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¿Qué es la
democracia?
A. Touraine, 11, “Democracia: una idea nueva”. 2
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Alain Touraine, “Republicanos y Liberales” en ¿Qué es la democracia?, c.6, FCE, México, 2001, 115-132.
Para uso exclusivo de los estudiantes.
A. Touraine, 11, “Democracia: una idea nueva”. 3
Un triunfo dudoso
En la actualidad muchos signos pueden llevarnos a pensar que los regímenes llamados
democráticos se debilitan tanto como los regímenes autoritarios, y están sometidos a
exigencias del mercado mundial protegido y regulado por el poderío de Estados Unidos y
por acuerdos entre los tres principales centros de poder económico. Este mercado mundial
tolera la participación de unos países que tienen gobiernos autoritarios fuertes, de otros con
regímenes autoritarios en descomposición, de otros, aún, con regímenes oligárquicos y, por
último, de algunos cuyos regímenes pueden considerarse democráticos, es decir donde los
gobernados eligen libremente a los gobernantes que los representan.
En retroceso de los Estados, democráticos o no, entraña una disminución de la
participación política y lo que justamente se denominó una crisis de la representación
política. Los electores ya no se sienten representados, lo que expresan denunciando a una
clase política que ya no tendría otro objetivo que su propio poder y, a veces, incluso el
enriquecimiento personal de sus miembros. La conciencia de ciudadanía se debilita, ya sea
porque muchos individuos se sienten más consumidores que ciudadanos y más
cosmopolitas que nacionales, ya porque, al contrario, cierto número de ellos se sienten
marginados o excluidos de una sociedad en la cual no sienten que participan, por razones
económicas, políticas, étnicas o culturales.
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La democracia así debilitada, puede ser destruida, ya sea desde arriba, por un poder
autoritario, ya desde abajo, por el caos, la violencia y la guerra civil, ya desde sí misma,
por el control ejercido sobre el poder por oligarquías o partidos que acumulan recursos
económicos o políticos para imponer sus decisiones a unos ciudadanos reducidos al papel
de electores. El siglo XX ha estado tan fuertemente marcado por regímenes totalitarios,
que la destrucción de éstos pudo aparecer a muchos como una prueba suficiente del triunfo
de la democracia. Pero contentarse con definiciones meramente indirectas, negativas de la
democracia significa restringir el análisis de una manera inaceptable. Tanto en su libro más
reciente como en el primero, Giovanni Sartori tiene razón al rechazar absolutamente la
separación de dos formas de democracia, política y social, formal y real, burguesa y
socialista, según el vocabulario preferido por los ideólogos, y al recordar su unidad. Tiene,
incluso, doblemente razón: en primer lugar, dado que no podría emplearse el mismo
término para designar dos realidades diferentes si no tuvieran importantes elementos
comunes entre sí y, en segundo lugar, porque un discurso que conduce a llamar democracia
a un régimen autoritario y hasta totalitario se destruye a sí mismo.
¿Será preciso que nos contentemos con acompañar al péndulo en su movimiento de retorno
a las libertades constitucionales, después de haber buscado extender durante un largo siglo
que comenzó en 1818 en [Francia, la libertad política ala vida económica y social? Una
actitud semejante no aportaría ninguna respuesta a la pregunta: ¿cómo combinar, cómo
asocial el gobierno por la ley con la representación de los intereses? No haría sino subrayar
la oposición de esos dos objetivos y por lo tanto la imposibilidad de construir e incluso de
definir la democracia. Henos aquí de vuelva en nuestro punto de partida. Aceptemos con
Norberto Bobbio, entonces, definir a la democracia por tres principios institucionales: en
primer lugar como “un conjunto de reglas (primarias o fundamentales) que establecen
quién está autorizado a tomar las decisiones mediante qué procedimientos (Il futuro della
democrzcia, 5); a continuación, diciendo que un régimen es tanto más democrático cuanto
una mayor cantidad de personas participa directa o indirectamente en la toma de
decisiones; por último, subrayando que las elecciones a hacer deben ser reales. Aceptemos
también decir con él que la democracia descansa sobre la sustitución de una concepción
orgánica de la sociedad por una visión individualista cuyos elementos principales son la
idea de contrato, el reemplazo del hombre político según Aristóteles por el homo
oeconomicus y por el utilitarismo y su búsqueda de la felicidad para el mayor número. Pero
después de haber planteado estos principios “liberales”, Bobbio nos hace descubrir que la
realidad política es muy diferente del modelo que acaba de proponerse: las grandes
organizaciones, partidos y sindicatos, tienen un peso creciente sobre la vida política, lo que
a menudo quita toda realidad al pueblo “supuestamente soberano”; los intereses
particulares no desaparecen ante la voluntad general y las oligarquías se mantienen. Por
último, el funcionamiento democrático no penetra en la mayor parte de los dominios de la
vida social, y el secreto, contrario a la democracia, sigue desempeñando un papel
importante; detrás de las formas de la democracia se constituye cuando un gobierno de los
técnicos y los aparatos. A esas inquietudes se agrega un interrogante más fundamental: si
la democracia no es más que un conjunto de reglas y procedimientos, ¿por qué los
ciudadanos habrían de defenderla activamente? Sólo algunos disputados se hacen matar
por una ley electoral.
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Es preciso concluir que la necesidad de buscar, detrás de las reglas reprocedimiento que
son necesarias, e incluso indispensables para la existencia de la democracia, cómo se
forma, se expresa y se aplica una voluntad que representa los intereses de la mayoría al
mismo tiempo que la conciencia de todos de ser ciudadanos responsables desorden social.
Las reglas de procedimiento no son más que medios al servicio de fines nunca alcanzados
pero que deben dar su sentido a las actividades políticas: impedir la arbitrariedad y el
secreto, responder a las demandas de la mayoría, garantizar la participación de la mayor
cantidad posible de personas en la vida pública. Hoy, cuado retroceden los regímenes
autoritarios y han desaparecido las “democracias populares” que no eran sino dictaduras
ejercidas por un partido único sobre un pueblo, ya no podemos contentarnos con garantías
constitucionales y jurídicas, en tanto la vida económica y social permanecería dominada
por oligarquías cada vez más inalcanzables.
En contra de esta pérdida de sentido, es preciso recurrir a una concepción que defina la
acción democrática por la liberación de los individuos y los grupos dominados por la
lógica de un poder, es decir sometidos al control ejercido por los dueños y los gerentes de
sistemas para los cuales aquellos no son más que recursos.
En contra de las monarquías absolutistas, algunos convocaron a los pueblos a la toma del
poder; pero esta convocatoria revolucionaria condujo a la creación de nuevas oligarquías o
a despotismos populares. En nuestro período dominado por todas las formas de
movilización de masas, políticas, culturales o económicas, es necesario marchar en una
dirección opuesta. Por esa razón asistimos al retorno de la idea de derechos del hombre,
más fuerte que nunca porque fue enarbolada por los resistentes, los disidentes y los
espíritus críticos que lucharon en los momentos más negros del siglo contra los poderes
totalitarios. De los obreros e intelectuales de Gdansk a los Tien An Men, de posmilitares
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americanos de los Civil Rights a los estudiantes europeos de mayor de 1968, de quienes
combatieron el apartheid a quienes aún luchan contra la dictadura en Birmania, de la
vicaría de solidaridad chilena a los opositores serbios y los resistentes bosnios, de
Salmanm Rushdie a los intelectuales argelinos amenazados, el espíritu democrático fue
vivificado por todos aquellos que opusieron sus derecho fundamental de vivir libres a
poderes cada vez más absolutos.
La democracia sería una palabra muy pobre si no fuera definida por los campos de batalla
en los que tantos hombres y mujeres combatieron por ella. Si necesitamos una definición
fuerte de la democracia, es en parte porque hay que oponerla a aquellos que, en nombre de
las luchas democráticas antiguas, se constituyeron y siguen constituyéndose en los
servidores del absolutismos y la intolerancia. Ya no queremos una democracia de
participación; no podemos contentarnos con una democracia de liberación; necesitamos
una democracia de liberación.
Antes que nada hace falta, por cierto, separar las concepciones que los individuos se
forman de la “buena sociedad” de la definición de un sistema democrático. Ya no
concebimos una democracia que no sea pluralista y, en el sentido más amplio del término,
laica. Si una sociedad reconoce en sus instituciones una concepción del bien, corre el
riesgo de imponer creencias y valores a una población diversificada. Del mismo modo que
la escuela pública separa lo que compete a su enseñanza de lo que corresponde a la
elección de las familias y los individuos, un gobierno no puede imponer una concepción
del bien y del mal y debe asegurarse antes que nada de que cada uno pueda hacer valer sus
demandas y sus opiniones, ser libre y estar protegido, de manera tal que las decisiones
tomadas por los representantes del pueblo tengan en cuenta en la mayor medida posible las
opiniones expresada y los intereses definidos. En particular, la idea de una religión de
Estado, si corresponde a la imposición por parte del Estado de reglas de orden moral o
intelectual, es incompatible con la democracia. La libertad de opinión, de reunión y de
organización es esencial a la democracia, porque no implica ningún juicio del Estado
acerca de las creencias morales o religiosas.
No obstante, esta concepción procesual de la libertad no basta para organizar la vida social.
La ley va más lejos, permite o prohíbe, y por consiguiente impone una concepción de la
vida, de la propiedad, de la educación. ¿Cabe imaginarse un derecho social que se redujera
a un código de procedimientos?
Así, pues, ¿Cómo responder a dos exigencias que parecen opuestas: por un lado respetar lo
más posible las libertades personales; por otro, organizar una sociedad que sea considerada
justa por la mayoría? Este interrogante atravesará toda nuestra reflexión hasta el final, pero
el sociólogo no puede esperar tanto tiempo antes representar una respuesta propiamente
sociológica, es decir, que explica las conductas de los actores mediante sus relaciones
sociales. Lo que vincula libertad negativa y libertad positiva es la voluntad democrática de
dar a quienes están sometidos y son dependientes la capacidad de obrar libremente, de
discutir en igualdad de derechos y garantías con aquellos que poseen los recursos
económico, políticos y culturales. Es por esa razón que la negociación colectiva y, más
ampliamente, la democracia industrial, fueron una de las grandes conquistas de la
democracia: la acción de los sindicaos permitió que los asalariados negociaran con sus
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Así definido, el espíritu democrático puede responder a las dos exigencias que a primera
vista parecían contradictorias: limitar el poder y responder a las demandas de la mayoría.
¿Pero en qué condiciones y en qué medida? Es a estos interrogantes los que debemos
responder.
Todos estos temas se reúnen en un tema central, la libertad del sujeto. Llamo sujeto a la
construcción del individuo (o del grupo) como actor, por la asociación de su libertad
afirmada y su experiencia vivida, asumida y reinterpretada. El sujeto es el esfuerzo de
transformación de una situación vivida en acción libre; introduce libertad en lo que en
principio se manifestaba como unos determinantes sociales y una herencia cultural.
por la participación ni por el consenso sino por el respeto de las libertades y la diversidad.
Es también por esta razón que hemos recibido una victoria de la democracia el fin del
apartheid en Sudáfrica. Si mañana una elección directa con sufragio universal permite a la
mayoría negra eliminar a la minoría blanca, no invocaríamos a la democracia para
justificar esa política de intolerancia; al contrario, nos parece que el acuerdo de De Klerk y
Mandela, el reconocimiento de la diversidad de un país en el que viven negros africanos,
afrikaners, británicos, indios y otros marca un gran paso hacia delante.
Nuestros Estados nacionales europeos, que tan a menudo fueron gobernados por
monarquías, se convirtieron en democracias porque las más de las veces reconocieron –de
buen grado o a la fuerza- su diversidad social y cultural, en contra del territorialismo
religioso –cuius regio, huius religio- que se había expandido durante los siglos XVI y
XVII. Los Estados, en los que el poder central penetraba cada vez más en la vida cotidiana
de los individuos y las colectividades, aprendieron a combinar centralización y
reconocimiento de las diversidades. Estados Unidos, y más aún, Canadá, se construyeron
como sociedades reconociendo el pluralismo de las culturas y lo combinaron con el respeto
a las leyes, la independencia del Estado y el recurso a las ciencias y las técnicas. La
democracia no existe al margen del reconocimiento de la diversidad de las creencias, los
orígenes, las opiniones y los proyectos.
Conclusión que lleva a su punto extremo la oposición entre la libertad de los antiguos y la
de los modernos y nos obliga a distanciarnos de las imágenes más heroicas de la tradición
democrática, las de las revoluciones populares que movilizan a las naciones contra sus
enemigos interiores y exteriores. Las revoluciones quisieron a menudo salvar a la
democracia de sus enemigos, pero dieron a luz regímenes antirrevolucionarios al
concentrar el poder, al convocar a la unidad nacional y la unanimidad del compromiso, al
denunciar a adversarios con los cuales se juzgaba imposible la cohabitación pues se los
consideraba como traidores más que como portadores de intereses o ideas diferentes.
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Amenazada por un poder popular que se sirve del racionalismo para imponer la
destrucción todas las pertenencias sociales y culturales y para suprimir así todo contrapeso
a su propio poder, degradada por la reducción del sistema político a un mercado político, la
democracia es atacada desde un tercer lado por un culturalismo que impulsa el respeto a las
minorías hasta la supresión de la idea misma de mayoría y a una reducción extrema del
dominio de la ley. El peligro reside aquí en favorecer, en nombre del respeto por las
diferencias, la formación de poderes comunitarios que imponen, en el interior de un medio
particular, una autoridad antidemocrática. La sociedad política ya no sería entonces más
que un mercado de transacciones vagamente reglamentadas entre comunidades encerradas
en la obsesión de su identidad y su homogeneidad.
Estos tres combates definen la cultura política sobre la cual descansa la democracia: no se
reduce al poder de la razón ni a la libertad de los grupos de interés ni al nacionalismo
comunitario; combina elementos que tienden constantemente a separarse y que, cuando
están así aislados, se degradan en principios de gobierno autoritario. La nación, que fue
liberadora, se degrada en comunidades cerradas y agresivas; la razón, que atacó las
desigualdades transmitidas, se degrada en “socialismo científico”; el individualismo,
asociado a la libertad, puede reducir al ciudadano a no ser más que un consumidor político.
Ningún debate divide más profundamente al mundo actual que el que opone a los
partidarios del multiculturalismo y los defensores del universalismo integrador, lo que a
menudo se denomina la concepción republicana o jacobina; pero la cultura democrática no
puede ser identificada ni con uno ni con el otro. Rechaza con la misma fuerza la obsesión
de la identidad que encierra a cada uno en una comunidad y reduce la vida social a un
espacio de tolerancia, lo que de hecho deja el campo libre a la segregación, al sectarismo y
las guerras santas, y el espíritu jacobino que, en nombre de su universalismo, condena y
rechaza la diversidad de las creencias, las pertenencias y las memorias privadas. La cultura
democrática se define como un esfuerzo de combinación de la unidad y la diversidad, de la
libertad y la integración. Es por eso que aquí la definió desde le principio como la
asociación de reglas institucionales comunes y la diversidad de los intereses y las culturas.
Es preciso dejar de oponer retóricamente el poder de la mayoría a los derechos de las
minorías. No existe democracia si una y otras no son respetadas. La democracia es el
régimen en el que la mayoría reconoce los derechos de las minorías dado que acepta que la
mayoría de hoy puede convertirse en minoría mañana y se somete a una ley que
representará intereses diferentes a los suyos pero no le negará el ejercicio de sus derechos
fundamentales. El espíritu democrático se basa en esta conciencia de la interdependencia
de la unidad y la diversidad y se nutre de un debate permanente sobre la frontera,
constantemente móvil, que separa a una de otra, y sobre los mejores medios de reforzar su
asociación.
Desarrollo y democracia.
Esta afirmación debe asumir formas diferentes en los países en desarrollo endógeno y en
aquellos que no conocen este crecimiento autoalimentado. La autonomía de los individuos,
de los grupos o de las minorías con respecto a las coacciones del sistema económico y
administrativo es más fácil de obtener en los países más “desarrollados”. Al contrario, en
las sociedades dependientes, cuya modernización no puede provenir más que de una
intervención exterior a los actores sociales, del estado nacional o de otra fuente, los
derechos que se reivindican son más comunitarios que individuales y oponen resistencia a
una política de modernización impuesta en vez de defender las libertades personales.
¿Hace falta decir que esta tensión no tiene sino efectos antidemocráticos y que, por lo
tanto, la democracia no tiene lugar enana sociedad dividida entre la intervención autoritaria
del Estado y de las defensas comunitarias, y en la que el primero amenaza constantemente
con asumir el lenguaje de la comunidad y convertirse de ese modo en totalitario? Una
respuesta afirmativa conduciría a una conclusión brutal: la democracia sólo puede existir
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en los países más ricos, los que dominan el planeta y los mercados mundiales. Una
afirmación semejante, a menudo presentada en formas tanto eruditas como vulgares, está
en contradicción abierta con el análisis que acabo de proponer. He defendido la idea de que
la democracia es la búsqueda de combinaciones entre la libertad privada y la integración
social o entre el sujeto y la razón, en el caso de las sociedades modernas; se trata de algo
muy distinto de concebirla como un atributo de la modernización económica, por lo tanto
de una etapa de la historia concebida como una marcha hacia la racionalidad instrumental.
En la primer perspectiva, la democracia es una elección, y puede concebirse –y se realiza
con frecuencia- una elección opuesta, antidemocrática; en la segunda, la democracia
aparece naturalmente en cierta etapa del desarrollo, y la economía de mercado, la
democracia política y la secularización son las tres caras de un mismo proceso general de
modernización. A esta teoría de la modernización es preciso responderle, en primer lugar,
que la democracia está tan amenazada en los países “desarrollados” como en los otros, ya
sea por dictaduras totalitarias, ya por un laisser-faire que favorece el aumento de las
desigualdades y la concentración del poder en manos de grupos restringidos; pero también
y sobre todo, que puede descubrirse la presencia de la acción democratizante, como la de
sus adversarios, tanto en las sociedades de modernización exógena como en aquellas cuyo
desarrollo es endógeno.
Al contrario, la defensa de una comunidad contra un poder autoritario puede ser un agente
de democratización si se combina con la obra de modernización en vez considerar ésta
como una amenaza para ella. Este razonamiento puede aplicarse de igual modo a los países
de modernización endógena que conocieron bien, y aún conocen, los llamados a la
racionalización que eliminan o reprimen al “hombre interiore” e imponen la visión
utilitarista que Nietzsche denunciaba. La única diferencia consiste en que, en un caso, es la
comunidad la que corre el riesgo de rechazar la racionalización, mientras que en el
segundo es la racionalización la que amenaza destruir la libertad del actor.
pero que lo es mucho más que Argelia o Guatemala, donde contemplamos el triunfo de los
regímenes nacionalistas violentamente antidemocráticos y que comenten crímenes masivos
contra los derechos humanos más fundamentales?
No hay más evolución “normal” hacia la democracia en los países modernizados que
destino autoritario para los países en desarrollo exógeno. La historia lo demostró
ampliamente. Pero en los países modernizados, la acción democrática positiva tiende a
limitar el poder del Estado sobre los individuos, mientras que en las sociedades
dependientes es la afirmación defensiva de la comunidad la que inicia el trabajo de
reapropiación colectiva de los instrumentos de la modernización. De un lado, las libertades
individuales son portadoras de la democracia pero también pueden hacerla prisionera de
intereses privados; del otro, la defensa comunitaria apela a la democracia pero también
puede destruirla en nombre de la homogeneidad nacional, étnica o religiosa. Estas dos
vertientes de la realidad histórica corresponden a las dos caras del sujeto, que es libertad
personal pero también pertenencia a una sociedad y una cultura, que es proyecto pero
también memoria, a la vez liberación y compromiso.
presente en el Norte. Hay barrios americanos, ingleses o franceses en el Sur, así como hay
barrios latinoamericanos, africanos, árabes, asiáticos en las ciudades y centros industriales
del Norte. One world no es sólo un llamado a la solidaridad; es en primer lugar un juicio de
hecho. Por consiguiente, no puede haber democracia en el mundo si sólo puede vivir en
algunos países, en algunos tipos de sociedad. La realidad histórica es que los países
dominantes han desarrollado la democracia liberal pero también impuesto su dominación
imperialista o colonialista al mundo y destruido el medio ambiente en un nivel planetario.
Paralelamente, en los países dominados, se formaron movimientos de liberación nacional y
social que eran llamamientos a la democracia, pero al miso tiempo aparecieron poderes
neocomunitarios que movilizan una identidad étnica, nacional o religiosa al servicio de su
dictadura o de los despotismos modernizadores.
La democracia recibe amenazas desde todos los lados, pero ha abierto rutas en muchas
partes del mundo, en la Inglaterra del siglo XVII como en los Estados Unidos y la Francia
de fines del siglo XVIII, en los países de América Latina transformados por regímenes
nacional populares como en los países poscomunistas de la actualidad. En todas partes, el
espíritu democrático está en acción; en todas partes, también, puede degradarse o
desaparecer.
La limitación de lo político.
consigo mismo que es ilusoria. La organización social penetra al yo tan completamente que
la búsqueda de la conciencia de sí y la experiencia puramente personal de la libertad no son
más que ilusiones. Éstas son más frecuentes en quienes están situados tan arriba o tan abajo
en las escalas sociales que pueden creer que no están colocados allí y que pertenecen a un
universo social, puramente individual o definido, al contrario, por una condición humana
permanente y general.
El pensamiento no puede sino circular sin descanso entre estas dos afirmaciones
inseparables: la democracia reposa sobre el reconocimiento de la libertad individual y
colectiva por las instituciones sociales, y la libertad individual y colectiva no puede existir
sin la libre elección de los gobernantes por los gobernados y sin la capacidad de la mayor
cantidad de participar en la creación y la transformación de las instituciones sociales.
Todos aquellos que pensaron que la libertad verdadera residía en la identificación del
individuo con un pueblo, un poder o un dios o, al contrario, que el individuo y la sociedad
se hacían libres juntos al someterse a la razón, abrieron el camino a los regímenes
autoritarios. En la actualidad, el pensamiento democrático sólo puede sobrevivir a partir
del rechazo de esas propuestas unitarias. Si el hombre no es más que un ciudadano o si el
ciudadano es el agente de un principio universal, ya no hay lugar para la libertad y ésta está
destruída en nombre de la razón o la historia. Es porque se resistieron a esas ilusiones
peligrosas que los partidarios de la libertad negativa y la sociedad abierta, los liberales, en
una palabra, defendieron mejor a la democracia que aquellos que llaman a la fusión del
individuo y la sociedad en una democracia popular cuyo nombre, en lo sucesivo, la
Historia ha hecho impronunciable.
El recurso democrático
político o jurídico y la vida social, mientras que la idea de soberanía popular prepara la
subordinación de la vida política a las relaciones entre los actores sociales. Pero ¿con qué
condición conduce a la democracia la idea de soberanía popular? Con la condición de que
sea triunfante, de que se mantenga como un principio de oposición al poder establecido,
cualquiera éste sea. Prepara la democracia si, en vez de dar una legitimidad sin límite a un
poder popular, introduce en la vida política el principio moral del recurso que, para
defender sus intereses y para alimentar sus esperanzas, necesitan quienes no ejercen el
poder en la vida social. Carente de esta presión social y moral, la democracia se transforma
rápidamente en oligarquía, por la asociación del poder político y todas las otras formas de
dominación social. La democracia no nace del estado de derecho sino del llamado a unos
principios éticos –libertad, justicia– en nombre de la mayoría sin poder y contra los
intereses dominantes. Mientras un grupo dominante procura ocultar las relaciones sociales
detrás de las categorías instrumentales, como lo dijo Marx, hablando de intereses y
mercancías, aislando categorías puramente económicas, refiriéndose a elecciones
racionales, los grupos dominados, al contrario, remplazan la definición económica de su
propia situación, que implica su subordinación, por una definición ética: hablan en nombre
de la justicia, la libertad, la igualdad o la solidaridad. La vid apolítica está hecha de esta
oposición entre unas decisiones políticas y jurídicas que favorecen a los grupos dominantes
y el llamado a una moral social que defiende los intereses de los dominados o de las
minorías que es escuchado porque contribuyen también a la integración social. La
democracia, por lo tanto no se reduce jamás a uso procedimientos y ni si quiera a unas
instituciones; es la fuerza social y política que se empeña en transformar el estado de
derecho en un sentido que corresponda a los interese de los dominados, mientras que el
formalismo jurídico y político lo utiliza en un sentido opuesto, oligárquico, cerrando el
paso del poder político a las demandas sociales que ponen en peligro el poder de los grupos
dirigentes. Lo que, aun hoy en día, opone un pensamiento autoritario a un pensamiento
democrático es que el primero insiste sobre la formalidad de las reglas jurídicas, en tanto el
otro procura descubrir, detrás de la formalidad del derecho y el lenguaje del poder,
elecciones y conflictos sociales.
Más profundamente aún, la igualdad política, sin la cual no puede existir la democracia, no
es únicamente la atribución a todos los ciudadanos de los mismos derechos; es un remedio
de compensar las desigualdades sociales, en nombre de derechos morales. De modo que el
Estado democrático debe reconocer a sus ciudadanos menos favorecidos el derecho de
actuar, en el marco de la ley, contra un orden desigual del que el Estado miso forma parte.
El Estado no sólo limita su propio poder, sino que lo hace porque reconoce que el orden
político tiene como función compensar las desigualdades sociales. Lo que es expresado
con claridad por uno de los mejores representantes de la escuela liberal contemporánea,
Ronald Dworkin: la igualdad política “supone que los miembros más débiles de una
comunidad política tienen derecho a una atención y a un respeto por parte de sus
gobernantes iguales a los que los miembros más poderosos se confieren a sí mismo, de
modo que si algunos individuos tienen la libertad de tomar decisiones, cualesquiera sean
sus efectos sobre el bien común, todos los individuos deben tener la misma libertad”
(Takin riges seriously, 199).
Dworkin, combatiendo las tesis del utilitarismo y el positivismo legal, opone los derechos
fundamentales a los definidos por la ley, dado que los primeros, que son definidos por las
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Antiguos y modernos.
Más allá de este acuerdo sobre la naturaleza propia de lo político, antiguos y modernos,
aristotélicos y liberales, se oponen completamente unos a otros. La idea propia de
}Aristóteles consiste en definir un régimen por la naturaleza del soberano: uno, algunos o
la mayoría, lo que distingue a la monarquía de la aristocracia y de lo que hoy en día
llamamos espontáneamente democracia y que los contemporáneos de Aristóteles
denominaron isonomía, sino en oponer los tres regímenes que apuntan a la defensa de los
intereses de quienes ejercen el poder, ya se trate del tirano, de la oligarquía o del demos, a
los otros tres que, en las mismas situaciones de posesión del poder, se preocupan por el
bien común, es decir que son propiamente políticos. Tal es el sentido del capítulo 7 del
libro III de la Política, donde se presenta la clasificación de los regímenes políticos. Puesto
que Aristóteles no opone gobernantes y gobernados: define a los ciudadanos por las
relaciones políticas que se establecen entre ellos, todos los cuales poseen cierto poder tanto
judicial como deliberativo. “Ningún carácter define mejor al ciudadano en sentido estricto
que la participación en el ejercicio de los poderes de juez y magistrado” (III, 1,6). Es por
eso que la preocupación por los otros, la amistad hacia ellos, son esenciales al buen
régimen al que Aristóteles no da otro nombre que el de politeia, régimen político por
excelencia, que corresponde a la soberanía del pueblo cuando éste ejerce no para la defensa
de los intereses de la masa de los pobres sino para construir una sociedad política.
Tal libertad de los antiguos, que, recordando una imagen de Aristóteles, es como la de los
astros, ya que consiste en integrarse a una totalidad. La meta de la ciudad es dar felicidad a
todos. No es un conjunto social en el que los individuos deben vivir, sino donde deben
vivir bien, como lo dice Aristóteles desde el libro I de la Política, al presentar su definición
del hombre como ser “político”. Pero ¿qué es la felicidad si no la integración cívica que no
conduce ala fusión en un ser colectivo sino a la mayor comunicación posible? Si la
decisión colectiva, dice Aristóteles, es superior a la decisión que toman aun los mejores de
entre los individuos, es porque la política es cosa de opinión y de experiencia más que de
conocimiento, y por lo tanto hace falta mucha experiencia y sabiduría práctica: phronesis
(noción cuya importancia centran en Aristóteles analizó Pierre Aubenque), para permitir la
integración relativa, la conciliación de las percepciones y las opiniones individuales.
Aristóteles puede ser considerado como el inspirador principal de la libertad de los
antiguos, si bien condena lo que llama democracia, en la que veía el triunfo de los intereses
egoístas de las mayorías, y teme la destrucción de la ciudad a causa de esta democracia que
se opone tanto al régimen constitucional como la monarquía a la tiranía. El ciudadano es
diferente al hombre privado. “Está claro, por ende, que se puede ser buen ciudadano sin
poseer la virtud que hace al hombre de bien” (III,4,4). Esta separación de la vida pública y
la vida privada que se realiza en beneficio de la primera, se convertirá en el signo más
visible de la concepción cívica de la libertad y de las ideologías republicanas o
revolucionarias que recurrirán a ella en el mundo moderno.
¿En qué se opone la libertad de los modernos a esta concepción cívica, republicana de la
democracia? En el hecho de que, en el mundo moderno, la política ya no se define como la
expresión de las necesidades de una colectividad, de una ciudad, sino como una acción
sobre la sociedad. La oposición entre el Estado y la sociedad, actuando uno sobre la otra,
tal como se constituyó con la formación de las monarquías absolutas a partir de fines de la
Edad Media, crea una ruptura definitiva con el tema de la ciudad, incluso en las ciudades
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Estados como Venecia, que también se convertirán, en los siglos XIV y XV, en Estados
modernos con los mismos títulos que Francia e Inglaterra.
A partir del momento en que queda constituido el Estado, los actores sociopolíticos pueden
emplearlo contra sus adversarios sociales o, al contrario, combatirlo para garantizar la
mayor autonomía posible de todos los actores sociales ero, ya se siga el camino
revolucionario o el liberal, la política se ocupa de la acción del poder sobre la sociedad y
ya no de la creación de una comunidad política.
Es por ello que quienes trasladaron al mundo moderno la libertad de los antiguos, la
concepción cívica de la democracia, prepararon la destrucción de la libertad, mientras que
la defensa de las libertades sociales, incluso cuando se la puso al servicio de intereses
egoístas, protegió e incluso reforzó la democracia si se define al liberalismo como
sinónimo de la libertad de los modernos, de la defensa de los actores sociales contra el
Estado, quienes no son liberales son, directa o indirectamente, responsables de la
destrucción de los regímenes democráticos, y que esto sea en nombre de la liberación de
una nación, de los intereses de un pueblo de la adhesión aun jefe carismático no modifica
lo esencial: en el mundo de los Estados, no es posible hablar de democracia de otra forma
que como un control ejercido por los actores sociales sobre el poder político.
Tres dimensiones.
Por último: ¿puede existir la libre elección si el poder de los gobernantes no está limitado?
Debe estarlo, en primer lugar, por la existencia misma de la elección y, más concretamente,
por el respeto al poder. El reconocimiento de derechos fundamentales que limitan el poder
del Estado pero también el de las Iglesias, las familias o las empresas es indispensable para
la existencia de la democracia. Al punto que es la asociación de la representación de los
intereses y la limitación del poder en una sociedad política la que define con la mayor
exactitud a la democracia al explicitar su definición inicial.
¿Son estos tres componentes de la democracia los tres aspectos de un principio más
general? Parece casi natural identificarla con la libertad o, más precisamente, con las
libertades. Pero lo que parece un progreso en la explicación no es más que el retorno a una
definición demasiado restringida. La idea de libertad no incluye la representación y la de
ciudadanía; asegura únicamente la ausencia de coacciones. Hablar de libertad es demasiado
vago; de lo que se trata es de libertad de elección de los gobernantes, es decir de los
poseedores del poder político, e incluso del ejercicio de la violencia legítima.
La autonomía de los componentes de la democracia es, de hecho, tan grande que puede
hablarse de las dimensiones o las condiciones de la democracia más exactamente que de
sus elementos constitutivos. Puesto que cada una de estas dimensiones tiende a oponerse a
las otras al mismo tiempo que puede combinarse con ellas.
A. Touraine, 11, “Democracia: una idea nueva”. 22
En el interior de esta regla protectora no existe ningún equilibrio ideal entre las tres
dimensiones de la democracia. En ninguna parte existe una democracia ideal a la cual se
opondría el carácter excepcional de ciertas experiencias democráticas. Existen, al
contrario, tres tipos principales de democracia según que una y otra de estas tres
dimensiones ocupe un lugar preponderante. El primer tipo da una importancia centra a la
limitación del poder del Estado mediante la ley y el reconocimiento de los derechos
fundamentales. Siento la tentación de decir que este tipo es el más importante
históricamente, aun cuando no sea superior a los otros. Esta concepción liberal de la
democracia se adapta con facilidad a una representatividad limitada de los gobernantes,
como se atestiguo en el momento del triunfo de los regímenes liberales en el siglo XIX,
pero protege mejor los derechos sociales o económicos los ataques de un poder absoluto,
como lo demuestra el ejemplo secular de Gran Bretaña.
Por último, un tercer tipo insiste más en la representatividad social de los gobernantes y
ponen la democracia, que defiende los intereses de categorías populares, a la oligarquía, ya
se asocie ésta a una monarquía definida por la posesión de privilegios o bien a la propiedad
del capital. En la historia política de Francia en el siglo XX –pero no en el momento de la
Revolución-, libertades públicas y luchas sociales estuvieron más fuertemente asociadas
que en Estados Unidos e incluso Gran Bretaña.
Es imposible, sin embargo, identificar un tipo de democracia con una o varias experiencias
nacionales. En el momento de la Revolución Francesa, fue la idea de ciudadanía la que se
impuso, y Marx reprochará a los franceses que siempre hayan colocado las categorías
políticas por encima de las sociales. Juicio ratificado recientemente por Francois Furet que,
como historiador, demostró que en efecto la Revolución no se explica más que en términos
políticos y no como una revolución social según la tesis de Albert Mathiez, que veía en los
acontecimientos franceses de finales del siglo XVIII la primera etapa de una victoria de las
clases populares que debía culminar con la revolución soviética. Gran Bretaña, al
contrario, dio siempre una gran importancia a la representación de los intereses, a la teoría
utilitarista y al papel de los cuerpos intermedios.
No obstante, en la segunda mitad del siglo XX el debate político ha opuesto con claridad
un tipo inglés de democracia, expuesto por pensadores liberales influyentes y reforzado por
la débil penetración de la ideología comunista en Gran Bretaña, a la vida política francesa
que estuvo dominada, desde el Frente Popular y la causa de la larga influencia
preponderante del Partido Comunista en la izquierda y sobre todo en el sindicalismo, por la
idea de la lucha de clases o, a la derecha, por la resistencia a la amenaza de una dictadura
comunista. Estados Unidos, por su parte, si bien atribuyó constantemente una importancia
excepcional al control de la constitucionalidad de las leyes, y por tanto a la defensa de las
libertades difundió entre su población, durante mucho tiempo fuertemente marcada por la
inmigración, una conciencia de pertenencia a una sociedad regida por reglas morales y
jurídicas y encargada de defender y propagar unos valores y un género de vida. Puede
entonces hablarse de modelos inglés, americano y francés, no como tipos históricos sino
como elementos del debate político después de la Segunda Guerra Mundial.
Estos tres tipos (inglés, americano y francés) tienen una igual importancia. No debe
hablarse de la excepcionalidad francesa en este dominio, siendo que el ejemplo francés
tuvo una vasta influencia, tanto en Europa como en América Latina, mientras que el tipo
americano de democracia ha sido poco imitado a pesar de la influencia política de Estados
Unidos y la difusión de las formas constitucionales americanas en una parte de América
Latina o en Asia.
Es posible preguntarse sobre las fuerzas y las debilidades de estos tres modelos en diversas
situaciones históricas, pero es más importante reconocer que el modelo democrático no
tiene una forma central y que no puede dejarse atrás la yuxtaposición de los tres modelos,
que poseen en común los mismos elementos constitutivos pero no atribuyen a todos la
misma importancia, que crea grandes diferencias entre la democracia liberal, la democracia
A. Touraine, 11, “Democracia: una idea nueva”. 24
Es preciso asociar las dos afirmaciones aquí expuestas: si, la base de a democracia es
verdaderamente la limitación del poder del Estado y los defensores de la libertad negativa
tienen razón sobre aquellos que dejaron que la lucha por las libertades positivas destruyera
los fundamentos institucionales de la democracia; pero esta posición liberal no puede
conducir a llamar democráticos a unos regímenes donde el poder del Estado está limitado
por el de la oligarquía o por las costumbres locales. El reconocimiento de los derechos
fundamentales estaría vacío de contenido si no llevara a dar a todos la seguridad y en
extender constantemente las garantías legales y las intervenciones del Estado que protegen
a los más débiles. En los países más pobres y dependientes se trata, en primer lugar, de
asegurar a todos el derecho a vivir, que está lejos de estar garantizado en muchas partes del
mundo, en especial en África. Es en el asociación cada vez más estrecha de esta
democracia negativa, que protege a la población de la arbitrariedad ruinosa del poder, y de
una democracia positiva, es decir del aumento del control del mayor número de personas
sobre su propia existencia, donde descansa hoy en día la acción democrática.
Durante mucho tiempo hemos llamado democracia a la intervención del Estado en la vida
económica y social para reducir las desigualdades y asegurar una cierta ayuda educativa,
médica y económica para todos. Ya no podemos considerar esa definición como suficiente,
porque la intervención del Estado no debe ser más que un medio al servicio del objetivo
principal: aumentar la capacidad de intervención de cada uno en su propia vida. Este
aumento no es el resultado automático del enriquecimiento colectivo; se conquista
mediante la fuerza o la negociación, mediante la revolución o la reformas. Nada de lo que
nos hace condenar al Estado posrevolucionario debe hacernos olvidar que lo esencial es
incrementar la libertad de cada uno y lograr la política sea cada vez más representativa de
las demandas sociales.
Al principio, la idea democrática había estado asociada ala concepción republicana del
Estado y a la creación de un Estado nacional gobernado por la razón. Concepción que se
había levantado contra la monarquía absoluta y había vencido en Inglaterra y Holanda y
luego en Estados Unidos y Francia. Una elite liberal, formada por ciudadanos ilustrados, se
había identificado con ese poder republicano y había apartado a las masas populares, a las
que juzgaba ignorantes e inestables. Pero el pueblo la expulsó del poder, más en Estados
Unidos que en Francia y sobre todo en Inglaterra, donde conoció su edad de oro entre las
reformas electorales de 1832 y 1867.
Comenzó entonces la sustitución de esta elite política por partidos y movimientos de clase,
antes que la defensa de los intereses privados de clase, antes que la defensa de los intereses
privados desbordara el mundo del trabajo hacia el conjunto de los aspectos de la vida
social transformados por la producción y el consumo masivos. La distancia entre el
dominio del Estado y el de ciudadanos convertidos en consumidores y personas privadas
no dejó de aumentar, de modo que la democracia condujo cada vez más a la organización
autónoma de una vida política que no puede identificarse ni con el Estado ni con las
demandas de los consumidores. Incluso hasta el punto de que esta autonomía llegó a
menudo a ser tan grande que la vida política pareció ajena tanto a los problemas del Estado
como a las demandas de la sociedad civil. Paralelamente, en otros países la idea
republicana asumía nuevas formas, dando al racionalismo político un tono más
reivindicativo y hasta revolucionario a través del socialismo de izquierda que no se
contentaba con la democracia industrial, y sobre todo por intermedio del ala bolchevique y
A. Touraine, 11, “Democracia: una idea nueva”. 27
Ningún principio tiene importancia más central en la idea democrática que la limitación del
Estado, que debe respetar los derechos humanos fundamentales. Además, ¿cómo olvidar
que el adversario principal de la democracia en nuestro siglo no ha sido la monarquía de
derecho divino o la dominación de una oligarquía de hacendaos y señores feudales sino el
totalitarismo, y que, para combatirlo, nada es más importante que reconocer los límites del
poder del Estado? Este sentimiento es tan fuerte que hoy tenemos la tentación de dar
mucha menos importancia que en los siglos XVII y XVIII a la idea de soberanía popular ya
la de igualdad, tal como la definía Tocqueville. Puesto que las comunidades, estructuradas
y jerarquizadas, protegidas por poderosos mecanismos de control social, de todas formas
fueron destruidas por la modernización y la descomposición del orden establecido, bajo el
peso de cambios acelerados, de tal modo que no es un acto político fundador, el juramento
A. Touraine, 11, “Democracia: una idea nueva”. 29
Así, pues, la idea democrática sufrió una transformación tan profunda que se revirtió:
afirmaba la correspondencia de la voluntad individual y la voluntad general, es decir del
Estado; hoy defiende la posición contraria y busca proteger las libertades de los individuos
y los grupos contra la omnipotencia del Estado. Rousseau, hostil al parlamentarismo
inglés, abogaba por “una forma de asociación que defienda y proteja con toda la fuerza
común a la persona y los bienes de cada asociado, y por la cual cada uno, uniéndose a
todos, no obedezca, sin embargo, más que a sí mismo y permanezca tan libre como antes”
(El contrato social, I, 6). Pero Hans Kelsen critica en La démocratie, n.1, p.23. la
contradicción que debilita este razonamiento: la idea de contrato social se basa enana
voluntad subjetiva, en tanto que la voluntad general no es la voluntad de todos, y menos
aún la de la mayoría; es tan objetiva como la conciencia colectiva de la que hablará
Durkheim. Nunca hay, por lo tanto, correspondencia entre los individuos y el Estado, y
Kelsen denuncia con pasión la noción de pueblo que disfraza en términos sociales la
unidad del Estado. El aporte del marxismo fue aquí decisivo, ya que el razonamiento de
Rousseau suponía la referencia a un individuo aislado, semejante a los otros, universal, en
tanto que si se observa la realidad social, se ve que está formada por grupos de interés,
categorías y clases sociales, de modo que la vida política está dominada no por la unidad
del Estado sino por la pluralidad de los grupos sociales. Kelsen, muy cercano a los
socialdemócratas austriacos después de la Primea Guerra Mundial, deduce de ello que los
partidarios son indispensables para la democracia, pero más importante aún es su rechazo
del Estado identificado con el pueblo y que recibe así una autoridad sin límites sobre las
voluntades individuales.
La democracia inglesa conservó durante mucho tiempo una dimensión aristocrática que la
democracia francesa combatió permanentemente, dado que la historia inglesa estuvo
dominada por la alianza del pueblo y la aristocracia contra el rey, mientras que la historia
de Francia lo estuvo por la alianza inversa del pueblo y el rey –es decir el Estado– contra la
aristocracia. La debilidad de la democracia inglesa se situó siempre en el orden social; la
de la democracia francesa, en el orden político.
oposición de estas dos corrientes de ideas y de estos dos tipos de sociedad política, a una
de las cuales puede denominarse republicana y a la otra demócrata, retomando la oposición
presentada por Régis Debray, que reconocía así que el espíritu republicano, al dar una
importancia central a la transformación y la intervención del Estado, se opone al espíritu
demócrata que atribuye el papel central a los actores sociales. En ocasiones, en esta época
que ya no cree en las revoluciones, es útil recordar la grandeza de los Estados y los
ejércitos revolucionarios, pero es más necesario aún, en todo el mundo recordar lo
esencial: el Estado movilizador ha sido y es el mayor adversario de la democracia, y
quienes lo defiende, sin ignorar que a veces se puede oponer la mediocridad de sus
costumbres políticas al heroísmo de los llamados a la movilización popular y nacional,
deben afirmar que no hay democracia sin libertad de la sociedad y de los actores sociales y
sin reconocimiento por el Estado de su propio papel al servicio de los mismos. Sólo hay
democracia cuando el Estado está al servicio no únicamente del país y la nación, sino de
los propios actores sociales y de su voluntad de libertad y responsabilidad.
La separación del Estado, el sistema político y la sociedad civil obliga a definir el orden
político como una mediación entre el Estado y la sociedad civil, como lo hace Hans
Kelsen, que habla de la “formación de la voluntad estatal directriz mediante un órgano
colegiado elegido por el pueblo y que toma sus decisiones por mayoría” (La démocratie,
38). Este papel mediador de la democracia prohíbe definirla por un principio central o por
una “idea”, y obliga a comprenderla como la combinación de varios elementos que definen
sus relaciones con el Estado y la sociedad civil.
El vocabulario de la vida pública genera aquí más confusión que claridad, ya que las
mismas palabras designan de un país al otro, realidades muy diferentes. En consecuencia,
entiendo aquí por Estado los poderes que elaboran y defienden la unidad de la sociedad
nacional frente a las amenazas y los problemas exteriores o interiores, también frente a su
pasado y su porvenir, por ende frente a su continuidad histórica. Es más que un poder
ejecutivo: es también la administración. El sistema político tiene una función deferente,
que es elaborar la unidad a partir de la diversidad y, por consiguiente, subordinar la unidad
a partir de la diversidad y, por consiguiente, subordinar la unidad a las relaciones de fuerza
que existen en el plano de la sociedad civil, reconociendo el papel de los partidos políticos
que se interponen entre los grupos de interés o las clases y el Estado. El sistema jurídico
forma parte del Estado en algunos países, como Francia; en otros, como Estados Unidos,
esparte de la sociedad política, pues los jueces hacen la ley. La sociedad civil no se reduce
a intereses económicos; es el dominio de los actores sociales que se orientan al mismo
tiempo por valores culturales y por relaciones sociales a menudo conflictivas. Reconocer la
autonomía de la sociedad civil, como lo hicieron antes que los demás los británicos y los
holandeses, es la condición primera de la democracia, ya que es la separación de la
sociedad civil y el Estado la que permite la creación de la sociedad política. La
democracia, repitámoslo, afirma la autonomía del sistema político pero también su
capacidad de establecer relaciones con los otros dos niveles de la vida pública, de manera
que en último análisis sea la sociedad civil la que legitime al Estado. La democracia no
significa el poder del pueblo, expresión tan confusa que se la puede interpretar en todos los
sentidos y hasta para legitimar regímenes autoritarios y represivos; lo que significa es que
la lógica que desciende del Estado hacia el sistema político y luego hacia la sociedad civil
es sustituida por una lógica que va de abajo hacia arriba, de la sociedad civil al sistema
político y de allí al Estado; lo que no quita su autonomía ni al Estado ni al sistema político.
Un gobierno nacional o local que estuviera al servicio directo de la opinión pública tendría
efectos deplorables. Es responsabilidad del Estado defender el largo plazo contra el corto
plazo, como lo es defender la memoria colectiva, proteger a las minorías o alentar la
creación cultural, aun cuando ésta no corresponda a las demandas del gran público. Es
asimismo necesario que los partidos no correspondan directamente a las clases sociales o a
A. Touraine, 11, “Democracia: una idea nueva”. 34
otros grupos de interés. Los grandes partidos populares de masas han sido en casi todas
partes amenazas para la democracia más que sus defensores. Una de las fortalezas de la
democracia americana es haber mantenido una gran separación entre la sociedad civil y el
sistema político. Fortaleció el poder de los “representantes del pueblo” frente al Estado
pero también frente a la sociedad. El sistema político y, en particular, su institución central,
el Parlamento, no deben tener como función principal colaborar en el manejo del país o ser
un vivero en el cual se forman los hombres de Estado. Su papel principal debe ser hacer y
modificar la ley para que ésta corresponda al estado de la opinión pública y de los
intereses. El sistema político debe extraer principios de unidad a partir de la diversidad de
los actores sociales; LO hace a veces invocando los intereses del Estado, y otras, al
contrario, elaborando compromisos u organizando alianzas entre grupos de interés
diferentes. Expresiones como “democracia popular” o “democracia plebiscitaria” no tienen
ningún sentido. La democracia es una mediación institucional entre el Estado y la sociedad
cuya libertad descansa sobre la soberanía nacional.
Este papel de conexión requiere la autonomía del sistema político y jurídico. El desarrollo
de la democracia puede ser analizado como la conquista siempre difícil y amenazada de
esta autonomía frente al Estado y en relación con la sociedad civil. No significa contradecir
de antemano el tema de la representatividad social de los actores políticos el hecho de
subrayar que éstos no son sólo los representantes de circunscripciones y grupos de interés,
que son más aún que los representantes del pueblo, ya que esta palabra no designa sino el
equivalente social del Estado y la nación, nociones claramente políticas; son los creadores
de la ley y de las decisiones que se aplican en el territorio nacional. La opinión pública
emite un juicio desfavorable sobre los personajes políticos que aparecen como defensores
de intereses particulares. Cuando un partido político, como Verdes en Alemania, reduce de
manera extrema la autonomía de sus elegidos, dándoles mandatos imperativos que hacen
de ellos delegados más que representantes, e impone una rotación rápida de la labor
parlamentaria entre los elegidos de una lista, demuestra sobre todo su incapacidad para
transformar un movimiento social en fuerza política y se expone así a tensiones internas,
muy pronto insoportables, entre “fundamentalistas” y “realistas”.
Pero es en otro lado, el de las relaciones entre el sistema político y el Estado, donde las
fronteras son más difíciles de trazar. Al punto que en muchos países, en especial de
tradición republicana a la francesa, la distinción de esas dos nociones es difícil de
comprender y de admitir. En Francia, un parlamentario es a menudo el alcalde de una
ciudad importante y aspira a ser ministro. Es aquí donde el presidencialismo a la americana
tiene grandes ventajas: hace de los parlamentarios unos legisladores, cuando en Francia la
casi totalidad de las leyes votadas por el Parlamento tienen un origen gubernamental y una
fuerte proporción de las mismas no es más que una puesta en concordancia de la
legislación nacional con las directivas europeas. ¿Cómo distinguir claramente, en tales
condiciones, el sistema político del Estado? Sin embargo, es necesario hacerlo para que
exista la democracia, y si ésta parece débil en tantos países occidentales, es en gran parte
porque esta separación no se concibe con claridad, en los tiempos de la ideología
republicana triunfante, los actores y los pensadores políticos podían pensar que el gobierno
de un país era la expresión de su vida social y de su pensamiento político; se trataba, sin
embargo, de una ilusión, y los enfrentamientos belicosos, directos e indirectos, eran
bastante visibles para hacer irrealista una concepción puramente jurídica y social del
gobierno. Es en una ilusión más peligrosa aún donde caen quienes ven en la construcción
A. Touraine, 11, “Democracia: una idea nueva”. 35
La limitación del poder del Estado se adquiere, por ende, con dos condiciones: el
reconocimiento de la sociedad política y su automatización, a la vez tanto con respecto al
Estado como a la sociedad civil con la cual durante mucho tiempo se la había confundido y
una de cuyas funciones, en el análisis de Talcot Parsons, se suponía que cumplía: la
definición de los objetivos. Este análisis conduce a desconfiar de los llamados a la
democratización del Estado o de la sociedad. Por sí mismo, el Estado no es democrático,
ya que su función principal es defender la unidad y la fuerza de la sociedad nacional, al
mismo tiempo frente a los Estados extranjeros y a los cambios históricos más largos. El
Estado tiene un papel internacional y un papel de defensa de la memoria colectiva, a la vez
que de previsión o de planificación a largo plazo. Ninguna de estas funciones
fundamentales exige por sí misma la democracia. De igual modo, los actores y los
movimientos sociales que animan a la sociedad civil no actúan naturalmente de manera
democrática, aunque un sistema político sólo puede ser democrático si representa los
intereses de los actores sociales. Es el sistema político el lugar de la democracia.
El pensamiento liberal, al rechazar que el Estado se identifique con una creencia religiosa o
con cualquier otro sistema de valores que esté fuera del alcance de la soberanía popular, se
identifica con la democracia. Su desconfianza con respecto al Estado, a las ideologías y a
las grandes movilizaciones populares, a lo que Ralf Dahrendor llamó con desprecio el
“gran baño turco de los sentimientos populares” (Réflexions sur la révolution en Europe,
17), tuvo tan frecuentemente y tan dramáticamente justificada que es preciso reconocerle
un lugar dentro del pensamiento democrático. Incluso hasta el punto de que hablar de una
democracia antiliberal es una expresión contradictoria que designa mucho más a un
régimen autoritario que aun tipo particular de democracia. Pero liberalismo y democracia,
a pesar de todo, no son sinónimos. Si bien no hay democracia que no sea liberal, hay
muchos regímenes liberales que no son democráticos. Pues el liberalismo sacrifica todo a
una sola dimensión de la democracia: la limitación del poder, y l hace en nombre de una
concepción que amenaza a la idea democrática en la misma medida que la protege.
El pensamiento liberal se basa en la desconfianza con respecto a los valores y las formas de
autoridad que los hacen respetar. Separa el orden de la razón impersonal, que debe ser el de
la vida pública y que es también el de la vida privada. No cree en la existencia de actores
sociales definidos a la vez por unos valores y unas relaciones sociales. Cree en los intereses
y en las preferencias privadas y procura dejarles el mayor espacio posible, sin atentar
A. Touraine, 11, “Democracia: una idea nueva”. 37
contra los intereses y las preferencias de los demás. Quiere dar “a cada grupo humano
suficiente espacio para que realice sus propios fines particulares y únicos sin interferir
demasiado con los fines de los otros”, dice Isaiah Berlin. Pero, para que esta conciliación
de los fines sea posible, es preciso que cada uno de éstos renuncia a su pretensión a lo
absoluto, es decir que deje de ser una creencia y se limite a ser, ya un interés, ya un gusto o
una opinión que no podrían pretender imponerse a los otros. Lo que implica una imagen de
la vida social de la que son excluidos a la vez las creencias y los conflictos sociales
fundamentales y, por consiguiente, la idea misma de poder. La sociedad ideal es concebida
como un mercado, lo que por otra parte no excluye la intervención de la ley y el Estado,
pero para hacer respetar las reglas del juego, la honestidad de las transacciones y la libertad
de expresión y acción de cada uno.
imperios financieros, manipulada por los encantos perversos de un consumo masivo que
privilegia las demandas individuales mercantiles sobre los consumos colectivos y sobre el
deseo de justicia e igualdad? Ni el Welfar State ni los nuevos nacionalismos se reconocen
en la concepción liberal de la sociedad. Y la sociología opone a la separación liberal de los
intereses privados y la regulación pública la imagen más fuerte de una sociedad orientada a
la vez por aspiraciones culturales y por conflictos sociales cuya combinación constituye los
actores sociales y, en especial, los movimientos sociales, figuras del análisis y de la acción
de las que el pensamiento liberal procuró desembarazarse en vano.
Pero a fines del siglo XIX ya no son el comercio o la ley los que aparecen como lo
principios de formación de los agrupamientos sociales que Mosca llama tipos sociales, sino
el nacionalismo; y es más fácil que los pensamientos que dan prioridad a la unidad de los
conjuntos sociales sobre sus relaciones internas se vuelvan nacionalistas antes que se
conviertan a la idea, más social que política, de la lucha de clases. La prioridad dada a lo
político llevó a veces en su seno el espíritu de libertad; pero, también a menudo, alimentó a
regímenes autoritarios rechazando lo que divide en nombre de lo que une. El ascenso del
nacionalismo da un abundante testimonio de ello.
gobierno del pueblo, y Mosca, como muchos liberales desde Rousseau, considera
contradictorio imaginar un régimen en el que sea el mayor número el que gobierne y la
minoría quien obedezca.
La idea democrática se desarrolló sólo después de que este corte, a la vez social y político,
de la sociedad en dos niveles (que pueden ilustrarse mediante la oposición entre
ciudadanos activos y ciudadanos pasivos) hubiera sido encubierto por el sufragio universal,
introducido en primer lugar en Francia 1848, y luego cuando el funcionamiento de las
instituciones políticas se vinculó a la satisfacción de las demandas populares, porque éstas
apelaban, en contra de los intereses dominantes, a la racionalidad técnica y económica
durante tanto tiempo utilizada contra ellas. Es el movimiento obrero el que asegurará bases
sólidas a la democracia, aun cuando la ideología socialista (pero no el movimiento obrero)
contribuyó a instaurar dictaduras del proletariado antidemocráticas. El pensamiento
democrático está tan lejos de la ideología liberal como de la ideología revolucionaria.
En el mundo contemporáneo, dominado por un lado por el Estado providencial, y por el
otro por regímenes nacionalistas o autoritarios, el pensamiento liberal no puede contentarse
con una concepción negativa de la liberta. Seguimos aquí a Isaiah Berlin, ya que su
nombre está unido a la oposición de las dos concepciones de la libertad. Afirma en primer
lugar que el mundo moderno ya no cree en las verdades eternas y en la naturaleza
intemporal del hombre, a diferencia de los racionalistas de la Ilustración. Ve incluso en un
racionalismo sistemático la fuente de las utopías que siempre han sido peligrosas para la
democracia. Numerosas en Grecia y en el período clásico del mundo moderno, asumieron
nuevas formas con el racionalismo historicista de Hegel y Marx: en todas las épocas,
postularon la existencia de una sociedad perfecta, por ende inmóvil, ucrónica lo miso que
utópica, lo que no dejaba ningún espacio para un debate político abierto. Para Berlín, es la
ruptura de esta filosofía de las Luces demasiado orgullosa, bajo el peso del Sturm un Drang
y luego del romanticismo y la filosofía alemana de Herder a Fichte, lo que posibilitó la
creación de una sociedad abierta imponiendo el pluralismo de los valores. Fue la apelación
a la especificidad –Eigentümlichkeit– de cada cultura lo que permitió que una política del
sujeto, de su autenticidad y su creatividad, reemplazara los ideales autoritariamente
racionalistas del despotismo ilustrado. Este punto de partida original parecerá paradójico a
algunos: a tal punto se repitió que el racionalismo permitirá la comunicación entre todos,
mientras que la apelación a la especificidad cultural encerraba a cada uno en una cultura
nacional y un momento de la historia, un Volksgeist y un Zeitgeist; pero Isaiah Berlin
enfrenta directamente estas aparentes contradicciones. ¿Cómo, a partir de ese pluralismo
cultural, puede el mundo moderno fundar la libertad y evitar caer en el nacionalismo que
puede llegar hasta las formas más extremas? Ante estas preguntas, a las que nadie puede
escapar, es preciso responder que la libertad es amenazada por todas las concepciones que
identifican al individuo con el conjunto natural o histórico al cual, como suele decirse,
pertenece, pues el papel del Estado es entonces liberar a una nación o una clase y, a causa
de ello, hacer al individuo esclavo de estas colectividades o hasta de la voluntad general
concebida por Rousseau. Isaiah Berlin, al subrayar el papel positivo del pluralismo
cultural, combate al mismo tiempo la omnipotencia de un Estado que se identifica con una
comunidad o un momento de la historia. Una vez librado este combate, podemos combatir
con él contra la tiranía de la mayoría, es decir defender al sujeto personal, innovador,
contra la opinión dominante y los intereses establecidos. Estamos lejos aquí de la oposición
falsamente clara entre libertad negativa y libertad positiva, freedom from y freedom to,
A. Touraine, 11, “Democracia: una idea nueva”. 40
como dicen los ingleses. Es preciso, antes bien, hablar de dos liberaciones, de dos
libertades negativas, de las cuales una se libera del Estado y la otra de las pertenencias
sociales. Es solamente entonces cuando la apelación al sujeto desemboca en la libertad y
no en un comunitarismo represivo.
Este camino sinuoso de libertad moderna, que se aleja del racionalismo pero está
constantemente amenazada por el nacionalismo o la ideología de clase, es tan difícil de
seguir que un liberal como Isaiah Berlin tiene la tentación permanente de volver al
racionalismo universalista del que había partido. Lo que también le permitiría dar un
sentido simple a la libertad negativa, que se opondría al poder que habla en nombre de la
naturaleza o la historia. Pero su itinerario es más interesante. Revela que la libertad
positiva, que seguramente pude hacer nacer dictaduras populares, se define también de
manera “libertaria”, como defensa de los derechos del hombre tanto contra la sociedad
como contra el Estado. La libertad de los modernos no se reduce a un individualismo
ampliamente ilusorio; rompe con la integración platónica del individuo en el orden natural
y social y se pone al servicio del sujeto personal, a través de un pluralismo social y cultural
que puede destruirla pero que es también la condición de su afirmación.
La fuerza del liberalismo en la actualidad proviene sobre todo del hecho de que la
democracia ha sido violentamente atacada en nuestro siglo por los regímenes totalitarios o
autoritarios. Si esos Estados hablaron en nombre de una cultura, dirigieron la economía,
impusieron una ideología y a veces hasta se presentaron como el brazo armado de una
religión, ¿la defensa de la democracia no impone rechazar todo poder hegemónico y por
consiguiente reconocer la separación completa de los diversos dominios de la vida social,
la religión, la política, la economía, la educación, la vida nacional, la familia, el arte, etc.?
Mientras que el pensamiento democrático combatió sobre todo la concentración de la
riqueza o del poder, Michael Walzer afirma que esta obra no podría ser realizada más que
por un Estado tan poderoso que impusiera su hegemonía a toda la sociedad, y que por lo
tanto es preciso ponerse como meta principal reconocer y hacer respetar la autonomía de
cada esfera de la vida social, procurando al mismo tiempo limitar las diferencias en el
interior de cada una de ellas. “Ningún bien social X debería ser entregado ahombres y
mujeres que poseen otro bien Y simplemente porque poseen Y sin tomar en consideración
la significación de X” (Spheres of justice, 20). La lucha democrática más eficaz es la que
se opone al hecho de que quienes poseen la riqueza posean también el poder.
Razonamiento que se apoya en la tesis sociológica clásica de la diferenciación creciente de
los subsistemas sociales en las sociedades modernas, por ente de la descomposición de los
sistemas holistas y del reconocimiento de la autonomía de las esferas del arte, la economía,
la religión, etc.
Pero esta concepción, que recuerda la idea de la extinción (witherin away) del Estado,
defendida por los liberales y por Marx en el siglo XIX, es difícil de aceptar: tanto la
contradicen las prácticas políticas, en especial en las democracias. En prior lugar, llevaría a
definir la esfera de lo político como la de la palabra, la seducción y la acumulación de los
recursos propiamente políticos que son los votos y las alianzas políticas. Lo que da una
imagen de la política que corresponde más al sistema parlamentarista del siglo XIX que a
la realidad de los Estados contemporáneos. Esto lleva a Walzer, cercano en esto a
A. Touraine, 11, “Democracia: una idea nueva”. 41
No hay democracia que no sea representativa, y la libre elección de los gobernantes por los
gobernados estaría vacía de sentido si éstos no fueran capaces de expresar demandas,
reacciones o protestas formadas en la “sociedad civil”. Pero, ¿en qué condiciones los
agentes políticos representan los intereses y los proyectos de los actores sociales?
Si los intereses son múltiples y diversos, si, en el límite, cada elector tiene una serie de
demandas particulares referentes a sus actividades profesionales o familiares, la educación
de sus hijos, su seguridad, etc., es imposible definir una política que sea representativa de
los intereses de la mayoría o de cierto número de minorías importantes y activas. Para que
haya representatividad, es preciso que exista una fuerte agregación de las demandas
provenientes de individuos y de sectores de la vida social muy diversos. Para que la
democracia tenga bases sociales muy sólidas, habría que llevar ese principio al extremo,
lograr una correspondencia entre demandas sociales y ofertas políticas, o más simplemente
entre categorías sociales y partidos políticos. Si nos alejamos de esta situación y si los
partidos políticos son coaliciones de grupos de interés, algunos de ellos, aun cuando sean
muy minoritarios, serán capaces de hacer inclinar la balanza hacia uno u otro lado de
adquirir por lo tanto una influencia sin relación con su importancia objetiva. Es por eso que
la democracia nunca es más fuerte que cuando se asienta sobre una oposición social de
alcance general –por ejemplo sobre lo que la tradición occidental llamó lucha de clases–
combinada con la aceptación de la libertad política.
Así como la voluntad de derribar el poder por la fuerza, de eliminar a las minorías
consideradas como antisociales y de afirmar el triunfo de un pueblo reunificado conduce
directamente a unos regímenes autoritarios, del mismo modo la existencia de un conflicto
general entre actores sociales constituye la base más sólida de la democracia. Fue en el país
en el que las clases sociales y sus conflictos eran más marcados, Gran Bretaña, donde la
democracia alcanzó sus formas más estables, y la socialdemocracia de Europa del Norte
hizo triunfar el espíritu democrático mediante el conflicto abierto de un partido obrero y un
partido burgués, para utilizar el lenguaje de los suecos. En cambio, allí donde el Estado y
no la clase dirigente fue el principal agente de la modernización económica pero también
del mantenimiento de las jerarquías sociales, como en los países latinos de Europa y así
mismo en América Latina, la democracia siempre fue débil y a menudo la desbordó una
acción propiamente política más o menos revolucionaria que daba prioridad a la toma del
poder sobre la transformación de las relaciones sociales de producción.
En muchos países occidentales se habla desde hace mucho tiempo, pero cada vez con
mayor insistencia, de una crisis de la representación política que sería responsable de un
debilitamiento de la participación. La observación está bien fundada, ya que las bases
sociales de la vida política se debilitaron y dislocaron a medida que esos países salían de la
sociedad industrial que estaba dominada por la oposición de empleadores y asalariados. En
estas sociedades, la mayor parte de la población activa no pertenece ni al mundo obrero ni
al de los empresarios, aunque se trate de pequeños artesanos o comerciantes. El mundo de
los empleados no es una mera extensión del mundo de los obreros y la categoría de los
ejecutivos está igualmente lejos de los asalariados operativos y de quienes toman las
decisiones. Más aún, estas sociedades se definen tanto por el consumo y la comunicación
de masas, por la movilidad social y las migraciones, por la diversidad de las costumbres y
la defensa del medio ambiente como por la producción industrializada, de modo que es
imposible fundar la vida política en debates y actores que ya no corresponden sino muy
parcialmente a la realidad presente. Esto provocó la independencia creciente de los
partidos políticos con respecto a las fuerzas sociales y un retorno de aquéllos a la
A. Touraine, 11, “Democracia: una idea nueva”. 44
La corrupción política
¿Qué ocurre cuando los actores políticos no están sometidos a las demandas de los actores
sociales y pierden por lo tanto su re presentatividad? Así desequilibrados, pueden
inclinarse hacia el lado del Estado y destruir la primera condición de existencia de la
democracia, la limitación de su poder. Pero, si esta situación no se produce, la sociedad
política puede liberarse a la vez de sus lazos con la sociedad civil y el Estado y no tener ya
otro fin que el crecimiento de su propio poder. Es a esta situación a la que corresponde la
partitocrazia cuyos estragos denuncian los italianos en términos que retoman ampliamente
las opiniones públicas de numerosos países europeos y muchos latinoamericanos, de Perú a
la Argentina pasando por Brasil.
Que no hay democracia sin partidos, sin actores propiamente políticos, nadie lo rebate y
es imposible hablar seriamente de democracia plebiscitaria. Pero la partidocracia destruye
a la democracia al quitarle su representatividad y conduce ya al caos, ya a la dominación
de hecho de grupos económicos dirigentes, a la espera de la intervención de un dictador. El
peligro de la partidocracia es muy grande en el momento en que un país sale de la sociedad
industrial y cuando los actores sociales se fragmentan y debilitan. En ese momento difícil,
es grande la tentación de contentarse con una concepción puramente institucional de la
democracia y reducida a no ser más que un mercado político abierto, lo que conduce a su
degradación. La protesta contra el régimen de los partidos tiene, al contrario, el mérito de
recordar la necesidad de volver a dar a las instituciones libres la base de representatividad
que con demasiada frecuencia les falta.
Pero esta representatividad supone también que las mismas de mandas sociales se
pretendan representables, es decir que acepten las reglas del juego político y la decisión de
la mayoría. Ahora bien, muchas acciones colectivas son de otra naturaleza. Se trata de
demandas que no encuentran respuesta en el sistema político, sea porque éste está limitado,
paralizado o incluso aplastado por un Estado autoritario, sea porque las reivindicaciones
mismas no son negociables y pretenden ser un medio de movilizar fuerzas que apuntan a la
caída del orden institucional. La distancia entre estas dos situaciones Y las ideologías que
las representan es grande.
Por un lado, las movilizaciones colectivas aparecen como un residuo, que no puede ser
tratado por las instituciones; por el otro, manifiestan un empuje radical o revolucionario
dirigido contra instituciones que protegen intereses dominantes a los que sólo la violencia
puede echar abajo. No obstante, ninguno de estos dos tipos de acción colectiva es de
inspiración democrática. Esto es tan cierto cuando la acción es considerada como el
A. Touraine, 11, “Democracia: una idea nueva”. 47
"residuo" del tratamiento institucional de los conflictos como cuando se la juzga portadora
de un cambio fundamental de sociedad. Esta conclusión negativa debe ayudar a distinguir
neta mente estos tipos de acción colectiva de los movimientos sociales, al menos en el
sentido preciso, que es necesario dar a esta noción, de acciones colectivas que apuntan a
modificar el modo de utilización social de recursos importantes en nombre de
orientaciones culturales aceptadas en la sociedad considerada. Lo que fue el caso del
movimiento obrero que combatió al capitalismo en nombre del progreso y la producción.
Según esta definición, un movimiento social debe tener un programa político, porque apela
a principios generales al mismo tiempo que a intereses particulares. Lo que ocurrió tanto
con el movimiento obrero como con los movimientos de liberación nacional, con los de
mujeres como con los ecológicos, así como con los movimientos contra los antiguos
regímenes y los movimientos sociales de inspiración religiosa. No puede llamarse mo-
vimiento social al residuo no negociable de las reivindicaciones, la parte de rechazo
presente en toda presión social, porque la acción colectiva ya no se define entonces por sus
orientaciones sino únicamente por los límites del tratamiento institucional de los conflictos
en una situación dada. Paralelamente, una acción colectiva definida por la ruptura con el
orden establecido no puede definir a un actor social; define una situación de manera
militar, habla de guerra civil, de crisis o de poder arbitrario, y por consiguiente no puede
dar origen más que a una estrategia de toma del poder cuyo objetivo social es crear una
sociedad homogénea de la que serían excluidos los enemigos y los traidores. Definir una
situación y una acción como revolucionarias no puede llevar más que a la creación de un
poder autoritario.
ciones democráticas. El reemplazo de esta noción por la de movimiento social anuncia que
una sociología del actor e incluso del sujeto histórico sustituye a una teoría de la historia,
que una sociología de la libertad reemplaza a una sociología de la necesidad. Puesto que un
movimiento social descansa siempre sobre la liberación de un actor social y no sobre la
creación de una sociedad ideal, natural en cierta forma, o la entrada en el fin de la historia
o la prehistoria de la humanidad. La acción obrera -lo demostré desde La conscience
ouvriere en 1966- alcanzó su punto más alto, formó un movimiento social, cuando
defendió la autonomía del trabajador frente a la racionalización gerencia!. Los partidarios
de la lucha de clases hablan de las contradicciones del capitalismo y de la proletarización y
quieren destruir lo que destruye y negar la negación; para ello recurren a la toma del poder
del Estado. Al contrario, el movimiento social es civil y una afirmación antes de ser una
crítica y una negación. Es por eso que puede servir de principio de reconstrucción
meditada, discutida y decidida de una sociedad fundada sobre principios de justicia,
libertad y respeto por el ser humano, que son exactamente aquellos sobre los cuales
descansa la democracia.
Una vez más, la democracia aparece como un sistema de mediaciones políticas entre el
Estado y los actores sociales y no como un modo de gestión razonable de la sociedad. El
pensamiento liberal se satisface con esta segunda definición, cuyo atractivo es evidente en
el período postotalitario que estamos viviendo y cuando los regímenes autoritarios son
todavía numerosos. Pero una definición tan limitada de la democracia la pone en peligro.
Las sociedades más ricas parecen haberse vuelto incapaces de analizar y tratar sus
problemas sociales más visibles, dado que ya no quieren hablar de conflictos estructurales
entre intereses o ideas opuestos. La imagen dominante de la vida social es la de una
A. Touraine, 11, “Democracia: una idea nueva”. 49
inmensa mainstream, de una clase media muy mayoritaria, de la que se apartan los
marginales que son víctimas a la vez del desempleo o de su propia falta de calificación, del
rechazo por parte de la mayoría de algunas minorías y de crisis personales. La sociedad es
vista como un maratón: en el centro, un pelotón que corre cada vez más rápido; adelante,
las estrellas que atraen la atención del público; atrás, aquellos que, mal alimentados, mal
equipados, víctimas de distensiones o de crisis cardíacas, son excluidos de la carrera. El
modelo dominante de sociedad, que triunfa tanto en América Latina y en la Europa
poscomunista como en el Occidente rico, "exterioriza" la violencia y el conflicto, los
desocializa. Nuestro imaginario social está repleto de violencia criminal o de sexualidad
agresiva, que son rechazadas por una mayoría ávida de seguridad y de "encapullamiento"
[cocooning]. Hemos vuelto a la imagen que tenía de sí la sociedad burguesa a principios
del siglo XIX, cuando se sentía amenazada por las "clases peligrosas", porque no aceptaba
las reivindicaciones de las "clases laboriosas". La democracia se debilita cuando reduce en
exceso la gravedad de los problemas de que debe ocuparse; renuncia a sí misma cuando se
contenta con sentimientos humanitarios en el momento en que habría que intervenir direc-
tamente, como en Bosnia, para poner fin a una política que destruye los fundamentos de la
democracia.
Es durante este tiempo muerto cuando, para los intelectuales aún más que para los
políticos, es urgente hacer que se manifiesten las nuevas apuestas sociales y culturales de
una política democrática. La asociación de los movimientos sociales y la democracia es un
tema nuevo, ayer todavía rechazado con desprecio por los agentes de la dictadura del
proletariado, los nacionalistas autoritarios y los partidarios de la guerra revolucionaria, así
como por aquellos que cuentan más con el crecimiento económico que con los debates
políticos y las reivindicaciones sociales para acrecentar la integración social.
El problema más urgente es dirigir hacia el sistema político las reivindicaciones, las
impugnaciones y las utopías que harían a nuestra sociedad más consciente, a la vez, de sus
orientaciones y sus conflictos. Sufrimos en casi todas partes una carencia de conflictos, lo
A. Touraine, 11, “Democracia: una idea nueva”. 50
que crea un cinturón de violencia en torno a un sistema político que se cree pacificado
porque transformó sus reivindicaciones internas en amenazas exteriores y porque está más
preocupado por la seguridad que por la justicia y por la adaptación que por la igualdad. La
democracia sólo es capaz de defenderse a sí misma si incrementa sus capacidades de
reducir la injusticia y la violencia.
La democracia y el pueblo
Si un gobierno democrático debe representar los intereses de la mayoría, es ante todo para
que sea la expresión de las "clases más numerosas", para que se defina por su vínculo con
los intereses de las categorías populares, las que no son sólo las más numerosas sino las
más dependientes de las decisiones tomadas por las élites. El vínculo proclamado de la
democracia y el pueblo, ¿no es necesario para frenar los intentos de definir la democracia
sin referencia a la representatividad, únicamente mediante la libre elección de los
gobernantes, con lo que se corre el riesgo de reducida a la competencia entre equipos
dirigentes que pueden situarse en el interior de la elite dominante, rebautizada sanior pars?
De hecho, la idea democrática nunca es socialmente neutra. ¿No fue acaso uno de los
primeros grandes debates democráticos el de los Estados Generales franceses de 1789, que
fueron testigos de la victoria del voto por cabeza sobre el voto por orden? El pasaje de las
sociedades jerarquizadas, holistas, a las sociedades individualistas, cuando se produce
democráticamente, se hace en favor de quienes no tienen acceso ni a los bienes materiales
ni a los bienes simbólicos ni al poder. La idea de sanior pars o la otra, complementaria, de
tiranía de la mayoría, que ocuparon un lugar tan central en las reflexiones sobre la
Constitución americana así como en las interpretaciones liberales de la Revolución
Francesa, son en su principio contrarias al espíritu democrático y se identificaron
rápidamente con un régimen censatario, antes de ser desbordadas por las consecuencias del
sufragio universal. Nadie llamaría hoy democrático a un régimen que restringiera este
último, y ya no podemos aceptar retrospectivamente una definición restrictiva del cuerpo
electoral que excluía a las mujeres, lo que necesariamente marcó como no democrático al
conjunto del funcionamiento político de nuestras sociedades, creando una fuerte oposición
entre vida pública y vida privada, que limitaba la primera, reservada a los hombres, en
tanto que las mujeres quedaban confinadas en el mundo de la cultura y la formación de la
personalidad, en el cual se suponía que el espíritu democrático no penetraba. En la
actualidad puede plantearse una pregunta paralela acerca de los jóvenes de menos de 18
años. Constituyendo éstos en varios dominios del consumo como el cine, la canción, la
televisión o la vestimenta una parte importante del mercado, su exclusión de la vida polí-
tica da necesariamente a nuestra vida pública un carácter no democrático, aunque éste sea
difícil de evaluar mientras los excluidos no se constituyan en actores políticos -lo que
lograron sólo en parte las mujeres y aún no los jóvenes-. En países como los de la Europa
mediterránea, donde el desempleo de los jóvenes es mucho más alto que el nivel general de
desocupación, ¿puede creerse que el voto de estos jóvenes -de 15 a 18 años, por ejemplo-
no ha de tener efectos sobre la política económica adoptada?
efecto creará un orden político distinto al orden social; transforma a este último, dado que
la igualdad de derechos sería una idea vaga si no se tradujera en presiones hacia la igualdad
de hecho, hacia una "cierta igualdad de condiciones", como decía Jean-Jacques Rousseau.
Todos los regímenes autoritarios invocaron la ausencia de madurez de sus sociedades o las
amenazas exteriores e interiores que pesaban sobre ellas. Todos afirmaron que no había
nada entre el Estado y el caos o la invasión, lo que subraya hasta qué punto la democracia
es inseparable de la estructuración y por ende de la representatividad de los intereses
sociales. Los regímenes autoritarios invocaron siempre la desorganización de los actores
sociales, la debilidad de los sindicatos, la corrupción o la división de los partidos, al mismo
tiempo que la gravedad de las crisis económicas o de las amenazas de invasión extranjera,
para justificar su propia acción. Su existencia y su acción demuestran indirectamente que
existe un fuerte vínculo entre la democracia y la existencia de actores sociales constituidos.
En la misma Europa, en todos los lugares donde los debates sobre la reproducción social
fueron más importantes que las luchas en torno a las relaciones sociales de producción, la
democracia fue débil o quedó destruida. La primacía de la política, es decir de la relación
con el Estado, que Marx veía como la enfermedad principal de la vida política francesa
desde la Revolución y sobre todo en 1848 y durante la Comuna de París, y a la que aún hoy
llamamos jacobinismo, entrañó la debilidad de una democracia francesa a menudo
derrocada por regímenes plebiscitarios y que habría podido serlo aun recientemente si el
general De Gaulle no hubiera sido tan sólidamente demócrata. Allí donde se combate en
torno a la religión o la escuela, la monarquía o la república, es decir a orientaciones
globales de la sociedad y la cultura, se sueña con un modelo homogeneizador y, a fin de
cuentas, con una purificación de la sociedad, para retomar el horrible término propuesto
por Milosevic y aplicado por él a sangre, fuego y violaciones. El sistema político es un
medio de conexión entre la sociedad civil y el Estado; si se inclina hacia el Estado, es
autoritario, ya sea bajo una forma burocrática, represiva o militar; si se inclina hacia la
sociedad civil, es democrático, con el riesgo, a veces, de perder su capacidad de conexión
con el Estado y de provocar una reacción antidemocrática, oligárquica, tecnocrática o
militarista de éste. La democracia exige a la vez la libertad de las elecciones políticas y la
representación por los dirigentes de los intereses de la mayoría. Es vano y peligroso dar
prioridad a uno u otro de estos elementos. Ayer, era preciso ante todo recordar a los
defensores de un poder popular que se consideraba como la emanación de un pueblo o una
nación que no hay democracia sin pluralismo político y sin elecciones libres; hoy, es
preciso inquietarse, en muchos países, por la debilidad de los vínculos entre actores
sociales y agentes políticos.
Debilidad que obedece a dos causas principales: o bien las demandas sociales son'
confusas y poco agregadas, lo que es el caso de muchos países que viven un pasaje
acelerado de un tipo de sociedad a otro, o bien el gobierno y la misma opinión pública
están dominados por un problema no social sino internacional. Fue en nombre de la lucha
contra el "campo imperialista" como muchos regímenes autoritarios impusieron su poder,
tanto en el Sur como en el Este. Pero los países democráticos occidentales conocieron
parcialmente una deriva análoga. El nacionalismo, la conquista colonial o el
mantenimiento del imperio, la búsqueda de la hegemonía, hicieron pesar sobre estos países
-Gran Bretaña, Estados Unidos y Francia, en especial- una tendencia antidemocrática que,
es cierto, se mantuvo limitada, incluso en el momento de las guerras francesas en
Indochina y Argelia o de la americana en Vietnam, pero cuya importancia destaca por
oposición la del vínculo entre el poder político y las demandas sociales de la mayoría.
otros y por lo tanto en que la representatividad social de los gobernantes está asegurada
cuando la democracia puede desarrollarse plenamente, siempre y cuando, de todas
maneras, que esta representatividad esté asociada a la limitación de los poderes y a la
conciencia de ciudadanía. La democracia no se reduce jamás a la victoria de un campo
social o político y menos aún al triunfo de una clase.
5. Ciudadanía
FCE, 2001, 99-112.
No hay democracia sin conciencia de pertenencia a una colectividad política, una nación en
la mayoría de los casos, pero también una comuna, una región y hasta un conjunto federal,
tal como aquel hacia el que parece avanzar la Unión Europea. La democracia se asienta
sobre la responsabilidad de los ciudadanos de un país. Si éstos no se sienten responsables
de su gobierno, porque éste ejerce su poder en un conjunto territorial que les parece
artificial o ajeno, no puede haber ni representatividad de los dirigentes ni libre elección de
éstos por los dirigidos.
Ciudadanía y comunidad
Muchos países del mundo no han construido aún su unidad nacional. Las diferencias
entre etnias, grupos religioso regiones son en ellos más importantes que la pertenencia al
mismo conjunto nacional. Pero la situación es bastante semejante en países que conocieron
una fuerte integración nacional pero los cuales la identificación con colectividades
particulares, con minorías, se vuelve a veces más fuerte que la identificación nacional. Lo
que estas dos situaciones tienen en común es que los individuos se definen en ellas más por
lo que son que por su concepción de la vida colectiva. Es deseable que las minorías sean
reconocidas en una sociedad democrática, pero con la condición de que reconozcan la ley
de la mayoría y que no estén absorbidas por la afirmación y la defensa de su identidad. Un
multiculturalismo radical, como el que, en Estados Unidos, se pretende polically correct,
conduce a destruir la pertenencia a la sociedad política y nación. Si los African Americans,
los Native Americans y sobre todo las mujeres se definiesen en primer lugar por ser, ¿cómo
se mantendría la democracia, si se tiene en cuenta que aquéllos no ven en las instituciones
más que instrumentos al servicio de una elite dominante o, al contrario, de sus propios
intereses? Este izquierdismo cultural coincide con las conductas de ruptura propias del
izquierdismo político: “las elecciones, trampas para huevones”, decían los maoístas y los
trotskistas en 1968. en Francia esta fórmula no expresión en general más que el miedo
izquierdista a una mayoría conservadora masiva, pero, sobre todo en Alemania e Italia,
condujo a unos pocos hasta la acción terrorista que no golpeó sino marginalmente a
Estados Unidos y Francia. En todos los casos, esta ruptura con una mayoría considerada
como alienada y manipulada era amenazante para la democracia, que supone una cierta
confianza en el voto de la mayoría. La democracia no es compatible con el rechazo de las
minorías, pero tampoco con el de la mayoría por parte de las minorías ni con la afirmación
de contraculturas y sociedades alternativas que se definen por su posición conflictiva en la
sociedad, sino por su rechazo de esta sociedad considerada como el discurso de la
dominación. Es preciso rechazar con la misma fuerza una concepción jacobina de la
ciudadanía y un multiculturalismo extremo que rechaza todas las formas de ciudadanía.
Puesto que no hay democracia sin el reconocimiento de un campo político donde se
expresan los conflictos sociales y en el que, mediante un voto mayoritario, se toman unas
decisiones reconocidas como legítimas por el conjunto de la sociedad. La democracia se
apoya sobre la idea del conflicto social, pero es incompatible con la crítica radical de toda
la sociedad, lo mismo con el multiculturalismo extremo que con el foquismo que, en
nombre de una teoría extremista de la dependencia, rechazaba toda acción de masas y sólo
creía en la violencia dirigida contra un Estado pseudonacional, agente del imperialismo.
Frente a esta tradición, que se expandió a muchas partes del mundo y cuyo
representante más consciente en el siglo XX fue Tomás Masaryk, creador de la república
checoslovaca, existió siempre la tradición popular y nacionalista ya mencionada. Esta
concepción pudo estar asociada a ciertos movimientos de liberación nacional pero éstos no
siempre son democráticos: pueden estar animados por la voluntad de hacer triunfar la
soberanía popular y crear una sociedad política libre; pueden también, y a menudo al
mismo tiempo, estar asociados a la lucha contra una dominación extranjera en m de un
territorio, una lengua o una historia o una religión. Esta referencia a un ser histórico no
lleva hacia la democracia, y las revoluciones nacidas de movimientos de liberación
nacional se desgarraron casi siempre entre una tendencia democrática y una tendencia a la
dictadura popular o nacionalista. La democracia, por cierto, no se reduce al funcionamiento
pacífico de los países de desarrollo endógeno y que se enriquecen a causa de su
superioridad técnica y su dominación sobre el resto del mundo; está presente también en
A. Touraine, 11, “Democracia: una idea nueva”. 56
las situaciones revolucionarias. Pero esta presencia sólo puede ser reconocida si se afirma
con lamisca claridad que la subordinación de la acción política a un principio no político, a
un garante metapolítico, ya sea un dios o una tierra, una lengua o una raza, es incompatible
con la democracia. no hay democracia blanca o negra, cristiana o islámica; toda
democracia coloca por encima de las categorías “naturales” de la vida social la libertad de
elección política. En el sentido último de la definición misma de la democracia: la libre
elección de los gobernantes por los gobernados.
Es preciso, como lo piden los liberales, trazar una frontera neta entre la sociedad
política portadora de democracia y el Estado profético que la destruye. Lo que impone
permanecer absolutamente fiel a la distinción de Benjamín Constant entre libertad de los
antiguos y la de los modernos, y combatir a quienes no hablan más que de soberanía
popular y transforman a ésta en un principio tan absoluto como Dios o la raza, haciendo de
la sociedad y de la voluntad general una conciencia colectiva colocada por encima de las
conciencias individuales. Puesto que, en el mejor de los casos, nos conducen a la libertad
de los antiguos, que se asienta sobre la sumisión del ciudadano a la ciudad y a su religión
cívica.
lentamente, de reforma en reforma, los derechos electorales, que sólo fueron concedidos a
la totalidad de los hombres mayores en 1884. La democracia no puede concebirse más que
como la complementariedad de la afirmación absoluta de los derechos del hombre, según
el ejemplo americano y francés, y de la defensa de los intereses particulares legítimos, a la
inglesa. Lo que descarta, por un lado, la democracia censataria elitista de los Dígs. o de
Guizot y, por el otro, la identificación de la democracia con el Estado republicano. Así
como la existencia de una conciencia nacional puede reforzar la acción democrática, del
mismo modo ésta supone que las relaciones sociales reales son transformadas por una
acción que une la defensa de derechos del hombre universales y la movilización de grupos
sociales reales contra la dependencia y la injusticia. El llamado a la defensa del Estado
republicano, que se escucha con una fuerza particular en Francia, se opone a menudo al
espíritu democrático defendiendo el predominio del Estado y sus bases sociales de apoyo
sobre los actores sociales, tanto dirigentes como dominados, innovadores como excluidos.
Una en tres
llaman democrática a la prioridad dada a las realidades sociales sobre las decisiones
políticas, otros, al contrario, afirman que es en el acción política donde se constituye
democráticamente el vínculo social y por lo tanto la identidad colectiva. De hecho, la
democracia se define por la complementariedad de estas dos afirmaciones. Sin ella, el
mundo del poder y el de las identidades colectivas se alejan uno del otro; es ella quien los
acerca al tomar a su cargo, a la vez, las demandas de la sociedad y las obligaciones del
Estado. Lo que nos lleva una vez más a la interdependencia de los tres elementos
constitutivos de la sociedad, pues la ciudadanía está ligada a la unidad del Estado, en tanto
que la representatividad recuerda la prioridad de las demandas sociales. Lo cual da una
importancia central al principio de limitación del poder del Estado mediante la apelación a
unos derechos fundamentales, porque une en su formulación misma las dos esferas que la
democracia procura aproximar sin confundirlas nunca.
Es por eso que fracasan todos los intentos de reducir la democracia a procedimientos o
incluso al imperio de la ley. Puede oponerse, como lo hizo Max Weber, la autoridad
racional legal a la autoridad carismática, pero ninguna de las dos se confunde con la
democracia. Lo que llevó al propio Weber a imaginar una democracia plebiscitaria que
combinaría el respeto por la ley con el papel de un líder carismático. La democracia se
sitúa en la reunión de fuerzas de liberación social y de mecanismos de integración
institucional y jurídica. Cuando desconfía de los desórdenes y las presiones que
acompañan la ola de las demandas sociales, la democracia se transforma rápidamente en
mecanismo de fortalecimiento de las dominaciones establecidas; a la inversa, cando las
demandas sociales desbordan los mecanismos institucionales de negociación y las leyes, el
autoritarismo está cerca. La democracia no puede identificarse con el poder de un jefe o un
partido popular ni con el de los jueces. Se asienta sobre la fuerza y la autonomía del
sistema político en el cual son representados, defendidos y negociados los intereses y las
demandas del mayor número posible de actores sociales. El calor de los movimientos y las
ideologías se combinan en la democracia con la frialdad y la impersonalidad de las reglas
jurídicas.
Este punto de llegada de nuestro análisis está señalado desde hace un siglo y medio por
la divisa de la República francesa, adoptada por el conjunto de los demócratas: “Libertad,
Igualdad, Fraternidad”. Esta divisa reconoce que no hay un principio central de la
A. Touraine, 11, “Democracia: una idea nueva”. 61
democracia ya que la define mediante la combinación de tres de ellos. Lo cual puso a esta
ilustre divisa a unas críticas aparentemente realista, pero que dejan de lado lo esencial. Es
cierto que un régimen que privilegia la libertad puede dejar que se incremente la
desigualdad y, a la inversa, que la búsqueda de la igualdad puede hacerse al precio de un
renunciamiento a la libertad. Pero es aún más cierto que no hay democracia que no sea la
combinación de estos dos objetivos y que nos los vincule mediante la idea de fraternidad.
Nuestro propio análisis puede ser considerado como un comentario de esta divisa a la
cual la Historia dio un brillo incomparable. Qué es la igualdad si no una igualdad de
derechos, como lo recordaron las Declaraciones de los Derechos del Hombre. Frente a las
desigualdades de hecho, la apelación ala igualdad sólo puede apoyarse en bases a la vez
morales y políticas. Para unos, todos los seres humanos son iguales en la medida en que
todos son seres dotados de razón; para otros, que pueden ser los mismos que los
precedentes, la igualdad se origina en la participación en el contrato social o en las
instituciones democráticas mismas. La libertad, por su lado, no tendrá efectos si no
produjera una sociedad diversificada, múltiple, atravesada por relaciones, conflictos,
compromisos o consensos. De modo que el principio de representatividad de los dirigentes
es una de las expresiones principales de la idea general de libertad. Por último, la
fraternidad es casi sinónimo de ciudadanía, porque ésta se define aquí como la pertenencia
a una sociedad política organizada y controlada por sí misma, de modo que todos sus
miembros son a la vez productores y usuarios de la organización política, a la vez
administradores productores y usuarios de la organización política, a la vez
administradores y legisladores. La divisa “Libertad, Igualdad, Fraternidad” da la mejor
definición de democracia, porque reúne unos elementos propiamente políticos con otros
que son sociales y morales. Pone en evidencia que si la democracia es verdaderamente un
tipo de sistema político y no un tipo general de sociedad, se define por las relaciones que
establece entre los individuos, la organización social y el poder político y no solamente por
unas instituciones y unos modos de funcionamiento.
6. Republicanos y liberales 2
inquieta por la pérdida de autonomía de lo político en una sociedad cada vez más
dominada ya sea por los intereses económicos, ya por las reglas administrativas del Estado.
Habríamos pasado, piensan muchos, del reino de la política al de la economía, y por lo
tanto de la proclamación de la libertad a la gestión de las necesidades. La primera
interpretación es de un optimismo demasiado superficial para ser convincente, pero la
segunda me parece más profundamente errónea, porque lo que Europa inventó, en la teoría
y en la práctica, de mediados del siglo XVII a mediados del XIX, fue menos la democracia
que el Estado moderno, creación de la razón y de una voluntad general que sustituía
racionalmente a la pirámide de los estatutos y los privilegios de la sociedad tradicional. La
invención de lo político, de Maquiavelo y Bodin a Hobbes y de éste a Rousseau y las
grandes figuras liberales de comienzos del siglo XIX, implicó a veces una dimensión
democrática pero también asumió formas oligárquicas e incluso estuvo asociada a la
formación de las monarquías absolutas. Puede denominarse republicano -aunque esté
gobernado por un monarca este Estado moderno que se preocupa más por dar nuevos fun-
damentos a la gobernabilidad que por la representatividad. Cuando habla del pueblo o,
mejor, de la nación, emplea una categoría que no es social sino política ya que designa un
conjunto político y no una categoría social definida por la dependencia o la pobreza.
Es entonces cuando triunfan los partidos de masas cuyo papel es establecer una
correspondencia entre intereses sociales y programas de gobierno. Triunfo frágil, puesto
que esta subordinación de lo político a lo social debilita el poder político cuya decadencia
definitiva anuncian muchos, lo que permite al nacionalismo de los nuevos países
industriales imponerse a un sistema político descompuesto.
desbordados éstos por unas demandas sociales y culturales que están cada vez más lejos de
un programa de gobierno, porque se preocupan por los problemas de grupos particulares y
por las posibilidades que tienen los individuos de ser reconocidos como sujetos, es decir
como actores de su propia existencia. Bernard Manin ha demostrado que la crisis del
régimen de partidos no anunciaba una crisis general de la representación y el triunfo de la
política espectáculo, y que debe interpretársela como el pasaje de una forma de
representación política a otra. Incluso puede verse en ella un éxito de la democracia gracias
a una expresión más directa y más diversificada de las demandas sociales y culturales y,
más ampliamente, gracias a una diferenciación creciente del Estado, el sistema político y la
sociedad civil.
El espíritu republicano
Sin la idea de soberanía popular no hay democracia posible. ¿Pero puede identificarse
la primera con la segunda? ¿Se la puede considerar una definición suficiente de la
democracia? Eso sería ir demasiado lejos en el otro sentido. Por otra parte, Hobbes, al que
se catalogó como teórico del absolutismo, no puede ser considerado un demócrata, y el
mismo Rousseau, que tenía un alma republicana, no creía en la democracia más que en
pequeñas colectividades. Lo que llamaba la voluntad general, que creaba un vínculo social
tan voluntario como coaccionante, no puede confundirse, segÚn él mismo, con la voluntad
de la mayoría. La idea de república y la de soberanía popular que la funda iban más allá del
Estado de Derecho que Montesquieu había identificado más bien con la monarquía para
oponerla al despotismo, pues en la primera el rey gobierna según la ley y no según le
plazca, pero no llegaban a definir el gobierno representativo. La idea republicana funda la
autonomía del orden político, no su carácter democrático. ¿ y no fue acaso de la idea
republicana, presente desde el comienzo de la Revolución Francesa, mucho antes de la
caída de la monarquía, de donde salió el poder absoluto que iba a ser ejercido por la
Convención, por los clubes y los Comités de salvación pública y seguridad general, y que
se transformó en Terror? ¿No proclamaron las revoluciones, en general, la soberanía
popular derribando a los antiguos regímenes, pero resultando en regímenes autoritarios
A. Touraine, 11, “Democracia: una idea nueva”. 64
más que en democracias? No es por estas razones, es verdad, que la Revolución Francesa
no convocó a la democracia sino a la nación, a los patriotas y al espíritu republicano, como
lo recuerda Pierre Rosanvallon (en Situations de la démocratie, pp. 11-29). Es porque en
esa época y hasta 1848 la palabra democracia remite a los modelos antiguos de un poder
ejercido directa y colectivamente por el pueblo. Pero de hecho, verdaderamente fue esta
captura del poder por el pueblo la que se exaltó con el nombre de república y la que
condujo al Terror y al bonapartismo al mismo tiempo que derribaba el Antiguo Régimen.
Esta concepción de la soberanía descansa sobre una idea racionalista y, por decirlo así,
funcionalista de la vida social: es en la participación en la obra común del cuerpo social
donde el individuo se forma, domina sus pasiones y sus intereses, se hace capaz de actuar
racionalmente. Esta concepción, de la que en Crítica de la modernidad recordé que había
dominado el pensamiento social de Maquiavelo o Bodin a Talcott Parsons, a pesar de la
oposición de muchos pensadores importantes, identificó individuación y socialización. De
donde la apelación constante a una educación científica y cívica a la vez; de donde la
convergencia del individualismo democrático de inspiración kantiana y el sometimiento al
orden imperioso de la razón y la ley. Este pensamiento republicano cree, con tanta fuerza
como la reciente encíclica Veritatis splendor, que la libertad debe estar subordinada a la
verdad, pues aquélla no se adquiere sino en el descubrimiento de y el respeto por ésta.
A. Touraine, 11, “Democracia: una idea nueva”. 65
Por cierto, la separación de los ciudadanos activos y de los ciudadanos pasivos no tuvo
como efecto, durante la Revolución Francesa, la reducción del cuerpo electoral a una
pequeña minoría, como ocurrió bajo la Restauración, pero demuestra que la idea de
sufragio universal se basaba en un individualismo que reservaba la gestión de los asuntos
públicos a quienes tenían la capacidad de actuar libremente y de buscar una organización
racional de la sociedad. Lo que provocó una separación extrema de la vida pública y la
vida privada, del individuo y el miembro de una comunidad, que estuvo en el origen no de
la democracia sino, al contrario, de la profundización de la desigualdad entre categorías
consideradas racionales y categorías consideradas irracionales, ya se tratara de los "locos"
o, sobre todo, de las mujeres. Fue la política republicana la que agravó su distanciamiento
de la vida pública y la que explica que en Francia haya transcurrido casi un siglo entero
antes de que el sufragio universal se extendiera a las mujeres (1848-1945).
Toda la vida política francesa permanecerá dominada hasta nuestros días por esta
concepción de la democracia que subordina a los actores políticos a las necesidades de la
sociedad-nación-pueblo, de su conciencia colectiva y de su interés racional. Concepción
simplemente "abstracta" cuando el poder del Estado es débil y se manifiesta sobre todo en
un doble rechazo de la religión y los movimientos populares, pero que se vuelve más
peligrosa cuando asocia el progreso social a la victoria de una vanguardia cuya dictadura
debe imponer la razón y el sentido de la historia a una sociedad civil pervertida por el
interés privado o por las tradiciones.
La idea de soberanía popular, la idea republicana, funda con tanta fuerza el orden
político que hasta destruye la de derecho natural a la que Rousseau, lógicamente, se
oponía. Si el pueblo es soberano, el poder que legitima no tiene límites preestablecidos y
puede convertirse en absoluto. La idea republicana corresponde entonces a la libertad de
los antiguos y no conduce a la libertad de los modernos. Su novedad consiste en que
extiende la participación en la vida cívica, que en Atenas estaba reservada a una minoría de
ciudadanos, a una mayoría constantemente en aumento de los habitantes de un país. Esta
nueva libertad de los antiguos no se asienta sobre la idea de libertad o de derechos
individuales. Si se oponen dos tradiciones del pensamiento "moderno", la que defiende a la
razón en contra de las tradiciones o los privilegios y la que proclama la libertad del
individuo, la idea republicana corresponde enteramente a la primera, de la que es la
expresión política por excelencia. Para ella, la nación no es un ser colectivo sino la
expresión de una voluntad de organización racional, desembarazada de todo principio
ajeno a una libertad de elección que sólo es respetable porque está guiada por la razón. La
apelación a la voluntad general y la apelación a la razón no se completan, son una única y
misma afirmación, a saber que la razón es lo propio del hombre. El dominio de la política
debe aproximarse al de la ciencia, lo que da a los sabios y a los educadores un lugar
eminente en la república, lo cual justifica unas metáforas pedagógicas dominadas por la
voluntad de hacer triunfar la reflexión racional sobre los sentimientos y los
particularismos. Esta concepción ha triunfado, bajo formas bastante semejantes, en la
A. Touraine, 11, “Democracia: una idea nueva”. 66
mayoría de los países "modernos" durante un largo período, difundiéndose a partir de los
colegios de los jesuitas o de sus equivalentes protestantes hacia las escuelas públicas
llamadas a reclutar en una escala mucho más amplia. Racionalización, espíritu cívico,
elitismo republicano, todas estas palabras pueden inspirar la admiración o la crítica, pero
ninguna de ellas está necesariamente asociada al espíritu democrático, al libre debate o a la
ley de la mayoría. Pueden con igual facilidad legitimar un despotismo ilustrado o una
democracia en la cual los compromisos son tan inevitables como la formación de grupos de
interés. La razón reemplazó a Dios en el corazón de la mayor parte de los republicanos, al
menos en los países que se rebelan contra una tradición heredada de la Contrarreforma
católica, pero es tan exigente como aquél y como los métodos de racionalización industrial.
El espíritu republicano no reemplaza la autoridad de la tradición por la del debate público
sino por la de la verdad, y por ende la de la ciencia.
La idea republicana es ajena a la de derechos del hombre, cuyos orígenes cristianos son,
al contrario, directos. Lo que no impidió que los partidarios de aquella idea se hayan batido
por libertades que los defensores de las tradiciones cristianas combatían en muchos países
y hasta fines del siglo XIX, bajo la conducción de un papado guiado por el Syllabus de Pío
IX. Pero es preciso no dejarse engañar por esta aparente paradoja. La burguesía liberal e
incluso republicana cree en su papel de guía de la humanidad porque ella misma está
iluminada por las luces de la razón; esta confianza en sí misma es compartida por los
grandes intelectuales, profetas y faros de la humanidad, que se oponen a los poderes es-
tablecidos en nombre de la razón y la libertad y que toman la palabra para defender a
quienes no son capaces, por falta de educación o de recursos, de servirse de ella. La idea
republicana lleva en sí la de vanguardia, que fue asociada por los leninistas con la idea
revolucionaria, la explosión liberadora mediante la cual la miseria y la explotación
acumulada se desembarazarían de dominaciones tan irracional es como injustas y abrirían
así el camino a un porvenir hacia el cual los hombres instruidos y generosos debían guiar al
pueblo. La revolución hace posible la democracia al mismo tiempo que favorece la llegada
al poder de un déspota ilustrado, individuo, príncipe o partido. Ambigüedad que la historia
debía hacer tan pesada, tan insoportable, que en la actualidad nos cuesta mucho trabajo
comprender el discurso "progresista" de los políticos y los intelectuales nutridos por el
espíritu jacobino.
La tiranía de la mayoría
Todos los pensadores y-los hombres de Estado liberales estuvieron convencidos de los
peligros de la democracia. En los pensadores americanos que reflexionan sobre el régimen
nacido de su revolución (o más exactamente de su guerra de independencia) ningún tema
está más presente que el de la tiranía de la mayoría. Robert Dahl comprueba su importancia
central en los Federa/ist Papers, en el pensamiento conservador de Madison o Hamil ton,
pero también en el del demócrata jefferson. Este tema es igualmente central en Royer-
Collard, Guizot y Tocqueville, que reflexionaban sobre la Revolución Francesa. ¿Cómo
hacer que las decisiones de la maior pars no impidan que el gobierno esté asegurado por la
sanior o melior pars? ¿Cómo hacer para que la presión popular, en vez de llevar a
gobiernos populistas –como lo fue en Estados Unidos el de Jackson, que preocupó a
Tocqueville– o terroristas –como durante la Revolución Francesa–, permita el gobierno de
A. Touraine, 11, “Democracia: una idea nueva”. 67
concepción extrema, que elimina casi todos los contenidos reales de la democracia, a la
reflexión de los liberales, cuya riqueza contrasta con la pobreza de la de Schumpeter.
Tocqueville se mantiene aún más cerca de la libertad de los antiguos que de la de los
modernos; afirma que el orden social debe asentarse sobre la justicia y que lo que impide
que ésta se reduzca al respeto a los intereses o a los derechos personales es análogo a lo
que Montesquieu llamaba la virtud, de la que hacía el motor de los regímenes republicanos,
es decir el sentido cívico que resulta, a la vez, del respeto por el vínculo social y de las
leyes que limitan los deseos del hombre, de los que Tocqueville piensa, con Hobbes y
Rousseau -y luego de él, Durkheim-, que son ilimitados y en consecuencia peligrosos. Más
concretamente, para él la democracia descansa sobre el espíritu religioso y el espíritu
cívico confundidos. Puesto que la religión que ve en acción en Nueva Inglaterra es una
religión civil, garante del orden social y no recurso a la trascendencia contra el orden
social. Tocqueville cree en el ciudadano más que en el hombre y lo que hay en él de
cristianismo social lo hace sensible al tema de la integración social que, a fines del siglo
A. Touraine, 11, “Democracia: una idea nueva”. 69
Moncloa, que tantos países soñaron con imitar? Luego del agotamiento dramático de las
ideologías fundadas en la lucha de clases o las luchas de liberación nacional, ¿no vemos
que las ideas de justicia, de integración social e incluso de fraternidad recuperan su
importancia en el pensamiento político?
Liberales y utilitaristas
Los liberales aseguran la transición entre los antiguos y los modernos, y luego procuran
combinar el espíritu cívico con el interés individual. Ya no pueden contentarse con la
libertad de los antiguos, que identifica al hombre con el ciudadano y a la libertad con la
participación en los asuntos públicos y en el bien común, pero se niegan a otorgar una
confianza ilimitada tanto al interés individual como a la soberanía popular. De todas mane-
ras, en resumidas cuentas están más cerca de los antiguos que de de los modernos, mientras
que los utilitaristas, que también procuran combinar el interés individual y el bien común,
están más próximos a los modernos, en razón de que dan una importancia más central a la
búsqueda de la felicidad personal.
Los liberales desconfían tanto de los actores sociales que buscan un principio de orden
que pueda sustituir a la religión. Su espíritu antirreligioso y a menudo anticlerical encubre
la búsqueda de un orden racional, definido de la manera más formal posible, como un
conjunto de reglas que conduzcan a los individuos a comportarse racionalmente
subordinando su interés particular al fortalecimiento de instituciones que organizan y
protegen el orden. Los utilitaristas, al contrario, son más sensibles a la representación de
los intereses y su mayor influencia en Gran Bretaña que en Francia, donde las categorías
políticas parecen siempre más importantes que las categorías sociales, explica el desarrollo
mucho más precoz del otro lado del Canal de la Mancha de la acción sindical y la
democracia industrial. El pensamiento liberal domina de Hobbes a Stuart MilI pasando por
Benjamin Constant y TocquevilIe, pero es el pensamiento utilitarista el que se impone en
el siglo XIX capitalista y en el Welfare State del siglo xx. La distancia entre las dos
corrientes de pensamiento no siempre se manifiesta con claridad, lo que explica la riqueza
pero también la pobreza de John Stuart MilI, que pertenece a las dos; sin embargo es
grande, y no dejará de ensancharse, sobre todo porque los liberales creen en la autonomía y
la centralidad de lo político, mientras que los utilitarista s subordinan la política a la
representación y la satisfacción de los intereses y las demandas. Los liberales están del
lado del sistema, los utilitaristas del lado de los actores. Es por eso que el pensamiento
liberal, cuando volvió a la vida sobre las ruinas del socialismo y sobre todo del co-
munismo, se consagró a incorporar el aporte de los movimientos sociales y de la
socialdemocracia en una reflexión sobre el orden político. Es uno de los sentidos de la
concepción de la justicia social según John Rawls: ¿cómo combinar la libertad individual
con una integración social siempre amenazada por la desigualdad? La respuesta se presenta
en la segunda parte de su segundo principio, que subordina la libertad, susceptible de
engendrar desigualdades, a la reducción de las cargas que pesan sobre los más
desfavorecidos. Lo que justifica a los industriales cuyas empresas provocaron la
acumulación del capital en las manos de una clase dirigente pero que también permitieron,
mediante la elevación de la productividad, el mejoramiento de la suerte de los asalariados
de la parte baja de la escala, como lo simboliza la política fordista de altos salarios. No
estamos lejos aquí de las declaraciones de Montesquieu al principio de la advertencia de
Del espíritu de las leyes: "Lo que llamo la virtud en la República es el amor a la patria, es
decir el amor a la igualdad [...]. Llamé por lo tanto virtud política al amor a la patria ya la
igualdad".
empresarios, pero no puede considerarse como un demócrata a Henry Ford, cuyas ideas
estaban muy lejos de serio, como pudo comprobarse en el momento de la marcha del
hambre de los obreros de Detroit durante la Gran Crisis. Elevar de manera notable los
salarios en un país cuya expansión tenía necesidad de mano de obra a pesar de una
inmigración abundante puede considerarse como un triunfo del industrialismo más que de
la democracia. La crítica apunta aquí contra el pensamiento liberal del siglo XIX. ¿Cómo
puede hablarse de poder del pueblo o de libre elección de los gobernantes cuando se trata
sobre todo de evitar la tiranía de la mayoría y los excesos de la soberanía popular, que
pueden conducir a un régimen autoritario?
¿Puede confiarse enteramente la protección de la libertad a la conciencia moral y el
espíritu cívico de las clases ilustradas? Tocqueville, próximo sin embargo a los federalistas
americanos, comprendía su derrota; ¿y qué podía quedar del racionalismo liberal de Guizot
después de la revolución de 1848? En la misma Gran Bretaña, ¿no fue contra la
democracia limitada de los Whigs y los Tories que se formó el Labour Party, y no fue la
fuerza de las reivindicaciones y las revueltas obreras la que abrió la puerta a la democracia
industrial y a la socialdemocracia que se expandieron por Europa continental? La fuerza de
los pensamientos liberales y utilitaristas es haber añadido el tema de la limitación del poder
al de la ciudadanía defendido por la idea republicana. Pero liberales y republicanos fueron
incapaces de elaborar una teoría completa de la democracia, porque no tomaron en cuenta
la representación de los intereses de la mayoría o, cuando lo hicieron, como los
utilitaristas, fue de una manera tan estrechamente económica que es fácil justificar, con
ayuda de su razonamiento, el éxito de regímenes autoritarios a partir del momento en que
éstos aseguran el mejoramiento de las condiciones de vida de la población. ¿No es en
nombre de un razonamiento semejante que durante mucho tiempo se oyó justificar el
carácter democrático del régimen de Fidel Castro, aduciendo el hecho de que había elevado
el nivel de educación y salud de la población? Resultado en efecto muy positivo, pero que
no justifica que se hable de democracia para definir a un régimen manifiestamente
autoritario e incluso totalitario. A partir de mediados del siglo XIX, se acaba el momento
del liberalismo con la movilización de las fuerzas obreras populares acumuladas en las
fábricas y en los arrabales por la nueva industrialización, que se acelera en varios países y
sobre todo en Alemania y Estados Unidos a fines del siglo. Las ideas liberales, sin
embargo, no fueron eliminadas, pero la realidad histórica obligó a conceder una
importancia más grande a la representación de los intereses de la mayoría.
que están sometidos a las coacciones de la pobreza y el trabajo dependiente y a los que
muy pronto se llamará proletarios? Francia es el país en el que esta transformación de la
nación en pueblo y del pueblo en clase obrera se operó de la manera más visible y sin
rupturas, de modo que el tema de la lucha de la clase obrera permaneció largo tiempo
asociado, en especial en el pensamiento de Jean Jaurés, a los de la República y la nación. A
fines del siglo XIX, en todos aquellos lugares donde desapareció el absolutismo y triunfa el
espíritu republicano -a menudo a la sombra de la monarquía constitucional- y donde los
problemas sociales internos predominan sobre las políticas de conquista y la movilización
autoritaria de las naciones por unos Estados militarizados, la vida política está dominada
por la defensa de intereses sociales. A tal punto que la derecha conservadora aparece las
más de las veces asociada directamente a los intereses de la banca y la industria, en tanto
crece la ola socialdemócrata que hace del partido el brazo político de la clase,
subordinándolo con ello a los sindicatos, y en Francia, a causa de la inclinación hacia la
izquierda del espíritu republicano, triunfa durante un breve período el sindicalismo de ac-
ción directa, que desconfía de la acción política.
Ese período parece lejano, porque estamos separados de él por una larga época de
totalitarismo posrevolucionario que hizo de la referencia a una clase y un pueblo un
instrumento de manipulación al servicio de un régimen despótico transformado por eso
mismo en régimen propiamente totalitario. Pero, así como no podemos rechazar del todo la
herencia republicana o liberal, aunque las luchas sociales hayan dominado recientemente la
vida política, es imposible concluir a partir de la degradación de la función representativa
que ésta no es esencial para la definición de la democracia. Antes bien, es preciso buscar
los motivos que condujeron a que la "política de clase" tan pronto fortaleciera como
destruyera a la democracia. La respuesta a esta cuestión, que dominó la historia de las
ideas y de los partidos socialistas, se deriva del análisis trazado hasta aquí. Una política de
clase sólo es democratizante si está asociada al reconocimiento de los derechos
fundamentales que limitan el poder del Estado y a la defensa de la ciudadanía, es decir del
derecho de pertenencia a una colectividad política que se atribuyó el poder de hacer sus
leyes y modificadas. La democracia se define una vez más por la interdependencia de tres
principios: la limitación del poder, la representatividad y la ciudadanía, y no por el
predominio de uno solo de ellos.
expresa con claridad la palabra "trabajador" y que niega la palabra "proletario". He demos-
trado dos veces, con veinte años de distancia, que la conciencia de clase obrera había
alcanzado su nivel más alto no en las categorías más dominadas y menos calificadas sino,
al contrario, allí donde era más directo el enfrentamiento entre la autonomía obrera fun-
dada sobre el oficio y los métodos de organización del trabajo que destruyen esta
autonomía e incorporan a los trabajadores de manera dependiente a un sistema de
producción autoritario y centralmente manejado. Lo que se denomina movimiento obrero
estácompuesto por dos fuerzas que actúan en sentido contrario: de un lado, el socialismo
revolucionario que procura tomar el poder para liberar a los obreros y los pueblos
oprimidos, lo que las más de las veces lo conduce a instaurar un régimen autoritario; del
otro, el movimiento propiamente obrero, que se apoya sobre la defensa de los derechos de
los trabajadores que aportan a la producción su calificación, su experiencia y su trabajo. A
una lógica historicista se opone una lógica a la que puede llamarse democrática, dado que
conjuga la apelación a unos derechos, la conciencia de ciudadanía y la representación de
los intereses.
El movimiento de defensa de los derechos de los trabajadores aspira a crear lo que los
ingleses llamaron democracia industrial, cuyos principios enunciaron los fabianos y de la
que T. H. Marshall dio una formulación sociológica. Pero no hace falta oponer acción
sindical a la inglesa y acción política a la francesa; la oposición principal es entre acción
democrática y acción revolucionaria. La primera descansa sobre la idea de que los
trabajadores tienen derechos y define a la justicia social como el reconocimiento de los
mismos; asocia por lo tanto la idea de autonomía obrera a la de defensa política de los
intereses de la mayoría, es decir de los trabajadores. El programa revolucionario, al
contrario, asocia una definición negativa -por la privación, la exclusión y la explotación-
de los intereses a defender y la primacía dada al derrocamiento del poder del Estado por las
fuerzas populares y su vanguardia organizada. En términos menos empleados hoy de lo
que lo fueron en la época de mayor influencia de los partidos comunistas, la tendencia
revolucionaria separa netamente la clase en sí de la clase para sí e identifica a ésta con el
partido, mientras que la tendencia democrática se niega, en este caso como en todos los
otros, a separar la situación de la acción y a reducir a una clase, una nación o cualquier otra
categoría social a ser la mera víctima de una dominación que la aliena más aún de lo que la
explota.
Partidos y sindicatos
tiempo que la concepción normativa del derecho cede terreno frente a una concepción
realista. El pluralismo de los centros de poder y de iniciativa jurídica da un poder indirecto
no a los actores sociales sino a unas asociaciones y a sus dirigentes. La representación de
los intereses de la mayoría provocó sobre todo la creación de asociaciones, sindicatos y
partidos, pero también cooperativas, mutuales, etc., que permitieron la entrada de las
"masas" en una vida política hasta entonces dominada por notables o príncipes. Partidos y
sindicatos aparecen desde ese momento como elementos indispensables de la democracia.
Cuanto más compleja es una sociedad, más numerosos son los grupos de interés y más
indispensable es que sus demandas sean admitidas por unos agentes que aseguren la
conexión entre la sociedad civil y la sociedad política. Es casi imposible concebir una
democracia sin partidos, que estuviera gobernada por mayorías de ideas constantemente
cambiantes. La experiencia de algunos países, como Francia, en los que los sindicatos se
debilitaron mucho, demuestra la dificultad de manejar cambios económicos e
internacionales importantes cuando el Estado no tiene la posibilidad de negociar sus con-
secuencias con interlocutores sociales confiables, tanto del lado de las empresas como del
lado de los asalariados.
partidos populares de masas que sustituyen al actor social, sindical o de otro tipo, y
yomismo analicé, en ese continente, la incorporación de las organizaciones populares al
aparato de un partido o del Estado. El caso clásico es aquí el Partido Revolucionario
Institucional (PRI) mexicano, partido Estado desde hace medio siglo, que gobierna
directamente los sindicatos obreros y campesinos, así como las organizaciones urbanas.
El totalitarismo
seguramente pervertido y destruido, pero sin cuya presencia original esos regímenes son
incomprensibles, en tanto que en el origen del nazismo no vemos más que nacionalismo
agresivo, racismo y culto irracional del jefe. Los intelectuales, que en general han sido
hostiles al fascismo, se sintieron muy a menudo atraídos por la apelación comunista a las
leyes de la Historia, el progreso material y el Estado popular como fuerzas capaces de
liberar a los pueblos de una miseria y una ignorancia alimentadas por el despotismo, la
oligarquía o el colonialismo. No es concebible, en efecto, hacer un solo tipo político
general con los fascismos cuya unidad es débil-, los islamismos políticos y otros regímenes
autoritarios, sin mencionar siquiera la familia de los regímenes contrarrevolucionarios
autoritarios que crearon Franco, Salazar, los coroneles griegos, Pétain o Pinochet y sus
equivalentes argentinos, uruguayos y brasileños. La diversidad de las situaciones, sin
embargo, no prohíbe en modo alguno poner de relieve rasgos comunes a todos estos
regímenes.
No fue la clase obrera la que alimentó a los totalitarismos fascistas y ni siquiera a los
comunistas; fueron unas élites de poder que hablaron en nombre de una nación, una clase o
una religión. El totalitarismo no es el poder de los débiles; nace de la desaparición de los
actores sociales.
Estos análisis nos conducen a una explicación más general; más allá del carácter
arbitrario de un poder despótico o de la autoridad no controlada de una elite dirigente
tecnoburocrática o una nomenklatura, el rasgo principal del Estado autoritario es que habla
en nombre de una sociedad, un pueblo o una clase de los que tomó en préstamo la voz y el
lenguaje. El totalitarismo merece su nombre, porque crea un poder total en el que el Esta-
do, el sistema político y los actores sociales se fusionan y pierden su identidad y su
especificidad para no ser ya más que instrumentos de la dominación absoluta ejercida por
un aparato de poder, casi siempre concentrado en torno a un jefe supremo y cuya potencia
A. Touraine, 11, “Democracia: una idea nueva”. 81
es parcial, lo que hace tentador y falso a la vez llamar totalitario o incluso fascista al
régimen de Perón en la Argentina o al de Velasco en Perú. En cambio, allí donde un
régimen autoritario no moviliza a la sociedad, donde su acción política y social es
represiva antes que ideológica, lo que fue el caso de la dictadura del general Pinochet en
Chile, es falso hablar de totalitarismo.
Este análisis está muy lejos del de los trotskistas que denunciaron a la burocracia, nueva
clase dirigente de la Unión Soviética, que habría confiscado las luchas por la gestión
colectiva de la producción. La imagen de una sociedad transparente para sí misma, en la
cual realidad social y voluntad política se corresponden completamente, es, al contrario, la
ideología que corresponde mejor a la formación de un poder totalitario, ya que justifica la
exteriorización de los conflictos sociales. En cambio, no hay democracia sin gestión
política de conflictos sociales insuperables; Claude Lefort demostró vigorosamente no sólo
la debilidad de los análisis trotskistas sino sobre todo su connivencia con el espíritu
totalitario. El análisis crítico de los totalitarismos conduce necesariamente al
reconocimiento de la autonomía relativa del Estado, el sistema político y los actores
sociales.
Tales son los caracteres generales de los regímenes totalitarios: el más importante es que
en ellos el Estado devora a la sociedad y habla en su nombre. Esta definición se aparta de
la que identifica totalitarismo y militarismo. No puede calificarse de militarista a la Unión
Soviética, donde el poder militar permaneció constantemente subordinado al poder
político. En cambio, el Japón imperialista, que impuso una ocupación brutal a Corea y a
China, fue más militarista que totalitario, aunque no hay que separar completamente,
mediante un exceso inverso, estos dos tipos. Las dictaduras que se instalaron en Brasil en
1964, en la Argentina en 1966 y 1976, en Chile y Uruguay en 1973, no fueron totalitarias
sino solamente autoritarias. En cambio, la dictadura militar del general Stroessner en
Paraguay tuvo aspectos más totalitarios, porque la población fue a la vez movilizada y
vigilada estrechamente por intermedio del partido colorado.
La célebre tesis de Hanna Arendt es más extrema que la que expongo aquí. Retomando
las ideas de Le Bon y Freud sobre la psicología de las masas, ella define al totalitarismo
A. Touraine, 11, “Democracia: una idea nueva”. 84
por la disolución de las clases y el triunfo de las masas. "La caída de los muros protectores
de las clases transforma a las mayorías que dormitaban al abrigo de todos los partidos en
una sola gran masa informe de individuos furiosos" (Le systeme totalitaire, p. 37). Tesis
que reformula, de manera más convincente, demostrando que los regímenes totalitarios
quieren, mediante el terror, cumplir una ley de la naturaleza o de la Historia, lo que
equivale a abolir a los actores y su subjetividad. "La legitimidad totalitaria, en su desafío a
la legalidad y en su pretensión de instaurar el reino directo de la justicia sobre la tierra,
cumple la ley de la Historia o de la Naturaleza sin traducirla en normas de bien o de mal
para la conducta individual" (p. 206).
Pero me parece peligroso establecer una separación tan completa entre unos
sentimientos o unas demandas populares y la ideología de un régimen que se encontraría
en ruptura total con una sociedad desestructurada, reprimida y manipulada. La ideología
racista del nazismo es, reto mando el término de Michel Wieviorka, la "inversión" del
nacionalismo alemán exacerbado y herido por la derrota de 1918, de la misma manera que
el régimen totalitario de Fidel Castro se apoyó en el nacionalismo anti imperialista
inspirado en Martí y que los regímenes comunistas transformaron una voluntad de
liberación social y nacional en aparato de dominación totalitaria. No fueron las masas
atomizadas y desarraigadas de las grandes empresas y las grandes ciudades las que
formaron la masa de maniobra del nazismo; fueron, al contrario, unas categorías
tradicionalistas y nacionalistas que, sintiéndose amenazadas por la crisis económica y
política, transformaron un nacionalismo defensivo en participación dependiente en un
movimiento populista, nacionalista y racista dirigido, es cierto, por desclasados que no se
consideraban los representantes de una categoría social determinada y cuyo odio a los
judíos traducía la voluntad de afirmarse como los defensores de la pureza de su raza. El
régimen nazi, más que el comunista, se identificó con la guerra y la violencia abierta;
estuvo también más débilmente integrado, dejando al partido, la burocracia, la industria y
el ejército una gran autonomía relativa, como ya lo había advertido Franz Neumann y
como lo demostró Karl Bracher. Este trastocamiento de actores sociales en masa
manipulada por unos ideólogos políticos que utilizaban el terror se explica, como lo indicó
Laski, por el hecho de que Alemania era una potencia industrial que no había conocido la
Revolución Francesa y el movimiento de unificación nacional por abajo que había sido tan
fuerte en Gran Bretaña y Francia, lo que preservó a las élites tradicionales antimodernas y
dio una gran fuerza al militarismo. Pero incluso en el caso alemán, y a fortiori en el de los
regímenes comunistas o islámicos, es imposible separar los regímenes totalitarios de los
movimientos sociales a los que utilizaron y destruyeron a la vez, pero también de las
razones que impidieron la formación de actores sociales autónomos.
En el interior del tipo totalitario, grandes diferencias separan las dos categorías de
regímenes que he distinguido: los totalitarismos objetivistas y subjetivistas. La experiencia
de los países poscomunistas acaba de demostrar que sus regímenes totalitarios, es verdad
que bastante antiguos y a menudo en un estado avanzado de pasaje a un poder simplemente
autoritario, habían penetrado poco en la personalidad de los actores. Lo demuestra la
debilidad de los movimientos ideológicos neocomunistas, incluso en Rusia, así como la
desaparición rápida de las referencias a los regímenes antiguos en los países de Europa
central o el reemplazo del comunismo por el nacionalismo en Serbia o Croacia. El
reemplazo fácil de una ideología estatista por un entusiasmo extremo por valores
A. Touraine, 11, “Democracia: una idea nueva”. 85
El Estado providencia
¿Puede la crítica democrática del totalitarismo ampliarse hasta incluir formas de Estado
a las que nadie acusa de totalitarias? ¿Puede decirse que la política socialdemócrata y el
desarrollo del Estado providencia conducen a un predominio del Estado sobre la vida
pública y privada que, sin ser de la misma naturaleza que un despotismo totalitario, resulta
en lo que Jürgen Habermas llamó la colonización del mundo vivido? Michel Foucault y
aquellos a quienes inspiró desarrollaron este tema con mucha fuerza: las categorías de la
intervención estatal sustituyen cada vez más a lo vivido; somos lo que el Estado nos hace
ser a través de sus medidas de asistencia o control. Es algo muy visible en los dominios de
A. Touraine, 11, “Democracia: una idea nueva”. 86
la población. La democracia sólo existe cuando los problemas sociales son reconocidos
como la expresión de relaciones sociales que pueden ser transformadas mediante una
intervención voluntaria de gobiernos libremente electos. Ahora bien, muchos problemas y
situaciones vividas ya no se reconocen como el resultado de cierto reparto de los recursos
y, más concretamente, de cierta política. Si se opone el mundo vivido a la racionalización,
se acrecienta aún más el debilitamiento del campo político; se elimina más completamente
aún toda referencia a relaciones sociales y a la posibilidad de elaborar otra política. En los
países más fuertemente golpeados por la desocupación, ésta es considerada con frecuencia
como una fatalidad, como el efecto de una coyuntura internacional sobre la cual el país de
que se trata, y sobre todo sus ciudadanos, tienen poca influencia. Sería preciso que el yen y
el dólar subieran, o que los mercados alemán o francés se reanimaran, dicen, para que la
actividad económica y por lo tanto el empleo mejoraran en España o Italia. La asociación
de un análisis puramente coyuntural y una descripción psicológica de los efectos de la
desocupación nos instala en un clima no democrático, porque toda posibilidad de actuar
queda descartada y en ningún momento la opinión pública es colocada frente a unas op-
ciones. La debilidad principal de la democracia en los países occidentales es la
despolitización de los problemas sociales, la que se explica ante todo por la debilidad del
pensamiento político y el compromiso de los partidos con análisis y soluciones que ya no
corresponden a las situaciones actuales.
Sería peligroso poner fin a la larga evolución que nos hizo pasar de la idea del derecho
natural a la de los derechos sociales, o más bien la que fortaleció al primero defendiéndolo
en situaciones sociales concretas y no únicamente en el plano de los principios generales.
La idea de libertad se fortaleció cuando hizo reconocer no sólo los derechos cívicos sino
también los contratos colectivos de trabajo, mientras que antes el asalariado estaba
sometido a la omnipotencia del empleador. Es en el dominio de las industrias culturales,
principalmente la salud y la educación, pero también en la vida urbana y en el vasto
dominio del comportamiento moral personal donde es preciso aplicarse hoy en día a la
defensa de los derechos fundamentales. En todos los casos, no basta con oponer derechos
generales a reglas administrativas cuyas metas son presuntamente la normalización de las
minorías y la seguridad de la mayoría; es preciso, sobre todo, incrementar la capacidad de
expresión y de iniciativa de quienes deben ser reconocidos como actores y no solamente
como víctimas. Esta ampliación del campo político no se obtendrá mediante la mera
reflexión; será impuesta por la acción de los propios medios interesados, como ya lo hemos
visto en referencia a los homosexuales víctimas de la discriminación en numerosos países
y, en especial, en Estados Unidos. Lo que debe protegerse y estimularse no es el mundo
vivido, es la capacidad de acción de las categorías dominadas o excluidas. Lo que debe
combatirse no es la racionalización, es la degradación del dominio de lo posible en
universo de la necesidad, y por lo tanto la disociación de políticas puramente económicas y
medidas de asistencia social. La suerte de la democracia, allí donde se respetan las
libertades fundamentales, depende ante todo de la reorganización de la vida política
mediante la formación de nuevos movimientos sociales y por la renovación del análisis
social y político.
Hemos vivido la decadencia de las políticas socialdemócratas que se degradaron en
neocorporativismos y en fortalecimiento de los grupos de interés en el interior del Estado y
que se transformaron en financiamiento público de sectores de consumidores en rápido
crecimiento. Debemos aprender una vez más a adquirir una visión de conjunto de nuestra
A. Touraine, 11, “Democracia: una idea nueva”. 89
sociedad, percibida como una sociedad de producción al mismo tiempo que de consumo y
redistribución, a fin de poner en evidencia nuevos actores sociales y políticos y nuevas
apuestas que corresponde a los intelectuales definir y evaluar. El futuro de la democracia
depende menos de la parte del producto interno distribuido por el Estado que de nuestra
capacidad de comportamos como los actores de un nuevo tipo de sociedad, de escoger una
política que reduzca las desigualdades y de reanimar los debates políticos. Más que críticas
contra el Estado providencia, necesitamos concebir nuevas formas de producción y nuevos
conflictos sociales para volver a dar a las políticas sociales un papel reformador, mediante
la reducción de las desigualdades y la protección de la seguridad y la libertad del mayor
número de personas.
El debilitamiento de la democracia
¿Qué concluir de esta mirada sobre la historia de la democracia? Dos ideas opuestas
parecen desprenderse de ella. La primera es la que se nos impuso en primer lugar, la
emergencia sucesiva de cada una de las tres dimensiones principales de la democracia: la
ciudadanía, la limitación del poder del Estado y la representatividad y, por consiguiente, la
aparición de formas cada vez más completas de democracia. Al principio surgió la
afirmación de la soberanía popular y la creación del Estado nación, sobre todo en Estados
Unidos y Francia; a continuación, la combinación de los principios republicano y liberal en
unas democracias controladas, de las que el ejemplo más acabado fue el sistema político
británico del siglo XIX; por último, la aparición de una democracia representativa de
masas, a la vez republicana, liberal y social, que creó las imágenes más fuertes de la
democracia en el siglo XX, del New Deal de Roosevelt al Frente Popular francés y la
creación del Welfare State inglés, que es el modelo hacia el cual tienden los países del
centro y el este europeos o de América Latina que desean democratizarse, y que sirve
también de referencia a "la mayor democracia del mundo", la India, o a países que co-
nocieron y conocen grandes luchas por la democracia, como Corea del Sur o Sudáfrica,
para no mencionar sino dos ejemplos muy distantes uno del otro. Pero el enunciado de esta
hipótesis optimista hace nacer, en el acto, un interrogante más pesimista. Esta combinación
progresiva de los tres componentes y esta emergencia de un pensamiento político
plenamente democrático, ¿no conducen de hecho al debilitamiento acelerado de la
democracia? ¿No conoció ésta sus mejores días al comienzo de su historia, tal vez incluso
en Atenas o, de manera más cercana a nosotros, en el momento en que se escribieron la
Constitución americana y la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano y
cuando Gran Bretaña vivía ya bajo la luz del Bill of Rights? ¿No contempló el siglo XVIII
el triunfo de la idea republicana, el siglo XIX el éxito y luego la profusión de democracias
limitadas y el siglo xx la explosión de regímenes autoritarios, y más tarde la extensión de
la indiferencia política en las sociedades más ricas? El homenaje verbal uniformemente
rendido a la democracia, ¿no encubre, como lo dijo John Dunn con una ironía mordaz, la
degradación de la idea democrática en un ideal degestión directa tanto más admirado
porque se lo sabe imposible? ¿No desapareció la confianza que algunos países, o más bien
sus élites intelectuales y políticas, aun reducidas, habían puesto en la soberanía popular y la
democracia, mientras la política era invadida por el consumo y el marketing? ¿Puede
hablarse de triunfo de la democracia en el momento en que parece desvanecerse la
confianza en la acción política?
En respuesta a estos interrogantes, afirmemos en primer lugar que hoy en día es
A. Touraine, 11, “Democracia: una idea nueva”. 90
imposible concebir una democracia que no sea a la vez republicana, liberal y social,
aunque la mayoría de los regímenes democráticos no satisfagan plenamente estos tres crite-
rios de existencia. Durante mucho tiempo se recurrió a métodos institucionales simples
para evitar la tiranía de la mayoría: limitación del derecho al voto, acceso controlado a la
elite dirigente, creación de una alta asamblea de notables, clientelismo y corrupción, etc.
Pero la creación de partidos y sindicatos de masas, la elevación del nivel de educación y la
difusión del consumo masivo, así como el desarrollo de los mass media, hicieron cada vez
más difícil conciliar los dos papeles del sistema político, de antecámara del Estado y de
expresión de las demandas y los sentimientos populares.
La exasperación de los problemas nacionales, la sensibilización de una población
mayormente asalariada a las crisis y a la expansión económica y, por el otro lado, la
transnacionalización de la economía, han estremecido y a menudo destruido la democracia
social construida por la alianza del Estado y las fuerzas sindicales. En la actualidad, se
aceleró la disociación de los elementos de la democracia. La ciudadanía se convirtió en
identidad cultural, la limitación del poder por unos derechos fundamentales se transformó
en separación de la vida privada y la vida pública, y la representación de los intereses se
degradó a menudo en fusión neocorporativa del Estado y las ex clases sociales. Incluso se
debilitó lo que permitía que estos tres componentes se unieran, el Estado nación, en
especial en los países europeos que más contribuyeron al desarrollo del pensamiento y la
acción democráticos. El Estado republicano sufre una decadencia irreversible. Ya no
admitimos la absorción de los particularismos en el universalismo de la acción estatal y
estas mismas expresiones son chocantes en las postrimerías de un siglo dominado por los
Estados totalitarios.
El Estado se volvió menos represivo y más preocupado por el crecimiento; sus objetivos
son menos políticos que económicos y cuenta más con las inversiones extranjeras que con
la policía para reducir las presiones sociales. De hecho, es esta reducción la que sorprende.
Cuando tantos países experimentan graves dificultades, su escenario político está desierto.
La esperanza puesta en la acción política, revolucionaria o no, ha desaparecido. Algnos la
reinvisten en una esperanza de éxito económico personal; otros se instalan en la
marginalidad de la que perdieron la esperanza de salir; otros aun caen en la miseria
A. Touraine, 11, “Democracia: una idea nueva”. 91
El camino hacia una solución está indicado, en primer lugar, por nuestra conciencia de
los peligros más extremos que amenazan a la democracia y de los medios de combatidos.
Es la afirmación del sujeto personal, de su libertad pero también de su memoria y su
identidad cultural, la que funda la resistencia al Estado totalitario y, en condiciones mucho
menos dramáticas, a la reducción de la sociedad al consumo masivo.
Verificamos en todas partes la incapacidad creciente de los conflicto del trabajo y las
A. Touraine, 11, “Democracia: una idea nueva”. 92
luchas de clases para dar un marco general a las demandas sociales, pero esto puede
encaminarnos en dos direcciones. Podemos aceptar la diversidad de los problemas sociales
y pensar que la vida política se aproxima al modelo de un mercado político en el cual
oferta y demanda se encuentran y procuran corresponderse. Pero una interpretación
opuesta consiste en decir que la antigua unidad de los problemas políticos, sociales y
personales, que alimentaba la esperanza en una sociedad moderna a la vez más eficaz y
más justa, fue reemplazada por la puesta frente a frente de las coacciones impuestas por los
mercados y las exigencias de la libertad colectiva y personal, pues el mercado procura
maximizar los intercambios, incrementar el flujo de bienes e informaciones, mientras que
los actores sociales, individuales o colectivos, procuran elaborar y preservar el sentido de
su experiencia, enlazar su memoria y sus proyectos.
La debilidad de estos debates obedece a que están cada vez más disociados de la
elaboración de las políticas económicas. Por un lado, los gobiernos están cada vez más
absorbidos por los problemas de la economía internacional, no importa que su país
pertenezca al Norte o al Sur; por el otro, las opiniones públicas dan una importancia
creciente a los problemas de la vida personal, y de manera complementaria a los del medio
ambiente y, sobre todo, de la supervivencia de una humanidad amenazada por las
consecuencias no controladas de su dominio creciente de la naturaleza, reducida a no ser
más que una materia prima del crecimiento.
Si se sigue el primer camino, el que parece más abierto, es difícil escapar al tema de la
declinación de la política. Carlo Mongardini se inquieta al ver que la declinación del
voluntarismo político, cuyos aspectos liberadores son reales, amenaza también con reducir
la política a los intereses y con quitarle su dimensión comunitaria de búsqueda de un bien
común. Pero, ¿no se degradó esta ideología comunitaria? ¿No se convirtió la búsqueda del
bien común en la obsesión de la identidad y no hace falta fortalecer, lo más lejos posible de
la integración comunitaria, las garantías institucionales de la libertad personal y el respeto
a los derechos del hombre?
A. Touraine, 11, “Democracia: una idea nueva”. 93
Es por lo tanto por el lado de la cultura y ya no por el de las instituciones donde hay que
buscar el fundamento de la democracia. La cultura democrática no es únicamente la
difusión de las ideas democráticas, un conjunto de programas educativos y emisiones
televisivas o publicaciones para el gran público; menos aún se reduce a un discurso del que
todos saben que es recibido con mayor facilidad cuanto más general es y al que cada uno,
por consiguiente, puede utilizar en un sentido conforme a sus ideas y sus intereses. La
cultura democrática es la concepción del ser humano que opone la resistencia más sólida a
toda tentativa de poder absoluto -incluso validado por una elección- y suscita al mismo
tiempo la voluntad de crear y preservar las condiciones institucionales de la libertad
personal. Importancia central de la libertad del sujeto personal y conciencia de las
condiciones públicas de esta libertad privada son hoy en día los dos principios elementales
de una cultura democrática. La identificación del hombre con el ciudadano, liberadora a
fines del siglo XVIII, se convirtió en peligrosa. El llamado a la participación conduce con
más frecuencia al rechazo del extranjero que a la ampliación de las libertades de cada uno,
y en una sociedad de masas, la obsesión por la homogeneidad, que ya preocupaba a
Tocqueville, se convirtió en un poderoso factor de exclusión. Es la amenaza, muy presente,
de la normalización o de la purificación la que debe dirigimos hacia el descubrimiento de
una cultura democrática definida en primer lugar como el reconocimiento del otro. Al
abordar el estudio de esta cultura democrática, no nos alejamos de los problemas centrales
de la democracia; avanzamos, al contrario, hacia el lugar central del pensamiento político.
La democracia fue definida de dos maneras diferentes. Para algunos, se trata de dar
forma a la soberanía popular; para otros, de asegurar la libertad del debate político. En el
primer caso, la democracia se define por su sustancia, en el segundo por sus pro-
cedimientos. La segunda definición es la más simple de enunciar: la libertad de las
elecciones, preparada y garantizada por la libertad de asociación y expresión, debe ser
completada por reglas de funcionamiento de las instituciones que impidan la malversación
de la voluntad popular, el bloqueo de las deliberaciones y las decisiones, la corrupción de
los elegidos y los gobernantes. Se trata, sobre todo, de defender al Parlamento contra el
poder ejecutivo, que dispone de una mayor capacidad de información y de decisión. La
debilidad de esta concepción reside en que el respeto a las reglas del juego no impide que
las posibilidades de los jugadores sean desiguales si algunos de ellos disponen de recursos
superiores o si el juego está reservado a las oligarquías.
A. Touraine, 11, “Democracia: una idea nueva”. 94
lo político y lo social. "La llegada del hombre situado al escenario político provocó una
renovación completa de las relaciones entre lo político y lo social. Renovación en tan gran
medida total que su distinción dio paso a su identificación" (p. 119).
Es por lo tanto hoy cuando se opera de manera completa el pasaje de la libertad de los
antiguos a la libertad de los modernos. De ahí el debilitamiento del espíritu republicano,
consecuencia de la decadencia de la libertad de los antiguos; de ahí también la necesidad
de encontrar nuevos fundamentos para la democracia.
Ésta apareció cuando el orden político se separó del orden del mundo, cuando una
colectividad quiso crear un orden social que no se definiera ya por su acuerdo con una Ley
superior, sino como un conjunto de leyes creadas por ella misma como expresiones y
garantías de la libertad de cada uno. Pero el orden político fue invadido por la actividad
económica, el poderío militar, el espíritu burocrático, y destruido cada vez con mayor
frecuencia por el retorno de la Ley, por la idea de que la sociedad misma era el Espíritu, la
Razón, la Historia y, ¿por qué no?, el propio Dios. La libertad de los modernos es la
reformulación de la libertad de los antiguos: conserva de ésta la idea primitiva de la
soberanía popular, pero hace estallar las ideas de pueblo, nación, sociedad, de donde
pueden nacer nuevas formas de poder absoluto para descubrir que sólo el reconocimiento
del sujeto humano individual puede fundar la libertad colectiva, la democracia. Este prin-
cipio es a la vez de alcance universal pero de aplicación histórica limitada y no impone
ninguna norma social permanente.
Pero la conciencia del sujeto y los derechos del hombre tienen una historia, la de la
modernidad. El sujeto humano no se alcanza a sí mismo sino a través de un sujeto divino, y
luego un sujeto social, antes de estar obligado a descubrir su propio rostro, el de su
libertad. El sujeto no es un -profeta que formula leyes; no se refiere ni a la utilidad social ni
al orden del mundo y la tradición, sino únicamente a sí mismo, a las condiciones
personales, interpersonales y sociales de construcción y defensa de su libertad, es decir al
sentido personal que da a su experiencia contra todas las formas de dependencia, tanto
psicológicas como políticas.
Las religiones mantienen con la idea de sujeto unas relaciones contradictorias, como lo
A. Touraine, 11, “Democracia: una idea nueva”. 97
está presente en todas partes, al mismo tiempo que las políticas estatales apuntan en todas
partes a defender especificidades culturales. Así como la libertad de los antiguos se basaba
en la igualdad de los ciudadanos, del mismo modo la libertad de los modernos está fundada
en la diversidad social y cultural de los miembros de la sociedad nacional o local. La
democracia es hoy en día el medio político de salvaguardar esta diversidad, de hacer vivir
juntos a individuos y grupos cada vez más diferentes los unos a los otros en una sociedad
que debe también funcionar como una unidad. Una sociedad política no puede vivir más
que con una lengua nacional y un sistema jurídico que se aplique a todos, aunque se admita
cada vez más diversidad cultural. Europa sólo puede constituirse como un Estado
ampliamente federal que posea una unidad pero en el cual, al mismo tiempo, los Estados
nacionales tengan más derechos y responsabilidades que los estados de Estados Unidos. La
democracia es necesaria porque esta combinación de los factores de unificación con los
factores de diversificación es difícil; allí donde existen conflictos de intereses o de valores
debe organizarse un espacio de debates y deliberaciones políticos.
cercanos a los de Jürgen Habermas, es decir como la capacidad de establecer "las fuentes,
las causas de desacuerdo entre personas razonables" (p. 55) Y por ende de reconocer la
autenticidad de las creencias del otro y, con ello, las particularidades de sus propias
creencias, mientras que una política integrista empuja al otro a las categorías de lo diabó-
lico, de la agresión o la barbarie. Rawls llama razonable a esa capacidad de reconocer la
autonomía del campo político: "las doctrinas razonables aceptan la concepción de la
política, cada una desde su punto de vista" (p. 134). Así, su constructivismo, que se opone
al intuicionismo según el cual es preciso descubrir valores objetivos, no apunta a construir
una sociedad racional, tal como fue el sueño de los utopistas racionales, sino a definir las
condiciones mínimas de la cooperación, los límites del campo político. Reflexión teórica
que corresponde mejor que el libro de 1971 a los progresos del multiculturalismo y la
autonomía de las communities, ya sean étnicas, religiosas o morales, en la sociedad ameri-
cana, y que se sitúa también en la prolongación de la idea weberiana del pluralismo de los
valores.
Pero esta ampliación del análisis y la importancia central dada aquí al tema del
pluralismo no modifican las orientaciones generales de Rawls. Verdaderamente, se trata
siempre de fundar la vida social sobre un contrato que se refiere a los dos principios de la
justicia, y por lo tanto sobre un pensamiento propiamente político, separado de los
intereses sociales por un velo de ignorancia. Pero, ¿de dónde sale la idea de que se acepte
este aislamiento del orden político en relación con los intereses sociales y las creencias
culturales? Conocemos muchas sociedades que funcionan de otra manera, incluso al
margen de los dos casos extremos que fueron descartados con justa razón por Rawls: las
sociedades racionalistas y jacobinas y las sociedades integristas que, tanto unas como otras,
rechazan la idea misma de la conciliación entre ciudadanía y creencias. Ya dije en varias
ocasiones que el mundo contemporáneo, al que se describe con tanta superficialidad como
global izado y unificado, está dominado, al contrario, por la separación y la jerarquización
del universo de los flujos mundiales y el de las identidades locales, lo que implica el retro-
ceso y hasta la desaparición de los sistemas políticos y en especial de los Estados
nacionales a la europea, que estaban más o menos de acuerdo con la idea que acepta Rawls
del sistema político. Podría añadirse el caso bien diferente del consociativismo que analizó
Alessandro Pizzorno (Le radici della politica, pp. 285-313) y que consiste en la cogestión
del sistema político por unos actores de convicciones o creencias opuestas. Italia fue, en
Europa, un caso extremo de asociación en el poder de partidos o fuerzas sociales que se
definían como opuestos entre sí y que, no obstante, coincidieron en una u otra forma de
compromesso storico. La concepción de Rawls supone, en efecto, unos actores razonables
y, por consiguiente, tolerantes y moderados. Pero esta palabra, si bien describe con
claridad la autonomía reconocida del campo político, no explica por qué y cómo se la
reconoce.
racional sino de una lucha en nombre de intereses y valores contra unos poderes: la de-
mocracia no existe más que como liberación tanto del despotismo racionalista como de la
dictadura comunitaria, y sobre todo de sus formas extremas, a las que llamé totalitarismo
de la objetividad y totalitarismo de la subjetividad. El espacio de la democracia no es
calmo y razonable; está atravesado de tensiones y conflictos, de movilizaciones y luchas
internas, porque está constantemente amenazado por uno u otro de los poderes que penden
sobre él.
La diferencia entre estos dos puntos de vista, sin embargo, se mantiene limitada. Tanto
uno como otro aceptan la autonomía del sistema político, lo que los opone conjuntamente a
la reducción de lo político al Estado, tan predominante en la tradición alemana o francesa.
Pero Rawls, con toda la tradición angloamericana, parte del individuo, de sus intereses y
sus valores, y por lo tanto admite un punto de partida utilitarista, aun cuando lo critique y a
continuación lo supere al centrar su análisis en el homo politicus libre, en los ciudadanos,
es decir en los individuos en tanto éstos pueden actuar durante toda su vida como "miem-
bros normales y plenamente cooperativos de la sociedad", lo que define la que desde el
comienzo denomina la "posición original" y cuyos dos componentes, a los que llama lo
razonable y lo racional, son distintos pero están igualmente ligados entre sí (Justice et
démocratie, p. 172: "La autonomía completa incluye no sólo esta capacidad de ser racional
sino también la de hacer progresar nuestra concepción del bien de una manera compatible
con el respeto por los términos equitativos de la cooperación social, es decir los principios
de justicia").
Es sobre esta complementariedad de los puntos de vista que es preciso insistir, más aún
que sobre su oposición, pues el sujeto político debe concebirse a la vez como sometido a
relaciones de dominación y de poder, como defensor de sus intereses al mismo tiempo que
como ciudadano y como fuerza de resistencia a la influencia simultánea de la conciencia
comunitaria y los grupos dirigentes. Lo que reúne las tres dimensiones de la democracia
que puse de relieve en la primera parte y de las que quise mostrar que no pueden reducirse
a la unidad: la representación de los intereses de la mayoría, la ciudadanía y la limitación
del poder por los derechos fundamentales. Las concepciones revolucionarias de la
democracia dan más importancia a la primera dimensión; el pensamiento de Rawls y de los
liberales angloamericanos a la segunda, y el tema del sujeto, al que atribuyo un lugar
A. Touraine, 11, “Democracia: una idea nueva”. 101
central, se identifica con la tercera. Pero ninguna de estas dimensiones puede prescindir de
las otras; lo que lleva a cuestionar no los temas centrales del pensamiento de Rawls sino su
ambición de aportar una síntesis entre unidad y pluralidad y entre libertad e igualdad.
Si el pensamiento de Rawls domina desde hace veinte años la reflexión sobre lo político,
es porque este autor se ubicó con más decisión y claridad que ningún otro en el centro de
esa reflexión al preguntarse cómo puede combinarse la unidad de la sociedad política con
la pluralidad de las convicciones y las creencias. Se coloca así en el punto de reunión de
quienes insisten en las libertades individuales y quienes ven en la unidad del pueblo y de
los ciudadanos la mejor defensa contra los privilegios y las desigualdades. Está en el punto
donde se encuentran los que piensan en primer lugar en la libertad y los que lo hacen en la
igualdad, como lo demuestra con brillantez la combinación de los dos principios que
definen la justicia como equidad. Pero esta posición, que es intelectualmente central, ¿es
un verdadero lugar de encuentro, un medio de síntesis? ¿Una sociedad justa y equitativa
tiene la capacidad de regularse? ¿La combinación de la libertad y la igualdad produce ideas
e instituciones capaces de modelar las prácticas sociales? Es posible dudar de ello. Se ve
con claridad qué es una sociedad republicana, aun cuando asuma una forma extrema,
revolucionaria; es la concepción de Rousseau, es la afirmación de que el orden político está
separado del orden social y puede oponerse a éste para imponer la igualdad a las
desigualdades de la sociedad civil. Se ve también con claridad qué es una sociedad
pluralista que respeta la diversidad de los intereses, las opiniones y los valores; es la
concepción de Locke. Pero la Declaración de los Derechos del Hombre, si bien mezcló la
herencia de Rousseau con la de Locke, no supo hacer la síntesis. Rawls, de igual modo, se
vincula con la idea del contrato social, pero también con la de la búsqueda racional de los
intereses por parte de los individuos; combina intelectualmente estos dos principios, y
puede admitirse que la sociedad americana combina en la práctica los dos modelos
sociopolíticos así definidos; pero combinar no es integrar o unificar. Ahora bien, Rawls
tiene la ambición de integrar los dos puntos de vista, mientras que, a pesar de sus es-
fuerzos, vemos cómo, en el interior de su pensamiento, se reforman constantemente una
sociedad liberal pluralista por un lado y una sociedad republicana por el otro. El tema
individualista y el de la ciudadanía se cruzan sin cesar en su pensamiento sin lograr
unificarse. Todo lo que dije en este libro me prohíbe aquí hablar de fracaso; al contrario, es
preciso reconocer la imposibilidad de unir los elementos constitutivos de la democracia y
hasta las soluciones modestas como la de Rawls, que busca la síntesis en el orden de lo
razonable y lo justo y no en el otro, más ambicioso, de lo racional y lo bueno, son
imposibles. La oposición, que atraviesa todo este libro, entre la democracia republicana
fundada en la ciudadanía y la igualdad, y una democracia pluralista, fundada en la
diversidad cultural y la libertad, no puede superarse. Esto no impide la búsqueda de
combinaciones y compromisos, pero excluye el descubrimiento de un principio central. La
justicia no aporta la síntesis buscada (pero imposible de encontrar) entre la libertad y la
igualdad.
Sujeto y democracia
Lo que aleja a la idea de sujeto de los principios del derecho natural y de la imagen de
un individuo consciente y voluntario que no tiene otro medio ambiente social que unos
individuos semejantes a él, es que aquélla es inseparable de las relaciones sociales, de las
formas de organización y sobre todo de poder social en las cuales están comprendidos los
individuos y los grupos. Aquellos que, como Jürgen Habermas, sustituyen la conciencia
por la comunicación, y por lo tanto la subjetividad por la intersubjetividad, tienen razón al
alejarse de un individualismo artificial, pero no recorren sino una parte del camino que
A. Touraine, 11, “Democracia: una idea nueva”. 103
La democracia es indispensable para que la libertad pueda manejar las relaciones entre
la racionalización y las identidades. Si la democracia es amenazada y si fue destruida a
menudo y tan brutalmente, es porque, en el mundo contemporáneo, el universo de la
racionalización y el de las identidades, el universo de los mercados y el de las comunidades
se separan cada vez más y porque la democracia no puede vivir en ninguno de los dos
cuando están disociados uno del otro. El mundo de las técnicas y los mercados puede
necesitar un mercado político abierto, pero es chocante reducir la democracia a esta
función; en cuanto al mundo dominado por las comunidades, no busca sino la integración,
la homogeneidad y el consenso, y rechaza el debate democrático. Estos dos fragmentos de
la modernidad estallada se degradan cuando son separados uno del otro, así como el
individuo pierde su capacidad de ser un actor social si se lo reduce a no ser más que una
pieza en una máquina o, a la inversa, si debe definirse enteramente por la pertenencia a una
comunidad. El sujeto es el esfuerzo del individuo o la colectividad por unir los dos
aspectos de su acción; la democracia es el sistema institucional que asegura su combina-
ción en el nivel político, que permite que una sociedad sea a la vez una y diversa. Es por
eso que la democracia es una cultura y no sólo un conjunto de garantías institucionales. Lo
que hace la libertad de un individuo y el carácter democrático de un sistema
político se expresa en los mismos términos. En los dos niveles, se trata de combinar
elementos que son complementarios pero al mismo tiempo opuestos, y a los que ningún
principio superior puede reducir a la unidad. La idea democrática impone reconocer el
pluralismo cultural aún más que el pluralismo social. La democracia debe ayudar a los
individuos a ser sujetos, a obtener en ellos, tanto en sus prácticas como en sus
representaciones, la integración de su racionalidad, es decir de su capacidad de manejar
técnicas y lenguajes, y de su identidad, que descansa sobre una cultura y una tradición a las
que reinterpretan constantemente en función de las transformaciones de] medio técnico.
pierden en distracciones, y las vidas humanas también se pierden de la misma manera. Pero
los únicos criterios de éxito o fracaso de la vida humana como un todo son los criterios de
éxito o fracaso de una búsqueda relatada o relatable". Lo que lo lleva a definir al sujeto no
únicamente por
su proyecto, su telos, sino también por su tradición familiar, nacional o de otro tipo. En vez
de oponer la tradición a la razón, como lo había hecho Burke, las une mediante un
movimiento del pensamiento análogo al que presenté en Crítica de la modernidad. La
democracia no se reduce más a la libertad negativa, a la protección contra el poder
arbitrario, que a una ciudadanía integradora y movilizadora; se define por la combinación
de lo universal y lo particular, del universo técnico y los universos simbólicos, de los
signos y el sentido. Esta democracia no es ni un mero conjunto de procedimientos ni un
régimen popular; es un trabajo, un esfuerzo, para mantener una unidad siempre limitada de
elementos complementarios que nunca pueden fundarse en un principio de orientación
única. Un régimen democrático descansa por lo tanto sobre la existencia de personalidades
democráticas y su meta principal debe ser la creación de individuos-sujetos capaces de
resistirse a la disociación del mundo de la acción y el mundo del ser, del futuro y el pasado.
El rechazo del otro y el irracionalismo son peligros igualmente mortales para una
democracia.
Inversión de perspectiva
peligrosas? No veo más que una respuesta: el sujeto. No como un nuevo sol que ilumine la
vida social, sino como una red de comunicaciones entre los dos universos de la objetividad
y la subjetividad, que no deben estar ni completamente separados uno del otro ni
fusionados artificialmente. El sujeto se constituye al criticar por un lado el
instrumentalismo y, por el otro, el comunitarismo, que son las formas degradadas de los
principios de racionalización y subjetivación. Al instrumentalismo de los mercados y los
poderes, el sujeto opone en primer lugar el individuo y sus pertenencias y, a imagen de la
sociedad de masas, la de una sociedad hecha de individuos y grupos que tienen una
historia, una memoria, unas costumbres y unos valores. Pero también le opone la razón
misma en sus funciones de análisis y crítica, como lo hacen tantos científicos que dirigen la
crítica contra el armamento nuclear, la destrucción del medio ambiente o el eugenismo. Es
en nombre de la ciencia y no de la costumbre como condenan el instrumentalismo
tecnocrático o mercantil. Al comunitarismo y a su construcción de una sociedad
homogénea y asfixiante, el sujeto opone la racionalidad instrumental, pero también la
cultura misma, que es con frecuencia la principal fuerza de resistencia al poder temporal
que habla en su nombre, pues es tanto en nombre del cristianismo como del nacionalismo
árabe que fueron y son combatidas en muchos países las dominaciones comunitarias
tradicionalistas o modernas, como lo muestra hoy en día el nacionalismo palestino que se
construyó contra la lógica familiar, tribal, que dominaba los sectores tradicionales del
mundo árabe.
¡Qué lejos estamos aquí de la libertad de los antiguos! Hoy en día ya no se trata de
A. Touraine, 11, “Democracia: una idea nueva”. 107
reemplazar una sociedad jerarquizada por una sociedad igualitaria, y ni siquiera el espíritu
comunitario por el espíritu individualista. La democracia fue conquistadora cuando
depositó sus esperanzas en la razón y el trabajo para combatir los privilegios y las
tradiciones. Está más inquieta hoy, porque la globalización aplasta la diversidad de las
culturas y de las experiencias personales y porque el ciudadano se transforma en
consumidor. Inquieta, sobre todo, porque sale apenas de un largo período de dominación
de los regímenes totalitarios o autoritarios que imponían su poder absoluto en nombre de
una revolución popular y porque, en la actualidad, en el interior mismo de las sociedades
que están protegidas de la arbitrariedad, se ejercen fuerzas que destruyen la democracia. La
opinión pública puede transformarse en consumo de programas y la defensa del individuo
puede degradarse en particularismos, sectas o incluso en obsesión por la identidad personal
o colectiva. La separación creciente del mundo de los objetos y el mundo de la cultura hace
desaparecer al sujeto que se define por la producción de sentido a partir de la actividad, por
la transformación de una situación en acción y en producción de sí mismo. La democracia
no es la sumisión del individuo al bien común; al contrario, pone las instituciones al
servicio de la libertad y la responsabilidad personales. Pero nos cuesta percibir el espacio
del sujeto entre las masas que lo enmarcan y amenazan con aplastarlo: las pertenencias so-
ciales y culturales, de un lado; el mercado o los sistemas técnicos, del otro. La crisis de la
modernidad proviene del hecho de que ya no nos sentimos dueños del mundo que hemos
construido: éste nos impone su lógica, la de la ganancia o la del poderío, de modo que, para
resistirnos a él, debemos recurrir a lo que tenemos de menos moderno, lo más ligado a una
historia y una comunidad. Es verdaderamente así como vivimos, agradablemente en los
países ricos, dramáticamente en los países pobres. En los primeros, nuestra vida pública
nos hace participar en el mundo instrumental, pero podemos conservar un espacio privado,
repleto de recuerdos y emociones, de narcisismo o de repliegue sobre un grupo restringido.
En los segundos, una comunidad se moviliza contra una modernización que destruye las
formas tradicionales de vida y hace triunfar los intereses y las costumbres de los ex-
tranjeros. Tanto en uno como en otro caso, la democracia pierde sus fuerzas; es
reemplazada por un mercado político abierto, en los casos más favorables, o por un
conflicto total entre dos culturas, en el caso del enfrentamiento más destructivo.
La democracia y la justicia
Yo concedo, al contrario, cierto privilegio a los dos términos que esta concepción liberal
y funcionalista deja a un lado, el sujeto y las relaciones sociales de dominación, que están
tan estrechamente ligados uno al otro como lo están el individuo y el sistema en la otra
concepción. Es a causa de que la sociedad está dominada por poderes que la acción
democrática consiste ante todo en oponer, a unas prácticas y unas reglas institucionales que
sirven en gran medida a la protección del poder de los dominadores, una voluntad colectiva
y personal de liberación, que es muy otra cosa que la búsqueda racional del interés, que
trastorna el orden, derriba las garantías institucionales de la dominación y recurre también
a unos valores culturales universales contra un poder al que acusa de estar al servicio de in-
tereses particulares.
A. Touraine, 11, “Democracia: una idea nueva”. 109
La sociedad de masas
verdad que esta concepción es atractiva, ya que esta sociedad de consumo está más
diversificada y menos normalizada que cualquier otra y, sobre todo, es más tolerante.
Reprime cada vez menos las formas de sexualidad consideradas como desviadas, porque
vacía de su sentido la idea misma de desviación y reemplaza la norma social por la
autenticidad personal; está prohibido prohibir, proclamaba un slogan célebre en mayo de
1968. No es una sociedad revolucionaria sino una economía de mercado la que más respeta
este espíritu de tolerancia.
Pero, ¿hay que contentarse con este elogio de la sociedad de masas y remitirse a la
relación entre la oferta y la demanda para asegurar la mayor libertad posible? El vacío
político e ideológico, ¿no beneficia al consumo más inmediato, el más desnudo de
reflexión? ¿ Y puede llamarse libertad al olvido de todo lo que no provoca la satisfacción
directa de una necesidad? Por otra parte, es una ilusión creer que la sociedad de masas
produce una sociedad de consumidores individualizados. Como lo demostró en especial
Michel Maffesoli, allí donde se temía una sociedad atomizada y anómica, que impulsara el
individualismo hasta el aislamiento y la ausencia de todo control social, se ven aparecer
"tribus". La sociedad se fragmenta y los actores, que dejan de definirse por unos objetivos
económicos y unas relaciones sociales, lo hacen por su herencia cultural y sus grupos de
pertenencia. Las comunidades vuelven a formarse sobre las ruinas de la sociedad y sobre
todo del orden político.
leerse un libro sorprendente que acusaba al Pato Donald de ser un agente del imperialismo
americano, acusación que habría podido dirigirse contra las fábulas de La Fontaine o
Florian que vehiculizaban el imperialismo francés y los cuentos de Grimm que difundían el
pangermanismo!
Ante todo, es preciso salir de estos debates que perdieron todo sentido en un mundo
"moderno", definido por su acción y ya no por su conformidad con unos modelos
trascendentes. Pero no para adoptar la idea inversa de que estos medios no hacen más que
responder a la demanda, idea vacía de sentido, ya que la reflexión comienza con las
preguntas que se refieren a esta demanda, su formación, su definición misma, porque en
general se llama así la respuesta, positiva o negativa, a una oferta, dado que el espectador
escoge entre los programas que se le ofrecen, en una sociedad que tiene en sí misma cierta
organización y que produce cierta imagen de sí.
Es preciso reemplazar la oposición entre alta cultura y cultura popular por la que opone
dos lógicas de acción. La primera es la del consumo; da preferencia al objeto, material o
cultural, que aporta la respuesta más directa a una demanda o a una reacción
preestablecidas, por ejemplo la imagen que provoca una emoción porque aporta una visión
clara, evidente, del bien o, más frecuentemente, del mal. Ésta actúa como las represen-
taciones del infierno en los tímpanos de las catedrales. La otra es la de la producción de las
actitudes: incita al juicio, a la información, al cambio o al fortalecimiento de una opinión o
una actitud anteriores. Los estudios sobre la televisión muestran que el público no es una
masa que recibe un programa sino un conjunto de individuos o de categorías que se sirven
de imágenes y textos para construir unas representaciones y unas actitudes que van del
puro consumo a la reacción activa o la participación crítica. Así como, en el comercio, la
oferta y la demanda no se corresponden, pues el vendedor quiere lograr un beneficio y el
comprador quiere adquirir a menudo un símbolo antes que un bien, en la comunicación de
masas existen dos lógicas que pueden no tener casi ningún punto en común. Los respon-
sables de cadenas y programas piensan la mayoría de las veces en términos financieros
cuando dependen de la publicidad, mientras que los telespectadores reaccionan mucho
menos como público que en función de sus preocupaciones personales. El ejemplo más
simple es el de las informaciones, función principal de la televisión en la hora actual, que
permite a las cadenas exigir tarifas publicitarias muy elevadas. Nadie imagina que unas
informaciones orientadas hacia la publicidad misma Obtendría una mejor difusión. Al
contrario, la información televisada debe implicar pocos juicios, salvo morales, a fin de ser
aceptable para todos los sectores de la población. Entre la lógica del consumo y la de la
producción, entre las conductas de los espectadores y las estrategias de formación de la
opinión pública, existe tanta oposición pero también tanta complementariedad como las
que hay entre la función del empresario capitalista y la del asalariado en la sociedad
industrial. A imagen de lo que fue el derecho social, el papel del Estado o de organismos
independientes es proteger las demandas virtuales de los telespectadores contra el poder
concentrado de los distribuidores de productos de consumo.
difusión de objetos, pero que empuja a la oscuridad las elecciones políticas. Todo ocurre
como si una sociedad, cuando se concibe a sí misma como una sociedad de consumo,
dedicara la mayor y más constante atención a sus actividades menos importantes, incluidas
las económicas. En la televisión se habla con mucha más frecuencia de detergente s o
pastas alimenticias que de escuelas, hospitales o personas dependientes, lo que provoca el
retroceso de los debates políticos. El desarrollo del mercado tiene efectos muy positivos, a
la vez porque permite la satisfacción de demandas diversificadas y cambiantes y porque
limita el poder de un Estado siempre tentado de controlar el conjunto de la vida social.
Pero la sociedad de consumo no es sino una representación, una construcción particular de
la vida social, que da prioridad a la producción y al consumo de bienes mercantiles sobre
las formas de organización social, las políticas, las inversiones, a través de las cuales son
puestos en acción los principales recursos sociales. Éstos, sin embargo, responden a las
demandas más importantes y ponen en juego los principios más importantes, como la
igualdad ante la instrucción y la atención médica, la solidaridad para con los más
desamparados, el respeto a la persona humana, la acogida de los inmigrantes, etc. Lo que
conduce a definir la democracia, no por oposición a la sociedad de masas, sino como un
esfuerzo para elevarse del consumo individual de bienes mercantiles a unas elecciones
sociales que cuestionan relaciones de poder y principios éticos. Cuanto más se opera este
ascenso, más se manifiesta, por encima del individuo consumidor, en primer lugar el
ciudadano, es decir el miembro de una sociedad política que delibera sobre el empleo de
sus recursos y sobre sus principios de acción, luego el sujeto, es decir la capacidad y la
voluntad del individuo de ser un actor, de controlar su medio ambiente, de extender su
zona de libertad y responsabilidad. Una sociedad de masas no es por sí misma
antidemocrática; al contrario, destruye las barreras culturales y sociales que son otros
tantos obstáculos a la democracia; pero no es sino el nivel más bajo de funcionamiento de
una sociedad moderna y, si ésta se limita a ese nivel, reduce su propia capacidad de
elección, de debate y de desarrollo y da así la espalda a la democracia, que no puede
reducirse a la tolerancia pura, como ya lo había afirmado Herbert Marcuse. ¿Cómo se
produce este ascenso?
que las formas antiguas del racionalismo con una representación plural de la vida social,
que combine integración y diferenciación.
Llamo democrática a la sociedad que asocia la mayor diversidad cultural posible al uso
más extendido posible de la razón. Sobre todo, no recurramos a una revancha de la
afectividad sobre la razón, de la tradición sobre la modernidad o del equilibrio sobre el
cambio. Procuremos combinar y no oponer o escoger. Puesto que todo rumbo de
separación resulta en el fortalecimiento de las relaciones de dominación y exclusión. La
decadencia de la política y el estallido de la personalidad acompañan a una separación
creciente de los mercados mundiales y las identidades particulares. ¡Qué ciegamente
optimistas, víctimas de su sociocentrismo, son aquellos que, como Francis Fukuyama, ven
al mundo avanzar hacia su unificación y el fin de la Historia debido al triunfo de la
economía de mercado, la democracia liberal, la secularización y la tolerancia! Como el
sistema soviético se derrumbó, creen que la cultura y la sociedad americanas se convertirán
en el modelo universal. Nada es más falso. La globalización triunfante se acompaña con
una segmentación acelerada. En todas partes las identidades inquietas se encierran en sí
mismas y las formas más comunitarias de nacionalismo y de vida religiosa se atrincheran
para oponer resistencia a la invasión de tecnologías y formas de consumo provenientes del
centro hegemónico, o para utilizadas en provecho de la fortaleza de los poderes políticos
que se constituyen para defenderlas. El integrismo está en todos lados, en el
multiculturalismo radical como en las sectas de Occidente, en los fundamentalismos
religiosos cristiano, islámico, judío o hinduista de diversas partes del mundo. Y nada
autoriza a llamar democrático al triunfo del mercado que, como hoy en China, mañana en
Cuba o Vietnam o ayer en el Chile de Pinochet, puede combinarse fácilmente con un
régimen autoritario. Entre estas dos formas políticas opuestas, la hegemonía conquistadora
y los integrismos cerrados sobre sí mismos, la democracia fundada en la voluntad de
existencia del sujeto y en la defensa de la libertad personal y colectiva parece débil.
La unidad y la diferencia
Habíamos comenzado por hacer tabla rasa con el mundo pasado; procuramos hoy poner
en nuestra mesa lo nuevo y lo viejo, la técnica y la emoción, la impersonalidad de las leyes
y la individualización de las penas. La democracia es la expresión política de este
reencantamiento del mundo. Puesto que el libre debate de las ideas y el conflicto de valores
sobre el cual descansa son manifestaciones de este retorno de lo reprimido. La modernidad
fue autoritaria y represiva. Una elite dirigente tomó el poder diciéndose racionalista; a
veces fue la burguesía, otras la corte de un príncipe, más recientemente el comité central
de un partido político. Pero desde hace tiempo se oponen dos corrientes: la primera ahonda
el lecho estrecho y profundo de la modernización técnica y destruye o reprime cada vez
más lo que es calificado como arcaico en nombre del progreso, la comunicación y el
consumo; la segunda, al contrario, rechaza la idea de un mundo racionalizado. Seymour
Papert demostró de qué manera eran necesarios la intuición e incluso los deseos para hacer
que el niño pasara de uno de los niveles de formalización definidos por Piaget al nivel
superior. De la misma manera, hemos aprendido a la vez que es con lo viejo como se hace
lo nuevo y con la libertad como se crean la organización y la eficacia.
Búsqueda tan difícil que debe darse prioridad a la compasión sobre el castigo. Más vale
aligerar la carga que abruma a los más desamparados que proteger aún más a quienes son
favorecidos y se sienten amenazados. La democracia se juzga a menudo en su capacidad de
decidir contra el deseo de la mayoría. Lo hemos visto en relación con la pena de muerte,
que fue abolida en muchos países, pero con frecuencia en contra del sentimiento
dominante.
La integración democrática
inmigrantes como chivos expiatorios, se escuchan sobre todo elevarse las protestas de un
republicanismo igualitario, muy respetable y generoso pero que contiene también
elementos de rechazo, porque en nombre de su universalismo se ve llevado a condenar
todo apego a prácticas y creencias tradicionales. Es por los mismos motivos que en Egipto,
los nacionalistas modernizadores y luego marxistas trataron durante mucho tiempo con ig-
norancia o desprecio a los movimientos islámicos que, sin embargo, ya eran importantes.
Ecología y democracia
en efecto hay que condenar pero que no es el único sentido posible de la apelación a la
comunidad contra un cambio social no controlado y que es vivido como una agresión
exterior más que como una liberación.
La importancia del movimiento ecologista proviene de que elevó el conflicto social del
nivel de la utilización de las orientaciones y los recursos culturales al de estas mismas
orientaciones culturales. Más allá del capitalismo o de la burocracia, es el productivismo el
atacado por un movimiento que ensancha mucho el campo de la acción democrática. Es
también el primer movimiento social y cultural de alcance general en el cual las mujeres
desempeñan un papel importante, a menudo predominante. Por último, ¿no es la ecología
política la que logró, aunque aún débilmente, restablecer el vínculo roto entre los agentes
políticos y los actores sociales; la que reintrodujo en el sistema político las esperanzas y los
temores de una sociedad extendida a las dimensiones de la comunidad humana? Aun
cuando los partidos ecologistas conocieron muy rápidamente crisis y derrotas, los temas
que defienden se expandieron por el espacio público y a menudo ocuparon, sobre todo en
la izquierda, el lugar de los introducidos por la sociedad industrial, que perdieron su
capacidad de movilización de acciones colectivas. Luc Ferry denunció con razón las
orientaciones antidemocráticas de ciertos aspectos de la Jeep ecology; pero muchas
tendencias de la acción ecologista convergen en el ataque contra las lógicas dominantes de
la técnica y el mercado, y la ecología política se asocia con facilidad a la defensa de
minorías étnicas, nacionales o sexuales, y por lo tanto al respeto por la diversidad cultural
tanto como al de las especies animales y vegetales.
Es preciso dar a la educación dos metas de igual importancia: por un lado, la formación
de la razón y la capacidad de acción racional; por el otro, el desarrollo de la creatividad
personal y del reconocimiento del otro como sujeto. El primer objetivo es el más cercano a
los ideales anteriores y debe ser protegido: el conocimiento debe permanecer en el corazón
de la educación y nada es más irrisorio Y nefasto que un programa que dé preferencia ya
sea a la socialización por el grupo de los pares, de los compañeros, ya a la respuesta a las
necesidades de la economía. Así como hay que rechazar una concepción puramente
raciona lista del hombre y la sociedad, del mismo modo debemos oponemos a toda
desvalorización de la razón. La lucha sin fin contra la alianza de la razón y el poder quiere
en primer lugar salvar a la razón y preparar su alianza con la libertad. El segundo objetivo
es en efecto el aprendizaje de la libertad. Pasa a la vez por el espíritu crítico y la
innovación Y por la conciencia de su propia particularidad, hecha tanto de sexualidad
como de memoria histórica; esto debe resultar en el conocimiento-reconocimiento de los
otros, individuos y colectividades, en cuanto sujetos. Es por eso que la educación, en el
nivel de los programas, debe asignarse tres grandes objetivos: el ejercicio del pensamiento
científico, la expresión personal y el reconocimiento del otro, es decir la apertura a culturas
y sociedades distantes de la nuestra en el tiempo o en el espacio, para encontrar en ellas
inspiraciones creadoras, que yo llamo su historicidad, su creación de sí mismas a través de
unos modelos de conocimiento, de acción económica y de moralidad.
Pero los programas no bastan para definir una concepción de la educación. Es preciso
añadirles, e incluso poner en el primer plano, la relación pedagógica. Es una nueva
A. Touraine, 11, “Democracia: una idea nueva”. 121
La escuela debe ser cultural y socialmente heterogénea. Hace unos años, en Francia, un
incidente aparentemente menor, la voluntad de tres muchachas de conservar su velo
islámico en el colegio y la negativa del director -hoy diputado- a tolerar ese signo de su
pertenencia religiosa, provocó un ardoroso debate entre quienes se preocupan por la
escuela y quienes quieren defender la laicidad. Finalmente, gracias al Consejo de Estado,
se impuso la tolerancia, pero más recientemente, en otro colegio, unas muchachas en
situación análoga fueron expulsadas. ¿Para qué sirve la escuela si no es capaz de hacer que
niños y niñas formados en medios sociales y culturales diferentes compartan el espíritu
nacional, la tolerancia y la voluntad de libertad? ¿Por qué tendría tan poca confianza en sí
misma como para cerrar las puertas a quienes son diferentes en algo? Hoy es inadmisible
que el Occidente racionalista se considere como propietario del monopolio de la
historicidad y la libertad, con el riesgo de olvidar su propia historia; inaceptable que se
rechace a priori ver al sujeto humano, su creatividad y su libertad, buscar otros caminos de
formación y de expresión; absurdo decir que la religión, en todas sus formas, es enemiga
del progreso y la libertad. No pueden condenarse inteligente y eficazmente las acciones
antidemocráticas realizadas en nombre de una religión, una nación o una clase si no se sabe
reconocer la presencia, en unos movimientos religiosos, nacionales o sociales, de fuerzas
liberadoras, que por otra parte son en general las primeras víctimas de los regímenes auto-
ritarios que es preciso combatir.
Deberíamos saberlo desde hace tiempo: si bien el régimen leninista fue, en su principio
mismo, antidemocrático, se formó a partir de un movimiento obrero y socialista que estaba
cargado de aspiraciones democráticas, y no es una casualidad que la oposición obrera haya
sido la primera víctima de la represión después de la clausura autoritaria de la Duma en la
Unión Soviética. Lo que es verdad en el plano histórico lo es también en el de la vida
individual. El sujeto personal está hecho de libertad y de identidad; el precio de la libertad
no puede ser la renuncia a la identidad. Es por la misma razón que hay que reconocer a la
familia un papel esencial en la formación del espíritu democrático. El pensamiento
"progresista" criticó a la familia y, en especial, a las mujeres en cuanto agentes de
transmisión de los controles sociales y culturales, en nombre de un necesario apartamiento
de todos los particularismos y de la formación de ciudadanos racionales y responsables. Si
este ideal alcanzó su nivel más elevado en los kibutz israelíes, es porque la apuesta era la
creación de una nación al mismo tiempo que la de una economía y una lengua. En ese
nivel, el espíritu republicano está cerca de lo que puede ser el espíritu democrático en las
situaciones de dependencia y de combate por una liberación. Pero cuanto más débil es el
obstáculo exterior, y en especial cuanto más endógeno es el desarrollo, más debe
reconocerse al individuo como un sujeto susceptible de ser actor del cambio social, agente
de crítica e innovación y no como un soldado movilizado en una obra colectiva de defensa
A. Touraine, 11, “Democracia: una idea nueva”. 122
o liberación. ¡Hay que dejar de considerar como tradicional el papel de los padres junto a
los hijos y como "moderna" su ausencia cada vez más prolongada! La oposición de la vida
pública, abierta y gratificante, y la vida privada, monótona y aislada, debe ser superada.
Para que haya integración, es preciso que un sujeto, personal o colectivo, pueda modificar
un conjunto social o cultural, lo que significa que se haga hincapié sobre la identidad tanto
como sobre la participación. Hoy en día, en la sociedad de masas, no se habla más que de
participación, pero ésta significa más bien la disolución en la muchedumbre, a la que
David Riesman definió como solitaria. Es preciso combinar, en vez de oponerlos, el
objetivo de integración con el de proyecto personal o identidad. Es preciso que alguien se
integre a algo, a un conjunto de personas y de técnicas. ¿Cómo va a existir ese alguien si
no dispone de un espacio privado, que la familia, el grupo nacional, étnico o religioso
constituyen o protegen?
El Uno desaparecido
Pero yo no soy de aquellos que llevan esta argumentación hasta el extremo y hacen de la
autonomía de los subsistemas el principio constitutivo de las sociedades modernas, pues la
coordinación de esos subsistemas sólo puede ser asegurada entonces por la búsqueda
racional del interés, lo cual es la concepción de los liberales. La desaparición del Uno es
simplemente una precondición de la modernidad y en particular de la democracia, la
eliminación del obstáculo fundamental a la democratización. Una vez que esta pretensión
al control general y a la homogeneización de la sociedad ha sido descartada, se debe, al
contrario, reconstruir el campo político, lo que se hizo al principio colocando las luchas
obreras, las leyes sobre el trabajo y las negociaciones colectivas en el centro de la vida
política. Es en un espíritu análogo, pero después de haber descartado el recurso a un
sentido de la historia que en último análisis legitimaba la acción de la clase obrera y de su
vanguardia, que opongo la lógica del sujeto a la lógica del sistema o, en una formulación
que hoy me parece más exacta, que defino al sujeto como un esfuerzo de integración de la
racionalidad y las identidades gracias a la libertad creadora, en oposición, a la vez, al
encierro comunitario y la ley de la ganancia.
tensiones y negociaciones entre la unidad del Estado y la pluralidad de los actores sociales.
Las tensiones son necesarias, no sólo para impedir la burocratización y la militarización de
la sociedad, sino igualmente para impedir su dualización entre una vida pública
centralizada y una vida privada atomizada.
En estas postrimerías del siglo xx, en los países industriales y ricos, el peligro principal
es que la democracia se degrade en un mercado político en el cual los consumidores
busquen los productos que les convienen. Una situación tal no es democrática, porque está
dominada por un sistema de ofertas que se disfrazan de demandas sociales. Aun cuando
hoy las políticas sociales nacidas de la sociedad industrial ya no tienen, con respecto a la
transformación de la sociedad, el sentido que tuvieron hace medio siglo, en el momento de
la creación del Welfare State, la democracia sigue estrechamente ligada a la defensa de
esas intervenciones públicas que combatieron la desigualdad social y sobre todo la puesta
al margen de la sociedad, en la miseria y la soledad, de quienes eran golpeados por la
enfermedad, los accidentes, la desocupación, la vejez y las discapacidades. La lógica de la
demanda mercantil no asegura en modo alguno el reconocimiento del otro. No hay
democracia del laisser-faire; toda democracia es voluntarista. Ya fue dicho cuando se
trataba de combatir la concentración de un poder no controlado; es preciso decido con la
misma fuerza contra el aparente triunfo de la vida privada, si ésta se reduce a la
adquisición de bienes disponibles en el mercado o, de manera inversa, a la gestión de una
herencia cultural. El papel de las instituciones sociales es estimular conjuntamente dos
órdenes de conducta: la acción personal libre y el reconocimiento del otro, ya esté éste
lejos o cerca en el espacio y en el tiempo. Tales son los dos principios fundamentales y
complementarios de la cultura democrática. Ésta descansa sobre la creencia en la
capacidad privada de los individuos y los grupos de "hacer su vida", pero igualmente sobre
el reconocimiento del derecho de los demás a crear y controlar su propia existencia. Estos
dos principios no son paralelos: el primero gobierna al segundo. No se trata de reconocer al
otro en su diferencia, pues esto conduce más a menudo a la indiferencia o a la segregación
que a la comunicación, sino como sujeto, como individuo que procura ser actor y oponer
resistencia a las fuerzas que gobiernan ya sea el mercado, ya la organización administra-
tiva. El pasaje del individuo consumidor al individuo sujeto no se opera mediante la simple
reflexión o por la difusión de ideas. Sólo se opera por la democracia, por el debate
institucional abierto, por el espacio dado a la palabra, en particular a la de los grupos más
desfavorecidos, ya que los propietarios del poder y el dinero se expresan con más eficacia a
través de los mecanismos económicos, administrativos o mediáticos que comandan que
bajo la forma del discurso o la protesta.
El espacio público
dustrial se agotaron y los nuevos movimientos sociales se forman con tanta lentitud y
dificultad como el movimiento obrero en el siglo XIX. Lo que hace convincente la defensa,
expuesta por Dominique Wolton, de la televisión del gran público, es que poner como
blanco de los programas a los niños, las personas de nivel cultural elevado o las
comunidades religiosas, nacionales o regionales, empobrece el espacio público. Es
necesario lamentar la mediocridad a la vez técnica y cultural de muchos de los programas
para el gran público, pero es más útil aún recordar que es a éste a quien se dirigen los
debates televisivos más importantes, aquellos que se refieren a la desigualdad, la exclusión,
la segregación, la desocupación, la sexualidad, el envejecimiento o la educación, y que los
programas llamados culturales, que proponen el consumo de obras de alto nivelo permiten
a unos especialistas hacer valer sus conocimientos, no siempre abren los medios a la
creación y no siempre favorecen actitudes y comportamientos más abiertos a la diversidad
y la innovación.
La cultura democrática no puede existir sin una reconstrucción del espacio político y sin
un retorno al debate político. Acabamos de asistir al derrumbe de toda una generación de
Estados voluntaristas, de los cuales no todos eran totalitarios, en especial en América
Latina y la India. Sobre las ruinas del comunismo, del nacionalismo, del populismo, vemos
triunfar ora el caos, ora una confianza extrema en la economía de mercado como único
instrumento de reconstrucción de una sociedad democrática. Los hombres ya no tienen
confianza en su capacidad de hacer la Historia y se repliegan en sus deseos, su identidad o
en sueños de una sociedad utópica. Ahora bien, no hay democracia sin voluntad del mayor
número de personas de ejercer el poder, al menos indirectamente, de hacerse escuchar y de
ser parte interviniente en las decisiones que afectan su vida. Es por eso que no puede se-
pararse la cultura democrática de la conciencia política que, más que una conciencia de
ciudadanía, es una exigencia de responsabilidad, aun cuando ésta ya no asuma las formas
que tenía en las sociedades políticas de escasa dimensión y poco complejas. Lo que
alimenta la conciencia democrática es, hoy más que ayer, el reconocimiento de la
diversidad de los intereses, las opiniones y las conductas, y por consiguiente la voluntad de
crear la mayor diversidad posible en una sociedad que también debe alcanzar un nivel cada
vez más alto de integración interna y de competitividad internacional. Si coloqué en el
centro de esta reflexión la idea de cultura democrática, más allá de una definición pura
mente institucional o moral de la libertad política, no fue para aumentar la distancia entre
la cultura y las instituciones, la vida privada y la vida pública, sino, al contrario, para
acercarlas, para mostrar su interdependencia. Si la democracia supone el reconocimiento
del otro como sujeto, la cultura democrática es la que señala a las instituciones políticas
como lugar principal de este reconocimiento del otro.