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M. Svampa.
Para Svampa los conceptos de progreso y civilización, surgidos entre el siglo XVIII
y el XIX, se convirtieron en poderosas ideas-fuerzas que configuraron una
cosmovisión acerca de la Modernidad. En Latinoamérica fueron impuestas y
tuvieron un gran arraigo, y se convirtieron en una obsesión asociada a la
erradicación de la barbarie, de lo atávico.
Para consolidar y extender este mito de desarrollo, a partir de 1944 se crearon una
serie de instituciones económicas y organismos internacionales: la Organización de
las Naciones Unidad (ONU), la Organización de las Naciones Unidas para la
Alimentación y la Agricultura (FAO), la Comisión Económica para América Latina y
el Caribe (Cepal), el Banco Interamericano para la Reconstrucción y Desarrollo
(BIRD). Su objetivo fue crear un programa de desarrollo basado en conceptos de
trato justo y democrático que contribuyera a la mejoría y el crecimiento de las áreas
subdesarrolladas. Con ello, se coronó una institucionalidad internacional en torno a
la cuestión del desarrollo y se introdujo la noción de subdesarrollo para referirse a
los países atrasados. En síntesis, el subdesarrollo se convirtió en una condición
indigna de la cual había que escapar, en contra, el desarrollo se torno como un valor
universal, homogéneo, objeto del deseo y el nuevo mito de Occidente.
Bajo los postulados de Prebisch, la Cepal configuró una gran influencia entre la
década de los 50 y mediados de los 70. Durante esa fase se desarrolló una gran
autonomía teórica, se constituyo un pensamiento homogéneo y de propuestas de
políticas públicas. De la mano de economistas, sociólogos y técnicos, el cepalismo
abogó por un programa integral de políticas públicas, que contribuyera a afirmar el
rol planificador del Estado. Este movimiento, que apuntó a la industrialización en la
periferia capitalista fue nombrado desarrollismo. Se convirtió en una ideología y
práctica económica que acompaño la acción de diferentes países de América
Latina: Argentina, Brasil, Venezuela, Perú y Chile. Para finales de los años 60 se
originó una crítica al modelo desarrollista, ligada al agotamiento del modelo de
sustitución de importaciones, se da un giro del pensamiento cepalino hacia las
estructuras sociales. Surgen los limites de la industrialización sustitutiva y aparece
la interrogante sobre dónde están las fallas. Con ello se dio inicio a una nueva época
del pensamiento y las ciencias sociales latinoamericanas, cuyo eje reorganizador
ya no sería el desarrollo, sino la dependencia.
En los años 80, tras la caída de los socialismos reales, el inicio de las transiciones
democráticas, la crisis de las izquieras y la consolidación del neoliberalismo, se
replanteó la relación entre desarrollo y neoliberalismo. Se creo una visión orientada
al desarrollo a escala humana, al crecimiento cualitativo de las personas. Se exigió
la construcción de una economía humanista donde exista una sociedad ecológica,
sustentable, en el que se persiga la satisfacción de las necesidades, en términos de
calidad, tratando de enriquecer las formas de satisfacer las necesidades y
reivindicando lo subjetivo. Asimismo se presentó una crítica desde el
posestructuralismo, en este se buscó retomar las epistemes vernáculas, se retomó
el postulado de considerar otras cosmovisiones, de romper con el dualismo
occidental, se impulso la idea de que los pueblos puedan definir su forma de vida
social quebrando el carácter monocultural colonizador.
En estos mismos años, y como herencia de las dislocaciones de los años 60, surgen
los nuevos movimientos sociales. Estos representaron la acción de diferentes
movimientos que expresaban una nueva politización de la sociedad, a través de la
puesta en público de temáticas y conflictos que tradicionalmente se habían
considerado como propios del ámbito privado o que aparecían asociados al
desarrollo industrial. En este contexto surgieron los movimientos ecologistas que
apuntaron sus críticas al productivismo capitalista.
Por otro lada, la critica al extractivismo se enlaza con un giro ecoterritorial, visible
en la emergencia de marcos de acción colectiva, que funcionan como esquemas de
interpretación global y como productores de una subjetividad colectiva alternativa.
Al mismo tiempo, la crítica busca colocar en debate conceptos-horizonte, sea en un
lenguaje de defensa del territorio y de los bienes comunes, de los derechos
humanos, de los derechos colectivos de los pueblos originarios y de los derechos
de la naturaleza o del Buen Vivir.