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LA PRINCESITA
Erase una vez una linda princesita que nació perfecta y libre como todo niño, pero años después murió su
madre su papa un año después volvió a casarse la madrastra sintió celos del amor que su esposo le tenía a
la niña y se las arreglo para enviarla prisionera a un lejano castillo abandonado llamado el castillo del miedo,
su padre creía que ella estaba muy lejos donde una tía, la niña fue creciendo y ya hecha mujer se había
acostumbrado tanto al miedo que era presa de el y no del castillo que con los años sus rejas enmohecidas
habían caído, pero ella no se atrevía a salir de ahí veía un lindo día sentía deseos de correr a un riachuelo
que escuchaba a lo lejos pero todo se quedaba en el intento, el miedo era tanto que la paralizaba y así fueron
pasando los años ella no perdía su belleza, un buen día un príncipe se acerco al castillo al verla se enamoro
de la dulzura de su rostro y la ternura que le provocaba, intento a cercarse a ella pero ella solo se retiraba al
lugar más oscuro y ahí se quedaba, el seguía insistiendo día a día la visitaba le llevaba una flor que ella
disfrutaba de su aroma y con los días empezó a enamorarse de este príncipe y empezó a soñar con vivir junto
a él y ser la feliz a su lado, el príncipe muy feliz vino cierto día para llevársela a su castillo, pero ella con
lagrimas en los ojos le dijo vete he vivido
muchos años con miedo que ahora hace parte
de mi… tu me enseñaste que podía ser feliz
pero hoy elijo mi tristeza y mi soledad en esta
castillo que se robo mi vida déjame seguir aquí,
márchate no quiero volver a verte el príncipe
muy acongojado respeto su voluntad y jamás
volvió y así aquella princesita decidió ser
consumida por el castillo del miedo no se atrevió
a ser feliz.
EL ÁRBOL MÁGICO
Hace mucho mucho tiempo, un niño paseaba por un prado en cuyo centro encontró un árbol con un cartel que
decía: soy un árbol encantado, si dices las palabras mágicas, lo verás.
El niño trató de acertar el hechizo, y probó con abracadabra,
supercalifragilisticoespialidoso, tan-ta-ta-chán, y muchas otras, pero nada.
Rendido, se tiró suplicante, diciendo: "¡¡por favor, arbolito!!", y entonces,
se abrió una gran puerta en el árbol. Todo estaba oscuro, menos un cartel
que decía: "sigue haciendo magia". Entonces el niño dijo "¡¡Gracias,
arbolito!!", y se encendió dentro del árbol una luz que alumbraba un
camino hacia una gran montaña de juguetes y chocolate.
EL COHETE DE PAPEL
Había una vez un niño cuya mayor ilusión era tener un cohete y dispararlo hacia la luna, pero tenía tan poco
dinero que no podía comprar ninguno. Un día, junto a la acera descubrió la caja de uno de sus cohetes
favoritos, pero al abrirla descubrió que sólo contenía un pequeño cohete de papel averiado, resultado de un
error en la fábrica.
El niño se apenó mucho, pero pensando que por fin tenía un cohete,
comenzó a preparar un escenario para lanzarlo. Durante muchos días
recogió papeles de todas las formas y colores, y se dedicó con toda su
alma a dibujar, recortar, pegar y colorear todas las estrellas y planetas
para crear un espacio de papel. Fue un trabajo dificilísimo, pero el
resultado final fue tan magnífico que la pared de su habitación parecía
una ventana abierta al espacio sideral.
Desde entonces el niño disfrutaba cada día jugando con su cohete de
papel, hasta que un compañero visitó su habitación y al ver aquel
espectacular escenario, le propuso cambiárselo por un cohete
auténtico que tenía en casa. Aquello casi le volvió loco de alegría, y
aceptó el cambio encantado.
EL PINGÜINO Y EL CANGURO
Había una vez un canguro que era un auténtico campeón de las carreras, pero al que el éxito había vuelto
vanidoso, burlón y antipático. La principal víctima de sus burlas era un pequeño pingüino, al que su andar
lento y torpón impedía siquiera acabar las carreras.
Un día el zorro, el encargado de organizarlas, publicó en todas partes que su favorito para la siguiente carrera
era el pobre pingüino. Todos pensaban que era una broma, pero aún así el vanidoso canguro se enfadó
muchísimo, y sus burlas contra el pingüino se intensificaron. Este no quería participar, pero era costumbre que
todos lo hicieran, así que el día de la carrera se unió al grupo que siguió al zorro hasta el lugar de inicio. El
zorro los guió montaña arriba durante un buen rato, siempre con las mofas sobre el pingüino, sobre que si
bajaría rondando o resbalando sobre su barriga...
Pero cuando llegaron a la cima, todos callaron. La cima de la
montaña era un cráter que había rellenado un gran lago. Entonces
el zorro dio la señal de salida diciendo: "La carrera es cruzar hasta
el otro lado". El pingüino, emocionado, corrió torpemente a la orilla,
pero una vez en el agua, su velocidad era insuperable, y ganó con
una gran diferencia, mientras el canguro apenas consiguió llegar a
la otra orilla, lloroso, humillado y medio ahogado. Y aunque parecía
que el pingüino le esperaba para devolverle las burlas, este había
aprendido de su sufrimiento, y en lugar de devolvérselas, se ofreció
a enseñarle a nadar.
Aquel día todos se divirtieron de lo lindo jugando en el lago. Pero el que más lo hizo fue el zorro, que con su
ingenio había conseguido bajarle los humos al vanidoso canguro.
Eduardo y el dragón
Eduardo era el caballero más joven del reino. Aún era un niño, pero era tan valiente e inteligente, que sin
haber llegado a luchar con ninguno, había derrotado a todos sus enemigos. Un día, mientras caminaba por las
montañas, encontró una pequeña cueva, y al adentrarse en ella descubrió que era gigantesca, y que en su
interior había un impresionante castillo, tan grande, que pensó que la montaña era de mentira, y sólo se
trataba de un escondite para el castillo.
Al acercarse, Eduardo oyó algunas voces. Sin dudarlo, saltó los muros del castillo y se acercó al lugar del que
procedían las voces.
-¿hay alguien ahí?- preguntó.
- ¡Socorro! ¡ayúdanos! -respondieron desde dentro-llevamos años encerrados aquí sirviendo al dragón del
castillo.
¿Dragón?, pensó Eduardo, justo antes de que una enorme llamarada estuviera a punto de quemarle vivo.
Entonces, Eduardo dio media vuelta muy tranquilamente, y dirigiéndose al terrible dragón que tenía enfrente,
dijo:
- Está bien, dragón. Te perdono por lo que acabas de hacer. Seguro que no sabías que era yo
El dragón se quedó muy sorprendido con aquellas palabras. No esperaba que nadie se le opusiera, y menos
con tanto descaro.
- ¡Prepárate para luchar, enano!, ¡me da igual quien seas! -- rugió el dragón.
- Espera un momento. Está claro que no sabes quién soy yo. ¡Soy el guardián de la Gran Espada de Cristal!.-
siguió Eduardo, que antes de luchar era capaz de inventar cualquier cosa- Ya sabes que esta espada ha
acabado con decenas de ogros y dragones, y que si la desenvaino volará directamente a tu cuello para darte
muerte.
Al dragón no le sonaba tal espada, pero se asustó. No le gustaba nada aquello de que le pudieran cortar el
cuello. Eduardo siguió hablando.
- De todos modos, quiero darte una oportunidad de luchar contra mí. Viajaremos al otro lado del mundo. Allí
hay una montaña nevada, y sobre su cima, una gran torre. En lo alto de la torre, hay una jaula de oro donde
un mago hizo esta espada, y allí la espada pierde todo su poder. Estaré allí, pero sólo esperaré durante 5 días
Y al decir eso, Eduardo levantó una nube de polvo y desapareció. El dragón pensó que había hecho
magia, pero sólo se había escondido entre unos matorrales. Y el dragón, deseando luchar con aquel temible
caballero, salío volando rápidamente hacia el otro lado del mundo,
en un viaje que duraba más de un mes.
Cuando estuvo seguro de que el dragón estaba lejos, Eduardo
salió de su escondite, entró al castillo y liberó a todos los allí
encerrados. Algunos llevaban desaparecidos muchísimos años, y
al regresar todos celebraron el gran ingenio de Eduardo.
¿Y el dragón? ¿Pues os podéis creer que en el otro lado del
mundo era verdad que había una montaña nevada, con una gran
torre en la cima, y en lo alto una jaula de oro? Pues sí, y el dragón
se metió en la jaula y no pudo salir, y allí sigue, esperando que
alguien ingenioso vaya a rescatarle...
Loplanto y Locomo eran dos jóvenes aprendices de mago que se prepararon durante años para cargar sus
varitas en la misteriosa fuente de la magia. Cuando estuvieron listos, viajaron por el mar hasta la isla de los
mil desiertos, atravesaron sus infinitas dunas de arena, escalaron la gran montaña de roca y por fin
encontraron la fuente. Pero la fuente estaba seca. Tan seca, que solo pudieron llenar sus varitas con una
minúscula gotita de magia. Y al agotar la magia de la fuente, la isla se transformó en un inmenso desierto que
nadie podría atravesar. Solo quedaron dos pequeños oasis, tan pequeños y distantes, que Loplanto y Locomo
decidieron separarse para tener alguna posibilidad de sobrevivir cada uno en su minúsculo oasis.
La vida se hizo entonces durísima para los dos. Aunque el oasis les proporcionaba agua de sobra, su única
comida eran los dátiles de las pocas palmeras que habían crecido junto al agua. Y aunque agitaban sus
varitas tratando de conseguir comida, tenían tan poca magia que nunca pasaba nada.
Hasta que varias semanas después, al agitar su varita, Locomo vio ante sí un enorme y apetitoso tomate.
Algo parecido le pasó a Loplanto a los pocos días, cuando su varita le regaló una pequeña patata.
- Vaya ¡Qué suerte la mía! Si la planto y la cuido me alegrará muchos días.
Y aquel día Loplanto tuvo la misma hambre que todos los anteriores, y además tuvo que trabajar para
preparar la tierra y sembrar la patata.
Algún tiempo después la varita regaló a Locomo un pajarillo cantarín y regordete.
- Vaya ¡Qué suerte la mía! Si me lo como ahora me alegrará el día.
Y la abundante carne del pajarillo le supo tan rica que aquel se convirtió en su mejor día en el oasis.
También la varita de Loplanto hizo surgir por aquellos días un pajarillo cantarín y flacucho.
- Vaya ¡Qué suerte la mía! Si lo alimento y lo cuido me alegrará muchos días.
Y aquel día y muchos otros Loplanto compartió con el pajarillo su poca comida, para conseguir que el
pajarillo volviera y le despertara cada día con sus bellos cantos.
Los dos jóvenes siguieron recibiendo nuevos y pequeños regalos de sus varitas cada cierto tiempo. Locomo
los usaba al momento para conseguir un día especial,mientras que Loplanto aguantaba el hambre y el
cansancio, esforzándose por convertir cada regalo en algo que pudiera serle útil durante más tiempo. Así, no
tardó en conseguir un pequeño huerto cuyos frutos también compartía con cada vez más animales de los que
consiguía ayuda, comida y compañía. Llegó a estar tan a gusto y cómodo, y a tener tantas cosas, que por
fin se atrevió a ir a buscar a Locomo para intentar cruzar el
desierto y escapar de allí.
Sin embargo, Locomo no quiso saber nada de él. Al oír
cómo había conseguido Loplanto tantas cosas, y pensar
que él podía haber hecho lo mismo, se llenó de rabia y de
envidia. Entonces, convencido de que todo era culpa de
la poca magia que tenía su varita,cambió las varitas en un
descuido y luego, impaciente por probar su nueva varita,
echó a su antiguo amigo de allí. Pero aquella varita era
aún menos mágica que la que ya tenía, y el envidioso e
impaciente mago quedó encerrado durante años y años
en su oasis,incapaz de hacer nada para salir de allí.
- Para acabar con los malos hay que verlos a través de las paredes, y pillarles en ese momento- decían los
niños con supervisión.
- Nada de eso. Solo yendo rápido se puede conseguir que los malos no escapen - respondían los que tenían
supervelocidad.
- Siempre escapan volando. Sin volar no se puede ser el mejor súper - decían los que volaban.
- ¿Sí? Eso no hay quien se lo crea ¿Qué poderes tiene? ¿Es fuerte? ¿Es rápido? ¿Tiene armas secretas?
¿Pero cómo va a luchar contra los malos? - preguntaban un poco enfadados.
Todos protestaron, pensando que era una broma, y la discusión prosiguió entre gritos.
Pero algún extraño poder debía tener aquel niño. Porque unas horas más tarde los superniños ya no discutían
y celebraban entre aplausos que se habían puesto de acuerdo para enviar al niño a la galaxia vecina.
En la galaxia vecina lo recibieron extrañados: nunca habían visto un superniño con tan pocos poderes.
Además, se pasó semanas sin atrapar un solo malo. Entonces decidieron expulsarlo, pero acudió tanta gente
a despedirlo que los jefes pensaron que algo raro pasaba. Llamaron a las cárceles, donde les contaron que
estaban casi vacías. La policía explicó que casi no había delitos, y por eso no había detenciones.
El superpoder secreto había vuelto a funcionar. Quedaban tan pocos malvados, que la Liga de los Villanos
Incorregibles secuestró al niño para averiguar de dónde salían sus poderes.
- Yo no tengo ningún poder- dijo el niño.- Solo intento que la gente esté mejor: ayudo cuanto puedo, comparto
mis cosas, perdono rápido, sonrío siempre…
Mientras hablaba con los villanos estuvo haciendo malabares, repartiendo golosinas y abrazos, contando
chistes, curando heridas, preparando la cena, ayudando aquí y allá… Los villanos se sentían tan a gusto con
aquel niño que ninguno de ellos se acordó de salir a hacer el mal… Pronto todos empezaron a comprender en
qué consistía el increíble superpoder de aquel niño tan normalito.
Y así siguió el niño: cambiando el mundo sin atrapar ningún malvado. Le bastaba con ayudarlos a sentirse
mejor para que dejaran de querer ser malos. Su secreto funcionaba tan bien que los demás superniños
terminaron olvidándose de sus otros poderes para aprender a usar ese nuevo poder tan especial.