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Hablar del alma es hablar del ser humano, tanto para los que piensan que existe como
para los que le niegan un asiento metafísico. El tema del alma es el gran motor de la
Historia, puesto que la percepción que se ha tenido de su existencia y los planteamientos
de vida que ha originado (desde el espiritualismo más ferviente hasta el materialismo
más encendido) son los que han puesto en marcha las Civilizaciones, los que han hecho
posible todas las formas de contacto entre sociedades y culturas. A lo largo de la
historia del pensamiento, el alma se ha abordado de múltiples maneras, que podrían
reunirse en dos principales: el alma como principio de vida y el alma como principio de
racionalidad. Ambas posturas no son radicalmente excluyentes entre sí, pero llevan a
consecuencias que pueden derivar en antagonismos.
Si admito la existencia del alma, y ésta efectivamente existe, actúo acorde con mi
naturaleza. Y si admito la existencia del alma y es una falacia, no existe, las
consecuencias también son naturales, puesto que no he negado la existencia de lo único
que supuestamente existiría, que sería el cuerpo. De este razonamiento surgen dos
consecuencias: primera, que la postura más coherente, con la que uno no aborda una
existencia alejada de la propia esencia humana (sea cual sea en realidad), es la de vivir
suponiendo la existencia del alma. Y segunda, que este argumento es válido si se aborda
la cuestión del alma en términos de armonización de los principios vitales y racionales,
como no sólo plantearon los maestros griegos, sino otros muchos grandes pensadores de
otras civilizaciones y tradiciones.