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La conquista del amor

Mary McBride

La conquista del amor (1999)


Título Original: The marriage knot (1999)
Editorial: Harlequin Ibérica
Sello / Colección: Internacional 203
Género: Histórico-Oeste
Protagonistas: Gabriel Delaney y Hannah Dancer

Argumento:
Gabriel Delaney maldecía la bala perdida que le había lastimado el brazo y
le impedía disparar como antes. Una mujer como Hannah Dancer se
merecía algo más. Además, estaba casada. Pero el destino, al parecer, tenía
otros planes…
Al morir el marido de Hannah le legó a Gabriel Delaney. Hannah no podía
creer que aquello fuera cierto. Pero se iba a llevar más de una sorpresa,
porque el hombre que le iba a arrebatar su casa también estaba a punto de
robarle el corazón…
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Prólogo
Kansas, 1880

Hasta el día en que Ezra Dancer se mató, no habían ocurrido grandes incidentes
en Newton. El ferrocarril llegó en 1871, y durante un verano desenfrenado, la ciudad
se llenó de vaqueros y reses, jugadores y charlatanes, y prostitutas. Aquel año,
Newton fue un lugar tan pecaminoso como cualquier Sodoma o Gomorra, pero ese
honor, junto con los vaqueros y reses, los jugadores, charlatanes y prostitutas, hacía
tiempo que lo había cedido al oeste, cuando el ferrocarril se prolongó hasta Dodge
City.
Las tiendas provisionales de Newton y sus inestables chozas fueron
reemplazadas por casas de madera pintada y ladrillo sólido. La mayoría de los
salones cerró y proliferaron negocios más respetables, como Piensos y Granos
Kelleher, el Banco de Comercio, la Primera Iglesia Metodista… Y el burdel de lona y
cartón de Madame Lola fue reconvertido en colegio, construido por los propios
ciudadanos.
Como en la mayoría de las ciudades respetuosas de las leyes, había una cárcel
para los que las infringían, y un sheriff con reputación de implacable para prevenir
que nadie lo hiciera.
Delaney.
Normalmente, no pronunciaban su nombre a secas, sino en la misma frase con
los Earp: Wyatt, Virgil y Morgan; y ese reprobo dentista, Doc Holliday. Pero cuando,
en el otoño del setenta y nueve, los Earp y Holliday se fueron de Kansas en busca del
clima más cálido y las perspectivas más emocionantes de Arizona, Delaney se quedó
solo.
O, para ser más exactos, se quedó tumbado en un catre de la habitación trasera
de la oficina del U. S. Marshall en Dodge City.
—Es una pena que no puedas venir con nosotros —dijo Morgan Earp con toda
sinceridad, eludiendo fijar la vista en el brazo herido de Delaney.
—Vendrá, espero, en cuanto se cure —dijo Doc—. ¿Verdad, Delaney?
Aunque Delaney asintió lúgubremente, al final no los siguió a Arizona, sino
que, con el brazo malo y una disposición peor, acabó en Newton. Y no había ocurrido
gran cosa durante los seis meses desde que asumiera el puesto de sheriff. Un par de
peleas, y una disputa doméstica con una fusta y un cuchillo de cocina. Pero nadie
había disparado un arma hasta la mañana en que Ezra Dancer se apuntó con una
escopeta y apretó el gatillo.
Cuando su ayudante lo despertó con la noticia, en lo primero que pensó
Delaney, con la celeridad de un relámpago, no fue en el muerto, sino en su esposa.
No. Ya no era su esposa.
Hannah Dancer era viuda.

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Aquella revelación conmocionó a Delaney profundamente.

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Capítulo Uno
Eran las siete y media de la mañana, ya hacía calor y prometía ser un típico día
abrasador de Kansas. Delaney recorrió a pie los ochocientos metros hasta el arroyo
Moccasin donde habían descubierto a Ezra Dancer. Ya se había congregado un
pequeño grupo bajo un frondoso álamo, y lanzaban miradas de soslayo al cadáver, se
encogían de hombros, señalaban aquí y allá antes de hundir las manos en los
bolsillos con impotencia y remover la tierra con las botas.
—Buenos días, sheriff —murmuraron algunos cuando Delaney se abrió paso
entre ellos. Se limitó a asentir en señal de respuesta, y enseguida observó la tierra
llena de pisadas alrededor del muerto. Seguramente aquellos chicos llevaban allí,
encogiéndose de hombros, rascándose la cabeza y alegrándose de estar vivos, desde
el amanecer, y mientras especulaban sobre la vida en general y la muerte de Dancer
en particular, sus enormes botas habían aplastado la hierba y borrado toda posible
huella o prueba de un posible homicidio.
—Una auténtica lástima —dijo Hub Watson, dándose golpecitos en la pierna
con el sombrero—. Una auténtica lástima. ¿Usted qué piensa, sheriff?
Delaney se puso en cuclillas junto al cuerpo de Ezra Dancer. La escopeta de
cañones cortados había caído sobre sus rodillas. ¿Que qué pensaba? Pensaba que ya
había visto muertes de sobra para varias vidas y sangre suficiente para que, incluso
su alma, se pusiera lívida. Pensaba que se estaba cansando de la muerte, sobre todo
de esperar la suya, dado que el brazo ya no le servía. Estaba harto. Y pensaba que
Ezra Dancer debía de haber sido un auténtico estúpido y un cobarde para meterse el
cañón de su escopeta en la boca y disparar.
No había duda de que se trataba de Dancer, ya que la mitad de su rostro estaba
intacto, y tampoco de que el hombre se había matado deliberadamente apoyándose
en el tronco áspero del álamo. Su pose parecía relajada incluso en aquellos
momentos, aunque su dedo se había quedado rígido en torno al gatillo. Y, diablos, a
Delaney le parecía reconocer un atisbo de sonrisa en los labios del hombre.
—Ezra ha estado muy enfermo —dijo alguien—. Ayer se puso muy grave.
Delaney levantó la vista y vio a Abel Fairfax, uno de los huéspedes de la casa
Dancer, un hombre de unos cincuenta años, aproximadamente la misma edad del
muerto.
—¿Enfermo? No lo sabía —dijo Delaney, pero incluso al pronunciar las
palabras recordó la transformación que había sufrido Dancer en los últimos seis
meses.
Cuando Delaney se presentó en la ciudad en el mes de diciembre y durante el
convite de bienvenida ofrecido por la iglesia, Dancer, de pelo abundante y
corpulento, le había estrechado la mano del brazo herido con tanta fuerza que
Delaney había tenido que apretar los dientes para no gritar. Y un día de enero,
Dancer se había resbalado en la calle helada y Delaney había pasado al lado justo a
tiempo para levantar su voluminoso cuerpo y evitar que lo arrollara un carromato.

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Observó el cuerpo en aquellos momentos y comprendió que seguramente


Dancer había perdido unos veinte kilos en los últimos seis meses. No estaba tan
manchado de sangre como para que Delaney no se diera cuenta de que tenía el
cinturón más apretado que de costumbre. Su pelo era más canoso de lo que
recordaba, así que no había duda de que había enfermado. Pero, claro, Delaney no se
había dado cuenta porque, en realidad, había pasado los últimos meses haciendo
todo lo posible para esquivar a Ezra Dancer.
No, a Ezra, no. A la esposa de Ezra.
—Alguien tendrá que decírselo a Hannah.
Pero a juzgar por su tono de voz, el autor de aquella sombría declaración no se
estaba ofreciendo voluntario.
Delaney soltó la escopeta de la mano helada de Dancer, comprobando que la
recámara estuviera vacía, y luego se levantó.
—Supongo que es mi deber —dijo—. ¿Alguno quiere avisar al enterrador para
que venga a retirar el cuerpo?
—Claro, sheriff —Hub Watson giró sobre sus talones, se puso el sombrero y
regresó a la ciudad.
Delaney permaneció de pie un momento más, deseando estar en alguna otra
parte, ser alguna otra persona. No disfrutaba diciendo a las mujeres que sus hombres
habían muerto. Siempre había pensado que sería el portador de aquella noticia letal
para Mattie sobre Wyatt, o para Lou cuando le llegara el turno a Morgan. Aún
sospechaba que en el futuro tendría que hacerlo.
Ésa era una de las razones por las que no se había vuelto a casar ni se había
acercado a ninguna mujer. Al volver de la guerra descubrió que la criatura dulce con
la que se había casado en la víspera de su marcha se había colgado al oír la noticia,
errónea, de que todos los soldados de la compañía H habían muerto en
Chickamauga. No era justo, ni en la guerra ni en el cumplimiento de la ley, poner a
una mujer en aquella clase de aprieto.
Diablos, tal vez nunca había amado a nadie como Wyatt y Morgan amaban a
sus mujeres, pensó. Tal vez a ellos les mereciera la pena el riesgo. Aunque seguía
pensando que algún año de aquéllos le daría la mala noticia a Mattie o a Lou.
Pero nunca había soñado en darle la mala noticia a Hannah Dancer. Y si lo
había soñado, pensó en aquellos momentos, entonces iría al infierno solamente por
albergar aquella esperanza.
—Bueno, ¿qué dices, Delaney?
Delaney estaba tan absorto en sus pensamientos que no se había dado cuenta de
que Abel Fairfax le había hablado.
—¿Cómo?
—He dicho que te acompañaré a casa de los Dancer. Esto va a ser un golpe muy
duro para Hannah —Fairfax movió su cabeza gris—. Muy duro, realmente duro.
Delaney suspiró y se metió el arma de Ezra Dancer en la cintura, luego acomodó su

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propia arma sobre su muslo—. Te agradezco tu ayuda, Abel. Supongo que no tiene
sentido posponerlo, ¿verdad?
El hombre se encogió de hombros, volviendo su cabeza hacia la ciudad.
—No. Ningún sentido.
—Entonces, vamos —suspiró Delaney.
La propiedad de los Dancer ocupaba toda una manzana, casi un acre de olmos
y césped en sombra y huertos iluminados por el sol. Ezra, según se decía, había
hecho su fortuna equipando, y tal vez superando en ingenio, a hordas de buscadores
de oro en California en los años cincuenta. Al parecer, la casa de Newton era una
réplica exacta de su anterior vivienda de San Francisco, incluidas las puertas y
ventanas abovedadas, columnas griegas y balaustradas gruesas talladas a mano
sobre el amplio porche que rodeaba toda la casa.
Había suficientes adornos en el edificio para decorar todo un pueblo. Cada
recoveco estaba lleno de algún chisme tallado. Incluso el césped tenía un corte
original.
Era la casa más imponente que Delaney había visto nunca. Aunque tampoco
había dedicado mucho tiempo a mirarla. Siempre que pasaba por delante, a pie o a
caballo, fijaba la vista al frente. Lejos. Se consideraba un hombre práctico, en absoluto
un soñador, así que no tenía sentido mirar lo que, y a quien, no podía tener.
—Bueno, Ezra no volverá a subir estos peldaños —dijo Abel Fairfax mientras
ascendían por la amplia escalinata— Hannah tendrá que buscarse un buen ayudante
—añadió cuando una de las tablas crujió bajo sus pies.
Delaney no respondió. Nunca había estado en el interior de aquella imponente
residencia, y de repente deseó haberse lavado un poco al levantarse aquella mañana
o haberse puesto una camisa limpia en lugar de la que llevaba toda la semana. Se
pasó los dedos por la mandíbula, deseando haberse afeitado.
Fairfax abrió la puerta de malla metálica y le cedió el paso con la mano.
—Sheriff, tú primero.
Delaney traspasó el umbral y sintió como si la temperatura hubiera bajado
cinco grados en pocos pasos. El vestíbulo en el que se encontraba estaba revestido de
brocado verde, salpicado por el sol que entraba por la cristalera de colores de encima
de la puerta y la del rellano que había enfrente.
Inspiró hondo, y percibió el aroma a eucalipto y clavos y tal vez a una pizca de
canela. Hasta entonces, el lugar más elegante que había visto había sido la mansión
de Corma White en Fort Smith. En comparación, la casa Dancer se parecía al palacio
de Buckingham. Delaney se miró las botas, consciente de que no brillaban, pero
confiando en que no estuvieran embarradas y que las espuelas no estuvieran
rasgando la alfombra persa.
Oyó una suave conversación a la derecha, miró hacia el comedor y vio a la
rechoncha maestra de escuela y al tipo delgado que trabajaba en el banco, los dos
huéspedes de los Dancer, sentados a ambos lados de una mesa grande, tomando café

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y tostadas. Todavía era la hora del desayuno. La idea tomó a Delaney por sorpresa.
Se sentía como si llevara medio día levantado.
—Normalmente, Hannah no baja hasta las nueve —Abel Fairfax estaba al pie de
la escalera, levantando la cabeza como si pudiera ver más allá del rellano y del
pasillo del segundo piso—. Hannah —llamó en voz baja—. Hannah, ¿estás
levantada?
Delaney miró la hora en el reloj de carillón con incrustaciones de la pared del
fondo del vestíbulo. En aquel momento, dio un cuarto. Las ocho y quince minutos.
Tal vez Hannah Dancer estuviera dormida. Tal vez podría volver a la comisaría,
tomarse un café y recomponerse, luego volver en media hora. O tal vez…
—Sí, Abel, estoy levantada.
Su voz la precedió por la escalera como una brisa cálida y exuberante.
—¿Se puede saber qué ocurre a esta hora de la mañana? —un pequeño trino,
como la música del carillón, modulaba su pregunta, luego se oyó el roce de seda
brillante y avistaron una delicada zapatilla antes de que Hannah apareciera en el
rellano.
A Delaney se le encogió el estómago al ver que todavía no estaba vestida.
Llevaba un chal de flores que se ceñía a todas sus curvas, y todavía no se había
recogido el pelo rojo cobrizo en su moño acostumbrado. En cambio, caía en una
cascada de mechones húmedos sobre sus hombros. Se estaba secando los rizos, casi
acariciándolos con una pequeña toalla mientras la luz del sol penetraba por la
cristalera del rellano, cubriéndola de rubíes, zafiros y esmeraldas.
—Abel, ¿qué…? —divisó a Delaney al pie de las escaleras—. ¿Sheriff…?
Se miraron a los ojos y, como siempre, Delaney sintió una opresión en el pecho
al percibir el rápido fulgor de deseo en la expresión de Hannah Dancer. Luego, con la
misma rapidez, el deseo fue sustituido por un reconocimiento de otra clase.
Parpadeó con perplejidad y finalmente abrió los ojos de terror.
Lo sabía, pensó Delaney. No habían dicho una palabra pero por alguna razón,
lo sabía.
La toalla cayó de su mano y Hannah se tambaleó y se aferró con fuerza a la
barandilla. Delaney apoyó su escopeta contra la pared y subió el tramo de escaleras
con tres zancadas para impedir que Hannah se cayera al piso de abajo. Hannah se
desmoronó en sus brazos como una muñeca con pespuntes de seda rellena con las
plumas más suaves.
Para entonces, la maestra y el banquero habían abandonado el comedor y
estaban de pie, boquiabiertos, en el vestíbulo, junto a Abel Fairfax.
—¡Cielo santo! La señora Dancer se ha desmayado —gritó la joven.
—Iré a buscar al doctor Soames —se ofreció enseguida el banquero, y salió por
la puerta antes de que alguien pudiera decir que seguramente no era necesario.
Apenas el joven había desaparecido cuando la diminuta y rechoncha maestra se
recogió las faldas y se abalanzó escaleras arriba.

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—Menos mal que estaba aquí, sheriff Delaney —dijo—. ¡Cielos! De no ser por
usted, la señora Dancer podría haberse roto el cuello.
De no ser por él, pensó Delaney, y lo que Hannah había visto en su expresión,
no se habría desmayado.
—Tal vez pueda indicarme dónde puedo dejarla, señorita.
—Por el pasillo a mano izquierda —dijo Abel Fairfax en voz alta—. Señorita
Green, llévelo a la habitación de Hannah.
—Sí. Está bien. Sheriff, si no le importa seguirme —echó a andar a paso rápido
delante de Delaney, hasta abrir una de las puertas del pasillo—. Aquí —le dijo—.
Puede dejarla sobre la cama.
Delaney atravesó el umbral con el cuerpo lánguido de Hannah Dancer en
brazos y la dejó suavemente sobre la cama tallada de nogal que dominaba la
habitación.
La señorita Green sacó un pañuelo de lino, lo humedeció en la palangana y
empezó a deslizarlo por la frente de Hannah, murmurando suaves palabras de
consuelo.
Sintiéndose impotente, Delaney se quedó de pie, inmóvil. En lugar de
contemplar el cuerpo frágil de Hannah sobre la cama, paseó la mirada por la
estancia. Era el dormitorio de Hannah, no cabía duda. De ella sola. No había ni un
solo toque masculino, ni una pipa o una bota perdida, ni tan siquiera un gemelo en el
tocador. En cambio, había cepillos de plata, peines delicados de carey, frascos de
perfume que capturaban la luz del sol en prismas y la derramaban por la alfombra y
por las prendas de seda de color crema desperdigadas por la estancia. Las lámparas
tenían motivos de rosas a juego con el papel de la pared. Toda la habitación, de
hecho, olía como un jardín de rosas. Exuberantes y dulces y… Bueno, rosas.
La puerta del armario estaba ligeramente entreabierta, y Delaney pudo ver
metros y metros de finas sedas y sargas. Divisó unos centímetros de tafetán verde y
reconoció el vestido que Hannah se había puesto la tarde en que la había conocido,
con motivo del convite de la iglesia. Recordaba que el color verde intenso del vestido
había realzado sus ojos y el fulgor de su pelo rojo había rivalizado con el brillo del
tafetán.
Y luego le habían presentado a su marido. Ezra había estrechado su mano con
entusiasmo, y Delaney apenas había vuelto a mirar a Hannah. Hasta entonces.
Santo Dios. No pintaba nada en su habitación, se dijo, así que caminó hasta la
puerta, por el pasillo, y bajó las escaleras sin mirar atrás. Si el doctor Soames no
hubiese entrado por la puerta en aquel mismo instante, Delaney ya se habría ido.
—¿Qué es lo que he oído sobre Ezra? —preguntó el anciano doctor—. ¿Se ha
matado?
—Eso parece —dijo Delaney. Abel Fairfax se reunió con ellos.

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—Ayer se puso muy grave, doctor. Ya sabe lo enfermo que estaba. Supongo que
Ezra quería irse por su propio pie, y no esperar a estar demasiado débil para abrir los
ojos y mucho menos para apretar el gatillo.
El médico asintió sombríamente.
—¿Y Hannah? ¿Se lo habéis dicho ya?
—Lo sabe —dijo Delaney.
—Se desmayó —añadió Abel—. Está arriba, en su dormitorio.
—Bueno, mi experiencia me dice que unas horas de sueño son un buen remedio
antes de asimilar una mala noticia —dio unas palmaditas a su maletín negro—.
Subiré y le daré la dosis de láudano suficiente para que descanse.
Delaney estuvo a punto de impedírselo. En su opinión, enfrentarse a una
tragedia era mucho mejor que cerrar los ojos ante ella. Presentía que Hannah estaría
de acuerdo, ¿pero quién era él para decir nada?
—Bueno, asunto arreglado —dijo—. Volveré a la oficina.
—Sheriff, gracias por tu ayuda —dijo Abel—. Me aseguraré de que Hannah lo
sepa.
—No es necesario, Abel. Exprésale mis condolencias, ¿quieres?
—Claro, Delaney. Lo haré.
El carro del enterrador traqueteó al pasar junto a Delaney cuando regresaba a la
oficina del sheriff. El cuerpo de Ezra Dancer yacía en la parte de atrás, cubierto por
una manta de lana oscura.
—Es una lástima —le dijo Seth Moran desde el pescante.
—Sí.
No había nada más que decir, así que Delaney giró a la izquierda, lejos de la
nube de polvo que levantaba el enterrador. Una vez dentro de la cárcel, dejó el
sombrero en el gancho de la pared y apoyó su escopeta contra la mesa antes de
sentarse en su silla. Daba la impresión de ser mediodía, pero apenas eran las nueve.
La muerte hacía eso, reflexionó. Hacía que el tiempo pareciera diferente. Lo
ralentizaba. Lo aceleraba. No sabía exactamente qué efecto tenía.
En la guerra, algunas batallas parecían prolongarse durante días cuando en
realidad habían durado sólo varias horas. Otras, cuando habían terminado y se había
hecho el recuento de muertos y heridos, parecían haber tenido lugar en un abrir y
cerrar de ojos. Diablos, Delaney tuvo la impresión de que había sido hacía meses
cuando Ezra Dancer se había pasado por la oficina, se había servido un café y se
había sentado simplemente a charlar con Delaney, para preguntarle qué le parecía
Newton después de seis meses ejerciendo como sheriff, si pensaba quedarse o si creía
que iba a irse en cuanto terminara su contrato de un año. Pero aquella visita se había
producido apenas hacía dos o tres semanas. Y Ezra no le pareció ni tan delgado ni
tan enfermo.

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En aquellos momentos el hombre se había quitado la vida. Delaney cerró los


ojos durante un minuto, negándose a contemplar cualquier pensamiento sobre algún
indicio que no hubiera percibido en su conversación o alguna expresión de
impotencia que no hubiese reconocido en su rostro.
Lo cierto era que Ezra no le había dado la impresión de estar enfermo. No sabía
leer el pensamiento, y ya había sido directamente responsable de bastantes muertes a
lo largo de los años para saber que en aquel caso la culpa no era suya, ni por lo que
había hecho ni por lo que había dejado de hacer.
Enfermo o no, Delaney pensó que Ezra Dancer era un maldito estúpido por
dejar a una mujer como Hannah Dancer un minuto, un solo segundo, apenas un
instante, antes de que fuera absolutamente necesario.

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Capítulo Dos
Hannah no sabía si estaba viva o muerta. A veces se sentía sumergida en el
fondo de un río, luchando contra fuertes corrientes, ahogada más que ahogándose,
respirando agua en lugar de aire. A veces le parecía que volaba, más ligera que el
aire, invisible como el viento.
Y a veces sentía que estaba en su cama porque reconocía el olor del sol en las
sábanas de hilo y sentía la caricia familiar de su almohada favorita, que encajaba
perfectamente entre su hombro y su barbilla.
Su cama, tal vez, pero siempre que intentaba abrir los ojos, la habitación parecía
diferente. No dejaba de cambiar. En una ocasión las cortinas estaban descorridas y el
sol iluminaba el olmo que se veía por su ventana. Luego todo parecía iluminado por
la luz de la luna. Y después, las cortinas estaban completamente echadas y la única
luz que se percibía era el pálido parpadeo de la lámpara de su mesilla.
Siempre había alguien en la mecedora al otro lado de la habitación. Unas veces
era la señorita Green. Hannah la vio con claridad. Otras era Abel Fairfax. Por un
momento pensó que era Ezra.
Ezra. Algo sobre Ezra.
Luego vio a Delaney, alto y serio al pie de las escaleras. La estaba rodeando con
los brazos y pudo sentir el roce áspero de su chaleco de lana y todo el calor que había
debajo. Se produjo el repentino contacto de su mejilla contra la suya.
Hannah trató de hablar, pero volvía a estar bajo el agua, la corriente era más
fuerte que antes y la arrastraba sin piedad.
—No pasa nada —susurró la señorita Green—. Duerma tranquila. Se sentirá
mucho mejor por la mañana.
Dos días después, sentada al lado del féretro de Ezra en el salón de cortinas
oscuras de la funeraria de los hermanos Moran, Hannah se dijo por enésima vez que
Ezra ya no estaba sufriendo. Había presenciado cómo el cáncer lo devoraba,
mermando la luz de sus ojos, profundizando las arrugas de su frente y curvando
hacia abajo las comisuras de sus labios. Sobre todo cuando Ezra pensaba que ella no
lo estaba mirando.
Pero se había liberado por fin de toda esa agonía, ¿no? En lugar de permitir que
aquella enfermedad lo debilitara cada vez más en los meses siguientes, Ezra había
controlado su propio destino… su propia muerte. Por encima de todo, había vencido
a un dolor terrible. Tan sólo eso debía proporcionarle un gran consuelo.
Hannah deslizó la mano bajo los pliegues de su velo negro para secarse otra
lágrima.
Qué propio de Ezra tomarse el destino en su mano. Su suicidio no debería
haberla sorprendido. Tendría que haberlo previsto, haberlo leído en su rostro la
noche antes de que se matara o haber saboreado el adiós en sus labios al darle las
buenas noches.

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O tal vez, en el fondo de su alma había sospechado las intenciones de Ezra pero
había preferido ignorar por completo aquella posibilidad. Después de todo, la vida
sin Ezra era impensable. Llevaban juntos catorce años, la mitad de la vida de
Hannah.
—Señora Dancer, por favor, acepte mi más sincero pésame. Si hay algo que
pueda hacer por usted, lo que sea, sólo tiene que decírmelo.
A través del velo, Hannah reconoció el traje a cuadros marrón y zapatos
brillantes de Henry Allen, el joven banquero que llevaba hospedándose un año en su
casa. No lo había visto desde la muerte de Ezra, ya que no había salido de su
habitación hasta que la casa no se sumía en el silencio y los huéspedes no estaban
dormidos. En aquellos momentos, el joven la miraba con sus ojos castaños de
cachorro. De tener cola, pensó Hannah, la estaría moviendo. En cambio, estaba
deslizando el ala de su sombrero hongo entre los dedos mientras se balanceaba sobre
sus lustrosos zapatos.
—Gracias, Henry. Has sido muy amable al venir. Ezra se sentiría muy dichoso y
agradecido.
Sus ojos de cachorro se oscurecieron y cobraron brillo. Bajó la voz hasta el tono
íntimo de un susurro.
—¿Quiere que la espere y la acompañe a casa?
«Al chico le gustas, Hannah». De repente, oyó la voz de Ezra con la misma
claridad que si estuviera de pie detrás de ella, riendo entre dientes como siempre
hacía cada vez que Henry Allen decía algo especialmente almibarado, entre suspiros
evidentes.
«No lo culpo. Eres una mujer hermosa, Hannah Dancer. Tú no te das cuenta,
cariño, pero los demás sí».
Hannah sintió un escalofrío por la espalda y se enderezó en su silla.
—Gracias, Henry. Espero quedarme aquí un buen rato hasta que todo el mundo
me haya presentado sus respetos —miró hacia el otro extremo del salón donde su
otra huésped, Florence Green, estaba sentada con una taza y un plato de té apoyados
en la rodilla—. La señorita Green lleva aquí mucho tiempo, y parece un poco
cansada. Tal vez puedas ofrecerte a acompañarla a casa, Henry. Lo consideraría un
favor.
Henry exhaló un suspiro infantil, recalcitrante.
—Te lo agradecería enormemente —lo urgió Hannah—. Ah, y puedes dejar una
lámpara encendida en el vestíbulo para mí. Creo que me olvidé de hacerlo antes.
—¿Está segura de que no puedo…?
—No, gracias, Henry.
Hannah exhaló un pequeño suspiro cuando se alejó y se sintió alentada, incluso
aliviada, cuando el joven se aproximó a la señorita Green y pareció ofrecerle
acompañarla a casa. La rechoncha maestra dejó a un lado la taza de té, se levantó y

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tomó el brazo de Henry sombríamente. Luego, después de una última mirada a


Hannah, el joven salió con ella a la calle.
La gente entró y salió durante las horas siguientes. Personas que lo sentían, que
estaban perplejas, tristes, tan tristes. A las diez, Hannah casi estaba exánime y
agradecida, no sólo de que el velo ocultara sus ojos enrojecidos, sino de que
disimulara un bostezo o dos. No había dormido bien desde que se despertara del
estupor producido por el láudano dos días antes. Cuando el último conocido
estrechó su mano y murmuró su condolencia, Hannah estaba ansiosa por irse a casa,
quitarse la toca negra, el vestido, las medias y los zapatos negros y sumirse en un
sueño profundo y despreocupado.
—Parece que esto ha sido todo, señora Dancer —uno de los hermanos Moran,
Hannah no sabía si era Seth o Samuel, sacó su reloj de bolsillo y lo abrió—. Las diez.
Bastante tarde. Su marido tenía muchos amigos.
—Cierto —Hannah no sabía qué hacer ni qué decir. Nunca había tenido que
presidir un velatorio.
—Enviaré a un chico a su casa con todas estas flores —le dijo Moran, señalando
los numerosos jarrones que decoraban la estancia—. Permítame que cierre y la
acompañaré a su casa.
—No será necesario, señor Moran. Está a muy poca distancia. No me pasará
nada.
—¿Está segura?
—Sí, por supuesto. Después de hablar con tantas personas, creo que prefiero
estar a solas un rato. ¿Pasará a recogerme mañana para ir al cementerio?
—Sí, señora. A las nueve, si le parece bien.
—Muy bien. Gracias, señor Moran. Gracias por todo. Hasta mañana, entonces.
Hannah lanzó una última mirada al féretro cerrado y sintió que sus ojos se
llenaban de lágrimas otra vez. Ezra estaba muerto. La idea seguía sorprendiéndola.
El dolor todavía era fresco. Crudo. Se preguntó cuánto tiempo pasaría hasta que
aceptara realmente el hecho de que Ezra se había ido y ella estaba sola.
Una suave brisa agitó su falda negra de satén y su toca cuando salió a la acera
de planchas de madera. La noche era cálida. Inspiró profundamente, limpiándose del
aroma a ramos de funeral y al alcanfor y cedro que impregnaba las mejores ropas de
los asistentes al velatorio.
Tras los faroles de cobre que flanqueaban el umbral de la funeraria, Newton
estaba bañada por la luz de la luna. Incluso el polvo de la calle Main brillaba en los
puntos donde se concentraban los haces de luz. Al fondo de la calle, Hannah pudo
ver la fachada protegida por los olmos de su propia casa. Había una lámpara
encendida en el vestíbulo, que hacía que la cristalera de colores sobre la puerta
centelleara como si tuviera incrustaciones de joyas.
Por un momento todo era hermoso, casi mágico. Luego Hannah recordó que
Ezra estaba muerto, y la belleza de la noche parecía burlarse de ella. La envolvió un

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sentimiento de soledad tan intenso que tuvo que apoyarse a la baranda para no
caerse.
—Es un poco tarde para que una dama vuelva sola a casa.
La voz de Delaney, su música grave y áspera, emergió de la oscuridad. Hannah
la habría reconocido en cualquier parte. Por el rabillo del ojo vio cómo la luz de la
luna se reflejaba en la insignia que llevaba prendida de su chaleco negro y en los
cañones de su escopeta.
—Siento lo de Ezra, señora Dancer.
—Gracias, sheriff.
Hannah bajó de la acera al centro de la calle. Sin pedir permiso, Delaney echó a
andar a su lado, tan cerca al principio que sus mangas se rozaron, y el contacto hizo
que los dos se apartaran un poco, Delaney a la derecha y Hannah a la izquierda,
dejando entre los dos un tramo de calle iluminada por la luna.
—Tengo entendido que fue usted el que impidió que me cayera por la escalera
el otro día. Le estoy muy agradecida, sheriff.
—No fue nada —dijo, mirando al frente—. Me alegro de haber podido
ayudarla.
Siguieron caminando en silencio. Bueno, no en completo silencio. Las notas de
la música de los pianos emergían de varios salones a sus espaldas, una risa alegre
resonaba a través de una ventana y había un coro de grillos a las afueras de la
ciudad. Las faldas de satén de Hannah crujían suavemente mientras las espuelas de
Delaney marcaban un ritmo suave y metálico.
Cuando pasaron delante de su oficina, Hannah avistó la silla de la calle donde
normalmente se sentaba aquel hombre, con la escopeta en la mano, vigilando
relajadamente la ciudad. Parecía extraño contemplar con tanto atrevimiento aquella
silla. Normalmente, cuando iba andando a la ciudad, fijaba la vista en el lado
opuesto. Siempre que veía a Delaney se ponía nerviosa.
Habían recorrido la mitad de la senda de piedras hasta su casa cuando Delaney
se paró en seco.
—Esperaré hasta que haya entrado.
Por un momento, Hannah también quería parar, en lugar de continuar, sola,
hacia aquella enorme casa. Otra vez sentía una atracción magnética cuando estaba
cerca de aquel hombre. Había sido intensamente consciente de su presencia desde
que lo conociera el invierno pasado. Al oír el sonido sorprendente de su voz
profunda y ver su rostro serio con aquellos ojos sinceros de color avellana, Hannah
había sentido cómo su corazón se aceleraba.
Luego, después del convite para dar la bienvenida al nuevo sheriff de Newton,
se había celebrado el baile del día de San Valentín, y su corazón había palpitado otra
vez con fuerza al ver a Delaney al otro extremo del salón atestado de invitados.
Antes la confundía, incluso la irritaba, pero en aquellos momentos la avergonzaba
sentir aquella atracción cuando Ezra apenas hacía días que había muerto.

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—Buenas noches, Delaney —lo dijo casi con rigidez mientras hacía un esfuerzo
por recorrer los últimos metros hasta los peldaños del porche. Con la mano en el
pomo, Hannah se sintió tentada de dar media vuelta y mirar por última vez al
hombre alto de chaleco negro, pantalones negros y botas. Pero temía que, si lo hacía,
se convertiría en una estatua de sal. Así que entró y cerró suavemente la puerta a su
espalda.
Delaney no regresó a su habitación del Hotel National. Empujó las puertas del
Salón Rodeo y se sentó en una mesa del fondo. En cuestión de minutos, Ria Flowers
le había llevado un vaso alto de cerveza y había acomodado sus generosos atributos
en la silla de al lado.
—Hace más de una semana que no te veo, Delaney, cariño. No me digas que te
has encaprichado de otra chica —se inclinó hacia delante, con una sonrisa seductora
sobre sus labios rojos y una cantidad considerable de busto asomando sobre su corsé
de color púrpura.
Delaney se sintió extrañamente inmune. Ria era una joven hermosa de apenas
veinticinco años, rubia de ojos azules y bien formada, incluso sin el atractivo artificial
de su apretado corsé. De todas las mujeres que se ganaban la vida en los salones de
Newton, todavía conservaba cierta suavidad, no la actitud hosca de la mayoría de las
prostitutas.
Delaney se había acostumbrado en los últimos años, mientras vagaba de una
ciudad sin ley a otra en Kansas, a disfrutar en cada lugar de la compañía de una sola
mujer. Así que había sido Joy en Abilene, Josette en Wichita, Fanny McKay en
Dodge, y en aquellos momentos, la bonita y joven Ria Flowers en Newton. Era una
especie de monogamia, pensó, a pesar de lo mundana, incluso irreligiosa que era,
pero en definitiva, una necesidad de la que Delaney no podía prescindir.
Además, como no tenía intención de volverse a casar, no estaría bien
encariñarse de una mujer soltera y decente que tuviera… bueno, expectativas. No
siempre era fácil dejar a una prostituta por la que sentía cierto afecto, pero era legal.
Al contrario que Wyatt y Doc, nunca había vivido con ninguna de ellas como marido
y mujer. Para Delaney, sus dos amigos podrían haberse casado con sus amantes, tal
era el dolor que les causaban. Había visto a Mattie llorar más de una vez por Wyatt.
Y si Kate nunca había derramado una lágrima por Doc, le parecía haber visto ríos de
tristeza en sus ojos.
—¿Te has aburrido de mí? —le preguntó Ria, humedeciéndose los labios con su
lengua de color rosa mientras deslizaba los dedos por su brazo.
—Sólo estoy cansado, cielo —Delaney tomó un buen trago de la cerveza
caliente que tenía delante y dejó el vaso sobre la mesa—. No tiene nada que ver
contigo.
Tenía que ver, pensó, con una viuda pelirroja cuyo rostro y figura parecían
acaparar su mente en los últimos días. Lo más inteligente sería llevarse a Ria a la
cama, perderse aunque sólo fuera por una noche en sus brazos y en su carne
complaciente. A fin de cuentas, a eso había ido al Rodeo en lugar de regresar a su
habitación.

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Pero no se sentía especialmente inteligente en aquel momento, y por alguna


razón, estar con Ria Flowers no parecía una manera tan brillante de borrar de su
mente a Hannah Dancer. No le parecía honesto. Aunque nunca había relacionado el
sexo con la honestidad, ni había dado la espalda a una mujer cálida y anhelante.
Vació el vaso y lo dejó sobre la mesa con un golpe seco.
—Creo que me retiro por esta noche —le dijo.
—Bueno, si eso es lo que quieres —el labio inferior de Ría sobresalió. La
preocupación llameó en sus ojos—. Podría ir contigo al hotel, Delaney. A Harry no le
importaría —ladeó la cabeza hacia el barman—. Aquí. Allí. Le da lo mismo con tal de
cobrar su parte.
Delaney se puso en pie, metió la mano en el bolsillo, sacó un dólar de plata y se
lo puso en la mano.
—Harry no necesita llevarse una parte de esto, cielo. Guárdalo. Te veré otro día.
Mañana, tal vez.
—¿Estás seguro?
—Seguro —se inclinó para besarle la frente, luego percibió el aroma a naranja
de sus polvos y estuvo a punto de cambiar de idea. A punto—. Buenas noches, Ria.
Su habitación del segundo piso del Hotel National era similar a las demás
habitaciones de hotel en las que se había alojado durante los últimos diez años como
defensor de la ley. Aquélla tenía papel de pared nuevo, el colchón era decente y
cambiaban las sábanas cada dos semanas.
Apoyó la escopeta contra la pared entre la mesilla de noche y la cama, y se
quitó la ropa sin molestarse en encender la lámpara. La luna proporcionaba luz
suficiente para impedir que se golpeara la espinilla con la mecedora o tropezara con
la gastada alfombra oriental.
Delaney se dejó caer sobre la cama. Era cierto lo que le había dicho a Ria. Estaba
cansado. Dios, y mucho. De sus circunstancias presentes. De Newton. De vivir en
aquel hotel. De un trabajo con el que ganaba lo justo para seguir siendo pobre.
Llevado por la costumbre, flexionó la mano derecha, la mano que en una
ocasión había sido rápida y mortalmente precisa. Pero dejó de serlo un año antes, en
Dodge, cuando un crío estúpido quiso hacerse un nombre matando a un Earp. En
cambio, el chico hirió a Delaney, y Wyatt y Virgil le dieron una paliza. En poco
tiempo lo juzgaron y lo enviaron a la cárcel. De no ser por la mala puntería del chico,
Delaney seguramente estaría en aquellos momentos en Arizona.
Había ido a Newton el invierno pasado menos por elección y más por
prudencia. Con la mano del revólver inservible, sabía que no estaba a la altura de los
Earp. Estaba muy bien decir que todavía era letal con una escopeta, pero cualquiera
podía serlo. Con suficiente posta en el cañón, hasta una abuela ciega era una
amenaza para todo ser vivo. Diablos, hasta había dejado de llevar el cinto con la
pistola porque se sentía un estúpido sabiendo que eran mero adorno. De modo que
guardó bajo llave el cuero y el acero, en el cajón inferior del escritorio de su
habitación, y se pasó las dos semanas siguientes sintiéndose como un caballo

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castrado. Como si sólo fuera medio hombre. No porque pensara que llevar una
pistola lo convertía en un hombre, sino porque no llevarla había herido gravemente
su amor propio.
Dobló la almohada bajo su cabeza, suspirando al darse cuenta de que, por muy
cansado que estuviera, el sueño no estaba al alcance de su mano aquella noche.
Hasta entonces, se había adaptado bastante bien. La escopeta no le resultaba tan
vergonzosa como antes. Había recibido el consuelo ocasional de Ria, y hasta había
conseguido ahorrar un poco de dinero. No lo bastante como para participar en las
inversiones de los Earp en Tombstone, pero sí para mantener vivo ese sueño.
La situación no era perfecta. Diablos, distaba de serlo. Pero la vida de Delaney
había alcanzado cierto equilibrio en los últimos meses. De nuevo se sentía fuera de su
centro, desviado, aunque no del todo descarrilado.
Hannah. No debía haberla acompañado a su casa aquella noche. Debía haber
permanecido fuera de su vista, oculto en las sombras, observando cómo llegaba hasta
su puerta sana y salva. Pero algo lo atraía hacia ella como un imán, como una polilla
hacia una llama ondulante. Fuera lo que fuera, a Delaney no le importaba lo más
mínimo.
Era hora de pensar en irse de la ciudad. ¿Qué más daba si no podía
desenfundar una pistola? Doc Holliday se valía bastante bien con su escopeta de
cañón cortado y nadie pensaba menos de él. ¿Y qué si Delaney no podía comprar su
parte de una mina de plata o de un salón? Podría seguir ahorrando dinero en
Tombstone lo mismo que allí. Tal vez más, incluso.
Era junio. Le quedaban seis meses para concluir su contrato. Se dejó envolver
por la manta del sueño mientras contaba los dólares y centavos que pensaba ahorrar
antes de que su contrato tocara a su fin.

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Capítulo Tres
No era propio de Hannah quedarse en la cama, pero eso fue exactamente lo que
hizo durante los tres días siguientes. Justo después del entierro de Ezra, se había
unido a su pequeño trío de huéspedes para cenar en el comedor, pero no pudo
terminar la sopa sin tener que llevarse su pañuelo de hilo a los ojos.
Primero, el lugar de Ezra en la cabecera de la mesa, la silla y la parte del mantel
vacías, atrajeron su mirada una y otra vez. Luego las continuas expresiones de
condolencia de la señorita Green hacían imposible tratar otro tema de conversación.
Las miradas lastimeras de Henry Allen no fueron de ninguna ayuda, y tampoco los
gestos comprensivos de Abel Fairfax o sus sonrisas alentadoras.
Hannah se excusó de la mesa, corrió escaleras arriba y no había vuelto a bajar
desde entonces. La única persona a la que permitía entrar en su habitación era a
Nancy, la joven criada que ayudaba con las tareas de la casa. De complexión fuerte y
manos toscas, Nancy nunca decía más de una palabra o dos y mantenía la vista baja
mientras entraba y salía con el té y la tostada o el budín de arroz. Su silencio le
convenía.
Hannah necesitaba ese silencio y soledad para afrontar la muerte de Ezra, para
hallar su equilibrio y aprender a estar sola después de compartir su vida con él
durante catorce años. ¿Realmente había pasado tanto tiempo?, se preguntó. A
menudo le parecía que era ayer cuando el hombre corpulento de amplio tórax y
levita gris se había presentado hecho una furia en su casucha de Memphis. Por
entonces llevaba barba y bigote con alguna que otra cana, pero al verlo Hannah creyó
que se trataba de humo gris emergiendo de su boca y nariz.
—Vístete —le ordenó—. Voy a sacarte de este horrible lugar.
Hannah se quedó sentada en su colchón gastado, contemplando boquiabierta al
enorme extraño.
—Ven conmigo. No tienes que tener miedo. Vístete y vámonos.
Cuando le dijo que no tenía vestido, sino sólo la ropa interior que llevaba
puesta, Ezra levantó los puños hacia el techo y rugió como un animal herido. Luego
se quitó su levita gris y la envolvió con ella con cuidado.
Qué calor transmitía aquella levita. Qué a salvo se había sentido, cubierta desde
la barbilla hasta más abajo de las rodillas. Y la prenda olía a Ezra. Incluso después de
tantos años, Hannah todavía podía recordar la agradable sorpresa de la mezcla
exclusiva de fragancias. Un minuto antes llevaba harapos de algodón y de repente
estaba acurrucada en metros de lana exquisitamente cortada, impregnada de los
aromas a humo de pipa de cerezo, a whisky de centeno y a jabón de afeitar de avena.
Llevaba con Ezra desde aquella noche en Memphis. Hannah no había sido la
única en aquella casa. Al menos media docena de jóvenes de su edad o más jóvenes,
todas tan pobres como bonitas, la mayoría huérfanas por la guerra, comerciaban con
sus cuerpos a cambio de un techo sobre sus cabezas y un bocado de comida caliente
en el estómago. Hannah nunca supo por qué Ezra la había rescatado a ella en

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particular. Por alguna razón, nunca había tenido el valor para preguntárselo, tal vez
porque tenía miedo de que todo fuera un sueño y de que, si lo analizaba de cerca, tal
vez desapareciera.
Catorce años más tarde, era Ezra el que había desaparecido y Hannah se sentía
más sola que nunca en su vida. A veces quería echarse la colcha por encima de la
cabeza y no volver a levantarse, pero su parte fuerte y sensata sabía que era una
solución de cobardes. Tenía que llevar una casa y ocuparse de sus huéspedes. Ezra
no la había llevado a Newton y construido aquella grandiosa mansión sólo para que
las dos, Hannah y la casa, se vinieran abajo después de su muerte.
Al día siguiente, se prometió, se levantaría temprano. Después del baño se
pondría otra vez su traje de luto y empezaría a vivir el resto de su vida.
Al día siguiente.
Lo prometió.
Pero aunque sólo fuera por aquella noche, Hannah se echó la colcha por encima
de la cabeza y lloró sobre su almohada.
A la mañana siguiente, cuando Hannah llevó la cafetera al comedor, no se
sorprendió al ver a Abel Fairfax sentado solo a la mesa.
—Quería haberme levantado antes —dijo mientras rellenaba la taza del
hombre—. Lo siento, Abel.
—A nadie le importó, Hannah. Henry se ha ido al banco y Florence está en el
almacén de Galt, seguramente sacando de sus casillas al pobre Ted mientras vacila
una y otra vez sobre qué papel y tinta quiere comprar —tomó un sorbo del café
caliente y la miró por encima del borde de la taza—. Tienes mejor aspecto, Hannah.
Había ocupado su lugar acostumbrado a un extremo de la mesa y se había
servido una taza bien llena.
—¿Eso crees, Abel? Me siento como si hubiese envejecido cinco años en los
últimos cinco días.
—Es ese traje de luto. Debes volver a vestirte como siempre. Ponte algo de
color, querida. Ezra sería el primero en decírtelo. Estoy seguro.
Hannah sonrió.
—Lo haría, ¿verdad? A Ezra nunca le gustó verme de negro. Le encantaban los
verdes y azules.
Mientras Hannah se tomaba el café, Abel terminó su plato de avena cocida.
Luego se llevó la servilleta a su grueso bigote gris, la dobló con cuidado y la metió en
su servilletero de plata grabado con una D decorativa de Dancer.
Se recostó en su asiento y apoyó las palmas sobre la mesa.
—Hannah —dijo—. Ezra dejó un testamento. Hannah parpadeó, sorprendida
tanto por el tono serio y oficial de su voz como por su declaración.
—Quería que te recobraras un poco antes de mencionártelo —añadió.

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—Gracias, Abel —Hannah no estaba tan segura de estar recobrada, pero al


menos era alentador que Abel lo creyera así.
Siempre lo había admirado. Viudo y sin hijos, había aparecido en Newton casi
al mismo tiempo que Ezra y Hannah, confiando en publicar un periódico en aquella
ciudad ganadera joven y prometedora. Por desgracia, lo único joven y prometedor
había sido el ganado, así que en lugar de publicar su propio periódico, Abel Fairfax
dedicaba el tiempo a escribir cartas a los editores de otras publicaciones y a
componer artículos prolijos para las revistas del este.
—Estudié derecho en Ohio —dijo Abel—. No sé si lo sabías.
—Lo has mencionado, estoy segura —Hannah se percató de que Abel tenía la
frente más fruncida que nunca y sus labios sobresalían pensativamente, con
preocupación, por debajo de su bigote desgreñado—. ¿Ocurre algo, Abel? ¿Algo
relacionado con el testamento de Ezra?
No contestó directamente, pero dijo:
—Ezra me nombró su albacea. Me gustaría leerte el testamento en mi despacho,
Hannah. Lo antes posible. Pero aquí no. ¿Te sientes con ánimo para caminar a la
ciudad a eso de las tres de esta tarde?
Entonces fue Hannah quien frunció el ceño. ¿Que si se sentía con ánimo?
Sinceramente, no lo sabía. Pero luego pensó que cuanto antes se ocupara de los
asuntos legales relacionados con la casa, que, después de todo, estaba a nombre de
Ezra, antes podría seguir adelante con su vida. Tan poco sería tan diferente de su
pasado, pensó. Tendría la casa, a los huéspedes. Sólo la ausencia de Ezra supondría
una diferencia.
—A las tres me parece bien, Abel.
—Bien —se levantó y se dirigió a la puerta principal—. Hasta luego entonces —
a medio camino hacia la puerta, hizo una pausa—. Y no te preocupes, Hannah. No te
preocupes ni por un minuto.
La puerta de malla metálica se cerró a su espalda.
¿Preocuparse?, pensó Hannah. ¿Preocuparse? Vaya, no se le había pasado por
la cabeza.
A las tres de la tarde el sol potente de junio llevaba ocho horas seguidas
asolando Newton y la temperatura era de treinta y tres grados a la sombra. Como no
había llovido en varias semanas, la calle sin pavimentar estaba más polvorienta de lo
normal.
Había tanto polvo que Hannah se sintió como una escoba negra de camino, en
traje de luto, hacia la ciudad. Se preguntó cuánto tiempo tardarían en prolongar las
aceras de madera más allá de la tienda de ultramarinos, haciendo que sus paseos
fueran más agradables y limpios.
Cuando se levantó la falda para subir a la acera, varios caballeros inclinaron sus
sombreros y murmuraron sus condolencias. Hulda Staub, la esposa del alcalde,
estaba saliendo de la tienda de ultramarinos justo cuando Hannah pasaba por

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delante, y la monumental matrona dejó inmediatamente en el suelo sus paquetes


para abrazar a Hannah con sorprendente fuerza.
—Mi querida señora Dancer. Cómo admiro su coraje ante esta pérdida. Qué
valiente es saliendo a pasear tan pronto. El Señor sabe que si mi Herman falleciera,
apenas sería capaz de salir de los confines de mi cama, y mucho menos de mi casa.
Atrapada en el abrazo carnoso de Huida Staub, Hannah no supo discernir si
estaba siendo alabada o censurada. Sin embargo, no tuvo tiempo para decidirlo,
porque la gruesa mujer continuó hablando.
—Bueno, ahora debe entrar en nuestro círculo de costura, querida, los miércoles
alternos por la tarde. Insisto. Nosotras las mujeres queremos encargarnos de que no
se sienta sola.
Hannah llevaba viviendo en Newton nueve años sin que la invitaran a aquel
pequeño grupo exclusivo. Siempre había supuesto que las damas no la miraban con
aprobación porque era mucho más joven que Ezra y porque, en aquellos primeros
años, era evidente que carecía del porte social que más tarde había adquirido. Sin
embargo, en el fondo de su alma, Hannah tenía la sospecha de que las damas de
Newton veían más allá de su apariencia y la reconocían como la joven trabajadora
que antes había sido.
No sabía cómo responder a la invitación de Hulda Staub y, para acrecentar su
dilema, Hannah detestaba la costura y no podía imaginar una forma peor de pasar el
tiempo que reunirse con un grupo de matronas para enhebrar agujas y poner los ojos
en blanco y chasquear la lengua de forma despreciativa.
—Gracias, señora Staub —le dijo—. Es muy amable de su parte. Tal vez cuando
me sienta más fuerte…
—El tiempo, querida —dijo la mujer, que parecía preferir su propia voz y
opiniones a las de Hannah—. El tiempo lo cura todo. ¿Te esperamos el próximo
miércoles?
—Bueno, yo…
—¡Espléndido! —Huida Staub recogió sus paquetes—. Ah, casi se me olvidaba.
El señor Galt acaba de recibir una preciosa pieza de moaré negro. Debe echarle un
vistazo.
—Bueno, yo…
—Que pase un buen día, querida.
Antes de que Hannah pudiera contestar, la esposa del alcalde ya se alejaba a
paso raudo. Dispuesta, sospechó Hannah, a abordar a otro ciudadano desprevenido.
Luego se reprendió por albergar aquella idea tan poco piadosa. Sin duda la señora
Staub tenía buenas intenciones.
Pero, con la esperanza de eludir a algún otro ciudadano solícito y
bienintencionado, Hannah miró a ambos lados de la calle Main. Las pocas personas
que estaban a la vista parecían absortas en sus tareas mientras se esforzaban por no

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sobrepasar la parte en sombra de la acera. Luego, como si no lo hubiera planeado, su


mirada se posó en la silla vacía de la oficina del sheriff, y su corazón se agitó al verla.
—Oh, Hannah —murmuró entre dientes. No estaba bien aquel nerviosismo que
la asaltaba. No había estado bien cuando Ezra estaba vivo y era peor en aquellos
momentos, cuando apenas hacía días que lo había enterrado. Era detestable, tal vez
incluso pecaminoso.
Arrancó la mirada de aquella silla tentadora justo a tiempo de ver a Henry
Allen bajar de la acera delante del banco.
—Señora Dancer —dijo casi sin aliento después de cruzar a paso rápido la calle,
levantando polvo a su paso—. No debería estar fuera con este calor infernal. Sin
duda se derretirá.
—Lo dudo mucho, Henry. A no ser, claro, que creas que estoy hecha de hielo.
Sus mejillas perfectamente afeitadas se sonrojaron.
—Oh, no. Eso sería un insulto para una mujer tan dulce como usted —le ofreció
el brazo—. ¿Me permite acompañarla al establecimiento de la señora Tyndall, a
tomar una limonada?
En lugar de sentirse halagada por su oferta, Hannah estaba irritada. Joven
estúpido. ¿Por qué no dirigía sus dardos de Cupido a alguien que los apreciara de
verdad? A Florence Green, por ejemplo. Pero Henry parecía considerar a la maestra
solterona, si a caso llegaba a considerarla, como un mero aplique de la casa, un
mueble, un reloj de pared con la forma de una mujer o una mesa cubierta con una
tela femenina.
—Gracias, Henry, eres muy amable, pero tengo una cita a las tres —de repente,
Hannah se dio cuenta de que entre las atenciones agresivas de la señora Staub y las
devociones fervientes de Henry, seguramente llegaba tarde a su cita con Abel. Muy
tarde—. Dios mío, ¿qué hora es, Henry?
Se sacó el reloj del bolsillo de su chaleco.
—Las tres y diez.
—Cielos —recogiéndose su falda negra, Hannah echó a andar en dirección al
despacho de Abel—. Si me disculpas, Henry. Llego tarde, muy tarde.
—¿Puedo acompañarla a su destino? —preguntó en voz alta.
Casi corriendo, Hannah movió la mano en un gesto de negativa que esperaba
resultase firme pero educado.
Llegar tarde a la lectura del testamento de Ezra no era un comienzo muy
auspicioso para su nueva vida de independencia y responsabilidad. Pero al mismo
tiempo, le parecía una mera formalidad. ¿Qué diferencia habría? No había nadie más
en la vida de Ezra salvo ella. Sus padres habían muerto hacía tiempo y como había
sido hijo único no tenía hermanos ni hermanas que recordar en su testamento.
Tampoco primos lejanos o tíos y tías, y mucho menos sobrinos. Por lo que Hannah
sabía, durante los últimos catorce años, ella había sido la única persona en su vida.

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El despacho de Abel estaba situado en el segundo piso encima de la


guarnicionería de Hub Watson. Hannah arrastró sus pesadas faldas negras por las
escaleras del exterior, temiendo todo el tiempo ver las arrugas en la frente de Abel y
una mueca de desaprobación en su bigote. Permaneció un momento de pie en el
rellano para recobrar el aliento y prepararse para una posible reprimenda por su
tardanza, luego llamó a la puerta, justo debajo de una placa de cobre que
proclamaba: A. Fairfax, abogado, periodista, escribiente.
—Entra, Hannah —la voz de Abel traspasó la puerta cerrada, y se sintió
aliviada al notar que no parecía especialmente turbado ni mínimamente impaciente.
Abrió la puerta y entró en lo que sólo podía describirse como un laberinto en
penumbra de libros y periódicos. Las cuatro paredes estaban cubiertas de estanterías.
Había otras delante de las ventanas, bloqueando la luz del día. Docenas de
estanterías. Estanterías abarrotadas, y torres de libros sobre el suelo. La auténtica
pesadilla de un bibliotecario. La poca luz que conseguía filtrarse por las ventanas
estaba salpicada de motas de polvo.
La falda de Hannah tropezó con una torre literaria y la hizo balancear
peligrosamente. Sentía recelo de dar un paso más por miedo a provocar un efecto
dominó que crearía el caos en el despacho de Abel, así que permaneció inmóvil a la
entrada, respirando el aire con olor a cerrado mientras sus ojos se adaptaban a la
penumbra.
Y fue entonces cuando se percató, de repente, de que, además de todos los
libros, había una escopeta apoyada sobre una estantería y que, al fondo del despacho,
alguien… ¡Delaney! estaba recostado sobre el marco de una ventana.
Abel se puso en pie detrás de su escritorio atestado de papeles.
—No pasa nada, Hannah. Es un despacho, no una tienda de porcelana. No va a
romperse nada. Acércate —rió suavemente mientras quitaba un periódico de una
silla y le indicaba que se sentara.
Hannah vaciló. Tenía el corazón en la garganta, así que le costaba trabajo
hablar.
—¿Quieres… prefieres que espere fuera hasta que hayas terminado con el
sheriff?
—No, no será necesario. Siéntate. Vamos, siéntate aquí mismo —Abel volvió la
cabeza—. Delaney, ¿por qué no te sientas en la otra silla? Quita esos panfletos y
déjalos en el suelo.
Las espuelas del sheriff produjeron una suave música al atravesar la estancia.
Luego, cuando ocupó la silla contigua a la suya, Hannah podría haber jurado que la
temperatura en el despacho de Abel había subido varios grados. Por el rabillo del ojo
era intensamente consciente de las piernas largas de Delaney, incluso de las venas
marcadas en el dorso de sus manos y las fibras de músculos bajo las mangas
enrolladas. Antes de poder reprimirse, tomó un panfleto de la mesa de Abel y
empezó a abanicarse.

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—Seré lo más rápido que pueda, Hannah. Sé que te sientes incómoda aquí —
dijo Abel.
Incómoda, sí, pero no era sólo por el calor, pensó Hannah. ¿Por qué nunca
podía respirar normalmente en presencia de Delaney? Sentía una opresión en el
pecho, como si su corsé tuviera dos tallas menos.
—Gracias, Abel —miró a su izquierda, tratando de esbozar una pequeña
sonrisa—. Supongo que el sheriff está aquí como testigo.
—Bueno, no. No exactamente, Hannah. El alcalde Staub y yo fuimos testigos
del testamento hace un mes. Tampoco es que Herman conozca su contenido.
Simplemente firmó y certificó que Ezra estaba en plenas facultades físicas y mentales
—la mirada de Abel se movía alternativamente entre Hannah y Delaney—. Y lo
estaba, creo que en eso estaréis de acuerdo, a pesar de su sufrimiento.
—Por supuesto —dijo con un ápice excesivo de rigidez—. Ezra era el hombre
más cuerdo que he conocido nunca.
Delaney se limitó a encogerse de hombros.
—Está bien, entonces —Abel tomó un único folio doblado—. Leeré las palabras
de Ezra. Es bastante sencillo. Nada de habiendos ni por consiguientes ni galimatías
legales de ninguna clase. Sólo sus últimos deseos.
«Léelo», quería gritar Hannah. «Acaba de una vez para que pueda volver a
casa. A casa, donde hace más fresco y podré respirar con normalidad».
Después de desdoblar la hoja, Abel la contempló por un momento y empezó a
leer.
—Éstos son mis bienes materiales: una casa situada en la esquina de las calles
Main y Madison en Newton, Kansas, y todo su contenido. No hay ninguna cuenta
bancada secreta ni participaciones del ferrocarril escondidas en cajones o libros. Hay
mil dólares en oro, Hannah, y ya sabes dónde están. Ahora son tuyos.
Abel miró a Hannah por encima del testamento. Levantó las cejas como para
preguntarle si comprendía. Hannah asintió. Sabía dónde estaba el oro. A lo largo de
los años, Ezra tenía la costumbre de meter monedas en el par de jarrones de
porcelana francesa que estaban sobre la repisa de la chimenea del salón principal.
Como era ella la que quitaba el polvo allí y movía los jarrones, no le sorprendió que
el total ascendiera a mil dólares. Abel carraspeó y continuó.
—En cuanto a los muebles y demás contenido de la casa, también son tuyos,
Hannah.
Ella volvió a asentir, sin sorprenderse, ya que había escogido casi todas las
piezas del mobiliario y todas las alfombras, platos, cuadros y fundas de cojín.
«Llena tu casa, cariño», le había dicho Ezra. Y eso había hecho.
A su izquierda, notó cómo Delaney se removía con inquietud en su silla.
Parecía tan ansioso por irse como ella.

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—En cuanto a la casa —leyó Abel—, lo he estado pensando mucho. Delaney,


me salvaste la vida en enero cuando me caí delante del banco y el carro de los chicos
McCarthy estuvo a punto de atropellarme. Tal vez ni siquiera te acuerdes de lo que
te digo.
Abel miró al sheriff.
—¿Te acuerdas? —preguntó.
—Más o menos.
Hannah tenía un vago recuerdo de un moretón en el brazo de Ezra en algún
momento del invierno pasado. Podría haber sido en enero.
—No es nada —le había dicho Ezra—. Me resbalé sobre el maldito hielo —pero
no había hablado de ningún peligro o aparente rescate.
Abel siguió leyendo.
—Dijiste que no era nada en aquel momento, apartándome del peligro de esa
manera. Pero para mí significó mucho. Me estaba muriendo de todas formas, pero
impediste que lo hiciera paralítico o amputado. Te estoy agradecido, Delaney. Por
eso te dejo mi casa.
Hannah dejó de abanicarse.
—¿La casa? ¿Qué era eso de la casa, Abel? —sin duda no lo había oído bien. Sin
duda Ezra no había querido decir…
—Eso es lo que Ezra quería, Hannah. Los muebles y todo lo demás son tuyos,
pero la casa pasa a ser propiedad de Delaney.
—Vaya, es… es… —no podía pensar en una palabra para describir su absoluta
perplejidad—. Es absurdo. No tiene sentido.
—Tal vez no —dijo Abel—. Pero así lo quería Ezra.
La temperatura del despacho pareció elevarse diez veces más, haciendo que
Hannah se sintiera indispuesta y mareada. Había un error. Eso era una terrible
confusión. Estaba segura de ello. Volvería a casa y esperaría el regreso de Abel.
Entonces se lo explicaría y se reirían por aquel malentendido y todo se arreglaría.
Se puso en pie tan rápidamente que tuvo que aferrarse al borde de la mesa para
no desmayarse.
—¿Te encuentras bien, Hannah?
El rostro de Abel pareció difuminarse y, cuando Hannah le contestó, su propia
voz parecía pertenecer a otra persona.
—Sí, estoy bien. Me marcho, Abel. Me voy a casa.
Poco después, Abel Fairfax se quedó a solas en su despacho repleto de libros y
papeles. Cuando terminó de leer el testamento, las cosas salieron casi como había
imaginado.
Hannah se había levantado de la silla, rígida como una sombrilla negra,
perpleja como un conejo a la luz de una antorcha, y luego había recobrado el

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equilibrio aferrándose al borde de la mesa antes de salir por la puerta. No tuvo tanto
cuidado con sus libros en aquella ocasión, desparramando varios montones a su
paso.
En cuanto a Delaney, había seguido sentado durante un minuto, con expresión
vacía, como un hombre cuyo cuerpo se hubiera convertido en piedra. Luego, cuando
finalmente habló, su voz parecía más un gruñido que un sonido humano.
—¿Qué diablos es esto, Fairfax?
Abel se había limitado a encogerse de hombros y a parpadear a modo de
respuesta. Luego, como Hannah antes había hecho momentos antes, Delaney lanzó
otra docena de libros al aire al salir hecho una furia y dar un portazo. Solo en
aquellos momentos, Abel se quedó mirando las motas de polvo que hombre y mujer
habían levantado al salir. En los pocos haces de luz que conseguían penetrar por su
ventana, aquellas partículas estaban bailando de pura alegría.
Abel movió la cabeza y suspiró.
—Espero que sepas lo que haces, Ezra, maldito estúpido.

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Capítulo Cuatro
¿Qué diablos?
Horas después de oír el testamento de Ezra Dancer, Delaney seguía sin verle el
sentido. En otras palabras, no lo entendía.
Cómo no, recordaba el día en que Ezra había resbalado sobre el hielo y no pudo
incorporarse a tiempo para apartarse del carromato. Dio la casualidad de que
Delaney estaba allí e hizo lo que haría cualquier hombre, tirar de él para alejarlo del
peligro.
Entonces Delaney se ganó un apretón de manos y unas gracias sinceras, y Ezra
lo había mencionado en una o dos ocasiones después. El hombre estaba agradecido.
Bien. Pero la gratitud era una cosa, y un legado otra muy distinta. Y la casa era…
¡Dios!
Inclinó la silla hacia atrás, manteniendo el equilibrio sobre las patas traseras, y
se caló el sombrero para protegerse de los rayos brillantes del atardecer. La ciudad
parecía tranquila. Casi todo el mundo estaba cenando en su casa. Los que iban a los
salones a tomar su cena, no habían tenido tiempo o alcohol suficiente para causar
problemas.
Si miraba en dirección oeste y entornaba los ojos para protegerse del sol, podía
distinguir una esquina de la galería de la casa Dancer, protegida por la sombra de los
olmos.
Era una broma, se dijo otra vez. Un hombre no legaba una mansión así a un
extraño, aunque le hubiera salvado la vida o hubiera impedido que se rompiera
algún hueso. Era absurdo. Una locura, sobre todo cuando el hombre tenía una
esposa.
No. Delaney se dijo que lo había entendido todo al revés. Tal vez el despacho
de Abel estaba tan oscuro, y tenía tanto polvo que el viejo se había hecho un lío al
leer. Debería haberse quedado para echar un vistazo al papel, pero su mente se había
congestionado por la conmoción. La de la viuda, también, suponía. Casi se habían
pegado para salir por la puerta.
Seguramente, en aquellos momentos, Hannah estaría cenando con Abel Fairfax
y los dos se estarían riendo por el malentendido. Delaney sintió que sus propios
labios esbozaban una sonrisa.
Diablos, en sus treinta y cinco años, nunca había tenido poco más que un
caballo y una pistola y la ropa que llevaba a la espalda. Y era una apuesta probable
que nunca lo haría.
¡Una casa! ¡Y esa casa! Debía de estar valorada al menos en diez mil dólares. Tal
vez más. Con ese dinero, Delaney podría hacer algo más que participar en las
inversiones de los Earp. Podría comprárselas.

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Durante la cena de aquella noche, Hannah hizo lo posible para fingir que todo
iba bien. Pero después de que Henry se excusara para dar su paseo nocturno y la
señorita Green subiera a su habitación para leer un nuevo volumen de poesía,
Hannah no pudo seguir fingiendo ni un momento más. Se sentía como una olla,
hirviendo y bullendo por dentro.
—Abel, estoy aquí sentada esperando a que me digas que todo ha sido un
terrible error —dijo—. El testamento de Ezra, me refiero.
Abel movió la cabeza.
—No es un error, Hannah, aunque soy el primero en reconocer que es, bueno,
inusual.
—¡Inusual! —gritó Hannah—. ¡Inusual! Caramba, es completamente absurdo,
Abel. Más que eso. Es ridículo. Y no puede ser legal.
—Sí, claro que es legal. Un hombre puede dejar su propiedad a quien desee —
se inclinó ligeramente hacia delante—. ¿No recuerdas aquel artículo sobre ese perro
en New Haven cuyo dueño le dejó una fortuna en bonos del ferrocarril?
Hannah puso los ojos en blanco.
—Bueno, al menos conocía y quería al animal en cuestión. Ezra apenas ha
dirigido dos palabras a Delaney, que yo sepa.
—El sheriff se ganó su gratitud salvándole la vida, supongo —el hombre metió
su servilleta debajo del plato y luego echó la silla hacia atrás—. No puedo
explicártelo, Hannah. Sólo sé lo que Ezra ha escrito en su testamento.
Conocía a Abel Fairfax lo bastante como para saber cuándo no debía
presionarlo. En aquellos momentos tenía los labios más tensos que el alambre de una
valla, así que Hannah guardó silencio. Pero no había terminado. Hallaría una
explicación. De algún modo.
A la semana siguiente, Hannah no salió de la casa. Ni una sola vez. Envió a
Nancy a comprar en lugar de ir ella personalmente y le pidió a Florence Green que
devolviera su libro a la biblioteca y le escogiera uno nuevo. El tema, no importaba.
De todas formas, Hannah no podía concentrarse en la lectura.
Su incredulidad ante el testamento de Ezra se convirtió primero en desolación,
y Hannah se sorprendió vagando, de habitación en habitación, por la casa que había
compartido con Ezra durante casi una década. Era tan fácil imaginarlo en su sillón
favorito en el saloncito de atrás, o entrando por la puerta principal y arrojando su
sombrero a una de las perchas de porcelana del perchero del vestíbulo, o subiendo
las escaleras con su mano grande sobre la barandilla encerada de nogal.
Lo echaba de menos. Cielos, cómo lo echaba de menos.
Pero luego su desolación empezó a transformarse en furia profunda y
penetrante. Y también sentía, reconoció Hannah, una buena dosis de compasión por
sí misma. ¿Y cómo no? ¿Por qué le había hecho Ezra una cosa así? ¿Cómo podía
haber legado aquella casa, el único hogar que Hannah había conocido, a otra
persona? ¡A Delaney!

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¿Y dónde estaba Delaney, de todas formas? No lo había visto desde la tarde en


que Abel había leído el dichoso testamento. Al principio, durante un tiempo, había
albergado la leve esperanza de que el sheriff llamara a su puerta, sonriendo, con el
sombrero en la mano, para decirle que era obvio, claro como el día, que Ezra no
había estado en sus cabales y que no debía preocuparse por un segundo por que él
fuera a quedarse con una casa que legítimamente era de Hannah.
Pero no había sucedido. Había transcurrido una semana y no había tenido
noticias del sheriff. No había dicho ni pío. Y no creía que fuera una buena señal.
Seguramente estaba esperando a que ella hiciera o dijera algo, que hiciera el primer
gesto generoso para no parecer una bestia tan ávida y codiciosa. Sin duda ése era su
plan. Dejar que Hannah Dancer diera el primer paso. Que se mudara de allí.
¡Ja!
Que esperara. Antes, helaría en el infierno.
Decir que Delaney pasó aquella semana sin pensar en la casa Dancer no habría
sido del todo exacto. Trataba de no pensar en ella. Cada vez que la idea emergía en
su mente, hacía lo posible por ignorarla. El problema era que emergía tan a menudo
que apenas podía ignorar que realmente estaba pensando en ella.
Después de considerar todos los aspectos de aquel absurdo legado, empezó a
pensar en el golpe de buena fortuna que suponía. Suerte pura y dura. Pero esas cosas
ocurrían, Delaney lo sabía. ¿Por qué no a él?
Apenas hacía unos años en Abilene, un vaquero había estado a punto de morir
en una pelea de salón, y una prostituta llamada Ruby Tree lo cuidó hasta devolverle
la salud y la felicidad. Resultó que se trataba de un rico duque inglés, o conde, o algo
así y, por sus cuidados de enfermera, Ruby Tree era en aquellos momentos una
duquesa en Trent.
Aquellas cosas pasaban. Delaney había salvado la vida de Ezra Dancer. Era un
hecho. ¿Por qué no iba a heredar su casa?
Así que, después de no pensar en ello en toda la semana, Delaney se sorprendió
llamando a la puerta de Abel Fairfax a última hora de una tarde, decidido a resolver
su herencia de una forma u otra.
—Supuse que volvería a verte —dijo Abel, señalándole una silla cubierta de
papeles—. Siéntate, Delaney. ¿Qué te trae por aquí?
El sheriff se sentó y colocó la escopeta sobre las rodillas. Carraspeó.
—No creo que tengas que ser un maldito abogado ni un genio para saber qué
me trae por aquí, Abel.
—No, supongo que no.
—¿En qué diablos estaba pensando Dancer?
Abel se encogió de hombros.
—¿Quién sabe? No es que no se haya preocupado por Hannah. El contenido de
esa casa es de gran valor.

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—Sí, pero…
—Además, está el dinero líquido —añadió Abel.
—Lo sé, pero…
—¿Qué, entonces? ¿Te sientes como si estuvieras robando del fondo para
viudas y huérfanos algo así?
—Tal vez —Delaney se removió en su asiento—. Sí, supongo que sí.
—Entonces, recházalo.
—No creas que no lo he pensado.
—¿Y?
—Todavía lo estoy pensando —dijo Delaney—. Esperaba que pudieras darme
algún consejo.
—Habla con Hannah. El sheriff parpadeó.
—¿Qué quieres decir?
—Si te está remordiendo la conciencia, entonces habla con Hannah y mira si
podéis resolver este asunto de alguna manera entre los dos.
La sugerencia, lógica como era, tomó a Delaney por sorpresa. Había pasado
tantos meses esquivando a la esposa de Dancer que pensar en ir a verla,
intencionadamente, para charlar con ella, le parecía extravagante. ¿Y qué iba a decirle
que no lo hiciera parecer más estúpido de lo que ya se sentía?
«Lo siento por su casa, señora. Pero una herencia es una herencia, ¿sabe? Legal
y todo eso. Además, un hombre tendría que ser un perfecto estúpido, un idiota
redomado, en realidad, para rechazar un golpe de suerte así».
—Habla con ella —volvió a decir Abel.
—Está bien —Delaney se puso en pie—. Eso haré. Gracias, Abel.
Alguien estaba llamando a la puerta principal con tanta fuerza y persistencia
que Hannah estaba convencida de que la madera se estaba haciendo astillas bajo
aquel puño tan grande.
¿Dónde diantres andaba Nancy?, se preguntó. Esa chica nunca estaba donde se
la necesitaba. Después de otra serie de golpes de gran estruendo, dejó la taza de té y
se dirigió hacia la puerta. Murmuró una maldición al abrirla de par en par.
—Ah.
Delaney era tan alto que se sorprendió mirando el nudo de su corbata de lazo
de seda negra. Sus ojos se posaron en su rostro.
—Sheriff Delaney.
—Señora Dancer —se echó hacia atrás el sombrero y luego se lo quitó por
completo—. Tenemos que hablar.

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Hannah no estaba segura de poder hacerlo. El corazón le cerraba la garganta


como siempre que estaba a pocos pasos de aquel hombre. Notó cómo su rostro ardía
en llamas.
—Pase.
Hannah dio un paso atrás y luego retrocedió un poco más mientras Delaney
traspasaba el umbral. Permaneció de pie un momento, en silencio, abarcando el
vestíbulo con la mirada y luego, con un movimiento fluido de su brazo, lanzó su
sombrero negro a una de las perchas de porcelana del perchero.
Hannah ahogó una pequeña exclamación. El gesto le recordaba tanto a Ezra.
Era tan… tan posesivo. ¡No! Posesivo no, se corrigió. Era pretencioso. Rudo y
arrogante. Aquella no era su casa.
Todavía no.
¡Nunca lo sería!
—Estaba tomando el té en el saloncito de atrás, sheriff —Hannah giró sobre sus
talones, alejándose a paso brusco de su lado. Si quería conversar, tendría que
seguirla. Si no, podía irse.
Con sus faldas rígidas crujiendo por el pasillo, no oyó sus pasos a la espalda,
pero cuando se sentó y levantó su taza imperiosamente, Delaney estaba allí. Cerca.
—Siéntese, sheriff —Hannah le señaló una silla majestuosamente. A fin de
cuentas, era la duquesa de sus dominios y pretendía seguir siéndolo—. ¿Le apetece
un té?
Delaney se sentó, pero no dijo nada. Como antes en el vestíbulo, su mirada
abarcó toda la habitación y luego se posó con franqueza, tal vez incluso con
atrevimiento, en Hannah.
Su corazón se aceleró. Aquellos ojos, los ojos de Delaney, eran del tono avellana
más impactante que había visto nunca. Una mezcla sorprendente de dorado y
castaño y verde. Como el sol salpicando los olmos en octubre. Como el otoño mismo.
La esencia de la estación. Hermosos, muy hermosos.
Tuvo que aclararse la garganta antes de poder hablar.
—¿Le apetece una taza de té, Delaney? ¿O tal vez una limonada, o un café?
En aquellos momentos parecía menos una duquesa y más una boba
balbuciendo, pensó Hannah. No era propio de ella.
—No, gracias —contestó el sheriff, y por un momento Hannah no supo qué
estaba declinando. No era el momento para aturdirse, por el amor de Dios. Si alguna
vez en su vida necesitaba tener la mente despejada, era en aquellos instantes.
Recordó que era el té o el café o la limonada lo que Delaney no quería. Bien.
Entonces, ¿qué diantres quería?
Delaney se inclinó un poco hacia delante, con los codos apoyados en las rodillas
y una expresión bastante sombría en su rostro mientras la luz jugaba con sus
preciosos ojos del color del otoño.

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—En cuanto a la casa, señora Dancer…


¡La casa! Hannah se puso en pie de un salto y al mismo tiempo dejó la taza
sobre el plato con tanta fuerza que la delicada pieza se partió en dos. Las dos mitades
aterrizaron a los pies de Delaney justo cuando él se ponía en pie. Apenas se había
enderezado del todo cuando arremetió contra él.
—¡La casa! Es mía, señor Delaney. Y le agradeceré que salga de ella ahora
mismo.
—Si hace el favor de escucharme…
—No, no pienso escucharlo. Salga.
—Pero…
—Salga de aquí.
Cualquiera diría que estaba intentando hablar con una avispa, pensó Delaney.
Hannah Dancer lo amenazaba con su aguijón y estaba demasiado ocupada
zumbando para escuchar nada de lo que le decía. ¿Cómo diablos iba a resolver aquel
asunto si no hablaba con él? Pero en lugar de acallarla con un grito, que era lo que se
sentía tentado a hacer, decidió seguir su consejo e irse.
—Volveré —le dijo.
La respuesta de Hannah fue un bufido nada elegante. Delaney interpretó que
sería peor recibido entonces que en aquellos momentos.
Pero era su casa, maldición.
Delaney no fue al Rodeo aquella noche después de sus rondas nocturnas. Unas
cuantas cervezas y una hora o dos con Ria Flowers no tenían atractivo cuando lo que
necesitaba era pensar con claridad para resolver aquel asunto de la casa.
—Habla con ella —había dicho Abel Fairfax.
«Habla con ella». Cielos, tendría que atarla con una cuerda y taparle la boca
para poder hacerlo. Había visto muchas facetas de Hannah Dancer desde su llegada
a Newton: amistosa y educada; fría y distante; conmocionada, perpleja y triste. Pero
era la primera vez que la veía hecha una furia. Qué escena. Había fuego en sus ojos,
una llama azul verdosa, y podía jurar que su pelo había adquirido un tono rojo aún
más intenso y fiero.
Pero por hermosa que estuviera, Delaney no quería volver a presenciar aquella
vivida furia. Desde luego, dirigida a él, no. Y sobre todo, cuando no había hecho
nada para merecerla. Al menos, todavía no.

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Capítulo Cinco
Durante los días siguientes, hubo emoción suficiente en Newton para que
Delaney no tuviera tiempo de pensar en la casa Dancer, y mucho menos en la
hermosa y furiosa mujer que habitaba en ella.
Al parecer, Seth Akins, que cultivaba una pequeña parcela al norte de la ciudad,
se había tirado de cabeza a una botella de whisky y había acabado borracho como
una cuba y más malvado que el pecado. Cuando la señora Akins protestó, le atizó en
los dos ojos y luego la echó a patadas de su casa, cerró con llave puertas y ventanas y
le dijo que dispararía a sus dos hijos si intentaba volver a entrar.
La mujer apareció cojeando en la ciudad, y en cuanto Delaney la calmó y la dejó
en la consulta del doctor Soames, se dirigió solo a casa de los Akins. Normalmente,
habría nombrado a un par de hombres como sus ayudantes y habría irrumpido en la
casa en cuestión de minutos. Habría sometido al borracho y zanjado el asunto. Pero
con dos chicos inocentes como rehenes, Delaney decidió hacer el trabajo él solo. No
quería arriesgarse a que uno de sus ayudantes disparara alegremente llevado por
una noción errónea de la heroicidad.
Tardó seis horas de gritos, discusiones y persuasiones a través de la puerta
principal para convencer a Seth de que dejara ir a los chicos. Luego, después de
ocuparse de que los niños se reunieran sanos y salvos con su madre, tardó toda una
noche en convencer a Seth, discutiendo a través de la puerta, para que no se quitara
la vida.
Si su mano derecha funcionara con normalidad, habría podido abrir fácilmente
una ventana, apuntar a Seth y disparar al arma que tenía en la mano. Pero, relegado a
su maldita escopeta, lo único que Delaney podía hacer era esperar. No sabía qué era
peor, que un hombre tratara de matarse o de matarlo a él.
Finalmente, poco después del alba, el estúpido sucumbió a los efectos del
alcohol y a la falta de sueño y Delaney pudo entrar por una ventana y quitarle el
revólver, el viejo rifle para cazar búfalos y su cuchillo.
Cuando regresó a la ciudad, con Seth desmayado en el carro de los Akins, la
señora Akins salió corriendo de la consulta del médico. La mujer echó un vistazo a la
parte de atrás del carro y gritó a Delaney:
—¡Ha matado a mi Seth! ¡Lo ha matado!
—Espere un momento, señora Akins —murmuró Delaney mientras bajaba del
pescante—. Seth sólo…
No lo dejó terminar. La mujer lo llamó bastardo, hijo de perra y media docena
de nombres de una sola retahíla, y luego lo abofeteó con fuerza al tiempo que le
pisaba la bota con ahínco.
La mujer enjuta pero fuerte podría haber causado un daño considerable si su
marido no hubiera escogido aquel momento preciso para incorporarse, preguntar
dónde estaba y luego vomitar sobre su camisa y el carromato.

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—Mire lo que ha hecho, sheriff —le espetó la mujer Akins, mirándolo con furia
antes de recogerse las faldas y trepar al carro.
—Sí, señora —suspiró Delaney—. Seth se pondrá bien en cuanto elimine el
alcohol. Yo en su lugar, lo mantendría alejado del whisky de ahora en adelante.
La señora Akins bufó con indignación conyugal, luego dirigió toda su atención,
así como su lengua afilada, a su marido enfermo.
Delaney debía estar acostumbrado a la falta de reconocimiento en aquel trabajo
tan ingrato, pero la mujer lo había tomado por sorpresa. Se maldijo por sentirse tan
estúpidamente decepcionado. Luego, justo cuando se alejaba del carromato, le
pareció avistar el pico de una falda de seda negra y unos rizos rojos al otro extremo
de la calle. Su corazón se paralizó por un momento, luego volvió a palpitar con un
sonoro latido.
Justo lo que necesitaba, pensó Delaney. Otra mujer furiosa que le gritara, lo
abofeteara y le diera una patada en la espinilla, por si las moscas.
Bueno, aquel día no, por el amor de Dios.
Se dirigió a su oficina y cerró la puerta a su espalda. Dando un portazo.
Hannah se recostó sobre el revestimiento de tablillas del almacén, tratando de
fundirse con las sombras y la, pintura oscura. Se había aventurado a la ciudad
creyendo a Florence Green cuando la había informado de que el sheriff estaba fuera,
ocupándose de una disputa en la granja de los Akins.
—Imagine qué responsabilidad tan asombrosa supone persuadir a una persona
para que no se suicide —había dicho la maestra antes de exhalar un suspiro largo,
cálido y tal vez incluso amoroso.
Hannah se había limitado a chasquear la lengua. Responsabilidad asombrosa, y
tanto. ¿Pero dónde había estado el prodigioso Delaney cuando Ezra se apuntó con
una pistola?, quiso preguntar. Por indignada que estuviera, sin embargo, Hannah se
alegró de saber que podría ir a la ciudad sin tener que someterse al escrutinio de
aquellos ojos del color del otoño ni arriesgarse a tener una confrontación con el
hombre que intentaba quitarle la casa.
Había comprado hilo de seda negra y cuatro metros de encaje negro en el
almacén. Todavía no había decidido si debía seguir vistiéndose de luto, pero en ese
caso, tendría que arreglarse las enaguas. Una pieza de tela verde y blanca captó su
atención en cuanto entró en la tienda, y casi se olvidó de la idea del negro.
Sin embargo, no le parecía bien dejar el luto a un lado, aun sabiendo que Ezra
no lo aprobaría. Así que Hannah pagó el hilo negro y el encaje, se los metió en su
bolsito y salió a la calle a tiempo de ver cómo la señora Akins golpeaba a Delaney en
la mejilla. El sonido del bofetón pareció reverberar por toda la calle Main.
Hannah se llevó la mano a la mejilla como si el golpe hubiese aterrizado allí.
Quería gritar o correr para ayudar al sheriff, pero en cambio se mordió el labio y se
retiró a las sombras desde donde vio cómo Delaney daba la espalda a la airada
mujer.

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Santo Dios, pensó Hannah. ¿Qué hombre se atrevería a hacer lo que aquella
mujer había hecho, teniendo en cuenta la reputación de Delaney? Vaya, el estúpido
de él estaría tendido boca abajo en la calle, sangrando sobre el polvo. ¿Y por qué
diantres la señora Akins iba a golpear al hombre que obviamente había salvado la
lastimera vida de su esposo?
Vio cómo el sheriff se enderezaba con rabia contenida y se alejaba en dirección a
su oficina. Luego sintió la conmoción de su portazo.
Hannah se quedó allí de pie, casi sin aliento y con el corazón desbocado.
Delaney era su enemigo, ¿verdad? Era la amenaza contra su existencia. No tenía
sentido lo que estaba sintiendo en aquellos momentos, lo que estaba reprimiendo. La
compasión emergió en su garganta, casi asfixiándola, y Hannah tuvo que recurrir a
toda su fuerza de voluntad para no levantarse las faldas, correr al otro lado de la
calle, irrumpir en la oficina del sheriff y ponerle una mano suave y fresca sobre su
mejilla ardiente.
—Debes de haber sufrido una insolación, Hannah Dancer —murmuró entre
dientes—. Mira que pensar en poner el pie en la cárcel. Señor. Vete a casa. A casa. Ése
es tu sitio.
Durante la cena, aquella noche, la conversación entre los huéspedes giró en
torno a los acontecimientos del día. Al parecer, todo el mundo había oído una
versión distinta sobre el asunto Akins.
Abel Fairfax y Henry Allen no habían presenciado la confrontación, pero los
dos habían oído que el sheriff había asido a la señora Akins por la muñeca antes de
que ella le diera el supuesto manotazo. El bibliotecario le había dicho a la señorita
Green que la señora Akins, no sólo le había dado una bofetada y un pisotón a
Delaney, sino que le había clavado la rodilla en… bueno… la región no recibió
nombre alguno, pero aludió a ella con un chasqueo enérgico y un movimiento de
ojos perspicaz.
Hannah, que había sido testigo de la confrontación, guardó silencio, haciendo lo
posible por concentrarse en el pollo asado y los guisantes con mantequilla de su
plato. Pero a cada referencia a aquel desagradable bofetón, notaba una contracción en
la garganta que no tenía nada que ver con la carne pasada de Nancy o sus verduras
poco hechas.
No debería haberle afectado tanto aquel golpe. Dios sabía que ella misma se
había sentido tentada de abofetear a Delaney el día en que había ido a hablar sobre la
casa. Y si alguna vez tenía agallas para volver, seguramente tendría que controlarse
metiéndose las manos en los bolsillos.
El incidente de aquel día no tendría que haberla alterado, pero Hannah se dijo
que habría sentido la misma compasión por un perro o un gato apaleados. La oleada
de emoción que la había invadido no significaba nada, en realidad. Nada personal.
Ni muchos menos. Caramba, si Delaney hubiese sido un simple animal, y quién
podía decir que no lo fuera, la habría embargado una pena muy superior.
De repente, Hannah se dio cuenta de que sus comensales se habían quedado
callados. Levantó la vista de su plato y los sorprendió mirándola con expectación.

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—¿No, señora Dancer? —preguntó Florence Green.


—¿Perdón?
La maestra se inclinó hacia adelante y habló en voz un poco más alta, como si
pensara que su casera se había vuelto sorda.
—He dicho que creo que el incidente tuvo lugar mientras usted estaba en la
ciudad. Me preguntaba si lo había visto en persona, señora Dancer.
—No —dijo Hannah—. No lo vi.
—Ah. Ah, bueno —hubo un ápice de decepción en la voz de Florence y sus
hombros se hundieron ligeramente, luego se volvió hacia Henry Allen y le preguntó
educadamente sobre su día en el banco.
Mientras la conversación continuaba sin ella, Hannah masticó un trozo correoso
de pollo y movió unos cuantos guisantes por el plato. ¿Por qué se había sentido
impulsada a engañar a sus huéspedes por algo aparentemente tan insignificante?
Debería haberlo dicho con toda sinceridad. «Sí, de hecho estaba allí. Vi el incidente,
pero no me apetece hablar de ello».
Podía sentir el rubor extendiéndose por sus mejillas y pequeños picores de
transpiración bajo el corpiño y las mangas de su vestido negro.
—¿Hannah? —Abel Fairfax la estaba mirando con extrañeza. Su cabeza gris
estaba ligeramente ladeada, con expresión interrogante, y había un ápice de humor
en sus ojos—. ¿Te encuentras bien, Hannah? —preguntó—. Pareces un poco
indispuesta.
De repente se sintió indispuesta. ¿Por qué había mentido sobre Delaney?
Siempre se había enorgullecido de su franqueza. En más de una ocasión, Ezra le
había sonreído y le había dicho:
—Vas al grano, Hannah. Eso me gusta.
—Debe de ser el calor, Abel —había mucha verdad en ello. Hannah utilizó su
servilleta para secarse la humedad de la barbilla y el cuello, luego la dobló y la dejó
bajo el plato—. Si me disculpáis, creo que iré a mi habitación a echarme un rato.
Henry Allen se levantó de la silla como un muelle.
—¿Puedo serle de ayuda, señora Dancer?
—No, gracias, Henry. Siéntate. Termina tu cena, por favor.
«Y, por favor, Henry, dirige esos ojos lastimeros y miradas risueñas y ansiosas a
la señorita Green en lugar de a mí».
Entonces huyó del comedor antes de que el joven pudiera decir otra palabra.
Hannah cerró, la puerta del dormitorio a su espalda, luego se apoyó sobre ella
por un momento, inspirando la fragancia familiar y reconfortante de los pétalos de
rosa y clavos de su santuario. Había escogido un motivo de tonos verdes oscuros y
rosa para el papel de la pared, y la moqueta repetía los mismos tonos reconfortantes.

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Su agitación disminuyó al instante. Las cortinas estaban corridas para proteger


la estancia de los rayos de última hora de la tarde, así que se acercó a la ventana para
abrirlas y dejar entrar un poco de aire fresco. Pero en cuanto tiró de ellas, deseó no
haberlo hecho.
Delaney estaba allí fuera, en el lado opuesto de la calle, apoyado sobre el poste
donde los McGuire ataban a los caballos, estudiando la casa. Hannah se retiró al
instante de la ventana, fuera de su vista, pero estaba convencida de que ya la había
reconocido.
Permaneció de pie, escondida en los pliegues polvorientos del terciopelo, sin
saber si volver a mirar o hacer lo posible por ignorarlo. ¿Qué diablos estaba haciendo
allí? ¿Asediando el castillo?
Oyó el suave pero inequívoco sonido metálico de sus espuelas y supo que
estaba cruzando la calle. Su corazón palpitó con fuerza. Si llamaba a la casa…
…Simplemente no estaría. Así de simple. El que abriera la puerta se las vería
con él.
Sus pasos se pararon justo debajo de su ventana. Hannah casi dejó de respirar.
El corazón le latía con tanta fuerza que podía oírlo. No le sorprendería que Delaney
también lo estuviera oyendo.
«Vete», quería gritar. Pero permaneció allí de pie, enfundada en las cortinas, sin
apenas respirar, inmóvil como una estatua, con el corazón vibrando como una
campana en su pecho. «Vete, vete. Vete al cuerno».
El estornudo la tomó completamente por sorpresa. Ni siquiera tuvo tiempo
para contenerlo, simplemente explotó sin previo aviso. Una detonación inesperada,
nada femenina y del todo desagradable. Luego otro. Y otro. Una auténtica salva de
estornudos.
Cuando por fin terminó, hubo un silencio absoluto por un momento, luego una
voz grave y familiar llegó a sus oídos.
—Jesús.
Hannah apretó los dientes y los ojos, conteniendo otro estornudo. Sin éxito.
Lanzó otra descarga.
—¿Señora Dancer, se encuentra bien?
—Sí —dijo en un susurro—. Maldita sea.
—¿Le parece bien que tengamos esa conversación?
—No. Váyase, Delaney.
—Volveré.
—No se moleste.
—No es molestia, señora. Ninguna molestia.

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Al día siguiente, Hannah tuvo que contenerse para no aplastar el amplio trasero
de Nancy con el sacudidor después de que las dos descolgaran las pesadas cortinas
de su dormitorio y las arrastraran fuera para colgarlas sobre las cuerdas de la ropa.
Hannah sacudió el terciopelo verde y retrocedió al ver la nube de polvo que se
formaba.
—Vaya, con todo este polvo podríamos crear nuestro propio desierto —dijo—.
Debería darte vergüenza, Nancy.
La joven se limitó a mirarla con furia sin un ápice de arrepentimiento en el
rostro.
—Cuesta trabajo hacer las habitaciones de la gente cuando nunca las dejan
libres.
Hannah chasqueó la lengua. Seguramente era cierto, pero no era el momento
para oír excusas. Sólo quería quitarle el polvo a las condenadas cortinas.
—Toma —le arrojó el sacudidor—. Ahora te toca a ti, y no pares hasta que no
estén limpias.
—Sí, señora.
Hannah esperó a que Nancy diera varias sacudidas fuertes al terciopelo, luego
dio media vuelta y se dirigió al porche de atrás, pero a mitad de camino, se paró.
Varios clavos del tejado estaban torcidos. Uno, no, dos, faltaban.
Lo primero que pensó fue en comentárselo a Ezra lo antes posible. Lo segundo,
casi como una conmoción, fue que Ezra estaba muerto. Ya no podía oírla, ni arreglar
los clavos, ni podía importarle lo que le ocurriera a la casa. Casi cegada por unas
lágrimas repentinas, Hannah subió los peldaños del porche y un tablón suelto
enganchó el extremo de sus enaguas y desgarró unos diez centímetros de encaje.
Maldijo, tirando de sus faldas y rasgando otros diez centímetros de remate de
encaje al hacerlo. Volvió a maldecir.
—¡Maldito tablón!
Luego entró echando humo por la puerta de atrás, tomó un martillo y un clavo
de un cajón de la cocina y volvió a salir con el mismo estado de ánimo.
Delaney acababa de dar la vuelta a la casa, decidiendo que tal vez un
acercamiento por la puerta de atrás podría resultar menos irritante para la viuda de
Ezra. Lo primero que vio fue a la joven corpulenta con el sacudidor en la mano. Lo
segundo, fue a Hannah Dancer saliendo hecha una furia por la puerta de atrás con
un martillo en la mano.
Por lo general, Delaney no tenía un gran sentido del humor. Normalmente veía
las cosas como preocupantes o directamente peligrosas. No había término medio.
Casi nunca divertidas. Pero en aquel momento…
Diablos, apenas había un hombre en Kansas que no lo temiera, pero el día
anterior la diminuta señora Akins le había dado un bofetón en la cara y, al parecer,
Hannah Dancer y su criada se disponían a darle una paliza.

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—Renuncio, señoras —dijo, sonriendo como un tonto mientras levantaba las


manos al aire, con la escopeta apuntando a las copas de los olmos.
Pero nadie le devolvió la sonrisa. La criada hizo una mueca amarga y asestó
otro golpe a lo que fuera que estaba sacudiendo. En el porche, Hannah Dancer, con el
pelo llameando al sol del verano y sus faldas negras agitándose en la brisa, miró a
Delaney con furia por un fiero y terrible segundo antes de prorrumpir en sollozos.

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Capítulo Seis
En sus treinta y cinco años de vida, Delaney nunca había conocido a un hombre
que supiera qué hacer con una mujer bañada en lágrimas. Hannah Dancer se había
derretido en un charco de seda negra en el porche de atrás, y Delaney se quedó allí
de pie, sintiéndose estúpido y torpe y, por alguna razón, culpable.
No fue de ayuda que la criada lo mirara como si él fuera el responsable, o como
si hubiera vaciado los dos cañones de su escopeta en la viuda hasta hacerla caer
como un pajarillo negro.
Delaney dejó la escopeta sobre el césped y caminó lentamente hacia el porche,
pensando todo el tiempo que prefería estar caminando a medianoche, por el centro
de la calle Main, hacia un borracho armado, que allí, a plena luz del día, hacia una
mujer llorosa.
—No ha estado bien desde que el señor Dancer se mató —dijo Nancy antes de
volver a sacudir las cortinas.
Nada había estado bien desde que Ezra Dancer se matara, pensó Delaney
mientras subía los peldaños del porche para ponerse en cuclillas junto al cuerpo
tembloroso de la viuda vestida de luto. Apenas podía verla entre todos los pliegues y
borlas negros. Exhaló un hondo suspiro y extendió el brazo para tocarla.
«No lo hagas. A no ser que quieras quedarte con ella».
Las palabras resonaron en su cabeza como si alguien las hubiera pronunciado.
Fueron tan claras que Delaney casi se volvió para ver si había alguien de pie en el
umbral. Pero sabía que no había nadie.
Luego contempló su mano derecha, suspendida en el aire sobre el hombro de la
viuda. La mano que no había sido la misma desde que le dispararan en Dodge el año
anterior y por la que había tenido que recurrir a la escopeta de cañones cortados del
calibre diez que llevaba en aquellos momentos. El arma de un dandi. Doc Holliday
llevaba una igual. Cielos, cómo la odiaba.
Y en lo referente a su mano herida, ¿qué le hacía pensar que podría
proporcionar a una mujer como aquélla un ápice de consuelo? ¿Qué lo inducía a
creer que se parecía en algo al hombre que solía ser cuando era fuerte y entero?
Una maldición suave brotó de sus labios. La viuda levantó la cabeza. Sus ojos
estaban húmedos, verdes como las hojas nuevas después de la lluvia, y sus pestañas
largas y gruesas aparecían unidas por las lágrimas. Por un instante, brillando de esa
manera, aquellos ojos parecían darle la bienvenida.
Delaney le puso la mano en el hombro. Suavemente. Muy suavemente. Como si
aquella hermosa mujer pudiera romperse bajo su torpe roce.
En cambio, se puso rígida. Sus ojos se ensombrecieron bajo el velo de lágrimas y
el brillo que pudieran albergar se disipó. Delaney pensó que seguramente lo había
imaginado.

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Hannah se segó los ojos con el dorso de las dos manos y se enderezó al instante.
—¿Se encuentra bien, señora Dancer? —le preguntó Nancy.
—Sí, Nancy, estoy bien —Hannah lanzó una mirada furiosa y dura a Delaney—
. O lo estaré cuando cierta persona me quite la mano del hombro y salga de mi
propiedad.
¡Maldición! Se había olvidado de que todavía tenía la mano sobre su hombro.
No sólo era una prueba de lo mucho que aquella mujer lo turbaba y distraía, sino de
cómo se había insensibilizado su brazo desde la herida.
—Suélteme —gritó—. Váyase.
Hannah tomó el martillo justo cuando él separaba la mano errante y al
momento siguiente, los dedos de Delaney le rodearon la muñeca, apretándola tan
fuerte como pudo para evitar que le partiera el cráneo.
¡Pero no lo bastante fuerte! Su mano tenía la misma potencia que el puño de un
niño. Delaney se dio cuenta de inmediato, aunque Hannah no retiró la mano. Podría
haberlo hecho, y ella lo sabía. ¡Claro que lo sabía!
Delaney reconoció en el fulgor de sus ojos que se había dado cuenta de su
incapacidad. Hannah Dancer parecía saber que había ganado algo en aquel instante,
Delaney no sabía qué, pero parecía sentirse tan desolada por su misteriosa victoria
como él.
Hannah parpadeó y dejó caer el martillo. Cayó sobre los tablones del porche
con un golpe seco. Los dedos de Delaney se relajaron alrededor de su muñeca, pero
no la soltó. Tenía unos huesos tan delicados. De porcelana, pensó. Su piel era lisa y
de satén y cálida como el mismo verano. Sintió que el pulso de Hannah se aceleraba
bajo su pulgar. Cielos, al menos podía sentir y apreciar eso. Cuánto tiempo
permanecieron así, Delaney no supo decirlo. Una eternidad. Mil, tal vez un millón de
latidos de su corazón, antes de que una tos lo distrajera.
Nancy, la criada, estaba de pie cerniéndose sobre ellos.
—He dicho que he terminado con las cortinas, señora Dancer. Que me aspen si
queda alguna mota de polvo después de tantas sacudidas.
Era una forma tan buena como cualquier otra, pensó Delaney, de romper el
hechizo que los dominaba. Soltó por completo la muñeca de Hannah en el momento
exacto en que ella la retiró.
Delaney se puso en pie y con su mano sana ayudó a la viuda a levantarse antes
de que pudiera protestar. Luego se inclinó y tomó el martillo.
—Se le ha caído esto —dijo, como si apenas hubiera transcurrido un segundo,
como si nada hubiera ocurrido entre ellos, como si su corazón hubiese vuelto a
recobrar su ritmo normal.
Hannah aceptó el martillo con la misma naturalidad y fingió no notar el
requiebro en su voz cuando le dio las gracias.

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—De nada, señora —repuso Delaney, bajando los peldaños del porche,
deseando que realmente no hubiera sido nada, consciente de que había sido algo,
preguntándose el qué.
Delaney se emborrachó aquella noche. Como una cuba.
Como no tenía por costumbre tomarse más de dos vasos cortos de whisky en
público, compró una botella en el Rodeo y se la llevó a su habitación del National
Hotel.
—¿Quieres que la suba a tu habitación? —le había preguntado Ria Flowers
cuando deslizaba el dinero por la barra húmeda.
—Esta noche no.
Debía de haber tenido una expresión peligrosa, tal vez incluso demente, porque
Ria no protestó y ni siquiera trató de persuadirlo para cambiar de idea. Adiestrada en
ocultar su decepción, Ria se encogió de hombros y regresó a su asiento
acostumbrado.
De camino al hotel, con la botella de whisky bajo el brazo, Delaney asomó la
cabeza por la puerta de la cárcel. Su ayudante, Lionel Cole, estaba desparramado
sobre su silla giratoria, con las botas gastadas sobre el escritorio y una novela barata a
pocos centímetros de su nariz.
—Buenas noches, jefe —dijo, mirando por encima del libro—. Esta noche todo
está muy tranquilo.
—Así es, Lionel. Por eso voy a dejarte al mando. ¿Algún problema?
El joven sonrió, bajó los pies al suelo y cerró el libro.
—No, señor.
—Bien —Delaney empezó a cerrar la puerta—. Si no he vuelto mañana al
mediodía, ven al hotel a buscarme, ¿de acuerdo?
—Claro.
—Está bien —Delaney inclinó la cabeza hacia la botella y una risa pesarosa
emergió de su garganta—. Asegúrate de llamar con suavidad, Lionel, ¿me oyes?
—Sí, señor —rió el joven ayudante.
Una vez en su habitación, Delaney colgó su sombrero de una silla y dejó la
escopeta en el suelo junto a la cama. Se echó sobre el colchón abultado y se colocó las
dos almohadas de paja bajo la cabeza.
—Hogar, dulce hogar —suspiró, llevándose la botella de whisky a los labios,
tomando el primer sorbo largo y dejando que se deslizara por su garganta como el
fuego por una mecha.
No se había molestado en encender la lámpara porque la luz de la calle entraba
a raudales por su ventana abierta y veía todo lo que necesitaba ver. Después de otro
sorbo de su botella, sus ojos se posaron en el parche irregular de escayola del techo
donde, según decía la historia, un vaquero llamado Jeeter Finlay había disparado su
pistola y matado a un viajante que estaba en la habitación de arriba.

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Un disparo afortunado. O desafortunado desde el punto de vista del vendedor


ambulante. Delaney frunció el ceño y flexionó la mano derecha. Dudaba que ni tan
siquiera pudiera disparar al techo con su revólver. Los noventa gramos que pesaba
vacilarían en su mano débil y, en lugar del techo, seguramente acabaría disparándose
al pie.
Bueno, diablos. Así al menos estaría simétrico, con un pie herido a juego con su
mano floja.
Era la primera vez en mucho tiempo que sentía la necesidad de entregarse a la
bebida. No era compasión por sí mismo, al menos eso se decía, sino el deseo simple
de olvidarse de todo por un tiempo. El único problema era que su lista de cosas por
olvidar seguía creciendo.
Al principio, sólo era la guerra y aquel agujero infernal, Andersonville. Debería
haber parado ahí, pero cuando los rebeldes lo liberaron, su lista se alargó hasta
incluir el suicidio de su joven esposa. Lo peor de la historia, la parte que lo ponía
enfermo siempre que la recordaba, era que cuando fue a ver su tumba detrás de la
iglesia metodista de Zander, Illinois, Delaney no pudo imaginar su rostro ni recordar
el sonido de su voz ni conjurar ningún sentimiento por su esposa fallecida. Caroline
Delaney, proclamaba la lápida. 1844-1864. Murió al perder a su amor. Y su amor, ni
siquiera podía recordar su rostro.
Después, Delaney había vagado de un lado a otro, armando revuelo y
emborrachándose en Iowa y Nebraska y Colorado. Trabajaba… matando búfalos,
conduciendo carromatos, no importaba en qué, hasta que ahorraba el dinero
suficiente para dejar de trabajar. Mantuvo esa penosa rutina hasta que conoció a los
Earp en Kansas y lo convencieron para emplear su habilidad con las armas para
defensa de los civiles.
Aun así, no era de la familia. Y en aquellos momentos, Wyatt y Virgil y Morgan
y todas sus mujeres estaban probando suerte en Arizona, y Delaney estaba allí, en
Newton, en una habitación de hotel sobriamente decorada, solo, haciendo recuento
de sus pérdidas y buscando consuelo en una botella.
Como si a los Earp les importara que se presentara en Tombstone con un arco o
una flecha o con una honda. La bala que había echado su mano a perder iba dirigida
a Morgan. Los hermanos se sentían agradecidos, incluso comprensivos, pero eso no
alteraba el hecho de que Delaney, que solía ser más rápido y mucho más preciso, ya
no se considerara como su igual. ¡Igual! Diablos, una abuela ciega y artrítica podría
ser tan buena con una escopeta como él en aquellos momentos. Si al menos…
Dejó la botella en la mesita de noche y se levantó de la cama. Por un segundo la
cabeza le dio vueltas y el suelo parecía agua más que madera de pino, pero después
de unas cuantas inspiraciones se sintió casi sobrio. Lo bastante sobrio como para
localizar su revólver, acurrucado en su funda en el cajón inferior de su escritorio.
El cuerpo del revólver era tan familiar. Su sólido peso parecía una extremidad
más, después de llevarla durante tantos años. Delaney se enderezó y se puso el cinto,
dejándolo caer sobre sus caderas, como siempre había hecho. La hebilla se introdujo
fácilmente en el cuero gastado y se lo ciñó con fuerza, pensando que tal vez su mano

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hubiera mejorado un poco. O eso o atarse el cinturón era una tarea tan natural que
incluso sus dedos insensibles y trémulos por el alcohol podían realizar los
movimientos sin problemas.
Daba gusto llevar la pistola. Delaney volvió a sentirse equilibrado. Centrado.
Más fuerte. Entero. Sin tener que cargar con la escopeta, sentía las manos
deliciosamente libres.
Había guardado la pistola bajo llave meses antes, cuando intentar
desenfundarla había sido tan deprimente como inútil. Levantó la pistola un par de
centímetros en su funda, probándola, probándose a sí mismo. El cuero se había
secado considerablemente y el movimiento fue áspero, no suave, como debía ser para
sobrevivir en su trabajo.
Soltó la pistola, flexionó la mano, probó otra vez. En aquella ocasión, no sólo la
sacó de la funda, sino que su mano izquierda, la buena, automáticamente quitó el
seguro y su dedo índice derecho, el que no debería haber funcionado, apretó con
fuerza el gatillo. El revólver explotó en la mano de Delaney. En el mismo instante,
sobre el lavabo, la jarra estalló en pedazos y el cristal que había justo encima se rajó.
Delaney lanzó una maldición casi tan alta como la detonación de la pistola. Qué
estúpido había sido. Debía estar loco o mucho más borracho de lo que creía para no
comprobar que había un cartucho en la recámara.
No pasaron más de dos minutos antes de que se oyera el golpe en la puerta.
—¿Todo bien ahí dentro, sheriff?
Reconoció la voz de Howard Spence, el propietario y vigilante nocturno del
Hotel National. Casi podía ver al hombre enjuto y fibroso, con gafas, al otro lado de
la puerta, y a Alma, su esposa de noventa kilos, cerniéndose a su espalda envuelta en
una manta o en su bata.
—No ha pasado nada —gritó Delaney—. Mi revólver se disparó cuando lo
estaba limpiando.
—Está bien —murmuró Spence.
—Pregúntale qué se ha roto, Howard.
—Eh, diablos, Alma…
—Vamos, pregúntaselo.
Delaney casi podía oír los codazos de Alma en las costillas de su marido.
—Eh… ¿Se ha roto algo? —preguntó el hombre.
—Nada que no pueda pagar —contestó Delaney—. Añádelo a mi renta del
próximo mes.
—Y tanto que lo haremos —dijo la mujer—. Howard, dile de paso que vamos a
subir la renta. No voy a consentir que nadie dispare en mi local. Díselo.
—Cállate, Alma.
—¡Díselo!

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Howard Spence carraspeó.


—Eh… Delaney…
—Ya lo he oído.
Delaney oyó la misma amenaza a la mañana siguiente, cuando se abría paso
entre las palmeras medio muertas y la alfombra oriental desgastada del vestíbulo del
hotel. Después de vaciar la botella de whisky durante la noche, dar vueltas en la
cama, sentir que su habitación hacía lo mismo y despertarse con un dolor de cabeza
del tamaño de una calabaza, no estaba de humor para oír a la corpulenta y chillona
Alma Spence.
—Tal vez represente la ley en esta ciudad, sheriff —le gritó—, pero eso no
significa que no tenga que pagar lo que rompe, ¿me oye?
Por la forma en que su voz se proyectaba por todo el vestíbulo, Delaney estaba
convencido de que media ciudad la había oído. Por un segundo, se sintió
peligrosamente tentado de levantar su pistola y disparar allí donde estaba, de pie
tras el mostrador. Dios sabía que era un blanco tentador, tan grande como la parte
ancha de un retrete y dos veces más fea.
Enhorabuena, se dijo, por dejar que una mujer lo enojara de aquella manera,
por que la señora Spence estuviera a punto de hacerle perder los estribos. Antes, su
parloteo no lo habría molestado más que un mosquito.
Delaney temía haber perdido mucho más que la capacidad de utilizar un
revólver del calibre seis. Había perdido su centro, ese lugar sereno e intocable que lo
mantenía en calma en las circunstancias más angustiosas. Se sentía menos como un
hombre y más como un niño impulsivo y descuidado. Y eso, lo sabía muy bien, era la
mejor manera de que lo mataran.
—No tienes por qué seguir aguantándolo —oyó la voz a su espalda, y cuando
se volvió, Abel Fairfax estaba bajando su periódico—. Me refiero a alojarte aquí
cuando dispones de toda una casa calle abajo. No tiene mucho sentido. Pero supongo
que sabes lo que haces, sheriff.
Delaney debió de poner cara de pasmado, porque Fairfax le brindó una sonrisa
que sólo podía ir dirigida a un idiota.
—¿Qué? —preguntó el hombre—. ¿No se te había ocurrido mudarte allí?
Lo único que Delaney pudo hacer fue mover la cabeza en señal de negativa.
Casi le sorprendió que no sonara como los guisantes de una lata al agitarla.
¿Mudarse? Diablos, no, nunca se le había ocurrido. Cuando pensaba en la casa
Dancer, sólo se le ocurría venderla. ¿Mudarse? ¿Con Hannah Dancer?
—Claro que no puedo prometerte que a Hannah vaya a gustarle —continuó
Fairfax—. Pero es legal. La ley está de tu lado, Delaney. Además… —el hombre
sonrió con astucia—. ¿A quién va a llamar? ¿Al sheriff?
No había pasado una hora cuando Delaney se presentó en el porche de la
entrada de la casa Dancer, con la escopeta en él brazo izquierdo y todos sus bienes
materiales en la vieja bolsa de tela que había a sus pies. Tan pronto como Abel

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Fairfax había mencionado el cambio de residencia, Alma Spence golpeó con su


enorme puño rosa el libro de registros del hotel y declaró:
—Espero la renta del próximo mes más veinte dólares por los daños causados
antes de las seis de la tarde, sheriff. De lo contrario, sus cosas estarán en la puerta de
la calle a las seis y cinco.
Aquello había sido la gota que colmó el vaso, sospechó Delaney. La amenaza a
gritos de Alma y el hecho de que no tenía los cuarenta dólares que quería sacarle.
Pero tenía una casa, maldición. ¿Por qué no ir a vivir allí?
¿Legal? Sí, suponía que lo era. Decir que a Hannah Dancen no le gustaría era
decir poco, y aunque a Delaney no le hacía ilusión enfrentarse a otra mujer airada y
además, pelirroja, en aquellos momentos su humor era tan seco y brusco como negro.
Levantó el puño para llamar a la puerta pero se abrió antes de que pudiera
tocarla. Oyó una exclamación y luego un rostro redondo y asustado se elevó hacia él
y unos ojos azules tan grandes como unos huevos de Pascua parpadearon. Delaney
reconoció a la maestra menuda, pero por más que quiso, no pudo recordar su
nombre en aquel momento.
—Buenas tardes, señorita.
La maestra volvió a parpadear mientras su boca parecía hacer lo mismo,
abriéndose, serrándose y volviéndose a abrir. Con lo insulsa que era, le recordaba un
poco a un pez recién sacado del anzuelo.
—Oh, Dios mío —dijo—. ¡Sheriff Delaney! Supongo que ha venido a ver a la
señora Dancer.
Delaney también lo suponía, pero tenía que reconocer que se alegraba de que la
pelirroja no hubiera abierto la puerta en persona. De lo contrario, en aquellos
momentos estaría quitándose astillas de los dientes después de que Hannah le
hubiese estampado una de las sillas de roble de la entrada en la cabeza.
Delaney apoyó la escopeta en su bolsa y se quitó el sombrero.
—¿Está en casa?
—¿Que si está…? Ah, no. No, no está. Creo que salió al banco hace un rato. No
sé cuándo volverá.
Delaney sonrió. ¡No había ningún dragón protegiendo el castillo! Ninguna
pelirroja llameante.
—¿Le importa que pase? La maestra volvió a parpadear, luego retrocedió, como
si dejara abundante espacio para el acceso de un animal no del todo domado.
Delaney contempló el vestíbulo con su papel de brocado verde, sus mesas y
jarrones elegantes, la luz centelleante que entraba por la cristalera del rellano y se
derramaba por la escalera. Se llenó los pulmones con los aromas mezclados de
eucalipto y clavos.
«Está bien, Ezra», pensó. «Debías de tener una razón para dejarme esta casa,
aunque que me aspen si la entiendo. Pero aquí estoy. Aunque ni siquiera sé por qué».

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Asió con fuerza el asa de su bolsa.


—Tal vez podría conducirme a la habitación vacía del piso de arriba —le pidió
a la maestra.
—¿A la habitación vacía…? ¿Se refiere a la del señor Dancer?
Delaney asintió.
—Supongo que es ésa a la que me refiero. ¿Le importaría llevarme hasta allí?
—Bueno, yo… —sus dedos se movieron nerviosamente sobre el cuello de encaje
de su vestido—. Es que…. Bueno, verá, no sé si debo…
La mujer le recordaba a un jarrón de porcelana, uno no muy atractivo,
vacilando al borde de una mesa. En un segundo o dos, se caería hacia delante y
estallaría en mil pedazos.
—No importa, señorita —echó a andar hacia las escaleras—. Supongo que
puedo encontrarla yo solo.
Y la encontró. Era la puerta contigua a la habitación a la que había llevado a la
viuda de Ezra cuando se desmayó la semana anterior. Y supo inmediatamente que
era la habitación de Ezra porque, sobre la repisa de mármol negro de la chimenea,
había un retrato casi de tamaño natural de Hannah.
Delaney se quedó de pie, en el umbral, durante un minuto, contemplando la
huida. No al hotel, sino a Arizona, tal vez. Tenía toda su sopa y efectos personales
consigo. Si daba media vuelta, caminaba a los establos municipales y tomaba su
caballo, podría estar a treinta kilómetros de distancia antes del atardecer.
Se sintió tentado de salir corriendo, aunque sabia que era de cobardes. Aun así,
tenía la sensación de que en cuanto se mudara a la casa de Ezra Dancer,
especialmente a aquella habitación en la que Hannah lo contemplaba desde su
puesto sobre la chimenea, su vida iba a cambiar.
Para mejor o para peor, Delaney no supo decirlo cuando cruzó la puerta de
roble encerada y tiró su bolsa sobre la cama de Ezra Dancer.

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Capítulo Siete
Hannah regresaba andando a su casa después de depositar los mil dólares de
Ezra en el banco, donde Henry Allen, el tonto de él, se había sonrojado y atragantado
y se había desvivido por ayudarla a abrir una cuenta. Aun así, no le había resultado
fácil soltar todas aquellas monedas de oro, y se preguntaba si no habrían estado más
seguras en los jarrones sobre la repisa de la chimenea, donde llevaban años
acumulándose.
Después de todo, podían robar el banco. Eso era lo que Ezra decía siempre. Dios
sabía que habían robado docenas de bancos en Kansas en los últimos años. Caramba,
sin ir más lejos, el año anterior una banda de malhechores había intentado robar una
caja de ahorros y préstamos en Dodge City a plena luz del día. Ezra le había leído el
artículo del periódico. Lo único que había impedido que aquellos hombres se fueran
con setenta mil dólares de los ahorros de los ganaderos fue la rapidez de Wyatt Earp,
sus hermanos, y un ayudante llamado Delaney que había resultado herido durante la
confrontación.
Al recordarlo, Hannah desvió la mirada a la oficina del sheriff y descubrió que
su silla de la entrada estaba vacía. Algo se agitó en su interior, y no supo decir si era
decepción o alivio. En cualquier caso, se maldijo por mirar en primer lugar y sentir
algo después.
Había dejado de sentir gran cosa por los hombres en general desde aquellos
días terribles de la guerra, pero sobre todo desde su primer día en Memphis, cuando
Ben Rathbone la había atraído a su prostíbulo y le había prometido comida y cobijo a
cambio de… ¿qué expresión había utilizado? De repente casi pudo oír su voz áspera
por los cigarros e impregnada de alcohol, como si estuviera de pie, a su lado.
—Yo me ocuparé de ti, compañera. Confía en mí. Lo único que tienes que hacer
es portarte bien con mis amigos. Muy bien. Recibirás dos comidas decentes al día y
un techo sobre tu preciosa cabeza a cambio de tus favores.
Favores. Ésa era la expresión que Rathbone había utilizado. Incluso a los trece
años, Hannah ya los conocía. De camino a Memphis desde su casa quemada en
Mississippi, la habían forzado a dar esos favores a soldados, tanto de uniforme gris
como del azul. Así que cuando Rathbone le había hecho esa oferta, no había tenido
nada que perder y la supervivencia como única ganancia.
Pensándolo bien, los meses en aquella casa de Memphis no habían sido tan
terribles. Y Rathbone había hecho lo que había prometido, proporcionándole dos
comidas al día y un techo sobre su cabeza. En su mayor parte, aquellos días y noches
en Tennessee eran un borrón en su mente, una sucesión de hombres rápidos, ásperos
y sin rostro y el llanto nocturno de unas niñas solas.
Luego Ezra se había presentado y la había llevado a Kansas, y en ningún
momento se había referido a aquella época ni a aquellas circunstancias. A lo largo de
los años, a Hannah le resultaba cada vez más fácil olvidarla. Su vida, su vida real,
había empezado con Ezra. Antes… bueno, prefería pensar que sólo había sido una
terrible pesadilla.

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Se detuvo bruscamente en mitad de la acera, contemplando su casa al final de la


calle. Por un momento, incluso la casa parecía un sueño, vibrando a la luz del sol y
bajo la brisa fresca de los olmos de alrededor. Por un angustioso segundo, Hannah se
preguntó si no sería un espejismo, si se despertaría en cualquier momento y volvería
a tener catorce años y a estar tumbada sobre un colchón delgado de paja en su
pequeña habitación de Memphis.
Cielos. Ezra estaba muerto. Tal vez nunca había existido. Tal vez su buena
fortuna, toda ella, había sido un sueño. Como una niña abandonada de un cuento de
hadas, se había sumido en un sueño profundo y delicioso y había permitido que Ezra
cuidara de ella, y se había acurrucado en su generosidad como en una cama cómoda
de plumas. Y en aquellos momentos, catorce años después, había despertado y Ezra
se había ido y la casa que había construido para ella, el castillo del cuento de hadas,
ya no era suyo. Estaba otra vez donde había empezado. El sueño había terminado y
la pesadilla de la realidad continuaba.
Hannah se sintió tan débil como un diente de león, como si un solo soplo de
aire pudiera derribarla y diseminarla en un millón de direcciones. Pensó, no, supo,
que se iba a desmayar. Los confines de su visión se oscurecieron y sus oídos
empezaron a zumbar.
—Señora Dancer, ¿se encuentra bien?
—Hannah, querida, pareces enferma.
Hannah oyó las voces de las mujeres, aunque al principio no pudo verlas.
Luego parpadeó y distinguió a Hulda Staub y a Grace Collier, la esposa del ministro.
La estaban mirando fijamente. Grace Collier extendió el brazo y asió a Hannah del
codo con firmeza.
—¿Hannah? —volvió a preguntarle—. ¿Te encuentras mal? Estás pálida como
una sábana, querida.
—Sí. No. Yo…
Acto seguido, la rolliza Hulda Staub le puso las manos sobre los hombros y la
empujó hacia abajo hasta que Hannah se arrodilló entre unas olas de seda negra
sobre la acera. Las voces de las mujeres, como ruidosas cigarras, siguieron agitándose
y girando sobre su cabeza.
—Seguramente no está comiendo como es debido —dijo Hulda—. Pobrecita.
La esposa del ministro chasqueó la lengua con compasión.
—El dolor se deja sentir, supongo. Qué cruel ha sido su marido al abandonarla
de esta manera. Vaya, si no estuviera ya muerto me sentiría tentada de dispararle yo
misma.
—No lo sé. Dicen que estaba enfermo y que sufría grandes dolores —contestó la
esposa del alcalde.
—No importa —dijo Grace—. Sólo un cobarde…

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—Creo que ya estoy mejor —Hannah levantó la cabeza y comprobó que veía
con normalidad. Ya no le zumbaban los oídos, pero oía el zumbido igual de fiero de
la especulación de las mujeres.
—Vamos, querida —las dos mujeres la asieron del brazo y la ayudaron a
ponerse en pie.
Se balanceó por un momento, luego encontró el equilibrio e inspiró
profundamente. Mejor. Sí. Eso pensaba, de todas formas.
—Ya estoy bien —les dijo—. Muchas gracias por su ayuda.
—Vamos, vamos —Huida le dio unas palmaditas en la espalda—. Señora
Dancer, está en los huesos. Tiene que dejarme que le lleve un poco de mi guiso de
lentejas y calabaza. Tiene unas propiedades fortalecedoras increíbles. Hasta el alcalde
lo dice, y es muy especial con su dieta.
—Hulda es una cocinera maravillosa —corroboró la mujer del ministro—. Debo
decir que sus platos son el pilar de las fiestas de la parroquia. Confío en verte allí en
un futuro cercano —la mujer menuda agitó un dedo enguantado—. Los servicios del
domingo por la mañana te ayudarían a soportar la carga de tu dolor.
Y serías bienvenida.
—Gracias —contestó Hannah, preguntándose si aquellos pilares del círculo
social de Newton la acogerían con los brazos abiertos si conocieran los sórdidos
detalles de su pesado, pensando de nuevo en cómo Ezra y ella lo habían ocultado tan
bien.
En aquellos momentos, el secreto era suyo.
Y lo guardaría. Hannah recordó una vez más todas las razones por las que
había evitado estrechar relaciones allí en Newton. Para empezar, se sentía inferior a
aquellas mujeres estiradas y decentes que habían recibido una educación formal muy
superior a la suya. Vaya, Grace Collier incluso había asistido a un seminario para
jóvenes mujeres en Massachusetts, mientras que Hannah había tenido suerte
terminando el quinto grado antes de que la guerra desgarrara su condado de
Mississippi y todas sus instituciones.
Cuando estaba en su compañía, como en aquellos momentos, siempre tenía
miedo de meter la pata y hacer alguna referencia a su pasado de oropel. ¿Y si
empezaban a recordar sus días de colegio, o, peor, su día de bodas y cómo
conocieron a sus maridos?
Hannah prefería no decir nada a verse obligada a mentir, a tejer una tela de
araña que al final la atraparía.
—Debo irme a casa —dijo—. Me siento mucho mejor.
—¿Estás segura? —preguntó Grace Collier.
—Sí.
—¿Quiere que la acompañemos? —preguntó la esposa del alcalde.
—No. No, gracias.

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—Bueno, entonces te esperamos el domingo, Hannah —Grace le dio unas


palmaditas en el brazo y sonrió con dulzura—. Espero que asistas a los servicios.
De vuelta a casa, con las mujeres agitando sus pañuelos y despidiéndose a su
espalda, Hannah ya sabía que no iba a sentarse con ellas en uno de los bancos de
roble de la iglesia metodista. Bueno, suponía que los bancos estaban hechos de roble.
No había entrado en ninguna iglesia de ninguna denominación desde su estancia en
Memphis. Tampoco sentía el deseo ni la necesidad de asistir al servicio, pero el deseo
no era tan fuerte como el miedo de que un trueno cayera sobre ella en cuanto su
sombra oscureciera aquellos santos lugares.
El Señor, se decía, perdonaba los pecados. Hannah lo creía, pero no quería
tentar su paciencia ni poner a prueba su perdón más de lo absolutamente necesario.
Tal vez cuando, y si, algún día se perdonaba a sí misma, se sentiría cómoda yendo a
la iglesia.
Donde aún se sentía cómoda era en su casa, así que se levantó las faldas y corrió
a refugiarse en ella.
Florence Green estaba de pie en el vestíbulo cuando Hannah entró por la puerta
principal. Más bien, la maestra daba la impresión de estar revoloteando, como una
mariposa que no supiera decidir si posarse o no.
Hannah se quitó el alfiler del sombrero al tiempo que exclamaba:
—Por el amor de Dios, Florence, ¿qué pasa?
—Él.
—¿Él? —Hannah frunció el ceño.
—Él. Está arriba —su mano se agitó en dirección a la escalera—. Allí.
—¿Quién? —espetó Hannah, perdiendo la paciencia con la alterada maestra.
—El sheriff —susurró, casi con veneración. Hannah, sin embargo, no susurró su
respuesta, ni con veneración ni de ninguna otra manera. Gritó.
—¿Delaney? ¿Está arriba? ¿En mi casa?
Florence asintió, con demasiado énfasis en opinión de su casera.
—Entró con una bolsa de tela, señora Dancer. Creo… Quiero decir, que me
parece que el sheriff se ha mudado aquí.
Lo único que Hannah pudo hacer fue mirar fijamente a la joven. Sus labios
apenas pudieron pronunciar las terribles palabras.
—¿Que se ha mudado aquí?
—Sí, eso creo —la maestra dirigió su mirada soñadora hacia la escalera—. Lleva
un rato allá arriba. En la habitación del señor Dancer —susurró en voz casi
ininteligible.
—¡En…! —la mirada de furia de Hannah era tan intensa que podía haber
prendido fuego a la escalera. Balbució una maldición que hizo que los ojos azules de

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Florence se abrieran aún más—. ¡Ahora veremos! —bufó Hannah, y cargó escaleras
arriba, pisando sobre cada peldaño como si quisiera astillarlos.
Se dirigió por el pasillo hacia la habitación de Ezra y se detuvo bruscamente al
ver que la puerta estaba cerrada. Su primer instinto fue cerrar el puño y llamar, pero
se dijo que lo último que haría sería llamar antes de entrar en su propia casa, así que
giró el pomo y entró.
Todas las amenazas que había pensado pronunciar y las maldiciones que había
querido gritar se agolparon en su garganta al ver al objeto de su ira tumbado sobre la
cama, profundamente dormido. Hannah se quedó inmóvil, muda, mirándolo
fijamente, diciéndose que debía dar media vuelta e irse o al menos desviar la mirada,
pero incapaz de hacer ninguna de las dos cosas.
Tenía los brazos doblados detrás de la cabeza. El sombrero le caía sobre los ojos,
cubriendo prácticamente todo su rostro, aunque podía ver unos mechones de pelo
negro sobre la almohada blanca. Una pierna larga caía a un lado del colchón,
mientras la otra permanecía encima, ligeramente doblada por la rodilla, porque
extendida chocaría con la tabla transversal de nogal.
¡Delaney era demasiado alto para la cama de Ezra! Nada más darse cuenta,
también se percató de que el sheriff se había quitado las botas y las espuelas antes de
poner los pies sobre la colcha bordada de algodón. Tenía los calcetines de lana
gastados en los talones y en los dedos. No supo por qué aquello le hizo sonreír, pero
notó cómo sus labios se curvaban al verlo.
Su mirada se desvió al retrato que había sobre la chimenea. Pintado hacía ocho
años, cuando Hannah tenía veinte, nunca le había agradado. Ezra, al contrario, creía
que Karl Pfeiffer, el artista, la había captado a la perfección, pagó felizmente la
desorbitada suma de dinero que exigió el alemán, y luego colgó el retrato en su
habitación.
Hannah seguía detestándolo. No era que estuviese fea. Deshecho, Herr Pfeiffer
la había favorecido alargándole el cuello, estilizando su cintura e intensificando el
color de su pelo. Lo que aborrecía del retrato era su expresión, demasiado mundana,
demasiado perspicaz. Un pequeño brillo descarado en los ojos. Una ligera mueca
maliciosa en los labios. No sabía exactamente qué era, pero allí estaba. Herr Pfeiffer
había pintado un secreto en su rostro y Hannah sabía de sobra cuál era ese secreto.
De repente, volvió a mirar al hombre que estaba sobre la cama. ¿Se habría quedado
dormido observando su retrato?, se preguntó. ¿Se habría fijado en aquel secreto?
¿Habría intentado adivinar la razón de aquel brillo en los ojos y aquella ligera mueca
en los labios?
Seguramente no. Delaney se habría quedado dormido sintiéndose plenamente
satisfecho de sí mismo por invadir su casa mientras planeaba su siguiente
movimiento para apoderarse de ella por completo.
¡Ja!
Maldito fuera, allí estaba. Al parecer, era legal, así que no podía hacer gran cosa
para echarlo. En cuanto a lo demás… bueno… Hannah supuso que una mujer con
brillo en los ojos y sonrisa maliciosa podía hacer pasar un mal rato al sheriff.

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Iba a conservar su casa. Hannah no lo dudaba ni por un momento.


¡Dios todopoderoso! Delaney inspiró a gusto por primera vez en lo que parecía
una hora cuando Hannah Dancer dio un paso atrás y cerró la puerta del dormitorio.
Por un segundo, había creído comprender por qué Ezra se había apuntado con una
escopeta y había apretado el gatillo. La mujer era tan impredecible como un tornado
y casi igual de temible.
Se había quitado las botas y tumbado sobre la cama para descansar de la resaca
durante un par de minutos antes de regresar a su oficina. Pero en lugar de descansar,
se sorprendió contemplando el retrato de Hannah Dancer. Apenas llevaba unos
momentos estudiándolo cuando oyó cómo la mujer en cuestión vociferaba en el piso
de abajo y luego, agitando las faldas y apretando los dientes, cargaba por el pasillo,
se paraba y casi arrancaba el pomo de la puerta del dormitorio al abrirla.
En lugar de enfrentarse a ella, o, cobarde como se sentía, dejar que ella se
enfrentara a él, Delaney se cubrió los ojos con el sombrero y fingió dormir. Al
principio le sorprendió que no le arrojara el objeto más cercano y le dijera que quitara
sus sucias ropas de la cama de su marido y saliera de su casa. Pero le sorprendió más
aún cuando Hannah se quedó de pie en el umbral, sin decir una palabra, sin apenas
hacer ruido con sus faldas. Luego, su respiración agitada se tranquilizó hasta que al
final, el más leve murmullo de placer emergió de su garganta.
Aquel pequeño sonido de placer, ese suave ronroneo, no sólo lo confundió a
más no poder, sino que desató un sudor frío por su cuerpo e hizo que la sangre le
hirviera por dentro. En otras circunstancias, con una mujer diferente, un suave
gemido como aquél significaba sólo una cosa y Delaney se habría vuelto loco de
deseo.
Luego Hannah se retiró y lo dejó allí tumbado, como si lo hubiera arrollado una
tormenta, sacudiéndolo sin ni siquiera tocarlo, y se fue con la misma rapidez con la
que había aparecido.
Movió ligeramente la cabeza para quitarse el sombrero que le cubría los ojos. El
retrato de Hannah Dancer lo miraba fijamente. Con atrevimiento y perspicacia. De no
conocerla, Delaney habría creído que se trataba del retrato de una antigua diosa que
había visto todo y hecho todo… dos veces.
De no conocerla, habría imaginado que se trataba de una bruja que había
hechizado a Ezra Dancer mientras yacía en aquella misma cama y que, en aquellos
momentos, estaba haciendo lo mismo con él. O intentándolo.
Un áspero suspiro brotó de sus labios. Flexiono la mano derecha, moviendo su
dedo índice como si estuviera apretando un gatillo. Seguramente, mudarse allí había
sido un error. Seguramente, no. Había sido un error. Pero si trabajaba duro y
recobraba la sensibilidad en la mano, no se quedaría allí mucho tiempo. Pronto
tendría dinero suficiente para participar en las inversiones de los Earp como un
igual. El problema había sido milagrosamente resuelto por Ezra Dancer. Pero la
igualdad económica era una cosa. Ser su igual como hombre significaba usar un
revólver, no una escopeta ruidosa.

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Seis meses después, en Navidad, cuando su contrato con la ciudad tocara a su


fin y hubiera ejercitado los músculos y tendones de la mano, emprendería el camino
a Arizona.
En aquel momento, Delaney volvió a contemplar el retrato con maleficio de
encima de la Chimenea. Con dinero o sin dinero. Con revólver o con escopeta.
Alejarse de Hannah Dancer seguramente era la decisión más sabia que había tomado
nunca.
Una hora después, mientras estaba sentado delante de la cárcel haciendo poco
más que observar cómo el sol de la tarde cocía la calle, Delaney pensó en otra razón
por la que no le apetecía quedarse en Newton. No era tanto el hecho de que no
hubiera gran cosa o nada que hacer para un sheriff, sino que lo poco que ocurría se
propagaba por la ciudad con la velocidad de una bala al rebotar.
El pensamiento se le pasó por la cabeza al ver cómo el alcalde, Herman Staub,
salía del banco, tiraba de los puños de su chaqueta a cuadros y luego se dirigía calle
abajo hacia la cárcel con una mirada en su rostro carnoso que hablaba de negocios.
Las cejas del hombre casi estaban unidas en solemne reflexión.
—Sheriff —el alcalde se tocó el ala del sombrero hongo, luego acercó una silla a
la de Delaney y se encajonó entre los brazos de madera—. Tengo entendido que se ha
mudado a la mansión Dancer.
El alemán corpulento no perdía el tiempo, pensó Delaney. Se limitó a asentir a
modo de respuesta.
—Para adueñarse de ella, según he oído.
En aquella ocasión, Delaney no asintió, sino que se encogió de hombros con
indiferencia.
—Es una casa muy grande para un hombre solo —dijo el alcalde—. ¿Está
pensando en venderla?
—¿Está pensando en hacerme una oferta, Staub?
El alcalde se frotó la barbilla.
—Tal vez.
Delaney sabía que era su turno de lanzar una cifra al aire. Una cifra desorbitada
que haría que el alemán se recostara en la silla, moviera la cabeza y murmurara: Gott
in Himmel. Luego el alcalde volvería a inclinarse hacia delante, con los dedos
entrelazados, mientras mencionaba una suma que seguramente sería la mitad de la
que estaría dispuesto a dar cuando el trato estuviera zanjado.
Era un juego viejo y familiar. Pero a Delaney no le apetecía jugar. Todavía no,
de todas formas.
El alcalde se inclinó hacia delante.
—Bueno, cuando lo haga, le agradecería que me lo hiciera saber antes que a
nadie más. Mi esposa se ha encaprichado con esa casa —el hombre bufó—.
Últimamente, no habla de otra cosa.

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Delaney trató de imaginar a la rolliza Huida Staub como la señora de la casa en


lugar de Hannah. Era como sustituir un diamante con un trozo de carbón. Luego,
mientras lo hacía, el diamante en persona apareció ante su vista al fondo de la calle,
caminando a paso decidido hacia él.
—Yo que usted guardaría silencio —dijo.
—¿Qué? —Herman Staub siguió la mirada de Delaney—. Ah. Bueno, tal vez
nuestra conversación sea un poco prematura —se puso en pie—. Pero no lo olvide,
sheriff, ¿de acuerdo?
Delaney se dio unos golpecitos en la sien con el dedo a modo de respuesta, sin
apartar los ojos de la mujer que avanzaba hacia él. Con su paso rápido, estaba
levantando una pequeña nube de polvo a su espalda. El sol del verano llameaba en
su pelo. Sospechaba que su genio era igual de llameante en aquellos momentos. Si
hubiera sido un pistolero, Delaney ya le estaría apuntando con la escopeta, y con el
dedo en el gatillo.
El alcalde Staub, el cobarde de él, ya se había alejado en dirección opuesta
cuando las faldas negras de Hannah Dancer dejaron de moverse a corta distancia de
las botas de Delaney.
Prefería morir antes que ponerse en pie como un caballero y convertirse en un
blanco más visible, así que se limitó a echarse el sombrero hacia atrás y parpadear
mirándola a la cara.
Dios todopoderoso. Por un minuto, Delaney pensó que estaba contemplando su
retrato. La expresión era exactamente la misma. Sabia y perspicaz y del todo
intrigante.
—He venido a hacerle una proposición, Delaney —se quitó un guante, luego
otro, y golpeó el suave cuero negro contra la palma de su mano—. ¿Está dispuesto a
escuchar?
Delaney se recostó en su silla, estirando las piernas.
—Soy todo oídos, señora Dancer. Siempre que no sea usted una de esas mujeres
que confunden el escuchar con estar de acuerdo. Le lanzó una mirada gélida y luego
miró a ambos lados de la calle antes de decir:
—Me pregunto si podría entrar en su oficina en lugar de dejar que media
ciudad intente leer nuestros labios.
—Supongo que tiene razón —Delaney se puso en pie y le señaló la puerta de la
cárcel—. Usted primero, señora.

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Capítulo Ocho
En cuanto Hannah traspasó el umbral del edificio de la cárcel, lo lamentó. Casi
la derribaron los olores combinados de viejos granos de café, tabaco y grasa de
armas, para no mencionar el cúmulo de varios años de sudor y lágrimas, y Dios sabía
qué otros olores, que impregnaban los colchones de las celdas.
Había dos, se fijó Hannah. Ninguna estaba ocupada, y se sintió absurdamente
aliviada. Al menos no se humillaría delante del borracho de la ciudad o de un ladrón
de caballos.
—Nunca había estado aquí, ¿sabe? —dijo, volviéndose hacia Delaney,
confiando en que no hubiera detectado la vacilación nerviosa en su voz ni la forma
en que sus dedos asían con fuerza los guantes—. En la cárcel, me refiero.
—No sé por qué, pero no me sorprende, señora —Delaney le brindó una
pequeña sonrisa bastante cautelosa antes de colocar una silla de madera a un lado de
su escritorio y luego rodear la mesa para acomodarse en su silla giratoria. Los
muelles crujieron cuando se recostó y adoptó una postura natural.
—Siéntese, señora Dancer, y oigamos esa proposición.
Su proposición. Hannah casi tuvo que mover la cabeza para ordenar sus
pensamientos. Estar a solas con Delaney no había sido buena idea. Debería haberle
pedido que se reunieran en el despacho de Abel Fairfax. Habría sido un encuentro
más formal y apropiado.
Pero aquel… Aquel bastión masculino de barras metálicas y escopetas y carteles
de «Se busca»… Se había sentido confusa nada más traspasar el umbral. Se le ocurrió
pensar que realmente era la primera vez que estaba a solas con el sheriff en una
estancia tan reducida, pero no estaba dispuesta a dejar que aquel hecho afectara a su
lucidez y mucho menos a sus sentidos.
No la ayudó que Delaney cruzara los brazos, se recostara en su silla y colocara
los pies sobre la mesa. Sus botas estaban bien hechas y bien gastadas, pero en lo
único que Hannah podía pensar era en los agujeros incipientes de sus calcetines y
cómo el verlos la había conmovido de alguna manera. Alisó los guantes sobre su
falda, secándose de paso el sudor de las manos y tratando de concentrarse en sí
misma en lugar de en Delaney. A fin de cuentas, había ido allí con un plan concreto.
Su proposición.
—Mi proposición —dijo— es bastante sencilla, en realidad. Sería una estúpida
si impugnara el testamento de Ezra. Ya lo he aceptado, señor Delaney —suspiró con
suave resignación—. Debo decir que al haberse mudado hoy me lo ha hecho
comprender con claridad. Ezra le dejó la casa a usted. No voy a negarlo, ni tampoco
voy a negarle el derecho a vivir allí.
Delaney asintió lentamente, luego elevó las cejas como si la invitara a continuar.
Si el hombre sentía sorpresa o alivio o alguna emoción sobre lo que había dicho, no lo
reflejó. Su expresión se mantenía… bueno, inescrutable. Tan imposible de leer como
el contenido de un periódico chino.

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—Lo que creo que debo aclararle —continuó Hannah—, es que mi casa… —
parpadeó—, bueno, su casa, supongo, no es sólo una residencia. También es un
negocio. Y, aunque sea yo quien lo diga, un negocio bastante próspero.
Hannah hizo una pausa, dispuesta a contestar lo que creía que sería la pregunta
obligada. ¿Cómo de próspero? Tenía las cifras preparadas, hasta el último penique.
Pero Delaney siguió mirándola fijamente, meciéndose ligeramente en su silla, con la
cara inmóvil y tan expresiva como un canto de río.
—Tengo tres huéspedes, como sabe, y todos ellos pagan veinticinco dólares al
mes por el alojamiento y la comida. Bueno, todos no. Para ser exactos, la señorita
Green paga veintidós dólares. Me pareció justo teniendo en cuenta la miseria que le
paga el consejo de educación.
Delaney pareció apretar los labios con desaprobación, pero aparte de eso, no
reflejó reacción alguna. Tal vez, pensó Hannah, estaba sumando las cifras que
acababa de presentarle. Si no, ella lo haría por él.
—Como puede ver, el total asciende a setenta y dos dólares al mes. De ahí hay
que descontar los gastos de la comida, el sueldo de mi criada y…
—¿A dónde quiere ir a parar?
Hannah parpadeó.
—¿Perdón?
—¿A dónde quiere ir a parar, señora Dancer? Mencionó que tenía una
proposición. Hasta ahora lo único que he oído es un montón de cifras.
—Bueno, a eso voy.
¡Qué grosero! Al principio, Hannah había pensado que no la estaba escuchando,
pero entonces supo que lo había hecho, pero que le importaba un rábano todo lo que
había dicho.
—Sólo intento suavizar al máximo una terrible situación —dijo, detestando que
su exasperación se reflejara con tanta claridad en su voz. Y tal vez también su
desesperación—. Intento resolver nuestro problema.
—Yo no tengo ningún problema, señora Dancer —sus labios formaron una
sonrisa irritante.
—Bueno, yo sí —le espetó—. No pienso perder mi casa, señor Delaney, sea
quien sea su dueño. Ahora, dígame, ¿cuáles son sus intenciones?
—No tengo ninguna. Todavía no.
—Pero…
—Mire —Delaney bajó las botas y se incorporó—. Me mudé allí porque no tenía
sentido que siguiera pagando la renta del hotel. Aparte de eso, no he tomado
ninguna decisión.
—¿Espera recibir la mitad de los ingresos de mis huéspedes? —le preguntó.

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—Espero tener una cama en la que dormir. Punto. Eso es todo. No necesito
sábanas limpias. Diablos, señora, ni siquiera necesito sábanas.
—No sea absurdo —contestó Hannah chasqueando la lengua con
desaprobación—. Ya que va a vivir allí, recibirá el mismo tratamiento que mis
huéspedes. Sábanas limpias cada semana. Café y tostadas, si las quiere, por la
mañana. La cena es a las ocho. A las doce la comida de los domingos.
Delaney rió y movió la cabeza, enfureciendo a Hannah aún más. Todo lo que
había planeado decirle había salido al revés. Quería resolver su problema, pero en
cambio, parecía aún más complicado. E irritante.
—¿He dicho algo gracioso? —le preguntó.
—En realidad, no, pero se parece mucho a un sargento que tuve en el ejército,
señora Dancer —sonrió—. ¿A qué hora toca diana?
Hannah se levantó y empezó a enfundarse los guantes.
—No le veo la gracia. No es sólo una casa, señor Delaney, pertenezca a quien
pertenezca. Es un negocio. Mientras sea yo quien lo dirija, pretendo que marche a la
perfección.
Dio media vuelta y caminó hacia la puerta.
—La cena es a las seis —anunció, girando el pomo—. Lo estaremos esperando.
Luego dio un portazo al salir.
A las cinco cuarenta y cinco, Delaney se estaba lavando en la palangana de
hojalata de la cárcel, maldiciendo entre dientes mientras lo hacía, escupiendo las
burbujas de jabón que habían conseguido entrar en su boca con cada juramento.
Se miró con furia en el espejo roto y sucio sobre el lavabo.
—«No es una casa, sino un negocio». Bueno, desde luego no es mi negocio,
Hannah Dancer.
No había llegado a mencionar su proposición. Al menos, Delaney creía que no.
Casi se había quedado sordo ante su belleza, como si tal cosa fuera posible, y
mientras se sentaba frente a él recitando números y horas y cosas parecidas, en lo
único que había podido pensar era en el mechón rebelde que se rizaba junto a su
mejilla y a la columna perfecta de su cuello, tan pálido en contraste con la tela negra
de su vestido.
Luego, sin apenas tiempo para comprender lo que ocurría, Hannah se había
puesto en pie y había salido de la cárcel gritando que la cena era a las seis y que más
le valdría estar allí.
Suponía que podría haber sido peor. Mucho peor. Hannah podría haberse
negado en redondo a cooperar. Podría haber sacado todos los muebles de su
habitación y dejarle entrar en su casa y dormir sobre su suelo.
En realidad, le sorprendía un poco que no lo hubiera hecho. Después de todo,
su marido le había dejado el mobiliario. Lo mismo que Delaney tenía derecho a vivir
allí, Hannah podía vaciar la habitación. Pero no lo había hecho, ¿no?

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Delaney se secó la cara. El espejo, roto antes de su llegada a Newton y


recompuesto torpemente, reflejaba su imagen en mitades separadas, con su ojo
izquierdo un centímetro más alto que el derecho, la nariz torcida, y sus labios a
distinta altura en el centro.
Rió en voz alta. Pensándolo bien, no se diferenciaba mucho de cómo Hannah
Dancer le hacía sentir.
Hannah observó las fuentes sobre la mesa de la cocina. El cerdo asado estaba
hecho a la perfección. Las patatas estaban tiernas y humeantes. Los panecillos tenían
buen aspecto por arriba, pero Nancy había quemado las bases.
Hannah no podía recordar cuándo se había preocupado tanto por una simple
cena. Pero aquella noche lo había hecho. Se dijo que no era porque quisiera agradar a
Delaney, sino porque no quería envenenarlo accidentalmente y que la acusaran de
asesinato.
Pero, en verdad, quería agradarle. Cuanto más le gustara vivir allí, menos
inclinado se sentiría a vender la casa. Al menos, en eso confiaba.
—Llevaré los panecillos y la mantequilla al comedor, Nancy. ¿Puedes traer tú el
resto?
—Demasiados panecillos —dijo la joven—. Por eso los quemé. ¿Por qué ha
querido hacer tantos?
—Porque tenemos otro invitado esta noche. Ya te lo he dicho. El sheriff Delaney
se ha mudado y comerá aquí de ahora en adelante.
—Eso significa que habrá más platos que fregar —Nancy bufó y puso los ojos
en blanco.
—No, Nancy. Tendrás que fregar lo mismo que cuando el señor Dancer estaba
vivo —Hannah miró a la joven con ojos entornados—. Así que no me acoses para que
te suba el sueldo. Te lo subimos hace varios meses. Incluso eso es más de lo que te
mereces por lo mucho que te quejas.
La joven volvió a bufar mientras Hannah tomaba los panecillos y la mantequilla
y se dirigía al comedor, deseando tener una mano libre para alisarse el pelo. Bueno,
¿qué importaba? Quería que Delaney disfrutara de la comida, no de ella.
En lugar de sentarse en las sillas de costumbre, todos estaban rondando la
mesa. Delaney incluido. Hannah no se había dado cuenta de lo nerviosa que estaba
por su llegada hasta que no lo vio.
—Sentaos —dijo Hannah—. La cena está lista. Ninguno se movió. Bueno,
ninguno menos Abel Fairfax, que empezó a balancearse sobre sus talones.
—Sentaos, por favor.
—No sabemos dónde —gorjeó la señorita Green.
—Por el amor de Dios, Florence. Llevas casi dos años sentándote en la misma
silla. ¿Cuál es el problema?
—Bueno… —la maestra balbució.

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—Él —Henry Allen señaló a Delaney con el pulgar—. Yo he dicho que no


estaba bien que ocupara el lugar del señor Dancer.
Cielos. Hannah no se había parado a pensarlo, ni había anticipado el instinto
territorial de Henry. Aquello presagiaba el desastre. Pero antes de que pudiera
pensar en una solución, el sheriff habló.
—Prefiero un asiento desde el que poder vigilar la puerta —retiró la silla
contigua a la de Abel—. Esta servirá.
Hannah dio las gracias al cielo en silencio y dijo:
—Bueno, ahora que el problema está resuelto, cenemos.
Henry hizo alarde de retirar la silla de Hannah para ayudarla a sentarse, un
gesto que cada vez hacía con más frecuencia. Y en aquella ocasión, Hannah casi pudo
jurar que le había rozado los hombros con los dedos antes de ocupar su asiento
acostumbrado junto a la señorita Green.
La cena había sido un desastre, pensó Hannah.
Nancy se había mostrado inusualmente hosca, dejando caer con fuerza las
fuentes sobre la mesa, dando un portazo de regreso a la cocina y haciendo ruido con
los cacharros y las sartenes.
Florence Green había gorjeado nerviosamente como un canario durante toda la
cena mientras Henry Allen se mantenía malhumorado, y Abel Fairfax había hecho
gala de una pequeña sonrisa inescrutable e irritante. En cuanto al sheriff, pareció no
fijarse en el comportamiento de los demás. Casi todo el tiempo, mantuvo los ojos
puestos en el plato, cuando no miraba hacia la puerta de la entrada, y pareció
saborear la comida.
La cena se le había atragantado a Hannah, por eso se levantó de la cama a las
diez, tomó un sorbo de licor de menta para asentar su estómago y luego paseó hasta
el porche lateral para tomar un poco de aire fresco. Era una noche hermosa, apenas lo
bastante fresca para que Hannah se ciñera su chal de seda. La luna llena arrojaba su
manto plateado sobre el césped y centelleaba en las ramas más altas de los olmos.
Cómo echaba de menos la compañía callada de Ezra. En una noche como
aquélla lo habría encontrado allí, contemplando el cielo, fumando su pipa con aire
reflexivo, aprovechando la luz de la luna para leer a Tennyson o a Sir Walter Scott.
—Yo tampoco podía dormir.
La voz de Henry Allen, tan próxima a su espalda, la sobresaltó. Hannah giró en
redondo y se encontró de pie frente al joven banquero, casi rozándolo. Dio un paso
atrás.
—Me has asustado, Henry. No te oí llegar.
—Lo siento. No era mi intención. Es que… —se quedó callado por un momento,
mirándola como un muchacho traspasado de amor—. Es que la vi de pie aquí fuera a
la luz de la luna y…

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«No», pensó Hannah. «Por favor, no». Había hecho todo lo posible para no
alentarlo. De hecho, había pretendido conseguir el efecto contrario. Pero a pesar de
sus esfuerzos, allí estaba él, sonrojándose, tartamudeando, a punto de revelar sus
sentimientos más ocultos y de exponer un corazón que Hannah sólo podría herir.
—Querida mía —dio un paso hacia ella, con los ojos brillantes de esperanza y
deseo—. Mi querida señora Dancer —sus brazos se elevaron en un intento de
abrazarla.
Hannah volvió a retroceder, pero en aquella ocasión chocó con la barandilla del
porche. No tenía otro sitio donde ir.
—Henry —empezó a decir con severidad, pero su pretendiente apasionado la
interrumpió.
—No. Por favor, déjeme hablar, déjeme…
Una voz diferente, mucho más grave que la de Henry, se oyó a corta distancia.
—Buenas noches.
Delaney emergió de las sombras. La luz de la luna brilló en el cañón de la
escopeta que sostenía en sus brazos.
La expresión de Henry apenas tardó un segundo en cambiar del ardor a la
conmoción y luego a la vergüenza absoluta. A pesar de la oscuridad, Hannah sabía
que tenía el rostro en llamas. Acababan de sorprenderlo en un intento evidente de
seducirla, y además, por el sheriff, ni más ni menos.
¡Gracias a Dios! Hannah casi quería reír.
—Bueno, se está haciendo… es tarde —tartamudeó Henry—. Creo que me
retiraré a mi habitación —giró sobre sus talones y sin mirar atrás, casi atravesó
corriendo la puerta de la entrada.
Mientras Henry salía huyendo, Delaney subió los peldaños del porche lateral.
Hannah se estaba acostumbrando a la suave música de sus espuelas. El sonido
resultaba extrañamente reconfortante. Se apoyó sobre la barandilla, de nuevo
ciñéndose el chal con más fuerza.
—Está despierto hasta tarde, Delaney —ladeó la cabeza y sonrió—.
¿Asegurándose de que los ciudadanos respetables de Newton están seguros
durmiendo en sus casas?
—La mayoría de ellos.
Su comentario podría haberse interpretado como una broma si hubiera habido
el más leve brillo de humor en sus ojos o en sus labios, pero no había ironía en sus
ojos oscuros como el acero ni en la mueca firme de su boca. Su desaprobación ante la
escena que acababa de presenciar era aparente.
—Gracias por rescatarme de una situación incómoda —le dijo—. Henry es muy
joven y…
—¿Impresionable? —la palabra sonó más como una acusación que como una
pregunta.

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—Bueno, sí, supongo…


—Yo que usted tendría cuidado con lo que me pusiera de noche bajo la luz de la
luna —como para enfatizar el significado de su sugerencia, los ojos de Delaney
recorrieron su chal de seda de color claro, un escrutinio lento e intenso, antes de
volverla a mirar a la cara.
Hannah tensó los hombros y levantó la barbilla.
—Me pondré lo que yo quiera, sheriff, y cuando yo quiera. Cómo reaccionen los
demás no es asunto mío.
Delaney movió ligeramente la escopeta. La expresión lúgubre de sus labios se
transformó en una pequeña sonrisa.
—Es un buen principio, señora, y si viviera en una torre de marfil, supongo que
funcionaría. Pero camine así por aquí… —ladeó la cabeza, indicándole el chal—… y
será mejor que se prepare a afrontar las consecuencias.
—¡Las consecuencias! —Hannah estaba furiosa. Se separó de la barandilla como
si estuviera ardiendo en llamas. Caramba, aquel hombre la estaba acusando de
seducción, como si se hubiera vestido así deliberadamente para atraer al pobre
Henry Allen—. ¡Las consecuencias! —chilló—. Supongo que se refiere al joven señor
Allen.
Delaney no contestó de inmediato, pero cuando lo hizo, su voz era apenas un
susurro áspero.
—A él también.
—¿También? —fue todo lo que Hannah pudo decir antes de quedarse
boquiabierta. Luego, a pesar de lo mucho que deseaba salir corriendo, no pudo
apartar la mirada del hombre que acababa de confesar su atracción hacia ella.
Delaney permaneció allí de pie, en silencio, y su mirada franca y atrevida
reiteraba lo que acababa de declarar. «Te deseo», decían sus ojos.
Hannah se llevó la mano nerviosamente a la garganta. No pudo evitar
preguntarse lo que sus propios ojos estarían reflejando o si Delaney podía saber que
su corazón estaba latiendo tan deprisa que amenazaba con saltar de su pecho.
Apenas podía respirar.
Delaney rió suavemente.
—Bueno, yo que usted no perdería el sueño por eso —se tocó educadamente el
ala del sombrero y pasó a su lado en dirección a la puerta de la entrada—. Buenas
noches, señora Dancer.

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Capítulo Nueve
—Mentiroso.
Delaney murmuró la palabra como una maldición al tiempo que hundía el
puño en su almohada, recolocándola una vez más en su intento por conciliar el
sueño.
No tenía por costumbre mentir, ni a hombres ni a mujeres, para eludir la
vergüenza o una confrontación. De hecho, siempre se había enorgullecido de su
disposición a afrontar las consecuencias de sus palabras y acciones, fuesen cuales
fuesen.
No había sido su intención revelar la naturaleza de sus sentimientos hacia la
viuda. Ni siquiera si hubiera podido averiguar qué eran exactamente esos
sentimientos. Pero aquella noche, la había visto envuelta en seda, bañada por la luz
de la luna. Y él se había mantenido de pie en las sombras, observándola, deseándola,
presenciando cómo el joven banquero hacía su torpe intento de declaración mientras
los celos lo abrasaban como una fiebre.
Trató de consolarse pensando que no le había mentido del todo. Le había dado
a Hannah una indicación bastante clara de su deseo, y por su mirada sabía que la
había interpretado correctamente. Ésa era la verdad en su forma más pura. Pero la
mentira había sido hacerle pensar que aquellos sentimientos no significaban nada
para él, que no merecía la pena que perdiera el sueño por ello.
Tal vez era el retrato lo que lo mantenía despierto. Abrió un ojo y movió la
cabeza para observar la luz de la luna y las sombras de las hojas de los olmos sobre la
superficie del vestido pintado de Hannah. El terciopelo azul parecía casi real, y la
mujer que lo llevaba parecía dispuesta a salir del marco dorado.
Si lo hacía, se preguntó, ¿se sorprendería de verlo en la cama de su marido? ¿O
le agradaría e iría a él y…?
Oyó ruido procedente del vestidor que conectaba la habitación de Ezra con la
de Hannah. En aquellos momentos, era su habitación. El corazón de Delaney dejó de
latir. Si, milagrosamente, abría la puerta, ¿tendría el valor o el deseo de rechazarla?
Después de unos momentos eternos, oyó el suave sonido metálico de un
cerrojo, pero no sabía si lo estaba abriendo para él o bloqueándole el paso.
Permaneció echado sobre la cama, respirando pesadamente, preguntándoselo,
pero sin querer averiguarlo.
En cuanto se despertó a la mañana siguiente, Delaney supo por la inclinación
del sol que se había quedado dormido. Su reloj de bolsillo lo confirmó cuando lo
tomó de la mesita de noche y lo miró con furia. Eran las nueve y diez. Tres horas más
tarde. Maldición, si tanto había dormido, ¿por qué todavía se sentía exhausto?
La viuda Dancer sonrió con burla desde la seguridad de su marco, en la pared.
Aquella sonrisa sabia, casi mitológica, parecía reírse de él aquella mañana, así que
Delaney se vistió de espaldas al retrato, abrochándose con dificultad la camisa, como

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hacía todos los días. Después de optar por no afeitarse, para al menos parecer tan
extenuado como se sentía, tomó su escopeta y bajó las escaleras.
Una voz aguda de mujer lo llamó desde el comedor.
—Ah, sheriff Delaney, ¿es usted?
Se sintió intensamente tentado de ignorar a la maestra y salir directamente por
la puerta, pero giró a la izquierda, hacia el comedor donde la señorita Green estaba
sentada en su lugar acostumbrado. Enfrente de ella había un extraño de pelo
desgreñado. A Delaney no le gustó su aspecto ni la cartuchera cargada de balas que
llevaba cruzada sobre su pecho.
—Ah, aquí está, señor Weller —gorjeó la señorita Green—. Sheriff Delaney,
permítame que le presente al señor Cleveland Weller, que ha venido desde
Tombstone, Arizona.
El hombre se puso en pie y le extendió la mano.
—Me llamo Cleve Weller. Qué tal.
Delaney estrechó su mano, percatándose de que además de la cartuchera, el
hombre también llevaba un revólver en su cadera derecha y un cuchillo a la
izquierda.
—Lleva demasiada artillería para una pacífica ciudad de Kansas, ¿no, Weller?
El hombre rió.
—La verdad es que me siento desnudo sin ella —miró a Florence Green, que se
estaba sonrojando intensamente—. No he querido ofenderla, señorita.
—Bueno, yo tampoco pretendo ofenderlo, Weller —dijo Delaney—, pero voy a
tener que pedirle que guarde la pistola en alguna parte o la deje en la cárcel.
Ordenanza de la ciudad. Está prohibido llevar armas.
—Como en Dodge —gruñó Weller.
—Como en Dodge —Delaney confiaba en poner así fin a cualquier protesta.
Todo el mundo sabía que en Dodge City llevar un arma era arriesgarse sufrir la ira
de la ley. Su trabajo en Newton había sido mucho más fácil gracias a su reputación en
Dodge.
Claro que Weller no sabía que el brazo y la mano derecha de Delaney no valían
gran cosa últimamente. Si el hombre optaba por ignorar la advertencia o poner a
prueba los límites de la ley…
—No he venido a buscar problemas —Weller le brindó una sonrisa afable al
tiempo que empezaba a desabrocharse el cinto de su revólver—. La cuestión es,
sheriff, que he venido a buscarlo a usted —dobló los extremos del cinturón alrededor
de la funda y le tendió el paquete de cuero a Delaney—. Supongo que puedo
soportar sentirme desnudo por un día —añadió con una sonrisa.
Justo cuando hacía aquel comentario, Hannah entró por la puerta que daba a la
cocina con una jarra de café en la mano.
—¿Más café, señor Weller? Ya veo que le han presentado al sheriff.

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—Sí, señora, me lo han presentado. Y tomaré un poco más de ese café —Cleve
Weller echó la silla hacia atrás, disponiéndose a sentarse. Pero antes de que rozara el
asiento, Delaney dijo:
—Tomaremos café en la oficina después de que guarde su arma. Vamos.
—Bueno, entonces… —Weller se quedó vacilante a varios centímetros sobre la
silla.
No hacía falta ser adivino para ver que el extraño prefería tomar su café
matutino con dos mujeres, una de ellas una hermosa pelirroja, en lugar de con un
sheriff malhumorado y sin afeitar. Y Delaney no tardó más que unos segundos en
decidir que no estaba dispuesto a dejar que Cleveland Weller tomara café y le lanzara
miraditas a Hannah.
—¿Café, sheriff? —le preguntó Hannah.
—No, gracias. Vamos, Weller.
Delaney se dirigió hacia la puerta de la entrada, aliviado al oír un murmullo de
despedidas, siendo la de la señorita Green la más alta y larga, y luego el ruido de las
botas del extraño siguiéndolo hacia la puerta.
Hannah llenó una taza con el café que había preparado y se sentó en la silla que
acababa de desocupar el extraño.
—¿De dónde dijo que venía? —le preguntó a la señorita Green, que todavía
miraba con aire soñador hacia la puerta principal.
—De Tombstone, Arizona. Es bastante apuesto, ¿no cree? —preguntó la
maestra.
Hannah se quedó mirando a la señorita Green. El rostro redondo y
singularmente pálido de la joven estaba colorado como un tomate en aquellos
momentos.
—¡Caramba, Florence! —rió Hannah, luego se inclinó sobre la mesa—. Creo que
te has encaprichado del señor Weller —murmuró.
El rubor de la señorita Green se intensificó ante la incredulidad de Hannah, y
sus ojos centellearon.
—Oh, no. No me refería a ese rudo señor Weller —dijo—. Estaba hablando del
sheriff. Nunca había visto a un hombre tan… tan…
—Apuesto —Hannah concluyó la frase por ella con un poco más de aspereza de
la intencionada, consciente del pequeño hormigueo en el vientre a la sola mención de
Delaney.
—Soy una gansa —la señorita Green retorció la servilleta sobre su regazo y
miró a Hannah con intensidad—. No debería haber dicho nada, pero… No se lo dirá
a nadie, ¿verdad, señora Dancer? Por favor. Me moriría si…
—No, Florence, no le diré nada a nadie. Tu secreto está a salvo conmigo.
La señorita Green echó su silla hacia atrás y se levantó.

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—Debo irme ya —dijo—. Tengo una cita esta mañana y temo llegar tarde.
Esther Chapman va a tomarme las medidas para hacerme un nuevo vestido.
—Bueno, ve pues. Salúdala de mí…
Pero la maestra salió del comedor antes de que pudiera terminar la frase.
Hannah se quedó tomando el café, mirando por la ventana a nada en particular,
preguntándose por qué de repente se sentía tan malhumorada e inquieta.
¡Florence Green estaba enamorada de Delaney! A Hannah se le había pasado
totalmente por alto. Se preguntó si el sheriff habría exhibido una pasión similar por
la maestra que tampoco hubiese percibido. ¿Así era? Y durante todo el tiempo ella
había pensado… No, había deseado… anhelado…
A su espalda, Nancy carraspeó en un obvio intento por captar la atención de
Hannah.
—He dicho que fregaré el resto de los platos del desayuno en cuanto usted
acabe aquí —dijo la criada.
Hannah volvió al presente. Sintió cómo su rostro se ponía tan colorado como el
de la maestra momentos antes.
—Gracias, Nancy. He terminado.
«No más tonterías», se dijo Hannah, y luego tomó su taza con el plato y siguió a
Nancy a la cocina.
Cleve Weller estaba sentado frente a Delaney, al otro lado de su mesa, y los dos
estaban recostados en sus sillas y con las botas apoyadas en el escritorio manchado y
cubierto de papeles.
Delaney estaba pensando que tal vez su primera impresión sobre el hombre
había sido exagerada. Al parecer, Weller se había presentado en Tombstone al mismo
tiempo que los Earp y se había unido a los hermanos y a Doc Holliday en la defensa
de la ley. Había ido a Kansas a recoger una deuda y había accedido a hacerle el favor
a Wyatt de transmitirle un mensaje a Delaney.
—Me ha costado horrores encontrarte —estaba diciendo Weller—. De no saber
que eras tan buen amigo de Wyatt, a la séptima persona que me dijo que no sabía
cuál era tu paradero, habría dejado de buscarte. Qué suerte que trabé conversación
con una bonita rubia del salón llamada Crystal. Ella me indicó que viniera aquí —
Weller guiñó el ojo—. Por cierto, Crystal te envía su dulce afecto y afectuoso saludo.
Delaney se limitó a asentir. Trató de conjurar una imagen mental de Crystal,
pero no pudo. Había habido un buen número de rubias a lo largo de los años.
—¿Has dicho que tenías un mensaje de Wyatt?
—Quería que te dijera que está muy necesitado de profesionales allí en
Tombstone. Hay algunos chicos que sólo obedecen sus propias leyes. Y hay un
sheriff del condado al que no le intimidan mucho los Earp ni quién lo sepa.
Era una llamada a la que un año antes Delaney habría respondido en un
instante, pero en aquellos momentos…

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—Wyatt también dijo que eras uno de los hombres más rápidos con el revólver
que había tenido el placer de conocer —Weller frunció el ceño, luego miró la escopeta
que estaba apoyada contra el escritorio—. Ya veo que ahora llevas una escopeta.
—Es una ciudad bastante tranquila —en parte era cierto, pensó Delaney, pero
no toda la verdad.
También era cierto que era uno de los hombres más rápidos con el revólver con
los que Wyatt había trabajado. Lo era. Pero eso no significaba que no pudiera volver
a serlo, con más tiempo y mucha más práctica. La invitación de ir a Tombstone
resultaba más que atractiva en aquellos momentos.
Era un regalo caído del cielo. Sus sentimientos hacia Hannah, los que había
conseguido ignorar, empezaban a desbordarse, pensó al recordar la punzada de celos
que había sentido al verla con el joven banquero enamorado la noche anterior, y otra
vez aquella mañana, cuando aquel Weller había aparecido en su mesa. No era bueno,
volvió a advertirse, sentirse tan posesivo con una mujer.
Wyatt lo necesitaba. Era razón suficiente para romper su contrato con la ciudad
de Newton. Estaba deseando decirle a Cleve Weller que se presentaría en Tombstone
lo antes posible. Sin embargo, no quería parecer demasiado ansioso. Y también
estaba el asunto de una suma contante y sonante de dinero de la que tenía que
ocuparse.
—¿Cuándo piensas volver a Arizona? —le preguntó Delaney.
Weller pareció pensativo por un momento mientras se rascaba la cabeza.
—Bueno, estaba pensando en partir mañana. Pero, la verdad, después de ver a
esa bonita pelirroja…
—Ya está comprometida.
—¿Ah, sí? —el hombre miró a Delaney con curiosidad por un segundo, luego se
encogió de hombros—. En ese caso, seguramente salga en dirección sudoeste mañana
por la mañana.
Que Dios lo librara, pensó Delaney, mientras una vez más se reprochaba por ser
tan infernalmente posesivo con la viuda. Era hora de irse de la ciudad, desde luego, y
estaba a punto de decírselo a Weller cuando una bala hizo estallar en pedazos la
ventana de la fachada. Delaney no supo quién se movió más deprisa. Pero las botas
de los dos bajaron al suelo y rodaron fuera de las sillas antes de que el cristal de la
ventana hubiera terminado de desprenderse del marco.
—¿Estás bien? —preguntó Delaney.
—Sí. Diablos, pensaba que habías dicho que era una ciudad tranquila.
Oyeron gritos en la calle y los dos hombres se arrastraron hasta la ventana para
echar un vistazo. Una maldición brotó de los labios del sheriff cuando vio quién era
el responsable de la bala errante.
—¿Lo conoces? —preguntó Weller.

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—Seth Akins —gruñó Delaney—. Le da a la botella de vez en cuando, apalea a


su esposa y luego hace alarde de querer suicidarse.
—Bueno, parece algo más que un alarde esta vez.
Cierto. Akins estaba de pie en medio de la calle con una pistola en la sien
mientras su esposa e hijos se resguardaban en un carromato cercano.
—Maldito estúpido —murmuró Delaney. Se encaramó al escritorio y tomó su
escopeta. Automáticamente, la abrió para asegurarse de que estaba cargada.
—¿Crees que vas a resolver esto con ese trabuco? —le preguntó Weller,
contemplando la escopeta con desprecio mientras tomaba de la mesa la pistola que
Delaney le había confiscado antes—. Toma, usa esto. Puedes quitarle la pistola de la
mano antes de que sepa qué rayos le ha pasado. Y si fallas… diablos, seguramente le
harías al mundo un favor.
Era cierto, y nadie lo sabía mejor que el sheriff. Una pistola bien apuntada
pondría fin a la confrontación. Un año antes habría hecho exactamente eso, pero en
aquellos momentos…
—Al diablo —Weller elevó el arma, parpadeó y disparó la pistola por la
ventana rota.
Seth Akins se desplomó como un árbol.
—Ya no molestará a su mujer ni a sus hijos ni a nadie más —el hombre de
Tombstone se alejó de la ventana y le entregó a Delaney el arma—. Dejaré que te
adjudiques el mérito. Y mantendré la boca cerrada cuando vuelva a Arizona —
Weller sonrió burlonamente—. Diablos, Wyatt se sentiría muy decepcionado si
supiera que ya no tienes agallas.
En lugar de tomar su pistola, Delaney, lentamente, muy lentamente, lo apuntó
con la escopeta.
—Guárdala, Weller. La necesitarás —ladeó la cabeza hacia la parte de atrás de
la cárcel—. Hay una puerta detrás de la segunda celda. Úsala y no vuelvas a mi
ciudad.
La expresión de Weller no cambió mientras se ponía lenta y deliberadamente el
cinto de su pistola. Delaney sabía que estaba calculando las posibilidades de un
revólver contra una escopeta a una distancia de medio metro.
No se sorprendió mucho cuando el hombre concluyó que saldría mejor parado,
por no decir respirando, huyendo por la puerta de atrás.
Cuando Delaney se acercó al cuerpo inerte de Seth Akins, ya se había
congregado un pequeño gentío. El alcalde Staub inmediatamente aprovechó la
oportunidad para pronunciar un discurso sobre la ley y el orden en Newton.
—El sheriff obró correctamente —decía Staub—. No podemos permitir que
cualquiera empuñe una pistola en mitad de la ciudad, poniendo en peligro las vidas
de nuestras mujeres e hijos.

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Señaló a la señora Akins y a sus hijos donde seguían sentados, al parecer


estupefactos, en la parte de atrás de su destartalado carromato.
Delaney se abrió paso entre el alcalde y la gente de alrededor y se arrodilló
junto al cuerpo de Akins. Buscó el pulso del hombre en su cuello.
—Que alguien avise al enterrador —dijo en voz baja, para que la esposa y los
hijos de Akins no lo oyeran.
—El consejo municipal abrirá una investigación, sheriff, pero puedo decirle de
antemano que no habrá ningún cargo —dijo el alcalde—. Sinceramente, esa rata se lo
estaba buscando.
Delaney no contestó. Se puso en pie y caminó hacia el carro de los Akins.
—Señora —dijo, quitándose el sombrero—. Sólo pretendía quitarle la pistola de
la mano. No tuve intención de derribarlo.
Los ojos de la mujer estaban secos y su voz fue llana al responder.
—Hizo lo que tenía que hacer, supongo —tomó las riendas y las agitó sobre el
lomo de la mula—. Ya todo ha terminado. Y siento el bofetón que le di. Ocúpese del
funeral, ¿quiere, sheriff? Ahora voy a llevar a los chicos a casa.
—Sí, señora —Delaney retrocedió antes de que la rueda del vagón le aplastara
los pies—. Si necesita algo, usted o los chicos, dígamelo —le gritó, pero la única
respuesta de la señora Akins fue mover la cabeza en señal de negativa y encogerse de
hombros.
Luego alguien le dio unos golpecitos en el brazo y dijo en voz baja:
—El disparo ha vaciado todas las casas y locales de la ciudad.
Delaney se volvió y vio a Abel Fairfax señalando con la barbilla la casa Dancer,
donde Hannah estaba de pie al borde del jardín.
—Creo que está preocupada por ti —dijo Fairfax—. ¿Qué piensas?
Delaney pensó que habría reído en alto de no ser por las circunstancias. En
cambio, suspiró y se caló otra vez el sombrero antes de contestar:
—Creo que está deseando que el pobre diablo que está ahí tumbado hubiera
sido yo.

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Capítulo Diez
Nancy pasó la mayor parte del día cotorreando sobre el incidente. De hecho, lo
hizo de forma tan incesante que finalmente Hannah dejó que la chica se fuera
temprano a casa y peló las patatas ella misma en bendito silencio, tratando de hacer
lo posible por ignorar el disparo y cómo su corazón se le había subido a la garganta
al oírlo. No se movió del jardín hasta que vio que no era Delaney el que estaba
tumbado boca abajo sobre el suelo polvoriento. Sólo después se le ocurrió pensar,
con la oleada consiguiente de culpabilidad, que su muerte repentina y violenta
resolvería su problema con la casa.
Y todavía sentía una punzada de culpabilidad cuando se reunió con el sheriff y
Abel Fairfax en la mesa aquella noche. Entonces, en cuanto anunció que Henry Allen
se había quedado a trabajar hasta tarde en el banco y que la señorita Green estaba
cenando con su sastre, Abel declaró sufrir una fuerte y repentina migraña que lo
obligaba a retirarse a su habitación.
En todos los años que llevaba hospedado allí, Hannah nunca lo había visto
enfermo ni indispuesto, aparte de una dispepsia ocasional. Así que se alarmó
seriamente cuando el hombre se levantó súbitamente de la silla, dejó caer la servilleta
y se dirigió a las escaleras.
—¿Puedo hacer algo por ti, Abel? —le preguntó. Ya había doblado la servilleta
y estaba a punto de acompañarlo, pero Abel le puso la mano en el hombro para
impedir que se levantara.
—No, no. Quédate aquí querida. Me pondré bien. No es nada, de verdad.
Regresaré en cuanto me tome unos polvos para la jaqueca.
Entonces se alejó a paso demasiado rápido, pensó Hannah, para un hombre con
una fuerte migraña y desde la escalera les dijo:
—Estoy seguro de que los dos encontraréis muchas cosas de qué hablar en mi
ausencia.
¿Lo harían?
Hannah miró hacia donde Delaney estaba sentado, en la silla contigua a la que
Abel había ocupado momentos antes. Su corazón volvió a subírsele a la garganta,
tanto que temió no ser capaz de probar un solo bocado de la cena. Tampoco
importaba. De repente había perdido el apetito. Lo mismo que cualquier don que
alguna vez hubiera tenido para entablar conversación.
¿Qué se le decía a un hombre que acababa de disparar y matar a un hombre
apenas horas antes? ¿Qué tal le ha ido el día, sheriff?»
Al final, no tuvo que preocuparse porque fue Delaney el que habló primero.
—Tengo la impresión de que la pongo nerviosa, señora Dancer —tenía el
cuchillo a mitad de camino entre el plato y los labios—¿Tal vez tenga algo que ver
con el asunto Akins? —ladeó la cabeza ligeramente, tomó el trozo de jamón del
tenedor y lo masticó reflexivamente.

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Hannah estaba, cierto, más que un poco nerviosa, pero temía que no tenía nada
que ver con el disparo. Enderezándose en su asiento, contestó tan fríamente como
pudo:
—No es la primera vez que veo disparar a un hombre, sheriff. Aquí en Kansas.
Y años atrás, en Mississippi, durante la guerra. No he pasado los veintiocho años de
mi vida en una caja de cristal, sabe.
—No, señora. No me lo parecía —sus labios se curvaron en la más pequeña de
las sonrisas—. Hábleme de Mississippi. Hannah parpadeó.
—¿Perdón?
—Mississippi —dijo, moviendo el cuchillo y el tenedor para cortar otro trozo de
jamón—. Cuénteme, ¿todavía tiene familia allí?
—No, yo…
Había pasado tantos años tratando de olvidar aquella época pobre, fea y
dolorosa, tratando de fingir que nunca había ocurrido… Ezra nunca la mencionaba.
Claro que Ezra sabía la verdad.
—Lo siento —dijo Delaney entonces, obviamente consciente de su
incomodidad—. Pensé, que ya que estamos implicados en este asunto de la casa, tal
vez sería de ayuda que nos conociéramos un poco. No quería entrometerme en su
pasado, señora Dancer. Olvide la pregunta.
—No pretendía ser grosera, señor Delaney. Pero es que raras veces, más bien
nunca, pienso en mi vida antes de Ezra. Mi familia no era rica antes de la guerra, y
después nuestras circunstancias fueron de mal en peor. Si queda alguien en
Mississippi, no he tenido noticias de ellos en todos estos años.
Delaney asintió y continuó comiendo en silencio, manteniendo la vista en el
plato.
—Bueno, no he querido decir que no deberíamos conocernos mejor —dijo
Hannah—. Como ha dicho, de momento estamos unidos por esta casa —se recostó
en su silla y apartó su plato intacto—. Hábleme de usted, Delaney. ¿De dónde es?
—De Illinois.
Hannah esperó a que continuara, pero no lo hizo. Lo apremió.
—Entonces supongo que tomó parte en la guerra —cuando él asintió, rió
suavemente—. Así que en aquellos años éramos enemigos.
—No —dijo Delaney, y su mirada del color del otoño se ensombreció mientras
contemplaba su rostro—. Enemigos, nunca. Usted y yo no.
Cuando Hannah sintió el rubor extendiéndose por su cuello, desvió la mirada.
Quería que aquel hombre fuera su enemigo porque la alternativa era demasiado
aterradora para siquiera considerarla.
—Hannah —dijo Delaney en voz baja—. No te preocupes.
Lo miró a los ojos, todavía penetrantes, pero que en aquellos momentos
centelleaban con un humor curioso.

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—No va a pasar —dijo.


—¿El qué?
—Lo nuestro.
Sintió cómo su rostro ardía en llamas, y aunque quería desviar la vista, no
pudo. Aquellos ojos castaños la traspasaban.
—No… —tartamudeó—. No entiendo.
—Sí que lo entiendes —Delaney apartó su plato, se levantó de la silla y la metió
debajo de la mesa con cierta rotundidad—. Voy a volver al trabajo.
—Pero si no ha terminado…
Se fue antes de que las palabras salieran de su boca, y Hannah se quedó allí
sentada largo tiempo, tratando de no pensar, deseando no sentir. Ni el calor de su
piel. Ni los latidos de su corazón. Ni el vacío de la habitación tras la marcha de
Delaney. Nada.
Cuando Delaney regresó a la cárcel, su ayudante, Lionel Cole, estaba
meciéndose en la silla de la calle, estudiando la puesta de sol como si fuera la
primera vez que veía una. Delaney acercó otra silla a la del joven y fijó la vista en las
vetas de color naranja brillante y rojo fiero del cielo.
—Es bonito, ¿verdad sheriff?
—Ya lo creo, Lionel. ¿Por qué no te vas a casa y lo ves con tu preciosa esposa?
Yo me ocupo de esto.
—¿Lo dice en serio?
—Sí, vamos.
El ayudante no tuvo que oírlo dos veces. Cuando se fue, Delaney se quedó en la
acera, contemplando la belleza del final del día. Hubo un tiempo en que había
anhelado las puestas de sol porque señalizaban el comienzo de noches temerarias y
desenfrenadas, las que él había pasado antes de hacerse sheriff, y más tarde también,
cuando la perspectiva de la noche también era la perspectiva del peligro y la
emoción. Pero en la actualidad, sus noches no eran tan distintas de los días. Más
tranquilas, incluso. Más solitarias. Eso sin duda.
Chasqueó la lengua con desagrado y se removió en su silla. ¿Cuándo, pensó, se
había parado a pensar en la soledad? ¿Desde cuándo enviar a un ayudante a casa a
que pasara la tarde con su esposa hacía que se sintiera solo y vacío?
La respuesta era bastante obvia. Desde que Hannah Dancer ocupaba todos sus
pensamientos. Nunca había pensado en una mujer a cada momento del día. Ni
siquiera cuando era un chico y estaba locamente enamorado de Caroline y caminaba
tres kilómetros hiciera el tiempo que hiciera para asegurarse de que llegaba sana y
salva a su casa después del colegio y para robarle un beso suave y tímido. Diablos, ni
siquiera había besado a Hannah.
De repente, sentado allí solo, Delaney se sorprendió sonriendo como un
estúpido. Ése era el problema, claro. No la había besado. Por eso la mujer era un

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tormento, por eso acosaba continuamente sus pensamientos. Y la solución era tan
fácil que no sabía cómo no la había pensado antes.
La besaría, y luego el hechizo que había conjurado sobre él se desvanecería.
Sólo con probar sus bonitos labios sabría que era como cualquier otra mujer, y su
encanto mágico perdería su efecto.
Sí, la besaría. Eso haría.
Tal vez mañana.
No.
Aquella noche.
Hannah suspiró y echó a un lado las sábanas. Llevaba horas dando vueltas. Lo
bastante para oír a Henry Allen, a su regreso de su jornada excepcionalmente larga
en el banco. Lo bastante para oír los pasos de Florence Green en las escaleras una
hora después, a su regreso de su velada con su amiga modista.
Si Delaney había vuelto, no lo había oído. Pero eso no le sorprendía. El hombre
podía moverse tan en silencio como el humo cuando quería.
Se sentía como la única persona en el mundo que seguía despierta. Era hora,
decidió, de bajar y servirse un dedal, tal vez dos, del licor calmante de menta de Ezra.
Sin molestarse en ponerse el chal, salió al pasillo a oscuras y bajó las escaleras, con
cuidado de evitar la tabla que crujía. Abrió con cuidado la puerta que daba al salón
principal apenas la rendija suficiente para pasar. Estaba en silencio, a excepción del
tictac del reloj de la repisa. La luz de la luna se colaba por las cortinas de encaje y
bañaba la alfombra persa. Hannah siguió aquella senda plateada hasta la mesa de la
pared opuesta, donde se llenó un pequeño vaso con lo que esperaba que actuara
como un potente somnífero.
El licor se deslizó como fuego líquido por su garganta. Parpadeando para
contener las lágrimas, se sirvió otra dosis y se llevó el vaso a los labios.
—Yo que tú no me acostumbraría a eso.
Hannah giró en redondo en dirección a la voz grave, y el licor dulce se deslizó
por el frente de su camisón a la vez que su corazón se agolpaba en su garganta.
Delaney estaba de pie en el estrecho umbral. La luz de la luna brillaba en sus botas
negras, se reflejaba en sus ojos y bañaba de plata la ligera sonrisa de sus labios.
—Me has sobresaltado —Hannah se llevó el vaso vacío al pecho, apenas sin
darse cuenta de que el corpiño de su delgado camisón de algodón estaba húmedo y
pegajoso por el licor.
Delaney no se disculpó. No dijo ni una palabra, simplemente permaneció allí de
pie, mirándola. Hannah tampoco habló. No podía. Apenas lograba respirar mientras
su corazón palpitaba y se sentía de repente ligera y mareada.
—¿Estás bien? —le preguntó Delaney finalmente, rompiendo el silencio pero
sin desviar su intensa mirada.

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—Sí —Hannah dejó el vaso en la mesa. No, no se sentía bien. Las piernas le
fallaban y no sabía si podría salir del salón y subir las escaleras sin apoyar las dos
manos en la barandilla. Pero tenía que intentarlo. La alternativa era quedarse allí de
pie, con un camisón húmedo y pegajoso hasta desmayarse ante aquel implacable
escrutinio—. Buenas noches —su voz era tan débil como sus rodillas mientras
empezaba a atravesar lo que en aquellos momentos parecía un kilómetro o dos de
alfombra intrincada.
A Delaney le recordó a la mujer del retrato mientras avanzaba a la luz de la
luna. Sólo que se había quitado su vestido de terciopelo azul al salir del marco, y en
aquellos momentos llevaba puesto un camisón blanco translúcido que permitía
vislumbrar su forma femenina.
Permaneció allí de pie, hechizado, con el corazón golpeándole en las costillas,
casi sin aliento. Entonces, mientras ella se acercaba, Delaney recordó su intención de
besarla. Aquella noche.
Instintivamente, levantó la mano para asir el borde de la puerta e interceptar su
salida, pero se maldijo de inmediato porque sabía que su mano herida no tenía
fuerza para impedir a un niño decidido que huyera del salón, y mucho menos a una
mujer adulta y resuelta.
Hannah sólo necesitaría un segundo, un pequeño y decidido giro de muñeca,
para apartar el obstáculo de su camino, y Delaney sabía que aquella vergonzosa
derrota echaría a perder su intención de saborear aquellos hermosos labios aquella
noche y la olvidaría al día siguiente.
Pero Hannah no giró la muñeca ni intentó pasar a su lado. En cambio, después
de atravesar la senda de luz del salón, se paró… con los dedos de los pies apenas a
unos centímetros de sus botas, su rostro apenas a unos centímetros de su chaleco.
Estaba tan cerca que podía ver los latidos frenéticos de su corazón allí donde
palpitaba por encima del cuello de su camisón. Estaba de pie tan cerca que cada
inspiración que tomaba se hallaba impregnada de su aroma. A rosas y almizcle y una
pizca de menta.
Con su mano buena, le levantó la barbilla. Ella no se resistió. Ni tampoco
retrocedió o desvió la mirada cuando la rodeó con el brazo y la acercó más aún. Fue
entonces cuando notó que estaba temblando de arriba abajo, aunque Delaney no
supo decir si era de miedo o deseo.
—No pasa nada, Hannah —susurró, inclinando la cabeza, rozando sus labios
con los suyos.
Por un momento, la suavidad de su boca lo dejó atónito. No recordaba haber
besado nunca a una mujer con la suavidad con la que estaba besando a Hannah en
aquellos momentos. Como si sus labios fueran alas de mariposa, a punto de
romperse con su roce. Su propia contención lo sorprendía. Luego su lengua acarició
el interior de su boca y saboreó el residuo empalagoso a menta que había bebido. El
sabor estuvo a punto de emborracharlo. El roce lo mareó. Delaney profundizó el
beso.

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Hannah quiso decir «no», pero en cambio, gimió con suavidad. ¿Qué había
dicho el sheriff? ¿«No pasa nada, Hannah»? Claro que pasaba, y mucho, pero aun así,
Hannah no pudo dejar de acercarse aún más al calor de Delaney y responder a su
beso.
Hacía tanto tiempo que…
No, no era cierto. No tanto tiempo, sino nunca. Nunca la había afectado tanto
un beso. Nunca un beso le había rozado no sólo los labios sino el alma.
Delaney la rodeaba con ambos brazos y el calor de su cuerpo traspasaba su
delgado camisón y amenazaba con derretirla por dentro. Había sospechado que sería
así. Desde el primer momento en que puso los ojos en aquel hombre, de algún modo
había sabido lo poco que le costaría enardecerla.
Hannah volvió la cabeza para escapar de su boca arrebatadora.
—No —dijo, atónita por el tono ronco de su propia voz—. No debemos.
Suéltame.
Pero no lo hizo. Delaney la abrazaba con más fuerza con cada aliento que
tomaba.
—Hannah —susurró con voz ronca, maldiciendo después de pronunciar su
nombre.
—Suéltame. Por favor. Esto está mal.
—¿Mal? —Delaney movió la cabeza—. Nunca nada había estado tan bien.
Era cierto, pensó Hannah. Y por una fracción de segundo estuvo a punto de
acceder, de fundirse alegremente en su abrazo. Pero entonces Delaney la soltó.
Dio un paso atrás hacia el vestíbulo, fuera de su camino. La expresión de su
rostro era la más sombría que había visto nunca e inspiró profundamente antes de
decir:
—No voy a disculparme, Hannah. Si quieres darme un bofetón, adelante. No te
detendré.
Tal vez lo habría hecho si por un momento pensara que así borraría lo que
acababa de ocurrir o le haría olvidar lo que el beso de aquel hombre le había hecho
sentir. Perversa y anhelante y maravillosa. Cuando levantó su mano, no para pegarle
sino para tocarle suavemente la mejilla, Delaney hizo una mueca como si realmente
le hubiese golpeado. Luego, sin decir palabra, dio media vuelta y subió las escaleras
sin mirar atrás.
Después de amontonar las almohadas al pie de la cama, Delaney permaneció
tumbado contemplando las flores talladas en el cabecero de nogal. La luz de la luna
realzaba cada pétalo. Los estaba contando, uno a uno, como un hombre que contara
ovejas para quedarse dormido. Su entretenimiento no estaba destinado a conciliar el
sueño, sino a distraerse del retrato que colgaba de la pared, a su espalda.
No debería haberla besado. ¡Dios! Qué idea más estúpida, absurda e insensata.
¿Cómo diablos había sido tan tonto para creer que tener a Hannah, aunque sólo fuera

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por un segundo, haría que la deseara menos? El beso, el momento en que la había
tenido en sus brazos, sólo había servido para intensificar su deseo. Durante una larga
y dolorosa eternidad, no había querido soltarla.
Levantó la mano derecha, flexionándola, abriéndola y cerrándola como si
tratara de atrapar un haz de luna. Que era para lo único que le servía últimamente,
pensó malhumorado. Había formas peores, suponía, de no ser un hombre completo.
Después de todo, aquella bala podría haberle arrancado el pie, o la rodilla o…
bueno… hizo una mueca, considerando la peor alternativa.
Aun así, para un hombre que se ganaba la vida con una pistola, Delaney se
sentía claramente en desventaja. Y eso era algo que nunca le pediría a una mujer que
compartiera. En cualquier caso, no a una mujer hecha y derecha como Hannah.
Podía sentir cómo lo miraba desde el marco. Diablos, podía notar su respiración
en la habitación contigua. Todavía podía saborearla, toda ella menta y calor
suculento y dulce. Llevaría su sabor consigo para siempre, no importaba a dónde
fuera ni a qué otra mujer besara. El beso de Hannah Dancer lo seguiría hasta la
tumba.
Hasta Tombstone.
Porque aquél era su próximo destino. A primera hora de la mañana. Solo.

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Capítulo Once
A la mañana siguiente, aunque Hannah apenas había dormido, a las seis ya
estaba levantada, bañada y vestida, incluso antes de que Nancy se presentara para
encender el horno y poner la cafetera grande de porcelana en un quemador de la
cocina.
Hannah tenía más energía aquella mañana que hacía semanas. Demasiada, tal
vez. Todos los nervios de su cuerpo estaban tensos como muelles mientras sus labios
no hacían más que esbozar una sonrisa que ella continuamente, y sin éxito, pretendía
suprimir.
Le gustara o no, tenía que reconocer que el origen de toda esa energía era el
beso de Delaney de la noche anterior. Y en contra de su sentido común, se moría por
verlo aquella mañana.
—Tonta —murmuró justo cuando Nancy entraba por la puerta de atrás con una
cesta de huevos en una mano y un ramo de flores de aciano atadas con un lazo en la
otra.
—No soy tonta —dijo la joven, sacudiendo ligeramente los largos tallos—. Tal
vez a usted sólo le parezcan hierbas, pero a mí me gustan.
—No me refería a las flores, Nancy —dijo Hannah enseguida—. Sólo estaba
pensando en voz alta. Ven —tomó una jarra y la llenó de agua—. Mete aquí tu
precioso ramo antes de que se marchite.
Un tanto aplacada, la joven hundió el ramo en la jarra. Luego se dispuso a
ponerse el delantal y a ocuparse a regañadientes de la cocina mientras Hannah molía
los granos de café e intentaba contener otra de esas estúpidas sonrisas.
¡Nancy recogiendo flores! Nancy, que nunca se fijaba en esas cosas. Menuda
sorpresa. ¿Quién lo iba a decir?
Luego la misma pregunta surgió en su mente cuando entró en el comedor y vio
a Florence Green, que aquella mañana parecía cualquier cosa menos una maestra. Su
pelo, de un tono de agua sucia, aparecía recogido en una masa de rizos, y algunos de
ellos caían por su cuello y a un lado de su rostro. ¡Y qué rostro! Florence se había
maquillado como… como… bueno, como una cortesana era la descripción más
benigna que le vino a la cabeza.
—¡Florence!
La maestra no contestó, sino que se quedó mirando a Hannah con un ápice de
beligerancia mientras sostenía con rigidez la cabeza para no desordenar sus rizos.
—Pareces… bueno, distinta —entonces Hannah notó que el corpiño de su
vestido estaba recortado y recosido para realzar su busto. Y si no se equivocaba, se
había ajustado más el corsé… mucho más que de costumbre.
Florence sonrió.

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—Me siento distinta —dijo—. Mejor. Mucho mejor —suspiró con suavidad—.
¿Ha bajado ya el sheriff a desayunar? —añadió en tono alegre, casi coqueto.
—¿El sher…? —¡de modo que eso era! La pequeña araña estaba hilando una red
para atrapar a Delaney. Hannah se habría reído de no ser porque sabía que lastimaría
los sentimientos de Florence, y porque había sentido una punzada de celos en la boca
del estómago.
—No, no ha bajado. Todavía no. ¿Te apetece té o café esta mañana?
—Café, por favor.
Hannah volvió a la cocina donde Nancy estaba sentada a la mesa, con la nariz
enterrada en el ramo de aciano y en los capullos de zanahorias silvestres. El café no
estaba ni siquiera en el quemador.
—Nancy —le espetó—. No te pago para que te sientes a oler flores, por el amor
de Dios.
Guando la joven se sobresaltó y se puso manos a la obra, Hannah ocupó la silla
que había dejado libre. Todo el mundo se estaba comportando tontamente aquella
mañana, ella incluida. ¿Y quién tenía la culpa? ¿Quién estaba convirtiendo su casa en
un circo, en un asilo de locos, donde las mujeres recogían flores y se maquillaban y se
ponían corsés ajustados?
Rompió un huevo en un cuenco, otro y luego otro. La extraña e irrefrenable
sonrisa se transformó en un ceño fruncido, y se sorprendió deseando vagamente
haber abofeteado al audaz sheriff la noche anterior. Sin embargo, al mismo tiempo
no apartaba la vista de la puerta y tenía el oído puesto en la escalera, pendiente de
sus pisadas y de la música suave y metálica de sus espuelas.
Cuando Hannah regresó al comedor para servir el café recién hecho, Henry
Allen estaba sentado a la mesa, sumido en conversación con la señorita Green. Tan
caballero como siempre, se levantó y separó la silla de Hannah para que se sentara,
pero en cuanto lo hizo, el joven banquero no se demoró un solo instante antes de
volver a su asiento junto a la recién inventada y rediseñada maestra. Durante unos
minutos fue como si Hannah no existiera, y debería haberle agradado
profundamente, pero la dejó perpleja. Era como verse atrapada en un sueño donde
personas conocidas se comportaban de manera desconocida.
Y luego oyó el leve sonido metálico de las espuelas bajando las escaleras a su
espalda. Su corazón se agitó como una mariposa, y volvió la cabeza justo a tiempo de
ver cómo Delaney dejaba su bolsa de tela en el vestíbulo antes de entrar en el
comedor.
¿Su bolsa de tela? La mariposa en el pecho de Hannah se quedó inmóvil y
pareció convertirse en piedra, cayendo con un golpe seco a su estómago.
—Buenos días —dijo con esa voz grave que le resultaba tan familiar, sacando su
silla y sentándose en ella con lo que a Hannah le pareció una gracia masculina
especial.
—Buenos días, sheriff —trinó la señorita Green.

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—Buenos días, señorita —su mirada de color otoñal se posó en la maestra


durante un largo momento. Una mirada cálida, apreciativa. Ni mucho menos
perpleja por su aspecto provocativo.
Bueno, seguramente estaba acostumbrado a que las mujeres hicieran el ridículo
por él, pensó Hannah.
—Nancy —llamó a su criada con un poco de aspereza—. Por favor, trae otra
taza de café.
Los cuatro se sentaron en cómodo silencio hasta que Nancy entró con estrépito
en el comedor y soltó una taza y un plato delante de Delaney.
—El pan ya casi está hecho —anunció—. Lo traeré en un minuto.
—Yo no quiero, gracias —dijo Delaney. Tomó un sorbo del café humeante, dejó
la taza en el plato y se levantó—. ¿Puedo hablar un momento con usted, señora
Dancer? —ladeó la mandíbula hacia el vestíbulo—. ¿En privado?
—Sí, por supuesto —metió el pico de la servilleta bajo el plato, esperó a que se
levantara de su silla y luego lo siguió a la entrada donde aquella maldita bolsa de tela
se perfilaba de forma ominosa. ¿Qué significaba?
Obtuvo su respuesta de inmediato.
—Me voy, Hannah.
—¿Te vas…? —lo miró a los ojos—. No lo entiendo.
—Esta casa. El testamento de Ezra. Tú —movió la cabeza—. Es una auténtica
locura.
—Sí, lo sé, pero…
—Es tuya —señaló hacia el vestíbulo, las escaleras—. Toda tuya.
Hannah parpadeó. Eso era precisamente lo que quería. ¿No? ¿No? Pero en
aquel momento te sentía tan confundida que dudaba de todo. Ni siquiera sabía qué
decir, así que cuando habló, las palabras fueron una absoluta sorpresa.
—¡Pero me besaste!
Delaney pareció un poco desconcertado, pero sólo por un momento.
—Sí, te besé —levantó la mano para rodear su barbilla, levantando su rostro
hacia él como si fuera a hacerlo otra vez. Luego cerró los ojos por un instante, y la
expresión de su rostro era una mezcla de tristeza y anhelo dulce y doloroso.
Hannah contuvo el aliento.
Pero cuando volvió a abrir los ojos, toda aquella suavidad desapareció. Su
rostro volvía a aparecer severo. Duro como el hierro forjado. Sombrío. Casi cruel.
Incluso su susurro fue áspero cuando dijo:
—Fue un beso de despedida.
La soltó entonces, tomó su escopeta y su bolsa de tela y salió por la puerta.

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Delaney apenas había recorrido media manzana, murmurando entre dientes


todo el tiempo, cuando se le ocurrió pensar que por mucho que quisiera irse de
Newton, irse aquel día, aquel mismo segundo, no era posible. No porque le
importara mucho romper el contrato que había firmado con la ciudad, sino porque
no podía dejar a varios cientos de ciudadanos en las manos inexpertas, tal vez
incompetentes, de Lionel Cole.
Tendría que esperar hasta que un nuevo sheriff llegara a la ciudad. Maldición.
Ya sabía lo que pasaría. El alcalde y el consejo municipal se pondrían nerviosos y
harían tiempo, confiando en que Delaney cambiara de idea hasta forzarlo finalmente
a ir a Dodge City y arrebatar a algún sheriff a los habitantes de aquella ciudad.
Lo mejor sería que partiera hacia Dodge City aquel mismo día, ahorrándose el
penoso trago de la espera.
Y tanto que penoso trago. Lo que sí que resultaba penoso era el espectáculo de
un hombre dejando atrás una fortuna porque estaba huyendo de una mujer. Ésa era
la verdad, por mucho que quisiera negarla. Y no iba a cambiar de idea, o a quedarse
más tiempo del necesario.
Podía sentir la casa detrás de él, incluso la mirada de Hannah en su espalda.
Había visto el dolor en sus ojos cuando le había dicho que su único beso había sido
un beso de despedida. Estaría mejor sin él. Pronto se daría cuenta de ello. Además,
tendría su casa, y sin duda ése era su mayor deseo.
Empujó la puerta de su anterior residencia, el Hotel National, y dejó su bolsa de
tela en frente del monumental escritorio de la corpulenta Alma Spence.
—¿Algún problema para recuperar mi antigua habitación? —le preguntó.
—La alquilé hace media hora —dijo sin ni siquiera levantar la vista de los
papeles—. Lo siento.
—Está bien —cambió de posición, apoyando el rifle en el hombro, empujando
el ala de su sombrero—. Supongo que cualquier otra servirá.
—Estamos llenos.
Delaney bulló en silencio, consciente de que la mujer mentía, que su fuente
principal de entretenimiento era clavar alfileres en los cuartos traseros de los demás,
sobre todo los suyos. Sin embargo, dado su estado de ánimo, decidió que no era el
mejor momento para enfrentarse a la gran Alma Spence. Nunca en su vida le había
puesto la mano a una mujer más que con amor suave o lujuria enérgica, pero siempre
había una primera vez. Y considerando que la todopoderosa Alma pesaba unos
cuatro o cinco kilos más que él, tal vez fuese una pelea entre iguales.
—Está bien —dijo, tomando su bolsa de tela, maldiciendo entre dientes—.
Volveré.
Alma bufó. Luego lo llamó justo cuando salía por la puerta.
—Ah, casi lo olvidaba. Tal vez le interese saber quién es el caballero que está en
su antigua habitación, sheriff.
Delaney volvió la cabeza.

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—¿Ah, sí? ¿Por qué?


—Se llama Dancer —sonrió con malicia—. Dice que es el hijo de Ezra.
Una ventaja de ser el sheriff, pensó Delaney, era que podía meter las narices en
los asuntos de los demás si le apetecía. Por lo general, no lo hacía, pero la llegada de
aquel hombre llamado Dancer suscitó su curiosidad. Y no sólo un poco. Sobre todo
después de mirarlo.
Desde su silla a la entrada de la cárcel, Delaney había visto cómo el tipo salía
del hotel y cruzaba las puertas basculantes del salón Caballo Salvaje. Iba vestido
como un jugador, con un sombrero con poca forma, una corbata de lazo brillante y
un chaleco de brocado, con elegantes chorreras asomando por las mangas de su
chaqueta. Lo más probable era que llevara un buen fajo de billetes en el bolsillo del
chaleco y una pequeña pistola de dos disparos oculta en alguna parte de su persona.
Era el momento, pensó, de hacer una visita oficial al recién llegado y tal vez
satisfacer su curiosidad personal al mismo tiempo. Tomó su escopeta y atravesó la
calle.
El Caballo Salvaje estaba en penumbra. El aire estaba cargado de humo, y el
hecho de que fuera de día parecía no afectar a los hombres que estaban de pie en la
barra o entornando los ojos en la mesa de póquer, tratando de leer las expresiones de
los demás.
Al parecer, Dancer ya había encontrado una partida. Delaney se acercó a la
barra, donde Charlie Marsh le estaba colocando una taza de café humeante sobre el
mostrador.
—Aquí tiene, sheriff —dijo el barman enjuto, y le guiñó el ojo—. A no ser que
esté de humor para algo más fuerte —añadió.
Delaney rió.
—Nada es más fuerte que tu café, Charlie —tomó un sorbo—. ¿Sabes algo sobre
ese tipo de ahí?
El pequeño hombre se encogió de hombros.
—No. No dijo ni una palabra cuando entró. Fue directamente a la mesa. Acaba
de llegar a la ciudad, ¿eh?
Delaney asintió.
—A mí me parece un profesional —dijo Charlie—. Espero que no desplume a
esos chicos. Vivo de los clientes regulares, no sé si me entiende.
Delaney asintió otra vez, entendiendo perfectamente al barman, consciente de
que los jugadores locales de Newton no podían competir con un dandi hábil y con
chorreras como aquel extraño que aseguraba ser el hijo de Ezra Dancer.
—No le quitaré la vista de encima —dijo Delaney, confiando en tranquilizar a
Charlie.
—Se lo agradezco, sheriff —el preocupado barman se alejó para servir una
cerveza a otro cliente.

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Vigilarlo era lo único que podía hacer de momento, pensó Delaney. Una de las
primeras lecciones que aprendía todo defensor de la ley era que interrumpir una
partida era buscar pelea, como mínimo, y una bala a lo peor, sobre todo del hombre
que estuviera ganando. Y no había duda de que aquel tipo llamado Dancer estaba
ganando. Desde donde Delaney estaba junto al bar, el extraño estaba recogiendo
billetes y monedas con unas manos cuidadas bajo un puño con chorreras.
No era un niño. Debía tener al menos treinta años, a juzgar por las arrugas de
su rostro. Pero Ezra tenía más de cincuenta, así que no era imposible que se hubiera
casado antes de contraer matrimonio con Hannah y viajar a Kansas. ¿Dónde decían
que había vivido antes? ¿En San Francisco?
Mientras terminaba el café, las preguntas seguían formándose en su cabeza.
¿Conocía Hannah la existencia de aquel hombre? ¿Sabía el hijo de Ezra que tenía una
hermosa madrastra unos pocos años más joven que él?
Y luego estaba la pregunta más crucial de todas. ¿Por qué le preocupaba tanto si
estaba pensando en marcharse?
La partida duró hasta las dos de la tarde, hora en la que Dancer emergió del
Caballo Salvaje con el sombrero ladeado con presunción y con cara de ganador.
Como un zorro astuto que acabara de limpiar el gallinero. Miró calle arriba, calle
abajo, como si tratara de decidir qué otro antro de juego debía saquear a
continuación.
Por un momento, sus ojos se posaron en la silla donde el sheriff estaba sentado.
El jugador asintió ligeramente, en reconocimiento de la insignia, como si quisiera
decir que no quería causar daño alguno. Delaney asintió a modo de respuesta,
declarando en silencio que lo estaba vigilando y que sería mejor que no creara
problemas. Flexionó la mano derecha instintivamente, como si sus nervios heridos
respondieran a un chasquido de peligro en el aire.
Incluso desde el otro lado de la calle, Delaney vio cómo el hombre esbozaba una
sonrisa. Luego dio media vuelta, caminó a paso firme por la acera, se volvió otra vez
y en lugar de entrar en otro salón, subió las escaleras del despacho de Abel Fairfax.
De modo que había ido allí a hacer algo más que jugar. En cuanto la idea cruzó
por su mente, Delaney se dijo que debía olvidarla. A no ser que fuera en contra de la
ley, el hijo de Ezra ya no era asunto suyo. Hannah ya no era asunto suyo.
Entonces, para reforzar su decisión, entró en su oficina, sacó una hoja del cajón
y empezó a redactar su dimisión. Efectiva de inmediato. Aquel mismo día. Al diablo
con andar esperando a un sustituto cualificado.

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Capítulo Doce
Hannah estaba de pie en el umbral de la antigua habitación de Ezra,
observando cómo Nancy quitaba las sábanas de la cama donde el sheriff había
dormido la noche antes. Le había dicho que lo hiciera en cuanto Delaney salió por la
puerta. Y cuando Nancy protestó, Hannah le había gritado:
—¡Ahora! ¿Me oyes? ¡Ahora mismo!
La joven había subido las escaleras pesadamente y Hannah la había seguido.
Pisando con fuerza. Furiosa.
Estaba tan enfadada que tenía pensado quemar las sábanas y las fundas en
lugar de lavarlas. ¡Irse de esa manera! ¿Cómo era capaz? Y después de aquel beso.
Aquel beso ardiente que tan caballerosamente relegaba a la categoría de un adiós.
Pero cuando las sábanas acabaron hechas un ovillo en el centro del colchón, la
furia de Hannah se disipó.
—Yo terminaré con esto —dijo, indicándole a Nancy que saliera de la
habitación—. Baja y ocúpate del resto del desayuno.
La joven suspiró.
—Están casi limpias —protestó—. Caramba, sólo ha dormido aquí dos noches.
A mí me parece…
—Es suficiente —le espetó Hannah—. Cierra la puerta al salir, Nancy.
Una vez sola, Hannah se quedó mirando la cama arrugada. No había forma de
saber, una vez quitadas las sábanas, si Delaney había descansado o había dado
vueltas durante horas toda la noche. Las almohadas estaban al pie de la cama, lo que
parecía extraño, pero Nancy podría haberlas puesto allí para quitar las sábanas. Si
no, tal vez Delaney había dormido con la cabeza al pie de la cama, despreciando el
retrato de la pared opuesta, o sintiéndose culpable cada vez que lo miraba o, lo más
probable, ignorando por completo su imagen.
Paseó la mirada por la habitación, confiando vagamente en que Delaney se
hubiese dejado algo. Un peine roto o un calcetín gastado. Pero no había nada que
indicara que había pasado allí un solo momento, y mucho menos varias noches.
Lágrimas ardientes empezaron a inundar los ojos de Hannah. No se había sentido
tan abandonada cuando Ezra la había dejado. No había sentido aquella necesidad
imperiosa de buscar sus posesiones, de saborear cada objeto que pudiera haber
tocado, de llorar por la falta de un pequeño recuerdo.
Con paso vacilante, se sentó sobre el colchón y recogió el atado de sábanas,
experimentando una profunda decepción al notarlas frías, sin el calor del cuerpo de
Delaney. Enterró el rostro en los pliegues, llevada por la necesidad de inspirar una
pizca de su aroma. Pero no había nada más que olor a jabón y el leve aroma de
eucalipto que impregnaba toda la casa.

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Se había ido, sin dejar rastro, y era como si nunca hubiera estado allí. Como si lo
hubiera soñado.
Pero si sólo, había sido un sueño, ya había terminado. Hannah estaba despierta,
y con los ojos muy abiertos.
—Para bien —murmuró, juntando las sábanas con firmeza. La casa era suya,
Delaney lo había dicho. Aun así, pensaba ocuparse de las legalidades, por si acaso
cambiaba de idea.
—Hay un caballero abajo que quiere verla. Hannah levantó la barbilla. Sus
manos se abrieron, y el libro que tenía en el regazo cayó a1 suelo.
—Me he quedado dormida —dijo—. ¿Qué hora es, Nancy?
—Casi las cuatro. ¿Qué quiere que le diga al caballero?
—¿Quién es?
La joven se encogió de hombros.
—No sé. Un dandi acicalado. Tal vez quiera alquilar una habitación.
Hannah se puso en pie y se alisó la falda, murmurando:
—Helará en el infierno antes de que deje entrar a otro hombre en esta casa.
—¿Entonces, quiere que lo eche?
—No. Iré a verlo. ¿Te ha dicho cómo se llama? —Nancy movió la cabeza en
señal de negativa—. Está bien. Dile que ahora mismo bajo.
Hannah se echó un poco de agua a la cara, se arregló unos mechones rebeldes y
se cerró el botón del cuello que se había desabrochado antes.
No solía quedarse dormida a mitad de la tarde. Se sentía como en una nebulosa,
con la mirada un poco turbia. Se secó la cara, inspiró profundamente y apretó los
labios. Lo último que necesitaba era otro dandi acicalado alojándose en su casa,
pensó, bajando las escaleras.
El hombre estaba de pie en el vestíbulo, de espaldas a las escaleras, con el
sombrero en la mano. Y tanto que dandi, pensó Hannah, al ver su traje elegante y
puños con chorreras. Tenía el pelo negro, peinado hacia atrás con brillantina.
Se volvió al oír sus pasos, permitiéndole ver sus rasgos esculpidos y ojos
sorprendentemente azules. Había algo tan familiar…
—¿Cómo está? —Hannah extendió la mano al llegar al pie de la escalera—. Soy
la señora Dancer.
El hombre tomó su mano, la estrechó educadamente y no la soltó cuando dijo:
—De modo que tú eres la pequeña furcia con la que se juntó mi padre. No sé
por qué, pero te había imaginado de otra forma.
Hannah parpadeó, sin saber si lo había oído bien, aterrorizada de haberlo
hecho. Trató en vano de retirar la mano, pero el hombre la apretó con más fuerza.
—Soy el hijo. Alec. ¿O es que el viejo no te lo dijo?

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Cuando Hannah fue incapaz de contestar, dijo:


—¿No? Ya veo por tu expresión que se olvidó de mencionarme. ¿Y mi madre?
¿Tampoco te ha hablado de ella? Por un momento parecía que el extraño estaba
hablando en una lengua extranjera que Hannah sólo comprendía parcialmente. Las
palabras que pronunciaba tenían significados, pero unidos, no tenían sentido. Se
quedó allí de pie, muda, idiotizada.
—¿Te ha comido la lengua el gato?
—No. Yo… —no sabía qué decir.
—Tal vez sea mejor que le hable al viejo. ¿Dónde está ese bastardo?
—¿Dónde está…?
—Mira, estoy cansado de jueguecitos —deslizó la mano hasta su muñeca,
retorciéndola—. Ahora, dime, ¿dónde está mi padre? ¿Dónde demonios está?
—Suélteme. Por favor —forcejeó para liberarse—. Ezra ha muerto.
—¿Que ha qué?
—Murió hace tres semanas. Estaba enfermo. Se… se suicidó.
—¿Mi padre ha muerto?
Alec Dancer pareció atónito, incapaz de asimilar la información. Sus ojos de un
azul intenso escrutaron el rostro de Hannah, y entonces se dio cuenta de que eran los
ojos de Ezra. Idénticos en color y forma. Y los ángulos de su rostro también eran los
mismos. Se sentía como si estuviera mirando a un joven Ezra. Ezra diez años antes de
conocerlo. No había duda de que aquél era su hijo. A pesar de que seguía
presionándole dolorosamente la muñeca, Hannah sintió cierta lástima por él.
Después de todo, acababa de enterarse de que su padre había muerto.
—Lo siento —le dijo.
—Lo sientes —el tono era tan plano como su expresión al repetir sus palabras—
. Lo sientes —dijo otra vez. Le soltó la muñeca, exhaló un pequeño suspiro de
congoja y luego prorrumpió en carcajadas. Alec Dancer rió hasta que las lágrimas se
derramaron de sus brillantes ojos azules.
Hannah invitó al hombre a quedarse a cenar a pesar de que la había llamado
furcia. O tal vez lo había hecho para demostrarle que era una auténtica dama. Su
sentido común quería disuadirla, pero decidió que era lo correcto teniendo en cuenta
que era el hijo de Ezra.
¡El hijo de Ezra!
Se meció atrás y adelante en la mecedora de su habitación, donde se había
retirado después de que Alec Dancer dejara de reír el tiempo suficiente para aceptar
la invitación y ponerse cómodo con una copa de jerez en el salón principal.
Hannah se sentía de cualquier manera menos cómoda. Estaba sentada con los
brazos firmemente cruzados contra su pecho, mordiéndose el labio inferior.

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¡El hijo de Ezra! Y, para más inri, una esposa en algún lugar de California, en
algún momento de su pasado. Ezra nunca había dicho una palabra sobre ninguno de
los dos. Hannah había dado por hecho que estaba solo en el mundo, igual que ella.
¿Por qué la había engañado?
No dudaba ni por un momento que era Ezra el que la había engañado, en lugar
del hombre que estaba sentado en el piso de abajo, bebiendo jerez y leyendo la
Gazeta semanal. El parecido era demasiado impactante para negarlo. Era indiscutible
que se trataba de su hijo. Y un hijo que parecía inmensamente complacido al
descubrir que era un huérfano, tal vez un heredero.
Cielo santo, se preguntó, ¿le habría dado Delaney un respiro aquella mañana
sólo para que, acto seguido, aquel inesperado extraño se presentara a arrebatarle la
casa?
La cena fue horrenda aquella noche. Teniendo que apañárselas sola en la cocina
mientras Hannah se mecía y estaba en ascuas en el piso de arriba, Nancy no sólo se
las había arreglado para quemar los panecillos, sino también las costillas de cerdo. El
puré de patatas tenía grumos del tamaño de pequeñas cebollas, apenas un poco más
grandes que los grumos de la salsa de la carne.
Cuando Hannah llevó una fuente al comedor, sus huéspedes y su invitado
estaban sentados a la mesa. Alec Dancer se había arrellanado en la silla de Ezra a la
cabecera de la mesa y parecía estar prestando una atención casi galante a Florence
Green.
De ello, Hannah dedujo que ya se habían hecho las presentaciones. Bien, pensó.
Al menos eso le ahorraría hacer del todo el ridículo. Así sólo lo haría parcialmente
por no conocer la existencia del hijo de Ezra, por no hablar de su esposa.
Cuando Henry Allen no se puso inmediatamente de pie para ayudarla a
sentarse, como era su costumbre, Abel se levantó de su silla e hizo los honores.
—Gracias, Abel —dijo Hannah, acomodándose al pie déla mesa—. Por favor,
empezad a comer. Deduzco que ya conocéis a nuestro invitado.
Todos asintieron, incluido un sí entusiasta de la maestra, que estaba engalanada
tan chillonamente como aquella mañana. Ella y Dancer el Dandi hacían una pareja
perfecta, pensó Hannah con crueldad.
—¿Dónde está Delaney? —preguntó Abel.
—El sheriff se marchó esta mañana —dijo, tomando el tenedor y tratando de
parecer natural—. No va a volver.
Henry emitió un pequeño bufido de alivio. Si Florence la oyó, estaba demasiado
sumida en su conversación con Alec para reaccionar a la noticia sobre el sheriff. Pero
la expresión de Abel se alteró dramáticamente.
—Cielos —dijo—. Cielos —luego se inclinó hacia Hannah—. Debo hablar
contigo más tarde —susurró—. En privado. Es urgente.

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Cuando la mirada de Abel se desvió ominosamente hacia la cabecera de la


mesa, Hannah sintió que se le encogía el corazón. Y después, bien podía estar
comiendo serrín por lo poco que saboreó la cena.
Abel la estaba esperando en el salón después de que Hannah secara las copas
que tenían tendencia a caerse de las manos no tan delicadas de Nancy.
—¿A qué viene tanta urgencia, Abel? —cerró las puertas del salón a su
espalda—. ¿Se puede saber qué pasa?
—¿Sabías que Ezra tenía un hijo?
—No. Nunca habló una palabra sobre él —se sentó a su lado en el sofá—.
¿Deduzco que tú estás igual de sorprendido? El hombre asintió.
—Vino a verme a mi despacho hace unas horas. Eludí todas sus preguntas,
Hannah. Ni siquiera le dije que Ezra estaba muerto. Ese hombre no me inspira nada
bueno, te lo advierto.
—Eso pensaba yo.
—Aun así —continuó Abel—, no creo que haya ningún problema legal. Con el
testamento de Ezra, quiero decir. Establece muy claramente que Delaney hereda su
casa.
Hannah movió la cabeza.
—No la quiere.
—¿Cómo?
—El sheriff se marchó esta mañana, Abel. Dijo que no quería tener nada más
que ver con este lugar —Hannah forzó una pequeña sonrisa mientras se alisaba la
falda—. Ni conmigo, por cierto.
—Cielos —se inclinó ligeramente hacia delante, frunciendo sus cejas grises—.
¿Entonces, Delaney piensa renunciar a su derecho sobre la casa?
—Sí, eso entendí.
—Está bien —parecía estar pensando en voz alta en aquellos momentos,
mirando al vacío en lugar de a Hannah—. Tendré que estudiar las legalidades, claro,
pero no creo que eso presente ningún problema. El hecho de que Ezra no te dejara la
casa directamente a ti, me refiero.
—Bueno, Delaney no la quiere.
—Sí, sí, lo sé. Pero el joven Dancer, en cambio, sí. No lo ha dicho directamente,
pero he concluido que ése es su plan.
Fue el turno de Hannah de inclinarse hacia delante y suspirar:
—Cielos.
Abel le dio unas palmaditas en la mano.

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—No pasa nada, Hannah. Todo saldrá bien. Estoy seguro de que Alec Dancer
no tiene ninguna posibilidad, querida. Después de todo, eres legalmente la esposa de
Ezra. Y en eso basaremos nuestra defensa, si es necesario.
Hannah no contestó. No podía hablar. El ambiente del salón estaba tan cargado
y resultaba tan opresivo que apenas podía respirar mientras las palabras daban
vueltas en su cabeza una y otra vez.
«Y en eso basaremos nuestra defensa, si es necesario».
Pero Hannah sabía perfectamente que, de ser necesario, no habría defensa. No
habría defensa posible.

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Capítulo Trece
Delaney estaba sentado observando otra puesta de sol, poco deseoso de que
llegara la hora de entrar en la cárcel y dormir en una de las celdas húmedas y
malsanas. No se había molestado en enfrentarse otra vez a Alma Spence para
conseguir una habitación en el National, pensando en que podría tolerar una noche o
dos durmiendo en un colchón plano como una torta, en su oficina.
Su dimisión seguía cerrada bajo llave en el cajón superior de su escritorio. Era
patética, escrita con su mano derecha. Casi le avergonzaba que alguien leyera su letra
temblorosa y enrevesada, como la de los ancianos balbucientes y medio ciegos. Sus
días de gloria como calígrafo habían quedado atrás, pensó lúgubremente, así como
los premios por su puntería.
—Vanidad —murmuró con cierto disgusto. Pero no era eso y lo sabía. La bala
del año anterior le había despojado de un sentimiento de entereza que no tenía nada
que ver con la presunción, sino con ser un hombre. Era tan sencillo como eso, e igual
de complicado. Estaba acostumbrado a tener el control, tanto si se trataba de usar
una pistola como de escribir palabras legibles en una hoja.
Parecía haber perdido esas capacidades con su mano floja. Sí, claro. Todavía
podía causar un daño considerable con una escopeta y firmar aunque pareciera la
firma de un viejo artrítico. Hasta conseguía, más o menos, desabrocharse los botones
con la mano izquierda cuando la derecha le fallaba. Pero ser apto nunca había sido el
estilo de Delaney. Estaba acostumbrado a ser el mejor.
Hannah. Su nombre resonaba en su cabeza como una vieja y familiar melodía.
Ojalá nunca la hubiese conocido. Ojalá la hubiese conocido cuando era mejor
hombre. Un hombre entero. Antes de convertirse en un desperfecto.
Suspiró. Luego, haciendo un intento por borrar a la mujer de su mente, trató de
poner nombres a los transeúntes, los hombres y mujeres que habían salido a dar un
paseo o salían y entraban por las puertas por distintas razones.
Sam Kennett salió de la farmacia, cerró la puerta con llave, comprobó que
estaba bien cerrada, como de costumbre, y luego se dirigió hacia el salón Caballo
Salvaje, donde Delaney sabía que aquel cauteloso hombre se tomaría una cerveza
antes de irse a su casa.
La vieja y jorobada Ada Murphy salió de una puerta lateral del National, donde
había trabajado todo el día bajo los ojos pequeños y brillantes y la lengua lacerante de
Alma Spence. Ada iría a su casa a limpiar y preparar la cena para el inútil de su
marido, Ed.
El joven Dick Hutchins pasó a caballo con su yegua recién domada. La había
comprado la semana anterior en Dodge.
—Buenas noches, sheriff —lo saludó.
—¿Cómo está la yegua? —le preguntó Delaney.
—Se está acostumbrando bien a la brida. Muy bien. Gracias por preguntar.

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La calle se quedó de nuevo en silencio. El polvo se asentó. Y Delaney no pudo


evitar pensar en el aprecio que había tomado a Newton y a sus ciudadanos, que eran
amistosos y trabajadores en su mayor parte. No había imaginado que se apegaría a la
ciudad, considerándola simplemente como un alto en el camino entre Dodge City y
Tombstone, como un lugar en el que sanar entre trabajos peligrosos.
Pero realmente no había sanado, ¿no? Al menos, no lo bastante. Y Newton,
aquel alto en el camino, empezaba a parecerle más su casa que ninguna ciudad en la
que hubiera estado en los últimos años.
—¿Podría hablar contigo unos minutos?
Delaney estaba tan absorto en sus pensamientos que no había visto a Abel
Fairfax acercándose. El hombre estaba de pie a su lado, y no pudo evitar darse cuenta
de su expresión preocupada en su rostro normalmente pálido. Tenía el ceño fruncido
y los labios fláccidos como una bandera hecha jirones.
—Siéntate, Abel —hizo un gesto a su espalda—. Acerca esa silla.
Después de que el hombre se sentara con un profundo suspiro, Delaney le
preguntó:
—¿Te preocupa algo?
—Algo —murmuró mientras entrelazaba las manos sobre su vientre—. Esto no
está saliendo como debía.
Delaney no tenía la menor idea de a qué se estaba refiriendo Abel, pero supuso
que el hombre iría finalmente al grano. Además, no le importaba conversar un poco
para olvidarse de sus patéticos problemas. Más bien, lo agradecía.
—Hannah me ha dicho que has renunciado a tu herencia. Que no quieres la
casa.
—Cierto.
Abel se quedó en silencio por un momento, como si meditara la respuesta seca
de Delaney. Como si hubiera algo que meditar. No lo había, al menos en lo referente
a Delaney.
—¿Por qué?
La pregunta de Abel lo tomó por sorpresa. No era la que Delaney esperaba. Ni
podía contestarla con sinceridad sin parecer mil veces estúpido. Sintió que se
contraía un músculo de su mejilla.
—Me voy de la ciudad —dijo—. A Arizona. No tiene sentido que ponga a mi
nombre esa casa si no voy a estar aquí para cuidarla. Y si la vendiera… —entornó los
ojos hacia el sol y forzó una pequeña sonrisa—. Bueno, diablos, Abel. ¿Qué sentido
tiene? De todas formas despilfarraría el dinero.
—No te tienes en mucha estima, hijo —dijo el hombre en voz baja.
—Tal vez no —corroboró Delaney.
—Ezra pensaba muy bien de ti. Como toda la gente de esta ciudad.

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—Sí, bueno…
—Que sientan respeto hacia uno no es algo de lo que burlarse. Ni algo de lo que
uno escapa fácilmente. En mi opinión no, al menos.
Delaney continuó mirando al oeste. En silencio.
—Supongo que preferirás que me ahorre mis opiniones —Abel rió con
suavidad por un momento y luego su tono se volvió otra vez solemne—. No puedo
hacerlo. Al menos, en este caso. Se lo debo a mi amigo Ezra, tengo que encargarme
de que Hannah no pierda esa casa.
—Ya le dije…
—Sé lo que le dijiste. Que renuncias a tu derecho. Pero eso ahora no importa.
Delaney dejó que el sol desapareciera en el horizonte y posó la mirada en el
hombre que estaba a su lado.
—¿Y eso por qué?
—¿Sabes quién se ha presentado hoy en la ciudad?
—¿El hijo? —Abel asintió—. No sé qué tiene que ver. ¿Crees que va a recurrir el
testamento?
Abel volvió a asentir.
—Puedo apostar mi vida por ello. No sabía que su padre había muerto. Su
madre falleció la primavera pasada después de que le exprimiera hasta el último
penique que Ezra le hacía llegar. Así que vino en busca de Ezra. En busca de dinero
para saldar algunas deudas de juego. Deudas. Tan cuantiosas que podrían costarle la
vida.
—¿Te contó todo eso?
—Con rodeos. Vino a verme para hacerse una idea concreta de los bienes de su
padre antes de intentar sonsacarle una fortuna. No le dije gran cosa. Pero ahora sabe
que Ezra está muerto y que esos bienes están libres, al menos en opinión de Alec
Dancer.
—No veo cómo eso afecta a que yo haya renunciado a la casa. Tal vez Ezra me
la dejara a mí, pero a fin de cuentas, Hannah es su viuda.
—Ah —lo interrumpió Abel—. Ése es el problema.
—¿Qué quieres decir?
—Hannah. Verás, no es su viuda. Nunca llegó a ser su esposa.
Aquélla era la clase de noticia que mantenía a un hombre con la mirada fija en
el techo toda la noche. En el caso de Delaney, el techo estaba agrietado y la pintura
estaba levantada sobre el catre raquítico de una de las celdas. Había dejado una
lámpara encendida en su escritorio, y arrojaba unas sombras desproporcionadas
sobre las paredes de la cárcel.
«Nunca llegó a ser su esposa».

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Abel no había podido decir mucho más porque se oyó un grito y el ruido de los
cascos incontrolados de la yegua de Dick Hutchins, que corría sin jinete por el centro
de la calle Main. Delaney había tenido que perseguir a la yegua hasta Beech Creek
antes de poder atrapar sus riendas. Cuando regresó con el reacio animal a la ciudad,
ya era de noche y Abel Fairfax había desaparecido.
«Nunca llegó a ser su esposa».
A falta de almohada, Delaney entrelazó los brazos detrás de la cabeza. Le
costaba imaginar a Hannah como la amante de Ezra después de pasar tanto tiempo
eludiéndola creyendo que era su esposa. Le parecía casi imposible imaginarla como
la clase de mujer que viviría con un hombre sin el amparo del sagrado matrimonio.
Tampoco la culpaba por ello. Conocía a muchas buenas mujeres, Mattie la
compañera de Wyatt y Kate la compañera de Doc, por nombrar a dos de ellas, que no
estaban casadas con sus hombres por una u otra razón. Aun así, Ezra no le parecía la
clase de hombre que se negaría a hacer de su acompañante una mujer honesta. Sobre
todo una mujer como Hannah.
Suspiró con aspereza mientras se daba media vuelta, tratando de sumirse en el
olvido del sueño. Pensara lo que pensara sobre Hannah y sus circunstancias, pasadas
o presentes, no importaba. En cuanto a su futuro… bueno… no estaría allí para verlo,
¿no?
Cuando el reloj del vestíbulo dio las doce, Hannah se incorporó de golpe en la
cama.
—Haz algo —dijo en voz alta—. Tienes que hacer algo.
¿Pero qué?
Cayó de espaldas sobre la almohada, con la mente vacía de todo menos de
preocupación, con el corazón tan lleno de pavor que parecía hundirse cada vez más
en el colchón.
Era inútil sentirse furiosa con Ezra por su engaño y por la situación precaria en
la que la había colocado. En el fondo, Hannah sabía que lo había hecho sin malicia,
pero no entendía en qué había estado pensando.
Lo que sí que sabía era que preocuparse no solucionaba los problemas. Y si
seguía echada en la cama, dando vueltas al asunto en cuestión, tarde o temprano
acabaría en la calle sin ni siquiera una cama en la que preocuparse. Catorce años
antes había vivido sin hogar y no quería repetir la experiencia. Al menos si podía
evitarlo. Y tal vez, sólo tal vez, podía.
«Por favor, que todavía esté en la ciudad», rezó.
Echó a un lado las sábanas y casi saltó de la cama. Luego, sin encender la
lámpara, se puso la ropa que se había quitado antes, se metió los zapatos, se cepilló
rápidamente el pelo y salió de puntillas al pasillo.
Hasta que no estaba a mitad de la escalera, no se dio cuenta de que había
alguien subiendo con el mismo cuidado.

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—¡Dios mío, Florence! Me has dado un susto de muerte. ¿Qué haces levantada a
estas horas de la noche?
—¿Tan tarde es? —susurró la maestra.
—Más de medianoche.
—¡Caramba! —Florence soltó una risita detrás de la mano—. No lo sabía.
Incluso en la oscuridad, Hannah podía ver que el equilibrio de la joven mujer
dejaba un poco que desear. Y si no se equivocaba, había un ápice de alcohol en su
aliento.
—Estaba dando un paseo con Alec —dijo—. Lo hemos pasado tan bien.
—¿Un paseo? ¿Todo este tiempo?
—Bueno… —Florence soltó otra risita—. Reconozco que paramos a tomar algo.
Hannah confiaba en que fuera sólo para eso para lo que habían parado, y
estuvo a punto de decirlo cuando recordó que Florence Green era mayor de edad y
tenía derecho a cometer errores si así lo deseaba. Qué mujer más tonta y voluble. No
había tardado mucho en transferir sus afectos del sheriff al dandi repeinado, pensó
Hannah con cierto disgusto.
—Bueno, agárrate fuerte a la barandilla, Florence. No quiero que caigas por el
hueco de la escalera y te rompas los huesos. Hannah pasó junto a la maestra
borrachina y siguió bajando los peldaños.
—Buenas noches, señora Dancer —Florence suspiró—. Qué nombre tan bonito.
Señora Dancer. Vaya, casi parece una hermosa melodía. Qué afortunada es usted —
emitió otro pequeño suspiro húmedo y subió a paso vacilante las escaleras.
Al salir por la puerta principal, Hannah no se sintió ni afortunada ni bendecida
con un hermoso nombre. No era la señora Dancer. Nunca lo había sido. Ezra se
limitó a prestarle su apellido.
Recorrió a pie la senda de ladrillos, a través de las sombras profundas de los
olmos. La noche era silenciosa y cálida, y una pequeña brisa agitó su melena suelta.
Las cigarras cantaban sobre su cabeza y los grillos chirriaban a sus pies. Por un
momento, Hannah se sorprendió envidiando a Florence por el paseo en aquella
noche deliciosa de verano, y se preguntó si alguna vez volvería a caminar con su
mano puesta delicadamente sobre el brazo fuerte y cálido de un hombre.
Cuánto echaba eso de menos, pensó. Pero era el menor de sus problemas en
aquellos momentos. Si no hacía algo para resolver su situación actual, pronto echaría
de menos mucho más que un paseo en compañía de un hombre. Así que apretó el
paso por la calle con los ojos fijos en su destino… la oficina del sheriff, donde una luz
suave brillaba por la ventana incluso a aquella hora tan tardía.
Al principio, Delaney ignoró el suave golpe en la puerta. Si había problemas,
los golpes se incrementarían y entonces se levantaría y haría el trabajo. Pero si
solamente era un transeúnte nocturno que buscaba un poco de conversación, no
quería saber nada. Se colocó sobre el lado izquierdo, de espaldas a la puerta.

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Volvieron a oírse los golpes, en aquella ocasión, un poco más persistentes. Y


luego la voz de Hannah.
—¿Delaney? ¿Estás ahí?
Ojalá no estuviera. Ojalá estuviera en otro lugar y no en aquél, donde la mujer
que deseaba con tanta fiereza estaba justo al otro lado de la puerta. Después de
medianoche. Y llamando. ¿Qué diablos quería?
Se incorporó sobre el colchón y se sentó mientras los golpes continuaban.
—Un minuto —dijo, frotándose los ojos, deslizándose los dedos por el pelo,
maldiciendo entre dientes todo el tiempo—. La puerta está abierta. Deja de llamar,
Hannah. Entra de una vez. En realidad confiaba en que su rudeza intencionada la
enfureciera lo bastante como para maldecirlo y marcharse, pero no tuvo tanta suerte.
El pomo giró lentamente y la puerta se entreabrió unos centímetros.
—¿Delaney?
—Sí —gruñó. La puerta se abrió unos centímetros más—. Bueno, pasa si vas a
pasar —parecía un oso al que hubieran despertado después de un largo invierno—.
Vamos —añadió con un poco más de hospitalidad.
Luego Hannah entró, y la luz de la lámpara bruñó su pelo largo y suelto,
haciendo que pareciera fuego líquido sobre sus hombros. El corazón de Delaney se
convirtió al instante en un puño duro en el pecho.
—Te he despertado —le dijo—. Lo siento.
—No pasa nada —prefería morir a decirle que no había podido dormir porque
su mente estaba tan llena de ella que no daba cabida al sueño.
Se levantó y salió de la celda en dirección a su escritorio, donde apoyó la cadera
en una esquina y cruzó los brazos Casi pudo sentir cómo su ceño desaparecía al
contemplar su bonito rostro. ¿Cuánto tiempo podía un hombre, un mero mortal,
resistir la belleza de un ángel pelirrojo?
—Es tarde —dijo en voz baja—. No deberías haber salido sola. Hannah
permaneció allí de pie, mirando fijamente el suelo, mordiéndose el labio inferior
durante tanto tiempo que Delaney pensó que nunca iba a hablar. Finalmente levantó
los ojos y lo miró.
—Ayúdame, Delaney. Por favor.
—¿Que te ayude? —soltó una carcajada amarga—. Si ni siquiera puedo
ayudarme a mí mismo.
—¿Has oído que el hijo de Ezra se ha presentado en la ciudad?
—Lo he oído.
—Ha venido por una única razón. Dinero. Confiaba en pedirle prestado a su
padre todo lo que pudiera. Pero ahora que Ezra ha muerto, estoy convencida de que
quiere quedarse con la casa.

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Delaney sabía todo eso y más, pero sentía curiosidad por ver si Hannah, en su
desesperación, le diría toda la verdad, o si su orgullo prevalecería y preferiría perder
la casa que reconocer que había vivido con Ezra fuera del matrimonio.
—Me cuesta imaginar un tribunal que se decante por un hijo vividor antes que
por una viuda —dijo—. Yo que tú no me preocuparía.
Hannah volvió a consultar con el suelo y se mordió el labio inferior.
—No lo entiendes —dijo con voz de niña.
—No, supongo que no.
La estaba poniendo a prueba, comprendió Delaney de repente. Y cruelmente.
La estaba incitando a que le mintiera para así sentirse justificado y libre de culpa
cuando le dijera que no, que no pensaba ayudarla. Que había acabado con ella.
—Bueno, no es fácil de explicar.
—Inténtalo —le dijo. Lo que quería decir era: «adelante, miente».
Hannah lo miró a los ojos y habló con lentitud.
—Ezra y yo estuvimos juntos durante catorce años. Utilizaba su apellido,
Delaney, pero no… —carraspeó al sentir que las palabras se le atravesaban en la
garganta—. Nunca estuvimos casados. No soy su viuda. ¿Te choca?
Lo que le chocaba era que le hubiese dicho la verdad, que aquella hermosa
mujer hubiese puesto su reputación en sus manos. ¿Tanto confiaba en él? ¿O era
simplemente una prueba de su desesperación?
—¿Que si me choca? —movió la cabeza—. No. Pero reconozco que nunca lo
habría adivinado. Interpretabas muy bien tu papel. Ezra también.
—Sí, supongo que sí.
—¿Quién de los dos no quiso formalizar la unión? —preguntó.
—Ezra. Claro que yo nunca sospeché que era porque ya tenía una esposa en
California. Pensé que era porque…
Hannah se calló a mitad de frase, apretando los labios. Ya había hablado
demasiado, concluyó. Delaney no tenía que conocer todos los detalles íntimos de su
relación con Ezra.
Claro que de repente se le ocurrió pensar que era mejor, perfecto, en realidad, si
Delaney daba por hecho que era una mujer caída en desgracia que hacía tiempo que
vivía en pecado. Aquella idea, ese aura de abandono sexual, tal vez la volviera más
atractiva a sus ojos.
Y en aquellos momentos, Hannah quería que la deseara desesperadamente, que
necesitara hacer mucho más que besarla.
Se había presentado allí aquella noche sin saber exactamente qué iba a decir o
cómo iba a solicitar la ayuda del sheriff. De repente, lo supo. Fue como una
revelación. Se acercó más aún a donde estaba sentado en la esquina de la mesa.
—Cásate conmigo, Delaney —le dijo—. Haré que no te arrepientas.

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Capítulo Catorce
Delaney rió. No pudo evitarlo. Inmediatamente después, se disculpó al ver que
la bonita boca de Hannah se curvaba hacia abajo y que sus ojos verdes brillaban con
lágrimas.
—Lo siento. ¡Dios! —exclamó—. Me has tomado por sorpresa.
Hannah se puso un poco rígida, apretó los labios y elevó la barbilla.
—¿Tan descabellado es que nos casemos?
—¿Para impedir que un jugador codicioso y vividor se quede con la casa? Sí —
asintió—. Me parece bastante descabellado, Hannah, para serte sincero. He oído
muchos motivos para contraer matrimonio con una persona, pero desde luego ése no
es uno de ellos.
—¿Y la idea de casarte conmigo no tiene ningún atractivo para ti? —le preguntó
al tiempo que se acercaba un poco más a él. Estaba de pie tan cerca que Delaney
pudo sentir el contacto de la pierna de Hannah con su muslo a través de las faldas de
su vestido. Era una distracción infernal, así que cambió un poco de postura,
reduciendo el roce.
—La idea de estar casado, a secas, no tiene mucho atractivo —dijo—. No soy
esa clase de hombre.
—¿Y qué clase de hombre eres exactamente, Delaney?
—No del que tú quieres. O necesitas. Créeme.
Lo dijo casi con aspereza porque no se fiaba de sus propios sentimientos en
aquellos instantes. Como si hubiera algo que deseara más en el mundo que estar con
aquella mujer, poseerla de todas las maneras en las que un hombre poseía a una
mujer. Pero era cierto lo que le había dicho. Delaney no era lo que pensaba que
necesitaba o quería.
—Es muy presuntuoso de tu parte creer que sabes exactamente lo que quiero o
necesito —fue el turno de Hannah de reír con suavidad. Movió la cabeza—. Ni
siquiera yo estoy segura de eso. Pero sé que podríamos llegar a algún tipo de
acuerdo, tú y yo. Un acuerdo que nos beneficiara a los dos.
Delaney ladeó la cabeza y contempló su mirada atrevida.
—Es ir muy lejos por una propiedad, Hannah. Te estás vendiendo por ¿qué?
¿Diez o doce habitaciones y un acre de césped?
—No hace falta que hagas que parezca algo tan frío y calculado —dijo con
indignación.
—¿Y no lo es?
—Bueno, no —suspiró como si quisiera hallar una palabra. Es… bueno… es un
plan.
—Un plan —repitió Delaney—. ¿Por qué no planeas casarte con el jugador?

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—¿Casarme con Alec Dancer? Eso es absurdo.


—No veo por qué.
—Porque no lo am… —cerró la boca, con expresión sorprendida si no perpleja.
Se llevó la mano a los labios y parpadeó—. Lo que quería decir era…
Delaney no sabía qué había querido decir, pero sabía que lo que había dicho,
aunque a medias, era «Porque no lo amo». Nadie había hablado de amor, pensó, a no
ser que hubiese interpretado al revés toda la conversación. Claro que era una
posibilidad, teniendo en cuenta cómo lo confundía aquella mujer.
—Creo que debo irme —Hannah se estaba volviendo hacia la puerta mientras
hablaba, casi huyendo de él. Sus faldas negras crujieron con furia.
—Te acompañaré a casa.
—No, por favor. Siento haberte despertado. Buenas noches.
Atravesó la puerta como si estuviera escapando de un edificio en llamas, y lo
último que vio Delaney fue la punta de unas enaguas oscuras cuando se levantó las
faldas y corrió.
Sin aliento al llegar a la puerta principal, Hannah cayó como un montón de
seda negra sobre el porche mientras su mente seguía acelerada.
¿Qué había estado a punto de decir en la oficina del sheriff? ¿Que lo amaba?
No. Recordaba sus palabras claramente. Había empezado a decir que no se casaría
con Alec Dancer porque no lo amaba.
No había querido decir eso. Pero la implicación evidente, la que la había dejado
perpleja y muda, era que en cambio, amaba a Delaney.
¡Amarlo! Caramba, ni siquiera se le había pasado por la cabeza. ¡Amarlo! Si
apenas lo conocía. ¡Dios todopoderoso! Ni siquiera conocía su nombre de pila. Toda
su preocupación por la casa la había vuelto un poco majareta. Más loca que una
cabra. Más estúpida que una oveja. O tal vez era el aire de la noche la que la volvía
susceptible a ideas tan extrañas.
¡Amor! Hannah se puso en pie sobre el porche.
—Bueno, mira lo que has hecho —gruñó, cepillándose el polvo del vestido,
preguntándose cómo iba a aclarar al sheriff cuáles eran sus verdaderos sentimientos.
Bueno, lo haría. Debía hacerlo. En cuanto averiguara cuáles eran.
Pero a la mañana siguiente, Hannah seguía sin averiguar nada cuando Delaney
se presentó a primera hora de la mañana en la puerta de atrás.
—Anoche te dejaste esto —dijo, sosteniendo un bolsito negro de satén, dejando
que pendiera libremente de su mano. Hannah abrió un poco la puerta de malla
metálica y se lo arrebató.
—Gracias.
—En cuanto a lo de anoche, Hannah…

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Trató de cerrar la puerta, pero Delaney la estaba sujetando con la mano


izquierda. Forcejearon durante un momento.
—Prefiero no hablar de ello —dijo entre dientes, empujando con todas sus
fuerzas el pomo de la puerta—. Ahora no.
—Supongo que ayer dijiste todo lo que tenías que decir, ¿eh? —empujó con más
fuerza la puerta—. Déjame entrar, Hannah. Es hora de que hable yo. Hannah no
cedió y no soltó la puerta. Fue Nancy la que resolvió finalmente el empate
acercándose a Hannah por detrás con un barreño de agua sucia de fregar y dijo:
—Perdón. Tengo que echar esto fuera.
Suspirando, Hannah soltó la puerta y se apartó a un lado. Al mismo tiempo,
Delaney se apartó de su línea de fuego. Nancy vertió el agua a un lado, sobre el
parterre, y cuando volvió dentro, el sheriff estaba pegado a sus talones.
—Dame cinco minutos, Hannah. Es lo único que te pido.
—Bueno, está bien —le espetó—. Sígueme.
Entonces, sin esperar su respuesta, Hannah salió de la cocina en dirección al
salón principal, buscando cierta intimidad. No tenía la más ligera idea de lo que
Delaney pensaba decirle, pero sabía que no quería que nadie más de la casa lo oyera.
Se acomodó sobre un sofá de crin de caballo y se sentó con recato, con las
manos entrelazadas en el regazo, esperándolo. Para estar tan desesperado por hablar,
sin duda se estaba tomando su tiempo.
Entonces, Delaney apareció en el umbral, el mismo umbral donde la había
besado dos noches atrás. Hannah sintió un intenso rubor por el cuello y mejillas al
recordarlo. Su corazón empezó a palpitar un poco más deprisa mientras observaba
cómo Delaney cerraba la puerta a su espalda.
Permaneció allí de pie por un momento, mirándola. Fue entonces cuando
Hannah se dio cuenta de lo cansado que estaba. Sus ojos del color del otoño parecían
un poco más apagados de lo normal y había varias arrugas en su hermoso rostro que
nunca había visto antes. Era evidente que se había afeitado hacía poco, haciéndose un
corte en la barbilla.
—Pareces cansado —dijo en voz baja. Dio unas palmaditas a los cojines del
sofá—. Ven, siéntate.
—Estoy cansado —dijo, brindándole una débil sonrisa—. Consigues que a un
hombre le resulte difícil volver a dormir.
—Lo siento, Delaney. Era una idea todavía sin forma. Realmente no lo había
meditado bien.
—Bueno, yo sí que lo medité —se sentó en el sofá a su lado y se puso el
sombrero en la rodilla—. Anoche, como no pude dormir, me dediqué a reflexionar
sobre tu plan. Diablos, lo analicé de derecha a izquierda, de arriba abajo, incluso de
dentro afuera.
Hannah elevó las cejas.

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—¿Y llegaste a alguna conclusión?


—A una —contestó.
Al ver que no continuaba, ladeó la cabeza y preguntó:
—¿Vas a decirme a qué conclusión llegaste o debo adivinarlo?
—Iba a marcharme, Hannah. Hoy. Hasta había escrito mi dimisión al alcalde y
al consejo municipal, pero la rompí esta mañana —suspiró, girando un poco su
sombrero—. Mira, me quedaré. Sólo el tiempo suficiente para asegurarme de qué te
haces con la casa.
—Te estoy muy agradecida.
¡Agradecida!, pensó Hannah. Mucho más que eso. Estaba mareada de alivio.
Fuera de sí de alegría. Sin pensarlo, rodeó al sheriff con los brazos y le dio un beso en
los labios.
Delaney se retiró como si el contacto lo hubiera abrasado. Su voz fue severa,
casi áspera, cuando dijo:
—No va a ser así, Hannah. Lo nuestro, me refiero. Tú y yo.
Estaba demasiado extasiada en aquel momento para sentirse rechazada.
—Sólo te estaba dando las gracias.
—Bueno, entonces dilas. Pero nada de besos, ¿de acuerdo?
Hannah rió.
—Te lo prometo. Nada de besos. Gracias, Delaney. Gracias un millón de veces.
—De nada —dijo con los dientes apretados. Pero entonces pareció relajarse
levemente mientras seguía hablando—. Lo que haré será mudarme otra vez aquí,
dejar que Dancer vea que estoy reclamando mi derecho sobre mi herencia. Con
suerte, se acabará yendo de la ciudad y buscará fortuna en algún otro lugar.
—¿Y si no tenemos suerte? —le preguntó.
Delaney frunció el ceño mientras deslizaba un dedo por la banda de cuero de su
sombrero.
—Entonces tendremos que esperar y ver qué clase de mano intenta jugar.
Hannah asintió con comprensión.
—Apuesto a que se guarda más de un as bajo la manga.
—No apostaría lo contrario —se levantó—. Está bien. Entonces, traeré mis cosas
esta noche.
Cuando Hannah se levantó, Delaney dio un paso atrás.
—Le diré a Nancy que prepare tu habitación —dijo.
—Bien —echó a andar hacia la puerta—. Ah, y una cosa más. Nada de hablar
sobre matrimonio ni ninguna otra clase de acuerdo. Me quedaré hasta que la casa sea

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claramente tuya, y luego me marcharé a Arizona. Así es como debe ser, Hannah. ¿Lo
entiendes?
Hannah asintió como si lo entendiera, cuando en realidad no sabía por qué
Delaney estaba dando tanta importancia a la proposición mal encaminada de la
noche anterior.
—Bien —dijo Delaney—. Te veré luego.
Justo cuando estaba traspasando el umbral, Hannah lo llamó.
—Delaney, espera.
Él se dio la vuelta.
—¿Qué?
—Quiero preguntarte algo. Algo que me tiene preocupada.
—¿Qué es? —Delaney levantó una ceja.
—Ni siquiera sé cuál es tu nombre de pila, Delaney.
—Nunca lo uso.
—Aun así…
La interrumpió en un tono más bajo que el normal, casi amenazador.
—No te acerques, Hannah. Te lo he dicho. Ni siquiera lo intentes.
—No lo estaba intentando.
—Bien.
Entonces se fue.
Después de pasar las tres noches siguientes en la habitación contigua a la de
Hannah, Delaney se sentía más exhausto que nunca en su vida. Incluso durante la
guerra, siempre había conseguido quedarse dormido en cuanto cerraba los ojos, a
pesar del estruendo que pudiera haber a su alrededor.
La casa Dancer no era ruidosa. Más bien lo contrario. Había tanto silencio que
casi creía oír a Hannah respirando en la habitación contigua o moviendo las sábanas
cuando se removía en sus sueños. Permanecía echado allí todas las noches, con la
cabeza siempre al pie de la cama, ignorando el retrato, escuchando el reloj de carillón
del piso de abajo del vestíbulo mientras contaba las horas.
Cada noche, no mucho más tarde de las doce, oía a la maestra y al jugador
dándose las buenas noches en el porche bajo su ventana abierta. Luego, con la misma
puntualidad, oía los pasos vacilantes por el alcohol de la maestra, que subía las
escaleras y recorría el pasillo hasta su habitación. Los pasos de Dancer siempre
retomaban el camino hacia los salones.
Al parecer, el jugador dormía durante todo el día y jugaba a las cartas casi toda
la noche. Delaney lo veía raras veces, y no sabía si era intencionado por parte de
Dancer o no. Pero parecía comportarse como era debido. Delaney había hecho
algunas preguntas pero nadie tenía ninguna queja. Al menos, todavía no.

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Desde luego la rechoncha maestra no se estaba quejando. Parecía embelesada


con Alec Dancer, para consternación del joven Henry Allen. Cuanto más lo
desdeñaba Florence Green últimamente, más la adoraba el banquero. El joven que
antes había estado tan encaprichado de Hannah parecía ignorarla por completo. A
Delaney no le importaba. Aunque no tenía intenciones románticas, no le gustaba
especialmente ver como alguien le lanzaba miraditas a Hannah.
Exhaló un suspiro de cansancio, se incorporó y tomó su reloj, que estaba en la
mesita de noche. Confirmaba la hora del reloj de abajo y le informaba que era la
tercera noche seguida que estaba con los ojos abiertos pasada la una. Suspiró otra vez
y cambió el reloj por una pequeña pelota de guita, luego volvió a tumbarse y empezó
a apretar una y otra vez el objeto con su mano derecha.
Era una terapia de su propia invención. La guita cedía mínimamente,
permitiéndole comprimirla. No podía estar seguro, pero creía que tenía la mano un
poco más fuerte que la semana anterior.
Diablos, al menos, pensó, era una forma de pasar el tiempo hasta el amanecer.
Delaney y Abel Fairfax fueron los primeros en bajar a desayunar a la mañana
siguiente.
—Pareces un poco cansado, Delaney —dijo Abel, mirándolo por encima de una
esquina vuelta de su periódico.
—Nada que unas cuantas horas de sueño no puedan curar —contestó Delaney.
Abel dobló su periódico y lo dejó a un lado.
—No he tenido oportunidad de darte las gracias por lo que estás haciendo por
Hannah. Ezra te estaría inmensamente agradecido. Espero que te des cuenta.
—No importa —dijo Delaney, recostándose en la silla mientras Nancy llenaba
su taza con café caliente. Con frecuencia pensaba que la joven no muy grácil iba a
volcar toda la jarra en su regazo—. Gracias —le dijo cuando terminó.
Cuando Nancy regresó a la cocina, Abel empezó a hablar otra vez en voz
bastante baja, como si quisiera que nadie lo oyera.
—Siento curiosidad, Delaney. ¿Ya lo tienes todo pensado?
—¿Qué es todo?
—Hannah. La casa. Tú. El hijo pródigo.
El sheriff movió la cabeza.
—¿Qué hay que pensar? Yo creo que Ezra estaba haciendo lo posible para
cuidar de ella cuando él ya no estuviera. Sobre todo porque sabía que había dejado
herederos legales por el camino —cuando Abel asintió y le brindó una pequeña
sonrisa perspicaz, Delaney continuó—. Esa historia de su testamento de que yo le
había salvado la vida en enero era una vulgar patraña.
Era una afirmación, no una pregunta, pero cuando Abel sonrió un poco y sus
ojos empezaron a centellear, Delaney supo que sus sospechas habían dado en el
blanco.

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—Ese viejo zorro no me asignó como heredero de su casa, sino como protector
de su esposa —maldijo en un murmullo y luego se corrigió—. De su mujer, me
refiero.
—Cierto —dijo Abel, sin parecer mínimamente sorprendido—. Ezra pensó que
era la única manera de dejarla en buenas manos.
—Podría habérmelo consultado.
—Habrías dicho que no.
—Maldita sea, ya lo creo.
—Bueno, entonces —rió Abel—. Ezra sabía lo que hacía. Estás aquí, ¿no?
Protegiéndola.
Pero el sheriff no rió. En cambio, frunció el ceño y dirigió una mirada sombría y
dura al otro lado de la mesa.
—Estoy aquí —dijo—. Por ahora.
—Ezra estaba bastante seguro de que así sería. Confiaba… no, creía que te
quedarías. Y no sólo por un tiempo, sino para siempre. Por eso te escogió.
—¿Para siempre? ¿Y por qué diablos ese hombre senil iba a pensar una cosa así?
—¿De verdad quieres saber la respuesta a tu pregunta? —Abel arqueó una
gruesa ceja gris.
—No la haría si no la quisiera.
—No, supongo que no —el hombre se inclinó un poco hacia Delaney por
encima de la mesa. Habló en tono aún más bajo y conspirador—. Cuando estaba
redactando su testamento, Ezra me confió que había… bueno, sentimientos muy
fuertes entre Hannah y tú. Desde el principio, me dijo, había sido obvio para él.
Dios, pensó Delaney. ¿Tan transparentes habían sido para el viejo? Se sentía
más que un poco avergonzado por esos sentimientos. De haber sido Ezra, habría
matado de un tiro al nuevo sheriff lujurioso. En cambio, el tiro se lo había dado Ezra
a sí mismo, y había puesto su casa y su mujer al cuidado del sheriff.
—¿Lo sabe Hannah? —preguntó a Abel. Pero antes de que el hombre pudiera
contestar, una voz alegre resonó a su espalda.
—¿Qué tiene que saber Hannah?
Lo sobresaltó tanto que la mano derecha de Delaney bajó automáticamente a su
cadera en busca de la pistola que, por supuesto, no estaba allí. Al otro lado de la
mesa, Abel Fairfax, el cobarde de él, desapareció detrás de su periódico.
—¿Qué tiene que saber Hannah? —repitió, ocupando su asiento a un extremo
de la mesa.
—Nada —Delaney se puso en pie en cuanto Hannah se sentó—. Llego tarde al
trabajo. Mientras se dirigía hacia la puerta, oyó cómo repetía la pregunta a Abel.
Luego oyó la respuesta serena del hombre.

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—Se preguntaba si sabías que la leche del café está un poco cortada esta
mañana.
—¿Lo está? —oyó decir a Hannah—. Se supone que Nancy debe vigilar estas
cosas. Hablaré con ella.
Una vez que la puerta de la entrada se cerró a sus espaldas, Delaney no oyó
nada más. Pero el astuto de Abel no había contestado a su pregunta, ¿verdad? ¿Qué
sabía realmente Hannah del plan de Ezra? O, la idea lo asaltó con la misma fiereza
que un bofetón en la mejilla, ¿desde el primer momento habría sido el plan de
Hannah?

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Capítulo Quince
—Esta leche no está cortada —la nariz de Nancy emergió de la boca de la
pequeña jarra de porcelana, y su rostro sin atractivo reflejaba convencimiento y
dolida indignación—. Tenga, señora Dancer —le pasó la jarra por encima de la
mesa—. Huélala usted misma.
Hannah lo hizo y concluyó que estaba completamente de acuerdo con la pobre
chica. La leche estaba bien, pero algo no encajaba. Delaney y Abel habían estado
conspirando en el comedor aquella mañana. Ya no le cabía ninguna duda.
—Nancy —preguntó con tanta naturalidad como pudo—. ¿Por casualidad
escuchaste la conversación de esta mañana entre el señor Fairfax y el sheriff?
—No, señora —la joven apretó sus labios secos con obstinación—. Me tiene
dicho que no debo escuchar lo que no es asunto mío, ¿recuerda? Y me lo ha repetido
varias veces.
—No te estaba acusando de escuchar conversaciones ajenas, Nancy, por el amor
de Dios —insistió Hannah. Había veces en que las lecciones laboriosamente
aprendidas de Nancy eran una especie de victoria, pero aquélla no era una de ellas.
Suspiró, tratando de suavizar un poco el tono para que no pareciera
amenazador o acusatorio.
—Ya sé que sólo te quedas junto a la puerta del comedor cuando friegas los
platos. Sólo me preguntaba si habías oído que esos dos caballeros mencionaran mi
nombre esta mañana antes de que yo bajara al comedor. Eso es todo.
Nancy entornó los ojos con recelo, como si estuviera aventurándose a una
trampa mortal o simplemente, despidiéndose de su propio empleo.
—Bueno, sí que oí un nombre —dijo—, pero no era el suyo. Justo pasaba por la
puerta, ocupándome de mis tareas, cuando les oí pronunciar el nombre del señor
Dancer un par de veces.
—¿Qué señor Dancer? —preguntó Hannah inmediatamente.
—Caramba, el suyo, señora. El señor Ezra.
—Y mientras pasabas por la puerta, ¿oíste por casualidad lo que decían sobre el
señor Dancer?
La joven entornó los ojos aún más, haciendo que Hannah exclamara:
—No voy a castigarte, tonta. Dime lo que dijeron, si es que oíste algo.
—Algo sobre que el señor Ezra lo había planeado sin preguntárselo al sheriff —
gimió Nancy—. Y algo sobre que iba a quedarse aquí para siempre.
—¿Quién iba a quedarse aquí?
—El sheriff.
—¿Algo más?

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La joven se encogió de hombros.


—Eso fue todo lo que oí. Se lo prometo —se llevó la mano al corazón, dos veces,
sobre su sucio delantal—. De todas formas, lo que decían no tenía ningún sentido
para mí.
Hannah no sabía si tenía algún sentido para ella tampoco, pero meditó una y
otra vez en las palabras de Nancy durante todo el día. Mientras se ocupaba del
huerto. Mientras se quitaba la tierra de las manos, y más tarde, cuando se limó las
uñas. Pensó en esas palabras cuando se asomó por la ventana de su dormitorio,
mirando a la calle, confiando en poder ver al sheriff en su silla.
Si lo veía, pensó, tal vez se sintiera tentada de salvar la corta distancia hasta su
oficina y preguntarle exactamente de qué había tratado su conversación con Abel.
¿Cuál era ese dichoso plan de Ezra? ¿Qué diantres estaba pasando?
Sin embargo, no lo vio, pese a que se asomó por la ventana al menos una
docena de veces. Y Delaney tampoco se presentó a cenar aquella noche.
Cuando Hannah se metió en la cama, estaba decidida a mantenerse despierta
hasta que volviera. Quería respuestas, y las quería aquella noche.
Delaney había vuelto a casa deliberadamente tarde, y apenas le dio tiempo a
subir las escaleras antes de que la maestra llegara y escalara los peldaños con su paso
vacilante acostumbrado, hasta su habitación. Delaney se paró a escuchar cómo
pasaba delante de su puerta y luego se quedó en ropa interior y se tumbó sobre la
cama, temiendo las largas, casi interminables, horas hasta la mañana.
Había pensado en Ezra Dancer todo el día. Casi todos sus pensamientos estaban
teñidos de pesar y culpa. Deseaba no haber ido nunca a Newton. Deseaba no haber
codiciado nunca a la mujer de otro hombre. De todos los mandamientos que había
incumplido durante los años, «No desearás la mujer de tu prójimo» le parecía el
peor, el más vergonzoso, el que le reservaría un lugar legítimo en el infierno.
También se sentía como un estúpido por haberse dejado manipular por el
testamento de un hombre. Si lo que Abel Fairfax le había dicho era cierto, entonces,
Ezra había hilado muy fino con él. O había sido Hannah. Delaney seguía sin saber
quién había sido el autor del plan, quién había tejido la tela de araña en la que estaba
atrapado.
Tal vez no importara quién lo había atrapado, pensó entonces. De todas formas,
lo estaba.
Se oyó un golpe suave en su puerta, seguido del susurro de Hannah.
—¿Delaney?
Cerró los ojos. No contestó, simplemente permaneció inmóvil tratando de
mantener regular su respiración.
—¿Delaney?
Hannah giró el pomo de la puerta y enseguida descubrió que estaba cerrada
con llave.

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—Delaney, por favor.


La imaginaba, con la mano pálida en el pomo de cobre, su frente lisa pegada a
la puerta y su pelo rojo cayendo sobre sus hombros y senos como fuego líquido…
pero aun así, no contestó.
Un momento después, oyó un pequeño crujido en una de las tablas del pasillo y
luego el sonido de la puerta de Hannah al cerrarse. Delaney exhaló un largo suspiro,
pero inspiró de nuevo al oír cómo la puerta del vestidor, la que conectaba la
habitación de Hannah con la de Ezra, se abría. No le hacía falta mirar. Podía sentir
que estaba allí de pie incluso antes de hablar.
—Traté de mantenerme despierta, esperándote, pero supongo que me quedé
dormida. Tengo que hablar contigo. Es urgente. Si no…. Bueno, no puede esperar.
—¿Ni siquiera un par de horas hasta la mañana?
—No.
Delaney suspiró y se incorporó en la cama, inclinándose para encender la
lámpara de la mesita de noche.
—No, no lo hagas —dijo Hannah—. Prefiero que estemos a oscuras.
—Está bien.
Dejó la caja de cerillas sobre la mesa y se sentó con los brazos cruzados sobre
sus rodillas.
Lo que quería decirle era: «Sal de mi habitación, Hannah. No te busques
problemas viniendo aquí». Pero incluso sin la lámpara encendida, podía ver su pelo
cayendo en cascada sobre sus hombros, cubiertos con su bata de satén pálida y las
zapatillas asomando por debajo, dándole el aspecto vulnerable de una niña. Aquella
apariencia de inocencia y vulnerabilidad le hizo conferir una nota de paciencia en su
voz:
—¿Qué es tan importante que no puede esperar hasta mañana?
—Necesito saber de qué estabais hablando Abel y tú esta mañana durante el
desayuno.
—De nada —dijo—. De nada importante.
—Tal vez no lo sea para ti, Delaney, pero para mí sí. ¿Qué es todo eso de que
Ezra tenía un plan? ¿Y por qué me lo tenéis que ocultar? Me siento… —su voz
vaciló—. Me siento estúpida. Y utilizada. Como una marioneta indefensa a la que
movieran con hilos invisibles.
Delaney la miró en la oscuridad. Se estaba retorciendo las manos.
—Entonces no era tu plan —murmuró.
—¿Qué plan? —Hannah elevó las manos con frustración, y también el tono de
voz—. ¿Cuál es ese dichoso plan?
—Calla —alisó la colcha y dio unas palmaditas en el colchón, a su lado—. Ven y
siéntate. No quiero que toda la casa se entere de esto.

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Permaneció allí de pie por un momento, vacilando un poco. Pareció reacia a


moverse hasta que Delaney no le tendió la mano.
—Vamos —le dijo—. No pasa nada.
El satén de su camisón y de su bata rozaron entre sí al avanzar, produciendo
sonidos femeninos que hicieron que Delaney lamentara su impulsiva invitación.
Cuando se sentó, su fragancia floral lo envolvió, aunque se colocó con recato a varios
centímetros de distancia. Después de inspirar su aura, Delaney añadió un poco más
de distancia separándose un poco hacia atrás.
—¿Qué es lo que necesitas saber? —le preguntó.
—Ese plan… —empezó a decir—. No lo entiendo. ¿Qué estaba tramando Ezra?
—No lo sé, Hannah —exhaló un suspiro cansino que parecía surgir de las
plantas de sus pies—. Creo que Ezra tenía una idea de cómo quería que fueran las
cosas tras su muerte. Sobre todo de cómo quería que se ocuparan de ti.
—Eso ya lo había imaginado —dijo, entrelazando las manos en el regazo—.
Quiero decir, que supongo que te ha dejado la casa por si acaso su hijo perdido se
presentaba alguna vez y causaba problemas.
—Sí. En gran parte seguramente es eso —corroboró.
—¿En gran parte? ¿Qué más podría haber pretendido Ezra?
Delaney no contestó de inmediato. Hannah tenía derecho a saber la verdad,
toda la verdad, pero aquella parte en concreto los aventuraba a un terreno peligroso.
No estaba seguro de querer ir allí.
—¿Delaney?
Bueno, diablos. Los dos eran adultos, sabían cómo controlar sus sentimientos y
urgencias. Dios sabía que lo habían hecho en el pasado. Que Hannah supiera la
verdad no cambiaría las cosas.
—Ezra lo sabía, y no me preguntes cómo. Sabía que tú y yo sentíamos algo el
uno por el otro. Que había una atracción entre nosotros.
Hannah soltó una pequeña exclamación.
—No la había. Yo nunca… lo juro.
—Hannah. Lo sabía. Lo sabía perfectamente.
Entonces fue el turno de Hannah de quedarse callada con las manos
entrelazadas en el regazo y la cabeza gacha. Se meció un poco de delante atrás antes
de levantar la cabeza y decir:
—Fue culpa mía. Intenté con todas mis fuerzas fingir que esos sentimientos no
existían y… y… —rió suave, lúgubremente—. Y durante todo el tiempo Ezra lo sabía.
¡Lo sabía! Dios mío, qué vergüenza.
Empezó a levantarse en aquel momento, a huir, pero Delaney atrapó su mano y
la volvió a sentar. No tenía sentido no contarle el resto. Al menos, lo que comprendía
del loco plan de Ezra.

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—Supuso que esos sentimientos nos conducirían algún día al altar. Supongo
que pensó que estarías a salvo conmigo. Cuidada. Diablos, no lo sé —se encogió de
hombros—. Tal vez incluso feliz.
En aquel momento, Hannah volvió su rostro hacia él, y estaba tan hermosa a
pesar de la oscuridad que sintió que su corazón daba un pequeño vuelco en su
pecho.
—¿Y tan equivocado estaba? —susurró.
Delaney recurrió a toda su fuerza de voluntad para seguir sentado en el colchón
en lugar de levantarse y salir corriendo de allí, como le gritaba su instinto.
—Hannah —murmuró, y su voz delató su confusión más de lo que quería.
Luego movió la cabeza, sin saber qué más decir, incapaz de moverse por los fuertes
latidos de su corazón, su respiración irregular y el flujo pesado y caliente de sangre
hacia la parte inferior de su cuerpo.
—Me siento a salvo contigo, Delaney. ¿Por qué no íbamos…? ¿Por qué no
podríamos ser felices? —Hannah tomó su mano, impidiendo que la retirara—. Es
cierto que siento lo que Ezra de alguna manera percibió o reconoció. Ahora todavía
más. Esto me está matando, Delaney. Desde que me besaste…
—¡Dios! Hannah, no.
—¿No qué? ¿Que no admita que Ezra tenía razón? ¿O…? —se inclinó hacia él,
apretando la mejilla sobre su hombro—. ¿Que no te pida que me vuelvas a besar?
¿Como hiciste la otra noche?
—Eso fue un error —quiso decir con voz áspera, pero su tono sonó ronco.
«¿Qué estás haciendo, maldito estúpido?», se preguntó Delaney. «¿Por qué no le das
lo que quiere? Y más. Haz que desee más. Dios sabe que tú deseas mucho más».
—Mentiroso —susurró Hannah a su oído—. Ese beso no fue un error. Y
tampoco fue una despedida. Fue un saludo —sus labios le rozaron la oreja, la
mejilla—. Hazlo otra vez, Delaney. Por favor. Dime hola.
Delaney la besó. Podría haber ardido en llamas de no haberlo hecho, pero la
boca suave y húmeda de Hannah no sirvió para apagar el fuego que lo devoraba. Su
respuesta ardiente lo inflamó aún más.
No sabía a licor de menta como la otra noche, sino a una flor exótica y
comestible. Violetas de caramelo y orquídeas salvajes y la más dulce de las flores
glaseadas saludaron su lengua cuando tocaron la suya.
La rodeó con sus brazos, apretándola contra él, sintiendo de nuevo lo cálida y
tierna que era su carne bajo su fresca y delgada capa de satén, y lo delicados que eran
los huesos que había debajo. Su corazón estaba latiendo con la misma fuerza que el
suyo.
Antes de que pudiera darse cuenta, la había echado sobre el colchón y se había
colocado para permitir que su mano izquierda se deslizara bajo los pliegues de su
camisón y descubriera todas las suaves tentaciones que estaban ocultas allí. Los
suspiros de Hannah se convirtieron en roncos gemidos mientras la tocaba aquí y allá,

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por todas partes. No podía parar. Nunca en su vergonzoso pasado una mujer había
respondido tan dulcemente a sus caricias. Nunca se había sentido tan peligrosamente
cerca de perder el control. Sobre todo cuando susurraba:
—Sí. Sí, por favor.
—Hannah —su voz era ronca de anhelo—. Dios, cómo te deseo, pero…
—Por favor.
Delaney se incorporó sobre ella, lo suficiente para ver la pasión en sus ojos y sus
labios brillantes por sus besos. No podía parar, aunque quisiera. Y lo sabía. Tal vez
Hannah tampoco pudiera. Pero tenía que saber la verdad.
—Ésta no es una proposición de matrimonio, querida. Debes saberlo —escrutó
su expresión, la miró intensamente a los ojos—. No quiere decir que vaya a
quedarme. Es lo que es, Hannah. Tú serás quien decidas.
—¿Decidir? —repitió, escuchando su voz casi sin aliento, sin poder creer que
era la suya. No había nada que decidir, se dijo Hannah, porque desde la primera vez
que había puesto los ojos en aquel hombre, el destino había querido unirlos. Ezra lo
había sabido. Y les había dado su bendición, ¿no?
Le puso las manos sobre sus mejillas con barba incipiente, deleitándose con
aquella aspereza, queriendo conocer todas sus texturas, todos sus sabores. Sus ojos
brillaron al buscar su rostro.
—Ámame, Delaney. Tanto si te quedas como si no. Ámame ahora.
Delaney atrapó sus labios con los suyos casi antes de que, pronunciara las
palabras. Su aliento se fundió con el de Hannah. Cada centímetro de su cuerpo ardía
bajo sus caricias y las anhelaban cuando deslizaba la mano a otro punto.
Cuando la penetró, Hannah contuvo por un segundo el aliento mientras los
crudos recuerdos de Memphis se agolpaban en su mente. Recuerdos de manos
ásperas, aliento a whisky, cuerpos grandes que aplastaban su figura famélica sobre
un colchón manchado de paja. Entonces, al tiempo que su cuerpo se ponía rígido, la
voz grave de Delaney resonó cálida en su oído.
—No pasa nada, querida. No voy a hacerte daño. Relájate. Déjame que te ame
lenta y suavemente.
Como respuesta, Hannah sintió cómo todos sus músculos se relajaban. Incluso
sus huesos parecieron suavizarse. De repente, se estaba fundiendo, y con la misma
rapidez, empezó a arder en llamas. Como un océano de fuego. Una marea
abrasadora que la recorrió de arriba abajo.
—¡Delaney…! —gritó en el mismo momento en que él gemía su nombre.
Después permanecieron echados en silencio, el cuerpo cálido de Delaney como
una manta sobre el suyo, su respiración serenándose al unísono, mientras la mente
de Hannah vagaba por un lugar apacible en el que nunca había estado antes.
—Delaney —suspiró mientras se quedaba dormida en el círculo de sus brazos.

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Hacía mucho tiempo, tal vez años, que Delaney no sostenía a una mujer
dormida en sus brazos. Se había olvidado de ese placer y de la profunda satisfacción
derivada de aquella intimidad.
No la había amado lenta y suavemente como le había prometido, más bien
como una tormenta de verano que descarga rápidamente y arrolla todo a su paso.
Sólo por un fugaz instante Hannah había aparecido reacia, y se preguntó si no sería
porque estaban tumbados sobre la cama de Ezra donde tantas noches debía haber
yacido en sus brazos antes.
Debería haberlo pensado, se dijo, y luego reconoció que no había pensado en
nada que no fuera hacer el amor a Hannah. Y en aquellos momentos deseaba no
haberlo hecho. Santo cielo, lo que acababa de pasar entre ellos haría su marcha aún
más difícil.
Hannah se removió en sus brazos y emitió una suave carcajada somnolienta.
—Cerca —susurró—. Ves, al final estamos cerca, Delaney.
—Gabriel —dijo él, abrazándola con más fuerza, enterrando el rostro en su
pelo.
—¿Qué?
—Es Gabriel. Mi nombre de pila. Me lo preguntaste hace días.
—Mm. ¿No era uno de los ángeles de Dios?
—Eso creo —contestó.
Luego, cuando estaba convencido de que se había vuelto a quedar dormida,
añadió casi con melancolía:
—Pero Hannah, cariño, yo no soy ningún ángel.
Hannah se despertó, vagamente consciente de que acababa de oír el reloj de
carillón dando la hora. ¿Qué habían sido? ¿Las cuatro, las cinco? Luego se dio cuenta
de que estaba otra vez en su cama. Lo ocurrido antes parecía un sueño maravilloso.
Y aun así había sido real. Tan real y tan próximo como podían estar un hombre
y una mujer. Incluso al sonreír, sintió una leve hinchazón en los labios. Se estiró
lánguidamente, notando el delicioso dolor de los músculos que no había usado en
años, si acaso alguna vez.
¡Gabriel! De repente recordó que Delaney le había revelado su nombre. El ángel
de Dios. El ángel de Dios con el aspecto de un hombre musculoso de manos suaves
que la había llevado al cielo y aún más lejos aquella noche.
«No te acostumbres, Hannah», se advirtió. «Delaney te estaba haciendo el amor,
no promesas. Te lo dijo».
Pero aun así…, pensó.
Una lágrima cálida se deslizó sobre su mejilla y cayó a la almohada antes de
que pudiera detenerla, a ella o a las que se sucedieron. Luego susurró un pequeño
rezo en la oscuridad de su habitación.

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—Señor, por favor, deja que se quede. Por favor, haz que Delaney se quede. Y
Ezra, si estás allá arriba, escuchando… Querido mío, te doy las gracias de todo
corazón. Ocurra lo que ocurra, te doy las gracias.

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Capítulo Dieciséis
A la mañana siguiente, después de un baño lujuriosamente largo y caliente,
Hannah pasó varios momentos mirándose nerviosamente en el espejo de su
habitación, preguntándose si la noche anterior se reflejaba de algún modo en su
rostro. ¿Brillaban sus ojos en exceso? ¿Sus labios sonreían por su secreto o ella
resplandecía como no lo había hecho antes?
Después de tranquilizarse diciéndose que no había señales evidentes de pasión
y que solamente parecía descansada y saludable, salió a paso rápido de la habitación,
pero se detuvo bruscamente en el rellano al oír la voz de Delaney en el comedor.
Había dado por hecho que se habría ido a aquella hora. Casi eran las ocho, por el
amor de Dios. Enfrentarse a Florence y a Abel y a Henry ya iba a ser bastante difícil.
¿Pero a Delaney? No se creía capaz de mirarlo sin suspirar ni de estar a su lado sin
anhelar tocarlo.
Acababa de decidir volver sobre sus pasos, cuando Abel la llamó.
—¿Hannah? ¿Eres tú?
Maldición.
—Sí, Abel. Ahora mismo bajo.
Recobrando la compostura, Hannah se tocó el pelo, alisó los pliegues negros de
su falda, se agarró a la barandilla y ordenó a sus pies que la llevaran al comedor.
Su corazón dio un pequeño vuelco al ver al sheriff, que en ese instante estaba
dejando la taza de café en el plato y su mano se desvió cuando ella apareció ante su
vista. La taza chocó con el borde del plato antes de que Delaney pudiera colocarla en
su sitio. Entonces la miró a los ojos, y sus labios… Señor, cómo recordaba aquellos
labios… Sus labios formaron una pequeña sonrisa ligeramente avergonzada.
Hannah carraspeó.
—Buenos días a todos —dijo, tratando de no parecer demasiado alegre,
demasiado atolondrada, demasiado satisfecha—. Parece que va a hacer un día
precioso.
Abel se puso en pie y sacó la silla de Hannah. Luego volvió a sentarse y dijo:
—El luto te favorece, Hannah. La mayoría de las mujeres no están ni la mitad de
atractivas vestidas de negro. Tiene gracia que no me haya dado cuenta antes.
Mientras conjuraba una respuesta, Hannah sintió la mirada divertida del sheriff
e imaginó su sonrisa secreta, consciente de que tenía buen color aquella mañana, por
no hablar de su estado de ánimo. ¡Cielos! Si no reprimía los recuerdos de la noche
anterior, empezaría a sonrojarse y a balbucir como una estúpida colegiala.
—Gracias, Abel. Creo que debe de haber algo en el aire esta mañana de verano
—Hannah miró a su derecha—. Tienes buen aspecto, Florence —dijo alegremente,
confiando en desviar la atención de todos.

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—Yo diría que está muy hermosa —dijo inmediatamente Henry Allen,
inclinándose un poco hacia Florence, sonriendo como un joven galán con una flecha
de Cupido clavada en el pecho.
—Caramba, Henry. Qué atento —sin embargo, Florence se apartó de él y no se
percibía ni un asomo de flecha en su pecho fuertemente encorsetado. Ninguna que
llevara escrito el nombre de Henry, al menos.
—¿Te apetecería cenar conmigo esta noche en el café Girasol, Florence? —le
preguntó, bajando la cabeza apenas ligeramente, sin avergonzarse de su nueva
adoración.
—No, gracias, Henry —contestó Florence—. Eres muy amable al invitarme,
pero ya tengo otros planes.
El joven banquero empalideció y pareció alicaído por un momento, luego su
rostro enrojeció de furia. Plantó los dos puños sobre la mesa.
—Con él, supongo. Con ese Dancer. No sabes nada sobre él, Florence —miró al
otro lado de la mesa—. ¿Y usted, sheriff? —gritó.
—No mucho —fue la seca respuesta de Delaney, que no pareció satisfacer al
joven Henry.
—Bueno, puedo decir que no es un caballero en ningún sentido de la palabra, ni
la clase de persona con la que albergar ninguna esperanza —dijo con un bufido
mientras miraba a Florence con enojo—. Ni —añadió en tono acusador—, a quien
confiar una reputación intachable..
Cielos. Hannah se enderezó en su silla. Había desviado más atención de la
pretendida.
—Henry —interrumpió—. No creo que éste sea el momento ni el lugar…
—Gracias, señora Dancer —Florence se levantó de su silla—. Estoy de acuerdo.
Éste no es el momento ni el lugar. Ni es asunto de nadie más que mío.
Dejó la servilleta con fuerza sobre la mesa y salió ruidosamente de la habitación
en dirección a las escaleras, dejando a su paso un silencio momentáneo de asombro.
Henry fue el primero en hablar. Maldijo en voz baja, y él también se levantó
para irse, no en busca de Florence, sino en dirección opuesta, caminando con grandes
zancadas hacia la puerta de la entrada y dando un portazo al salir.
—Cielos —murmuró Abel, y tomó un sorbo de café—. Yo diría que el curso del
amor verdadero parece muy sinuoso últimamente.
Hannah se mordió el labio para contener una sonrisa, luego miró a Delaney y
sorprendió su mirada neutral. No dejaba entrever el curso sinuoso de su propio
amor, ni cómo sus cuerpos habían escalado y bajado del cielo la noche anterior.
¡Y qué cielo!
Quería que Abel doblara la servilleta en aquel mismo instante y anunciara que
era su hora de irse al despacho para poder estar a solas otra vez con el sheriff. Quería
que todos en Newton, o en Kansas, o en el mundo entero, desaparecieran y que sólo

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quedaran ellos dos. Habría hecho que la luz del sol se apagara en aquel mismo
instante para poder estar otra vez con él, en el cielo, en la oscuridad.
Pero en cambio, fue Delaney el que se levantó y anunció que ya llegaba tarde al
trabajo. Cuando pasó a su lado, imaginó que podía sentir su calor. Luego, cuando
salió por la puerta, se sintió fría de repente. Sintió un escalofrío por la espalda.
—¿Te encuentras bien, Hannah? —preguntó Abel con suavidad.
—Sí, muy bien.
—Volverá, sabes —la barbilla del hombre señaló la dirección en la que Delaney
se había ido. Hannah contempló sus ojos amables y compasivos.
—Oh, Abel. Dime la verdad. ¿Tan… tan fácil es leer mis pensamientos?
Abel sonrió y le dio unas palmaditas en la mano.
—Sólo para los que te quieren, querida.
—Para los que me quieren —Hannah soltó una pequeña carcajada,
preguntándose quiénes estarían incluidos en la lista, deseando de todo corazón que
el, nombre de Gabriel Delaney estuviera escrito de forma indeleble en ella.
Alec Dancer no solía aparecer en la calle Main hasta avanzada la tarde. Cuando
aquel día salió a las cuatro, Delaney estaba esperándolo delante del Hotel National,
junto a la barandilla donde se ataba a los caballos.
El jugador le brindó una sonrisa escurridiza.
—Buenos días, sheriff.
—No tan buenos —dijo Delaney. Había estado mascando un palillo mientras
esperaba a ver aparecer al hijo de Ezra. Lo tiró al suelo—. Me gustaría hablar contigo,
Dancer. ¿Tienes un minuto?
—Un minuto —contestó—. Voy a los establos municipales a alquilar un caballo
y una calesa. He prometido a la señorita Green que me pasaría a recogerla a las
cuatro y media.
—¿Vas a dar un paseo con la maestra, eh?
—Vamos a merendar, en realidad. ¿Por qué lo pregunta, sheriff? —se colocó su
sombrero casi sin forma con presunción—. No estará celoso, ¿verdad?
El sheriff ni siquiera se dignó a darle una respuesta.
—La señorita Green está muy bien considerada en esta ciudad —dijo—. Pero
supongo que ya lo sabes.
La sonrisa afable de Dancer desapareció, junto con su encanto aceitoso y
ejercitado.
—¿Qué quieres decirme, Delaney? No eres el guardián de la joven. Al menos,
que yo sepa.
—No, no lo soy —reconoció—. Pero es una joven inexperta y me gustaría que
siguiera de esa manera.

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—¿Por qué? ¿Para probar un poco de miel virgen cuando hayas terminado con
la zorra de mi padre? —le dio la espalda a Delaney y se alejó con paso enérgico hacia
los establos.
De no estar trabajando para la ley, Delaney habría alcanzado al jugador y habría
aplastado la nariz perfecta de Dancer sobre su atractivo rostro. Si la ley permitiera
encerrar a alguien por proferir insultos, habría agarrado a ese hijo de perra por el
pelo y lo habría arrastrado hacia la cárcel en aquel mismo instante.
Sin embargo, Delaney observó cómo se alejaba, esperando que el jugador
cometiera el error que los hombres como él siempre cometían. Ocurriría, lo sabía, y
dentro de no mucho. Sólo esperaba que nadie más resultara herido cuando sucediera
lo inevitable.
Aquella noche era más de la una cuando oyó la calesa detenerse delante de la
casa y los pasos no muy seguros de la maestra al subir las escaleras.
Bueno, diablos, pensó. Era una mujer adulta, a pesar de su inexperiencia, y
tenía derecho a cometer sus propios errores. Dancer tenía razón en una cosa. Delaney
no era el guardián de Florence Green. Pero le molestaba horrores que aquel dandi
acicalado hubiese escogido a esa mujer en concreto para dedicarle sus atenciones.
¿Qué pretendía?, se preguntó. Había mucha oferta de mujeres experimentadas e
incluso ansiosas en la ciudad. En cuanto a mera compañía, había mujeres solteras
mucho más bonitas y de mejor ver que Florence. Hannah, por ejemplo.
La mera idea le hizo fijar la vista en el retrato. Aquella noche había dejado la
almohada a la cabecera de la cama, llevado por la necesidad de verla, la necesidad de
tenerla. ¿Cuántas noches habría permanecido Ezra allí tumbado, se preguntó,
escuchando, esperando que viniera a él?
¿O había sido al revés? Tal vez Ezra atravesaba el vestidor para llegar a la cama
de Hannah. Eso, se juró Delaney, sería algo que él nunca haría. Si Hannah lo deseaba,
sabría dónde encontrarlo. No iba a dar pie a nada. No estaba bien, sabiendo que no
iba a quedarse. Era de locos ir tras algo que no podría conservar.
Pero, que Dios lo ayudara, si Hannah se acercaba a él, no tendría fuerzas para
rechazarla.
Y se acercó, parándose en el umbral del vestidor por un momento,
balanceándose como un fantasma pálido, susurrando su nombre, y dirigiéndose a su
cama sólo cuando Delaney extendió la mano a modo de silenciosa invitación. Se
apartó a un lado para hacerle sitio, levantando la sábana al tiempo que ella se metía
debajo.
Entonces sintió cómo ella se fundía contra él, y su calor lo envolvía, su suavidad
en perfecto contraste con su aspereza.
En aquella ocasión ni siquiera hablaron. En cambio, se saludaron con un beso
que se profundizó al instante y con unas manos que ya tenían conocimiento de
dónde tocar y cómo y cuándo.
Entonces, cuando todo el cuerpo de Hannah se estremeció bajo el suyo, ahogó
la pequeña exclamación de placer con sus labios al tiempo que silenciaba su propio

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gemido rasgado. Luego, de nuevo, después de permanecer abrazados en silencio, el


deseo volvió a surgir, cada vez más intenso.
Así fue la noche siguiente y la siguiente. Y después de amarla, Delaney llevaba
a Hannah dormida en sus brazos y la metía en su cama para que nadie sospechara
nada. Y cada día hacía lo posible por mantener una expresión neutral, casi estoica,
que no dejara entrever el paraíso que eran todas sus noches, para disimular el anhelo
que era como hambre angustiosa cada día hasta que Hannah atravesaba su puerta
después de medianoche y lo alimentaba con su cuerpo lujurioso, hasta que al final,
avanzada la madrugada, ya no tenía ansia de más. Y entonces, una noche, no se
presentó.
Escuchó la melodía del reloj de carillón al dar la una, las dos y luego las tres con
toques ásperos y casi burlones. Recordó una y otra vez que había prometido no
iniciar él la pasión. Se maldijo por haber cedido en un principio, y maldijo a Hannah
por haber cedido cuando su unión no tenía futuro.
En la habitación contigua, Hannah oyó cómo el reloj daba las tres.
—Por favor —susurró la palabra tres veces mientras contemplaba la oscuridad,
esperando que Delaney fuese a buscarla.
Una hora antes, se había detenido en el vestidor, con la mano a pocos
milímetros del pomo que giraba todas las noches. «Esta noche no», pensó de repente.
«Esta noche no. No puedo». Luego, sin hacer ruido, volvió sobre sus pasos y se metió
otra vez en la cama.
No era que no lo deseara. Señor, tal vez en aquellos momentos deseaba sentir el
cuerpo fuerte de Delaney en el suyo incluso mucho más que antes. Pero necesitaba
que Delaney fuera a su habitación aquella vez. De repente, era crucial, aunque no
sabía exactamente por qué. No era orgullo, desde luego. Su orgullo no se había visto
menoscabado cada vez que caminaba descalza a la habitación del sheriff. Se había
sentido bienvenida, y cálida y plena.
Más bien, pensó, la necesidad de que Delaney fuera a buscarla, sólo por una
vez, tenía algo que ver con compartir aquella alianza nocturna. Necesitaba saber si
significaba tanto para él como para ella. Tenía que saber que la necesitaba, de forma
profunda e indiscutible, tanto como ella lo necesitaba a él.
Era importante. Vital. Y una tontería, pensó. Como escupir al aire. Delaney no
iba a ir a su cama. Y en el fondo de su corazón sabía que nunca podría entregarse
otra vez a él porque su necesidad por él superaba el mero deseo físico.
No debería haberlo puesto a prueba. Señor, debería haber dejado las cosas
como estaban y no tratar de equilibrar los sentimientos entre ellos. Necesidad, deseo.
Nada de eso importaba ya.
Si seguía allí tumbada contemplando la oscuridad, estaba convencida de que se
echaría a llorar, así que encendió la lámpara de su mesilla y colocó las almohadas a
su espalda, dispuesta a leer hasta el amanecer si hacía falta para olvidar su profunda
decepción. Pero en cuanto abrió su volumen de cuentos de Washington Irving, la
puerta del vestidor crujió y se abrió con suavidad.

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Hannah miró fijamente, casi sin aliento, y su corazón se paralizó. La puerta se


abría tan lentamente que pareció transcurrir un siglo antes de que viera una mano en
el pomo, luego un brazo y finalmente, todo él. Delaney se había puesto los
pantalones negros, al parecer con prisa, porque no estaban abrochados. Tenía la
camisa abierta y dejaba ver la exquisita escultura que era su pecho.
La luz de la lámpara arrojaba sombras sobre su rostro serio y brilló en sus ojos,
haciendo que el sheriff pareciera peligroso por un momento. Un lobo al acecho. En
invierno, hambriento y frío, buscando calor y alimento.
—Te deseo —dijo, mirándola a los ojos, abrasándola con la mirada.
Hannah no contestó. Tuvo que recurrir a toda su fuerza de voluntad para no
apartar a un lado las sábanas y correr a sus brazos, pero se forzó a permanecer
quieta, callada, sobre la cama, devolviendo su mirada intensa por encima del borde
del libro.
—Hannah —dijo Delaney entonces, con una nota áspera pero suplicante en su
voz.
Hannah cerró el libro pero se mantuvo callada, observando su mirada casi febril
y su respiración agitada mientras ella trataba de mantener su rostro sereno,
impasible, casi frío.
—Dios —susurró—. No me hagas esto.
«Espera», se ordenó Hannah, aunque todos los nervios de su cuerpo la urgían a
saltar del colchón y correr a sus brazos. «Espera. Espera».
—Hannah, por favor. Te necesito.
—Sí —se levantó de la cama y corrió al gozo de su abrazo y al placer ardiente y
salvaje de sus besos.
Luego Delaney la levantó en brazos y la llevó hasta la cama. Vaciló antes de
colocarla sobre las sábanas.
—¿Aquí? —le preguntó—. ¿Estás segura? Lo digo por los recuerdos. De Ezra.
—No hay recuerdos —repuso Hannah—. No de hacer el amor. Ni aquí ni en la
otra habitación. Ezra y yo nunca hicimos el amor.
—Yo pensaba…
—¿Que vivíamos por completo como hombre y mujer? —Delaney asintió—. No
—suspiró Hannah, abrazándose con más fuerza alrededor de su cuello y apoyando la
cabeza sobre su hombro. No, sé por qué. Ezra no podía. O no quería. A pesar de las
apariencias, era como un padre para mí. Nunca fue mi amante.
Delaney inspiró profundamente y exhaló el aire con lentitud. Era imposible
adivinar si su revelación lo sorprendía o lo agradaba. Sin embargo, Hannah creyó
sentir que sus labios esbozaban una sonrisa.
Luego la dejó sobre la cama y extendió un brazo hacia la lámpara.

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—No, no la apagues —dijo, tocándole el brazo. Delaney la miró con expresión


interrogante. Hannah sonrió—. Quiero verte mientras me amas, Delaney. ¿Te parece
muy desvergonzado?
Sus labios formaron la más pequeña de las sonrisas.
—Sí —luego se quitó la camisa y la dejó caer al suelo—. Desvergonzado y
atrevido y justo lo que yo quiero.
Hannah se inclinó hacia delante plantando un beso sobre la línea vertical de
vello de su abdomen.
—Yo también te necesito, Delaney. No es sólo deseo.
—Lo sé. Calla.
Delaney enredó los dedos en su melena pelirroja mientras sus pantalones
desabrochados caían fácilmente de sus caderas con un simple tirón de las manos de
Hannah. Luego, un momento después, se dispuso a soltarle los pequeños botones del
cuello de su camisón.
Pero sólo se dispuso a hacerlo. Había elevado automáticamente la mano
derecha para desabrocharle el camisón de cuello alto, pero se sorprendió moviendo
torpemente los dedos alrededor de los botones de perlas. ¿Qué clase de hombre ni
siquiera tenía la habilidad suficiente para quitarle la ropa a su amante? Maldijo entre
dientes al tiempo que Hannah le apartaba la mano y se soltaba los botones para
luego quitarse el camisón.
Al ver sus hermosos senos iluminados por la lámpara, después de saborear sus
crestas sonrosadas, Delaney se olvidó de su incapacidad. La amó con fuerza y
suavidad, larga y exhaustivamente, y con habilidad, usando todas sus capacidades.
—Hannah —susurró junto a su oído cuando su cuerpo empapado en sudor se
dejaba arrastrar por el sueño. Pronunciar su nombre era como elevar un rezo. Le
horrorizaba la idea de amar alguna vez a otra mujer.
Durmieron hasta bien avanzada la mañana, entrelazados y desnudos,
completamente agotados y felices en la estrecha cama de Hannah, hasta que el
estrépito de unas latas de hojalata y una calesa veloz los despertaron.
—¡Estamos casados! —gritó Florence Green por debajo de la ventana abierta—.
¡Yuujuu, todo el mundo! ¡Alec y yo nos hemos casado!

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Capítulo Diecisiete
Hannah y el sheriff se incorporaron al unísono.
—Qué diablos… —murmuró Delaney.
—Oh, cielos —gimió Hannah. Saltó enseguida de la cama, moviéndose por la
habitación en busca de su ropa, sus zapatillas, su cepillo—. Esa cabeza de chorlito.
¿Se puede saber qué ha hecho?
—Alec Dancer se ha casado con ella. Que me aspen —Delaney movió la cabeza,
frunciendo el ceño mientras su mano izquierda forcejeaba con los botones del frente
de su camisa.
—Ven, déjame —Hannah dejó a un lado el cepillo y le abrochó los dos últimos
botones. Lo miró a los ojos y vio su expresión dolida—. No tiene importancia, sabes.
No dan premios por abrocharse, querido.
Delaney susurró una maldición. Hannah tomó su mano casi inútil y se la llevó a
los labios, besando suavemente cada uno de sus dedos.
—No importa. Siempre que no duela —se llevó su palma abierta a la mejilla—.
No te duele, ¿verdad? No podría soportarlo.
—No me duele. Diablos, ojalá lo hiciera —dijo con desagrado—. Al menos así
sentiría algo.
—Aquí hay mucho sentimiento —con la mano le cubrió el corazón justo antes
de deslizaría más abajo de la hebilla abierta de su pantalón—.Y aquí.
—Hannah —le advirtió con una voz ya ronca de deseo.
—Ojalá pudiéramos volver a la cama, Delaney, en este mismo instante, y dejar
que Florence y Alec y el resto del mundo sigan adelante sin nosotros —dijo con un
suspiro—. Seguirían sin nosotros. A nadie le importaría. No nos echarían de menos.
Pero en cuanto aquellas palabras melancólicas escaparon de sus labios, se
oyeron unos golpes insistentes en su puerta y la voz entusiasmada de la señorita
Green.
—¿Señora Dancer? ¿Está ahí? ¿Señora Dancer? Acabamos de casarnos, Alec y
yo. Por favor, baje a despedirnos.
Hannah parpadeó y se quedó inmóvil.
—¿Despedirlos?
—¿Florence iba a irse de la ciudad con Alec Dancer? ¿El hijo de Ezra estaba
renunciando a la casa?
—Cepíllate el pelo —le ordenó Delaney. La volvió hacia el tocador y le dio una
palmadita en el trasero para enviarla hacia allí—. Te veré abajo —dijo mientras salía
por la puerta del vestidor.

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Cuando Hannah bajó, había un gran revuelo. El vestíbulo estaba lleno de cajas
de sombreros y equipaje, y Abel Fairfax estaba arrodillado sobre una maleta
demasiado llena, tratando en vano de cerrarla.
Miró a Hannah.
—Se han casado. La señorita Green y Dancer. ¿Lo ha oído?
¿Cómo no iba a oírlo?, quiso decir Hannah.
—¿Qué pasa con la casa, Abel? —preguntó—. ¿Qué quiere decir esto?
—Me temo que no lo sé, querida —dijo, y luego volvió a ocuparse de los cierres
de la recalcitrante maleta.
—Ah, señora Dancer. Ahí está —Florence bajó dando saltitos por la escalera con
otra caja de sombrero en los brazos. La dejó y corrió a abrazar a su casera—. Alégrese
por mí. Por fin mis sueños se han hecho realidad.
—Es tan inesperado, Florence —Hannah dio un paso atrás y contempló el
rostro extático de la maestra—. ¿Estás segura de que sabes lo que haces?
—Cielos, sí —arrastró a Hannah hasta la puerta de la entrada y señaló la calesa
sobre la que Alec Dancer estaba apoyado con naturalidad—. ¿No es elegante?
Caramba, a veces casi no puedo respirar en su presencia. Y ahora es mi marido,
señora Dancer —Florence exhaló un pequeño suspiro de asombro—. Piénselo. Ahora
yo también soy la señora Dancer.
Hannah sonrió débilmente mientras observaba al hijo de Ezra. Tenía el
sombrero colocado en un ángulo satisfecho, lo mismo que el puro que sostenía entre
los dientes. Más que el novio feliz parecía haber ganado una apuesta en una carrera
de caballos. ¿Qué estaría tramando? Luego vio al sheriff aparecer por el porche
lateral con la escopeta al costado y supo que Delaney estaba igual de receloso.
Cuando los dos hombres empezaron a hablar, Hannah hizo esfuerzos por oír la
conversación pese al parloteo de la recién casada. No podía. Pero cuando Florence
subió corriendo al piso de arriba en busca de más pertenencias, Hannah se levantó
las faldas y caminó hacia la calesa.
—Entiendo que debo darte la enhorabuena —dijo, ofreciendo su mano al
jugador.
—Caramba, Hannah, no sabía que te importara —respondió con una mirada
lasciva, rozándole ligeramente la mano con los labios. Hannah la retiró enseguida.
—Florence dice que os vais de la ciudad.
—Mi esposa tiene razón. Nos vamos y no volveremos. Eso debería complacerte
enormemente.
—¿Y la casa? —le preguntó.
—Es tuya. O suya —señaló hacia el sheriff que estaba de pie, a corta distancia—
. Ya te lo he dicho, no voy a volver.
En aquel momento la voz grave de Delaney se unió a ellos.

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—Al parecer la señorita Green es una heredera, Hannah.


—¿Cómo? —se volvió hacia Delaney.
—Díselo —le ordenó al jugador.
Alec Dancer rió.
—No puedo creer que nadie lo supiera con el tiempo que hace que vive aquí. La
pequeña Florence Green es de Pittsburgh, Pennsylvania, la cuna de la fundición
Green y de otras industrias lucrativas. Tu maestra vale más que su peso gordinflón
en oro.
Hannah notó cómo se quedaba boquiabierta tanto por la sorpresa ante la noticia
como por el tono desagradable de Dancer. No podía pensar en una réplica bastante
áspera para aquel monstruo. Pero resultó que no hubo tiempo para responder,
porque en aquel momento Henry Allen se presentó corriendo a toda velocidad por la
acera, con la corbata de lazo moviéndose al viento y el sombrero medio caído.
—Acabo de enterarme de la noticia —dijo, tratando de recobrar el aliento—. No
es cierto, ¿verdad? No puede ser cierto.
Florence apareció en el porche delantero y los saludó a todos.
—Henry —lo llamó—. ¿Te has enterado de la maravillosa noticia? Has sido tan
atento. Me pregunto si podrías ayudar al señor Fairfax con mis maletas.
Con aspecto abrumado y totalmente desolado, el joven banquero subió las
escaleras del porche como si estuvieran alfombradas de papel atrapamoscas y sus
zapatos estuvieran hechos de plomo.
—Pobre memo —dijo Alec Dancer mientras encendía otro cigarro y se apoyaba
lánguidamente sobre la calesa.
Hannah le lanzó una mirada sombría y luego arremetió hacia el porche para
hablar un minuto, varios minutos, con Florence. ¿Pero cómo se le decía a una recién
casada extática que su apuesto marido sólo se había casado con ella por dinero?
¿Cómo iba a tener valor para echar a perder la felicidad de la joven mujer en su día
de boda?
Se entretuvo en el porche en lugar de entrar dentro mientras Abel y Henry
sacaban bolsa tras bolsa y las metían en la calesa. Se mordió el labio inferior
reflexivamente, luego concluyó que no era asunto suyo. La gente no siempre se
casaba por amor. ¿No había estado ella dispuesta a casarse con Delaney para
conservar su casa? Y eso había sido antes de amarlo.
La idea casi hizo que le fallaran las rodillas. ¡Lo amaba! No sólo lo deseaba o
necesitaba. Lo amaba como nunca había amado a Ezra, lo amaba tanto como a la
vida. Si la abandonaba, pensó con desesperación, la vida cesaría de existir. ¿Qué
podría importarle después?
Entonces, de forma inesperada, Florence la estaba abrazando y derramando
lágrimas de alegría y prometiendo que le escribiría.

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—Y no se preocupe por el resto de la renta de este mes —dijo—. Estoy bastante


desahogada económicamente, señora Dancer. No creo que lo supiera.
—No, no lo…
Nancy apareció con un ramo de margaritas y se las plantó en la mano a
Florence.
—Tenga, señorita Green. Le he traído esto —balbució—. Enhorabuena y todo
eso.
—Gracias, Nancy, muchas gracias —a mitad de la escalera del porche, Florence
se volvió—. Bueno, adiós a todos. Deséenme suerte.
—Florence —gritó Henry desde la puerta. Pero si pretendía decir algo más, no
tuvo oportunidad, porque la recién casada se dio la vuelta y prácticamente trotó
hacia la calesa.
Fue Delaney quien la ayudó a ocupar su asiento junto a su marido mientras
Alec Dancer tiraba caballerosamente el cigarro al suelo, se colocaba de nuevo el
sombrero en la cabeza y tomaba las riendas. Agitó el cuero sobre el lomo de la yegua
negra y la calesa avanzó hacia delante.
Florence se sujetó el sombrero con una mano y con la otra se despidió. Alec
Dancer no miró atrás.
El pobre Henry apenas comió en los siguientes dos días. Incluso Nancy, que
apenas se percataba de esas cosas, sintió lástima y le cocinó una tarta de cerezas
perfecta, glaseada, de la que el joven apenas probó bocado.
—Pobre Henry —dijo Hannah con un suspiro mientras yacía en los brazos de
Delaney. Una vez que Florence no subía las escaleras a medianoche, se sentía más
cómoda yendo a su habitación poco después de haberse retirado a dormir.
—Lo superará —dijo Delaney. Su voz tenía un tono frío a pesar de que la mano
sobre el costado de Hannah era cálida.
—¿Crees que Florence será feliz? —le preguntó. Delaney se quedó callado por
un minuto, luego dijo:
—No, seguramente, no. La gente raras veces es feliz.
Hannah se acurrucó más aún contra él.
—Yo soy feliz.
Entonces la mano de Delaney se paralizó por completo y Hannah sintió una
oleada de temor por todo su cuerpo. Dios Santo. Sabía lo que iba a decir antes de que
lo hiciera.
—Hannah, me voy. Mañana.
Lo sabía. Se lo había anunciado sin asomo de duda. Pero en el fondo de su
corazón no había creído que se iría. Sobre todo cuando habían intimado tanto. Podía
sentir una fisura oscura que empezaba a abrirse en su interior. Se estaba formando
un agujero en su corazón, y todo su contenido amenazaba con volcarse al exterior.

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—Te amo, Gabriel Delaney —fue todo lo que consiguió decir.


Delaney volvió a acariciarle la cadera, luego su mano se elevó para apartarle los
rizos de la cara.
—Yo también te amo, Hannah. Pero eso no va a hacer que cambie de idea.
—¿Es que el amor no es bastante? —su voz sonó tensa. Estaba conteniendo las
lágrimas.
—¿Bastante? Cielo, es más de lo que he tenido en toda mi vida —tomó su
barbilla y la obligó a mirarlo—. Eres más de lo que he tenido en toda mi vida. Si
pudiera quedarme, Hannah, lo haría.
Hannah apartó su mano y volvió la cara hacia la pared.
—Mentiroso. Puedes quedarte, pero no quieres.
—Está bien. Si es eso lo que quieres pensar.
—Entonces será mejor que te vayas ahora.
Pero cuando Delaney se incorporó para levantarse, Hannah le rodeó la cintura
con los brazos.
—No he querido decir eso. Quédate. El tiempo que puedas, aunque no sea para
siempre.
Delaney volvió a tumbarse y la rodeó con los brazos, acunando su cabeza
contra su hombro.
—Un sheriff no conoce el significado de la palabra siempre —dijo—. Sólo
puedo vivir día a día, Hannah. Tal vez aquí en Newton sí, pero no ciudades como
Dodge y Tombstone.
—Tombstone —se estremeció—. ¿Y es allí donde vas?
—Sí. Me está esperando un trabajo. Envié un telegrama y recibí la respuesta
esta mañana.
—¿Serás el sheriff?
—Un ayudante. Mi mano… —se calló bruscamente.
—¿Qué?
—Nada.
—¿Tu mano qué? —preguntó—. ¿No es lo bastante rápida o precisa para un
lugar tan infernal como ése? ¿Es eso lo que ibas a decir?
—Algo así —asintió Delaney.
—Entonces, quédate. Sigue haciendo lo que estabas haciendo, lo que estamos
haciendo. He vivido con Ezra durante catorce años sin la bendición del matrimonio,
Delaney. Haría lo mismo contigo.
—Pero yo no —dijo—. Te mereces mucho más que eso, Hannah. Dios, ¿es que
no lo entiendes? Búscate un hombre entero cuando me vaya.

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—¡Un hombre entero! —se incorporó, lanzando las manos al aire y luego
dejándolas caer en el regazo—. ¿Y qué diantres crees que eres, Delaney?
—Sé lo que soy. Y no es lo que solía ser, maldita sea, ni volveré a ser.
—¡Entonces, cambia!
Cuando su única respuesta fue un muro de silencio, Hannah volvió a caer sobre
la cama, diciéndose que podía elegir entre discutir con él durante sus últimas horas
juntos, tratando en vano de convencerlo para que se quedara, o aceptar su decisión y
dejar que sus últimos momentos estuvieran llenos de recuerdos cálidos y amorosos
para los dos.
Menuda elección, pensó lúgubremente. Aun así, se arrimó a su calor sólido, lo
acarició por todo el cuerpo, confiando en memorizar todas sus partes ásperas y lisas,
e invitándolo una vez más a entrar en ella, fingiendo, sólo fingiendo, que se quedaría.
Cuando se despertó a la mañana siguiente, se había ido… su cuerpo de su
cama, sus pertenencias de la habitación de Ezra. Delaney no era de los que se
extendían en las despedidas, y casi era para bien. Teniendo la oportunidad, Hannah
podría, haber prolongado su separación durante treinta o cuarenta años.
No había nadie en el comedor, así que salió al porche delantero donde encontró
a Abel con la Gazeta sin abrir en el regazo, y las manos ligeramente entrelazadas
encima. Por extraño que pareciera, era un hermoso día, con sol y mariposas
aleteando en su parterre de rosas, y una leve brisa que balanceaba la hierba y las
hojas de los olmos.
—Piensa irse hoy, Abel —dijo, sorprendida de que su voz sonara tan serena y
casual.
—Sí, lo sé. No funcionó como Ezra lo había planeado —suspiró—. Por un
momento, confié en que… —se quedó callado.
—Yo también —dijo Hannah.
—Es tozudo, ese Delaney. Duro como una piedra —el hombre movió la
cabeza—. Supongo que lo habíamos catalogado mal. Lo siento, Hannah.
—Yo también lo siento.
Sentía que Delaney fuera a marcharse, pensó, pero no lamentaba lo más mínimo
haberlo amado. Volvería a hacerlo si tuviera la oportunidad.
Después de mirar calle abajo y ver la silla vacía delante de la cárcel, Hannah
cerró los ojos y apretó los labios. Si empezaba a llorar, si derramaba una sola lágrima,
no podría poner fin al llanto. Sentiría que se estaba muriendo, y ésa no era forma de
vivir.
—Bueno, será mejor que vaya a ver a Nancy antes de que prenda fuego a la
cocina —dijo, volviéndose a la puerta. Una vez dentro, volvió la cabeza—. Asado de
cerdo para la cena, Abel. No querrás llegar tarde.
—Hannah —la llamó.
—¿Sí?

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—Tal vez nos hayamos precipitado un poco. Permaneció de pie en el vestíbulo.


¿De qué diantres estaba hablando?
—¿Precipitado en qué?
—Delaney —dijo Abel—. Ahí vuelve.
El corazón se le atravesó en la garganta y atravesó el umbral para salir otra vez
al porche. Era cierto, Delaney volvía, caminando a paso rápido con la escopeta
apoyada en un brazo. Parecía decidido, y Hannah lo tomó por un ángel de Dios en
una misión de la máxima importancia.
Por favor, rezó. Por favor. Podía ver que todavía llevaba la insignia en su
chaleco negro. No había renunciado todavía. Ni había abandonado la ciudad. Tal vez
a ella tampoco.
Delaney subió de dos en dos las escaleras del porche, apoyó su rifle sobre la
barandilla y sacó un papel doblado del bolsillo de su chaleco.
—Esto acaba de venir —dijo—. De Dodge.
Delaney contempló el rostro precioso y expectante de Hannah mientras abría el
telegrama y supo que creía que había cambiado de idea. Por un minuto se sintió
enfermo, y en lugar de hacerle creer en milagros un segundo más, le entregó la hoja.
Mientras ella lo leía, le informó a Abel de su contenido.
—Han encontrado a Florence Green apaleada y casi muerta en un callejón de
Dodge. No tenía ningún documento encima, pero pudo decir su nombre y dirección
antes de quedarse inconsciente.
—Dios mío —susurró Abel.
—Se solicita su ayuda para localizar a su pariente más cercano —leyó Hannah
en voz alta, luego miró a Delaney.
—Yo localizaré a su pariente más cercano —dijo él en tono lúgubre, y luego me
ocuparé de que pase veinte años en prisión antes de su eternidad en el infierno.
—¿Alec Dancer hizo esto? —preguntó Hannah.
—¿Quién si no? —replicó Delaney.
—Cierto, quién si no —Abel se apoyó en los brazos de la silla para levantarse y
se golpeó la palma de la mano con el periódico—. Santo Dios, deberíamos haberlo
visto venir. No debimos dejarla marchar.
—Mirar atrás no sirve de mucho, Abel —gruñó Delaney, y luego miró a
Hannah—. Necesito que alguien venga conmigo para traer a Florence de vuelta. Hay
un tren que sale dentro de cuarenta minutos.
Entonces contuvo el aliento, esperando que Hannah le dijera que ya no era su
trabajo y que prefería verlo subido a un tren de camino a la perdición. Incluso estaba
preparado para recibir un bofetón en la mejilla cuando ella se cuadró de hombros y
lo miró directamente a los ojos.
—Haré la maleta —dijo—. Sólo tardaré unos minutos.

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Capítulo Dieciocho
En el tren hacía mucho más que calor. Era como ir en un horno tapizado, pensó
Hannah, y cuando llegaron a Dodge City a las cinco de la tarde, se sentía cocida
dentro de sus enaguas negras y traje de viuda.
No habían hablado mucho mientras recorrían los doscientos cincuenta
kilómetros. Delaney parecía cansado y su rostro más lúgubre que nunca. Igual que el
suyo, imaginó Hannah. Y aunque había ansiado pasar más tiempo con aquel hombre,
no quería que fuese de esa manera. Sólo Dios sabía lo que los esperaba cuando
llegaran a su destino. La pobre Florence podía haber muerto, en cuyo caso, Delaney
perseguiría a Alec Dancer por asesinato más que por agresión.
En un momento dado, se sorprendió llorando suavemente en su pañuelo, y el
sheriff tomó afectuosamente la mano izquierda de Hannah con su derecha, de una
forma que resultaba tranquilizadora e inquietante a la vez. Hannah apenas se atrevía
a imaginar que pudiera usar una pistola o una escopeta con precisión cuando unos
simples botones podían con él. Asustada por todo, lloró con más fuerza, por Florence
y por Delaney. También había lágrimas por ella.
Cuando el tren se detuvo en Dodge, Delaney tomó su bolso de viaje del
compartimento superior, levantó su escopeta e insistió en llevar los dos objetos. Sin
embargo, un chico que corría atropelladamente por el estrecho pasillo le arrancó el
bolso de Hannah de su mano débil. Hannah levantó de inmediato la bolsa del suelo y
se negó a dársela.
—No pesa mucho —le dijo al ver su ceño fruncido—. Y además, prefiero que
lleves tu rifle.
Si su humor ya era lúgubre, después del incidente se ennegreció por completo,
y se mantuvo de esa manera durante su breve visita a la oficina del sheriff de Dodge
City. Resultó que el sheriff estaba fuera de la ciudad y había dejado a uno de sus
ayudantes al mando. El hombre se llamaba Tom Nixon. Se puso en pie, todo sonrisas
y carcajadas, cuando Delaney traspasó el umbral, y le dio fuertes palmadas en la
espalda como a un viejo amigo.
Hannah vagó por la oficina, mucho más espaciosa que la de Newton, mientras
los dos defensores de la ley conversaban en voz baja sobre los particulares del caso.
Había fotografías dispuestas sobre una pared, y Hannah supuso que sería un registro
de delincuentes, pero al acercarse, descubrió que se trataba de las fotografías de
varios defensores de la ley que habían servido en Dodge.
Delaney estaba allí, el tercero empezando por la izquierda, en un grupo de
hombres serios vestidos de oscuro. A Hannah le parecía diferente, y tardó un
momento en darse cuenta de que la diferencia estaba en que llevaba una pistola y un
cinto colgado de las caderas. A pesar de los semblantes graves de los hombres de la
fotografía, Delaney parecía más feliz que como ella lo conocía. De modo que eso era
lo que echaba de menos, pensó, comprendiendo un poco mejor por qué había dicho
que nunca volvería a ser como antes.

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—Florence está en la consulta del médico, al otro lado de la calle. Vamos.


Hannah se sobresaltó al oír su voz tan cerca por detrás y sentir su mano a la
espalda. Asintió hacia la foto.
—Sólo estaba…
—Sí. Lo sé —Delaney no miró la imagen ni siquiera un instante—. Vamos.
Tenemos que irnos.
La asió del codo con su mano buena y la condujo al otro lado de la calle Front,
sorteando carros de mano y carromatos y chicos despreocupados que iban a pie o a
caballo y que empezaban pronto su andadura nocturna. La consulta del médico se
encontraba entre una ferretería y un salón. Delaney llamó a la puerta, y una mujer
con un delantal gris manchado la abrió.
—¿Sí? —preguntó.
—Estamos buscando a la joven que resultó herida ayer, señora. La señorita
Florence Green. O tal vez les haya dado el apellido Dancer. Tom Nixon nos dijo que
estaba aquí.
—Sí, claro. Adelante —la mujer retrocedió para dejarles entrar en una pequeña
sala de espera circundada de sillas de madera desparejadas—. Soy Elsa Bishop.
Ayudo a mi marido.
—¿Cómo se encuentra Florence? —preguntó Hannah.
—Recibió una buena paliza. Por lo que hemos podido determinar, tiene varias
costillas rotas, una muñeca fracturada y una posible conmoción cerebral. En cuanto
la vean, ustedes mismos comprobarán que la agredieron brutalmente.
—Necesito hacerle un par de preguntas —dijo Delaney—. ¿Podemos pasar? —
Sí. Pero no le garantizo que pueda contestarlas, pobrecilla —suspiró Elsa Bishop—.
Síganme.
La siguieron por un estrecho pasillo y luego a una pequeña habitación con
vitrinas atestadas de medicamentos en las paredes. Las cortinas estaban echadas,
pero Hannah pudo distinguir a la pobre Florence en el estrecho catre que estaba
contra la pared.
—Dios mío, Florence —dijo, arrodillándose junto al catre de madera. Pudo ver
el daño que habían infligido a la maestra. Tenía un ojo hinchado y el otro
terriblemente magullado. Los labios apenas eran reconocibles; el inferior estaba
cortado y unido mediante varios puntos manchados de sangre.
—Florence —susurró Hannah, tocándole delicadamente su pelo enmarañado—.
Soy la señora Dancer, querida. Hannah. Delaney está conmigo. Hemos venido a
llevarte a casa.
Una lágrima emergió del ojo hinchado de la joven. Gimió con suavidad, como si
le doliera murmurar hasta el más leve de los sonidos.
—¿Quién le ha hecho esto, señorita Green? —preguntó Delaney.
Florence volvió a gemir.

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—Le cuesta hablar —dijo Elsa Bishop detrás de ellos—. Los puntos, sabe. Y las
costillas rotas. Delaney se arrodilló junto a Hannah.
—No tiene que hablar, señorita Green. Sólo asienta dos veces para decir sí. Fue
Dancer quien le hizo esto, ¿verdad?
Asintió dos veces mientras más lágrimas se derramaban por sus ojos. Luego,
con evidente dificultad, intentó hablar.
—Mi dote. Mis pa… padres me enviaron un giro. Alec… Alec…
—Te lo robó —concluyó Hannah.
Florence Green asintió, dos veces, y luego volvió su rostro magullado a la
pared.
El sheriff maldijo entre dientes, luego se levantó y salió por la puerta. Hannah
se puso en pie.
—Enseguida vuelvo —le dijo a la esposa del médico, y corrió tras él—. Delaney,
espera —atrapó su brazo justo cuando abría la puerta de la calle—. ¿A dónde vas?
—Dancer lleva dos días jugando con mala racha en el salón Lady Gay. Al
menos eso dice Tom Nixon. Por eso no ha tenido prisa por irse de la ciudad.
—¿Qué vas a hacer?
—Voy a hacer que desee haberse ido hace dos días —su voz era tan áspera
como su expresión. Sus ojos habían adquirido un color verde temible, como el del
cielo antes de una tormenta violenta.
Hannah sabía que no podía decir nada para disuadirlo, y en parte no quería
hacerlo, con la esperanza de que hiciera pagar caro a Alec Dancer lo que había hecho.
—Ten cuidado —susurró, poniéndose de puntillas para besarlo en la mejilla.
—Quédate con Florence. Volveré.
Observó cómo permanecía de pie sobre la acera de planchas de madera,
inmóvil excepto por el movimiento de su chaqueta mientras respiraba
profundamente y abría y cerraba lentamente la mano derecha. Bajó de la acera a la
calle y desapareció detrás de un carro lleno de barriles, mientras Hannah rezaba para
volverlo a ver. Con vida.
Continuó rezando mientras velaba a la pobre Florence, prestando atención por
si se oían disparos en cualquier momento. Sin embargo, lo que oyó fueron voces en el
pasillo.
—No puede entrar ahí —dijo Elsa Bishop.
—No puede impedírmelo.
Aunque nunca había oído aquella voz tan impregnada de furia, Hannah
reconoció al instante que pertenecía a Henry Allen. Se dirigió a la puerta y, al abrirla,
vio su rostro alterado.
—¡Henry! ¿Qué estás haciendo aquí?

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—¿Conoce a este hombre? —preguntó Elsa Bishop.


—Sí. Es un amigo de la señorita Green. No pasa nada, señora Bishop.
La esposa del médico suspiró.
—Por favor, no se quede mucho tiempo. La pobre mujer necesita descansar.
Una vez dentro, Henry Allen corrió junto al catre. Tomó la mano de Florence.
—Querida mía, ¿qué te ha hecho?
Florence gritó de dolor y Hannah le tocó a Henry en el hombro.
—Tiene la muñeca fracturada, Henry —le dijo en voz baja—. Limítate a hablar.
Con infinito cuidado, el joven dejó la mano de Florence a su costado y la soltó.
Entonces bajó la cabeza y sus hombros se estremecieron.
—No se morirá, ¿verdad?
—Estoy segura de que se pondrá bien —dijo Hannah—. Sólo será cuestión de
tiempo y de tiernos cuidados.
—Tengo tiempo —dijo Henry—. Y muchos tiernos cuidados que darle.
—Entonces Florence es una mujer afortunada, después de todo —contestó.
Al principio le había parecido normal que Henry apareciera, pero de repente,
Hannah se preguntó cómo había tenido noticia de lo ocurrido a Florence. Delaney no
podía haberle enseñado el telegrama. Había tenido mucha prisa por irse de la ciudad.
—¿Cómo lo has sabido, Henry?
—Jim Spangler, de la oficina de telégrafos. Es un amigo. Le había confiado mis
sentimientos hacia Florence —volvió su mirada húmeda a Hannah—. Me senté en
segunda clase en el tren, luego los seguí al sheriff y a usted.
—No deberías haberlo hecho —le dijo en voz baja, sin regañarlo en realidad.
—Tenía que hacerlo.
—Se pondrá bien, Henry. Estoy segura. La llevaremos a casa en cuanto el sheriff
Delaney arreste a Alec Dancer. Ahora mismo está en el Lady Gay haciendo eso
precisamente.
Henry se levantó y se secó los ojos.
—¿El Lady Gay? ¿Dónde está eso?
—No estoy segura.
—No importa, lo encontraré.
La voz de Henry cambió de repente. Ya no era el consternado pretendiente, sino
el esposo enfurecido. Para horror y sorpresa de Hannah, metió la mano bajo su
chaqueta y sacó una pistola temible de cañón largo.
—No habrá arresto, señora Dancer. Ni juicio. Ni diez o veinte años sano y salvo
en la cárcel —sus plácidos labios adoptaron una mueca tan burlona que Hannah

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apenas lo reconocía—. Pretendo asegurarme de que ese bastardo sufra de verdad por
lo que ha hecho. Rezo a Dios para poder matarlo.
—Henry, no lo hagas. Deja que el sheriff Delaney…
—¿Lo arreste? —gritó—. ¡Por encima de mi cadáver!
Henry volvió a meterse la pistola en el cinturón y se dirigió a paso enérgico
hacia la puerta, apartando a un lado las manos de Hannah. No podía detenerlo y lo
sabía. No era un hombre grande, pero su furia había doblado su fuerza. Lo mejor que
podía hacer era correr tras él.
Pero antes de que Hannah pudiera aplastar sus faldas para pasar por la puerta,
Florence emitió un grito ahogado, incorporó su cuerpo apaleado y, con un golpe
terrible, cayó al suelo.
—¡Señora Bishop! —chilló Hannah mientras se volvía para ayudar a la pobre
Florence.
Delaney estaba de pie junto a la barra larga y opulenta del Lady Gay, con la
bota en el reposapiés de cobre y su espalda a las mesas, observando por el espejo
cómo Alec Dancer perdía mano tras mano en una mesa al otro lado de la estancia
impregnada de humo. El jugador no lo había visto entrar, Delaney estaba seguro.
Toda su concentración estaba puesta en las cartas que tenía en la mano. Los
ganadores solían bromear y pasear la mirada por la habitación, pero Dancer sólo
tenía ojos para sus cartas y apretaba los labios con fuerza.
Se preguntó cuánto habría perdido ya de la fortuna de Florence. Mucho, al
parecer.
—¿Así que has vuelto para quedarte, Delaney?
—Harry Davis estaba secando los vasos dentro de la barra, buscando
conversación que aligerara su turno de doce horas de pie—. Los Earp se han ido.
Supongo que ya lo sabías.
—Sí, lo sabía —en cuanto pronunció las palabras, Delaney las lamentó. Harry
tenía la lengua muy larga sin que hiciera falta alentarlo mucho.
—¿Sigues defendiendo la ley?
En aquella ocasión, Delaney ignoró la pregunta.
—Lo digo porque llevas esa escopeta en la mano —se asomó por encima de la
barra—. Hacía tiempo que no veía una de ésas. Me recuerda a Doc Holliday.
—Sí —Delaney se caló el sombrero, tomó su cerveza caliente y se volvió,
apoyando la espalda en la barra, confiando en que Alec Dancer siguiera hipnotizado
por sus pares y escaleras incompletas.
No había decidido del todo cómo iba a abordarlo. Teniendo en cuenta su
escopeta, el Lady Gay estaba peligrosamente abarrotado de clientes. Y aunque
Dancer parecía exhausto, Delaney no estaba seguro de poder apresarlo sin un arma.
No le vendría mal un poco de ayuda, se preguntó lúgubremente, pero ni siquiera se
había molestado en pedírsela a Tom Nixon, que poseía una parte de aquel salón y

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recibía un porcentaje de todos los juegos de apuestas altas. Tom era la última persona
que querría apartar a Alec Dancer de aquella mesa lucrativa.
Justo cuando había decidido que lo mejor era salir y volver a entrar por la
puerta de atrás, a espaldas de Dancer, los ojos de Delaney se posaron en las puertas
basculantes de la entrada. Por un minuto, no reconoció al hombre con rabia en los
ojos y una pistola de cañón largo en la mano. Luego supo que se trataba de Henry
Allen, decidido a vengarse y a punto de matarse.
—¿Dónde está Alec Dancer? —gritó Henry por encima del ruido del gentío.
Delaney tomó su escopeta y echó a andar hacia el joven banquero. Nadie había
prestado mucha atención a su primera pregunta, así que volvió a gritar, mucho más
fuerte.
—Estoy buscando a un hijo de perra que se hace llamar Alec Dancer.
Cuando la habitación se sumió en el silencio, Delaney sólo estaba a un paso o
dos de Henry, tratando de idear la manera de quitarle el arma al banquero, no soltar
la suya y defenderlos a los dos del jugador sin herir a media docena de testigos
inocentes.
Lo que pasó a continuación se desarrolló a cámara lenta, como solía ocurrir en
todas las confrontaciones, tanto si uno era el que recibía el disparo como si no.
Las sillas rechinaron y cayeron al suelo mientras la gente buscaba cobijo…
detrás de la barra, del piano, de mesas volcadas como escudos improvisados.
En el juego de póquer de apuestas altas, los demás jugadores se desperdigaron
cuando Alec Dancer se puso en pie, maldijo, y arrojó sus cartas sobre el tapete verde
de fieltro. Seguramente su primera victoria del día, pensó Delaney, con un extraño e
inadecuado regocijo por una fracción de segundo.
La pistola del banquero se elevó justo cuando el arma de dos disparos del
jugador se deslizó por la manga hasta su mano.
¡Ya!
Delaney se abalanzó a por la pistola de Henry Allen justo cuando el mundo
entero parecía estallar en disparos. Asió el arma con la mano izquierda, rezó para
apuntar con precisión al corazón de Dancer y luego disparó al tiempo que el jugador
apretaba el gatillo por segunda vez. La bala le desgarró el hombro como un hierro de
marcar, nublando su vista por un segundo, distrayéndolo el tiempo suficiente para
que Henry Allen intentara quitarle la escopeta de la mano derecha.
Entonces la vio venir, a la muerte, envuelta en una capa negra sobre un caballo
negro. Ya había quitado el seguro a los dos cañones, pero el banquero no lo sabía.
Cuando Henry le arrebató el arma, la pistola explotó.
Oyó vasos y botellas haciéndose pedazos detrás de la barra, luego el ruido de
cristales al caer al suelo. Por un segundo absurdo, Delaney quiso reír porque Henry
no le había dado.
Luego sus rodillas cedieron y vio el suelo manchado de serrín y sangre yendo a
su encuentro.

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Capítulo Diecinueve
—Señora, si va a desmayarse, salga de aquí enseguida —le advirtió el doctor
Bishop a Hannah—. Ya tengo bastante trabajo ahora mismo en esta mesa.
—Estoy bien, lo prometo. Por favor, no me obligue a dejarlo.
—Entonces, apártese a un lado y no me quite la maldita luz —le espetó.
Hannah no sabía cómo moverse hasta que Elsa Bishop la asió por los hombros y
la llevó a una silla entre dos armarios.
—Vern es un buen médico —dijo Elsa—. Cuidará de él, ya lo verá.
—Hablando de cuidar, señora Bishop —gruñó el doctor volviendo la cabeza—.
Vuelve aquí y dame un poco más de luz.
Elsa se secó las manos sangrientas en su delantal, luego volvió corriendo a la
mesa y elevó la lámpara por encima del cuerpo que allí yacía, con rasgos pálidos y
fláccidos después de una dosis de cloroformo, y el pecho empapado de sangre
apenas sin respirar.
—No mueras —susurró Hannah para sí y para el Señor. Creyó que había
muerto al atravesar las puertas del Lady Gay y ver a Delaney boca abajo en el suelo y
a Henry Allen de pie junto a él con una escopeta de la que todavía salía humo por los
cañones.
—No era mi intención —no hacía más que repetir Henry—. No quería hacerlo.
Está muerto. Lo he matado.
—No está muerto. No lo permitiré —le había espetado Hannah, cayendo de
rodillas junto al cuerpo de Delaney, tratando de darle la vuelta para poder ver su
rostro. Al hacerlo comprobó que todavía respiraba—. Que alguien me ayude —gritó.
Dos hombres se agacharon y le dieron la vuelta. Con tanto serrín adherido a sus
ropas, Hannah no supo decir dónde le habían disparado. Le limpió el rostro y el pelo.
—Delaney —susurró—. Mi amor.
Luego sus ojos parpadearon, buscando los suyos, encontrándolos por un
segundo antes de volver a cerrarlos. ¡Estaba vivo!
—¡Está vivo! —gritó—. Que alguien le ayude, por favor. En aquellos momentos,
sentada en una de las estrechas salas de operaciones del doctor Bishop, Hannah
contempló con aire lúgubre algunos trozos de serrín que había en el suelo.
Seguramente habían dejado un rastro desde el Lady Gay hasta aquella habitación,
pensó. Un rastro horrible y sangriento.
«Señor, por favor, no permitas que muera. Lo dejaré marchar si lo mantienes
vivo. Renunciaré a él si le devuelves la vida».
—¿Señora? ¿Puedo hablar con usted un minuto?
Hannah parpadeó y vio el rostro que reconocía como el de Tom Nixon, el
ayudante del sheriff.

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—Fuera —dijo, tomando su brazo y conduciéndola fuera de la sala de


operaciones, a lo largo del pasillo, hasta la sala de espera, donde le acercó una silla—.
Señora —dijo—, sé que no es un buen momento, pero el oficial de justicia necesita
cierta información sobre el tipo que murió.
Sólo entonces Hannah fue consciente del otro hombre que estaba en la
habitación. La saludó inclinando el ala de su sombrero hongo y sacó un pequeño bloc
de notas del bolsillo de su chaqueta. Luego empezó a hacerle demasiadas preguntas.
Alec Dancer estaba muerto, siguió pensando mientras intentaba contarle todo lo
que sabía sobre él. No mucho, en realidad. Su nombre. Su última dirección en
Newton. Florence, su desafortunada pariente más cercana.
El hombre estaba a punto de cerrar el bloc cuando se paró.
—Bueno, ya que la tenemos aquí, tal vez podamos recoger algunos datos sobre
el otro.
—¿Qué otro?
—Vaya, Delaney, señora. He oído que no va a salir de ésta —el oficial se volvió
al sheriff—. Una lástima. Era un buen hombre y mejor defensor de la ley cuando
estaba aquí, ¿verdad, Tom?
El ayudante del sheriff asintió.
Entonces, mientras Hannah abría los ojos con horror, el oficial tomó una
pequeña nota en su cuaderno, hizo una pausa, y dijo:
—Tiene gracia. No consigo recordar el nombre de pila de Delaney. No lo sabrá
usted por casualidad, ¿verdad, señora?
—Sí —dijo Hannah. Se levantó, con los puños cerrados a los costados y
lágrimas en los ojos—. Pero no lo necesitará para ese maldito cuaderno suyo, señor.
Discúlpenme, por favor. Tengo que… Debo volver.
Fue la noche más larga de su vida. Cada vez que Hannah oía el ruido metálico
de otra posta al caer sobre el cuenco esmaltado del doctor Bishop, hacía una mueca.
La operación se prolongó durante horas, hasta que sintió la cara agarrotada de dolor.
Finalmente, a las cuatro de la madrugada, el docto, exhausto, dejó sus delicados
alicates y declaró:
—Bueno, creo que ya las hemos sacado todas. Véndalo, Elsa, y dejemos que el
Señor haga su trabajo.
Cuando todos se fueron, y mientras el Señor sostenía a su ángel en sus manos,
Hannah hizo lo mismo. La mano izquierda de Delaney estaba tan fría, tan fría, que le
dio calor con la suya. En una ocasión o dos, Hannah levantó la cabeza bruscamente
cuando el sueño intentó disuadirla para que abandonara su vigilancia.
Entonces, justo antes del amanecer, cuando la luz del sol empezaba a filtrarse
en la pequeña y lúgubre habitación, Delaney le apretó la mano. La presión era débil,
pero real.
—¿Hannah?

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—¿Sí, mi amor? —se inclinó sobre él, rozándole los labios con los suyos.
Estaban secos pero cálidos. Con vida.
La sombra de una sonrisa cruzó sus labios antes de que volviera a apretarlos.
—No dejes…
—¿Qué? Cariño, no te oigo.
Delaney gimió al inspirar.
—No… No dejes que me corten el brazo, Hannah. Prefiero la muerte.
—Calla, no lo harán. Ahora te pondrás bien. Ya todo ha pasado.
—Prométemelo.
—Calla. El doctor…
Delaney le apretó la mano con sorprendente fuerza, estrujándole los dedos. Sus
ojos brillaban con fiereza.
—Prométemelo. Júralo.
—Sí —susurró—. Te lo prometo. Te lo prometo de todo corazón.
—Bien. Bien —su respiración se debilitó y sus ojos se nublaron y su mano
perdió fuerza mientras volvía a quedarse inconsciente.
En menos de veinticuatro horas, Hannah se vio obligada a guardar su promesa
con fiereza.
Se había negado a registrarse en el hotel, como la habían animado los Bishop.
Elsa parecía comprender su necesidad de velar al hombre que amaba, pero al doctor
no le hacía gracia que una mujer se negara a obedecer. Sobre todo a él.
—Entonces, manténgase fuera de mi camino, señora —le dijo—. Ya es bastante
que tropiece con cajas de vendas y de píldoras siempre que me doy la vuelta para
tener a otra mujer testaruda entre medias.
Cuando no provocaba la ira del doctor Bishop, Hannah sobrellevaba la
desolación de Henry Allen.
—Todo ha sido culpa mía —seguía insistiendo—. Todo.
Se había llevado a Florence a un hotel cercano en cuanto su estado había
mejorado un poco, pero seguía presentándose en la consulta del médico, retorciendo
las manos y gimiendo y anhelando consuelo, si no perdón.
La mitad del tiempo Hannah quería estrangularlo y decirle que sí, que todo era
culpa suya y que deseaba que fuese él el que estuviera tumbado en aquella pequeña
habitación en lugar de Delaney. Al banquero no parecía importarle que la justicia
local no lo hubiese hallado culpable. Según Elsa, la versión oficial era que Delaney
había disparado a Alec Dancer en defensa propia y que el estallido de la escopeta
había sido accidental.
—No habrá ninguna investigación —había dicho Elsa—. Delaney tiene una
reputación sólida aquí, en Dodge City. Tal vez le sirva de consuelo.

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Pero el único consuelo de Hannah era ver respirar a Delaney. Y entonces, antes
del amanecer del segundo día, aquella respiración se volvió dificultosa y áspera
debido a la infección.
—Me lo temía —dijo el doctor Bishop—. Elsa, prepárate. Trae muchos trapos y
la sierra. La nueva que llegó de Chicago la semana pasada.
—No —dijo Hannah, sorprendida por la serenidad de su propia voz y la
firmeza de sus manos al levantar la escopeta de Delaney y apuntar con ella al doctor.
No sabía si estaba cargada o no, pero tampoco podían saberlo el doctor Bishop y su
esposa—. Se lo he prometido.
—No sea tonta —el doctor chasqueó la lengua—. Morirá si no le…
—Se lo he prometido —volvió a decir—. Haga lo que pueda, pero eso no.
—No puedo hacer nada —dijo con voz rotunda.
—Está bien. Entonces, váyase —siguió apuntándole en el pecho con la escopeta,
con el dedo alrededor del gatillo, la mirada firme.
—Está cometiendo un terrible error.
—Estoy guardando una promesa —replicó Hannah.
Pero cuando el doctor se fue, dando un portazo a su paso, Hannah ya no estaba
muy segura de sí misma. Las manos empezaron a temblarle y dejó la escopeta en el
suelo. Tembló aún con más violencia cuando empapó un paño en agua y lo deslizó
por el rostro febril de Delaney.
—No te mueras ahora, Delaney, ¿me oyes? —lágrimas ardientes se deslizaron
por sus mejillas y se mezclaron con el agua destinada a refrescarlo—. He guardado
mi promesa. Me debes una.
Siguió hablando. Durante horas, parloteando y balbuciendo mientras lavaba su
piel ardiente, como si no pudiera morir mientras hablaba, como si su monólogo
proporcionara una especie de escudo mágico que mantendría la muerte a raya.
Susurró palabras dulces, persuasivas, incluso lo maldijo para que volviera a la vida
cuando sintió que se iba.
A las ocho de la tarde, cuando por fin la fiebre remitió, Hannah llamó a Elsa con
voz ronca.
—Está mejor —exclamó la esposa del médico, con una mano en la frente de
Delaney y la otra en su muñeca—. El pulso es fuerte. Está fuera de peligro, creo.
—Gracias a Dios —gimió Hannah.
—¿Pero y usted? ¿Qué le ha pasado en la voz?
—La he gastado —dijo, sonriendo alegremente antes de desplomarse al suelo.
Debían de parecer almas en pena, pensó Hannah, mientras bajaba
tambaleándose los peldaños del tren. Había enviado un telegrama a Abel y se alegró
de verlo allí, de pie junto al coche de punto que había alquilado para llevarlos a casa.

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A todos. A Florence con su rostro magullado y su muñeca torcida y costillas


rotas. A Henry, todavía abrumado por la culpabilidad. A Delaney, con el brazo en
cabestrillo y todavía demasiado débil para preguntar a dónde lo llevaban y
demasiado enfermo para que le importara. Y a Hannah, con la voz casi recobrada,
que estaba más feliz de estar en casa de lo que nunca había creído posible.
Hasta se alegró de ver a Nancy.
—Nos hemos enterado de todo —dijo la joven. Ladeó la cabeza hacia Delaney
mientras Abel y Henry lo ayudaban a bajar del coche—. ¿Se encuentra bien el sheriff?
—Sí, gracias a Dios. Se encuentra bien, Nancy. ¿Está hecha la cama de Ezra?
—Sí. Entonces, ¿va a quedarse? ¿Para siempre?
La pregunta dejó a Hannah perpleja. Había pasado tanto tiempo rezando por la
vida de Delaney que no se había molestado en pensar cómo la emplearía.
—Va a quedarse de momento —contestó, ya que eso era lo único que sabía.
A su espalda, junto al coche, se oyeron voces. Hannah se acercó corriendo justo
cuando Abel decía:
—Bueno, vete andando a la ciudad, maldito estúpido.
—¿Se puede saber qué pasa? —preguntó.
—Hay gente —dijo Abel, señalando al sheriff con la cabeza—, que prefiere
desplomarse antes que cuidarse.
—Es media mañana, Abel, maldita sea. Hay gente que tiene que trabajar —
Delaney metió el brazo en el coche para sacar su escopeta, haciendo una mueca de
dolor, maldiciendo entre dientes.
—Hannah, tal vez te escuche a ti —Abel elevó las manos al cielo y se alejó.
—Lo dudo —murmuró, cruzándose de brazos allí de pie, mirando con enojo al
hombre que tan cerca había estado de morir apenas días antes. Delaney la miró con el
mismo enojo.
—No digas una palabra, Hannah. No estoy de humor.
—No pensaba hacerlo. Voy a quedarme aquí de pie, tranquilita, para ver cómo
das un par de pasos y luego te caes de cabeza. Tal vez pida ayuda. O tal vez te deje
tumbado en el césped. Todavía no lo he decidido.
Delaney siguió allí, mirándola con furia, respirando pesadamente.
—Vamos —dijo Hannah, señalándole la ciudad con el dedo—. Está perdiendo
el tiempo, sheriff.
En aquellos momentos, mientras lo miraba, el poco color que tenía en el rostro
desapareció.
—Dios —murmuró, abriendo las piernas, tambaleándose.

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—¿Te estás mareando, verdad? —Hannah tomó la escopeta de su mano y la


dejó otra vez en el coche—. Vamos. Así no te pegarás un tiro cuando te desplomes
como un árbol.
Delaney volvió a maldecir haciendo una mueca mitad de dolor, mitad de risa.
—Eres una mujer difícil, Hannah Dancer.
Hannah rió.
—Y también fuerte. Ven —Hannah se inclinó y se colocó bajo su brazo
izquierdo—. ¿Lo ves?
—Está bien —dijo Delaney con un suspiro—. Supongo que no arderé en el
infierno si descanso un poco.
—Supongo que no —corroboró.
Entonces, la voz de Delaney cambió. Se volvió un poco más suave, más baja. —
Túmbate a mi lado, Hannah, ¿lo harás?
—Vaya, amor mío, pensaba que no ibas a pedírmelo nunca.
Durante los días siguientes, mientras Delaney y Florence se recuperaban, la casa
Dancer se parecía más a un circo de tres pistas que a una casa de huéspedes. Henry
pidió permiso para ausentarse del banco y cuidar de Florence. Abel pasaba una hora
o dos en su despacho, luego volvía con intención de ayudar, pero a menudo se
interponía en el camino de todos.
El doctor Soames, a falta de otros pacientes, iba a verlos dos veces al día; luego
se acomodaba en la cocina bebiendo taza tras taza de café mientras Nancy intentaba
trabajar con él allí. El alcalde y los miembros del consejo municipal visitaron a
Delaney en dos ocasiones, para desagrado del sheriff.
Y luego las cosas se tranquilizaron de forma dramática cuando Florence y
Henry se marcharon al este. Los padres de Florence le habían enviado dinero y le
ordenaron que volviera a casa de inmediato, así que Henry dimitió en el banco para
acompañarla. Hannah y Abel los despidieron desde el andén de la estación,
contemplando cómo la antigua maestra se agarraba con afecto al brazo del antiguo
banquero.
—Espero que recibamos pronto una invitación para la boda —dijo Hannah con
cierta tristeza—. Espero que puedan olvidar los amargos recuerdos de Dodge City.
—Lo harán —contestó Abel—. Caramba, casi puedo verlos contando a sus
nietos maravillosos cuentos sobre sus aventuras en el salvaje Oeste.
Hannah rió.
—Y tanto que salvaje. La casa va a estar muy tranquila. Sobre todo cuando…
No había sido su intención mencionar que Delaney se marcharía en cuanto se
recuperara, quería mantener aquel temor enterrado en su corazón. Una vez
expresado, Hannah sintió cómo las lágrimas inundaban sus ojos y amenazaban con
rodar por sus mejillas.

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—Tal vez se quede —le dijo Abel—. Nunca se sabe. La herida del brazo no le
permitirá seguir defendiendo la ley, al menos en un lugar más turbulento que éste.
—Tal vez —corroboró Hannah, consciente de que si Delaney no se había
sentido un hombre entero hacía dos semanas, aquel sentimiento había empeorado
más aún. Todavía tenía el brazo, pero en lugar de dar gracias por ello, parecía ser un
recordatorio constante de su incapacidad.
—Estoy preocupada por él, Abel. Debería estar recuperándose más deprisa. A
veces temo que no quiera vivir.
—La herida ha sido muy grave, Hannah. Estas cosas llevan tiempo. Se pondrá
bien, ya lo verás.
—Eso espero.
Pero Hannah ya no sabía qué esperar. Cuando Delaney se recuperara, se
marcharía. Si no se recuperaba y seguía morando en los rincones oscuros e infelices
de su alma, la dejaría de una forma completamente distinta.
Aquella noche se metió en su cama, como siempre, con cuidado de no
despertarlo si estaba dormido.
—Qué silencio hay aquí —dijo Delaney.
Hannah sonrió, acurrucándose junto a su costado izquierdo.
—Sí. No me había dado cuenta del barullo que armaban Henry y Florence.
Espero que encuentren la felicidad.
—Encontrarla no es tan difícil, Hannah —dijo—. Debes confiar en que la
conserven. Eso es lo que cuesta.
Qué cierto era, pensó Hannah mientras elevaba la mano para tocar su rostro.
—Dios mío, estás ardiendo —exclamó, poniéndole la palma sobre la frente—.
Delaney, ¿por qué no has dicho nada?
—¿Para qué?
—¡Para qué! —Hannah se levantó y encendió la lámpara—. Estás caliente como
un horno —murmuró, apagando la cerilla y volviéndose hacia él. La asustaba ver su
palidez y sus ojos vidriosos—. Te duele, ¿verdad? No me mientas, Delaney. Lo sé.
—Cariño, lleva doliéndome toda una semana —una sonrisa débil asomó a sus
labios—. Ya estoy acostumbrado.
—Pero esto es peor —dijo Hannah—. ¿Verdad?
Delaney no contestó, pero cerró los ojos y apretó los labios.
—¿Verdad? —inquirió—. Dímelo, maldita sea.
—Sí —contestó finalmente, volviendo la cabeza hacia la pared—. Es peor.
A la mañana siguiente, justo cuando el sol salía por el horizonte, el doctor
Soames bajó las escaleras hasta donde Hannah estaba sentada, en el primer peldaño.

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La había echado del dormitorio una hora antes cuando había tenido que ir corriendo
al lavabo, no una vez, sino dos, a vomitar.
—¿Cómo está? —preguntó Hannah cuando el doctor se sentó junto a ella, en el
peldaño.
—Dormido. Le he dado una buena dosis de cloroformo para poder hurgar en su
hombro. Seguramente duerma todo el día.
—Eso está bien —suspiró—. Tal vez yo haga lo mismo. ¿Se pondrá bien,
doctor?
—Que yo sepa, sí. No sé quién sería ese carnicero de Dodge, pero dejó plomo
suficiente en Delaney para abastecer a todo un ejército. Hasta encontré un trozo de
munición de alguna herida antigua que debe de haberle estado dando guerra todo
este tiempo. También lo limpié. Diablos, apuesto a que ha perdido dos kilos después
de sacarle todo ese metal.
Hannah sonrió.
—Eso está bien. Espero… Cielos, doctor. Creo que voy a vomitar otra vez.
El médico le puso la mano en el cuello y le bajó la cabeza.
—Inspira hondo. Más aún —le ordenó.
—Ya está —dijo Hannah cuando el doctor Soames le permitió incorporarse—.
Estoy mejor. Qué extraño, doctor. Usted me conoce. Nunca me indispongo de esta
manera.
—¿Has tenido el periodo últimamente, Hannah?
—El… —sus ojos se abrieron como platos y lo miraron fijamente—. Bueno, yo…
—Te advierto que no estoy diciendo que sea eso. Pero podría ser —el médico le
guiñó un ojo—. Tal vez tú y ese tipo de la habitación de Ezra tengáis algo de qué
hablar.

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Capítulo Veinte
—¿Vuelve a estar mala, señora Dancer?
La voz de Nancy albergaba todo el afecto de un pepinillo recién sacado de la
jarra.
—Yo que usted iría a ver al doctor Soames —siguió ronroneando la joven,
colgando sábanas húmedas en las cuerdas, mientras Hannah se enderezaba y se
llevaba un pañuelo a los labios.
—Gracias, Nancy. Tal vez lo haga —se metió el pañuelo en la manga, sacudió
sus faldas y se dirigió a la puerta de atrás de la cocina, por la que había salido
corriendo hacía apenas unos momentos.
Que fuera a ver al doctor Soames. ¡Ja! Había ido a verlo la semana anterior
después de no tener el periodo por segundo mes consecutivo y, al examinarla, había
confirmado que, efectivamente, iba a tener un bebé.
—¿Ya has hablado seriamente con el sheriff? —le había preguntado.
—No, todavía no. Pero lo haré.
Eso había dicho una semana antes.
—Pero no lo has hecho todavía, ¿verdad? —murmuró Hannah para sí mientras
empujaba con fuerza la puerta de la cocina.
—¿Qué no has hecho qué? —Delaney estaba de pie frente a la cocina, de
espaldas a ella, sirviéndose una taza de café, con aspecto más sano y fuerte que el día
anterior, si era posible. En cuanto el médico le sacó todos los fragmentos de posta y
de bala, se había recuperado a una velocidad sorprendente.
Hannah rebuscó en su cerebro para hallar una respuesta que satisficiera su
curiosidad, pero justo cuando abría la boca, sus ojos se posaron en el cinto de cuero
que llevaba en la cadera. Delaney se volvió, con la taza firmemente sujeta, en su
mano derecha, y fue entonces cuando vio la funda y la pistola. Por un momento
apenas pudo respirar.
—¿Qué pasa? —Delaney escrutó su rostro, con ojos llenos de preocupación—.
¿Hannah?
—Nada —dijo, luego tartamudeó—. La… la pistola.
—Ah —sus labios formaron una sonrisa tímida—. Sólo la estoy probando —
levantó la taza a modo de saludo, obviamente complacido por los progresos que
había hecho y la renovada fuerza y agilidad de su mano.
—Me alegro por ti —dijo Hannah, tratando de igualar su expresión a sus
palabras.
Delaney dejó la taza sobre la mesa, dio dos zancadas y estrechó a Hannah en
sus brazos. Su resistencia fue breve, sólo un fugaz, «aquí no, Nancy puede vernos»,
antes de que se fundiera en su abrazo. La mano derecha de Delaney se deslizó

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fácilmente desde su espalda hasta su pecho y se deleitó sintiendo el peso y el calor


que su mano podía saborear por completo.
Se sintió tentado de conducirla al piso de arriba para poner a prueba otras
habilidades que su mano había recuperado en los últimos diez días desde que el
médico le quitara un trozo de plomo que habían pasado por alto y que era la causa
de su mano floja.
Hannah había estado durmiendo en su cama desde su regreso de Dodge, pero
no habían hecho el amor, ni siquiera después de su cura casi milagrosa.
—Espera hasta que estés bien del todo —insistía ella, cada noche con más
énfasis.
¿Cuánto tenía que recuperarse un hombre?, pensó en aquellos momentos,
inspirando la dulce fragancia de su pelo. Le levantó la barbilla, se perdió en sus ojos
por un minuto, pero cuando intentó besarla, Hannah volvió la cabeza.
—¿Qué pasa, querida? —preguntó.
Antes de que tuviera oportunidad de contestar, Nancy apareció en el umbral,
empujando su enorme barreño de lavar mientras murmuraba entre dientes algo
sobre pinzas, tábanos y gente enferma que no tenía el sentido común de ir al médico.
Hannah salió de su abrazo y dio unos pasos atrás.
—¿Quién está enfermo? —preguntó Delaney.
—Ella —Nancy levantó la barbilla hacia Hannah—. Y no le preocupa a quién
pueda contagiárselo. Yo que usted no me acercaría tanto, sheriff.
—¿Hannah?
—Tonterías —contestó con aspereza, pero luego su rostro pareció arrugarse—.
Cielos —gimió, y salió corriendo por la puerta.
—Vete.
Hannah estaba sentada sobre una masa de satén negro, al fondo del jardín. La
sombra alargada de Delaney atravesaba sus faldas.
—Déjame en paz —gimió.
—Voy a llevarte a la cama —dijo Delaney—. Y luego voy a buscar al doctor
Soames. Sea lo que sea, Hannah, no puedes ignorarlo. Diablos, seguramente no sea
nada.
—Es algo —dijo con voz lúgubre, llevándose el pañuelo a los labios.
—Entonces, deja que el doctor te eche un vistazo.
—Ya lo ha hecho.
—¿Y?
Hannah suspiró.
—Será mejor que te sientes, Delaney.
«Si no, te caerás», estuvo a punto de añadir.

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Delaney se puso en cuclillas a su lado, con los brazos cruzados sobre los muslos
y una expresión tan consternada que Hannah estuvo a punto de echarse a reír.
—No estoy enferma. Al menos, no exactamente. Señor. Supongo que no puedo
seguir ocultándolo. Tarde o temprano lo sabrá todo el mundo.
Estaba balbuciendo y moviendo el pañuelo y dando rodeos, sin saber cómo
pronunciar las palabras que sin duda cambiarían sus vidas. Las palabras que lo
atarían a ella de una forma que no estaba segura de poder aceptar. Si Delaney se
quedaba, ya no sería por propia voluntad.
—Hannah, maldita sea. Dímelo ya.
—Voy a tener un bebé.
Aunque ya estaba en cuclillas, sus piernas se tambalearon.
—Mío —no era una pregunta.
—Tuyo —le dijo—. Nuestro.
—Menuda sorpresa, Hannah.
Emitió un pequeño sonido, incapaz de pensar en nada que decir. Delaney era
un caballero. Se quedaría. Hannah se sentía muy desgraciada. No era el final que
había esperado.
Tampoco había esperado que Delaney se echara a reír, pero eso era lo que
estaba haciendo en aquellos momentos. Se estaba riendo como un maldito estúpido.
—Basta —sin pensarlo, cerró el puño y se lo hundió en el hombro. El golpe no
sólo le cortó la risa, sino que le hizo maldecir entre dientes—. Lo siento. Tu pobre
brazo. No quería…
—No pasa nada. No me estaba riendo de ti, cariño. Es que… —se metió la mano
en el bolsillo de su chaleco, sacó una hoja doblada y se la entregó—. Toma. Léelo.
Hannah sostuvo el telegrama como si fuera una serpiente venenosa.
—¿Qué es?
—Vamos, léelo.
Hannah contempló con desagrado el papel, dándole vueltas.
—No me gustan las sorpresas, Delaney.
—Bien puedes decirlo después de la noticia que me acabas de dar —no había
enfado en su voz, sino humor—. Maldita sea, Hannah. Léelo —le quitó el telegrama,
lo desdobló y volvió a ponérselo en las manos. Estaban temblando y las palabras del
papel se agitaban bajo sus ojos.
—Es de Tombstone, Arizona —dijo.
—Sí. Sigue.
Su mirada se posó en la firma.
—Lo envía Wyatt Earp.

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—¿De verdad? ¿Algo más?


Hannah entornó los ojos.
—Tiene fecha de ayer.
—¿Ayer, eh? ¿Y qué tiene que decir el viejo Wyatt?
Hannah tuvo que apoyar los codos en las rodillas para no mover el papel.
—Dice: «Muchas felicidades por tu inminente boda. Siento que no puedas
unirte a nosotros».
—Mm.
—No entiendo —dijo Hannah. La cabeza le daba vueltas y las letras del
telegrama se estaban difuminando. No sabía si estaba a punto de reír o llorar—. ¿Qué
significa?
Delaney tomó su rostro entre las manos.
—Significa, Hannah, que envié un mensaje a Arizona diciendo que iba a
quedarme a vivir aquí. Pero he tenido algún que otro problema para formular mi
discurso.
—¿Discurso?
—Mi proposición de matrimonio, cariño. Quería hacerlo como era debido —
sonrió—. Supongo que ya está.
—Ya está —repitió ella estúpidamente.
—Mi proposición.
—Pero… pero tu pistola —dijo—. Cuando te vi con ella antes, pensé que habías
decidido marcharte.
—Sigo siendo el sheriff, cielo. Tengo que ganarme el sueldo —rió—. Sobre todo
ahora que tenemos una habitación menos por alquilar.
Hannah volvió a mirar el telegrama, la fecha del día anterior en una esquina.
Delaney había elegido libremente. La había elegido a ella. De no estar sentada,
Hannah se habría desplomado. Pero tuvo que apoyarse en el hombro de Delaney.
—¿Otra vez te sientes mal? —le preguntó con preocupación en la voz.
—Mal no. Me siento maravillosamente bien. Feliz. Atónita. ¿Cómo ha podido
pasar esto?
—Ezra —dijo Delaney en voz baja.
—Ezra —suspiró Hannah—. Qué regalo más preciado nos ha hecho —le rodeó
la cintura con las manos—. ¿Pensarías que soy horrible si me visto de negro el día de
nuestra boda? ¿En honor de Ezra? No lo haré si no te parece bien.
Delaney movió la cabeza.
—Sólo si me prometes una cosa.
—Lo que sea.

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—Que después del día de nuestra boda, no volverás a vestirte de negro.


—Te lo prometo. Pero no habrá necesidad, ¿sabes? —Hannah tomó su mano
derecha y con ella cubrió al bebé que crecía en su seno—. Gabriel Delaney, me
encargaré de que vivas para siempre.
—Seguiré vivo, Hannah —su voz, ya soñadora, se quebró en su garganta—.
Seguiré… entero.

Fin

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