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Un cuento de Hermann Hesse:

“El lobo” [Der Wolf]


Carlos Javier González Serrano / 11 marzo, 2018

Además de mostrarse tan sensible


como competente en su faceta
poética y de haber escrito algunas de
las más célebres novelas del siglo XX
(El lobo estepario, El juego de los
abalorios, Siddharta,
Demian), Hermann Hesse fue
también un prolífico autor de
relatos breves en los que muestra
de manera condensada su
pensamiento y la raigambre
estético-filosófica de sus
reflexiones sobre el ser humano, la
naturaleza o el arte. En ellos también
traslucen diversos datos
autobiográficos que ayudan al lector
a situar y valorar las plurales y ricas
inquietudes de este influyente
creador literario.

Y es que, a juicio de Hesse, no es en los libros donde ha de buscarse el meollo


de la realidad, donde han de escrutarse los arcanos más enigmáticos del
universo, sino en la acción, en la vida misma: en el sucio y a la vez
hermoso acontecer de mundo. Así, en uno de estos relatos (“Karl Eugen
Eiselein”), el personaje asegura que “sintió amargamente que nacía en él un
leve presentimiento de que todos aquellos hermosos libros no eran quizá más
que libros, no eran más que un lujo para gentes felices, ricas y satisfechas”, lo
que acababa por crear “seres olímpicos sentados ante mesas de oro, a los que
no llega el menor ruido de abajo, de la confusión de lo humano”.

A continuación publicamos uno de los más concentrados cuentecitos de


Hesse (en traducción de Carlos Javier González Serrano), escrito en 1903 –el
autor no llegaba a la treintena–, en el que los contrastes son los protagonistas
(muerte-vida, belleza-averración, sublimidad-materialidad, comienzo-fin,
humanidad-bestialidad, blancura-oscuridad, etc.) y de elocuente título: “El
lobo”. Es sabido que este animal fue muy importante en la carrera literaria
de Hesse (uno de sus poemas más reconocidos lleva por título “El lobo
estepario”, al igual que su más conocida novela de 1927). El lobo es la
representación de todas esas contradicciones, el campo de batalla en el que se
da la encarnizada lucha entre todas ellas.

En este cuento cobramos conciencia de “lo cerca que están siempre de la


destrucción todas las criaturas, tanto los animales como las personas, y el
hecho de que, en este mundo, no podemos saber ni prever otra cosa más que
la seguridad de nuestra muerte” (fragmento de “El enano”, otro de los relatos
de Hesse): que, en definitiva, toda vida se asemeja a una “mala comedia”. Por
otro lado, Hesse reivindica la importancia, e incluso sacralidad, de toda
existencia, sea o no humana. El oscuro e inexorable destino se cierne
sobre toda vida, sin excepción, y la humanidad no merece privilegio
alguno, aunque sí es presa de una honda responsabilidad: estar a la altura de
su racionalidad, la cual, sin embargo, y como se deja ver en “El lobo”, se
convierte muy a menudo en crueldad sin escrúpulos. Una crueldad que
impide observar la realidad con mirada estética, como ojo eterno del mundo
–en expresión schopenhaueriana–. Toda la literatura de Hermann Hesse no
es sino una invitación a participar de esta excepcional capacidad: en Hesse, la
estética reclama una ética a su altura.

Nunca en las montañas francesas hubo antes un invierno tan


terriblemente largo y frío. Desde hacía semanas, el aire era limpio, seco y
gélido. Durante el día, los grandes e inclinados glaciares se extendían,
interminables y en un blanco mate, bajo un cielo de un azul cegador;
durante la noche, la luna, pequeña y clara, se deslizaba sobre ellos, una
luna furiosa de brillo amarillento cuya luz, intensa, se tornaba azul y opaca
sobre la nieve y aparecía como símbolo de la helada. Las gentes evitaban
transitar los caminos, especialmente las cumbres, y permanecían,
indolentes y maldiciendo, sentados en las cabañas de sus aldeas, cuyas
rojizas ventanas brillaban de manera opaca y humeante en la noche, hasta
extinguirse pronto, bajo la luz azulada de la luna.

Eran tiempos difíciles para los animales de la zona. Los más pequeños
morían de frío en gran cantidad, al igual que los pájaros sucumbían
víctimas de la helada, cuyos flacos cadáveres servían como botín a los
azores y los lobos. Pero incluso éstos pasaban enormes penalidades a
causa del frío y el hambre. Sólo unas cuantas familias de lobos habitaban
el lugar, y la necesidad los obligó a estrechar los vínculos. Pasaron días
caminando solos. Aquí y allí uno u otro avanzaba por la nieve, delgado,
hambriento y vigilante, silencioso y medroso como un fantasma. Su enjuta
sombra se deslizaba a su lado por la nevada superficie. Husmeando,
alargaba al viento su puntiagudo hocico, y de vez en cuando se escuchaba
su aullido, árido y atribulado. Por la noche, sin embargo, todos se
juntaban y rodeaban las aldeas con broncos aullidos. Allí, el ganado y las
aves de corral estaban bien guarecidas, y tras los sólidos postigos había
fusiles apoyados. Rara vez obtenían una pequeña presa, como un perro, y
dos miembros de la manada habían sido ya abatidos.

La helada persistía. A menudo, los lobos permanecían juntos,


meditabundos y en silencio, dándose calor entre sí, y acechaban, con
ansiedad, aquel terreno sin vida, hasta que alguno, torturado por las
crueles punzadas del hambre, se levantaba de pronto con tremendos
rugidos. Entonces, los demás volvían sus hocicos hacia él y estallaban, al
unísono, en un terrible alarido, tan amenazante como lúgubre.

Finalmente, la parte más pequeña de la manada decidió echar a andar.


Abandonaron sus cuevas muy temprano, se reunieron y, atemorizados y
agitados, escrutaron el gélido aire. Después trotaron con un ritmo raudo y
uniforme. Los que quedaron retrasados los siguieron con ojos asombrados
y vidriosos, y marcharon tras ellos algunos pasos más atrás, hasta que,
indecisos y perplejos, se detuvieron y, con paso lento, regresaron a sus
vacías guaridas.

Los emigrantes se separaron al


mediodía. Tres de ellos giraron hacia
el este, hacia el Jura suizo; los otros
continuaron hacia el sur. Aquellos
tres eran animales hermosos y
fuertes, pero terriblemente
demacrados. Su pálido y estrecho
vientre era fino como un cinturón,
en el pecho las costillas sobresalían
miserablemente, sus bocas estaban
secas y los ojos permanecían
abiertos de par en par,
desesperados. Los tres llegaron
juntos al Jura, al segundo día
cazaron una oveja, al tercero un
perro y un potro, y fueron
perseguidos por doquier y furiosamente por los campesinos de la región.
Por aquella zona, rica en pueblecitos y ciudadelas, se extendieron el terror
y el miedo a causa de los desconocidos intrusos. Los trineos del correo
fueron armados, nadie podía ir de un pueblo a otro sin un fusil. En esta
desconocida región, y tras un botín tan provechoso, los tres animales se
sentían a la vez asustados y cómodos; se volvieron más audaces que nunca
y asaltaron en pleno día el granero de una hacienda. Mugidos de vacas,
crujidos de maderas astilladas, ruidos de cascos de caballos y jadeos
anhelantes llenaron el espacio cálido y estrecho. Pero en esta ocasión hubo
gente que irrumpió. Se puso precio a los lobos, lo que duplicó el coraje de
los campesinos. Dos de ellos cayeron: uno de un escopetazo en el cuello; el
otro fue asesinado a hachazos. El tercero escapó y corrió hasta caer medio
muerto en la nieve. Era el más joven y hermoso de los lobos, un orgulloso
animal de poderosa fuerza y estilizadas formas. Yació jadeando durante
mucho tiempo. Círculos de un rojo sangriento se arremolinaban ante sus
ojos, y en ocasiones emitía un gemido silbante y doloroso. Uno de los
hachazos le había alcanzado el lomo. Pero se recuperó y pudo levantarse
nuevamente. Sólo ahora comprendía lo lejos que había llegado. Por
ninguna parte se divisaban personas o casas. Muy cerca se alzaba una
enorme y nevada montaña. Era el Chasseral. Decidió rodearla. Acosado
por la sed, comió pequeños bocados de la congelada y dura corteza del
suelo nevado.

Al otro lado de la montaña se topó pronto con una aldea. Caía la noche.
Esperó en un denso bosque de abetos. Después se deslizó cautelosamente
a lo largo de las verjas del jardín, siguiendo el olor de los cálidos establos.
No había un alma en la calle. Tímido y codicioso, jugueteaba entre las
casas. Hubo entonces un disparo. Levantó la cabeza y comenzó a correr
cuando sonó un segundo disparo. Le había alcanzado. Su abdomen
blanquecino estaba manchado de sangre en el costado, del que manaban
gruesas y persistentes gotas. Sin embargo, logró escapar con grandes
zancadas y alcanzar el bosque al otro lado de la montaña. Allí esperó unos
instantes, al acecho, y oyó voces y pasos que se acercaban por ambos
flancos. Presa del miedo, observó la montaña. Era abrupta, boscosa y de
difícil ascenso. No había otra opción. Con aliento jadeante trepó por la
escarpada superficie montañosa, mientras abajo un remolino de
maldiciones, órdenes y luces de linterna se extendía a lo largo de la loma.
Tembloroso, el lobo herido avanzó por el bosque de abetos, casi en la
oscuridad, mientras la parduzca sangre fluía desde su costado.

El frío había amainado. Al oeste, el cielo se presentaba brumoso y parecía


anunciar nevadas.
Al fin, el exhausto animal alcanzó la cumbre. Ahora se encontraba en un
gran campo de nieve ligeramente inclinado, cerca del Mont Crosin, muy
por encima del pueblo del que había escapado. No tenía hambre, pero sí
sentía un dolor sombrío y persistente que provenía de la herida. Un
ladrido débil y enfermo salió de su descolgadas fauces, su corazón latía
forzosa y dolorosamente y sentía cómo la mano de la muerte le presionaba
como una carga indescriptiblemente pesada. Se sintió atraído por un abeto
de denso ramaje apartado de los demás. Allí se sentó y dirigió una
medrosa mirada a la terrible nevada. Así pasó media hora. Cayó entonces
una luz rojiza y opaca sobre la nieve, extraña y suave. El lobo se levantó,
gimiendo, y giró su hermosa cabeza hacia la luz. Era la luna, que se alzaba
por el sureste majestuosa y roja como la sangre, mientras ascendía
lentamente en el cielo oscuro. Hacía muchas semanas que no se mostraba
tan enorme y roja. Los ojos del moribundo animal se clavaron tristemente
en el disco lunar, y de nuevo un débil y doliente aullido, apenas sin fuerza,
se escuchó en la noche.

Se aproximaron luces y pasos. Campesinos con gruesos abrigos, cazadores


y muchachos con gorras de piel y polainas caminaban torpe y
penosamente a través de la nieve. Resonaron gritos de alegría. Habían
descubierto al agonizante lobo, al que dispararon dos tiros que no dieron
en el blanco. Al ver que estaba muriendo, cayeron sobre él con palos y
garrotes. Pero el lobo ya no sentía nada.

Con las extremidades destrozadas, lo bajaron a rastras hasta St. Immer.


Reían y se jactaban mientras pensaban en el aguardiente y el café,
cantaban y maldecían. Ninguno veía la belleza del bosque cubierto de
nieve, ni el esplendor de aquellas cumbres, ni la luna roja que pendía
sobre el Chasseral, y cuya tenue luz se reflejaba en los cañones de sus
armas, en los cristales de la nieve y en los afligidos ojos del exánime lobo.

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