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En la
Antigüedad, la Edad Media y los tiempos modernos. Barcelona:
Sophia Perennis, 2000.
Cuanto más nos elevamos hacia el origen de las religiones, más aparece la
verdad despojada de la mezcla impura de las supersticiones (**) humanas;
brilla en todo su esplendor en el Irán, patria de los primeros hombres. "Los
iranios -dice Mohsen Fany- creían firmemente que un Dios supremo había
creado el mundo mediante un acto de su potencia, y que su providencia lo
gobernaba continuamente. Hacían profesión de temerlo, amarlo y adorarlo
piadosamente, y de honrar a sus padres y a las personas de edad; sentían un
afecto fraternal por todo el género humano, e incluso sentían por los animales
una ternura llena de compasión"1.
Esta ley fatal de la humanidad explica por qué es necesario que haya
revelaciones sucesivas; el mosaísmo y el cristianismo son divinos por el mero
hecho de que la intervención de la divinidad era necesaria, y por ello
indispensable.
¿Cómo hacer que concuerden, en efecto, esa tendencia de todos los pueblos a
materializar sus cultos y la marcha progresiva de la humanidad en la
espiritualidad religiosa?
Hay un momento en que la antigua religión del Irán ha quedado olvidada; sus
símbolos sagrados, la luz, el sol, los planetas, han sido divinizados; en la época
en que esta revolución se lleva a cabo, sale Abraham de Caldea y devuelve la
vida a la verdad a punto de extinguirse.
Así, la caída del primer hombre se refleja en la historia de cada pueblo: esta
consecuencia fatal fundamenta el dogma universal de la decadencia y la
rehabilitación por intervención divina.
Los primeros capítulos del Génesis consagran esta verdad y la voz de los
profetas la proclama en Israel; pero no es el pueblo hebreo el único que eleva
al Eterno sus súplicas y sus esperanzas; Persia, la India, la China, Egipto,
Grecia o Roma esperan también al Salvador del mundo. No me llaméis santo,
dice Confucio a sus discípulos, el santo está en Occidente; y de Oriente parten
no solo los Magos, sino también esos enviados del rey Ming Ti, que llevaron de
la India hasta la China el culto del dios Fo3. Pues bien, Dupuis y Volney
mencionan estas tradiciones orientales y las atribuyen al culto al sol, olvidando
sin duda que el astro sale por oriente, y que el santo debía aparecer en
occidente.
Egipto reivindica los mismos dogmas y los graba en los tempos de Tebas;
Orfeo los vuelve a revelar, esta vez en Grecia, y los versos sibilinos los
anuncian a la reina del mundo. Si refiriera aquí los pasajes de estos cantos
proféticos, no faltarían quienes dijesen que los había forjado o falsificado algún
cristiano; pero, según los que tal dicen, también los versos de Virgilio fueron
inspirados a un monje gótico, y pretenden hacernos creer que el pagano
Servio, que los comenta, era un crítico de convento4. Si Virgilio era romano, si
floreció en tiempos de Augusto, ¿cómo anuncia que los últimos tiempos que
predice la sibila se han cumplido ya, y que la edad de oro se acerca, que el Sol,
símbolo eterno del Verbo divino, va a difundir su luz? ¿Qué virgen es esa, y
qué niño el que ha de cambiar la faz del mundo? Es Augusto, responden los
doctos comentadores; pero aunque la adulación del poeta aplique esa
predicción a un hombre, ¿no se dirigirá la predicción misma en realidad a un
DIOS?
San Clemente de Alejandría nos enseña que los egipcios se servían de tres
tipos de caracteres de escritura; Varrón, el más sabio de los romanos, constata
la existencia de tres teologías; y encontramos en la historia de las religiones
tres épocas marcadas por tres lenguas distintas.
Al principio, la lengua divina se dirige a todos los hombres y les revela la
existencia de Dios; el simbolismo es la lengua de todos los pueblos, y la
religión es propiedad de cada familia; el sacerdocio todavía no existe, cada
padre es rey y pontífice.
La historia de los colores simbólicos manifiesta ese triple origen, cada matiz
tiene significados distintos en cada una de las tres lenguas, la divina, la
sagrada y la profana.
Las más antiguas tradiciones religiosas nos enseñan que los iranios asignaban
a cada planeta una influencia benéfica o maléfica según su color y su grado de
luz.
En el Génesis, dice Dios a Noé: «El arco iris será el signo de la alianza entre
Yo y la tierra». En la mitología, Iris es la mensajera de los dioses y de las
buenas nuevas, y los colores de su cinturón, o sea, el arco iris, son los
símbolos de la regeneración que es la alianza de Dios y el hombre.
En Egipto, el velo de Isis lanza destellos de todos los colores, de todos los
matices que brillan en la naturaleza; Osiris, el dios omnipotente, le da la luz;
Isis la modifica y la da a los hombres reflejándola. Isis representaba la tierra, y
su velo simbólico era el jeroglífico del mundo material y del mundo espiritual.
Tales eran los símbolos de la lengua divina, cuando vino a nacer la lengua
sagrada.
Entre los hindúes y los egipcios, y todavía hoy Entre los chinos, la pintura tomó
sus reglas del culto nacional y de las leyes políticas; la menor alteración en el
dibujo o el color traería consigo un grave castigo.
Entre los egipcios, escribe Sinesio, los profetas no permiten que los que funden
metales ni los escultores representen a los dioses por miedo a que se aparten
de las reglas.
Los arqueólogos han señalado que las pinturas indias y egipcias, así como las
de origen griego que llamamos etruscas, están compuestas de tintas planas de
colorido brillante, pero sin medios tonos9, y tenía que ser así. El arte no iba
únicamente dirigido a las miradas de los profanos, sino que era además el
intérprete y el depositario de los misterios sacros. El dibujo y el colorido tenían
un significado necesario, tenían que ser contrastados: la perspectiva, el
claroscuro y los medios tonos hubieran creado confusión. Y por ello fueron
desconocidos o su manifestación severamente reprimida.
Podríamos afirmar sin invocar autoridad alguna que, si el dibujo los jeroglíficos
egipcios es simbólico, igualmente lo es el color. ¿No era en efecto, el medio
más directo de impresionar las miradas y de atraer atención? ¿No son, incluso
en nuestros días, más populares los grandes coloristas que los grandes
dibujantes?
Las vidrieras de las iglesias cristianas, como las pinturas de Egipto, tienen un
doble significado; un significado aparente y otro oculto; uno es para el vulgo,
mientras que el otro se dirige a las creencias místicas. La era teocrática dura
exactamente hasta el Renacimiento; en esa época, el genio simbólico se
extingue, la lengua divina de los colores queda olvidada, la pintura es un arte,
ya no una ciencia13.
Entre los árabes, como en todos los pueblos, este lenguaje tuvo origen
religioso. En la antigua Persia, los espíritus o genios tenían flores que les
estaban especialmente consagradas19. Esta flora simbólica la encontramos
también en la India y en Egipto, en Grecia y en Roma20.
El salam de los árabes parece haber tomado de la lengua de los colores sus
emblemas; la razón mística de ello nos la da el Corán: los colores que la tierra
extiende ante nuestros ojos, dice Mahoma, son signos manifiestos para
aquellas que piensan21. Este pasaje notable explica el velo multicolor que
llevaba Isis, o la Naturaleza, concebido como un gran jeroglífico. Los colores
que brillan en la tierra corresponden a los matices que el vidente percibe en el
mundo de los espíritus (****), en el que todo es espiritual y, por consiguiente,
pleno de significado; ese es al menos el origen del simbolismo de los colores
tanto en los libros de los profetas como en el Apocalipsis. El Corán repite esta
misma teoría en las visiones y en las distintas vestimentas de Mahoma.
NOTAS
La física reconoce siete colores, que forman el rayo solar descompuesto por el
prisma; a saber, violeta, añil, azul, verde, amarillo, naranja y rojo.
La pintura no admite más que cinco colores primigenios; son blanco, amarillo,
rojo, azul y negro, de los cuales el primero y el último son rechazados por la
física. De las combinaciones de estos cinco colores salen todos los matices.
Según el simbolismo, dos principios dan nacimiento a todos los colores, la luz y
las tinieblas.
La luz está representada por el blanco, y las tinieblas por el negro. Pero la luz
no existe sino por el fuego, cuyo símbolo es el rojo. Partiendo de esa base, el
simbolismo admite dos colores primigenios, el rojo y el blanco; el negro fue
considerado la negación de los colores y atribuido al espíritu de las tinieblas. El
rojo es el símbolo del amor divino; el blanco es símbolo de la divina sabiduría.
De estos dos atributos de Dios, amor y sabiduría, emana la creación del
universo.
El amarillo emana del rojo y del blanco, es el símbolo de la revelación del amor
y de la sabiduría de Dios1.
El verde está formado por la unión del amarillo y el azul; indica la manifestación
del amor y de la sabiduría en el acto; fue el símbolo de la candad y de la
regeneración del alma por medio de las obras.
En la tercera parte, que constituirá una obra especial, los monumentos pintados
vendrán a confirmar la teoría y a mostrar sus aplicaciones, tan numerosas e
ingeniosas.
NOTAS
1. El simbolismo no pretende que el amarillo este compuesto de rojo y blanco, puesto que
estos dos colores, unidos, forman el rosa; pero el símbolo del amarillo emana del símbolo del
rojo y del blanco; así la revelación divina, representada por el amarillo, emana del amor divino y
de la sabiduría divina, designados por el rojo y el blanco.