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Paul Celan: cuando el horror

quiebra la palabra
virginia moratiel / 1 noviembre, 2018

Que las dos guerras mundiales


representaron una herida profunda en
la historia humana conocida –quizás la
brecha más honda que haya existido a
nivel global– no hay quien lo niegue.
De hecho, durante esa etapa, la
población fue testigo de una pérdida
completa de valores éticos, sin ninguna
clase de tapujos. Con ella, del
desfondamiento irremisible del
sentido de la existencia, hasta
producirse su total hundimiento en lo
absurdo y, como consecuencia, un
corte abrupto con la previa idea de
racionalidad. Ya antes de la primera
gran confrontación, se desvaneció la
confianza en la técnica y su capacidad para generar el progreso, cuando el
Titanic naufragó en las gélidas aguas del Atlántico Norte. A este fracaso,
siguió la instrumentación de la técnica por el Estado totalitario y su
puesta al servicio del mal, mediante la destrucción masiva, injustificada y
caprichosa, de civiles inocentes, que llegó a su paroxismo con el
Holocausto, en cuanto sistematización –y, por tanto, racionalización– de la
matanza, la tortura y la completa humillación de los seres humanos. No es de
extrañar que, ante semejante situación de pavor generalizado frente al
descubrimiento de la precariedad de la vida y la destreza de los poderes
fácticos para manipularla, Theodor Adorno decretase la muerte de la
poesía después de Auschwitz y la imaginase aterida, perpleja, ante una
catástrofe que sólo podía haberla hecho enmudecer. Sin embargo, no era eso
lo que Adorno auguró sino la necesidad de una creación lírica que,
enfangada aún en la barbarie, desde los límites mismos de lo indecible,
pudiera dar cuenta de lo sucedido y mantener su recuerdo como un hito
desde el cual reestructurar críticamente la supuesta meta de la humanidad.
Paul Celan, el poeta rumano nacido en 1920 en territorio de la actual
Ucrania, es el ejemplo palmario de esa requerida reformulación de la
palabra poética, a la que llegó quizás porque él mismo vivió en carne
propia las consecuencias de la mayor masacre de la historia. Así, tras haber
sufrido la muerte de sus padres, deportados a un campo de exterminio a
causa de su origen judío, y su propia reclusión en un “campo de trabajo” de
Moldavia, su labor poética consistió en inventar la lengua de nuevo,
purificándola, liberándola de la corrupción y del engaño, promovidos por el
nazismo al designar cosas terribles con palabras hermosas. Como dice en su
poemario Rosa de nadie:

emigra por doquier, como la lengua,


arrójala, arrójala

Tal vez Celan creyó que de esa manera lograría purificarse a sí mismo
expurgando su propia culpa por no haber conseguido evitar el terrible final de
sus progenitores. Por eso comenzó la ardua tarea con su propio nombre y
adoptó el anagrama de su apellido Antschel o Ancel. Como provenía de una
familia políglota, donde se hablaba rumano, alemán, hebreo e yiddish, a lo
cual sumó el aprendizaje de otros idiomas en la calle o el colegio, tuvo la
suerte de poder elegir lengua literaria. Hizo sus primeras publicaciones en
rumano y fue traductor en varios idiomas, tanto de origen como de destino.
Su desarraigo lingüístico inicial y el deambular a lo largo de su vida por
distintas ciudades europeas le permitió la alternancia, como, por ejemplo,
sucede en su poema “In Eins“, donde entremezcla cuatro lenguas y despliega
a partir de una fecha, en sí misma ilegible, una serie de claves sólo
significativas para un determinado grupo lingüístico, al que abren acceso.
Pero ya desde su poemario Amapola y memoria, escrito en 1952, optó
precisamente por el idioma de sus verdugos, llegándose a convertir en el
poeta de lengua alemana más importante de la segunda mitad del siglo XX.

Su objetivo fue realizar una deconstrucción de lo poético, quebrando la


linealidad rítmica, sintáctica y semántica, para crear una lengua que reflejase
la fractura del tiempo progresivo y lineal. Con un carácter intempestivo y
anacrónico radical –según la definió Derrida–, pretende poner de
manifiesto la dimensión espectral de un presente en situación de duelo, que
lucha contra el olvido y, a la vez, abre a una temporalidad diferente todavía
por realizar: la de la utopía. Para ello, introdujo blancos en el cuerpo textual,
usó síncopas y acortó los versos reduciéndolos en ocasiones a una sílaba o
incluso a una letra, eludió los nexos lingüísticos reemplazándolos por
yuxtaposiciones, utilizó una puntuación disruptiva que interrumpía el ritmo y
la métrica (ya sea mediante guiones o puntos suspensivos), creó neologismos
inventando nombres compuestos para aumentar la pluralidad significativa,
siempre dentro de un marco de paradojas y bruscos cambios de sentido, que
remiten a un lenguaje roto, mutilado: el de la alucinación y la locura (“dale
sentido a tu decir, dale sombra”). Así fue como Celan consiguió
deslavazar la escritura de sus poemas y forzar la lengua hasta el límite de su
desarticulación conduciéndola hacia el balbuceo, no sólo a fin de señalar su
incapacidad para expresar la magnitud del horror ante la hecatombe vivida,
de suyo irracional, imposible de comprender o explicar, sino para evidenciar
también su rechazo. Frente a lo atroz, sólo el silencio o el rezo parecen tener
cabida. Un ejemplo notable de este estilo poético se encuentra en la
composición dedicada a Hölderlin con el título de “Tubinga, enero”:

A la ceguera per-
suadidos ojos.
Su -«un
enigma es
manantía pureza»- su
recuerdo de
flotantes hölderlinianas torres en
un vuelo circular de gaviotas.

Visitas de carpinteros ahogados con


estas
sumergidas palabras:

Viniera,
viniera un hombre,
viniera un hombre al mundo, hoy, llevando
la luminosa barba de los
patriarcas: debería,
si de este tiempo
hablase, de-
bería
tan sólo balbucir y balbucir
continua, continua-
mente.

(«Pallaksch, Pallaksch.»)

De casi imposible traducción, este hermoso poema (en meritoria versión de


José Ángel Valente) se desliza a través de repeticiones, saltos y alguna
interpolación. Parece el discurso de un tartamudo, de un niño que comienza a
hablar o de una persona insegura o asustada, que teme abrirse paso con la
palabra y que justamente termina por admitir que el discurso de los antiguos
profetas, esos patriarcas de barba luminosa, quedaría torpemente
disminuido ante una visión tan desconsoladora como la del mundo actual.
Las imágenes aluden al Hölderlin sumido en la locura, quien vive en Tubinga,
cobijado por un carpintero en una torre junto al río, preso del vuelo circular
de sus ideas y alucinaciones, habitando la larga noche en que se despoblaron
de dioses todos los altares, pero inmerso –según él mismo dice– en “esa
claridad ante la cual los sabios estremecen”. El título nos sitúa en las
coordenadas espacio-temporales de la siguiente escena, si bien esto resulta
engañoso, porque se trata de un recuerdo desde el cual se predice un hoy o un
mañana del mundo entero, ante cuya visualización el alma queda paralizada y
sólo puede manifestarse mediante titubeos. El transcurso del poema
constituye en sí un enigma sobre el lenguaje. Parte de la ceguera de unos
ojos persuadidos por el discurso racional, capaces ya de abrirse a la escucha
que aspira al encuentro con lo otro. No obstante, la pura palabra se disuelve
en el silencio, precedida por el largo espacio final que precede al término
“Pallakasch“, utilizado por Hölderlin en aquel entonces, cuando quería
deshacerse de algún visitante y no continuar la conversación. Pallakasches un
no-vocablo, puesto que carece de sentido, una palabra ciega, que apunta a un
mundo entre brumas afirmando y negando al mismo tiempo. Emitida
desde la endeble frontera que separa el ser de la nada, el siempre del nunca,
revela el deseo de comunicar y la imposibilidad de hacerlo, dado el misterio
que rodea lo inefable. Es en el lugar contradictorio de esa brecha donde surge
la poesía en su afán por rescatar al mundo del pánico de la vacuidad (“habla
el último […] pero no separes el No del Sí”). Además, otras direcciones
intertextuales se perfilan en este final: la implícita alusión bíblica a Isaías 28:
13, donde el profeta pronuncia no-palabras para comunicar la presencia
divina; la indicación, sugerida por fonética, al kadish, uno de los rezos
principales de la religión judía, con el que se ruega por la rápida llegada del
Mesías y de la redención, recitado como oración de duelo; o la referencia a
ese lenguaje transido de locura que habla Woyzeck, el protagonista de la obra
homónima de Georg Büchner, quien repite sin ton ni son la expresión
“immerzu“, tras haber contemplado el asesinato de su prometida.
Precisamente, esta palabra, cuyo significado es “todo el tiempo”, traducida en
la versión citada del poema por “continuamente”, se va descomponiendo en
sus últimas líneas para rematarlo convertida en un “zuzu“, con el cual se
retrata la dramática pérdida del lenguaje.

En la poesía de Celan el recurso a voces crípticas no es accidental ni


arbitrario, puesto que corre paralelo auxiliando a las constantes elipsis. Las
palabras enigmáticas jalonan los versos como señales que horadan las
significaciones impulsándolas hacia el pasado y el futuro. Son consignas,
como la del famoso poema titulado “Schibboleth” (originariamente “espigas”
en hebreo), que alude al Libro de los Jueces 12: 5-6, donde es usada por los
galaadianos como contraseña secreta para descubrir a sus oponentes. A
diferencia de ella, estas voces cifradas apelan a un reconocimiento que no
desemboca ni en muerte ni en ultraje o disputa sino a un encuentro fraterno
que integra la diferencia y reposa en la idea de que “yo soy tú cuando soy yo”
o, dicho de otro modo:

Sólo verdaderas manos escriben poemas. No veo ninguna diferencia entre


un apretón de manos y un poema.
Y sin embargo, a nivel personal, Celan sólo encontró a través del lenguaje una
redención meramente provisoria. A pesar del diálogo –eso sí, implacable–
que estableció con algunos de los más grandes filósofos de la época, sea
Adorno o Benjamin, a pesar también del encuentro con Heidegger, que -hoy
sabemos- fue positivo, incluso a pesar del afecto que recibió de su mujer, la
pintora Gisèle Celan-Lestrange, quien soportó con entereza sus infidelidades
con el otro gran amor de su vida, la poetisa Ingeborg Bachmann, no pudo
evitar las fuertes depresiones, ni siquiera las crisis de delirio que lo asaltaban,
como resultado de aquellas vivencias juveniles, en los momentos más
dramáticos, por ejemplo, cuando sufrió una acusación de plagio. Así –como
ya le había ocurrido a Hölderlin–, poco a poco fue hundiéndose en la
locura y, tras el intento de asesinato de su esposa, aceptó ser ingresado en
una clínica psiquiátrica, para finalmente quitarse la vida arrojándose al río
Sena. Nadie advirtió su ausencia durante el tiempo que tardó su cadáver en
ser encontrado por un pescador.

“Fuga de muerte”, probablemente su obra más conocida, escrita casi veinte


años antes, anuncia el fatal desenlace en lo que, en realidad, es el relato
descarnado de la vida cotidiana en un campo de exterminio nazi, perfilada a
través de la estructura musical de una fuga, donde los mismos temas,
retomados por diferentes voces, sufren variaciones, repetidos una y otra vez.
Cómo no imaginar que esa “leche negra” prefigura el agua oscura en la que se
ahogará el poeta, quien nunca pudo superar el trauma de los crímenes
cometidos por los nazis contra su familia, máxime cuando los dos versos que
destacan en el original, debido a la rima inexistente en los demás, señalan a
ese experto alemán frío y disciplinado, a ese ojo azul de mirada acerada, que
apunta y mata a un recluso de un tiro, haciendo clara alusión a la forma en
que murió la madre de Celan.

Leche negra del alba la bebemos de tarde


la bebemos temprano y en medio del día la bebemos de noche
bebemos bebemos…
Una fosa en el aire cavamos donde holgados yacer
Vive un hombre en la casa que juega con sierpes y escribe
que escribe en la noche a Alemania tu cabello de oro Margarita
eso escribe y sale de casa y un fulgor de fuego de estrellas de un silbido
convoca a sus perros
a sus judíos con silbos congrega y les hace cavar una fosa en la tierra
nos ordena tocar para un baile

Leche negra del alba te bebemos de noche


te bebemos temprano y en medio del día te bebemos de tarde
te bebemos bebemos
Vive un hombre en la casa que juega con sierpes y escribe
que escribe en la noche a Alemania tu cabello de oro Margarita
tu cabello de ceniza Sulamita y una fosa en el aire cavamos donde
holgados yacer

Y nos grita hincad más la tierra y cantad vosotros vosotros tocad


y se saca el acero del cinto y lo blande son azules sus ojos
y clavad más las palas vosotros y vosotros tocad para el baile

Leche negra del alba te bebemos de noche


te bebemos en medio del día y temprano te bebemos de tarde
te bebemos bebemos
Vive un hombre en la casa tu cabello de oro Margarita
tu cabello de ceniza Sulamita y ese hombre juega con sierpes
Y nos grita más dulzor al tocar esa muerte es la muerte un experto alemán
más oscuros arpegios de cuerdas y podréis ascender como humo en el aire
y tendréis una fosa en las nubes donde holgados yacer.

Leche negra del alba te bebemos de noche


te bebemos en medio del día es la muerte un experto alemán
te bebemos de tarde y temprano te bebemos bebemos
es la muerte un experto alemán su ojo es azul cual acero
él te acierta con bala de plomo te acierta certero
vive un hombre en la casa tu cabello de oro Margarita
él nos echa sus perros encima nos regala una fosa en el aire
ese hombre que juega con sierpes y sueña la muerte un experto alemán
tu cabello de oro Margarita
tu cabello de ceniza Sulamita.

(Traducción de Aníbal Campos)

En verdad, la leche negra –según reconoció Celan en varias oportunidades–


no es una metáfora sino, literalmente, lo que tomaban en el campo de
concentración. Por lo visto, el poema se desarrolla con un lenguaje realista y
la irrealidad surge ante la dificultad para asimilar la atrocidad, expresada a
través del desgarramiento sintáctico, la falta de cesuras y esa machacona
reiteración que convierte la escena en una danza macabra. Lo que hace a este
poema grande es su voluntad de ajustarse a la descripción sin introducir
calificativos reveladores del sufrimiento. Precisamente eso lo convierte en
una denuncia objetiva, escrita por el “nosotros” de una comunidad que
se condenó al silencio (“a cada cual la palabra que le cantó y se
petrificó/(…) a ella la silenciada”) y que rechaza toda una manera de entender
el mundo y la vida, donde irrespetuosos desfilan los cabellos dorados de
Margarita (la heroína fáustica) junto con los cenicientos de la muchacha
judía, se cavan fosas en el aire que recogen los desechos de los hornos
crematorios o se equiparan en el trato los hombres a los perros, donde
inhumano el tiempo se detiene y convergen serpentinas la música de los
violines con la muerte, las estrellas con las balas, en definitiva, la civilización
con la barbarie.

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