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Sinopsis

Con un lápiz, un papel y grandes dosis de imaginación, Pablo nos


invita a compartir su mundo familiar, en el que no faltan un padre
ilustrador, una madre soñadora y una hermana muy especial. Este
libro nos aproxima a la discapacidad de manera natural y espontánea
desde la perspectiva de la integración, y nos enseña a combatir el
aburrimiento con bien pocas cosas. Tema: Familia Tratamiento:
Realismo Valores: Amor y familia. A Pablo le encanta pescar, pero no
puede salir cuando llueve. Por eso decide escribir y contar cómo es
su vida y su hogar.
UN PRÓLOGO O ALGO ASÍ

Yo quería escribir un libro. Compré un cuaderno, pedí un lápiz a


papá y después de pensarlo un buen rato, empecé:

«La luz se reflejaba siniestra en los ojos del enorme cocodrilo que
acechaba a nuestro héroe y ... »

Arranqué la hoja.

Empecé de nuevo:

«¡Boom! Los cuatro poderosos motores impulsaron la nave hacia el


espacio exterior y ... »

Arranqué la hoja.

Hacía sol.

Me fui a jugar.

Decidí que hasta la noche no volvería a ser escritor; que ser escritor
es un juego de invierno, de estarse quieto y no meter ruido.

Lo más apetecible, en aquel momento, era ser «nuestro héroe» y


escapar de los semínolas por entre las ciénagas pantanosas.

Esto de los semínolas era nuevo. Lo había encontrado en un libro de


viajes. Eran unos indios que vivían en los pantanos de La Florida.
Cazaban caimanes y no les importaba mucho que les picasen los
mosquitos.

Cerca de casa había una charca que en el otoño se llenaba de ranitas


verdes.

Mamá decía que era un sitio horrible, sólo bueno para mancharse las
botas.
Para mí era un montón de sitios magníficos, la ciénaga de los
caimanes, el mar de lava viva del planeta Mogol, o una bonita charca
llena de ranitas verdes que saltaban entre los juncos.

Pasó muchísimo tiempo, dos o tres días por lo menos, antes de que
volviese a pensar en escribir un libro.

Fue un día de fiesta que no me dejaron ir a pescar.

Amenazaba lluvia y mamá dijo que ya estaba harta de resfriados.

—¿Qué hago con el cebo? —protesté.

Mamá encontraba soluciones para todo.

—Dáselo a Golo.
Golo era un pato negro y enorme que vivía en la casa de al lado.

Golo se comió mi cebo.

Me quedé en casa.

Al principio no supe qué hacer pero luego me decidí a escribir.

Esta vez empecé escribiendo que no podía ir de pesca porque a lo


mejor llovía; que la luz era gris, de otoño, y se enredaba en las
últimas hojas del cerezo; que Pablo, el más pequeño de mis
hermanos, se metía en la charca para preguntar a las ranitas:

—¿Cuál de vosotras es un feo príncipe encantado?

Me dí cuenta de que estaba escribiendo cosas verdaderas y que era


divertido hacerlo.

Se lo conté a papá y me dijo:

—La idea no es mala. Llena un par de libretas y yo, en la primera


página, te dibujaré un circo de mariposas.
GORRIONES Y CEREZOS

Pensé que primero debía hacer un poco de historia, contar quiénes


son mis padres y cómo se conocieron, dónde nací y qué día, cuántos
hermanos tengo y cómo se llama cada uno.

Esto sería el tema del primer capítulo y lo iba a ilustrar con un retrato
de familia.

Se lo conté a papá.

—Bien —dijo—, si tengo un minuto libre te haré una ilustración para


ese capítulo.

Antes de comer tuvo un minuto libre e hizo eso que llaman un


apunte, a lápiz, muy rápido, casi sin levantar el lápiz del papel.
Nos dibujó a todos y a él mismo, en grupo, en el patio, debajo del
cerezo, un día de sol.

Un escritor tiene que documentarse, investigar, hacer muchas


preguntas y tomar miles de notas.

Yo quería empezar por el principio y por eso le pregunté a mamá


cómo se habían conocido ella y papá.

—¿Fue emocionante? —pregunto.

Sonríe.

—Inolvidable —dice.

A mamá le gusta recordar aquel primer día.

Casi todas las familias tienen una historia parecida, unas empiezan
entre cerezos, otras al ir a sacar unas entradas para escuchar un
concierto de flauta, o en clase de latín, a medio declinar el rosa, rose, o
escapando de la lluvia un día de lluvia.

Los principios pueden variar mucho pero el final siempre es el


mismo: papá y mamá se ven por primera vez y esto, por lo que yo sé,
ya no pueden olvidarlo jamás.

Ocurrió en primavera, cuando en los cerezos del parque empezaba a


madurar la fruta.

Mamá, que aún no era mamá, venía de comprar dos zanahorias y


una cola de pescadilla.

Todo esto era para el abuelo que estaba a dieta por goloso.

Había miles de gorriones.

Mamá era una muchacha muy bonita, de ojos azules, regordeta y


sonriente.
Papá, que aún no era papá, estaba sentado al pie de la estatua de un
señor con chistera y cara de pronunciar un discurso.

Papá dibujaba gorriones y cerezos.

Papá es dibujante. Tiene miles de lápices, gomas de borrar, pinceles,


papel de todas clases y la cabeza llena de sorpresas: gorriones,
cerezos, mariposas, castillos, duendes en el humo de las teteras,
piratas, vacas, escarabajos de plata, letras de muchas clases, magos,
mentirosos, héroes y más cosas, muchas más de las que uno pueda
imaginarse.

Papá, que era un muchacho más bien flacucho, con bigote, las orejas
enormes, casi pelirrojo y lleno de pecas, vio venir a mamá, la vio por
primera vez en su vida, nunca había visto nada
semejante, le costaba trabajo creer en lo que estaba viendo, la vio
venir y no pudo contenerse, lo dejó todo y corrió hacia ella:

—¿Me permite que la ayude, señorita?

Mamá se puso colorada.

—Le ruego que no me moleste, señor.

Papá, aquella noche, no pudo dormir, dibujó a mamá debajo de los


cerezos, entre los gorriones, la dibujó cuatro o cinco veces y siempre
terminaba con un suspiro.

Su padre, mi abuelo paterno, lo oyó suspirar.

—¿Qué te ocurre, muchacho? —le preguntó—. ¿Te duele algo


intensamente?
Mamá, aquel mismo día, quemó la sopa de su padre, mi abuelo
materno, y en vez de regar los geranios y dar de comer al perro, regó
al perro y dio de comer a los geranios.

Desde entonces han pasado muchos años, tantos como cumple mi


hermana Marta más nueve meses justos.

Papá y mamá tienen cuatro hijos, dos niñas regordetas y dos niños
pecosos, casi pelirrojos, un poco orejones, que de mayores quizá se
dejen crecer el bigote.

En el patio de mi casa hay un cerezo. Lo plantó mamá, cuatro años


antes de nacer yo. Es su árbol mágico.

EL BUZO

Era fiesta, domingo, y yo tenía otro bote lleno de cebo fresco,


gusanitos verdes cogidos el día anterior en el fango de la marea baja,
lo mejor para ir a la dorada o al róbalo en la punta del espigón.

Pensé en esto toda la noche, pero amaneció lluvioso y mamá dijo:

—No, de ninguna forma.

Uno no sabe qué hacer cuando no lo dejan ir de pesca.

Me senté en la escalera y empecé a llorar.

Papá dijo:

—Escribe tus razones, muchacho. Haz un bonito discurso. En tanto


es posible que salga el sol.

Todavía lloré un buen rato, diez minutos o así, pero nadie se


conmovió, nadie dijo:
—Pobre muchacho, anda corre, ve y pesca la sardina de oro.

Al fin Golo, el pato de mi vecino, se comió el cebo y decidí que quizá


fuese un buen día para seguir siendo escritor.

Pensé:

«Puedo escribir la historia de un pobre niño pelirrojo, casi orejón, que


se muere de tristeza porque su madre no lo deja ir a pescar.»

Arranqué la hoja.

Luego escribí sobre mi hermano Pablo.

Pablo, uno de mis tres hermanos, es flacucho y le falta un diente.


Nació cuando yo aún no dominaba la tabla del siete.

Pablo, de mayor, quiere ser buzo antiguo.

Según él, un buzo es un señor que

baja al fondo del mar, encuentra tesoros, juega con las merluzas, se
escapa de los tiburones y respira por un tubo.

Le gusta dibujar y papá a veces lo deja subir al estudio, con él, le


presta un tiesto lleno de lápices y le da papeles usados para que dibuje
por el revés.
—No muerdas los lápices y déjame trabajar —le dice.

Pablo estaba arriba, con papá.

Primero se dibujó de mayor, cruzando la calle sin que nadie le diese


la mano.

Después, subido en un taburete, estuvo un rato viendo cómo papá


dibujaba una vaca para un anuncio de piensos.

Al fin decidió dibujarse otra vez, pero ahora en el fondo del mar.

—Me dibujaré encontrando un tesoro —dijo.

—Bien —dijo papá—, pero procura estar de vuelta a la hora de


comer.

Y de un solo trazo hizo sonreír a la vaca.

Pablo dibujó un barco hundido; un galeón pirata sin duda alguna.

Los peces jugaban entre los cañones y los restos de la arboladura.

El casco, sobre un arrecife de coral, se inclinaba peligrosamente a


estribor.

Pablo, de buzo antiguo, con escafandra y zapatos de plomo, iba


despacio, cauteloso porque no muy lejos merodeaba un enorme
tiburón.
Lo del tiburón no le hizo mucha gracia, pero siguió adelante. Quería
rescatar el tesoro, subirlo a la playa y hacer cosas magníficas,
regalarle un pato de lana a mi hermana Nuria, una pipa a papá, a
mamá un tiesto de barro lleno de geranios, a mi hermana Marta algo
bonito de color suave y a mí un chucho de raza desconocida.

Para él iba a comprarse una enorme colección de destornilladores de


todos los tamaños.

Estaba distraído pensando en ser muy generoso cuando el tiburón lo


atacó.

Eran las doce de la mañana y a esa hora los tiburones suelen tener
hambre.

(Al llegar a este punto de mi relato pensé hacer lo mismo que don
Julio Verne y contar que el tiburón es un elasmobranquio,
escualiforme, de cuerpo esbelto y morro puntiagudo, poderosas
mandíbulas y afilados dientes.Se dice, escribiría yo en plan
conocedor, que ataca con ferocidad y que marinero que cae al agua
estando él cerca, marinero que se merienda, pero lo cierto es que sólo
ataca cuando se le molesta o tiene hambre. De todas formas es
aconsejable no tutearlo.)

El tiburón que había dibujado Pablo estaba hambriento. Seguro que


no comía desde el pasado lunes.
Vio a Pablo y se dijo:

—Es un niño tierno y sin duda muy jugoso.

Su enorme boca armada con no sé cuántas filas de dientes se abrió


amenazadora.

Pablo, asustado, se escapó del dibujo y fue a esconderse detrás del


taburete de papá.

—Cuidado —sonrió papá, y metió una goma de borrar en la boca del


tiburón.

—Bórralo del todo —pidió Pablo.

Papá le hizo una sugerencia:

—Podemos convertirlo en un pez azul que sepa cantar villancicos.

—¿Será mi amigo?—preguntó Pablo.

—Creo que sobre ese punto no tendremos ningún problema —dijo


papá, y con un poco de tempera, de dos trazos, en un segundo,
convirtió al enorme tiburón feroz en un feliz pez azul, abuelo de
muchos peces azules.

MAMÁ
Ahí viene Golo, pato patoso, a mendigar debajo de la ventana de la
cocina.

Golo sabe que cuando mamá le da algo de comer, Nuria se ríe.

Cualquier cosa que haga reír a Nuria hace sonreír a mamá.

Hoy ese pato se ha comido todo mi cebo.

Ahora golpea con el pico en el cristal de la ventana.

—Está bien, Golo —dice mamá, y le pone una croqueta en el pico.

Golo es un pato raro, capaz de dar vueltas sobre una sola pata si te ve
comer palomitas de maíz, o de llevar una croqueta caliente en el pico,
ponerla en la mano de Nuria y esperar a que Nuria sople y la enfríe.

Mamá está contenta. Fríe croquetas y canta en voz baja.

Podría escribir diez o doce libros enormes hablando sólo de mamá.

Mamá es mamá. Por eso no puede estarse quieta, o no sabe estarse


quieta.
Algunas cosas sí tiene que hacerlas. Por ejemplo, freír las croquetas o
quitar los agujeros de los calcetines, pero que yo sepa nadie la obliga
a fregarme las orejas siete veces por semana.

Mamá trabaja todo el día y aún pide tiempo para leer, tocar el piano
o bailar un vals con papá.

Mamá, hace años, quería ser mamá y otra cosa, jefe de estación en
una estación con muchos trenes, capitán de bailarinas y hacer que
todas volasen sobre un vals de Chopin, astronauta, tripular una nave
y llegar hasta la última estrella o maestra de escuela para que todas
las mañanas un niño le regalase una manzana.

Pero nació Nuria.

Nuria tenía poco más de un año cuando el médico dijo:

—No voy a darles buenas noticias. Lo siento.

Nuria no era una niña como las demás.

Aquel día mamá rompió todos sus proyectos.

Papá no supo qué hacer. Dice que se le hizo un nudo en la garganta y


empezó a llorar.
Mamá se quedó en la mecedora, con Nuria en los brazos, viendo
cómo Nuria se quedaba dormida.

Fue, cuentan, un día muy largo y angustioso.

—Tuve mucho miedo —recuerda papá y no se avergüenza.

Después presume de lo que hizo mamá:

—Acostó a Nuria y vino a decirme que ya no teníamos tiempo para


lamentarnos.

Y siguieron cuidando a Nuria, a mí y a Marta, y aún tuvieron otro


hijo, Pablo, que ahora quiere un destornillador para arreglar una cosa
que no quiere decir.

Mamá es una mujer muy valiente. Nadie lo diría viéndola freír


croquetas.

No es pequeña. Sólo lo parece.

NURIA

He leído casi todo sobre piratas, indios, exploradores árticos y


vampiros.

Si me lo propusiera podría escribir un libro emocionante contando


cosas que no me ocurrieron jamás.

Podría llenar tres o cuatro libretas con las aventuras de una noche en
un castillo tétrico, puertas chirriantes, gemidos lastimeros,
apariciones y todo eso.

Estoy seguro de poder quitarle el sueño a cualquiera contándole una


historia así, o emocionarlo con las aventuras de un héroe que me
invente, un arquero, un detective, un domador de elefantes o un
pescador de caña, en el malecón, un día que el róbalo entre bien al
cebo fresco.
Papá dice que lo que estoy escribiendo es una crónica y que le gusta
mucho.

Ya me ha dibujado el retrato de familia, el día que conoció a mamá y


a Pablo dibujando un tiburón.

Ahora le he pedido que me dibuje a Nuria sentada debajo del cerezo.

Quiero ser cronista. Es una forma de ser escritor que me parece bien.

Para ser cronista hay que escribir sobre cosas que uno ha visto y decir
la verdad.

Como entrenamiento, y mientras no pueda hacer la crónica de una


guerra entre hombres de buena voluntad, o la del hundimiento de un
barco enorme, o sobre la emigración de los grandes patos hacia el
Sur, escribiré la crónica de mi familia, quiénes somos y qué hacemos.
Papá me hace los dibujos y los voy pegando en las libretas.

Cuando termine pondré todas las libretas dentro de unas bonitas


tapas rojas y ese va a ser mi regalo de cumpleaños para mamá.

En la segunda libreta, en el capítulo cuarto, debo escribir lo que estoy


viendo ahora, una nube enorme, negra, en forma de queso, a Golo
que picotea un hormiguero y a mi hermana Nuria que está debajo del
cerezo que hay en el patio.

Mi hermana Nuria acaba de cumplir diez años.

Ayer papá me la dibujó bajita y graciosa, con todas sus pecas y los
ojos grandes y tristes.

Mi hermana Nuria puede parecer un poco rara.

Ahora está en el patio, debajo del cerezo. Como a lo mejor llueve se


ha llevado el paraguas de papá.

Le gusta estar sola y hablar con personas que se imagina.

A veces canta una canción de cuna para un niño que cree tener en los
brazos.

Duérmete niño

que es tarde ya.

Eso es todo lo que canta. No sabe más. Lo repite y lo repite con


mucha ternura.

Aprendió a poner la mesa a la hora de comer. Coloca un plato y dice:

—Papá.

Pone otro y dice:

—Pablo.
Y así hasta que llega al suyo. Entonces se ríe.

Yo le enseñé a amarrarse los zapatos. Me llevó mucho tiempo pero


ahora lo hace ella sola bastante bien.

No vamos todos al mismo colegio. A ella la llevan a uno que está al


otro lado del parque, cerca del puerto de pescadores.

Ella no estudia la tabla del siete, ni quién descubrió América o cómo


el gusano se convierte en mariposa y que esto se llama metamorfosis.

A ella le enseñan a colocar lo redondo en lo redondo, lo cuadrado en


lo cuadrado, a cantar y hacer palmas al mismo tiempo, a tocar las
cosas y decir su nombre, tocar zapato y decir:

—Zapato.

Tender la mano bajo la lluvia y decir:

—Agua.

Casi todos sus compañeros de colegio tienen la cara de los chinitos


tristes. Ella también, pero no tanto.

Mamá, que fríe croquetas para la comida, la llama:

—Nuria, hija, ven a poner la mesa.

Nuria entiende y sonríe.

Cuando entiende, su sonrisa es muy alegre, sino, es triste y perpleja.

Golo, el pato, y ella, son amigos.

Cuando ella está triste viene Golo y le picotea la mano hasta hacerla
reír.
—Nuria —insiste mamá.

Mi hermana Nuria lleva puesto un jersey que le tejió mi hermana


Marta. Es bonito y llamativo. Son siete franjas de siete colores: azul,
verde manzana, rojo fuerte, amarillo eléctrico, naranja, verde hoja y
blanco.

Fue una idea de papá.

—Así, cuando se pierda, no preguntaremos por una niña sino por un


jersey rarísimo.

Mi hermana Nuria, al pie del cerezo, debajo del paraguas negro,


contra el gris de la lluvia que ya se viene sobre la mar, parece un arco
iris agazapado.

UN POQUITO MÁS SOBRE NURIA

Golo es un pato enorme y poco amable.

Nos conocemos hace años y nunca fue capaz de dejarse quitar las
cuatro o cinco plumas que nos hacen falta a Pablo y a mí para ser
Toro Sentado y Mapache Rojo.
Pablo y yo tenemos ganas de desplumar a Golo, pero no lo hemos
hecho nunca porque es amigo de Nuria, deja que Nuria lo coja en
brazos, lo acune y le cante:

Duérmete niño

que es tarde ya.

Por algo así soy capaz de darle mi cebo a un pato y hasta desear que
le siente bien.

Mi hermana Nuria hace que todo sea distinto a su alrededor.

Delante de ella las personas se ponen tristes, o bajan la cabeza


avergonzadas, o tienen miedo.

Las personas casi siempre desean otro coche, ser jefe, tener un barco,
dinero, mucho dinero, más dinero aún.

Una vez le pregunté a papá qué era lo que más deseaba en este
mundo.

—Bueno —dijo muy seguro y un poco triste—, lo que deseo es vivir


un poquito más que tu hermana Nuria.

Tardé mucho tiempo en entender algo tan sencillo.

—Me tiene a mí, papá —le dije entonces.

Papá es dibujante. Sabe dibujar mapas, personas, ilustrar libros, hace


historietas y anuncios de cosas.

Unas veces dibuja lo que quiere y otras lo que le encargan. Cobra los
dibujos que hace y con eso nos da de comer y compra jabón de
lavarse las orejas, los gorros de lana para los días de frío, el periódico,
el jarabe para la tos, la pasta de dientes y todo lo que hace falta.
Algunas personas dicen que papá está un poco loco.

A lo mejor es porque no se cree que tiene cuarenta años, sube a los


árboles, canta cuando se ducha, desafina cuando canta y le gusta
trotar por la calle, con Nuria sobre los hombros, jugando a ser un
caballito de madera.

Algunas personas dicen que papá tiene muy mal genio.

A lo mejor es porque cuando se le estropea un dibujo, o la sopa está


caliente, o no le anda el coche, grita:

—¡Maldita sea!

Algunas personas dicen que papá no es tan listo como parece.

A lo mejor es porque no lo sabe todo.

Le preguntas:

—Papá, querido papá, ¿cómo se hace una raíz cuadrada?

Lo habrás metido en un buen apuro.

—No sabría decírtelo, muchacho, no, no sabría.

Y esto sin enfadarse ni gritar:

—¿A quién diablos le importan tus problemas? ¡Déjame en paz! ¡No


tengo tiempo para bobadas!

Tú puedes sentirte decepcionado porque él, que es tu padre, no es el


más listo del mundo.
Se dará cuenta, puedes estar seguro, y tratará de compensar tu
decepción con una sorpresa:

—¿Y si dibujamos una mariposa revoloteando entre las lechugas?

Es posible que papá esté un poco loco, que a veces tenga mal genio y
que no lo sepa todo, pero es mágico.

El otro día, en el colegio, tuvimos que hacer una redacción.

El maestro dijo:

—Escribir diez líneas hablando de vuestros padres.

No tuve que pensarlo mucho.


Escribí:

«Papá es un señor no muy alto, con bigote, orejón, casi pelirrojo, que
puede dibujar el aire entre las palabras o mariposas en el mes de
enero de cualquier año.

Ha olvidado cómo se hace la raíz cuadrada pero canta en la ducha,


desafina cuando canta y es capaz de mandarme a la cama sin cenar.

Lo quiero y él me quiere. Tengo mucha suerte.»

UN DÍA DE LLUVIA, MIENTRAS MAMÁ FREÍA


CROQUETAS DE QUESO

En casa no suelen pasar cosas sorprendentes, todos los días se come a


la misma hora, no hay cocodrilos en el pasillo, papá no es el
delantero centro de la Selección Nacional de Hockey, ni yo soy el
segundo hermano del Conde Drácula.

Ninguno de mis hermanos aúlla por la noche, ni se convierte en lobo.

En casa todo son vulgaridades, pescado para comer los viernes y


deliciosas croquetas de queso para el postre de los domingos.

Con este material no se puede hacer nada que merezca la pena.

Pensé todo esto cuando iba a escribir la página treinta y dos.

Pensé:

—Nunca tienen que venir los bomberos. Los ladrones no nos hacen
maldito el caso y en el desván no vive el fantasma de alguien sin
cabeza.

Bueno, quizá es que estaba entrando la marea y yo tenía ganas de


irme de pesca, dejar el lápiz y las libretas e irme de pesca.
Mamá dijo:

—¡Ni hablar! Hoy no sale nadie.

Yo no había dicho nada. Yo pensaba en voz baja.

Puede parecer increíble pero mamá siempre me adivina el


pensamiento.

—¿Me lo contarás algún día? —pregunté —. ¿Cuál es el truco?

Sonrió.

Por no enfadarme contra lo que no tenía remedio decidí olvidar la


pesca y escribir un par de páginas más.

Mi hermano Pablo quería saber dónde había un destornillador.

—Me hace falta —dijo—. Si no practico todo irá muy mal.

Mi hermano Pablo además de buzo antiguo con escafandra y tubo


para respirar, quiere ser un chapuzas.

En cuanto descubre un tornillo nuevo tiene que sacarlo y ver lo que


pasa.

Con sólo un destornillador y su poquito de maña ha conseguido


éxitos importantes, por ejemplo, que las agujas del reloj del pasillo en
vez de girar a la derecha giren a la izquierda, que el reloj marque el
tiempo al revés.

Arreglarlo costaba mucho dinero y además, según papá, quedaría


como antes, un reloj respetuoso con el tiempo, correcto, exacto, igual
que casi todos los relojes.

Aprendimos a leer el tiempo al revés. Así, nuestro reloj es caso único


y podemos presumir enseñándoselo a las visitas.

—Pero no arregles más cosas, hijo —suplicó papá a Pablo—. Déjalo


todo como está, ¿quieres?

Pablo no puede con su genio. Gracias a él la aspiradora sopla y la


secadora sólo sirve para guardar zapatos.

(Nota: Pedir a papá que se dibuje a sí mismo entre las piezas de la


secadora. Debe dibujarse con cara de preguntar a gritos: ¿Quién le ha
dejado un destornillador a esa termita de niño?
Le pediré el dibujo cuando vea que ha terminado de dibujar la vaca.
A papá no le gusta que le interrumpan mientras trabaja.)

Papá dibujaba una vaca inteligente.

La vaca que dibujaba papá parecía saberlo todo sobre la composición


de la leche, su grado de acidez ideal y todo lo demás.

Era una vaca rubia que se paseaba entre las letras enormes de un
enorme letrero.

Pablo buscaba un destornillador. Se había cansado de ir por el fondo


de aquel mar sin tiburones, un mar lleno de peces azules y
simpáticos.

Mamá, que freía croquetas de queso, le dijo a Nuria que entrase a


poner la mesa.

Nuria estaba al pie del cerezo, agazapada bajo el paraguas de papá.

Empezaba a llover muy despacio.

Yo no podía oír a Nuria pero estoy seguro de que repetía la última


palabra que alguien le dijo, a lo mejor lluvia y por eso tendía la mano
a la lluvia y sonreía.
Marta teje con lana de color rosa. Hace unos patucos. Quiere
regalárselos a la hija de la tía Carmen.

La hija de la tía Carmen nacerá dentro de un par de semanas y va a


llamarse Marta, como mi hermana.

La tía Carmen parece que se ha tragado un melón enorme, pero en


realidad no es eso.

Todas las mamás, cuando van a tener un hijo, parece que se han
tragado un melón o algo así, pero luego se desinflan.

Es sorprendente.

Llueve despacio.

Mamá le dijo a Marta que picase cebolla para la ensalada, y a Pablo


que se estuviese quieto.

Marta dijo:

—Voy.

Y no fue.

Yo quería ir de pesca.

Arriba, en el estudio, se oyó un mugido.

Papá es capaz de dibujar cualquier cosa, incluso la voz de una vaca o


las notas más agudas de un violín.
LOS VIAJES DE PAPÁ

A papá le gusta viajar pero no puede. Suele tener poco dinero y le


hace falta para pagar la comida de todos, los calcetines de todos, el
colegio de Nuria y más cosas.

Por lo visto todo está carísimo y si seguimos así no sé a donde vamos


a llegar.

Papá, como no puede viajar de otra forma, viaja a lápiz. Lo hace


muy bien y le divierte. Nos lo cuenta a la hora de comer o después de
cenar y nos reímos.

El último viaje lo hizo por culpa de un amigo que le regaló una


percha para que pudiese colgar su sombrero.

Papá pensó que sujetar la percha en la pared del estudio era un


trabajo fácil, que no hacía falta pedir ayuda a mamá.

Cogió un clavo y un martillo y después de un buen rato había


conseguido destrozar la percha, martillarse un dedo y hacer un
enorme desconchón en la pared.
Papá algunas veces resulta un poco manazas.

Pensó que podía tapar el desconchón con un bonito dibujo sujeto con
cuatro chinchetas de cabeza verde.

Dudó en dibujar un pato, un avión, un cesto lleno de mariposas o un


mapa.

Acabó decidiéndose por lo último.

Desde muy pequeño le gusta dibujar mapas de países verdaderos o


imaginados, por eso conoce sitios que no conoce nadie.

Para tapar el desconchón le hubiera gustado dibujar el mapa de


Groenlandia, con algunos osos, focas y esquimales, pero Pablo había
destornillado el Atlas.

Tuvo que dibujar el mapa de un país imaginario.

Pensó que en aquel país era el 25 de diciembre y que iba a nevar de


un momento a otro.

Le gustó tanto la idea que decidió dibujarse a sí mismo cuando aún


no tenía diez años, esto es: pequeño, casi pelirrojo, lleno de pecas,
con dos dientes de menos y unas orejas muy hermosas y grandes.

Se dibujó de invierno, dentro de un abrigo de pieles, con grandes


botas y calcetines de lana.
Estaba dibujando los cordones de las botas cuando apareció aquel
animal sonriente que parecía un perro y no lo era.

Para casos como éste, papá lleva siempre en el bolsillo un diccionario


enciclopédico. Es muy práctico. Son doce tomos con las fotografías
de casi todo y la explicación debajo o a un lado.

Buscó la fotografía de aquel animal y resultó ser una hiena.

La hiena vive en los desiertos y zonas cálidas de Asia y África, come


carroña y se ríe como si estuviera nerviosa.

Una de dos: o la hiena no estaba en su sitio, o papá había dibujado el


mapa de un país donde no iba a nevar de un momento a otro.

Empezó a sentir calor.

Tuvo que borrar el abrigo, las botas y los calcetines para dibujarse
con ropa más fresca, una camisa a cuadros, un pantalón corto y un
salakof.
También dibujó un botijo lleno de agua fresca.

Por saber a qué país correspondía el mapa que había dibujado,


decidió dar un paseo por los alrededores.

Amarró el botijo a su cintura y se puso en camino.

Después de caminar no sé cuánto tiempo ni en qué dirección, se


encontró con un hombre que dormía a la sombra de un camello.

Era un anciano de aspecto bondadoso que no se enfadó porque le


despertasen.

—Perdone si le molesto —dijo papá—, pero tengo un problema.


Estaba seguro de haberme dibujado en un país frío donde podría
hacer muñecos de nieve.

—Aquí no nevará nunca —dijo el anciano y le ofreció a papá un


puñado de dátiles dulces y pringosos—. Te resultará difícil hacer
muñecos de nieve pero en cambio podrás hacer maravillosos castillos
de arena.

En menos de un minuto se hicieron amigos.

Montados los dos en el camello se fueron de viaje por todos los


rincones de los cuentos árabes.
Viajaron casi toda la mañana viendo cosas que existen y cosas que no
existen, pero todas maravillosas.

Estaban llegando al gran oasis de Budjara, que es verdadero, cuando


fuera del dibujo gritó mi hermana Marta:

—¡Papá, dice mamá que bajes a comer que se enfrían las croquetas!

El grito de Marta y el olor de las croquetas devolvieron a papá a su


taburete de trabajo, delante del tablero.

El dibujo no estaba quedando mal del todo.

Lo sujetó sobre el desconchón de la pared y bajó a comer.

—Terminaré por la tarde —se dijo.

Y pensó que dibujaría las barbas de Harum el Raschid escuchando el


cuento seiscientos catorce, a lo mejor el de Simbad.

MI HERMANA MARTA Y UN POCO MÁS DEL


MISMO DÍA DE LLUVIA

Mi hermana Marta tiene que llorar picando cebolla, también pasa la


aspiradora por las alfombras, va por el pan y alguna vez lleva a Nuria
al colegio.
Mi hermana Marta tiene que hacer todo lo que hace mamá, o casi
todo.

Mi hermana Marta es más alta que yo y mucho más vieja.

Hace tres días que cumplió quince años.

Ella protesta:

—¿Por qué siempre me toca a mí picar la cebolla, si puede saberse?

Mamá no se enfada.

—Pícala menudita —dice.

Marta quiere ser médico de animales y de personas. Sobre todo


quiere ser médico de piernas y patas rotas.

Le gusta entablillar.

Es capaz de entablillar cualquier cosa.

Ha entablillado la cola de Pincho, el perro del lechero. Lo hizo con


trocitos de madera y medio metro de cinta rosa.

También entablilló la pata de un gorrión que se la rompió al escapar


del zarpazo de un gato sin nombre, la pata de la mesa de noche de
mamá, y un brote del cerezo.

Un día entablilló la pierna de Pablo.


—Haré un trabajo limpio y rápido —le dijo—. Así, cuando te la
rompas de verdad no nos cogerá de sorpresa.

Pablo lo pensó un buen rato.

—Te costará seis pesetas —dijo al fin.

Pablo, de mayor, además de buzo antiguo y chapuzas, será un buen


hombre de negocios.

Mi hermana Marta sabe tejer, prepara la ensalada y lee


maravillosamente en voz alta, sobre todo los cuentos de piratas, por
la noche, sentada entre mi cama y la de Pablo.

Es capaz de hacer todas las voces de una aventura. La áspera y


bronca voz del terrible Barba Negra:

—¡Por cien mil tiburones! ¡Nos casaremos, princesita, o le arrancaré


la piel a tu anciano padre! —para añadir, despacio siniestro, mientras
se escarba con un dedo entre dos dientes—: A tiras, por supuesto.

Y la dulce voz de la princesita, aguda muy aguda, pidiendo socorro


sin perder los modales:

—¡A mí!

Lamentándose:

—¡Desdichada de mí!

Heroica:

—Deja libre a mi padre y haré lo que me pides, hombre feroz.

El padre, la voz trémula, noble anciano:


—¡No, hija! ¡Mi vida no merece tu sacrificio!

Y de pronto la voz del Capitán del Rey, una voz valiente, rubia, con
bigote, a dejarse oír cuando ya parece perdida toda esperanza:

—¡Tente ahí, malandrín!

Entonces viene la emoción de la lucha. Mi hermana Marta hace que


las palabras tropiecen y salten, que cada una suene distinta a las
demás.

Es el ruido de las espadas, los ataques y los contraataques, el grito


sobrecogido de la princesa cuando la espada de Barba Negra casi le
afeita el bigote al Capitán del Rey, es la sonrisa del Capitán del Rey
que para el golpe, en cuarta, sin despeinarse.

Al fin el malísimo Barba Negra pide perdón de rodillas mientras el


Capitán del Rey besa la mano de la princesita.

Para entonces Pablo ya se ha dormido.

Marta sale de puntillas y yo me quedo con los ojos muy abiertos, una
espada de plata en. la mano, Barba Negra a mis pies y mi barco listo
para zarpar cuando la princesita se aburra de pedirme que me case
con ella.

Nuria venía hacia la cocina.


Mamá acababa de freír las croquetas y dio el primer aviso:

—¡A lavarse las manos!

Llovía despacio, sin que la lluvia hiciese ruido en los cristales.

Mi hermana Marta dejó el tejido y fue a preparar la ensalada.

—Sólo me falta cerrar un patuco, mamá —dijo mientras se ponía el


mandil verde con rabanitos estampados.

Pablo se miró las manos.

—¿Yo también tengo que lavarme? —preguntó.

Mamá le dijo:

—Tú sobre todo, cariño.

Nuria puso la mesa.

La cebolla siempre hace llorar a Marta, la primera lágrima llega a la


punta de su nariz, brilla en la punta de su nariz antes de caer en la
cebolla.

Papá entró en la cocina, a respirar fuerte, a oler el aire y paladearlo.

—¡Delicioso olor!
Lo hace todos los días. Todos los días llega a la mesa como a un
festín.

Incluso cuando se ha quemado el arroz:

—¡Fuerte y chamuscada peste, a fe mía!

Y sonríe.

Pablo empezaba a ponerse pelma:

—¿Por qué no puedo tener un destornillador?

Papá se acercó a Marta:

—¿Lloras penas de amor, hija, mi adorada hija?

—Lloro de cebolla, mi señor —respondió Marta.

Los dos se rieron.

En casa, a veces hablamos como los personajes de un cuento que leí


de pequeño, cuando era mucho más pequeño que Pablo, un cuento
de castillos, dragones, damas encantadas y nobles príncipes de
brillante armadura.

Es divertido hablar así.


A Pablo es al único que esto le parece una bobada.

—Pero estoy seguro de poder arreglarlo con un buen destornillador


—dice.

Nuria tenía los patucos en la mano y los acariciaba. Sus ojos se


iluminaron al descubrir que tenía en las manos los zapatitos de lana
de un niño chiquitín.

—¿Nené? —preguntó.

Miré a papá.

Papá miraba a Nuria y sonreía.

Nunca pude saber si en estos casos la sonrisa de papá era triste o


alegre.

LA SIESTA DE NURIA

No soy el capitán de la nave Alfa 2 en ruta hacia el confín de la


Galaxia, ni el agente especial X 21 en lucha contra los asesinos
negros.

En el patio las hormigas no crecen y crecen por efecto de las


radiaciones de una máquina infernal, ni estamos sitiados por los
comanches.

Pienso que para que uno le pasen cosas así tiene que haber nacido
dentro de un libro, ser un personaje inventado y no el hijo de un
dibujante.

No pasa nada.

Llueve y no me dejan ir de pesca.

No tengo muchas cosas que contar.


Acabamos de comer.

Después de la comida hay que recoger la mesa, fregar los platos,


barrer dos veces y ordenarlo todo, colocar sobre la mesa un tiesto
donde vive un rhipsañidopsis rojo que para ser feliz necesita toda la
luz del Sur y un vaso de agua cada dos días.

Un rhipsañidopsis no es una planta carnívora.

—¡Ojo al parche! —dice mamá—. Cada uno a lo suyo.

A ninguno nos gusta este trabajo pero hay que hacerlo. Lo hacemos
entre todos menos Nuria y papá.

Nuria tiene que hacer la siesta y papá se tumba a su lado y le habla


despacio, vocaliza, hace de cada palabra un gesto, si dice mesa,
señala mesa, si dice mano enseña la mano y la hace bailar delante de
los ojos de Nuria, si dice algo que no está en la habitación entonces
trata de dibujarlo en el aire.

—El pajarito viene a comer el maíz en tu mano.

Y las dos manos de papá son un pajarito de diez plumas que vuela a
posarse sobre la mano de Nuria.

Nuria entiende casi todo y sonríe.

Después los dos se quedan dormidos y entonces mamá empieza a


andar de puntillas.

—Procurar no meter ruido —dice.


Y todos andamos de puntillas porque Nuria y papá sueñan el uno
con el otro, papá quizá sueña que él y Nuria vuelan alrededor del Sol,
una tarde de sol, y Nuria que papá es un caballito de madera que la
lleva a pasear alrededor de la alfombra.

Los demás, de puntillas, terminamos de ordenar la cocina.

Golo salta la tapia y viene a picotear en el cristal para que le demos


los corazones de las manzanas.

Las manzanas son el postre preferido de papá.

—Me traen suerte —dice— y sin duda duermo mejor.

A veces sueño con manzanas y me despierto contento.

A veces sueño que la rhipsañidopsis es carnívora y que se merienda a


Golo.

Esto tampoco es una pesadilla.

Después de arreglar la cocina a mamá le gusta que descansemos un


rato.

Marta coge un libro para leer mientras teje patucos rosa.

—La niña se llamará Marta —dice.


Pablo olvida el destornillador para ir a acurrucarse en el regazo de
mamá que ya se columpia en su mecedora, frente a la ventana, a
mirar su cerezo, a pensar en ir arreglando algún armario o en hacer
galletas de anís para la merienda.

A Pablo le gusta el regazo de mamá.

—Aquí no sueño con la lechuza —dice.

Yo no consigo soñar con la lechuza.

A mí no me ocurre nada emocionante.

Papá ronca.

Ha dejado de llover y quizá salga el sol.

ALGO ASÍ COMO UN EPÍLOGO

Hace muchísimo tiempo que no escribo.

Por lo menos hace dos días que dejé las libretas encima del piano.

Tenemos piano.

Mamá y Marta lo tocan casi bien, papá sólo con dos dedos, Nuria se
divierte haciendo sonar los agudos y a Pablo no lo dejan desarmarlo.

Algún día me gustará ser un famoso concertista.

Ahora me voy de pesca que es algo que también merece la pena.

Pescar, si sabes hacerlo, resulta divertido y a veces emocionante,


tanto como dormir en una tienda de campaña en un bosque, una
noche de tormenta, o ser el grumete de un velero que navegue por los
Mares del Sur.
No es fácil.

Para hacer las cosas bien hay que empezar por ir a la playa, en la
marea baja, a recoger un buen puñado de esos gusanitos verdes que
se esconden debajo del limo.

Esos gusanitos sirven de cebo y a mí por lo menos suelen darme buen


resultado.

A Golo, el pato, también le gustan.

No niego que algunos días me gustarla cebar los anzuelos con Golo,
entero y sin desplumar.

Ese pato y yo no nos llevamos bien.

Bueno, cuando tienes el cebo coges tu caña y, según la luz y el color


de la mar, te vas al espigón del Norte o a las rocas de La Vieja, cebas
el anzuelo, lo lanzas al agua y esperas, atento a la picada.

En el espigón se suele coger róbalo.

Si pesco uno, mamá lo fríe y nos lo comemos.

Me gusta ser pescador.


Quizá decida ser pescador para siempre y en los ratos libres escribiré
sobre cosas verdaderas.

Escribiré:

«La mar es de muchos colores y no se está quieta.»

O:

«Viene un barco de pesca. Es de color azul. Sube y baja en las olas.


Lo rodean las gaviotas y las oigo gritar.»

Sí, escribiré lo que vea y lo que oiga, del color del aire, de mis
hermanos, de las ranitas verdes, de lo que quiero ser, de mamá, de
todo lo que es capaz de dibujar papá.

Papá puede ser el tema de un libro completo.

A cualquiera se le puede ocurrir hacer un anzuelo con la «J»


mayúscula de mi nombre, un anzuelo enorme para pescar atunes.

Sólo a papá se le pudo ocurrir convertir esa «J» en la mitad del chorro
de una ballena que vuela panza arriba por encima de un campo de
setas.

Papá puede ser increíble.

Si, voy a ser pescador.


Cenaremos pescado todos los días, hoy róbalo, mañana dorada, y
cuando tenga edad para no acatarrarme si llueve, para ser el dueño de
un barco y poder salir a la mar alta, entonces traeré atunes,
palometas, merluzas y alguna clase de pez que nunca haya visto
nadie.

En los ratos libres o los días de temporal, cuando sople fuerte el


viento del Oeste, escribiré un libro dedicado a Nuria, a mi hermana
Nuria, para que todos sepan cuánto la quiero.

Pero eso en los ratos libres y no ahora, por supuesto.

Ahora la mar está de buen color y creo que picará algo que merezca
la pena.

Me gustaría coger un pez enorme y al freírlo descubrir que se había


tragado el mensaje de un náufrago o al soldadito de plomo.
BIOGRAFÍAS

Juan Farías nació en Galicia, a la orilla de la mar. Fue tripulante en


uno de los últimos grandes barcos de vela, y vagabundo de a pie, de ir
viendo puestas de sol, vendimias, torres, cigüeñas en las torres y
cosas así.

Quiso ser bailarín porque el baile es una forma de volar. Un día


volvió a casa y se sentó a escribir. Tiene cinco hijos y un perro que no
le hace caso. Ahora sigue vagabundeando pero por los libros y las
ideas que también es algo que merece la pena. Recibió el Premio
Nacional de Literatura Infantil, en 1980, por su libro Algunos niños,
tres perros y más cosas, también publicado en Austral Juvenil. Estos
cuentos cautivaron tanto a los jóvenes lectores que en menos de un
año se han impreso tres ediciones.

Emilio Urberuaga, el ilustrador, nació un día de agosto de 1954, en


Madrid. Ha ejercido varios oficios que ha ido abandonando para
dedicarse por completo a la pintura, al grabado y a la ilustración. Al
final del día, abandona los pinceles y se dedica a escuchar música de
jazz.

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