto de
vista podemos hablar del esfuerzo de Dios para liberarnos, parecido al esfuerzo de quien
paga un precio. Esta seria la base de esta idea, que, desde este punto de vista, puede ser
muy válida.
Ahora bien, en el afán de construir una teoría perfecta y bien redondeada, los teólogos
medievales, y después los predicadores y catequistas, comienzan a desarrollar esta idea
detalladamente; entonces pueden resultar cosas muy curiosas: nosotros hemos llegado a
ser esclavos del pecado, y el Señor nos vendría a rescatar, y para eso paga un precio... Y
¿quién paga el precio? Dios. Y ¿a quién lo paga? Al demonio. La idea entonces se va
complicando. Nosotros seríamos esclavos del demonio. Dios tendría que pagar un rescate
al demonio. Y al final, parece que el demonio puede más que Dios y Dios se tiene que
someter a sus exigencias. Y de aquí, todas las incongruencias que se quieran.
Lo sensato es que la idea de rescate es sólo una metáfora, un modelo de explicación. Y
los modelos no se pueden aplicar a todos y cada uno de los detalles de lo que quieren
explicar. En este modelo es válido que los hombres nos encontramos en una situación
penosa, de esclavitud, de la que no podemos salir y de la que Dios nos quiere liberar
cueste lo que cueste. Hasta aquí tiene sentido decir que Dios está dispuesto a pagar el
precio que sea. Querer forzar más allá la metáfora resulta peligroso o ridículo. ¿Quien
esclaviza al pecador? El mismo se hace esclavo: le esclaviza su propio pecado. ¿Y a quien
se ha de pagar el precio? A quién se paga, cuánto se paga, y detalles por el estilo, son
cosas que poco importan. Cuando Pedro y Pablo hablan de «precio», quieren decir que es
algo muy valioso lo que Dios ha hecho con nosotros y que lo tenemos que apreciar. Tratan
de ponderar la estima que tenemos que tener de la liberación de la esclavitud. Sólo hasta
ahí llega la metáfora.
Algo semejante se podría decir de la
explicación de la salvación como expiación o satisfacción. Este modelo lo podemos
interpretar como que Dios ha sido ofendido o defraudado por algo que le debíamos y no le
hemos dado; y que para reconciliarnos con El tenemos que reparar la ofensa o le tenemos
que devolver lo que le hemos defraudado. Este modelo tiene bastante fundamento bíblico,
pero, según como se desarrolle, nos puede llevar a extrañas conclusiones. Lo que pone en
cuestión estas explicaciones es que casi inevitablemente tienden a considerar a Dios sólo
como poder, y ya hemos dicho que sólo cuando consideramos a Dios como Padre -y como
Padre que ama gratuitamente- nos acercamos a la idea del Dios verdadero. Las teorías
sobre la salvación como satisfacción-expiacion tienden a concebir nuestra relación con Dios
en la línea de la justicia vindicativa, o en la de la transacción comercial. ¿Dónde queda
entonces la gratuidad amorosa de Dios? No aparece por ninguna parte. En una concepción
así, la gratuidad está ausente. Pero Jesús entendía la salvación precisamente como
gratuidad, como ofrecimiento de la bondad generosa de Dios-Padre, que quería recuperar
«lo que se había perdido».
San Anselmo, el primero que desarrollo teológicamente la idea de salvación como
expiacion-satisfacción, hizo una curiosa combinación de ideas procedentes del derecho
feudal germánico (el derecho de los pueblos que, después de conquistar el imperio romano,
se habían convertido al cristianismo), con ideas de las concepciones sacrificiales propias de
la Biblia y de otras religiones antiguas. El derecho feudal exigía que toda ofensa a un señor
fuese reparada con satisfacción proporcionada a la ofensa: es la ley del tanto por tanto.
Según este principio, construido sobre la lógica del poder, parece coherente decir que,
siendo el pecado una ofensa infinita -porque es una ofensa hecha a Dios infinito-, sólo se
podrá reparar ofreciendo a Dios una satisfacción infinita. Y como nosotros no podemos
ofrecer a Dios nada de valor infinito, es necesario que el mismo Hijo de Dios se haga
hombre para poder ofrecer a Dios su vida en la cruz, como satisfacción infinita en favor de
los hombres.
Esto se podía compaginar fácilmente con la idea
bíblica de sacrificio, una idea que tiene también relación con el principio del tanto por tanto.
En las religiones antiguas existían sacrificios de alabanza o de acción de gracias, con los
que los hombres rendían homenaje al dios dedicándole algo que reconocían haber recibido
de él: los frutos de la tierra o del ganado. Pero también se daban los sacrificios
propiciatorios y expiatorios, que fácilmente podían tomar otro cariz: podían ser como un
intento de dar satisfacción a Dios, de devolverle con victimas costosas lo que le habían
defraudado. Este ya es un terreno proclive a la ambigüedad. El sacrificio propiciatorio
puede ser una manera de expresar el arrepentimiento y pedir a Dios el perdón y la
reconciliación. Representa entonces la conversión del corazón de la persona, que espera el
perdón gratuito de Dios. Pero fácilmente el sacrificio puede convertirse en un intento de
ganarse el perdón de Dios ofreciéndole cosas: ya que he defraudado a Dios, porque no le
he dado aquello que esperaba de mí y está enojado, voy a ofrecerle cosas cuanto más
valiosas mejor, por ver de satisfacerlo y volverlo a tener a mi favor. Se entra entonces como
en una transacción comercial con Dios. Estos sacrificios son los que, según los profetas,
Dios no puede más que detestar, porque Dios no se aplaca con toros y terneros de los
hombres, sino sólo con la verdadera contrición y conversión del corazón.
En la más autentica tradición profética de la Biblia, Dios no es como los dioses
rencorosos de los paganos, que sólo se aplacan cuando reciben satisfacción abundante al
precio de víctimas copiosas. Y aún menos es como un señor feudal que sólo se doblega
cuando recibe satisfacción completa a su honor ofendido. «Porque es muy tuyo el
perdonar», dice confiadamente a Dios el autor de aquella maravillosa expresión de fe que
es el Salmo 50. Toda concepción de salvación que no tenga como principio y fundamento
esta especie de "esencia perdonadora" de Dios irá seguramente por caminos equivocados.
Porque, si es cierto que la historia concreta del hombre es, de hecho, solo una historia de
pecado que Dios no puede en absoluto aceptar y aprobar -y ésta es la parte de verdad que
hay en la teoría de la satisfacción-, también es cierto que Dios sigue amando siempre al
hombre, aunque sea pecador: «Tu amas todo aquello que existe y no odias nada de lo que
has creado, porque, si no hubieses amado algo, no lo habrías creado... Te apiadas de todo,
porque todo es tuyo, Señor, que amas la vida» (Sab 11,24-26).
P/QUÉ-ES: Para entender mejor lo que es la salvación tendríamos que procurar entender
primero qué es el pecado. El pecado no es sólo una transgresión de la ley, un no cumplir
con lo mandado. Así se explicaba el pecado a veces en el catecismo. Recuerdo que, en mi
niñez, un amigo mío le dijo al cura que nos daba esta explicación del pecado: «Entonces,
¿por qué Dios no quita todos los mandamientos y así no habría más pecados?». Mi amigo
era realmente un muchacho espabilado.
El pecado no es solo ni principalmente una ofensa al Señor, aunque esta idea se acerque
ya mas a una definición propia del pecado. Es una ofensa al Señor, sí, pero en el sentido
de que es un rechazo al Amor que constituye al hombre. Nuestra vida es como la
declaración de amor de Dios. Existimos porque Dios se nos está declarando. Dios dice que
nos ama y, cuando lo dice, nos crea, nos hace, nos constituye en nuestro ser y nos
mantiene en él. Y el pecado es decirle que este amor suyo no nos importa. Es una negación
a la vez de Dios y de nosotros mismos, de lo que nos constituye como realidad amada de
Dios. Somos sólo como una flor, como un fruto del amor de Dios. Rechazar a Dios es
cerrarse, cortarse, separarse del fundamento. El pecado es como decir: "no quiero tener
nada con Dios", cuando en realidad no somos nada sin El.
Dicho en términos bíblicos: el pecado es no fiarse de la promesa de Dios. Dios hizo una
promesa a Abraham y nos la ha hecho a cada uno de nosotros. Lo encontramos bellamente
expresado en la carta a los Efesios (1,4ss.): «Nos eligió en Cristo antes de crear el mundo
para que fuésemos santos, predestinados a ser sus hijos». El pecado es no aceptar esto,
no creerlo, no vivirlo así. Es el abandono de la Alianza: «tú serás mi hijo y yo seré tu
Padre». Dios nos ofrece una relación de intimidad. La Biblia utiliza constantemente
imágenes de intimidad cuando quiere explicarnos qué es el pecado. El pecador es como la
esposa que ha dejado a su autentico marido y se va con cualquier otro; es el hijo prodigo
que se va de la casa paterna y no quiere saber nada del padre. Es el abandono de la
relación de amor, filial o marital. Pero la relación de amor es la que esencialmente
constituye al hombre. El hombre está constituido por el amor de Dios y, si no lo acepta, si
no lo reconoce, si niega este amor de Dios, se niega a sí mismo. Por eso
·Ignacio-Loyola-san, en la meditación del pecado (Ejercicios Espirituales, número 60), dice
que el pecador se admire de cómo las criaturas «me han dejado en vida y conservado en
ella». Hay como una contradicción ontológica entre rechazar el amor de Dios y seguir
viviendo gracias a ese mismo amor de Dios.
Dicho en términos más teológicos y mas
clásicos, pecar es querer ser como Dios frente a Dios. «Seréis como dioses», dijo el primer
tentador. El primer pecado -paradigma de todos los que vendrían después- fue la ruptura de
la dependencia que estaba simbolizada en el mandamiento de no comer el fruto del árbol
del paraíso. El pecado es no querer vivir de la comunión, de la gratuidad de la comunión. Y
al romperse la comunión con Dios, fundamento y valor de todo, se rompe inevitablemente la
comunión con todos los demás hombres y con la naturaleza. Toda la existencia humana
queda como mal ajustada, como desencajada, porque la comunión con Dios no se realiza
de manera abstracta, sino que se realiza en el ámbito del mundo, en el uso de la naturaleza,
en las relaciones sociales entre los hombres. Todo se desquicia cuando el hombre quiere
ser como Dios y erige su codicia insolidaria como único principio de valor.
En este sentido podemos hablar del pecado como ofensa de Dios: es el rechazo de la
comunión con Dios manifestado en el rechazo de la comunión con la naturaleza y los demás
hombres, que son el don concreto de Dios a nosotros. Si Dios fuese sólo un Primer Motor
impasible e inmutable, sería imposible pensar que el hombre pudiera "ofender a Dios".
Aquel Dios Absoluto, tan lejano, no podría ser realmente afectado por nada de lo que
hicieran los hombres. Pero nuestro Dios, el Dios de la Biblia, es el Dios que nos ama. Y
decir que Dios nos ama quiere decir que Dios da una gran importancia a lo que nosotros
hacemos. Quiere decir que nosotros podemos dar a la creación el sentido que El quiere que
tenga; o podemos frustrarlo, en contra del querer de Dios. Lo dice San Pablo en la carta a
los Romanos (/Rm/09/20): "La creación fue sometida a la frustración..."; aunque añade
también el Apóstol: «con la esperanza de ser liberada». La frustración de la creación -y del
mismo Dios en ella- es real, aunque no definitiva, porque al fin Dios no puede fracasar sin
dejar de ser Dios. Y ésta es seguramente la dignidad y responsabilidad más excelsa que
Dios ha otorgado al hombre: el hombre es el ser que puede llegar a enfrentarse al mismo
Dios, puede decir «no» a Dios, puede frustrar -aunque no de una manera total y definitiva-
los designios de Dios y el sentido de su creación.
El pecado sólo se puede pensar en el
contexto de una relación amorosa y, por tanto, gratuita y libre entre Dios y el hombre,
responsable de la creación. Y sólo en este contexto se puede hablar de aquel elemento que
es esencial en la teología de San Pablo, la ira de Dios. Dice la carta a los Romanos:
«Revelatur ira Dei»: Se ha revelado la ira de Dios en el hecho de que los hombres no han
reconocido a Dios. Hablar de ira de Dios es hablar del necesario rechazo de Dios a mi
rechazo de su amor. Es algo que Dios de ninguna manera puede aceptar. Porque el amor,
como ya dijimos, es exigente, esencialmente exigente. Exige reciprocidad. Y el amor quiere
el bien de la persona amada; por tanto, si no respondemos como conviene, como pide la
situación, evidentemente frustramos el amor de Dios; y esto es lo que el Apóstol llama la ira
de Dios. A Dios le duele. Es algo que Dios necesariamente tiene que rechazar.
Podríamos repensar ahora qué es la salvación, y veremos que sólo puede ser volver de
nuevo, otra vez, por iniciativa y don de Dios, a la situación originaria de relación amorosa,
libre y gratuita con El. Jesús lo dirá de una manera sencilla, sorprendentemente inteligible:
se trata de reconocer a Dios como a Padre, de restablecer la relación filial con Dios Padre,
que implica naturalmente la relación fraternal entre los hombres, que comparten por igual el
mismo don del amor gratuito de Dios.
Volvamos a nuestro Credo: Cristo se encarnó "por nosotros, los hombres, y por
nuestra salvación". Cristo vino para decirnos, no con palabras, sino con su vida, con su
presencia solidaria entre nosotros, que Dios aun nos quiere; que, a pesar de todo, aún
quiere restablecer la relación de filiación amorosa con los hombres. La encarnación es la
presencia de Dios entre nosotros no como poder, sino como un ofrecimiento de solidaridad.
La encarnación no significa que Dios haga una zambullida en nuestro mundo para volver a
salir luego glorioso a la mirada de todos los hombres. A través de la encarnación de su Hijo,
Dios nos dice: «os amo tanto que no puedo vivir sin vosotros, quiero vivir entre vosotros
para que veáis cómo tenéis que vivir amándoos unos a otros, como yo os amo. Y quiero
daros este testimonio y ejemplo de amor, aunque me rechacéis y me matéis». Cristo es el
testimonio de que Dios nos ama y es ejemplo de cómo nos tenemos que amar; es así como
Dios nos invita a restablecer la comunión con El y entre nosotros. Dios es Padre y nos
muestra su amor enviándonos a su Hijo e invitándonos a ser hijos con El y como El. Esta es
la «buena noticia» de la salvación de Jesús encarnado y muerto por nosotros.
·Bonhoeffer-D, J/H-PARA-LOS-DEMAS: en expresión que se ha hecho famosa,
describe a Cristo como «el hombre para los demás». Es el hombre para los demás porque
es el hombre todo de Dios y para Dios. Es el hombre que no se reserva nada de sí mismo,
porque es comunión pura. Comunión total con Dios y con los otros. Hasta el punto de que
molesta, porque el mundo no está constituido sobre la comunión, sino sobre el poder y las
diferencias. Los que tienen poder (religioso, político, social o económico), lógicamente,
rechazan a Jesús. El no hace caso de las diferencias y privilegios religiosos, sociales,
políticos o económicos. Trata por igual a todos, sin hacer acepción de personas, como dice
la carta de Santiago, sin hacer las distinciones que hacemos los hombres. Ha venido a
superar las diferencias. Esta es la predicación del Reino: Que Dios es Padre y que quiere
reinar como Padre. En la parábola del hijo pródigo (/Lc/15/11-32:HIJO-PRODIGO) se
plasma bien lo que quiere decir que Dios es Padre. No es la parábola de la penitencia. Lo
esencial no es la penitencia del hijo, sino los brazos abiertos del Padre. Dios está siempre
con los brazos abiertos, aunque el hijo se haya ido y lo haya malgastado todo. Cuando
vuelve, el padre no le pone condiciones. Lo recibe gratuitamente; aun más: con gran gozo.
El gozo de Dios es estar con los pecadores, recobrar lo que había perdido. Exactamente lo
contrario de lo que parecían implicar aquellas teorías que hemos mencionado de la
satisfacción, el rescate, la expiación y el sacrificio. Cuando el hijo vuelve a casa, el padre
no le dice: ahora me has de pagar el doble, es decir, la herencia que has derrochado y el
disgusto que me has dado. Las teorías clásicas de la salvación son, bajo ciertos aspectos,
contrarias al evangelio. A Dios no se le ha de pagar nada. Entonces, ¿no tiene la muerte de
Cristo valor satisfactorio o expiatorio? Tiene el valor que Pablo y Juan expresan al decir:
«Dios amó tanto al mundo que le dio a su propio Hijo y lo entregó en manos de los
pecadores». Es decir, el amor de Dios no tiene límites, llega incluso hasta la muerte. Este
es el valor de la muerte de Cristo. Dios se da, se entrega hasta morir.
Nuestra salvación es asemejarnos a Cristo, adherirnos e incorporarnos a lo que El es y
significa. Es algo que El quiere hacer por la fuerza de su Espíritu, porque nosotros solos,
con nuestras pobres fuerzas, no podríamos. Jesús nos salva dándonos su Espíritu que nos
hace decir: "¡Abba, Padre!" (Rom 8,15), y con ello nos hace hijos y nos hace vivir como
hermanos. La salvación nos lleva a decir sí a la llamada del Reino, que es llamada a la
filiación con Dios y a la fraternidad entre los hombres. Esto lo hace la fuerza del Espíritu en
nosotros, bajo nuestra responsabilidad. La salvación es, de esta suerte, toda de Dios y toda
nuestra. Es del todo gratuidad de Dios: El la ofrece, El da la fuerza de su Espíritu. Pero es
también enteramente nuestra, porque, si yo no quiero, no se realizará en mí. Es
responsabilidad mía, porque radica en el principio del amor y no en el principio del poder.
Dios no quiere salvar a nadie por la fuerza. La salvación de Dios es invitación. Invitación
que ofrece a la vez la posibilidad de una respuesta eficaz; pero depende de nosotros decir
que sí. Porque así puede existir el amor.
La parábola del hijo pródigo es, como decíamos, el lugar central de la revelación de Dios
en el Nuevo Testamento. Pero hay otras parábolas que muestran igualmente que el Reino
es totalmente gratuito, dado por Dios, y al mismo tiempo responsabilidad nuestra. Hay
parábolas que a primera vista podrían parecer contradictorias. Por un lado tenemos las
parábolas de la responsabilidad, como la del banquete de bodas: Dios hace un gran
banquete y convida a todo el mundo; los que estaban convidados no acuden, y los que no
lo estaban van. Es decir, los que están acaparados por sus intereses o quieren estar
tranquilos y seguros acaban perdiéndolo todo. Los pobres de espíritu que tienen necesidad
de Dios, que buscan la salvación, que se saben pecadores, son los que obtendrán la
bienaventuranza: «Bienaventurados los pobres de espíritu». Un sentido semejante tiene la
parábola de los talentos y, en general, las numerosas parábolas que hablan de
administradores a quienes su señor les pide cuentas. Dios da a cada uno distintas
posibilidades y pide responsabilidad para "negociar" la salvación.
FARISEISMO/ESFUERZO Pero hay parábolas que subrayan
un aspecto muy diferente. Son las parábolas de la gratuidad de la salvación; así, la del
fariseo y el publicano nos hace ver, como la del hijo pródigo, la base sobre la que ha de
establecerse nuestra relación con Dios. El fariseo cree que puede comprar a Dios y la
salvación con sus propios méritos, con sus buenas obras. En el fondo, no cree en la
bondad infinita de Dios ni en su amor. Sólo cree en sí mismo, en el valor de su esfuerzo, en
sus méritos. No piensa más que en multiplicar sus buenas obras. No se acaba de fiar de
Dios ni de la generosidad de su amor y de su perdón. Sólo se fía de sí mismo, y este es el
móvil de su rectitud y minuciosidad moral. Quiere estar seguro y busca seguridad en su
propia moralidad y religiosidad escrupulosa.
Por eso se presenta a Dios con su hoja de méritos: ha cumplido todo, la ley, los diezmos,
etcétera. Está satisfecho, y por eso se permite despreciar a los demás: «No soy como los
otros... y, sobre todo, como este publicano». El publicano, en cambio, no confiaba en sí
mismo, sino que confiaba plenamente en Dios y se confiaba a su amor misericordioso. Este
fue el justificado, el salvado.
En el sermón de la montaña encontramos algo semejante. Después de proclamar la
bienaventuranza de los pobres, Jesús explica el sentido del cumplimiento de la ley en el
nuevo Reino de Dios: «habéis oído que se decía a los antiguos: 'no matarás'; yo os digo:
cualquiera que piense mal contra su hermano... Habéis oído que se dijo: 'no fornicarás',
pero yo os digo que solo que mires con mala intención a una mujer...» Es decir, Dios no se
contenta con que se cumpla la letra del mandamiento, sino que quiere que tengamos
aquella disposición básica y fundamental de la que el mandamiento no es más que una
tipificación concreta para algunos casos concretos. En un sentido semejante dice el Señor
que lo importante no es lo que entra de fuera, sino lo que sale del corazón del hombre. No
es lo que comas o no comas, lo que hagas o no hagas, sino lo que tienes en el corazón.
Dicho de otra manera: Dios no se puede contentar más que con nuestro corazón, con todo
nuestro corazón. Todo. Y cumplir la ley, si no es expresión de una donación total de nuestro
corazón, no vale nada.
Una lección semejante hallamos en la parábola de los trabajadores que son contratados
a diferentes horas del día para ir a trabajar a la viña, y que al final reciben por igual el
mismo salario del mismo Padre bueno. Varias veces me he encontrado con personas que
expresan su protesta cuando oyen esta parábola leída en la celebración litúrgica. Les
parece que Dios no es justo si no paga mejor a los que han trabajado más. Yo suelo
preguntarles: Y tú ¿en que grupo te consideras, en el de los que van a trabajar desde la
primera hora o en el de los que solo pudieron ir al caer el día? No es esta la parábola de la
justicia retributiva de Dios -que sería, una vez más, la parábola de nuestro tanto por tanto
mercantil-, sino la parábola de la generosidad y bondad misericordiosa de Dios, que nos
salva siempre gratuitamente, hayamos llegado a primera o a última hora; porque no nos
salva según merecen nuestras obras -siempre insuficientes-, sino según la generosidad y
bondad de su corazón de Padre.
Los cristianos tendríamos que entenderlo de una vez por siempre: Dios nos ofrece, no
nos impone la salvación. Salvación que es restablecer nuestra relación filial con El, ya en
este mundo, para continuarla para siempre en el otro. Tenemos que aceptar y acoger este
ofrecimiento, pero la salvación no es nunca fruto de nuestros esfuerzos, sino don generoso
de Aquel que nos mostró su amor incondicional de Padre enviándonos a su Hijo a vivir y
morir entre nosotros, «por nosotros, los hombres, y por nuestra salvación».
(·VIVES-JOSEP-1. _ALCANCE. Págs. 103-121)
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-¿De qué nos libera Jesús?


En Jesús, Dios se hace uno de nosotros, miembro de pleno derecho de la humanidad. Y
nuestra humanidad queda comprometida por la salvación que El anuncia y realiza en su
humanidad. Además, es preciso que nosotros nos adhiramos libremente a ese compromiso,
mediante nuestra fe y nuestro propio compromiso. Para eso, necesitamos saber de qué nos
libera la salvación.

De la alienación religiosa y del dominio de los ídolos.


En primer lugar, Jesús nos salva «liberándonos de Dios... o más bien, de las imágenes
que nos formamos de Dios» (1). Nos libera de la «religión» tal como el hombre tiende
naturalmente a concebirla y practicarla. Nos revela el verdadero Dios y las verdaderas
relaciones con El. Al mostrárnosla, nos libera de la alienación religiosa, la más perniciosa
de todas las alienaciones, y cuyas manifestaciones son bien conocidas: el miedo a Dios, la
angustia, el formalismo, el juridicismo, el regateo, el cálculo, el fatalismo, la práctica mágica,
el clericalismo, etc. Jesús contradice nuestra propensión a movilizar a Dios en servicio
nuestro. Mediante su enseñanza y en la relación vivida por El con su Padre, cambia por
completo la imagen tan natural de un Dios que «se convertía en fiador de cierta manera de
situarse con respecto a El, situación que no le permitía al hombre ser libre ni mantenerse en
pie delante de Dios» (1). Si la vida entera de Jesús fue un grito de rebelión contra la imagen
idolátrica de un dios que nos convierte en esclavos, nos parece que es también, y por el
mismo hecho, un intento de acabar con todos los ídolos del mundo: estigmatiza la alienante
dictadura del tener, del saber y del poder, el culto al dinero, a la riqueza y al lujo, la
pretensión totalitaria de la ciencia, el espíritu de dominación, el racismo, la explotación del
prójimo, la injusticia, el culto servil al «jefe», etc.

Del mesianismo temporal y del espiritualismo deshumanizado.


Tal es la doble tentación a que nos exponen nuestra situación en el mundo y la
expectativa de nuestras fantasías de salvación no pasadas por la crítica. Jesús nos invita a
criticar tanto la fantasía de una salvación de tipo activista que colmara nuestras
necesidades temporales, como el escepticismo espiritualista de una salvación contemplada
y esperada en los espacios etéreos de un cielo puramente transhistórico.
Ya hemos dejado apuntado cómo Jesús nos aparta del mesianismo temporal. Hagamos
notar aquí que se trataba de una liberación, en el sentido en que un mesianismo así nos
inclina siempre a postrarnos ante Dios como esclavos, en lugar de mantenernos en pie
como hijos.
Mucho antes que Karl Marx denuncia Jesús el opio mesiánico que consiste en remitirnos
pasivamente a Dios, abdicando de las libres responsabilidades de nuestras luchas y empresas.
Esto no quiere decir que Jesús nos remita a un Reino puramente espiritual e interior,
cuyos elegidos alimenten un escepticismo despectivo con respecto a las tareas de
liberación y promoción temporales. Sutil tentación ante la que iban a sucumbir ciertos
tesalonicenses ociosos a los que San Pablo no dejará de reprender severamente (Cf. 2 Ts
3, 10-12); lo mismo les pasó a aquellos corintios un tanto exaltados y muy dados a cierto
fervor carismático, a quienes la libertad espiritual servía de pretexto para la relajación moral
(Cf. I Co 5, 6). Sabemos que hoy, en nombre de la escatología, es posible avenirse a las
injusticias sociales y evadirse de la historia. Pues bien, Jesús no nos libera de las cargas
que lleva consigo el «vivir juntos». La historia es seria, y Jesús se arriesgó en ella. Se alzó
contra la disociación entre la relación con el prójimo y la relación con Dios: este es el
sentido del doble y único mandamiento del amor.

De la raíz interior del mal.


Jesús nos libera de nuestros cautiverios interiores, a los que acabamos
acostumbrándonos hasta el punto de llegar a tomarles apego. Sabemos que en Jesús, un
hombre de nuestra raza fue perfectamente libre con una libertad radical. Al descubrírnoslos,
El nos libera de esos cautiverios interiores llamados ceguera espiritual, sordera a la palabra
de Dios, repliegue sobre sí mismo, egoísmo, ilusiones de nuestras fantasías, estrechez de
nuestros espíritus, prejuicios: todo ello son mascarillas a las que acabamos pareciéndonos
de tanto como moldean nuestro rostro.
Jesús hace saltar las cadenas de la lógica del mal y rompe la «espiral de la violencia», de
que habla Helder Cámara. ¿Cómo lo hace? Por medio del perdón, que no es repulsa ni
indiferencia hacia los conflictos inevitables, sino negativa a entrar en la lógica del
adversario y en el engranaje de la venganza. Su no violencia y su perdón no son
sometimiento al mal, sino fuerza que vence al mal en su raíz. En Jesús la humanidad ve
abrirse un porvenir para todas las fuerzas de liberación y de bien que están represadas.

¿Y la liberación temporal? Todas las liberaciones de que acabamos de hablar


constituyen el fermento explosivo de las liberaciones de orden corporal, social, económico y
político. Jesús no enseña ninguna teoría ni propone técnica alguna en estos campos; les
deja en nuestras manos de hombres libres y les arranca de toda sacralización alienante
para nuestras responsabilidades. Sin dictar soluciones políticas o sociales, Cristo
desmitifica el poder divinizado, proponiendo una concepción novísima y revolucionaria de la
autoridad-servicio. La liberación por El anunciada -liberación del falso dios y de todos los
ídolos...- tiene que repercutir incluso en el plano de nuestras relaciones con lo que
llamamos «la naturaleza». El fatalismo resignado deja de ser virtud. El sentido profético de
los milagros del Evangelio es que esta naturaleza no debe ser contemplada ya como un
espectáculo tabú; está desacralizada, desdivinizada y destinada a ser transformada, sin
miedo alguno, en beneficio del hombre y para gloria de Dios. El hombre que cree en la
salvación de Jesucristo, se considera libre con respecto a los «elementos del mundo», dirá
san Pablo.
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1) Ibid., Le salut chrétien comme libération, en «Cahiers Evangile», número 7, p. 16.
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Jesús «comprometió» al hombre


Muy bien, se pensará; pero en lo que se refiere a todas las liberaciónes y a esta
salvación plenamente humana, Jesús no ha hecho otra cosa que hablar y dar un
maravilloso ejemplo... ¿Qué cambio implica esto para nosotros, que vivimos en estos finales
del siglo XX?
El cambio implicado es algo absolutamente decisivo. Cristo no nos suple en el marco de
una operación de estilo mercantil o jurídico. La relación que mantenemos con El es de
distinto orden.
Para entenderlo, hay que admitir la encarnación con todo su realismo, y hace falta
reflexionar sobre la solidaridad ontológica que une a todos los hombres entre sí: en Jesús,
la humanidad ha quedado fundamentalmente «comprometida», ha entrado por otro camino,
se le abre otro porvenir.
SOLIDARIDAD: La Biblia no considera a los hombres como individuos aislados unos de
otros, sino como un tejido de personas unidas entre si para bien o para mal. La moderna
antropología coincide con esta visión bíblica, poniendo de relieve la profunda solidaridad
que une a todos los hombres, solidaridad «ontológica», en cierto modo anterior al influjo
ejercido en el orden de la ejemplaridad moral.
La encíclica de Juan Pablo II «El Redentor del hombre» está compuesta precisamente en
torno a una cita del Vaticano II que usa frecuentemente: «El Hijo de Dios con su
encarnación se ha unido en cierto modo con todo hombre (Gaudium et Spes, n.° 22).
Así, pues, todos los hombres, pasados, presentes y por venir, son solidarios con lo que
hizo uno de ellos, Jesús de Nazaret, y están comprometidos por El. De ahí en adelante, la
situación de la humanidad y del mundo ya no es la que era. En este Jesús, que es Hijo de
Dios y hombre de pleno derecho, la enfermedad, el odio, el egoísmo y la muerte están
vencidos efectivamente y para siempre. A esta victoria liberadora le resta manifestarse con
toda claridad, fructificando a lo largo de la historia. A nosotros, entrar libremente por estos
caminos abiertos para lo sucesivo. Insistiremos en este punto.
Acabamos de someter a prueba nuestros sueños y proyectos humanos de salvación.
Para finalizar y resumir estas «reflexiones críticas», permítasenos citar con alguna
extensión a Jean Le Dou: VE/ALIENACION ALIENACION/VE «El tema de la salvación
anunciada por Jesucristo encontró y encuentra siempre la masa rebosante con los
ensueños humanos, utopías y aspiraciones de todos. De tal manera que cada uno de
nosotros corre el riesgo de introducir, bajo las palabras del anuncio evangélico, el cúmulo
de sus propias fantasías, y de conservar así sus propios sueños ilusorios amparándolos
con la garantía de la palabra de Jesús. Así, cuando un grupo de cristianos se reúne y se
pregunta sobre este tema, la discusión que de allí brota deja ver claramente que cada cual
se pinta un cuadro muy completo y muy satisfactorio, para él, de lo que se le promete en
concepto de salvación, en este mundo o en el otro; entonces, Jesús ya no es más que el
que autoriza y declara válidos todos los sueños de porvenir que cada cual se ha forjado ya
por sí mismo, según sea más o menos sensible a tal o cual corriente cultural. Es como si el
anuncio evangélico de la salvación dejara de tener contenido propio: la Resurrección de
Jesucristo sería el sello de garantía colocado en la carta de los grandes deseos humanos.
Pero no puede ser así, pues no todos los deseos humanos son como para que se los
coloque en el mismo plano, ni todas las utopías son de la misma índole, y muchos sueños
no son más que espejismos. El Evangelio no autoriza a dar rienda suelta a nuestros
sueños; el mensaje de salvación lleva consigo inevitablemente una crítica de esos
mecanismos por los que el hombre se persuade de que existe un «en otra parte»
satisfactorio, cuando el «aquí» se ha hecho demasiado difícil de vivir; o de que existe un
«después», cuando el «ahora» resulta insoportable.
Sería vano dar por supuesto que no se debe producir esta alquimia de promesas divinas
y esperanzas del hombre. Si la esperanza de la salvación afecta al hombre, le afecta en lo
que constituye el humus de sus sueños y aspiraciones. Esto resulta evidente cuando se ve
al pueblo de la Biblia mezclar inextricablemente sus apetencias políticas y territoriales con
las promesas de que es depositario privilegiado. A la larga, sin embargo, se abre paso en él
una crítica que ya no permite tomar como promesa del Señor cualquiera de sus ambiciones
o ilusiones. Hacerse creyente hoy, no es simplemente recibir con sumisión el lenguaje
depurado que la lucha de todo un pueblo nos legó al término de su aventura sagrada. Hoy,
hacerse creyente es volver a andar por propia cuenta aquel mismo camino, es volver a
escribir la Escritura» (51). EE/HOY BI/HOY
(·AYEL-VINCENT-1. _ALCANCE.Págs. 105-111)

El reino de Dios:
la utopía de la liberación absoluta
y sus anticipaciones históricas

El Jesús histórico no predicó sistemáticamente sobre sí mismo, ni sobre la Iglesia, ni sobre


Dios, sino sobre el reino de Dios. El trasfondo de la idea del reino de Dios es la concepción
escatológico-apocalíptica según la cual este mundo, tal como se encuentra, está en
contradicción con el designio de Dios. Pero, en esta última hora, Dios ha decidido intervenir
e inaugurar definitivamente su reinado. Reino de Dios es, pues, el signo semántico que
traduce expectativa (Lc 3,15) y se presenta como la realización de la utopía de una
liberación global, estructural y escatológica.
Lo peculiar de Jesús no consiste en proclamar que el reino vendrá, sino en afirmar que,
por su presencia y su actuación, el reino ya ha llegado (Mc 1,15) y "está en medio de
vosotros" (Lc 17,21). El proyecto fundamental de Jesús es, por tanto, proclamar y llevar a
cabo, como instrumento, la realización del sentido absoluto del mundo, que es la liberación
de todo lo que lo estigmatiza (dolor, división, pecado, muerte) y liberación para la vida, la
comunicación abierta del amor, la gracia y la plenitud en Dios.
El reino tiene siempre un carácter de totalidad y de universalidad. Pone en crisis los
intereses regionales e inmediatos, religiosos, políticos y sociales.
RD/LIBERACION-TOTAL: La perversión consiste en regionalizar el reino, sea en la
forma del poder político, o en los cuadros del poder religioso-sacerdotal, o incluso en el
marco del poder carismático-profético. Esta fue precisamente la tentación que acompañó a
Jesús (Mt 4,1-11) durante toda su vida (cf. Lc 22,28). En otras palabras: ninguna
liberación intrahistórica define el final del mundo ni realiza la utopía. La liberación total, que
genera la libertad plena, constituye la esencia del reino y es el bien escatológico de Dios.
La historia es proceso hacia él. El hombre puede estimularlo. El reino de Dios posee
esencialmente una dimensión de futuro no alcanzable por la praxis humana y es objeto de
la esperanza escatológica.
RD/FUTURO-Y-PRESENTE: El reino de Dios no es sólo futuro y utopía. Es un presente
y tiene concreciones históricas. Por eso hay que concebirlo como un proceso que empieza
en el mundo y culmina en la escatología final. En Jesús encontramos la tensión dialéctica
entre la proposición de un proyecto de total liberación (reino de Dios) y las mediaciones
(gestos, actos, actitudes) que lo traducen progresivamente en la historia. Por una parte, el
reino es futuro y vendrá; por otra, es presente y ha llegado ya.
La primera aparición pública de Jesús en la sinagoga de Nazaret tiene un significado
programático: proclama la utopía del año de gracia del Señor que se hace historia en
liberaciones muy concretas para los oprimidos y cautivos (/Lc/04/16-21). El
anuncio-programa pone el énfasis en la infraestructura material. El Mesías libera a los
oprimidos concretos. Son felices los pobres, los que sufren, los que tienen hambre y los
que son perseguidos, no porque su condición encierre un valor, sino porque su situación de
injusticia representa un reto a la justicia del rey mesiánico. Dios, a través de Jesús, ha
tomado partido por ellos. El reino como liberación del pecado pertenece al núcleo de la
predicación de Jesús y del testimonio de los apóstoles (Lc 24,47; Hch 2,38; 5,31; 13,38),
pero no debemos interpretarlo de forma reduccionista amputándole la dimensión
infraestructural, social e histórica, que Lucas subrayó en Jesús. El Jesús histórico asumió
el proyecto de los oprimidos, proyecto de liberación, y los conflictos implicados en él.
RD/DOS-DIMENSIONES: La liberación de Jesús tiene un doble aspecto: por una parte,
Jesús proclama una liberación total de toda la historia, no sólo de un sector de ella; por
otra, anticipa la totalidad en un proceso que se concreta en liberaciones parciales, siempre
abiertas a la totalidad. Si Jesús anunciase una utopía del final feliz para el mundo sin su
anticipación en la historia, estaría alimentando fantasmagorías del hombre sin credibilidad
alguna; si introdujese liberaciones parciales sin perspectiva de totalidad y de futuro,
frustraría las esperanzas despertadas y caería en un inmediatismo sin consistencia. En la
actuación de Jesús se encuentran las dos dimensiones en tensión dialéctica.

La praxis de Jesús: una liberación en proceso

J/LIBERADOR: Los acta et facta Jesu (praxis) se entienden como concreciones


históricas de lo que significa el reino de Dios: un cambio liberador de la situación. En este
sentido, Jesús se acerca al proyecto de los grupos oprimidos.
A esta luz se han de interpretar los milagros. Su sentido no reside en lo prodigioso, sino
en ser signos (ergon, semeion) de la presencia del reino (cf. Lc 11,20). Irrumpió en el
mundo el más fuerte que vence al fuerte (Mc 3.27): una liberación en proceso.
Por sus actitudes, Jesús encarna el reino y personifica el amor del Padre. Si se acerca a
quienes nadie se acercaba -a pobres, pecadores públicos, impuros, borrachos, leprosos,
prostitutas; en una palabra, a los marginados social y religiosamente, no lo hace sólo por
espíritu humanitario, sino porque quiere hacer presente la actitud amorosa del Padre hacia
los pequeños y pecadores. Su situación de marginados no es la estructura definitiva. No
están perdidos para siempre. Dios puede liberarlos.
La praxis de Jesús tiene un eminente carácter sociopúblico y llega hasta la estructura de
la sociedad y de la religión de su tiempo. Jesús no quiere ser un reformista ascético, como
los esenios, ni un observante de lo ya establecido, como los fariseos, sino un liberador
profético.
La actuación de Jesús se ciñe a lo religioso; pero lo religioso constituye uno de los
pilares fundamentales del poder político; por eso, toda intervención en el campo religioso
tiene consecuencias políticas.
La praxis de Jesús frente a la religión, las leyes sagradas y la tradición es liberadora y no
reformista (os han enseñado..., pero yo os digo... ). Relativiza su pretendido valor absoluto;
el hombre es más importante que el sábado y la tradición (Mc 2,23.26) ; la salvación
depende de la actitud que se toma frente al otro (Mt 25, 31-46). Jesús desplaza el centro
de gravedad en el problema de los criterios de la salvación: ésta no pasa por la ortodoxia,
sino por la ortopraxis. Somete la Torá y la dogmática del AT al criterio del amor y así libera
de estructuras asfixiantes la práctica humana.
El anuncio y las prácticas de Jesús postulan una nueva imagen de Dios y un modo
nuevo de acceso a él. Dios no es ya el viejo Dios de la Torá, sino el Dios de infinita
bondad que ama a los ingratos y malos (Lc 6,35), que se acerca, por gracia, más allá de lo
que prescribe y exige la ley. No es un en sí situado fuera de la historia y que se revela
epifánicamente, sino un Dios que se revela en la historia, realizando su reino y cambiando
así la situación. Se le debe concebir fundamentalmente desde el futuro, desde el reino que
implantará como total liberación de los mecanismos perversos del pasado y como plenitud
de vida todavía no ensayada. La principal vía de acceso a él no es el culto, ni ia
observancia religiosa, ni la oración. Estas son mediaciones verdaderas, pero ambiguas. El
camino más importante y menos ambiguo para llegar a Dios es el servicio al pobre, en el
que el mismo Dios se esconde anónimamente. La praxis liberadora constituye el camino
más seguro hacia el Dios de Jesucristo.
Su actuación es liberadora en el plano de las relaciones sociales. La sociedad de su
tiempo estaba muy estratificada. Se dividía en prójimos y no prójimos, puros e impuros,
judíos y extranjeros, hombres y mujeres, observantes de las leyes y pueblo ignorante,
hombres de profesiones mal vistas, enfermos considerados como pecadores. Jesús se
solidariza con todos ellos, lo cual le granjea la fama de comilón y borracho, amigo de
recaudadores y descreídos (Mt 11,19). El ataque despiadado a teólogos, fariseos y
saduceos tiene un claro alcance social.
La justicia ocupa un lugar central en su anuncio. Jesús declara dichosos a los pobres,
no porque vea la pobreza como una virtud, sino porque la pobreza, en cuanto fruto de las
relaciones injustas entre los hombres, provoca la intervención del Rey mesiánico, cuya
primera función es hacer justicia al pobre y defender los derechos del débil. Jesús rechaza
también la riqueza, en la que ve dialécticamente una consecuencia de la explotación de los
pobres. Por eso la califica, sin más, de deshonesta (Le 16,9). El ideal de Jesús no es ni
una sociedad opulenta ni una sociedad pobre, sino una sociedad de justicia y de
fraternidad.
Liberadora se presenta también su crítica a todo poder dominador (Lc 22,25- 28), crítica
que desmitifica la eficacia del poder y su cualidad de mediación entre Dios y el hombre. La
relativización operada por Jesús alcanza al poder sagrado de los Césares, a los que niega
el carácter divino (Mt 22,21) y su pretendida condición de última instancia (Jn 19,11). La
paz romana, basada en la opresión, no encarna el reino de Dios.
La praxis de Jesús implica instaurar un nuevo tipo de solidaridad que trascienda las
diferencias de clase y todas las diferencias inherentes a la vida. Jesús procura defender
los derechos de todos, particularmente de los pequeños, enfermos, marginados y pobres.
Combate todo lo que divide a los hombres: la envidia, la codicia, la calumnia, la opresión, el
odio. Propugna el espíritu de las bienaventuranzas, único capaz de transformar este
mundo en un mundo digno de la mirada de Dios.
La llamada de Jesús a renunciar a la venganza y a practicar la misericordia y el perdón
nace de su fina percepción de la realidad histórica. Siempre habrá estructuras de
dominación; pero esto no nos debe llevar al desánimo ni a adoptar la misma estructura. Se
impone la necesidad del perdón, que es la fuerza del amor, capaz de convivir con las
contradicciones y de superarlas desde dentro.
A pesar de sus hechos liberadores, que concretaban históricamente la realidad del reino
escatológico, Jesús no se organizó para la toma del poder político. Siempre consideró éste
como una tentación diabólica, porque implicaba una regionalización del reino, que es
universal. Tal rechazo obedecía principalmente a su convicción fundamental de que el reino
de Dios -en cuanto de Dios- no se historifica a través de la imposición, sino únicamente a
través de la libertad (conversión). Si a esto añadimos el horizonte cultural apocalíptico en
que se mueve Jesús, lo mismo que sus contemporáneos, la irrupción definitiva del reino de
Dios es lógicamente obra de la gracia divina. El hombre debe prepararse y anticiparla, pero
no producirla. Esto es lo que distancia a Jesús de los zelotas.
A-H/CR-POLITICO: Una historia que tiene todavía futuro y una concepción que postula
el retraso de la parusía deben relativizar esa actitud del Jesús histórico y atribuirla a los
condicionamientos y límites de sus categorías culturales de expresión. Eso dispensa a la
teología de concebir la toma del poder político como una forma legítima y adecuada de
hacer más justicia a los marginados. Ese poder, si se somete a la ley del servicio y
renuncia a absolutizarse, puede constituir una forma histórica de concretar lo pretendido
por la idea del reino. Y ello porque «Jesús no propugna un amor despolitizado,
deshistorizado, desestructurado, sino un amor político, es decir, situado y con
repercusiones visibles para el hombre»

La conversión, exigencia de Dios para la liberación


La conversión postulada por Jesús no es sólo cambio de convicciones (teoría), sino
sobre todo cambio de actitudes (práctica), y no sólo el hombre considerado como
irreductibilidad de una libertad personal (corazón), sino del hombre como ser concreto,
involucrado en una red viva y activa de relaciones. La conversión consiste en crear nuevas
relaciones en todos los niveles de la realidad personal y social, de tal forma que esa
conversión se concrete en liberaciones y anticipe el reino. Lo personal está en dialéctica
con lo social y viceversa.
La conversión no debe entenderse como condición para la venida del reino, sino que
significa ya su inauguración, presencia y actuación en la historia. En la conversión aparece
clara la estructura del reino y la liberación querida por Dios. Por una parte constituye un
don que se ofrece; por otra, es la acogida que se hace real en la medida en que el hombre
colabora en la instauración del reino con mediaciones de carácter personal, político, social
y religioso.
El reino y la liberación implicada en él encarnan lo típico del poder de Dios; no es un
poder de dominación de las libertades, sino ofrecimiento y llamada a la libertad y a su obra,
que es el amor. El reino se presenta así como oferta y no como imposición. Por eso, en las
condiciones históricas el reino de Dios no viene si el hombre no lo acepta y no entra en un
proceso de conversión-liberación.
La proclamación del reino no invalida la lucha histórica. La liberación total propuesta por
Dios pasa por el camino de liberaciones parciales; no es la suma de éstas, sino que
anticipa y prepara la liberación total. Por eso el hombre jamás es mero espectador, ni Dios
un simple concesionario.
La conversión revela la dimensión conflictiva del reino. La buena noticia de Jesús sólo
es buena para los que se convierten, no para el fariseo que permanece fariseo, ni tampoco
para los mantenedores de la situación que consagra las discriminaciones entre los
hombres. Para todos estos es mala noticia. Por eso Jesús y su anuncio dividen, y esto
pertenece a la esencia del reino; en él se entra mediante la ruptura y el cambio de este
mundo y no prolongando su estructura. Jesús existió para todos, pero no existió de la
misma manera para todos: para los pobres lo hizo siendo uno de ellos y asumiendo su
causa; para los fariseos, desenmascarando su autosuficiencia; para los ricos, denunciando
los mecanismos de su injusticia y su idolatría del dinero. Finalmente, murió «para que se
sepa que no todo está permitido en este mundo» . 14 El Jesús histórico se negó a
utilizar el poder para imponer la voluntad de Dios; esto hubiera eximido a los hombres de su
tarea liberadora, no permitiéndoles ser los sujetos de la transformación personal y social,
sino meros beneficiarios. Prefirió morir antes que implantar el reino de Dios mediante la
fuerza del poder o de la violencia. De no haber sido así, habría surgido no un reino de
Dios, sino un reino hecho de la voluntad del poder humano, asentado sobre la dominación y
la ausencia de libertad.
....................
14 P. Miranda, El ser y el Mesías (Salamanca 1973) 9.

La muerte.de Jesús, precio pagado por la liberación de Dios

La muerte de Jesús está en íntima conexión con su vida, su anuncio y


su comportamiento. Las exigencias de conversión, la nueva imagen de Dios, su libertad
frente a las sagradas tradiciones y su crítica profética contra los dueños del poder político,
económico y religioso provocan un conflicto cuyo resultado fue su muerte violenta.
Jesús no buscó la muerte: le fue impuesta desde fuera, y él la aceptó, no
resignadamente, sino como expresión de su libertad y fidelidad a la causa de Dios y de los
hombres. Abandonado, rechazado y amenazado, no se doblegó -para sobrevivir- a los
poderosos privilegiados, sino que siguió fiel a su misión de anunciar la buena noticia a los
que se convierten. Acepta libremente la muerte que le impone una coyuntura histórica.
La cruz simboliza la fuerza del poder, incluso del poder religioso, puesta en servicio
propio. Los que martirizaron a Jesús fueron los piadosos. Cada vez que una situación se
cierra sobre sí misma, oculta el futuro y se absolutiza, corta el proceso de liberación y
refuerza los mecanismos de opresión.
La muerte aceptada libremente descubre una total libertad de sí mismo y de sus
proyectos, y cuando se soporta por amor, en solidaridad con los vencidos de la historia,
perdonando a los que la infligen y entregándose a Dios, a pesar del fracaso histórico,
significa ya una concreción de la realidad del reino de Dios.
Los motivos del asesinato de Jesús son de dos tipos, y ambos tienen que ver con las
estructuras. Jesús fue condenado primeramente como blasfemo por presentar un Dios
diferente del Dios del statu quo religioso: «Jesús desenmascaró el sometimiento del hombre
en nombre de la religión; desenmascaró la hipocresía religiosa, que consiste en considerar
el misterio de Dios como coartada para desoír la exigencia de la justicia. En este sentido,
los poderes religiosos captaron correctamente que Jesús predicaba un Dios opuesto al
suyo» 15.
Como puede verse, su actitud fue eminentemente liberadora, y en función de ella se le
rechazó. Por otro lado, las autoridades políticas lo condenan por guerrillero. Su
predicación y sus actitudes lo aproximan al proyecto liberador de los zelotas: su espera de
una venida del reino, su radicalismo, su afirmación de que «el reino sufre violencia» y «los
violentos lo conquistan», su libertad frente al poder imperial establecido, su ascendiente
sobre el pueblo que quiere hacerle jefe. Sin embargo, Jesús se distancia del espíritu zelota
por su renuncia al mesianismo político-religioso, basado en el poder, por considerarlo como
medio no apto para el establecimiento del reino. Este supone una liberación tan radical que
abarca todo, supera la quiebra de fraternidad y postula un hombre nuevo.
La cruz demuestra la conflictividad de todo proceso liberador allí donde la estructura de
injusticia ha ganado la partida. En estas condiciones, la liberación sólo es posible como
martirio y como sacrificio por los demás y por la causa de Dios en el mundo. Este fue el
camino escogido y asumido conscientemente por Jesús.
....................
15 J. Sobrino, Cristología, 29.

La resurrección de Jesús, irrupción anticipada de la liberación definitiva

La resurrección de Jesús está íntimamente vinculada con su vida, su muerte y por su


anuncio del reino de Dios. Si el reino de Dios es el término semántico para indicar la
liberación total, si la vida de Jesús fue una vida liberada y liberadora, si su muerte fue una
entrega totalmente libre, la resurrección realiza este programa en su forma escatológica.
Por el rechazo de los judíos, el reino no pudo concretarse en su dimensión universal y
cósmica. Ahora encuentra una realización personal en la resurrección del Crucificado.
Jesús es autobasileia tou Theou (Orígenes).
La resurrección en cuanto tal es el triunfo de la vida sin más, la explicitación de todas las
potencialidades latentes y representa la liberación de todos los obstáculos y conflictos
históricos. Es ya realidad escatológica y revela la intención última de Dios sobre el hombre
y el mundo.
La resurrección descubre la vida que se escondía en Jesús y que no pudo ser destruida
por la cruz, descubre una liberación completa y, como total, gracia de Dios. La resurrección
apunta al término-plenitud de todo proceso liberador: llegar a la plena libertad.
RS/INSURRECCION: La resurrección del Crucificado muestra que no es un sinsentido
morir como Jesús: por los demás y por Dios. La muerte anónima de todos los vencidos de
la historia por la causa de la justicia, de la apertura y de un sentido definitivo de la vida
humana encuentra en su clarificación la resurrección de Jesús. Funciona como liberación
de un absurdo histórico. "La cuestión de la resurrección se plantea justamente a partir de la
insurrección» 16. La resurrección nos muestra que «el verdugo no triunfa sobre la víctima»
17.
El sentido de liberación total de la resurrección sólo aparece cuando se contrasta con la
lucha de Jesús por la instauración del reino en el mundo. De lo contrario, degenera en un
cinismo piadoso frente a las injusticias de este mundo, aliado a un idealismo sin conexión
con la historia. Por su resurrección, Jesús continúa entre los hombres animando la lucha
liberadora. Todo crecimiento verdaderamente humano, todo lo que signifique auténtica
justicia en las relaciones sociales, todo lo que implique aumento de vida constituye una
forma de actualizar y anticipar la resurrección y de preparar su plenitud futura.
....................
16 F. Belo, Una leitura política do Evangelho (Lisboa 1975) 133.
17 M. Horkheimer, Die Sehnsucht nach dem ganz Anderen (Hamburgo 1972) 62.

El seguimiento de Jesús como forma de actualizar su liberación

SGTO/LIBERACION: La vida humana bajo el signo del retraso de la venida del reino
escatológico como plenitud tiene una estructura pascual que se traduce en el seguimiento
de Jesús, muerto y resucitado.
Este seguimiento incluye, ante todo, anunciar la utopía del reino como sentido feliz y
pleno del mundo que Dios ofrece a todos.
En segundo lugar implica traducir la utopía en praxis encaminada a cambiar este mundo
en el plano personal, social y cósmico. La utopía no es una ideología, sino que da origen a
ideologías funcionales para orientar las prácticas liberadoras. El seguimiento de Jesús no
es mera imitación, sino que supone darse cuenta de la diferencia existente entre la
situación de Jesús, con su horizonte apocalíptico de irrupción inminente del reino, y la
nuestra, en la que la historia tiene futuro y la parusía se ha retardado. Las tácticas para
organizar el amor y la justicia en la sociedad dependen de estas diferencias. Es cierto que,
tanto para Jesús como para nosotros, Dios es futuro, y su reino no ha llegado totalmente.
Pero cambia la manera de asumir la historia. El no nos impuso un modelo concreto, sino
una forma peculiar de hacerse presente en la realidad concreta, forma que está
inevitablemente vinculada a la pequeñez de cada situación: opción por los marginados,
renuncia a la voluntad de poder como dominación, solidaridad con todo lo que apunta a una
convivencia más participada, fraterna y abierta al Padre, etc.
En tercer lugar, la liberación de Dios se traduce en un proceso de liberación que implica
lucha y conflictos asumidos y comprendidos a la luz del doloroso camino de Jesús. Esta
liberación debe entenderse como un amor que ha de sacrificarse muchas veces; como una
esperanza escatológica que debe pasar por esperanzas políticas; como una fe que debe
avanzar tanteando, pues el hecho de ser cristianos no nos da la clave para descifrar los
problemas políticos o económicos. La cruz y la resurrección son paradigmas de la
existencia cristiana.
Seguir a Jesús es pro-seguir su obra, per-seguir su causa y con-seguir su plenitud.
Esta visión -con los límites de toda visión- quiere ponerse al servicio de la causa de
liberación política, social, económica y religiosa de nuestros pueblos oprimidos. Se trata de
una contribución teórica que intenta iluminar y enriquecer una praxis, ya existente, de fe
liberadora.
En nuestra situación de tercer mundo dependiente, la fe cristológica, pensada y vivida de
forma histórica, nos orienta hacia una opción ideológica de liberación, hacia un cierto tipo
de análisis y hacia un compromiso preciso. Creemos que, en nuestro contexto, leer el
evangelio y seguir a Jesús de una forma no liberadora es darle la vuelta o interpretarlo
continuamente de forma ideológica, en sentido peyorativo.
RD/INTERPRETACIONES: Sobre el reino de Dios se puede predicar de muchas
maneras. Es posible anunciarlo como el otro mundo que Dios nos está preparando y que
llegará después de esta vida; también cabe identificarlo con la Iglesia, representante y
continuadora de Jesús, con su culto, sus dogmas, sus instituciones y sacramentos. Estas
dos maneras dejan de lado el compromiso y la. tarea de construir un mundo más justo y
participado y alienan al cristiano frente a los interrogantes de la opresión de millones de
hermanos. Pero también podemos anunciarlo como la utopía de un mundo reconciliado en
plenitud, que se anticipa, prepara y empieza ya en la historia, mediante el compromiso de
los hombres de buena voluntad. Creemos que esta última interpretación traduce, tanto en
el plano histórico como en el teológico, la ipsissima intentio Jesu. La función de la
cristología es elaborar y formar una opción cristiana en la sociedad.
(Págs. 26-36)
.....................................

2. J/LIBERADOR-LEY
La muerte de Cristo nos liberó de la maldición inherente al incumplimiento de la ley.
En la carta a los Gálatas, Pablo se enfrenta a un grupo de cristianos que quiere
conservar la tradición judía junto con la novedad del cristianismo. Desea seguir
observando la ley mosaica que, en su opinión, nos hace justos ante Dios. Pablo, que ha
sido fariseo y sabe por experiencia qué significa vivir bajo la ley, desencadena una rigurosa
batalla teológica contra la contaminación legalista del cristianismo. El que hace depender
su salvación de la observancia de la ley, está perdido. Nunca llega a cumplirla de forma
que pueda sentirse seguro. Siempre está en deuda; por eso cae bajo la losa del pecado y
la maldición (3,23; 4,3; 3,22; 2,17; 3,10).
Dios nos liberó de esa maldición haciendo que Jesús naciera bajo la condición del
pecado y la maldición (Gál 4,4; 3,13). El mismo se hizo maldición para que nosotros
fuésemos bendición. No nos salvan nuestras obras, que se quedan siempre por debajo de
las exigencias de la ley. Lo que nos salva es la fe en Jesucristo, que asumió nuestra
situación y nos liberó (Gál 5,1). El hombre puede tener seguridad en Dios, no en sus
propias obras. Pero esto no significa que la fe nos dispense de las obras. Las obras
siguen a la fe: son consecuencia de ella y de la entrega confiada al Dios que nos aceptó y
liberó en Jesucristo. Por eso recalca Pablo que somos justificados por la fe en Jesucristo
sin las obras de la ley (2,16).
Esta fe en Dios por Jesucristo nos libera realmente para un verdadero trabajo en el
mundo. No necesitamos acumular obras de piedad con el fin de salvarnos. Las obras no
son suficientes. Si estamos salvados por la fe, podemos dedicar nuestras fuerzas a amar a
los otros, a construir un mundo más fraterno, con la fuerza de la fe y la salvación que se
nos ha regalado. Por eso dice Pablo que la libertad para que hemos sido liberados (5,1) no
debe llevarnos a la anarquía, sino a servir a los demás (5,13) y a realizar buenas obras de
fraternidad, de alegría, de misericordia (5,6).
Con su muerte, Cristo nos libró de la preocupación neurótica de acumular obras piadosas
para salvar el alma, lo cual nos ataba las manos y nos hacía farisaicamente piadosos.
Ahora, libres, podemos usar nuestras manos para el servicio del amor. Esto constituye una
dimensión nueva del cristianismo; libera para la construcción del mundo y no para una
piedad meramente cultual y centrada exclusivamente en la salvación del alma. La piedad,
la oración y la religión son manifestaciones del amor de Dios ya recibido y de la salvación
ya comunicada. Tienen una estructura de acción de gracias y de libertad frente a las
preocupaciones.
(Pág. 382 s.)
·BOFF-LEONARDO-2

JESÚS, HOMBRE LIBRE Y LIBERADOR


1.¿Es necesario subrayar la importancia y la urgencia del tema? Abordamos aquí el corazón
mismo del mensaje cristiano. Preguntad a algunas personas creyentes de vuestro alrededor,
quizá también a sacerdotes; hacedles esta pregunta: ¿Cuál es la Buena Noticia que se
piensa que traemos a los hombres? ¿Qué quiere decir la tan nombrada Salvación traída por
Jesucristo? Hace no pocos años que se vienen planteando preguntas acerca de la identidad
de Cristo: "Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?" Se plantean también preguntas sobre la
identidad del cristiano: ¿Cuál es el misterio de esa diferencia que hace que los cristianos
tengamos algo distinto, no digamos si de más o de menos, que el conjunto de los hombres?
Estas preguntas son legítimas. Y fecundas. Hay otra más radical todavía: la que se refiere a
la naturaleza y amplitud del don que se nos ofrece por la fe en Jesucristo. Cristo nos salva:
¿qué quiere decir esto?
Tenemos dificultades, confesémoslo, con un vocabulario heredado ciertamente del Nuevo
Testamento, pero en el que la distancia cultural se muestra más perjudicial que en cualquier
otro campo. No nos atrevemos a hacer de ese vocabulario (por ejemplo de las
expresiones "misterio de la Redención", "rescate") el vehículo del testimonio que debemos
dar de nuestra fe en Jesucristo. Ese vocabulario ha llegado a carecer de todo significado: ni
verdadero ni falso; y esto tanto para nosotros mismos como para los demás. Incluso ha
llegado a ser falaz, y tiene peligro de causar desorientación. ¿Rescatados de quién? ¿Para qué?
Pero en la constelación de términos que nos proporciona el Nuevo Testamento para
expresar la plenitud del misterio de Jesucristo, hay uno cuyos fundamentos son serios y
firmes, y cuyo empleo por San Pablo y San Juan es una garantía de autenticidad. Ese
término, esa fórmula, más expresiva, más rica y más verdadera, hoy igual que ayer, es la
expresión «nos libertó Cristo». ¿Expresamos con ella toda la plenitud de sentido de una
realidad irreductible, sin duda, a fórmula alguna? No lo sé. Parece, al menos, que con ella
se expresa mejor esa realidad que con las palabras rescate y redención. Parece también
que nuestros contemporáneos entienden mejor estos términos. Sólo dos ejemplos de esto.
En un pasado ya lejano, cuando la liberación de Francia del aplastamiento hitleriano, el
padre Thivollier, preocupado por encontrar un lenguaje que pudieran entender sus
compañeros de lucha, escribió un librito titulado «El liberador». Eso es Cristo. Y hoy nos
inundan los ecos, discrepantes para algunos, que nos llegan de la audacia de los teólogos
de América Latina, para quienes el mensaje cristiano es, en primer lugar, un mensaje de
liberación. Para ellos no se trata de una cuestión puramente académica, ni siquiera del
deseo voluntarioso de hacer una teología nueva; es la necesidad de comunicar a Jesucristo
a un pueblo aplastado bajo el peso de la miseria, la opresión y el menosprecio.
Debemos abordar ahora, por tanto, todo este tema de la liberación en Cristo, de la
liberación por medio de Cristo. Lo haremos en tres etapas: primero, una rápida evocación
de la realidad de Cristo, de Jesús de Nazaret, el hombre libre, como lo definió Ch. Duquoc.
A continuación, intentaremos comprender mejor de qué manera nos libera Jesucristo. Por
último, describiremos la situación del cristiano, que es hombre libre porque ha sido
liberado.

1. JESUCRISTO, HOMBRE LIBRE


La verdad es que esta fórmula no aparece nunca en el Nuevo Testamento. Y quizás haya
más todavía: el himno de la carta a los Filipenses (2,5-11) culmina todo el camino de Jesús
con la gran profesión de fe de la Iglesia: «Jesús, el Mesías, es Señor». El hombre Jesús, el
hombre como tal, ha llegado a la plena soberanía; a él, que había aceptado antes (no por
obligación, sino voluntariamente) ser semejante a un esclavo, asumir los rasgos propios del
esclavo, Dios, su Padre, le otorgó por gracia la plenitud de una libertad que nada tiene que
ver con nuestras pequeñas contraposiciones terrenas: dueño-esclavo. El es el Soberano;
El es el Señor. Esta es la herencia que recibió, la herencia de la que quiere hacernos
partícipes. Confesar a Jesús como Señor no es anonadarse ante El; es reconocer, es
proclamar que nosotros participaremos de su Soberanía de Hijo.
Atención: En lenguaje cristiano y en lenguaje bíblico, por tanto, enriquecido por todo el
pasado del Antiguo Testamento, la libertad, la afirmación de que un hombre es libre,
adquiere todo su sentido por su relación con el acontecimiento fundante del Pueblo. La
primera figura de la liberación, la que esboza sus rasgos esenciales, es la liberación de
Egipto. En la Instrucción sobre algunos aspectos de la Teología de la Liberación se hace
una advertencia muy atinada: cuando leamos el Éxodo, podremos poner el acento,
efectivamente, en la terminación de la servidumbre, de la opresión y de aquellos duros y
forzosos trabajos a que estaba sometido Israel en tierra extraña. No se puede prescindir de
esta dimensíón. Liberación es, en primer lugar, ser «liberado de». Pero los relatos del
Éxodo, dentro de su misma diversidad, coinciden en un punto: la liberación no es sólo la
salida de Egipto; es también la llegada de una partida de tribus, sin duda muy diversas, al
pie del Monte: acuden allí a la llamada del Señor, a la convocatoria del Señor, que de aquel
montón de fugitivos hace su Pueblo, un Pueblo libre. Y libre por su adhesión al Dios que le
salva, por su adhesión al Dios que le convoca.
Así pues, toda liberación deberá considerarse siempre como ruptura y como apertura a la
vez. Será siempre el fin de un régimen que acabaría conduciendo a la muerte. Y será
también el nacimiento de una comunidad nueva, que en la adhesión al Dios único, al Dios
vivo, encuentra la vida y la esperanza. En este sentido hablamos de Jesús como del
hombre libre, en el sentido negativo y en el sentido positivo.
Volved a leer el testimonio, recogido en el Nuevo Testamento, de quienes convivieron
con El, de los que fueron sus compañeros de camino y llegaron a ser sus testigos y que,
antes de convertirse en sus predicadores, fueron sus oyentes. ¿Qué nos dicen?
Por una parte, hacen gran hincapié en el aspecto de la ruptura que yo llamaba antes
negativo: es decir, que en Jesús no encontramos indicio alguno de esos apegos que la
«carne y el mundo» originan en nosotros con demasiada frecuencia.
La «carne» es ese campo de los impulsos interiores que pueden encadenarnos. Es
curioso que los tres evangelistas sinópticos abran el relato de la vida pública de Jesús con
la escena de la tentación o, más bien, de las tentaciones en el desierto.

1.1. Libre frente al tener: /Mt/04/01-11:


La primera tentación es moneda corriente. El hombre es un ser con naturaleza; por lo
tanto, con necesidades. No puede vivir sin alimento, sin techo, sin vestidos, sin tiempo
disponible, sin cultura. La lista va en aumento. Tanto crece que nunca tendremos bastante;
y para satisfacer estas necesidades enormemente elásticas, no podremos por menos que
desear cada vez más riquezas. La mayoría de los hombres están encadenados. Mammon,
lo llama el Evangelio. Sí, nunca tenemos demasiado, pues siempre miramos sólo a los que
son más que nosotros, a los que tienen más que nosotros; porque, en este mundo en que
vivimos, la carrera del tener se ha convertido en el motor ordinario para poner en
movimiento a las multitudes. Todos desearían prosperar mucho, pero en esa dinámica y en
nuestras estructuras mundanas presentes se introduce una ruptura irreparable entre la
extrema opulencia, por un lado, y la extrema miseria, por otro; entre la excesiva riqueza y la
indigencia. Jesús hizo otra opción diferente. Venció en Sí mismo toda preocupación por
poseer. No tuvo «dónde reclinar la cabeza».

1.2. Libre frente al valer


La segunda tentación no es menos clásica, menos corriente. Es verdad que la invitación
a lanzarse sin paracaídas al vacío, desde lo alto del alero del templo, parece muy
circunstancial. Sin embargo, lleva en sí la dimensión de un desafío: realizar un hecho
milagroso... Porque todavía seguimos pensando que los milagros son hechos que escapan
a las leyes de la naturaleza. Aquél habría violado la ley de la gravitación universal. Pero el
gesto habría tenido la ventaja de concitar sobre Jesús las miradas y la admiración de todo
el mundo. Con aquel gesto habría ganado Jesús prestigio y fácil renombre. Esta búsqueda
de la consideración, de la admiración, esta voluntad de hacerse valer es, verdaderamente,
uno de los impulsos fundamentales que explican la conducta de la mayor parte de los
hombres. Jesús no claudica ante esta fascinación. Frente al deseo que nos lleva a nosotros
a hacernos valer, a seducir a los demás, a despertar en nuestro provecho los deseos
ajenos, Jesús es libre.

1.3. Libre frente al poder


Libre también ante la tercera tentación: el ansia de poder. Querrán hacerle rey. El se
negará a semejante pretensión. En su pasión será únicamente un rey de mofa, a costa de
una entronización bufonesca. La libertad con que vive le hace ser soberano, pero esa
soberanía jamás se trocará en voluntad de dominación sobre otros hombres. Jesús sólo
será terrible para los demonios. Después de haberlos expulsado, en la otra orilla del lago,
se verá rechazado por los habitantes de aquel lugar. Aceptará su rechazo, sin intentar
imponérseles en modo alguno.
Tener, valer, poder... De estos tres impulsos, que son siempre una amenaza para la frágil
libertad de los hombres, no hallamos en Jesús ningún rastro en los testimonios evangélicos.
Incluso El mismo se atreverá a decir: «¡A ver, uno que pruebe que estoy en falta!». Está
limpio de pecado. Su extremada indulgencia para con los pecadores es la de un hombre
libre de todo compromiso; pero libre también de despreciar o menospreciar a nadie.

1.4. Libre frente a la opinión


Frente a estas tres presiones interiores, la conducta de la mayoría de los hombres se
halla sometida también a otra forma de presión: la ejercida por la sociedad circundante, por
los modelos de conducta que ella impone, por el temor que suscitan los que en ella hacen
la ley. La opinión pública es un amo ante el que la mayoría de los hombres capitulan. Jesús
la desafía sin vacilar. Huye del entusiasmo popular que llegó a suscitar. Por lo que se
refiere a los poderes establecidos, no le preocupan. No les tiene ningún miedo, cuando
tantos hombres renuncian a su libertad tan pronto como se sienten amenazados en su vida,
en sus bienes o en su independencia.
De ahí esos testimonios que nos le presentan enfrentado, sin la más mínima concesión, a
todas las autoridades de su tiempo. Autoridad política: a Herodes alguien le contarían el
implacable juicio que Jesús había emitido sobre él: «Ese don nadie. Ese zorro». No hace
falta que relatemos aquí sus apreciaciones sobre las autoridades religiosas, los sacerdotes,
las grandes familias sacerdotales (colaboracionistas, por lo demás), que defienden sus
propios intereses so capa de defender los intereses del templo; con ellos se enemistó ya
desde el primer momento.
También ellos sospecharon, desde el principio, el riesgo que la predicación de aquel
hombre podía crearles, y tomaron sus medidas. Lo más sorprendente es el conflicto de
Jesús con quienes podríamos llamar las autoridades morales; hoy leemos con ojos severos
su relación con los fariseos. ¿Por qué? Es toda una paradoja. En cierto modo, Jesús está
muy cercano a ellos, por ejemplo en lo que se refiere a su fe en la resurrección de los
muertos; pero, por otra parte, se niega a caer en su integrismo, en el integrismo de la ley,
de las tradiciones de los padres, de las sutilezas de los doctores. Y en todo esto les trata
sin concesiones también a ellos, como pudo apreciarlo aquel buen Nicodemo, cuyo
proceder era, sin embargo, muy generoso.
La opinión pública. Jesús no va a recurrir al pueblo contra los jefes -el mismo pueblo está
ciego-; nunca se fiará de los entusiasmos populares; cuando quieran hacerle rey, huirá al
monte; rechazará implacablemente todos los malentendidos. Donde habría podido andar
con rodeos, atenuar o mitigar sus palabras (como, por ejemplo, en el célebre discurso en la
sinagoga de Cafarnaún, capítulo sexto del Evangelio según San Juan), insiste duramente,
violentamente, en lo que de más intolerable e increíble había en sus palabras. Jesús nunca
traficó ni negoció con lo verosímil que podía tener a su disposición. El viene de otra parte,
de un lugar en el que no cuenta lo verosímil, lo creíble, sino la fe.

1.5. ¿De dónde le viene su libertad?


Pero ¿cuál es el secreto de esa su libertad? Y volviendo a lo que decíamos antes, ¿cómo
se inscribe esa libertad de un modo positivo, de una manera creadora y no sólo como
rechazo, repulsa o negación? El secreto es bien sencillo: para Jesús, Dios es Dios. El hace
su vida como Hijo del Padre. Su fe le hace libre. Su único horizonte es Dios. Dios es su
único porvenir. Dios cercanísimo. A los demás les dice que el Reino está muy próximo; para
El, el Reino es inminente. El Reino, esto es, la venida de Dios en la plenitud de su amor
soberano: un amor capaz de barrerlo todo: nuestras repulsas, nuestras resistencias,
nuestras traiciones; un amor más fuerte que el pecado. Dios viene, Dios está ahí. Dios está
ahí para Jesús. Entonces, todo lo demás es relativo, queda relativizado, no le angustia.
Dios es el único término de su deseo. San Juan escribe al comienzo de su Evangelio que
«al principio, la Palabra se dirigía a Dios». Jesús es el hombre orientado exclusivamente
hacia Dios. En esta adhesión incondicional encuentra El su libertad, en medio de todas las
ataduras que a nosotros nos traban. Está vuelto hacia Dios, comulga con El, coincide con
el deseo mismo de Dios: «Para mí es alimento cumplir el designio del que me envió».
Deseo de Dios: «Proclámese que Tú eres santo, llegue tu Reinado, realícese tu designio».
Es inútil tratar de escrutar la psicología de Jesús; está ahí; en estas palabras, que El nos
comunicó y nos propuso hacer nuestras. En ellas encontró Jesús la libertad de su deseo;
en ellas podemos encontrar también nosotros la libertad del nuestro; en ellas puede nuestro
deseo recuperar su fuerza. En ellas puede recobrar su amplitud, sin nuestras estrechuras,
sin nuestras mezquindades, sin nuestros bloqueos en esas cosas que adquieren para
nosotros tal importancia que nos llevan a olvidarnos de Dios.
Jesús, el hombre libre, testigo de la libertad íntegra. Así tuvo que ser verdaderamente
para que sus mismos adversarios lo reconocieran: «Enseñas el camino de Dios con verdad;
además, no te importan las apariencias». Dijimos que hombre libre es aquel cuya palabra
es realmente propia palabra suya. Aquel cuya palabra no es voz de otro. Jesús habló
siempre, y solamente, su propia palabra. Seguramente porque El es la Palabra.

2. JESÚS NOS LIBERA


Se nos presenta aquí una pregunta temible. Pregunta previa que debemos responder,
pues de lo contrario nuestras restantes palabras carecerían de sentido. La pregunta es
ésta: ¿necesitamos de verdad un liberador? ¿Por qué no es capaz cada uno de llegar por
sí mismo a esa soberanía que tantas veces venimos mencionando? ¿No se trata de una
tarea que hay que realizar, y en modo alguno de un don que haya que recibir? ¿Por qué
razón no vamos a ser capaces de realizarla nosotros mismos? Desde siempre flota este
pensamiento en la conciencia de los cristianos. Esta idea encontró un ilustre representante
en la persona de un monje bretón que pasó su vida en la isla de Lérins y que se llamaba
Pelagio. Su punto de vista era coherente: Dios nos ha creado para la libertad, nos ha dado
la libertad; a nosotros nos toca usar bien de ella; es tarea de nuestra exclusiva
incumbencia. Todavía hoy, muchos hombres y mujeres piensan que, puesto que el mal está
en nosotros, es cosa nuestra triunfar sobre él. Habría que mencionar aquí, o más bien
desarrollar muy por extenso, todos los caminos de ese tipo que se nos proponen para llegar
a la liberación del hombre.
La objeción es real: ¿no sería renunciar a nuestra libertad esperar de otro la propia
salvación? Tanto más cuanto que la experiencia cristiana cotidiana parece enseñar que los
que dicen que han recibido la salvación no siempre se manifiestan de modo indiscutible
como hombres libres.
Reflexionemos: hacerse libre es, en primer lugar, cortar todas las ataduras que nos
retienen. Respecto a un determinado número de esas ataduras, la cosa es relativamente
fácil o, al menos, no imposible. A pesar de ello, parece que hay una atadura que el hombre
no puede romper por sí solo. Es la que le ata a sí mismo. Entre todas las cárceles de las
que el hombre puede escapar, hay una de la que le está vedado salir: la cárcel de sí
mismo.
2.1. La cárcel de uno mismo
Uno mismo, yo... Esta es ciertamente nuestra primera evidencia, la evidencia constante:
yo soy yo, único. Estoy dentro de mi piel. Este es el centro de todas mis evidencias, el
punto desde el que percibo el mundo en su totalidad: esto está a mi derecha, aquello a mi
izquierda; esto está arriba, aquello abajo. Y ese yo, ese yo que soy yo, sé que es
vulnerable, que es mortal.
Esta es la puerta permanentemente abierta a las más diversas formas de egoísmo, en el
sentido estricto de la palabra, es decir: la voluntad de placer o la voluntad de poder. En
ambos casos, el ser humano se aliena. Se somete a ídolos: ídolo del placer, ídolo del
poder. No quiere esto decir que condenemos el placer ni el poder si se les mantiene en su
puesto de medios para lograr realizarse a sí mismo y servir mejor a los demás. Pero, de
hecho, este egocentrismo insuperable da lugar a la invasión de los grandes miedos. A partir
de ahí, me encuentro ante los miedos invencibles, los miedos paralizadores, los
miedos-disuasivos de toda audacia y de todo riesgo comportado por la libertad. Hay en la
carta a los Hebreos un texto poco conocido, que es de una claridad meridiana. Dice así: «El
asumió una carne y sangre para... liberar a todos los que, por miedo a la muerte, pasaban
la vida entera como esclavos» (/Hb/02/15). El miedo a la muerte es contrarrevolucionario.
El miedo a la muerte disuade de la audacia y del riesgo. Hegel lo vio claramente: ese miedo
es lo que decide entre amos y esclavos. Frente a los fusiles, difícilmente lleva uno adelante
las propias ideas, los valores en que cree. Pero esta invasión del temor y de los grandes
miedos, que, por lo demás, proceden quizá de algo más profundo que el miedo a la muerte
(pues, a pesar de todo, hay «muertes limpias», muertes que nos asustan menos), esta
invasión del miedo a la muerte abre la puerta a todas las demás amenazas. Porque, ante mi
fragilidad y mi vulnerabilidad, todo puede convertirse en amenaza. En primer lugar, los
otros; si se instaura en mí el recelo hacia ellos, hace que yo los mire como extraños o, lo
que es peor, como a adversarios. ¿Y Dios, Dios mismo? Podemos colocarle al margen del
juego, dejar de ocuparnos de El. ¿No sería El la suprema amenaza? Podemos también
conservarlo, sometiéndonos a El. Se convierte entonces en un déspota arbitrario, celoso. Y
nosotros en juguetes de su capricho. Dios espera de nosotros (nos exige) una perfección
imposible. Podemos intentar conciliar esa amenaza. Se entabla entonces el regateo, el «te
doy para que me des». Se espera de Dios que habrá de respetar el contrato, que habrá de
darnos, y en un porcentaje apreciable, lo que hayamos podido ofrecerle nosotros.
Todo esto crea un clima de insuperable desconfianza. Hemos entrado en el círculo
vicioso: la muerte, el miedo, la culpa. Porque la culpa es eso. La culpa es el reflujo hacia
uno mismo, la incapacidad para salir de sí. Sólo por la confianza se sale de uno mismo. La
peor cárcel del hombre es él mismo. Soledad y muerte, es decir, pecado. La respuesta, la
única respuesta que deberíamos dar al llamamiento que, no obstante, tira de nosotros hacia
afuera, no la podemos dar, debido a la densa fuerza atractiva que nos recluye en nosotros
mismos. De todo eso yo no puedo liberarme. Lo que yo hago es encarcelarme. Yo no
puedo ni vivir ni amar. Yo vuelvo a caer en ese círculo, en esa espiral, que una y otra vez
me devuelve a mí mismo.

2.2. Muerto "por" nosotros


Es aquí donde interviene Cristo. El nos ha liberado. Más arriba
mencionábamos la riqueza, la complejidad y las dificultades de las múltiples fórmulas
escriturísticas. ¿Qué dicen los textos más antiguos? ¿Qué nos dice, por ejemplo, el kerigma
primitivo que encontramos en la primera carta de San Pablo a los Corintios? Algo muy
sencillo: El Mesías murió por nuestros pecados, como lo anunciaban las Escrituras» (15, 1).
Con mayor frecuencia todavía, encontramos: «Murió por todos nosotros». Muerto por. Este
«por» tiene dos sentidos. En primer lugar, quiere decir «en provecho nuestro»; pero
también quiere decir «en lugar nuestro». Con absoluta libertad ocupó Cristo ese lugar, la
muerte, al que nosotros no tenemos fuerzas para ir, al que nosotros no queremos ir. Nos
vendría bien meditar detenidamente los cuatro relatos de la muerte de Cristo. Se desarrolló
allí un acontecimiento capital, inefable. Un suceso sin igual, único. Por eso las Escrituras
multiplicaron las fórmulas, para poner de relieve su significado: fórmulas simbólicas
tomadas, por una parte, del acontecimiento fundador de la liberación del pueblo; y, por otra,
de los símbolos cultuales de la liturgia del Templo; de ahí su insistencia en la sangre: «nos
ha salvado por la sangre del Mesías».
Hay que intentar volver al sentido más profundo de este acontecimiento de la muerte y
resurrección de Jesucristo. En él se estableció la Alianza Nueva, según la promesa hecha
en el Cenáculo. La Alianza Nueva es la victoria de la confianza sobre la desconfianza. Venir
a colocarse en este lugar de la muerte del hombre es venir a ponerse en el lugar donde
toda desconfianza con respecto a los hombres parecería legítima. Pues su muerte fue, en
primer lugar, rechazo por parte de los hombres; fue la soledad; fue el desamparo; y fue la
muerte en la noche, en la sola fe. Porque Cristo nos salvó por la fe. Ahí obtuvo El la victoria
de la confianza sobre la desconfianza, del amor sobre el odio.
Dos textos lo dicen muy claramente. En primer lugar, la curiosa fórmula del himno de la
carta a los Filipenses: "Obedeciendo hasta la muerte". Obedecer es una palabra que
nosotros no entendemos muy correctamente. Obedecer significa confiar, dar crédito, dar
oídos a la palabra de otro, permanecer colgado de esa palabra y de esa promesa que la
palabra comporta. Cristo aprendió la obediencia, aprendió la fe, se vinculó a ellas y las llevó
hasta el extremo de lo posible. Ya no hay ninguna situación, ninguna miseria física o moral
que no pueda ser el lugar de la confianza incondicional.
La otra fórmula se encuentra en la carta a los Efesios: "Matando en Sí Mismo la
hostilidad" (2, 14). Matar el odio, responder con un amor, más fuerte que todo el odio, al
rechazo efectivo y patente de sus enemigos que quieren su piel. A partir de ese momento,
Cristo es el Creador, es el lugar mismo en que se anuda un vínculo nuevo entre Dios y la
humanidad, y también entre los hombres entre sí. Es el lugar donde el espíritu de amor, el
amor que es Espíritu, fue liberado. Nos lo dice San Pablo en la carta a los Romanos (5, 5).
Dios nos ha liberado en Cristo. Cristo, en su muerte y resurrección, liberó al Espíritu y, de
esa manera, liberó a la libertad. El anudó el vínculo vivo, el lazo vital, en su persona, que
nos da la gracia de vivir de El, de revivirlo. ¿Qué es lo que Cristo ha liberado en nosotros?
La libertad misma. La libertad de creer. Frente a nuestras desconfianzas en Dios, ha vuelto
a abrir el camino de la confianza. Frente a nuestros recelos y temores, que nos apartan del
otro y hacen de él un adversario, ha liberado la libertad de amar. Y ha liberado la libertad
de esperar, es decir, de no andar ya como rebaño conducido al matadero por caminos que
sólo llevan a la muerte.
Ha vuelto a abrir el porvenir de Dios. Ahora bien, nuestra libertad, la libertad de todo
hombre, se halla bloqueada por estos tres factores esenciales: la desconfianza, el odio, el
miedo. Con Cristo y en Cristo se nos brinda y ofrece la posibilidad de arriesgarnos a
empeñar con seguridad nuestra libertad. He aquí dos palabras que salen muchas veces de
la pluma de San Pablo: intrepidez, seguridad. Cristo nos ha dado la posibilidad, la
capacidad en el Espíritu que El vino a liberar. Liberando al Espíritu de Dios, liberó la
libertad de los hombres.

3. EL CRISTIANO, HOMBRE LIBRE POR HABER SIDO LIBERADO


Abordamos ahora el mensaje central del Nuevo Testamento. Todos los escritos
convergen. Sin embargo, donde este tema ha sido mejor desarrollado con mayor rigor es en
San Pablo y en San Juan. Por lo que se refiere a San Pablo, convendría leer y meditar
Romanos 8, 1-7 y, en idéntico sentido, Gálatas 5, 1-25. Todos estos textos nos dicen que la
libertad es la vocación propia y específica de los cristianos: «os han llamado a la libertad»
(/Ga/05/13). "Para que seamos libres nos liberó el Mesías" (/Ga/05/01).
Debemos tener presentes estos dos textos, porque (sobre todo el último de ellos)
expresan perfectamente la tarea que debemos realizar: estamos metidos en un proceso de
liberación que nunca llegará a ser total en toda nuestra vida, pues en otros textos San
Pablo nos habla de la liberación de nuestro cuerpo, que, desde luego, ahora no conocemos
todavía. Pero esta tarea tiene su fundamento en un don que ya hemos recibido - «nos
liberó»-, en un don que continuamente nos es ofrecido. ¿Cuál es, pues, nuestra situación?
¿Cuál es el principio de nuestra liberación? ¿Por qué medio hemos sido liberados y para
qué?

3.1. Liberado «por»


¿De dónde viene nuestra liberación? Del don del Espíritu, del Espíritu recibido de Cristo:
«Donde hay Espíritu del Señor hay libertad» (/2Co/03/17). El Espíritu. Espíritu que es
Espíritu de Dios y, a la vez, Espíritu en el hombre, espíritu del hombre. Si leéis en varias
traducciones este capítulo octavo de la carta a los Romanos, advertiréis la indecisión de los
editores acerca de si la palabra en cuestión han de ponerla con mayúscula o con
minúscula. Espíritu en Dios, espíritu en el hombre. De todas formas, ése es el lugar de
nuestra comunicación con el misterio de Dios. Espíritu significa, para nosotros, aliento, el
aliento vital. Ahora bien: el aliento es lo más personal que hay en nosotros. Si nos
quedamos sin aliento, se nos va la vida. Pero, al mismo tiempo, el aliento depende
rigurosamente del aire que recibimos: si ese aire está contaminado, morimos por asfixia. El
aliento es la imagen de la energía vital. Es la imagen de la voluntad de vivir, de esa cosa
siempre recomenzada, siempre frágil, siempre incesante en nosotros, que hace que
respiremos, que vivamos. Es la "cifra" del deseo radical. Esto aparece todavía más claro en
Dios. El Espíritu, el aliento, es la vida de Dios y es, en el sentido más riguroso de la
palabra, el deseo del deseo. La reciprocidad en el amor consiste en ser por el otro y en el
otro; a partir del otro y para el otro. El Espíritu es la comunión, una comunión de vida. Por
eso el Espíritu, cuando se le da al hombre, es creación y re-creación. Cuando leemos el
Salmo 50, nos detenemos (y debemos hacerlo así) en la lamentación de nuestras culpas;
pero debemos escuchar, sobre todo, el maravilloso versículo: «renuévame por dentro con
espíritu firme; no que quites tu santo espíritu». El Espíritu es la fuerza del deseo. Este
deseo está en el hombre; es el que hace que el hombre sea. Es el que le hace imagen de
Dios, en camino hacia la semejanza plena con El. El Espíritu de Dios, recibido, respirado,
devuelve a nuestro deseo su fuerza y su verdadera dirección. El rectifica y vivifica nuestro
deseo. San Pablo habla frecuentemente de este «deseo del Espíritu», de este Espíritu que
es deseo.
De esta manera, el Espíritu nos asemeja a Cristo. A ese Cristo vuelto hacia el Padre y
que no busca otra cosa más que cumplir su amorosa voluntad. El Espíritu que Cristo nos ha
dado nos da la libertad de los hijos. En efecto: respecto a Dios y respecto a los hombres, a
las instituciones, a la Iglesia, por ejemplo, no hay más que dos situaciones:
La primera es la situación y la actitud de esclavo. El
esclavo trabaja porque le interesa trabajar para comer. Trabaja porque tiene miedo, miedo
a los golpes. Es fácil hacerse esclavo de los hombres, pero también lo es hacerse esclavo
de Dios.
El hijo no tiene miedo. El hijo no es calculador: se lo dan todo gratuitamente. El hijo actúa
porque quiere, porque ama. Y el Espíritu es, en nosotros, esa fuerza del deseo. Nos hace
gritar: «¡Abba! ¡Padre!» (/Rm/08/15). Si traducimos «nos hace decir», atenuamos el texto.
Gritar es dejar que se exprese en nosotros la pasión, la impaciencia del deseo y, al mismo
tiempo, la confianza absoluta. Gritamos. Nada se interpone entre el Padre y nosotros.
Como dice también San Pablo, tenemos «acceso libre» al Padre. No existe obstáculo, nada
que se interponga, nada que pueda detenernos. Somos hijos del Padre; no podemos
hacernos esclavos de nadie. Dios no quiere esclavos, busca hijos, y en eso consiste la
liberación total del hombre, que a partir de ese momento puede entregarse sin segundas
intenciones, incondicionalmente, a cuantas tareas humanas le parezcan urgentes o
importantes. Y no lo hace para sí, sino para gloria de su Padre. Nuestras acciones,
nuestros trabajos, nuestras fatigas, nuestra vida de cada día, son el modo de servir a Dios
que tenemos nosotros, los laicos presentes en este mundo. Servir a Dios no es ser
esclavos suyos; es tomar a pecho sus intereses, como el Hijo toma a pecho los intereses
de su Padre; y saber que el Padre nos corresponderá dándonos la plenitud de su gozo.
«Muy bien, empleado fiel y cumplidor. Has sido fiel en lo poco: te pondré al frente de
mucho; pasa a la fiesta de tu Señor» (Mt 25, 21) Tal es el misterio de la liberación. Es un
misterio de gozo.
Sin embargo, es preciso señalar las dificultades de un lenguaje como éste para ser
entendido hoy; ¿quizá para que puedan entenderlo los jóvenes? Nosotros no entendemos
nada en los textos de la Escritura que nos hablan del Espíritu. Para nosotros, el espíritu es
lo opuesto a la materia. Para nosotros, el espíritu es la inteligencia. Nos hallamos presos en
ese esquema dualista en el que aparecen el cuerpo y el alma, pero no el espíritu.
Deberíamos poder renovar la concepción del hombre que la Biblia nos presenta, donde
aparecen, desde luego, la realidad orgánica, física y biológica que es el cuerpo, la carne
misma, y la realidad psíquica que es el alma. Nuestro occidente cartesiano los distinguió
bien. Nuestros médicos empiezan a darse cuenta de que la separación entre la realidad
orgánica y la psíquica es sin duda menos brutal, y de que lo psico-somático existe. Más allá
de la unidad de lo psíquico y de lo somático, todavía queda un umbral: el descubrimiento
del espíritu, del espíritu en el hombre, del espíritu que hace al hombre vivir no sólo con esa
supervivencia biológica que en nuestros hospitales nos esforzamos por prolongar hasta lo
absurdo, sino del espíritu que es el lugar de la comunión entre Dios y el hombre.
Otra dificultad: hablar de la libertad filial, hablar de las imágenes del Padre. Y hablar de
estas cosas después de Freud. No es fácil tarea. Pero es aún más difícil exponer estos
conceptos cuando se trata de hijos que nunca tuvieron un padre al que poder reconocer
como tal, o de padres que han dejado de reconocer a sus hijos. Hablar del Padre de los
cielos a quien jamás experimentó la ternura de un padre, es hacerle imposible acceder al
misterio del Padre, del Hijo y del Espíritu.

3.2. Liberado «de»


¿De qué nos libera el Espíritu? Abordamos aquí el aspecto negativo de toda liberación.
Pues bien, paradójicamente, esta vertiente es más abundante en la Escritura; porque dice y
repite en el Nuevo Testamento que el Espíritu Santo nos libera del pecado, de la ley y de la
muerte. El pecado, la ley, la muerte... ¿De verdad tiene esto mucha actualidad? ¿Puede
tener sentido, o recobrarlo?

3.2.1. Liberado del pecado


La fórmula es fácil, la realidad es muy compleja. De hecho, esta realidad está velada,
porque bajo una misma palabra, la castellana pecado y la latina peccatum, se aúnan, se
identifican, varios términos griegos. Con todo, el rastro de esa complejidad se reconoce en
las vacilaciones de nuestros textos: cuando, por ejemplo, la fórmula habitual es «Murió por
nuestros pecados», el evangelio de Juan pone en boca del Bautista esta extraña fórmula:
«Este es el que quita el pecado del mundo» (Jn 1, 29), esta vez en singular. En realidad,
cuando hablamos del pecado, habría motivos para distinguir tres niveles o etapas. Estos
niveles están muy bien señalados en el texto de Génesis 3, que todavía sigue siendo la
mejor catequesis acerca del pecado. El primer nivel visible, reconocible a ras de tierra, es el
de las transgresiones o las caídas, dos palabras griegas perfectamente claras. Se trata de
caminar por las lindes del camino previsto o de caer en el camino que se intenta seguir.
Nos hallamos ante las violaciones de unas leyes determinadas. El grado de importancia de
esas leyes cuenta poco. Es notable que en San Pablo ambas palabras se emplean siempre
en plural. Es la zona visible, fácil de reconocer, de nuestras transgresiones. Se las puede
incluso contar: el justo peca siete veces cada día, por lo menos; puede sacarse la cuenta.
Pero quien se detiene en este nivel, no comprende que se trata de síntomas y no de la
realidad misma.
P/QUÉ-ES: Hay que descender, por tanto, a un primer nivel más profundo. El término
griego con que se expresa este nivel en San Pablo es amartía, «desviación». Es el deseo
que se descamina; no se conforma ya con pisotear las lindes del camino, sino que cambia
el rumbo y marcha hacia lo desconocido, a la aventura, tras un ídolo que le ha cautivado. El
deseo se vuelve loco, se descamina, deja de ser deseo orientado hacia el Padre. Entre
este segundo nivel, más oculto, y los malos pasos reconocibles de que hablábamos hace
un momento, existe una vinculación. La frecuencia con que las transgresiones se repiten
revela la presencia de un deseo que ni él mismo sabe ya a dónde va. Tales transgresiones
nos permiten ver de qué lado tenemos peligro de resbalar. Eso es el pecado. San Pablo
siempre habla de él en singular. Quizás el hombre sea capaz de conjugar en sí, dentro de
su inicial anarquía, no pocos deseos contradictorios. Es preciso ahondar todavía más. Y a
esa profundidad, nos encontramos, sobre todo en San Juan toda una teología del pecado
que él llama, digámoslo en castellano, desconfianza. Es el bloqueo sobre uno mismo, sobre
sí mismo, el encerramiento y la reclusión. Es negarse a confiar en la palabra de otro. Adán
y Eva llegaron a ello, porque la serpiente les convenció de que Dios era un embustero, de
que estaba celoso y de que, por tanto, ya no se podía confiar en El ni dar crédito a sus
palabras. Pero esta desconfianza interviene también bloqueando todas las relaciones entre
los hombres. Se deja entonces de creer en la palabra del hombre. Cosa lógica cuando se
ha dejado de creer en la palabra primera, primordial. En eso consiste el pecado de los
hombres; eso es la realidad esencial del pecado. La frase de Kierkegaard encuentra aquí
su pleno sentido: «Lo contrario del pecado no es la virtud; lo contrario del pecado es la fe».
Realidad esencial del pecado, principal manantial de todo pecado, en eso consiste el
pecado del mundo. A partir de ese momento, la vida del cristiano será contradictoria,
paradójica. Valdría la pena volver a leer lo que San Juan nos dice acerca del pecado en su
primera carta. Por una parte, en el primer capítulo despliega ante nuestros ojos el reino del
pecado, tratándonos de embusteros si decimos que no tenemos pecado. Realmente somos
responsables de nuestras transgresiones. Somos pecadores. Pero en el capítulo tercero de
la misma carta San Juan nos da la Buena Noticia del final del pecado. La fe cristiana no es
fe en el pecado; la fe cristiana es fe en la liberación del pecado, del mal que está en
nosotros.
Y San Juan llega muy lejos: se atreve a decir que ya no podemos pecar, con tal de que,
naturalmente, «permanezcamos en El». Pues en El y por El recobró el hombre la rectitud de
su deseo, recuperó esa apertura del corazón que hace que sea Dios lo único que cuente
como término final de su deseo. "El Espíritu Santo que Dios derramó para la remisión de los
pecados", se dice en la fórmula de la absolución sacramental. Sí: para cancelar las
cuentas, para abolir la contabilidad de nuestras culpabilidades que machaconamente nos
repetimos a nosotros mismos. Es verdad. Y hay mucho más: el Espíritu vino para
devolvernos la audacia de vivir realmente como hijos de Dios. Si nos mantenemos en ese
lugar que se nos ha dado, no podemos pecar más. Porque ese lugar es nuestro corazón en
el corazón de Cristo, que jamás rompió el vínculo de amor, de confianza con su Padre.
Reconozcamos que no es corto el camino que tenemos que remontar. Seguimos
confundiendo tenazmente la falta y el pecado. Ni siquiera sabemos ya lo que es el pecado,
no en el sentido de una falta, de un error, de una debilidad, incluso de un crimen, sino en el
sentido de esa ruptura con Dios que consiste en la ruptura de la confianza incondicional.

3.2.2. Liberado de la muerte


Sabemos que somos mortales. Sabemos que nuestra vida finalizará con ese
acontecimiento último que será la muerte. La muerte sigue siendo un misterio, y nada hay
más revelador que la irritación de la humanidad ante ella y sus preguntas por un «más allá»
de la muerte. Pero algo se nos ha enseñado, manifestado, ofrecido en la muerte y la
resurrección de Jesucristo. La muerte ya no es un callejón sin salida.
Desde entonces, ese temor a la muerte del que nos habla la carta a los Hebreos, ese
miedo a la muerte que causa desesperación, que abre ancho camino a la resignación, que
nos convierte en víctimas de la fatalidad, no pesa ya sobre nosotros. La vida no es un
camino absurdo que sólo conduce a la nada. Tiene un sentido, y un sentido que no pasa.
Consiguientemente, podemos pensar en la muerte y vivirla a partir de la de Jesucristo. No
existe otro lugar desde el que poder pensar en ella y vivirla. Para él, la muerte fue
nacimiento. Nacimiento del Hijo recibido en la casa del Padre. Pero no se trata únicamente
de la muerte final. Y lo mismo también se diga de todas esas fuerzas de muerte que nos
«mortifican». Nos mortifican desde hoy, día tras día, en las más diversas formas.
Volvamos al misterio de la libertad humana, entendida en el aspecto
concreto de una decisión verdaderamente libre. El Concilio Vaticano II dice que «debemos
creer que el Espíritu Santo ofrece a a todos la posibilidad de asociarse al misterio pascual».
(Gaudium et Spes, nº 22,5). Esta asociación se realiza en toda decisión realmente libre.
Pues toda decisión guarda relación con la muerte voluntaria por amor, ya que toda decisión
es, antes que nada, ruptura. Decidir es «cortar». Es desarraigarse de un determinado
«statu quo». La libertad no puede surgir más que arriesgándose. Carece de seguridad, de
garantía, de certeza. Todo verdadero acto de libertad es siempre costoso.
Y en eso estamos verdaderamente asociados a la Resurrección. Cuando aludíamos al
capítulo octavo de la carta a los Romanos, hablábamos del alumbramiento y del gozo por el
nacimiento de un hombre en este mundo. El hombre libre experimenta, atónito, la sorpresa
de su propio nacer a sí mismo, de su nacer al mundo. Experimenta de una forma nueva,
novedosa, el amor a sí mismo, el amor a los demás, el amor al mundo. Porque, para él, todo
se ha convertido en don; para él todo se ha convertido en gracia. Sólo tiene motivos para
maravillarse.
En este análisis de la decisión realmente libre se encuentra el lugar en el que el discurso
cristiano sobre la libertad confluye con lo que podría denominarse la estructura crística de
la libertad. Muchos hombres y mujeres, un día u otro, comprendieron el sentido y el valor de
aquella parábola (cristiana, puesto que traza el camino de Cristo) sobre el grano de trigo
que, si quiere quedarse solo, está condenado a la infecundidad, y aquel otro que rompe su
envoltura y consiente en morir para hacer posible que el hombre nazca a sí mismo;
comprendieron y aceptaron entregar su vida por amor.
Estábamos hablando de la muerte. Hay hombres para quienes la muerte no es más que
el choque brutal en el que se les arrebata la vida. Pero hay otros hombres a quienes nadie
ni nada se la puede arrebatar, porque a lo largo de toda su existencia la han ido entregando
día a día, por amor.

3.2.3. Liberado de la ley


Esta es la afirmación decisiva de San Pablo. Al leer sus repetidas afirmaciones, a veces
se pregunta uno si no se tratará de exageraciones polémicas frente a las resistencias
judaizantes. De buena gana atribuiríamos estos textos a situaciones coyunturales que ya no
nos afectarían a nosotros. Además, parece que San Pablo habla exclusivamente de la ley
judía. Apunta a las obras prescritas por la ley, según la interpretación sumamente formalista
y hasta puntillosa de los doctores de su tiempo. ¿Sigue siendo actual su afirmación? Y
¿cómo podemos nosotros hacerla realidad en la fe? Por supuesto que es actual. El
propio San Pablo, que experimentó en sí mismo la seducción de la ley, descubrió en el celo
que le inflamaba la trampa y el peligro supremo. Ciertamente, él respetaba la ley de Dios.
Después de su conversión, el Decálogo no dejó de ser para él Palabra de Dios. Pero en
esta ley, invadida por las tradiciones de los antepasados, descubrió una modalidad del
poder satánico: la obsesión por la perfección, por esa perfección que sólo puede ser
reproducción literal de un modelo impuesto desde fuera. La ley puede llegar a convertirse
en la exigencia del cumplimiento imposible de una justicia integral. No puede tolerarse
ninguna transgresión. De este modo, la ley pone al hombre «bajo el yugo del miedo».
Puede llegar a convertirse en el punto de partida de una conciencia desdichada.
Hemos citado ya la extraña frase de Cristo en el sermón de la montaña: «Sed buenos del
todo, como es bueno vuestro Padre del cielo»; o, según San Lucas, «Sed generosos como
vuestro Padre es generoso». Se trata de prevenirnos contra todas las imágenes y contra
todo legalismo. No hay fronteras. No hay un campo delimitado. Tenemos que ir cada vez
más lejos, hasta llegar a la plenitud de Dios. Si permanecemos bajo el yugo de la ley,
seremos como esclavos obstinados en contabilizar las ventajas y los inconvenientes de su
propia situación. No seremos hijos.
LBT/LEY:Pero ¿cómo vivir esta libertad respecto a la ley? Acabamos de decirlo. Porque,
por una parte, todavía existe la ley. «La ley del Mesías» (Gal 6, 2). Ley resumida,
condensada, en un único precepto: «La ley entera queda cumplida con un solo
mandamiento, el de amarás a tu prójimo como a ti mismo" (Gal 5, 14). En la gracia del
Espíritu se reanuda y se cumple la ley antigua en sus elementos fundamentales: toda
libertad ha de pasar y volver a pasar por la escuela de esta ley. De esta pedagogía
necesaria hablará San Pablo en otro lugar. Pero la ley ha llegado a su cumplimiento. San
Mateo puso en boca de Jesús esta palabra para definir con ella su relación con la ley
antigua: cumplimiento, acabamiento, plenitud insuperable.
Pero, paradójicamente, esta ley de Cristo ya no merece, hablando con propiedad, el
nombre de ley. En la traducción ecuménica de la Biblia, a propósito de Gálatas 6,2, que
hemos citado hace un momento, podemos leer en una Nota: «La ley de Cristo es la ley del
Espíritu y de la vida; del Espíritu que comunica la vida de Cristo». Es una ley interior: la que
inspiró la vida de Cristo por su Espíritu. En última instancia, todo es aquí cuestión de
inspiración, de orientación de nuestro deseo, abierto o no al deseo del Espíritu.
Liberados por el Espíritu. Liberados del pecado, de la muerte y de la ley. La liberación, lo
hemos recordado en repetidas ocasiones, no es sólo la ruptura de las ataduras que nos
tenían prisioneros; es la entrada comprometida en una vida nueva. Entonces, ¿para qué
somos liberados?

3.3. Liberado «para»


La respuesta inicial ya la hemos dado. Somos libres para amar, somos libres porque
amamos, pues el Espíritu de Dios es espíritu de amor: «El amor que Dios nos tiene inunda
nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado» (/Rm/05/05). El amor de
Dios: no el amor nuestro para con Dios, sino el agapé, que es mucho más que uno de los
nombres de Dios: es el que define su naturaleza misma. Dios, misterio de amor. Este
Espíritu nos hace participar en la vida misma de Dios, en su vida de amor. Toda esta
doctrina del Evangelio de Juan y de Pablo la condensó ·Agustín-SAN en una frase
célebre: «Dilige et quod vis, fac». Hay que entenderla bien. Dilige. Pregúntate a ti mismo:
«¿Estás verdaderamente inspirado, animado, dirigido por el amor? Lo que quieres.
¿Sabes lo que quieres en realidad? ¿Estás seguro de que ese bien al que te diriges
caprichosamente, instintivamente, es lo que tú quieres? Entonces, si estás seguro de
quererlo, para ti ya no hay más camino que el de tu propia decisión, pues esa decisión tuya
se ha convertido en la decisión misma de Dios. ¿Cómo, qué señales han de darse para que
los cristianos puedan vivir con esa libertad? San Pablo respondió a esto y,
paradójicamente, lejos de replegarles sobre sí mismos en una especie de serenidad estoica
que permite que el mundo siga libremente su curso y se propaguen las desdichas entre los
hombres, les dio como señal una actitud que él expresa con la palabra griega «parresia»,
que significa una confianza audaz que es, en primer lugar, sentido del riesgo, espíritu
emprendedor, gusto por la audacia. En otros tiempos se hablaba de compromiso, de seguir
adelante con alegría. Es ahí donde ve Ignacio de Loyola la mejor señal de la presencia, de
la consolación del Espíritu Santo.
Pero ¿cuáles serán los límites de esta libertad del cristiano? No hay más límites que los
de la caridad. En este texto del capítulo quinto de Gálatas tenemos una fórmula
sorprendente: "A vosotros, hermanos, os han llamado a la libertad. Que el amor os haga
esclavos unos de otros". El servicio mutuo es la expresión verdadera de la libertad. Servicio
mutuo, pero también, y previamente, respeto mutuo. De la carta a los Corintios citábamos
aquella paradójica afirmación de Pablo de que «todo os está permitido, pero no todo es
constructivo» (/1Co/10/23). Difícil equilibrio. Las Iglesias primitivas lo vivieron con bastante
crudeza con motivo de una cuestión que hoy nos parece superada: la de tomar carne en las
comidas. En aquel tiempo, los únicos lugares donde se comercializaban las carnes eran los
templos. Con aquel comercio se beneficiaban los sacerdotes. Aquello suscitaba la pregunta
en los cristianos: puesto que todas aquellas carnes habían sido antes consagradas a
alguna divinidad, ¿debían ellos abstenerse de consumirlas o podían optar alegremente por
una alimentación equilibrada y no estrictamente vegetariana? Las tensiones que este
problema provocó en las comunidades fueron considerables y merecieron una serie de
capítulos de la carta a los Romanos y de la primera carta a los Corintios. A los Romanos, al
recordarles los principios de la libertad del cristiano, del cristiano instruido, les decía San
Pablo que no hay más Dios que el Dios de Jesucristo. No obstante, pide a los fuertes que
respeten a los débiles. Que mi libertad no sea nunca motivo de escándalo para otros.
Principio exigente, porque ¿quiénes son hoy los débiles y quiénes los fuertes? ¿Quién
puede decir de sí mismo que es uno de esos fuertes? Pero nuestra libertad, que es total
ante Dios y ante nuestros hermanos, sólo estará verdaderamente inspirada por el Espíritu
de Cristo si su criterio último es siempre la caridad.

4. CONCLUSIÓN
Hemos hablado de la libertad. Pero la libertad del hombre no es una cualidad habitual en
él, no es un «estado». La libertad sólo se atestigua realmente en las decisiones plenamente
libres, en grandes o pequeñas decisiones, pero realmente libres. Ahí nos aguarda Dios. Y
ahí nos aguardan los hombres. Hemos hablado de Cristo, hombre libre. Lo fue en el
transcurso de toda su vida y en su decisión de hacerse Eucaristía, donde se concentra, se
revela, se reparte y se nos ofrece para que participemos de su total libertad; donde nos
invita a unirnos a El. Más aún: nos invita a que acudamos a recibir el don de su libertad en
el corazón mismo de nuestra libertad de hombres. Imposible tratar de separar aquí lo que es
el don que El nos hace y lo que es obra de nuestra incumbencia. Todo es don, todo es
gracia. Y todo es realmente nuestro.
(·THOMAS-J-1.Págs. 32-63)

JESÚS TESTIMONIOS

1. TESTIMONIOS SOBRE JESÚS, PROVENIENTES DE FUERA DEL CIRCULO


DE CREYENTES
¿Quién podría interesarse por este hombre fuera de aquellos que le seguían? En un
mundo en el que no existían los medios de comunicación de que ahora disponemos, nadie
habló de Jesús durante su vida: pasó desapercibido; e incluso su muerte en una cruz no fue
sino un acontecimiento más: ¡por aquel entonces no se prestaba mucha atención a un
crucificado! Más tarde, cuando los cristianos fueron ya muchos, los historiadores y
gobernadores hablaron algo de El.
Tres son los historiadores, un judío y dos romanos, que aluden a Cristo. En primer lugar
Josefo, judío adherido a la causa romana, escribió entre los años 80 y 90 la historia de las
guerras judías. Hay un pasaje corto que se refiere a Jesús: «En esta época vivió Jesús, un
hombre excepcional porque hacía cosas prodigiosas. Maestro de gentes muy bien
dispuestas a dar favorable acogida a buenas doctrinas, se ganó a muchos de entre los
judíos y también de entre los paganos. Cuando, denunciado por los notables, Pilato le
condenó a la cruz, los que le habían entregado su afecto desde el comienzo, no dejaron de
amarle, porque se les apareció al tercer día, vivo de nuevo, como los profetas lo habían
anunciado, lo mismo que otras mil maravillas en relación con El. En nuestros días no se ha
agotado todavía la raza de los que, a partir de El, se llaman cristianos».
Más tarde, hacia el año 120, Suetonio, un historiador romano, cuenta que el año 50 el
emperador Claudio publicó un decreto por el que expulsaba de Roma a los judíos, ya que
andaban revueltos por causa de un tal Cristo, esto nos indica que 20 años después de la
muerte de Jesús ya había cristianos en Roma.
Tácito, otro historiador de la misma época, cuenta que en tiempos de Nerón, emperador
el año 64, hubo un gran incendio en Roma. Se corrió el rumor de que había sido el mismo
emperador quien lo había provocado para reconstruir la ciudad a su manera. Era necesario
encontrar quien cargara con el muerto: se acusó a los cristianos, que según Tácito, eran ya
una multitud inmensa. Con esta ocasión Tácito habla de ellos, sin ninguna simpatía, como
de discípulos de «Cristo, cierto criminal ejecutado por Pilato, gobernador de Judea», unos
treinta años antes.
Hay otro eco que procede de un gobernador: Plinio, encargado de mantener el orden en
una provincia alejada, escribe al emperador Trajano el año 112. Tiene algunos problemas:
ya no hay gente que compre animales destinados a los sacrificios y la situación está
creando un clima de descontento. Según un sondeo que ha realizado, la causa son los
«cristianos»: estas gentes no participan en los cultos paganos. Se ha procedido, por tanto,
a algunas detenciones, pero no se ha podido descubrir nada de cierta gravedad: se reúnen
en días fijos, por la mañana, para cantar himnos a Cristo, como a su Dios, y luego se
reúnen en una comida ordinaria: ¡esto es todo!...
Existe también, finalmente, una alusión procedente de judíos que no han reconocido a
Jesús: en un libro, el Talmud, se puede leer: «Jesús de Nazaret fue suspendido de una
cruz, porque practicaba la magia y sacaba del buen camino al pueblo».
Todos estos textos están más alejados de los acontecimientos que los testimonios que
tenemos de los cristianos y no añaden gran cosa a nuestro conocimiento de Cristo.
(·PATIN-ALAIN._ALCANCE. ..Págs. 156-158)

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