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formas de comprender el presente

COLECCIÓN CIENCIAS SOCIALES E HISTORIA


formas de comprender el presente
© Rodrigo Cordero Vega (editor), 2012
© Ediciones Universidad Diego Portales, 2012

ISBN

Universidad Diego Portales


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Av. Manuel Rodríguez Sur 415
Teléfono: (56 2) 676 2000
Santiago – Chile
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Fotografía de portada: Soledad Pinto

Impreso en Chile por Salesianos Impresores S. A.


formas de comprender el presente
conferencias reunidas de la cátedra norbert lechner (2010-2011):
S teve F uller , T homas K lubock , W alter D. M ignolo , G uillermo
O’D onnell , A dam P rzeworski y V iviana Z elizer

R odrigo C ordero V ega ( editor )


Índice

Introducción

Rodrigo Cordero Vega / Por una ética del desvío: ciencias sociales
y comprensión del tiempo presente ................................................................................. 9

Parte I. Descolonización y naturaleza

Conferencia de Walter D. Mignolo


Presentación de Consuelo Figueroa ......................................................................... 19
Walter D. Mignolo / Desobediencia epistémica y descolonización
de las ciencias sociales ............................................................................................. 23

Conferencia de Thomas Klubock


Presentación de Alberto Harambour ....................................................................... 53
Thomas Klubock / El trabajo de la naturaleza y la naturaleza
del trabajo: historia medioambiental como historia social ....................................... 57

Parte II. Intimidad e ideología

Conferencia de Viviana Zelizer


Presentación de José Ossandón ............................................................................... 85
Viviana Zelizer / Sobre la negociación de la intimidad ............................................ 91

Conferencia de Steve Fuller


Presentación de Elisabeth Simbuerger ..................................................................... 107
Steve Fuller / La actitud preventiva y la actitud proactiva: genealogía
del nuevo espectro ideológico del siglo XXI ............................................................ 113

Part III. Política y subjetividad

Conferencia de Adam Przeworski


Presentación de Patricio Navia ................................................................................ 141
Adam Przeworski / Democracia y elecciones: en defensa
del “electoralismo” .................................................................................................. 147

Conferencia de Guillermo O’Donnell


Rossana Castiglioni / Presentación ........................................................................... 167
Guillermo O’Donnell / Subjetividad, agencia y democracia: diálogo
con la obra de Norbert Lechner .............................................................................. 171
Introducción

Por una ética del desvío: ciencias


sociales y comprensión del tiempo
presente
Rodrigo Cordero Vega
Universidad Diego Portales

Dos caminos se bifurcaban en un bosque, y yo,


yo tomé el menos transitado
y eso hizo toda la diferencia.
Robert Frost, “El camino no tomado”, 1916

Norbert Lechner tenía la costumbre de recordar a sus colegas que el gran


desafío de las ciencias sociales consistía en desarrollar la sensibilidad prác-
tica y teórica para “escuchar, nombrar e interpretar los fenómenos sociales
emergentes”. Para alcanzar tal competencia, Lechner no concebía ninguna
otra fórmula más eficaz que plantear una y otra vez la misma pregunta: qué
conceptos y esquemas podemos utilizar para hacer inteligibles fenómenos
que a simple vista parecen “vapores que flotan sin forma”. Esta orientación
lo acompañó, a él y a sus colegas, especialmente en los años de la dictadura
militar, en la ardua labor de comprender la naturaleza y las consecuencias del
autoritarismo sobre la vida social, así como las contradicciones y posibilida-
des de la nueva democracia. Es allí donde se inscribe la expectativa de Lech-
ner acerca del quehacer sustantivo de las ciencias sociales: a saber, contribuir
a pensar y actuar “al margen de las grandes avenidas” que canalizan los flujos
del tiempo presente.
Las conferencias reunidas en el presente volumen se encuentran en el ca-
mino sinuoso por el que Lechner nos proponía transitar. ¿Será porque en su
enfoque encontramos algo así como cierta sustancia universalista que anima
gran parte del trabajo de las ciencias sociales e históricas? En lo que viene, to-
maré cierta distancia de Lechner para delinear de modo breve y parcial lo que
propongo designar y defender como una ética del desvío.

9
Un desvío, importa remarcar, en ningún caso constituye una evasión o
escape, ni tampoco el desplazamiento obligado ante obstáculos en una ruta
predefinida. Como bien sugiere el filósofo e historiador de las ideas Hans
Blumenberg, lo que usualmente llamamos cultura consiste, ni más ni menos,
en un sinfín de desvíos. Y nuestra tarea consiste precisamente en encontrar-
los y cultivarlos, en describirlos y recomendarlos. Son los desvíos, añade, los
que otorgan a la cultura la función de “humanizar la vida”, pues en realidad
“solo tomando desvíos podemos existir”. La meditación de Blumenberg, quie-
ro sugerir, establece un lazo con la pregunta sobre lo emergente en nuestros
modos de actuar y vivir en común. Por un lado, el acto de tomar un desvío
nos remite al desplazamiento casual hacia un trayecto que ignoramos pero
que atrae nuestra atención. Por otro lado, la experiencia del desvío pone de
manifiesto que los seres humanos no pueden experimentar (porque nuestra
posición temporal y espacial lo impide) de una vez todas las opciones existen-
tes, ni tampoco experimentar una y otra vez la misma cosa. Visto así, el desvío
es constitutivo de lo humano.
En la cultura contemporánea, sin embargo, el desvío representa más bien
una categoría y experiencia fundamentalmente negativa, una señal residual
carente de estatus antropológico propio. En efecto, la influencia del ethos de la
eficiencia managerial y del emprendimiento competitivo, al tiempo que opera
sobre la lógica de perseguir la ruta más directa entre dos puntos, exige apar-
tarnos de todo aquello que nos distraiga del camino más “corto” o “recto”. La
irregularidad aparente de la figura del desvío queda así malamente atada a la
idea de un déficit, o derechamente de un fracaso, que puede ser tanto tempo-
ral como normativo. Por una parte, desviarse sería equivalente a un “retraso”
en la marcha de cierto proceso en curso o en la llegada a un destino. Este es
el dilema clásico de los proyectos modernizadores (sean de tipo colonial, in-
dustrial o neoliberal) que, casi por definición, son discursivamente hostiles a
la lógica del desvío, aunque no inmunes a ella en la realidad. Por otra parte, el
desvío adquiriría la forma de una “anomalía” respecto a un estándar que prefi-
gura lo que es considerado normal. Y no es ningún secreto que en las ciencias
sociales, especialmente la sociología y la psicología de corte más ortodoxo, el
pensamiento y comportamiento “desviado” han sido y siguen siendo temas
que atraen interés y bastantes recursos de investigación.
En ambos casos el resultado es una suerte de “moralización” del acto de
desviarse, pues dentro de una estructura de decisión binaria, entre alternativas
estables y excluyentes, el desvío está destinado a ser evaluado como lo que
deberíamos descartar racionalmente o domesticar técnicamente. Pero, ¿qué

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ocurriría si no nos desviáramos nunca del camino previamente escogido, ni
de las ideas y creencias que orientan nuestras acciones y proyectos, ni de las
normas y formas institucionales que gobiernan nuestras trayectorias persona-
les y relaciones sociales? La categórica respuesta de Hans Blumenberg es que
eso sería lo más cercano a una existencia sumergida en el “barbarismo”, es
decir, una existencia desprovista de alternativas –lo disponible en el mundo
en pleno– y, por lo tanto, agobiada por la circular y deprimente alternancia
de lo uno y lo mismo –lo que se presenta como inevitable. La disputa contra
ese barbarismo es, a mi entender, la orientación que todavía puede otorgar un
sentido ético a las ciencias sociales y humanas en su atributo más fundamental:
la labor de comprensión del tiempo presente.
Antes de adentrarnos “directamente” en este asunto, permítanme recurrir
arbitrariamente a un ejemplo del arte contemporáneo: la obra del artista vi-
sual Francis Alÿs, que captura con notable intensidad la experiencia del desvío
como un acto poético y político de tipo afirmativo. En 1997, Alÿs se planteó
el problema de cómo viajar entre las ciudades de Tijuana y San Diego sin tener
que cruzar la frontera México/Estados Unidos que las separa. Su respuesta fue
emprender un trayecto alternativo hacia el sur, vía aérea a través de Panamá,
Chile y Australia, para luego subir hasta Tailandia y China, cruzar por Alas-
ka, descender a Estados Unidos por Canadá, y finalmente llegar a San Diego
treinta y cinco días después. Este costoso y extenso rodeo (cuyo resultado
material es una modesta postal de distribución gratuita al público) permitió
a Alÿs no sólo revelar metafóricamente la porosidad inherente al borde y las
dificultades que los mexicanos enfrentan al visitar Estados Unidos, sino que
también el singular privilegio de movilidad global que ostenta el mundo del
arte contemporáneo (la operación fue financiada en su totalidad con los di-
neros asignados a Alÿs por la organización de la bienal de arte a la que había
sido invitado).
Si me apoyo en este ejemplo de las artes visuales no es porque desee funda-
mentar necesariamente allí mi argumento sobre la ética del desvío. Lo hago
más bien con la intención de insinuar la simetría que existe entre la práctica
artística de Alÿs y la de los autores de las conferencias que a continuación se
presentan. Todos son viajantes que han trazado y alimentado trayectos alter-
nativos en el mundo, caminantes que con frecuencia han preferido transitar
por calles laterales en vez de dejarse cegar por las luces de las avenidas prin-
cipales de sus respectivas disciplinas. Ello supone el cultivo del difícil arte de
abrir pasajes y cruzar fronteras entre mundos diferentes como modo de eluci-
dar nuevas posibilidades de comprensión.

11
Plantear esta lectura sobre el cultivo de una ética del desvío no debe lle-
varnos a reducir la diversidad de las conferencias reunidas en este libro a un
modelo común de trabajo. Por ello, aquí solo remito al lector a claves gene-
rales que le permitan elegir una hebra para comenzar a hilvanar los diálogos
posibles entre ellas.
Las conferencias de Walter Mignolo y Thomas Klubock invitan a un des-
cuelgue de las narrativas tradicionales (liberal y marxista) sobre la modernidad
capitalista para encontrar nuevas vías para una crítica del presente. Mignolo
recurre a la formulación del concepto de “descolonialidad” como un proce-
so histórico-discursivo, con base en prácticas de desobediencia epistémica
de los sujetos, mientras que Klubock apela a la reconstrucción de la historia
medioambiental de los bosques del sur de Chile para apreciar la ligazón en-
tre procesos ecológicos y desarrollo capitalista. Viviana Zelizer y Steve Fuller,
por su parte, abogan por formas de estudiar la vida social que no reduzcan
sus partes a zonas ontológicamente distintas. Zelizer se vuelca a las prácticas
de valorización económica que ocurren en ámbitos aparentemente externos
aunque no extraños al mercado, como la vida doméstica; y Fuller reconstruye
la trama de discursos científicos, teológicos y políticos tras la formación de la
tradicional división izquierda/derecha y la configuración de nuevos modos de
orientación ideológica. En tanto, Adam Przeworski y Guillermo O’Donnell
se empecinan en ir contra el mainstream de la ciencia política actual, con el
propósito de defender conceptos cuya desvalorización aparente los transforma
en simples clichés del lenguaje político. Si Przeworski defiende con argumen-
tos empíricos la relevancia de las elecciones como mecanismo operativo de la
libertad política, O’Donnell retoma con fuerza la noción de agencia de los
sujetos como la base normativa y moral de la democracia.
Con todo, la proposición que deseo sostener aquí es que la ética del desvío
es un puente que permite poner en contacto el trabajo de las ciencias sociales
y el tiempo presente. La hipótesis tras este argumento es que tal relación no es
algo que uno pueda dar por descontado, sino que requiere esfuerzo producir
y mantener. Si ello es así, la ética del desvío puede ser entendida en términos
amplios como un estilo o modo de orientación para transitar en el mundo.
Para comprender el tiempo presente, y por tanto a nosotros mismos como
agentes cuya existencia se despliega en el mundo, no existen fórmulas de abor-
daje directo ni inmediato. El trabajo de las ciencias sociales consiste preci-
samente en evitar los atajos y tomarse en serio lo que significa la práctica
de “comprender”: disponer del tiempo para formular preguntas y producir
descripciones que permitan otorgar significado a lo que ocurre en y lo que

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da forma al mundo social –reconocer en el presente la cualidad de lo nuevo
y emergente. Esta operación no es estática ni ocurre en el vacío, sino que
tiene lugar como una serie de desplazamientos en la compleja brecha que,
parafraseando al historiador Reinhart Koselleck, separa el pasado que se pre-
senta como “experiencia” y el futuro que se enuncia como “expectativa”. Por
eso, comprender implica estar siempre dispuesto a tomar un desvío que nos
distancie de lo que parece una identidad consistente consigo misma, de lo que
se autoimpone como esencial, natural y estable en el tiempo. Dicho de otra
forma, el ejercicio de comprender demanda disolver lo conocido en lo desco-
nocido y, al hacerlo, darle un espacio propio.
La ética del desvío, por tanto, es un intento sostenido por descargarnos de
los absolutismos que pueblan nuestra existencia y de la lealtad a verdades que
se erigen como necesarias. Ello tiene un efecto cierto en el trabajo de repensar
nuestra relación con el presente –las formas institucionales, las orientaciones
normativas, las prácticas sociales que producen nuestra existencia en común–
desde la fragilidad y la plasticidad de su propia contingencia. Tal posibilidad,
como nos enseña la fenomenología, se actualiza especialmente en aquellos
momentos que introducen discontinuidad, cambios de sentido y dislocacio-
nes en nuestras prácticas y categorías. No cabe duda entonces por qué, al
recorrer el itinerario de la historia, hayamos que este tiene más bien la forma
de un sinnúmero de bifurcaciones y no la de una vía directa sin distracciones
ni retrasos.
De alguna forma, el proyecto de una ética del desvío encarna lo que Kant
describiera como una imaginación entrenada “para ir de visita”. Siguiendo esa
intuición, la acción de tomar un desvío significa mucho más que simplemente
abandonar, accidentalmente o no, el trayecto conocido a un sitio de llegada.
Constituye la disposición a allanar un lugar de encuentro con una otredad
que, si bien trasciende nuestra experiencia actual, es inmanente a la textura
del mundo que habitamos.
Este alegato a favor de una ética del desvío no debe ser en ningún caso con-
fundido con la fundamentación para un programa específico de investigación
científica. Debe ser más bien tomado como la modesta aunque firme recon-
sideración de un modo de orientación que permea la empresa intelectual de
las ciencias sociales, y cuya significancia antropológica consiste, como sugiere
Hannah Arendt, en mantener una “actitud” de apertura hacia el mundo y en
el mundo. O, como diría el mismo Norbert Lechner, en cultivar la disposición
a “escuchar, nombrar e interpretar los fenómenos sociales emergentes”.

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Parte I. Descolonización y naturaleza
Conferencia de Walter D. Mignolo
29 de octubre de 2010
Presentación
M. Consuelo Figueroa G.
Universidad Diego Portales

El semiólogo argentino y profesor de literatura, lenguas romances y an-


tropología cultural de la Universidad de Duke, Walter Mignolo, ha dedica-
do gran parte de su trayectoria académica a reflexionar sobre algunos de los
principios y supuestos que más férreamente han sostenido el pensamiento
occidental moderno. Poniendo en duda nociones escriturales, temporales y
espaciales instauradas como verdades indiscutibles bajo la lógica de la mo-
dernidad eurocéntrica, su trabajo no solo ha facilitado la incorporación de
otros sujetos, áreas geográficas y procesos históricos que antes no ingresaban,
o bien lo hacían desde una marginalidad que terminaba por invisibilizarlos.
Con ello, Mignolo ha expandido también las posibilidades de pensar, desde
otras perspectivas y aproximaciones, los saberes en plural. La “desobediencia
epistémica” y la “descolonización del pensamiento”, a las que nos invita en la
conferencia que sigue, apuntan justamente a desmoronar el carácter universal
con que se han revestido los modos de conocer/comprender emanados de
Europa occidental, para constituirlos en una perspectiva más, entre muchas
otras, de abordar el conocimiento.
Uno de los ejes centrales que atraviesa prácticamente todo su trabajo dice
relación con la necesidad de entender las lógicas de dominación que históri-
camente ha ejercido y sigue ejerciendo Occidente en el resto de las regiones
del mundo. Hasta la década de 1960 –momento en que Mignolo inició su
formación universitaria–, el centro del debate estuvo puesto en las estructuras
políticas y económicas de poder desplegado por parte de los imperios colonia-
les. Sin embargo, en aquella época comienzan a irrumpir –con timidez en un
principio y con notable fuerza luego– críticas a la imposibilidad que tenían
los análisis marxistas y estructuralistas en boga de romper con la situación de
marginalidad analítica que ocupaban las así concebidas periferias. Había que

19
reflexionar sobre los procesos de producción del conocimiento y la imposi-
ción de categorías que, entendidas bajo un halo de universalidad, describían,
jerarquizaban y clasificaban el orden planetario. Fueron las corrientes subal-
ternas y poscoloniales, surgidas desde los años ochenta en el sureste asiático, y
debatidas en América Latina por intelectuales como Aníbal Quijano, Enrique
Dussel, Santiago Castro-Gómez y el mismo Mignolo, entre muchos otros, las
que dieron el marco conceptual para repensar las lógicas de dominación de un
tipo de pensamiento que había difundido y naturalizado formas de discrimi-
nación geográfica, racial y de género.
En uno de sus textos más influyentes, The Darker Side of the Renaissance.
Literacy, Territoriality and Colonization (1995), Mignolo explora lo que tan
sugerentemente ha denominado como “el lado oscuro” de la modernidad,
a saber, el sustrato de violencia y crueldad sobre el que esta se ha erigido. La
alusión a la oscuridad se lee, por una parte, como el persistente encubrimiento
o silenciamiento de procesos históricos, regiones geográficas y sujetos no euro-
peos que posibilitaron el proyecto modernizador del Viejo Continente; y por
otra, como la imposibilidad de denominar las atrocidades –efectuadas contra
“otros”– que conllevaba la promesa salvífica de la modernidad eurocéntrica,
sin que esta terminara por desmoronarse. Mignolo retoma la metáfora del Sis-
tema-Mundo planteada por Immanuel Wallerstein, que sitúa los inicios de la
explotación capitalista en la expansión geográfica europea del siglo XVI, con
el consecuente reguero de abusos provocados por la conquista de América y
la depredación de África. Pero a ella le agrega el componente de violencia que
deviene de la imposición de relatos que, fundados en un pensamiento supues-
tamente racional y científico único, invalidan modos de conocer diferentes,
despojando a otros de su calidad de sujetos. La crítica hacia el orden moderno
requería detenerse en lo que Mignolo denominó como la “colonialidad”, es
decir, aquella condición que surge desde la “herida colonial” –término acu-
ñado por Frantz Fanon– y que alude a la idea de que quienes no entran en
el relato histórico occidental no solo están condenados a padecer la subordi-
nación y sometimiento que supone toda expansión imperial, sino también a
ser concebidos en un nivel de inferioridad. Así, los componentes del binomio
modernidad/colonialidad pasan a constituirse en partes inherentes del mismo
proceso; la existencia de un lado de la dicotomía está necesariamente condi-
cionada por la presencia del otro.
Este traslado temporal de los orígenes de la noción de modernidad desde el
iluminismo dieciochesco –como han sostenido muchos de los pensadores pos-
modernos europeos– al siglo XVI conlleva en sí mismo un trasfondo radical.

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Si bien para Mignolo la ubicación cronológica no es por si misma definitoria,
sí resulta fundamental resituar los orígenes del capitalismo y la matriz colonial
del poder moderno en la expansión de los imperios español y portugués. El
llamado es a no perpetuar el velo de silencio que ha recaído sobre enormes
contingentes de población y que ha cimentado las bases del crecimiento y
desarrollo sostenido de Europa, desde la expulsión de moros y judíos de la pe-
nínsula ibérica, la propagación de la esclavitud en África y su violento traslado
hacia tierras americanas y otros lugares del orbe, y el trabajo forzoso, el abuso
y el atropello a los indígenas. Desde esta perspectiva, el quiebre temporal que
conllevó el desarrollo de las corrientes ilustradas del siglo XVIII, el estallido
de la Revolución Francesa o la expansión imperialista de potencias como In-
glaterra, Holanda o Francia durante el siglo XIX, no fueron sino hitos que
refrendaron un proceso de modernización y expansión capitalista que ya tenía
varios siglos de existencia. Insistir en ellos como matriz del orden moderni-
zador no es más que perpetuar la miopía propia del análisis eurocéntrico. De
algún modo, el desplazamiento cronológico está necesariamente vinculado
a un desplazamiento espacial, en tanto que requiere de una reflexión que se
traslade hacia distintos lugares de experiencias de modernidad/colonialidad.
El trabajo de Mignolo, sin embargo, no se restringe únicamente a la de-
nuncia respecto de las violencias asociadas a la supremacía de los relatos mo-
dernos. En su escrutinio a esos ámbitos, que hasta ahora habían quedado
en una nebulosa confusa e incomprensible respecto del encandilamiento que
generaba la propuesta modernizadora, emergen posibilidades de otros saberes
que, no obstante su ocultamiento, han estado y siguen estando presentes. Las
voces son múltiples y el relato de la civilización no es sino uno más entre
una pluralidad de formas de conocer. Son justamente estas otras perspectivas
descolonizadoras, que emergen de la desobediencia epistémica, a las que nos
invita a revisar en la siguiente conferencia.

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Desobediencia epistémica y
descolonización de las ciencias
sociales1
Walter D. Mignolo
Universidad de Duke

En los meses transcurridos entre mi presentación en la Cátedra Norbert


Lechner y la traducción de esta a versión escrita ocurrieron una serie de fenó-
menos en el mundo que tocan a la reflexión aquí realizada. Fenómenos que
son signos muy claros de que el proyecto de la modernidad no será concluido,
porque es evidente que fracasó. El incontenible caos financiero de Estados
Unidos y de la Unión Europea muestran ya que la honestidad y el capitalismo
son contradictorios; y que la ética protestante no se aviene hoy con el espíritu
del capitalismo. El malestar producido por la crisis en las elites exacerbó la
impaciencia y el fundamentalismo de la extrema derecha. En Estados Unidos,
el signo más visible fue el intento de asesinato de la congresista Gabrielle
Gifford, en Arizona. En Europa, la punta del iceberg emergió en Noruega,
en la isla de Atoya y en el centro de Oslo: Anders Behring Breivik hizo ex-
plotar una bomba y luego asesinó a varias decenas de jóvenes. Ambos casos
fueron relacionados, y resulta también obvio, con el creciente extremismo
de derecha. Por otro lado, la emergente sociedad política global (la sociedad
política que exige participación en las decisiones que el modelo político de la
modernidad asignó al Estado y sus “elegidos”) explotó en Túnez, se trasladó
a Egipto y eclosionó en Siria, todo esto al sur y al este del Mediterráneo, pero
no se detuvo ahí. Los indignados de España y de Grecia son la respuesta de
la sociedad política global a la intolerancia de la extrema derecha y a la des-

1 Mi conferencia en el ciclo de la Cátedra Norbert Lechner coincidió con la organización del seminario
“Produciendo lo social. Una mirada reflexiva sobre las ciencias sociales en Chile”. Como no soy sociólogo
ni habito en Chile, no pude referirme a las ciencias sociales de este país, pero sí a la cuestión de las ciencias
sociales en general, al problema del conocimiento y al conocimiento que constituyó y sostiene la matriz
colonial de poder. Mi conferencia en la Cátedra Norbert Lechner intentó dialogar con este seminario
paralelo desde una perspectiva descolonial.

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humanización de la economía del desarrollo para ganar más y excluir más. La
respuesta más clara en el seno de la modernidad fueron las insurgencias en
Inglaterra y en Chile. Las insurgencias estudiantiles, que ya habíamos visto en
Europa frente a la comercialización y la corporativización de la educación en
el Plan Bolonia, explotaron en Chile también. La intolerancia de la extrema
derecha respondió en Chile, sobre todo frente a la figura de Camila Vallejo,
mostrando que las memorias del totalitarismo siguen firmes en las elites de
derecha: “Se mata a la perra y se termina la leva”, expresión que diseminaron
los periódicos chilenos, pone de relieve lo que tiene en común la extrema de-
recha en Chile, en Estados Unidos y en Europa. Por otra parte, vemos surgir
con esperanzas, en la sociedad política global, el liderazgo de mujeres jóvenes
cuyo poder reside en lo que Mahatma Gandhi llamó “desobediencia civil”. La
desobediencia civil, para Gandhi, era algo distinto a la resistencia pasiva. La
resistencia pasiva, decía Gandhi, se expresa en la lucha del débil que, en algún
momento, terminaría en violencia. La desobediencia civil, en cambio, es la
lucha del fuerte, del que sabe que sus argumentos apuntan hacia el futuro.
La desobediencia civil es en realidad desobediencia epistémica, puesto que
se deriva del hecho de saber que el proyecto de liberación se sobrepondrá al
proyecto de control y de opresión.

1. En torno a la desobediencia epistémica


En la historia del concepto “desobediencia civil” es común encontrar refe-
rencias a sus orígenes en Grecia, específicamente, en la figura de Antígona (una
de las hijas de Edipo, ex rey de Tebas), quien desafía a Creón (actual rey de
Tebas) diciendo que ella debe obedecer a su propia consciencia más que a las
leyes humanas. Gandhi empleó el concepto de desobediencia en sus luchas por
la liberación de India del imperio británico. Pero el concepto que llegó a él, tras
la expansión de Occidente, se encontró con un cuerpo en cuya memoria estaba
inscrita una historia mucho más antigua que la de Grecia, de formas de ser, de
sentir y de pensar. La “desobediencia civil” en Gandhi lleva toda la carga de la
desobediencia epistémica que pone al margen y en otra historia, la historia de
Antígona. Ello no quiere decir que se la deseche, sino que Antígona es relevan-
te para cierta memoria, formas de ser y de sentir pero no para muchas otras,
incluidas algunas mucho más antiguas como la de India. ¿Qué puede asegu-
rarnos que la experiencia local que genera Antígona en la antigua Grecia es la
experiencia del “ser humano” en todo el planeta, independientemente de que
esas otras experiencias locales no tengan mucho que ver con la de los griegos?
Para Gandhi, la desobediencia civil no era una cuestión de conciencia y de

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ley, como en Grecia, sino que era una cuestión de conciencia descolonizadora
frente a la ley imperial que sometía a todo un pueblo. La expresión fue reto-
mada por Martin Luther King y se convirtió en una clave de los movimientos
por los derechos civiles que tuvo su explosión, en Estados Unidos, en 1969.
En Gandhi la desobediencia civil tiene una dimensión abiertamente geopo-
lítica: se trata de desobedecer las leyes que no surgieron en y de la historia
de India, sino en y de la historia de Inglaterra, para ser luego impuestas a la
sociedad india. En el caso de Martin Luther King, la expresión adquirió una
dimensión abiertamente corpopolítica: la desobediencia civil fue planteada
en los reclamos por la liberación racial y patriarcal en el interior de un esta-
do-nación en el cual la racialización de los cuerpos establecía diferencias de
ciudadanía. El desafío de Martin Luther King no fue solo la defensa de los
ciudadanos afroamericanos, sino también el avance de la liberación racial en
Estados Unidos. En efecto, estaba ya planeado un encuentro entre las organi-
zaciones chicanas (en pleno ascenso) y las organizaciones afroamericanas para
poco tiempo después del asesinato de Martin Luther King.
La referencia a Antígona en la historia de la expresión de desobediencia civil
es interesante puesto que oculta y descarta toda posibilidad de que tal noción
hubiera sido usada en otras civilizaciones contemporáneas a las de Grecia o
anteriores a ella, como China e India. Cuando nos damos cuenta de las li-
mitaciones de un saber que hace de la historia de una civilización la historia
misma de las civilizaciones del mundo, o bien hace de todas las civilizaciones
del mundo una, es también cuando nos damos cuenta de que la desobediencia
civil es necesaria pero no suficiente. La “desobediencia epistémica” es funda-
mental. Es así como, además de la enorme importancia del uso de la expresión
“desobediencia civil” por Mahatma Gandhi y Martin Luther King, debemos
entender que su fuerza consiste en abrir las puertas a la desobediencia episté-
mica de la “ley”. No solo, literalmente, de la ley del derecho y de la constitu-
ción, sino también de la ley (normas regulativas) del saber disciplinario. Sin
la desobediencia epistémica caeríamos en las trampas del multiculturalismo:
esto es, la tolerancia a la diversidad cultural, pero no dejando que la diversidad
cultural cuestione los principios del saber que rigen los estados modernos y
los estados moderno-coloniales (como lo son en América del Sur, Central y
Caribe, India, Argelia, Nigeria, etc.).
La desobediencia epistémica es más que la desobediencia a la ley: es el cues-
tionamiento mismo de los principios que rigen tal ley. No solo cuestiona lo
dicho por la ley sino, más aun, su decir. ¿En qué se legitima la legalidad de la
ley, quién se beneficia con ella, a quién le conviene, a quiénes la ley permite

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eliminar? ¿Sobre qué principios, qué creencias, qué historias locales, qué ca-
tegorías de pensamiento y qué proyectos, fue tal ley enunciada y establecida?
A raíz de la invasión de Iraq, en 2003, surgió un debate en el cual la desobe-
diencia epistémica fue puesta en juego, aunque el debate no se definió en estos
términos. La cuestión es si, en el futuro de Iraq, el Estado debía montarse
sobre los principios legales que sostienen la idea de democracia en Europa
Occidental y Estados Unidos, o, en cambio, si debía ser la ley islámica la que
debía sostener la organización justa y equitativa, respetuosa del prójimo, en
vez de competitiva y racista. No sabemos cuál será el futuro de Túnez, pero
lo que sí sabemos es que las insurgencias que derrocaron el estado poscolonial
(corrupto y occidentalizado) no fueron solo una revuelta anti sino, funda-
mentalmente, una revuelta por la reinscripción de formas islámicas de vida y
de pensamiento. Un caso semejante lo están viviendo los bolivianos, después
que Evo Morales fue elegido presidente. Los interesantes debates en torno a la
forma estado y la forma ayllus (Medina 2011) tienen el mismo perfil que los
debates en torno a la situación de Iraq. La desobediencia epistémica frente a la
universalización del saber y al control de subjetividades por medio de ese saber
está en marcha. Ninguna ley, ningún proyecto puede ser universal. Lo cual no
implica defender el “relativismo cultural”, sino que argumentar y construir la
pluriversalidad como proyecto universal.
De lo que se trata en todos estos casos es de reinscribir en la construcción
de futuros las formas de pensar (epistemología) y de ser (ontología) que fueron
descartadas, marginadas, devaluadas y relegadas a la tradición y al pasado por la
“ley” de la modernidad. Desobedecer esa ley, civil y epistémicamente, es el punto
de partida de los procesos de “descolonización” epistémica y ontológica en todas
las esferas de lo social. No en su totalidad, por cierto, puesto que los logros de
la modernidad nos permiten ver los puntos débiles en otras civilizaciones, de la
misma manera que la comprensión de los principios que rigen otras civilizacio-
nes nos permite ver los puntos débiles de la modernidad. No seamos idealistas,
ni en pro de la modernidad ni en contra de las civilizaciones no modernas. La
cuestión no es la de “reemplazar” la civilización occidental trayendo al presente
civilizaciones anteriores, sino de “afirmar” formas de vida y de conocimiento
que la civilización occidental negó; este error motiva hoy tanto la crisis interna
del eurocentrismo como la emergencia de la desoccidentalización, la descolonia-
lidad y la sociedad política global. Pero, se dirá, en las civilizaciones en que tú
estás pensando había opresión, patriarcado y formas de dominación. Sin duda,
al igual que en la civilización occidental. Lo que importa es que en todas las
culturas y civilizaciones no occidentales, como en la occidental también, había y

26
hay valores, formas de ser, de pensar, de sentir y de hacer que son tan sostenibles
como los principios emancipadores de Occidente. Además, ninguna de las civi-
lizaciones anteriores logró un estado, temporario, de dominio y control global.
La desobediencia epistémica es un esfuerzo por desprendernos de las totalidades
totalitarias de una civilización para movernos hacia totalidades pluriversales que
construyan sujetos y subjetividades que, epistémica y ontológicamente, contri-
buyan a desmontar las barbaries de Occidente (Hobsbawm 1994) y su proyecto
imperial global. Para ello son necesarias la cooperación y la liberación epistémica
y ontológica de sujetos que, al ser racializados, fueron rebajados, y por lo tanto
controlados, epistémica y ontológicamente. El racismo no es una cuestión de
piel sino de control del conocimiento que clasifica y jerarquiza.

2. El archivo conceptual de la colonialidad/descolonialidad 2

La dimensión imperial/colonial
En el siglo XVI se forma la matriz colonial de poder y en el proceso de su
formación, mediante el pensamiento y el hacer de actores e instituciones ibé-
ricas, genera respuestas, algunas de ellas descoloniales. De modo que el con-
cepto fundamental que propongo es una tríada: modernidad/colonialidad/
descolonialidad. Ello quiere decir que la retórica de salvación y progreso de
la modernidad requiere de la colonialidad: no hay razón para que alguien se
autodesigne para salvar a otros que no necesitan la salvación que los salvadores
se autoasignan como proyecto, ni tampoco hay razón para hacer progresar
a quienes no están inclinados a progresar en el sentido impuesto. Este lado
oscuro y oculto es la colonialidad. Aquellas personas que no tienen interés en
ser salvadas, ni tampoco tienen interés en progresar como se les indica, ni en
aceptar la nociones de salvación y de progreso, comienzan a responder contes-
tando los argumentos de quien invade sus vidas, creando y construyendo co-
nocimientos que tienden a mostrar que los conocimientos del invasor no son

2 En la presentación oral limité el archivo a una serie de pensadores (sociólogos la mayor parte) que
contribuyeron a lo largo del siglo XX a la formación de puntos de vista sobre la historia colonial y en la
formación colonial de “América Latina”, el nombre de un continente que reemplazó la invención colom-
bina de Indias, que el papa Alejandro VI bautizó “Indias Occidentales”, y luego desplazó a América, la
designación derivada de los legados de Américo Vespucio. La invención de “América Latina” corresponde
al momento del “colonialismo interno”, es decir, al momento en que los criollos pasaron a ocupar puestos
en el gobierno, en las universidades y en la opinión pública (Mignolo 2005). Pudieron así controlar el
saber y la toma de decisiones políticas. Epistemología y política se unieron en esta nueva fase de colonia-
lidad, la era de las repúblicas y del colonialismo interno. Mi genealogía en la conferencia comenzaba por
los sociólogos Rodolfo Stavenhaguen y Pablo González Casanova, quienes introdujeron el concepto de
“colonialismo interno” a finales de los años sesenta.

27
universales. Esto es la descolonialidad. La modernidad consiste en el relato de
quienes se autodefinen como salvadores y modernos, y crean su propio relato
para justificar su presente como victorias y logros (la colonialidad) y así justifi-
car, de paso, la salvación y el progreso para los demás. Esto es la modernidad/
colonialidad, el relato del eurocentrismo. La desoccidentalización y la desco-
lonialidad emergen con la toma de conciencia fuera de Europa y de Estados
Unidos (y hoy por la inmigración en Estados Unidos y Europa, y también por
los pueblos originarios de lo que es hoy Estados Unidos).
La matriz colonial de poder explaya lo que en la triada conceptual aparece
como colonialidad. Y la descolonialidad se explica como desobediencia epis-
témica a las reglas de la matriz colonial de poder. La matriz colonial de poder
o colonialidad, en una palabra, es la estructura de gestión y control imperial
que el relato triunfante de la modernidad oculta.
La desobediencia epistémica ya no la podemos encontrar en Grecia, ni en
Antígona ni en Platón ni en Aristóteles. El archivo de esta historia es otro, un
archivo-otro que controla y gestiona la inflación epistémica del archivo con-
ceptual e ideológico eurocéntrico. El archivo de la desobediencia epistémica se
origina, en realidad, en el siglo XVI, aunque la conciencia de nombrarse como
tal surgió en el siglo XX, en la continuidad de una historia soterrada. ¿Por qué
en el siglo XVI? Porque fue en ese entonces cuando lo que hoy identificamos
como civilización occidental comenzó su formación en la confluencia de la
historia de Europa, con su punto de referencia en el Imperio Romano y su
antecedente en Grecia (paralelo y semejante quizás a la civilización andina,
con su punto de referencia en Cuzco y su antecedente en Tiahuanaco), y el
contacto con un “Nuevo Mundo”, según lo bautizó la ignorancia de los cris-
tianos ibéricos e italianos que se toparon con él.
Esta historia es familiar para quienes hemos sido educados en la América
ibérica, seamos ascendientes de europeos, de africanos o de las civilizaciones
andinas y mesoamericanas que coexistían, en ese momento, con una Europa
que todavía no era tal y estaba marginada del centro del comercio global, que se
ubicaba en China. Por eso Colón quiso ir para allá, y antes Marco Polo, pero no
sabemos de ningún aventurero chino que quisiera desesperadamente ir a lo que
sería Europa, y que en ese momento era el territorio de los cristianos occidenta-
les, derrotados en las cruzadas y todavía invadidos por las extensiones del califa-
to musulmán. La historia de la desobediencia epistémica descolonial comienza
pues en el Nuevo Mundo, en los Andes y Mesoamérica, en Tawantinsuyu y
Anáhuac. La incorporación del mundo islámico a la desobediencia epistémica
es posterior. No la encontramos en el momento en que los musulmanes fueron

28
expulsados de Castilla, ni tampoco durante la vigencia del sultanato otomano,
sino a partir de la caída de este, después de la Primera Guerra Mundial.
El proceso civilizatorio comenzado por España en el Nuevo Mundo en
el siglo XVI fue continuado en el siglo XVII por Inglaterra y Francia, en el
Caribe y América del Norte, y en Asia y África en el XIX. Portugal y Holanda
fueron dos importantes actores en el comercio, pero no tuvieron un proyecto
civilizatorio e imperial colonial como los tres primeros. Este proceso no fue de
un solo país imperial, sino que en él intervinieron los países de la Europa Oc-
cidental y luego Estados Unidos. De aquí proviene el discurso sobre la Guerra
del Golfo, emprendida por George Bush padre, hacia 1991. Tal proceso civi-
lizatorio consistió, fundamentalmente, en imponer formas de conocimiento
que regularon las subjetividades y las conductas de acuerdo a las formas de
ser y de pensar de las elites de la Europa cristiana y occidental, y luego secu-
lar, también, a partir del siglo XVIII. El punto de origen (en que comienza
a gestarse la idea y el relato) de la civilización occidental es el momento en
el que dos mundos mutuamente desconocidos se encuentran, y uno de ellos
comienza a imponerse sobre el otro. Sabemos que a finales del siglo XV las
civilizaciones maya (en decadencia), azteca e inca (en ascendencia) estaban ya
formadas, pero no podríamos decir lo mismo de la civilización occidental. La
cristiandad, como dijimos, que habitaba lo que es hoy Europa Occidental,
no era una civilización todavía, la civilización occidental no existía como tal.
Contaba solo con el pasado del Imperio Romano y, a través de él, con Gre-
cia, pero el Imperio Romano no era occidental. Constantino, el emperador
que institucionalizó el cristianismo, lo hizo en la sede del Imperio Romano
en Constantinopla, hoy Estambul, en Turquía, país que la Unión Europea
todavía no quiere reconocer como parte suya. De modo que el relato de la
civilización occidental comienza a formarse en el encuentro de un pueblo
marginal en relación con los centros civilizatorios del mundo en ese momento
(China, India, el Islam, los reinos de África, los mayas, los aztecas, los incas),
un pueblo que se topa con civilizaciones en general desconocidas para el Viejo
Mundo. Europa era ya reconocida por los cristianos durante la Edad Media
como un continente, pero no como una civilización. En la división tripartita
del mundo que la cristiandad concebía, Europa era el territorio de Jafet, Asia
el de Shem y África el de Cham.
Por razones que no es del caso elaborar aquí, las civilizaciones existentes en
Mesoamérica y en los Andes fueron desmanteladas y de las ruinas surgió, en
el territorio europeo, el relato de un Nuevo Mundo que fue fundamental para
la configuración del imaginario europeo y el relato de la civilización occiden-

29
tal, primero cristiana y luego secular. Tal relato se constituyó no solo como
afirmación de una nueva civilización, sino también –paulatinamente– como
una superior a todas las demás. El Dios verdadero fue uno de los argumentos
esgrimidos por la teología, mientras que la superioridad de las ciencias lo fue
por parte la filosofía secular.
El latín y el griego fueron las lenguas en las cuales se asentó el saber cons-
tituido en la Edad Media europea, saber retomado y ampliado durante el
Renacimiento. El Renacimiento fue precisamente el momento de la toma
de conciencia de un presente que no solo se separaba de la edad oscura, la
Edad Media, sino que además estaba imbuido de un ánimo triunfal, de una
voluntad de futuro a conquistar (de ahí la noción de progreso primero y de
desarrollo después), originada en el sentido de superioridad que le otorgó a
Europa la conquista y la explotación de las riquezas y de las gentes del Nuevo
Mundo. Esa superioridad les garantizó el derecho de extender la trata de es-
clavos que, si bien ya operaba en ese momento, no existía con la brutalidad y
el desprecio por la vida humana que tuvieron los comerciantes, apoyados por
sus respectivas coronas, de Portugal, España, Holanda, Francia e Inglaterra.
Desde el momento en que localizamos el punto de origen de la civilización
occidental nos encontramos, por un lado, con los esplendores del arte y del
conocimiento, del latín y del griego, de hombres como Leonardo; por otro
lado, con la violencia, la explotación, la esclavitud y la comercialización de
la vida humana. Dos caras del mismo proceso. Hoy lo describimos como la
retórica de la modernidad y la lógica de la colonialidad. La segunda es nece-
saria para que exista la primera. Es cierto que una cara del Renacimiento no
está relacionada con el Nuevo Mundo, sino más bien con las riquezas que
las tres ciudades italianas más activas en el comercio mundial antes de 1500,
Florencia, Venecia y Génova, aportaron para que floreciera el mundo de las
letras, de las artes y de las ciencias. Pero, por otro lado, los financistas geno-
veses que costearon las expediciones castellanas a través del Atlántico durante
la primera mitad del siglo XVI coadyuvaron a la expansión de la cristiandad
ibérica (España y Portugal) y a su “toma de posesión” del planeta a través del
papa Alejandro VI. En efecto, mediante dos bulas, la de Tordesillas en 1494 y
la de Zaragoza en 1529, el papa se apropió del planeta y lo dividió en Indias
Occidentales e Indias Orientales. El Occidente y el Oriente fueron decididos
con relación a su propio locus enunciationis: la historia de la cristiandad y su
centro institucional en Roma. Y aquí empieza otra historia, un desvío. Una
historia que, aunque centrada en Roma, se les va de las manos porque comien-
za a involucrar al resto del planeta.

30
La matriz colonial a lo largo y a lo ancho
Alejandro VI plantó los dos pilares sobre los que se asentaron la construc-
ción del mundo moderno/colonial y la constitución histórica de la economía
de explotación, expropiación y acumulación que, a comienzos del siglo XX,
Max Weber y Vladimir Lenin denominaron “capitalismo”. Karl Marx nos
legó la analítica del “capital” y antes que él Adam Smith nos habló de cómo
se constituye “la riqueza de las naciones”. El análisis de Smith se basó en dos
siglos y medio de la rutas comerciales del Atlántico, la trata de esclavos, la
extracción de oro y plata en las minas de Perú, Bolivia, Ouro Preto, Potosí
y Zacatecas, y la economía de plantación en el Caribe insular y continental,
desde Salvador de Bahía hasta Charlestown en Carolina del Sur, pasando por
Nueva Orleans y Veracruz.
Es decir, el “capitalismo” en la interpretación posterior de Weber y Lenin
es un tipo de economía cuya fundación histórica la encontramos en el siglo
XVI. El punto de origen del capitalismo es contemporáneo y consubstancial
al relato de la modernidad y de la civilización occidental. La historiadora
inglesa Karen Armstrong lo entendió muy bien estudiando el Islam (Arm-
strong 2001). Si en el siglo XVI los moros fueron expulsados de la península
ibérica, en el momento en que se gestaban la matriz colonial de poder y la
economía de explotación y acumulación, hacia 1750 el Islam comenzó a
sentir la segunda oleada del viento del oeste. En ese siglo, Inglaterra y Fran-
cia tomaron el control de la matriz colonial, y el crecimiento económico
de Europa comenzó a sentirse en las regiones con mayoría de población
islámica: desde lo que es hoy el Medio Oriente (bajo control del sultanato
otomano basado en Estambul y el safavid con centro en Bakú, Azerbaiján),
hasta el este, donde el sultanato mogol no tardó en caer bajo la presión de
los ingleses.
Armstrong nos recuerda que durante varios siglos antes de 1500 la región
al norte de los Pirineos era una región “atrasada” en relación con las grandes
civilizaciones en auge (China, India, Islam). Incluso la Europa Occidental con
centro en Roma no tenía comparación con el Imperio Romano en Bizancio,
la ciudad griega que Constantino nombró Constantinopla y que fue tomada
por las tribus de Anatolia que fundaron el sultanato otomano. De modo que
cuando Carlos V se encontró, a mediados del siglo XVI, con una España que
se enriquecía con las riquezas del Nuevo Mundo, todavía no estaba a la altura
de Suleimán el Magnífico, de su misma generación, que lideraba el sultanato
otomano. Esta historia fue narrada cientos de veces desde la perspectiva de los
historiadores al oeste de Estambul.

31
En el siglo XVI se inició “un proceso”, señala Armstrong, “que permitiría a
Occidente dominar al mundo”. Y continúa:

El logro de tal ascendencia por un solo grupo constituye un hecho único. Es


similar al auge de los árabes musulmanes como potencia importante en los siglos
VII y VIII, pero los musulmanes no habían logrado la hegemonía mundial ni
tampoco habían desarrollado un nuevo modelo de civilización, como Europa
empezó a hacer en el siglo XVI (Armstrong 2001: 204).

El análisis descolonial (a diferencia del análisis de algunas disciplinas ca-


nónicas en las ciencias sociales y las humanidades) nos lleva a descubrir la
narrativa de la modernidad que subyace a todos los discursos que sostienen los
saberes, las imágenes, los sonidos, la arquitectura, el comercio, la organización
social y la economía de este “nuevo modelo de civilización”. Esta es precisa-
mente la retórica que: (a) se inaugura como retórica de salvación cristiana; (b)
que se seculariza en salvación civilizatoria (la conocida mission civilizatrice que
gestionó la constitución de las repúblicas iberoamericanas); (c) y que después
de la Segunda Guerra Mundial muta hacia “desarrollo y modernización” (re-
tórica que se conoce muy bien en América del Sur, Central y el Caribe); (d)
para finalmente transformarse en la retórica neoliberal de “mercado y demo-
cracia”. Estos cuatro momentos marcan la constitución y transformación de
la matriz colonial de poder, construida, manejada y transformada por estados
monárquicos y estados nacionales occidentales, todos de la costa Atlántica
(Portugal, España, Holanda, Francia, Inglaterra y Estados Unidos). Este ciclo
de constitución, transformación y reinado de la matriz colonial de poder, de
1500 a 2000, llega a su fin. El ciclo de descolonialidad y desoccidentalización
está ya en marcha, y ambos comenzaron después de la Segunda Guerra Mun-
dial. Pero antes de llegar a esto, ¿qué es la “matriz colonial de poder”?
Armstrong sitúa el momento inicial de los “problemas actuales del Islam”
en 1750, en un ciclo que va hasta 2000 y que obviamente tiene su cúspide
en 2001. La fecha de 1750 se refiere al momento de la modernidad secular
y a la revolución industrial. El ciclo anterior, de 1500 a 1750, está marcado
por la expulsión de los moros de la península ibérica, lo cual establece la afir-
mación del cristianismo en territorios que definirán a la Europa moderna. El
segundo momento, a comienzos del siglo XVI, es la emergencia de un nuevo
tipo de economía, distinta a la del Islam y, podemos agregar, a las econo-
mías de las civilizaciones maya, inca y azteca, con las que se encontraron los
conquistadores, misioneros y oficiales de la corona de España. Armstrong
los describe así:

32
La nueva sociedad de Europa y sus colonias americanas tenía una base econó-
mica distinta. En lugar de depender del excedente de la producción agrícola, se
basaba en una tecnología y una inversión de capital [riqueza material, en forma
de dinero o propiedad, para producir más riqueza] que permitía a Occidente
reproducir sus recursos indefinidamente, de modo que la sociedad occidental ya
no estaba sujeta a las mismas restricciones que una cultura agraria (Armstrong
2001: 204).

Culturas agrarias –en el sentido del término usado por Armstrong– en el


siglo XVI eran no solo las del Viejo Mundo, como el Islam, sino que también
las de Tawantinsuyu y Anáhuac, así como los reinos de África donde fue cap-
turada y esclavizada gran parte de la población. Armstrong señala un aspecto
civilizatorio fundamental, que lo es todavía hoy en día: la confianza que co-
mienzan a obtener los actores europeos en su propia manera de pensar y en
sus instituciones, apoyadas en la creencia de poder “reproducir sus recursos
indefinidamente”. Tal confianza fue acompañada del racismo (tanto antiju-
daísmo como antiislamismo en la península ibérica), así como en la creencia
de la incuestionable superioridad del sujeto cristiano europeo, varón, sobre las
civilizaciones africanas y de Anáhuac y Tawantinsuyu; nótese que, en 1500,
en la conciencia europea existen África y Asia, pero no América, que recién
aparece hacia 1504. Podemos ahora agregar que, en el siglo XVI, capitalismo,
modernidad y el relato de la civilización occidental van de la mano con el ra-
cismo que justificó la expulsión de moros y judíos, la expropiación de tierras
de las civilizaciones de Anáhuac y Tawantinsuyu, la mercantilización de la
vida en la trata de esclavos y la explotación del trabajo esclavizado.
De tal manera que el asunto no es solo el “capital que se invierte para pro-
ducir más”, sino la creencia de que el crecimiento económico no tiene límites,
acompañada de la confianza en la superioridad étnico-racial y religiosa. Así
se fue constituyendo la dupla modernidad/colonialidad, en la confluencia de
factores epistemológicos, psicológicos y racistas: (a) la teología y la confianza
en la superioridad del conocimiento que en esos momentos florecía en Europa
en la astronomía, las humanidades y la física; (b) la creencia en el crecimiento
económico capitalista y en la acumulación para reinvertir y crecer indefini-
damente; (c) la creencia en la superioridad étnico-racial, y en la superioridad
del hombre sobre la mujer y de la normatividad heterosexual sobre toda otra
conducta sexual; y (d) la creencia en la superioridad de la organización política
europea, apoyada por los tratados políticos de Platón y Aristóteles.
Son estos cuatro dominios los que configuran la matriz colonial de poder
como la describimos hoy. Esta descripción es en sí misma resultado de pensar

33
descolonialmente. La matriz tiene dos trayectorias (una interna a la misma
historia de Europa y otra en la historia de Europa y sus colonias) y dos mo-
mentos (el momento teológico y el momento secular). Comencemos por los
dos momentos:

Momento teológico. Durante dos siglos y medio (1500 a 1750), la matriz


colonial se construyó y transformó en la confluencia, por un lado, de la pugna
epistemológica, en Europa misma, entre los saberes teologales, la universidad
humanista del Renacimiento (organizada en torno al trivium y al quadrivium)
y los descubrimientos astronómicos (Copérnico, Kepler, Galileo) que pusie-
ron a la defensiva a los teólogos. Por otro lado, la doble riqueza que prometía
el Nuevo Mundo: riqueza de almas a convertir, de recursos naturales a extraer
y de tierras y semillas a cultivar y cosechar. Ambas exigieron a los europeos
crear nuevos conocimientos para justificar su intento de apropiación de almas
mediante la conversión, y de extracción de oro y plata, mediante la expropia-
ción-apropiación y la explotación del trabajo. El derecho internacional surgió
en esas circunstancias, en la Escuela de Salamanca. Esta doble confluencia
tuvo inesperadas consecuencias. Una fue la crisis de los conocimientos en
historia natural y moral que se tenían en Europa y que habían sido construi-
dos sin conocer la existencia de todo un continente y las varias civilizaciones
que lo habitaban. Esta crisis se manifestó en los debates entre los castellanos
mismos y, más adelante, entre la inteligencia europea del norte de los Pirineos
y los criollos del Nuevo Mundo.
La segunda consecuencia fue que tanto los habitantes de Anáhuac y Tawan-
tinsuyu como las comunidades de los africanos esclavizados –y cimarrones o
libertos– en el Nuevo Mundo comenzaron a organizarse, a transformar sus
formas de conocer y de vivir con los invasores, y a desengancharse de la matriz
colonial de poder que los aprisionaba, matriz que no conocían conceptual-
mente, pese a sentir su presión sobre sus cuerpos y sus sentidos. Esa existencia
les llevó a pensar de otra manera, les llevó al germen del pensar descolonial.
En esa pugna, algunos y algunas se sometieron o acomodaron, mientras que
otros y otras, indígenas y afrodescendientes, reorganizaron sus formas de vida
y de pensar en búsqueda de una libertad que se les había quitado, libertad de
pensar por sí mismos y, por lo tanto, de ser. El poder de la matriz colonial fue
el de imponer un sistema de regulación interconectando los cuatro dominios
antes mencionados y manteniendo una retórica, primero de salvación y más
tarde de progreso, que permitió a los actores europeos descalificar todo aque-
llo que no caía en sus estrechos y limitados conocimientos.

34
Momento secular. Este es en realidad el momento (1750-2000) en el que se
concentra el análisis de Karen Armstrong. Cito de nuevo su trabajo teniendo
en cuenta cómo la matriz colonial de poder funciona ya globalmente:

La modernización de la sociedad implicó un cambio social e intelectual. La pa-


labra clave era eficacia: un invento, o un Estado, tenían que demostrar que fun-
cionaban de forma eficaz. Se descubrió que para poder ser eficaz y productiva,
una nación moderna había de organizarse según una base democrática y popular.
Pero se descubrió también que, si las sociedades organizaban todas sus institu-
ciones de acuerdo con las nuevas normas racionales y científicas, estas se hacían
indomables y los estados agrarios convencionales ya no resultaban adecuados
para ellas.

Esto tuvo consecuencias fatales para el mundo islámico. La naturaleza progresis-


ta de la sociedad moderna y la economía industrializada implicaba que aquellas
tenían que expandirse continuamente. Se necesitaban nuevos mercados, y, una
vez que los del propio país se habían saturado, había que buscarlos en el extranje-
ro. Por consiguiente, los estados occidentales empezaron a colonizar de diversas
formas los países agrarios externos a la Europa moderna con el fin de poderlos
incorporar a sus redes comerciales (Armstrong 2001: 206).

Hay varios aspectos de estos párrafos que me interesan. En primer lugar, la


creencia en la eficacia, puesto que esta no es una necesidad sino una creencia.
Y tal creencia está asentada sobre la creencia en el crecimiento indefinido y la
acumulación indiscriminada. La matriz colonial de poder se constituyó, trans-
formó y mantuvo hasta hoy sobre tal creencia. Si en el momento teológico tal
creencia no animaba el proyecto de la institución eclesiástica de conquistar
almas, sí lo hacía en el caso de quienes, en España y Portugal, o en Inglate-
rra, Holanda y Francia, explotaban el trabajo de los indígenas, traficaban con
esclavos y poseían plantaciones. Es precisamente por esta razón que la Iglesia
perdió pie en el momento secular, que es cuando una nueva etnoclase emerge
y toma el control de la matriz colonial de poder; es el momento secular que
conduce a la revolución industrial. Y ese es el momento en el que Armstrong
señala al Occidente secular y cristiano interfiriendo y colonizando las socie-
dades agrarias.
Esto me lleva a la segunda observación: los estados occidentales empezaron
a colonizar, nos dice Armstrong, a partir de 1750. Este “comienzo” es un
lugar común para quienes piensan la modernidad a partir de la Ilustración y
de la Revolución Industrial. Escapa a su horizonte que están operando sobre

35
la diferencia imperial interna: la descualificación que los estados imperiales
del norte (Inglaterra, Francia y Alemania) hicieron de los estados imperiales
católicos y latinos del sur (España y Portugal e Italia). Armstrong se refiere en
cambio a la segunda modernidad, cuando Inglaterra y Francia comenzaron
sus incursiones coloniales apuntando en la dirección de tres de los sultanatos
formados a partir de los califatos islámicos que florecieron desde el siglo IX al
XV: el sultanato otomano (formado a mediados del siglo XV) y los sultanatos
safavid y mogol (formados a principios del XVI).
Vista así las cosas, llama la atención la expresión de Armstrong de que “los
estados occidentales comenzaron a colonizar”, expresión en la cual “occidenta-
les” equivale a Inglaterra y Francia. Y si esto es así, ¿qué fue lo que los castella-
nos hicieron en el siglo XVI? Si aceptamos tal comienzo tenemos que concluir
que castellanos y portugueses o bien no fueron colonizadores o bien no eran
occidentales. El problema es sin embargo otro, y se debe a la miopía sobre el
siglo XVI considerado como una antesala de la modernidad y del capitalismo,
cuando en realidad el siglo XVI es la fundación de ambos. Esta diferencia de
interpretación responde a un asunto de locus enunciativo. Este es un lugar co-
mún para los investigadores, en general, de Inglaterra (como Armstrong), Ale-
mania y Estados Unidos. En Francia el panorama es distinto, aunque cuando
se considera el siglo XVI se lo hace más bien de cara al Mediterráneo y no al
Atlántico. Gracias a este ejemplo podemos entender los puntos ciegos de gran
parte del pensamiento de la Europa anglosajona y protestante, la inflación del
iluminismo y de la Revolución Francesa, y la ignorancia de lo que significaron
en y para la historia de la humanidad las condiciones que hicieron posible la
matriz colonial de poder.
Pues bien, “los países occidentales comenzaron a colonizar” el mundo no
europeo antes de que necesitaran conquistar nuevos mercados. Españoles y
portugueses no se extendieron a América para conseguir nuevos mercados
en el mismo sentido en que lo hicieron franceses e ingleses en el siglo XIX.
Europa no tenía mucho para ofrecer, de modo que no le hacían falta nue-
vos mercados. ¿Qué tenía España para vender a India, donde Colón presun-
tamente llegaría? La necesidad de mercados para Europa a finales del siglo
XVIII se debe a las riquezas en oro, plata, azúcar, café, algodón, etc., que
Europa obtiene en América y el Caribe. Pero no antes del XVI, y aún mucho
menos para Francia e Inglaterra, pequeños reinos sin mucho que ofrecer. Fue
precisamente la constitución de la matriz colonial de poder en lo político, en
lo económico y en el derecho internacional, lo que hizo posible que ingleses
y franceses buscaran nuevos mercados a partir de la segunda mitad del siglo

36
XVIII. La conquista de América hizo posible que dos siglos más tarde se diera
en Occidente el momento secular, el capitalismo industrial y la búsqueda de
nuevos mercados. La revolución colonial del siglo XVI fue el momento en que
emergió un nuevo tipo de economía, integrada en la matriz colonial de poder,
que hizo necesaria la conquista de nuevos mercados. En la segunda mitad del
siglo XVIII podemos ya percibir una serie de transformaciones radicales en los
diversos dominios que componen esta matriz (ver Mignolo 2009a):

(a) Dominio económico. Tanto el mercantilismo monopolista, primero,


como el mercantilismo de libre cambio, después, tuvieron su centro en el
Nuevo Mundo. La minería en la época mercantilista, más específicamente
en el Caribe, y el cultivo de azúcar, tabaco, algodón, etc., en la época del
libre cambio, fueron complementados (o desplazados) posteriormente por la
Revolución Industrial. Este aspecto de la economía estuvo acompañado por
un cambio radical en la fuerza de trabajo: los decretos que pusieron fin a la
esclavitud desde principios del siglo XIX liberaron mano de obra asalariada y
favorecieron el surgimiento del proletariado industrial.

(b) Dominio de la autoridad política. España y Portugal se vieron comple-


mentados y desplazados por Francia e Inglaterra. Nació el estado secular mo-
derno en Europa, lo que repercutió en las colonias del Nuevo Mundo, donde
surgieron los estados (o repúblicas) modernos/coloniales. Estos cambiaron las
reglas del juego y desplazaron la estructura virreinal de las colonias que loca-
lizaba el poder de decisiones en la península ibérica. Con el estado moderno/
colonial surgió el colonialismo interno, es decir, los criollos tomaron las rien-
das del poder y siguieron operando bajo los mismos principios impuestos por
la corona de España y la Iglesia. El único cambio fue establecer alianzas con
Inglaterra y Francia. De modo que ni el estado moderno en Europa, ni el mo-
derno/colonial en el Nuevo Mundo (incluido Estados Unidos), alteraron los
fundamentos de la matriz colonial.

(c) Dominio del conocimiento. Una serie de reorganizaciones tuvo lugar en


el momento secular en términos de epistemología, hermenéutica, estética y
religión. La filosofía se secularizó y al hacerlo se desprendió de la teología, la
ciencia empírica desplazó la scientia especulativa y abstracta de la matemáti-
ca y de la geometría. La epistemología ganó ascendencia sobre la gnoseología
como teoría del conocimiento y, al hacerlo, tomó el lugar de la gnoseología
en la fundamentación del conocer científico y filosófico. La hermenéutica

37
abandonó también los territorios bíblicos y con Scheleiermacher comenzó
a transitar los territorios de la interpretación secular de los sentidos. Casi
un siglo después, Dilthey sistematizará la diferencia entre epistemología y
hermenéutica. En ese momento de transformaciones radicales, todas entre-
lazadas con el conocimiento económico (Adam Smith) y la teoría política
del estado moderno (Locke, Montesquieu), también la religión surgió como
un objeto investigación separada de la teología: las religiones del mundo,
esto es, las religiones no-cristianas fueron ese objeto, puesto que el cristia-
nismo siguió siendo parte constitutiva del conocer más que de aquello que
se trataba de conocer. Hasta ese momento, religión y teología (la religión
era el cristianismo y la teología era cristiana) eran una y la misma cosa. En
el proceso de secularización fue necesario cubrir el vacío que la religión de-
jaba en la secularización de la subjetividad, y es así como surgió la estética
como parte de la filosofía. De Alexander Gobblieb Baumgarten a Immanuel
Kant, la estética se perfiló como una teoría que comprende y regula el gus-
to y permite calificar y descalificar, tanto en Europa como en el resto del
mundo, a quienes no están todavía en condiciones de percibir lo bello y lo
sublime (Gómez y Mignolo 2011; ver vol. 4 y 5 de revista Calle 14). De ahí
surgió al mismo tiempo la necesidad de civilizar y la urgencia de descalificar
y desmerecer, ¡como si la teoría estética que inventaron los europeos en el
siglo XVIII fuera una necesidad teleológica y universal! La estética colonizó
la aiesthesis. Finalmente, complementando las esferas de la religión y la es-
tética, la ética teísta dejó paso a la ética secular humanista (Mignolo 2009b;
Roldán 2008). ¿Quién hace las reglas, Dios o los hombres?, fue la pregunta
que marcó la distinción entre la una y la otra.

(d) Dominio del género, sexualidad y etnicidad. La sagrada familia cristiana


mantuvo su estructura regulada por la moral secular, pero sin romper con la
moral teísta-cristiana. El patriarcado secular burgués no difiere del patriarcado
monárquico y teologal. La normatividad heterosexual es común tanto al primero
como al segundo. Esta fue una mutación interna, en familia, por así decir. Hubo
también transformaciones significativas en el ámbito de la etnicidad. En el mo-
mento teologal, las formaciones comunitarias se conformaban en comunidades
de fe, mientras que en el momento secular la comunidad pasó a ser regida por el
nacimiento. De ahí que la formación del Estado moderno conjugó una etnicidad
con el Estado y surgió el Estado-nación. Con la transformación de las comunida-
des de fe en comunidades de nacimiento en la formación del Estado moderno, se
transformó también el concepto de raza. Esto es, la racialización de la etnicidad.

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Con el sueco Carlos Linneo (1707-1778) surgió la clasificación de las gentes del
planeta en blancos, amarillos y olivas, negros y rojos. Y con Immanuel Kant, esta
clasificación se transformó en jerarquías. Obviamente, los blancos se colocaron
en el tope de la pirámide, y, abajo, los amarillos, mientras que los de piel negra y
piel roja quedaron indistintamente abajo, a la derecha o a la izquierda de la escala.
El paso siguiente fue la aplicación de principios científicos para demostrar, hasta
hoy, la inferioridad intelectual y moral de ciertas gentes.

(e) Dominio de la naturaleza. Hubo un salto cualitativo en la distinción


humanidad/cultura, por un lado, y naturaleza, por el otro. “Natura” en la
edad media cristiana se distinguía de “cultura”, de cultivo, esto es, del trabajo
que los seres humanos ejercían en la naturaleza para su propia subsistencia. La
naturaleza en ese momento, como Pachamama para los andinos, era la fuente
de energías que sustentaba la vida. El trabajo no era asalariado en el sentido
que tomó con la Revolución Industrial, sino que era trabajo para vivir. La
correlación entre humanidad/cultura y naturaleza estaba dada simplemente
por la energía que produce la vida, por el vivir. Y también la naturaleza era
considerada la obra de Dios. Es por eso que José de Acosta decía en su Historia
Natural y Moral de las Indias (1590), que conocer la naturaleza era conocer y
reverenciar a su creador. Con Francis Bacon, hacia 1520, se produjo el salto
cualitativo: la naturaleza debe ser conocida para ser dominada. De ahí que
cuando la Revolución Industrial se gestó en base a recursos no renovables, no
solo la “naturaleza” mutó en “recursos naturales”, sino que la naturaleza fue
sometida a algo semejante a lo que habían sido sometidos los esclavizados afri-
canos: la mercantilización de la vida, esto es, la mutación de vidas humanas y
recursos naturales en mercancías (Mignolo 2009c).

3. El presente y el futuro de la matriz colonial occidental


La matriz colonial de poder instaló un orden durante cinco siglos. A ese
orden corresponde el relato que sus propios actores hicieron de la civilización
occidental, de la modernidad y, últimamente, del capitalismo. Nótese que
en la matriz colonial lo que hoy se entiende por capitalismo es un tipo de
economía que subsumió o destruyó aquellas que no podían ser integradas,
y que desplazó del horizonte del conocimiento económico toda otra posible
forma de administrar la escasez. Al contrario, el conocimiento económico se
convirtió en un conocimiento práctico para acrecentar las ganancias, y un
conocimiento teórico-filosófico para justificar la explotación y la expropiación
en nombre del bienestar para todos.

39
El capitalismo, visto en la perspectiva de la matriz colonial, no es solo una
máquina de producir, intercambiar, expropiar, explotar y acumular. Para que
ello sea posible es necesario cierto tipo de subjetividades, de sujetos para quie-
nes la vida humana pasa a segundo lugar, después del beneficio económico. La
eficacia, de la que hablaba Karen Armstrong, se hizo a costa de vidas humanas,
y hoy a costa de la vida del planeta. Es decir, mientras que la matriz colonial
instaló un orden (la civilización occidental, la modernidad), mediante la hege-
monía de un nuevo tipo de economía desconocida hasta el siglo XVI (la eco-
nomía de inversión de capital para producir más), al mismo tiempo destruyó
otros órdenes, y continúa haciéndolo. “La modernización de la sociedad”,
dice Armstrong, “implicó un cambio social e intelectual. La palabra clave fue:
eficacia”. Esa eficacia fue justificada mediante la retórica de la modernidad, y
el costo fue la lógica de la colonialidad, la destrucción en nombre de la marcha
indefinida del progreso.
El tipo de economía y las subjetividades que la acompañan se extendieron
por el globo. Ese fue el esplendor de la civilización occidental. Su miseria es
que para el año 2000, por una serie de factores históricos complejos que no
analizaré aquí, la matriz colonial de poder se escapó de las manos de los acto-
res y las instituciones occidentales que la construyeron, transformaron y con-
trolaron durante cinco siglos. Esta es una mutación mayor: entramos en una
etapa en la que no será ni el fin del capitalismo ni de la civilización occidental,
pero sí la policentricidad del capitalismo y la reducción de la civilización occi-
dental a su justo punto: una entre muchas, la más reciente en todo el planeta
(solo tiene cinco siglos). Disputará con otras civilizaciones el control de la
matriz colonial de poder en sus dimensiones cognoscitivas, económicas y po-
líticas, religiosas, estéticas y morales, de relaciones sexuales y entre los géneros,
y del cierre de la etapa del racismo construido por Occidente. No saldremos
del racismo y del patriarcado por decreto, por buenos consejos e intenciones y
políticas públicas de las instituciones nacionales o internacionales manejadas
por actores entrenados en el conocimiento occidental. Solo saldremos en la
medida en que los actores de todas aquellas civilizaciones, a cuyas personas
se les negó capacidad intelectual y estética, disputen el control de la matriz.
Y ¿cómo lo hacen? Disputando el control occidental (saberes basados en el
griego y el latín, y en las seis lenguas imperiales modernas), apropiándose in-
cluso de estas lenguas moderno-europeas (particularmente el inglés), para dar
el vuelco a la geografía de la razón, desobedecer epistémicamente, en la con-
fianza de hacer por si mismos aquello que se les indicaba que debían hacer. La
desobediencia epistémica es el primer paso hacia el pensamiento propio. Esto

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es, la “apropiación” de los saberes para responder a necesidades locales que no
son las necesidades locales de Europa o de Estados Unidos.
En este momento debemos introducir una nueva dimensión de la matriz
colonial que no contemplamos en el apartado anterior: la enunciación. Con
esto me refiero a que los dominios de esta matriz conforman el nivel del enun-
ciado y existen como tales por la enunciación que los define y organiza como
tales. Es la enunciación la que construyó, en su diversidad, el relato de la civili-
zación occidental, puesto que esta idea no se originó ni en Etiopía, ni en Japón
ni en los Andes, ni tampoco la formuló Dios, ni surgió de la nada. Es en y por
la enunciación que existe, por ende, la lógica de la colonialidad que orienta el
hacer de los actores y de las instituciones que crean. Es en la enunciación, en
última instancia, donde se organiza el ser y el hacer, se da sentido al mundo,
y se le dio el sentido resumido en la expresión “civilización occidental”. Así
las cosas, la matriz colonial de poder es, por un lado, la versión descolonial de
cómo se estructura la lógica de dominio imperial. Esa lógica no corresponde
a un estado o una institución, sino que es la lógica que subyace y sostiene
toda una civilización. Vale decir, la matriz no se sostiene en el aire sino en
instituciones y actores (por ejemplo, la iglesia, las monarquías, los estados, las
disciplinas, las lenguas occidentales basadas en el latín y el griego, los colegios
y las universidades, los think tanks y el conocimiento científico-tecnológico,
etc.), y en categorías de pensamientos, creencias y argumentos que forman el
nivel enunciativo de la matriz.
Esta matriz fue construida para resolver los problemas y dar cauce a las ne-
cesidades en las cuales se encontraron hombres e instituciones en Europa, en
la confluencia de su propia historia regional (que en el Renacimiento trazaron
a partir de Grecia y a través de Roma, dejando a Jerusalén y Estambul del otro
lado de la raya), con lo que para ellos fue “el descubrimiento” de nuevas tierras,
nuevas gentes, nuevas almas a conquistar y nuevos recursos naturales a extraer y
cultivar. La matriz imperial/colonial es constitutiva de la historia europea desde
entonces, de la historia de América desde entonces, y de Asia y África a partir
de fines del XVIII y del XIX, hasta el año 2000, aproximadamente.
El control de la matriz es lo que está en disputa hoy, no solo por China y
el este asiático en el orden político-económico, y por el islamismo en el or-
den político-religioso, sino también por la emergencia de la sociedad política
global, algunos de cuyos ejemplos recientes mencioné al comienzo. En ese
panorama, Camila Vallejo y Houria Bouteldja indican el camino fundamen-
tal en la descolonización del género y de la sexualidad, y su contribución a
la descolonización de otras esferas del saber, pensar, hacer y sentir. Ambas

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señalan el fin de las expectativas de que los líderes de transformaciones ra-
dicales deben ser hombres marxistas y no mujeres, de color y blancas. Ya no
estamos frente a demandas de mejoras salariales y seguros sociales, lo cual sin
duda es importante, pero no cuestiona la fundación misma del conocimiento
que mantiene la matriz colonial, el racismo y el patriarcado. El problema del
patriarcado difícilmente pueden resolverlo los hombres, y el problema del ra-
cismo difícilmente pueden resolverlo los blancos. Es en la disputa del control
del conocimiento y del manejo que el conocimiento hizo de la matriz colonial
de poder donde están en juego las trayectorias de futuros posibles.

4. Rutas hacia el futuro: reoccidentalización, desoccidentalización


y descolonialidad
Las maneras en las que comprendemos el pasado dependen de donde nos
situamos en el presente. El pasado no “está allá”, su ontología está ligada al
“decir acá”, a la enunciación en el presente. Por eso, el pasado o la historia no
es algo que existe y cuya existencia los diversos relatos historiográficos “ilumi-
nan”; solo existe en la memoria y experiencias de distintas disciplinas, grupos
de gentes, organizaciones, países, imperios, etc. De tal modo que la mirada
hacia “lo que ocurrió” nos distrae del hecho fundamental: “quién cuenta lo
que ocurrió, para quiénes y para qué”, y quién no está en condiciones de ha-
cer que su relato entre el debate sobre las figuraciones del pasado. He ahí la
colonialidad del saber en funcionamiento. En consecuencia, y en la medida en
que el pasado sirve para orientar el presente, y en el presente nos imaginamos
y proyectamos el futuro; presente-pasado-futuro son tres momentos indiso-
ciables cuya existencia depende no de los hechos ocurridos, sino de la enun-
ciación que los cuenta y relaciona como ocurridos y les otorga significación.
En una misma civilización, digamos la islámica, la occidental o la china, o la
africana incluyendo la diáspora, hay diversos pasados, y más aun cuando se trata
de los pasados construidos en la perspectiva de diferentes civilizaciones. No solo
varía el pasado de la civilización occidental, según se lo construya en el marco del
cristianismo o del liberalismo, del marxismo o de la disciplina historiográfica, la
arqueología o la etnohistoria; además, el pasado construido desde la perspecti-
va del Islam o de las civilizaciones africanas o indígenas de las Américas, Nueva
Zelanda o Australia, no será el mismo de las historias locales ni tampoco de las
historias globales. La historia o las historias de la civilización occidental contadas
desde su misma interioridad continuarán escribiéndose. La diferencia es que estas
historias tendrán un valor local y regional, pero no universal. En verdad, no hay,
no puede haber una historia universal, ni siquiera una historia global.

42
Todo esto permite entender mejor las tres principales trayectorias que hoy
se construyen como proyectos hacia el futuro: reoccidentalización, desocciden-
talización y descolonialidad. Cada una de estas trayectorias se apoya sobre lo
que para cada una de ellas constituye el pasado: (a) el pasado de la civilización
occidental y de la modernidad para la reoccidentalización; (b) los pasados y la
historia de China, India, el Islam, los reinos de África, y el pasado de las inva-
siones y la intervención de Occidente en aquellas historias, para la desocciden-
talización; y (c) las historias de todos aquellos pueblos en América del Sur y
del Norte, y de África, que sufrieron las consecuencias de la trata de esclavos y
la repartición del continente entre los países imperiales europeos hacia finales
del siglo XIX, para el caso de la descolonialidad.
La reoccidentalización ha sido la política exterior básica del presidente Ba-
rack Obama después de la debacle de la presidencia Bush-Cheney. En ese mo-
mento, Estados Unidos entró en una pendiente de desprestigio internacional.
Hoy es obvio que la reoccidentalización continuará como proyecto, pero sin
resultados. La decadencia de Estados Unidos y la toma de conciencia glo-
bal, desoccidentalizadora y descolonial, no son conciencias que contribuirán
a “revertir” la decadencia de Estados Unidos. La posible victoria de la extre-
ma derecha en las próximas elecciones de 2012 (derecha cristiana evangelista
y nacionalista) augura tiempos de malestar. La reoccidentalización consiste
en mantener el privilegio de Occidente en el orden global. Y si bien Barack
Obama inició esta trayectoria, después de Bush-Cheney, la construcción de
la Unión Europea coadyuda en este proyecto. Esta coalición no es difícil de
entender si se tienen en cuenta los quinientos años de historia de la civili-
zación occidental, y del euroamericanismo. El ciclo de quinientos años de
construcción, transformación y mantención de la matriz colonial de poder en
las monarquías (momento teológico) y luego en el estado-nación (momento
secular), se cerró alrededor del año 2000. Es decir, culminó el ciclo en el que
el control de la matriz se derivaba de la cosmología sobre la que se apoya la
civilización occidental. Una dimensión importante del presente y del futuro es
la disputa por el control de la matriz colonial de poder (desoccidentalización)
y la clara conciencia de la necesidad de desprenderse de ella (descolonialidad).
Las manifestaciones de los drásticos cambios en el reordenamiento global
son numerosas en la primera década del siglo XXI: los fracasos de Afganistán
e Iraq, la corrupción “legalizada” de Wall Street, la incontenible deuda de
Estados Unidos y el ascenso de la extrema derecha, el incontrolable desajuste
del euro y los problemas de inmigración y también el ascenso de la extrema
derecha, provocando e incitando a la violencia y a la barbarie. A ello se unen,

43
del otro lado de la línea, las insurgencias de todo tipo de Túnez a Egipto, de
Siria a Inglaterra, de Israel a Chile. La conciencia planetaria del cierre del
ciclo occidental manifiesto en la etapa neoliberal es evidente e inminente. Es
precisamente sobre las ruinas de la civilización occidental que Estados Unidos
y la Unión Europea persisten en su esfuerzo de reoccidentalización. Pero ya
es tarde: la desoccidentalización y la descolonialidad están en marcha. No
solo son fuertes muros de contención a la reoccidentalización, sino que es-
tán proponiendo otras formas de ser y de existir sin recibir órdenes de las
instituciones de Occidente. No se espere que una de estas tres trayectorias
“gane el partido” y se imponga a las otras. Esta forma de pensar es la que ya
no se ajusta a lo que está ocurriendo. En el presente, las tres trayectorias co-
existen, en conflicto claro, y lo seguirán haciendo en el futuro, pero con esta
diferencia: mientras la desoccidentalización y la descolonialidad se afirmarán,
la reoccidentalización se reducirá a su derecho a existir, como cualquier otra
civilización, perdiendo el derecho a imponerse. Parece no haber otra alternati-
va: la desoccidentalización y la descolonialidad se montan sobre un profundo
descreimiento y desconfianza del liderazgo occidental. Repito, no se trata de
“destruir” o “reemplazar”, puesto que no se le puede negar el derecho de exis-
tencia a Occidente de la misma manera que Occidente lo hizo en relación con
culturas y civilizaciones que no eran de su agrado.
Ahora bien, es importante distinguir entre un mundo policéntrico, donde
el conflicto mayor es entre reoccidentalización y desoccidentalización, en sus
dos facetas, económico-política y político religiosa, y un futuro pluriversal en
el cual las relaciones de dependencia y conflicto serán reemplazadas por re-
laciones de cooperación y de convivencia. Si su horizonte de vida no son ni
las ganancias, ni el éxito ni ser el o la primera, la “producción de lo social”
cambia. Es en esta dirección a la cual apuntan los proyectos y las trayectorias
descoloniales. Fíjense en quiénes fueron los insurgentes de Túnez y Egipto,
quiénes los indignados de Grecia, España y Londres, y quiénes los estudiantes
de Chile. Ninguno de ellos busca y pide posiciones para dominar y enrique-
cerse; no quieren un mundo guiado por esos ideales y valores, buscan otros
derroteros. Las tres grandes trayectorias coexisten hoy en diferentes tempora-
lidades. La reoccidentalización se desinfla, mientras la desoccidentalización y
la descolonialidad ganan fuerza. Difícil de aceptar, lo entiendo. Pero debemos
comenzar a acostumbrarnos.
El mundo policéntrico es capitalista y su policentricidad proviene del hecho
de que la economía capitalista es global, pero el control de las otras esferas de
la matriz colonial (autoridad, conocimiento y subjetividades) está en disputa.

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China y Malasia son estados nacionales capitalistas, pero no son ni neoliberales
ni cristianos. El primero es un estado montado sobre una milenaria civilización
donde el budismo y el taoísmo coexisten con el confucianismo. El segundo es
básicamente un estado islámico. Capitalistas sí, pero neoliberales no. El neo-
liberalismo, en Estados Unidos, es una doctrina basada en la prioridad del
mercado sobre el Estado, en la cual coexisten las creencias cristianas y judías
(la familia Bush con Paul Wolfowitz, por ejemplo). Me parece obvio que esta
composición de sistemas de ideas político-económicas y religiosas no ha “colo-
nizado” ni a China ni a Malasia. Ahora bien, si a la policentricidad agregamos
la emergencia decolonial de la sociedad política global, entramos ya en un
mundo pluriversal y no solamente policéntrico. ¿Por qué? Porque todos y todas
en el planeta estamos entrando en un mundo pluriversal; lo estamos constru-
yendo entre todos, a pesar de las rémoras del pasado, como el tipo de economía
y las diferencias imperiales y coloniales entre estados-nacionales y personas.
En torno al año 2000, la disputa por el control de la matriz colonial de po-
der se convirtió en una disputa a nivel de la enunciación (de la epistemología
y del conocimiento), más que de lo enunciado (las esferas de la matriz colo-
nial: economía, autoridad, conocimiento y subjetividad, género, sexualidad
y racialización de la etnicidad). Ahora bien, esta composición conlleva una
trampa que necesitamos aclarar. En efecto, el control del conocimiento y de la
subjetividad ocupa dos lugares en la matriz: a un nivel, la cuestión del cono-
cimiento y el control de la subjetividad domina o hegemoniza la enunciación,
mientras que, al mismo tiempo, conocimiento y subjetividad son dominios
de lo enunciado. Esta trampa se puede entender con el siguiente ejemplo.
Durante la Guerra Fría el mundo fue dividido y clasificado en primer mundo,
segundo mundo y tercer mundo. Obviamente, esa clasificación no existió en
el mundo mismo, sino en el discurso que lo ontologizó de tal manera. Ahora
bien, la enunciación que produjo tal división no se localizó ni en el segundo
ni en el tercer mundo. Es decir, no fueron ni el segundo ni el tercer mundo
los que se autoclasificaron así; ellos fueron clasificados. ¿Quién lo hizo? Los
actores e instituciones del primer mundo que con sus categorías filosóficas,
lenguas de conocimiento, tenían el privilegio de situarse en uno de los tres
mundos y ser el único con la legitimidad y el poder de clasificar. Nos queda
entonces que el primer mundo fue, al mismo tiempo, un componente de lo
enunciado, de la ontología, junto con el segundo y el tercero, pero fue el único
que controló la enunciación para que tal clasificación fuera aceptada.
Dirán las mentes críticas, con la epistemología no se hace mucho si no con-
templamos la economía. Efectivamente, si China pudo crecer como lo hizo es

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porque no siguió las instrucciones del conocimiento en el que se apoyaban el
Consenso de Washington, el FMI y el Banco Mundial. No fue solo el hacer,
sino fundamentalmente el saber, lo que le permitió a los dirigentes chinos cre-
cer económicamente y evitar que tales instituciones frenaran su crecimiento.
Fue precisamente porque el gobierno chino desobedeció este conocimiento
e implementó un conocimiento económico propio, que pudo desprenderse
epistémicamente y despegar económicamente. La materialidad de la econo-
mía no se explica sin la inmaterialidad de la epistemología. China no estaría
donde está hoy económica y epistémicamente si hubiera seguido las instruc-
ciones del FMI y del Consenso de Washington. Ello es así porque desobedeció
al saber económico de Occidente, desde Adam Smith pasando por Karl Marx
hasta Milton Friedman. Los intelectuales y dirigentes chinos obviamente lo-
graron construir un conocimiento económico apropiado a su estar, vivir y
saber hacer. Pero no es solamente China, sino también los estados del este
asiático, los del sureste asiático (Indonesia, Malasia), India, Brasil y algunos
estados del Oriente Medio, que disputan el control económico y politológico
de la Unión Europea y de Estados Unidos. Llamemos a estos procesos desoc-
cidentalización. Esto no es sinónimo de antioccidentalismo; puede en ciertos
casos ir acompañada de sentimientos antioccidente, pero lo fundamental no
es la “resistencia” sino la “reexistencia”: el saber que no trata de gastar energía
para estar en contra, sino que la emplea para estar a favor de algo distinto que
se quiere construir. Este es el momento del desenganche, de la epistemología
fronteriza (puesto que no es posible obliterar el pensamiento occidental, a la
vez que no es necesario someterse a él). La desoccidentalización es, al contra-
rio, una subsunción de los logros de Occidente, extraídos de la cosmología
occidental e integrados a las cosmologías no occidentales del caso. El saber
que Occidente contribuyó a la historia de la humanidad es hoy transformado
en proyectos de desoccidentalización, esto es, de pensamiento propio y de li-
beración, ese otro aporte importante de la modernidad occidental. El mundo
no-occidental aprendió que la gran enseñanza de Occidente, la liberación, no
vendrá de Occidente mismo sino de sus propios saberes y haceres.
Por último, debemos contemplar que las trayectorias de reoccidentalización
y desoccidentalización coexisten con las descoloniales. La cronología de la
descolonialidad surge al mismo tiempo que se gesta la modernidad/colonia-
lidad. En realidad, es parte del mismo paquete que surge como respuesta a la
colonialidad. El ciclo de occidentalización que comenzó hacia 1500 y se cerró
en 2000 originó también la descolonialidad, aunque la conciencia y el con-
cepto de descolonialidad que manejamos hoy no estaba disponible en aquel

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entonces. Pero lo que sí estaba disponible era la actitud no solo de rechazar
la violencia imperial religioso-epistémica, económica, política (control de la
autoridad, por ejemplo los virreinatos y alcaldías impuestas sobre Anáhuac y
Tawantinsuyu), sino de desprenderse de ella construyendo formas de vida que
ya no serían como lo fueron antes que los castellanos se instalaran en sus te-
rritorios, pero que tampoco suponían aceptar lo que los castellanos dictaban.
De esa confrontación surgieron la epistemología y el pensamiento fronterizo,
el método de la descolonialidad que surge de vivir en el borde y en la tensión
del diferencial de poder. Guamán Poma de Ayala, como he explicado en otros
lugares, es un ejemplo paradigmático de epistemología fronteriza y descolo-
nialidad (Mignolo 2011). En verdad, es el primer tratado político, religioso
y económico que construye y asienta un lugar de enunciación que se desen-
gancha del control enunciativo de la teología cristiana. En el día de hoy, en
Bolivia y en Ecuador, así como en los mapuche al sur de Chile, vemos a diario
la continuidad de estos procesos descoloniales de larga duración.
Hay otros casos de actitud descolonial a lo largo de cuatro siglos y me-
dio. Momentos distintivos en esta trayectoria (y no solo en las Américas, sino
también en Asia y África) fueron la Conferencia de Bandung, en 1955, y la
reunión de los países no alineados, en Yugoeslavia, en 1961. En Bandung se
reunieron 29 estados asiáticos y africanos que, en el auge de los procesos de
descolonización, confrontaban tanto el capitalismo occidental como el comu-
nismo ruso. Ni el capitalismo ni el comunismo abrieron una tercera opción,
la descolonización. Un horizonte que estaba mejor definido por lo que no se
quería que por lo que se quería. Se dirá que la descolonización fracasó. En
cierto sentido sí. Lo presenciamos recientemente en algunos casos: en Túnez y
en Egipto, en Libia y en Afganistán. El proyecto descolonial fracasó también
en India, pero no de la misma manera. India volcó el proyecto descolonial
hacia proyectos de desoccidentalización. Hay razones que explican el fracaso
del primero período de descolonización. Lo que no fracasó es la conciencia
de descolonialidad, de desenganche de la matriz colonial de poder. Al contra-
rio, entender por qué la primera etapa (1945-1980, aproximadamente) de la
conciencia descolonial y su trayectoria fracasaron, condujo de la etapa de la
descolonización a la etapa de la descolonialidad. ¿Cuál es la diferencia?
La etapa de la descolonización consistió, fundamentalmente, en la expulsión de
los agentes y la clausura de las instituciones imperiales. La toma de posiciones en el
gobierno y dependencias estatales quedó así en manos de los nativos, que intenta-
ron transformar las colonias en estados modernos. Pero al no comprender que los
estados modernos en las colonias no pueden ser sino estados modernos/coloniales,

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condujeron a que los agentes y las instituciones imperiales fueran sustituidos por
agentes e instituciones locales sin cambiar ni la teoría económica ni la teoría políti-
ca. Esto es, cambiaron los actores, pero sin cuestionar el conocimiento sobre el que
estaban construidas las relaciones internacionales de todo tipo. Es decir, sin percibir
todavía las regulaciones impuestas por la matriz colonial de poder.
La conciencia descolonial comenzó a poner al descubierto la cara más oscura
de la modernidad, la colonialidad. Y al hacerlo, fue evidente que la moderni-
dad/colonialidad había generado la descolonialidad. De tal modo que a partir
de este momento se comenzó a concebir un concepto triádico, modernidad/
colonialidad/descolonialidad. La importancia del concepto triádico es doble.
Por un lado, la descolonialidad nombra proyectos que se desenganchan de la
epistemología occidental de la denotación, desde Platón hasta nuestros días,
epistemología y filosofía del lenguaje en el cual el eje es el sustantivo, el nombre
y la cosa, como aprendimos de Michel Foucault. Aquí el nombre es triádico
y la cosa es complicada, realmente. Lo que el concepto triádico nombra son
complejas relaciones de poder, retóricas salvacionistas y manejos ocultos (la
colonialidad) que desencadenan procesos de desenganche, la descolonialidad.
Así que no es posible comprender lo que está en juego si tomamos un concepto
a la vez y no los tres en su heterogénea complejidad histórico-estructural. La
descolonialidad, en la cual el argumento que estoy construyendo se inscribe,
es parte de la matriz colonial, de la cual se quiere desenganchar. Esto es, la
descolonialidad habita la frontera, la barra “/” entre modernidad/colonialidad,
puesto que no hay afuera de la matriz colonial. A esta no se la puede observar
desde algún lugar exterior a ella, sea la disciplina económica, sociológica o his-
tórica. Todas las disciplinas habitan la matriz colonial. La cuestión es entonces
saber dónde habitan las disciplinas y dónde habita el pensamiento descolonial.
Al comprender así la triada y la descolonialidad que surgen de subjetivida-
des que habitan la frontera, con conciencia de habitar la frontera, se genera un
vuelco epistémico de vastas proporciones. Al evacuar el lugar de observación
que no puede ser observado, lugar que asumen las disciplinas sociales fuertes
(economía, sociología, ciencias políticas) y, por cierto, las ciencias naturales y
las escuelas profesionales, y al afirmar que no hay saber que exista fuera de la
matriz, producimos la desobediencia epistémica como vuelco epistemológico.
De ahí que sea inconcebible pensar y actuar hacia la construcción de un orden
global descolonial, desenganchado de la matriz, simplemente criticando la
economía capitalista y la moral neoliberal, puesto que tales críticas atañen al
contenido y no al fundamento mismo que sostiene el capitalismo y el neolibe-
ralismo, esto es, que sostiene la matriz colonial de poder.

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Así es que abrir las ciencias sociales, en su diversas manifestaciones, significa
introducir cambios para que las cosas continúen igual. Descolonizar las ciencias
sociales (y toda la estructura del saber) implica pensar descolonialmente en lugar
de “estudiar” la descolonialidad o el pensamiento descolonial desde alguna dis-
ciplina. Concluyo con un párrafo de una entrevista que concedí recientemente:

[L]o que hago no lo hago a la manera de un científico que estudia el pensamiento


descolonial pero que no piensa descolonialmente sino sociológica, histórica o fi-
losóficamente (es decir, que “analiza” el pensamiento descolonial en el marco de
la disciplina filosófica). Por ello mismo es importante distinguir entre “el pensa-
miento descolonial”, que puede ser estudiado y analizado sin ser necesariamente
pensar descolonialmente, y el “pensar descolonial”, que es una manera de pensar
el mundo y las disciplinas. El pensar descolonial es así sujeto del proceso mismo
de pensar, más que ser objeto para otras disciplinas. Ambas actividades son le-
gítimas, por cierto, no estoy proponiendo elegir una sobre la otra. Pero sí estoy
presentando el pensar descolonial (la opción descolonial) como una opción, una
alternativa más entre las existentes hasta hoy. Mientras que pensar a partir de
universales abstractos en el marco de la modernidad nos lleva a la ansiedad de
querer reemplazar lo previo para proponer lo nuevo. El pensar descolonialmente,
por su lado, nos lleva simplemente a argumentar a favor de la opción descolonial,
que afirma su derecho de existencia para coexistir con las opciones ya existentes
(conflictivamente en algunos casos, solidariamente en otros) (Mignolo 2012).

La descolonización del saber y del ser son respuestas a la colonialidad del


saber y del ser. Para ello es necesaria la desobediencia epistémica, puesto que la
descolonización no se llevará adelante si solo cambiamos el contenido y no los
términos de la conversación, esto es, si no construimos lugares de enunciación
no controlados por la enunciación que regula la matriz colonial de poder.

Referencias
Armstrong, K. (2001). El Islam, Barcelona: Mondadori.
“Arte y decolonialidad”, (2010), Calle 14: Revista de Investigación en el Campo del Arte, 4, 5.
“Arte y decolonialidad” (2011), Calle 14: Revista de Investigación en el Campo del Arte, 5, 6.
Gómez, P. P., y Mignolo, W. (2012). Estéticas decoloniales, Bogotá: Universidad Distrital
Francisco José de Caldas.
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50
Conferencia de Thomas Klubock
7 de noviembre de 2011
Presentación1
Alberto Harambour
Universidad Diego Portales

Con Marx y con Braudel, y contra Marx y contra Braudel, Thomas Klu-
bock analiza en la conferencia que a continuación se presenta las dinámicas
de acumulación de capital y de transformación social y ecológica articuladas
en torno a las plantaciones forestales del sur de Chile. La correspondencia en-
tre historia social e historia medioambiental que Klubock propone representa
una segunda fase de su trabajo, el que ha estado centrado en dos procesos
socioeconómicos clave de la historia de Chile: la gran minería del cobre y la
industria forestal.
El trabajo historiográfico de Klubock se inició con su tesis doctoral (Yale,
1993), publicada como libro bajo el título de Contested Communities: Class,
Gender, and Politics in Chile’s El Teniente Copper Mine, 1904-1951 (Duke Uni-
versity Press, 1998). Lo que Klubock proponía entonces era comprender la
formación de la clase trabajadora del enclave minero estadounidense a partir
de la noción de “costumbres en común”, acuñada por el historiador inglés E.
P. Thompson. La experiencia de la comunidad de trabajadores y trabajadoras
de las montañas de Rancagua no se explicaba ni como categoría ni solo como
estructura sociológica, sino que se definía como la estructuración dinámica de
una cultura específica de relaciones laborales, generacionales y sexuales –polí-
ticas en definitiva– en un pueblo de compañía o company town.
La primera etapa de la investigación de Klubock se inscribió de esa forma
en el campo de la Nueva Historia Social, emergente y dominante en la acade-
mia chilena desde fines de la década de 1980, y se retroalimentó con el trabajo
de algunos de sus exponentes más destacados, como Julio Pinto, por entonces
el más thompsoniano de los historiadores chilenos. Asimismo, formó parte de
un prolífico grupo pionero en los estudios de género, lo que se expresó en su

1 El video de la conferencia de Thomas Klubock y una entrevista sobre su obra pueden verse completo
en el canal Youtube de ICSO-UDP.

53
participación en influyentes volúmenes colectivos: la revista Proposiciones y el
libro Disciplina y desacato (editado por Lorena Godoy, Elizabeth Hutchinson,
Karin Rosemblatt y Soledad Zárate). Los únicos dos artículos resultantes de
aquella investigación inicial que fueron publicados en castellano produjeron
un impacto historiográfico fundamentalmente en el estudio de las relaciones
de género.2 La emergencia de esta aproximación a comienzos de los noventa,
en el magíster en historia de la Universidad de Santiago (al que estuvo ligado
Klubock), y luego en la Pontificia Universidad Católica de Chile, visibilizaron
su contribución desde una perspectiva tributaria del feminismo marxista. Sin
embargo, en un período signado por la depreciación académica de Marx, y
en particular por el cuestionamiento e incluso la negación del peso específico
de las clases sociales, la contribución de Klubock a la complejización del mar-
xismo historiográfico en Chile no ha recibido hasta fecha reciente la misma
atención académica que sus artículos referidos a relaciones de género. Al ha-
berse publicado solo en inglés, sus textos sobre vida cotidiana y formación de
clase, alcoholismo, sindicalismo y masculinidad han tenido menos impacto, a
pesar del intento significativo por historizar tanto la experiencia como la de-
terminación, combinando aportes de David Montgomery y Michel Foucault,
Raymond Williams y Antonio Gramsci.
La conferencia El trabajo de la naturaleza y la naturaleza del trabajo se inscribe
precisamente en la profundización de la faceta menos conocida de Klubock en
Chile, y corresponde al marco interpretativo de su nuevo libro: La Frontera:
Land, Labor, and Ecological Change on Chile’s Southern Frontier. A publicarse
prontamente por Duke, y es de esperarse que también pronto en castellano, el
libro recoge una investigación de más de diez años sobre la colonización chi-
lena del Wallmapu, el territorio mapuche, en la rica zona que se extiende en-
tre Concepción y Valdivia. Para Klubock, la expansión de la industria forestal,
como una forma especialmente devastadora de colonización, ha determinado
una formación social y ecológica particular. Conceptual y metodológicamente
hablando, Klubock vincula dialécticamente la historia social y medioambiental
con la geografía histórica, para lo cual se basa en, y discute con, Fernand Braudel
y Karl Marx, dialogando con los aportes más recientes de David Harvey y Henri
Lefevre. A partir de ello, propone que la disociación entre las disciplinas nom-
bradas debe considerarse históricamente inexistente y teóricamente limitada.

2 Ver Klubock, T. (1995), “Hombres y mujeres en El Teniente: La construcción de género y clase en la


minería chilena del cobre, 1904-1951”, en Godoy, L., Hutchinson, E., Rosemblatt, K. y Zárate, S. (eds.),
Disciplina y desacato: construcción de identidad en Chile, siglos XIX y XX, Santiago: SUR; y Klubock, T.
(1992), “Sexualidad y proletarización en la mina El Teniente”, Proposiciones, 21, 64-77.

54
Todo proceso colonial supone el desarrollo de un espacio intermedio de po-
sibilidades y experiencias, de agencias y representaciones de ida y vuelta entre
colonizadores y colonizados. Más importante para Klubock, sin embargo, es
que la colonización implica la (re)definición de naturalezas, o categorías, espe-
cíficas para las personas y para las naturalezas colonizadas. Y ello tiene impacto
decisivo sobre la experiencia vívida de los sujetos. El divorcio entre las tierras
y sus gentes, que caracteriza a los procesos expansivos estatales, supone una
asignación de valor a unas y otros en tanto objetos del poder colonial. Fetichi-
zados o comodificados, cada uno de ellos se transforma en mercancía con valor
diferente. Esta transformación, examinada brevemente por Marx al final del
volumen 1 de El Capital como proceso de acumulación primitiva u originaria,
es definida como la acción de despojo de los campesinos de sus medios de
producción para transformarlos en asalariados y capital, respectivamente. La
introducción del monocultivo mediante una especie exótica y depredadora,
como el pino, para la explotación industrial mediante un régimen de planta-
ción, juega un papel clave en esta forma de colonización.
Klubock trabaja sobre las definiciones de Marx, pero cuestiona que la crea-
ción de valor surja solo del trabajo adicionado a los productos de la naturale-
za. En otras palabras, de la acumulación primitiva no solo emergería el valor
producido por el trabajo de los campesinos/indígenas al ser obligados a con-
vertirse en asalariados por la expropiación de sus tierras. Para Klubock, la na-
turaleza es un circuito de relaciones sociales no capitalistas, que suponía valor
de uso, que es transformada por la colonización en valor de cambio (mercan-
cía), y por lo mismo el estudio de ese proceso obliga a plantearse una historia
medioambiental que es al mismo tiempo historia social y geografía histórica.
Una historia de La Frontera que reconozca la articulación entre la cuestión de
la tierra, el cambio ecológico, las relaciones interétnicas y el trabajo, demanda
así una transdisciplinariedad que apunte a desentrañar la relación entre formas
de pensar el espacio y el rol del Estado, las prácticas de explotación surgidas de
la experiencia indígena y del diseño técnico modernizante.
Klubock nos invita a una forma de hacer historia que plantea varias posi-
bilidades y desafíos. Hay al menos tres que podemos nombrar aquí. Primero,
la necesidad de repensar ciertos postulados basales de la obra de Marx, explo-
rando la posibilidad de expandir sus limitaciones a partir del reconocimiento
de la compleja historicidad de los procesos coloniales. Segundo, reconocer la
limitación historiográfica que las ideologías del progreso y la división discipli-
nar han producido al separar metodológicamente la historia del trabajo de la
historia del medioambiente. Tercero, aproximarse a la historia del territorio

55
mapuche reconociéndolo como espacio de interacciones múltiples, donde las
lógicas representacionales, de explotación, sociabilidad, e intercambio comer-
cial han producido saberes y tejidos sociales densos. En consecuencia, el traba-
jo de Klubock combina la historia oral y la historia de la memoria, el trabajo
en pequeños archivos locales con la arqueología del diseño de las políticas
de tierras y los procesos judiciales, la importación desarrollista y neoliberal
de racionalidades técnicas y la reciente emergencia de políticas de resistencia
laboral y medioambiental a la depredación de comunidades y naturaleza.
Thomas Klubock, que al concluir esta investigación ha pasado de la Uni-
versidad del Estado de Nueva York en Stony Brook a la de Virginia, realizó
también tránsitos significativos entre su primer y su segundo libro. Habiendo
señalado las transformaciones metodológicas y temáticas, cabría destacar tres
continuidades mencionadas al comienzo. Primero, el interés por la historici-
dad de comunidades particulares, desarrolladas en torno a las dos industrias
más importantes para la economía chilena desde el colapso del salitre en torno
a 1930. Segundo, la capacidad de ubicar en esas historias puntos de encuen-
tro entre la abstracta discursividad oligárquico-liberal y la experiencia de la
mayoría de la población. Por último, cabe destacar que desde la gran minería
del cobre de propiedad estadounidense hasta las gigantescas plantaciones de
pino de grupos como el Matte-Alessandri (cambios tecnológicos y diferencias
espaciales mediante), emerge una línea de continuidad solo recientemente
desnudada. Ella la dibuja un Estado nacional generoso a la hora de entregar
subvenciones a los grupos económicos, a la vez que violentamente mezquino
con los productores de esa riqueza. Para la discusión historiográfica, así como
también para los debates políticos que se abren en el Chile de hoy, esta con-
ferencia de Klubock es una importante contribución que invita a leer el libro.

56
El trabajo de la naturaleza y la
naturaleza del trabajo: historia
medioambiental como historia
social
Thomas Klubock
University of Virginia

Antes de comenzar, me gustaría agradecer a la Facultad de Ciencias So-


ciales e Historia de la Universidad Diego Portales por la invitación a dar esta
conferencia. Es un gran honor haber sido incluido como parte de la Cátedra
Norbert Lechner junto a tantos académicos distinguidos, y estar con ustedes
aquí hoy.
Mi conferencia explora el creciente campo de la historia medioambiental,
y una problemática central que la ha mantenido aislada de la mayoría de los
otros campos de la investigación histórica. La pregunta es: ¿cómo acercarnos
a la historia de la naturaleza como parte de la historia humana, y a la historia
humana como parte de la historia de la naturaleza o del medioambiente? O
mejor dicho: ¿cómo escribir la historia del cambio ecológico como historia
humana y cómo escribir historia humana como historia ecológica?
Quisiera usar mi propia investigación sobre la industria forestal en el sur de
Chile para explorar las maneras en que un enfoque de historia ambiental ayu-
da a reorganizar las narrativas de colonización y asentamiento, la formación de
las clases y el Estado, es decir, las narrativas históricas básicas de la nación-es-
tado moderna, su expansión y el curso del desarrollo capitalista.
Durante la década de 1940, los propietarios de fundos de las afueras de
Concepción comenzaron a desalojar un gran número de inquilinos y a plan-
tar pino Monterrey (pino insignis o pino radiata). En 1947, la Confederación
Obrera de Chile (CTCH), denunció que los terratenientes estaban reempla-
zando a inquilinos y medieros por pinos, y se negaban “a darles tierras para el
pastoreo de sus animales, un derecho que había existido por muchos años” (El
Siglo, 24 de julio de 1947). En 1946, por ejemplo, la Compañía Hernández

57
expulsó a setenta trabajadores en Cañete, y cubrió sus pequeños terrenos con
pinos. En este caso, como en muchos otros, Hernández estaba motivado por
una serie de subsidios y beneficios ofrecidos por el Estado a través de la Ley
Forestal de 1931, que reducía el grado de riesgo del pino como inversión y
aseguraba su rentabilidad (El Siglo, 25 de noviembre de 1946 y 1 de diciem-
bre de 1947). Al año siguiente, trabajadores del fundo El Retamo protestaron
por los despidos y por su reemplazo por plantaciones de pino. En este caso, el
propietario del fundo estaba motivado por los incentivos estatales y por un en-
conado conflicto laboral. Pocos años antes, los trabajadores habían organizado
un sindicato pidiendo salarios más altos y un incremento de sus beneficios. Al
reemplazar a los trabajadores por pino, el terrateniente solucionó un problema
laboral que había interrumpido la producción en su fundo, invirtiendo a la
vez en una cosecha favorecida por la regulación del Estado y con una futura
garantía de mercado en las industrias de celulosa planificadas y promovidas
por CORFO (El Siglo, 15 de abril de 1947). El pino también fue favorecido
por su rapidísimo crecimiento en el suelo sureño de Chile, tres veces más veloz
que en sus tierras natales californianas, un hecho ecológico que ha impulsado
su voraz expansión a costa del campesinado.
Menciono esta breve historia porque creo que aclara con nitidez la relación
dialéctica entre procesos sociales –como la acumulación de capital y la forma-
ción de clases– y procesos ecológicos –como la substitución de los bosques
nativos y la tierra agrícola y de pastoreo por plantaciones de especies exóticas
en monocultivo. Además, aquellos casos ayudan a indicar direcciones que po-
dríamos tomar al tratar de resolver el abismo, a menudo insalvable, que separa
la historia medioambiental de la historia humana. En esta conferencia quisiera
considerar las maneras en que el trabajo constituye el lugar donde lo humano
y lo natural, lo ecológico y lo social, se encuentran. Como argumenta el histo-
riador norteamericano Richard White, los humanos conocen la naturaleza (o
el medioambiente, de manera más general) a través de su trabajo. Y yo agrega-
ría como algo más importante que ellos construyen el medio ambiente en el
cual trabajan, aun cuando, como señala Marx, lo hagan en circunstancias que
no son completamente de su elección. Mi punto básico es que a través del tra-
bajo los humanos se forman a sí mismos y al medioambiente donde habitan,
y construyen el conocimiento ambiental que da forma a la organización de la
producción (White 1996, Peck 2006).
Por supuesto, este no es un proceso sin contradicciones. Los conflictos en-
tre trabajo y capital ocurren espacialmente y tienen significaciones ecológicas.
Una dinámica central de los conflictos en torno a la producción y al trabajo

58
está enraizada, a menudo, en diferentes conocimientos y prácticas ambien-
tales. Asimismo, mientras el capital construye ambientes que producen las
condiciones de su reproducción, esos mismos ambientes imponen, en algún
momento, límites sobre la acumulación de capital, y deben ser destruidos para
resolver crisis crónicas y periódicas. Los cambios y condiciones ecológicas,
igualmente, moldean la formación de clases. La “aniquilación del espacio por
el tiempo,” o de la geografía por la historia –en las famosas palabras de Marx–,
no es un asunto simple; en realidad, esta frase expresa los límites del análisis
de Marx sobre el rol que ha jugado el medioambiente en la formación de las
clases y del capital (Marx 1973: 538-539).
Finalmente, el papel que ha jugado el estado moderno en garantizar las
condiciones para la reproducción del capital y para establecer su propia he-
gemonía autónoma, usando el término de Antonio Gramsci, también está
definido por procesos medioambientales. Mucho se ha escrito acerca del na-
cionalismo y la formación del Estado, pero la manera en que este establece su
dominio sobre territorio y población muy rara vez es visto como un proceso
ecológico. Quisiera establecer que, al construir una hegemonía vinculada a la
invención de imaginarios nacionales, los estados manipulan la naturaleza y
construyen su propia territorialidad y su propia organización del espacio, de
manera tal que impulsan y limitan las actividades del capital y el trabajo.

II

La relación a menudo conflictiva entre los movimientos laborales y


medioambientales, persistente hasta hoy en debates sobre estrategias comer-
ciales y de desarrollo, se refleja en la historiografía en la división entre historia
del medio ambiente e historia social. Los historiadores ambientalistas se han
enfocado en general en el impacto de la sociedad sobre la naturaleza, cons-
truyendo narrativas con un sentido pesimista y uniforme de la inexorable
degradación de la naturaleza a manos del hombre, pero muy pocas veces han
ofrecido análisis de la historia social del cambio ecológico. El trabajo, en este
sentido, es visto como más destructivo que productivo, y como perteneciente
a un sistema social o económico ilimitado e indiferenciado, un capitalismo en
el sentido más amplio, que se impone sobre la naturaleza causando estragos.
La interpretación clásica de esta narrativa se encuentra en el famoso trabajo
del historiador Donald Wooster sobre la formación del dust bowl en el Medio
Oeste norteamericano durante los años treinta (Wooster 2004). Wooster atri-
buyó este momento de masiva crisis ecológica a una “cultura del capitalismo”

59
compartida por todas las clases sociales. Muchas otras historias ambientalistas
comparten este enfoque, trazando el devastador impacto del desarrollo ca-
pitalista sobre la naturaleza, como si la historia humana del capitalismo no
fuera parte de la naturaleza misma y se levantara fuera y en contra de esta,
sin analizar la contradictoria historia social de este proceso. Análogamente,
la mayoría de los historiadores sociales o de historiadores preocupados por el
trabajo y la formación de clases, por una parte, y en la formación de las nacio-
nes-estado modernas, por otra, escriben como si la “aniquilación del espacio
por el tiempo” de Marx hubiese sido llevada a cabo; para ellos, el espacio, la
naturaleza y el medioambiente son irrelevantes, como si los procesos sociales
tuvieran lugar sobre una “tabula rasa”. A menudo se escribe la historia como si
la naturaleza estuviera pasivamente esperando la mano del hombre para trans-
formarla en materia prima, recibiendo simplemente el destructivo impacto
del trabajo humano.
Un lugar que puede ser útil para comenzar es con el pionero trabajo en
“geohistoria” de Fernand Braudel, y la obra de William Cronon, quien junto
a Donald Wooster y Richard White fundó el campo de historia ambiental en
Estados Unidos. El gran libro Nature’s Metropolis de Cronon (1992) se com-
para a veces con El Mediterráneo de Braudel (1996), y generalmente se citan
ambos como obras fundacionales de la historia ambiental contemporánea,
ligando historia social y ambiental. Ambas obras señalan direcciones que po-
dríamos tomar al trazar una ruta que reúna las historias humanas y medioam-
bientales, y ambas, sostengo, son sugerentes tanto en sus limitaciones como
en sus contribuciones.
Cronon y Braudel realizan un excelente trabajo reorientando el enfoque
tradicional de la investigación histórica de narrativas confinadas dentro de
los límites de la nación, considerando regiones definidas ecológicamente: el
Mediterráneo y la frontera de Estados Unidos. En primer lugar, el enfoque
en la región, más que en la nación, es una importante contribución hecha
por la historia ambientalista, especialmente en este momento historiográfico
contemporáneo de historia “global” y “transnacional”. Décadas antes de que
esta tendencia emergiera como una reflexión de nuestro propio momento de
globalización dirigido por las políticas económicas neoliberales, historiadores
como Braudel iniciaron sus propios análisis sobre la formación de las eco-
nomías globales. El Mediterráneo, por ejemplo, traza los orígenes de lo que
los historiadores norteamericanos llaman hoy “historia atlántica” o “historia
mundial”. Por su parte, el análisis de Cronon sobre la frontera oeste de Es-
tados Unidos ayuda a reorientar las narrativas del excepcionalismo nacional

60
norteamericano, enraizado en varios mitos sobre la frontera heredados de
Frederick Jackson Turner y reiterados casi al infinito hasta hoy. Su trabajo
se enfoca en el devastador impacto del desarrollo capitalista en esta región
y en el rol central jugado por el oeste en el capitalismo industrial del siglo
diecinueve, desviando así nuestro enfoque del noreste industrializado de los
Estados Unidos. En segundo lugar, tanto Braudel como Cronon sitúan la
expansión de los mercados capitalistas –y subrayo “mercados” ya que ninguno
de los dos está particularmente interesado en la producción– en un contexto
medioambiental, trazando una geografía del comercio y el capital a través de
mapas ambientales topográficos que configuran (más por implicancia que por
argumentos categóricos) la marcha del capitalismo.
Braudel presenta un relato antimarxista, aunque estructuralista, de los vín-
culos entre historia humana y medioambiental, describiendo ambiciosamente
los niveles en que la historia global tiene lugar: (i) evento: el marco de tiempo
del individuo y de la vida individual; (ii) coyuntura: el marco de tiempo de
los grupos sociales, instituciones políticas, ciclos demográficos, agrarios, eco-
nómicos, y mentalidades; y (iii) estructura: la geohistoria por la que Braudel
es famoso y que Lucien Febvre interpreta como “una historia prácticamente
inmóvil, aquella de la relación del hombre con el ambiente que lo rodea…
tiempo geográfico”. Braudel, como otros historiadores de los Annales, comien-
za a escribir una historia de regiones geográficas o ecológicas y a reconstruir
la sociedad total, la economía y la cultura situadas en un contexto medioam-
biental. A su juicio, el medioambiente impone su huella en los otros niveles de
la historia, estableciendo tanto obstáculos como posibilidades sobre los acon-
tecimientos y coyunturas humanas. Como señala Febvre sobre El Mediterrá-
neo de Braudel, el medioambiente, que cambia glacialmente durante la longue
dureé, está compuesto de “fuerzas permanentes que operan sobre la voluntad
humana… guiando, canalizando, obstruyendo, frenando y revisando o, por
otra parte, destacando y acelerando la interacción de las fuerzas humanas”
(Febvre citado en Bintliff 1999: 139). De hecho, la contribución quizás más
importante en términos de historia ambiental es el análisis de Braudel sobre
cambios ecológicos globales que se definen a través de siglos. Para él, la emer-
gencia del capitalismo moderno y del mundo atlántico comienza en el Medi-
terráneo a través de la expansión de las redes del comercio y las finanzas. En El
Mediterráneo, y más tarde en su trilogía sobre Civilización y capitalismo, Brau-
del establece la fundación para el análisis del Sistema Mundo de Immanuel
Wallerstein, situando este sistema en un contexto histórico ambiental global.
Sin embargo, como han señalado varios críticos, nunca resuelve algunos de

61
los problemas de la historia ambiental contemporánea, sobre todo el impacto
de la expansión capitalista sobre el medioambiente, y el impacto de cambios
ecológicos sobre los otros niveles históricos. Para muchos historiadores del
medioambiente, a pesar de los argumentos de Braudel acerca de la importan-
cia de situar las historias económicas y sociales (lo coyuntural) en relación a
lo estructural (lo ambiental), el medioambiente permanece como un telón de
fondo, un escenario donde el teatro de la historia tiene lugar y no un actor en
su propio derecho (Moore 2003).
Este es precisamente el proyecto que Cronon tomó en su libro Nature’s
Metropolis al trazar la reformulación del Medio Oeste americano a través del
desarrollo histórico de la ciudad de Chicago. Cronon establece que Chicago se
desarrolló como una metrópolis por la acción de comerciantes en la extracción
de valor radicado en lo que él llama “la primera naturaleza o la naturaleza pri-
ma”. El masivo y acelerado crecimiento de Chicago en el siglo XIX se derivó
de la transformación de la “naturaleza prima” y “riqueza natural” en la pro-
ducción de bienes (madera, carne y trigo), y condujo a una imposición de una
“geografía del capital” sobre la abundancia de la primera naturaleza. El énfasis
de Cronon está en vincular la extracción de valor en regiones de frontera (en
este caso, las llanuras del Medio Oeste norteamericano) al desarrollo de zonas
industriales, centrales y urbanas como Chicago, para subrayar cómo la apro-
piación de la riqueza de la naturaleza es una precondición para la expansión
de los dinámicos mercados capitalistas. Nature’s Metropolis describe la devas-
tación de los ecosistemas del Medio Oeste, de las tierras de pastoreo, bosques
etc., trazando los nuevos vínculos geográficos de la frontera a la metrópolis,
mediante ferrocarriles, telégrafos, información, crédito y capital. El efecto ge-
neral de Nature’s Metropolis es similar a El Mediterráneo de Braudel: un mapa
extraordinario de los lazos comerciales que unen a una región y que proveen
el dinamismo para el desarrollo capitalista. En ambos casos, el enfoque central
es sobre la tecnología y el capital; la naturaleza en realidad es importante, pero
como un “efecto” de la tecnología (la agrícola, por ejemplo), y del capital (para
trazar los flujos comerciales y de inversión).
De manera sorprendente, ni Braudel ni Cronon parecen estar interesados
en el trabajo que significó construir aquellas economías regionales. Para Brau-
del, la historia social tomó la forma de un rastreo de patrones demográficos,
pero por sobre todo, el ordenamiento de tendencias económicas que refle-
jan los principales patrones en la vida social. Por su parte, para Cronon los
cambios sociales que acompañan la transformación ecológica del Gran Oeste
norteamericano son, en gran medida, invisibles. En ningún caso tenemos un

62
sentido de tensión y contradicción en el desarrollo capitalista. En Braudel,
lo geográfico y lo social (o lo humano), son en gran medida ámbitos parale-
los, con muy poco conflicto y contradicción; a pesar del logro extraordinario
de escribir una geohistoria, Braudel no puso a la geografía y a la historia en
relación. No proveyó un análisis de la interacción dialéctica, mutua, entre
estructura, coyuntura y evento (acontecimiento); en cambio, ofrece descrip-
ciones enciclopédicas brillantes de mundos y procesos históricos paralelos,
de estructuras económicas mundiales, como Wallerstein, desconectado de las
“ecologías mundiales”. Como sugiere el geógrafo Jason Moore (2003), el lugar
donde se encuentran la economía mundial y la ecología, el proceso laboral y
de producción (con sus esperadas contradicciones), están en gran medida au-
sentes en Braudel (y de igual manera eludidos en Wallerstein). Braudel pone
en primer plano la geografía del intercambio y del comercio, el mundo donde
circulan los bienes.
Para Cronon, en tanto, el impacto de la historia sobre la naturaleza iba
decididamente en una sola dirección: su foco está en establecer cómo la emer-
gencia de las relaciones de mercado capitalistas degradaron la “abundancia
de la naturaleza” en la gran frontera oeste, aunque el medio ambiente tiene
un papel activo en la historia como creador de valor económico. Al igual
que Braudel, el análisis de Cronon sobre el capital mercantil, el comercio, el
trabajo y la producción no puede apreciarse salvo mediante un análisis agudo
de la transformación de la naturaleza a través de la comodificación. En efec-
to, Cronon no analiza el rol del medio ambiente en la conformación de la
organización social de la producción (ver Walker 1994). Como ha señalado
el historiador Gunther Peck, lo que está ausente en el relato de Cronon sobre
la frontera, y en muchas otras descripciones historiográficas sobre la frontera
en la historia de Estados Unidos desde Turner hasta ahora, es la geografía del
trabajo que debiera acompañar sus geografías de capital y bienes: la historia de
la producción que acompañe sus historias de la comodificación (Peek 2006).
Estas omisiones en los magistrales trabajos de Braudel y Cronon revelan
varios lugares donde podríamos situar la intersección de naturaleza e historia
humana, de historia medioambiental e historia social. Primero, está la cues-
tión del valor. Cronon rechaza enérgicamente la teoría del valor del trabajo
de Marx y argumenta que el valor de la naturaleza transformado en producto
es una precondición para el desarrollo capitalista, es decir, que la riqueza de
la naturaleza precede la producción de valor (de uso o de cambio) por el tra-
bajo. Cronon, como muchos otros historiadores del medioambiente, quiere
corregir las historias que analizan el desarrollo capitalista ignorando el lugar

63
fundamental de la naturaleza en producir capital, y a las que ignoran el im-
pacto del desarrollo capitalista sobre la naturaleza. En una aguda crítica de los
enfoques marxistas sobre la naturaleza, Cronon subraya el rol jugado por la
naturaleza en producir lo que Marx refería como las “rentas” del suelo o de la
tierra, basadas en la propiedad o la naturaleza. En cierta medida sigue a David
Ricardo, quien parte de una teoría de valor laboral para señalar que las rentas
se derivan de un valor inherente de la naturaleza. Marx, por supuesto, argu-
menta que las rentas, más que un atributo de la naturaleza, son atributo de las
relaciones sociales organizadas en torno a la propiedad de la tierra, de la pro-
piedad privada; es así como en la mayoría de sus escritos el valor es producto de
las relaciones sociales, no algo inherente en los bienes o en la naturaleza misma
(Coroníl 1997: 31-34). En realidad, desde una perspectiva marxista clásica,
la mayoría de las historias ambientalistas, siendo Cronon el ejemplo más im-
portante, producen su propia versión fetichista de las mercancías, en las que
estas adquieren un estatus mágico o místico que enmascara el trabajo que las
produce, así como la totalidad del arreglo social por el cual el valor del exce-
dente (plusvalía) es producido y apropiado. Para Marx, la renta es algo que los
terratenientes, que ejercen un monopolio sobre la tierra, extraen del total del
excedente producido por los capitalistas, a menudo en competencia con los
capitalistas, aunque variando en formas y condiciones debido a sus relaciones
diferenciales con las condiciones naturales y naturaleza: el tipo y calidad de la
tierra, la propiedad que ellos poseen (fertilidad del suelo, topografía, clima,
recursos minerales, bosques etc.). Marx sostiene que el control de la naturaleza
por los latifundistas opera como un efectivo freno sobre la acumulación de
capital, dado que deduce el excedente (surplus), y sustrae capital que podría
ser invertido productivamente en términos del cargo a las rentas de los terra-
tenientes (Coroníl 1997: 47).
La historia medioambiental ofrece un interesante enfoque alternativo al
análisis de Marx sobre valor, naturaleza y renta. Para Cronon, y muchos otros
historiadores del medioambiente, la renta es producida no solamente como
una relación social enraizada en la posesión de la propiedad, sino en la “rique-
za de la naturaleza”.

III

Volviendo a los bosques australes de Chile, donde comencé, la “renta de


la tierra” como se la menciona a menudo en los enfoques marxistas, pue-
de ser concebida como la “renta forestal” de los historiadores ambientalistas.

64
Como es bastante conocido, durante los primeros años de la colonización de
la frontera del sur, los terratenientes que acumularon extensas tierras –ya sea
por dudosas compras de tierras, remates de predios plagados de fraude, o por
concesiones igualmente ilegítimas y corruptas– se hicieron ricos adquiriendo
tierra muy barata, construyendo enormes fundos y monopolizando la tierra
para venderla a precios mucho más altos, produciendo ganancias a través de
la simple especulación. Los valores de la tierra se dispararon en la medida en
que se extendía la línea ferroviaria hacia el sur y la mayoría de los fundos se
hacían de dinero fácil. Los latifundistas también acumularon dinero a través
de la extracción de renta forestal por medio de la quema activa de los bosques.
Fueron alentados al menos por tres motivos. Primero, estaban guiados por la
ciencia moderna de la botánica, que enseñaba que la reducción de la cobertura
forestal mejoraría el clima haciéndolo más propicio para la agricultura, espe-
cialmente para los cultivos de cereales. Segundo, buscaban despejar la tierra
para cosechas. Tercero, querían proveer a la tierra de un excelente fertilizante
que permitiera a los terratenientes/especuladores producir cosechas abundan-
tes. Esto constituyó una fuente esencial de valor, extraído del suelo, además
del trabajo barato del que los terratenientes pudieron aprovecharse. Vale decir,
la realidad ecológica de un bosque templado que se podría quemar para crear
un abono barato jugó un papel fundamental en la formación de las grandes
haciendas en el territorio de la frontera (Klubock 2012).
Muchas historias del medio ambiente, como la de Cronon en su Nature’s
Metropolis, se detendrían aquí, en la extracción de valor, la renta forestal del
suelo en la expansión de los mercados capitalistas en el territorio de la fron-
tera, y en las redes de ferrocarriles que unían los centros metropolitanos con
el sector rural. Sin embargo, volviendo al tema laboral, esta historia de la
quema de bosques nativos en Chile puede ofrecer alguna percepción sobre la
dialéctica histórica del cambio ecológico y la formación de clases. Es bastante
conocido que las relaciones laborales en el sur se definieron más por relaciones
entre mediero y arrendatario que por las clásicas relaciones de inquilinaje que
dominaron en Chile central. Además, la fuerza laboral del sur era altamente
inestable y móvil. Esto se debió en gran medida a lo que Marx refiere como
el proceso de “acumulación primitiva”. En el sur este proceso fue acelerado
y brutal; como se sabe, miles de chilenos y campesinos mapuches fueron ex-
pulsados de las tierras que habían ocupado por muchos años por los nuevos
propietarios de los fundos que se habían formado por los remates de tierras y
concesiones de colonización, con una altísima dosis de fraude y de violencia
amparada por el Estado chileno. Miles emigraron cruzando la cordillera y se

65
establecieron al otro lado de la frontera. Muchos otros constituyeron una fuer-
za laboral barata para los propios fundos. En realidad, como señala Marx, los
procesos de cercamiento (enclosures), es decir, la privatización y parcelación de
tierras comunales (commons) que dio forma a la acumulación primitiva en Eu-
ropa, operaron primariamente para liberar la fuerza laboral para la industria
capitalista, para producir un excedente laboral necesario; en otras palabras, el
cercamiento condujo el proceso de proletarización. En el caso del sur de Chi-
le, el trabajo barato estaba disponible para los grandes propietarios que goza-
ban de las “rentas forestales”, así como del valor que extraían de los cuerpos de
sus trabajadores (otra forma de naturaleza), en una gama de arreglos laborales
explotadores con medieros y arrendatarios (ibíd., por publicar).
Los procesos ecológicos moldearon la acumulación primitiva de tres mane-
ras clave. Primero, al incendiar los bosques, los terratenientes empujaron fuera
de sus tierras a los pequeños propietarios campesinos, destruyendo sus chozas,
ranchos y cosechas. Segundo, en el lapso de una generación los terratenientes
del sur provocaron erosión, sequía y cambio climático, y esto también mermó
la capacidad de los campesinos para mantener su subsistencia. Con un suelo
cada vez más improductivo y sin acceso a productos forestales para mantener
su subsistencia, muchos vendieron sus pequeños predios a los grandes fun-
dos y se volvieron inquilinos o medieros. Relatos de zonas tan diversas como
Llanquihue, Lonquimay y Temuco durante el siglo XX describen cómo los
grandes fundos, la mayoría dedicados a la industria maderera y ganadería,
fueron formados por la compra de terrenos erosionados de campesinos cuyas
cosechas no podían mantenerlos. Además, en la medida en que las grandes
haciendas agotaban sus bosques, se expandían hacia los pequeños terrenos
de mapuches y campesinos (ibíd., por publicar). Así, un enfoque de historia
medioambiental nos ayuda a ver cómo el proceso de cercamiento fue condu-
cido por (algunas veces no intencionales) cambios ecológicos.
En tercer lugar, los latifundistas del sur estaban más interesados en extraer
rentas a través de la quema o la tala de bosques, y por contratos a medieros y
arrendatarios, que en invertir en técnicas modernas de producción para dar
forma a una agricultura capitalista. Esto se ejemplifica en la relaciones con sus
trabajadores. Medieros y arrendatarios muy rara vez se establecieron por un
tiempo largo en las haciendas del sur. Cerca de Temuco, por ejemplo, busca-
ban fundos que tuvieran todavía bosques nativos, porque al quemar los bos-
ques podían producir cosechas abundantes. Después que se agotaba el suelo
que trabajaban, se movían a otros fundos y a otras locaciones forestales. Este
proceso de la quema forestal para fertilizar el suelo, y el proceso siguiente de

66
erosión, llevó a un sistema cada vez más inestable de relaciones laborales, el
que dejó su marca indeleble en el proceso de formación de clases. La natura-
leza transitoria de la fuerza laboral del sur se debió tanto al proceso ecológico
y a las condiciones ecológicas de los bosques sureños como a la acumulación
primitiva (ibíd., por publicar). De este modo, aunque la discusión de Marx
sobre la renta y la acumulación primitiva es útil, ofrece un relato parcial de
un proceso económico y social forjado tanto por la ecología como por las
iniciativas del trabajo y del capital. Marx imaginó que el cercamiento y la acu-
mulación primitiva producían un excedente laboral para el capital industrial,
las condiciones para la formación de un proletariado establecido. En el caso de
La Frontera, los procesos ecológicos condicionaron la acumulación primitiva
para producir solamente una fuerza laboral parcialmente proletarizada, sin
tierra, pero altamente rural y móvil.
Este relato subraya también algunos límites del enfoque histórico ambien-
talista de Cronon sobre la frontera oeste norteamericana. Por una parte, la
frontera de Cronon, como en otras historias ambientalistas, aparece como
inhabitada, y el trabajo de la gente para transformar la riqueza de la naturaleza
en bienes, en producir valor, es en gran medida ignorado. En nuestro rela-
to, sin embargo, tenemos un claro sentido de cómo capital y trabajo operan
para destruir los bosques. Además, mientras los terratenientes extraían trabajo
barato de los sujetos desposeídos, los trabajadores mantenían una gestión di-
námica, moviéndose de un fundo a otro, de un bosque al siguiente, llevando
a la distracción de latifundistas y funcionarios a causa de su inestabilidad y
transitoriedad. La movilidad de los trabajadores era motivada por las condi-
ciones ecológicas y por sus propias acciones en la conformación del sistema
laboral de la frontera. Dicho de otra manera, su movilidad reflejaba su propia
gestión, pero también las oportunidades y limitaciones impuestas por la eco-
logía, y por las estrategias de los latifundistas, apoyados por el Estado, para
maximizar sus rentas.
Por otra parte, la historia de la frontera señala también lo que para mí es una
laguna en el estudio de Cronon. Mientras la naturaleza produce valor como
productos, los procesos ecológicos retroceden al telón de fondo en el drama de
la colonización, asentamiento y expansión del capital mercantil a través de la
frontera oeste de Estados Unidos. Es decir, que el relato de Cronon comparte
con muchas otras historias de la frontera estadounidense una descripción de la
naturaleza como entidad pasiva, aún siendo factor de valor. Estos es similar a lo
que ocurre en el Mediterráneo de Braudel, donde la naturaleza permanece cu-
riosamente inmutable; el cambio ecológico no desempeña ningún rol en las es-

67
tructuras emergentes de la economía global que él rastrea tan bien. Esto es algo
que la mayoría de las historias ambientalistas, irónicamente, comparten con
Marx, quien de una manera muy al estilo del siglo XIX observaba al mundo
dividido entre lo activo y productivo (capital y trabajo) y lo pasivo (naturaleza).
Como subraya el antropólogo Fernando Coroníl, la discusión de Marx en El
Capital sobre la “santísima trinidad” que conforma la organización social de la
producción, es infundida con una representación del mundo con perspectiva
de género, invocada por la feminización de la naturaleza (Madame terre), que
fue entregada a la antropología del siglo XX: cultura como masculina, natura-
leza como femenina, trabajo y capital como varón (hombre), el objeto de su
actividad, la naturaleza, como mujer (Coroníl 1997: 59).
A pesar de que Marx desarrolla un trabajo brillante descubriendo los modos
en que bienes o mercancías, capital, dinero, ganancias y salarios se vuelven
fetiches, enmascarando sus orígenes en la explotación social del trabajo, su
análisis excluye “la explotación de la naturaleza del análisis de la producción
capitalista y borra su rol en la formación de la riqueza” (ibíd. 1997: 59). Marx
está tan dedicado a develar los modos en que los productos adquieren valor en
las relaciones sociales (trabajo, intercambio, valor de uso, etc.) como opues-
tos a sus propiedades inherentes (“fetichismo de la mercancía”), que omite la
significación de los procesos físicos, ecológicos y medioambientales en la crea-
ción del valor de las mercancías. La clave sería, como señala Coroníl, analizar
las propiedades físicas, o los procesos medioambientales, que constituyen las
mercancías, así como las relaciones sociales que hacen que estas adquieran su
valor “mágico” y “fetichista”. No se trata de revertir el análisis del fetichismo
de la mercancía de Marx para argumentar que tienen un valor intrínseco, sino
en explorar cómo los atributos físicos y materiales de estas mercancías, su na-
turaleza sensual, como diría Marx, informa y modela las relaciones sociales que
las producen como tales. El aporte clave de algunas historias ambientalistas y
geografías históricas recientes es demostrar lo frecuente de las consecuencias
ecológicas imprevistas en las intervenciones humanas en la naturaleza y en sus
ramificaciones sociales (Soluri 2006).
Para nuestros propósitos, un ejemplo obvio de aquello es la historia del
monocultivo de pino en el sur de Chile. Como es bastante conocido, los
monocultivos producen nuevas realidades ecológicas: la uniformidad genética
hace a las plantaciones muy vulnerables a nuevas especies de insectos y hon-
gos, a nuevas epidemias y enfermedades, y a malezas invasivas que compiten
con los árboles jóvenes. Aunque las plantaciones de pino Monterrey en Chile
no han producido todavía un equivalente a la peste de Panamá (epidemia que

68
destruyó las plantaciones bananeras norteamericanas en América Central y re-
quirió una completa reorganización del cultivo, la producción y el mercado),
sí requieren de extraordinarios aportes químicos de fungicidas y pesticidas
para prevenir las inevitables infecciones que la naturaleza impone en respues-
ta a las disrupciones causadas por el trabajo humano. Este proceso produce
cambios ecológicos con implicaciones significativas para la producción y para
las relaciones sociales que rodean la industria forestal (ibíd. 2006; Klubock,
por publicar).
Sabemos que la fumigación con substancias químicas para responder al
desafío de las siempre nuevas epidemias (a menudo con defoliantes, pestici-
das y fungicidas prohibidos en países avanzados) ha producido importantes
disrupciones sociales en el campo: contaminación de las aguas subterráneas,
los arroyos y estuarios, envenenamiento del ganado y la gente, destrucción de
cosechas, y socavamiento inexorablemente de lo que queda de la economía
campesina. El resultado fue un nuevo momento de pérdida de tierras y de
proletarización, dejando disponible para las mismas compañías forestales un
excedente de fuerza laboral siempre en expansión. Asimismo, la fumigación
de sustancias químicas requiere acceso al capital, y muy pocos campesinos y
parceleros del sur tenían el dinero para invertir ya sea en forestación con pi-
nos o en los insumos químicos requeridos para manejar las plantaciones. Los
gobiernos de Frei y Allende hicieron un esfuerzo sistemático por incorporar a
campesinos mapuches y mestizos a la economía forestal. Para ello subsidiaron
la forestación y la administración, ofreciendo asistencia técnica, árboles jóve-
nes y créditos para permitir a los campesinos sobrevivir mientras cambiaban
de la tierra agrícola a plantaciones de pino en los asentamientos creados por la
reforma agraria.3 Hoy en día, sin embargo, los campesinos carecen de crédito,
tienen muy poco capital, y no tienen el conocimiento técnico cuando se trata
de plantar especies exóticas, aunque sí poseen, por supuesto, abundante co-
nocimiento técnico sobre explotación y administración de los bosques nativos
(Cepal 1986, Gimpel 1994, Grupo de Investigaciones Agrarias 1984, Morales
1989, Otero 1984, Vicaría de la Pastoral Obrera 1983).
Finalmente, la propagación de las plantaciones de pino a través del sur de
Chile significó no solamente el reemplazo de la tierra agrícola y los bosques
nativos por una única especie exótica de árbol, sino también el reemplazo
del conocimiento medioambiental de los trabajadores rurales, su manejo y

3 Una dimensión a menudo ignorada en el así llamado conflicto mapuche es que muchas comunidades
reclaman no solo la tierra usurpada sino también los árboles de pino que ellos plantaron durante la Re-
forma Agraria en el programa campesino de forestación de la Unidad Popular.

69
el uso de la biodiversidad de los bosques nativos, por el conocimiento sobre
administración de plantaciones de pino impuesto por la ciencia forestal. El
punto clave aquí es que un aspecto esencial del desarrollo capitalista durante la
industrialización, particularmente la etapa definida como fordista y taylorista,
ha sido la extracción, vía mecanización, de las habilidades de los trabajadores,
enraizadas en el conocimiento del proceso laboral (y, yo agregaría, conoci-
miento de los procesos ecológicos), reubicándolas en las manos de técnicos y
especialistas, hecho señalado por teóricos marxistas e historiadores del trabajo
como Harry Braverman (1998) y David Montgomery (1980). Para nuestros
propósitos, la expansión de la ciencia forestal y la forestación con especies exó-
ticas, la piedra angular de la economía industrial forestal en Chile, significa la
producción de un conocimiento medioambiental, a través de la especialidad
técnica de la ciencia forestal, que ejerce un monopolio sobre la producción y
sobre el proceso laboral que eclipsa, destruye y borra el conocimiento de los
trabajadores y las prácticas medioambientales (Marquardt 2001). Lo esencial
es que los trabajadores forestales y campesinos no solo sufren la alienación de
la tierra y la naturaleza, sino que, igualmente importante, la alienación del
conocimiento medioambiental que había informado su compromiso con los
bosques nativos.
La política de forestación con pinos adoptada por los terratenientes desde la
década de 1940 hasta la fecha fue modelada por una serie de imperativos. Pri-
mero, tanto las crisis ecológicas como la erosión del suelo los llevaron a buscar
una cosecha que pudiera prosperar en suelos desolados y sobretrabajados. Se-
gundo, los subsidios ofrecidos por el Estado ayudaron a que el pino fuera una
opción fácil para los terratenientes subcapitalizados. Finalmente, el pino y la
ciencia forestal permitieron a los latifundistas racionalizar la producción casi
de la misma manera en que los administradores tayloristas lo habían hecho en
la última industrialización capitalista. Se liberaron así de los arreglos laborales
que recordaban relaciones precapitalistas, como el inquilinaje y la mediería,
aprovechándose de una creciente fuerza laboral barata y despojada de su co-
nocimiento y habilidades de producción. Los campesinos fueron colocados
en las manos de personal forestal educado en las universidades estatales desde
comienzos de la década de 1950, con financiamiento de agencias de desarrollo
internacional como el Banco Mundial y la FAO de las Naciones Unidas. La
ciencia forestal y de las plantaciones –corolario casi completo de la carencia de
capacitación en el trabajo de los bosques nativos– permitió a los terratenientes
reducir a los trabajadores forestales, como en otras industrias, a una pieza más
de la máquina. De este modo, no solo redujeron radicalmente los recursos y

70
poder de negociación de los trabajadores, si no que reemplazaron también la
ecología de los bosques nativos por la fácil administración de hileras del pino
norteamericano, racionalizando tanto el espacio como el proceso de produc-
ción (Klubock 2006).

IV

Este breve relato de la propagación del pino Monterrey y de la conforma-


ción de las relaciones laborales en el sur brinda caminos adicionales en los que
la geografía y la historia ambiental podrían unirse provechosamente a los aná-
lisis marxistas del desarrollo capitalista. Siguiendo al geógrafo Henri Lefebvre,
yo diría que el Estado y la ideología son dos de aquellos caminos. Para nues-
tros propósitos, entiendo la ideología como articulada en los discursos autori-
tarios de la ciencia, en tanto poder de los sistemas de conocimiento, para usar
el lenguaje de Foucault. Por su parte, los estados-nación son un útil punto
de partida porque, como subraya Lefebvre, estos se establecen espacialmente
(aunque con una gran cantidad de trabajo, incluyendo guerras) haciendo que
su realidad física aparezca como natural y fuera de la historia, y se asientan
en la construcción de imaginarios nacionales fundados en una sensibilidad
colectiva sobre las fronteras y la naturaleza de la nación (Lefebvre 1992: 324).
El Estado es también un punto adecuado para comenzar analíticamente
porque es a través de él que la ciencia imprime su huella en la historia. Una
de las contribuciones importantes de la historia medioambiental ha sido en-
focarse en el rol de la agronomía y la forestación en la historia espacial de
las naciones-estado y los proyectos coloniales. Una obra fundamental, Green
Imperialism, de Richard Grove, muestra cómo la expansión colonial europea
proveyó a la botánica de nuevos laboratorios para exploración y experimenta-
ción que permitieron el desarrollo de un “ambientalismo” transnacional, una
conciencia “medioambiental” fundada en una red transnacional de científicos
y de instituciones científicas. También facilitó la precarización de las condi-
ciones ecológicas e incrementó el potencial de desastre ecológico producto
del desarrollo capitalista y la expansión imperial (Grove 1996). El trabajo
de Grove sobre la botánica y la crisis ecológica en contextos coloniales ofre-
ce una aproximación para pensar en la formación de las naciones-estado, el
medioambiente y la ciencia. Mi argumento aquí es doble:

(i) primero, las naciones-estado construyen sus métodos de gobierno no


solo sobre las poblaciones, como en el famoso concepto de biopoder que Fou-

71
cault (1990) sugiere, sino sobre el espacio y el territorio. Irónicamente, este es
un argumento en que Foucault fue bastante más lejos, al examinar el arreglo
especial de los sistemas de poder del conocimiento (el asilo de enfermos men-
tales, la prisión, etc.), pero que no profundizó en términos de los aparatos del
Estado. Sin embargo, es claro que la ciencia trabajaba con las instituciones
estatales para gobernar, organizar y ordenar el espacio, el medioambiente y
la naturaleza. Me apoyo aquí en el famoso trabajo de James Scott sobre los
estados, Seeing Like a State (1998), que argumenta que los estados modernos
establecen su dominio, simplificando y racionalizando el paisaje social y na-
tural para hacerlo legible, borrando en el proceso las complejas prácticas y
conocimientos medioambientales locales.

(ii) segundo, mi argumento ofrece un apéndice a la tesis de Scott, al sugerir


que los “esquemas altamente modernistas” guiados por las ciencias para dise-
ñar la sociedad y la naturaleza son a menudo motivados por crisis ecológicas,
como lo muestra Ecological Imperialism de Grove. En efecto, la deforestación,
la erosión del suelo, el cambio climático, la sequía, y así sucesivamente, confi-
guran la construcción del Estado provocando su intervención en el tratamien-
to de la naturaleza y los recursos naturales.

En Chile, este proceso comenzó durante el siglo XIX, cuando el Estado


chileno reclutó cartógrafos extranjeros, botánicos, geólogos y forestales para
construir un conocimiento autorizado acerca de los nuevos recursos naturales
y del territorio de la nación. Esta fue una tarea encargada a Claudio Gay, Ig-
nacio Domeyko, Federico Albert, Pedro José Amado Pissis y a otros científicos
extranjeros. El caso de Gay es el más emblemático. Como heredero de las tradi-
ciones de la botánica europea entregadas por Linneo, para Gay la botánica era
tanto descriptiva como preceptiva. Es decir, su intención era ofrecer un relato
enciclopédico de la geografía natural de Chile y entregar propuestas dirigidas
por botánicos para administrar la naturaleza con el fin de obtener ingresos para
el Estado. Gay adhería a la tradición prusiana dirigiste que empleaba la ciencia
al servicio del Estado, una tradición destacada por el historiador ambientalista
Richard Drayton en Nature’s Government (2000). Notablemente, Gay llamó la
atención sobre las crisis ecológicas producidas por la deforestación por parte de
las fundiciones y las minas que habían destruido los bosques nativos del norte
chico, y llamaba a una regulación estatal de la explotación forestal. Al igual
que Charles Darwin, Gay sostenía que la deforestación limitaba el desarrollo
industrial de Chile y de los ingresos del Estado, ya que el cobre debía enviarse

72
al exterior para ser fundido debido a la falta de madera, privando así a la nación
del importante valor agregado de tal procedimiento (Gay 1938). De manera
muy interesante, también abogaba por la tala de los bosques nativos en la re-
gión de La Frontera, alrededor de Concepción, para entregar madera a las fun-
diciones de mineral del norte. Eso permitiría ofrecer trabajo a la cada vez más
grande población sin tierra expulsada de los fundos de Chile central durante la
expansión del cultivo de trigo a mediados del siglo XIX. Gay urgía al gobierno
a tomar medidas para regular la deforestación y para promover plantaciones de
especies exóticas, como el pino marítimo, con el fin de reemplazar los bosques
nativos del sur. De este modo, Gay se convirtió en fundador tanto del moder-
nismo medioambientalista en Chile como del actual modelo de conversión
forestal y de desarrollo forestal, predicados para reemplazar el bosque nativo
por la plantación (Gay 1973: 54-56, 71).
El sucesor de Claudio Gay en la promoción de políticas forestales modernas
fue el alemán Federico Albert, contratado por el gobierno de José Manuel Bal-
maceda (1886-1891) para buscar soluciones a la crisis de la erosión del suelo y la
expansión de dunas en el Chile central y la región costera del sur. Tal como Gay,
Albert abogó por un fuerte rol estatal en la regulación de la explotación forestal,
en el combate a la erosión del suelo, y en la forestación con especies exóticas.
Presidió algunos de los primeros proyectos sobre suelos despojados al pie de las
montañas en la costa de Chile. Mientras las denuncias de Gay sobre la defores-
tación en el norte habían llevado a la primera ley forestal del Chile moderno en
1872, Albert escribió una pieza clave de legislación forestal que especificaba los
principios básicos de la ciencia forestal europea: introducida en el Congreso por
Ramón Barros Luco en 1911, esta ley fue finalmente codificada en la primera
legislación forestal moderna de Chile (las leyes de 1925 y de 1931).
El objetivo general de estos primeros códigos forestales fue producir un de-
sarrollo forestal comercial regulado por el Estado, el que imponía restricciones
a la tala de bosques nativos, organizándolos en reservas forestales y parques
nacionales administrados por el Estado y con arriendo de derechos de tala a
privados. Ello dio al Estado un rol importante en la dirección del desarrollo
forestal, la administración y la reforestación de los bosques. Las leyes ofrecie-
ron subsidios y exenciones tributarias a los terratenientes que forestaran con
pinos, y el propio Estado comenzó a forestar los espacios públicos de parques
y reservas. El subsidio más importante de todos los otorgados a los terrate-
nientes fue aquel para la industrialización forestal promovida por la Corfo,
durante las décadas de 1940 y 1950, que les garantizó mercado para sus pinos
(Albert 1912, 1913; Hartwig 1999).

73
El objetivo de la política forestal de Albert era combatir las crisis ecológicas
(sequía, erosión del suelo, cambio climático) que devastaron provincias como
Malleco, otrora el granero de Chile, y producir un paisaje natural racionaliza-
do en la frontera, dominado por ordenadas filas de coníferas exóticas en plan-
taciones de monocultivo. Como decía en 1911 Carlos Risopatrón, presidente
de la Comisión de Colonización del Congreso, esta política se encaminaría a
rehacer el paisaje nativo, heterogéneo, anárquico y estéril, a imagen y semejan-
za del de Francia y Prusia (El Sur, 22, 24, y 25 de julio de 1911). De manera
similar, Agustín Edwards, un antiguo ministro de Colonización, sostenía que
Chile necesitaba bosques cultivados y enseñar a los bosques nativos, como a
los araucanos, a crecer de manera ordenada. Ello, en tanto su heterogeneidad
“salvaje” hacía que la colonización y el desarrollo de una industria forestal
rentable fuesen imposibles (Edwards 1928).
En suma, el Estado buscaba, en un esquema altamente modernista similar
a aquellos descritos por Scott, simplificar, reducir y racionalizar el paisaje del
sur, reemplazando los bosques nativos –desconocidos y difíciles de delinear
en mapas– por plantaciones coníferas europeas (o norteamericanas) adminis-
tradas bajo la dirección del Estado y de especialistas forestales capacitados en
la ciencia forestal europea. Este proyecto emergió como resultado de las crisis
sociales (fraude de la tierra, formación de enormes haciendas, continuas y a
menudo violentas invasiones y ocupaciones de tierras o tomas por colonos
y ocupantes), y por las crisis ecológicas ya mencionadas. En última instan-
cia, como subraya Scott, la construcción del Estado significó simplificar el
medioambiente y superponer sistemas de conocimiento sobre el conocimien-
to y las prácticas medioambientales locales, apropiándose de la administración
de los bosques que tenían esas poblaciones. Este fue un proceso de alguna
manera autónomo del proceso de acumulación de capital; el Estado no actuó
simplemente como un agente o socio del capital. Más bien, a través de la
ciencia y del desarrollo forestal (un proyecto de ingeniería medioambiental),
buscó imponer su dominio sobre un territorio de frontera, un paisaje natural
y social descrito a menudo como anárquico, caótico, ingobernable –en las
palabras de muchas descripciones del “salvaje oeste” de Chile.
Como sostuve al comienzo de esta conferencia, al describir las expulsiones
de inquilinos y medieros de los fundos alrededor de Concepción durante la
década de 1940, este proceso ecológico fue asimismo un proceso social. El
Estado buscó, a través de la administración del medioambiente, reordenar
las relaciones sociales de dos maneras: primero, transformando haciendas im-
productivas, fraudulentamente constituidas y ecológicamente destructivas, en

74
empresas forestales modernas, proyecto que, a pesar de los argumentos neoli-
berales sobre la importancia del empresariado, los terratenientes eran reacios a
tomar sin la protección y los incentivos del Estado; y segundo, transformando
a los rebeldes, móviles y conflictivos hombres rurales en trabajadores estables
y disciplinados, en otras palabras, en fuerza laboral proletarizada, empleada
en bosques e industrias forestales, en talas y reducción a pulpa y producción
de papel. El objetivo del desarrollo industrial fue transformar la tierra y la
propiedad de la tierra para proveer de materias primas y excedente laboral
a la industrialización dirigida por el Estado. Para los trabajadores rurales del
sur de Chile, esto constituyó un segundo momento de cercamiento y acumu-
lación primitiva, después de las primeras décadas de colonización y despojo
(Chaparro 1941, Klubock 2006, Ministerio de Economía y Comercio 1946,
Sociedad Amigos del Árbol 1943).

Este último punto me lleva de vuelta a Henri Lefebvre, que ofrece un im-
portante correctivo a Marx sobre la continuidad de la explotación de la tie-
rra, de los recursos naturales y del trabajo, en un proceso que se asemeja a
las primeras etapas de la acumulación primitiva. Como señala Lefebvre, el
limitado enfoque en El Capital le impide a Marx sustentar por medio de una
selección de factores históricos vinculados a la naturaleza y al medioambiente,
incluyendo la persistencia y absorción de formaciones sociales precapitalistas
(particularmente importante para nuestros propósitos), formaciones organi-
zadas en torno a relaciones de tierra y trabajo coercitivas, y la persistencia de
acumulación primitiva, como fuerzas motrices del desarrollo del mercado ca-
pitalista global. Mientras que Marx había imaginado la destrucción, etapa por
etapa, del poder de los bienes raíces y las rentas de la tierra por las ganancias
y los salarios, a través de formas modernas de acumulación de capital, Lefeb-
vre sostuvo convincentemente que los recursos naturales y la organización
espacial del capitalismo se vuelven históricamente más, y no menos, impor-
tantes con las formas capitalistas modernas de desarrollo. Quizá para revertir
a Marx, Lefebvre enfatiza la aniquilación del tiempo a través del espacio: “Las
preguntas sobre los recursos subterráneos y de superficie –del espacio de todo
el planeta– crecían continuamente en importancia” (Lefebvre 1992: 324). De
manera más significativa, Lefebvre subraya la continua significancia, no la
disminución, de la renta de la tierra en el capitalismo moderno, y reprueba
duramente el fracaso del marxismo contemporáneo para analizar este tema

75
adecuadamente. En términos generales, Marx privilegia el impacto revolucio-
nario del capitalismo como fundamento de la destrucción o dominación de
la tierra (y por lo tanto de la naturaleza) por el capital y el trabajo, dado que
la tierra y la renta de la tierra serían fuerzas conservadoras que fijan e inmo-
vilizan la acumulación de capital. Así, Marx, de una manera muy al estilo del
siglo XIX, celebra la subordinación del poder del capital de la tierra y la renta
de la tierra a las ganancias y a los salarios; es decir, la victoria de las relaciones
sociales por sobre la riqueza de la naturaleza (Coroníl 1997: 46-47, 56-58).
En la última sección de El Capital, Marx argumenta que las fronteras y las
colonias son espacios donde los procesos de acumulación primitiva ocurren
de dos maneras claves. En la primera, el excedente de fuerza laboral dispo-
nible para el capital producto de la acumulación primitiva en áreas centrales
se mueve hacia las colonias o fronteras, en busca de tierra y autonomía, una
existencia no alienada; y el capital, por su parte, lo hace en búsqueda de opor-
tunidades de mayor rentabilidad (Harvey 2001: 306). Las fronteras ofrecen
la posibilidad de extraer nuevas rentas a través de la privatización de antiguas
tierras comunales, públicas o baldías, y de los recursos naturales, como con las
tierras forestales, cuyo suelo ofreció nuevas rentas en la forma de espectacula-
res cosechas de trigo, madera, y los valores incrementados obtenidos a través
de la especulación de bienes raíces. Como señala el geógrafo David Harvey,
mientras que en Marx (siguiendo, irónicamente, a Adam Smith), la acumula-
ción primitiva es relegada a un discreto primer momento que establece la pre-
condición para la emergencia del capitalismo moderno, este proceso de “acu-
mulación por despojo” continúa con una incrementada intensidad cíclica con
la expansión del capitalismo. En lugar de desvanecerse a un distante punto de
partida de la historia del capitalismo, como en Smith (quien primero acuñó la
frase) y en Marx, la acumulación primitiva es una necesidad permanente en la
expansión capitalista (Harambour 2012).
Los lugares obvios donde esto ocurre son las periferias y fronteras de la eco-
nomía global, en donde los recursos naturales, como bosques y minerales, son
ubicados, privatizados y extraídos en un proceso recurrente de cercamiento.
Sin embargo, Harvey señala también que la acumulación por despojo recauda
a través de la privatización de otras formas de riqueza de posesión pública, otros
bienes comunes: las industrias de propiedad del Estado, los fondos de pensio-
nes, obras públicas y de infraestructura, poder energético y agua, entre otros.
Más recientemente, la privatización del agua potable en el norte de Chile y
Cochabamba, Bolivia, expresa para Harvey el cercamiento de bienes comunes
medioambientales. Así también lo indica la privatización de espacios públicos

76
y comunes de recreación, parques por ejemplo, y su reemplazo por espacios
privatizados (y vigilados) como malls o formas de entretenimiento comercial
como la televisión, los que transforman los espacios públicos de entretenimien-
to en lugares de consumo privatizados, fragmentados y comodificados. Harvey
subraya también que una de las últimas fronteras comunes a ser cercada es el
espacio del material genético de las personas (los bloques de construcción de la
naturaleza), que cada vez más son extraídos, apropiados y privatizados, ya no
constituidos como bienes comunes sino más bien como mercancías circulando
por nuevos mercados. Para Harvey (2003), la privatización de los materiales
genéticos es parte de los cercamientos de la naturaleza y de los recursos natura-
les que componen una parte clave de la acumulación capitalista.
Volviendo al sur de Chile, y siguiendo los argumentos de Lefebvre y Har-
vey, podemos interpretar el acelerado desarrollo de la industria forestal como
un segundo momento de la acumulación primitiva, o acumulación por despo-
jo, dirigido por el Estado y guiado por la ideología de la ciencia forestal. Este
transformo la riqueza de la naturaleza en mercancías que circularon en los
mercados globales al tiempo que se rehízo el paisaje del sur. Como he señala-
do, la historia medioambiental nos ayuda a examinar este proceso reorientan-
do la manera en que miramos la formación de la nación-estado moderna, pero
también la ubicación de esta en una red de procesos globales, incluyendo la
circulación transnacional de la ciencia forestal y el pino Monterrey como mer-
cancía, así como la organización global de las industrias la pulpa y el papel.
Esos procesos fueron acelerados e intensificados por el terror estatal y por el
tratamiento de shock neoliberal de la dictadura que, siguiendo a Harvey, por
la fuerza y el fraude traspasó los bienes comunes (las plantaciones desarrolla-
das con aporte del Estado) a un grupo de cómplices civiles al frente de conglo-
merados financieros. Una vez más, la acumulación del capitalismo moderno
fue fundamentada sobre la apropiación de la abundancia de la naturaleza y
de los bienes públicos, así como en el despojo de trabajadores y campesinos,
en un nuevo momento de acumulación primitiva. La oleada de invasiones de
tierras que se extendió en el sur de Chile desde fines de la década de 1990 por
comunidades mapuches, demandando la restauración de la tierra tomada por
las compañías forestales y plantada con pinos, fue provocada por las profundas
perturbaciones sociales y ecológicas ocasionadas por este proceso, iniciado y
financiado por el Estado, pero intensificado por Augusto Pinochet y los Chi-
cago Boys.
Esto me lleva a una última intervención que me gustaría hacer respecto
a la historia. Podemos trazar las críticas medioambientales en el lenguaje

77
medioambiental blandido por las comunidades mapuche y los obreros fores-
tales en sus ataques contra compañías forestales como Arauco y Mininco, y
en los movimientos campesinos mapuches y mestizos contra las compañías
madereras que destruyeron los bosques nativos en las tierras que ellos con-
sideraban como públicas o suyas debido a sus derechos de ocupación y uso
durante las décadas de 1920 y 1930, cuando las huelgas y las ocupaciones de
tierra culminaron en el levantamiento de Ranquil, que sacudió el sur.
También podemos remontar los orígenes de la protesta campesina a los
cambios producidos por la industria forestal y la forestación de pino a las
huelgas en las plantaciones de pino durante las décadas de 1940 y 1950, con
las cuales comencé esta presentación. En aquellos desafíos al desarrollo de la
industria forestal, fue central la idea de “lo comunal”, la tierra pública, las pra-
deras y los bosques, la naturaleza como un recurso público, la frontera pública.
En realidad, como pide el historiador Gunther Peck, sería importante analizar
las maneras en que la idea de bien común, enraizada en un sentido público
de la naturaleza, ha figurado en la respuesta de los pueblos a la apropiación de
la riqueza de la naturaleza y del valor producido por su propio trabajo (Peck
2006). También podemos trazar un cambio en el discurso medioambiental
del movimiento mapuche en los años noventa, compartido por los sindicatos
de trabajadores forestales, hacia una comprensión del valor como derivado, en
parte, de la expropiación de un derecho común en la naturaleza. En ambos
casos, los desafíos radicales a las estrategias de desarrollo neoliberal y a la orga-
nización económica de la industria forestal han sido expresados en el lenguaje
del medioambientalismo moderno, apelando a derechos medioambientales
globales y al valor de la biodiversidad. Ambos, sindicatos de trabajadores fo-
restales y comunidades mapuche, expresaron nuevos lenguajes de derechos
medioambientales y el rol clave de la biodiversidad en la construcción de un
orden social más justo, en respuesta a los cambios ecológicos producidos por
su dislocación y su despojo.
La historia medioambiental nos ayuda a comprender, diría yo, el conteni-
do ideológico de las demandas basadas en la clase y en la identidad étnica de
aquellos movimientos sociales radicales. Más aun, en realidad, nos permite
proyectar nuestra red analítica para ver los movimientos sociales de manera
más amplia, como argumenta David Harvey, como movimientos ecológicos.
Enfocándonos en la intersección entre lo humano y lo medioambiental en
el trabajo, podemos apreciar la ligazón intrínseca entre procesos ecológicos y
desarrollo capitalista, desde los continuos procesos de acumulación primitiva
a la intensificación de la racionalización del proceso laboral. Así podemos

78
comprender como los movimientos que desafían la marcha de la acumulación
de capital son moldeados al mismo tiempo que moldean el medioambiente.

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80
Parte II. Intimidad e ideología
Conferencia de Viviana Zelizer
24 de noviembre de 2010
Presentación1
José Ossandón
Universidad Diego Portales

Una manera de introducir la obra de Viviana Zelizer es tratando de ubi-


carla dentro del diverso campo de los estudios sociales de la economía. En la
introducción a la segunda edición (2005) del Handbook of Economic Sociology,
Neil Smelser y Richard Swedberg etiquetan el trabajo de Zelizer como una
“sociología económica cultural” que introduciría aspectos no considerados en
el análisis “estructural” imperante. En una entrevista de 2008 en el European
Journal of Social Theory, Jeffrey Alexander va más allá y entiende la creciente
influencia de esta autora como un desplazamiento del centro de la sociología
económica de la versión más tradicional, asociada generalmente con la noción
de “incrustación” formulada por Mark Granovetter. Estas formas de situar el
trabajo de Zelizer son sin duda correctas, pero están, a mi juicio, demasiado
sesgadas por el particular contexto de la sociología económica de las últimas
dos décadas en Estados Unidos, dificultando la visualización de los aspectos
más novedosos de este marco de análisis.
Desde mediados de la década de los ochenta, se identificó con el término
“Nueva Sociología Económica” al resurgimiento de este campo de estudio en
Estados Unidos. En este contexto, la subdisciplina se organizó en torno a dos
polos metodológicos. Por una parte, sociólogos que utilizan métodos cuanti-
tativos para estudiar aspectos sociales en los que estaría incrustada la acción
económica, y cuyo trabajo fundacional es el estudio de Granovetter sobre los
“vínculos débiles” en la búsqueda de empleo. Por otra parte, un conjunto de

1 Este texto continúa el diálogo iniciado con Viviana Zelizer durante su visita a la Universidad Diego
Portales. Quisiera agradecer a Viviana la gran disposición y entusiasmo en cada una de las actividades
llevadas a cabo durante su visita. Cabe mencionar también que, con el fin de simplificar este texto, no he
referido aquí a todas las publicaciones que componen su extensa obra. Un excelente texto de referencia
es el volumen Economic Lives. How Culture Shapes the Economy (2011, Princeton University Press), que
reúne sus principales artículos académicos publicados hasta ahora.

85
investigadores más preocupados por reconstruir el modo en que los agen-
tes interpretan, y con ello construyen, su entorno económico –por ejemplo,
el análisis etnográfico de los agentes financieros de Mitchel Abolafia. Entre
ambos extremos se ubicarían aquellos que han intentado estudiar conjunta-
mente la interpretación de los actores económicos con las fuerzas sociales más
abstractas en las que estos están situados; aquí sobresale el ensayo de Paul Di-
Maggio y Walter Powell sobre el “isomorfismo” en campos organizacionales.
Bajo estos ejes, la sociología de Zelizer entregaría una mirada más rica en
detalles y símbolos que la descripción desarrollada por el resto de la sociolo-
gía. Sin embargo, hoy en día parece inadecuado –e incluso injusto– describir
la particularidad de este trabajo como un punto en una línea continua que
va desde las relaciones sociales, o estructura, a la cultura, sentido e interpre-
tación. En efecto, probablemente uno de los aspectos que ha hecho tan in-
fluyente la sociología de Zelizer es que efectivamente cuestiona o rebalsa este
tipo de clasificaciones convencionales. No hay modo más claro de ilustrar este
punto que revisando brevemente parte de su extensa obra.

1. Seguros, dineros e intimidad


El trabajo temprano de Zelizer es de carácter histórico. Sobre la base de
análisis de documentos del siglo XIX, analiza la industria de los seguros en
Estados Unidos. Específicamente, Zelizer estudia las intensas controversias
legales y morales relacionadas con el crecimiento de dos productos específicos:
el seguro de vida de adultos y el seguro infantil. Ambos se vincularían con el
acto cuasi sacrílego de otorgar un valor monetario a un bien que trascendería
todo precio: la vida humana. Lo realmente novedoso de estos trabajos es que
muestran que la consolidación de ambos seguros no se sustentó ni en la nega-
ción de esta contradicción ni en la simple “mercantilización” de la vida. Por el
contrario, más que valorar aquello que trasciende el dinero, estos productos
fueron publicitados y vendidos como servicios que funcionarían como una
especie de retorno ritual, una forma de devolver parte del amor de los seres
queridos. En otras palabras, el seguro, en vez de situarse en un lado de la
oposición entre lo que tiene precio o lo que trasciende el valor monetario, se
posiciona en el medio. El seguro es un servicio sobre el que se paga una póliza,
pero cuyo precio no intenta valorar lo que se está asegurando, “la vida”.
La aparente paradoja entre dinero y precio se constituirá en el principal
objeto de atención del siguiente trabajo de Zelizer, recientemente traducido
al español como El significado social del dinero (2011). La autora se interesa
aquí principalmente en dos fenómenos. Por una parte, el hecho de que, con-

86
juntamente con la consolidación y la expansión de las monedas nacionales o
trasnacionales como el euro o en cierta medida el dólar, han proliferado múl-
tiples modos de dineros de uso específico, desde las gift cards hasta los “vales de
almuerzo” emitidos por determinadas instituciones para sus empleados. Y, por
otra, el fenómeno de cómo los actores marcan o diferencian el “dinero”, a pri-
mera vista estándar, en sus diferentes usos. En este contexto, Zelizer distingue
entre tres tipos de pagos: cuando se intercambia un objeto de modo directo
o “compensación”; cuando se paga el beneficio correspondiente a un derecho
sobre determinado bien o entitlement; y simplemente como regalo. Ambos
procesos, pluralización de tipos de dinero y diferenciación de modos de pago,
cuestionan la visión generalizada de que el dinero funcionaría solamente como
un vehículo para la expansión de un tipo de cálculo cuantitativo homogenei-
zante. Ellos ilustran, por el contrario, que no todos los pagos son equivalentes,
ya que se constituyen de manera diferente, con sus propias normas y modos
de equivalencias, según la particular relación que estén mediando.
El estudio de los procesos de diferenciación de tipos de pagos y dineros
especiales ha sido profundizado en los artículos sobre lo que Zelizer ha de-
nominado como “circuitos comerciales”. Estos circuitos pueden ser tanto lo-
cales (ej.: sistemas de intercambio establecidos en las cárceles o entre vecinos
pertenecientes a un sistema de ahorro rotativo) como globales (ej.: envíos de
remesas vía teléfonos celulares). Lo importante es que en todos ellos es posible
observar la consolidación de circuitos específicos, caracterizados por: (i) un
conjunto de prácticas e información compartida, (ii) determinadas obliga-
ciones y derechos, y (iii) la utilización de un medio de intercambio particular
que, a su vez, establece un borde entre quienes pueden y no pueden participar.
Finalmente, el trabajo más reciente de Zelizer, y sobre el que trata la con-
ferencia presentada en este volumen, investiga las interconexiones entre eco-
nomía y vida doméstica. Contrariamente a la imagen tradicional defendida
por las ciencias sociales, de que la combinación entre dinero y vida íntima
implicaría un cruce casi prohibido entre zonas diferenciadas y protegidas de
la vida social, Zelizer encuentra que intimidad y dinero están profundamente
intrincados. Este enredo tampoco corresponde a la imagen propuesta por la
economía más ortodoxa, donde se asume la existencia de un tipo de cálculo
y equivalencia universal aplicable a toda relación social incluso no monetaria.
Por el contrario, Zelizer sugiere que el dinero es parte esencial en la confi-
guración y delimitación de relaciones sociales particulares. Así, por ejemplo,
las diferencias de género están fuertemente marcadas por los tipos de usos
monetarios considerados apropiados para cada relación doméstica, o solo al-

87
gunos tipos de pagos son aceptados para retribuir el cuidado de personas en el
hogar. Sin embargo, esto no significa que el dinero marque relaciones sociales
siempre estables y fáciles de delimitar. De hecho, los actores deben involu-
crarse continuamente en un arduo “trabajo relacional” con el fin de lidiar con
las confusiones producidas en torno a pagos difusos (por ejemplo, entre un
“regalo romántico” y “pagar por una cita”), y las muchas veces violentas rein-
terpretaciones realizadas luego de conflictos asociados a divorcios, herencias u
otras formas de compensación.

2. Fricciones y circuitos: un nuevo método para el estudio


de la economía
Al inicio sugerí que situar el trabajo de Zelizer como la contracara cultural
o simbólica del análisis estructural en la sociología económica no refleja el im-
pacto de su obra. Al revisar parte de su trabajo, queda claro que no basta con
asociar sus investigaciones a un enfoque microsociológico, histórico o más
generalmente interpretativo. La obra de Zelizer destaca porque, además de
todo esto, ha incorporado un nuevo método al análisis social de la economía:
ha decidido dejar de observar lo “económico” como una zona particular de la
vida social, caracterizada por su propia lógica, y ha optado en cambio por se-
guir las tensiones, o fricciones, en las que se despliega la actividad económica.
Esto no significa estudiar solo aquellos espacios particulares de la economía
donde estas tensiones son especialmente visibles, ni menos limitarse al estu-
dio de temas olvidados por una sociología principalmente masculina (como
la economía doméstica o el impacto de las relaciones de género en los usos
monetarios). Implica más bien desarrollar una mirada particular que podrá
encontrar este tipo de fricciones simbólicas operando, de modo más o menos
intenso, en cualquier área de la economía.
Ciertamente, lo recién señalado no significa que el método desarrollado por
Zelizer sirva para todo, ni que deba reemplazar los ya existentes, pero sí que
su introducción conlleva importantes ganancias. Cabe mencionar al menos
tres. Primero, estudiar “fricciones” en la economía permite dar con nuevas
formas de comprender el desarrollo de productos y mercados hasta ahora no
muy estudiados. Ese es el caso de los seguros en Estados Unidos, estudiados
por Zelizer en sus primeros libros, como también el caso de la donación de
órganos analizado por Kieran Healy en su libro Last Best Gifts: Altruism and
the Market for Human Blood and Organs, o el mercado de las galerías de arte
investigado por Olav Velthuis en Talking Prices. Symbolic Meanings of Prices
on the Market for Contemporary Art. Segundo, el método de Zelizer permite

88
identificar una nueva “formación social”, los “circuitos comerciales”, lo que
abre una agenda de investigación relacional pero que no pierde de vista el con-
tenido y las fronteras trazadas en las relaciones particulares. Y, tercero, a partir
del concepto de “trabajo relacional” se distingue una nueva forma de imaginar
el actor económico desde la sociología. El actor económico de Zelizer no solo
está equipado con aquello que le falta al homo economicus, como su entorno
social y simbólico, sino que cuenta con un tipo de racionalidad completamen-
te distinta. Este actor es racional, o razonable, en cuanto es capaz de distinguir
el tipo de pago correspondiente y de lidiar con las ambigüedades o fricciones
de los múltiples marcos simbólicos en los que se práctica la economía.
En suma, si tratamos de ir más allá del mapa de la “nueva sociología econó-
mica”, ¿dónde se situaría el trabajo de Viviana Zelizer? De modo específico,
creo que su obra se emparenta bien con la de autores que han elaborado una
concepción fuerte de actor sociológico, caracterizado principalmente por la
capacidad de lidiar con múltiples marcos y las fricciones que estos generan:
Erving Goffman (Frame Analyis), Luc Boltanski y Laurent Thévenot (On Jus-
tification), y más recientemente David Stark (Sense of Dissonance). Y, de modo
más general, preferiría ubicar el trabajo de Zelizer junto al de aquellos autores
que no solo han permitido complementar o criticar los límites de la economía
ortodoxa, sino que han ayudado a expandir la imaginación de la investigación
social de la economía de un modo más amplio, como Michel Callon, Marilyn
Strathern y Harrison White.

89
Sobre la negociación de la
intimidad2
Viviana A. Zelizer
Universidad de Princeton

El mercado es considerado por muchos intelectuales como una seria y


creciente amenaza a la vida íntima. Dichos críticos del mercado insisten
que debe implementarse una política que proteja los hogares, el cuidado de
ancianos, enfermos y niños, y hasta el amor contra un mundo económico
invasivo y feroz. Les preocupa que mezclar el gélido mundo de la economía
con el cálido ámbito de la amistad, la pareja o la relación padre-hijo inevita-
blemente transforme la vida íntima en un mercado calculador y desprovisto
de sentimiento.
Durante más de tres décadas, en mis investigaciones he intentado de-
mostrar los límites y errores de este enfoque, analizando de qué manera los
significados culturales y las relaciones interpersonales penetran e influencian
los mundos supuestamente impersonales de la producción económica, del
consumo y de la distribución de bienes. Comencé tal investigación con un
estudio cultural de los seguros de vida, preguntando de qué forma organi-
zaciones como las compañías de seguros adjudican un precio monetario a la
vida humana. Continué con un análisis de la transformación económica y
sentimental del valor de los niños. Luego me enfoqué en el estudio sobre el
significado social del dinero. Y, finalmente, con el libro La negociación de la
intimidad (2009), me dediqué al análisis de la interacción entre las relacio-
nes íntimas y las transacciones económicas.
En todos estos trabajos, que además de los libros incluyen también ensayos
sobre el consumo y sobre la ética económica, entre otros temas, propongo
una visión alternativa de la actividad económica (Zelizer 2010). En colabo-

2 Ha sido un gran honor participar en una serie tan distinguida de conferencias conmemorando a Nor-
bert Lechner. Como argentina, la oportunidad de conversar con colegas de un país tan hermano como lo
es Chile significó además una distinción especial. Agradezco a la Facultad de Ciencias Sociales e Historia
de la Universidad Diego Portales por la invitación y la cálida bienvenida. Y al decano Manuel Vicuña, y a
los profesores José Ossandón y Joel Stillerman, por haber planificado y coordinado mi visita.

91
ración con otros especialistas en sociología económica, cuestiono la narrativa
tradicional neoclásica en la que el mundo de la economía y el mundo de las
relaciones sociales permanecen inevitablemente separados.
Afortunadamente, en los últimos tiempos se ha vuelto más difícil mantener esa
falsa dicotomía. ¿Por qué? Porque una cantidad de nuevas ideas están floreciendo
precisamente en la frontera entre la economía y las otras ciencias sociales. En espe-
cial, se ha producido un cambio importante entre los muchos analistas que antes
consideraban que las transacciones económicas eran puramente una cuestión de
eficiencia y racionalidad y que, por lo tanto, la formación de redes interperso-
nales y su significado cultural constituían fenómenos marginales a la economía.
Esta fantasía, creada por una teoría económica completamente divorciada de la
economía real, va quebrándose poco a poco. Las nuevas teorías demuestran que
el idealizado homo economicus que opera en un mercado supuestamente libre no
existe. Todo mercado es un fenómeno profundamente social y cultural.
La crisis económica global que comenzó en 2008 puso de relieve muy pú-
blicamente los defectos de la ortodoxia económica. En julio de 2009, por
ejemplo, la tapa de The Economist proclamaba: “La teoría económica moder-
na: cómo falló, y cómo está siendo transformada por la crisis”. Hasta Alan
Greenspan, famoso ex director de la Reserva Federal, confesó en octubre de
2008 que había “encontrado una falla” en su tan admirada ideología del mer-
cado libre. Asimismo, Richard Posner, el célebre pionero del movimiento de
“derecho y economía” y reconocido defensor del libre mercado, sorprendió
en 2009 con un libro sobre la crisis económica, donde también admite serias
fallas en la teoría tradicional del mercado libre.
Como notó recientemente el conocido escritor y periodista David Brooks,
la miopía teórica de los economistas en cuanto al desastre económico ha im-
pulsado por lo menos a algunos a tomar tímidos pasos en “el mundo de la
emoción, de las relaciones sociales, de la imaginación, del amor, y de la virtud”
(The New York Times, 25 de marzo de 2010).
Mientras tanto, la sociología económica ha propuesto nuevos modelos ana-
líticos que permiten descripciones y explicaciones más convincentes de la ac-
tividad económica. En vez de construir modelos teóricos abstractos, la socio-
logía económica se basa en investigaciones de procesos económicos concretos,
reales. Desde los años ochenta, la así llamada “nueva sociología económica” se
ha convertido en una de las especialidades de mayor auge dentro de la socio-
logía norteamericana; asimismo, progresa de manera importante en el cono
sur, en Chile, Brasil, Argentina y Colombia, y también en Francia, Inglaterra
y Alemania, entre otros países.

92
La sociología económica no está sola en su desafío a los viejos cánones
económicos. Dentro de la economía misma, corrientes como la economía
del comportamiento, la economía feminista, la economía organizacional,
la economía institucional, las dinámicas domésticas y, más recientemente,
la neuroeconomía, proponen sus propias críticas a los modelos neoclásicos.
La economía del comportamiento, por ejemplo, presenta nuevos modelos
psicológicos para explicar la actividad económica. Aquí el homo economicus
se convierte en un personaje mucho más complejo, cuyo comportamiento
y decisiones son regidos por factores a menudo irracionales. Este nuevo
enfoque y crítica al modelo racional está adquiriendo gran influencia. Uno
de sus principales representantes, Richard Thaler, de la Universidad de Chi-
cago, se ha convertido en una especie de gurú intelectual del grupo en torno
al presidente Barack Obama.
En el resto de este ensayo me enfocaré dos temas. Primero, el proyecto
teórico y empírico de mi libro La negociación de la intimidad, y luego, más
brevemente, expondré algunas nuevas ideas que continúan esta búsqueda de
un análisis más veraz del mundo económico.
La negociación de la intimidad se concentra en la intersección entre la ac-
tividad económica y la vida íntima, en la pareja, en el hogar, y en el proveer
del cuidado personal. El libro trata sobre la forma en que las personas y la ley
enfrentan una mezcla de actividades que pueden parecer incompatibles: el
mantenimiento de relaciones personales íntimas y el manejo de una actividad
económica. ¿Cómo manejan su dinero las parejas? ¿Cómo dividen las tareas
domésticas? ¿Qué tipo de relación se establece entre una madre y la niñera de
su hijo? ¿Cuando una pareja de novios se comprometen, con anillo y otros
regalos, qué significado tienen esos objetos? ¿Y qué pasa cuando las relaciones
fallan y los problemas íntimos se convierten en litigios judiciales?
Mostrar el funcionamiento de estos procesos conduce inevitablemente a
criticar interpretaciones ampliamente difundidas, pero erróneas, acerca de las
interacciones entre relaciones personales y actividad económica. Más espe-
cíficamente, critico nociones compartidas por economistas y sociólogos, las
que denomino las teorías paralelas de las esferas separadas y la teoría de los
mundos hostiles. ¿Qué significan estas teorías?
Desde el siglo XIX, los analistas sociales han asumido repetidamente que
el mundo social se organiza alrededor de principios contrapuestos e incom-
patibles: Gemeinschaft y Gesellschaft, sentimiento y racionalidad, solidaridad e
interés personal. Su mezcla, señala la teoría, contamina a ambos: el mundo de
los sentimientos se vacía cuando es invadido por la racionalidad instrumental,

93
mientras que la introducción de sentimientos en las transacciones racionales
genera ineficiencia, favoritismo, nepotismo y otras formas de corrupción.
La teoría de las esferas separadas se basa en el supuesto de que la actividad
económica racional y las relaciones personales constituyen órbitas diferen-
tes, una de cálculo y eficiencia, la otra de sentimientos y solidaridad. De la
misma forma, la doctrina de los mundos hostiles sostiene que el contacto
entre ambas esferas resulta en contaminación y desorden: la racionalidad
económica corrompe la intimidad, y las relaciones íntimas obstaculizan la
eficiencia. Para Jürgen Habermas (1989), por ejemplo, el sistema econó-
mico mediado por el dinero, “coloniza” el “mundo de la vida”, dañando
peligrosamente la integración social. La filósofa Jean Bethke Elshtain está de
acuerdo cuando escribe: “Solía ser que algunas cosas, zonas enteras de vida,
no podían ser incorporadas al mundo de la compra y venta”. En cambio
hoy, se lamenta Elshtain, “nada es […] sagrado, nada tiene protección en un
mundo en que todo está en venta” (2000: 47).
Explícita o implícitamente, muchos estudiosos de las relaciones sociales ínti-
mas coinciden con la gente común al asumir que la entrada de medios instru-
mentales como la monetización y la contabilidad de costos en los mundos del
cuidado, de la amistad, de la sexualidad, de las relaciones entre padres e hijos y
de la información personal, merma su riqueza; por tanto, estas órbitas de inti-
midad solo pueden prosperar si la gente erige barreras efectivas a su alrededor.
Otros analistas, disconformes con este dualismo, proponen explicaciones
reduccionistas. El mundo aparentemente separado de las relaciones perso-
nales, argumentan, es nada más que un caso especial de algún principio
general. Para algunos, las relaciones íntimas son expresiones de distintas
creencias o valores culturales, mientras que otros insisten en la base exclu-
sivamente política y de coerción de los mismos fenómenos. En las ciencias
sociales, el enfoque económico representa el más poderoso desafío a la teoría
de los mundos hostiles. Para estos reduccionistas económicos, las relaciones
personales de cuidado, amistad, sexualidad o familiares no son más que ca-
sos especiales de racionalidad económica, que se pueden explicar de la mis-
ma forma que cualquier otro intercambio económico. Más aún, estos ana-
listas sostienen que, si se eliminan los camuflajes culturales, descubriremos
que las transferencias, ya sean de bebés o de sangre, y las relaciones sexuales
mismas, operan según principios idénticos a los que rigen las transferencias
de acciones o de autos usados.
Tomemos el ejemplo de cómo Posner justifica la “viabilidad y las ventajas
de una aproximación económica a [la sexualidad]”:

94
El esfuerzo puede parecer quijotesco ya que es un lugar común que la pasión se-
xual pertenece al dominio de lo irracional, pero es un falso lugar común. Uno no
quiere sentir deseo sexual, como tampoco quiere sentir hambre. El primer hecho
no excluye la posibilidad de una economía de la sexualidad, así como el último no
excluye la posibilidad de una economía agrícola (Posner 1997: 4-5).

De forma similar, David Friedman, otro entusiasta del enfoque económico,


explica por qué los contratos a largo plazo funcionan con la misma eficiencia
tanto en los matrimonios como en los negocios:

Cuando una pareja está casada durante un tiempo, hace una serie de inversiones
propias de la relación y afronta una serie de gastos que producirán sus frutos
solo si permanece unida. Cada uno de sus miembros se ha convertido, a un costo
considerable, en un experto en cómo continuar junto al otro. Ambos han inver-
tido, tanto en lo material como en lo afectivo, en los hijos que tienen en común.
Aunque hayan partido de una situación de competitividad, ahora están encerra-
dos en un monopolio bilateral con costos de negociación agregados (Friedman
2000: 172).

Mi enfoque rechaza este reduccionismo económico como también rechaza


la teoría de los mundos hostiles. En su lugar propongo una visión de vidas co-
nectadas en las que la actividad económica se mezcla con lo íntimo de manera
sutil e importante. El libro La negociación de la intimidad insiste y demuestra
que la economía íntima tiene características singulares.
Por lo tanto, al analizar tres áreas de la intimidad: las relaciones de pareja,
las relaciones de cuidados y las relaciones de la vida doméstica, no encontra-
mos que los afectos y la economía estén separados. Al contrario, ninguno de
nosotros vive en esferas divididas por barreras infranqueables entre nuestras
relaciones personales y nuestros vínculos económicos. Pero tampoco nos en-
contramos con mercados idénticos, como vaticinan erróneamente los reduc-
cionistas económicos. En cambio, observamos vidas conectadas en las cuales
creamos diferenciaciones entre normas y prácticas económicas que se adecúan
a nuestras múltiples relaciones íntimas. Cada lazo social tiene una cualidad
especial, y por lo tanto requiere formas y ritos económicos distintos. El dinero
mismo se convierte en un método por el cual la gente crea, facilita, y transfor-
ma sus múltiples conexiones sociales.
Por ejemplo, el dinero que un padre le entrega a su hijo para comprarse
un auto no es el mismo dinero que ese hombre le presta a su empleado para
cubrir una emergencia médica o el que utiliza para comprarle un regalo a su

95
madre o su esposa. De la misma manera, un joven diferencia entre el dinero
que gana trabajando, el que le regalan sus padres, la herencia de su abuelo,
una limosna, y el dinero ganado en una lotería. Como otro ejemplo sugiere,
los inmigrantes diferencian cuidadosamente entre el dinero que envían a sus
familiares, el dinero que donan a su iglesia, y el dinero con el que pagan los
impuestos en su país de origen.
Noten que en todos estos casos la cantidad de dinero puede ser idéntica,
pero el significado de cada una de esas transferencias monetarias es completa-
mente distinto. Cada relación interpersonal influencia de forma muy especí-
fica el significado y hasta el uso del dinero. Por ejemplo, según quién entrega
el dinero, a quién, cuándo y con qué motivo, la misma suma de dinero puede
considerarse un regalo, un préstamo, un pago, o una coima. Ilustremos este
concepto con dos ejemplos de diferenciación monetaria, el primero en la rela-
ción padres-hijos y el segundo entre parejas.
Entre padres e hijos el significado del dinero varía en distintas etapas de la
relación, desde las tempranas negociaciones sobre la asignación semanal para
los niños de edad escolar hasta las muy delicadas negociaciones creadas por el
fenómeno de los hijos adultos que regresan a casa de sus padres. Esta llamada
generación boomerang ha adquirido importancia en todo el mundo. En Chile
mismo, entre 1992 y 2002, la cantidad de hogares con hijos mayores de 25
años aumentó en más de un veinte por ciento en casas con jefes de hogar entre
60 y 69 años (Mohor 2009)
Esta situación presenta una serie de dilemas interpersonales y económicos.
¿Es razonable, por ejemplo, que los padres les cobren a estos jóvenes adultos
un alquiler, o que los jóvenes contribuyan con los gastos de la casa? Aunque
todavía no se sepa mucho sobre el tema, claramente existe una gran variación
entre las estrategias familiares. En el caso norteamericano, por ejemplo, algu-
nos padres solicitan un alquiler, pero a menudo devuelven ese dinero cuando
el hijo se muda y deja el hogar paterno, como una forma de premio a su nueva
independencia (Lieber 2009). Los arreglos económicos varían por género. Los
hijos varones que más frecuentemente forman parte del fenómeno boomerang
son los que más a menudo pagan alquiler y cubren gastos, mientras que sus
hermanas contribuyen a las tareas domésticas.
En cuanto a la relación de pareja, los ejemplos de variación entre dineros
se multiplican. En el hogar, cuando la mujer y el hombre ganan la misma
cantidad, muy a menudo el dinero de la mujer se “marca” para gastos especia-
les, como las vacaciones o un sofá nuevo, como si fuera distinto al dinero del
marido. El dinero femenino, de esta forma, se etiqueta como un suplemento,

96
un dinero “accesorio”, en contraste al dinero más fundamental aportado por
el marido, cuando en realidad los dos ingresos son equivalentes y necesarios
para el mantenimiento del hogar (Zelizer 1994).
Sabemos además que el dinero de las mujeres es utilizado más a menudo
que el dinero de sus maridos para beneficio de los hijos, tanto en países en
desarrollo como en los capitalistas. Muhammad Yunus, el inventor del fenó-
meno de los microcréditos, descubrió no solo que las mujeres pagaban sus
deudas más a menudo que los hombres, sino que ese dinero se utilizaban más
frecuentemente en beneficio de la familia. Fue parte de lo que Yunus declaró
en la Cumbre para el Microcrédito de América Latina y el Caribe, realizada
en 2005 en Santiago.
El nuevo rol de la mujer en el trabajo también afecta el uso del dinero en las
parejas. Por ejemplo, cuando la mujer comienza a ganar un sueldo, el marido
contribuye más al trabajo doméstico. Pero surge una paradoja. Cuando la
mujer comienza a ganar lo mismo o más que su marido, el hombre, en vez de
incrementar su labor doméstica, empieza a disminuirla y a veces no hace nada.
Esto demuestra el poder de nuestras ideas de género en la diferenciación del
dinero. Al ganar más la mujer, el hombre en ciertos casos se siente amenazado
en su virilidad, y para demostrar su “hombría” disminuye su labor doméstica.
Al mismo tiempo, muchas mujeres que trabajan y ganan sueldos importantes
aumentan sus tareas en el hogar para demostrar su femineidad, por ejemplo,
cocinando más que antes.
Con este tipo de casos, mi libro La negociación de la intimidad analiza el
fenómeno de vidas conectadas: cómo utilizamos las actividades económicas e
inclusive el dinero para crear, diferenciar, sustentar y renegociar vínculos im-
portantes, en especial lazos de intimidad, con otras personas. A este esfuerzo
lo llamo un trabajo relacional, por el cual intentamos establecer una adecuada
conexión entre nuestras prácticas económicas y nuestros vínculos sociales.
La tarea es complicada. En la vida cotidiana, la gente se desvela y esfuerza por
encontrar el vínculo adecuado entre las relaciones económicas y los lazos de su
vida privada: cómo compartir la responsabilidad por el trabajo doméstico, los
gastos de la casa, el cuidado de los niños y de los ancianos, y el pago de ese cui-
dado; como hacer regalos que transmitan el mensaje adecuado, y muchos temas
más. Cuando el trabajo relacional falla, por ejemplo, si se me ocurriese darle
una propina a mi marido o un sueldo a mi novio, la situación puede parecer
cómica u ofensiva. Incluso cuando estas cuestiones se vuelven objeto de litigios
judiciales, aparecen nuevas distinciones, nuevas reglas y nuevas definiciones de
los comportamientos adecuados para distintas situaciones de la vida social.

97
En el prefacio del La negociación de la intimidad identifico algunas de las
interrogantes generales planteadas por el libro:

• ¿Cómo se explican los miedos y los tabúes que rodean la mezcla de las activida-
des económicas con las relaciones sociales íntimas?
• Teniendo en cuenta lo delicada que es la mezcla de las actividades económicas
con la intimidad, ¿cómo la manejan las personas?
• Y finalmente ¿qué sucede cuando la mezcla se convierte en el objeto de un liti-
gio judicial, por ejemplo, en divorcios controvertidos y en reclamos por influen-
cias indebidas en un testamento? ¿Cómo manejan los abogados, jueces, jurados y
juristas la negociación de la intimidad?

Las leyes definen qué tipo de actividad económica es legal y cuál es ilegal en cada
relación íntima. También establecen qué tipo de conflicto está sujeto a la ley y cuál
debe tratarse únicamente como un desacuerdo privado. Retomemos el tema de las
parejas. En Estados Unidos, si un marido no le entrega suficiente dinero a su mujer
para los gastos de la casa, la mujer no puede entablarle un juicio. El problema es
considerado privado y por lo tanto la ley no puede interferir. Pero si esa pareja se
divorcia, la mujer adquiere nuevos derechos sobre ese mismo dinero doméstico.
Otro ejemplo de influencia legal. Hasta hace poco, si una mujer trabajaba
para mantener el hogar mientras su marido se recibía, digamos de abogado
o médico, el esfuerzo de la mujer no se lo consideraba como contribución
económica en un proceso de divorcio. La ley clasificaba este tipo de esfuerzo
femenino exclusivamente como un regalo de amor al marido y por lo tanto
no se podía ni se debía ponerle precio. Pero la ley está cambiando, al menos
en Estados Unidos. Cada vez más se reconoce el valor económico de la contri-
bución femenina al desarrollo profesional de su marido, ya sea a través de un
empleo remunerado o incluso a través de tareas domésticas.
En estos momentos, en Estados Unidos y en muchos otros países existe otro
tema candente profundamente relacionado con la negociación de la intimi-
dad: el cuidado de ancianos, enfermos, y niños. Con la integración laboral de
las amas de casa, y el simultáneo aumento demográfico de personas ancianas,
se ha creado un déficit creciente de cuidadoras.
El hecho que la mayoría de las personas en esta tarea sean mujeres resultó
en un problema interesante de traducción para mi libro: en inglés caretaker
incluye ambos sexos, pero en castellano hubo que decidir si usar el término
general: cuidador o cuidadoras. Se eligió cuidadoras porque representa la rea-
lidad de quien ejerce esa tarea. La terminología presenta un problema distinto
para los franceses, que han optado por utilizar la palabra inglesa care tanto a

98
nivel académico como en general, en lugar de soins, porque este término se
limita al cuidado físico, en tanto que care es más amplio y comprende tanto el
cuidado físico como también otro tipo de atenciones.
Hasta el momento la mayor parte del cuidado de niños y ancianos es, por
lo general, informal y gratuito, a cargo de familiares o amigos. El valor eco-
nómico colectivo de esos cuidados informales es enorme. En 2007, solamente
en Estados Unidos, se calculó en 375 billones de dólares. Pero este cuidado
informal ya no alcanza para cubrir la demanda, y por lo tanto los sistemas de
cuidado remunerado van en constante aumento.
En algunos casos, sobre todo en Inglaterra y en Europa, el Estado ha comen-
zado a ofrecer una serie de subsidios, incluso sueldos, para compensar a los fami-
liares que se dedican al cuidado de un hijo o un padre enfermo o discapacitado
(Ungerson y Yeandle 2007). En el caso francés, el Estado provee de un sueldo
a las hijas o nueras cuidadoras (Trabut y Weber 2009). Aunque los subsidios
son menos comunes en Estados Unidos, también existen. En efecto, hace poco
el Congreso aprobó una ley que otorga subsidios a los cuidadores familiares de
soldados que regresaron de la Guerra de Iraq con traumas cerebrales.3
Estas innovaciones generan nuevas preocupaciones. Muchos se preguntan,
¿qué sucedería si los cuidados remunerados sustituyeran a la ayuda gratuita y
si el hecho de estar sujetos a cálculos económicos les quitasen su valor esencial?
En todo caso, ¿cómo podemos llegar a una evaluación financiera apropiada
de la contribución de las cuidadoras? El pago por los servicios de cuidado
suscita numerosas inquietudes relacionadas con una posible desnaturalización
o corrupción de dicho sistema, además de los posibles trastornos que tanto
preocupan a los críticos de la comercialización.
Esta es una de las grandes preocupaciones expresada por la destacada soció-
loga Arlie Hochschild en su libro La mercantilización de la vida íntima (2009).
“Cuando reemplazamos el cuidado familiar por cuidado pago”, pregunta Ho-
chschild, “¿qué podemos hacer para que este funcione bien desde el punto de
vista humano?”.
Por supuesto, podemos comprender este tipo de preocupaciones. Sin em-
bargo, una cantidad de nuevos e importantes estudios teóricos y empíricos
en Estados Unidos y en Francia (como los de Florence Weber) cuestionan la
idealización de los cuidados no remunerados. Y demuestran que el afecto de
las cuidadoras puede combinarse armoniosamente con un trabajo remunera-
do. Consideremos, por ejemplo, el reto planteado por las economistas Nancy
Folbre y Julie Nelson:

3 Ver en www.govtrack.us/congress/bill.xpd?bill=s111-801.

99
El juicio a priori de que los mercados necesariamente mejoran el suministro de
cuidados al aumentar su eficiencia impide la posibilidad de una investigación
inteligente del tema, en vez de alentarla. De la misma manera, el juicio a priori de
que los mercados necesariamente degradan los trabajos de cuidado reemplazan-
do al altruismo por un interés egoísta representa también una forma de frenar el
avance de las investigaciones (Folbre y Nelson 2000: 123-124).

En cambio, las mismas economistas insisten que “el creciente entrelaza-


miento de ‘amor’ y ‘dinero’ nos presenta la oportunidad de una investigación
y de acciones innovadoras” (Folbre y Nelson 2000: 123). Folbre y la socióloga
Paula England destacan además que por lo general son las mujeres las que se
supone deben realizar las tareas de cuidados, y nos advierten que deberíamos
encontrar sospechoso cualquier “argumento en que una remuneración ade-
cuada degrada una noble vocación” (England y Folbre 1999: 48). Cualquiera
entre nosotros que haya tenido la experiencia de una buena niñera cuidando
a nuestro hijo, o de una enfermera cuidando a un padre enfermo, comprende
que, aunque no siempre suceda, es perfectamente posible combinar el trabajo
remunerado con un cuidado afectuoso.
Paradójicamente, los nuevos estudios advierten que las doctrinas de los
mundos hostiles, que pintan al amor y a los cuidados como necesariamente
degradados por la mercantilización, pueden, de hecho, conducir a la discri-
minación económica de dichas actividades de cuidado. En efecto, el primer
estudio centrado en la remuneración de los trabajos de cuidado descubrió una
importante “penalización salarial” para los que brindan servicios personales,
como por ejemplo sucede en el caso de las asistentes de salud en el hogar y en
el de las cuidadoras de niños (England, Budig y Folbre 2002).
Al perpetuar el mito de la ineludible división y del conflicto entre el mun-
do de los afectos y el de la racionalidad, entre el mercado y la vida doméstica,
los argumentos de la doctrina de los mundos hostiles a menudo nos alejan
de las verdaderas soluciones. Esos malentendidos no solo crean confusiones
teóricas, sino que también tienen repercusiones prácticas graves. De hecho,
a menudo apuntalan políticas injustas, como la negativa a reconocer el valor
económico que proveen en general las mujeres con su trabajo en el hogar o
los salarios muy bajos para las cuidadoras, como también para las niñeras y
las asistentes de salud en el hogar. Por ende, y en contra de lo que sostiene
Hochschild, en muchos casos el problema más serio no es el hecho de que
exista un pago, sino el del pago insuficiente.
Notemos también que, aunque las mujeres predominan en el trabajo de
cuidado, la falta de respeto hacia este tipo de labor afecta también a los hom-

100
bres. Tanto hombres como mujeres a menudo pierden su empleo si necesitan
quedarse unos días en casa para cuidar un hijo o un padre enfermo (Williams
y Segal 2003).
Es muy importante, por lo tanto, replantear de manera adecuada la interac-
ción entre intimidad y actividades económicas. La meta no consiste en purgar
la intimidad de todo aspecto económico: el verdadero objetivo consiste en
lograr combinaciones justas. Deberíamos dejar de preguntarnos si el dinero
corrompe o no corrompe, y estudiar en cambio qué combinaciones de acti-
vidades económicas y de relaciones íntimas hacen que la vida sea más justa,
más productiva y más feliz. No es la mezcla en sí misma la que debería preo-
cuparnos, sino, por el contrario, cómo funcionan las combinaciones y cómo
pueden mejorarse. Si nos equivocamos en cuanto a las conexiones causales,
tampoco podremos comprender los orígenes de la injusticia, de los daños y
de los peligros.
Por cierto, mi libro no aprueba incondicionalmente la armonización entre
todas las formas de intimidad con todas las clases de transacciones económicas.
Por supuesto, la comercialización puede crear injusticia y corrupción en los
vínculos de intimidad, y a menudo lo hace. Pero el libro rechaza contunden-
temente las explicaciones existentes de cómo, cuándo y por qué esto sucede.
En el artículo “A economia na intimidade e a intimidade na economia”, pu-
blicado hace unos años en la revista Valor Econômico, el economista brasileño
Ricardo Abramovay propone un análisis similar. Escribe:

Si la economía forma parte de nuestra intimidad, y si nuestra intimidad incluye


importantes dimensiones económicas, esto significa que tanto el dinero como el
mercado no pueden comprenderse como categorías claras y nítidas cuyo signi-
ficado objetivo es necesariamente privarnos de nuestra identidad y de nuestras
más auténticas relaciones humanas. Por lo tanto, influenciar la organización de
los mercados moldeándolos en formas no programadas por sus protagonistas
representa en este momento un mecanismo decisivo para el cambio social (Abra-
movay 2007).

En un nuevo trabajo he continuado investigando esta interacción entre


los mercados y las relaciones sociales (no exclusivamente íntimas como en el
libro), examinando esta vez lo que llamo “circuitos de comercio”. ¿Qué quiero
decir con este término? Sirve para describir una serie de organizaciones econó-
micas que no se alcanzan a explicar con los modelos existentes de mercados,
jerarquías, o redes sociales. Los circuitos no son ni mercados, ni jerarquías, ni
redes sociales. Los llamo circuitos de comercio dando un sentido antiguo a

101
esta última palabra, por el cual comercio significa conversación, intercambio,
interacción y mutua determinación (Zelizer 2010).
Estos circuitos van desde los más íntimos e informales hasta las transac-
ciones más formales. Algunos ejemplos son los microcréditos, las monedas
comunitarias locales y los sistemas de remesas de los inmigrantes, e incluyen
también los circuitos establecidos por el cuidado personal y los circuitos em-
presariales. Inspirados por el concepto de circuitos, una serie de investigadores
en Estados Unidos y Europa ya utilizan esta noción para explicar una amplia
serie de actividades económicas, como la formación de ciertos mercados de
arte y artesanías, los circuitos de producción y distribución clandestinos en las
fábricas francesas, las transacciones económicas de los inmigrantes senegaleses
en Nueva York, la economía del modelaje y muchas otras más, incluyendo un
análisis de la actividad bancaria en Italia y en Estados Unidos.
Cada circuito económico incorpora sus propias particularidades: acuerdos,
prácticas, informaciones, obligaciones, derechos, símbolos y medios de inter-
cambio. Pareciera que la gente inventa estos circuitos cada vez que se enfrenta
con problemas de coordinación económica sin la presencia de autoridades
centrales que impongan acuerdos.
El concepto de circuitos nos permite explicar, por ejemplo, el fenómeno de
las monedas comunitarias locales, de tanta importancia en Argentina con sus
clubes de trueques y créditos, pero también mundialmente. El economista fran-
cés Jerome Blanc (2006) calcula que existen unos cuatro mil a cinco mil grupos
de monedas locales en más de cincuenta países, desde los LETS británicos y
canadienses (Local Exchange and Trading Schemes), los SEL franceses (Systèmes
d’Echange Locale) y los BDT italianos (Banca del Tempo), hasta el Tauschring ale-
mán o el Ithaca Money estadounidense (denominación esta última tomada del
pueblo donde surgió este sistema paralelo, es decir Ithaca). Y también el talento,
la moneda social que surgió en las redes locales de trueque en Chile.
Estas monedas locales marcan circuitos de comercio geográficamente cir-
cunscritos. Pese a que algunos entusiastas de estos arreglos locales imaginan
que con ellos están separándose totalmente del dinero, de hecho lo que están
haciendo es crear nuevas formas de dinero que circulan dentro de circuitos
discretos. Aunque estos se establecen en todo tipo de economía, podemos ob-
servar que los circuitos informales proliferan en tiempos de crisis económica.
En Estados Unidos la crisis ha llevado a la creación de nuevas monedas locales,
como también al aumento de todo tipo de grupos de trueque.
El análisis de estos circuitos nos permite comprender el funcionamiento de
distintos tipos de arreglos económicos de gran importancia, al margen de las

102
empresas y de las corporaciones, que han sido estudiados en profundidad por
la economía sociológica. Esta investigación, por lo tanto, forma parte de un
esfuerzo reciente dentro de la sociología económica de trascender divisiones
dañinas entre lo que a menudo se considera la actividad económica “seria”,
que tiene lugar en empresas o mercados financieros, y las economías supues-
tamente periféricas y sentimentales. Debemos insistir que las actividades eco-
nómicas tildadas de periféricas, como la economía doméstica, los sistemas de
cuidado personal, los microcréditos, las remesas de inmigrantes, los créditos
rotativos (roscas) y hasta los regalos, tienen enorme trascendencia, no solo a
nivel individual sino también a nivel macroeconómico. Como lo demuestra la
transmisión intergeneracional de la riqueza, las transacciones íntimas tienen
el poder de crear o sostener desigualdades a gran escala.
Con el fracaso tan evidente y público del modelo económico neoclásico, se
le abre a la sociología económica una oportunidad y un gran reto. Este es un
gran momento para que los sociólogos ofrezcan una alternativa coherente y
útil, una explicación científica de la actividad económica que no esté centrada
en el análisis puramente individualista y racionalista, sino que incluya seria-
mente la importancia de los significados culturales y de las relaciones sociales
en la explicación de la economía.

Referencias
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Zelizer, V. (2010). Economic Lives: How Culture Shapes the Economy, Princeton: Princeton
University Press.

104
Conferencia de Steve Fuller
2 de junio de 2011
Presentación de Steve Fuller
Elisabeth Simbürger
Universidad Diego Portales

Steve Fuller es un reconocido sociólogo y filósofo norteamericano, espe-


cializado en los estudios de ciencia y tecnología. A lo largo de su carrera, sus
temas de investigación han recorrido desde la educación superior, la libertad
académica y la importancia de la propiedad intelectual en la sociedad de la
información, hasta los desafíos interdisciplinarios en las ciencias naturales y
sociales, las consecuencias políticas de la nueva biología, la relación entre cien-
cia y religión, y el transhumanismo. Ahora, lo que une la extensa, ecléctica y
muchas veces controvertida obra de Fuller es el paradigma de la social episte-
mology, campo que él ha contribuido a establecer y desarrollar.

¿Qué es la epistemología social?


El trabajo de Fuller reveló su impronta pionera hace veinticinco años con
la fundación de la revista Social Epistemology (1987) y la subsecuente publi-
cación de su primer libro bajo el mismo título (1988). Pero, ¿qué es especí-
ficamente la social epistemology? A diferencia de aproximaciones puramente
filosóficas al estudio del conocimiento, el enfoque desarrollado por Fuller re-
conoce sus dimensiones sociales y económicas. La epistemología social es así
un programa interdisciplinario de investigación empírica que se dedica a todas
las cuestiones relacionadas a la producción, desempeño y validación del cono-
cimiento en el mundo contemporáneo. En efecto, el énfasis fundamental está
en comprender los modos de organización y diseminación del conocimiento,
pues si bien su producción depende de personas equipadas con capacidades
cognitivas similares, ellas poseen diferentes grados de acceso a las actividades
de los demás. Esto abre a la epistemología social las puertas de todo aquel
tema o fenómeno en que se ponga en juego la política del conocimiento.
Cuando en la actualidad la interdisciplinaridad deviene en tópico de moda
en los campus universitarios, en la obra de Fuller esta constituye ya hace tiem-

107
po una exigencia práctica propia de la epistemología social: a saber, un diálogo
permanente entre las ciencias sociales, las humanidades y las ciencias natura-
les. Por ello, él critica a los académicos que esencializan la interdisciplinariedad
como la clave contemporánea para alcanzar resultados científicos. Para clari-
ficar este punto, debemos considerar la distinción planteada por Fuller en-
tre “buena” y “mala” interdisciplinaridad. La buena interdisciplinaridad sería
fruto del trabajo de investigación mismo. Cuando los académicos se pierden
en un entendimiento estrecho de la disciplina, la vista desde otras disciplinas
les permite darse cuenta de la distancia que los separa del impulso epistémico
original de su propia disciplina. El caso de la sociología es instructivo, pues la
tendencia a su sobreespecialización, más que favorecer, ha limitado la práctica
de pensar interdisciplinarmente, tal como la promovía el fundador de la so-
ciología, Auguste Comte. Por otra parte, la mala interdisciplinaridad es una
exigencia externa al trabajo académico. Esto ocurre con los fondos públicos
y privados que promueven trabajo en equipos interdisciplinarios y evalúan el
conocimiento académico bajo la noción de “relevancia”. A juicio de Fuller, lo
que ocurre con frecuencia es que ese tipo de interdisciplinaridad es simple-
mente un eufemismo para la instrumentalización del conocimiento: investi-
gadores de distintas disciplinas se juntan solo para solucionar un problema y
luego volver a sus respectivas disciplinas.
Las contribuciones realizadas por Fuller desde el campo de la epistemología
social han estado marcadas por cierta actitud: no tener miedo a cuestionar
hechos científicos que usualmente son dados por sentado, ni tampoco a desa-
fiar paradigmas populares que han alcanzado el estatus consensual de conoci-
miento mainstream. De ahí que la conducta académica de Steve Fuller calce
bien con la figura de un abogado del diablo.

Tres ejes recientes de estudio


A continuación, me gustaría detenerme brevemente en tres temas que han
marcado las publicaciones de Fuller en los últimos años: (i) ciencia, tecnología
y sociedad, (ii) ciencia versus religión, y (iii) la universidad y su entorno.
Una de las ideas más difundidas en los campos de filosofía de las ciencias
y de ciencia, tecnología y sociedad (CTS), refiere al carácter revolucionario
que habrían tenido las ideas de Thomas Kuhn. En su conocido libro, Thomas
Kuhn: A Philosophical History for Our Times (2001), Fuller desafía esta visión
al sugerir que Kuhn tenía una concepción más bien conservadora de la cien-
cia y del estudio de su historia. A su juicio, la noción progresiva de “cambio
de paradigma” de Kuhn compartía la tendencia en la cultura occidental de

108
esconder del público general los posibles efectos negativos producidos por el
nuevo conocimiento científico. A ello se debería la división que Kuhn esta-
blece en La estructura de las revoluciones científicas (1962) entre una historia
de la ciencia para los científicos y otra apta para los historiadores, cuyo resultado
directo fueron las denominadas “guerras de la ciencia”. A partir de esta crítica,
Fuller sostiene que debemos rechazar el énfasis de Kuhn en los paradigmas, a
favor de una concepción de ciencia como un “movimiento social”. Fuller da
continuidad a este argumento en Kuhn vs. Popper: The Struggle for the Soul of
Science (2004). Aquí problematiza como injustificada la fama de la visión re-
lativista de paradigmas de Kuhn, en comparación a la teoría de la falsificación
de Karl Popper. Su opinión es que el dominio del primero habría tenido un
impacto adverso en el campo de CTS.
Parte de las consecuencias se observan en la consolidación de dos tendencias
en los estudios de ciencia, tecnología y sociedad, y que Fuller denomina: la
“alta iglesia” de CTS, que cultiva la identidad disciplinaria de la CTS y sigue la
línea de la escuela de Edimburgo, y la “baja iglesia” de CTS, que conceptualiza
CTS como un movimiento social orientado a transformar la relación entre las
ciencias y la sociedad. La crítica de Fuller estriba en el excesivo interés que sus
colegas en CTS mostraban en la identidad académica propia de este campo de
estudio –influidos por las objeciones provenientes desde los científicos– más
que en jugar un rol activo en las políticas de las ciencias. Fuller ha cuestionado
sobre todo el descuido de los investigadores en CTS por la dimensión moral
y las implicancias normativas de su trabajo.
La eterna disputa entre Steve Fuller (epistemología social) y Bruno Latour
(teoría del actor-red) sobre la significancia de la distinción entre lo humano y
no-humano en las ciencias sociales ha sido emblemática para los estudios en
ciencia, tecnología y sociedad. El debate entre ambos en Hong Kong en 2002,
dejó más que claras sus posiciones: Latour defendiendo que no existe diferen-
cia entre lo humano y las máquinas como dominios ontológicos separados,
y Fuller argumentando que tal distinción es esencial para las ciencias sociales
como base de justificación normativa de su proyecto.1
Un segundo tema que ha capturado la atención de Fuller es la relación entre
ciencia y religión, especialmente la polémica surgida en torno a la teoría de “dise-
ño inteligente” y sus implicancias científicas, sociales y teológicas. En su reciente

1 El debate es documentado en el artículo “A strong distinction between humans and non-humans is no


longer required for research purposes: a debate between Bruno Latour and Steve Fuller”, History of the
Human Sciences 2003, 16, 2: 77-99. Ver también la intervención de Steve Fuller en el ciclo de conferen-
cias “My Best Friend”, organizado por el Centre for the Study of Invention & Social Process, Goldsmiths
College, Londres: www.csisponline.net/2011/12/21/my-best-fiend-lectures-fuller-oswell-recordings/

109
libro Dissent Over Descent: Intelligent Design’s Challenge to Darwinism (2008), Fu-
ller desafía el argumento darwiniano que sostiene que las ciencias (biológicas) no
tienen nada que ver con la religión, para lo cual reconstruye la teoría del “diseño
inteligente” como una religión con aspiraciones e influencia científica. Aunque
el libro ha provocado reacciones positivas producto de la crítica a los límites que
la ortodoxia evolucionista impone a la investigación científica, también ha sido
cuestionado por el riesgo de simplificar las posturas tanto del darwinismo como
del creacionismo. Con todo, Fuller ha continuado esta línea de trabajo en su más
reciente libro, Humanity 2.0: What It Means to Be Human Past, Present and Future
(2011), el que discute el modo en que las nuevas tecnologías y los avances en ge-
nética y neurociencia nos obligan a reconsiderar nuestro entendimiento sobre la
condición humana como algo naturalmente dado.
Un tercer eje relevante en la obra de Fuller se refiere al rol que compete a los
académicos como intelectuales públicos y a la relación que la universidad esta-
blece con sus entornos. Fuller ha mostrado una decidida inclinación personal
hacia la extensión académica –desde su participación en los primeros con-
gresos de ciberciencia en los años noventa–, así como una fluida y constante
relación con los medios de comunicación, pues reconoce en ellos plataformas
naturales para el despliegue de su enfoque de epistemología social. El signifi-
cado de los medios de comunicación en el trabajo científico constituye uno de
los pilares de su libro The Public Intellectual (2005), donde reflexiona sobre la
responsabilidad de llevar la investigación académica más allá de las audiencias
sobreespecializadas que constituyen el circuito de revistas y conferencias. El
desafío es cómo los académicos son capaces de compartir su trabajo con el
mundo público y elaborar respuestas adecuadas a una variedad creciente de
temas con resonancia extra académica.
Es dentro de este contexto que Fuller ha estudiado los efectos que tienen,
sobre la vida académica y el desarrollo de nuevas ideas, los cambios hacia
la mercantilización y aseguramiento de calidad que han afectado a las uni-
versidades. Dos libros tratan estos temas: Knowledge Management Founda-
tions (2002) y The Sociology of Intellectual Life. The Career of the Mind in and
around the Academy (2009). Su diagnóstico es que la creciente dependencia
y control económico del conocimiento desde fuera de las universidades pone
en serio riesgo la autonomía intelectual que, al menos idealmente, define a
estas instituciones. Es así como Fuller ha estado recientemente embarcado en
el proyecto de desarrollar una teoría social del conocimiento adecuada para
interpretar los desafíos que la profesión académica y la producción científica
enfrentan en el siglo XXI.

110
Sobre el nuevo espectro ideológico del siglo veintiuno
En la siguiente conferencia Fuller defiende el argumento de la emergen-
cia de una nueva forma en el espectro de identificación y discurso político,
más allá de la tradicional polaridad izquierda y derecha. Históricamente, este
espectro ideológico se origina después de la Revolución, en 1789, en la orga-
nización del parlamento francés, donde el partido de la Iglesia y de la aristo-
cracia se encontraba al lado derecho del presidente y los políticos en favor de
las grandes reformas a la izquierda. Aunque es común llamar a los conserva-
dores “la derecha”, a los liberales “el centro” y a los socialistas “la izquierda”, la
realidad de la vida política en la mayoría de las democracias contemporáneas
sugiere que esta manera de conceptualizar lo político está quedando obsoleta.
Fuller propone desplazar esta terminología hacia dos tipos de actitudes que
describen mejor los modos de orientación y acción en la vida política en las
sociedades del riesgo: la actitud preventiva y la actitud proactiva. Si la primera
descansa en la idea de que los riesgos erosionan la libertad, la segunda los ve
como una estrategia necesaria en la búsqueda de lo posible. En este contexto,
Fuller sostiene que el antiguo eje se reconfigura: los tradicionalistas y liberales
se acercan a la actitud preventiva, mientras que los libertarios y tecnócratas
son más afines con la actitud proactiva.
Fuller fundamenta esta hipótesis vía una genealogía de la dicotomía de la
derecha y la izquierda, siguiendo distintas rutas de argumentación desde la
teología hasta la filosofía de la ciencia y la sociología. En su forma original,
el liberalismo era específicamente un movimiento anticlases, en contra de la
idea de estatus hereditario. Sin embargo, el fracaso de las revoluciones liberales
en el siglo XIX planteó el problema histórico y político de que el logro de la
autonomía requería invertir en una organización social significativa. Fuller
propone en la siguiente conferencia entender el neoliberalismo y el socialismo
como descendientes directos de esa revelación, que interpretan de manera
radicalmente opuesta.
Considerando el estilo, método y temas de trabajo de Steve Fuller, no sor-
prende que en el marco de la Cátedra Norbert Lechner haya elegido un tema
tan controversial. Con todo, quienes recién se familiarizan con su trabajo encon-
trarán allí más de algún nuevo camino de interpretación y puntos para disentir.

111
La actitud preventiva y la actitud
proactiva: genealogía del nuevo
espectro ideológico del siglo XXI
Steve Fuller
Universidad de Warwick

El moderno espectro político de derecha a izquierda es consecuencia de la dis-


posición de los asientos en la Asamblea Nacional francesa después de la revolución
de 1789. A la derecha del presidente de la Asamblea se sentaban los partidarios
del rey y de la Iglesia, mientras que a la izquierda lo hacían sus oponentes; el único
punto de acuerdo entre ambos grupos era la necesidad de una reforma institucio-
nal. La distinción aprovechaba las ya arraigadas asociaciones culturales que relacio-
naban la diestra y la siniestra, respectivamente, con la confianza y la desconfianza,
en este caso, en el statu quo. En retrospectiva, hay que destacar que esta distinción
ha logrado definir alianzas políticas partidarias durante más de 200 años, absor-
biendo tanto los grandes movimientos reaccionarios y radicales de los siglos XIX
y XX. Pero la disminución de la participación de los votantes en la mayoría de las
democracias de hoy en día sugiere que esta forma de conceptualizar las diferencias
ideológicas puede haber quedado obsoleta. Algunos han llegado a sostener que las
ideologías y los partidos son irrelevantes en un panorama político cada vez más
fragmentado. Sin embargo, en esta conferencia argumentaré que, una vez que
entendamos de qué se trataba el espíritu original de la vieja división derecha-iz-
quierda, veremos que a ella le corresponde actualmente una rotación de 90 grados
sobre su eje. En este contexto, voy a proponer lo preventivo y lo proactivo como
los polos que definen, respectivamente, la nueva derecha y la nueva izquierda del
emergente espectro ideológico del siglo XXI (Fuller y Lipinska, por publicar).

1. La teología política de la antigua división derecha-izquierda


Actualmente es común construir el espectro ideológico ubicando a los con-
servadores a la derecha, los liberales en el centro y los socialistas a la izquierda. El
patrón resultante deja la impresión de que el individualismo metafísico asociado

113
al liberalismo sostiene desde el medio el espectro, mientras los extremos de cada
lado son ocupados por colectivistas, cuya identidad grupal se basa en la familia
o la raza (la derecha) o en la clase o el Estado (la izquierda). Sin embargo, esta
interpretación por defecto, aunque tal vez correcta en algunos detalles, no es fiel
al espíritu de 1789. En la Asamblea Nacional original, como ya se mencionó,
el centro estaba ocupado por el status quo, y la cuestión que dividía a los dos
lados era si la sociedad debía volver a enfocarse en las raíces históricas del status
quo (que se habían corrompido en el pasado reciente) o si debía romper decisi-
vamente con el pasado en busca de un sentido más progresista de autolegitima-
ción. Fue en este contexto que las personas que pronto serían conocidas como
“reaccionarios” se sentaron a la derecha, mientras que las personas que ahora
consideraríamos “liberales” y “socialistas” se sentaron juntas a la izquierda.
Con el tiempo, y por razones que se analizarán más adelante, liberales y
socialistas se distanciaron cada vez más, pero siempre como alternativas para
romper con el statu quo. En términos generales, los liberales aspiraban a que
las personas enfrentaran el futuro como agentes individuales de cuya sumato-
ria de decisiones emergiera un sentido general de dirección de la sociedad, ya
sea definido en términos de gobierno de la mayoría o la cuota de mercado do-
minante. Por el contrario, los socialistas deseaban que las personas enfrentaran
el futuro como un agente colectivo expresamente orientado a una dirección
específica. Mientras que para los liberales la diferencia entre “progresista” y
“reaccionario” está siempre en constante cambio –tal como los votos o los
precios señalan cambios de dirección–, para los socialistas la diferencia se ins-
titucionaliza basándose en principios: las derrotas electorales se sustituyen por
las purgas y las fallas del mercado por la expropiación. Dicho de otra manera,
los liberales son antirealistas y los socialistas son realistas acerca del futuro,
pero, a diferencia de sus colegas a la derecha del centro, ellos están de acuerdo
en que el futuro –no el pasado– proporciona las bases para la legitimación de
la sociedad. Pero esta no es exactamente la manera correcta para distinguir los
extremos del espectro ideológico. En particular, lo que distingue a los liberales
y los socialistas con respecto al futuro se basa en sus muy diferentes actitudes
hacia el pasado, sobre todo cuando este no ha resultado a su gusto.
A primera vista, parecería natural interpretar la división derecha-izquierda
de 1789 en términos de una orientación al pasado versus una hacia el futuro,
pero en realidad todas las ideologías miraban al pasado en un aspecto crucial:
para obtener una explicación adecuada de la naturaleza humana; en concre-
to, del potencial humano. Sin embargo, diferían en términos de cuánto ese
potencial ha sido revelado en la historia humana real. Los sectores de derecha

114
creían que la mayor parte o la totalidad de ese potencial ya se había manifes-
tado, de manera que los patrones de conducta de larga sobrevivencia eran los
que valía la pena llevar adelante en el futuro. Los sectores de izquierda soste-
nían que solo una pequeña parte de ese potencial se había revelado, por lo que
acuerdos sociales sustancialmente nuevos proporcionarían la oportunidad de
revertir el estado de la situación. Fiel a la definición de Bismarck de la política
como el arte de lo posible, bajo estas diferentes sensibilidades subyacen inter-
pretaciones metafísicas alternativas de lo que es “posible”.
Los derechistas se aferraron a una interpretación de lo posible que habría
resultado familiar a Aristóteles, y que se mantuvo en gran medida sin cuestio-
namiento alguno hasta el siglo XIV, con el trabajo del filósofo y teólogo inglés
John Duns Scotus (1265-1308). Aristóteles efectivamente comparó lo posible
con lo empíricamente probable, esto a su vez una explicación de lo “natural”.
Contrariamente, los izquierdistas se valieron de la “semántica” más moderna
de Duns Scotus que identificaba lo posible con lo imaginable, es decir, un
estado de la situación lógicamente coherente pero aún no realizado. Teológi-
camente hablando, al cambiar el significado de lo posible desde aquello que
se ha experimentado a lo que podría llevarse a cabo, Duns Scotus había, de
hecho, elevado la humanidad desde animal superior a un aspirante a deidad
(Fuller 2011, 2). En nuestros días, este punto no ha pasado desapercibido para
los pensadores religiosos conservadores integristas que abogan por un resur-
gimiento “neo ortodoxo” del cristianismo (Milbank 1990). En este contexto,
se acusa a Duns Scotus de haber combinado y radicalizado dos vertientes en
la teología agustiniana: (a) Dios es (siempre) libre de crear cualquier mundo
concebible; (b) hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios. A partir de
estas premisas es entonces fácil concluir que tenemos la obligación de explorar
esas posibilidades no realizadas (Funkenstein 1986, 2).
En ese caso, el hecho que en la Francia de 1789 la iglesia establecida con-
tinuara apoyando el status quo –una monarquía hereditaria, incluso después
que se había demostrado su corrupción–, apareció como una afrenta para
aquellos que creían que nuestro derecho divino nos hacía capaces de mucho
más que simplemente perpetuar el legado de las generaciones anteriores. De
hecho, los seres humanos pueden tener los medios necesarios para constituir
un gobierno a partir de primeros principios, una especie de “segunda crea-
ción” esbozada en la teoría del contrato social del siglo XVIII, la que había
sido puesta en práctica a gran escala solo unos años antes en la fundación de
los Estados Unidos de América (Commager 1977). Esta mentalidad “esco-
tista”, que marcó el punto en que la izquierda rompió definitivamente con

115
la derecha en la Asamblea Nacional Francesa, es característica de lo que más
tarde llamaré el polo “proactivo” del emergente espectro ideológico. En efecto,
esta mentalidad considera al sujeto “manso” del tercer verso del Sermón de la
Montaña de Jesús –“bienaventurados los mansos, porque ellos heredarán la
tierra” (Mateo 5: 5)– para referirse al potencial no realizado de autogobierno
de la humanidad (tal como se manifiesta en su estado actual de impotencia).
Gran parte de la corriente “profética” en el cristianismo evangélico moderno
deriva de esta interpretación.
La reinterpretación radical de John Duns Scotus de “lo posible” fue popula-
rizada por el filósofo escolástico John Wycliffe (1320-1384), quien dio forma
concreta al escolasticismo revisionista de su maestro al ordenar la traducción
de la Biblia al inglés con el fin de liberar el potencial humano. Este proyecto
finalmente recibió la aprobación real dos siglos después, con la publicación de
la versión del rey Jaime I de Inglaterra a principios del siglo XVII (1611). El
abogado del rey, Francis Bacon, compartía ese espíritu como afín al método
experimental, el cual retrató célebremente como la extracción de los secretos
de la naturaleza que de otro modo escondería para siempre (Fuller 2008, 2).
Aunque se ha hablado mucho de la sospecha y abierta hostilidad hacia la natu-
raleza que refleja la sensibilidad de Bacon, quizá se entienda mejor como una
actitud que ve en la naturaleza un reflejo de lo que los humanos más necesitan
corregir o elaborar en sí mismos, dada la carga hereditaria del pecado original
atada a nuestra naturaleza animal (Harrison 2007). Al introducir una forma de
hablar que analíticamente separaba los atributos de Dios (por ejemplo, omni-
potencia, omnisciencia, omnibenevolencia) de una deidad única, Duns Scotus
había allanado el camino lingüístico para la visión de Bacon, que ahora se
proponía como la nueva ciencia para la ascendencia política de Inglaterra. La
innovación lingüística de Scotus hizo posible que los seres humanos pudieran
aspirar a tener poderes divinos sin convertirse derechamente en Dios, con lo
que permanecen en el lado correcto de la herejía religiosa (Brague 2007, 14).
Por supuesto, los teístas tuvieron que sopesar una consecuencia cada vez más
problemática –y secularizante en última instancia– del movimiento escotista: a
saber, que los atributos divinos difieren de los humanos solo en grado y no en
su tipo. Esto ha sido a su vez la base tanto para la lectura “literal” de la Biblia
y como para la idea que la naturaleza puede ser leída como un libro escrito en
código descifrable –por lo general matemático– (Fuller 2010, 5). En cualquier
caso, la abstracción sutil pero sistemática de la función divina de la sustancia
divina iniciada por Scotus desató enormes consecuencias que atraviesan la ló-
gica, la física y la economía, dando lugar a una concepción de valor basada en

116
el intercambio eficiente de la energía, a medida que los seres humanos trataban
de aproximarse a la capacidad de Dios para crear ex nihilo (Cassirer 1923).
Un factor que complicó la definición de la división original entre derecha
e izquierda fue la aparición a mediados del siglo XVII de historias intercultu-
rales comparadas de la gobernabilidad, siendo la más destacada El espíritu de
las leyes escrito por el Barón de Montesquieu (1748). El resurgimiento de esta
línea de investigación en el siglo XVIII fue oficialmente interpretado como la
actualización del trabajo iniciado por Aristóteles, adquiriendo un tono tan-
to de “derecha” como de “izquierda”. Los derechistas (por ejemplo, David
Hume) concluyeron que la variedad de patrones de gobierno que había en el
mundo entero demostraba la imposibilidad de aplicar un modelo universal de
organización social. Después de todo, cada sociedad, fiel a la experiencia acu-
mulada por generaciones habitando el mismo lugar, alcanzaría acuerdos socia-
les hechos a la medida. En el siglo XIX, las ideologías que ahora reconocemos
tanto como “relativismo cultural” y “racista” –a menudo sin distinguir clara-
mente una de otra– desarrollaron este enfoque, por lo general para promover
una concepción del Estado basada en la “nacionalidad”. Por el contrario, los
izquierdistas (por ejemplo, el Marqués de Condorcet) interpretaban la varie-
dad de modelos de gobierno como realizaciones alternativas de un potencial
humano universal, del que todos pueden aprender a medida que convergemos
en una trayectoria progresiva común. Implícita aquí está la posibilidad de
que la humanidad avance colectivamente aprovechando las oportunidades ya
presentes en el pasado de algunas culturas, pero que aún no se han realizado
plenamente o extendido lo suficiente (Fuller 2011, 1).

2. Derecha versus izquierda: concurso por el pasado para


determinar el futuro
Como acabamos de ver, los sectores originales de derecha e izquierda dis-
cutían en gran medida desde la misma base empírica. La diferencia es que
mientras los derechistas trataban la mera supervivencia de las prácticas sociales
como autoevidente, haciendo hincapié en los costes de apartarse de ellas, los
izquierdistas evocaban los beneficios que se habrían podido (y quizá todavía
se podrían) acumular al perseguir versiones alternativas de prácticas conoci-
das. Esta diferencia puede ser vista como una versión política del “principio
de incertidumbre” que rige a la materia en movimiento a nivel cuántico, de
acuerdo a la formulación del físico alemán Werner Heisenberg: la derecha
propugna una política de posición, la izquierda una política de impulso. La
derecha sostiene que estamos donde debemos estar, mientras que la izquierda

117
presume que donde nos hallamos no es más que un estado en movimiento.
Aquí está en juego lo que el filósofo analítico Nelson Goodman originalmente
llamó “proyectabilidad”, la que calificó como el “nuevo enigma de la induc-
ción”. Dicho en breve, ¿qué aspectos del pasado vale la pena proyectar hacia el
futuro? La división ideológica original de 1789 ilustra claramente por qué la
respuesta está lejos de ser evidente.2
Por un lado, los sectores de derecha practican una especie de inducción de
“regla recta”, cuya presunción es que el futuro sigue la tendencia dominante en
un sentido doble: dado nuestro conocimiento del pasado, tal tendencia es el
curso más evidente de acción a la luz de la formulación más evidente de la si-
tuación. Por lo tanto, se deben ofrecer razones especiales para cambiar un curso
de acción que se ha establecido sobre dichas bases empíricas y conceptuales (cf.
Fuller y Collier 2004, 10). Este enfoque general, reconocido por Hume como
nuestro hábito mental por defecto, es apropiadamente llamado “conservador”.
En el texto de lógica más reputado a principios del siglo XIX en Gran Bretaña,
el clérigo Richard Whately (1963) elevó este enfoque a un estado metafísico (y
político) como modo de funcionamiento de la “razón natural”.
Por otro lado, los izquierdistas interpretan la tendencia dominante como
una contingencia extendida que es reversible y que bajo condiciones adecua-
das revela líneas alternativas de pensamiento y acción que han permanecido
ocultas o suprimidas. La diferencia entre liberales y socialistas en este punto se
ha centrado en si algunas de estas alternativas son, por así decirlo, “la verdad
en el exilio”. En términos generales, los liberales dicen que no, los socialistas
dicen que sí. Mientras que los liberales sostienen que en principio cualquier
alternativa es realizable bajo las circunstancias adecuadas, los socialistas pri-
vilegian un número limitado –si no simplemente una– de esas alternativas
como la que provee una auténtica realización del potencial humano (sin des-
cartar, por supuesto, la necesidad de aplicar la fuerza para permitir su reali-
zación). Así, mientras que los liberales se han centrado en mantener siempre
latente una capacidad para revertir cualquier régimen que sea dominante en
el momento presente (por ejemplo, a través de elecciones periódicas, o el libre
mercado), los socialistas se han concentrado en identificar el único régimen
verdadero que vale la pena alcanzar ante la resistencia anticipada, mientras que
trastoca los hábitos arraigados de pensamiento y acción.
Escondido detrás de esta división en la izquierda está el carácter dual de
la deidad implicada en la revisión escotista del concepto de posibilidad antes

2 Los jueces habitualmente se enfrentan a una versión de este problema, aunque en forma menos dramá-
tica, cuando seleccionan casos como precedentes para enmarcar el caso sobre el que deben fallar.

118
mencionado. Dios es el único ser que puede hacer lo que quiera y lo que hace
es lo que quiere.3 La primera cláusula captura la aspiración liberal y la segunda
aspiración socialista por la humanidad a la luz del hecho que esta fue creada
en imago Dei. A partir de estos giros teológicos alternativos fluyen concepcio-
nes de justicia opuestas. Para los liberales, la justicia es una cuestión de juego
limpio en el procedimiento, cualquiera sea el resultado, mientras que para los
socialistas es una cuestión de llegar al resultado correcto, tal vez, por cualquier
medio. El método de Rawls (1972) de un “equilibrio reflexivo” puede ser visto
como un intento de reconciliar estas intuiciones en competencia –“la justicia
de los medios” y “la justicia de los fines”– al servicio de un argumento trascen-
dental para el Estado de bienestar.
A un nivel aún más profundo se encuentra una diferencia de interpretación
metafísica del “potencial humano” que tanto liberales como socialistas acusan
a los sectores de derecha de defraudar. Aquí es útil recordar la distinción entre
dos conceptos inspirados en Hegel: la sublimación (Sublimierung) de Freud y
la concepción más fiel de Marx de la superación (Aufhebung). La sublimación
implica que la energía (libidinal) pasa a través de muchas formas sin llegar a
perder su carácter original, mientras que la superación implica una transfor-
mación mucho más fundamental que solo puede comprenderse por completo
una vez que la energía (de la fuerza de trabajo) alcanza su estado final de
organización. Cada uno de estos conceptos capta el sentido que liberales y
socialistas, respectivamente, dan al impulso del cuerpo político. Desde este
punto de vista, el gran relato verdaderamente liberal del capitalismo es La
ética protestante y el espíritu del capitalismo, de Max Weber, título en el que
el último término se presenta como una sublimación del primero. Aun más
sublimación tiene lugar en el siglo XX a medida que el impulso productivista
autotrascendente del protestantismo migra desde la fabricación de bienes de
consumo al sentido de la identidad individual a través de lo que Thorstein
Veblen memorablemente llamó “consumo conspicuo”.
Karl Popper (1957) notoriamente dio con la medida epistémica de la dife-
rencia entre liberales y socialistas en términos de dos sentidos de “expectativa”
que reflejan las diferentes actitudes que cada uno tiene hacia el futuro: la
predicción y la profecía. La primera es la piedra angular del método científico
(qua al propio principio de falsabilidad de Popper) y la segunda constituye la
esperanza utópica que alimenta la política radical, tanto sagrada como secular.
Así, el polo de la “predicción” pertenece al fragmentado sector de los ingenie-

3 La premisa oculta es que los “deseos” de la deidad son “deberes”, por definición de la supremacía de la
deidad.

119
ros sociales, los cuales Popper prefiere, y el polo de la “profecía” refiere a los
revolucionarios que justifican sus políticas en términos de destino histórico.
Por un lado, los ingenieros sociales de Popper apuntan a mantener la política
abierta al máximo hacia nuevas posibilidades, asegurando que cualquier curso
de acción adoptado sea reversible a la luz de sus consecuencias. Por otro lado,
los temibles revolucionarios ansían eliminar las alternativas de acción posibles
que desviarían a la sociedad de alcanzar su estado ideal. Sin embargo, a pe-
sar de sus marcadas diferencias, tanto predictores como profetas tienen una
disposición positiva hacia el futuro, especialmente en el largo plazo. Además,
ambos proporcionan la preparación mental para enfrentar decepciones parti-
culares en el camino: los predictores anticipan el error corregible (encasillado
como “ignorancia”), mientras que los profetas anticipan obstáculos superables
(tipificados como “enemigos”).
En su época, la notoriedad de Popper surgió del cuestionamiento a las cre-
denciales científicas del materialismo “histórico” o “dialéctico” marxista. De
hecho, puso de cabeza el punto de vista marxista, al argumentar que los mis-
mos liberales que los marxistas despreciaban (bajo epítetos tales como “idea-
lista”, “machiano” o “positivista”) practicaban una política verdaderamente
científica, pues sometían sus pretensiones de conocimiento a pruebas impar-
ciales, ya sea en las urnas o en el mercado. Aquí Popper tomó el estereotipo
original de Max Weber del científico de mente abierta y el político orientado
a objetivos, tal como aparecen en los dos grandes discursos “La ciencia como
vocación” y “La política como vocación”. La contrastante presentación de We-
ber sobre cómo científicos y políticos lidian con el fracaso se proyectaba sobre
orientaciones de acción más generales: Wertrationalität (“racionalidad acor-
de a valores”), que abarca tanto las prácticas científicas como religiosas, y la
Zweckrationalität (“racionalidad acorde a fines”), que abarca tanto las prácticas
políticas como las económicas.
Sin embargo, esta dicotomía es simplista. De acuerdo al estereotipo webe-
riano, al enfrentar el fracaso, el científico cambia de hipótesis mientras que el
político sigue como si nada hubiera pasado. Pero aquí es importante comparar
lo que es semejante entre ellos. Después de todo, el científico busca la verdad
con la firmeza con que un político busca el poder. Por ejemplo, podemos ser
partidarios de las elecciones como medio para seleccionar líderes, ya sea por-
que las elecciones obligan a la gente a pensar sobre el liderazgo de la manera
correcta (wertrational) o porque son un medio eficaz para encontrar al líder
correcto (zweckrational). La primera opción nos llevaría a exaltar las campañas
y la votación como expresiones de virtud cívica, un bien político intrínseco,

120
independientemente de quién resultara elegido. En tanto, la segunda nos lle-
varía a pensar acerca de los medios más eficientes para alcanzar el propósito
de un liderazgo efectivo, lo que puede incluir el llamado voto estratégico. Del
mismo modo, podemos confirmar el criterio de Popper de falsabilidad, ya sea
porque obliga a los científicos a pensar en sus hipótesis en un marco cognitivo
crítico-racional adecuado (wertrational) o porque desempeña mejor la tarea
de acercar a los científicos a la verdad (zweckrational). La primera opción nos
lleva a centrarnos en la incorporación de la falsabilidad en la cultura científica,
mientras que la segunda nos conduciría a buscar versiones más eficientes, si no
derechamente sustitutos, de falsabilidad.
Pero la cuestión se puede abordar todavía con mayor sutileza: la falsifica-
ción no exige que el científico renuncie a la dirección general de su investiga-
ción una vez que se demuestra que su hipótesis es falsa; es decir, no abandona
a la visión metafísica del mundo que lo motiva, la cual se extiende mucho más
allá de lo que puede justificarse en términos de un paradigma disciplinario à la
Kuhn (Agassi 1975). Por el contrario, el falsacionista reconoce que la realiza-
ción del mundo anticipado por su metafísica requiere inevitablemente seguir
una línea diferente de investigación empírica, una que incorpora elementos
de su búsqueda anterior, pero ahora reorientada hacia resultados específicos
diferentes. Más concretamente, la vida posmortem de una hipótesis falsificada
no solo requiere evitar predicciones insostenibles en el futuro, sino que, sobre
todo, incorporar el error como una guía para la construcción de una teoría
más rica que sirva de base para nuevas hipótesis (cf. superación hegeliana), en
contraposición a una reparación ad hoc que permitiría que la teoría avanzara
como si nada hubiera pasado. Sin embargo, insistir en el abandono de la teoría
negaría efectivamente el valor de la información de la falsificación: un exter-
minio forzado de pensamiento, si se quiere.
Todo esto no es muy diferente de un político que es flexible en cuanto a las
tácticas, al tiempo que persigue una estrategia cuya continuidad no se frena
por ningún contratiempo específico. Tal vez la diferencia clave con el científi-
co es que el político tendría como objetivo dar a conocer solo las consecuen-
cias autocumplidas –y no las contraproducentes– de su estrategia. Mientras
que el reconocimiento público de un error es visto como señal de integridad
en un científico, a menudo se toma como señal de incompetencia en un polí-
tico.4 Sin embargo, científicos y políticos pueden aprender igualmente bien de

4 Las historias populares de ciencia y política tienden hacia el autoconveniente ocultamiento de todo
salvo los fracasos más instructivos, de ahí la aplicación del término whig a ambos tipos de historias. Ver
Brush (1975).

121
un error, aun cuando este último no lo diga abiertamente. En este contexto,
vale la pena recordar la alta estima que los políticos ilustrados, y en particular
los padres fundadores de Estados Unidos, tenían hacia la hipocresía: un estado
de conciencia dividida que requiere que el político esté lo suficientemente se-
guro de su propia honestidad para autojustificar varios reveses de fortuna sin
admitirlos públicamente (Runciman 2008). Lo más cerca que llega la ciencia
a reconocer el valor de la hipocresía puede ser la distinción fuerte de Popper
(1972) entre las creencias y las teorías que sostiene el científico. A Popper no le
importan las creencias que tengan los científicos (en privado) siempre y cuan-
do mantengan sus teorías (en público) abiertas a rendir cuentas ante pruebas
evidenciales (Fuller 2007, 3).
Curiosamente, en la historia de la filosofía de la ciencia, esta fuerte distin-
ción entre las propias creencias y las propias afirmaciones teóricas se asocia
normalmente al “instrumentalismo”, una posición popularizada por los po-
sitivistas lógicos, quienes redujeron el contenido de la teoría científica a la
evidencia que la sostiene; en ese sentido, una teoría convenientemente ope-
racionalizada no es más que una máquina para generar evidencias. El instru-
mentalismo surgió hace poco más de un siglo por parte del físico católico
Pierre Duhem (1969). Este había sido profundamente influenciado por la
entonces reciente apertura, en los archivos del Vaticano, de los registros del
juicio a Galileo, en los que estaba en juego la diferencia entre lo que se mani-
festaba directamente y lo que solamente podía deducirse dadas las creencias
anteriores. La lección que Duhem sacó fue que, tanto para Galileo como para
sus inquisidores jesuitas, la fe en Dios proveía una guía certera pero no direc-
tamente escrutable para su investigación. Sin embargo, al tratar de resolver
esta creencia en términos de evidencia convenida (por ejemplo, el resultado
de un experimento), cada uno logró mantener vivas sus respectivas creen-
cias, a pesar de los inevitables reveses empíricos, y de una manera que podía
informar a ambos lados. Esta lección fue especialmente útil en el ambiente
político secular en la Tercera República Francesa del propio Duhem, donde el
instrumentalismo funcionó como un freno a la conducción de la ciencia para
determinados fines políticos.5
Sin embargo, las razones epistémicas de Duhem para, por así decirlo, la “hi-
pocresía científica” no podrían ser más diferentes a las de Popper. Duhem man-
tuvo su teísmo en privado para proteger su capacidad de iluminar la investiga-
ción científica frente a teorías libremente elegidas que cada cierto tiempo están
sujetas a la sobreextensión y la falsificación. Por su parte, Popper estaba más

5 Un duhemiano para nuestros tiempos es Bas van Fraassen (1980).

122
preocupado de que el curso de la investigación científica no fuera contaminado
por creencias privadas sin criterios claros para ponerse a prueba públicamente.
Para Duhem, la hipocresía encarnada en el discurso técnico de la ciencia que
enmascara las creencias y los rituales de laboratorio era un seguro contra el
escepticismo y el abuso de la ciencia por parte del partido político dominante;
para Popper era un seguro contra el relativismo, así como contra la presión por
el consenso dentro de la propia ciencia. Sin embargo, ni Duhem ni Popper
se dieron cuenta que esta hipocresía podía tener lo que Jon Elster (1998) ha
llamado, con un guiño a Benjamin Franklin, una “fuerza civilizadora” (Fuller
2000, 8; 2009, 4). En otras palabras, incluso si las propias creencias se man-
tienen en gran parte ocultas, la participación prolongada en la vida pública
–ya sea en la política o la ciencia– puede sin querer servir para modificar esas
creencias con el tiempo, aunque solo sea para minimizar cualquier sensación de
disonancia cognitiva entre las caras públicas y privadas de los sujetos.
Este fenómeno es conocido como la formación de preferencias adaptativas,
pero su interpretación exacta es discutible. El psicólogo social Leon Festin-
ger y sus colegas desarrollaron este concepto para explicar cómo una secta
religiosa que falsamente predijo el fin del mundo logró seguir predicando
su evangelio (Festinger et al. 1956). Su trabajo dejó la impresión de que la
secta había desarrollado un mecanismo de defensa –“limones dulces” como lo
llamó Elster (1983)– que les permitió soportar la falsificación con un ajuste
mínimo de sus creencias básicas. Sin embargo, un examen atento a los detalles
del comportamiento de la secta sugiere que sus miembros participan en lo
que los metafísicos llaman un análisis “modal” de sus creencias, es decir, la
secta interrogó lo que era posible, imposible, necesario y contingente dentro
de su sistema de creencias. Así, terminaron por atribuir su fracaso epistémico
a características de sus creencias que no era necesario mantener para los pro-
pósitos de avanzar en su causa, al tiempo que querían explicar mejor su propia
comprensión de la Palabra de Dios. Mientras que la autocrítica de la secta no
apaciguó a sus opositores (que simplemente hubieran preferido que la secta
desapareciera), esta sirvió para alinear las normas epistémicas de la secta con
las de otras comunidades de fe. En efecto, el análisis modal generó anticuer-
pos intelectuales que fortalecieron la inmunidad del sistema de creencias de la
secta. Puede haber una lección epistemológica más general aquí que entra en
el polo “proactivo” del espectro ideológico emergente. Mientras que Popper
acostumbraba identificar la ventaja evolutiva de la humanidad en términos
de la capacidad de nuestras teorías para morir en vez de nosotros, destacando
la distancia entre nuestras concepciones y nosotros mismos, puede ser que

123
nuestra tolerancia a la muerte de las teorías refleje nuestra capacidad para in-
corporar su aspecto vivo (cf. Fuller 2007, 3). Le da un nuevo significado a la
máxima de Nietzsche: “Lo que no me mata me hace más fuerte”.

3. El principio preventivo
Como sostuve al principio, existe una división ideológica que podría rein-
ventar la distinción derecha-izquierda para el siglo XXI: las actitudes pre-
ventivas versus las actitudes proactivas como principios de la formulación de
políticas en relación al riesgo. En términos psicológico-sociales, el “enfoque
regulativo” de las políticas preventivas está en prevenir los peores resultados
posibles; en el caso de las políticas proactivas, está en la promoción de las me-
jores oportunidades disponibles (Higgins 1997). Metafísicamente hablando,
la distinción puede capturarse en términos de cómo los dos lados manejan
la modalidad. Por una parte, los preventivos establecen una distinción muy
clara entre el mundo real y los otros mundos posibles: una pérdida real no se
puede compensar jamás por las posibilidades que de ese modo se mantienen
abiertas. Para ellos, el valor perdido por la extinción de las especies no puede
contrarrestarse aunque ello deje mayor espacio a los seres humanos para ex-
pandir sus vidas. Por otra parte, los proactivos son bastante explícitos acerca
de su disposición a sacrificar una parte significativa de las condiciones actuales
para permitir que el futuro permanezca abierto. Para ellos, incluso cuando las
cosas resultan muy mal, es menos una pérdida rotunda que una experiencia de
aprendizaje. En resumen, mientras que los preventivos consideran que tomar
riesgos significativos es, en última instancia, corrosivo para nuestra libertad,
cuyos límites ya están claros en el mundo real, los proactivos consideran que
la toma de riesgos es necesaria para descubrir los límites de lo posible, lo que
de ninguna manera se agota en lo que ya ha sucedido.
El principio preventivo es el más conocido de ambos, ya que figura cada vez
más en la legislación ambiental y de salud. Se entiende normalmente como
el juramento hipocrático aplicado a la ecología mundial: lo primero es no
hacer daño. Un ejemplo de una medida preventiva que resulta familiar es la
política de reducción de la reproducción humana como un medio para dis-
minuir nuestra huella de carbono en el planeta: incluso si no resuelve la crisis
ecológica actual, se ralentizarán sus efectos. Este principio cobró vida en la
Alemania de comienzos del siglo XIX como Vorsorgeprinzip, de la mano de
Georg Ludwig Hartig, cuyo trabajo sentaba las bases científicas para el sector
forestal. Para Hartig, el principio de prevención implicaba que cada genera-
ción debía dejar los bosques en el mismo estado en que los encontró para la

124
generación siguiente, a través de una política concienzuda de reforestación de
árboles cortados. Esta formulación persiste hasta nuestros días en una forma
mucho más generalizada, a menudo presente en las propuestas de los partidos
verdes para la definición de un gobierno justo en términos de permitir a las
futuras generaciones vivir una vida por lo menos tan satisfactoria como la
nuestra (por ejemplo, Read 2012).
Sin embargo, el origen del principio preventivo en el sector forestal evi-
dencia sus discutibles supuestos normativos, entre ellos los siguientes: (a) un
enfoque estacionario (es decir, sin una pérdida neta o crecimiento) hacia la sus-
titución de los bosques y los humanos; (b) la negación de que las necesidades
y requerimientos actualmente satisfechos por los bosques podrían ser satisfe-
chos por otros medios (quizá totalmente artificiales) en el futuro. Sin importar
cómo se apliquen estos supuestos, sea de forma local o global, estos derivan su
fuerza normativa de un sentido de naturaleza última que precede o sustituye
el ingenio humano. De hecho, es por eso que, en la Declaración de Río de
1992 sobre el Medio Ambiente y el Desarrollo, Estados Unidos insistió en
caracterizar lo preventivo como un enfoque más que como un principio, ya que
los estadounidenses pensaban que lo segundo habría introducido subrepticia-
mente un sentido de ley natural que era inapropiado para las negociaciones de
políticas ecológicas internacionales (García 1996).
Desde el punto de vista de la historia de la economía, la lógica que alimenta
al principio de prevención se asemeja menos a la del capitalismo moderno que
a la de su predecesor en el siglo XVIII, la fisiocracia. Los fisiócratas, en su ma-
yoría filósofos de la Ilustración francesa, ligaban la capacidad productiva di-
rectamente al carácter material de los aportes económicos –es decir, el número
de árboles y seres humanos– en lugar de su producción efectiva. Por ejemplo,
el valor derivado de un número determinado de árboles o seres humanos, que
pueden (al menos en principio) producirse por algún otro medio más eficien-
te, y quizás incluso en ausencia de los árboles o humanos originales. En efecto,
el carácter casi mágico del “trabajo” como una fuente de valor en la economía
política clásica, desde Smith y Ricardo hasta Mill y Marx, se basaba precisa-
mente en esta capacidad de transformar una forma de capital en una forma
más eficiente, lo que evita la necesidad de recurrir al pensamiento preventivo
del estado estacionario, o a sus versiones actualizadas y algo más liberalizadas:
la “sustentabilidad” y la “capacidad de carga” (Jacob 1996). Sin embargo, la
economía política clásica sufrió de dos puntos ciegos en relación al desarrollo
del capitalismo –solo uno de los cuales Marx anticipó– que contribuyen a que
el principio de prevención siga siendo relevante en la actualidad.

125
El primero es la relativa facilidad con que las formas naturales de capital
se sustituirían por formas artificiales, particularmente la sustitución masiva
del trabajo humano por el de la máquina, el que a su vez ha alimentado pe-
riódicamente ideas de que el propio cuerpo humano podría ser un excedente
para las necesidades de una economía de óptima eficiencia tecnologizada. En
ese caso, lo que fisiócratas y preventivos de hoy tomarían como la fuente del
valor inviolable llegaría a ser bajo la lógica del capitalismo un residuo des-
echable. En este importante sentido, el capitalismo, a pesar de su reputación
de ser “materialista”, es mucho menos respetuoso de la encarnación natural
que los anteriores sistemas económicos, que solían incluir el manejo ecológi-
co en sus atribuciones.
Sin embargo, Marx no previó un segundo punto ciego: que el ingenio
del trabajo humano resultaría en la fabricación no solo de nuevos productos
para la satisfacción más eficiente de las necesidades humanas actuales, sino
también nuevas necesidades humanas que luego demandarían nuevos pro-
ductos. En resumen, la economía política clásica subestimó la importancia
de la publicidad que posibilitó la relativamente pacífica “gobernanza antici-
pada” del consumo, ya que los productores buscaron abrir nuevos mercados
una vez que los antiguos se saturaron.6 Más en concreto, a medida que la
penetración del “nexo del dinero” introducía las relaciones de intercambio
en las fuentes más tradicionales de significado social, el sentido propio de
identidad llegó a ser algo cuyo mantenimiento continuo y actualización se
convirtió en una responsabilidad personal. Cuando el gran rival de Max
Weber, Werner Sombart, utilizó por primera vez la palabra “capitalismo” en
el título de un libro, en 1902, se refería a esta transformación (Grundmann
y Stehr 2001).
Más de un siglo después, el resultado es que estamos inundados de pro-
ductos cuya amenaza para el medio ambiente cancela cualquier aumento de
eficiencia logrado en su producción. Aunque, como veremos más adelante, los
proactivos pueden contrarrestar las versiones más moralistas de esta crítica al
“consumismo”, en particular Michael Sandel, el escozor preventivo se man-
tiene ante la perspectiva de que una mayor productividad nunca recuperará
adecuadamente los costes de una mayor producción. Un primer intento de
respuesta proactiva ha aparecido en el llamado Informe Hartwell, elaborado
por varios eminentes economistas y sociólogos, que no cuestionan el hecho de

6 De hecho, los marxistas pensaban, por el contrario, que la saturación inevitable de los mercados in-
ternos obligaría a los productores a ir al extranjero, dando por resultado último una sucesión de guerras
imperiales.

126
un importante cambio climático a corto y mediano plazo, pero lo tratan como
una oferta de oportunidades sin precedentes para las inversiones en energías
innovadoras (Programa Mackinder LSE 2010).

4. El principio proactivo
El “principio proactivo” se originó bajo ese nombre como el título de un ma-
nifiesto redactado por el filósofo transhumanista Max More (2005), y fue apro-
bado por un congreso de pensadores de ideas afines en la “Cumbre del Progreso”
de 2004, patrocinada por el Instituto Extropiano de Austin, Texas. El principio
fue diseñado explícitamente como contrapunto al principio más conocido de
prevención. La fragmentación y la desorganización del movimiento transhu-
manista –el Instituto Extropiano se disolvió dos años después de la cumbre– ha
significado que el principio proactivo sigue siendo mucho menos conocido que
su opuesto preventivo, a pesar de las crecientes críticas de este último.
La ocasión inmediata para El principio proactivo fue la aparición del Informe
del Consejo de Bioética de George W. Bush, que entre otras cosas invocó la “ley
natural” para pedir la prohibición del financiamiento federal para la investiga-
ción con células madre en Estados Unidos (Extropy Institute 2004). El informe
sostiene que dicha tecnología necesita sacrificar muchos embriones en un pro-
ceso que en gran medida es de ensayo y error, y que, incluso cuando es exitoso,
el procedimiento no puede garantizar que los órganos generados se comporten
según lo deseado. Por lo tanto, una vez que la naturaleza especulativa del poten-
cial de la investigación con células madre fue comparada con el conocido carác-
ter destructivo de este tipo de investigación en la práctica, el consejo concluyó
que la prohibición era necesaria. Para los proactivos, en cambio, no continuar la
investigación con células madre significa asumir un riesgo político y económico
mucho mayor, dado que una creciente población ya vive hasta una edad muy
avanzada pero en condiciones que significan una carga cada vez mayor para la
salud pública y la prestación de asistencia social (Fuller 2011, 3). Desde ese pun-
to de vista, la investigación con células madre representa la puerta de entrada
para lo que el biólogo molecular de la Universidad de Princeton –y abiertamen-
te proactivo– Lee Silver (1997) ha llamado la “reprogenética”: una tecnología
capaz en teoría de producir a pedido órganos en funcionamiento (“piezas de
repuesto”), proporcionando así una importante plataforma para el lanzamiento
de un programa creíble para la extensión indefinida de la vida saludable.
Tal vez la característica ideológica más innovadora de El principio proactivo
fue el asociar esta prohibición con la política del principio de prevención. Tal
como la referencia a la ley natural sugiere, el Consejo de Bioética de Bush

127
estaba poblado principalmente por conservadores, entre ellos varios clérigos,
quienes adoptaron un horizonte moral ampliamente aristotélico que enfatiza
el necesario arraigo de las convenciones en las actitudes y respuestas naturales
al mundo (Briggle 2010). Estas personas no son compañeros naturales de los
ecólogos, partidarios de la igualdad de las especies que defienden el principio
de prevención y se piensan a sí mismos como ocupantes de la izquierda del es-
pectro político, tal vez incluso a la izquierda de los principales partidos socia-
listas. Sin embargo, a pesar de estas diferencias políticas superficiales, ambos
están de acuerdo en que el sentido de “naturaleza” que preexiste o trasciende la
actividad humana establece límites importantes a lo que los humanos pueden
esperar lograr. Además, ambos atan nuestro sentido de humanidad al reco-
nocimiento de esos límites, ya sea que el reconocimiento se entienda como
perder la gracia divina, nuestra mortalidad animal o, más simplemente, la
absoluta finitud de nuestros poderes.7
Si los preventivos quieren reducir al mínimo la toma de riesgos, los proac-
tivos definen la condición humana en términos de su capacidad para asumir,
sobrevivir y avanzar en el riesgo, basándose en algún cálculo de costo-bene-
ficio. A diferencia de Michael Sandel (2012), quien sostiene que gran parte
de lo que confiere valor a una existencia humana bien vivida no puede estar
sujeto a una matriz de costo-beneficio, los proactivos argumentan que el valor
de un objeto o práctica no puede ser adecuadamente conceptualizado –y mu-
cho menos evaluado como sobreestimado o subestimado– a menos que se le
haya asignado un valor de cambio (o precio) dentro de una economía moral
particular, donde las fluctuaciones pueden ser razonablemente consideradas
similares a las del mercado. De hecho, no está claro cómo los marxistas hubie-
ran sido capaces de distinguir si los trabajadores estaban siendo “explotados”
si no hubieran operado con el sentido de un “salario justo”, especificado en
términos monetarios, lo que a su vez implica que el valor del trabajo humano
no es indeterminado ni tampoco infinito (Newey 2012). En este sentido, los
proactivos retornan al fundamento filosófico que originalmente unió a las
ramas “liberal” y “socialista” de la izquierda ideológica.
Hasta que Karl Polanyi (1944) comenzó a sembrar lo que hoy en día es
la crítica “eco-socialista” de las Actas de Cercamiento, aprobadas por el Parla-
mento inglés en el siglo XVIII y que privatizaron gran parte de la campiña
británica, las actas habían sido consideradas como una empresa relativamente

7 Michael Sandel es un teórico político contemporáneo que puede considerarse como la encarnación del
nuevo ideólogo de la prevención. Enemigo infatigable del perfeccionismo y el utilitarismo, Sandel (2007,
2012) toma prestado de la tradición del derecho natural y del pensamiento comunitario y ecológico más
moderno para fundamentar su visión del mundo.

128
exitosa aunque riesgosa para aumentar la productividad de la tierra: asignaban
por ley la responsabilidad personal de su mantenimiento, lo que fue condi-
ción previa para los usos de innovación y las transferencias de propiedad que
caracterizaron a la Revolución Industrial (McCloskey 1975). Ciertamente,
liberales y socialistas diferían sustancialmente en el impacto de este desarrollo
sobre las relaciones sociales. A mediados del siglo XIX, los socialistas llamaron
a una “recolectivización” de los medios de producción, dado que la propie-
dad privada había comenzado a instalar nuevas jerarquías basadas en la clase,
tan perniciosas como las antiguas que la burguesía afirmaba haber derrocado.
Esto, a su vez, sirvió de base para las diversas revoluciones autodenominadas
“comunistas” en todo el mundo durante el siglo XX. No obstante, estas re-
vueltas conservaron el impulso proactivo. Así, Lenin no volvió al sentido rous-
seauniano de los “comunes” que había existido antes de la propiedad privada;
por el contrario, convirtió las tierras de propiedad privada en personalidades
artificiales llamadas “colectivos”. Estos funcionaban en gran parte como lo
habían hecho los propietarios individuales, al tiempo que aprovechaban la
percepción de una economía de escala y de una división racional del trabajo,
ambos diseñados para incrementar la productividad y evitar la estrecha perse-
cución del interés propio (Scott 1998, 5).
La búsqueda liberal del principio proactivo en el siglo XX fue más evidente
en las doctrinas radicales de “riesgo, incertidumbre y beneficio” expuestas por
Frank Knight (1921), el padre intelectual de lo que ahora se llama la “Escuela
de Economía de Chicago”. Actualmente la Escuela de Chicago tiende a ser
vista en términos de la forma que adquirió en la segunda mitad del siglo XX,
a la luz de la influencia de Friedrich Hayek y Milton Friedman, a saber, una
defensora incondicional de los derechos de propiedad en un mercado desre-
gulado (Davies 2010). Debido a que la obra original de Knight es anterior al
momento en que esas doctrinas políticas se volvieran inamovibles, nos provee
la oportunidad para considerar una visión de mundo muy similar a la inter-
pretación escotista radical de lo posible. En particular, Knight consideraba
la economía desde la perspectiva del empresario, la persona que convierte lo
“desconocido desconocido” en lo “conocido desconocido”, es decir, la “incer-
tidumbre” en “riesgo”. El empresario es alguien interesado en la comercializa-
ción de un producto que no solo atrae a los compradores, sino también que
establece un nuevo estándar para la demanda, tal como el automóvil lo había
hecho con el transporte personal en la generación previa a Knight. Sin em-
bargo, el empresario no sabe cuánto invertir para lograr el resultado deseado
(o incluso si cualquier cantidad será suficiente), pero debe invertir algo. Si esa

129
inversión será “ganancia” o “pérdida” solo se sabrá después de los hechos, y
por lo tanto no puede presupuestarse adecuadamente por adelantado: si se ha
gastado demasiado se recibirá un beneficio, si ha sido muy poco una pérdida.
De hecho, fue por esto que el ministro de Hacienda de Austria, Eugen
Böhm-Bawerk (1959) había sostenido, contra la teoría de Marx de la “plus-
valía”, que el empresario tiene derecho a retener todas las ganancias y a no
redistribuirlas a los trabajadores asalariados, puesto que a ellos se les pagaría
incluso si lo que produjeran no lograra equilibrar el mercado. En efecto, la
suerte de los trabajadores había sido protegida todo el tiempo, a diferencia de
lo ocurrido con los empresarios. En este sentido, el empleo de mano de obra
es visto necesariamente como una característica no innovadora de la iniciativa
empresarial. La lógica escotista aquí consiste en que, si los costos son calcula-
bles antes de la inversión, entonces todo lo que se está haciendo es proyectar
el pasado hacia el futuro sin explorar el potencial que aún falta por realizar.
Además, el aprendizaje que resulta de la iniciativa empresarial, tanto fallida
como exitosa, tiende precisamente en esa dirección, de tal manera que la in-
certidumbre se convierte en riesgo, y el empresario aventurero se convierte
en un administrador de costos y beneficios. Así, el espíritu emprendedor está
siempre obligado a colonizar nuevos espacios de incertidumbre, lo que, a jui-
cio de Schumpeter (1942), alimenta las recurrentes burbujas de inversiones
especulativas, cuyos efectos desestabilizadores devienen en un estado preventi-
vo de bienestar social. Más allá de lo adecuado del pronóstico de Schumpeter,
es claro que los empresarios tratan sus inversiones especulativas como una
extensión material de la prueba de hipótesis, por medio de la cual descubrir
los límites del mercado existente para una línea de productos se asemeja a
descubrir los límites de la teoría dominante en un determinado ámbito de la
realidad. En ese caso, la forma de organización del trabajo y el capital para
producir un producto innovador es similar a la construcción de lo que Popper,
después de Francis Bacon, llamó un “experimento crucial”.
La sola idea de tratar el mercado (o el Estado, en el caso del socialismo)
como campo de pruebas científicas es indicativo del espíritu proactivo, y es
completamente ajena al enfoque preventivo, cuyo llamado a la ciencia es
igualmente poderoso. En este caso, se subrayan las incertidumbres existentes,
no con miras a resolverlas a través de intervenciones experimentales, sino que,
por el contrario, para frenar el ritmo y la escala de la innovación tecnológi-
ca. Aunque los preventivos se hacen llamar los “guardianes del futuro” (Read
2012), su tendencia a utilizar la ciencia de una manera tan abrumadoramente
reactiva y crítica hace caso omiso de varios factores que en conjunto conspiran

130
(así lo creen los proactivos) para crear una “tormenta perfecta” para las gene-
raciones futuras: (1) el aumento del conocimiento científico acerca de nuestra
constitución material; (2) el debilitamiento del poder estatal sobre el bienes-
tar de las personas nominalmente bajo su control; (3) la creciente voluntad
del poder corporativo para tomar el relevo tras la retirada del Estado, lo que
se extiende a la producción y distribución del conocimiento científico sobre
nosotros mismos; (4) dada la naturaleza específica de la responsabilidad cor-
porativa, no es claro que la humanidad sea capaz de alcanzar la realización del
potencial de su especie en tales circunstancias; (5) además, somos tan adapta-
bles como especie que si no tomamos una acción deliberada, bien podríamos
caminar como sonámbulos hacia un futuro subóptimo.
Tal como sugiere el escenario anterior de “tormenta perfecta”, el principal
obstáculo para la aplicación del principio proactivo proviene del creciente
control corporativo sobre el conocimiento científico de la humanidad –inclu-
yendo nuestra composición genética– bajo la forma de propiedad privada in-
telectual. Nuestra preocupación aquí se limita principalmente a las cuestiones
de propiedad y disposición de esta propiedad intelectual. No hay duda que
la escala y el alcance de la “gran empresa” han contribuido de manera signi-
ficativa, especialmente en el siglo XX, a exacerbar las ambiciones científicas
y las aspiraciones humanas, a menudo en medio de la oposición activa de la
academia. Y sin duda gran parte de la investigación resultante –que abarca
desde la biología molecular a la sociología organizacional– ha potenciado el
bien público. El problema es que lo ha hecho solo como un subproducto del
lucro, lo que en una economía del conocimiento relativamente desregulada
puede conducir a la propiedad corporativa de las capacidades reproductivas
del ser humano. Este escenario distópico fue retratado vívidamente en Next,
la última novela que el popular autor Michael Crichton (2006) publicó antes
de su muerte. En el epílogo de dicha novela, Crichton pedía que el Estado
tomara medidas para la conservación de la reserva genética humana al declarar
ilegal su control por parte de las empresas privadas.
Crichton, un libertario, lanzó esta propuesta en términos de la protección de
la libertad individual. Sin embargo, el principio proactivo, aunque comparte
muchas ideas libertarias, toma la protección de la libertad individual no como
un fin en sí mismo, sino un medio para el cultivo de la “humanidad”, enten-
dida como un ser cuya naturaleza es transformarse a sí mismo y al mundo.8 La

8 Esto, como hemos visto, está en fuerte contraste con los partidarios del principio de prevención, que
suponen que “la naturaleza” establece una norma no negociable que nosotros y otros seres vivos, en última
instancia, debemos acatar.

131
economía política que se requiere para este “cultivo” es una concepción total-
mente renovada del Estado de bienestar. En lugar de la estrategia histórica del
Estado de bienestar de simplemente desalentar la toma de riesgos (por ejemplo,
al promover la “vida sana”), este nuevo Estado de bienestar proactivo propor-
cionaría un ambiente biosocial relativamente seguro para la toma de riesgos de
vida calculados, a cambio de una recompensa, reparación o compensación a
nivel personal, así como ofrecería una rica base de datos de la cual la sociedad
puede beneficiarse a medida que los progresos de la ciencia se aceleran.
El fomento documentado de estos riesgos de vida puede justificarse en tér-
minos proactivos como la extensión de los deberes de la ciudadanía, al incluir
la participación en “investigación científica”, la que actualmente se entiende
como autorizada tanto para las instalaciones de investigación (por ejemplo,
laboratorios) como para personas (es decir, autoexperimentadores). Este ar-
gumento ya está siendo utilizado por expertos en bioética que simpatizan con
el transhumanismo (Chan et al. 2011). Dos precedentes en la historia de la
política democrática se destacan aquí: (1) el deber del servicio militar como
concomitante con el derecho a participar en la vida política (cf. tener voz y
voto en el futuro de la investigación científica, en tanto que esta influye en la
autotransformación de la humanidad); y (2) el logro de la alfabetización como
una capacidad necesaria para ejercer tanto el derecho humano fundamental a la
libre expresión y la obligación del Estado de rendir cuenta pública (cf. el regis-
tro continuo de las consecuencias y las respuestas a los riesgos que uno asume).

5. Conclusión: la rotación del eje ideológico


Como hemos visto, el grupo de los proactivos quisiera reinventar el Estado
de bienestar como un vehículo para fomentar la toma de riesgos documen-
tados, mientras que el grupo de los preventivos buscaría proteger el planeta
a niveles de seguridad muy superiores a lo que el clásico Estado de bienestar
fue capaz de proporcionar solo para los seres humanos, ni hablar del medio
ambiente natural. Sin embargo, estas dos innovaciones al concepto moderno
de bienestar sugieren, consideradas en conjunto, un rechazo del ideal clásico
del Estado de bienestar en el que los seres humanos pueden procrear a vo-
luntad en un mundo donde se garantiza una existencia segura a los hijos. A
pesar de sus desacuerdos sustanciales, ambos polos del nuevo orden ideológico
descartan esta posibilidad como una fantasía del siglo XX que solo se logró
temporalmente en el norte de Europa durante unas pocas décadas después de
la Segunda Guerra Mundial. Como es lógico, los líderes políticos y empresa-
riales convencionales no se sienten del todo cómodos ni con el principio de

132
prevención ni con el proactivo, lo que ayuda a explicar su apego persistente a
alguna versión de la antigua ideología de la brecha entre derecha e izquierda.
Después de todo, los políticos preventivos quisieran la conservación del va-
lor comercial por sobre el crecimiento, mientras que los políticos proactivos
quisieran que el Estado animara a la gente a trascender las normas actuales en
lugar de adherirse a ellas. Una empresa preventiva se vería como una versión
en miniatura del Estado normativo actual, mientras que un Estado proactivo
funcionaría como una empresa capitalista a gran escala.
La pérdida de relevancia política del clásico Estado de bienestar refleja una
enorme transformación en la autocomprensión de la humanidad, aunque en
dos direcciones diametralmente opuestas. Juntos constituyen la entidad au-
todividida que he bautizado como “Humanidad 2.0” (Fuller 2011). Ambas
partes en esta autodivisión se alejan de la “Humanidad 1.0”, aquella entidad
consagrada, por ejemplo, en la Declaración de las Naciones Unidas sobre los
Derechos Humanos (Fuller 2012). Los preventivos aspiran a una humanidad
“sustentable”, lo que invariablemente significa traer menos de nosotros a la
existencia, para que así cada uno tenga un menor impacto en el planeta. Los
proactivos están felices de aumentar la población humana del planeta de ma-
nera indefinida ni más ni menos que como una serie de experimentos de vida,
independientemente de los resultados. Así, los preventivos nos volverían a
familiarizar con nuestros humildes orígenes animales, de los cuales nos hemos
desviado durante demasiado tiempo, mientras que los proactivos acelerarían
nuestra salida del pasado evolutivo –en algunas versiones, incluso de la Tierra,
si tenemos éxito en la colonización de otros planetas. En cualquier caso, los
sectores proactivos al menos buscarían hacer una reingeniería de nuestra bio-
logía, e incluso la sustituirían por completo con algún sustrato más duradero
e intelectualmente superior.
En esta conferencia ya he sugerido maneras en que el eje ideológico está
empezando a cambiar. Al combinar políticas que se basan tanto en la pos-
tura libertaria con respecto al individuo de la economía política clásica y la
postura intervencionista del socialismo de Estado a la sociedad en general,
los proactivos han comenzado a señalar un enemigo preventivo arquetípico,
fácilmente identificable en Michael Sandel, que reúne una fuerte orientación
normativa hacia la naturaleza con una política comunitaria. Karl Polanyi es
razonablemente considerado como uno de los fundadores de este “socialismo
preventivo”. Basó la ética redistributiva del socialismo menos en considera-
ciones abstractas de justicia universal, o en la eficiencia de las asignaciones
de lo considerado históricamente normal, cuya violación tanto por el Estado

133
moderno como por el mercado moderno es luego invocada para explicar las
sorprendentes desigualdades de recursos que existen en las sociedades actuales.
Por otra parte, existe un aspecto liberal de la ideología preventiva emergente
que solo puedo mencionar aquí. Es una especie de liberalismo que surge des-
pués de las fallidas revoluciones europeas de 1848 y se hace más pronunciado
en la versión post 1918 de la Escuela Austriaca de Economía (Mises, Hayek,
etc.). Es un liberalismo profundamente escéptico de la capacidad humana
para controlar, o incluso cuantificar, procesos sociales de gran escala, restándo-
le cualquier sentido al “aprendizaje colectivo” más allá de los acuerdos sociales
que sobreviven en el transcurso del tiempo. Este liberalismo, aunque “liberta-
rio” en su nombre, es “reaccionario” en sus efectos (Hirschmann 1991).
Al comienzo de este trabajo afirmé que la división entre preventivo y proac-
tivo tiene el potencial de desplazar el eje ideológico en noventa grados. La
derecha se divide actualmente en tradicionalistas y liberales; mientras que la
izquierda lo hace en comunitarios y tecnócratas. En el futuro, quiero sugerir,
los tradicionalistas y los comunitarios formarán el polo preventivo del espec-
tro político, mientras que liberales y tecnócratas formarán el polo proactivo.
Estos serán la nueva derecha y la izquierda, o, mejor dicho, se ubicarán abajo
y arriba. Un grupo estará arraigado a la tierra, mientras que el otro mirará
hacia el cielo.

Referencias
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Böhm-Bawerk, E. (1959). Capital and Interest: History and Critique of Interest Theories, South
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136
Parte III. Política y subjetividad
Conferencia de Adam Przeworski
15 de abril de 2010
Presentación
Patricio Navia
Universidad Diego Portales

Adam Przeworski es ampliamente reconocido como una de las figuras más


importantes de la ciencia política contemporánea. La carrera y desarrollo in-
telectual de este politólogo, nacido en la Polonia comunista y doctorado en
la Universidad de Northwestern en 1966, ha estado marcada por su especial
interés en el desarrollo y la evolución política de Chile.
Tempranamente en su carrera Przeworski publicó un artículo en la presti-
giosa American Political Science Review donde analizaba los patrones de vota-
ción del candidato socialista Salvador Allende en la elección presidencial de
1952 (Przeworski y Soares 1971). Utilizando un sofisticado modelo sobre la
influencia del contexto en la decisión que gatilla el voto de los electores, el
artículo buscaba estudiar la propensión de un elector a votar por un partido
de izquierda dado el contexto social de sus interacciones. A partir de la cono-
cida explicación que la votación por Allende era explicada por el porcentaje
de la población empleada en la industria y la minería, el artículo planteaba
que las inclinaciones iniciales y las predisposiciones de clase de los electores
son influidas por variables del contexto político, tales como una campaña
y la organización partidista local. Pero Przeworski siempre pensó la ciencia
política más allá del país que estudiaba. Al buscar entender Chile, Przeworski
quería también entender, tanto teórica como metodológicamente, cómo se
producían los procesos políticos que llevaban a los trabajadores organizados a
votar por los partidos de izquierda.
Las contribuciones metodológicas a la ciencia política también marcaron
la primera etapa profesional de Przeworski. The Logic of Comparative Social
Inquiry, en coautoría con Henry Teune (1970), es un clásico ampliamente uti-
lizado en cursos sobre metodología y método comparado. En la misma época,
Przeworski se interesó en un tema que marcaría fuertemente su carrera: la in-
teracción entre las variables económicas y los factores políticos; en particular,

141
el efecto que tal relación tiene tanto sobre el desarrollo de la economía como
sobre la estabilidad y naturaleza –democrática o autoritaria– de los regímenes
de gobierno (Przeworski y Zechman 1971).
Durante sus años en la Universidad de Chicago (1973-1995), Przeworski
realizó contribuciones clave en asuntos tan diversos como el marxismo y las
teorías de acción racional (Przeworski 1985), la autonomía estatal y la pro-
piedad privada (Przeworski y Wallerstein 1986) y la dependencia estructural
en el capital que tiene el Estado (Przeworski y Wallerstein 1988). Una de
sus más célebres contribuciones de esa época fue su brillante estudio sobre
la historia electoral del socialismo en Europa (Przeworski y Sprague 1986).
Allí, provocadoramente argumentó que, dado que la clase obrera nunca fue
mayoría, la izquierda debió buscar la formación de alianzas con otros grupos
para poder llegar al poder democráticamente, lo que la obligó a tomar posi-
ciones más moderadas que permitieron el desarrollo y la consolidación de la
socialdemocracia. Así, las piedras de las protestas se convirtieron en “piedras
de papel” (paper stones), que permitieron a la izquierda llegar al poder a través
de los votos.
La tercera ola de la democracia, iniciada con las transiciones en Europa del
Sur y luego extendida a América Latina y a Europa del Este –incluida su natal
Polonia– llevó a Przeworski a estudiar las causas de las transiciones y de los
procesos de democratización. En el caso particular de los quiebres democráti-
cos y las regresiones autoritarias que se produjeron en América Latina durante
los años setenta y ochenta, participó activamente del debate teórico sobre las
transiciones a la democracia que se comenzó a producir a mediados de los
ochenta. Mientras varios de sus colegas pensaban los procesos de quiebre de la
democracia, de gobiernos autoritarios y de posibles transiciones hacia nuevas
experiencias democráticas desde las perspectivas individuales de sus países,
Przeworski buscó sistematizar tales experiencias y modelar formalmente los
procesos y las variables que pudieran facilitar la transición a la democracia en
los distintos países de América Latina (Przeworski 1986).
El análisis y formalización de los procesos de transición a la democracia es
el eje del que es probablemente el trabajo más conocido de Przeworski: Demo-
cracia y mercado (Przeworski 1991). A partir de un análisis que utiliza modelos
simples, pero poderosos y parsimoniosos, de teoría de juegos, da cuenta de los
incentivos que llevan a algunos partidarios de la dictadura a favorecer la aper-
tura hacia una transición y a otros a promover el endurecimiento de las po-
líticas del régimen. Al caracterizar las fuerzas prodemocracia en reformistas y
radicales, Przeworski describió de forma simple las dinámicas políticas que se

142
producían al interior de un régimen autoritario que enfrentaba una situación
de cambio. Uno podría aplicar tal distinción al caso de Chile para caracterizar
la división al interior del gobierno militar entre duros y moderados y la divi-
sión en las fuerzas prodemocracia entre reformistas y radicales, las que produ-
jeron alineamientos y realineamientos que pudieron terminar con resultados
muy distintos a la forma en que se dio la transición chilena a la democracia.
En Democracia y mercado, Przeworski se adentró también en una rica dis-
cusión sobre qué es la democracia, la forma en que funciona y las causas que
dan cuenta del por qué sobrevive. De hecho, este libro constituye la base del
trabajo que ha realizado en los últimos 20 años. Su celebrada definición de
democracia como un “sistema donde los partidos pierden elecciones” (1991:
10) puso a Przeworski en el centro del debate sobre lo que constituye un régi-
men democrático. Además, la relación entre la estabilidad de la democracia y
el crecimiento económico aparecen como un asunto central en el libro.
En la década de los noventa, Przeworski se abocó junto a varios colegas a
estudiar los procesos de consolidación democrática, tratando una variedad de
temas tales como: i) las complejas relaciones entre la necesidad de las nuevas
democracias de Europa del Este y América Latina de realizar dolorosas refor-
mas económicas y las altas expectativas que existían entre la población de que la
democracia traería consigo mejoras inmediatas en las condiciones materiales de
vida (Pereira, Maravall y Przeworski 1993); ii) las condiciones institucionales,
económicas y de protección social que aparecían como necesarias en las expe-
riencias que caracterizaban a la tercera ola de democratización en la década de
los noventa (Przeworski 1995); iii) el funcionamiento de la democracia, con
sus límites, imperfecciones y debilidades estructurales (Przeworski, Stokes, y
Manin 1999); y iv) la exploración del concepto de Rule of Law –estado de de-
recho– con sus fortalezas y limitaciones (Maravall y Przeworski 2003).
Todos los debates que abordan la cuestión sobre qué significa vivir en de-
mocracia tienen como una referencia obligada los estudios de Przeworski y,
en especial, su concepción minimalista de democracia (Przeworski 1999). A
diferencia de otros autores que han optado por definiciones más amplias, uti-
lizando escalas o categorías múltiples, él ha defendido una clasificación mi-
nimalista de democracia que distingue de forma dicotómica aquellos regí-
menes donde existen elecciones y hay incertidumbre respecto a quién ganará
la próxima elección, de otros regímenes donde no existe tal incertidumbre
(Alvarez, Cheibub, Limongi y Przeworski 1996). A partir de esta definición
minimalista, ha abordado la relación entre el desarrollo económico y el tipo
de régimen, formulando un modelo para explicar bajo qué condiciones de

143
distribución de la riqueza la democracia llega a ser un modelo de gobierno
autosustentable (Przeworski 2005).
Argumentando que la democracia es un fenómeno que ocurre aleatoriamen-
te, ha demostrado que las democracias tienen más posibilidades de sobrevivir
cuando tienen niveles de desarrollo más altos (Przeworski y Limongi 1997). En
países con bajos niveles de desarrollo económico, la democracia es más frágil: las
transiciones a la democracia pueden ocurrir igual, pero la posibilidad de que es-
tas sobrevivan es sustancialmente menor que en los países más desarrollados. En
otras palabras, el desarrollo económico no facilita la transición a la democracia,
pero sí hace más probable que esta sobreviva. De hecho, ninguna democracia
con un nivel de desarrollo superior al de Argentina en 1976 sucumbió. El quie-
bre democrático de ese año en Argentina sigue siendo la barrera sobre la cual
ninguna democracia ha experimentado una regresión autoritaria. Este postula-
do ha sido rebatido y criticado (Boix y Stokes 2003), generándose un amplio
debate sobre la relación entre desarrollo económico y tipo de régimen que revi-
vió la discusión tempranamente planteada por Martin Seymour Lipset (1959).
En 2000, Przeworski y sus colaboradores (Przeworski, Alvarez, Cheibub
y Limongi 2000), usando una extensa base de datos con todos los países del
mundo desde 1950 hasta mediados de los noventa, asociaron el desarrollo a
los tipos de régimen y a las instituciones políticas de los distintos países. Con
sofisticadas herramientas estadísticas, verificaron modelos que sugieren que el
diseño institucional explica por qué algunos países han sido capaces de alcan-
zar el desarrollo, mientras otros se han quedado estancados en una situación
de subdesarrollo o pobreza extrema.
En la última década, ha continuado explorando la relación entre las insti-
tuciones políticas y el funcionamiento de la democracia. Entre otros temas,
se ha enfocado en estudiar el efecto de las reglas que rigen la participación
electoral sobre los niveles de participación política (Przeworski 2008, 2009);
la relación entre la democracia y las políticas de redistribución (Benhabib y
Przeworski 2006); las causas que explican la cooperación, cooptación y rebe-
liones en dictaduras (Gandhi y Przeworski 2006); las dinámicas de las relacio-
nes ejecutivo-legislativo (Cheibub, Przeworski y Saiegh 2004); los complejos
problemas de endogeneidad en la relacion de causalidad entre las instituciones
y el desarrollo económico de un país (Przeworski 2004); y los límites que tiene
la democracia representativa (Przeworski 2009).
Más recientemente, Przeworski publicó un libro, Democracia y los límites
del autogobierno (2010), que recoge sus experiencias y ordena bastante sus
argumentos sobre el funcionamiento de la democracia, con sus debilidades

144
y fortalezas. A diferencia de sus publicaciones anteriores, este libro es un ágil
ensayo que no descansa ni en datos estadísticos ni en sofisticados modelos
econométricos para presentar sus argumentos. El autor reflexiona aquí, con su
conocida rigurosidad y claridad mental, sobre la forma en que funciona la de-
mocracia en las sociedades modernas y las tensiones que existen entre las altas
expectativas que tiene la gente sobre los resultados que deberían producir los
sistemas democráticos y las realidades menos auspiciosas del mundo actual.
Adam Przeworski cumplió 72 años el 5 de mayo de 2012 y permanece
activo como profesor titular del departamento de política de la Universidad
de Nueva York. Cuarenta y seis años después de obtener su doctorado, con de-
cenas de libros publicados y artículos académicos, este politólogo parece cada
vez más convencido de que esa compleja y polémica forma en que las sociedad
intentan gobernarse a sí mismas tiene limitaciones enormes y a menudo pre-
senta profundas fallas en la forma en que funciona. Precisamente porque cree
en la democracia y la considera una forma superior de gobierno, considera
necesario conocer sus límites para así abocarnos a implementar reformas que
puedan expandir y mejorar el funcionamiento de la democracia. “Al final la
democracia”, nos dice Przeworski, “solo ofrece un marco general dentro del
que la gente de forma un tanto igualitaria, un tanto libre y un tanto efectiva
puede luchar pacíficamente para mejorar el mundo de acuerdo a sus diferentes
visiones, valores e intereses” (Przeworski 2010: 16).

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146
Democracia y elecciones: en
defensa del “electoralismo”
Adam Przeworski
Universidad de Nueva York

¿Por qué todavía se nos hace necesario defender las elecciones? Las eleccio-
nes, al menos las que son competitivas, tienen muchas virtudes: hacen que los
políticos pongan atención a los ciudadanos, provocan que las decisiones colec-
tivas reflejen la distribución de las preferencias individuales, y permiten llevar
a cabo la hazaña emocional de “echar a los bribones”. Pero mi propósito no
es alardear acerca de estas virtudes, sino que solo responder a algunas críticas
específicas que frecuentemente se hacen en torno a las elecciones.
Estas críticas constan de dos elementos. Por una parte, se dice que las elec-
ciones son mecanismos de decisiones colectivas defectuosos: ofrecen pocas
alternativas a los ciudadanos, la participación en estos procesos es ineficaz,
los resultados están viciados por la influencia del dinero, y provocan violen-
cia. Además, las normas de procedimiento no necesitan generar de manera
exclusiva resultados que sean verdaderos o justos: “Hay algo profundamente
inquietante en la idea que un procedimiento puramente mecánico, libre de
contenido, pueda determinar lo que deberíamos hacer”, observa Lagerspetz
(2010: 30). Y, a menudo, el tono de las críticas es despectivo; según Schmitter
y Karl (1991: 78), identificar la democracia con las elecciones, incluso aque-
llas “llevadas a cabo de manera limpia y con recuentos honestos”, es cometer
una “falacia de electoralismo”.
Por otro lado, diversos proyectos de “democracia no occidental” reclaman
que la democracia no necesita encarnar la oposición en la organización de
partidos políticos ni la lucha por el control del gobierno en la forma de com-
petencia electoral. Sukarno, el primer presidente de Indonesia, se refirió a la
democracia parlamentaria como a una importación extranjera que “incorpo-
ra el concepto de una oposición activa, y es precisamente la adición de este
concepto el que ha dado lugar a las dificultades que hemos experimentado en
los últimos once años” (citado en Goh Cheng Teik 1972: 231). La tradición

147
política de Indonesia, Sukarno aseguraba, era llegar a decisiones colectivas por
consenso. Si se permitía la división de la política en torno a organizaciones,
especialmente partidos políticos, estas se convertirían en un peligro: una vez
que se permite que los conflictos políticos vean la luz, se vuelven imparables y
conducen al quiebre del orden, incluso a la guerra civil.1 La democracia debe
ser “guiada” (Sukarno), “tutelada” (Sun Yat-sen), o debe ser dirigida por el
Estado (concepción rusa de “democracia soberana”) (Keller 2010).
Ahora bien, algunos de estos argumentos son válidos, pero varios se basan
en una comprensión errónea de cómo operan las elecciones o en una lectura
selectiva, frecuentemente tendenciosa, de la evidencia histórica. Claramente,
culpar a las elecciones por no generar resultados que sean acertados o virtuosos
es asumir que hay una sola verdad o justicia por descubrir, un supuesto que
caracterizó la ideología en que se basó la creación de instituciones representa-
tivas en Occidente, pero que debió ser abandonado ante conflictos profundos
y persistentes. Claramente, la evocación de tradiciones nacionales por parte
de los opositores, y también de los defensores2, de la democracia electoral,
es en gran medida irrelevante (Przeworski 2010b). De hecho, la democra-
cia contemporánea de Grecia no tiene raíces en la democracia de la Antigua
Grecia; la monarquía constitucional inglesa tuvo más impacto en la historia
política contemporánea de Grecia que la democracia ateniense. Lo mismo
es cierto para el caso de India: mientras algunos eran partidarios de basar la
Constitución de 1950 en la tradición del sistema panchayati raj, finalmente la
constitución “debió mirar hacia los precedentes euroamericanos más que a los
indios” (Guha 2007: 119).
Mientras que algunos argumentos en contra de las elecciones están evi-
dentemente equivocados, y muy seguido sirven a sus propios intereses (pues
¿quién interpretará el “consenso”?)3, algunos requieren de mayor análisis. Exa-
minaré cuatro críticas que se le hacen a las elecciones: 1) que ofrecen pocas
alternativas a los ciudadanos, 2) que la participación electoral es ineficaz, 3)
que las elecciones se vician con dinero, y 4) que incitan a la violencia civil.

1 Acerca de la importancia de la armonía y el miedo al conflicto en el Confucionismo, ver Nathan (1986)


y Hu (2000).
2 A modo de ejemplo, durante la convención constitucional de India de 1946-1949, alguien invocó una
inscripción de mil años de antigüedad “que mencionaba una elección realizada con hojas como papel de
votación y vasijas como urnas de votación” (Guha 2008: 120).
3 Al describir lo que él llama “decisiones por aparente consenso”, Urfalino (2005) hace énfasis en que “el
consenso aparente no requiere unanimidad sino el consentimiento de los renuentes , junto a los que están
de acuerdo” y “la contribución de los participantes a la decisión está marcada por el contraste entre un
derecho igual a la participación y una legítima desigualdad de influencias”.

148
1. Alternativas
Se puede pensar que si a los votantes no se les presentan alternativas distin-
tas en las elecciones, entonces no deciden nada. Norberto Bobbio, al menos,
incluye en su definición mínima de democracia la siguiente condición: “A los
llamados a tomar decisiones, o a elegir a aquellos que toman decisiones, se les
debe ofrecer alternativas reales” (Bobbio 1987:25). Y John Dunn hace eco al
sostener que: “El Estado en este momento es visto de manera más verosímil
como una estructura a través de la cual el conjunto ciudadano mínimamente
participativo […] elige entre las escasas alternativas que se les presentan a
aquellos que esperan sirvan de mejor manera sus numerosos intereses. En esa
selección, la estrechez del rango de opciones es siempre importante y a veces
absolutamente decisivo” (Dunn 2000: 146-7). Creo que estos argumentos
se basan en una comprensión errónea de las elecciones como un mecanismo
colectivo para la toma de decisiones.
El proceso colectivo de toma de decisiones opera indirectamente: los ciu-
dadanos eligen partidos o candidatos, autorizándolos a tomar decisiones en
representación de la colectividad. Incluso cuando los competidores electorales
presentan propuestas políticas claras, a las que me refiero como “plataformas”,
las alternativas por las cuales los votantes pueden optar son solo aquellas que
son propuestas. No todas las opciones concebibles y ni siquiera todas las op-
ciones factibles llegan a someterse a la elección colectiva. Las alternativas pre-
sentadas a los votantes en las elecciones no incluyen los “puntos ideales”, las
alternativas que gustan más, a todos los ciudadanos. El número de opciones es
necesariamente limitado, por lo tanto, si los votantes fueran suficientemente
heterogéneos en aquello que más les gustaría que sucediera, algunos podrían
descubrir que sus preferencias están muy lejos de la plataforma más cercana
que se propone.
Además, la competencia electoral inexorablemente empuja a los partidos
políticos, al menos a los que quieren y tienen alguna chance de ganar, a ofrecer
plataformas similares. Se puede pensar de varias maneras en la lógica de las
elecciones. El punto de vista más simple, el más influyente pero menos vero-
símil, es que dos partidos a los que solo les importa ganar compiten en una
dimensión, completamente informados acerca de la distribución de las prefe-
rencias ideales de los votantes. Bajo tales condiciones, los partidos convergen
en la misma plataforma y el triunfador se elige lanzando una moneda al aire.
Lo mismo es cierto si los votantes tienen preferencias ideológicas idiosincráti-
cas por uno de los partidos, solo que en ese caso el votante decisivo es el que
tiene la preferencia promedio, no la mediana (Lindbeck y Wibull 1987). Se

149
puede pensar que los partidos igualmente compiten en una dimensión, pero
les interesan las políticas públicas y no están seguros de los votantes: entonces
ofrecerán plataformas algo distintas (Roemer 2001). Se puede pensar en la
existencia de más de dos partidos (Austen-Smith 2000).4 Se puede también ser
más realista y ver que las elecciones conllevan varias dimensiones de proble-
mas.5 Sin embargo, como sea que se piense acerca de la competencia electoral,
la intuición central derivada del punto de vista más simple, debido a Downs
(1957), sobrevive: ya sea que los partidos se preocupen solo de ganar o también
les importe el bienestar de los electores, ya sea que lo saben todo o solo algo,
ya sea que hay dos o más partidos, ya sea que compitan en una dimensión o
en varias, solo pueden ganar si proponen plataformas en algún lugar del centro
político. Y si todos los partidos que tienen una posibilidad de ganar se mueven
al centro, las alternativas para los electores se ven circunscritas.
Hay además otras razones por las que diferentes partidos ofrecen e im-
plementan políticas similares: la mayor parte del tiempo no saben qué más
hacer. Expuestas a las mismas experiencias, creyendo que están sujetas a las
mismas restricciones, las personas razonables eligen el mismo curso de acción.
Se atreven a innovar solo si las políticas del status quo fallan abiertamente, si
verdaderamente creen que tienen una mejor idea, y si creen que los votantes
creerán que la tienen. Pero los electores no le creerán a los partidos que no
se han mostrado responsables en el pasado al seguir las mismas políticas que
sus oponentes: esta es la única manera en que los partidos pueden adquirir la
reputación de ser responsables. Los partidos que emergen de la selva política
pueden ofrecer ideas de todo tipo, pero los votantes los ignorarán.
El resultado es que las alternativas presentadas en las elecciones son, de
hecho, escasas: las opciones son pocas y el rango de decisiones que ofrecen es
mísero. Consideremos el modelo que sirve como herramienta básica del análi-
sis electoral: el modelo del votante mediano en que dos partidos convergen en
la misma plataforma y los votantes individuales no tendrían ninguna opción.
Para tener una chance de ganar, los partidos deben complacer al votante deci-
sivo. Por lo tanto, ambos partidos ofrecen la misma plataforma, proponiendo

4 En el modelo de Austen-Smith (2000: 1259), el votante decisivo es la persona con el ingreso promedio
entre aquellos que estarían empleados luego de que la tasa de impuestos fuera fijada.
5 Para entender lo que sucedería en tales casos, necesitamos suponer que los partidos no pueden moverse
libremente en el espacio de las políticas, pero esta suposición, sin importan qué la motive, no deja de
ser realista. Según Roemer (2001), en la unión partidaria del equilibrio de Nash (PUNE en inglés), los
partidos restringen su oferta de proposiciones por el requerimiento de que las distintas facciones que los
componen acuerden de manera unánime la mejor respuesta a la plataforma del otro partido. En el modelo
de candidato-ciudadano (Osborne y Sliwinsky 1996, Besley y Coate 1996), los candidatos simplemente
no pueden moverse a través del espacio de las políticas.

150
hacer lo que el votante decisivo quiere que hagan. Pero el votante decisivo no
es un dictador: es decisivo solo en lo contingente a las preferencias de todos los
demás. Incluso si no se les ofrece ninguna opción a los votantes en el momen-
to de la elección, la decisión alcanzada por el colectivo refleja la distribución
completa de las preferencias individuales. Si esta distribución fuera diferente,
también lo sería la decisión colectiva que resultaría de la elección.
Por lo tanto, incluso si los individuos no pueden elegir cuando votan, eso
no significa que el colectivo no escoge. De hecho, se ha tomado una deci-
sión. Los partidos leen las preferencias de todos los ciudadanos y comparan
el apoyo numérico para cada uno de ellos.6 Sólo una vez que los partidos han
calculado cuál de las alternativas ha obtenido la mayoría, pueden decirle a los
votantes al momento de la elección: “Esto es lo que la mayoría de nosotros
quiere. Nosotros, los ciudadanos, hemos elegido y esta es nuestra elección”.
Sin embargo, muchos parecen objetar que las decisiones colectivas se to-
men de esta manera. Suenan campanas de alarma acerca del funcionamiento
de la democracia y de la legitimidad de las instituciones electorales. Se nos
dice repetidamente que cuando los partidos proponen las mismas políticas
no hay nada que elegir; cuando siguen las mismas políticas en el poder, las
alternativas electorales no tienen ninguna trascendencia. La democracia está
“anémica”. Particularmente ahora, escuchamos repetidamente que la globali-
zación limita las opciones y vuelve sin sentido las políticas democráticas.
Es imposible decir cuán general es el descontento. Pero al menos algunos
parecen valorar el elegir independientemente del resultado. Esta reacción pue-
de surgir sencillamente una falta de comprensión del mecanismo electoral,
pero eso no lo hace menos intenso. ¿Si no por qué tenemos las quejas cons-
tantes acerca de “tararí y tarará”, “bonete blanco y blanco bonete”? Lo que no
está claro es si la gente lo objeta porque efectivamente valora elegir, o porque
no le agradan las decisiones colectivas particulares que resultan del agregar
preferencias que incluyen algunas diferentes a las suyas. ¿La gente objeta que
haya pocas opciones o lo que esas opciones son?
Para aclarar lo que esto conlleva, es útil examinar primero el valor de esco-
ger cuando cada individuo decide independientemente lo que es mejor para
él o ella. Supongamos que usted prefiere x a y, x>-y. Hay dos posibles estados
del mundo. En uno, usted obtiene x. En el segundo, usted elige entre x e y.
¿Tiene algún valor inherente para usted el poder elegir?

6 Uno no debe asumir que las preferencias de la gente son independientes de lo que los partidos propo-
nen, solo que los partidos anticipan cómo la gente terminaría votando por cada plataforma una vez que
todo haya acabado.

151
Para pasar al nivel colectivo, supongamos que hay dos tipos de personas.
Algunos prefieren x antes que y, mientras otros y antes que x. La decisión
colectiva determina si x o y es elegida para todos. Hay más personas que pre-
fieren x, así que x obtiene la mayoría. ¿Le importa si ambos partidos proponen
x, por lo tanto su grupo de oportunidades es {x,x}, o si hacen propuestas dis-
tintas, {x,y}? Si usted es una persona del tipo x o y, ¿le importa si le ofrecen o
no opciones diferentes?
Para introducir el valor de elegir, considere votar por las tasas de impuestos.
Su preferencia más fuerte es por la tasa T. La pregunta es, ¿usted preferiría
tener dos partidos que proponen {T,T} o {T-c, T+c}? Fíjese que si proponen
{T,T} usted tiene la certeza que su punto ideal será elegido. Si proponen {T-c,
T+c} el resultado estará a cierta distancia, concretamente c, de su punto ideal
pero le habrán dado una opción. ¿Valora usted el poder elegir lo suficiente
como para renunciar a su alternativa preferida? No es posible evitar responder
esta pregunta de manera general, porque un ordenamiento transitivo y com-
pleto de un conjunto de oportunidades tales no es posible (Barbera, Bossert,
y Pattanaik 2001). Sen (1988: 292) sostiene que ayunar es preferible a morir
de hambre, porque aunque en los dos casos se consuma el mismo número de
calorías, ayunar es el resultado de una opción propia, mientras que morirse
de hambre no lo es, y elegir es valioso en sí mismo. Pero este ejemplo, aunque
muy anunciado, no ofrece ninguna ayuda, porque no compara los conjuntos
de oportunidades en los cuales uno puede elegir solo entre opciones que no
son de su agrado, y aquellas en las que uno no tiene opción pero obtiene lo
que quiere.
La única muestra de evidencia que conozco fue provista por Harding
(2011). Habiendo examinado datos de encuestas individuales de 40 estudios
en 38 países, Harding descubrió que: 1) los encuestados que reconocieron al
menos un partido competidor como cercano a sus preferencias tenían mayor
probabilidad de estar satisfechos con la democracia; 2) los ganadores, la gente
que votó por uno de los partidos que llegó al gobierno como resultado de una
elección legislativa, tenían mayor probabilidad de estar satisfechos con la de-
mocracia que los perdedores, y 3) los ganadores tenían mayor probabilidad de
estar satisfechos con la democracia si percibían partidos con más diferencias
entre los competidores, mientras que los perdedores solo se preocupaban de
que al menos un partido estuviera cerca de ellos pero no les importaba cuántas
opciones disponibles había. Estas son conclusiones de gran importancia. En
primer lugar, establecen que la gente sí valora que sus puntos de vista apa-
rezcan en la esfera pública, la presencia de algún partido con el cual tengan

152
cercanía. Pero también indican que elegir es un bien de lujo, valorado solo por
quienes obtuvieron lo que querían. Quienes obtuvieron su “elemento esen-
cial” están más satisfechos con la democracia si lo que obtuvieron fue el resul-
tado de un conjunto más amplio de opciones, pero a quienes no obtuvieron su
opción preferida no les interesa cuántas opciones hubo. Al final, la respuesta a
la pregunta “¿la gente valora poder elegir?” parece ser: “Sí, si obtienen lo que
quieren de todas maneras”. Sin embargo, incluso si elegir es un lujo, el hecho
que las elecciones lo provean hace que las elecciones sean valiosas.

2. Participación
Incluso si los votantes enfrentan alternativas –los partidos de hecho no
ofrecen exactamente las mismas plataformas– ninguno de nosotros puede ha-
cer que una alternativa particular sea la elegida. El criterio de unanimidad
prometía eficacia causal para cada uno de los miembros de la colectividad,
y el único pueblo que la usó alguna vez, los polacos entre 1652 y 1791, la
defendió vigorosamente hasta la desaparición del país en 1795. La nostalgia
por una participación efectiva continúa rondando las democracias modernas.
Pero ninguna regla de toma de decisiones colectivas, más allá de la unanimi-
dad, puede otorgarle eficacia causal a la participación individual igualitaria.
El autogobierno colectivo no se alcanza cuando cada votante tiene influencia
causal en el resultado final, sino cuando la elección colectiva es el resultado de
la suma de voluntades individuales.
¿La gente valora la participación? Esta es una pregunta diferente a la plan-
teada anteriormente, donde preguntábamos si la gente valoraba tener algo
que decidir en las elecciones. La pregunta ahora es si es que les importa que el
resultado sea un efecto causal de sus acciones, o que sea independiente de lo
que uno haga. Mientras viva bajo un ordenamiento legal que yo elegiría, ¿es
importante que yo lo haya elegido, es decir, que yo haya hecho algo que causó
que se impusiera?
Siguiendo a Rousseau, Kelsen (1949: 284) aseguraba: “Políticamente libre
es aquel que es sujeto de un ordenamiento legal en cuya creación él participa”.
Pero si las preferencias por el ordenamiento legal están en conflicto, el criterio
de participación y autonomía no lleva necesariamente a la misma conclusión.
Considere tres posibles estados del mundo: 1) yo participo y mis preferencias
triunfan; 2) yo participo y me encuentro en el lado perdedor, y 3) el orde-
namiento legal que yo prefiero es impuesto sin mi participación. La primera
posibilidad es claramente superior a la segunda con el criterio de autonomía:
una correspondencia entre preferencias individuales y decisiones colectivas. A

153
su vez, la misma es superior a la tercera por el criterio de participación. Pero la
clasificación entre la segunda y la tercera posibilidades es ambivalente y, sospe-
cho, históricamente contingente. Algunas personas, bajo ciertas condiciones
históricas, pueden preocuparse solo por los valores encarnados por el sistema
legal en el que viven: religión, comunismo, trenes funcionando a tiempo, lo
que sea. Otras personas, bajo ciertas circunstancias, pueden preocuparse por la
participación independientemente del resultado que esta genere.
Cuando los individuos hacen elecciones privadas, provocan un resultado.
Uno podría discutir, como Sen (1988), que ser un agente activo, un elector,
tiene un valor autónomo para nosotros, que un resultado obtenido a través de
mis acciones es más valioso para mí que el mismo resultado generado inde-
pendientemente de ellas. ¿Pero por qué habría de importar si voté en vez de
solo observar que una moneda cayera del lado que yo prefiero? No puede ser
una diferencia causal: la probabilidad de que mi voto importe es minúscula en
cualquier gran electorado. Desde el punto de vista individual, el resultado de
una elección es como lanzar una moneda al aire; independiente de la propia
acción. Debe notarse que no estoy defendiendo que votar es individualmente
irracional. Puedo creer que el destino de la humanidad está en juego en una
elección y atar a este destino tal importancia que votaría por razones pura-
mente instrumentales, incluso si la probabilidad de que lo que yo haga impor-
te en un 10 elevado a -8. Lo único que quiero hacer notar es que nadie puede
decir “Yo voté por A, por lo tanto A va a ganar”: lo máximo que cada uno
puede hacer es emitir su voto, ir a casa, e impacientemente esperar frente a
un televisor para ver cómo votaron los otros. Cuando las decisiones colectivas
se toman usando la regla de mayoría simple, con muchos individuos dotados
con una misma influencia sobre el resultado, ninguno de ellos tiene efecto
causal en la decisión colectiva.
El programa de “democracia participativa”, que aparece intermitente-
mente alrededor del mundo, es así inverosímil en la escala nacional. Si la
participación debe significar impacto causal en el ejercicio del gobierno en-
tre individuos iguales, la “democracia participativa” es un oxímoron. Solo
unos pocos pueden afectar causalmente las decisiones colectivas. Estos po-
cos pueden ser elegidos a través de elecciones o pueden comprar “influen-
cia”. Pueden ser aquellos que son excepcionalmente vociferantes o quizás
excepcionalmente brillantes. Pero no todos pueden ser igualmente eficaces.
Si todos son iguales, cada uno está condenado a la impotencia causal. A
pesar de valientes esfuerzos (Barber 2004, Roussopoulos 2003), el círculo
simplemente no puede ser cuadrado.

154
Es necesario hacer una aclaración. Piense en las políticas democráticas como
un proceso de competencia entre varios grupos de influencia política (Becker
1983). Estos grupos saben cuánto pueden perder y ganar con las políticas de
gobierno y gastan recursos para inclinar estas políticas a su favor. En el modelo
de Becker, los recursos que los grupos gastan dependen solo de lo que esperan
ganar o perder, y de lo que otros grupos gastan. No hay grupos con “restric-
ciones presupuestarias”. Pero en el mundo real de la política, los recursos que
los diferentes grupos pueden reunir se distribuyen de manera desigual. Por
lo tanto, el aumento de la participación por parte de quienes anteriormente
fueron excluidos puede tener un efecto igualador. Solo que si todos fueran
iguales, nadie sería efectivo. La igualdad y la efectividad son incompatibles, la
desigualdad y la efectividad no lo son.
Pace Berli (2002: 49), la participación no puede ser la razón para valorar el
autogobierno. El autogobierno colectivo no se alcanza cuando cada votante
tiene influencia causal en el resultado final, sino cuando la decisión colectiva
es el resultado de la sumatoria de voluntades individuales.7 El valor del me-
canismo de votar descansa en la correspondencia ex post entre las leyes que
todos deben obedecer y la voluntad de una mayoría: elegir gobiernos a través
de elecciones sí maximiza el número de personas que vive bajo leyes de su
gusto, incluso si ningún individuo en particular puede tratar esas leyes como
consecuencia de su propia elección. Por lo tanto, incluso si los individuos
consideran ineficiente su propio voto, puede ser que valoren el votar como un
procedimiento para tomar decisiones colectivas, y hay evidencia contundente
de que frecuentemente es así. Para valorar el mecanismo incluso ante la impo-
tencia individual, es suficiente que, para citar a Bird (2000: 567), “tanto go-
bernantes como gobernados deben reconocer los procedimientos ‘reveladores
de la voluntad’ y considerarlos como la comunicación de instrucciones que se
espera los agentes gobernantes ejecuten tal cual”.
Aquí de nuevo sospecho que las quejas acerca de la poca eficacia de la par-
ticipación electoral esconden un descontento por otra cosa; básicamente, que
los sistemas de instituciones representativas tal como las conocemos no pro-
veen un control directo por parte de los ciudadanos de los aparatos estatales
que entregan servicios a los individuos. Imagine que no le llega el correo, que
los profesores no asisten al colegio, que la policía acepta sobornos: ¿qué pue-
de hacer al respecto? La única respuesta es que puede votar en contra de los

7 ¿Cómo es posible que nadie tenga un efecto en la decisión colectiva y sin embargo esta decisión refleje
las preferencias de todos? La respuesta es que, incluso si la probabilidad de que un solo individuo sea
decisivo se está desvaneciendo, en el mecanismo de votación todos son potencialmente decisivos.

155
políticos en ejercicio, que se supone deben supervisar los cuadros directivos
de estas burocracias, las que a su vez se supone deben supervisar a sus subordi-
nados. Este mecanismo de control es así altamente indirecto y de hecho muy
poco efectivo. Con la excepción de las juntas directivas de escuelas y algunos
organismos supervisores en Estados Unidos, nuestros sistemas de institucio-
nes representativas no contienen mecanismos que agreguen información in-
dividual acerca del funcionamiento de burocracias públicas particulares y les
den poder político. La razón, sospecho, es histórica. Cuando las instituciones
representativas se establecieron no había ninguna burocracia pública de la
que hablar: el gobierno de Estados Unidos empleaba entre cuatro y cinco
mil personas, alrededor de lo mismo que emplea un municipio de 100 mil
personas hoy en día. Los experimentos para instituir mecanismos de control
directo han sido frecuentes pero parecen fracasar: cuando tales organismos
son escogidos, pocas personas votan; cuando son designados, los miembros
son cooptados por aquellos que se suponen deben supervisar (Cunil Grau
1997), De hecho, un dato desconcertante –a la luz de la afirmación plausible
de Tocqueville de que la democracia debiera funcionar mejor a nivel local– es
que el número de votantes en votaciones locales tiende a ser bajo en todas
partes. Sin embargo –nuevamente esto no es más que una sospecha– esto
puede ocurrir porque la gente se siente políticamente inefectiva: no porque el
votar no tiene eficacia causal, sino porque las elecciones son un mecanismo de
control altamente indirecto de las burocracias públicas.

3. Dinero
Hay buenas razones, pero también malas, para excluir algunas opciones
como alternativas que se ofrezcan a los votantes. Si una opción no es viable,
esta es una buena razón para no proponerla incluso si está entre las mayores
preferencias de los votantes. Pero las alternativas ofrecidas a los votantes en las
elecciones pueden ser distorsionadas, quizás literalmente compradas, por el
dinero. Si poderosos grupos de interés influencian las plataformas de todos los
partidos importantes, no solo las opciones se ven disminuidas, sino que la co-
lectividad entera ni siquiera tiene la oportunidad de elegir lo que más quiere.
Desafortunadamente, nuestro conocimiento del rol de los recursos no po-
líticos –y me concentro restringidamente en el dinero– en dar forma a los
resultados electorales es escaso. Una conclusión general de encuestas realizadas
en veintidós países por el National Democratic Institute for International Affairs
(Bryan and Baer 2005: 3) es que “poco se sabe acerca de los detalles de los
dineros de partidos políticos o campañas. Los patrones de financiamiento de

156
partidos políticos son extremadamente opacos”. En gran medida, esta falta
de conocimiento se debe a la naturaleza del fenómeno: legalmente o no, el
dinero se infiltra en la política de maneras que buscan ser opacas. Además,
los mecanismos por los cuales los recursos financieros afectan las políticas son
difíciles de identificar incluso cuando hay información disponible. Considere
diferentes posibilidades, no mutuamente excluyentes: 1) grupos con intere-
ses especiales, “grupos de presión” (lobistas), usan las contribuciones políticas
para influir en las plataformas políticas. Si un grupo de interés logra persuadir
a todos los partidos importantes de adoptar programas de su gusto, entonces
no le importa qué partido gane y no necesita hacer contribuciones para cam-
pañas diseñadas para influir en los votantes. Aún más, si un grupo de presión
logra establecer una relación a largo plazo con un partido, entonces no nece-
sita comprar votos legislativos cada vez que un asunto en la agenda afecta sus
intereses; 2) los candidatos tienen preferencias diferentes en cuanto a políticas.
Los grupos de intereses especiales adivinan quién es quién. Ellos contribuyen
al candidato cuya posición lo llevaría a adoptar políticas favorables a sus inte-
reses especiales. El dinero de campañas compra votos. En el ejercicio del po-
der, los candidatos elegidos siguen políticas que ellos prefieren, y así avanzan
en los intereses de algunos grupos especiales, y 3) los intereses especiales com-
pran legislación en el “mercado al contado”, es decir, hacen contribuciones a
los legisladores a cambio de su voto en una legislación en particular.8
Este no es el lugar para revisar la literatura concerniente al impacto del
dinero en la política (ver Przeworski 2010a). El único punto que quiero ha-
cer es que el impacto es un fenómeno genérico, no está limitado a instancias
de “corrupción”. Los escándalos de corrupción sí abundan: maletas llenas de
dinero se encuentran en la oficina del primer ministro, contratos de gobierno
asignados a compañías en que los ministros son copropietarios, la lista sigue
y sigue. Aun más, este tipo de escándalos no está en ningún caso limitado a
los países menos desarrollados o a las democracias más jóvenes: estos ejemplos
son de Alemania, España, Francia, Italia y Bélgica.
Pero reducir el rol político del dinero a instancias de “corrupción” es pro-
fundamente engañoso y políticamente equivocado. Conceptualizada como
“corrupción”, la influencia del dinero se convierte en algo anómalo, fuera de

8 Grossman y Helpman (2001: 339) concluyen con respecto a Estados Unidos que “en general las con-
tribuciones influyen en que el resultado de las políticas se aleje del interés público tanto por influir en las
posiciones de los partidos como quizás al inclinar las probabilidades en las elecciones”. Al final, las pla-
taformas reflejan las contribuciones y se desvían del bienestar del votante promedio. Los partidos actúan
como si estuvieran maximizando un sopesado promedio de contribuciones a la campaña y la sumatoria
de bienestar de los votantes estratégicos.

157
lo común. Se nos dice que cuando los grupos de intereses especiales sobornan
a legisladores y gobiernos, la democracia se corrompe. Y luego no hay nada
que decir cuando los intereses especiales hacen contribuciones políticas lega-
les. Los británicos aprendieron a fines del siglo XVIII que la “influencia” no
es más que un eufemismo para “corrupción”, pero la ciencia política contem-
poránea ignora esta lección. Para existir y participar en elecciones, los partidos
políticos necesitan dinero; y ya que los resultados de las elecciones le importan
a los intereses privados, ellos comprensiblemente buscan acercarse a los par-
tidos e influir en los resultados de las elecciones: la lógica de la competencia
política es inexorable. Que los mismos actos sean legales en algunos países e
ilegales en otros sistemas –las prácticas financieras políticas de Estados Unidos
constituirían corrupción en varias democracias– es finalmente de importancia
secundaria. La corrupción de la política por el dinero es una característica
estructural de la democracia en sociedades económicamente desiguales.
La democracia es un mecanismo que trata igual a todos los participan-
tes. Pero cuando los individuos desiguales son tratados de manera igual, su
influencia sobre las decisiones colectivas es desigual. Imagine un partido de
básquetbol. Hay dos equipos, reglas perfectamente universales, y un árbitro
imparcial que las administra. Pero un equipo consiste en jugadores que miden
siete pies de altura y el otro de personas que con suerte llegan a cinco pies. El
resultado del juego está predeterminado. Las reglas del juego tratan a todos de
igual manera, pero esto solo implica que el resultado del partido depende de
los recursos que los participantes traigan a él.
En una mordaz crítica a los “derechos de los burgueses”, Marx (1844) ca-
racterizó esta dualidad entre reglas universales y recursos desiguales de la si-
guiente manera:

El Estado suprime, en su propio estilo, las diferencias de cuna, rango social, edu-
cación, ocupación, cuando declara que cuna, rango social, educación, ocupación,
son diferencias no políticas, cuando proclama, sin fijarse en estas diferencias, que
cada miembro de la nación es un participante igualitario en la soberanía nacional
[…]. Sin embargo, el Estado permite que la propiedad privada, la educación, la
ocupación actúen como tales –por ejemplo, como propiedad privada, como edu-
cación, como ocupación y a ejercer la influencia de su naturaleza especial.

Esta dualidad ha sido repetidamente diagnosticada desde entonces. El


presidente del comité de redacción de la Constitución india de 1950, B. R.
Ambedkar (citado en Guha 2008: 133), veía el futuro de la república entran-
do en una “vida de contradicciones”:

158
En la política reconoceremos el principio de un hombre un voto y un voto un
valor. En nuestra vida social y económica, en virtud de nuestra estructura social
y económica, seguiremos negando el principio de un hombre, un valor. ¿Hasta
cuándo seguiremos llevando esta vida de contradicciones? ¿Hasta cuándo segui-
remos negando la igualdad en nuestra vida social y económica? Si la seguimos ne-
gando mucho tiempo, estaremos poniendo en peligro nuestra democracia política.

La igualdad política perfecta es imposible en sociedades desiguales. Es por


esto que Jean Jaurès (1971: 71) pensaba que “el triunfo del socialismo no será
un quiebre con la Revolución Francesa sino la realización de la Revolución
Francesa en nuevas condiciones económicas”, mientras que Edward Bernstein
(1961) veía en el socialismo simplemente “la democracia llevada a su conclu-
sión lógica”. La culpable es la desigualdad, no las elecciones.

4. Paz civil
El cuarto y último tema a analizar es el efecto de las elecciones en la vio-
lencia política. En el período de posguerras religiosas, el miedo a la división
política dominó el pensamiento político del siglo XVIII. “Si los intereses se-
parados no son dominados y dirigidos hacia lo público”, preveía Hume, “no
podemos esperar otra cosa que facciones, desorden y tiranía de semejante go-
bierno”. Un teórico político francés, Real de Curban (citado en Palmer 1959:
64), advertía que si las elecciones eran cuestionadas, “dada la naturaleza de los
hombres, no habría acuerdo acerca del mérito; cada uno pensaría en sí mismo
o en su líder como más meritorio que los demás; los conflictos e incluso la
guerra civil serían la consecuencia”. Incluso para Marx, el conflicto de clases
necesariamente conduciría a la revolución, en cambio para J. S. Mill (1991:
230), las divisiones étnicas y lingüísticas hacían del gobierno representativo
“casi imposible”. Sin embargo, es obvio que a pesar de la funesta advertencia
acerca de los efectos de las divisiones partisanas, en muchos países las institu-
ciones representativas lograron encerrar los conflictos en canales instituciona-
les. Mi afirmación, la que quizás repito con demasiada frecuencia, es que las
elecciones, al menos bajo ciertas condiciones, son el mecanismo que induce la
paz civil, a través del cual los conflictos se procesan sin traducirse en violencia.
El mecanismo es muy sencillo. Supongamos que dos partidos o coaliciones
enfrentan un conflicto acerca de ciertas políticas y que este conflicto se resuelve
de una buena vez o al menos indefinidamente. El lado perdedor puede acudir
a la violencia en vez de aceptar este resultado. Sin embargo, si los perdedores
tienen alguna perspectiva razonable de revertir este resultado usando el mis-
mo procedimiento en el futuro, pueden preferir esperar en vez de luchar. La

159
magia de las elecciones es que permiten los horizontes intertemporales. Esto
es lo que las elecciones permiten: la probabilidad de la alternancia en el poder.
Este mecanismo funciona, sin embargo, solo si las chances electorales de los
diferentes partidos no están demasiado lejos de su habilidad para imponerse
por la fuerza. Para entender la paz civil, en cualquier tipo de orden político, es
necesario determinar qué ocurriría si este se rompiera. Ningún orden es com-
pletamente pacífico, por lo tanto algún grado de represión forzosa existe incluso
cuando domina la paz. Tal como dijera Sartre, “que las calles estén tranquilas no
significa que no haya violencia”. Pero la capacidad de cualquier marco institu-
cional para regular conflictos que son procesados dentro de las instituciones de-
pende del resultado fuera del eje, contrafáctico, de las confrontaciones violentas.
Lo que esto implica es que las instituciones funcionan bajo la sombra de la
violencia. Específicamente, las posibilidades de diferentes grupos de dominar
el terreno institucional deben reflejar sus posibilidades de imponerse por la
fuerza. Las fuerzas políticas se comparan a los valores presentes de dos loterías:
la lotería institucional en que su posibilidad de ganar es p y el conflicto violento
en que su posibilidad es q. Estas loterías también tienen diferentes recompen-
sas: ya sea que el mecanismo sea la concesión, los acuerdos o la alternancia,
las políticas determinadas por la interacción institucional son más moderadas
que las que se pueden imponer por la fuerza. Esta rudimentaria formulación
inmediatamente implica que los resultados de los procesos institucionales son
obedecidos si las posibilidades institucionales reflejan un poder militar relati-
vo, lo que significa que si un partido domina en términos militares también
debe dominar institucionalmente. Ya Heródoto (citado por Bryce 1921: 25-
26) pensaba que en la democracia “la fuerza física de los ciudadanos coincide
(en términos generales) con su poder de votación”, mientras que Condorcet
(1986: 11) decía que en los tiempos antiguos, brutales, “por el bien de la paz y
por utilidad general, era necesario colocar la autoridad donde estaba la fuerza”.
Sin embargo, la relación entre fuerza física y posibilidades electorales se vuelve
menos importante cuando las personas valoran menos lo que pueden conse-
guir por medio de la lucha. Por lo tanto, si los conflictos están relacionados con
los ingresos, la paz es más fácil de mantener en las sociedades más ricas.
Incluso si la primera alternancia partidaria de la historia ocurrió en los Esta-
dos Unidos en 1801, las alternancias pacíficas han sido escasas hasta el último
cuarto del siglo pasado. También hay evidencia contundente de que la frecuen-
cia de la alternancia pacífica aumenta muchísimo con el ingreso per cápita. La
explicación intuitiva es que cuando los ingresos son más altos la gente se preo-
cupa menos por aumentarlos a través de la violencia, y si el costo de la violencia

160
es constante, pasado cierto nivel de ingresos la gente acata el resultado incluso
cuando pierde (Benhabib y Przeworski 2006, Przeworski 2005).
Evidentemente, quienes ostentan cargos pueden ganar elecciones repetida-
mente porque son auténticamente populares. Pero dadas todas las manifesta-
ciones de manipulación, fraude y abierta represión, es más plausible que quie-
nes ostentan cargos son frecuentemente capaces de organizar o simplemente
acallar las voces del pueblo. El solo hecho de que la gente vote no significa
necesariamente que tienen el derecho a elegir.
Tal como Bobbio (1984: 156) lo afirmó, “¿qué es la democracia sino un con-
junto de reglas […] para la resolución de conflictos sin derramamiento de san-
gre?”. Esto no significa que las elecciones sean siempre competitivas, ni siquiera
que sean libres y limpias, que la gente siempre puede escoger quién los gobierna
cuando vota. Pero las elecciones son una manera pacífica de procesar conflictos
que de otro modo podrían haber sido, o habrían sido, violentos. Al punto que
las posibilidades electorales reflejan las relaciones de fuerza física, las elecciones
se llevan a cabo bajo la sombra de la violencia. Pero bajo esta sombra hay paz.

Consideraciones finales
Las elecciones son un mecanismo que alinea las decisiones colectivas con
las preferencias colectivas: el hecho que las opciones que se ofrecen en las elec-
ciones sean limitadas no invalida su efectividad para maximizar la autonomía.
De hecho, votar por regla de simple mayoría maximiza la proporción de la
colectividad que vive bajo el ordenamiento legal que prefiere.
La participación individual en elecciones no es efectiva y, dada la desigual-
dad socioeconómica, la igualdad política sigue siendo un objetivo ilusorio.
¿Pero se puede culpar cualquier mecanismo político solo por no lograr algo
que puede ser logrado a través de otro mecanismo? Para defender las elec-
ciones no es necesario que generen los resultados deseables si ninguna otra
organización institucional puede lograrlos. En las sociedades divididas por in-
tereses, normas o valores, ningún mecanismo político descubrirá una verdad o
justicia única. La participación efectiva es imposible en cualquier colectividad
importante sin violar la igualdad política. A su vez, la igualdad política per-
fecta es imposible en sociedades desiguales en términos sociales y económicos:
las elecciones son vulnerables a la influencia del dinero, pero también lo son
todos los mecanismos colectivos de toma de decisiones. Finalmente, las elec-
ciones no son siempre competitivas, libres y limpias, pero esto es así porque se
llevan a cabo bajo la sombra de la fuerza física, la que se desvanece solo cuando
la gente no tiene incentivos para utilizarla.

161
Las elecciones son la institución fundamental de la democracia. La sola
posibilidad de que podemos elegir y reemplazar a nuestros gobernantes parece
ser suficiente para otorgarle verosimilitud al mito de que nos autogoberna-
mos. Aunque la nostalgia por el “consenso” aún permanece en algunos filóso-
fos políticos normativos, ahora sabemos que las instituciones políticas pueden
soportar conflictos, que los conflictos pueden ser estructurados, regulados y
contenidos, que las reglas relativas al procedimiento bastan para ser efectivas
en procesar conflictos sin depender de la fuerza, que la oposición política
puede de hecho mejorar la calidad de las decisiones colectivas, y quizás lo más
importante, que escoger gobiernos a través de elecciones es la única forma de
acoger la libertad política en sociedades divididas.

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163
Conferencia de Guillermo
O’Donnell
11 de mayo de 2011
Presentación
Rossana Castiglioni
Universidad Diego Portales

La contribución de Guillermo O’Donnell a las ciencias sociales ha sido una


de las más prolíficas, influyentes y lúcidas de América Latina. Su influencia
trascendió disciplinas y regiones, y sus textos han sido desmenuzados de ma-
nera sostenida por distintas generaciones de estudiantes ávidos de entender los
quiebres democráticos, los regímenes burocrático-autoritarios, las transiciones
y los múltiples problemas de la llamada democracia de la “tercera ola”. Contar
con su presencia en la Cátedra Norbert Lechner constituyó un enorme privi-
legio para la Facultad de Ciencias Sociales e Historia. El destino quiso que su
visita académica a nuestra facultad fuera la última que el profesor O’Donnell
realizara en su vida. Por tanto, el presente trabajo también aspira a rendir un
homenaje a un académico brillante y generoso, que con sus agudos aportes
intelectuales formó discípulos, compartió conocimientos y permitió entender
de manera iluminada los vaivenes de la política latinoamericana.
O’Donnell inició sus estudios de postgrado de forma relativamente tardía.
Terminó su pregrado en derecho a fines de la década del cincuenta, en la Uni-
versidad de Buenos Aires de su Argentina natal, y concluyó su doctorado en
la Universidad de Yale, en Estados Unidos, casi 20 años después. Su texto Mo-
dernización y autoritarismo y su tesis doctoral sobre el estado burocrático-au-
toritario, que más adelante publicaría como libro, fueron tremendamente in-
fluyentes en el ámbito de las ciencias sociales. Estos trabajos contribuyeron a
colocar a América Latina en el centro de la agenda, a visibilizar la producción
académica de los cientistas sociales latinoamericanos y a resaltar la importan-
cia del estudio de los fenómenos políticos desde una perspectiva comparada.
Para O’Donnell, el Estado burocrático-autoritario que se instaló en varios
países de América Latina en la década de los setenta encarnó un sistema po-
lítico de carácter excluyente y no democrático, apoyado por una coalición
dominante de militares y tecnócratas domésticos fuertemente conectados al

167
capital extranjero. Así, la base social de este tipo de Estado autoritario era una
burguesía transnacional, que descansaba en un elenco tecnocrático responsa-
ble del proceso de toma de decisiones y de la conducción de las “necesarias”
transformaciones en materia de políticas públicas. En un contexto altamente
coercitivo y restrictivo, se buscó “normalizar” la economía y restaurar el orden.
Al hacerlo, se destruyó la democracia, estableciendo un sistema económico
que excluyó a los sectores populares y buscó despolitizar la sociedad, promo-
viendo la transnacionalización de la economía y la desnacionalización de la
sociedad (Collier 1985, O’Donnell 1985).
Para la literatura dedicada a las transiciones, la redemocratización y el des-
empeño de las democracias latinoamericanas postransicionales, el aporte de
Guillermo O’Donnell fue tremendamente significativo. Fue un crítico mor-
daz de lo que él denominó democracias delegativas, es decir aquellas demo-
cracias “que se basan en la premisa de que la persona que gana la elección está
autorizada a gobernar como él o ella crea conveniente, solo restringida por la
cruda realidad de las relaciones de poder existentes y por la limitación consti-
tucional del término de su mandato […]. Luego de la elección, se espera que
los votantes/delegadores vuelvan a ser una audiencia pasiva pero complaciente
de lo que hace el presidente” (O’Donnell 1997: 293-4). Su análisis alertó acer-
ca de los riesgos de aquellos presidentes que se presentaban como “la encarna-
ción de la nación”, al tiempo que trataban a las instituciones representativas y
del Estado como simples “estorbos” (O’Donnell 1997: 293).
Una vez superada la tan ansiada transición, O’Donnell evitó hacerse parte
de aquellas conceptualizaciones autocomplacientes, que se limitaban a con-
signar la mera presencia de instituciones formales. Sin desconocer el valor de
la institucionalización de las elecciones, su obra sugiere que dicha mirada es
incompleta si no se consideran los problemas asociados con una ciudadanía de
baja intensidad, la ausencia del Estado en vastas zonas de nuestro continente,
la persistencia del particularismo y los límites del accountability.
En particular, hizo hincapié en la debilidad o ausencia de la llamada accoun-
tability horizontal, aquella que debiese ser ejercida por “instituciones estatales
que tienen autoridad legal y están fácticamente dispuestas y capacitadas para
emprender acciones que van desde el control rutinario hasta sanciones penales
o incluso impeachment, en relación con actos u omisiones de otros agentes o
instituciones del estado que pueden, en principio o presuntamente, ser cali-
ficados como ilícitos” (O’Donnell 2004: 12). Le preocupaba la franca debili-
dad de los componentes liberal y republicano en algunas de las democracias
latinoamericanas. De esta forma, acuñó diversos conceptos (o a su entender

168
“nuevos animales”, refiriéndose a aquello que existe pero aún no ha sido teori-
zado) que han sido utilizados sistemáticamente por distintas generaciones de
académicos, y desarrolló explicaciones sólidas para dar cuenta de las transfor-
maciones más relevantes que vivió América Latina.
Pero sus severas críticas al funcionamiento de algunas de las democracias
latinoamericanas no debiesen nunca conducir al lector desprevenido a juzgar
a la democracia con cierto desdén. Muy por el contrario, O’Donnell tenía pre-
sente “la memoria del autoritarismo burocrático y la convicción de que, pese a
las falencias de las democracias existentes, nada podría ser peor que un retorno
al autoritarismo; […] aunque la democracia debe ser objeto de cuidadoso
estudio analítico y empírico, también tiene una intrínseca dimensión moral”
(2010: 13). Estas visiones lo llevaron, hacia el final de su carrera, a incorporar
al análisis de la democracia una dimensión a su entender crucial: la del ciuda-
dano/a como agente con la capacidad de ejercer derechos y libertades.
La mayor parte de su carrera académica la desarrolló en el Hellen Kellogg
Institute for International Studies de la Universidad de Notre Dame. Fue el
primer director académico de este prestigioso centro de investigación esta-
dounidense, que en los años más duros de América Latina se convirtió en un
lugar que acogió a los académicos que venían de la región, promoviendo el
pluralismo, la excelencia y la tolerancia.
Dedicó parte importante de su tiempo y energías al servicio académico y
cosechó el reconocimiento de sus pares, a lo largo de su carrera. Fue miembro
de la Academia Norteamericana de Artes y Ciencias y presidente de la Inter-
national Political Science Association (IPSA). Fue galardonado con el Premio
Konex en Ciencia Política, el Premio de la Asociación Internacional de Cien-
cia Política por su trayectoria y el Kalman Silvert Award de la Asociación de la
Asociación de Estudios Latinoamericanos (LASA).
Desde un ángulo más personal, agradezco profundamente la posibilidad de
haber tenido a Guillermo O’Donnell como profesor, de disfrutar de sus clases
de teoría de la democracia y de sus agudos comentarios y críticas en distintas
instancias. Para muchos de los latinoamericanos que estudiamos en la Univer-
sidad de Notre Dame, O’Donnell fue un profesor clave, del que aprendimos
mucho acerca de los problemas de la región. Para sus estudiantes, ex alumnos
y colegas, su desaparición física constituye una pérdida irreparable. Pero para
la disciplina de la ciencia política, su nutrido legado permanecerá vigente en
parte importante de la agenda de investigación y el debate académico en Amé-
rica Latina.

169
Referencias
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nuevo autoritarismo en América Latina, México, D. F.: Fondo de Cultura Económica, 25-
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Aires: Prometeo Libros.

170
Subjetividad, agencia y democracia:
diálogo con la obra de Norbert
Lechner
Guillermo O’Donnell
Universidad de Notre Dame, EE.UU.
Universidad Nacional de San Martín, Argentina.

Me alegra sumarme a la celebración de la memoria y obra de la gran per-


sona e intelectual que fue Norbert Lechner. Todos reconocemos sus grandes
contribuciones como cientista social, especialmente en las disciplinas de la
sociología y la ciencia política. Desde ese papel, Lechner también fue un ver-
dadero humanista, en la mejor tradición del mundo europeo, a la que nos
acercó de tantas maneras pero sin cejar en su empeño por entender América
Latina y su querido Chile. Si bien Lechner se movía cómodamente en los
campos de la literatura, la filosofía y la historia, sus abundantes saberes y lec-
turas nunca se desplegaron como un ejercicio de pedantería; él prefería sobrias
citas o referencias que solo hacia explicitas cuando realmente hacían falta.
“Lechner no fastidiaba con varias filigranas conceptuales ni se infatuaba ex-
poniendo asociaciones eruditas superfluas”, comenta acertadamente Manuel
Vicuña (2011: 12).
Como buen humanista, Lechner aborrecía todo mesianismo o absolutismo;
repetía una y otra vez que había que secularizar la política. Esto demandaba
invocar una inteligencia crítica que, por un lado, mirara sin miedo pero sin
ilusiones desmedidas los inciertos caminos de la historia y que, por otro, re-
chazara las utopías pero sin renunciar a horizontes normativos elaborados e
impulsados por sujetos políticos autónomos que reconocen que la democracia
tiene un futuro que vale la pena y es siempre problemático. La sociología y la
ciencia política necesitan de dicha inteligencia crítica, decía Lechner, pero esta
no puede provenir de la pura práctica empírica de estas disciplinas, sino que
de la infusión de valores y visiones que solo una visión humanista, pluralista
y dialógica puede proveer.

171
Esta mente abierta y comprometida –desengañada pero nunca desespe-
ranzada– exudaba en sus afirmaciones y trabajos la sabiduría del humanista.
Desde este acervo intelectual, que incluía la condición de excelente cientista
social, Lechner ayudó a entender nuestra realidad como históricamente loca-
lizada pero imbuida de valores y aspiraciones universales.
Permítanme un recuerdo personal. A Norbert Lechner lo conocí en Chile
poco después del golpe militar de 1973, cuando formé parte de un comité
de la Fundación Ford que, con el pretexto de dar becas, sacó del país a varios
académicos que estaban en una situación muy comprometida. Luego tuvimos
en Argentina nuestro propio golpe militar en 1976. Para entonces habíamos
creado el Centro de Estudios de Estado y Sociedad (CEDES), en el que vi-
vimos como en las catacumbas durante los años de esa terrible dictadura.
Gracias al apoyo financiero de Fundación Ford y de la Agencia de Coopera-
ción Internacional de Suecia (SAREC), contábamos con fondos para invitar
académicos extranjeros con la intención de oxigenar un poco el claustrofóbico
ambiente en que vivíamos. Nuestro invitado favorito fue Norbert Lechner,
quien estuvo varias veces con nosotros.
Estos encuentros fueron ocasión de inolvidables conversaciones, en las que
aprendí a apreciar profundamente a la persona y descubrir al humanista. Las
conversaciones volvían una y otra vez a un mismo tema: los tremendos cam-
bios que habían introducido en nuestra vida cotidiana los miedos y represio-
nes fomentados por estos regímenes brutales. Hasta entonces, tanto Lechner
como yo habíamos trabajado a niveles macro de análisis, en correspondencia
con los procesos y anhelos de cambio del periodo precedente. Pero una vez
expulsados de la universidad y viviendo en los bordes del espacio público, en
las catacumbas que eran Flacso y CEDES, nos topamos ineluctablemente con
la pregunta por la subjetividad individual y la vida cotidiana que subsistían
frente a las mutilaciones que esos regímenes imponían. Y ya en esa época se
nos abrió la cuestión sobre la textura de sociabilidad que acompañaría, para
mejor y para peor, la anhelada democratización, una consecuencia tanto de
las excesivas y totalizantes ilusiones previas como de las heridas causadas por
los autoritarismos.
Por mi parte, seguí trabajando en el tema de esos regímenes que llamé “bu-
rocrático autoritarios”, y empecé a estudiar la cultura del miedo en que vivía-
mos. Lechner, en tanto, se lanzó de lleno a indagar el tema de la subjetividad,
motivado por la preocupación anticipatoria de pensar la futura democracia.
Se trataba de una subjetividad no solo marcada por la experiencia autoritaria,
sino que también por la pregunta por la posibilidad de lo colectivo. Lechner

172
sintetizó este problema de forma memorable: “¿Cómo instituir lo colectivo en
sociedades que se caracterizan por una profunda heterogeneidad estructural?”
(Lechner 2005: 357). Esta inquietud sin duda marcó el resto de su agenda
intelectual, con la que nos enriqueció a todos. En efecto, no mucho después
de estas conversaciones anticipatorias conmigo y otros colegas, Lechner co-
menzó un proceso de trabajo que decantaría en dos obras fundamentales: La
conflictiva y nunca terminada construcción del orden deseado (1984) y Los patios
interiores de la democracia (1988).
Parte de mi generación y la siguiente fueron profundamente marcadas por
el exilio. Los pocos que logramos permanecer en nuestros países quedamos no
menos marcados por la experiencia de las catacumbas en las que vivimos. Ese
rastro está claro en la obra de Lechner y también en la mía, aunque a veces no
sea tan visible como en la suya.

II

De la obra de Norbert Lechner ya he dicho demasiado a una audiencia


que la conoce bien. En cuanto a mi trabajo, la intención de comprender las
democracias posdictadura me llevó a concentrarme en algo que es constitutivo
de este régimen de gobierno, pero que suele ser frecuentemente ignorado. A
saber, que la democracia institucionaliza al ciudadano/a y lo presupone como
un ser capaz de razón práctica y de discernimiento moral; el mismo que en
su complejidad y riqueza puebla los escritos de Lechner. En un libro reciente,
Democracia, agencia de Estado. Teoría con intención comparativa (2010), he
destilado mi propia travesía a lo largo de este tema que he abordado en nu-
merosas ocasiones. Al final de mi presentación espero que algunas importan-
tes confluencias con Lechner queden claras, aunque lo que diré en absoluto
suplanta la riqueza de sus análisis sobre la subjetividad y lo cotidiano, y sus
relaciones con la política.
La línea de base de mi perspectiva consiste en entender el régimen político
democrático como basado en (i) elecciones razonablemente libres y competiti-
vas, (ii) un conjunto de libertades como asociación, expresión, movimiento y
similares, y (iii) un sujeto que no es solo un votante, sino que también alguien
que si lo desea puede nada menos que intentar ser electo/a. Este último es
un aspecto esencial de la democracia, aunque muy descuidado por la litera-
tura dominante en la ciencia política actual. A partir de ese hecho, todos los
ciudadanos/as pueden aspirar a compartir decisiones vinculantes del Estado,
incluso la eventual aplicación de coerción. En efecto, la ley nos instituye a

173
todos los ciudadanos/a como iguales al menos en las relaciones que implican
al régimen político. Esta es una asignación universalista: cada ego tiene que
aceptar que todo alter comparte ese derecho aunque no le guste. Este hecho
aparentemente tan simple es lo que nos instituye como ciudadanos/as –no
simplemente votantes–, es decir, personas a las que la legalidad democrática
presupone dotadas de racionalidad práctica y capacidad de discernimiento
moral. Esto es precisamente lo que niega todo autoritarismo, pues en su seno
solo algunos iluminados se arrogan la condición de agente, y a partir de ello
nos convierten en meros sujetos de su dominación.
De lo dicho se desprenden al menos tres tendencias que aquí solo puedo
enunciar, pero que examino con detención en mi libro. La primera es hacia
una creciente igualdad política. Las democracias comenzaron como sistemas
oligárquicos que pronto se vieron enfrentados a una pregunta decisiva: ¿Por
qué si otros tienen estos derechos no puedo tenerlos yo? Trabajadores, campe-
sinos, mujeres y otros grupos fueron accediendo, luego de numerosas luchas,
a la ciudadanía política. Este plano de igualdad, legalmente sancionado y am-
parado por el sistema jurídico de un Estado que alberga un régimen democrá-
tico, es una gran conquista de al menos una parte de la humanidad.
La fundamentación de los reclamos por admisión a la ciudadanía política no
fue solo por derechos puntuales. También era una demanda con un contenido
profundamente moral, el reconocimiento de que como ciudadanos/as somos
todos agentes respetados y legalmente amparados, al menos en el plano político.
La ley que sustenta un régimen democrático, y sin el cual este no podría existir,
nos sitúa como sujetos de derecho, seres a los que salvo cuidadosa prueba de lo
contrario se presume capaces de razonamiento práctico y discernimiento moral;
si así no fuere, los derechos atribuidos por ese régimen simplemente perderían
sentido. Por eso insisto en que la micro fundación, la unidad básica de la demo-
cracia, no es el votante, es el agente que subyace y fundamenta a la ciudadanía.
Este hecho nos conduce a una segunda pregunta democrática, subversi-
va por excelencia: ¿Si soy reconocido como agente en la esfera estrictamente
política, por qué no habría de serlo en otras, no menos importantes que ella?
Desde aquí se han originado –y continúan haciéndolo– numerosas y variadas
luchas por el efectivo reconocimiento de la agencia en los planos económicos,
sociales, culturales y también en términos de ampliación de los propios dere-
chos políticos. Como bien sabemos, en esas luchas los retrocesos son siempre
posibles y los avances a veces resultan precarios. Y es por ello que estas ince-
santes y variadas luchas son, a juicio de Lechner, la marca indeleble de “la
conflictiva y nunca acabada construcción del orden deseado”.

174
En medio de esta cuestión existe una tercera pregunta democrática sub-
versiva: ¿Cuáles deben ser los límites apropiados del Estado y, en general, de
la política? Aquí hay y habrá también permanentes luchas por expandir tales
límites; por ejemplo, vía el derecho de los trabajadores a legalizar sus sindica-
tos o las intromisiones de la legalidad estatal en la estructura despótica de la
autoridad paternal en la familia. Pero también existen encogimientos, algunos
drásticos como los de las épocas neoliberales en algunos países. Esta va a ser
una cuestión eternamente debatida, no solo en general sino que también en
las áreas de policy en las que pueden incidir la política y el Estado.
Por supuesto no he entrado aquí en detalle sobre estos amplísimos temas.
Pero quiero destacar que mi concepción de agencia confluye con la Lechner,
entre otras cosas, en saber que no entramos a la arena política como zombis.
Acarreamos a ella la diversidad de nuestras culturas, sociabilidad y experien-
cias cotidianas; por medio de ellas vamos plasmando nuestras demandas y
visiones acerca de las extensiones posibles y deseables de los derechos, y de los
límites adecuados de la política y del Estado.
Con Lechner comparto el resguardo de la dignidad de todo ser humano en
su aspiración al reconocimiento de sus derechos; pero no se trata solo de de-
fender una pretensión universalista. Desde su mirada de cientista social, él nos
conduce hacia dos preguntas fundamentales, una de nivel micro y otra macro.
Sobre la primera. Si nuestros países han llegado a la democracia a partir de la
terrible experiencia de brutales autoritarismos, cómo repercute aquello hasta
hoy en nuestra vida cotidiana y sociabilidad; cómo avanzar desde este dolo-
roso punto de partida, aun no restañado, para constituir, no solo reconstituir,
maneras de sociabilidad más conformes con la existencia y desarrollo de las
democracias que tenemos; cómo construir sentidos de auténtica comunidad
en la que todos, en su variedad, vayan aprendiendo a respetarse y reconocer
sus derechos. Pero para Lechner la indagación sobre la subjetividad y lo co-
tidiano no era, con toda su riqueza, un fin en sí mismo, sino que un modo
de acercarse a aspectos cruciales de la política, una vía para transitar por “los
patios interiores de la democracia”.
La segunda pregunta, a nivel macro, se refiere a cómo lograr la construcción
de una comunidad en sentido progresivamente democrático en sociedades
que ya eran profundamente heterogéneas y que lo son aun más después de los
autoritarismos. Así es como Lechner formula el problema sobre la posibilidad
de instituir lo colectivo en sociedades caracterizadas por una multiplicidad
estructural. Y a partir de todo esto, enlazando el nivel micro y el macro, creo
que se vislumbra la preocupación central de la obra de Lechner, la de cómo re-

175
constituir un sentido de lo propiamente público y auténticamente conviven-
cial en nuestras sociedades. Él nos dejó sabiamente esta y otras preguntas para
las que no conocía –nadie puede conocer– respuestas puntuales. Sin embargo,
como buen humanista sabía bien el gran valor que tenía plantearlas: convocar
a otros a la práctica colectiva de irles dando respuesta.
Por supuesto, yo tampoco poseo respuestas a estas complejas preguntas.
Sin embargo, estos desafíos centrales para Lechner también persisten den-
tro mi concepción de una agencia históricamente situada. A saber, partir de
una subjetividad que puede valerse de algunos de los derechos que otorga la
democracia política para intentar, aunque con especiales inconvenientes en
sociedades tan heterogéneas, avanzar en ampliar los derechos que incumben a
todos como agentes. Y, por otra parte, poner una nota de razonada esperanza,
a pesar de un presente que preocupa y a veces agobia, en la dinámica intrínse-
ca que la democracia de maneras inesperadas ha ofrecido y sigue ofreciendo.

III

En esta exposición he recorrido brevemente los caminos actuales y posibles


del ser humano como agente, entidad fundamental presupuesta y legalmente
sancionada por la democracia. El camino seguido por Norbert Lechner estuvo
enfocado principalmente en la subjetividad, mientras que el mío tomó ese
mismo ser humano pero visto desde su anclaje institucional como sujeto de
la democracia. Ambos, aunque en distintos niveles de análisis, hemos tratado
de hallar elementos fundantes de un orden público mejor, crecientemente
democrático y convivencial.
En estos caminos, que me gustaría creer han sido paralelos, convergemos
en una visión de la democracia como realidad anclada en seres humanos que
son mucho más que meros votantes o zombis que llegan a la arena política
desprovistos de subjetividad. Es a ello lo que finalmente refiere la necesidad de
entender “a la democracia como un futuro (siempre) problemático” (Lechner
2006: 341).
Este futuro es asiento de esperanzas que, desprovistas de mesianismos y
absolutismos, son tan irrenunciables como valiosas para ir acercando el ideal
de “la conflictiva y nunca acabada construcción del orden deseado”. Y esta
búsqueda, incesante pero no desesperada, solo puede ser llevada a cabo por
medio de un pluralismo dialógico; es decir, tal como insistió Lechner, me-
diante un orden social producido por deliberaciones y acuerdos de sujetos
políticos autónomos.

176
Como admirador de la persona y del intelectual, y como compañero de estos
caminos, quiero ahora renovar frente a ustedes, depositarios directos de su le-
gado, mi sentido homenaje a la memoria y obra de Norbert Lechner. Es ahora
el momento de abrir la discusión de ustedes sobre una obra que conocen bien
y de la que he tratado de destacar convergencias que me honran y estimulan.

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177

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