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Michael White
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Título original: The Pope and the Heretic
Michael White, 2001
Traducción: Albert Solé
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Para nuestro hijo, Noah Isaac,
nacido el 10 de mayo de 2000
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Mis pensamientos están cosidos a las estrellas.
JOHN LILY
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Agradecimientos
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Prefacio
El fantasma de Giordano Bruno lleva años cerniéndose sobre mí. Bruno es una de
esas figuras históricas que han ido apareciéndoseme una y otra vez, al estilo de un
Zelig cualquiera, en lo que, al menos a primera vista, eran las historias de otras
personas. Nuestro primer encuentro tuvo lugar mientras escribía la biografía de Isaac
Newton. Se me apareció, como escritor y místico, uno de los integrantes de ese
reducido círculo de individuos que habían contribuido a popularizar la tradición
hermética, la sabiduría de lo oculto. Newton siempre se sintió fascinado por aquel
conocimiento secreto, y leyó la obra de Bruno antes de embarcarse en sus propios
estudios arcanos y experimentos alquímicos.
Más tarde, mientras estaba investigando un libro completamente distinto, Life Out
There, en el que examinaba la búsqueda de vida en otros planetas, Giordano Bruno
volvió a aparecérseme. Resultó que Bruno siempre tuvo muchas cosas que decir
acerca de la posible existencia de extraterrestres inteligentes. Procediendo de una
figura del siglo XVI, aquello me fascinó. Algún tiempo después empecé a escribir una
biografía de Leonardo da Vinci, Leonardo, el primer científico, y allí volvió a
aparecérseme Bruno, sosteniendo una antorcha para iluminar la clase de sueños
holísticos tan queridos por Leonardo. Bruno, descubrí, había sido una combinación
de místico, filósofo y científico que escribió sobre una forma de unificación, una
coagulación de todas las disciplinas dirigida a crear una visión capaz de abarcarlo
todo, como había hecho Leonardo antes que él y como haría Newton después de él.
Pero, naturalmente, Bruno fue algo más que otro filósofo interesado en una serie
de ideas. Enseguida me quedó claro que aquel hombre había desarrollado su actividad
en pleno corazón de la vida intelectual del Renacimiento y que había ocupado un
lugar destacado en una auténtica encrucijada de la evolución del pensamiento
humano. Bruno siempre estuvo impulsado por el fervor de conocer y explorar. Para él
no existían las fronteras, y no aceptaba las limitaciones. Era extraordinariamente
inteligente y erudito, pero no fue ningún especialista o genio de una sola disciplina.
La de Bruno era aquella clase de inteligencia que siempre va en busca de los retos y
las ideas peligrosas y encuentra nuevas conexiones entre ellas; pero, por encima de
todo, también tuvo el valor y la determinación de dar a conocer sus conclusiones en
una era manchada por las persecuciones y la fe corrompida.
Bruno fue conocido desde muy joven como «el Nolano» porque había nacido en
Nola, un pueblo del sur de Italia, cerca de Nápoles. Empezó su vida adulta como
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simple sacerdote, pero dejó su orden y fue excomulgado por considerársele
sospechoso de herejía. Pasó el resto de su existencia recorriendo Europa, enseñando y
escribiendo. Nunca permaneció más de dos años en el mismo lugar, pero aun así
escribió docenas de libros y opúsculos y gozó del favor de algunas de las figuras más
poderosas de su época, Enrique III e Isabel I de Inglaterra entre ellas. Durante un
breve período actuó como espía dentro de la corte inglesa y conoció personalmente a
muchos de los más célebres (y a menudo notorios) alquimistas, cabalistas y místicos
de su tiempo. Era un hombre de trato difícil, apasionado y siempre dispuesto a
discutir; ciertamente valeroso, pero también abrasivo.
Después de casi un cuarto de siglo de vida errante, decidió regresar a Italia. En
cuestión de meses fue arrestado por la Inquisición y juzgado como hereje.
Finalmente, después de padecer casi ocho años de encarcelamiento y repetidas
torturas a manos de los cardenales, fue quemado vivo en Roma.
La muerte de Bruno sería condenada por los librepensadores de toda Europa, y
añadió otra marca ignominiosa a los ya tenebrosos nombres de la Inquisición y el
Santo Oficio. Como era de esperar, el Vaticano hizo todo lo posible para ocultar los
detalles de la persecución y del juicio contra Bruno. Por esta razón, hasta tiempos
relativamente recientes no se ha sabido demasiado acerca de los últimos ocho años de
su vida y del mecanismo de sus procesos.
Bruno fue juzgado primero en Venecia y luego en Roma. Las actas del juicio
veneciano y un fragmento del procedimiento romano fueron descubiertos en los
Archivos del Vaticano entre 1844 y 1848, casi doscientos cincuenta años después de
su ejecución. Dichos documentos fueron publicados por primera vez en 1849 como
apéndice de un libro sobre el sistema heliocéntrico copernicano escrito por el
estudioso Domenico Berti. Posteriormente Berti escribiría la primera biografía de
Bruno, Vita di Giordano Bruno da Nola (1868).
Los documentos descubiertos proporcionaban una detallada imagen del proceso
celebrado en Venecia durante mayo y junio de 1592, pero apenas ofrecían detalles
acerca de lo ocurrido durante los siete años que Bruno pasó en las prisiones vaticanas
de la Inquisición y del procedimiento seguido contra él durante ese largo período de
tiempo. Hoy en día se cree que la mayor parte del material perteneciente a esos años
se perdió cuando las tropas de Napoleón saquearon el Vaticano en 1798, después de
lo cual regresaron a Francia cargadas de documentos tomados indiscriminadamente
de las Bibliotecas Papales.
Pero no todo se perdió. En 1925, el cardenal Angelo Mercati fue nombrado
prefecto de los Archivos Secretos del Vaticano y supo de la existencia de ciertos
documentos concernientes al juicio romano de Bruno, descubiertos unos cuarenta
años antes, en 1887. Para su asombro, Mercati comprobó que el Papa de aquel
entonces, León X, había ordenado que los documentos le fueran enviados
inmediatamente sin que se revelara su contenido a ninguna otra persona: Che non
vole assolutamente che detto Processo sia dato al alcuno, había dispuesto
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textualmente León.
Intrigado, Mercati continuó investigando y en 1940 por fin logró encontrar los
documentos perdidos en los archivos personales del papa Pío XI, fallecido el año
anterior. Dichos documentos describen el último proceso y la sentencia final dictada
contra Bruno, por lo que eran de extremado interés para los estudiosos de su vida y
obra; pero lamentablemente, sólo detallaban las comparecencias de Bruno ante la
Inquisición en Roma entre 1597 y su ejecución en febrero de 1600 y revelaban muy
poco acerca de los seis primeros años de su encarcelamiento. En 1940, el cardenal
Mercati publicó aquel material con el título Sommario del processo di Giordano
Bruno, y su texto continúa siendo el informe más detallado sobre los procedimientos
seguidos contra Bruno y el intercambio de argumentos desarrollado entre el Nolano y
los cardenales que terminaría llevando al veredicto.
Así pues, éste es un relato de persecución y la historia de una lucha, una batalla
entre fuerzas desiguales en la que un hombre planta cara a la ignorancia, el dogma y
la corrupción. Desplegado contra él se encontraba el poder temporal de toda una
religión cuyos representantes terrenales, el papa Clemente VIII y sus cardenales,
consideraron necesario quemar a nuestro héroe. Pero como veremos, la suya fue una
victoria pírrica y sus acciones, las de unos hombres desesperados. Su momento no
tardaría en quedar atrás, en tanto que el recuerdo y el significado del hombre cuyo
cuerpo habían hecho desaparecer irían adquiriendo una creciente importancia con el
transcurrir de los años.
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CAPÍTULO UNO
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escogido su nombre oficial: irónicamente, planeaba hacerse llamar Clemente. Ahora
aborrecía al auténtico Clemente más de lo que nunca había imaginado que se pudiera
llegar a odiar a alguien. Sabía que el Papa se inclinaba a ser misericordioso con
Bruno, porque al parecer el muy idiota sentía una inexplicable debilidad por aquel
hombre; y por eso Severina haría cuanto estuviera en su mano para oponerse a
Clemente y hacer sufrir a Bruno.
El otro cardenal al que había que temer era Roberto Belarmino, un hombre al que
le hubiese gustado ver quemados no sólo a los herejes sino también a todos los
protestantes y disidentes, con lo que se habría borrado hasta el último vestigio de
sentimientos anticatólicos. Belarmino había sido profesor de teología en el Collegium
Romanum y más tarde tuvo el gran honor de convertirse en el teólogo personal del
Papa, con lo que pasó a ser custodio de la Palabra y consejero de la Santa Sede en
todas las cuestiones doctrinales. A pesar de toda su brillantez académica, la visión del
mundo de Roberto Belarmino no podía ser más anticientífica. Quince años después
de que Bruno hubiera muerto en la hoguera, el reverendo cardenal instigaría el arresto
y el juicio de Galileo. Como recompensa, en 1930 la Iglesia canonizaría a Belarmino.
Bruno esperó en silencio ante todos ellos. Severina leyó los cargos, un total de
ocho motivos por los que se lo acusaba de herejía. La lista incluía su creencia de que
la transustanciación del pan en carne y el vino en sangre era una falsedad, la de que
nadie podía nacer de una virgen y, quizá la más terrible, su convicción de que
vivimos en un universo infinito dentro del que existen innumerables mundos en los
que criaturas como nosotros podrían prosperar y rendir culto a su propio dios. Bruno
rehusó hacer ningún comentario sobre aquellos cargos. Dijo que sólo se dirigiría a Su
Santidad personalmente; la congregación ya disponía de una declaración escrita por
Bruno y dirigida a Clemente; Belarmino la había abierto pero no tenía intención de
enseñarla al Papa, dado el lujo de detalles con que ésta exponía las ideas heréticas de
Bruno.
Con una aparatosa exhibición de paciencia y piedad, el cardenal Severina volvió a
preguntar al acusado si estaba dispuesto a retractarse de sus herejías, pero Bruno se
limitó a mirar fijamente el muro que se alzaba detrás de la hilera de cardenales. Así
pues, y con un prolongado y teatral suspiro, Severina se reclinó en su trono apoyando
las palmas en los brazos, y volvió la cabeza hacia su izquierda para lanzar una rápida
mirada a Belarmino.
Un silencio absoluto reinó en la sala por un instante, y Severina volvió a
inclinarse lentamente hacia delante y leyó una declaración previamente preparada de
Su Santidad, el papa Clemente:
Decreto y ordeno que la causa sea llevada hasta las medidas extremas,
servatus servandis [con todas las debidas formalidades], pronunciándose
sentencia y entregando al susodicho hermano Giordano al tribunal secular.
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Y con esas últimas palabras, Bruno fue sacado de la sala para enfrentarse a
nuevas torturas.
Unas horas después ese mismo día, Giordano Bruno volvió a encontrarse ante un
semicírculo de jueces. Esta vez comparecía ante un comité secular presidido por el
gobernador de Roma, en la sala que la Inquisición tenía en el monasterio de Minerva.
Aquella comparecencia había sido decretada porque la Santa Sede nunca
sentenciaba directamente a los herejes a ser quemados vivos: con su característica
hipocresía, siempre transmitía esa responsabilidad a una autoridad civil. La
declaración oficial de la Santa Sede era invariable:
A todos los efectos prácticos, aquella declaración era una orden dirigida al
tribunal secular. Tenían que llevarse a Bruno y quemarlo vivo. A lo largo de los
siglos, los sucesivos gobernadores y jueces nunca hicieron oídos sordos a aquella
exigencia papal disfrazada; y no conmutaron la sentencia ni una sola vez porque, en
caso de que hubieran decidido pasar por alto la instrucción del Santo Oficio, habrían
sido excomulgados instantáneamente y quizá se habrían encontrado teniendo que
afrontar la muerte sin «derramamiento de sangre alguna».
Y así, con Bruno arrodillado ante sus jueces, el gobernador de Roma finalmente
dictó sentencia. El obispo de Sidonia, al que le habían pagado unos honorarios de
veintisiete scudi por el privilegio, dio un paso adelante, apartó la túnica de la espalda
de Bruno y le arrancó su insignia de sacerdote, condenando a su alma a padecer las
llamas perpetuas del infierno y degradando simbólicamente su espíritu de la misma
manera en que las llamas degradarían su cuerpo físico. Los cardenales y los jueces
seculares querían hacer desaparecer la misma esencia de aquel hereje, tal como
hacían con todos los herejes[2]. Querían crear la impresión de que aquel hombre
nunca había vivido. Con solemne ceremonia y gran regocijo, quemarían su obra y
quemarían su cuerpo, disolverían su espíritu y reducirían a polvo su ser físico.
Con las palabras de condena del obispo resonando todavía en la gran sala, se dictó
sentencia de muerte entre las llamas y luego el gobernador preguntó a Bruno si tenía
algo que decir.
Durante unos momentos interminables ningún sonido rompió el silencio de la sala
y los jueces y clérigos contemplaron sin abrir la boca a aquel hombre acabado, aquel
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ser humano que ahora muy bien hubiese podido pasar por un mero montón de
harapos esparcidos encima del suelo de mármol. Finalmente Bruno levantó la cabeza,
recorrió la estancia con mirada impasible y serena y, con voz potente que parecía
negar su lamentable estado físico, declaró: Maiori forsan cum timore sententiam in
me fertis quam ego accipiam… (El miedo que sentís al imponerme esta sentencia tal
vez sea mayor que el que siento yo al aceptarla).
Y con esas últimas palabras, el prisionero fue sacado a empujones de la sala y
devuelto a su lúgubre celda carente de ventilación, apenas un agujero de dos metros
cuadrados en el que había pasado la mayor parte de los últimos siete años y donde sus
pies fueron encadenados a una argolla incrustada en el suelo de piedra, con el lento
goteo del agua helada que resbalaba por los muros y los correteos de las ratas por
únicos sonidos.
Durante las largas y oscuras horas, horas que se habían ido acumulando para
convertirse en días que luego se volvieron años, Giordano Bruno tuvo que haber
meditado muy profundamente en lo que estaba haciendo, e incluso en quién era y lo
que defendía. Nunca se había tenido por un enemigo del catolicismo, pero había
creído que podría «convertir» a sus carceleros, convenciendo de sus ideas al mismo
Papa. En principio, al menos, había considerado que aquello era factible. Había
recorrido Europa aprendiendo y enseñando. Entró en contacto con el calvinismo,
investigando la doctrina de Lutero y descubriendo que tenía muchos defectos. Había
estudiado las enseñanzas de los antiguos, encontrando luz y sustancia en las más
antiguas filosofías y creencias precristianas. Después había descubierto el
pensamiento copernicano y había emprendido sus propios experimentos del
pensamiento, llevando a Copérnico mucho más lejos de lo que jamás hubiera creído
posible el monje polaco. Bruno había llegado a la conclusión de que el universo era
infinito y que no podía haber ningún Dios personal, unas ideas que medio siglo
después servirían de base a la teología panteísta y radicalmente anticlerical de
Spinoza. Y Bruno se había dado cuenta de que en semejante universo infinito tenía
que haber infinitos mundos, infinita diversidad e infinita posibilidad. Todo aquello
era anatema para una Inquisición y un Santo Oficio que reverenciaban la
conformidad, la ortodoxia y la obediencia.
Bruno tenía quince años cuando ingresó en el monasterio de Santo Domenico,
cerca de Nápoles, lleno de entusiasmo y nuevas esperanzas, emocionado por la
perspectiva de prepararse para el sacerdocio y con la firme intención de llevar una
existencia convencional, dedicando su vida a la enseñanza y la oración. Pero
conforme iba creciendo, las ideas de la estricta doctrina dominica y sus propias y
peculiares creencias empezaron a diverger considerablemente. Bruno aceptó la
ordenación, pero nunca fue capaz de poner freno a sus pensamientos y de guardarse
para sí sus convicciones heterodoxas. Unas semanas después de serle conferido el
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sacerdocio, Bruno suscitó primero las sospechas y luego la ira y la censura de sus
superiores en el monasterio. Pecando quizá de imprudencia, había mantenido largas
discusiones sobre la filosofía de Aristóteles con sus colegas, tratando de poner al
descubierto las muchas inconsistencias que veía en ella. Después había empezado a
cuestionar sutilmente la doctrina de la Trinidad. Pero, para empeorar más las cosas,
luego se le ocurrió escribir una historia satírica, El arca de Noé, en la cual hacía
sesgadas pero burlonas referencias a los creyentes que no sabían pensar por sí solos.
Lo peor fue que se atrevió a afirmar que aquéllos a quienes la Iglesia calificaba de
herejes, aquellos que expresaban opiniones religiosas situadas fuera del ámbito de la
Sagrada Biblia, quizá no fueran todos unos ignorantes condenados a las llamas del
infierno. Adoptando las ideas de la fe arriana, en la que la Trinidad era considerada
una mera invención humana y Cristo la primera «creación» de Dios, Bruno había
seguido manteniendo acaloradas discusiones con los otros monjes del monasterio.
Pero lo que realmente selló su destino e hizo de él un paria dentro del monasterio
fue el que se supiera que había leído textos prohibidos, las obras de místicos y
alquimistas. Un hermano, Bruno nunca llegó a descubrir quién, fue el que lo
denunció después de haberlo sorprendido en el retrete leyendo a Erasmo. La falta
estaba considerada de tanta gravedad que el prior Ambrogio Pasque, quien ya se
había hartado de su díscolo pupilo, no vaciló en comunicar lo ocurrido al padre
provincial para que Bruno respondiera a la acusación de herejía, un crimen que
conllevaba la excomunión y, en casos extremos, la muerte por el fuego.
A aquellas alturas, Bruno ya había comprendido que la vida monástica no estaba
hecha para él. Todos sabían que era un intelectual excepcionalmente dotado y
agraciado con el don de la elocuencia, algo que ni siquiera el prior podía negar. Pero
también saltaba a la vista que era peligrosamente sagaz, un subversivo al que más
valía aislar. Y sabiendo cómo se habría cerrado la red para atraparlo, Bruno optó por
la huida para no tener que enfrentarse al inquisidor local. Con todo, semejante
decisión lo obligó a llevar una vida sin hogar. Nunca podía quedarse mucho tiempo
en el mismo sitio, nunca se sentía seguro. Unos meses después fue excomulgado in
absentia y se convirtió en fugitivo, con la mirada vuelta hacia el futuro pero
perpetuamente en guardia. Ahora estaba condenado a cargar con las consecuencias de
su pasado, y sus enemigos lo perseguirían por toda Europa durante el resto de su vida.
El temperamento de Bruno, y particularmente su insistencia en la libertad
intelectual, hicieron de él un perfecto hombre de su tiempo. Pero, debido a sus
opiniones radicales, pasaría toda su vida en conflicto con la Iglesia. Al igual que
Galileo después de él, Bruno había nacido en el lugar y el momento menos adecuados
para llevar una vida dedicada a difundir lo que estaba considerado por muchos como
una extrema herejía. Si hubiera vivido en el norte de Europa como Martín Lutero —o
sólo con que hubiera sido un poco más astuto, como Erasmo—, habría podido
disfrutar de la ancianidad. En vez de ello, Bruno buscó deliberadamente el peligro y
la controversia y nunca rehuyó el enfrentamiento con sus adversarios.
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Sabía que sus ideas resultarían inaceptables para el régimen del catolicismo, ya
que los intereses del Vaticano hacían que la Iglesia se hubiese atrincherado en el
dogma y el oscurantismo. La Iglesia predicaba que la Eucaristía suponía la comunión
real, física y espiritual, de Dios con los fieles, mientras que Bruno únicamente veía en
ella un ritual que unificaba distintos aspectos de Dios. En su filosofía panteísta, los
mismos fieles eran Dios y el pan y el vino eran elementos de lo divino. La Iglesia
mantenía que las ideas de Aristóteles eran la única descripción apropiada del mundo
físico, y Bruno disfrutaba desmenuzándola y poniendo al descubierto sus obvias
inconsistencias. La Iglesia se tenía a sí misma por la única fe verdadera, y Bruno
dedicó toda su vida a articular una filosofía que amalgamaba el catolicismo con el
racionalismo, el hermetismo y las antiguas religiones. La Iglesia rechazaba de plano
la existencia de lo oculto (a pesar de lo cual quemaba a las brujas y perseguía a los
alquimistas por heréticos), en tanto que Bruno utilizaba las ideologías del ocultismo
como una de las diversas maneras de revelar la Verdad y alcanzar la iluminación. La
Iglesia quería sembrar la confusión, dominar, suprimir verdades incómodas y revelar
a los fieles únicamente las cuestiones esenciales de la doctrina, mientras que Bruno
propugnaba la libre circulación de la información y el intercambio de conocimientos,
y estaba a favor del cambio, el debate y la libertad de pensamiento.
Siendo consciente de que las disparidades radicales que separaban a sus opiniones
de la postura ortodoxa eran prácticamente insuperables, Bruno tenía que saber que
acabaría en la hoguera, pero aun así se mantuvo fiel a sus principios. Una generación
más tarde, Galileo, obrando de acuerdo con sus propias y complejas razones, se
retractó y consiguió salvarse de las llamas; pero Bruno resistió, y si tuvo algún
momento de flaqueza emocional, supo ocultarlo. No obstante, no fue ningún loco que
se precipitara alegremente a la hoguera impulsado por el fervor religioso: era un
hombre profundamente racional, un místico, un sabio y un filósofo que comprendía
lo que estaba haciendo. Y aun así, afrontar con un propósito razonado, de manera
desafiante y sin dejarse doblegar una muerte tan terrible requiere un coraje especial,
una voluntad de hierro, una dedicación similar en su intensidad a la de Cristo y que
nos resulta casi imposible imaginar.
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CAPÍTULO DOS
Prisca theologica
La vida de Bruno fue determinada por la segunda mitad del siglo XVI, un período
que suele considerarse el final del Renacimiento.
Pero en realidad los historiadores se encuentran con ciertos problemas para llegar
a un consenso acerca de las fechas que marcan el inicio y el final de este renacer de la
cultura; y algunos querrían que el Renacimiento tardío terminara poco menos de un
siglo antes del primer florecimiento de la Ilustración que germinó a partir de las ideas
de Newton, Descartes y Locke a finales del siglo XVII. Pero sea cual sea la definición
que se emplee, el Renacimiento tardío puede ser considerado un período en que el
mundo se encontraba en un estado de cambio sin precedentes. Los grilletes del
medievalismo seguían presentes, especialmente en aquellos lugares donde la Iglesia
era temida y respetada, pero la labor de miles de individuos alentados por un
apasionado ideal cuyos esfuerzos se habían prolongado a lo largo de casi dos siglos
ya había, cuando Bruno entró en la edad adulta, imprimido a la civilización un
impulso que empezaba a volverse incontenible, una sed de aventuras, innovaciones y
nuevos horizontes que miraba hacia delante y buscaba inspiración y energías en el
futuro.
Hacia finales del siglo XIV, un siglo y medio antes del nacimiento de Bruno, un
pequeño grupo de europeos acomodados que buscaban novedades y conocimientos y
(eso tampoco debe ser pasado por alto) anhelaban obtener prestigio y reconocimiento
social, empezaron a buscar activamente los tesoros literarios y filosóficos de la
Antigüedad. Dichas personas enviaron un sinfín de emisarios en busca de
manuscritos perdidos, aquellos originales latinos escritos por las figuras semimíticas
de la época clásica.
El centro de aquella actividad fue Florencia, donde los Médicis y otros nobles
acaudalados alentaron un auténtico apetito por el conocimiento, disponiendo del
dinero y el ímpetu social necesarios para perseguir los con frecuencia lejanos ecos de
la educación y extrayendo un placer de segunda mano de aquellos historiadores y
lingüistas enviados por ellos a Oriente para visitar castillos árabes y turcos, oscuros
monasterios y antiguas bibliotecas medio derruidas.
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Algunos de los primeros textos clásicos latinos fueron encontrados por Giovanni
Boccaccio, Coluccio Salutati y Giovanni Conversini, quienes trajeron a Florencia una
serie de obras de gran importancia entre las que figuraban las Historias de Tácito, la
Astronomica de Manilio y el incendiario Brutus de Cicerón. Poco después, los
estudiosos (entre los que destacaba Petrarca) supieron de la existencia de una fuente
todavía más remota para aquellas ideas que habían tomado de Roma, y de ese modo
los antiguos manuscritos griegos gradualmente fueron descubiertos y llevados a
Florencia y otros lugares de Italia. En 1420, centenares de textos ya se hallaban en
manos de un puñado de mecenas y se pudo dar comienzo a la labor de traducir
aquellas obras seminales. De esta manera, las enseñanzas de Aristóteles, Platón,
Pitágoras, Euclides, Hipócrates y Galeno en su forma original dieron origen a una
nueva era de humanismo y reforma, al mismo tiempo que desencadenaban un
renovado interés por la ciencia, la medicina y la filosofía.
Pero el Renacimiento, al que Engels llamó «la mayor revolución progresiva jamás
experimentada por la humanidad hasta el momento», no sólo obtuvo sus energías del
pasado[3]. Todas las figuras clave del período, desde Leonardo hasta Maquiavelo,
fueron en cierto aspecto criaturas del pasado, cada una de ellas imbuida por los
ideales y los sistemas de pensamiento de la Europa medieval; pero, desde mediados
del siglo XV (el Alto Renacimiento) aquellos pioneros vivieron en un mundo poseído
por la mayor creatividad individual de todos los tiempos. Exactamente un siglo antes
del nacimiento de Bruno, Gutenberg empezó a utilizar los tipos móviles y la imprenta
se convirtió en una realidad. La famosa Biblia de cuarenta y dos líneas de Gutenberg
fue producida alrededor de 1455; tres años después había un taller de imprenta en
Estrasburgo y veinticinco años más tarde, en 1480, más de una docena de impresores
trabajando en Roma, y a finales del siglo XV se calcula que Venecia ya tenía cien
impresores. A esas alturas se había impreso unos cuarenta mil títulos. Un siglo antes
del nacimiento de Bruno existían menos de treinta mil libros, todos escritos a mano;
pero cuando el Nolano empezó a enseñar y a recorrer Europa a finales del siglo XVI
ya existía un canon formado por unos cincuenta millones de libros impresos.
Aquello fue magnífico para el progreso intelectual, pero en casi todos los aspectos
cotidianos, el mundo de 1600 se diferenciaba muy poco del de 1450. La esperanza de
vida era de veinticuatro años para la mujer y de veintisiete para el hombre. La
inmensa mayoría de los seres humanos pasaban casi toda su existencia acosados por
el hambre y las enfermedades, y los ricos padecían los mismos horrores que los
pobres: la plaga, la pestilencia y la guerra eran absolutamente democráticas. Con
excepción de unos pocos afortunados, todos eran analfabetos y pasaban la mayor
parte del tiempo sumidos en la embriaguez. Casi nadie llegaba a alejarse más de diez
kilómetros de su hogar a lo largo de su existencia, los forasteros suscitaban suspicacia
y recelo, y nadie tenía idea de en qué año vivía ni sabía nada del mundo existente más
allá de su pueblo o aldea. Su religión, aunque exteriormente católica, se componía de
nueve partes de superstición y magia terrenal por una de Mateo, Marcos, Lucas y
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Juan; y la variedad de cristianismo que se les inculcaba por la fuerza apenas era
comprendida, envuelta como estaba en terminología cuasimística. Y aún más
importante, la población recibía su adoctrinamiento religioso en una lengua para la
mayoría de las personas totalmente ininteligible, el latín. Debido a ello, para el
campesino del siglo XIV, la educación religiosa derivaba únicamente de la Biblia, y
las obras sagradas ortodoxas prácticamente no tenían sentido para él.
Para semejantes personas, la vida cotidiana era una agonía y la sociedad en la cual
vivían se hallaba prácticamente estancada. Los médicos practicaban sangrías
mediante el cuchillo o las sanguijuelas, y los millares de alquimistas alimentaban
sueños avariciosos de transmutar los metales viles en oro. El mundo material estaba
amenazado por bacterias que se propagaban a través de las ratas y aniquilaban
periódicamente a una gran parte de la población europea, así como por las guerras
que causaban estragos entre la población campesina. Mientras tanto, el poder de la
fantasía y el miedo generaban pesadillas en las que demonios surgidos del mundo
subterráneo acechaban y daban muerte a los incautos. Las cosas sólo empezaron a
cambiar con el advenimiento de la Revolución Industrial alrededor de 1780, casi dos
siglos después del asesinato de Bruno.
Y la responsabilidad de este enlentecimiento del progreso hay que atribuirla en su
mayor parte a una gran institución que llevaba mil trescientos años prosperando en el
centro de la civilización occidental: la Iglesia católica. Puesto que, si el esfuerzo
intelectual humanista y secular del Renacimiento representa al pensamiento humano
en su fase ascendente, el inicuo catolicismo era su malvado gemelo oscuro e iba en
dirección exactamente opuesta.
Casi todos los filósofos del Renacimiento fueron devotos católicos que en su
mayoría se guardaban sus ideas más radicales para sí mismos; y en el caso de que las
publicaran como lo hacía intrépidamente Bruno, sus obras sólo eran leídas por una
reducida elite. La Iglesia de Roma sofocaba con implacable energía toda expresión
pública de las opiniones radicales y perseguía a los autores que propugnaran
cualquier filosofía anticatólica. Aunque apoyaban la proliferación del conocimiento
teológico entre las clases privilegiadas dotadas de educación, los líderes eclesiásticos
eran instintivamente antiintelectuales y obstinadamente oscurantistas. Para aquellos
cardenales que defendían con celo su privilegiada existencia terrenal, cuanto menos
supieran los seglares tanto mejor.
La fe cristiana empezó siendo pura, pero debido a la misma naturaleza del deseo
humano, esos orígenes dignos de encomio no tardaron en contaminarse. En tiempos
de Bruno, la Iglesia ya llevaba mucho tiempo sumida en un nivel de corrupción casi
inimaginable. Primero vino el engaño de los Evangelios, unos textos semificticios a
los cuales se hizo pasar por fidedignas descripciones de acontecimientos que en
realidad habían sido escritos más de dos siglos después de que los hechos hubieran
tenido lugar. Todo lo que se cuenta en los Evangelios de Mateos, Marcos, Lucas y
Juan es una mixtura de mito, leyenda, rumores y, en gran parte, mera ficción
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imaginativa.
Sin embargo, aquella precaria teología prosperó porque, después de todo, la
alternativa ofrecida por las arcanas religiones paganas y los residuos de las sectas
romanas era todavía más remota y desconectada de la realidad. El terrible panorama
del Antiguo Testamento que ofrecía el cristianismo al menos venía contrapesado por
la dulzura de la imagen de Cristo y la accesibilidad de su figura tal como había sido
esbozada por los narradores del Nuevo Testamento.
Pero lo realmente crucial es que la doctrina originada a partir de los escritos de
los padres fundadores de la Iglesia proporcionaba un modelo que sólo permitía llevar
una existencia muy sencilla. Eso bastaba para la inmensa mayoría de una población
analfabeta, pero resultaba inconcebible para una elite ávida de conocimientos. La
ortodoxia suministraba modelos y paradigmas, pero en última instancia dejaba
demasiadas preguntas sin respuesta. Esas preguntas nacían tanto de la curiosidad
intelectual como de las inevitables discrepancias acerca de cómo había que construir
una civilización moderna. El cristianismo dio forma a los fundamentos éticos de la
sociedad occidental, pero lo que podían ofrecer quienes producían el culto fue
resultando cada vez más inapropiado a medida que la sociedad alcanzaba un mayor
nivel de refinamiento.
Para aquel problema sólo podía haber una solución: los gobernantes tendrían que
llenar los huecos. En otras palabras, tendrían que inventarse la doctrina. Y así fue
cómo en el año 352, el emperador Constantino se encontró atrapado en un laberinto
de conflictos teológicos y cuestiones doctrinales que no se sabía cómo afectarían a
Occidente. La misma estructura sobre la que se sustentaba su poder se hallaba
seriamente amenazada porque ciertos súbditos poderosos, los obispos de la Iglesia, no
conseguían ponerse de acuerdo y eran muy capaces de destrozar un frágil mundo
político que por entonces se estaba enfrentando al declive de Roma.
En un esfuerzo por no perder el control de la estructura política y religiosa de su
época, Constantino convocó una gran reunión de padres de la Iglesia y políticos
regionales con el propósito de acordar una nueva perspectiva para el cristianismo y
establecer una doctrina rígidamente definida que enterrara para siempre las preguntas
más espinosas y diese respuesta a aquellas que no lo eran tanto. De esta manera, un
nuevo consenso pondría coto a la inestabilidad que se estaba extendiendo
rápidamente y atraería a los extraviados hacia una forma de culto común.
La reunión se celebró en Nicea, en lo que actualmente es Turquía, y fue conocida
como el Primer Concilio de Nicea. Fue allí, en 352, donde muchos de los que hoy en
día son considerados dogmas fundamentales de la Iglesia fueron diseñados y
plasmados para los hombres por otros hombres actuando en representación de un
Dios que no participó en el concilio. Y las cuestiones que fueron debatidas,
diseccionadas y resueltas en Nicea no eran matices superficiales o meros detalles de
procedimiento, sino que tenían que ver con el mismísimo corazón de la fe y la
religión cristianas. El orden del día también incluyó la necesidad de establecer una
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serie de reglas para el comportamiento del clero y la elucidación de un método para
calcular la fecha en que caería la Pascua cada año. Pero, de los muchos puntos
doctrinales que serían resueltos a lo largo de interminables sesiones, el más
importante fue uno que influiría enormemente en el curso del cristianismo y, por
tanto, sobre las vidas e ideas de muchos grandes pensadores desde el siglo IV hasta la
actualidad. Los miembros del concilio decidieron nada menos que la verdadera
naturaleza de Dios, el Creador del Universo.
En un intento de conseguir una visión de Dios comprensible, aquellos hombres
escribieron su propia teología, una que lo abarcaba todo y, al mismo tiempo, podía ser
visualizada fácilmente por el pueblo llano. Dicha doctrina, el concepto de la
Santísima Trinidad, fue desarrollada y votada en el concilio de Nicea. Para los
teólogos se trató de un piso necesario porque tenían que racionalizar el abanico de las
amenazas contra la fe que se habían derivado de las cuestiones del origen y la forma,
al mismo tiempo que producían una expresión coherente de las diversas nociones
acerca de Dios, todas las cuales jugaban un mismo papel en cualquier declaración
concerniente a la experiencia y la fe cristianas. Y así se decidió que el único Dios era
Padre, Hijo y Espíritu Santo. El Padre, o «soberano», trasciende todo límite finito y
es inmortal y omnipotente, en tanto que Jesucristo pasó a ser inmensamente más
importante que un mero profeta designado por Dios y fue elevado a la estatura de «el
Hijo de Dios» o «el Verbo hecho carne», divinidad encarnada. El tercer elemento, el
Espíritu Santo, representa la chispa divina presente en todos los creyentes y es otra
manera de expresar la fe o la santidad. De esta manera, para el católico la Eucaristía
se convierte en una auténtica transustanciación en la cual se consumen la misma
carne y sangre de Jesús.
Esta posición radical llegaría a ser conocida como doctrina de la homoousios (de
una sola sustancia), y fue generada enteramente a partir del argumento
seudointelectual de aquellos teólogos del siglo IV que buscaban desesperadamente
una definición de Dios. Pero para Constantino, que presidía el concilio, había otras
cosas en juego. Constantino tenía razones políticas de mucho peso que lo obligaban a
disponer de una definición manejable, dado que era precisamente la molesta cuestión
de la naturaleza de Dios lo que había originado la disputa entre sus obispos. En el
rincón azul de Nicea se había visto argumentar a Atanasio, a sus treinta y dos años
obispo de Alejandría y célebre autor de Acerca de la encarnación del mundo (h. 318),
en favor de la ortodoxia, mientras que en el rincón rojo se oyó a Arrio, un sacerdote
rebelde de Alejandría, de 77 años, creador de la secta del arrianismo alrededor de la
doctrina de la homoiousios (de sustancia parecida). Los arrianos rechazaban la noción
de que Cristo estuviese hecho de la misma sustancia que Dios y declaraban que la
encarnación de Jesús no era un aspecto de Dios, sino que meramente significaba que
el Hijo, si bien divino y similar a Dios («de sustancia parecida»), había sido creado
por Dios. Arrio decía de Jesucristo que «hubo un tiempo en el que él no existía[4]».
Constantino, siempre más político que pedagogo religioso en el sentido estricto
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del término, permitió que el concilio resolviera en favor de Atanasio, y a partir de ese
momento se consideró que el arrianismo contradecía las enseñanzas oficiales de la
Iglesia. Muchos hicieron caso omiso de aquella decisión y de hecho el arrianismo
prosperó durante los dos siglos siguientes, pero en el siglo VI los seguidores de Arrio
fueron marginados y perseguidos prácticamente hasta la extinción. El arrianismo pasó
a la clandestinidad, y no tardaría en ser visto por los católicos como la mayor herejía
doctrinal[5].
Pero aunque sus decisiones fueron resultado de las conveniencias políticas, el
concilio de Nicea logró alcanzar su objetivo y estableció un modus operandi para la
Iglesia al mismo tiempo que conseguía resolver el mayor problema teológico de la
época. A finales del siglo IV, el sistema operativo por el que se regía la fe se había
vuelto muy simple: había que incrementar el poder, la influencia y la riqueza a
expensas de las ideologías rivales, y aplastar cualquier competencia o rebelión apenas
se tuviese conocimiento de ella; y en caso de que los Evangelios no proporcionaran
ningún modelo para enfrentarse al cambio, entonces bastaría con aparcar la doctrina y
ser creativos.
A lo largo de la Edad Media, la Iglesia de Roma se fue volviendo cada vez más
política y mundana y fusionó lo espiritual con lo secular hasta tal punto que el Papa
terminó siendo tanto el monarca de un Estado soberano como un líder espiritual. Para
financiar las ambiciones papales, la Iglesia no dudó en manipular la teología; y
cuando las doctrinas que manufacturaba se demostraron inadecuadas, los cardenales
forzaron implacablemente la interpretación de las Escrituras.
La peor expresión de esto tal vez fue el creciente uso de las indulgencias a fin de
engrosar las arcas papales. A través de este sistema los pecadores podían pagarse la
absolución de sus pecados en un proceso que fue progresivamente pervertido por
papas sucesivos. De hecho, en tiempos de la Reforma ese astuto truco ya se había
convertido en una de las mayores fuentes de ingresos del Vaticano. Un fraile
dominico llamado Johann Tetzel llegó a convertirse en una especie de estrella pop de
su época, y recorría Europa vendiendo indulgencias a los incautos desde lo alto de un
estrado erigido en la plaza mayor de cada población que visitaba. Tetzel llegaba al
extremo de vender indulgencias antes de que los pecados hubieran sido cometidos.
Gracias a él, un asesino podía obtener la absolución antes de dar muerte a su víctima.
Y no todo el dinero obtenido a través de aquel comercio (una suma que ascendía a
muchos millones de soberanos) era utilizado para financiar las aspiraciones políticas
del Vaticano, ya que una parte de este «oro de los pecadores» volvía a llenar unas
arcas papales vaciadas por los banquetes orgiásticos, las especias exóticas, las
magníficas sedas y el pago a prostitutas especializadas. Los caprichos y vicios a que
se entregaban el Papa y sus cardenales favoritos en Roma eran pagados mediante las
indulgencias del campesinado, un lamentable espectáculo aparentemente aprobado
por Dios.
La incontenible escalada de aquella desvergonzada hipocresía hizo que Erasmo,
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un académico profundamente católico que lamentaba la pérdida de la pureza por
parte del papado, escribiera una serie de demoledores y eruditos ataques contra el
clero, en los cuales subrayaba la evidente disparidad entre la Verdad y la doctrina
oficial. Con su Encomium moriae [El elogio de la locura] escrito en 1509, Erasmo
hizo que Roma se tambaleara bajo el efecto de sus abiertos ataques contra el papa
Julio II. Pero lo realmente grave fue que El elogio de la locura se convirtió en un
libro tan popular que fue traducido rápidamente a más de una docena de idiomas.
Aquello representaba un terrible peligro para Roma, por la sencilla razón de que la
Santa Sede había logrado preservar su poder durante tanto tiempo gracias a que
mantenía a los fieles sumidos en una ignorancia casi absoluta. Todos los textos
religiosos, la Biblia y el libro de oraciones incluidos, sólo se encontraban disponibles
en latín, y todos los servicios y decretos se celebraban y promulgaban únicamente en
latín. Eso significaba que la inmensa mayoría de la población no tenía ni idea de lo
que recitaba en la iglesia o de en qué estaba depositando su fe exactamente. De
pronto, y gracias a la prosa de Erasmo, preguntas de muy difícil respuesta empezaron
a ser formuladas en la lengua vernácula y con ellas comenzó a madurar una nueva
sospecha dirigida contra todos los niveles del clero, tal como los cardenales habían
temido que ocurriría. Alentados por intelectuales como Erasmo y por clérigos
menores que conocían la Iglesia desde dentro (hombres como Lutero y Calvino), no
es de extrañar que los fieles empezaran a hacerse preguntas y esperaran un poco de
claridad.
No obstante, y por muy radical que fuese, Erasmo se mantuvo fiel a la esencia del
catolicismo (al igual que haría Bruno), pero el alemán Martín Lutero pensó y actuó de
manera muy distinta. Y cuando finalmente atacó, pilló a la Iglesia tan desprevenida
que faltó poco para que se desplomara. Las autoridades eclesiásticas se habían
confiado demasiado y se sentían arrogantemente seguras de sí mismas. Creían que
bastaba con detectar a los intelectuales que les creaban problemas para poder aplastar
efectivamente cualquier intento de rebelión. Habían lanzado sus rayos contra Erasmo
para fulminarlo (si bien con escaso éxito), y años atrás habían sabido plantar cara a El
elogio de la locura. Por eso, cuando el 31 de octubre de 1517 Lutero clavó sus
noventa y cinco tesis en la puerta de la iglesia del Castillo de Wittenberg, el sucesor
de Julio apenas se dio por enterado.
En 1517, Julio llevaba cuatro años enterrado y León X, el segundo hijo de
Lorenzo de Médicis, ocupaba el trono pontificio. Más preocupado por sus propios
placeres y por asegurar la prosperidad de la familia Médicis, él también hizo caso
omiso de las crecientes tensiones. Dicha complacencia sobrevivió incluso al saqueo
de Roma por las tropas teutónicas en 1527, y no fue hasta que Pablo II asumió el
papado en 1534 cuando la Iglesia por fin empezó a tomar conciencia del peligro al
que se enfrentaba, y reaccionó.
Para contrarrestar la reforma de Lutero que se estaba propagando por todo el
norte de Europa y la postura cada vez más ferozmente antipapal del monarca inglés
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Enrique VIII, la Iglesia tomó medidas dramáticas. En un intento de reeducar a las
masas de una manera acorde con el estilo elegido por el papado, Ignacio de Loyola
formó en 1534 la Sociedad de Jesús, o jesuitas. Unos años después se convocó el
Concilio de Trento, el cual se reuniría a intervalos irregulares para formular nuevas
políticas papales dirigidas a rechazar los ataques ideológicos. Fue esta congregación
de las jerarquías superiores de la Iglesia la que llevaría a juicio a Galileo casi un siglo
más tarde y, con sus actividades, arrastraría a Europa a la peor conflagración religiosa
de toda su historia, la guerra de los Treinta Años iniciada en 1618.
Pero la decisión política más controvertida de cuantas adoptaron los dirigentes
eclesiásticos para detener la creciente marea del protestantismo, la herejía y el
progreso científico tal vez fue la creación de la Inquisición romana, la cual fue
establecida por el papa Pablo III en 1542. Tomando como modelo a la Inquisición
papal que llevaba desempeñando su sangrienta función desde el siglo XVI, en el futuro
la Inquisición romana tendría como único objetivo localizar y erradicar toda
oposición mínimamente seria a la Iglesia católica, cualquiera que fuese la forma en
que se presentara. Oficialmente la Inquisición tenía el deber de investigar y reeducar,
reconduciendo así a las almas perdidas al seno de la Madre Iglesia; pero en realidad
no era más que un arma de venganza, un mecanismo para el exterminio, una
Schuztaffel medieval a disposición de los nazis de la Roma del siglo XVI. Dicha
organización exterminó a más de un millón de hombres, mujeres y niños (uno de cada
doscientos habitantes de la Tierra en aquellas fechas). Un representante típico de
aquel organismo fue el inquisidor Conrad Tors, quien declaró en una ocasión:
«Quemaría a cien inocentes si hubiera un solo culpable entre ellos».
La Inquisición original, la llamada Inquisición papal establecida por Gregorio IX
en 1231, pretendía aniquilar a los albigenses (o cátaros), una secta que creía en la
naturaleza dualista de la existencia y aborrecía toda clase de vida física, negando los
conceptos de Infierno y Purgatorio y rechazando muchos dogmas básicos del
cristianismo. Gregorio había justificado los métodos de la Inquisición (que incluían el
encarcelamiento y los malos tratos físicos) invocando la interpretación agustiniana de
Lucas 14, 23, la cual sugería que era lícito emplear la violencia contra aquellos de los
que se supiera practicaban la herejía.
La Inquisición había florecido en España, mientras que había terminado bastante
desprestigiada en la Italia de principios del Renacimiento; pero cuando la Reforma
empezó a hacerse notar, Pablo III decidió resucitar la antigua institución. Le confirió
nuevos y progresivamente más draconianos poderes, y volvió a recurrir a una
interpretación muy liberal de las Escrituras para justificar una serie de castigos,
incluida la confiscación de todas las tierras y posesiones, la prisión de por vida en
condiciones de confinamiento solitario, y prácticamente cualquier clase de crueldad
mental y física imaginable.
Los inquisidores empezaron a recorrer los reinos de Europa para reunir
información sobre los sospechosos de herejía. El miedo les precedía y empleaban
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sutiles técnicas psicológicas para incrementarlo. Unos días antes de su llegada, se
colocaban carteles anunciando la visita. El inquisidor entraba en la población al frente
de una solemne procesión de monjes encapuchados. Los espías ya habían identificado
a todos los que tenían inclinaciones heréticas, y que eran detenidos para ser
conducidos ante el inquisidor. Con ese ejemplo sirviendo de advertencia, acto seguido
la población local era invitada a confesar sus pecados antes de ser denunciados por
una fuente secreta, y se los animaba a delatar a cualquiera que sospechasen practicaba
la herejía. Si un transgresor conseguía proporcionar una docena de sospechosos, sus
pecados serían excusados y se salvaría de la hoguera.
Según los manuales que se han conservado y que fueron escritos por uno de los
inquisidores generales más aborrecibles, Bernard Gui, la Inquisición disponía de dos
clases de citación, la inquisitio generalis y la inquisitio specialis[6]. La primera se
empleaba en los pueblos y las ciudades y abarcaba a un gran número de herejes, en
ocasiones a poblaciones enteras; mientras que la inquisitio specialis iba dirigida
contra aquellos individuos que despertaban el celo del Santo Oficio. Ambas fueron
utilizadas de manera implacable.
Para presentar un cargo de herejía bastaba con el testimonio de dos testigos. El
sospechoso permanecería encarcelado durante todo el tiempo en que se lo
interrogase, y la Inquisición nunca tenía prisa. Muchas víctimas inocentes de rencores
y venganzas personales fueron encarceladas y terminaron muriendo en la cárcel
mientras esperaban a que los inquisidores estudiaran sus confesiones. Otras fueron
torturadas hasta la muerte a pesar de que habían confesado crímenes de los que eran
inocentes y acerca de los cuales no sabían absolutamente nada. Los informantes
nunca eran identificados y sus declaraciones concernientes al sospechoso nunca eran
reveladas, con lo que el acusado carecía de toda información tangible contra la cual
pudiera defenderse. Los sospechosos no podían disponer de abogados y, lo más
insidioso, los procedimientos inquisitoriales eran llevados a cabo en el más absoluto
secreto: a menudo sus víctimas simplemente desaparecían.
Naturalmente, semejante despotismo surtió un tremendo efecto sobre la estructura
política y social del mundo occidental. Un ejemplo particularmente revelador de ello
nos lo proporcionan los ciento cincuenta años transcurridos entre 1500 y 1650,
durante los que se estima que treinta mil mujeres (así como varios centenares de
hombres y niños) fueron víctimas de la Inquisición. Su crimen en realidad no era tal,
sino mera mala suerte. Muchas mujeres fueron acusadas de practicar la brujería; una
terrible ironía, ciertamente, ya que la postura oficial de la Iglesia rechazaba cualquier
noción de lo oculto, si bien permitía matar a cualquier sospechoso de brujería[7].
Pero su obsesión por la brujería terminó causando un daño inconmensurable a la
Iglesia católica, porque mientras la Inquisición estaba muy ocupada persiguiendo y
quemando a mujeres inocentes por toda Europa, Martín Lutero minaba alegremente
las raíces de la Iglesia sin que nadie le prestara atención.
No obstante, y a pesar de su intensidad y del enorme éxito que alcanzó, en
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realidad la rebelión de Lutero hizo muy poco por los herejes. Las sectas protestantes
que habían apartado de Roma a tantos fieles no eran mucho mejores que los católicos.
Al igual que sus primos papistas, los luteranos y los calvinistas también tenían sus
propios intereses que defender y, cegados por sus convicciones, terminaron
entregándose a auténticas orgías de violencia y persecuciones. Una de sus víctimas
más famosas fue Miguel Servet, un médico de notable talento que mantenía opiniones
religiosas peligrosamente radicales y quería darlas a conocer. En 1531 expresó dichas
ideas en De Trinitatis Erroribus Libri VII [Acerca de los errores de la Trinidad], un
tratado en el que pedía sin rodeos que se abandonara el tan preciado concepto de la
Santísima Trinidad. Arrestado por la Inquisición vienesa en 1553, Servet huyó a
Ginebra, el epicentro del calvinismo, donde creía que podría encontrar refugio.
Un terrible error, Calvino, que no ostentaba ningún cargo público en Ginebra pero
era considerado el líder espiritual de la ciudad, había oído hablar de Servet. Estaba al
corriente de su erudición y sus logros en el campo de la medicina, y una década antes
el mismo Servet le había enviado una primera versión del De Trinitatis Erroribus
Libri VII. Pero a Calvino las opiniones religiosas de Servet le gustaban tan poco
como a los católicos de Viena. En vez de ofrecerle refugio, lo hizo arrestar, lo juzgó
por herejía y lo sentenció a muerte. Al parecer, Servet fue asado lentamente en un
espetón, de tal manera que tardó dos horas en morir[8].
Pero semejante crueldad no era más que un aspecto de la manera en que la Iglesia
actuaba como fuerza destructiva. No sólo mataba a individuos: en vida de Bruno, la
inflexibilidad y la paranoia papales empujaron a naciones enteras a enfrentamientos
violentos, la rebelión y, en última instancia, la guerra. Después de que los protestantes
se hubieran hecho con el poder en Alemania, la rebelión de las minorías protestantes
que estaban siendo sometidas a persecución en los estados católicos europeos no
tardó en convertirse en una guerra declarada.
Iniciadas en Francia en 1562, cuando Bruno tenía catorce años, una serie de
guerras civiles conocidas como las guerras de Religión desembocó en un conflicto
europeo que se prolongó durante treinta y cinco años e involucró a protestantes
alemanes y católicos de Italia y España. En París y otras grandes ciudades, los
calvinistas franceses, los hugonotes, se consideraron perseguidos por la mayoría
católica y se organizaron hasta formar un poderoso grupo político. La creciente
fricción entre hugonotes y católicos fue la chispa que inflamó la frágil monarquía
francesa. Primero Carlos IX (reinó de 1560 a 1574) y luego su sucesor Enrique III
(asesinado por un fanático religioso en 1589) tuvieron que enfrentarse a una sucesión
de violentos levantamientos hugonotes apoyados por ejércitos protestantes llegados
de otras naciones. Dicho conflicto alcanzó su sangriento clímax con la matanza del
día de San Bartolomé el 24 de agosto de 1572 cuando, en el curso de tres días, se dio
muerte a unos setenta mil protestantes. Después de esto, un grupo de católicos
moderados, los politiques, empezó a dejar sentir su influencia a través de la poderosa
familia Montmorency. Pero dicho partido no tardaría en verse desplazado por una
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familia noble rabiosamente antiprotestante, la casa de Guisa, la cual creó el grupo de
la Liga Santa, violentamente opuesto a cualquier forma de acuerdo pacífico con los
hugonotes y decidido a proseguir con las matanzas.
En 1589, cuando Bruno estaba viviendo en Alemania, un Guisa organizó el
asesinato del monarca francés Enrique III (antiguo mecenas y amigo de Bruno).
Durante un tiempo la situación empeoró todavía más, hasta que finalmente en 1598,
mientras Bruno yacía aislado del mundo encadenado al suelo de una prisión de la
Inquisición, se logró restaurar cierta apariencia de orden. Enrique IV, el resuelto y
valeroso sucesor de Enrique III, promulgó el edicto de Nantes en el que se declaraba
la libertad de conciencia y la igualdad de derechos legales y educativos para los
protestantes franceses, permitiéndoles ocupar cargos gubernamentales.
Pero los conflictos religiosos son recrudescentes. A través del mundo, una fe
corrompida continúa produciendo dolor y calamidades, de tal manera que es
imposible cuadrar el balance. Por una parte, la devoción religiosa nos ha dado obras
magníficas que enaltecen y alimentan nuestro espíritu. Nos hemos visto enriquecidos
con cuadros de Tiziano y Giotto, manuscritos de Dante y Milton, esculturas de
Miguel Ángel y misas de Mozart y Palestrina. Por la otra, produjo las cazas de brujas,
los horrores de la Inquisición, las guerras de religión, las bombas en Irlanda del Norte
y los niños que mueren en Palestina. Los apóstoles pronunciaron palabras que
prometían el éxtasis religioso, pero generaciones posteriores las pervirtieron y
generaron un fervor que todavía reprime, asfixia e inmola.
Las guerras religiosas sirvieron como terrible telón de fondo a la vida adulta de
Bruno y añadieron todavía más conmociones a las privaciones y penalidades
habituales de la plebe del siglo XVI. Dondequiera que viajaba Bruno, la intolerancia
doctrinal y las matanzas endémicas llevadas a cabo en el nombre de Dios volvían a
confirmarle que sólo una revolución intelectual y espiritual podría llegar a disociar
alguna vez la religión del asesinato, el horror y el dolor sin límites. Al mantener
aquellas opiniones, Bruno estaba condenado a convertirse en un enemigo de la
Iglesia, en un hombre peligroso. Por encima del significado de sus teorías radicales,
constituía una amenaza porque representaba la libertad de pensamiento, de expresión
y de imaginación, un liberalismo detestado y temido por Roma.
Y, observando los movimientos de Bruno desde lejos y siguiendo el curso de su
carrera, los inquisidores engrasaban sus potros de tortura y avivaban sus fuegos
mientras esperaban a que su presa hiciera un falso movimiento, aguardando el día en
que caería en sus manos y entraría en una tierra de sombras de la cual no podría
escapar. Bruno no los decepcionaría.
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CAPÍTULO TRES
Venecia
Tal como la encontró Bruno en 1591, Venecia era una ciudad que acababa de
despertar de una serie de conmociones políticas y naturales. Catorce años antes, la
plaga había matado a casi una tercera parte de la población, incluido uno de sus hijos
más famosos, el pintor Tiziano. Los venecianos habían visto sucederse cuatro dogos
en sólo una década y media; y el Estado hacía equilibrios sobre la cuerda floja
actuando como intermediario entre España, Francia y Roma, las grandes potencias de
Europa.
Gracias a disfrutar de una ubicación excepcional que le había permitido absorber
la influencia cultural de Oriente, Venecia contaba con una larga tradición erudita y se
había convertido en una encrucijada obligada para el viajero aventurero. Marco Polo
partió de allí en 1271, y lo que él y otros viajeros se llevaron consigo como emblemas
de la cultura occidental fue compensado con creces por el conocimiento y la
influencia que afluyeron de Oriente a Occidente y pasaron a través de San Marco y el
Lido. Durante los mil años que Venecia llevaba manteniendo una posición de
prominencia global, aquella circulación de los conocimientos fue alterando el mismo
aspecto de la ciudad y creó un telón de fondo de cosmopolitismo y liberalismo. Un
caso único en la Europa del siglo XVI, Venecia se hallaba gobernada por un Collegio
de veintiséis miembros seleccionados mediante una forma rudimentaria de
democracia. Los senadores procedían exclusivamente de las familias más ricas
(necesariamente las más antiguas o nobles), pero el sistema contenía refinadas
salvaguardas contra la obvia corrupción que amenazaba a estados menos ilustrados.
El Consejo de los Diez, formado exclusivamente por nobles, desempeñaba las
funciones de una especie de «segunda casa» con respecto al Colegio.
En el siglo XVI, Venecia ya llevaba varios siglos manteniendo una intensa
actividad comercial y se había establecido como una potencia militar mundial cuya
política se caracterizaba desde hacía seiscientos años por las continuas disputas con
los turcos, el Imperio otomano. Venecia era un estado cristiano y había contribuido a
todas las cruzadas, pero obraba tan motivado por Dios como por el dinero y en sus
enfrentamientos con el Imperio otomano, así como con sus vecinos europeos, siempre
había tratado de expandir sus territorios. Los éxitos y la riqueza habían añadido
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esplendor y belleza a una ya magnífica ciudad-estado. Entre 1588 y 1591, el año en
que Bruno llegó a Venecia, los muy apropiadamente llamados hermanos Ponte habían
construido el Puente del Rialto; y durante la segunda mitad del siglo XVI, el Palacio
Ducal fue notablemente agrandado mediante la adición de nuevas prisiones, estancias
y departamentos gubernamentales.
En sus relaciones con Roma, que eran el terreno donde los intereses comerciales
de Venecia solían chocar con la fe de sus habitantes, los gobernantes de la ciudad se
veían obligados a moverse por la cuerda floja. Sucesivos papas se habían enfrentado
con sucesivos dogos, y los esfuerzos por llegar a un compromiso solían ser
agotadores y terminaban siendo pagados muy caros por todas las partes implicadas.
El edicto de Nantes había supuesto una dura prueba para la estabilidad de Europa,
apaciguando a los protestantes y a algunos católicos en Francia, pero poniendo muy
nervioso al papa Clemente VIII. Dentro de aquella atmósfera de incertidumbre,
Venecia y Roma se disputaban varios territorios, pero aquellos enfrentamientos no
eran tan significativos como los violentos choques motivados por cuestiones de
doctrina e independencia ideológica.
El Papa recelaba de Venecia por considerarla un criadero de ocultistas,
calvinistas, luteranos y demás herejes. Los diplomáticos intentaban poner paz entre
bastidores y cada estado hacía concesiones al otro para evitar un conflicto declarado,
ya que ambos consideraban más beneficioso llegar a un compromiso siempre que
fuera posible. A veces era Venecia la que salía airosa en una disputa, y en otras era
Roma la vencedora. Clemente había dejado muy claro que la Santa Sede era el guía
espiritual de Venecia, pero el gobierno veneciano consiguió garantizarse el derecho a
permitir que los libreros vendieran libros incluidos en el Índice de Libros Prohibidos.
El Papa insistió en que Venecia financiara la construcción de más iglesias, y a cambio
los venecianos obtuvieron el derecho a que la literatura calvinista se publicase y
distribuyese libremente dentro de la ciudad. Dicho compromiso permitió que los
venecianos se ganaran la vida y desempeñaran un importante papel en el mundo
venidero, al mismo tiempo que dejaba en buen lugar al Papa y lo tranquilizaba en lo
concerniente a sus súbditos venecianos.
Como consecuencia de todo ello, Venecia era el estado más liberal del sur de
Europa y acogía con los brazos abiertos a los filósofos no ortodoxos. Los venecianos
también llevaban mucho tiempo desconfiando de la Inquisición. Cuando habían
transcurrido casi cincuenta años desde que el papa Gregorio IX la fundara en 1231,
sucesivos gobiernos venecianos seguían negándose a permitir que la Inquisición
pusiera los pies en la ciudad. Dicha decisión sólo fue derogada cuando, en 1288, el
papa Nicolás IV amenazó al dogo Giovanni Dandolo con la excomunión a menos que
se inclinara ante los deseos del Vaticano. Incluso entonces, la Inquisición veneciana
no mostró ningún interés en imitar el rabioso entusiasmo de sus colegas romanos. En
una fecha tan tardía como 1521, en pleno auge de la Reforma, Venecia seguía
desafiando calladamente las órdenes papales. La ciudad estableció sus propias reglas
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inquisitoriales, las cuales establecían que todos los juicios debían ser presididos por
dos obispos y prohibían la tortura en todas sus variedades. Entre 1552 y 1594 sólo se
celebraron ciento cincuenta juicios en que ciudadanos venecianos fueran acusados de
haber recurrido a los encantamientos mágicos, la hechicería o la brujería, y sólo seis
de éstos llevaron a la presentación de acusaciones formales; y durante el ignominioso
siglo y medio de las cazas de brujas ni una sola persona fue ejecutada o severamente
torturada en Venecia.
Semejante independencia de espíritu había enturbiado las relaciones entre Venecia
y Roma. Después de que el rey Enrique III de Francia fuera asesinado, Venecia
proporcionó asilo político a su legítimo sucesor Enrique de Navarra, el cual
simpatizaba con los protestantes. Aquello irritó a la fanática casa de Guisa, suscitó las
iras de Felipe de España y enfureció hasta tal punto al papa Sixto V que éste llegó a
pensar en excomulgar a toda Venecia. Sixto se calmó un poco después de que sus
cardenales de mayor confianza le hicieran ver que en el pasado la amenaza de la
excomunión contra Venecia sólo había servido para atizar la revuelta. La ciudad había
sido blanco de la máxima arma papal en tres ocasiones a lo largo de su historia —por
Martín IV en 1284, Clemente V en 1309 y Sixto IV en 1483—, y en cada una de ellas
el Vaticano se había visto obligado a volverse atrás y aceptar nuevamente a Venecia
en el seno de la fe. Los venecianos siempre estarían tan influenciados por los
sentimientos religiosos como por los intereses mundanos. Y el destino de Bruno
giraría alrededor de este delicado equilibrio, que sería lo que determinaría la
conclusión de la historia que estamos contando.
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Mocenigo vivía en el magnífico Campo de San Samuele, junto al Gran Canal y
directamente enfrente del palazzo donde murió Browning en 1889. Era senador y
había nacido en el seno de una aristocrática familia veneciana. Tenido por
inmensamente rico, al parecer también tenía un temperamento caprichoso y
cambiante, y tendía a dejarse fascinar por intereses pasajeros que llegaban a
convertirse en auténticas obsesiones antes de que Mocenigo decidiera abandonarlos
de repente. Todas las fuentes de que disponemos lo describen como un hombre que
no caía demasiado bien a nadie y en quien no se podía confiar.
Al principio, Bruno ni siquiera se dignó a contestar las cartas de Mocenigo.
Parece lógico pensar que dada la historia personal del Nolano, sólo un loco se habría
tomado en serio la idea de volver a Italia y exponerse a un arresto y procesamiento
seguros; y cuando Bruno decidió abandonar Fráncfort para regresar a Italia, lo cierto
es que no explicó sus razones a nadie.
Pero el senador Mocenigo estaba deseoso de tener a Bruno en Venecia, y Bruno,
por su parte, había ganado muy poco dinero a lo largo de su vida enseñando y
escribiendo. La oportunidad de poder enseñar en Venecia y en la cercana Padua, cuya
universidad tenía la reputación de atraer a estudiantes ricos, muy bien pudo añadir un
atractivo extra a la idea. No obstante, Bruno nunca se había mostrado muy interesado
en el dinero y no había hecho nada para enriquecerse, a pesar de que ya se le habían
presentado varias ocasiones de hacerlo antes de que Mocenigo entrara en escena.
Una vez en Venecia, varios factores conspiraron para mantenerlo allí. El más
importante fue la súbita muerte del papa Inocencio IX unas semanas después de que
Bruno llegase a Venecia[9]. El 2 de febrero de 1592, Ippolito Aldobrandini se
convirtió en el papa Clemente VIII. Como cardenal, Aldobrandini se había ganado una
reputación de hombre compasivo y tolerante, y Bruno creía que podría conseguir la
absolución de la Inquisición, permitiéndole permanecer en Italia.
Aun así, el regreso de Bruno horrorizó a sus conocidos que vivían fuera de Italia,
que reaccionaron con gran temor y consternación a la noticia de que había aceptado
la oferta de Mocenigo.
«Se dice que Giordano Bruno el Nolano, al que conociste en Wittemberg, está
viviendo entre vosotros en Padua —escribió a un amigo de Padua un conocido de
Bruno que vivía en Brandeburgo. ¿Es posible tal cosa? ¿Qué clase de hombre es éste,
un exiliado, como él solía admitir, que se atreve a volver a poner los pies en Italia?
Me maravillo, me maravillo y no puedo creerlo, aunque lo he sabido de buena fuente.
Dime, ¿es cierta o falsa esta noticia?»[10].
Su consternación no es difícil de entender. Bruno estaba corriendo un gran riesgo,
y debemos suponer que su tremenda confianza en sí mismo y el exagerado concepto
de su valía que se había formado le proporcionaron la presencia de ánimo necesario.
Quizás era incapaz de ver los muy reales peligros que lo acechaban y creía que iba a
encontrar aceptación y clemencia en vez de traición, dolor y el más abyecto horror.
Y lo cierto es que en Venecia había muchas cosas que atraían a Bruno. Una
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generación antes, uno de los hombres más famosos de su época, Giulio Camillo,
había construido en el corazón de la ciudad lo que denominó el Teatro de la Memoria.
Camillo, un intelectual y antiguo profesor de filosofía en la Universidad de Bolonia,
pensaba de una manera muy parecida a la de Bruno. De hecho, nada más llegar a
Venecia el Nolano empezó a buscar a los custodios de la llama oculta que Camillo
había llevado consigo.
Bruno llevaba mucho tiempo sintiéndose fascinado por lo oculto.
Durante el año anterior a su regreso a Italia había vivido en un castillo cercano a
Zúrich que pertenecía al famoso alquimista Johan Heinrich Hainzell, quien lo había
dotado de un laboratorio y estaba invirtiendo una gran parte de sus riquezas en la
búsqueda de la piedra filosofal. En el curso de sus juicios Bruno negó haber
mantenido cualquier clase de relación con las artes místicas, pero la evidencia de su
familiaridad con la magia puede encontrarse tanto en sus libros como en los tratos
que mantuvo con estudiosos de lo hermético como el célebre mago inglés John Dee.
También había mantenido una estrecha relación personal con el rey Enrique III, quien
estaba obsesionado con la tradición mágica y fue durante muchos años mecenas de
una figura tan destacada como Nostradamus.
El grupo intelectual más importante que había en Venecia por aquel entonces era
la Accademia degli Uranici, fundada por Fabio Paolini en 1587. Paolini había
publicado varias obras de considerable importancia, entre las que sobresale un tratado
sobre la memoria, Hebdomades, publicado en Venecia en 1589. Dicho tratado no sólo
era una importante obra intelectual sino que incluso había llegado a convertirse en
una especie de bestseller en los círculos ocultistas, y eran muchos los que lo tenían
por el epítome del ocultismo veneciano. Dicho libro había sido una gran fuente de
inspiración para Bruno en sus propias investigaciones sobre el tema.
Poco después de su llegada a Venecia, Bruno fue invitado a asistir a las sesiones
de la Accademia degli Uranici. Allí se reunían no sólo los ocultistas famosos de paso
por la ciudad y los académicos atraídos hasta allí desde la cercana Padua, sino
también muchos pensadores liberales, filósofos y hombres de distintos credos
interesados en la combinación de lo oculto con la filosofía natural. Uno de los más
famosos hijos de Venecia, Paoli Sarpi, amigo de Galileo y reverenciado
protocientífico, político y sacerdote servita, era un destacado miembro del grupo y
conocía bien a Bruno.
A veces el círculo se reunía como cónclave secreto en las casas de sus miembros
para hablar de filosofía, intercambiar ideas y debatir e interpretar las obras de los
pensadores radicales. El rico intelectual Andrea Morosini, una de las personalidades
más brillantes de la Academia, también era un generoso anfitrión de dichas reuniones
clandestinas y Bruno —considerado una especie de invitado de lujo por los cabalistas
y filósofos venecianos— siempre era bienvenido en ellas.
Otros miembros importantes incluían a muchos de los libreros más frecuentados
de Venecia, quienes proporcionaban la principal fuente de materiales ocultos y
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filosóficos procedentes de toda Europa. De éstos, el más conocido era un joven de
Siena llamado Giovanni Battista (al cual solían llamar Ciotto) cuya librería Minerva
se encontraba en la principal vía comercial de Venecia, la Merceria. Había conocido a
Bruno en Fráncfort, y casi con toda certeza fue él quien lo puso en contacto con el
círculo veneciano de lo oculto. Antes de la llegada del Nolano, Ciotto había estado
difundiendo el pensamiento bruniano y vendiendo ejemplares de sus libros impresos
en París y Londres durante los años ochenta.
Lo que se discutía a puerta cerrada en aquellas reuniones quizá nunca llegue a
saberse. Pero sus nuevos amigos no se esfumaron entre las sombras cuando la red
empezó a estrecharse alrededor de Bruno. Aquellos hombres estaban acostumbrados
a las conspiraciones y los peligros inherentes a sus intereses, pero, consecuentemente,
su actitud con respecto a la autoridad era todo lo hostil que se podía esperar de unos
pensadores tan rebeldes. Ellos también andaban por la cuerda floja y cuando se los
hiciera comparecer ante la Inquisición para que declararan acerca de Bruno, ellos, al
igual que sus enemigos del Vaticano, cerrarían filas y protegerían a los suyos: nada
fue revelado, y ni una sola de las «filosofías» secretas de Bruno fue reconocida.
Cuando Mocenigo invitó por primera vez a Bruno a Venecia le ofreció
alojamiento en su lujoso palazzo, pero, no queriendo quedar enteramente en manos
del veneciano, Bruno optó por buscarse una morada propia. No disponía de mucho
dinero y no quería verse obligado a aceptar la caridad de Mocenigo, por lo que, poco
después de su llegada, empezó a buscar ocasiones de enseñar. A través de sus
contactos en la Accademia degli Uranici, no tardó en ser invitado a enseñar en la
cercana Universidad de Padua.
Fundada en 1222, en la segunda mitad del siglo XVI esta universidad ya había
adquirido la reputación de atraer a ricos estudiantes que iban allí impulsados tanto por
su prestigio como por su proximidad a los palacios del placer venecianos. Padua era
el Oxbridge italiano de su época, y muchas de las grandes figuras intelectuales del
momento habían cruzado sus umbrales en calidad de estudiantes o maestros. El
secretario principal de la reina Isabel I, Francis Walsingham, había estudiado allí; y a
comienzos de 1592 Galileo aceptó el puesto de profesor de matemáticas.
El trayecto es corto. Hoy en día lo habitual es coger el tren en Venecia y llegar al
corazón de Padua en menos de una hora, pero las embarcaciones ofrecen una ruta
más lenta y tranquila. En tiempos de Bruno, el mar era la única conexión rápida entre
las dos ciudades; y durante los últimos meses de 1591 Bruno utilizó el servicio de
embarcaciones públicas que zarpaban dos veces al día, e hizo varios viajes a la
semana hasta que encontró alojamiento en Padua cerca de la universidad.
Los cursos oficiales en Padua eran muy parecidos a los que se impartían en la
mayoría de las universidades europeas. Allí, la retórica aristotélica seguía
prevaleciendo en la instrucción y representaba el núcleo del programa académico. No
obstante, y de manera insólita para la época, los maestros que profesaban opiniones
poco ortodoxas tenían derecho a exponerlas en cursos privados impartidos en sus
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alojamientos.
Habiendo enseñado en un mínimo de media docena de centros académicos de
Europa, Bruno era un orador y maestro experimentado y seguro de sí mismo. De
hecho, su elocuencia era uno de sus talentos más destacados, y Bruno atraía a muchos
estudiantes de pago mediante su peculiar mixtura de invectiva antiaristotélica
combinada con su propia interpretación de la astronomía copernicana, a la que
condimentaba con material polémico procedente de la tradición hermética. En pocas
semanas, sus disertaciones llegaron a ser tan lucrativas y reunieron a tantos oyentes
que Bruno decidió abandonar Venecia una temporada y establecerse en Padua, con la
intención de pasar allí la Navidad y quedarse hasta comienzos de la primavera del
año siguiente, 1592.
Es probable que durante todo el tiempo que Bruno pasó en Padua siguiera en
contacto con las personas que había conocido en Venecia, y es seguro que iba y venía
regularmente de una ciudad a otra, manteniéndose al corriente de los progresos de la
venta de sus libros en Venecia y visitando al hombre que lo había invitado a volver a
Italia. Al parecer, durante el invierno Giovanni Mocenigo había empezado a ganarse
la confianza del Nolano, y en marzo de 1592 éste decidió volver a Venecia y aceptar
finalmente su invitación de residir en su palazzo y tomarlo como discípulo.
¿Y qué sabemos de aquel hombre, Mocenigo? No disponemos de ningún
testimonio personal concerniente a su relación con Bruno porque las reglas de la
Inquisición le prohibían dejar constancia en sus memorias o en sus diarios privados
de cuanto hiciera referencia al papel que desempeñó en el subsiguiente arresto y
juicio de Bruno. Sólo contamos con las declaraciones que efectuó ante la Inquisición,
las cuales fueron utilizadas en las audiencias venecianas. Pero éstas, como veremos,
al menos arrojan cierta luz sobre las motivaciones y el carácter de Mocenigo. No cabe
duda de que era una persona tortuosa y manipuladora, pero también resulta claro que
nunca fue mucho más que un peón en manos de poderes superiores.
Fingiéndose interesado en lo oculto, aduló a Bruno exhibiendo un ávido interés en
sus ideas y su obra[11]. «Mocenigo —contó más tarde Bruno a sus inquisidores— me
aseguraba que sería muy generoso conmigo, y que me sentiría muy satisfecho de él».
Con todo, incluso un Bruno adulado y muy bien pagado debió de albergar ciertas
sospechas y temores. Pero si lo hizo, no las sacó a relucir y tampoco parece haber
prestado oídos a las advertencias de sus amigos. Éstos sabían que antes de que
estableciera su primera comunicación con Bruno en Fráncfort, Giovanni Mocenigo
había mostrado escaso interés en lo oculto, el arte de la memoria o cualquier otra
disciplina esotérica. Un interés tan repentino a buen seguro tuvo que resultar
sospechoso.
Ambos hombres siguieron tanteándose el uno al otro durante un par de meses.
Bruno enseñó a Mocenigo las bases de la mnemónica y analizó los elementos de la
filosofía natural que había enseñado en otros lugares, pero Mocenigo siempre quería
más. «Mocenigo no sólo deseaba que le enseñara todo cuanto sé, sino que también
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deseaba aprender aquello que soy incapaz de enseñar a nadie —declaró Bruno ante la
Inquisición—. Me ha amenazado constantemente, tanto en lo referente a la vida como
en lo tocante al honor, si no le daba mi conocimiento[12]».
Mocenigo, al parecer, estaba jugando una peligrosa partida a muchas bandas.
Sabemos que llevaba varios años trabajando para la Inquisición veneciana y es casi
seguro que se encontraba estrechamente relacionado con la Inquisición de Roma,
incluidos algunos altos funcionarios del Vaticano que habían seguido la carrera de
Bruno con mucho interés. En su declaración ante los inquisidores, Mocenigo aseguró
haber tendido deliberadamente una trampa a Bruno y haber obrado desde el primer
momento impulsado por la devoción. Pero de ser así, con un solo paso en falso habría
podido perder para siempre a Bruno y causar una seria desilusión a sus amos de
Roma. Es muy posible que aquellos hombres hubieran depositado en Mocenigo todas
sus esperanzas de capturar a Bruno, y cualquiera que viviese en la Italia del siglo XVI
habría sabido que los cardenales del Vaticano y los inquisidores de Roma eran
enemigos de lo más innoble.
Mientras tanto, Bruno seguía sin hacer caso de las advertencias de sus amigos. El
librero Ciotto parecía saber qué estaba ocurriendo realmente en el palazzo de
Mocenigo, en el Campo de San Samuele. Durante el juicio de Bruno, Ciotto contó a
los jueces que el senador se había mostrado muy claro acerca de sus auténticos
motivos y, entre otras confidencias, le había dicho: «Quiero ver qué puedo sonsacarle
[a Bruno] de las enseñanzas que me ha prometido, para no perder del todo lo que le
he pagado, y luego lo entregaré a la censura del Santo Oficio[13]».
El viernes 22 de mayo, por fin llegó el momento decisivo: Bruno había decidido
que ya era hora de abandonar la casa de Mocenigo y la propia Venecia. Mantuvo sus
planes en el más estricto secreto y sólo su amanuense, un estudiante alemán llamado
Herman Besler, estaba al corriente. Hicieron su equipaje, dispuestos a ir primero a
Padua y luego a Fráncfort. «Decidí volver a Fráncfort y asegurarme de que mis obras
eran impresas», contaría a la Inquisición unos días más tarde. Pero esa tarde,
Mocenigo volvió a casa inusualmente temprano y se encontró al Nolano en su
habitación con su sirviente doblando ropa para guardarla en un baúl. Besler fue
despedido y los dos hombres discutieron. Mocenigo insistió en que Bruno no había
cumplido con su parte del trato y no le había enseñado aquello por lo que había
pagado. «Él [Mocenigo] insistió en que me quedara —declaró Bruno al tribunal—,
pero yo estaba decidido a irme. Empezó a quejarse de que no le había enseñado lo
prometido. Luego recurrió a las amenazas diciendo que encontraría medios, si no me
quedaba por propia voluntad, de obligarme a ello[14]». Después de una acalorada
discusión, Bruno consiguió ganar un poco de tiempo diciendo a Mocenigo que se
quedaría otra noche. Acto seguido, Mocenigo salió de la habitación y Bruno se fue a
la cama.
Pero la trampa de Mocenigo ya había sido tendida, y entró en acción durante las
primeras horas de la madrugada. Bruno fue despertado por gritos fuera de su
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habitación. Instantes después, la puerta se abrió de golpe y Mocenigo irrumpió junto
con su sirviente Bartolo. Los dos hombres iban acompañados por cinco o seis
robustos gondoleros del vecindario. Sacaron por la fuerza a Bruno de la cama y lo
condujeron a empujones por un laberinto de callejas hasta una buhardilla cercana a
San Marco. Luego los gondoleros lo llevaron hasta el inicio de un tramo de escalones
que descendían hacia un sótano y lo mandaron abajo de una patada. Horas más tarde,
Mocenigo volvió con un grupo de soldados y una orden de arresto extendida por la
Inquisición veneciana. Todas las posesiones de Bruno fueron confiscadas y sus libros
y manuscritos entregados a las autoridades. Luego fue llevado a la prisión de la
Inquisición, enfrente del Palacio Ducal. Bruno se encontró en manos de Su
Reverendísima Paternidad, el padre inquisidor para Venecia.
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CAPÍTULO CUATRO
Prisca sapienta
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filosofía natural), combinarla con una vasta erudición y una empatía natural para con
las ideologías de la religión precristiana y enseñar la doctrina resultante con un
entusiasmo sin precedentes. Esa embriagadora poción era en parte una forma no-
matemática de la ciencia (o de la filosofía natural, como se la conocía entonces) y en
parte una doctrina espiritual. Bruno, al igual que otros antes que él y como millares
después que él, creía poder redescubrir la perdida harmonía mundi e iba en pos de la
prisca sapienta, la unidad de todo el conocimiento, la verdad definitiva.
En ese aspecto al menos, fue un hombre de su tiempo. Nacido a finales del
Renacimiento, estaba imbuido por el Zeitgeist intelectual de la época y por uno de sus
principales elementos: la convicción reinante entre la elite instruida de que la prisca
sapienta era alcanzable, de que a la humanidad le faltaba muy poco para hacerse con
la gran verdad oculta que revelaría todos los misterios y conduciría a una nueva edad
dorada del conocimiento. Para aquellos hombres, la mecánica simplista del
cristianismo era sencillamente demasiado restrictiva y asfixiante. El intelecto estaba
dejando atrás a la fe, y no tardaría en ir mucho más allá de la matriz medieval.
Hasta aquel momento de la historia, el razonamiento filosófico había seguido dos
caminos totalmente independientes. Uno era la ruta escogida por el filósofo natural
que empleaba las ideas de Aristóteles como punto de partida para definir el mundo
material. El otro era la ruta del ocultista, elegida por aquellos hombres que, de
manera estrictamente clandestina, practicaban el arte de Hermes Trimegisto y los
antiguos magos del mundo precristiano. Sólo muy raramente llegaron a cruzarse
ambos caminos. Alberto Magno, Roger Bacon, Tomás de Aquino y Leonardo da
Vinci fueron algunas de esas raras y extraordinarias intersecciones, pero lo habitual
era que los seguidores de un camino avanzaran por él ignorando, y a menudo
menospreciando, a los que iban por el otro. Al igual que Aquino, Bacon o Da Vinci,
Bruno fue otro hombre en el que ambos caminos intelectuales se encontraron, y en su
caso terminaron llegando a una apoteosis realmente única[15].
Por razones que todavía no han sido entendidas del todo, dos figuras emergieron
de los tiempos helénicos como los abanderados intelectuales de su época en tanto que
otras fueron casi completamente olvidadas.
Aristóteles y Platón destacan por encima de todos los demás pensadores clásicos.
Aristóteles (384-322 a. C.) fue el hombre que puso la primera piedra para el filósofo
natural y dominó el camino precientífico durante dos mil años, proporcionando su
forma y sus contornos a la civilización. Aun así, irónicamente, no podía estar más
equivocado en casi todos los niveles; pero prácticamente todas las cuestiones e ideas
—muy superiores— de otros pensadores griegos fueron ignoradas y, durante mucho
tiempo, permanecieron en el olvido, pisoteadas por el destino y la voraz fortaleza de
los aristotélicos.
La obra de Aristóteles fue enciclopédica en su alcance. Estaba tan interesado en la
astronomía como en la botánica, la lógica o la geología. El tema que menos dominaba
era el que posteriormente llegaría a ser conocido como física, pero también
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irónicamente fueron sus ideas en esta disciplina las que tuvieron mayor impacto sobre
las generaciones futuras. Sus obras más famosas —Sobre la generación y la
corrupción y el Discurso físico, acerca del movimiento, el tiempo, la materia y los
reinos celestial y terreno— fueron ensalzadas como la máxima autoridad científica
desde el momento en que fueron escritas —el siglo IV a. C.— hasta la Ilustración,
unos veinte siglos más tarde.
Aristóteles describió un modelo en el que la totalidad del mundo material
observable está compuesto por una mezcla de cuatro elementos: fuego, tierra, agua y
aire. Si se los deja asentar, afirmaba, dichos elementos se disponen a sí mismos en
capas. El argumento procedía de observaciones tan simples como el hecho de que el
agua cae a través del aire (o el aire se eleva a través del agua en forma de burbujas)
en tanto que la tierra (como las piedras y demás materia densa) cae a través del agua
y el aire. El fuego, razonó Aristóteles a continuación, existe en la capa superior
porque se eleva a través del aire. Por la misma regla de tres, la lluvia cae hacia abajo
porque está intentando volver al sitio en que debe estar, debajo del aire. Finalmente, y
como no cabe duda de que las llamas de un fuego se elevan, buscan ocupar la
posición que les corresponde por encima de los otros elementos. Las ideas de
Aristóteles acerca del movimiento de los objetos y la naturaleza de lo que los
filósofos naturales posteriormente denominaron «fuerzas» eran igualmente confusas.
La más nebulosa era su noción del «Motor Inmóvil», el nombre que dio al ser
omnipotente que imaginaba mantenía el movimiento de los cielos y hacía que el Sol y
los planetas fueran viajando alrededor de la Tierra.
Sus ideas en lo concerniente a la astronomía eran igual de confusas, y a menudo
no guardaban ninguna relación con la realidad. Insistía en que la Tierra estaba hecha
de una materia más densa que la «esfera celestial». Para Aristóteles, la Tierra era un
reino tosco e imperfecto, en tanto las estrellas y los cielos estaban hechos de un
misterioso quinto elemento etéreo. A partir de ello concibió un modelo geocéntrico
basado en la idea de que la materia más pesada y densa que formaba el reino terrenal
siempre buscaba el centro del universo[16]. Finalmente, propuso un modelo muy
simple para un universo donde las estrellas se hallaban fijas en esferas y epiciclos
dispuestos alrededor de la Tierra, permaneciendo rígidas e inmutables como el centro
de la Creación después de haber sido puestas allí por un Dios que controlaba todas las
cosas, daba inicio a todos los movimientos y determinaba todos los destinos y
desenlaces. Unos cinco siglos después dicho sistema sirvió como punto de partida a
Tolomeo (h. 100-170) para diseñar su «modelo de mundo geocéntrico», el cual se
convirtió en el modelo estándar aceptado.
Como fueron dichas ideas las que trazaron el sendero a seguir por el filósofo
natural, doctrinas más interesantes y prometedoras terminarían siendo abandonadas.
La más importante fue la de Demócrito (460-370 a. C.), que ha sobrevivido en los
versos del historiador romano Lucrecio (95-55). El elegante estilo literario de
Lucrecio nos ofrece una lúcida descripción de la filosofía de Demócrito. «Las cosas
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son formadas, de hecho, a partir de semillas específicas —declaraba el poeta. De ahí
que en el nacimiento, cada una llegue a las costas de la luz procediendo de una cosa
poseída de sus átomos esenciales. De esta manera no es posible que cualquier cosa
surja de cualquier cosa, pues las cosas son únicas; sus rasgos son únicamente suyos.
¿Y por qué en primavera vemos rosas, trigo en verano y las viñas producen uva a la
llamada del otoño, sino porque los átomos apropiados se han unido en la estación
apropiada para constituir cada una de las cosas que vemos?»[17].
Demócrito describía un universo mecánico muy distinto del de Aristóteles. En
este modelo, los componentes fundamentales de la materia son los átomos, que crean
la totalidad del movimiento y el dinamismo mediante colisiones entre sí. Demócrito y
sus seguidores estaban tan prendados de dicho concepto que aplicaron el «atomismo»
a todos los aspectos del mundo observable, y fueron todavía más allá cuando
intentaron explicar el comportamiento humano como una consecuencia de las
colisiones atómicas. Al pensar de esta manera, aunque sólo fuera a un nivel empírico,
Demócrito se adelantó miles de años a su época y operó dentro de una categoría
totalmente distinta a la del relativo amateurismo de Aristóteles.
Si bien no disponía de ninguna interpretación matemática para el atomismo y
tampoco contaba con ningún apoyo experimental, en esencia el modelo conceptual de
Demócrito se encontraba espectacularmente más próximo del modelo moderno
estructurado por Antoine Lavoisier y John Dalton a finales del siglo XVIII y
comienzos del XIX. Nunca llegaremos a saber qué ideas habrían podido surgir en las
mentes de los filósofos naturales del Renacimiento si la voz de la ciencia «helénica»
no hubiera sido Aristóteles sino Demócrito,
El otro pilar de la sabiduría helénica, Platón (428-348 a. C.), siempre tuvo una
visión del mundo mucho más mística que la de su famoso discípulo. Si pensamos en
Aristóteles como piedra y metal, fuego y trueno, entonces Platón es etérea ligereza y
delicados malabarismos con los números. De hecho, para Platón las matemáticas lo
eran todo. En su entusiasmo, había escrito encima de la puerta de su Academia: «Que
no entre aquí ningún hombre que no sepa geometría». Pero atemperó dicha obsesión
con otra, derivada de la convicción de que la humanidad (antes que meramente la
Tierra) se hallaba en el epicentro de todas las cosas. Creyendo que el cosmos era un
único organismo vivo dotado de cuerpo, razón y alma, Platón fue el primer pensador
que mantuvo que el filósofo podía llegar a alcanzar una profunda comprensión de
Dios a través del estudio de su creación, la naturaleza. Para Platón y sus discípulos, la
investigación del mundo en que vivimos era una labor imperativa y, de hecho, la
razón por la cual existimos. Llevando este razonamiento antropocéntrico a su
conclusión más extrema, creía que el universo había sido creado y era controlado por
un ser supremo que le tenía reservado un papel muy especial a la humanidad. Platón
llevó tan lejos dicho concepto que llegó a sugerir que los movimientos de los planetas
tenían la única misión de marcar el transcurso del tiempo para la humanidad.
Pero a pesar de todas esas extravagancias, lo cierto es que el pensamiento
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platónico encerraba el germen de un gran concepto. Su visión dinámica y holística
del universo inspiró a muchos grandes intelectuales. Sirvió como contrapunto a la
fuerza bruta del aristotelismo puro y además alentaba una aceptación de ideas
aparentemente opuestas, basándose en la fusión de los contrarios y tratando de
encontrar grandiosas respuestas capaces de abarcarlo todo. Un día, unos dos mil
doscientos años después de Platón, el pensamiento holístico volvería a pasar a primer
plano cuando los científicos del siglo XX reanudaran la búsqueda de la prisca
sapienta. Porque ésa es precisamente la meta final de los cosmólogos y los estudiosos
de la física de partículas (como Steven Weinberg y Stephen Hawking), que
actualmente se están esforzando por crear una gran teoría unificada, una fusión sin
costuras de la teoría cuántica, una teoría de la gravedad y la relatividad.
El aristotelismo no tardó en convertirse en el fundamento de todo racionalismo y
posteriormente, durante los primeros siglos de nuestra era, su posición se vio
enormemente reforzada gracias a su matrimonio con la teología cristiana. El
aristotelismo se convirtió en el modelo oficial universal para la enseñanza ortodoxa,
«la ciencia de la Iglesia». Las Escrituras definían el mundo espiritual, y la tradición
helénica, epitomizada por la fantasía de Aristóteles, describía el mundo material.
Cada una apoyaba a la otra.
Este matrimonio alcanzó su máxima representación con los escolásticos, aquellos
monjes medievales que disponían de copias de muchas obras griegas hechas a partir
de unos originales que fueron vistos por primera vez por ojos europeos durante las
Cruzadas. Muchos de esos originales habían sobrevivido a los repetidos saqueos de
Alejandría, y habían sido rescatados de las llamas por los cazadores de recompensas.
Luego habían sido vendidos una y otra vez hasta que terminaron en manos de
intelectuales árabes que los tradujeron y emplearon como base para sus propios
estudios científicos, los cuales —junto con las bibliotecas de los monasterios
europeos— cumplieron la función de servir como depósitos del conocimiento
humano durante las épocas oscurantistas.
Las ideas de Aristóteles expuestas en forma manuscrita se combinaron con las
palabras de los apóstoles y las del Antiguo Testamento para producir una imagen
autónoma y autoconsistente del universo. Según dicho modelo, Dios había creado el
mundo precisamente tal como decían las Escrituras, y continuaba guiando toda
acción acontecida en su seno. Cada objeto había sido puesto en movimiento por Dios
y era supervisado por el poder divino. De esta manera, la doctrina eclesiástica de la
omnipotencia divina encajaba a la perfección con conceptos aristotélicos como el del
Motor Inmóvil.
Aparte de esto, la ortodoxia decretó que toda la materia estaba formada por los
cuatro elementos, tal como sostenía Aristóteles en el siglo IV a. C., y que cada objeto
material era una entidad individual completa, creada por Dios y compuesta por
distintas combinaciones de los cuatro elementos. Cada objeto poseía ciertas
cualidades concretas y observables, como el peso, el color, el olor y la temperatura.
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Dichas cualidades eran consideradas únicamente como aspectos intrínsecos o
propiedades del objeto, y su naturaleza observable no tenía absolutamente nada que
ver con la percepción del observador. La ortodoxia también sostenía otra insensatez
aristotélica: la idea de que vemos las cosas porque nuestros ojos proyectan partículas
que rebotan en los objetos contemplados, así como la de que un objeto se desplaza a
través del aire porque, al hacerlo, el aire que va siendo desplazado ante él fluye
instantáneamente hacia atrás quedando situado detrás del objeto, y de esa manera lo
impulsa hacia adelante. La postura adoptada por la Iglesia en lo tocante a la
astronomía, y eso fue de la máxima importancia para el destino de Bruno, era
fervientemente geocéntrica y puramente aristotélica, y se había visto corroborada por
el modelo alejandrino de Tolomeo.
Éste era pues el camino de la filosofía natural, un a menudo tortuoso viaje
iniciado en los huertos de almendros del Peloponeso que había pasado por los
intelectuales y matemáticos árabes para terminar en las gélidas bibliotecas de
húmedos muros de los monasterios de las épocas oscurantistas. Esas enseñanzas
fueron adoptadas hasta la última coma por los responsables de las grandes
universidades donde los clérigos del momento enseñaban y los que se convertirían en
los clérigos de la próxima generación escuchaban, tomaban notas y, prácticamente
todos, aceptaban cuanto oían sin cuestionarlo.
Pero no todo el mundo se dejó engañar. Algunos, unos cuantos rebeldes
intrépidos, empezaron a discrepar en susurros, vieron las inconsistencias más obvias
y se negaron a aceptar lo que su experiencia les indicaba como claramente falso.
Cada uno de aquellos hombres contribuyó a que se fuera cobrando conciencia gradual
de que no todo era perfección dentro de la doctrina oficial o la filosofía natural.
Los integrantes más famosos de aquel grupo de contemporáneos fueron santo
Tomás de Aquino (1224-1274), Alberto Magno (1200-1280) y Roger Bacon (1220-h.
1292). En la mayor parte de sus escritos, Tomás de Aquino y Alberto Magno se
mantuvieron fieles a la doctrina tradicional aristotélica y defendieron firmemente la
creencia de que el hombre era el objeto central de la Creación y de que el universo
había sido concebido por Dios para él. El gran franciscano y erudito de Oxford Roger
Bacon fue mucho más lejos, y hoy en día está considerado por muchos historiadores
de la ciencia como uno de los primeros estudiosos que empezaron a erosionar las
restricciones inherentes a la filosofía escolástica. Bacon fue el primero en
comprender el poder del experimento y escribió tres tratados realmente visionarios
—Opus maius, Opus minus y Opus tertium— que, tomados en conjunto, exponen su
filosofía y sus técnicas experimentales a través de una amplia gama de disciplinas.
Los esfuerzos de Bacon lo han convertido en una de las figuras más valoradas y
respetadas de la historia de la ciencia, pero en vida su obra fue considerada herética y
subversivos sus elementos antiaristotélicos. En 1277, el fervientemente antiocultista
ministro general de los franciscanos empezó a recelar de las ideas de Bacon; y
cuando el monje inglés tuvo la ingenuidad de ofrecer una edición especial de su
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trilogía al superior de su orden, fue encerrado en una cárcel donde moriría quince
años después.
Hombres como Bacon, pese a lo brillantes que eran, vivieron en una época que
sólo les permitió dejar unas cuantas mellas en el aristotelismo; pero a medida que iba
floreciendo el Renacimiento, las voces disidentes se fueron multiplicando y
empezaron a hablar más alto. Leonardo da Vinci en un principio era partidario de
Aristóteles, hasta que empezó a realizar sus propios experimentos y fue descubriendo,
como Bacon antes que él, que lo que el filósofo griego explicaba sobre el mundo
chocaba con la experiencia. Leonardo escribió miles de páginas de anotaciones en las
que criticaba constantemente a Aristóteles (y, aunque no de manera tan directa, a
Platón); pero como en vida las mantuvo en secreto, ninguna de sus ideas llegó a ser
conocida. Tras su muerte, y eso fue todavía más grave, sus notas permanecieron
perdidas durante casi doscientos años y sólo fueron redescubiertas en el siglo XVII, a
comienzos de la Ilustración. El lamentable resultado de todo ello fue que Bruno
nunca llegaría a conocer los descubrimientos que su compatriota había efectuado un
siglo antes.
A través de semejante confusión y porque hombres como Tomás de Aquino se
guardaron sus herejías para sí en tanto que otros como Roger Bacon eran silenciados,
el mundo tuvo que esperar a que se produjese la colisión de ideas y metodología para
que los acontecimientos pudieran conspirar para cambiarlo todo. Y ese momento
llegó un cuarto de siglo después de la muerte de Leonardo, un siglo y medio después
de la lenta muerte de Roger Bacon, cuando un hombre se atrevió a contraponer la
razón y la observación a la irracionalidad y, al hacerlo, transformó el pensamiento
humano, enterró a Aristóteles e hizo pedazos los cimientos carcomidos de la teología
cristiana. Ese hombre fue Nicolás Copérnico.
Copérnico (1473-1543) era un sacerdote polaco que había estudiado medicina en
Padua y derecho en la Universidad de Ferrara, donde se doctoró en derecho canónico
en 1503. Mientras llevaba a cabo sus estudios oficiales, como tantos grandes
pensadores antes y después de él, había seguido un camino de instrucción
independiente y nada ortodoxo. Y para Copérnico, su musa eran los cielos, la poesía
del movimiento estelar y la gran procesión de los planetas. Lo que habían escrito los
maestros no lo convencía, por lo que se dedicó a tratar de entender la verdadera
naturaleza de la dinámica universal y la manera en que se movían los cuerpos
celestiales.
No obstante, Copérnico era muy consciente de la peligrosidad de cualquier
pensamiento que se inclinase hacia una visión del mundo antiaristotélica, muy
especialmente dentro de la delicada área de lo que un día se convertiría en la
astronomía y la cosmología. Durante el siglo XV, la Iglesia se mostró particularmente
decidida a impedir que los intelectuales llevaran a cabo cualquier clase de
reinterpretación de la mecánica universal. En lo que a los cardenales concernía, el
reino celestial, aquello que los griegos llamaban la esfera celeste, era un campo
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prohibido: era el territorio de Dios. De hecho, el mero cuestionamiento del
totalitarismo aristotélico formaba parte de «las doscientas diecinueve proposiciones
peligrosas», tal como habían sido definidas en 1277 por el obispo Esteban Tempier,
alguien que al menos tuvo la suficiente imaginación para darse cuenta de los peligros
que entrañaban la epistemología y la naturaleza inquisitiva de la mente humana.
Por consiguiente, Copérnico hizo lo que habría hecho cualquier investigador
prudente de su época: se guardó sus ideas para sí, escribió en secreto y no dio a
conocer lo que realmente pensaba. A lo largo de treinta años, desde 1513 hasta su
muerte en 1543, compiló una vasta y detallada colección de observaciones
astronómicas, todas las cuales fueron registradas y comentadas con la vaga esperanza
de que algún día podría publicar las conclusiones que empezaba a sacar de sus
labores nocturnas.
En 1543 enfermó y no tardó en comprender que se estaba muriendo. Buscando
una manera de publicar sus ideas heréticas, hizo en secreto los arreglos necesarios
para que sus papeles fueran impresos. No teniendo parientes próximos y no habiendo
nadie a quien Roma pudiera castigar cuando él se hubiera ido, pudo dar a conocer
públicamente sus ideas.
Su libro se tituló De revolutionibus orbium coelestium [Sobre las revoluciones de
las esferas celestes], y cuenta la leyenda que uno de los primeros ejemplares que
salieron de la imprenta fue puesto junto al lecho de muerte del autor. Si realmente fue
así, Copérnico debió de sentirse profundamente satisfecho de que la obra de su vida
por fin hubiese llegado a la imprenta; pero incluso así tendrían que transcurrir
muchos años antes de que sus ideas fueran comprendidas e interpretadas
correctamente.
En primer lugar, el editor de Copérnico, un ministro luterano llamado Andreas
Osiander, intentó evitar cualquier controversia que pudiera llegar a implicarlo
añadiendo al libro un prefacio sin el consentimiento del autor. En él declaraba que el
tratado no debía ser considerado una descripción de la realidad, sino meramente un
instrumento a emplear para el cálculo del movimiento planetario. Pero aparte de esto,
y si bien el contenido del libro era extremadamente radical, Sobre las revoluciones de
las esferas celestes también fue presentado de una manera engañosa y
ocasionalmente oscura. Puede que Copérnico obrara deliberadamente. Es posible que
siguiera el ejemplo de los alquimistas y los místicos de su época y, aunque sólo fuese
a nivel superficial, hubiera intentado suavizar el impacto del libro.
La teoría de Copérnico se basaba en su observación de que las estrellas y los
planetas se movían de tal manera que la Tierra no podía estar en el centro del
universo, pero para expresar dichos descubrimientos utilizó muchos conceptos
tradicionales de Tolomeo. Lo realmente importante era que su gran tratado empezaba
con la atrevida afirmación de que el Sol se encontraba en el centro del universo, pero
luego parecía cambiar de parecer: pasadas las primeras páginas, Copérnico complica
una idea muy simple en lo que parece un intento deliberado de oscurecerla
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innecesariamente. Al final del libro, ya había colocado al Sol ligeramente apartado
del centro. Esta postura vuelve a la obra casi ilegible y ocasionalmente contradictoria.
Con sus doscientas doce páginas en folio pequeño, lo cierto es que Revoluciones
apenas si tiene nada que decir después de las primeras veinte páginas.
La misma naturaleza de Revoluciones hizo que no causara el inmediato impacto
científico que hubiese debido producir. De hecho, el libro pasó desapercibido para la
Iglesia durante más de setenta años después de su primera publicación, y no fue
incluido en el Index hasta 1616[18].
Aun así, no cabe duda de que Copérnico hizo bien en ocultar sus intenciones e
ideología hasta que estuvo fuera del alcance de la Iglesia. En su tratado, el monje
polaco rechazaba todo lo que había dicho Aristóteles sobre el tema clave de la
astronomía, unas palabras que describían el dogma inflexible que llevaba tanto
tiempo dando una falsa imagen de la realidad. El ego humano llevaba demasiado
tiempo siendo falsamente consolado por lo que había querido creer, con la agonía de
la insignificancia mitigada por el modelo geocéntrico enseñado desde la Antigüedad
que describía a los planetas y demás cuerpos celestes girando alrededor de la Tierra.
«En medio de todo ello mora el sol —declaraba orgullosamente Copérnico en las
claras y precisas páginas iniciales de su manuscrito. Sentado en el trono real,
gobierna la familia de planetas que giran alrededor de él… De esta manera
encontramos en dicha disposición una admirable armonía del mundo».
Pocas palabras podrían haber sido más incendiarias, y poco a poco fueron
llegando gradualmente al público. El boca a oreja desempeñó un papel crucial y
lentamente, una generación después de la muerte de su autor, Revoluciones se
convirtió en el libro más famoso y controvertido jamás escrito. Mucho tiempo
después de que las personas instruidas hubieran devorado su contenido y descubierto
sus encantos, Revoluciones era quemado en público por clérigos enfurecidos. Pero, a
pesar de los desesperados esfuerzos de la Iglesia, los libros no podían seguir el
destino de la carne. Revoluciones ya había servido de inspiración a los que estaban
preparados para abrir sus mentes, aquellos que eran capaces de aceptar una visión que
se oponía a las falsedades tradicionales heredadas que podían ofrecer Aristóteles y la
Iglesia de Roma. El herético sistema heliocéntrico descrito por Copérnico se
convirtió en el fundamento de un enfoque enteramente nuevo de la filosofía natural y
abrió de par en par las esclusas intelectuales. Revoluciones demostraba con
irrefutable claridad que Aristóteles no había podido estar más equivocado acerca del
movimiento de los cielos. Pero, y aún más importante, también sugería que si
Aristóteles podía estar equivocado acerca de eso, ¿qué había que pensar entonces de
las demás verdades consideradas irrefutables? ¿Qué ocurría con el resto del dogma
griego, tan ávidamente adoptado para sus propios fines por los teólogos y los papas?
Quizá también fuera igual de fantasioso y equivocado. Las palabras de Copérnico
causaron tanta impresión en hombres del talante de Bruno como en los cardenales y
el Papa cuando comprendieron la naturaleza del copernicanismo, pero produjeron
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efectos diametralmente opuestos.
Bruno probablemente tuvo conocimiento de Copérnico por primera vez cuando
todavía era un novicio en el monasterio de Santo Domenico. Nápoles no se vio
sometido al yugo de la Inquisición hasta 1547, por lo que es posible que la bien
aprovisionada biblioteca del monasterio todavía contuviera algunos libros no
convencionales. La evidencia de que Bruno probablemente conoció la herejía
copernicana ya en su juventud procede de una edición de las Revoluciones hecha a
mediados del siglo XVI, recientemente descubierta en la Biblioteca Casanatense de
Roma. En la guarda del libro figura el nombre «Brunus». Está escrita en un estilo
muy florido y un tanto juvenil, lo cual sugiere que pudo haber sido obra de un
estudiante. No es seguro que Bruno poseyera dicho libro, pero sería muy típico de él
que hubiera añadido su nombre de una manera tan descarada a un libro que contenía
ideas heréticas[19].
En el caso de Giordano Bruno, la impresión causada por el copernicanismo no
tuvo nada de negativa. Todo lo contrario, porque el joven novicio abrazó las
Revoluciones de las esferas celestes como si fuera una nueva Biblia; de hecho, para él
tenía idéntico poder y ofrecía una genuina revelación quizá todavía más grande.
Como he afirmado al principio de este capítulo, Giordano Bruno no fue un filósofo
corriente. Se hallaba ampliamente versado en la tradición de la filosofía natural, pero
también procedía de un molde muy distinto al de incluso aquellos académicos y
clérigos instruidos que se atrevían a albergar pensamientos heréticos y se permitían
concebir la posibilidad de un universo no gobernado por los principios aristotélicos.
Bruno aborrecía a quienes para él no eran más que necios esclavos de Aristóteles, y
también aborrecía la manera en que el progreso se veía frenado por los antiguos
errores. Pero por encima de todo era un iniciado de la tradición oculta. Ese camino
alternativo que seguía un curso paralelo al progreso de la filosofía natural fue
recorrido por Bruno con auténticos pasos de gigante. Cuando empezó a escribir sus
obras mayores (en Londres, París y Alemania durante la octava década del siglo XVI),
en el apogeo de su talento, Bruno había pasado la mayor parte de su vida estudiando
lo oculto y la doctrina de las religiones precristianas. También había absorbido
ávidamente la filosofía natural tradicional junto con las últimas ideas que circulaban
entre la elite intelectual de la Europa del Renacimiento. Bruno actuó como un
recipiente al interior del cual podían afluir las ideologías en estado bruto y los
ingredientes de la empresa intelectual e intuitiva humana para crear dentro de él una
Gestalt, una unión de lo oculto y la yatro-ciencia. Otros habían proporcionado
anteriormente un suelo fértil para semejante mezcla, pero ninguno había podido
añadir el condimento especial que podía ofrecer Bruno, y ninguno había sido ni la
mitad de valiente y resuelto.
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de la filosofía natural. Para nosotros, al igual que para los hombres del Renacimiento,
el conocimiento griego es conocimiento antiguo, pero la fuente de instrucción
ofrecida por lo místico, lo intuitivo, es mucho más antigua.
Algunos mantienen que la tradición oculta que tanto valoraban muchas figuras del
Renacimiento se remonta al Antiguo Egipto, y otros la sitúan todavía más atrás, en
las fabulosas civilizaciones perdidas de la Atlántida y Mu. Según la leyenda, ese
conocimiento secreto fue conservado por una sucesión de acólitos. Partiendo de
Hermes, el canon fue supuestamente transmitido a los antiguos caldeos (de quienes se
dice fundaron el arte de la astrología). Éstos donaron su conocimiento a otra figura
mítica, Orfeo, cuyos Himnos órficos contenían muchas enseñanzas egipcias. Después
de Orfeo, Zoroastro se convirtió en un iniciado, y luego vinieron Pitágoras, Platón y
Plotino. Durante el Renacimiento, el conocimiento fue adaptado por Cornelio Agripa,
Paracelso (Philippus Aureolus Theophrastus Bombastus von Hohenheim), Giovanni
Pico della Mirandola, Marsilio Ficino y muchos otros.
Aunque gran parte de lo anterior es mera especulación y leyenda, ciertas
evidencias indican que unos cuantos elementos de magia primitiva y enseñanzas
ocultas fueron preservados a partir de la civilización egipcia, unos dos mil años antes
de Cristo, pero la mayor parte de ellos llegaron a la Europa del Renacimiento en una
forma extremadamente distorsionada. En una fecha tan tardía como el siglo II,
oscuras sectas todavía celebraban sus ritos en los escasos templos egipcios
supervivientes. El culto al sol, la creencia de que los magos podían imbuir vida en
objetos inanimados mediante encantamientos, la naturaleza conferidora de poder de
los símbolos y el ritual y la devoción por la astrología eran los dogmas básicos. Unos
cuantos textos de esa época fueron copiados y vueltos a copiar, alterados y puestos al
día, y terminaron llegando a Alejandría donde, junto con los escritos de Platón,
Aristóteles y otros griegos, alejandrinos y romanos se fueron infiltrando
gradualmente en la cultura europea.
Para los intelectuales del Renacimiento, las fuentes de que disponían eran el
resultado de un descomunal esfuerzo por redescubrir los secretos perdidos de los
antiguos. No cabe duda de que éste fue el proceso más significativo para el
florecimiento del Renacimiento. Hoy en día nos hemos acostumbrado a mirar más
hacia adelante que hacia el pasado. La nuestra es una época en la que damos por
sentado que el futuro será más progresista e ilustrado que el pasado, que mañana
sabremos más y comprenderemos más que hoy, y pasado mañana todavía más. En
nuestra época, el pasado recibe un homenaje meramente simbólico; pero el
Renacimiento, con todo lo glorioso e importante que resultó, fue un período en que
los pensadores veían el pasado y el futuro de una manera diametralmente opuesta a la
de los intelectuales modernos. Los hombres del Renacimiento volvían la mirada hacia
el pasado y veían una cultura más refinada, y estaban convencidos de que los
antiguos habían tenido acceso a un acervo de conocimientos unitarios muy superiores
a los suyos.
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En ciertos aspectos estaban en lo cierto, porque era mucho lo que se había perdido
y todavía más lo que se había olvidado entre la época de los filósofos de Alejandría y
el resurgimiento de la cultura en el siglo XIV; pero la idea de una antigua «gran
comprensión» en realidad era una ficción: los antiguos habían poseído sus propios
secretos, pero nunca tuvieron ninguna unidad del conocimiento que lo abarcara todo,
y no llegaron a alcanzar ninguna verdad definitiva.
Con todo, el Renacimiento era una expresión del anhelo de una nueva Edad de
Oro modelada de acuerdo con la sabiduría de los ancianos. Como hemos visto, se
enviaron emisarios por todo el mundo conocido para que encontraran, compraran y,
en caso necesario, robaran cualquier manuscrito o documento escrito en el latín y el
griego originales (pues por entonces nadie conocía la existencia de tumbas que
contuvieran los jeroglíficos originales egipcios). Cuando esos tesoros fueron llevados
a Italia y traducidos, todo un paisaje de antigua sabiduría desconocido hasta entonces
—desde Cicerón a Platón, Homero a Herón, Aristóteles a Arquímedes— quedó
revelado y actuó como semilla para el neoclasicismo del Renacimiento.
Como he comentado en el capítulo 2, uno de los mecenas más significativos para
esta costosa pero altamente productiva búsqueda fue la familia Médicis. El más
concienzudo de ellos fue Cósimo de Médicis, quien nació en Florencia en 1389 y
llegó a ser uno de los hombres más ricos y poderosos de Europa. Siendo un auténtico
modelo para su época, Cósimo mostraba tanto interés por Horacio como por
Hipócrates y sentía una intensa fascinación por lo oculto. En 1460, un monje
anónimo le llevó una colección de textos griegos que, aseguraba, eran la fuente
original de todo el conocimiento oculto escrita por la máxima autoridad en tales
cuestiones, el hombre al que se consideraba el origen de todo conocimiento, Hermes
Trimegisto. Cósimo quedó tan cautivado por la historia que no sólo pagó una suma
exorbitante por el material, sino que además ordenó al traductor en quien más
confiaba, Marsilio Ficino; que dejara de trabajar en su ya casi terminada traducción
de Platón para concentrarse en aquella nueva colección de escritos. El resultado,
completado pocos meses antes de que Cósimo muriera en 1464 a los setenta y cinco
años de edad, fue el Corpus Hermeticum, una colección de catorce volúmenes que
dio más aliento y nuevas energías a los místicos, alquimistas y cabalistas de la época
que ningún otro texto oculto impreso durante el Renacimiento.
Pero hasta cierto punto Cósimo había sido engañado. Los textos comprados no
eran originales sino que databan de alrededor del siglo II (el último período durante el
que la antigua religión egipcia había sido practicada abiertamente), y probablemente
estuvieran basados en copias de copias de copias de un texto antiguo que llevaba
mucho tiempo perdido[20]. Pero eso apenas tenía importancia, ya que para el filósofo
de la época que estuviera interesado en el ocultismo, el Corpus Hermeticum era un
texto esencial y continuó siendo la piedra angular de toda labor alquímica y mística
durante dos siglos después de la muerte de Cósimo. De hecho, una figura de la
categoría de sir Isaac Newton poseía un ejemplar que anotó con densas acotaciones y
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utilizó como base para su propio trabajo como alquimista.
A lo largo del período en que la antigua filosofía natural fue perdida y luego
redescubierta por teólogos europeos, la tradición hermética también había
sobrevivido, mantenida viva y vibrante por generaciones de ocultistas que fueron
efectuando sus propias adiciones al canon a medida que lo veían crecer. La astrología,
la adivinación, la lógica simbólica, la alquimia, las prácticas rituales (la demonología,
el culto al diablo y las artes negras incluidas) experimentaron un nuevo resurgir
durante las primeras etapas del Renacimiento. Cada individuo podía encontrar lo que
quisiera dentro de la tradición hermética y cada uno podía salir de ella con su propio
tesoro, su propia directiva mágica.
Los escritos de Bruno dejan muy claro que había muy pocas cosas del canon
oculto que le parecieran convincentes. Para Bruno, al igual que para muchos
pensadores posteriores, lo oculto era una herramienta de utilidad, una llave que
abriría puertas de acceso a nuevos espacios del pensamiento y profundidades ocultas
de la psique humana. A lo largo del camino oculto, Bruno fue encontrando nuevos
senderos apenas trazados que conducían a la inspiración y la revelación. La alquimia
no le interesaba, nunca se sintió motivado por el experimento y no lo atraía la
búsqueda de la piedra filosofal, el sueño de la riqueza ilimitada. Tampoco practicó la
magia ritual o necromancia y, de hecho, solía burlarse de los astrólogos y de muchos
preceptos irracionales de la hechicería[21].
Bruno era consciente del poder de la magia ritual y la tradición oculta, pero sabía
que una gran parte de ellas no eran más que superstición, fantasía descabellada y
meros deseos tomados por realidades[22]. Sabía que la magia ritual producía
resultados, pero lo atribuía al poder hipnótico del ritual en sí. Sabía que los símbolos
y los encantamientos pueden ejercer una poderosa influencia sobre la mente, y que
los resultados dependían de las motivaciones de los participantes. Si la intención de
uno es corromper o desestabilizar, entonces el resultado podría ser definido como
«magia negra», mientras que los «magos blancos» recurren al proceso ritual para
producir un resultado positivo o, cuando menos, neutral. En cualquier caso, el poder
del ritual siempre depende de las características mentales y emocionales de las
personas involucradas y no tiene nada que ver con fuerzas externas como espíritus o
demonios. La única fuerza que actúa es el poder de la mente humana.
Bruno sentía una empatía natural hacia la teología precristiana de los antiguos
egipcios, y la consideraba más próxima a la fuente de la Verdad. Para Bruno, las
antiguas enseñanzas poseían una pureza y una simplicidad que todavía no habían sido
mancilladas por una organización corrupta, en tanto que consideraba a la Iglesia y sus
estamentos administrativos como una fuerza destructiva.
Hoy en día nuestra percepción de lo oculto y la magia es muy diferente a la que
tenían los hombres del Renacimiento. Si llegamos a pensar en esas cosas,
visualizamos lo oculto como algo oscuro y aterrador, la trama de una película de serie
B, o lo desechamos como meramente fantasioso. Pero Bruno, quien epitomizaba el
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enfoque de la inmensa mayoría de intelectuales del Renacimiento, consideraba lo
oculto como un patrón de ideas, una red de conceptos a la cual se podía acceder para
adquirir una mayor comprensión del universo. El Renacimiento dio cuerpo al
concepto de la fusión de disciplinas aparentemente inconexas, y la intelectualidad del
siglo XVI pensaba de la misma manera con respecto a lo oculto. Muchos filósofos se
dedicaron con entusiasmo a amalgamar ideas procedentes de la tradición hermética
con la filosofía natural, el arte, la poesía, el estudio del lenguaje, la retórica, la
medicina, la música e incluso la arquitectura y la ingeniería, en un intento de producir
una dinámica que acabase llevando a una gran revelación. De hecho, la esencia del
gran logro de Bruno radica precisamente en su convicción de que podía mejorar
sencillamente el mundo si fusionaba con éxito la filosofía natural y la tradición
oculta, las antiguas religiones y el cristianismo.
Empezó desarrollando un tratamiento no-matemático del copernicanismo. Para él
eso representaba tanto una manera de entender los conceptos como un método para
transmitir el modelo heliocéntrico de Copérnico a los estudiantes y profanos en la
materia que asistían a sus disertaciones y leían sus libros. Pero no se quedó en una
interpretación tan restringida de Copérnico, sino que la llevó hasta áreas que nadie
habría podido imaginar.
Y aquí, una segunda obsesión suya desempeñó un papel de gran importancia.
Partiendo de las antiguas religiones y de sus propias lecturas y razonamientos, Bruno
había desarrollado una forma extrema de panteísmo. Para él, la obra de Copérnico
debía emplearse meramente como punto de partida, casi como si se tratase de una
metáfora. Las Revoluciones eran una base sobre la cual edificar una doctrina de la
universalidad. Bruno creía en un universo infinito, un universo mucho más grande
que el asfixiante y bastante ridículo rinconcito imaginado por los teólogos y los
padres de la Iglesia. Consideraba al heliocentrismo de Copérnico demasiado
simplista. Su visión era mucho más moderna, y en ella el Sol pasaba a ser una mera
estrella más entre las muchas que poblaban un firmamento infinito. En esta filosofía,
la humanidad debía considerarse como un grupo más de seres que vivían en un
universo en que todos sus elementos eran interdependiente y estaban
interrelacionados.
La visión de Bruno pertenecía al siglo XX y, al mismo tiempo, estaba firmemente
enraizada en su propia época. Por una parte, visualizaba un universo que no guardaba
ninguna relación con el modelo ortodoxo, pero por otra, mantenía una estrecha
afinidad con el mundo antiguo y su pensamiento. Y naturalmente, sus convicciones
eran descaradamente heréticas. Copérnico, que a finales del siglo XVI continuaba sin
haber merecido una gran atención por parte de los filósofos de la Iglesia, había
ofrecido un modelo que no tardaría en ser percibido por muchos fieles como el
extremo más afilado de la cuña, en extremo peligroso y antiaristotélico; pero la
concepción de Bruno pisoteaba todo lo sagrado.
La herejía de Bruno tenía muchas facetas. En primer lugar, la noción de un
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universo infinito era antiaristotélica, pero más allá de esto e incluso suponiendo que
constituyera una auténtica descripción del universo, se trataba de una idea tan
esotérica y nebulosa qué nunca se conseguiría que los seglares la entendiesen. La
Iglesia valoraba en mucho la simplicidad en todo lo referente a la doctrina religiosa:
la noción de un universo en que el Sol y la Tierra eran tan devastadoramente
insignificantes resultaba inaceptable. Pero todavía más extrema era la creencia de
Bruno en la existencia de vida inteligente distinta de la humana. En su De l´´infinito
universo e mondi [Del infinito, el universo y sus mundos], escrito en 1584, Bruno
decía: «Hay incontables soles y una infinidad de planetas que giran alrededor de sus
soles de la misma manera en que nuestros siete planetas giran alrededor del nuestro».
Ésta quizá fuera su idea más peligrosa, puesto que indirectamente negaba uno de
los preceptos centrales de la cristiandad ortodoxa: que Cristo había muerto para
redimir este mundo y guiar a la humanidad hacia el cielo. Si existían otros mundos
donde vivían seres inteligentes, ¿habían tenido sus propias visitas? ¿Clavaron a su
Cristo en una cruz? La idea era inconcebible.
Pero Bruno no se detuvo ni siquiera ahí. Inspirado por Demócrito e influenciado
por las enseñanzas místicas de las antiguas religiones india y egipcia, desarrolló
todavía más su doctrina de la universalidad. Para él, la esencia de una abeja era
indistinguible de la de un ser humano, y los minerales de una roca eran tan
significativos como un Papa. Para Bruno, todas las cosas son recicladas e
interdependientes. Para este extraordinario pensador, Dios existía en un rayo de sol y
en la espada del soldado, el aliento de la ramera y la túnica milagrosa del santo.
«Todo este globo, esta estrella, no estando sometido a la muerte y la disolución y
siendo imposible la aniquilación en lugar alguno de la Naturaleza, se renueva
periódicamente a sí mismo cambiando y alterando todas sus partes. No hay ningún
arriba o abajo absolutos, como enseñó Aristóteles; ninguna posición absoluta en el
espacio; sino que la posición de un cuerpo es relativa con respecto a los otros
cuerpos. Hay por doquier un incesante cambio relativo de posiciones a través del
universo, y el observador siempre se encuentra en el centro de las cosas[23]».
Para Bruno, Copérnico, Horus, Siva y el Sol podían aglutinarse, combinarse y
llegar a ofrecer milagros. Y para él, nada de eso empequeñecía a la humanidad sino
que, antes bien, le infundía vigor y nuevas energías, expandiendo y agrandando
nuestra importancia en el gran esquema universal. Hablando del planteamiento de
Bruno, el filósofo alemán del siglo XIX Ernst Cassirer dijo: «Dicha doctrina supuso el
primer y decisivo paso hacia la autoliberación del hombre. El hombre ya no vive
confinado por los estrechos muros de un universo físico finito. El universo infinito no
impone límites a la razón humana, sino que es el gran incentivo de la razón humana.
El intelecto humano toma conciencia de su propio infinito a través de la medición de
sus poderes por el universo infinito[24]». Somos parte de un todo más grande, creía
Bruno, nos hallamos en comunicación directa con lo divino y todos somos parte de lo
infinito. Pero para sus detractores, el infinito empequeñecía y la universalidad
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rebajaba; por encima de todo, fue esta colisión entre dos filosofías tan distintas lo que
originó el desprecio que se profesaban mutuamente.
Con todo, y a pesar de esa disposición a aventurarse, la filosofía de Bruno podría
ser vista como poco más que una recopilación de ideas diáfanas y carentes de un
ancla. Pero, para salvarla, había otro elemento de su pensamiento que proporcionaba
un foco a su visión del universo. A su amor a Dios, su panteísmo extremo, su creencia
en la pureza de la fe original y su modelo de copernicanismo universal, Bruno unió lo
que no tardaría en pasar a ser un arte agonizante, una rama de la tradición hermética
que hoy en día nadie tacharía de mística, el «arte de la memoria».
Escribió cinco libros muy importantes sobre el tema, y aunque dichas obras son
muy reveladoras y supusieron una gran contribución a la disciplina, sólo son cinco de
los casi cinco mil textos sobre el tema que ya existían en el Renacimiento[25]. Durante
toda la historia humana que va hasta la invención de la imprenta, una memoria
prodigiosa era una habilidad muy apreciada. La capacidad de obtener información en
cualquier forma sobre prácticamente cualquier tema es algo que hoy en día damos por
hecho. No necesitamos recordar el argumento de nuestra novela favorita, porque
siempre está ahí para que podamos releerla. No necesitamos retener la armonía de
una sinfonía o las pinceladas de un cuadro, porque están registrados y han sido
reproducidas una y otra vez. Si vamos a hacer un discurso siempre podemos utilizar
un monitor en el que irá apareciendo el texto, y si impartimos una clase o predicamos,
disponemos de una amplia gama de recursos; pero para el intelectual de la época
anterior a la imprenta, los textos eran escasos, copiados a mano y sumamente caros:
había muy poca información registrada, y la poca que existía solía ser difícil de
encontrar.
El arte de la memoria (o mnemónica) es un tema que ha sido minuciosamente
documentado desde la Antigüedad, y los griegos, romanos y alejandrinos invirtieron
un considerable esfuerzo en desarrollar distintas maneras de mejorar la memoria. En
tiempos de Bruno dichas técnicas habían alcanzado un alto grado de refinamiento,
pero empezaban a convertirse en obsoletas a causa de la proliferación de la palabra
impresa. Mas para él, seguían poseyendo un inmenso poder que proporcionaría otra
hebra a su elaborado tapiz filosófico.
Bruno disponía de una rica herencia en la cual basarse. El primer libro conocido
sobre el arte de la memoria fue el anónimo romano Ad Herennium (h. 80 a. C.). Fue
uno de los primeros libros traducidos al italiano, y ejemplares de él terminaron en las
bibliotecas de todos los grandes pensadores de la época. Los preceptos básicos del
arte no cambiaron en los siglos durante los que fue utilizado. Tomás de Aquino y
Alberto Magno estudiaron la mnemónica con gran entusiasmo y escribieron
profusamente sobre el tema. Los místicos y alquimistas que siguieron el camino
hermético también utilizaron las técnicas de la memoria para conservar en su mente
complejos rituales y los detalles de alambicados experimentos. Para proteger sus
secretos, a menudo preferían confiar sus descubrimientos a la memoria antes que
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registrarlos en forma escrita.
La esencia del arte consiste en la habilidad de mejorar la memoria mediante
ejercicios de mecánica mental. Cuando es necesario recordar una compleja masa de
información, primero ésta debe ser separada en secciones relevantes con respecto a
distintos temas. Luego éstos deben ser dispuestos en algún orden, quizá jerárquico,
alfabético o cronológico. Acto seguido, cada fragmento manejable de información es
vinculado a un objeto material que pueda ser recordado con facilidad. Dicho objeto
material puede ser un lugar, una cosa o una persona. El mejor ejemplo es un método
para memorizar una larga lista de nombres, números o cualquier otra forma de
información. En primer lugar, la lista es dividida en secciones y luego los fragmentos
más manejables son asignados a la habitación de una casa. Dentro de cada habitación,
los distintos fragmentos de información son asignados a distintos objetos. Si la
técnica es seguida al pie de la letra, vastas cantidades de información pueden ser
recordadas con sólo pasear mentalmente por la casa e ir cogiendo aquellos objetos a
los que ha sido asignada la información.
Un truco muy útil para convertirse en el centro de atención durante una fiesta,
desde luego. Pero para Bruno aquellas técnicas representaban mucho más que un
juego. Para Bruno, su arte de la memoria era un valioso método para recordar y
rememorar todo lo aprendido, y si se lo combinaba con la fascinación por los
símbolos tan típica de los ocultistas, podía llegar a proporcionar una estructura para
su meticuloso sistema cristiano-hermético. Bruno creía que una memoria mejorada
podía aumentar el poder de la psique de tal manera que la mente y el espíritu podrían
acceder al gran plan secreto del universo.
Para llegar a entender esto, antes tenemos que analizar la filosofía de Bruno etapa
por etapa. Primero surgió el concepto de la universalidad y la infinitud. Bruno insistía
en que el individuo y la raza eran partes elementales de una unidad, que hay un
universo en todos nosotros y que todos somos parte del universo. En segundo lugar,
las formas puras de la antigua religión fueron combinadas con la belleza de las
enseñanzas originales de Cristo y las de otros grandes profetas y magos de la
Antigüedad. A continuación llegaron las nuevas visiones proporcionadas por la
embrionaria «ciencia» de la época. La filosofía natural había creado una doctrina para
trascender y refutar las falsas nociones de Aristóteles, revelar la corrupción de la
Iglesia y disipar la oscuridad generada por el Concilio de Nicea. Finalmente, todas
esas nociones combinadas podían ser entendidas y representadas mediante símbolos y
rituales ocultos (tal como el cristianismo también era descrito y representado con
símbolos y rituales), los cuales serían accesibles a una mente fortalecida por una
memoria mejorada.
Bruno vivía en un mundo donde la inmensa mayoría de la gente apenas entendía
las cosas que adoraban. Dominadas por el miedo, Dios era, para la mayoría de las
personas de aquella época, un Creador todopoderoso y la máxima autoridad. Pero, en
igual medida, la plebe también temía a la naturaleza, la hechicería y el mundo de los
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espíritus. Bruno creía poder elevar a los hombres por encima de aquella mísera
existencia, emancipando, enriqueciendo y confiriendo un nuevo poder. Cada
individuo, creía, cada elemento del gran universo y cada parte del Uno podían
comprender al Todo y llegar a servirse de él para crear un mundo infinitamente mejor.
Bruno escribió unos treinta libros a lo largo de una carrera literaria que abarcó
dos décadas[26]. En ellos, su aparentemente compleja (pero en el fondo
maravillosamente simple) doctrina creció y se desarrolló. Algunas de esas obras —
como la última, De imaginum signorum et idearum compositione [Acerca de la
composición de imágenes, signos e ideas]— se centraron en el arte de la memoria, en
tanto que otras, particularmente La cena de le ceneri [La cena del miércoles de
Ceniza] y De la causa, principio et uno [De la causa, el principio y el uno], ambas
de 1584, son ataques contra Aristóteles y desarrollan el peculiar copernicanismo
universal de Bruno. Otra de sus obras más famosas es Spaccio de la bestia trionfante
[La expulsión de la bestia triunfante], la última de un quinteto de obras maestras que
fueron escritas y publicadas en Londres a lo largo del mismo año, 1584[27]. En ella,
posiblemente su obra literaria más lograda, Bruno utiliza la alegoría de una lucha
entre los dioses paganos del mundo antiguo para atacar la autoridad de la Iglesia,
satirizando, burlándose y poniendo al descubierto todas las inconsistencias y
flaquezas de lo que consideraba una religión hecha por el hombre y fabricada en el
Concilio de Nicea. En su última obra, De vinculis in genre [Acerca de los vínculos en
general], que quedó incompleta y sin publicar debido a su arresto en Venecia, Bruno
estuvo muy cerca de llegar a unificar los elementos dispares de su filosofía en un todo
coherente. Era un libro que muy bien habría podido convertirse en su testamento más
completo; lo estaba terminando de escribir cuando volvió a Italia con intención de
supervisar su impresión, cuando fue arrestado en Venecia. De vinculis in genre
también sirvió de base al documento que Bruno quería presentar al Papa a modo de
explicación de su doctrina.
Con sus obras más ambiciosas publicadas en 1584 y dentro de los fragmentos
rescatados de De vinculis in genre, Bruno había escrito una serie de tratados a los que
les faltaba muy poco para llegar a crear una gran síntesis, una nueva filosofía
omnicomprensiva que representaba un paradigma mental auténticamente original. Lo
que había hecho, creía él, era nada menos que urdir la trama para una nueva religión.
Pero ¿qué esperaba conseguir con su obra? ¿Cuál había sido su meta durante aquellas
dos décadas de esfuerzos, y qué le faltaba de su misión cuando abandonó Fráncfort
para regresar a Italia?
Para responder a esto, antes tenemos que recapitular los enfrentamientos políticos
y religiosos que dominaron la cultura europea durante el siglo XVI. Como hemos
visto, la Europa del Renacimiento se disponía a entrar en un futuro de comercio
global caracterizado por una inmensa expansión de las formas en que la gente se
comunicaba, viajaba y registraba la información; pero seguía viéndose acosada por
los conflictos ideológicos. Mientras Bruno recorría Europa, la Contrarreforma se
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encontraba en su apogeo, las cazas de brujas se habían convertido en el deporte
favorito de los inquisidores, y el continente se debatía en una serie de sangrientos
conflictos derivados de los enfrentamientos doctrinales y una intolerancia endémica.
La auténtica mecha que hizo estallar el conflicto fue el enfrentamiento ideológico
entre católicos y protestantes; y Bruno, como católico desilusionado pero no
convencido por el protestantismo, mantenía la inconmovible convicción de que podía
tender un puente sobre el abismo que se interponía entre ambas facciones. Su método
no tenía nada que ver con la diplomacia o el debate, sino con hacer borrón y cuenta
nueva y ofrecer una página en blanco encima de la que se pudiera escribir una nueva
doctrina. Estaba convencido de que los pensadores liberales, tanto protestantes como
católicos, podrían entender su visión, apreciarla y terminar adoptándola.
Como era habitual en él, el método que escogió para alcanzar dicha meta era
absolutamente personal. Durante los años ochenta, Bruno no se tenía por ningún
Lutero o Calvino, pero sabía que podía comunicar lo que pensaba y que era un
profesor tan dotado como carismático. Creía que su mejor oportunidad de conseguir
un cambio significativo radicaba en influir sobre quienes eran mucho más poderosos
y estaban mucho mejor relacionados que él. En vez de presentarse como una especie
de mesías de la nueva era, pretendía utilizar para dicha tarea a alguien reconocido
como un estadista de categoría mundial. Bruno lo educaría y lo inspiraría con su
revolucionaria filosofía y, a través de aquella figura, establecería un nuevo orden
mundial basado en una profunda espiritualidad, una universalidad y un hermetismo
cristiano.
En su primer intento pensó utilizar a Enrique III de Francia. Entre ellos había
surgido una estrecha amistad y Bruno parece haber ejercido una gran influencia sobre
la manera de pensar del rey, pero finalmente las presiones políticas existentes en un
país que recientemente había experimentado los peores extremos del conflicto
religioso interno fueron excesivas incluso para las habilidades diplomáticas y el
agresivo individualismo de Enrique. A pesar de todo, el monarca francés —que no
había perdido su fe en las ideas del filósofo de Nola— envió a Bruno a Inglaterra y
permitió que se introdujera en las capas superiores de la sociedad inglesa.
El que Bruno compusiera sus principales obras en Londres entre 1583 y 1585 no
fue ninguna coincidencia. Seguro de sí mismo y más visionario que nunca, Bruno se
hallaba en el apogeo de su capacidad creativa. Su síntesis de copernicanismo
universal, cristianismo y lo oculto había alcanzado la madurez, y supo expresar su
ingeniosa doctrina empleando el vehículo del drama y el diálogo (una técnica que
Galileo y otros imitarían más tarde). Y en Inglaterra, Bruno encontró su segunda
oportunidad de educar y convertir a un monarca, una figura lo suficientemente
poderosa para influir sobre las mentes de los hombres y provocar un cambio radical.
Para Bruno, Isabel era la encarnación del monarca utópico y universal; aquel que
podía unir y clarificar, iluminar y sembrar el progreso. También compartía muchos de
los intereses espirituales de Enrique. Después de que Isabel hubiera sorprendido a los
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líderes europeos confiriendo la Orden de la Jarretera a Enrique, y durante un corto
período de tiempo alrededor del momento en que Bruno visitó Londres, las relaciones
entre Inglaterra y Francia fueron excepcionalmente cordiales e incluso se habló de
que los dos países formaran una alianza contra el Papa. Pero Bruno se equivocó al
depositar sus esperanzas en la soberana de Inglaterra. Por mucho que pudiera apreciar
a Enrique, Isabel no tenía ninguna intención de unir a católicos y protestantes
mediante la filosofía. Deseaba la unidad, pero únicamente a través de medios tan
convencionales como el acuerdo diplomático y las espadas de sus soldados. Isabel era
una soberana que confiaba ciegamente en sus consejeros y guías; sus ministros más
conservadores aborrecían a John Dee, pero al menos Dee era inglés. Bruno, que era
visto por muchos ingleses como un hombrecillo insufrible, ampuloso y pagado de sí
mismo, debió de ganarse su enemistad prácticamente desde el primer momento; y de
hecho, dos años después de su primer encuentro con Isabel, Bruno regresaba al
continente sintiéndose desilusionado y ya no tan seguro de sí mismo.
Bruno pretendía unir a los liberales de ambos campos, y la clave para ello
estribaba en encontrar una manera de que católicos y protestantes pudieran ponerse
de acuerdo sobre el significado de la Eucaristía, un concepto básico para ambas fes.
De todas las incompatibilidades doctrinales que se interponían entre Roma y la
religión protestante, la interpretación de la Eucaristía era la más profunda. Los
protestantes mantenían que los componentes terrenales de la Eucaristía meramente
representaban la carne y la sangre del Señor, pero los católicos no se conformaban
con eso. Roma insiste en que la comunión significa consumir la materia divina en el
sentido más estricto del término, con el pan y el vino siendo la carne y la sangre del
Salvador.
Bruno quería tratar a la Eucaristía como un ejemplo supremo de la manera en que
se podía negar el conflicto. Su interpretación del proceso se basaba en la unión. El
pan y el vino, al igual que el cáliz y el paño, las vestimentas sacerdotales, las piedras
de la iglesia y la saliva de los creyentes, eran una y la misma cosa. Bebiendo el vino y
comiendo el pan, los fieles entraban en conjunción con la gran «unicidad del
universo». Creando ese tercer camino, Bruno imaginaba que pondría fin a las
discrepancias suscitadas por la Eucaristía. Y entonces todas las discrepancias
doctrinales podrían ser superadas con idéntica facilidad.
La cena del miércoles de Ceniza probablemente sea la obra más leída de Bruno y
la más absorbente: Se centra en una cena celebrada en Westminster, no muy lejos de
donde su autor estaba viviendo por entonces (la residencia del embajador francés,
cerca de Fleet Street). Los invitados constituyen una selecta representación de la
intelectualidad londinense, y a lo largo de la cena discuten sus creencias y debaten los
temas que más preocupaban a Bruno. Naturalmente, la cena es alegórica y la comida
y el vino son los elementos de la Eucaristía, que en ese momento ocupaba el centro
de las preocupaciones filosóficas de Bruno. La historia se inicia con una discusión
sobre Copérnico y va progresando, a través de sus interlocutores, hasta llegar al tema
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del copernicanismo universal para ofrecer la noción que Bruno veía como una fuerza
galvanizadora: la Unicidad de la Naturaleza.
Bruno encontró nuevos seguidores en Inglaterra y cultivó relaciones ya
consolidadas. La más importante de ellas era su amistad con el famoso cortesano,
soldado, diplomático y poeta Philip Sidney, pero ni siquiera esta relación pudo
contribuir a mejorar sus posibilidades de encontrar una solución práctica al conflicto
entre católicos y protestantes. Los libros de Bruno, aunque influyentes y muy leídos
entre la elite, no impresionaron a Isabel, ni a nadie que tuviera importancia en la corte
(aparte de Sidney). Además, y para ser justos con Bruno, debemos ser conscientes de
que el calidoscopio de la política y las lealtades religiosas europeas había vuelto a ser
sacudido mientras él estaba en Inglaterra. Durante el verano de 1585, los católicos
habían conseguido imponerse en Francia. La madre de Enrique, Catalina de Médicis,
una brillante diplomática a pesar de que ya tenía sesenta y cinco años y padecía
sífilis, había negociado una paz temporal entre los protestantes y los católicos
franceses que mantendría alejadas del reino de su hijo a las potencias extranjeras.
Aunque dichas acciones sólo proporcionaron una solución temporal a los problemas
religiosos de Europa, durante un tiempo los monarcas volubles y los políticos
ambiciosos dirigieron su atención hacia otros lugares. Como consecuencia de ello, en
octubre de 1585 Bruno ya había regresado a Europa y estaba intentando encontrar
una nueva vía para sus convicciones.
A lo largo de cinco años siguió escribiendo, dando numerosas disertaciones y
desarrollando muchas e importantes nuevas amistades durante los viajes que
ocuparon los años de libertad que le quedaban. Y en 1590, o tal vez a comienzos de
1591, Bruno había llegado a la conclusión de que si quería alcanzar su meta de unir al
mundo fragmentado de la religión, sólo había un hombre que podría ayudarle: el
mismísimo Papa.
Bruno pasó los meses anteriores a su decisión de regresar a Italia viviendo en
Alemania y Suiza, lejos de Roma y del peligro. Hubiese podido permanecer allí,
disfrutando del mecenazgo de ricos cabalistas y ocultistas, enseñando y gozando de
cierta seguridad. Con todo, eso también habría significado aceptar la derrota, la
capitulación total y el estancamiento. Bruno no podía enfrentarse a semejante
perspectiva. Lo que hizo fue dar la espalda una vez más a las convenciones y rehuir el
camino más fácil. Dio inicio a su última obra, una gran recapitulación de la totalidad
de su canon, un texto que resumiría toda su doctrina y que, creía él, cautivaría al
Papa. Por esa razón, en octubre de 1591 llenó sus baúles, recogió sus papeles,
convenció a su amanuense Herman Besler de que lo acompañara y salió de Fráncfort
para instruir al noble Mocenigo en la tierra de sus antepasados, aquella tierra de la
que había huido hacía doce años.
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CAPÍTULO CINCO
El juicio veneciano
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poder que le conferían las bulas de Inocencio V Cum Negocium y Licet sicut
acceptimus, ambas promulgadas en 1250, el tribunal en ningún momento reveló a
Bruno el nombre de su acusador y se limitó a comunicarle los cargos presentados.
Además, aunque el tribunal se regulaba a sí mismo y la presencia del observador era
muy respetada, las actas del juicio nunca se hacían públicas, todos los procesos eran
llevados a cabo en privado y todos los involucrados se hallaban sometidos a un
juramento de silencio. Un hecho todavía más alarmante era que los jueces de Bruno
tenían una amplia experiencia en el arte de sonsacar información a los acusados,
siendo expertos manipuladores del significado de las palabras, y sabían conducir
tanto a testigos como a acusados a admisiones comprometedoras. Aquellos hombres
eran eclesiásticos deseosos de transmitir la tesis de que el reino terrenal significaba
muy poco, mientras que el mundo venidero lo era todo. Daban muy poca importancia
a la integridad física del acusado y se creían autorizados a hacer casi cualquier cosa
en el nombre de Dios. Impulsados por el prejuicio, estimulados por la presión de sus
colegas y con el dogma y la convicción como fundamento, ostentaban un poder
inmenso y aterrador. Si bien el estado veneciano había llegado más cerca del
igualitarismo que ninguna otra sociedad occidental, no debemos olvidar que los
poderosos del siglo XVI habían, prácticamente sin excepción, adquirido su poder a
través de la crueldad, la ambición y una implacable energía. Con aquellos hombres no
se podía jugar.
La representación del estado en el juicio corrió a cargo del patriarca del momento,
Laurentio Priuli, un exembajador veneciano en París. Los otros dos jueces eran el
nuncio apostólico, Ludovico Taberna, y el padre inquisidor, el reverendísimo
Giovanni Gabrielle de Saluzzo. Aloysio Fuscari, el observador, completaba el
tribunal. Durante los días inmediatamente anteriores a la comparecencia, los tres
jueces reunidos en privado leyeron dos informes especialmente preparados para ellos
por el acusador, Giovanni Mocenigo.
En el primero, redactado el 24 de mayo, el día siguiente al arresto de Bruno,
Mocenigo empezaba describiendo sus motivaciones para engañar a Bruno. «Estoy
obligado tanto por mi conciencia como por la orden de mi confesor —escribió,
después de lo cual pasaba a ofrecer una clara evidencia de la naturaleza contrita de
sus acciones contra Bruno y de cómo había servido en todo momento a sus amos de
la Inquisición—. Puesto que me habéis favorecido con tanta magnanimidad
perdonando mi error al retrasar mi tardía acusación, os ruego lo excuséis, dado que
mi intención era buena. No pude ocuparme de la totalidad del asunto de inmediato, y
tampoco conocí la vileza del hombre hasta que lo tuve alojado en mi casa durante dos
meses… y luego deseé, mediante mis tratos con él, asegurarme de que no partiría sin
mi conocimiento. De esta manera siempre podría entregarlo al Santo Oficio, un
objetivo en el que he tenido éxito[28]».
En esta primera declaración, Mocenigo parece querer enmendarse de algún
descuido o error. Puede que la Inquisición romana (de la que probablemente cobraba
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Mocenigo) ya se hubiera puesto en contacto con la veneciana acerca del tema del
monje hereje incluso antes de que Bruno hubiera sido invitado a regresar a Italia, y
que Mocenigo hubiese actuado con demasiada lentitud para ellos. Podría ser que
Mocenigo se hubiera convencido de que Bruno sería presa fácil, y que luego hubiera
convencido de ello a sus amos. La negativa inicial de Bruno a alojarse en el palacio
de Mocenigo debió de suponer un irritante contratiempo, y retrasó los planes de la
Inquisición.
Terminadas las disculpas, Mocenigo ofrecía las evidencias que había acumulado
contra Bruno, una mixtura de declaraciones ciertas combinadas con medias verdades,
exageraciones y lo que sin duda era pura y simple invención. «En varias ocasiones,
cuando hablaba conmigo en casa, decía que los católicos eran culpables de sostener
que el pan se convierte en carne; que era un enemigo de la Misa; que no hay religión
alguna que lo complazca; que Cristo fue un pobre infeliz; que no necesitaba
esforzarse demasiado para predecir que acabaría ahorcado, dado que había hecho el
mal para seducir a las personas. [Bruno dijo] que no había distinción alguna entre el
Pueblo de Dios, lo cual sería una imperfección; que el mundo es eterno y que hay
infinitos mundos, y que Dios los hace así porque desea crear cuantos pueda. [Bruno
afirmaba] que Cristo obró milagros aparentes y que era un mago; decía lo mismo de
los Apóstoles, y que a él muy bien podría ocurrírsele hacer lo mismo y más; que
Cristo dejó muy claro que no quería morir, y que retrasó todo lo que pudo el tener que
hacerlo; que no hay ningún castigo de los pecados, y que las almas, creadas por la
naturaleza, pasan de un animal a otro, y que, de la misma manera en que las bestias
nacen de la corrupción, así también lo hacen los hombres, quienes renacen después de
diluvios».
Esta mezcolanza resulta fascinante debido a la mera amplitud de las acusaciones.
Está claro que algunas de las afirmaciones de Mocenigo son descabelladas y bastante
similares a las que encontramos en las declaraciones presentadas contra otros
conocidos herejes. De hecho, cuesta imaginar que alguien pudiera admitir
públicamente en el clima religioso de la época que no tenía muy claro cuáles eran sus
convicciones: «… un enemigo de la Misa; que no hay religión alguna que lo
complazca; que Cristo fue un pobre infeliz; que no necesitaba esforzarse demasiado
para predecir que acabaría ahorcado, dado que había hecho el mal para seducir a las
personas».
No obstante, otras observaciones sí encajan con la visión del mundo que tenía
Bruno: la creencia en la reencarnación y la transmigración de las almas no le habría
sido ajena, ya que se trataba de ideas derivadas de muchas antiguas religiones con las
que el filósofo de Nola estaba sobradamente familiarizado. La idea de que los
hombres y otros animales son, en esencia, la misma cosa: «de la misma manera en
que las bestias nacen de la corrupción, así también lo hacen los hombres» es una
observación coherente con el panteísmo de Bruno. Los mundos infinitos y la
naturaleza eterna del reino físico también son dos conceptos básicos de su filosofía.
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Además, el que Bruno condenara el concepto de la Santísima Trinidad difícilmente
puede sorprendernos, dado que por tal motivo apoyaba al arrianismo; la única
sorpresa es que Bruno llegara a confesar una herejía tan extrema.
La declaración de Mocenigo continuaba: «Pretendía formar una nueva secta, bajo
el nombre de Nueva Filosofía; decía que la Virgen no podía haber dado a luz un niño,
y que nuestra fe católica está llena de blasfemias contra la Majestad de Dios; que
habría que poner fin a las disputas y los ingresos de los frailes, porque ensucian el
mundo; que son asnos y sus doctrinas son propias de asnos; que no tenemos ninguna
prueba de que nuestra fe cuente con la aprobación de Dios, y que para una buena vida
basta con abstenerse de hacer a los demás aquello que no querríamos que nos hicieran
a nosotros; está a favor de todos los demás pecados, y le asombra que Dios consienta
tantas herejías por parte de los católicos; dice que desea dedicarse a la adivinación, y
que todo el mundo debería seguirlo; que santo Tomás [de Aquino] y los otros
doctores de la Iglesia no sabían nada, y que él podría iluminar a los mejores teólogos
del mundo de tal manera que serían incapaces de replicarle[29]». Mocenigo termina
con un recordatorio de que la Inquisición había preparado una lista de ciento treinta
cargos contra el acusado desde su abandono del monasterio de Santo Domenico y
declaraba creer que Bruno estaba poseído por el diablo y que otros corroborarían sus
afirmaciones, los libreros venecianos Ciotto y Andrea Morosini incluidos.
Acompañaba su declaración con una serie de documentos robados a Bruno, entre los
cuales figuraban tres obras impresas y un manuscrito que creía había sido compuesto
por el mismo nolano.
Una vez más, esta parte de la declaración de Mocenigo contiene la misma mezcla
de hechos y ficción que sus afirmaciones anteriores. Es muy improbable que Bruno
hubiera expresado tales opiniones acerca de Tomás de Aquino. Irónicamente,
tenemos aquí a uno de los fieles [Mocenigo] utilizando un ejemplo de una figura muy
querida por la teología ortodoxa [Aquino] para sostener una acusación de herejía
contra Bruno; pero santo Tomás tenía dos caras, la adoptada por los eclesiásticos de
épocas posteriores como el epítome de la convención católica, y la otra, desconocida
fuera del círculo de los ocultistas europeos, la del místico y alquimista.
Una vez más, Mocenigo va demasiado lejos y cae en el tópico. Cuando Bruno se
limita a repetir las palabras de Cristo: «… para una buena vida basta abstenerse de
hacer a los demás aquello que no querríamos que nos hicieran a nosotros», el hombre
que lo traicionó añade: «… está a favor de todos los demás pecados».
Con todo, la acusación más grave es su afirmación de que Bruno quería envilecer
la Iglesia y crear una nueva secta. Al asegurar tal cosa, Mocenigo hablaba de oídas.
Los rumores sobre las intenciones de Bruno habían corrido entre los círculos
clandestinos de Europa desde su regreso de Inglaterra, y puede que algunos hubieran
dado por sentado que lo único que podía hacer Bruno ahora era reunir iniciados para
formar una secta. No obstante, Bruno había sorprendido a todo el mundo volviendo a
Italia acompañado únicamente por un sirviente.
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Aun así, lo que realmente preocupaba a la Inquisición era la posibilidad de que
los herejes pudieran llegar a cuestionar de manera realmente efectiva la teología
ortodoxa. Tenían razones para temer tal cosa, ya que Lutero y Calvino sólo eran los
ejemplos más famosos de heterodoxos rebelándose contra la Iglesia establecida.
Centenares de sectas habían surgido y desaparecido durante los últimos siglos, y la
rígida actitud de la Iglesia sólo servía para alentar la revuelta. La Iglesia católica
reverenciaba la noción de que era única. El suyo, creían, era el único camino que
llevaba a la verdadera iluminación; el Papa, en comunión directa con Dios, era el
único guía que podía conducir al cielo. Los líderes de la Santa Iglesia habían
sacrificado alegremente a decenas de millares de cruzados como si fueran basura
carente de valor, y posteriormente habían exterminado a decenas de millares de
inocentes, segando a la humanidad implacablemente para mantener la autoridad del
Vaticano y su increíble dominio sobre los fieles. Naturalmente, cualquier desviación
de la ortodoxia era considerada intolerable. A los ojos del Papa, la Inquisición, los
dominicos y los franciscanos, el espantoso crimen del hereje siempre era el mismo:
tratar de minar el estatus quo. Cada acusación pregonaba que la pobre alma sometida
a juicio estaba intentando crear la anarquía y suplantar el poder que Dios había
conferido a Roma.
Pero, asombrosamente, en el caso de Bruno la acusación de Mocenigo parece
haberse quedado un poco corta; porque, después de que hubiera entregado aquella
misiva, se le pidió que proporcionara otra para poder dar comienzo al juicio. Así,
mientras Bruno languidecía en su celda sin saber qué iba a ser de él, aislado del
mundo exterior e ignorante de todas las deliberaciones suscitadas por su arresto,
Mocenigo rebuscó en su memoria más pruebas.
El día siguiente a su primera declaración, se las arregló para decir a los jueces:
«El día en que hice encerrar a Bruno en una habitación de mi casa, le pregunté si
cumpliría sus promesas de proporcionarme enseñanzas a cambio de mis muchos actos
de bondad y regalos, para que así no tuviera que acusarlo de haber proferido tantas
maldades contra Nuestro Señor Jesucristo y la Santa Iglesia católica. Respondió que
no le tenía ningún miedo a la Inquisición, pues no había ofendido a nadie en su
manera de vivir y no recordaba haber dicho nada malvado; y, aun suponiendo que lo
hubiera hecho, me lo había dicho únicamente a mí sin que hubiera ningún testigo
presente, y por consiguiente no temía que yo pudiera causarle daño alguno; y aun en
el caso de que fuera entregado a la Inquisición, lo único que podrían hacer era
obligarlo a volver a tomar los hábitos. “Así que fuiste monje”, dije yo. “Tomé el
primer hábito y, por consiguiente, no me costaría nada arreglar el asunto”. A lo cual
repliqué: “¿Y cómo puedes arreglar tus asuntos si no crees en la Sagrada Trinidad, si
dices semejantes maldades de Nuestro Señor Jesucristo, si mantienes que nuestras
almas están hechas de suciedad y que todo cuanto hay en el mundo es guiado por el
Destino, como me has dicho en varias ocasiones? Lo primero que debes hacer es
poner orden en tus ideas, y el resto será fácil. Si lo deseas, te prestaré toda la ayuda
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posible, para que así puedas saber que, aunque has faltado a tu palabra y no has
sabido agradecerme todas mis bondades, yo sigo deseando ser tu amigo en todo. A
esto replicó él rogándome que lo dejara en libertad; si había recogido sus cosas y
dicho que deseaba irse, no hablaba en serio, sino que únicamente quería que yo
reprimiera mi impaciencia por ser instruido, con la cual lo atormentaba
perpetuamente y que, si lo ponía en libertad, me enseñaría cuanto sabía; más aún, me
revelaría el secreto de todas sus obras únicamente a mí. Y también dijo que pensaba
escribir otras, las cuales serían reveladoras y excepcionales; que sería mi esclavo sin
más recompensa que lo que ya había recibido de mí; y que, si yo quería quedarme
con sus pertenencias, serían mías, pues en todos los aspectos me lo debía todo; lo
único que él quería recuperar era un pequeño libro de conjuros que yo había
encontrado entre sus escritos[30]”».
En esta declaración, que en muchos aspectos tenía bastante más peso que la
primera, Mocenigo parece estar dando rienda suelta a su fantasía en un desesperado
esfuerzo por convencer a la Inquisición de que había cumplido la misión que le
habían encomendado. Al principio de la declaración consigue hacerse tal lío con sus
afirmaciones que llega a cometer la asombrosa tautología de decirle a Bruno que no
lo denunciará si accede a enseñarle las artes ocultas. ¿Qué clase de imagen pudo
haber presentado Mocenigo a Bruno al sugerirle que pasaría por alto los horrores
implícitos en la filosofía de Bruno a cambio de recibir aquello por lo cual había
pagado?
De hecho, esta segunda declaración es poco más que una reiteración de la
primera, porque está claro que a Mocenigo se le había terminado la inspiración para
endosar acusaciones contra Bruno. El hecho de que éste hubiera sido monje no era
ninguna novedad, y las insinuaciones de que Bruno pensaba escribir más textos
heréticos y únicamente quería conservar «un pequeño libro de conjuros» sólo son
condimento para los jueces También sugiere que Mocenigo había hecho un
desesperado esfuerzo para atrapar a Bruno durante el que actuó con celo y
determinación, ya que Mocenigo nunca pasaba por alto una ocasión de quedar en
buen lugar. Aun así, y pese a sus esfuerzos por mostrarse como un cristiano benévolo
y devoto que quería conducir al hereje hacia la luz, el retrato de Bruno que pinta
Mocenigo es ridículamente equivocado y confuso. Bruno ciertamente era un hereje,
pero no la clase de hombre que suplica clemencia a un noble que lo ha sometido a
arresto domiciliario.
Con todo, y a pesar de sus inconsistencias y del torpe estilo de las declaraciones
de Mocenigo, los jueces venecianos quedaron suficientemente impresionados para
aprobar el arresto y someter a juicio a Giordano Bruno, creyendo que tal medida era
legal y justificable. Los jueces, naturalmente, siempre habían querido someterlo a
juicio y hacerlo comparecer ante la Inquisición, pero necesitaban pruebas
satisfactorias. Las declaraciones de Mocenigo apenas se tenían en pie, pero para unos
hombres que no sabían nada del carácter de Bruno (y muy poco, suponiendo que
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supieran algo, de su filosofía) pero estaban decididos a perseguirlo como hereje, era
más que suficiente. El inicio del juicio fue fijado para el día siguiente, el martes 26 de
mayo de 1592.
El tribunal ocupaba el corazón del complejo de edificios que circundaban el
palacio Ducal, con las ventanas protegidas por barrotes y las puertas vigiladas. Los
jueces y el observador, resplandecientes con sus vestimentas oficiales, se sentaban en
grandes sillas de respaldo recto provistas de un almohadón encima de un estrado y
formaban un pequeño arco, con un taburete de madera para el acusado colocado
delante de ellos. A un lado, los testigos comparecían de pie ante el resto de la sala y al
otro había dos filas de asientos para funcionarios gubernamentales y figuras públicas,
presentes mediante invitación y juramento de secreto. El secretario del tribunal se
encontraba sentado en una parte más baja de la estancia, cerca de los testigos para así
poder comunicar cuanto viera y oyese.
El primero en ser llamado fue un integrante del círculo íntimo de Bruno en
Venecia, Giovanni Ciotto Battista. Ciotto estaba acostumbrado al sistema empleado
por la Inquisición. En tanto que vendedor de literatura arcana, una parte de la cual
indudablemente franqueaba la frontera invisible que separaba la ortodoxia de la
herejía, estaría todo lo bien preparado que se podía estar para afrontar la clase de
interrogatorio realizado por Laurentio Priuli, Ludovico Taberna y el padre inquisidor
Giovanni Gabrielle.
El padre Gabrielle empezó pidiendo a Ciotto que describiera cómo llegó a
conocer a Mocenigo y su relación con Giordano Bruno. Ciotto contestó con
serenidad. «La Pascua pasada me disponía a partir para la feria de Fráncfort cuando el
señor G. Mocenigo vino a verme y me preguntó si iba a ir allí. Me dijo: “Lo tengo [a
Giordano Bruno] aquí a mis expensas. Ha prometido enseñarme muchas cosas y a
cambio yo le he dado muchas ropas y dinero. Pero no consigo sacarle nada. Dudo que
se pueda confiar en él. Así pues, y ya que vais a ir a Fráncfort, tenedlo presente y
hacedme el servicio de averiguar si alguien se fía de él como persona que cumple sus
promesas”. A causa de esto, cuando estuve en Fráncfort hablé con varios estudiosos
que habían asistido a sus disertaciones y que estaban familiarizados tanto con su
método como con su discurso. Lo que me dijeron fue, en resumen, que Giordano
hacía constantes profesiones de memoria y otros secretos similares, pero que su éxito
nunca se había comprobado en la práctica, y que sus discípulos en esta y otras
cuestiones similares distaban mucho de haber quedado satisfechos. Dijeron que no
entendían cómo se las había ingeniado para poder permanecer en Venecia, pues
estaba considerado un hombre carente de religión. Eso fue todo cuanto averigüé, y se
lo conté a Giovanni cuando volví de la feria, a lo cual él replicó: “Ya me lo temía,
pero veré qué puedo sacar de él acerca de la instrucción que me ha prometido, para
así no perder del todo lo que ya le he dado, y luego lo entregaré al Santo Oficio”[31]».
Ésta es la declaración de un hombre cauteloso al que se ha puesto en una
situación peligrosa. Las autoridades venecianas no cerraban los ojos ante la venta de
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textos ocultistas, pero tampoco se mostraban muy deseosas de reprimir ninguna clase
de comercio, la sangre que daba vida a la ciudad; por lo que un delicado respeto
mutuo permitía a los comerciantes prosperar y a los eclesiásticos darse por
satisfechos. No obstante, hombres como Ciotto tenían que andarse con mucho
cuidado ante la Inquisición, incluso en Venecia. Por una parte, si su declaración
mostraba excesiva simpatía hacia la acusación sería visto por la comunidad ocultista
como alguien en quien no se podía confiar, y eso iría en detrimento de su negocio.
Por otra, si se mostraba demasiado dispuesto a apoyar al acusado podía ser
considerado sospechoso y tener que enfrentarse a acusaciones similares.
Consecuentemente, la declaración de Ciotto dice muy poco. Vuelve inofensiva
cualquier observación que pudiera considerarse sospechosa poniendo los comentarios
en boca de otros, y está claro que lo que le dijo a Mocenigo pretendía disuadirlo de
que siguiera manteniendo tratos con Bruno. No debemos olvidar que el librero
mantenía una relación comercial con el filósofo de Nola, y en su declaración todo
apunta a que intentaba quitar importancia al arte de Bruno al mismo tiempo que se
distanciaba de él sin verse obligado a hablar mal de Mocenigo ni de nadie.
El siguiente en declarar fue otro librero conocido de Bruno, Jacobo Britano, un
hombre de mediana edad nacido en Antwerp que llevaba unos años viviendo en
Venecia y era conocido entre los italianos como Giacomo Bertano. Le fue leído un
párrafo de la primera declaración de Mocenigo en la que su nombre se mencionaba
para apoyar las acusaciones contra Bruno. La voz del padre Gabrielle resonó en el
silencio de la sala mientras leía las palabras de Mocenigo: «“Britano en particular me
habló de él, tachándolo de enemigo del cristianismo y de nuestra fe, y diciendo que
había oído cómo profería temibles herejías”. ¿Qué decís a esto?»[32].
Britano, que había compartido con Bruno secretos herméticos en habitaciones
sumidas en la penumbra, miró resueltamente al padre inquisidor. «Niego
absolutamente tal declaración —dijo con sequedad, y añadió—: Su principal
ocupación era escribir y el vano y quimérico imaginar novedades».
Acto seguido el secretario del tribunal anotó que el patriarca Laurentio Priuli se
puso en pie y levantó la sesión hasta el viernes siguiente, 29 de mayo.
La mañana del 29, Britano volvió a ser interrogado y mantuvo no saber nada del
carácter de Bruno, que apenas si habían hablado de religión o de cuestiones
espirituales, y que sólo lo conocía vagamente. El tribunal interrumpió la sesión para
almorzar y por la tarde Bruno fue, por primera vez, sometido a interrogatorio.
Cuando ocupó su asiento, el secretario del tribunal dejó constancia de la impresión
que le causó el prisionero: «Giordano Bruno es de estatura ordinaria, con barba de
color castaño, y aparenta los cuarenta años que tiene[33]».
La atmósfera era tensa y Bruno estaba muy nervioso. Cuando Priuli estaba
pidiendo al acusado que dijera la verdad, éste no pudo contenerse y dijo: «Diré la
verdad. Se me ha amenazado a menudo con el Santo Oficio y lo tomé por una broma,
así que estoy más que preparado para justificarme[34]». Mientras hablaba le temblaba
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la voz y movía las manos gesticulando. Bruno había pasado seis días solo en su
diminuta celda pensando en su destino, y ahora se daba cuenta por primera vez de la
gravedad de la situación. Quizás oyó el lejano crujir de las llamas y olió el tenue
hedor de su propia carne quemándose. Ahora sabía que aquello no era ninguna
broma.
Los jueces lo contemplaron. Les habían proporcionado copias de algunas de sus
obras, que habían leído con creciente desdén, y también habían dispuesto de un
informe sobre la vida de Bruno, sus viajes, sus ideas y su filosofía. Mientras se hacía
el silencio en la sala y Bruno permanecía inmóvil en su asiento, una figura pequeña y
desaliñada, Gabrielle, se inclinó hacia delante y dio comienzo al interrogatorio. El
intercambio de preguntas y respuestas prosiguió sin interrupción hasta bien entrada la
tarde del 29 de mayo, y de éste y los días de interrogatorio subsiguientes empezó a
surgir un retrato de Bruno, la historia de su vida y las creencias y las convicciones
que estaba dispuesto a admitir ante aquel tribunal. Las actas del proceso representan
el único relato conservado de la vida de Bruno. Lo que sigue es una amalgama de sus
declaraciones que ayuda a perfilar una imagen de Bruno, el hereje.
Felipe Bruno nació en el pequeño pueblo de Nola a los pies del monte Vesubio
cerca de Nápoles, y en su sangre había cenizas. El monasterio al que fue enviado
parecía, a los ojos de un muchacho, un lugar encantado en el que su inclinación
natural a aprender podría ser alentada de la manera más provechosa. A medida que
crecía, fue sabiendo más cosas y empezó a concebir un lienzo más amplio, pudo ver
fisuras en las enseñanzas que recibía, anomalías, inconsistencias y mentiras.
«Un día —le contó al tribunal—, durante una discusión con Montalcino, uno de
nuestra orden, en compañía de otros padres, él dijo que los herejes eran personas
ignorantes y que no empleaban términos escolásticos; a lo que yo repliqué que
ciertamente no exponían sus conclusiones a la manera escolástica, pero que sabían
explicarse con tanta claridad como los propios padres de la Iglesia. Luego le hice ver
que las opiniones de Arrio eran menos peligrosas de lo que se creía; pues
generalmente se entendía que Arrio había pretendido enseñar que la Palabra fue la
primera creación del Padre; y yo expliqué que Arrio decía que la Palabra no era ni
Creador ni Creado, sino intermediaria entre el Creador y la criatura, al igual que la
palabra hablada es un intermediario entre el orador y el significado que expresa; y
que, por dicha razón, se la llama la Primogénita ante todas las criaturas, a través y a
partir de la cual son todas las cosas. No a la cual, sino a través de la cual todas las
cosas regresan a su último fin, que es el Padre[35]».
En 1576 Bruno huyó del monasterio temiendo por su vida. Cambió de nombre y
prescindió de su hábito. Encontró refugio en otros monasterios durante cortos
períodos, pero su reputación siempre terminaba alcanzándolo y se veía obligado a
marcharse en plena noche, viajando a través de los oscuros campos hasta el próximo
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cobijo temporal, siempre receloso, siempre asustado.
Depositando su fe en un lugar donde esperaba ser anónimo, se encaminó hacia
Roma. Deseaba que se le permitiera establecerse allí para enseñar y escribir en paz,
pero sólo pasaría unas semanas en Roma antes de volver a trasladarse, porque las
autoridades siempre le pisaban los talones. «Me enteré —admitió— que después de
mi partida de Nápoles, ciertas obras de san Crisóstomo y san Jerónimo conteniendo
las anotaciones prohibidas de Erasmo, las cuales yo había utilizado en secreto y
arrojado a la letrina cuando me fui para evitar que fueran encontradas, habían sido
descubiertas[36]».
Ya no había ningún lugar seguro para él en Italia. En su declaración ante la
Inquisición, Mocenigo había contado que Bruno «me había dicho que la Inquisición
quería acusarlo de ciento treinta cargos en Roma, y que se fue de allí mientras éstos
estaban siendo presentados porque se le atribuyó haber arrojado al denunciante, o al
hombre que tenía por tal, al Tíber[37]».
Nuestro conocimiento de este episodio se ve todavía más complicado por una
anotación encontrada en el diario del librero Guillaume Cotin, al que Bruno conoció a
mediados de la octava década del siglo. El diario fue descubierto en el siglo XIX en la
Bibliothèque Nationale y se cree que es genuino. En él, Cotin observa: «7 de
diciembre. [1585] Jordano ha vuelto… Lleva ocho años exiliado de Italia, tanto a
causa de un crimen cometido por su hermano, debido al cual fue muy odiado y vio
que su vida corría peligro, como para escapar de las calumnias de los inquisidores,
quienes son hombres ignorantes, y, no comprendiendo su filosofía, lo declararon
hereje[38]».
Sorprendentemente, en el proceso veneciano (y más tarde en Roma) los
inquisidores no parecieron mostrar ningún interés por dicho incidente y pasaron por
alto el intenta de Mocenigo de aportar más sensacionalismo a sus acusaciones. Está
claro que Bruno había tenido tratos con algunas personas de dudosa reputación en
Roma. Era, nunca debemos olvidarlo, un fugitivo. Estaba viviendo en el mismo seno
del enemigo, viajando por los mismos caminos y respirando el mismo aire que los
inquisidores. Eso seguramente lo obligó a vivir furtivamente, asociándose con
criminales y otros herejes y manteniéndose lejos de miradas curiosas. Pero de pronto
la Inquisición parecía muy poco interesada en los acontecimientos de Roma: o ya se
habían convencido de su inocencia, o habían decidido pasar por alto aquel asunto
para que un posible asesinato, por lejano que fuera, no arrojase sombra sobre las
acusaciones de herejía[39].
Cualquiera que fuese la participación de Bruno en aquel crimen, inmediatamente
después del incidente se vio impulsado a actuar de una manera más decidida de lo
que lo había hecho desde que abandonó la Orden. Volvió a usar temporalmente su
nombre de pila haciéndose llamar Felipe y huyó todo lo lejos que pudo, hasta
Génova, unos trescientos kilómetros hacia el norte.
Pero una vez más, no permaneció allí mucho tiempo. De Génova fue a Turín y
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luego a Venecia. Allí encontró la plaga y millares de muertos. Volvió a ponerse en
movimiento y encontró rápidamente otro refugio temporal en Padua. «Yéndome de
Venecia, fui a Padua —contó a sus jueces—, donde me encontré con algunos padres
dominicos que conocía de antes. Ellos me persuadieron de que volviera a llevar el
hábito, aconsejándome que era más conveniente viajar con él puesto. Con esta idea en
la cabeza, fui a Bérgamo e hice que me confeccionaran un hábito blanco de tela
barata, y encima de él llevé el escapulario que había traído cuando partí de
Roma[40]».
Viajando de nuevo como un monje, Bruno abandonó Padua con rumbo a Milán,
unos ciento sesenta kilómetros en dirección noroeste. A esas alturas ya llevaba más
de dos años viajando, y debía de estar agotado. La vida del fugitivo itinerante
proporcionaba libertad y la ocasión de tener aventuras, pero era un camino
terriblemente difícil. Bruno tenía muy poco dinero, y los alojamientos casi siempre
eran penosos. Debió de verse obligado a alojarse en posadas hediondas y a compartir
con muchos habitaciones abarrotadas e infestadas de ratas. Sus compañeros de viaje
serían personajes muy poco recomendables, ya que cualquier persona con dinero se
habría alojado en mejores lugares. En las posadas baratas, los viajeros frecuentemente
eran objeto de robos y muchos eran asesinados en su cama o en el suelo cubierto de
paja, apaleados por unas cuantas monedas o acuchillados por un par de botas nuevas.
Y, aparte de estos peligros, la plaga y un sinfín de enfermedades suponían una
constante amenaza.
Pero esa clase de vida también hizo que Bruno conociera toda clase de personas.
Habiendo renunciado al aislamiento y la seguridad del monasterio ahora se
enfrentaba al peligro, pero también se codeaba con otros filósofos y pensadores,
músicos, poetas y actores itinerantes, mercaderes de escasos recursos y predicadores
peripatéticos. Nunca debió de sentirse tan vivo, tan en contacto con el mundo, y
aquello afluyó a su pensamiento y sus escritos y le proporcionó muchos personajes
que más tarde poblarían sus grandes libros, aquellas figuras a través de las cuales
podría exponer sus ideas y filosofía.
En Milán conoció a Philip Sidney, el noble y poeta inglés del que seguiría siendo
amigo toda la vida y al que posteriormente dedicó La expulsión de la bestia
triunfante. Fueron presentados por un grupo de estudiosos que vivían en la ciudad,
unos filósofos que servían de puente entre el mundo de los ocultistas, los alquimistas
y los monjes heréticos y el de los nobles y los viajeros adinerados de los que se sabía
estaban interesados en las verdades clandestinas y la cábala secreta. Pero Bruno sólo
se quedó en Milán una o dos semanas, antes de seguir el consejo de sus amigos y
dirigirse hacia Ginebra. Allí los calvinistas se habían hecho fuertes y proporcionaban
refugio a los que simpatizaban con el protestantismo y a algunos antipapistas.
Juan Calvino había establecido su iglesia en Ginebra casi cuarenta años antes de
que Bruno llegara allí. En 1579, Calvino llevaba quince años yaciendo en su tumba,
pero su influencia apenas si había disminuido. La ciudad proporcionaba un puerto
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seguro a los protestantes, quienes seguían refiriéndose a ella como «la Ciudad de
Dios» tal como hacían cuando Calvino andaba por sus calles. La población
mayoritariamente protestante todavía observaba el estricto código ético y teológico
delineado en los Institutos de Calvino, creyendo que cada acción y toda la vida
deberían servir al propósito de glorificar a Dios al mismo tiempo que menospreciaban
el pensamiento progresivo o liberal.
Así pues, ¿por qué se le ocurrió precisamente a Bruno ir allí? Conocía la suerte
corrida por Miguel Servet sólo un cuarto de siglo antes, pero parece que a sus treinta
y un años de edad la curiosidad era una fuerza más poderosa que el miedo. «Solía ir a
oír predicar o disputar a los herejes más impulsado por la curiosidad acerca de cómo
eran y se comportaban que porque los encontrara acogedores… —contó a los jueces
—, pero tampoco encontraba satisfacción en ello. Por eso después de la lectura o
sermón, cuando llegaba el momento del sacramento y la distribución del pan a su
manera, yo volvía a mis asuntos. Nunca tomé el sacramento ni observé sus
prácticas[41]».
Inevitablemente, Bruno no tardó en tener problemas entre los protestantes.
Temerariamente seguro de sí mismo, empezó a enseñar y, por primera vez, atacó
abiertamente a Aristóteles. Un grave error. Los calvinistas habían reinterpretado la
Biblia para adecuarla a sus posturas teológicas, pero en algunos aspectos eran tan
tradicionales como los católicos. Continuaban leales al aristotelismo y, al igual que
sus enemigos católicos, consideraban a Aristóteles como uno de los pilares centrales
de su teología, considerando su filosofía como una precisa y apropiada descripción
del universo físico de Dios. Por eso no debió de sorprender a Bruno el que, después
de haber publicado un tratado antiaristotélico en el que se expresaba en términos
bastante claros, fuera llevado ante las autoridades eclesiásticas. Según los archivos de
la ciudad, Bruno parece haberse tomado el asunto bastante a la ligera: «Ni se
defendió ni se declaró culpable —dice el acta—, pues [afirmó] que la cuestión no
había sido verazmente comunicada». El acta concluía: «Se decidió administrarle una
severa reprimenda y luego permitirle participar en el sacramento. Dicha reprimenda
tenía como fin liberarlo de su transgresión, cosa que él agradeció humildemente[42]».
Aparentemente, en esta ocasión los ancianos de la ciudad estaban de buen humor
y optaron por mostrarse clementes, pero Bruno no se sintió nada inspirado por las
costumbres calvinistas. Más tarde escribiría acerca de los filósofos que conoció en
Ginebra: «Entre diez clases de maestros no se encontrará aquí a ninguno que no tenga
un catecismo particular listo para ser publicado, si es que no lo ha sido ya, en el cual
no se aprueba más institución que la suya, encontrando en todas las demás algo a
examinar, desaprobar o poner en duda; además, la mayoría de ellos no consiguen
ponerse de acuerdo consigo mismos, borrando hoy lo que habían escrito ayer». Y
ante el tribunal veneciano, declaró: «He leído libros escritos por… Calvino y otros
herejes, no para asimilar su doctrina ni con el propósito de mejorar, pues los tengo
por más ignorantes que yo, sino por pura curiosidad[43]». Con su curiosidad
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rápidamente saciada y antes de que la suerte pudiera volverle la espalda, Bruno fue lo
bastante sensato para volver a ponerse en movimiento, esta vez regresando a Francia,
donde pasó una breve temporada en Lyon antes de encaminarse hacia Toulouse.
Y una vez más, la elección resulta bastante extraña. Aunque la Universidad de
Toulouse tenía una sólida reputación de excelencia académica, la ciudad propiamente
dicha era una de las más intolerantes de Francia: profundamente ortodoxa y
dominada por los celotas católicos, no parecía la clase de lugar que podía ofrecer un
refugio apacible a Bruno.
Pero su decisión no debería sorprendernos demasiado. De hecho, es un ejemplo
de la verdadera esencia de su carácter. A esas alturas Bruno debía de considerarse una
especie de noble fugitivo, un cruzado. Se había visto obligado a ir de ciudad en
ciudad con sus perseguidores pisándole los talones, y estaba acostumbrándose a
aquella vida errante. Había resistido la persecución de los calvinistas y no se había
dejado convencer por su doctrina, pero tampoco debemos subestimar los riesgos que
había corrido al tomar tales decisiones.
Bruno parece haberse sentido atraído hacia Toulouse por el mismo hecho de que
representaba un desafio. Sin prestar atención a las doctrinas reinantes en la ciudad,
empezó a enseñar allí y se concentró en nuevos trabajos, dando inicio a uno de sus
primeros tratados y su primer estudio maduro de la memoria, Clavis magna [La gran
llave]. Ingresó en una sociedad literaria llamada Academia del Palacio y no tardó en
ser aceptado como un estudioso por las autoridades de la universidad, donde incluso
se le confirió un nombramiento oficial para enseñar a Aristóteles. Pero una vez más,
sus ideas heréticas no tardaron en ser detectadas y ocasionarle problemas, por lo que
unos meses después de su llegada se vio obligado a irse. Como contó a la Inquisición
veneciana, «me fui debido a las guerras civiles, y me encaminé hacia París[44]».
Llegó a la capital francesa a finales de 1581. Llevaba cuatro años viajando y no
había permanecido más de unos meses en ningún sitio. Tenía poco dinero y escasas
referencias que pudieran serle de alguna utilidad en aquella ciudad católica dividida,
y seguía viéndose obligado a cuidarse de los espías del Vaticano y los agentes de la
Inquisición. Hacia 1581, París había sido devastado por casi dos décadas de guerras
religiosas, sus calles estaban en ruinas y los edificios medio abandonados y vacíos, y
su población presentaba un porcentaje desproporcionadamente alto de mujeres y
viejos debido al gran número de jóvenes a los que se había dado muerte: aquella
ciudad donde el asesinato se había vuelto muy fácil, y a menudo no era castigado,
proporcionó otro lúgubre telón de fondo a la extraña misantropía de Bruno, su
desesperada y apasionada misión.
Pero en los círculos intelectuales parisinos Bruno ya era un hombre famoso. Sus
enseñanzas y escritos no sólo habían sido denostados por sus enemigos, sino que
también habían servido para hacerlo conocido dentro de la pequeña pero influyente
comunidad de cabalistas y entre los radicales acomodados que sentían una aguda
curiosidad por todas las prácticas ocultistas y místicas. Alentado por la recepción de
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que fue objeto entre aquellas personas, Bruno acometió una serie de disertaciones
públicas que atrajeron la atención de numerosos simpatizantes en la Universidad de
París. Con sorprendente celeridad, se le ofreció una cátedra y no tardó en llamar la
atención del rey Enrique en persona. «Me gané tal renombre que un día el rey
Enrique III me mandó llamar y me ofreció un cargo extraordinario de disertador con
un salario», contó Bruno orgullosamente a la Inquisición[45].
Pero, nuevamente, los buenos tiempos no iban a durar demasiado. ¿Cómo podían
hacerlo cuando Bruno estaba entrando deliberadamente en una zona de guerra creada
por el conflicto religioso? ¿Cómo podía evitar hacerse enemigos cuando estaba
exponiendo detalladamente sus opiniones allí donde todos podían oírlas y luego, con
el apoyo de sólo un puñado de amigos, obtenía posiciones académicas y favores de la
corte que lo convertían en una personalidad pública muy visible? Estaba jugando a un
juego muy peligroso, y aquello no podía durar.
Pero al principio había disfrutado de la protección del más alto poder del reino y
había llegado a desarrollar una relación muy estrecha con Enrique. El rey era un
individualista y un rebelde nato, pero no carecía de inteligencia. Ha sido descrito
como un pervertido y un hedonista, y por otros como una anomalía, un amoral
enloquecido e irresponsable, y a lo largo de su relativamente corta existencia (murió
unas semanas antes de cumplir los treinta y ocho años) consiguió suscitar encendidas
reacciones tanto entre sus súbditos como por parte de los extranjeros. Bruno quizá se
sintió atraído hacia él por considerarlo un compañero de viaje por un sendero menos
frecuentado, y además ambos compartían un ansia de rebelión y un gusto por lo
heterodoxo. Enrique había tenido la suerte de nacer en el seno de una familia real, y
gracias a eso podía permitirse todos sus caprichos. Bruno era un hombre de un calibre
intelectual muy diferente, pero carecía de los privilegios de Enrique. Era un buscador
de la Verdad, pero perseguía algo muy distinto del hedonismo puro de Enrique. Aun
así, había una clara empatía entre los dos y debido a ello (y porque le convenía con
vistas a sus propios fines) Enrique estaba dispuesto a ayudar a Bruno. No podía dar
cobijo al mago ni permitir que se lo viera apoyar directamente a un conocido hereje,
pero hizo lo que pudo, proporcionándole una carta de recomendación y asegurándole
alojamiento en la casa de Michel de Castelnau, señor de Mauvissière, el embajador
francés en la corte londinense de Isabel I.
Y aquí, el oscuro rastro de la vida de Bruno se desvanece casi por completo.
Bruno pasó más de dos años en Inglaterra, su estancia más larga en un mismo
lugar. Sabemos que pasaba casi todo su tiempo en la casa que Castelnau tenía en
Salisbury Court, cerca de Fleet Street en Westminster, y que fue presentado tanto a la
corte como a la misma reina Isabel. Renovó su amistad con Philip Sidney, quien por
entonces se encontraba en el apogeo de su fama y éxito; visitó Oxford, donde ofreció
varias disertaciones públicas y, tal como había hecho en Toulouse y París, se ganó el
oprobio de los decanos de la universidad y de muchos estudiantes, con lo que al final
poco faltó para que fuera expulsado de la ciudad. También escribió sus obras más
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logradas y perdurables durante su estancia en Inglaterra. La más destacada fue La
cena del miércoles de Ceniza, que se centra en un drama representado en las calles de
Westminster y en la que aparecen algunas de las personas con las que trató en la corte
y los círculos literarios.
Es fácil comprender qué lo atraía de Inglaterra. Aquel país había sufrido las
conmociones causadas por los conflictos religiosos de una manera muy parecida a
otras partes de Europa en el siglo anterior, pero ahora Inglaterra estaba gobernada por
una reina protestante, la cual no se inclinaba hacia Calvino y ciertamente no sentía
ningún afecto por Roma (en 1570 había sido excomulgada por Pío V). Inglaterra
todavía era un hervidero de confusión religiosa que estallaba ocasionalmente en una
erupción de violencia a todos los niveles y a través de todos los estratos sociales.
Mientras Bruno fascinaba a los intelectuales liberales de Escocia con sus ideas sobre
la mnemónica y su filosofía antiaristotélica, María, la reina de Escocia, padecía sus
últimos años de cautividad en un castillo inglés; y cuando Bruno abandonó el país, a
María sólo le faltaban dos años para morir bajo el hacha del verdugo en el castillo de
Fotheringhay. Aunque Inglaterra había logrado escapar a algunas de las repercusiones
más destructivas de la revolución de Lutero, la mecha encendida por el padre de
Isabel, Enrique VIII, y por el hermanastro de Isabel, Eduardo VI, ya llevaba mucho
tiempo humeando.
Bruno estaba al corriente de todo esto, naturalmente, pero aun así vio en
Inglaterra una especie de refugio donde podría estar a salvo mientras hacía inventario
de su vida. No obstante, su relación con la soberana inglesa sólo sirvió para aumentar
el celo con que luego sería condenado por la Inquisición. Cuando fue juzgado, cuatro
años después de que los ingleses hubieran derrotado a la armada española, la reina
Isabel era considerada una diosa por su pueblo, pero a los ojos del Papa era el
enemigo público número uno, una excomulgada, una hereje y una ramera. Una
década antes, la Santa Sede había decretado que quien matara a Isabel no sólo sería
perdonado, sino que se vería especialmente favorecido en el cielo.
Pero si bien las razones de Bruno para ir a Inglaterra son obvias, una gran parte
del tiempo que pasó allí sigue envuelto en el misterio. Evidencias bastante
convincentes sugieren que trabajó como espía para sir Francis Walsingham, el
principal secretario de Isabel. Después de todo, Bruno era un hombre con muchos
contactos europeos, un hombre que, aunque ostensiblemente católico, sólo sentía
desprecio por la institución del papado y las autoridades de la Iglesia romana. Y aún
más importante, vivía en la residencia del embajador francés, una posición ideal para
filtrar información[46]. Según recientes investigaciones, durante su breve carrera
como espía Bruno usó el seudónimo «Faggot», lo que, ya que no otra cosa, demuestra
que tenía un sentido del humor muy anglosajón, ya que por entonces la palabra
«faggot» era utilizada para describir los haces de madera amontonados junto con la
yesca alrededor del poste durante una ejecución mediante el fuego.
Bruno era cosmopolita y gozaba de un amplio círculo de amistades. En la corte
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inglesa se relacionó con los niveles superiores de la sociedad, pero también se sentía
atraído por las calles y siguió teniendo tratos con el submundo de los alquimistas y
los herméticos. Eso lo llevó a relacionarse con artistas y músicos, poetas y actores.
Sabemos que conoció al tristemente famoso John Dee (uno de los guías espirituales
de Isabel) y discutió de magia con él, y que le causó una impresión duradera debido a
sus estudios sobre el arte de la memoria.
Bruno decidió irse de Inglaterra cuando comprendió que Isabel no lo ayudaría y
se vio obligado a buscar otra manera de presentar sus grandiosos planes. Después de
haber regresado a París, creyó haber estado fuera de Europa lo suficiente para que el
recuerdo de sus tropiezos anteriores hubiera quedado bastante desdibujado. Estaba en
lo cierto, y no tardó en rodearse de un círculo de amigos influyentes. «Acompañé al
embajador a París, donde pasé otro año alojándome con los caballeros a los que
conocí allí», contó a los inquisidores venecianos[47]. Continuó enseñando y
escribiendo, y se mantuvo muy ocupado buscando editores para sus nuevas obras.
Pero una vez más, las voces opositoras no tardaron en hacerse oír. En referencia a
este período, Bruno diría a los jueces: «No he enseñado en oposición directa a la
Iglesia católica, pero se juzgó que había hecho tal cosa indirectamente en París».
Éste fue uno de los períodos más productivos y creativos de su vida. Durante los
tres años transcurridos entre su llegada a Inglaterra en 1583 y su marcha a finales de
1585, escribió siete nuevos libros. Algunos de ellos se han perdido y puede que nunca
llegaran a publicarse, pero entre ellos figuran cuatro de sus obras más importantes: La
cena del miércoles de Ceniza, La expulsión de la bestia triunfante, Del infinito, el
universo y sus mundos y De la causa, el principio y el uno, los dos primeros aún
disponibles en ediciones inglesas de la época. Pero lo que tal vez fuera más
importante es que Bruno se dio cuenta de que sus posibilidades de conseguir apoyo
para su cruzada religiosa se estaban desvaneciendo rápidamente, ya que tanto Enrique
como Isabel habían rechazado sus sugerencias y Francia empezaba a encontrar su
propia forma de resolución temporal a la cuestión del conflicto religioso.
Volviendo la mirada hacia sus contemporáneos, sus éxitos y sus fracasos, Bruno
debió de sentir que la obra de su vida había llegado a una encrucijada. En términos de
llegar a su audiencia, Bruno había tomado por modelo a Erasmo, cuyo método era un
paradigma de sus propios esfuerzos para conseguir el cambio. A la manera de
Erasmo, Bruno se había convertido en un exiliado, incapaz de mantener ningún
contacto directo con Roma y la Santa Iglesia, sometido al ostracismo, excomulgado y
constantemente acosado por la Inquisición, pero siempre fuera de su alcance. Había
publicado un libro tras otro, expuesto sus creencias en provocativas disertaciones y
encendido las mayores reacciones allá donde iba. Pero no había logrado gran cosa. El
éxito obtenido a lo largo de su vida no fue nada comparado con la reacción popular
suscitada por Erasmo. Hablando en términos modernos, El elogio de la locura de
Erasmo fue un tremendo éxito de ventas y ejerció una inmensa influencia sobre las
personas instruidas. En comparación, y aunque fuera tratado con respeto y en algunos
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ambientes incluso con reverencia, las obras de Bruno eran leídas por muy pocos y no
pasaron de ser libros de culto. Así pues, Bruno sabía que era necesario probar un
enfoque distinto. El problema estribaba en que su obra era mucho más radical que la
de Erasmo, y Bruno sabía que el verdadero cambio sólo vendría a través de la
influencia de poderosas figuras políticas. Habiendo fracasado en dos ocasiones, ya
iba siendo hora de adoptar una nueva táctica: tendría que tratar de aproximarse a la
Iglesia.
«Fui a ver al nuncio francés y al obispo de Bérgamo —contó Bruno al tribunal
veneciano—. Mientras me esforzaba a través de aquellos caballeros por tratar de
regresar a la Iglesia, consulté con otro jesuita, y me dijeron que no podían absolverme
de mi apostasía… Rogué al nuncio que me ayudara y volví a tratar de convencerlo de
que escribiera a Su Beatitud Sixto V, en Roma, para obtener la gracia y ser recibido
en el seno de la Iglesia católica, pero sin que se me obligara a volver a la condición
de monje. A lo cual el nuncio me dijo que no había posibilidad de conseguirlo y que
no escribiría a menos que yo estuviera dispuesto a regresar a mi orden. Me mandó a
ver al padre jesuita Alonzo Spagnuolo. Discutí mi caso con él, y me hizo ver que era
necesario conseguir la absolución de la censura de manos del Papa y que no se podía
hacer nada a menos que regresara a mi orden[48]».
Una oferta casi idéntica le había sido hecha a cada apóstata que deseaba
arrepentirse y volver a la Iglesia. En 1521, la misma oferta había sido dirigida a
Martín Lutero, quien optó muy sensatamente por quedarse en Alemania. La oferta de
Roma era un mero gesto formal, y Bruno lo sabía. Todos tenían claro que un regreso
al monasterio de Nápoles significaría el arresto inmediato, el encarcelamiento, la
tortura y seguramente la ejecución. Fueron muy pocos los que se dejaron engañar por
la Iglesia de Roma, y Sixto V no era nada propenso a ser misericordioso con los
herejes.
Naturalmente, Bruno no llegó a decirle todo eso al tribunal. A medida que iba
contando su historia durante el tercer día de su juicio, el 29 de mayo de 1592, reiteró
su firme resolución de encontrar una manera de poder regresar a la Iglesia siendo
aceptado por lo que era y por lo que creía. Aseguró a sus jueces que nunca había
constituido ninguna amenaza para la Iglesia y que, al contrario, amaba la fe católica y
quería glorificarla, con tal que se le permitiera expresarse libremente. «Me disponía a
regresar a Fráncfort una vez más para asegurarme de que algunas de mis obras fueran
impresas, especialmente una sobre las siete artes liberales, junto con otras de las ya
impresas, tanto aquellas que confirmo como aquellas que no confirmo, y luego
arrodillarme a los pies de Su Beatitud (pues he sabido que ama a los hombres de recto
proceder[49]). Deseaba explicar mi caso, ser absuelto por mi mala conducta y que se
me permitiera llevar el hábito clerical sin depender de la autoridad monástica, para lo
cual estos días he hablado con muchos padres napolitanos de mi Orden que se
encontraban aquí y en particular con el padre superior fra Domenico de Nocera, el
padre Serafino de Nocera y el padre Giovanni, que es originario de no sé qué parte
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del reino de Nápoles, y con otro de Atripalda, que dejó su hábito pero luego volvió a
tomarlo. No sé cómo se llama, pero en cosas de religión lo llamaban hermano
Felice[50]».
Desde el momento en que Bruno concibió la idea de regresar a la fe sin tener que
abandonar su peculiar visión del mundo, la respuesta del clero fue siempre la misma:
«Vuelve a Nápoles o al mismo Vaticano y se podrá discutir el asunto».
Y cuando Bruno terminó de narrar aquella parte de su historia, sus últimas
palabras parecieron hundirse en un profundo silencio. La sala se había ido
oscureciendo a medida que proseguía su relato, se habían encendido velas, y ahora las
sombras danzaban sobre las caras de quienes lo rodeaban. Bruno miró al padre
Giovanni Gabrielle y a Laurentio Priuli, y luego a Ludovico Taberna y Aloysio
Fuscari, el observador, antes de volverse hacia el público y demás testigos allí
reunidos. El padre Gabrielle se puso en pie con rostro inexpresivo y su voz,
impregnada de poder y autoridad, ordenó a todos los presentes que juraran guardar
secreto antes de que levantara la sesión hasta el día siguiente. Bruno, agotado, el
rostro pálido y desencajado, fue devuelto a su celda.
Aquella noche recibió su primera visita de una de las confraternidades venecianas
que llevaban provisiones a los prisioneros. La más conocida era la Fraterne, pero
había otras dos que también hacían muchas cosas en bien de los detenidos: las Scuole
y la Corporazioni delle Arti eran organizaciones caritativas que realizaban visitas
personales, cuidaban de los heridos, alimentaban a los cautivos y les proporcionaban
mantas y remedios. El estado sólo se consideraba obligado a encarcelar a quienes
eran juzgados y únicamente pensaba en evitar la fuga, por lo que aparte de la ayuda
de las confraternidades, los prisioneros sólo podían confiar en amigos y parientes.
Bruno probablemente estuvo bien atendido porque tenía conocidos ricos e
influyentes, pero también era una famosa figura enemiga de los poderes establecidos,
y sin duda fue tratado con especial dureza por las autoridades y los guardias de la
prisión[51].
Esa misma noche, a no más de cincuenta metros de la tenebrosa celda de Bruno,
los jueces se reunieron en privado para hablar, mientras disfrutaban de excelentes
manjares y el vino fluía generosamente, del problemático acusado cuyo destino se
hallaba en sus manos. Estaban preocupados. Gabrielle y Priuli empezaban a temer
por su posición. Roma ardía en deseos de acabar con aquel hombre y, después de
haber oído la historia de Bruno, entendían por qué. Pero como venecianos no podían
limitarse a entregarlo al Papa, ya que eso habría suscitado las críticas de muchos
sectores. Los patriotas venecianos los acusarían de debilidad, los partidarios de la
tolerancia religiosa afirmarían que estaban alimentando el fuego del prejuicio, y los
abogados incluso podían llegar a sugerir que dicha medida era ilegal. Pero también
eran buenos católicos, hombres que despreciaban la herejía. El tal Giordano Bruno
era obviamente peligroso. En todo caso, estaba claro que necesitaban más
información acerca de él y otras personas: Mocenigo tendría que proporcionar una
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tercera declaración inmediatamente; y luego, cuando el tribunal hubiera reanudado la
sesión, cada uno de ellos tendría que sondear las profundidades de aquel vil
individuo, cuyas sórdidas opiniones pondrían al descubierto y del que averiguarían
hasta dónde llegaba su depravación para que nadie pudiera dudar de lo que debían
hacer a continuación.
«Bruno cree —aseguraba Mocenigo en su tercera declaración— que la Iglesia
manifiesta violencia hacia los herejes, no amor; que el mundo no puede permanecer
sumido en la ignorancia y falto de una buena religión. La religión católica le resulta
más aceptable que otras, pero considera que todas necesitan profundas reformas, ya
que no pueden continuar corrompiendo. Me dijo que ahora hay más ignorancia que
antes, dado que ahora los hombres enseñan aquello que no entienden, como por
ejemplo el que Dios es una Trinidad, lo cual es imposible y una blasfemia contra la
Majestad de Dios. Cuando le dije que se callara y se diera prisa en hacer lo que tenía
que hacer por mí, porque yo era católico y él era luterano y yo no podía consentir que
dijera tales cosas, replicó: “Oh, ya veréis lo que vuestra fe hará por vos” y, riendo,
añadió: “Esperad a que llegue el Juicio Final, porque cuando los muertos se pongan
en pie tendréis la recompensa a todo vuestro recto proceder”. Y en otra ocasión dijo:
“Esta República tiene la reputación de gozar de una gran sabiduría, pero debería
ocuparse de los ingresos monásticos y hacer que los frailes vivieran de sopas. Los
frailes de hoy en día son todos unos asnos, y permitir que disfruten de tantas riquezas
es un gran pecado”. Además, también me dijo que las damas le gustaban mucho y le
daban gran placer, pero que todavía no había alcanzado el número de Salomón. Y que
la Iglesia pecaba al declarar perverso lo que era de un gran servicio a la Naturaleza y,
en su opinión, altamente meritorio[52]».
Al día siguiente de haber recibido aquella declaración, los jueces reanudaron el
juicio por la mañana. El primero en ocupar el asiento de los testigos fue un sacerdote
local al que Bruno se había confiado, el padre superior fra Domenico. Dicho padre
dijo al tribunal: «En este mismo mes de mayo, en la Sagrada Festividad de
Pentecostés, yo estaba saliendo de la sacristía de la iglesia de San Juan y San Pablo
cuando vi que un seglar me hacía una reverencia. Al principio no lo reconocí, pero
cuando me pidió que fuéramos a un lugar privado, lo recordé como uno de nuestros
hermanos en la provincia del reino, un hombre de letras, el hermano Giordano de
Nola. Nos retiramos a un lugar tranquilo en la susodicha iglesia, y allí me contó la
razón por la que había dejado nuestra provincia y la causa de que lo hubiesen
degradado; ya que había sido excomulgado por fra Domenico Vita, quien por
entonces era el provincial. Me habló de sus estancias en muchos reinos y en cortes
reales y de su importante labor educativa, pero dijo que siempre había vivido como
un católico. Y cuando le pregunté qué hacía en Venecia y cómo subsistía, dijo que
llevaba muy poco tiempo en la ciudad pero que disponía de suficientes medios
propios; y que deseaba llevar una existencia tranquila y escribir un libro que, merced
a un importante valedor, lo ofrecería a Su Beatitud para obtener su perdón. Esperaba
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poder quedarse en Roma, dedicarse a la literatura, demostrar su valía y, quizás,
ofrecer algunas disertaciones[53]».
El sacerdote concluyó su declaración con voz pausada y sin inmutarse. El tribunal
pareció bastante desilusionado, por lo que acto seguido los inquisidores hicieron
comparecer a Bruno para que prosiguiera con su historia. Bruno así lo hizo,
empezando con sus vagabundeos después de dejar Francia por segunda vez y
contando su viaje a Alemania, sus estancias en Wittenberg, Praga y Brunswick entre
1586 y 1589, su visita a la feria de libros de Fráncfort y su contacto inicial con
Giovanni Mocenigo. Mientras describía las cartas que había recibido de Mocenigo,
comenzó a fallarle la voz. Con los terribles efectos de su encarcelamiento claramente
visibles en sus ojos, recorrió la sala con la mirada, respiró hondo y concluyó su
declaración: «Me he expresado y llevado mis asuntos demasiado filosóficamente, de
forma equivocada, no a la manera de un buen cristiano; y, en particular, he enseñado
y mantenido en algunas de mis obras doctrinas filosóficas concernientes a lo que,
según la fe cristiana, debería ser atribuido al poder, la sabiduría y la bondad de Dios;
fundando así mi doctrina en la razón y la experiencia de los sentidos y no en la
fe[54]».
Es difícil saber si Bruno dijo esto impulsado por el miedo a manera de
retractación o si meramente estaba pensando en voz alta, reflexionando en sus
acciones impulsado por el relato de su historia. Lo que realmente está diciendo es: Sí,
mis opiniones están muy alejadas de la doctrina oficial y podéis considerarme un
hereje, pero derivan de una larga e intensa labor filosófica, de un profundo estudio y,
por encima de todo, tienen su origen más en la razón que en la fe. Pero eso no
significa que sea un mal católico.
Con todo, era justo la clase de admisión que estaban esperando los jueces, la clase
de declaración registrada que luego podía ser manipulada y utilizada contra él. Pero a
aquellas horas del día ya era tarde para embarcarse en un auténtico debate filosófico.
Tanto Gabrielle como Priuli hubiesen necesitado tener la cabeza muy despejada para
tales cosas, y el padre inquisidor levantó la sesión hasta el lunes 2 de junio, cuando
Giordano Bruno, el hereje, tendría que comparecer para explicar a fondo y lo más
claramente posible todas sus creencias.
Para la reanudación del juicio, el observador del estado, Aloysio Fuscari, fue
sustituido por otro de los tres Savii all´´eresia venecianos, un tal Sebastiano
Barbadico, quien prestó juramento y ocupó su puesto junto a Gabriele, Laurentio
Priuli y el nuncio apostólico, Ludovico Taberna. Bruno fue traído ante ellos y el
interrogatorio se reanudó.
Empezaron preguntándole si se había involucrado en prácticas ocultistas desde su
llegada a Venecia: «Desde que estoy en Venecia nunca he enseñado doctrinas
heréticas —declaró Bruno—, únicamente he discutido de filosofía con muchos
patricios, como ellos mismos podrán confirmar. Muchos patricios y aficionados a la
literatura se habían reunido aquí [en Venecia] y he hablado con algunos libreros».
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Pero, no queriendo traicionar a sus nuevos amigos, añadió cautelosamente: «No me
acuerdo de nadie en particular, ya que no los conocía de nada[55]».
Era una flagrante mentira, pero el tribunal no podía desmentirla dado que sólo
contaba con afirmaciones no corroboradas y las declaraciones de Mocenigo. Así
pues, los jueces se apresuraron a pasar a otras cuestiones. A Bruno se le había
proporcionado un juego completo de sus obras, del cual le estaba permitido citar, y
los inquisidores empezaron a interrogarlo sobre su filosofía y sus creencias. Y en ese
momento, Bruno pareció encontrar nuevas energías para interpretar su papel.
«Estas obras —dijo poniendo la mano sobre la pila de libros que había junto a él
— son puramente filosóficas y sostengo que el intelecto debería ser libre de
investigar con tal que no dispute la autoridad divina, sino que se someta a ella[56]».
Ésta es la esencia de la herejía de Bruno. Sus opiniones sobre la ciencia y la
filosofía, incluso su antiaristotelismo, tenían una importancia secundaria en
comparación con la cuestión verdaderamente crucial: Bruno creía en Dios pero no en
Roma. Cuando el filósofo de Nola declara que el intelecto debería gozar de plena
libertad siempre que no entrara en conflicto con la autoridad divina, está empleando
el término en su sentido más estricto. Los católicos ortodoxos no veían distinción
entre la palabra de Dios y la palabra del Papa, pero Bruno sí. La jerarquía eclesiástica
le merecía muy poco respeto y creía que cada hombre debía responder únicamente
ante Dios. Pero para los cardenales, tales creencias resultaban inadmisibles.
Aun así, Bruno creía que al final podría hacerse entender por las autoridades y, en
última instancia, obligarlas a aceptar sus ideas. En este aspecto o era absurdamente
ingenuo o había permitido que su ego lo cegara a las realidades de la naturaleza
humana y las fuerzas a que se enfrentaba. Con las cosas en este punto y pocos días
después de haberse iniciado su primer juicio, Bruno seguía creyendo que convencería
y persuadiría, y seguía convencido de que los hombres que lo juzgaban y que había
en el centro del poder de la Santa Sede eran personas inteligentes que sin duda serían
capaces de ver que el intelecto y la fe podían coexistir felizmente. Bruno no podía
identificar a la bestia en su enemigo, el demonio encima del hombro, el mal en el
alma: seguía pensando que el intelecto podía imponerse al miedo y al prejuicio, y que
quienes sustituyeran el poder terrenal por la comprensión de la Verdad se cubrirían de
gloria. Estaba completamente equivocado, por supuesto, y entró en la guarida de los
leones descalzo y desarmado.
«Siempre he discurrido filosóficamente, de acuerdo con los principios de la
naturaleza y según su luz, sin tomar demasiado en cuenta lo que debe ser mantenido
de acuerdo con la fe —proclamó valientemente—; y creo que no se puede encontrar
nada por lo cual se pueda decir que prefiero despertar animadversión contra la
religión a defender la filosofía. Si bien puedo haber dado origen a muchas impiedades
ocasionadas por mi propia luz, nunca he enseñado nada directamente contrario a la
religión católica, aunque se consideró que había hecho tal cosa indirectamente en
París, donde, a decir verdad, se me permitió mantener ciertas discusiones que luego
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se publicaron con el título de Ciento veinte artículos contra la Escuela Peripatética y
otros filósofos comúnmente aceptados y con el permiso de las autoridades. Se me
permitió discurrir sobre los principios naturales sin perjuicio de la verdad a la luz de
la fe, de la manera en que uno puede leer y enseñar las obras de Aristóteles y Platón,
pues éstos son indirectamente contrarios a la fe de esa misma manera y, de hecho,
mucho más que la filosofía que yo proponía y defendía, la totalidad de la cual está
expuesta en mis últimos libros publicados en Fráncfort, De Minimo, De Monade y De
inmenso, en parte, De Compositione. En éstos puede leerse específicamente mi
doctrina, la cual sostiene que el universo es infinito como resultado del infinito poder
divino, pues considero indigno de la bondad y el poder divinos que hayan producido
meramente un mundo finito cuando eran capaces de dar existencia a una infinitud de
mundos. Y por lo tanto he sostenido que hay un número infinito de mundos
individuales como nuestra Tierra. La considero, junto con Pitágoras, como una
estrella, y la luna, los planetas y las estrellas son similares a ella, siendo estas últimas
de un número infinito. Todos esos cuerpos componen una infinitud de mundos;
constituyen el todo infinito en el espacio infinito, un universo infinito, lo cual, quiere
decir que contiene mundos innumerables. Así pues, hay una medida infinita en el
universo y una multitud infinita de mundos. Pero esto puede resultar indirectamente
opuesto a la verdad según la fe[57]».
Bruno había sido un maestro elocuente y respetado, y en la claridad con que
explica sus ideas se puede ver fácilmente el porqué, pero incluso él debió de saber
que con aquella última frase se había quedado bastante corto. ¿Se estaba mostrando
irónico? ¿Estaba inflamando deliberadamente las pasiones, o se encontraba tan
acostumbrado a la naturaleza heterodoxa de su concepto del mundo que apenas se
daba cuenta de lo que estaba diciendo? Gabrielle, Priuli y Taberna eran hombres
instruidos y versados que estaban familiarizados con las declaraciones heréticas y las
ideas de muchos antes que Bruno, pero éste no se limitaba a corretear por los
márgenes de la teología, discutiendo el palo de una «t» o el punto de una «i»: lo que
estaba diciendo se hallaba tan alejado de la doctrina oficial que muchos lo habrían
tomado por loco.
«Dentro del universo sitúo a una Providencia universal —prosiguió Bruno—,
mediante la cual todo vive y todo crece, actúa y perdura en su perfección. Y entiendo
esto de una manera doble: una, a la manera del espíritu que se encuentra
completamente presente en la totalidad del cuerpo y en cada parte de él. A esto lo
llamo Naturaleza, la sombra y la constancia de lo Divino. La otra es la manera
inconcebible en que Dios, esencia, presencia y poder, está en todo y por encima de
todo, no como parte y no como espíritu, sino indeciblemente.
»Ahora bien, comprendo que todos los atributos son uno y el mismo en la Deidad
y, junto con los teólogos y los más grandes pensadores, concibo tres atributos: poder,
sabiduría y bondad; o, mente, comprensión y amor. Las cosas son a través de la
mente, y son ordenadas y diferenciadas a través del intelecto; se hallan en armoniosa
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proporción a través del amor universal, en todo y por encima de todo. No hay nada
que no resplandezca en el ser, de la misma manera en que nada es hermoso sin la
presencia de la belleza; por lo cual nada puede existir hallándose apartado de la
presencia divina. Pero las distinciones en la Divinidad son hechas mediante el método
del pensamiento discursivo y no son realidad[58]».
Luego pasó a explicar que coincidía con Aristóteles en la cuestión de una Primera
Causa, un momento de Creación, después de lo cual intentó —de manera poco
convincente— casar su filosofía con la doctrina de la Santísima Trinidad,
relacionando el Padre con la Voluntad o el Poder; el Hijo o la Palabra con el Intelecto;
y el Espíritu Santo con el Amor, y añadió: «Todas las cosas, almas y cuerpos, son
inmortales en lo que respecta a su sustancia, y tampoco hay más muerte que la
dispersión y la reintegración[59]».
Los inquisidores, nada satisfechos, siguieron insistiendo. ¿Sostenía entonces que
la Trinidad era en esencia tres Personas diferenciadas?
Aquello era una pregunta directa, y Bruno intentó escurrir el bulto. «¿Qué es
Persona? —preguntó. Según san Agustín, en su época la palabra era nueva».
«¿Habéis dudado entonces de la existencia del Uno, de la existencia de Dios?», se
le replicó.
«Nunca», repuso Bruno, vehementemente y casi escupiendo la palabra.
«¿Y qué sucede entonces con Cristo y la Encarnación? ¿Fue una mentira?», le
replicaron con creciente irritación.
«He dudado y me he debatido con esta cuestión pero nunca he negado el dogma,
pues sólo he dudado —declaró Bruno—; y creo que el Padre y el Hijo son uno en
esencia[60]». Y una vez más, resistiéndose a incurrir en herejía declarada, añadió que
de joven se había limitado a citar las ideas de Arrio. «Demostré que las opiniones de
Arrio eran menos peligrosas de lo que se creía —anunció. Pues lo que se entendía
que Arrio pretendía enseñar era que la Palabra había sido la primera creación del
Padre; y yo expliqué que Arrio dijo que la Palabra no era ni Creador ni Creado, sino
intermedia entre el Creador y la criatura, de la misma manera y al igual que la palabra
hablada es el intermediario entre el orador y el significado que expone[61]».
«Para aclarar lo que he dicho —prosiguió—, he sostenido y creído que hay una
Divinidad diferenciada en el Padre, en la Palabra y en el Amor, la cual es el Espíritu
Divino; y en esencia, estas tres son una; pero nunca he sido capaz de entender que las
tres realmente sean Personas y he dudado de ello. Agustín dice: “Pronunciamos el
nombre de la Persona con temor cuando hablamos de asuntos divinos, y lo utilizamos
porque estamos obligados a ello”. Y tampoco he visto que el término fuera aplicado
en el Antiguo o el Nuevo Testamento[62]».
Prosiguiendo con su línea de interrogatorio sobre los detalles de la doctrina, los
inquisidores le pidieron que explicara qué pensaba de la Encarnación. Bruno dijo que
no conseguía entender cómo la carne finita de la humanidad podía ser fusionada con
la Palabra, la cual era una esencia infinita, pero aceptaba que Cristo se había
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encarnado en la tierra, viéndolo más como un representante de Dios que como uno
con Dios. Aceptaba los milagros como una expresión de divinidad, y respetaba la
doctrina de la transustanciación tal como la entendía la Iglesia. ¿Qué otra razón podía
tener para no haber vuelto a participar en el sacramento después de ser excomulgado?
Sin mencionar la fuente de la afirmación, acto seguido el padre Gabrielle repitió
la acusación de Mocenigo de que él, Bruno, había negado la divinidad de Cristo y
había declarado que el Hijo de Dios había sido un «pobre infeliz».
Aquello pareció dejar perplejo a Bruno. «Me asombra que me hagáis semejante
pregunta —declaró—. Nunca he dicho o pensado tal cosa de Cristo. Creo acerca de él
como cree la Santa Madre Iglesia».
Según el secretario del tribunal, Bruno pareció sentirse muy triste y ofendido y
dijo: «No entiendo cómo se me pueden imputar tales cosas. Mantengo que Cristo fue
engendrado por el Espíritu en una madre-Virgen. Si se demuestra que en este punto
miento, entonces me someteré a cualquier clase de pena… He intentado
repetidamente ser absuelto y aceptado por la Iglesia. He mantenido y sigo
manteniendo la inmortalidad de las almas, las cuales son clases de existencia debidas
a la sustancia. Es decir —concluyó—, y hablando como católico, que el alma
intelectual no pasa de un cuerpo a otro, sino que va al Paraíso, el Purgatorio o el
Infierno; pero como filósofo, he reflexionado profundamente en cómo, dado que el
alma no existe sin cuerpo y tampoco existe en el cuerpo, puede pasar de un cuerpo a
otro cuerpo de la misma manera en que la materia puede pasar de una masa a
otra[63]».
«Así que sois un experto teólogo y estáis familiarizado con las opiniones
católicas, ¿verdad?», preguntó secamente Gabrielle.
Bruno pareció sorprenderse. «No mucho —replicó pasados unos instantes. He
seguido mi vocación, que era la de dedicarme a cultivar la filosofía».
«¿Entonces habéis criticado a los teólogos?».
«No, no lo he hecho. He leído enseñanzas protestantes y siempre he argumentado
en favor de la doctrina católica, especialmente de las enseñanzas de Aquino. He leído
libros heréticos y los he diseccionado. Aquí está mi obra, leedla».
«¿Os habéis mofado de los sacerdotes y los monjes?».
Bruno, exasperado, alzó las manos hacia el techo. «No he hecho nada semejante,
ni he mantenido tal opinión[64]».
Después los jueces fueron repasando una por una las acusaciones de Mocenigo, y
Bruno las rechazó todas, a veces con irritación y otras con incredulidad. Se estaba
poniendo cada vez más nervioso, y los jueces se dieron cuenta de ello y lo
aprovecharon.
El padre Gabrielle se inclinó hacia adelante y clavó la mirada en Bruno. «¿Creéis
que Cristo obró sus milagros mediante la magia?», preguntó, entornando los ojos y
bajando la voz hasta convertirla casi en un susurro.
Bruno volvió a levantar las manos y puso cara de perplejidad. «¿Qué es esto? —
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exclamó. ¿Quién ha inventado todas estas diabólicas locuras? Nunca he pensado
semejante cosa. ¡Oh, Dios! ¿Qué es esto? Antes preferiría estar muerto que haber
dicho tales cosas».
Acto seguido los jueces abordaron el tema de las obras que Bruno había escrito
sobre el arte de la memoria, sugiriendo que se trataba de una práctica ocultista. «Sois
un conocido ocultista —declaró Gabrielle. ¿Qué tenéis que decir de vuestra relación
con el rey francés?».
«Cuando estaba en la corte del rey Enrique —contestó Bruno—, un día él me
mandó llamar para saber si mi memoria era natural o había sido adquirida mediante
artes mágicas. Lo convencí de que no procedía de la hechicería sino del conocimiento
organizado[65]».
Luego los jueces se centraron en la naturaleza de los libros que Mocenigo había
tomado de él la semana anterior. «¿Y qué hay de los libros que se sabe habéis leído?
¿Obras ocultistas, obras de herejes?», preguntó el padre inquisidor.
Percibiendo el peligro, Bruno eludió el tema. «Es cierto que he visto obras
condenadas, como las de Raimundo Lulio y otros escritores que tratan cuestiones
filosóficas. Los desprecio tanto a ellos como a sus doctrinas», mintió[66].
Gabrielle movió las manos en un gesto despectivo. «Tonterías —dijo con
sequedad. ¿Qué hay de los manuscritos que fueron encontrados en vuestra persona
cuando se os arrestó? Consultó sus notas. ¿Qué tenéis que decir de los… Sellos de
Hermes?».
Bruno lo miró fijamente y habló muy despacio: «Cierto, por aquel entonces mi
copista Herman Besler estaba haciendo reproducciones de obras antiguas no
publicadas, entre ellas una que lleva por título Los sellos de Hermes. Yo sabía que
estaba manejando material peligroso, pero no presté demasiada atención al contenido
de esos libros, y no he leído Los sellos de Hermes[67]».
Gabrielle no quedó nada convencido, pero reaccionó rápidamente cambiando el
ángulo de tiro. «Os habéis mofado de la fe —dijo secamente, con una nueva sombra
de amenaza en su voz. Citando a Mocenigo, siseó—: “… esperad a que llegue el
Juicio Final, porque cuando los muertos se pongan en pie tendréis la recompensa a
todo vuestro recto proceder”. ¿Acaso no son palabras vuestras?».
Bruno volvió a poner cara de perplejidad. «Nunca he dicho tales cosas. Dios mío,
examinad mis libros. Admito que tienen mucho de profano, pero no encontraréis el
menor rastro de esto; y tampoco me ha pasado nunca por la cabeza[68]».
Un súbito silencio se adueñó de la sala y los jueces permanecieron inmóviles.
Bruno, que ya apenas tenía energías y al que se veía cada vez menos seguro de sí
mismo, volvió a recorrer la estancia con la mirada, viendo los rostros inmóviles y
cómo los testigos se apresuraban a desviar los ojos. Después el padre inquisidor
habló.
«Habéis admitido lo suficiente para hacer creíbles los cargos que han sido
presentados contra vos —declaró con voz gélida—. Negáis la autoridad de Roma,
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cuestionáis la Trinidad, negáis la Divinidad de Cristo, discutís la teología, os mofáis
del sacerdocio y de la Santa Madre Iglesia, apoyáis a los infieles y practicáis la
magia. Debéis recapacitar y hacer una confesión completa y sincera para ser recibido
en el seno de la Santa Madre Iglesia y que se haga de vos un miembro de Jesucristo.
Pero sería ciertamente asombroso que la persistencia en vuestra obstinada negativa no
terminara conduciendo al fin habitual. El Santo Oficio sólo desea llevar la luz al
hereje mediante su amor cristiano, sacarlo de su descarriamiento y guiarlo hacia el
camino de la vida eterna».
Las palabras se hundieron en el silencio como plomo en el agua. Bruno mantuvo
la cabeza baja mientras hablaba Gabrielle. Después, irguiendo la cabeza, dijo
lentamente: «Que Dios me perdone. Cada una de mis respuestas se ha ceñido a la
verdad en la medida en que me lo ha permitido mi memoria; pero, para mi mayor
satisfacción, volveré a pasar revista a mi vida y si he dicho o hecho algo que vaya en
contra de la fe católica cristiana, lo confesaré francamente. Lo que he dicho es justo y
cierto, y continuaré diciéndolo. Tengo la seguridad de que lo contrario nunca podrá
ser probado contra mí[69]».
Poniéndose en pie, el padre Gabrielle levantó la sesión hasta el día siguiente.
Suponiendo que Bruno todavía no se hubiera dado cuenta a esas alturas, aquella
noche, solo en la oscuridad de su celda, tuvo que comprender la gravedad de lo
sucedido. Las palabras de Gabrielle sólo podían significar una cosa: la Iglesia lo
castigaría. A su propia e inimitable manera, los eclesiásticos querían redimir la mente
y el alma del hereje arrancándole una retractación; después lo encarcelarían, lo
torturarían y, casi sin lugar a dudas, lo quemarían. Incluso el siempre optimista y
resuelto Bruno tuvo que comprender que aquél sería su destino.
A la mañana siguiente, el 3 de junio de 1592, Bruno volvió a ser llevado ante el
tribunal. Volvieron a leerle las acusaciones y se le preguntó si admitía su
culpabilidad. «Allí donde he errado, he dicho la verdad, y nunca encontraréis que no
sea así». Acerca de la Divinidad de Cristo en particular, declaró: «Lo que he
sostenido ya os lo he dicho, y nunca he hablado sobre el tema[70]». Cuando volvió a
ser interrogado acerca de lo que pensaba de las prácticas ocultistas, declaró despreciar
ese arte, pero admitió sentir cierto interés por la «astrología judiciaria».
Las preguntas del día anterior se fueron repitiendo una tras otra, con el mismo
terreno volviendo a ser cubierto una y otra vez. Finalmente, Gabrielle preguntó:
«¿Consideráis ahora falaces vuestras herejías?». Bruno replicó con voz firme y
pausada: «Odio y detesto todos los errores que haya cometido en algún momento
contra la fe católica y los decretos de la Santa Iglesia, y me arrepiento de haber
hecho, mantenido, dicho o creído cualquier cosa que pudiera ir contra ella o haber
dudado de algo que sea católico. Ruego a este Santo Tribunal que, sabiéndome
enfermo, me admita en el seno de la Iglesia, proporcionándome los remedios
apropiados para la salvación y mostrándome misericordia[71]». Y con esto, el caso
quedó visto para sentencia en el plazo de tres semanas y Bruno fue llevado
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nuevamente a su celda para que reflexionara en lo que había dicho, mientras los
jueces decidían su destino.
Gabrielle, Priuli y Taberna volvieron a reunirse aquella noche. ¿Qué iban a hacer
con aquel hombre? Había momentos en que Bruno intentaba presentarse como un
devoto católico que sólo se había apartado un poco del núcleo de la ortodoxia, pero
renunciaba a cualquier interés en la magia y negaba su aprendizaje y su comprensión,
además de su propia contribución a la tradición hermética. En otras partes de su
testimonio, expresaba dudas acerca de dogmas centrales de la fe católica.
Pero los jueces sabían que Bruno era un excelente actor. Había sido un orador
admirado al que siempre le había encantado que se le prestara atención. Durante el
juicio había empleado un truco muy común, el de intentar hablar de la herejía casi en
tercera persona y discutir aquellas cuestiones como si fueran meramente académicas
y estuvieran totalmente desligadas de la fe[72]. Además, estaba claro que había
disfrutado de toda la atención de que estaba siendo objeto, y eso a pesar de que
habían conseguido aterrorizarlo. Pero ¿qué conclusión debían sacar de sus cambiantes
argumentos? ¿Qué creía realmente Bruno? ¿Hasta dónde estaba dispuesto a llegar?
¿Qué era importante para él y qué no lo era?
No cabía duda de que mentía cuando aseguró aborrecer las artes místicas. Bruno
había escrito muchas obras sobre el tema y enseñado un arte de la memoria basado en
la imaginería hermética y el antiguo simbolismo religioso precristiano. Los jueces
tenían sus libros. Obviamente, su interés en tales cosas nunca se había visto
atemperado por ningún remordimiento: Bruno no era la clase de hombre que teme
aventurarse en terreno desconocido. No había cesado de aproximarse a la confesión
para luego alejarse en el último momento, y en eso había distado mucho de ser sutil.
La idea de que poseía libros ocultistas pero no los había leído era insostenible.
También se había mostrado muy circunspecto en lo concerniente a sus relaciones con
los libreros venecianos y otros conocidos ocultistas que vivían en la ciudad.
Gabrielle, Priuli y Taberna conocían muy bien a aquellos hombres: habían sido
observados con discreción, y muchos eran hombres marcados a los que rondaba el
olor de la pira.
Así pues, si Bruno podía mentir acerca de aquellas cosas, los jueces tenían que
preguntarse qué otros pecados había cometido. ¿Sería verdad todo lo que había
declarado Mocenigo? El prisionero aseguraba creer en la Divinidad de Cristo, pero
renunciaba al significado ortodoxo de la Trinidad. Aceptaba la idea de que Cristo
había hecho milagros, pero veía en Jesús únicamente a un representante de Dios más
que a una expresión de la Trinidad. Y aún más importante, insistía en poner el
intelecto por encima de la fe. Bruno no era la clase de hombre que acepta algo sin
haberlo meditado muy bien antes. Era peligroso, extremadamente peligroso.
Por lo demás, ¿qué buscaba? Había proclamado repetidamente su deseo de ser
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absuelto y de que se le permitiera predicar su peculiar doctrina, pero entonces ¿por
qué arrojar dudas sobre el hecho de la Santísima Trinidad? ¿Estaría destinado Bruno,
se preguntaron, a ser siempre un enigma?
Y así empezaron los últimos días del juicio veneciano. Tres semanas después de
la última sesión, los inquisidores volvieron a reunirse, esta vez con un nuevo
representante del estado, Tomás Morosini. En esta ocasión Bruno estuvo presente,
pero no se lo interrogó, sino que se llamó a declarar al distinguido estudioso y amigo
de Bruno, Andrea Morosini[73].
Con la debida cautela, Morosini (de quien se sabía era un devoto católico pero
también un hombre interesado en las cuestiones ocultas), contó lo siguiente al
tribunal: «En los últimos meses han estado a la venta en los puestos de los libreros
venecianos ciertos libros filosóficos en los que figuraba el nombre de Giordano
Bruno, un hombre reputado por su gran erudición. Por lo que oía decir en la ciudad y
por lo que el librero Giovanni Batista contó a diversos caballeros, y especialmente a
mí, supe que dicho hombre se encontraba aquí y que tal vez deseáramos que asistiese
a nuestra casa, adonde ciertos caballeros y también prelados gustan de acudir para
discutir de literatura y, por encima de todo, de filosofía. Por consiguiente le dije que
debía hacerlo venir, y él así lo hizo en varias ocasiones durante las cuales discutimos
sobre diversas cuestiones eruditas. Nunca he sido capaz de inferir de su razonamiento
que mantuviera opinión alguna contraria a la fe, y, en lo que a mí concierne, siempre
lo he tenido por un católico; a la menor sospecha de lo contrario, no hubiese
permitido su presencia en mi casa[74]».
Acto seguido volvieron a llamar a Ciotto, que fue interrogado acerca de las
intenciones de Bruno. Ciotto contó que Bruno le había dicho, al igual que a otros, que
deseaba que se le permitiera regresar a la Iglesia. Después añadió: «Deseaba
encontrarse personalmente con Su Santidad en Roma para presentarle su última
obra[75]».
El día siguiente, 26 de junio, Bruno efectuó su última comparecencia ante los
jueces venecianos. Un segundo observador había sido convocado para esta sesión, en
la que tendría lugar el último interrogatorio del prisionero y la exposición de las
conclusiones de los inquisidores. Los jueces volvieron a recordar a Bruno la gravedad
de los cargos presentados contra él y las serias sospechas de la Santa Sede. Le
preguntaron si, tras solitaria reflexión, había decidido cambiar su testimonio o añadir
algún nuevo comentario, Bruno repitió que en ningún momento de sus declaraciones
había faltado a la verdad. «Puedo entender que mis escritos y confesiones puedan
provocar acusaciones de herejía —declaró—, pero siempre he sentido
remordimientos y he albergado el deseo de regresar a la Iglesia. Nunca he tenido
intención de ofender la fe, por temor a la Santa Sede y por amor a la libertad».
Viendo una ocasión de intervenir, Gabrielle replicó secamente: «Si vuestro deseo
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hubiera sido sincero, entonces no habríais vivido tanto tiempo en Francia y otros
países católicos, y aquí en Venecia, sin haber consultado con algún prelado; en tanto
que habéis seguido enseñando doctrina falsa y herética hasta ahora».
«Pero —repuso Bruno con tranquila desenvoltura— mi declaración demuestra
que consulté con padres católicos. Mi comportamiento en esta ciudad ha sido
impecable. Sólo he discutido de filosofía en una ocasión, y he condenado a
protestantes ante vos. Lo único que deseo es vivir en mi tierra natal libremente y sin
estar enclaustrado. Mocenigo es el único que ha podido acusarme de las cosas que
alegáis contra mí, y es un hombre malvado. He examinado mi conciencia en busca de
faltas y no encuentro ninguna. He confesado de buena gana todo lo que sé». Luego,
arrojándose al suelo y quedando postrado ante los inquisidores, Bruno se echó a
llorar. «Pido humildemente perdón a Dios y al tribunal. Lo único que deseo es que mi
castigo sea llevado a cabo en privado para así no atraer la atención hacia el hábito que
llevo[76]».
Gabrielle le dijo que se pusiera en pie y le preguntó si deseaba confesar alguna
otra cosa. Bruno sacudió la cabeza en silencio. Los otros jueces se levantaron. Bruno
fue sacado sin miramientos de la sala para efectuar una vez más el ahora ya familiar
trayecto hasta su celda, y los jueces volvieron a irse para discutir el caso mientras
disfrutaban de una magnífica comida.
Para Bruno, el momento de la crisis se estaba aproximando rápidamente. No cabe
duda de que los inquisidores venecianos se habían mantenido en comunicación con
Roma. Aparte de mintiendo, ¿de qué otra manera podían haber afirmado ante el
tribunal que el Papa y el Santo Oficio sospechaban tanto de Bruno? Y mientras
cenaban en las habitaciones del padre Gabrielle, a unos trescientos cincuenta
kilómetros de allí, en el Vaticano, otros también estaban hablando del hereje Bruno:
el representante personal del Papa, el padre inquisidor, cardenal Santoro di Santa
Severina, estaba revisando el caso veneciano.
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CAPÍTULO SEIS
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situación. Así pues, aguardaron la llegada del siguiente correo de Roma, y unos días
después éste trajo una segunda y más apremiante carta. Después de que dicha carta
fuera leída al Sagrado Tribunal de la Inquisición el 28 de septiembre, una delegación
integrada por un representante del padre Gabrielle de Saluzzo y por Tomás Morosini
fue a hablar con el dogo, Pasquale Cicogna, quien estaba acompañado por el Consejo
gobernante constituido en un Collegio dei Savii (o reunión del Gabinete de la
República). Las exigencias de Roma fueron comunicadas y el padre inquisidor
explicó los detalles del caso.
«Bruno —declaró— no es un simple hereje, sino un líder de herejes, un
organizador y un rebelde. Ha tenido tratos con protestantes, es un monje apóstata que
ha encomiado abiertamente a la reina hereje Isabel de Inglaterra y ha escrito obras
ocultistas que intentan minar la santidad de la Iglesia. Pido al Consejo que actúe con
la mayor premura en este asunto. Disponemos de una embarcación lista para
transportar al prisionero de inmediato en el caso de que aprobéis dicha acción».
Pero Pasquale Cicogna no se dejó impresionar por la declaración del padre
inquisidor. No estando de humor para que el Papa le dijera lo que debía hacer,
rechazó que se le diera prisa en su decisión.
«Estudiaré el asunto con la debida consideración», replicó firmemente y, mientras
los representantes de la Inquisición se marchaban, centró ostentosamente su atención
en otros asuntos[78].
Al igual que otros dogos recientes, Cicogna había visto con alarma cómo el
Vaticano, que aún no se había recuperado de los efectos de la Reforma, renovaba sus
esfuerzos por volver a forjar el poder temporal de la Iglesia así como para fortalecer
su monopolio espiritual. Los últimos Papas habían invertido mucho dinero y
considerables recursos en conquistas militares y se habían anexionado valiosos
nuevos territorios. En aquel momento Roma era aliada de Venecia, pero con la
inestable política que se seguía en la península, aquello podía cambiar en cualquier
momento, prácticamente sin aviso previo. Cicogna sabía que debía andarse con pies
de plomo, actuando con diplomacia a la vez que preservaba el honor veneciano.
Aquella misma tarde, el padre inquisidor volvió a la sala y preguntó si el Consejo
había llegado a una decisión acerca del hereje. No lo había hecho. La cuestión era
bastante grave y, habiendo otros acuciantes asuntos de gobierno que atender, el
Consejo y el dogo habían decidido posponer su examen para un momento más
apropiado[79].
Transcurrieron más días y los inquisidores no tuvieron noticias del Consejo, pero
mientras tanto ya estaban teniendo lugar entre bastidores ciertos movimientos
clandestinos concernientes al destino de un tal Giordano Bruno. El 10 de octubre, el
embajador veneciano en Roma, Luigi Donato, recibió una curiosa carta fechada el 7
de octubre. La carta, sin firma, daba los nombres de los Tres cifrados como +117, -2
y -6. Declaraba que la petición papal acerca de Giordano Bruno no podía ser
satisfecha, dado que su cumplimiento lesionaría las competencias de la Inquisición
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veneciana y establecería un precedente inaceptable. Concluía pidiendo al embajador
que transmitiera dicha noticia junto con sus saludos a la Oficina Papal[80]. Donato
contestó a la carta ese mismo día diciendo que haría cuanto estuviese en su mano para
transmitir aquel mensaje con la debida diplomacia, y que si surgía algún problema
trataría de resolverlo como mejor pudiese[81].
Esta carta deja muy claro que el Consejo decidió utilizar a la Inquisición
veneciana como un parachoques, dejando la responsabilidad de la decisión en sus
manos para así no tener que involucrar al estado en un enfrentamiento político por el
hereje prisionero. Puede que los Tres no estuvieran al corriente del envío de la carta o
quizá se negaron a firmarla, por lo que se utilizaron sus nombres en código. Y al
principio, parece que el ardid dio resultado: el gobierno veneciano no volvió a oír
hablar del asunto de Bruno durante tres meses, período de tiempo que el prisionero
pasó en aislamiento e ignorado casi por completo.
Luego, tres días antes de la Navidad de 1592, el asunto resurgió. El nuncio
apostólico habló nuevamente durante una reunión privada de la Inquisición
veneciana, donde repitió los cargos presentados contra Bruno. Señaló que aquel
hombre no era veneciano sino napolitano, y que hacía muchos años había sido
acusado de herejía tanto en Nápoles como en Roma. Añadió que muchos otros casos
de herejía habían sido transferidos del tribunal veneciano al Sacro Tribunal de Roma
en los últimos años, y que no se debía olvidar que el tribunal romano era la más
antigua de esas autoridades eclesiásticas. Acto seguido, reforzó su argumento
reiterando la vil naturaleza de los crímenes de Bruno y declarando que, si bien se
podía esperar que las autoridades venecianas se ocuparan sin dificultad de los
procesos generales cotidianos, el de Bruno era un caso tan serio que tenía que ser
llevado por el Santo Oficio.
Ese mismo día, Donato, el embajador veneciano en Roma, regresó a Venecia.
Según el embajador, en un principio el papa Clemente se había mostrado dispuesto a
permitir que Venecia se ocupara de Bruno, pero Severina había intervenido con gran
vehemencia. Era él quien había enviado al nuncio para que volviera a hablar con la
Inquisición veneciana y abordara una vez más el asunto con el dogo y su Consejo[82].
Nada más saberse esto, el nuncio fue convocado y se le dijo secamente que el
Colegio deliberaría a su debido tiempo y que examinaría la petición de Su Santidad
con toda la consideración que se merecía. Aquella respuesta fue transmitida
inmediatamente a un impaciente cardenal Severina en Roma.
Llegados a este punto, empezaba a resultar evidente para el dogo y su Consejo
que el irritante problema de Giordano Bruno no iba a desvanecerse por sí solo y que
sería preciso encontrarle una solución política adecuada. Pero ¿qué podían hacer? Por
una parte, no querían incitar al Papa a que tomara represalias a causa de un solo
hereje; pero por otra, el Consejo también tenía que pensar en su imagen ante el
pueblo de Venecia, y tampoco se podía pasar por alto la importante cuestión del
orgullo de la ciudad.
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Finalmente la respuesta fue encontrada no por el Consejo sino por un abogado, el
jurista veneciano más famoso de su época: Federigo Contarini, un hombre
renombrado por su creatividad y sutileza. Habiéndose quedado sin ideas y
necesitando encontrar una salida a la peligrosa confusión política creada por Bruno,
en enero de 1593 el Consejo mandó llamar a Contarini. Éste no necesitó mucho
tiempo para resolver el problema.
Examinó el testimonio, las declaraciones de los testigos y los antecedentes del
juicio, así como el material en disputa, los escritos heréticos de Bruno. Después
informó a la Inquisición de que Bruno había «tenido tratos con herejes, que había
huido a Inglaterra donde vivió a la manera de aquella isla, y luego en Ginebra,
llevando aparentemente una vida licenciosa y diabólica. Pero Bruno posee —admitió
también Contarini— una mente todo lo inteligente y rara que uno pueda desear, y es
un hombre de una erudición y una visión excepcionales. Con todo, sus ofensas
heréticas son muy graves».
Por supuesto, no había nada nuevo en aquella declaración y los dignatarios de
Venecia ya lo sabían todo acerca de la «licenciosa y diabólica» vida de Bruno, y las
discusiones sobre las ideas de aquel hombre no los llevarían a ninguna parte en un
enfrentamiento con el Santo Oficio. Pero a partir del material de que disponía,
Contarini también había encontrado un posible cabo suelto, uno que podía sacar de
aquel enredo al gobierno veneciano y calmar cualquier objeción pública.
Cegada quizá por el celo religioso y el fanatismo, la Inquisición había pasado por
alto dos hechos obvios. En primer lugar, Bruno no era ciudadano veneciano y, por lo
tanto y para empezar, no debía contar con la protección de Venecia; en segundo lugar,
y eso era todavía más importante para los venecianos obsesionados con el comercio,
Bruno había estado vendiendo sus libros en Venecia sin pagar tasas por ello. A
manera de conclusión, Contarini hizo una segunda aportación: «El acusado ha pedido
con insistencia que se lo vuelva a admitir en el seno de la Iglesia y ha declarado su
intención de solicitarlo directamente a Su Santidad. ¿Por qué debería impedir nuestro
estado que lleve a cabo su deseo?»[83].
Contarini había urdido una brillante maniobra legal y sus conclusiones sonaron a
música celestial a los oídos del dogo y el Consejo, por no mencionar a la frustrada
Inquisición veneciana. Curiosamente, Contarini terminaba su declaración pidiendo
que su papel en el embrollo no fuese hecho público. La única conclusión seria al
respecto es que el abogado disponía de ciertos contactos útiles entre la elite
intelectual de Venecia con los que Bruno había trabado amistad, y que éstos no se
dejarían convencer tan fácilmente por la solución que Contarini había encontrado al
problema.
Después de haber deliberado y debatido la solución ofrecida por Contarini, el
nuncio fue convocado y enviado a Roma con un mensaje personal. «Debido a las
circunstancias excepcionales del caso —decía el mensaje—, el hereje Bruno será
entregado al nuncio». Ese mismo día el Consejo envió otra carta al embajador
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veneciano en Roma, ordenándole que obtuviera el máximo capital político posible del
acuerdo y declarando que el feliz desenlace del incidente consolidaría todavía más la
relación ya existente entre Venecia y Su Beatitud[84].
Pero en lo tocante a Giordano Bruno, la astucia de Contarini sólo sirvió para
expulsarlo del único territorio italiano en el que habría podido tener una posibilidad
de ser libre y la ocasión de hacer realidad sus sueños sin ser molestado. Al día
siguiente, el prisionero fue encadenado y transportado hasta Ancona por vía
marítima. Desde allí, Bruno hizo su último viaje a caballo por una bifurcación de la
Via Flaminia hasta entrar en Roma, donde una celda en el Vaticano ya había sido
preparada para su llegada.
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CAPÍTULO SIETE
Mientras Bruno era conducido por el Tíber, a través del corazón de la Ciudad
Eterna, debió de divisar la mole cilíndrica del Castel Sant´Angelo. Ya la había visto
durante su primera visita a la ciudad hacía dieciséis años, e incluso en aquellos días
lejanos, quizá sospechó que terminaría prisionero en aquel lugar. Quizá también se
acordó de las historias contadas a todo niño católico: cómo, después de que en el año
590 hubiera habido una terrible plaga, el papa Gregorio el Grande tuvo una visión del
arcángel Miguel posándose sobre la torreta del castillo y desenvainando su espada.
Para Gregorio, aquello había indicado el fin de la plaga y de ahí había obtenido su
nombre aquel lúgubre y feo monolito. Durante siglos, el Castel Sant´Angelo había
sido un lugar de refugio para los devotos y hogar de sufrimientos inimaginables para
el pecador y el hereje. El papa Clemente VII se había hecho fuerte detrás de sus muros
cuando Roma fue saqueada por las tropas de los Habsburgo en 1527, sesenta y seis
años antes de la llegada de Bruno; y durante más de mil años cada prisionero
importante del Vaticano había sido encarcelado entre sus muros de un metro de
grosor, pues aquélla era la prisión central de la Inquisición.
Las mazmorras de la Inquisición romana eran famosas incluso para la época, y
hoy en día aún conservan una fantasmal aura de horror. Dentro, la oscuridad es
omnipresente; se tiene la sensación de que las paredes han absorbido el sufrimiento
de millares de prisioneros, y esas agonías vuelven a rezumar de ellas mientras
recorres los pasillos que unen diminutas y húmedas celdas de bajísimo techo. La
sensación quizá sólo sea resultado de la imaginación de uno, pero la oscura atmósfera
de semejante lugar dimensiona el miedo, hace que seas más consciente de todo lo que
te rodea y alimenta los demonios interiores, y eso es un elemento más de su poder.
Para el que anda por esas estancias hoy en día, siempre está presente la certidumbre
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de que unos recodos más allá del pasillo volveremos a ver la luz, respiraremos el
maravilloso aire de la libertad y viviremos nuestras vidas con normalidad. Para
quienes eran arrojados a esas tinieblas por la Inquisición, no había tal certeza.
Y de pronto, como si no hubiera bastado con la claustrofobia, el hedor y los
fantasmas, después de haber recorrido una docena de cámaras idénticas y un estrecho
pasillo, el visitante entra en una sala cuadrada de techo abovedado y seis metros de
lado. De las paredes cuelgan cuerdas y cables. A un lado hay una parrilla ennegrecida
y en los muros, a unos dos metros por encima del suelo, una serie de argollas de
hierro forjado de un palmo de diámetro. Y allí casi puedes sentir el sabor de la sangre.
Si cierras los ojos, tal vez percibas una vaharada de hedor a carne quemada y oigas
los gritos de agonía. En esta sala, el techo es alto por una buena razón, las argollas
tenían un uso constante y la parrilla siempre estaba envuelta en llamas. Es allí donde
se encuentra el mismísimo corazón de las tinieblas, el epicentro del mal cristiano, la
cámara de torturas de la Inquisición romana.
Lo poco de aquellas habitaciones que era conocido por los inocentes fieles
cristianos bastaba para que un escalofrío de terror se deslizara por sus espaldas;
porque cualquiera podía tener la desgracia de encontrarse yaciendo allí delante de un
atizador al rojo blanco o tendido encima del potro. Pero hasta la Inquisición tenía
grados de castigo y sutiles categorías de tortura. Para los culpables de crímenes
relativamente leves contra la Iglesia y para los que se arrepentían, el murus largus, la
«prisión ordinaria» o de «muros anchos». En ella los prisioneros podían reunirse y
hablar y también se les permitía recibir cosas del exterior, incluyendo alimentos para
complementar las parcas raciones que les proporcionaba el estado.
Pero para los culpables de delitos más graves o de extrema herejía que terminaban
bajo las torretas del Castel Sant´Angelo, existía un régimen mucho más punitivo, el
murus strictus, o prisión de «muros estrechos». En ella, el prisionero era mantenido
en confinamiento solitario veinticuatro horas al día y tenía que subsistir con una dieta
prácticamente de hambre que, empleando las palabras de uno de los padres
fundadores de la Inquisición, Bernard Gui, constaba de «el pan del sufrimiento y el
agua de la tribulación». Y para los casos extremos había un sistema todavía más
draconiano, el murus strictissimus, lo que podríamos llamar una «supermazmorra» en
la que el prisionero era encadenado por los tobillos y las muñecas. Nadie podía entrar
en la celda y la comida era introducida a través de una rendija en la puerta. Esta
forma de encarcelamiento se reservaba a los condenados por los crímenes más
terribles contra la Iglesia.
Bruno fue clasificado en la categoría intermedia. Lo sabemos gracias a algunos
documentos que se han conservado en los que se cuenta que pedía comida. Al igual
que en el sistema veneciano, en aquellas mazmorras los prisioneros dependían de los
envíos de comida efectuados por familiares o amigos del exterior o de hermandades
caritativas a las que se les permitía visitar ocasionalmente la ciudadela. Pero incluso
entonces la mayor parte de las provisiones terminaba en las mesas de los guardias y
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funcionarios, y era muy poco lo que llegaba al prisionero. No es de extrañar que
muchos huéspedes de la Inquisición murieran de hambre antes de que hubiera sido
posible torturarlos adecuadamente.
Con todo, y en su deseo de transmitir una imagen de disciplina humana, la
Inquisición romana disponía de reglas muy estrictas que guiaban la mano del
torturador. Manuales con detalladas instrucciones para el inquisidor fueron
redactados por la Inquisición papal en una fecha tan temprana como el siglo XIII, y
dichos manuales se utilizaron hasta que la práctica finalmente fue ilegalizada cuatro
siglos más tarde. «La tortura —decía el manual— debe ser llevada a cabo de acuerdo
con la conciencia y la voluntad de los jueces, siguiendo los dictados de la ley, la
razón y la buena conciencia. Los inquisidores siempre deben cerciorarse de que la
sentencia de torturar está justificada y sigue los precedentes[85]». Pero como todos los
procedimientos de la Inquisición se llevaban a cabo en el más absoluto secreto, nadie
sabe con exactitud qué horrores llegaban a perpetrarse en el nombre del Señor.
Y los inquisidores eran muy hábiles a la hora de burlar las reglas. El manual
estipulaba que ningún prisionero podía ser torturado más de una vez de la misma
manera. Pero aquello sólo suponía un pequeño inconveniente, ya que al inquisidor
que deseaba repetir una tortura enseguida le bastaba con registrarla como
continuación de la sesión anterior.
En los primeros tiempos de la Inquisición, a los sacerdotes les estaba vedado
torturar porque en ese caso el Papa no hubiese podido permitir que luego atendieran
las necesidades espirituales del pueblo laico; y los clérigos se limitaban a estar
presentes en un papel supervisor mientras el trabajo sucio lo hacían torturadores
profesionales. Pero en 1256 el papa Alejandro IV tuvo la ingeniosa ocurrencia de que
si en cada sesión de tortura había presentes al menos dos sacerdotes, podrían
prescindir de la mano de obra contratada y luego absolverse el uno al otro incluso
después de haber cometido los más diabólicos latrocinios físicos. La bula ordenaba a
los provinciales de las órdenes mendicantes que asignaran «dos o más compañeros a
los inquisidores para absolver a éstos de cualesquiera irregularidades que pudieran
llegar a cometer durante su trabajo».
El manual también estipulaba que al prisionero no se le debía hacer sangrar. La
razón de esto no está del todo clara, pero parece derivar de la idea de que si un
prisionero era herido y sangraba profusamente, podría identificarse con Cristo y
extraer así una nueva fortaleza interior. También cabe la posibilidad de que, al poner
tanto cuidado en evitar el derramamiento de sangre, los inquisidores creyeran estar
distanciándose de desagradables comparaciones con los perseguidores y torturadores
de Cristo que habían derramado su sangre durante la crucifixión. Fuera cual fuese el
origen de esta perversa forma de autolimitación, sólo significó que se le exigía un
poco más de imaginación al torturador. Las únicas formas de malos tratos permitidas
eran aquellas que causaban el máximo de dolor al mismo tiempo que mantenían
intacto el cuerpo de la víctima.
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En la ordalía del agua, al prisionero se lo obligaba a consumir grandes cantidades
de agua, habitualmente mediante un embudo pero a veces a través de un trapo
embutido en la boca. Una variación de esta tortura requería taparle la nariz al
prisionero y hacer que el agua gotease lentamente en su garganta, con lo cual se
ahogaba. Acto seguido, el inquisidor permitía que el prisionero recuperase el aliento
para reiniciar de inmediato el procedimiento y continuar hasta que se obtuviera una
confesión.
La ordalía del fuego era la preferida por los inquisidores. Al prisionero, atado
cuan largo era, lo colocaban delante de un gran fuego. Le recubrían los pies con grasa
y el inquisidor lo acercaba a las llamas para que se le frieran los pies. Se podía
colocar una pantalla protectora delante del fuego para dar al prisionero una
oportunidad de hablar, pero ésta sería apartada si la confesión resultaba insuficiente.
En el strappado o tortura de la polea, al prisionero le ataban los tobillos y las
muñecas a la espalda. Después lo izaban hasta el techo mediante una gruesa cuerda y
lo dejaban colgando de ella todo el tiempo que quisiera el inquisidor. Luego, sin aviso
previo, se tiraba de una palanca, la cuerda se soltaba y el prisionero caía, pero la
cuerda sólo cedía hasta que con una súbita sacudida el prisionero quedaba frenado a
medio metro del suelo. Como si se tratara de un puenting llevado a cabo sin elástico,
esto causaba múltiples dislocaciones y terribles dolores.
La rueda fue una de las primeras formas de tortura empleadas por la Inquisición y
una de las más populares, y en una fecha tan tardía como 1761 todavía era utilizada
por los extremistas católicos en las Indias Occidentales. En su variedad más suave, el
prisionero, una vez atado a la rueda por las manos y los pies, era sometido a repetidas
flagelaciones; pero si la confesión no llegaba, entonces se utilizaban barras de hierro
para romperle las rodillas y fracturarle las extremidades.
No obstante, la técnica más célebre de la Inquisición fue el potro, un ingenioso
artilugio que iba estirando lentamente el cuerpo del infortunado. Según las respuestas
de la víctima, el inquisidor permitía que los torturadores apostados a cada extremo
del potro accionaran los tornos a la velocidad indicada por él, desgarrando músculos
y ligamentos hasta que, en casos extremos, las extremidades eran arrancadas y el
cuerpo quedaba estirado al límite del desmembramiento y la hemorragia interna
provocaba una muerte lenta y espantosamente dolorosa.
La máxima forma de tortura se reservaba a los prisioneros más tercos y los peores
herejes. El strivaletto o brodequins consistía en cuatro planchas de gruesa madera
atados a los tobillos con una gruesa cuerda. El inquisidor introducía cuñas de madera
entre las planchas y los tobillos del prisionero, incrustándolas a martillazos. Si el
prisionero continuaba negándose a dar información, hasta ocho cuñas podían ser
introducidas a martillazos antes de que los huesos de los tobillos quedaran
pulverizados.
Los prisioneros solían confesar antes de que la tortura comenzase, ya que la mera
visión de los instrumentos y una detallada descripción de lo que se les iba a hacer
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resultaba suficiente. Pero algunas víctimas demostraban una notable resistencia, o
también podía ocurrir que sus sucesivas confesiones fueran consideradas
inadecuadas. En esos casos, los inquisidores utilizaban la intimidación y el poderoso
recurso psicológico de mantener al prisionero en un estado de pánico aparentemente
interminable. Retrasando la tortura y dando tiempo al prisionero para que pensara en
los horrores que le aguardaban, los inquisidores solían obtener la información que
deseaban. En muchas ocasiones luego torturaban igualmente al infortunado
empleando el fuego, el agua y la cuerda.
Algunos papas hicieron un sincero intento de controlar las prácticas de la
Inquisición. En 1306, Clemente V ordenó una investigación sobre el uso de la tortura,
y su sucesor, Juan XXII, legisló limitando su práctica. En uno de sus decretos papales,
prescribió que se añadiera a las reglas que «la tortura sólo debe ser utilizada con
madura y minuciosa deliberación». Lo que por supuesto no significaba nada, y sirvió
de menos. Posteriormente Juan dictó otra instrucción estipulando que un inquisidor
necesitaba el consentimiento del obispo de una provincia para poder someter a tortura
a un prisionero. Pero naturalmente esta declaración también fue desvirtuada para
cometer toda clase de abusos.
Los registros oficiales correspondientes a los siete años que Bruno pasó en el
Castel Sant´´Angelo son muy escasos, por lo que no podemos determinar con certeza
si fue torturado a fondo o no. No obstante, es difícil imaginar a un hombre con el
historial de Bruno pasando tanto tiempo en las prisiones de la Inquisición romana sin
que llegara a padecer las sádicas atenciones de sus carceleros y acusadores. Sabemos
qué clase de maldades perpetraban aquellos hombres y los sentimientos que les
inspiraba Bruno, quien tal vez fuera el hereje más aborrecido de su tiempo o de
cualquier época. Y, si logró escapar de alguna manera al strappado, el strivaletto y
los demás horrores, entonces las largas temporadas de oscuridad, noche absoluta y
completo aislamiento deben de haber sido suficiente tortura.
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CAPÍTULO OCHO
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obras de Bruno eran relativamente fáciles de obtener, y los funcionarios papales
tenían vastos recursos a su disposición. Todo eso sugiere que se llevó alguna clase de
registro oficial, pero que los documentos simplemente se han perdido.
Clemente VIII, que había accedido al papado en 1592, era un pontífice
relativamente liberal; en tanto que sus dos principales consejeros, Roberto Belarmino
y Santoro di Santa Severina, eran muy duros con todo aquello que fuese en contra de
la doctrina. Clemente había demostrado ser un magnífico diplomático. En 1595
supervisó la aceptación por parte de Europa de Enrique de Navarra como legítimo rey
de Francia al mismo tiempo que conseguía apaciguar a Felipe de España, quien
también tenía derecho a aspirar al trono. Es muy posible que en su fuero interno
Clemente admirase el valor de Bruno y su intelecto, y que deseara sinceramente
devolverlo a la ortodoxia.
Belarmino, el teólogo personal del Papa, era el académico más distinguido del
Vaticano, un jesuita que, cuando Bruno fue encarcelado, llevaba casi veinte años
como profesor de teología. Clemente recurría a Belarmino en todas las cuestiones de
doctrina, y fuera cual fuese el problema, su consejero siempre le ofrecía una sabiduría
tan clara como convencional. Belarmino rechazaba todos los aspectos de la teoría
heliocéntrica copernicana e hizo más que ninguna otra persona de su época para
contener la marea secular del progreso intelectual, con lo que se ganó el epíteto de
«martillo de los herejes». Desconfiaba de la ciencia y las matemáticas, y mucho
después de la ejecución de Bruno hizo todo lo que pudo para rebatir las ideas de
Galileo. Durante su carrera incluyó una larga y variada lista de libros en el Index
Librorum Prohibitorum.
Severina no era ningún intelectual, pero aborrecía a la herejía en todas sus formas.
Imperialista hasta la médula, imaginaba al Vaticano como un superestado que estaría
investido del máximo poder terrenal al mismo tiempo que administraba el eslabón
que unía a Dios con la humanidad. Cuando Clemente fue elegido Papa en 1592,
Severina se convirtió en un hombre amargado y su resentimiento proporcionó un
nuevo combustible a su agresiva visión del mundo y el papel que la Iglesia debía
desempeñar en él, haciendo que su sed de sangre se agudizara todavía más.
Es tan poco lo que sabemos acerca de los seis primeros años de Bruno en la
prisión romana que no podemos determinar quién fue responsable del trato que se le
dispensó. El deseo de perseguir y la obsesión por el tormento físico que
caracterizaban a Severina tal vez hicieron que Giordano Bruno fuera objeto de una
atención especial por parte del cardenal, en cuyo caso habrá sufrido repetidos
episodios de severa tortura y padecido privaciones casi inimaginables. Pero es
igualmente posible que Clemente se interesara personalmente por el filósofo de Nola
y consiguiera atemperar la ferocidad de Severina.
Por desgracia, no contamos con relatos de testigos oculares acerca de cómo fue
tratado Bruno, y si se llevó alguna clase de registro oficial de sus torturas por parte de
la Inquisición, éste también ha desaparecido. Lo único que conocemos es la manera
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en que sus contemporáneos y otros herejes fueron tratados por sus carceleros y
acusadores. El ejemplo más destacado es el de Tommaso Campanella, un hombre al
que se suele comparar con Bruno y un hereje al que tanto Roberto Belarmino como
Severina conocían muy bien, ya que fueron ellos quienes lo encarcelaron y
aconsejaron su tortura.
En 1591, cuando Bruno estaba a punto de regresar a Italia. Campanella, un mago
peripatético, publicó un tratado filosófico que indignó al Santo Oficio y condujo a su
encarcelamiento en Roma, donde pasó la mayor parte del cuarto de siglo siguiente
padeciendo repetidas torturas y confinamiento en solitario. Un amigo al que se
permitió visitar a Campanella describió su estado de la siguiente manera: «Tenía las
piernas amoratadas y las nalgas casi sin carne, la cual le había sido arrancada trozo a
trozo para obtener una confesión de los crímenes de que lo acusaban[88]». Entre 1594
y 1595, Campanella fue torturado un total de doce veces, y la última sesión se
prolongó hasta alcanzar la asombrosa duración de cuarenta horas. No hay razón para
creer que Bruno fuera tratado de distinta manera.
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rostro del hombre y oler el aroma de la traición, y luego ver el miedo en sus ojos
cuando retrocedía en el frío aire nocturno hasta caer al agua.
Y una vez más los caminos, París, la devastación, una gloria arruinada. Luego
podía ver a Enrique, su querido Enrique, tan lleno de vida y curiosidad. Y tantos
otros. Conversación, conversación constante, la excitación del debate, el súbito
iluminarse con la comprensión de un rostro joven. Más allá de la sala de
disertaciones, los laboratorios de sus amigos, que se esforzaban por descubrir
encantamientos imposibles, secretos ocultos en el mundo secreto de los alquimistas y
los magos de Europa. Podía volver a ver el crisol ennegrecido, oler la mezcla
asfixiante de los productos químicos, ver bailar la luz encima de las gotitas de
mercurio. Y en su cama, mujeres blancas y jóvenes, dulces aromas femeninos que
abrumaban sus fosas nasales contaminadas. La oscura caverna platónica y la fantasía
de la piedra filosofal no eran para él, porque Bruno tenía otras ambiciones, sueños
que hacer realidad.
¿Podía recordar ahora el momento en que concibió su gran plan? Tal vez fue la
figura de Enrique la que lo inspiró, quizá fue ese rey el que lo animó a creer que el
mundo podía ser cambiado mediante la razón y el intelecto. ¿Cómo había llamado al
monarca? Ah, así: «El más cristiano, santo, religioso y puro de los monarcas[89]».
Pero al final Enrique le había fallado y por eso volvió la mirada hacia Isabel, la reina
hereje. Y con ello partió hacia Inglaterra. Allí había impresionado a la corte, pero
subestimó a la reina inglesa. Como todos los ingleses, Isabel sólo quería evitar
riesgos y mantener el estatus quo. Para alcanzar sus metas sólo le valían los métodos
más prosaicos, aquéllos ya usados y comprobados mil veces.
Los ingleses lo habían decepcionado bastante. En Oxford, los hombres más
elocuentes del país defendían tonterías aristotélicas. Decían ser eruditos y estudiosos,
pero en realidad estaban, bien lo sabía él, tan ciegos a la verdad como aquellos
sacerdotes que acariciaban sus rosarios y doblaban la rodilla ante el estúpido
presuntuoso del Vaticano. Los maestros de Oxford habían expulsado a Bruno de su
universidad, pero él había reconocido las razones de su veneno y sabía que se trataba
del veneno de los celos, aquella energía ávida y codiciosa. Pero todavía podía
recordar la manera en que se lo había hecho pagar con su siguiente libro. «Id a
Oxford —había escrito—, y haced que os cuenten las cosas que le ocurrieron al
Nolano cuando discutió públicamente con aquellos doctores en teología. Haced que
os cuenten con qué facilidad pudimos responder a sus argumentos[90]».
Más tarde, nuevamente en Europa. La sombra de la Inquisición nunca estaba muy
lejos, y Bruno había aprendido a no confiar en nadie. Pero seguía sintiéndose
consumido por el deseo de cambiar las cosas, de mejorar el alma de los hombres.
Había fracasado en dos ocasiones, y ahora sabía que si iba a mejorar al hombre
primero tendría que mejorar sus métodos. En Alemania había hecho un fugaz intento
de establecer su propio culto e ir más allá de la mera filosofía. Contaba con apoyos, y
habían sido muchos los que cuidarían de él mientras se concentraba en fundar una
Cae el telón
Al Papa no le llegó ni una sola línea de lo que Bruno había escrito en prisión, y
naturalmente los dos hombres nunca se reunieron en privado como había soñado
Bruno. Mientras Bruno ardía aquel jueves festivo del 19 de febrero del año 1600, la
multitud gritaba y agitaba sus banderolas, los niños corrían hacia la hoguera
acercándose temerariamente a las llamas, y las madres asustadas tiraban de ellos
obligándolos a retroceder. Y cuando el espectáculo hubo terminado y el mundo fue
librado de otro hereje, las cenizas de Bruno fueron cayendo sobre las cornisas y los
campos cercanos. Allí la lluvia infiltró en el suelo moléculas que antes habían
formado parte de su cuerpo. Con el paso del tiempo, las moléculas fueron disueltas y
las plantas absorbieron sus átomos. Las plantas fueron comidas por animales, y
algunos de ellos terminaron llegando a las mesas de Roma y otros lugares. Otros
elementos de Bruno cayeron al agua y fueron reciclados para mojar las caras de los
bañistas y en vasos y copas. Y así, quizás, al menos a un nivel atómico, el Papa
terminó fundiéndose con el hereje después de todo.
Como hubiese dicho Bruno: el universo es infinito, y es una sola cosa. Todos
somos cada uno de los otros. Todo es todo lo demás.
¡De nuevo!
Aquello no fue el fin, por supuesto. ¿Cómo podía serlo? A decir verdad, algunos
pueden verlo meramente como un principio; otros, como una continuación. Bruno sin
duda lo habría tenido por tal: un abrasarse que conducía a una nueva vida, a nuevos
despertares.
La agonía pasó. Y, mientras su vida se disipaba, otros dieron comienzo a su labor
en otros lugares. Y mientras el cerebro de Bruno ardía entre las llamas, los
pensamientos e ideas que habían surgido de él sobrevivieron y volvieron a florecer.
Exactamente cuatrocientos años después de la ejecución de Bruno, sus seguidores
conmemoraron la fecha con homenajes en el sitio donde fue quemado, una serie de
dedicatorias aparecieron en Internet y un sinfín de artículos sobre el hombre y sus
ideas inundaron los periódicos muy, muy lejos del Campo dei Fiori. «En Roma, —
decía un comunicado— depositaron coronas, amontonaron las rosas y, en el más
sincero de todos los tributos, discutieron, se interrumpieron unos a otros y expusieron
sus opiniones. Eran los peregrinos de la libertad de pensamiento, quienes ayer
rindieron homenaje allí donde la Inquisición quemó hace cuatro siglos a un filósofo-
sacerdote que decía lo que pensaba. Una pancarta junto a la base de la estatua de
Bruno denunciaba el “infame homicidio” como si éste hubiera tenido lugar ayer.
Eleanora Caparrotti, miembro del Partido Radical italiano, declaró: “Perdonaron a
Galileo, pero en lo que respecta a Bruno, todavía estamos esperando”. Un
Así pues, el fantasma de Bruno puede ser encontrado en una extraña mezcolanza
de disciplinas y pensadores posteriores, tanto en la ciencia, la filosofía y la teología
radical como en la literatura y el teatro, que, cada uno a su manera, se apropiaron de
un fragmento de Bruno. Mas, para muchos, el primer contacto con Bruno tiene lugar
a través de la tradición hermética, y su nombre ocupa un lugar muy importante en la
historia del hermetismo. Bruno puede haber sido un racionalista, pero su pensamiento
se basaba en mecanismos ocultos y siempre creyó tan lícito utilizar lo aprendido allí
como en otras disciplinas.
Según un testigo anónimo que fue interrogado en Roma por la Inquisición, Bruno
«decía que antes las obras de Lutero eran muy apreciadas en Alemania, pero que
después de que allí hubieran conocido sus obras [las de Bruno] ya no buscaron las de
nadie más, y que había iniciado una nueva secta en Alemania, y que si conseguía salir
de la cárcel regresaría allí para organizarla mejor y que deseaba que los miembros de
Cuando fue consumido por las llamas, Bruno puso en movimiento engranajes
dentro de engranajes e hizo girar las ruedas del cambio, pues el fénix dorado se cernía
sobre él. Bruno se había reinventado a sí mismo muchas veces a lo largo de su
existencia, volviendo a levantarse después de cada fracaso para librar nuevos
combates. Prendió fuegos intelectuales en muchas partes de Europa, y luego seguía
su camino cuando las llamas empezaban a calentar demasiado. De la misma manera,
en la muerte, sus palabras y sus ideas supieron burlar la aniquilación que pretendían
los cardenales. De hecho, hoy en día los perseguidores de Bruno han caído en el
olvido, lo mismo que sus ideas, e incluso la Iglesia se ha debilitado sensiblemente. En
cambio, la estatura de Bruno ha crecido, y actualmente su legado es más apreciado y
honrado que en ningún otro momento desde su muerte. Esos cuatrocientos años nos
han conducido desde un montón de cenizas en Campo dei Fiori hasta un mundo más
tolerante en el que pensadores como Bruno pueden expresar sus opiniones radicales y
donde el desafío es bienvenido y apreciado, un mundo donde por fin podemos
empezar a imaginar una forma de unidad, una semblanza de armonía, algo que se
aproxime a aquel mundo visualizado por el Nolano.
«Mucho he luchado. Creí que sería capaz de salir vencedor… Y tanto el destino
como la naturaleza reprimieron mi celo y mi fortaleza. El mero hecho de haberlo
intentado ya es algo, porque ahora veo que el conseguir alzarse con la victoria está en
manos del destino. No obstante, había en mí algo que yo era capaz de hacer y que
ningún siglo futuro negará me pertenece, aquello de lo que un vencedor puede
enorgullecerse: no haber temido morir, no haberme inclinado ante mi igual y haber
preferido una muerte valerosa a una vida sumisa».
Bossy, John, Giordano Bruno and the Embassy Affair, Yale University Press,
Londres, 1991.
Franzoi, Umberto, The Prisons of the Doges Palace in Venice, Electra Press,
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Spectacle of Punishment in Medieval and Renaissance Europe, Reaktion
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[Leonardo, el primer científico, Plaza y Janes, Barcelona, 2001].
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1997 [Isaac Newton, SM, Madrid,1991].
Yates, Frances A., Giordano Bruno and the Hermetic Tradition, University of
Chicago Press, 1964 [Giordano Bruno y la tradición hermética, Ariel,
Barcelona, 1994].
caída del Imperio romano (uno de los títulos incluidos en el Index Librorum
Prohibitorum), Edward Gibbon, escribió con evidente cinismo que en Nicea la
cristiandad se había dividido por una palabra. <<
de que, cuando fue arrestado, Servet estuviera a punto de descubrir cómo la sangre
circula dentro del cuerpo, en un trabajo que se adelantó setenta y cinco años a la
revolucionaria investigación publicada por William Harvey en su On the Motions of
the Heart and the Blood (1628). <<
1853, pero la lista de 1948 (la última que se publicó) seguía incluyendo todas las
obras de Boyle, Hume, Hobbes, Voltaire, Zola y, por supuesto, Bruno. Muchos
contemporáneos de Bruno también se encontraron en la Lista, y la Ciudad del Sol de
Campanella y el De natura rerum iuxta propria principia de Telesio fueron incluidos
nada más ser publicados. Lo más sorprendente es que estaban acompañados por La
historia del declive y caída del Imperio romano, Madame Bovary y obras de Locke,
Kant, Descartes, Fludd, Mill, Bergson y muchos de los más importantes tesoros
literarios de la época moderna. <<
asombrosa visión de futuro, Bruno escribe, que los alquimistas no tendrían éxito en
su interminable búsqueda de la piedra filosofal, pero que durante su viaje se
tropezarían con muchas cosas que serían de gran utilidad para la filosofía natural.
Esto resultó totalmente cierto, porque a pesar de que los alquimistas no obtuvieron
ningún resultado de valor teórico duradero, fueron responsables de la invención de
muchas técnicas de laboratorio de gran utilidad y de las primeras versiones de
equipos todavía utilizados. <<
sombra de las ideas], (1582), Cantus Circaeus ad eam memoriae praxim ordinatus
quam ipse ludiciarum appellat [El canto de Circe] (1582), Ars reminiscendi et in
phantastico campo exarandi [El arte del recuerdo] (1583), Lampas triginta statarum
[La lámpara de treinta estatuas] (1587) y De imaginum, signorum et idearum
compositione, ad omnia, inventionum, dispositionum et memoriae genera [Acerca de
la composición de imágenes, signos e ideas] (1591). <<
universo y sus mundos], otra gran obra de cosmología no-matemática. [Ed. española
en Alianza, Madrid, 1995]. <<
Tolomeo, el cual sabemos se hallaba en poder de Bruno cuando fue detenido. <<
los católicos que terminó causando la matanza del día de San Bartolomé de 1572. <<
empleada por los que mantenían tratos con las autoridades eclesiásticas. Argumentos
similares habían salvado al filósofo Pietro Pomponazzi después de que en 1516
hubiera escrito un tratado, De immortalitate animae, en el que observaba que la
inmortalidad del alma no podía ser confirmada utilizando la lógica aristotélica.
Cuando logró convencer a sus jueces de que hablaba en un sentido puramente
filosófico y de que su razonamiento no había tenido impacto alguno sobre la teología,
Pomponazzi se salvó de ser quemado vivo. Al principio del juicio, Bruno también
había afirmado que lo que decía era «… según los principios naturales y el
entendimiento natural, no teniendo nada que ver con lo que principalmente debe ser
mantenido de acuerdo con la fe». <<
Vaticano. <<
utilizando madera muy seca. De esa manera se producía muy poco humo, con lo que
había menos probabilidades de que la víctima se asfixiara. Las llamas ardían más
intensamente, y las heridas iban quedando cauterizadas hasta que el organismo
sucumbía al shock. No sabemos si Bruno se ganó este bárbaro final, pero los
poderosos que decretaron su muerte lo consideraban el peor hereje habido en toda la
historia de la Iglesia. <<
University Press, 1964 [Ocho filósofos del Renacimiento italiano, Fondo de Cultura
Económica de España, Madrid, 1996]. <<
<<