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NUEVAS PORNOS 5

#5
Año2
Noviembre 2018
1
Nuevas Pornos #5
Noviembre de 2018
La Paz–Bolivia

Equipo
Simón Avilés
Luciana Decker
Gilmar Gonzales
Marcelo Guzman
Miguel Hilari
Joaquín Tapia

Contacto
nuevaspornos@gmail.com

Imágenes
Fotografías estenopéicas de Chicani tomadas por niños de la unidad educativa
Mcal. Antonio José de Sucre durante el taller que les dio Ivonne Sheen con el
apoyo de Miguel Hilari.

Contenido
Algo quema – Marcelo Guzman • 3
¿Dónde está nuestro canon? – Joaquín Tapia • 5
Mar negro – Miguel Hilari • 7
Filmar peruanos/Filmar bolivianos – Gilmar Gonzales • 9
Más que la aristocracia de ser bueno – Joaquín Tapia • 13
Fotografías de Chicani • 19

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Algo quema

“Espero que sea el gesto cinematográfico lo que se vea en la película” dice Mauricio
Ovando, o algo así, estoy parafraseando lo que escuché por la radio. La sinopsis de
Algo quema, por otro lado, invita a cuestionar la historia oficial y nombra tres episodi-
os que enfrentan Mauricio y su familia. Cuando te hablan de rebatir la historia oficial
es común que rescatar la versión del oprimido -los derrotados en la historia- frente a la
del opresor sea el cometido. ¿Ovando pasó a la historia como un perdedor? Dice que
su figura no está en los textos escolares de historia. En la película, su esposa dice que
tampoco está en el museo militar; entonces, ante la falta de restos materiales que per-
mitan recordarlo, existe Algo quema.
“Una película sobre las infinitas imágenes de mi abuelo registradas durante su
gobierno militar de facto en Bolivia durante la década de 1960. La versión famil-
iar se enfrenta con la historia oficial: La masacre de mineros, la nacionalización
del petróleo, el asesinato del Ché Guevara.
Cada vez que me detengo a mirar una imagen con más profundidad, algo se
quema dentro mío.” (Algo quema, Press Kit en español).
Entonces, el gesto cinematográfico en Algo quema es enfrentar el pasado, indagar en las
huellas familiares y buscar una forma de sobrevivir con la pesada carga que es Ovando
Candia. Mauricio dice que el estreno cambia aquí, que no es Buenos Aires. Y es cierto
que aquí el gesto cinematográfico se ve invadido por el revisionismo historiográfico.

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El estreno es ya una muestra de eso, comentaristas y espectadores que carcajean entre
el cinismo de la mentira y el terror al desvarío que amenazante se acerca.
En Algo quema hay material de archivo envidiable. En Cuatreros, Albertina Carri nos
sumerge en un océano de material fílmico que va encontrando sobre Isidro Velázquez.
Material guardado en la EICTV sale a luz. La presentan como hija de Roberto Carri
y las puertas del archivo se abren. Contraseñas chistosas que no dicen nada del con-
tenido revelan rollos encriptados al resguardo de los desmanes y caprichos del pod-
er, sea el que sea. El interés de acceso a documentación debería ser el único requisito
para poder buscar en bienes culturales con evidencias del pasado. Sin embargo no es
tan así. Hay pactos por hacer en el camino -con la familia en Algo quema-. Y es que la
película también detona el debate sobre la desclasificación de archivos aunque no se
posiciona ni menciona nada al respecto. Entonces, libertad a las imágenes. Pero si los
álbumes en los 60’s tienen esquineros, separadores y pies de fotos manuscritos, muchas
serán las fotos que desaparezcan. Sin embargo hay fotos, hay registros. Hay impulsos
por sistematizar la información para leerla más allá del espacio doméstico, más allá de
lamentar tener los abuelos que tenemos.

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¿Dónde está nuestro canon?

Una anécdota. Le contaba a mi hermana no hace mucho que estoy filmando una pelícu-
la y que el procedimiento que sigo consiste, casi siempre, en visitar personas, filmarlas
sin agenda prevista, entrevistarlas a lo mucho y cruzar los dedos para que algo bueno
pase mientras tanto. Decepcionada, ella ha respondido: lo que tú y tus amigos hacen
no son películas, lo que hacen es hacer todo menos una película.
La relación inmediata que se me ha ocurrido. Marguerite Duras dijo exactamente las
mismas palabras en un momento clarividente pero cursi en que, interpreto, hacía más
un grito de guerra que un análisis formal. Hacer todo menos una película. Buscar otras
formas de producción ahí donde no hay industria ni dinero. El auge del digital y de los
terceros mundos. El empalago de mil artes contemporáneos.
El Radical. Tres películas de la programación han llegado a nuestras manos antes de
tiempo, Algo quema, Mar negro y Wiñay. Panorama del más nuevo cine boliviano. Sin
embargo, como antes ocurriera con el cine alteño, es otra película la que descubrimos:
Cómo matar a tu presidente de Ernesto Flores. La película se pagó con 2000 bolivianos,
se filmó en una semana y se editó en los trasnoches. Cámara amarrada a la cabeza del
propio Flores, el plano-subjetivo-secuencia y el jump-cut proliferan con mano edito-
ra experta, su propia voz en off fluctuando con flexibilidad apabullante del diálogo di-
egético al monólogo interior. En principio parece tratar del propio Flores y sus amigos
planeando algo que, por el título, tememos sea demasiado grave. Un montaje alterno

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articula esto con entrevistas. ¿Qué opina de la muerte de Orlando Figueroa? No sé, la
verdad no sé, ¿quién? ¿Qué cree que pasaría si lo matan al Evo? Luto, gasificaciones,
¿feriado? ¿Si vuelven a abrir un Mcdonalds, irías? Obvio. El título pasa a ser otra cosa:
es muy creativamente empleado como lo que es, un paratexto, y a partir de ahí impulsa
el avance de esta película hacia el documental televisivo entrevistador de transeúntes,
hacia la ficción rigurosamente subjetiva que te sumerge en el mundo de unos mari-
huaneros de la ladera paceña, hacia el préstamo youtubero low-res de la imagen trau-
mante de Figueroa en llamas. Se construye una energía connotadora muy vasta y lle-
na de risas cómplices a partir de ese juego tan creativo que intuitivamente edita como
antes sólo se escribía.
El final. Flores sale por única vez de la cámara subjetiva para unas peleítas con su ami-
go y dealer. Un poco como ha dicho ya Leos Carax sobre Calvero y Rocky, Flores nos
asombra con un final que también es el despliegue de su propia mortalidad frente a
una cámara, trágica y ridícula y varonil como es el juego de peleítas. Si nuestro direc-
tor se relee a sí mismo y no va edulcorando su imaginación en lo venidero, si aprende
a dirigir a sus actores tan bien como edita, burlará de lejos aquel suicida ensimisma-
miento criollo que, como nos ha enseñado Mauricio Souza, hace cien años ya era una
decadencia en Alcides Arguedas. Por lo pronto, en mi opinión, Cómo matar a tu pres-
idente ya es un clásico.

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Mar negro

Oh potentes industriales que transformáis el mundo en maravilla


Escuchad mi voz de gratitud...
(Fragmento de un poema recitado por Hugo Montero en Mar negro).
Desde el psiquiátrico de Sucre, alguien se dirige a los que transforman el mundo. Mar
Negro registra los últimos días del poeta Hugo Montero en la institución en la que pasó
la mayor parte de su vida.
La estructura de la película es sencilla.
Hugo Montero lee sus poemas en off, sobre pantalla negra.
Vemos la cotidianidad del psiquiátrico. Algunos segmentos están filmados en formato
HD apaisado, otros más antiguos en un SD más cuadrado. Es notorio que el HD parece
interesarse más por la mecánica, por el funcionamiento del psiquiátrico. Muestra con-
troles médicos, afeitadas y deporte. Al ser preguntados, los pacientes dicen estar en el
año 1. Asistimos a paseos, escuchamos conversaciones e intuímos jerarquías. El SD en
cambio son fragmentos, impresiones y miradas en un montaje asociativo. High Defi-
nition y Standard Definition. ¿Qué significan hoy estos conceptos, desde una ciudad
boliviana de provincia? ¿Qué es high, y qué es stardard? ¿Qué es definido, y cómo? En
Mar Negro estas preguntas aparecen y desaparecen. La película, entre otras cosas, es
un documental sobre cómo filmar, cómo acercase al otro.

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También podríamos decir que Hugo Montero resalta en el psiquiátrico así como Mar
Negro resalta en nuestro panorama cinematográfico.
Esos poemas en off son destellos de verdad. Se supone que el género documental reg-
istra una realidad más o menos objetiva. Podemos argumentar y decir que cada enc-
uadre es un recorte y que cada película es una construcción, pero no vamos a negar
que efectivamente a Hugo Montero lo afeitan de izquierda a derecha, que le gustan las
chompas de lana, que llama al psiquiátrico “cárcel de inocentes” y que cuando le pre-
guntan si su obra habla de Dios, responde: “Algo”.
Eso es la realidad.
Sin embargo, los poemas que oímos en off abren una puerta, crean otro nivel de real-
idad. Sobre la pantalla negra aparece un resplandor. Otro mundo es posible.
Mar Negro nos recuerda lo que puede ser el cine.

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Filmar peruanos/Filmar bolivianos

Filmar peruanos
Tal vez esta opinión sea un poco arbitraria y algo sacada de los pelos. Fuera de lu-
gar incluso, porque los radicalismos peruanos que se presentaron hasta el martes son
películas no figurativas y sin ni un solo diálogo o persona parlante por así decirlo. De
todas maneras, no me canso de decirlo: no es lo mismo filmar un peruano que un bo-
liviano. Cuando se filma un peruano se capta más fácilmente una serie de expresiones
lingüísticas, corporales, imaginativas, en resumen expresivas, mucho menos parca que
cuando filmamos collas.
Es innegable que cada nacionalidad latinoamericana carga con una variedad particu-
lar expresiva lingüística (pero también corporal) imposible de estandarizar hacia un
español común o una cultura homogénea.
Por este motivo, es decir que cada espacio cultural/nacional/histórico contenga en sí
una paleta expresiva, podemos entender que la relación de la cámara con un peruano
es muy diferente que la relación de la cámara con un boliviano, especialmente andi-
no (jailón y no). La película Dependencia sexual (Rodrigo Bellot, 2003) explota a su
manera el hecho de filmar cambas en Santa Cruz. Amantes del glamur (por no encon-
trar una satisfactoria traducción de spotlight), el extrovertido jet set cruceño (extras y
protagonistas) terminó exhibiendo mucho más de lo que imaginaba. Y esto más que
por la inclemencia de una cámara, por la malicia del montaje, pero en realidad por una
sensual, y subrayo lo sensual, mezcla de ambos.
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A través de esta idea podemos encontrar algunos puntos interesantes por los que se
están moviendo las pelis peruano-bolivianas que se han estado presentando en el Fes-
tival Radical, y que representan una pequeña muestra de algo que se está gestando y
que promete ser mucho más grande.
Tal vez un ideal de crítica responsable debería poder ampliar los puentes posibles para
fomentar un cine saludable e incipiente, incluso como un modo de producción. Por
un lado profundizando, y por el otro difundiendo.

Filmar bolivianos
Algo Quema - Mar Negro
En el conversatorio de la película Algo Quema (Mauricio Ovando, 2018), Carlos Mesa
hizo una crítica y una solicitud pública. Pidió no ser jamás filmado si es que de alguna
forma pierde sus facultades, el control sobre su cuerpo. Criticó por eso la entrevista
a Elsa Omiste, la viuda del ex presidente Ovando. Es una falta de respeto, teme Mesa,
filmar a una persona que no está en sus facultades. Pero pasa al revés, creo.
Sabedora de ser filmada, la viuda de Ovando ordena varios cortes de la grabación para
hablar algo que no debe ser registrado. Un jump-cut nos la devuelve la pantalla. El
montaje, a diferencia de la cámara, no sigue la dirección que da la señora. Obvio. Par-
te de ser presidente es ser un experto en la economía de lo que se dice y de lo que no.
Existe un lenguaje privado/histórico. Sería raro lo contrario. La historia de lo que no
dicen los presidentes en público y que lo viven en familia (o no).
El resto de la película, bien lo dice Mesa, cumple con la voluntad de los entrevistados
de no decir más que lo dedicado al público.
El gesto cinematográfico de Mar Negro (Omar Alarcón, 2018), es el contrario. ¿Con qué

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actitud se entra a un psiquiátrico? Al psiquiátrico Pacheco de Sucre. A filmar al poeta
Hugo Montero. Por decirlo crudamente: ¿cuánto sabe un loco de estar siendo filma-
do? La respuesta de Mesa (“si enloquezco no me filmen”) es la respuesta del control, y
a su manera es nuestra respuesta colla. No Me Films Producciones. Cuando a mi tío
políticofamoso le dio cáncer, la familia se dedicó a esconder el cuerpo enfermo, aver-
gonzada de que sus amigos, al darle la última despedida, verían sus miserias cuando
para todos había sido una estatua.
Pero a Mar Negro.
Un poeta loco. Loco virtuoso. Virtuoso de la poesía y fanático de su obra. Un ego de
artista también y una desconexión cósmica. Hugo Montero acepta ser filmado y des-
de la pantalla le da un saludo a los oyentes de su país y a las pesadillas de Carlos Mesa.
Guarda con orgullo los recortes de periódicos en los que ha aparecido, y claro que se
relaciona bien con la persistencia de la cámara. Hablar de esta persistencia tiene tam-
bién una implícita crítica a los realizadores.
Además de Hugo Montero, el poeta, aparece en la película un loco que si lo reprodu-
jéramos en un fotograma, es decir como presencia sin movimiento, se vería como una
presencia oscura así mal. Y así es el primer flashazo de su rostro, su primera aparición
(las enfermeras puliendo su cabeza). Pero una vez que lo vemos moverse y reconocemos
a esta persona, nos damos cuenta de que está ansioso por aparecer frente a la cámara.
A veces se cuela en el cuadro y adquiere una gestualidad que parece querer convergir
elegancia. Hay, creo, sin querer, una dignificación de la locura en estos planos que era
imposible de prever, una dignificación que nada tiene que ver con el paternalismo de
decirle buen poeta a un loco. La tensión dialéctica del voyeurismo que descubre, se
conmueve, y conmovido hace un póster promocional.
Hablando de Cómo matar a tu presidente (Ernesto Flores, 2018), hay algo en lo que no

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coincido con los cuates. Joaquín, al lado, da cuenta de una emoción colectiva posterior
al visionado de la película de Ernesto Flores que comparto sin mesura.
Sí, Cómo matar a tu presidente es todo lo que Enter the void (Gaspar Noe, 2009) quisiera
ser y no es, y es también tal vez la ficción boliviana más fresca e inesperada del año. Y
así con 2000 bs.. Y sin baratos sentimentalismos. Pero mi percepción es que los perso-
najes aún hablan como en un comic o en un libro de expresiones neutras (se usan so-
bre todo pretéritos indefinidos “te dije” en vez del “te he dicho” o el más caricaturizable
“te había dicho”). Y esto por las pocas tomas que se hicieron por plano, sin explotar tal
vez al 100% la capacidad inventiva de los cuates actores que se nota que tienen. Sabe-
mos que esta crítica, que es una sugerencia de modo de producción y de rodaje, no es
maliciosa sino todo lo contrario, es sólo decir: puedes hacer un plano al día y aun así
tener 15 películas al año sin la necesidad de inventar diálogos. Con peruanos las tomas
de improvisación pueden salirte en un par de tomas, pero somos bolivianos, hay algo
tímido que necesita más paciencia para surgir tranquilamente sin el miedo de estar
desbocándose de Carlos Mesa.

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Más que la aristocracia de ser bueno:
sobre el V Festival de Cine Radical 2018

“Más que la aristocracia de ser bueno” es verso de un poema que Carlos Medinaceli
firmó hace exactos cien años en su revista Gesta Bárbara, en Potosí. Que así empiece
este intento de dar cuenta de la quinta versión del Festival de Cine Radical que aca-
ba de concluir. Por dos motivos. Uno: porque el autor de ese verso, me han enseñado,
tuvo el coraje de decirse a sí mismo que no tenía suficiente talento y dejó la poesía para
volverse crítico. Tal decisión (que acobarda mi ridícula vanidad juvenil), me parece,
es urgente de nuevo hoy día, porque tras 5 años el Radical ya perpetúa cierta tibieza
entre 3 instituciones que son las únicas capaces de construir un cine, siempre que es-
tas sepan dónde empiezan y dónde terminan: el público, los cineastas y la crítica. Dos:
porque sospecho que el rápido crecimiento del Festival tal vez mañana deje una huella
igual de grande que la del Grupo Ukamau, cualquiera sea el reset sectario que ese lo-
gro vaya a significar. Ante tal sospecha, en este nuestro rubro que es la crítica de cine,
qué mejor que arrimarnos temprano a la sensatez de ese verso, o sea, a la sabiduría de
que tras toda bondad irreflexiva se ocultan un desamor total por el cine y una altane-
ría peligrosamente anacrónica.
El Festival promueve películas a las que llama radicales. Sergio Zapata, uno de sus
fundadores, hace unas semanas explicaba al periódico este criterio selectivo. Películas
pequeñas, que asuman el riesgo de una producción sin dinero ni actores, que no am-
bicionen alfombras rojas, que sean experimentales y no convencionales. Como decía

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en mi primer texto de este boletín para el Festival, estas características no pueden ser
exclusivas del cine boliviano, sino que expresan algo parecido a un ímpetu común a
todo cine que es marginal en el sentido de tercermundista. En su interior albergan tal
diversidad que sería un error usarlas de única base para cualquier lectura. Se han vuel-
to una bandera y por eso deberían inspirar más duda que confianza, porque en torno
a su sello de experimentación audaz, de bajos recursos, de cero glamour, de pequeñez,
me parece, hay un aire que prohíbe hallar en ellas, a ratos, también un conservaduris-
mo moral o técnico.
¿Dónde percibo esto? Por ejemplo, en lo sonoro del título Warmi Fílmica con que una
parte de la programación fue etiquetada. Me parece encontrar ahí una doble alusión
codificada con poca sutileza. De antemano, toda una serie de curiosidades y fascina-
ciones importantes es entregada al público con una especie de prólogo que grita: estas
películas son feministas y saben decir una o dos palabras en aymara, o sea cuentan con
las dos correcciones políticas de rigor. Hay algo ingenuo ahí, pero de una ingenuidad
que nada tiene de infantil, sino de un sumergirse en la ola, cualquiera, no importa, con
tal de esquivar el pavor de otro descubrimiento individual e incierto. ¿Dónde percibo
esto? En el hecho de no saber decidir si mi resistencia personal a Algo quema (Ovan-
do, 2018) es mero producto de una rivalidad entre pandillas, y así, tristemente, de la
inmadurez de nuestra joven no-industria. Al criticar Algo quema aquí, en Nuevas Por-
nos, no creo que hayamos superado la rabia de sabernos críticos de una película que
quiere competir con la nuestra, o sea con Fuera de campo (Guzman, 2017). Henos aquí
frente a una ironía del destino perfectamente explicable por la negligencia de nuestra
Cinemateca. Fuera de campo es la película de un historiador sin archivo, Algo quema
la de un cineasta sin afán historiográfico pero sí con archivo fílmico abundante e in-
édito. Mientras tanto novedades bolivianas y extranjeras de verdad insólitas se nos es-
capan, sus estrenos no convocan la misma concurrencia. ¿Dónde...? Por ejemplo en Il

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siciliano (Sepúlveda-Adriazola-Pizarro, 2018). La única noche que se proyectó hubo
unas 10 personas en la sala. Es curioso, porque en un país donde no hay FIC Valdivia
ni BAFICI que dé cara trasatlántica al cine marginal, o sea donde la sección Panora-
ma no tiene presupuesto para traer lo último de Godard, Lav Diaz y Hong Sang-Soo,
son películas como Il siciliano las únicas que nos pueden enseñar sobre los deslum-
bres para cinéfilos desde otros terceros mundos. No sé dar nombre a la sensación que
me da todo esto, pero John Campos, el programador de esta película, parece tener una
palabra cabal: proselitismo. Lo que un festival de presupuesto-cero como el Radical o
como el suyo (el Transcinema de Perú) hace, dice, no es tanto selección ni curaduría,
sino proselitismo. Proselitismo, en el más amplio y constructivo sentido del término,
porque si nadie escribe de estas películas que vimos hoy en el Festival, dice, mañana
ya todos se habrán olvidado. Y esas palabras me han llegado a los oídos como una llu-
via fresca a apagar una angustia, pero también me han dejado inconforme. Sin duda el
cine es como un fuego que arde con furia majestuosa pero que también se está gastan-
do demasiado rápido, y este fenómeno ahoga a las películas endebles con tal violencia
que es como si ya nacieran viejas, cansadas y aburridas de la vida. John Campos da un
ejemplo: el plano contemplativo à la Lisandro Alonso, tercamente largo y fijo, que hace
sólo 10 años era algo nuevo, dice, y hoy nos tiene hastiados. Pero esas palabras me han
dejado inconforme, decía, y creo que es porque recordar uno que otro título no puede
ser la única función de la crítica; si escribimos, debiera ser para charlar al lado de una
película en busca de lo que haya en ella de perdurable, de aprendible y enseñable.
Il siciliano y Mar negro (Alarcón, 2018) tienen en común el acercarse a alguien con una
curiosidad dócil. Hay que explicar eso. Por dios sólo sabe qué circunstancia desafor-
tunada, nuestros críticos de cine aquí en Bolivia (los que leo) descifran un guión, acu-
san agendas políticas o desconciertan en obediencia a alguna insincera coima, pero
no se fijan mucho en la artesanía de una película. Admiro a algunos de esos críticos,

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pero hay un hermetismo liberador en la voluntad de leer estilos en lugar de temas, ar-
tesanías en lugar de banderas, que en principio podría parecer un error de lectura pero
no lo es. Y no me refiero a que toda película esté dividida en forma y contenido; esa
división imaginaria es una necesidad enojosa del trabajo crítico posterior, pero justa-
mente por eso, siempre es preferible ir desde la forma hacia el contenido y no a la in-
versa. Me parece que esto permite mejor valorar la constitución de una película en vez
de decidir qué ideas promueve o condena.
Decía: la curiosidad dócil que tienen en común estas dos películas nace de una situ-
ación para todos familiar en que uno, no como cineasta, como ser humano, conoce a
alguien y se siente cautivado por ese alguien, como un enamoramiento en su primer
estado. Tal origen para una producción de cine provoca que el cineasta, a veces sin ad-
vertirlo, renuncie a su derecho a decidir qué hará ese alguien frente a la cámara: tan
solo le pida que se deje filmar. Creo que idealmente todo documental empieza por aquí,
ya sea que el objeto de su capricho sea una persona, un lugar, otra película, otro tiem-
po. Y creo que una de las mejores ficciones es la que logra revivir esta magia de primer
conocimiento negociando su derecho a la dirección, y para eso hay mañas que apren-
demos y copiamos de otros o que inventamos nosotros mismos, mañas que a veces son
dificilísimas de deducir en una película ya acabada, a tal punto que puede llegar a ser
un despropósito preguntar si lo que se está viendo es ficción o documental.
Il siciliano y Mar negro son películas enamoradas de una persona, de Juan Carlos Avatte
septuagenario bohemio y fabricante de pelucas, la una, de Hugo Montero poeta lírico
recluso y envejecido en un psiquiátrico, la otra. O sea, cada uno a su manera, dos locos,
dos excéntricos, dos maestros del vivir una bella existencia y a la vez dos anónimos sin
historia que leer antes o después de esa existencia. Aquí me parece que encontramos
uno de los afanes políticos del cine: si estos tipos no son nadie, si no hay historia que se
haya detenido a hablar de ellos ni una triste línea, ¿por qué eso tiene que significar que

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ellos no puedan también ser históricos, dignos de recuerdo y monumento? Esa falta de
una historia, que por un momento pareciera que sus películas pretenden darles, da a
las imágenes filmadas de Avatte y Montero un cariz sutil de tragedia. Según creo, de la
sobriedad con que se maneje esta delicada sensación depende la principal calidad de
una película de este tipo, porque justamente ahí ese primer enamoramiento es posible
compartirlo a una audiencia o echarlo a perder en un morbo incómodo.
Puede que sea un error, sin embargo, el creer que Avatte y Montero son unos équises.
Son tipos que tienen su aura, cada uno la suya, una bien única y llena de matices, y me-
dio fugitiva e intrascendente también, como un encanto silencioso que hay que esperar
harto rato para ver. Esto conduce a una forma de filmar y editar que es un poco como
esculpir: aprovechar una forma ya dada para hacer algo con ella, filmar sin mucho
poder decidir encuadres ni duraciones pero desarrollando de eso cierta intuición, fil-
mar todo lo que se pueda y después escoger. También como un acto de fe porque todas
las sensaciones cósmicas a veces no se dan, y un montón de trabajo puede acabar ha-
biendo sido en vano. También como cruzar algún umbral imperdonable porque hacer
película de la intimidad cotidiana de una persona, incluso con su consentimiento, in-
cluso con sumo respeto, como sucede en estas dos películas, siempre tiene un mínimo
de cinismo. Y también como entrar en un mundo donde una modesta constelación de
otras personas gravita, como es ley, en torno a aquel que tiene su aura; como sumarse
a esas personas y gravitar también por todo el tiempo que se esté dispuesto a filmar,
minutos, días, meses, años.
De todo esto idealmente debería surgir otro tipo de duración y compromiso en el
cine: el permanecer en esa convivencia filmada, paradójicamente, más allá del interés
de hacer una película, y acompañar cada momento a riesgo de ser cargoso, pero aten-
to a no invadir demasiado alevosamente en nada, lo cual resulta más difícil de lo que
uno pensaría. Digamos, uno pide permiso para filmar, pero la persona que concedió
el permiso no puede hablar por sus amistades. Uno está ya grabando, todo está char-
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lado y de repente aparecen otras personas, todas nuevas, desconocidas hasta entonc-
es. ¿Qué hacer? Una opción es parar de grabar y explicarles a la rápida el asunto, otra
es seguir y esperar que acepten con la mirada. Lo segundo no siempre funciona. Lo
primero tampoco. Pero suponiendo que todo marchase bien hasta ahí, digamos que
con el protagonista uno ha acordado pagarle cierta suma de dinero, ¿qué con los nue-
vos?, ¿hacerse al loco?, ¿pagarles también?, ¿y con qué dinero?, ¿y qué si no vuelven a
aparecer?, ¿pagarles menos? Se dirá: en ficción no debe haber esas incertidumbres y
en documental no hay modo de resolverlas, así que simplemente no se paga nada. En
los hechos las cosas no deben ser del todo así; en todo caso, sí lo son en buena medida.
El documental debe ser el tipo de cine que menos paga a las personas que filma. Ahí
podría haber una contradicción muy alarmante. ¿Cómo es posible que el cine que más
laures social-reivindicacionistas recibe sea, a la vez, el menos social-remuneracionista
de todos? Por lo demás, tal vez sea normal que en una ex-colonia el arte incurra con
tal frecuencia en el empleo de un modo feudal a pesar de la supuesta novedad de su
discurso, que no se entienda ni a sí mismo y pisotee harta gente en el camino.
Filmar así siempre va a ser aprovecharse al menos un poco de la gente, pero no sola-
mente: también es abrir paso a revelaciones que de otro modo tal vez nunca ocurrirían,
inesperadas, además, para cada nueva película y cada nueva audiencia. Por ejemplo
para mí, no propiamente los poemas de Montero sino su forma de decirlos, de gritarlos,
de hacer remix de ellos como si los jalase desde un lugar donde no habitan impresos
lado a lado, sino juntos, imposiblemente, en algo parecido a un refugio mnemotécni-
co y voluble para su literatura. Aquí en el mundo de las palabras sin imagen y sonido,
debería citarlo, pero no he querido que esto sea una reseña, ni tampoco una apología
ni una reprobación del tipo de documental que son Il siciliano y Mar negro. Quisiera
que sea un reclamo al daño de usar banderas como si fuesen opiniones críticas, o sea,
al hecho de que para hablar de nuestro cine tendamos más por una autoayuda hipócri-
ta y medio violenta que por el gusto de charlar de películas.

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Fotografías de Chicani

Invitada por el V Festival de Cine Radical 2018, Ivonne Sheen visitó


La Paz para acompañar la exhibición de su película Con cierto animal
y para dar dos talleres de fotografía estenopéica, uno para todo públi-
co en la Perra Gráfica y otro para niños, con el apoyo de Miguel Hi-
lari, en la unidad educativa Mcal. Antonio José de Sucre, en Chicani.
Lo que sigue, así como la portada, son algunas de las fotografías que
hicieron los participantes del segundo de estos talleres. Agradecemos
a Ivonne Sheen y a Miguel Hilari la cortesía de compartir estas imá-
genes que embellecen el quinto número de nuestra revista.

Los editores

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