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Revista La Disputa Benjamín Figueroa L.

Volver a crear. A veinte años de la muerte de Gilles Deleuze

Algo parece brotar en la piel, una fina sensibilidad que al cuerpo


impulsa al mismo tiempo que lo contiene, que da vueltas, que
sube, baja, se transforma y parece morir en el instante que asume
otra forma, una acción distinta. ¿Qué es eso que cada vez que un
entusiasmo, una idea, iniciativa, la hace desembocar en un error,
en un tropiezo, en una traición? ¿Qué hay en el valor de hacer
algo, de disputar por un posible distinto que puede ser tan
venenoso y terrorífico para que nos ahoguemos anhelando
aquello mismo contra lo cual precisamente nos oponemos? ¿Qué
hay –se obsesionaba cuestionándose aquel filósofo a través de sus
múltiples canales y figuras intempestivas– dentro de nosotros que
nos hace no solo permitir la (auto)represión sino además
celebrarla, traicionar nuestras aspiraciones más animosas para
acorazar nuestros temores y ensalzarlos en una asfixiante
coacción de nuestra inmediata posibilidad de ser felices? ¿Qué es
eso que, aunque insistamos en nuestra pesquisa, hace que nos
encontremos contra sucesivas e infinitas murallas de concreto
impenetrable? “No estamos hechos para soportar ni la décima
parte de lo que soportamos”, y aún así permanecemos aferrados
terca y admirablemente a nuestros sueños colectivos, a nuestros
intentos –individualmente mínimos, pero conjuntamente sólidos–
de cambiar todo, modificar todo, destruir y allanar infinitamente
aquello que históricamente ni desde la violencia ni desde los
razonamientos más complejos hemos logrado perforar y que, a
cambio, nos han traído una y otra vez la inconmensurable
aflicción de la represión, la muerte, la tortura y la desaparición.

Hay algo –apunta aquel filósofo– que vuelve a aparecer una y otra
vez, que paraliza toda práctica emancipatoria y llega incluso a
anular la memoria de un pueblo (ese lugar común que tanto y
torpemente se le escurre a las ideologías a veces
intencionalmente, otras traicioneramente). Y es por ello que
desde el siglo pasado resulta casi un deber político abrir ese
espacio, gritar e insistir en todo fracaso histórico con la
profundidad de sus latentes heridas y frustraciones, ver en ellas la
sola y gran oportunidad de revitalizar y volver a interpretar
nuestras consignas, tal como en algún momento hizo Gramsci en

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el albor de los totalitarismos (allí donde el economicismo


marxista presagiaba una inminente revolución proletaria que
jamás llegó), o Bakhtin en su persistencia por reconocer –a pesar
de todo– la politicidad de la cultura popular (en un contexto
donde el socialismo se había convertido, casi desde un comienzo,
en una enorme estructura estatal represiva).

El Mayo francés fue para Deleuze lo que análogamente para


nosotros lo fueron las reiteradas derrotas del proyecto de
Allende, de la transición y, en parte, de los movimientos
multisectoriales articulados durante la última década en Chile. Es
a partir del reconocimiento de estos fracasos colectivos que
quizás debiésemos recuperar –a veinte años de su muerte– la
fórmula o, más bien, la consigna que defendió por años junto a
su amigo y compañero Félix Guattari: la revolución no puede
estancarse ni heredarse sin perder su misma condición
emancipatoria; la revolución es, contrariamente, un acto de
creación radical que emerge y arremete desde condiciones
concretas pero que no mantiene una continuidad respecto del
pasado ni se justifica por éste. Desde Deleuze, hacer política ya
no puede ni debe responder solamente al cumplimiento de un
programa de partido, ni de justificar –cual grupo de teólogos– los
dichos y predicciones de Marx o de Proudhon, ni menos aún de
despolitizar aquello que en su propia constitución empapa toda la
vida social de un pueblo, pues ella (la política) se trata –en
primera y última instancia– de la conquista de una felicidad que
solo puede vivirse y experimentarse comúnmente, y cuya
fragilidad reside precisamente en creer que la llamada “conciencia
política” es el punto clave para su realización.

La política no tiene ya, entonces, solo una dimensión racional-


consciente, sino que ella se ve complementada y hasta
determinada por un nivel inconsciente mucho más difícil de
descifrar. Y es por esto –nuevamente– que la revolución debe en
su propia crítica crear nuevas formas de articular los espacios
comunes donde toda acción y gesto devenga y pueda devenir
emancipatorio, de esos lugares que deben entenderse ahora desde
otra esfera, que resistan a la institucionalización excesiva, a la
jerarquización vigorosa y al aplazamiento de su accionar
concreto: la revolución se hace en el mismo instante que se crea,
pudiendo solo así exhibir su condición tal.

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Ese es el camino que debemos seguir, que desde un deteriorado


mural de Roberto Matta vuelve como un recuerdo presente,
como un aliento y una insistencia de una vitalidad sobrecogedora:
necesitamos nuevamente crear para volver a creer. Es eso lo que,
veinte años después y bajo el nombre de Gilles Deleuze, parece
tener aún resonancia y vitalidad suficiente para repensar nuestra
condición política actual.

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