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Amor líquido.

Acerca de la fragilidad de los


vínculos humanos
Zygmunt Bauman
Trad. Maya y Enrique Aguiluz. Fondo de Cultura Económica. Madrid, 2005. 206 páginas, 11 euros

MANUEL BARRIOS | 01/09/2005 | Edición impresa

Zygmunt Bauman, por Gusi Bejar

¿Liquidez o liquidación del amor? ¿Hemos acabado con el amor a base de conferirle flexibilidad, falta de
consistencia y duración a nuestros vínculos afectivos? En esta nueva entrega de sus atinadas observaciones
sobre los cambios de actitud y mentalidad que comporta la sociedad globalizada, Bauman escoge como
protagonista principal a las relaciones humanas, profundizando en las paradojas del eros contemporáneo,
siempre avaro de seguridad en el trato con los demás, derrochador en la búsqueda de oportunidades más
atractivas y, al mismo tiempo, temeroso de establecer lazos fuertes.

Es la angustia ambivalente del querer “vivir juntos y separados” lo que constituye para el prestigioso
sociólogo polaco uno de los elementos más destacados de la condición humana actual, que aquí examina con
lujo de detalles, del sexo sin compromiso a las parejas semi-adosadas.

Pero Bauman hace algo más que limitarse a constatar esta situación o a divagar acerca de las peculiaridades
del amor y la sexualidad en nuestros días, por más que su libro tenga un confesado carácter fragmentario.
Sus consideraciones sobre esta nueva fragilidad de los vínculos amorosos pretenden ser, ante todo, una
llamada de atención acerca del preocupante desmoronamiento de la solidaridad en una sociedad cada vez
más individualizada, donde el amor al prójimo se ve sustituido por el miedo al extraño.
Con el análisis de dichas paradojas del amor en tiempos de fuerte disolución de los vínculos sociales,
Bauman vuelve así a ejemplificar diversos pormenores de su conocido diagnóstico sobre la ambigöedad
inherente a esta etapa de la modernidad que él suele calificar como “líquida”. La novedad de su libro,
publicado originalmente en inglés en 2003, lo es, por tanto, más por extensión del campo de aplicación de
sus tesis que por intensión, puesto que Bauman ya había definido suficientemente esta especificidad de
nuestro tiempo en obras anteriores como Modernidad líquida (2000). Allí, en efecto, se había referido ya al
contraste entre la primera modernidad o modernidad en su fase “sólida” -donde la labor ilustrada de
desintegración de las autoridades y lealtades tradicionales se efectuó básicamente a fin de dejar sitio a
principios más sólidos y duraderos- y la nueva fase desplegada a lo largo del siglo XX, donde la
emancipación de la economía de sus antiguas ataduras propició la extensión de una racionalidad
instrumental, guiada por el puro cálculo de beneficios, a todos los ámbitos de la vida. Amparada en una
presunta defensa de la libertad individual, la creciente desregulación o “flexibilización” de mercados y
puestos de trabajo ha venido desposeyendo desde entonces a los antiguos Estados-nación de su capacidad
para intervenir frente a los poderes económicos globales, al tiempo que la quiebra del viejo núcleo de
creencias compartidas por la totalidad social ha ido forzando a los individuos a buscar soluciones privadas a
los problemas públicos, generando ese nuevo territorio de lo que Bauman llama “políticas de la vida”, donde
florecen alianzas tenues e intercambios fugaces.

Disueltos los nexos entre elecciones personales y acciones colectivas, el espacio de la modernidad se
fluidifica y vuelve inestable. La liquidez de la modernidad es resultado, así pues, de su privatización y es por
este motivo por lo que Bauman analiza la especial fragilidad que revisten hoy día los vínculos humanos
como un caso destacado de la lógica del consumo que rige esta sociedad.

Ello, unido a la ya mencionada fragmentariedad del discurso, puede desorientar un tanto al lector no
familiarizado con la obra de Bauman, quien en el primer capítulo inscribe sus reflexiones en una larga y
venerable tradición, que, de Platón a Freud, ha indagado en la naturaleza última del amor. Muchas de las
apreciaciones de ese primer capítulo parecen oponer a las “relaciones de bolsillo” de nuestro tiempo
(relaciones que uno se guarda sin cultivarlas a diario, sólo para sacarlas cuando hace falta), con inequívoco
tono de reproche, un modelo de amor “eterno” algo trasnochado. Conviene no olvidar, sin embargo, que el
objetivo final de Bauman es dilucidar cómo la urgencia consumista, al permear todas las esferas de nuestra
existencia, distorsiona igualmente el terreno de los afectos, forzándonos a pensar las relaciones en términos
de costes y beneficios. Quiere inspirar una ética responsable y solidaria, sin que el suyo sea el discurso de un
moralista escandalizado por la promiscuidad actual. Precisamente el hecho de haber intentado afinar la
esquemática distinción entre modernidad y postmodernidad nos advierte de que Bauman es consciente de
que la crisis y fluidificación de las relaciones afectivas es un fenómeno experimentado desde la primera
modernidad.

Tal fue ya, por remontarnos a un ejemplo destacado, el tema de la gran novela de Goethe, Las afinidades
electivas, que exploró cómo la extraña química del deseo impulsaba a algunas parejas a disolver sus otrora
firmes lazos amorosos y a entablar nuevas relaciones. El trágico desenlace de los personajes arrebatados por
la pasión era una advertencia del gran poeta del clasicismo alemán para que el individuo se contuviera en los
límites de una personalidad armoniosa, con una identidad centrada en sus compromisos sociales y
profesionales, tal como luego teorizara Max Weber en La ética protestante y el espíritu del capitalismo.
Hoy, en cambio, la ética del trabajo y la fidelidad a la profesión han sido reemplazadas por una estética del
consumo y su diversidad de ofertas (comerciales, laborales, sentimentales).

Esto es verdaderamente lo que preocupa a Bauman: lo que se esconde tras tanta fluidez e inconstancia. No el
que nuestros deseos fluctúen o el que vivamos varias historias de amor, sino más bien el que todas esas vidas
e historias posean el carácter de simulacros, de “vidas desperdiciadas” también, al fin y al cabo como las de
otros parias de la modernidad, porque en ningún caso estamos dispuestos a asumir un compromiso duradero.
Aquí radica el punto doliente de los amores líquidos del presente, en el hecho de que el arte de romper las
relaciones y salir ileso de ellas supere ampliamente al arte de componer las relaciones, según se aprecia en
las páginas de tantas revistas del corazón o en las recetas de tantos gabinetes de autoayuda, que nos adiestran
sobre el nuevo espíritu de los vínculos afectivos. Simplemente se trata de aprender a preservarnos, como
consumidores de otros que no quieren gastarse a sí mismos. El auge de esos consultorios para la vida feliz -
tema sobre el que también acaba de publicar un libro excelente Francisco Vázquez García (Tras la
autoestima. Variaciones sobre el yo expresivo en la modernidad tardía), la fascinación por los contactos a
distancia que permiten las nuevas tecnologías o la obsesión por la fama inmediata de los más celebrados
concursos televisivos (que destilan un único mensaje: competir e imponerse al resto es la clave del éxito)
son algunos ejemplos destacados de esta nueva sensibilidad. Mediante ellos, Bauman explica la importancia
decisiva que hoy adopta el tema de las “relaciones”, así como la extrema ambivalencia y ansiedad con que
nos enfrentamos a ellas.

Con su habitual talento, buena pluma y agudeza crítica, Bauman ha escrito un nuevo capítulo de esa historia
oculta de nuestra modernidad tardía, que Erich Fromm describió en términos de “miedo a la libertad”.
Deudor del análisis de la sociedad disciplinaria de los frankfurtianos y Foucault, ha acertado a
desenmascarar la rigidez que sigue latiendo en esta sociedad aparentemente tan flexible y le ha puesto
nuevo, rotundo título: miedo al amor.
Vidas desperdiciadas
El análisis de los miedos e incertidumbres que atenazan al hombre contemporáneo emprendido en Amor
líquido tiene su continuación en la temática de Vidas desperdiciadas, obra recientemente traducida también
al castellano. Para Bauman, la paradoja suprema de la cultura de los residuos en que vivimos se resume en la
circunstancia de que esos productos de consumo que desechamos a diario simbolizan asimismo nuestra
propia obsolescencia y desechabilidad. La angustia de sentirnos superfluos, inútiles y rechazados debería
incitarnos a una búsqueda más humilde y solidaria del abrazo humano, sugiere este profesor emérito de las
Universidades de Leeds y Varsovia. Sin embargo, el homo oeconomicus y consumens de nuestro tiempo,
que todo lo valora en términos de rendimiento y beneficio, ha distorsionado por completo ese precepto
fundante de toda civilización que exige amar al prójimo. Temeroso él mismo de ser consumido y luego
arrojado a la basura, se parapeta tras los muros de la privacidad y procura que nada, ni siquiera el amor, le
altere y le haga sentir extraño, entablando con los demás una versión más de ese juego de la convivencia
humana que a diario nos enseñan los diferentes programas estrellas de la tele-realidad, donde la
supervivencia es la meta y ganar dicho juego pasa por saberse servirse de los otros para explotarlos en
beneficio propio, evitando el destino final de los desechados.

El amor líquido o la fragilidad de los vínculos


Este artículo ha sido verificado y aprobado por Gema Sánchez Cuevas el 14 octubre, 2017
artidos

Es posible que ya hayas oído hablar de el amor líquido, un interesante concepto enunciado por el
sociólogo Zygmunt Bauman. En esta poética pero desconsoladora imagen, se encierra una realidad que
parece ser bastante frecuente en nuestra actualidad: la fragilidad del vínculo.

Una idea asociada con la esencia que parece vivirse en esta sociedad donde al parecer, se valora quizá en
demasiadas ocasiones lo fugaz, el consumismo puntual que da satisfacción a una necesidad
momentánea y que seguidamente, se desecha. Aunque hemos de hacer también una interesante
puntualización.

No estamos hablando sólo de las relaciones interpersonales, sino también la relación que establecemos con
nosotros mismos, o lo que el propio Bauman denomina como “la liquidez del amor propio”

¿Eres consciente por ejemplo, de que para amar de una forma madura a otra persona, debes
empezar por quererte a ti mismo? Así es, este es un problema constante en nuestra
sociedad, esa falta de autoestima y de autovaloración en la cual, acabamos perdiendo a los
demás por no empezar por nosotros mismos. Por “solidificar el amor propio”.

Hablemos hoy sobre ello, ahondemos en este interesante concepto de el amor líquido. Un tipo de amor que
cada vez está más presente en nuestra sociedad y del que tenemos que ser conscientes.
El amor líquido y la individualidad
En ocasiones, establecer un vínculo fuerte y comprometido, no es algo fácil para muchas personas.
Tras ello, se esconde un sentido de responsabilidad y de trascendencia personal que tal vez, no están
dispuestos a asumir. Es posible incluso que exista el factor miedo e incluso una inmadurez personal, donde
no es posible concebir una auténtica relación sólida, estable y con un proyecto de futuro.

El propio Bauman nos explica que muchas relaciones de hoy en día son “conexiones” más que
“relaciones”. Ya no estamos hablando únicamente de la primacía de las nuevas tecnologías y las redes
sociales, ésas que nos unen con múltiples personas en el momento en que nosotros elijamos.

Este concepto va un poco más allá. El individualismo busca sólo satisfacer necesidades puntuales con un
principio y un fin, de ahí la idea de amor líquido, emociones que no se pueden retener y que se escapan
fugazmente de las manos hasta desaparecer.

Es algo que sin lugar a dudas suena desconsolador, vivimos en un mundo dinámico donde lo real en
ocasiones se conjuga con lo virtual, una modernidad líquida donde muchas cosas parecen escaparse de
nuestras manos.

Establecemos relaciones inestables porque nuestra sociedad parece ensalzar a su vez unas relaciones
humanas más flexibles. Y no, no estamos hablando únicamente de las relaciones de pareja, pensemos
también en la educación de los más pequeños.

Les ofrecemos numerosos juguetes, tecnologías, establecemos un juego de chantajes donde ante un examen
aprobado lo premiamos con un nuevo regalo. Los dejamos caer casi sin querer en una sociedad de consumo
con escasos valores, creando individuos a su vez que se vuelven tiranos, que no reconocen dónde están los
límites y que, de algún modo, también acaban volviéndose líquidos…

Sus amistades nacen en las redes sociales, y para terminar con alguna de ellas cuando no les interesa, no
tienen más que usar el botón de “bloquear o reportar” a dicha persona

La importancia del amor propio para combatir el amor líquido


Las personas no somos bienes de consumo, ni tenemos una obsolescencia programada como cualquier
electrodoméstico. Pensamos, sentimos y amamos. Pero hemos de empezar siempre por nosotros mismos,
viéndonos como personas merecedoras de ser amadas.

El amor líquido siempre nos deja con un corazón vacío, y eso es algo que nadie quiere, el consumista
siempre se queda con hambre y con una profunda insatisfacción. ¿De qué nos sirve esto? ¿De qué nos sirve
vivir con tanta incertidumbre?

En ocasiones, detrás de un amor líquido está la inseguridad personal. El no vernos a


nosotros mismos como capaces de mantener un vínculo lo bastante fuerte como para
prosperar, como para construir un futuro junto a otra persona.

La inseguridad, es reflejo de una autoestima que no se ha desarrollado adecuadamente. Ahí donde sólo
se busca una satisfacción puntual para después, huir. Todo compromiso puede evidenciar nuestra falta de
competencia, nuestra inmadurez. Pero ¿Por qué no intentarlo?

En esta vida nada es seguro y todos andamos a tiendas entre la niebla, si yo empiezo a confiar en mí mismo
poco a poco avanzaré con más seguridad, apostando por la estabilidad. Por el auténtico compromiso
conmigo mismo y las personas que me rodean.
Bauman nos dice que para ser felices, debemos tener en cuenta dos valores imprescindibles: libertad y
seguridad. La seguridad sin libertad es esclavitud, pero la libertad sin seguridad es un caos total. Todos
necesitamos de ambas dimensiones para encontrar el equilibrio en nuestras vidas.

¿Estás de acuerdo?

Bauman explica que el consumismo ha degenerado nuestros vínculos personales al tratar al


otro, ya sea amante o prójimo, como una mercancía más de la que puedes desprenderte,
desecharla, desconectarla con cierta facilidad: «el concubinato –por ejemplo—adquiere el
atractivo del que carece el matrimonio. Sus intenciones son modestas, no se hacen promesas.
Casi nunca hay una congregación como testigo y tampoco ningún plenipotenciario del cielo
para consagrar la unión. Uno pide menos, se conforma con menos, y arriesga menos». Para el
autor los vínculos duraderos despiertan ahora la sospecha de que no son rentables desde una
lógica del costo-beneficio. Como es natural, esto también afecta a nuestra sexualidad, que una
vez liberada del amor se condena finalmente a sí misma a la frustración y la falsa felicidad.
Texto completo:
“El deseo es el anhelo de consumir, de absorber, devorar, ingerir y digerir, de aniquilar. El
deseo no necesita otro estímulo más que la presencia de la alteridad. Esa presencia es siempre
una afrenta y una humillación”. Quien así se expresa no es Pedro Almodóvar ni Joaquín
Sabina, ni un sexólogo mediático sino el veterano sociólogo polaco de 80 años y dilatada
trayectoria académica Zygmunt Bauman (Polonia, 1925) en un libro de reciente y esperada
aparición en Buenos Aires: Amor líquido.
Amor líquido continúa el certero análisis acerca de la sociedad en el mundo globalizado y los
cambios radicales que impone a la condición humana, tema ya enfocado en sus otros dos libros
que conforman con éste una trilogía: Modernidad líquida y La sociedad sitiada. El héroe
trágico de esta historia son “las relaciones humanas” y está dedicado a recordarnos los riesgos
y angustias de vivir juntos y separados en nuestro moderno mundo líquido. En esta ocasión,
se concentra en el amor y en el miedo a establecer relaciones duraderas, más allá de las meras
conexiones. Nuestros contemporáneos, dice Bauman, desesperados al sentirse descartables,
siempre ávidos de una “mano servicial”, sin embargo, todo el tiempo desconfían del “estar
relacionados” sobre todo si es “para siempre”, temen convertirse en una carga y desatar
expectativas que no pueden ni desean soportar. Las “relaciones virtuales” (conexiones)
establecen el patrón de medida, el modelo del resto de las relaciones: cuando la calidad no da
sostén, el remedio es la cantidad y como un patinador sobre el fino hielo, la velocidad es el
remedio, seguir en movimiento es un logro y un deber agotador. Las mismas estructuras
líquidas y rápidamente cambiantes privilegian a los que pueden viajar con poco peso.
La posesión, el poder, la fusión y el desencanto son los cuatro jinetes del Apocalipsis en el
terreno de Eros, nos dice Bauman. Siempre al borde de la derrota, los intentos de domesticar
lo díscolo, domeñar lo que no tiene freno, encadenar lo errante y hacer previsible el misterio,
fracasan en la lucha por contrarrestar las fuentes de su incertidumbre, pero, si lo consiguen,
pronto el deseo empieza a marchitarse y se extingue su fuerza. El deseo es el impulso a
despojar la alteridad de su otredad, y por lo tanto, de su poder. En esencia, el deseo es un
impulso de destrucción. Y, aunque oblicuamente, también un impulso de auto-destrucción;
el deseo está contaminado desde su nacimiento por el deseo de muerte. Sin embargo, éste es
su secreto mejor guardado y, sobre todo, guardado de sí mismo. Como el deseo, el amor es
una amenaza contra su objeto. El deseo destruye su objeto, destruyéndose a sí mismo en el
proceso; la misma red protectora que el amor urde amorosamente alrededor de su objeto lo
esclaviza. El amor hace prisionero y pone en custodia al cautivo: arresta para proteger al propio
prisionero.
El deseo desespera en el intento de encontrar la cuadratura del círculo: comerse la torta y
conservarla al mismo tiempo.
Tal vez decir “deseo” sea demasiado, nos recuerda Bauman. Como en los shoppings: los
compradores de hoy no compran para satisfacer su deseo, como lo ha expresado Harvey
Ferguson, sino que compran por ganas. Lleva tiempo sembrar, cultivar y alimentar el deseo.
El deseo necesita tiempo para germinar, crecer y madurar. A medida que el “largo plazo” se
hace cada vez más corto, la velocidad con que madura el deseo, no obstante, se resiste con
terquedad a la aceleración; el tiempo necesario para recoger los beneficios de la inversión
realizada en el cultivo del deseo parece cada vez más largo, irritante e insoportablemente larga.
En nuestros días, los centros de compras suelen ser diseñados teniendo en cuenta la rápida
aparición y la veloz extinción de las ganas, y no considerando el engorroso y lento cultivo y
maduración del deseo. Al igual que otros productos, la relación es para consumo inmediato
(no requiere una preparación adicional ni prolongada) y para uso único, “sin perjuicios”.
Primordial y fundamentalmente, es descartable. Si resultan defectuosos o no son “plenamente
satisfactorios”, los productos pueden cambiarse por otros, que se suponen más satisfactorios,
aun cuando no se haya ofrecido un servicio de posventa y la transacción no haya incluido la
garantía de devolución del dinero. Pero aun en el caso de que el producto cumpla con lo
prometido, ningún producto es de uso extendido: después de todo, autos, computadoras o
teléfonos celulares perfectamente usables y que funcionan relativamente bien van a engrosar
la pila de desechos con pocos o ningún escrúpulo en el momento en que sus “versiones nuevas
y mejoradas” aparecen en el mercado y se convierten en comidilla de todo el mundo.
Tras haber pasado de una sociedad de productores a otra de consumidores perpetuos,
establecer relaciones para siempre, hablar de compromiso, es una cuestión fuera de sentido.
Las relaciones se han convertido en inversiones, en bienes como cualquier otro ¿Acaso hay
una razón para que las relaciones de pareja sean una excepción a la regla? ¡Pobre de usted si
duerme una siesta o baja la guardia! “Estar en una relación” significa un montón de dolores de
cabeza, pero sobre todo una perpetua incertidumbre. Uno nunca puede estar verdadera y
plenamente seguro de lo que debe hacer, y jamás tendrá la certeza de que ha hecho lo correcto
o de que lo ha hecho en el momento adecuado. Espiamos los siete signos del cáncer o los cinco
de la depresión o exorcizamos el espectro de la alta presión sanguínea o del alto nivel de
colesterol. Buscamos objetivos sustitutos en los que descargar el aumento de miedo
existencial, al que se le han cerrado sus salidas habituales, y los encontramos en no inhalar el
cigarrillo de otro, no comer comida con grasa o bacterias perjudiciales, no exponernos al
sol o al sexo sin protección, o poniendo guardias armados o tomando clases de artes
marciales. Ley y orden, reducido todo a seguridad personal, es la base de muchas ofertas
políticas
Bauman introduce en el discurso filosófico del S.XXI el término “modernidad líquida” para
referirse a este particular estadio de la humanidad La característica definitoria de los líquidos
es la imposibilidad de mantener su forma y, a la vez, su vulnerabilidad. La “fluidez” es la
característica de los líquidos y los gases que, a diferencia de los sólidos, no conservan
fácilmente una forma durante mucho tiempo. Llenan el espacio “por un momento” hasta que
“se derraman”, “fluyen”, “salpican”, “se vierten”, “se filtran”, “gotean”, “inundan”, “rocían”,
“chorrean”, “manan”, “exudan”. Esta extraordinaria movilidad de los fluidos se asocia con la
idea de “levedad” e “inconstancia”. Estas metáforas parecen adecuadas a Bauman para
caracterizar esta fase de la historia de la modernidad. Pero ¿la modernidad no fue desde el
principio un proceso de licuefacción, de “derretir sólidos”? Los autores del Manifiesto
comunista acuñaron la expresión “derretir los sólidos” para mencionar la tarea de profanar lo
sagrado, desautorizar y negar el pasado y la tradición, especialmente atacar los residuos del
pasado en el presente. Es cierto que los tiempos modernos encontraron a los sólidos
premodernos en un estado avanzado de desintegración y los motivos para disolverlos
definitivamente estaban orientado a la estabilización de nuevos sólidos, más confiables, que
permitieran un mundo predecible y controlable. La diferencia, ahora, estaría en que la tarea de
construir un nuevo orden mejor para reemplazar el viejo y defectuoso no aparece en ninguna
agenda política. “La disolución de los sólidos” adquiere un nuevo significado y tiene como
blanco la disolución de los vínculos entre acciones individuales y acciones colectivas. Lo que
diferencia a la sociedad actual de aquella de la modernidad en su fase sólida, que buscaba ser
duradera y resistente al cambio, es la creciente debilidad de los lazos sociales. El poder de
licuefacción se ha desplazado del “sistema” a la “sociedad”, de la “política” a las “políticas de
vida”, ha descendido del “macronivel” al “micronivel” de la cohabitación social. En esta forma
privatizada de la modernidad, el peso de las responsabilidades y los fracasos cae
primordialmente sobre los hombros del individuo. Como los zombies, que son una mezcla
entre lo vivo y lo muerto, la estructura sistémica se ha vuelto remota. Los sólidos se moldean
de una vez mientras que el control de los líquidos exige mucha atención, esfuerzo permanente
frente a una posibilidad de éxito menos previsible (Z.Bauman, Modernidad líquida, México,
FCE, 2002). Los individuos se ven condenados a buscar soluciones biográficas a
contradicciones sistémicas. En este estado, exhaustos por la seguidilla de interminables y
nunca concluyentes exámenes de aptitud, aterrorizados hasta el tuétano por la misteriosa e
inexplicable precariedad de su suerte y la niebla global que se cierne sobre su futuro, buscan
a quienes culpar de sus padecimientos. No es extraño que los encuentren bajo la luz del farol
más cercano, en el sitio exacto que han iluminado para nosotros las fuerzas de la ley y el orden:
los extraños, por lo tanto, rodeando, encarcelando y deportando a los extraños recuperaremos
nuestra perdida seguridad.
En este ambiente se advierte un especial recrudecimiento de la xenofobia, de los fantasmas del
tribalismo, al calor de la creciente sensación de inseguridad emergente de la incertidumbre y
desprotección de nuestra moderna existencia líquida. “Culpar a los inmigrantes” -los
extranjeros, los recién llegados- de la paralizante sensación de inseguridad se va transformando
en un hábito político redituable. Hoy se habla de “la desaparición de la sociedad” y la aparición
de un mosaico de destinos individuales sin vínculos con las acciones colectivas lo que plantea
un inédito desafío a la sociología. Bauman no es pesimista, a pesar de lo preocupante del
cuadro que nos pinta. Cree que es posible seguir pensando sociológicamente y que hay
esperanzas para sostener la utopía de un mundo donde la gente pueda ser feliz pero, para ello,
es prioritario desarmar los marcos conceptuales que permitieron la emergencia de la
modernidad para, después de ello, diseñar los trazos de las nuevas experiencias humanas.

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