Documente Academic
Documente Profesional
Documente Cultură
Lecturas
para el estudio de la
PARTE II
ARNULFO HERRERA
El siglo XVII
-2-
(1612), y la publicación de la Fama de Sor Juana por parte de
Ignacio de Castorena y Ursúa (1700), que fue el primer recono-
cimiento unánime de los intelectuales españoles para el talento
criollo.
Es sólo un punto de vista que puede ampliarse un poco más
hacia el arribo de los años seiscientos. Habría que resaltar lo que
significó la muerte de Felipe II para la Metrópoli y sus colonias
y el consiguiente comienzo de las privanzas de que tanto se que-
jaron los hombres inteligentes de la época. En realidad, para la
literatura novohispana, el “siglo barroco” o la “centuria de Gón-
gora” —denominativos inexactos si se piensa que el XVIII siguió
siendo barroco y gongorino a pesar de las “luces” que traía la
“Ilustración”— pudo comenzar con el temprano elogio de Ber-
nardo de Balbuena al ubicuo poeta cordobés en 1604 y conti-
nuarse dilatadamente en autores del fin de siglo afectados por lo
que la incomprensiva crítica decimonónica llamó la “peste cul-
terana”, como el bachiller Juan de Guevara, el capitán Alonso
Ramírez de Vargas, Sor Juana Inés de la Cruz, el propio Carlos
de Sigüenza, Francisco de Ayerra Santa María de quien se con-
serva una canción en centones gongorinos (Poniendo ley al Mar
robusto pino), el bachiller José López de Avilés y otros muchos
poetas —por no decir “todos”, que ninguno pudo (ni lo intentó)
sustraerse al gongorismo ni en la poesía profana ni en la divina.
Siglo marcado, en lo que a preceptivas poéticas y doctrinas filo-
sóficas se refiere, por los jesuitas Juan Díaz Rengifo y Atanasio
Kircher y el cisterciense Juan Caramuel. Es el siglo bifronte
donde se acentúa la fiesta y prevalece el desengaño.
Esta precisión a Leonard en el arranque del siglo implica que
Balbuena debe significar para nosotros algo más que su cita de
Góngora. Francisco de la Maza recuerda que su Grandeza
-3-
Mexicana es por muchas razones la pieza que abrió el siglo.2 Di-
gamos que para un imposible viajero del tiempo (como seríamos
nosotros con esta invocación) es la memoria poética de los cam-
bios que estaban transformando a la Ciudad de México, desde
una villa “de conquistadores a una ciudad de colonos”. Afir-
mada la urbe, llegamos al ostentoso álbum que pintó con sus
palabras en 1623 Arias de Villalobos (en el Mercurio… y con-
templamos la “Roma del Nuevo Mundo, en siglo de oro; Vene-
cia, en planta, y en riqueza, Tiro… Atenas nueva”. Podemos
concretar equilibradamente esta hiperbólica visión de la Ciudad
de México con el plano de Juan Gómez de Trasmonte (1629)
animando los techos bajos y los templos artesonados, la amplia
plaza y las grandes avenidas con las descripciones de dos mira-
das opuestas, la de fray Juan de Torquemada y la de Mateo Rosas
de Oquendo. Y podemos continuar en el tiempo poblando este
caserío con los relatos del inglés Thomas Gage y los sucesos
diarios que anotaron Gregorio Martín de Guijo y Antonio de
Robles, para luego detener nuestro peregrinaje a finales del siglo
en las alturas de Chapultepec y corroborar, desde el cuidadoso
biombo de Diego Correa (1693 ó 1695), que perteneció al
Conde de Moctezuma, el impresionante crecimiento de la urbe
y quedarnos observando en el close-up de Villalpando, admirados,
los mil doscientos treinta y ocho personajes de la plaza mayor
que detalló el mejor pincel del reino, testimonio de una sociedad
tan heterogénea como el siglo, tan rica y tan variada como la
época que no podemos definir en pocas frases y como la litera-
tura que no hemos terminado de exhumar y entender.
2La ciudad de México en el siglo XVII. México, FCE-SEP, 1985. “Lecturas mexicanas,
núm. 95. Pág. 7.
-4-
Un detalle bibliográfico de la Grandeza Mexicana
-5-
-6-
-7-
-8-
-9-
-10-
-11-
-12-
-13-
-14-
-15-
-16-
-17-
-18-
-19-
-20-
-21-
-22-
-23-
-24-
-25-
La ciudad de México en el siglo XVII3
FRANCISCO DE LA MAZA
A Lin Durán, en homenaje a su clara, fiel, ejemplar amistad.
-26-
con bellos lazos, las techumbres de oro
de ricos templos que se van labrando.
-27-
los ángulos cargan sobre cuatro veneras doradas y pintadas de azul
y blanco y la media naranja es de lazos más curiosos…
El Carmen tenía:
unos bien trazados artesones, fabricados de fuertes vigas de cedro,
de doce varas, con su figura de tixera, todo lo cual se cubre por lo
exterior de fornidas planchas de plomo. La sacristía, incluso, es de
un artesÓn dorado toda, de varios colores distintos a trechos. con
hermosas historias de oro…
-28-
la sacristía —hoy dirección— del Hospital de Jesús, labrado a
base de octágonos rehundidos y moldurados, con una flor do-
rada en el fondo y, en los rombos que sirven de unión a los oc-
tágonos, lleva cruces de Malta en azul y blanco.
-29-
La gran ciudad de México… tendrá de circunferencia más de dos
leguas. . . todas sus casas son de muy buena fábrica, labradas de una
piedra finísima, colorada, y peregrina en el mundo, la cual es dócil
de labrar y tan liviana que una losa grande o pequeña flota en el
agua sin hundirse, como vide cuando estuve en aquella ciudad (en
1612)…
-30-
Museo del Castillo de Chapultepec.4 En el plano de 1629 es aún
la ciudad con iglesias de techos a dos aguas y casas bajas; en el
segundo ya señorean algunas cúpulas y las casas son de dos pi-
sos.
Dos breves descripciones nos ayudarán a conocer esta ciu-
dad del siglo XVII. Una es del cronista Torquemada:
Las calles de la ciudad son muy hermosas y anchas. . . es en edificios
de las mejores y más aventajadas del universo, con todas las casas
de cal y canto, grandes, altas, con muchas ventanas rasgadas, balco-
nes y rejas de hierro con grandes primores… las calles no tienen
vueltas y revueltas, como la mayor parte de las ciudades de Es-
paña…
4Hay otra copia de este plano, más clara y limpia, también al óleo, en Florencia,
en poder del marqués de Ginori.
-31-
sierras piedras diferentes; de Santa Marta la piedra liviana, como
piedra pómez (el tezontle); la de los Remedios de cantería; la de
Tziluca piedra dura para casas y la blanda para cornisas y capiteles
y la de Calpulalpan piedras de jaspe blanco y de alabastro…
Hay mesones y hospitales (hospederías) para caballeros y plebeyos;
bodegones donde comen; garitas en las plazas, donde hay quien
bata chocolate y cocineras que venden sus guisados… si el año de
1607 se apreció [el valor de la ciudad] en 20 millones y el año de
1637 en 50 millones, después acá habrá crecido el valor, en que se
han labrado más de veinte suntuosos templos y millares de edifi-
cios, que apenas hay calle donde no se labren o se aderecen casas…
-32-
el oriente San Lázaro y el mismo San Pablo; al fondo el impo-
nente “albarradón” o dique que desde los señores aztecas dete-
nía las lagunas de Texcoco y Chalco.
-33-
"millares de negros, mulatos, indios mestizos y otras mezclas
que las calles llenan…
Gemelli Carreri, el viajero italiano, en las mismas fechas, ase-
gura que “tendrá México cerca de 100 000 habitantes, pero la
mayor parte negros y mulatos”. Parece un absurdo atroz que se
le olviden los indios, pero es que se refiere al “centro” con sus
españoles y criollos y sus esclavos o criados negros.
Hay un censo, completo y veraz, de 1689, pero en el cual sólo
se registran los españoles peninsulares laicos o, como dicen los
autores de la estadística, sin sentido peyorativo, los “gachupi-
nes”. Por ella sabemos que vivían 1 182, quitando 65 extranje-
ros, italianos y portugueses los más, y un armenio. De ellos el
noventa por ciento eran mercaderes, entre los cuales estaban los
“mercachifles” o vendedores ambulantes. Es impresionante sa-
ber que había 42 tratantes de cacahuate, con 28 cacahuaterías, y
sólo 13 panaderías. Había 68 “cajones” o tiendas de ropa, pero
con sólo 2 sastres y 3 tejedores de seda. Había 3 barberos, 4
zapateros, un golillero, 7 plateros, un librero y una tienda de an-
teojos.5
Si suponemos para cada español —la mayoría casados— tres
hijos como promedio, resultarían cerca de 4 000 criollos, más
los “millares” de indios, negros y castas, y eso daría una pobla-
ción de más de 50 000 personas, que es lo que debió tener en-
tonces la ciudad.
Españoles y criollos formaban la aristocracia, en su sentido
de clase alta, desde los dignatarios civiles y eclesiásticos a los
hidalgos y burgueses. De verdaderos nobles pocos había. Ade-
más de los condes de Santiago y los marqueses de Salinas, en el
siglo XVII se dieron cuatro marquesados más —de Villa-Puente,
5Publicado por el excelente investigador don Ignacio Rubio Mañé en el Boletín del
Archivo General de la Nación. Segunda serie, tomo VII, 1966.
-34-
de San Jorge, de Altamira y del Villar del Águila— y un condado,
el de Lizárraga. Gage vio a los españoles muy elegantes:
Gastan extraordinariamente en vestir —dice— y sus ropas son por
lo común de seda, no sirviéndose de paño ni de camelote ni de telas
semejantes. Las piedras preciosas y las perlas están allí tan en uso y
tienen en eso tanta vanidad que nada hay más de sobra que ver
cordones y hebillas de diamantes en los sombreros de las señoras y
cintillos de perlas en los menestrales y gentes de oficio…
-35-
mestizos, es para señalar crímenes. El único caso que se dio de
un arcaico y medieval cinturón de castidad, fue en un matrimo-
nio de mestizos (Robles, I, 265). Hay que tener cautela cuando
se dice, con harta ligereza, que la nación mexicana es mestiza.
Más importantes que los indios y mestizos fueron los negros
en la ciudad del XVII. Casi todos eran esclavos. Los mulatos se
distinguían en “prietos”, o sea la mezcla de negro e india, y en
“blancos”, salidos de la mezcla de india y español o criollo. Pa-
rece que hubo más matrimonios —aparte de los amoríos más o
menos perdurables— entre españoles y negras que entre espa-
ñoles e indias. Aguirre Beltrán ha logrado hacer unas estadísticas
que ascienden, para mediados del siglo XVII, a 35 000 negros y
116 500 mulatos (en todo el país) y para 1810 cuenta 10 000
negros y 625 000 mulatos.
En 1683, ante los ataques de los ingleses al Caribe, se forma-
ron compañías de negros y no de indios o de castas. Cuenta
Guijo que en 1656
se le murió al Virrey una negra esclava y la enterraron en la iglesia
de Santa Teresa, cargando el cuerpo los caballeros de la ciudad y
asistió al entierro toda la nobleza y todas las órdenes religiosas y la
capilla (coro) de la Catedral. Otra vez, iban a ahorcar a una negra
“criolla” y fue tal el tumulto que la arrebataron a la justicia, la lleva-
ron al convento de la Concepción y le salvaron la vida.
-36-
Recordaremos, por último, a Gage:
el vestido y atavío de las negras y mulatas es tan lascivo y sus ade-
manes y donaires son embelesadores… las negras y las mulatas ate-
zadas (prietas) tienen sus joyas y no hay una que salga sin su collar
o pulsera de perlas y sus pendientes con alguna piedra preciosa…
pero la verdad es que las fiestas civiles eran pocas y las comedias
menos. Esto nos obliga a referirnos a la historia del teatro en
México en el siglo XVII, que es tan parva que se despacha en
pocas líneas.
Aparte de las loas y autos sacramentales que algunas veces se
representaban en los atrios de las iglesias como remembranzas
del siglo XVI, había comedias en las plazas, con escenarios im-
provisados. El primer teatro fijo fue en una casa adaptada para
eso, en la antigua calle de Jesús núm. 6, hoy República del Sal-
vador, en el tramo entre 5 de febrero y 20 de noviembre. Perte-
necía a Francisco de León.
En el siglo XVII había ya teatro en el Real Palacio o Sala de
Comedias,
de cuarenta varas de largo dice. Sariñana— más de nueve de ancho;
sus balcones tienen la vista a los jardines y sus paredes que, desde
-37-
la solera a la cenefa están pintadas (en donde), transladó primoroso
el pincel los árboles del monte, las flores del soto, las aguas del valle,
los ruidos de la caza y las quietudes del desierto.
Las mascaradas eran una fiesta muy gustada, que hacían los
estudiantes o los vecinos de los barrios en ocasiones de fiestas
6Luis González Obregón. México Viejo, París-México, Librería Bouvet, 1900, pp.
333-339.
-38-
religiosas o entradas de autoridades. En la canonización de San
Juan de Dios (1700)
los vecinos de la Alameda salieron curiosamente vestidos reme-
dando varios animales y fábulas de la Antigüedad; la idea del carro
fue el Monte Parnaso, el Pegaso con alas; en nueve nichos, las Mu-
sas, y arriba, en un trono, el dios Apolo… y hubo otra con repre-
sentación del mundo al revés: los hombres vestidos de mujeres y
las mujeres de hombres; ellos con abanicos y ellas con pistolas; el
carro con un retrato de San Juan de Dios y un garzón ricamente
adornado que recitaba una loa… (Robles).
Los toros, por supuesto, así como los gallos, fueron la fiesta
civil máxima. Desde el siglo XVI se toreaba en un coso improvi-
sado en la Plaza Mayor o en la del Volador y así podían asistir
-39-
los virreyes desde los balcones de Palacio y aún los inquisidores
y arzobispos.
Por supuesto que unas de las mayores fiestas eran las cere-
monias religiosas, sobre todo las procesiones y romerías, que si
no tan elegantes y vistosas como en España, eran un desahogo
del pueblo, con cohetes, vendimias y copas, además de la devo-
ción. También deben considerarse como regocijos públicos los
autos de fe de la Inquisición, pues a pesar de su dramatismo,
muertes y azotes, el pueblo se divertía, al ver a los penitenciados
con sus pintorescas “corozas” y “sambenitos”, es decir, unas
como mitras o bonetes y unas camisas amarillas, pintarrajeadas
de diablos, llamas, lagartos y culebras, y con su vela verde en la
mano.
Las inundaciones
Por haberse fundado la Ciudad de México en una isla, rodeada
de lagos, estuvo siempre en peligro de inundaciones, con el pro-
blema de resolverlo, lo cual no se logró sino hasta el porfirismo.
Ocho fueron las inundaciones graves: tres antes de la Con-
quista, con el rey Ahuizotl y los dos Moctezumas, y cinco des-
pués de la Conquista. La primera en 1553; la segunda, de 1580;
la tercera fue la de 1604; la cuarta, la de 1607, en que comenzó
el desagüe el famoso Enrico Martínez, o sea el hamburgués
Heinrich Martin, por medio de un largó socavón, en parte
abierto y en parte cerrado y que, por haberse equivocado en la
hondura de este último, volvió a inundarse en la forma más te-
rrible de su historia en 1629. Quedó, como dijo un anónimo
poeta de entonces:
cadáver de piedra hundido
en cristalino sepulcro
-40-
En septiembre de ese año llovió tanto, que la ciudad se anegó
en los barrios en tres días y poco después subió tanto el agua,
incluso en el centro, que tuvieron que cerrarse las iglesias y los
comercios y el tránsito se comenzó a hacer en canoas.
Un testigo presencial, el padre Alonso Franco, cronista de la
orden de los dominicanos, describe:
Las canoas sirvieron de todo y fue el remedio y medio con que se
negociaba y trajinaba y así, en breves días, concurrieron a México
infinidad de canoas y remeros. Las calles y plazas estaban llenas de
estos barcos y ellos sirvieron de todo cuanto hay imaginable para la
provisión de una tan gran república; y llegó, lo que era trabajo, a ser
alivio, comodidad y recreación. Una sola canoa cargaba lo que ne-
cesitaba de muchos avieros y bestias mulares. Fue lenguaje común
decir todos: andamos ahora en carrozas, porque pobres y ricos pasea-
ban en la ciudad con mucho descanso y sentados en las canoas, que
eran carrozas de menos costo, por lo mucho que tiene sustentar
carrozas y animales que las tiren. En canoas se llevaban los cuerpos
de los difuntos a olas iglesias y en barcos curiosos y con mucha
decencia se llevaba el Santísimo Sacramento a los enfermos. Vi el
de la Catedral, muy pintado y dorado, su tapete y silla en que iba el
cura sentado y haciéndole sombra otro con quitasol de seda; acom-
pañábanle otras canoas en que iban gentes que llevaban luces y la
campanilla que se acostumbraba delante para avisar a los menos
atentos… las misas se celebraban en balcones y azoteas…
-41-
españolas y criollas, quedaron 400. En 1647 y 1691 volvió a
inundarse, aunque con menos peligro y menores daños.
-42-
Los arzobispos fueron 14. Uno de ellos, el único en tres si-
glos, mexicano: don Alonso de Cuevas Dávalos. Todos, según
sus biógrafos, virtuosos y ejemplares, pero no hay ningún brillo
en ellos. De uno, Manso y Zúñiga, dice el biógrafo Sosa que,
como fue profesor y rector muy joven y obtuvo 4 abadías, “era
agraciado en letras y virtud, pues no se concibe cómo fuera lle-
vado la cátedra y a las abadías quien para ello no tenía especiales
merecimientos”. Olvida Sosa que adolescentes de 18 años llega-
ban a la rectoría y a las cátedras y que las abadías eran solamente
beneficios económicos. Hasta resulta en contra de Manso haber
aceptado cuatro. Y cuando murió, como arzobispo de Burgos,
dejó 800 000 pesos sólo en oro y perlas…
Del arzobispo Mañozca se elogia que en dos años confirmara
63 000 personas; pero esto quiere también decir que los prelados
anteriores estuvieron un tanto flojos con ese sacramento. Nada
hay de notable y sí algunas excelsas boberías en el obispo-virrey
fray Payo Enríquez, y de don Francisco Aguiar y Seixas, obse-
sivo donador de limosnas, misógino hasta la exageración y
enemigo de la literatura, lo único que podemos decir es que era
más de manicomio que de palacio episcopal.
De poetas hubo aluvión. Y muchos de ellos buenos. Bien
pudo Alfonso Méndez Plancarte hacer una selecta antología de
55, sin contar los anónimos. Es Sor Juana Inés de la Cruz la
figura cimera de la poesía y la cultura de la época. Con la poesía
doméstica dibujó su medio; con la lírica sus sentimientos; con la
épica —llamaremos así gran poema filosófico “El Sueño”— sus
conocimientos; con su prosa, en fin, hizo la más formidable de-
fensa de la mujer, en su Carta al obispo de Puebla. Con Sor Juana
hay que recordar a Solís Aguirre, Matías de Bocanegra, Sandoval
Zapata, Diego Ribera, Juan de Guevara, Alonso Ramírez de
Vargas, Apello Corbulacho.
-43-
En los Arcos Triunfales que se erigían a las entradas de los
virreyes y arzobispos, se lucían los poetas, pintores y escultores.
Si bien eran de efímera arquitectura de madera, llevaban sone-
tos, epigramas y letrillas, y las pinturas y esculturas eran casi
siempre de dioses griegos, haciendo así un paréntesis artístico
con Zeus, Apolo, Venus, Las Gracias, Ganimedes o los héroes,
en contraste con la repetición de temas religiosos.7
-44-
de su alto rango, era salteador de barras de plata; cuando fue
aprehendido, no se quiso ahorcarlo como a cualquiera, a pesar
de que merecía la pública muerte, y se prefirió hacer correr el
rumor de que había muerto de peste en la cárcel y, llevado en un
ataúd, le hicieron un oculto “entierro” en Santo Domingo, a
puerta cerrada. Meses después salió disfrazado para España.
Don Fernando de Valenzuela fue un hermoso hidalgo, favo-
rito de la reina madre Mariana de Austria. Como entraba noc-
turnamente a Palacio, se le llamó el Duende, pero fue marqués
de Villasierra y Grande de España. Ante el escándalo, los corte-
sanos lograron apartarlo de la reina y lo desterraron a Filipinas
y luego a México, en 1690, donde por orden del rey Carlos II,
nada menos, debía tratársele de “Excelencia”. Pero aquí siguió
siendo el Duende. Murió prosaicamente de una coz de caballo y
fue enterrado en San Agustín, después de tres días que duró el
desfile de toda la gente que deseaba ver su embalsamado cadá-
ver. Dejó la herencia a sus criados chinos e hizo asegurar en
vínculo “una espina de la corona de Cristo engastada en oro y
diamantes”.
La Monja Alférez, en fin, esa doña Catalina de Erauzo, ex
novicia y luego soldado, comerciante y jugador, espadachín ena-
moradizo, pero devoto, que más parece personaje de novela que
de historia, debió visitar con cierta frecuencia la ciudad de Mé-
xico, al fin de su vida, cuando llegaba con su recua procedente
de Veracruz. Dicen que murió cerca de Orizaba, en 1650, y tan
famosa fue que un peruano no tuvo empacho en decirle después
a Sor Juana:
Vive Apolo, que será
un lego quien alabare
desde hoy a la Monja Alférez
sino a la Monja Almirmte.
-45-
La Universidad y la imprenta
La Universidad cumplía medio siglo de vida a principios del si-
glo XVII. Los estatutos variaban, inoperantes, como ahora. Era,
antes de todo, un colegio de teólogos; después, de canonistas;
muy en tercer lugar de filósofos y menos aún de médicos. Las
cátedras de lenguas indígenas fueron un fracaso. Los maestros y
doctores lo eran, más que por méritos, por dinero, en el sentido
de que era tan caro borlarse, que sólo los ricos podían hacerlo.
En 1689 se doctoró un tal Agustín Franco ¡a los diez y siete años!
y fue rector ¡a los diez y nueve! En 1683 decía el rector Solís que
se habían graduado de bachilleres, desde la fundación de la Uni-
versidad, 11 600 jóvenes, “de edad de 12 a 14 años muchos de
ellos”. En cambio, el único sabio auténtico del siglo XVII, don
Carlos de Sigüenza y Góngora, poeta, historiador, astrónomo,
no tuvo ningún título universitario. Sin embargo, esta Universi-
dad Real y Pontificia era el único lugar de estudios generales y
de ella salían los abogados, médicos y filósofos de entonces. El
teólogo, para una comunidad religiosa, era un personaje impres-
cindible ya que la Teología, además de ser la ciencia del conoci-
miento de Dios, era la relación entre el poder, la Iglesia y el pue-
blo; era la teoría de la unidad en el trono, el altar y los fieles.
Los maestros, doctores y bachilleres usaban traje especial, es
decir, la toga si eran civiles, o si eran religiosos la muceta y el
bonete borlado con los colores de la facultad. Los estudiantes
usaban la “beca” o sea una banda de lana, ancha, que colgaban
del cuello, también con los colores de la carrera universitaria.
Las facultades eran cinco: Teología, Artes o Filosofía, Derecho
Canónico o Eclesiástico, Derecho Civil y Medicina. Los textos
eran Aristóteles y sus comentadores; Santo Tomás, Duns Es-
coto y sus exégetas; el Digesto y otras recopilaciones de leyes;
Hipócrates, Galeno y Averroes.
-46-
Durante todo el siglo XVII el edificio de la Universidad fue el
de fines del siglo XVI, es decir, de estilo renacentista. Hasta el
siglo XVIII cambió su fachada antigua por una churrigueresca,
después por una neoclásica y luego fue de una vez destruido
como ofrenda a la intolerancia que Justo Sierra tenía por la Co-
lonia.
En los colegios se estudiaban Artes, Teología y Derecho, que
luego se revalidaban en la Universidad. Los principales colegios
fueron el de Todos Santos, que estuvo en la esquina de Correo
Mayor y Corregidora; los colegios jesuitas de San Pedro y San
Pablo y el de San Ildefonso; el franciscano de San Juan de Le-
trán; el agustino de San Pablo; el dominico de Porta Coeli; el
mercedario de San Ramón y el Colegio de Cristo.
En el siglo XVII hubo 20 imprentas en la ciudad y se publica-
ron más de 2 000 títulos de libros y folletos, cantidad, para la
época, nada despreciable. La mayoría fueron, como es natural,
de obras de devoción y sermones, que pasan de 600, pero hubo
también algunas importantes ediciones de poesía, historia y
ciencias.
Comienza el siglo, precisamente, con una poesía: Relación de
las grandezas del Perú, México y Puebla de los Ángeles, 1601, de Ber-
nardo de la Vega, edición de la que sólo se conoce el título. Pro-
sigue con la citada Grandeza mexicana, 1604, el gran poema de
Bernardo de Balbuena, y continúa con los Coloquios espirituales,
1610, de Fernán González de Eslava y Los sirgueros de la Virgen,
1620, de Francisco Bramón. Se publicaron también las poesías
de doña María de Estrada, predecesora —pero ¡cuánto me-
nor!— de Sor Juana, y los certámenes poéticos universitarios
como el Triunfo parténico.
Por otra parte, el periodismo comienza en el siglo XVII con
las Gacetas, desde el año de 1666 al de 1698, que sólo fueron
-47-
reproducciones de las españolas, pues las verdaderas Gacetas me-
xicanas comienzan en 1722.
De historia y biografías se publicaron no menos de cien im-
presos, entre ellos crónicas de suma importancia, como la Mo-
narquía indiana, de fray Juan de Torquemada (impresa en Sevilla,
en 1615); las Crónicas agustinianas de González de la Puente y
Basalenque, 1620; la Palestra historial y la Geográfica descripción de
fray Francisco de Burgoa, 1670, o el Paraíso occidental de don Car-
los de Sigüenza y Góngora, que es la nutrida historia del con-
vento de Jesús María, de la ciudad de México, y el Teatro mexicano,
de Vetancurt, imponente y completa crónica de su época, edi-
tada en 1698. No olvidemos, de 1666, la crónica de la Catedral
y del Real Palacio, encubiertas en el libro Llanto de occidente… de
Isidro Sariñana, que trata de las exequias a la muerte de Felipe
IV, pero que aprovecha para describir con minucia ambos edi-
ficios.
Para la historia guadalupana es esencial el siglo XVII, pues en
1648 apareció la primera historia, con su interpretación teoló-
gica sobre la Virgen de Guadalupe, del Br. Miguel Sánchez, y
luego las más circunstanciadas de Luis Becerra Tanco, en 1675,
y la de Francisco de Florencia, en 1685.
De ciencias se imprimieron varios tratados de medicina. So-
bre minas hubo también varios impresos, así como del famoso
desagüe del Valle de México, sobre todo la Relación universal, legí-
tima y verdadera, de 1637. Sobre astronomía se escribieron mu-
chas tonterías; entre ellas, las del famoso padre Kino, pero pro-
dujeron una verdadera obra científica sobre los cometas, de don
Carlos de Sigüenza y Góngora: la Libra astronómica y filosófica,
de 1690.
En lingüística hubo 22 impresos de “artes” o vocabularios de
lenguas indígenas y hasta un curioso tratado en inglés Short
-48-
abridgement to christian doctrine, cuyo único ejemplar conocido po-
seyó Riva Palacio.
Los libros de España llegaban con puntualidad y profusión,
y muchos de Francia, los Países Bajos e Italia; todos, claro está,
bajo censuras. Las bibliotecas de los conventos tenían casi los
mismos libros, pero poseían otros referentes a cada orden reli-
giosa y manuscritos especiales.
-49-
Mientras tanto se fundía en oro y esmalte la que fue egregia
obra de arte, es decir, una imagen de la Asunción, en 1607, por
el platero Luis de Vargas, imagen de la cual dice Sariñana:
es de oro, así como la peana y cuatro ángeles que asisten obsequio-
sos y aunque sobre tan noble materia añadió preciosidad la variedad
de piedras, con todo, vence a la materia, la forma, siendo tan vivo
el movimiento de la planta y tan airoso el impulso del vuelo…
Esta imagen existió hasta 1845 en que fue fundida por el Ca-
bildo, para ayudar a los conservadores en su guerra fratricida.
En 1627 se acabaron las dos primeras capillas de la entrada:
a la derecha, una con bóveda gótica y la otra, como “novedad”,
con bóveda renacentista y “se hermoseó con lazos, tarjas y figu-
ras de medio relieve en yeso, con perfiles dorados” En 1637 se
comenzaron las bóvedas de las naves, prosiguiéndose hasta la
última en 1667. En 1645 se comenzó el primer cuerpo de la torre
derecha, acabado en 1654.
El que durara treinta años la construcción de las bóvedas no
quiere decir que estuviera destechada la Catedral, pues los espa-
cios se cubrían de artesonados de madera provisionales, de tal
manera que, en 1653, como afirma claramente Sariñana,
se levantaron los muros del Coro, que ciñen dos cuadros de la nave
(central), con zócalos, ángulos y cornisas de cantería y sobre éstas
se siguió, por lados y cabeceras, una tribuna volada, de cedro y ta-
pincerán, madera preciosísima de este reino…
-50-
Una vez construido, y de piedra, el ámbito del coro en 1653,
se procedió dos años después a ponerle su piso de entablado y
su sillería provisional. Eran también provisionales los altares
mayor y de los Reyes, y en ellos se dijeron, en 1655, las misas de
cumpleaños de Felipe IV. Con todo esto en servicio, pudo dedi-
carse la Catedral en 1656. Dejemos la palabra al fiel cronista
Guijo:
Domingo 30 de enero, a las cinco horas de la tarde, juntó el virrey
al deán y cabildo de esta santa iglesia Catedral en ella y fue él y la
virreina y su hija y criados, y en el cabildo les hizo el virrey una
plática enderezada a los vivos deseos que ha tenido de ver la iglesia
en el estado en que está, que era acabada y que de toda ella se podía
ya servir y que así, en nombre de Su Majestad les entregaba las llaves
de ella como templo que era de ellos ya y no de seglares. Acabado
este acto se fueron él y la virreina e hija al presbiterio e hincándose
de rodillas, besó la primera grada y quitándose la capa y espada y
ellas cubriéndose con unas tocas, subieron al presbiterio y entre
ellos tres lo barrieron todo por sus manos y acabado este acto no
quiso recibir aguamanos, sino sacudiéndose el polvo, que fue mu-
cho, se fueron a Palacio…
-51-
Recordemos, como obra magna del siglo XVII, la decoración
de murales al óleo, de la sacristía, con cuatro vigorosos lienzos
de Cristóbal de Villalpando y dos de Juan Correa.
Los conventos
En sociedad y época tan religiosas, era natural que proliferaran
los conventos de frailes y monjas, así como otras congregacio-
nes, modernas entonces. Esta religiosidad iba desde la mística
—muy rara en América— a la ascética, a la devoción, a la su-
perstición. Un sacerdote mexicano del siglo XVII nos da la tó-
nica; andaba siempre platicando con alguien, invisible, a quien
hacía reverencias y cuando entraba o salía de una casa o habita-
ción, le cedía el paso y, por respeto, nunca se ponía el sombrero.
¿Quién era este personaje invisible pero real? Muy sencillo: el
ángel de su guarda.
Hagamos un “paseo colonial” por los conventos metropo-
litanos del siglo XVII, aunque sea a toda prisa.
San Francisco era el más importante y grandioso. Aún era el
del siglo XVI, con su artesonado y su techo a dos aguas. Por
dentro lleno de retablos renacentistas y salomónicos, “tan con-
tiguos —dice Vetancurt— que no dejan ver nada de las paredes
que ocupan”. El claustro grande tenía una fuente de alabastro y
lienzos de Baltazar de Echave con la vida de San Francisco. En
el atrio había varias capillas, desde la antiquísima de fray Pedro
de Gante, llamada de San José de los Naturales, que era como
una mezquita abierta, hasta la de Aranzazú, de 1680. Tenía dos
torres, una de la iglesia y otra de San José de los Naturales.
De este atrio partían las capillas, catorce, del Calvario, que
ocupaban el centro de la hoy Avenida Juárez, hasta San Diego.
Este convento, así como el de San Cosme, eran también fran-
ciscanos. San Diego fue rehecho en los siglos XVIII —el
-52-
templo— y XIX —portada y torre—. Ahora es el Museo de Pin-
tura Colonial o “Pinacoteca Virreinal”. San Cosme permanece;
fue construida de 1672 a 1675. Es interesante en este templo la
variación de las bóvedas, todas de distinta forma.
Santo Domingo, como se vio, tenía su rico artesonado inte-
rior; por fuera, su techo a dos aguas y su torre. La Capilla del
Rosario, de 1690, si bien tenía su entrada por la iglesia, ocupaba
parte del convento. Había una suntuosa capilla en la iglesia, es-
pecial para el entierro de don Pedro Moctezuma, bisnieto del rey
azteca. El claustro era de 1692. Todo fue demolido para abrir la
calle más tonta del mundo, la de Leandro Valle que, como decía
Toussaint, “no va a ninguna parte ni viene de ninguna”.
Con Santo Domingo debemos recordar a la Inquisición cuyo
edificio, en la otra esquina de la plaza, fue después reedificado
en el siglo XVIII por el gran arquitecto Pedro de Arrieta, y es el
que ahora existe. En el siglo XVII era un edificio más modesto,
que conocemos gracias al plano de Diego Correa.
San Agustín tenía tan espléndido artesonado que cuando se
incendió, en 1676, duró tres días chorreando plomo. La iglesia
actual, la más bella de México por sus heroicas proporciones, es
de 1677-1695. En 1867 fue convertida en Biblioteca Nacional.
Conserva aún el bellísimo relieve renacentista de la portada, con
San Agustín protegiendo a su orden. Ocupaba toda la manzana
y aún parte de la que está detrás de la iglesia, por lo cual se cons-
truyó en 1598 un arco volado que comunicaba ambas casas. Este
arco duró hasta 1826. La sillería del coro es tan excelente como
cualquiera de las mejores de Europa y está hoy en el salón “Ge-
neralito” de la Escuela Preparatoria núm. l, o sea, San Ildefonso.
Su retablo, que conocemos gracias a una exquisita litografía, era
de barroco salomónico.
-53-
Los mercedarios tenían una gran iglesia de tres naves, cons-
truida de 1634 a 1654, con su alfarje precioso en la nave central
y de bóvedas en las naves laterales. Era la única iglesia que había
llegado hasta 1867 íntegra, pero eso no fue obstáculo para su
destrucción total. El bellísimo claustro barroco es la última obra
que se hizo en el siglo XVII. Otra iglesia mercedaria de fines del
siglo XVII fue la de Belén, reedificada después.
De El Carmen ya vimos su artesonado. La iglesia vieja duró
hasta fines del siglo XVIII, en que la ambición de los carmelitas
quiso un templo “grandioso” que impidió la revolución de inde-
pendencia. Quedó la capilla del Tercer Orden, que es la actual
iglesia.
Los templos de los jesuitas han sido también citados: San
Pedro y San Pablo, que es el arcaico templo de 1603 hoy invisi-
ble como Hemeroteca Nacional y con una ridícula portadita
neoclásica. De La Profesa del siglo XVII no conocemos sus fa-
chadas, ni en descripción ni pinturas. Queda un viejo claustro
en San Pedro y San Pablo. San Andrés, en la calle de Tacuba,
fue iglesia y “jovenado” de los jesuitas.
El bachiller Antonio Calderón, “galán de muy linda cara y
muy rico”, como dice Robles, fundó en México la Congregación
de San Felipe Neri, llamada de los “oratorianos”. Se construyó
la iglesia de 1660 a 1668, de la cual existen la fachada y la torre.
Lo demás es garaje. Una novedad hay en esta fachada: el inscri-
birla en un gran arco, forma barroca que se usaría después con
éxito en el siglo XVIII. Aún existe un pequeño y hermoso claus-
tro, hundido y mutilado.
Los benedictinos tuvieron una capilla, la de Monserrat, a es-
paldas de San Jerónimo que, con una bóveda menos, aún existe.
Los conventos de monjas, de las “esposas del Señor”, con su
cuádruple voto de pobreza, obediencia, castidad y clausura, eran
-54-
enormes, con varios claustros, locutorios o salas enrejadas para
recibir visitas, y celdas separadas, como casitas, para las monjas
ricas. Los templos eran de una nave, sin crucero, al eje de la calle,
sobre la cual iban las portadas, ya que el ábside lo ocupaba el
altar mayor y enfrente de éste, a los pies, iban los coros, alto y
bajo, formando unas interesantísimas fachadas interiores con su
doble reja en el coro bajo y la cratícula o comulgatorio; arriba
una reja sencilla de muro a muro y un gran abanico de madera
calada que cerraba el arco. Las capuchinas fueron las únicas que
abrieron el coro bajo junto al altar mayor.
En el siglo XVII funcionaron dieciséis conventos de monjas,
nueve de ellos fundados en el siglo XVI, pero cuyos edificios se
renovaron en el XVII. Aún existen trece iglesias monjiles.
La Concepción fue el más antiguo, pero su iglesia es de 1645.
Resulta que la iglesia del XVI estaba cayéndose. No había “pa-
trono” o sea donador de los dineros necesarios. Un día el cape-
llán, en lugar de predicar sobre la fiesta que se celebraba, habló
de la necesidad de la renovación, dirigiendo sus miradas y gestos
hacia un rico señor que estaba sentado cerca del púlpito. Era
don Simón de Haro. Cuando después del sermón le preguntaron
al padre por qué había cambiado el asunto, éste juró que había
hablado de la fiesta y no de esa renovación. El caso fue consi-
derado “milagroso” y Haro fue patrono. La Concepción es una
iglesia de grandes proporciones, con sus dos portadas de dibujo
renacentista, aunque los desmesurados y curiosos escudos de los
remates son del siglo XVIII. Lleva, como se dijo, la primera cú-
pula construida en la ciudad, sin tambor, pero con lucarnas o
ventanas en la media naranja, y linternilla.
Filiales de La Concepción fueron: Regina, Jesús María, Bal-
banera, San José de Gracia, San Bernardo y La Encarnación.
-55-
Regina, durante todo el siglo XVII, permaneció con su arte-
sonado mudéjar y su techo a dos aguas. Fue rehecha, como
ahora está, en el primer tercio del siglo XVIII. No sabemos nada
de cómo era por dentro.
Jesús María fue convento “real” porque albergó a una hija de
Felipe II, hija natural, por supuesto, y loca. La primera iglesia
debió de ser excelente, con su artesonado y su retablo con pin-
turas de Luis Juárez. Fue modernizada por el neoclásico, con
bastante dignidad. Queda el claustro, que fue cine y hoy es ba-
surero, con su elegante portería que lleva la inscripción epigrá-
fica más antigua de México, de 1620.
Balbanera se comenzó en 1667 y se dedicó en 1671. Fue, na-
turalmente, de bóvedas, y así la pinta Diego Correa en el biombo
del conde de Moctezuma. La torre actual, de azulejos, es del si-
glo XVIII y las portadas del XIX.
San José de Gracia tuvo deshonestos principios. Resulta que
había, por donde ahora es la iglesia, un "recogimiento" volunta-
rio de viudas y abandonadas que, juntando sus pocos haberes,
mantenían el edificio y la capilla. El arzobispo García Guerra, en
lugar de proteger a las pobres damas solas, le echó el ojo a la
casa para un convento. Hubo protestas y el arzobispo prometió
no molestarlas y sólo “juntar” el convento. El patrono fue el
rector de la Universidad, Fernando Villegas, que tenía necesidad
de desembarazarse de sus ocho hijas y, sobre todo, de su suegra.
Creció el convento y, una noche, “horadando un muro del re-
cogimiento, hicieron pasar las monjas a sus criadas, las cuales
arrojaron violentamente a la calle a las viudas y abandonadas”.
Ya “libres” las monjas, procedieron a construir mejor iglesia, la
actual, de 1653 a 1659.
La Encarnación fue fundada en el siglo XVI, pero la iglesia es
de 1639-1648. La torre, la bella torre de azulejos que parece un
-56-
tibor, así como la cúpula, son del siglo XVIII. Las portadas, muy
severas, llevan, sin embargo, hermosos relieves de cantera
blanca en vez de ventanas. Según parece, son los primeros de la
ciudad. El gran claustro —hoy Secretaría de Educación Pú-
blica— es obra del XVIII, del arquitecto Miguel Costansó.
San Bernardo, en fin, debió su fundación, como dice iróni-
camente Toussaint, a “un disturbio electoral”. Es decir, en una
elección de abadesa en Regina, las perdidosas se salieron del
convento y fundaron otro, con todo descaro, en 1635. Pero gra-
cias a esas rebeldes esposas del Señor, tenemos las preciosas
portadas de la iglesia, que es lo único que resta del siglo XVII.
Fue este templo obra del arquitecto Juan de Cepeda, de 1685 a
1691. Las fachadas ya son muy barrocas, con columnas de es-
trías móviles y salomónicas, y riquísima labor en piedra, en los
frisos y remate. Fue todo obra del maestro cantero Nicolás de
Covarrubias.8 Las estatuas de San Bernardo y la Virgen de Gua-
dalupe son de alabastro poblano. Como un recuerdo, ya que hay
noticias, hablaremos de los coros: “Al coro bajo —dice su cro-
nista, el poeta Ramírez de Vargas— hacen lucido toldo dos bien
acabadas bóvedas de aristas enteras de 18 varas de altas… sobre
la reja del coro alto se levanta una coronación [abanico] que la
recibe un banco hasta tocar en el arco, en cuya eminencia se ve
el glorioso simulacro [en pintura] de San Bernardo cuando entró
a la iglesia mayor de Spira con todo su clero…” El retablo era
magnificente, con la mesa del altar y el piso del presbiterio de
alabastro. Sor Juana dijo:
Esta fábrica elevada
que parto admirable es
de los afanes del arte…
8 Archivo Cervantes.
-57-
Las monjas franciscanas tuvieron cuatro conventos en el si-
glo XVII: Santa Clara, Santa Isabel, San Juan de la Penitencia y
Capuchinas. El primero, en la calle de Tacuba, cuya iglesia es
ahora Biblioteca del Congreso, se fundó en 1579. En 1620 deci-
dieron las monjitas rehacer la primitiva iglesia. Pidieron permiso
al Ayuntamiento las 289 profesas, de las cuales 90 no sabían fir-
mar… Se comenzó la iglesia luego, pero como murió el patrono,
sus hijos no quisieron seguir con semejante carga, por lo cual
sólo pudo acabarse hasta 1661. En tanto tiempo se rehicieron
los planos y acabó por tener cúpula, en lugar de artesonado. Por
dentro, dice Vetancurt, “el adorno de los retablos es de lo más
rico y curioso de las Indias… fue el autor de ellos Pedro Ramírez
maestro de maestros del siglo que lo goza…” Entre las colum-
nas salomónicas había relicarios que se movían “como tornos”,
para mostrar las muchas formas de marcos en que estaban las
reliquias. El coro tenía una “coronación” o abanico “muy la-
brado” y una tribuna “muy pulida”. El día del estreno hubo ver-
bena en la calle de Tacuba y la procesión con el Santísimo fue
recibida a las puertas del templo por siete niños como flores, en
el traje mexicano, con copilis de perlas y diamantes, y con bailes
graciosos y una loa…
Santa Isabel estuvo exactamente donde hoy se hunde el Pa-
lacio de Bellas Artes. Se construyó de 1676 a 1685, “de bóvedas
hermosas y cúpula” y cuajada de retablos. En 1861 se vendió la
iglesia para convertirla en bodega.
San Juan de la Penitencia estuvo donde ahora se levanta ¡otra
iglesia! ya que la primera, de 1695, fue derruida por la empresa
cigarrera del Buen Tono para hacer su iglesia horripilante. Tenía
buena cúpula y una bellísima reja en el coro alto, que hoy se
oxida a la entrada del Castillo de Chapultepec.
-58-
El monasterio de las Capuchinas estuvo en la que es ahora
calle última de Venustiano Carranza y fue derrumbado en 1861
para abrir ¡un tramo! de la calle de Palma. Pero hay abundantes
noticias de ella, en el libro Trono mexicano, de Ignacio Peña, pu-
blicado en Madrid en 1728. Ocupaba el convento el corazón de
la manzana, con iglesia de oriente a poniente, que fue construida
en 1673. Sus portadas eran sencillas, de orden dórico, pero de
diferentes tamaños. La mayor ostentaba un alto relieve con San
Felipe de Jesús crucificado. En 1756 se le añadieron magníficos
estípites, los primeros que se hicieron exentos en la ciudad.
Su techo, por gracioso arcaísmo, era aún de artesonado,
obrado de moldura y talla y, por la parle cóncava, bajan las moldu-
ras, guardando sus ochavos a recibir en el centro una bandejas on-
deadas, siguiendo por la parte convexa las dichas molduras; fór-
manse entre los artesones unos cuadrángulos con florecillas
colgantes y a todo relieve, todo orlado con la cuerda de San Fran-
cisco, doradas las bandejas de los centros, con los fondos de azul;
en los cuadros que dividen las partes de que se compone el templo
se forma el arrocabe que sobre sí recibe el techo, con sus molduras
doradas y en su medio un romano fo liado de troncos y cortezas
que atan a trechos unas tarjas en que se copian atributos e insig-
nias cuyos coloridos acreditan los primores del pincel…
-59-
claustro era de cuatro arcos por lado, sobre pilastras cuadradas
y su pila ochavada en el centro. En la portería iba el locutorio,
con sus rejas de púas. Y todo quedó, como dice Peña, “con las
tres calidades que deben tener estos edificios: utilidad, firmeza y
hermosura”.
Las carmelitas fundaron Santa Teresa la Antigua, de manera
más inmoral que San José de Gracia. Recordemos el atraco: en
Jesús María vivían Sor Inés de la Cruz y Sor Mariana de la En-
carnación; pero como no salían de súbditas y querían ser autori-
dades ¿qué mejor que construir un nuevo convento, como lo
habían hecho las bernardas? La razón —y admitimos que sin-
cera y legítima—fue la de fundar el Carmelo en México. Consi-
guieron su patrón, que les dejó unas casas de vecindad junto al
Palacio Episcopal. El arzobispo Pérez de la Serna, a quien he-
mos visto excomulgando al virrey, se encargó de la fundación.
Como los vecinos de las casas no querían salir de ellas, Su Ilus-
trísima cohechó a un inquilino, llegó una madrugada y dijo misa
en la sala del inquilino. El lugar se consideró sagrado y se ordenó
desalojar, en ese instante, a los habitantes de las casas, desper-
tándolos a golpes en las puertas y campanillazos. El arzobispo
les decía, cuando salían que “con la presencia de Cristo había
tomado posesión de aquellas casas y que los amonestaba para
que, sin omisión o negligencia, se mudasen”.
La piadosa Sor Inés escribió después que aquello
parecía el día del juicio, por ser mucha la gente que allí vivía y que
le sirvió de recreación al Señor arzobispo y le causaba risa ver salir
a unos medio desnudos y otros cubiertos con sólo las frazadas y
algunos en camisa, dando voces, tanto, que fue necesario enviar por
alguaciles. . . y toda esa gente quedó indignada contra nosotras y era
para alabar a Dios las injurias y maldiciones que nos echaban…
-60-
Esto pasaba en 1615. En esas casas permaneció el convento
hasta 1684, en que se edificó la iglesia actual. Sus portadas son
magníficas, las segundas —después de la Catedral— de orden
salomónico, con suntuosas columnas corolíticas. Como un ar-
caísmo elegante, no lleva cúpula, sino bóvedas de arista y una
colosal bóveda vaída en el antepresbiterio. Del convento no
existe ni un centímetro cuadrado.
Santa Catalina fue el convento de las monjas dominicas. Era
de artesonado y techo a dos aguas. Quizás las portadas sean del
siglo XVII.
San Lorenzo fue fundación de las monjas jerónimas. Como
la segunda iglesia fue construida en el XVII, todos han creído —
menos Angulo— que la que ahora existe es la antigua, pero no
es así. La iglesia del siglo XVII era de artesonado y techo a dos
aguas. Así se ve en los planos, hasta uno de 1753 que aquí se
publica. La había construido, de 1643 a 1650, el maestro arqui-
tecto Juan Gómez de Trasmonte.9 La actual es de 1785, entre
barroca y neoclásica, con una absurda y desproporcionada fa-
chada, pero con excelentes esculturas.
Hemos dejado para el final, intencionalmente, el convento de
San Jerónimo, a pesar de que es el más antiguo como construc-
ción, según se dijo al principio. Se debe esto al hecho de que fue
el asilo intelectual, durante 27 años, de Sor Juana Inés de la Cruz.
Allí profesó en 1669; allí murió en 1695; allí está sepultada, en el
coro bajo, que era un pasadizo inmundo hasta que en 1964-1965
la Secretaría del Patrimonio Nacional restauró magníficamente
los coros, dedicándolos a “recinto sepulcral de Sor Juana Inés
de la Cruz”. Fue una iglesia pobre en su arquitectura. Su fachada,
la última de estilo herreriano, es muy severa. El claustro, que aún
9 Archivo Cervantes.
-61-
permanece, está invadido por casas. Pero no es el de Sor Juana;
es de fines del siglo XVIII. Lo que es del siglo XVII, además de la
propia iglesia, son las bases del coro y su viguería alta; parte de
la cratícula y los confesonarios. La cratícula estaba rehundida en
el muro, como un presbiterio minúsculo, que según se ha visto,
copiaron las capuchinas.
Parroquias y hospitales
Las parroquias del siglo XVII fueron diez: cuatro para criollos y
españoles y las demás para indios y castas. La principal era El
Sagrario, en la segunda capilla a mano derecha, de la Catedral.
Santa Catarina, con su techo plano de viguería y una torre. En
el atrio tenía un “humilladero”. La Santa Veracruz era también
de alfarje de vigas, pero con portada muy rica. San Miguel era
por el estilo. Todas fueron rehechas en el siglo XVIII, salvo San
Miguel, que lo fue a fines del mismo siglo XVII.
Las de indios eran San José de los Naturales, en San Fran-
cisco; Tlatelolco, Santa María la Redonda, llamada así por su in-
teresante presbiterio en forma ochavada, único en México, se-
parado de la nave, que llevaba artesón. San Pablo el viejo, hoy
oficinas del Hospital Juárez; San Sebastián y Santa Cruz Acatlán.
Los hospitales eran once: el del Amor de Dios, fundación
de Zumárraga, donde después fue la Academia de San Carlos.
El de Jesús, Nazareno, fundación de Cortés, que permanece casi
íntegro, con sus patios del siglo XVI. El de San Juan de Dios,
frente a la Santa Veracruz, con su techo, entonces, a dos aguas
y su alfarje. El Hospital Real de Indios, en la calle de San Juan
de Letrán, con su capilla de artesón y su teatro en la parte pos-
terior, como puede verse en el plano de los condes de Mocte-
zuma. El del Espíritu Santo, en la actual calle de Isabel la Cató-
lica —donde ahora es el Casino Español, pues para construirlo
-62-
fue destruida la iglesia, cuya torre era muy bella y muy original—
. El de la Misericordia, en la actual calle de Mariana Rodríguez
del Toro de Lazarín (!), donde después, en el siglo XVIII, se pu-
sieron los baños más antiguos de México y eran “para mujeres
solas”. El de San Hipólito, para locos, único manicomio, enton-
ces, de la ciudad, reedificado el siglo XVIII. El de San Lázaro,
para leprosos, así como el de San Antonio Abad. El primero era
del siglo XVI; el segundo, de 1687. No es que hubiera tantos le-
prosos, sino que los frailes “antoninos” tenían que justificar su
presencia en México. Aún perduran las iglesias de ambos, con-
vertidas en bodegas. El de Betlemitas, cuya fundación es guate-
malteca, debida al venerable terciario franciscano Pedro Betan-
court, para “convalecientes”, pues tan mal salían los enfermos
de los hospitales que necesitaban otros para convalecer. En Mé-
xico se estableció en 1675, y se dedicó la iglesia en 1687, tan rica
de retablos y lámparas que mereció ser pintada a principios del
siglo XVIII por Carlos de Villalpando. El hospital, rehecho en el
siglo XVIII por Lorenzo Rodríguez, conserva su bello patio.
La arquitectura civil
Salvo el transformado Palacio Nacional, nada queda de arqui-
tectura civil del siglo XVII. Toda la ciudad cambió sus casas en
el XVIII. El gran acueducto de Santa Fe, iniciado en 1603 y ter-
minado en 1620, fue destruido con saña en el siglo pasado; ni
siquiera se tuvo la preocupación, como se hizo con el de Cha-
pultepec, de conservar una docena de arcos, como recuerdo. Y
eso que tenía mil arcos, lo cual es impresionante. Venía del pue-
blo de Santa Fe, pasaba bajo la roca de Chapultepec, continuaba
por San Cosme y la Alameda, donde concluía frente a la casa del
Mariscal de Castilla, hoy enano rascacielos detrás de Bellas Ar-
tes.
-63-
Las fuentes para el servicio de agua eran más de cuarenta;
pero, la única de interés, la de la Plaza Mayor. Las demás eran
simples arcos rehundidos en las esquinas de los conventos o de
los palacios. De ellas partían las “mercedes” de agua, cuyas me-
didas eran la “paja” como más pequeña; la “naranja” como me-
diana y el “buey” como la más grande. A pesar de este último e
increíble nombre, el grosor del chorro era de unos cuantos cen-
tímetros.
Se ha señalado una característica cromática de la ciudad de
México: el rojo de sus paños de tezontle y el gris blanco de sus
jambas y dinteles. Añadamos otra: la de subir esas jambas hasta
la cornisa, prolongándolas más allá de los dinteles, de modo que
resultaba un paño rectangular que servía para poner monogra-
mas religiosos, relieves, fechas y hasta escudos. A principios del
siglo, en 1608, decía el cronista fray Hernando Ojea:
Casi todos los edificios de esta ciudad son de cal y canto; las casas
lindísimas, grandes y espaciosas, de patio, corredores y corrales;
ventanas rasgadas con rejas de hierro; curiosas, ricas y bien labradas
portadas y cubiertas de azotea o terrado enladrillado o encalado, y
así la ciudad es muy grande y ocupa tanto o más sitio que Sevilla o
Madrid…
-64-
pedazos de casas viejas que quitan la vista”, por lo que pide “se
pongan en traza y se les dé nivel y derecera”, y otro pedía
se acabe de arreglar una calle por el convento de San Juan de la
Penitencia para que no haya callejones que sirvan de ladroneras
contra la policía y buen adorno de una ciudad tan principal y de
tanto lustre como ésta.
-65-
Es posible que algunas casas decoradas en argamasa como
ésta, sean del siglo XVII, como la de la esquina de Uruguay y 5
de Febrero y la que forma el ángulo de las calles de Guatemala
y Argentina.
Según el plano de los condes de Moctezuma, muchas de las
casas estaban aún almenadas. Y lo comprueba una noticia de
Robles, de 1679: “Cayó un rayo en la casa de los Guerreros,
junto a Santa Inés, y derribó dos almenas”. Frente a la Concep-
ción se ve una casa de dos pisos con jardín esquinero, protegido
por tres ventanas de fortísimas rejas. El palacio por Mariscal de
Castilla está también almenado y, por dentro, con su patio de
arcos. El palacio que sería después del marquesado de Guardiola
lleva almenas, con su portada renacentista, varios balcones en-
rejados y uno esquinero. Duró hasta mediados del siglo XIX.
Otra casa imponente era El Rastro, con sus medievales torreo-
nes en cada esquina, que maltrecho, llegó hasta el siglo XIX. Era
de 1619, con portadas “de orden toscano”, es decir, dórico, con
almenas de tezontle “sacadas en punta de diamante”.
Las casas más humildes eran de un piso, con sus azoteas de
terrados. Ignoramos si ya había “accesorias” y “casas de taza y
plato”. Que las había con entresuelos consta por documentos,
ya que los poetas Ramírez de Vargas y Ayerra Santa María los
alquilaban en la calle de los Donceles.
El Real Palacio aún era en 1692 el del siglo XVI. Su frente no
llegaba hasta la esquina de la Moneda, como ahora. Tenía dos
portadas renacentistas, de 1564, y tres patios. La habitación de
los virreyes, era el ala izquierda, y tenía, según el cronista Sari-
ñana:
todas las piezas, camarines y retretes (recibidores y recámaras) que
pide la suntuosidad de un palacio; junto a la escalera tiene tres salas
grandes, principales, de estrado (de reuniones), con balcones a la
-66-
Plaza Mayor, y entre ellos uno de doce varas de largo y casi dos de
vuelo, ensamblado y dorado, con su zaquizamí y plomada…
-67-
EL BARROCO EN LA NUEVA ESPAÑA
tiene una connotación peyorativa y, según parece, este sentido ya era viejo enton-
ces. V. Castro, Américo. Revista de Filología Española, núm. XXI, 1934. P. 76.
-68-
En la actualidad hay una corriente de estudiosos que atribuyen
el significado del término “barroco” a la fusión de estos dos he-
chos ya señalados.12
Para Díaz-Plaja13 el barroco es una constante en el tiempo, la
deformación de un arte que, llegado a la madurez, comienza su
crisis y su deformación haciendo de ésta su propia parodia, a la vez
que una corriente artística en sí misma. La síntesis que hace Mén-
dez Plancarte14 puede ilustrar mejor esta idea:
xico, UNAM, 1943. P. XI. (Biblioteca del Estudiante Universitario, núm. 43).
15 Alborg, Juan Luis. Historia de la literatura española. Madrid, Gredos, 1970. Vol. II.
P. 13.
-69-
c)Violencia dinámica, movimiento, tensión, vehemencia y
apresurada sucesión de ideas y de imágenes, que reemplazan la
tendencia estática, lógica y ordenada del arte clásico.
d) Cultivo del contraste.
e) Artificiosidad, rebuscamiento y afectación.
f) Falta de equilibrio en el carácter de los temas y en el em-
pleo de los medios expresivos.
Habrá que añadir, para especificar este cuadro, como lo hizo
el notable investigador Jaime Siles16, el cuadro de don Emilio
Carilla17 que anota los aspectos literarios que son esenciales en
el barroco hispánico:
a) La contención (y alarde dentro de la contención)
b) La oposición y la antítesis.
c) Lo embellecido (más que lo bello).
d) La individualización de lo feo y lo grotesco.
e) El desengaño (dentro de los límites humanos) y la tras-
cendencia de las ideas religiosas.
Hay que tener presente, como marco de referencia, que el
Renacimiento con sus ideales clásicos, entró en crisis a finales
del siglo XVI y que a este periodo, frecuentemente denominado
“manierismo”,18 le siguió el periodo conocido con el nombre de
barroco, que habría de prolongarse hasta finales del siglo XVII
y que, en muchos casos, como el de la Nueva España, todavía
arte, Madrid, Guadarrama, 1972. Hay muchas críticas al empleo de este concepto
que ya se ha vuelto tan amplio como el término “barroco”. Tal vez la mejor mo-
nografía sobre este tema sea la del profesor español Orozco Díaz, Emilio. Manie-
rismo y barroco. Madrid, Cátedra, 1975.
-70-
se prolongaría más aún. A mediados del dieciocho se terminaron
en México muchos ejemplares del “Barroco exuberante” —
como llama Manuel Toussaint19 al “barroquismo” o “late baro-
que”, homologado muchas veces con el “rococó”.
La crisis del Renacimiento es no sólo una crisis de edad o de
tiempo. Es la crisis producida por los avances científicos, los
descubrimientos geográficos, la llegada de un enorme número
de productos comestibles raros, vegetales y animales, artículos
suntuarios importados del Oriente. Es fundamentalmente la cri-
sis producida por una transformación radical de la economía. El
auge del mercantilismo y el desarrollo paralelo del comercio, el
crecimiento de las manufacturas y de las operaciones bancarias,
la emigración hacia América, el aumento desmedido en el volu-
men del oro y de la plata, con el correlato de una hiperinflación.
Todo esto aparejado con la concentración del poder (el absolu-
tismo), la afirmación de los estados nacionales y la transforma-
ción de los señores feudales en elementos de ornato.
Y no tiene por qué ser “crisis” en el sentido de “decadencia”
puesto que no fue tal para países como Inglaterra, Francia u Ho-
landa donde se estaba gestando la llamada “acumulación origi-
naria de capitales”. Lo fue, sí, para España que, en tanto sólo
unos años, de 1539 a 1550, había visto crecer la deuda de la Co-
rona en un 700%. El mismo emperador, Carlos I, tuvo dos as-
pectos diferentes, como el brillante vencedor de Pavía y como
el vencedor cansado y preocupado de Mülberg en 1547. Se ha
insistido mucho, por otro lado, en el clima postridentino que
-71-
marcó definitivamente el derrotero de la cultura española. Al es-
píritu de la contrarreforma se le deben, por lo menos, la conten-
ción y la trascendencia de las ideas religiosas señaladas por Ca-
rilla como características esenciales del barroco literario
hispánico. Se le deben, también, el endurecimiento de la Inqui-
sición, el radicalismo de las políticas religiosas y las costosas gue-
rras, pero sobre todo —y esto es muy importante para la eco-
nomía— la expulsión de los grupos industriosos no cristianos
que dio al traste con la escasa manufactura que empezaba a desa-
rrollarse en la Península ibérica y propició la fuga de capitales.
Al hablar del barroco en la Nueva España, Manuel Toussaint
no está de acuerdo en relacionar a la contrarreforma con el arte
barroco y profundizar en causas psicológicas y sociológicas que
poco tienen que ver con las colonias americanas puesto que sus
situaciones (económica, política e histórica) son muy diferentes:
...se ha querido ver en el barroco la expresión del arte de la contra-
rreforma... En realidad, el asunto es tan amplio y la connotación de
la palabra tan fluida, que difícilmente nos pondremos de acuerdo.
Lo que sí puedo afirmar es que el barroco de México se mueve
dentro de tendencias peculiares suyas. Puede derivarse del barroco
europeo, sin duda, pero su desarrollo es tan particular, tan único,
que sería temerario relacionarlo con esas teorías. Son más bien re-
laciones de semejanza... En el fondo, debe estudiarse si son causas
semejantes: psicología del pueblo, sentimientos religiosos, prospe-
ridad económica, las que producen efectos iguales.20
20 Id. p. 98.
-72-
discutido muchísimo, particularmente en el terreno económico.
Los españoles no llegaron a colonizar sino a saquear a las muy
diversas sociedades indígenas que se encontraron. El modo de
producción indígena tenía en la cúspide de su pirámide a los pe-
ninsulares, quienes a través de la nobleza local percibían los tri-
butos correspondientes a las antiguas castas dominantes. Fue a
través de la “encomienda” como se institucionalizó la explota-
ción de la economía indígena, y se logró la acumulación que más
tarde daría lugar a las empresas mineras, cañeras, cafetaleras, ta-
bacaleras y hacendarias de las colonias. No debe verse, por eso,
a la encomienda como una extensión del feudo europeo, ni al
encomendero como una réplica del señor feudal porque enton-
ces no podría entenderse el carácter precapitalista de las econo-
mías coloniales americanas. El régimen jurídico del feudo es ra-
dicalmente diferente al régimen a que desde un principio se
sometió a la encomienda. De hecho, este punto fue el centro de
debate entre la Corona, las órdenes religiosas y los hijos de los
conquistadores desde la promulgación de las “leyes nuevas”
(1542) y hasta muy entrado el siglo XVII.
Por eso, el arte que pudo haber producido una sociedad
como la sociedad novohispana tuvo que haber sido un arte im-
portado. Copiado de la Península, o de los moldes que influían
a la Metrópoli (Italia, Alemania, Francia), la poesía, la pintura y
la arquitectura llegaban en las flotas que aparecían en Veracruz
dos veces por año, con hombres de letras tan famosos como
Gutierre de Cetina, Juan de la Cueva, Eugenio de Salazar, Mateo
Alemán, Tirso de Molina, Luis Belmonte Bermúdez, Francisco
de Lugo y Dávila. Un arte culto, dedicado a la gente culta. De
-73-
ahí que, al hablar de las preocupaciones filosóficas y psicológi-
cas, sólo pueda decirse que éstas también eran importadas y que
el arte no respondía a ellas de la forma tan inmediata en que
respondía en Europa. Así puede explicarse que los “Triunfos”
de Petrarca estén en la Casa del Deán en Puebla, que los graba-
dos de Klauber estén presentes en las construcciones quereta-
nas, que León Hebreo, Marsilio Ficino, Pico de la Mirandola y
Atanasio Kircher se hallen en Sandoval Zapata, Sor Juana Inés
y Sigüenza y Góngora y que, sin embargo, las manifestaciones
artísticas de la Colonia sean diferentes a las de España.
Como en otros casos, el periodo barroco no está sujeto a
momentos específicos cuyo principio y fin pueda determinarse
en forma tajante. Se puede enmarcar en el siglo XVII, pero no se
puede hablar del comienzo porque, como el final, éste fue un
proceso más o menos largo que se deshizo como cuando un
color firme se va esfumando hasta convertirse en otro dentro de
la gama del arcoiris.
III. Pp. 52-57 y 16-23. El plano también puede encontrarse en un libro difícil de
-74-
plano realizado en 1629 por el arquitecto Juan Gómez de Tras-
monte y el biombo del pintor Diego Correa, realizado en 1695:
como se podrá ver, esta innovación consiste en la cúpula, “es
decir, la alta bóveda de media naranja, sobre pechinas, con ven-
tanas abiertas en la media naranja y remate de linternilla...”23, y
en la elevación de la mayor parte de las techumbres.
En 1601, Alonso Pérez de Castañeda dibujó la primera bó-
veda de la Ciudad de México (la iglesia del hospital de Jesús,
terminada en 1665), sin embargo, otro arquitecto, el padre je-
suita Juan López de Arbaiza, que había construido en Puebla
otras bóvedas (en 1598), fue el autor de las primeras bóvedas
vaídas de la Ciudad de México: la magna iglesia de San Pedro y
San Pablo (1603). Luego siguieron Santiago Tlatelolco (1609) y
San Jerónimo (1623), hasta llegar a La Concepción (1645),
donde se halla propiamente la primera cúpula de este tipo. El
hecho arquitectónico que hemos descrito puede marcar la afir-
mación de una cultura barroca.24
Para el historiador de la literatura Irving A. Leonard25, el pe-
riodo barroco en Nueva España comienza con un hecho muy
especial: la llegada del arzobispo y, más tarde, virrey interino fray
García Guerra, en 1608. Porque con su llegada ocurrieron una
serie de transformaciones sociales y culturales que fueron ya ca-
racterísticas de la era barroca. Asimismo, para Leonard el final
-75-
de este periodo se dio con la muerte del polígrafo novohispano
y frustrado jesuita Carlos de Sigüenza y Góngora, en 1700. Las
fechas pueden resultar muy cómodas pero, por lo menos la úl-
tima, es falsa porque en pleno siglo XVIII las manifestaciones
artísticas del barroco se siguieron sucediendo con gran intensi-
dad.
Para Anderson Imbert el barroco se dio espontáneamente
en Nueva España. Bernardo de Balbuena tiene en su Grandeza
mexicana no la semilla sino la verdadera planta barroca en la con-
ciencia del virtuosismo lingüístico: “la lengua es un cuerpo so-
berano, que puede contorsionarse, saltar, inmovilizarse en un
gesto enigmático, abrir de pronto los brazos para derramar me-
táforas y otra vez replegarse en un oscuro juego de conceptos,
siempre adornado, siempre orgulloso de no ser lengua vulgar”26
Y se dio también como un temprano producto de importación,
gracias a la peculiaridad que adquirió en México el fenómeno
Góngora. El mismo Bernardo de Balbuena, en fecha tan tem-
prana como 1604, elogió al “Cordobés” con estas palabras: “en
qué parte del mundo se han conocido poetas tan dignos de ve-
neración” como “el agudísimo don Luis de Góngora”.27 Para
sostener esta hipótesis de la influencia gongorina, Anderson Im-
bert recuerda que en Nueva España circulaban las obras manus-
critas de Góngora aun antes de que éstas fueran publicadas.28
Pp. XXIII-XXV, quien da una serie de referencias sueltas que han aprovechado
algunos autores para hacer monografías poco originales. V. También Reyes,
-76-
Resumiendo, para mayor comodidad, todas aquellas obras
escritas en el siglo XVII que posean las características generales
enumeradas por Alborg (citadas más arriba) y las características
particulares tomadas de Emilio Carilla (también v. supra) serán
consideradas como parte del periodo barroco.
Alfonso. ”Góngora y América”, en Obras Completas, Vol. VII. México, FCE, 1958.
Pp. 235-249.
29 Gracián, Baltasar. Arte de ingenio y agudeza. Madrid, Espasa-Calpe, 1942. (Col.
-77-
prefijado, no un imprevisto don del Espíritu. Hay memorables
excepciones...”30 y en la que advierte “nuestro siglo ha perdido,
entre tantas cosas, el arte de la lectura. Hasta el siglo XVIII este
arte era múltiple. Quienes leían un texto recordaban otro texto
invisible, la sentencia clásica o bíblica que había sido su fuente y
que el autor moderno quería emular y traer a la memoria...” Y
luego cita un par de ejemplos:
Huya el cuerpo indignado con gemido
debajo de las sombras
QUEVEDO
Vitaque cum gemitu fugit indignata sub umbras
VIRGILIO
La Eneida
-78-
Fox Morcillo, la de García Matamoros, la de Arias Montano, la
de Pedro Juan Núñez, la de Lorenzo Palmireno y la de Francisco
Sánchez de las Brozas. Sin ser una lista exhaustiva, son muchas
poéticas, pero ¡todas son latinas! Es síntoma del atraso en que
vivía la república de las letras en España con relación a su propia
realidad, el hecho de que entre el Arte de trobar de Juan de la
Enzina (1496) —poética de cancionero, “ejemplar” de la mé-
trica cortesana— y el Arte poética en romance castellano (1580) de
Miguel Sánchez de Lima —primera poética para trovar al modo
italiano— medien más de ochenta años y se haya escrito casi
cincuenta años después de la muerte de Garcilaso.
Tendría que ser el genio de Fernando de Herrera y, un poco
antes, el del Brocense quienes con su erudición y gran conoci-
miento de los clásicos, así como de las lenguas más importantes
de su tiempo, lograran con sus Anotaciones a Garci-Lasso dar luz
a los poetas que imitaron la música del Toledano.
Respecto al arte de imitar, el Brocense escribió categórica-
mente en 1574:
...digo, y afirmo que no tengo por buen poeta al que no imita a los
excelentes antiguos. Y si me preguntan por qué entre tantos milla-
res de Poetas como nuestra España tiene, tan pocos se pueden con-
tar dignos de este nombre, digo, que no ay otra razón, sino porque
les faltan las ciencias, lenguas y dotrina para saber imitar... ansí to-
mar a Homero sus versos y hacerlos propios, es erudición, que a
pocos se comunica. Lo mismo se puede decir de nuestro Poeta que
aplica y traslada los versos y sentencias de otros poetas, tan a pro-
pósito, y con tanta destreza, que ya no se llaman agenos, sino suyos;
-79-
y más gloria merece por esto, que no si de su cabeza los compusiera,
como lo afirma Horacio en su Arte poética.31
31 Cit. por Vilanova, Antonio. “Preceptistas españoles de los siglos XVI y XVII”,
en Historia general de las literaturas hispánicas, Vol. III, ed. Guillermo Diaz-Plaja. Ma-
drid, 1953. Pp. 572-573.
32 Carballo, Luis Alfonso, de, Cisne de Apolo. Madrid, Cátedra, 1982.
33 Carrillo y Sotomayor, Luis. El libro de la erudición poética. Madrid, Cátedra, 1983.
34 Parker, Alexander A. “Introducción”, en Góngora y Argote, Luis. Fábula de
-80-
una abundantísima profusión de figuras retóricas planteadas en
los niveles morfológico, sintáctico y semántico y donde la hipér-
bole juega un papel preponderante. Pero no están ausentes ni el
juego brillante de palabras ni el estilo —prosaico muchas ve-
ces— que se entrega al juego de ingenio con las ideas atribuidas
al conceptismo. Jamás hubo tendencias puras, es verdad que
poetas como Quevedo hicieron mofa del estilo gongorino, pero
es verdad también que muchísimos poetas fueron seducidos por
la belleza del estilo ampuloso del Cordobés y que, aun cuando
se trataba de dos estéticas en principio diferentes, el gongorismo
era, con mucho, una tendencia más amplia que las ideas cultera-
nas respecto a la poesía, era la estética integradora de todas las
tendencias. La mofa estuvo siempre dirigida en contra de la ca-
ricatura que los poemas —culteranos o conceptistas— forma-
ban cuando no conseguían llegar a su ideal. Los malos imitado-
res, o los epígonos poco entendidos fueron los únicos que
evitaron mezclar las aguas de los “hermanos enemigos” con los
resultados más nefastos.35
Así puede entenderse que sonetos de Góngora como “Co-
sas, Celalba mía, he visto extrañas”,36 “Vencidas de los montes
marïanos”, “Valladolid, de lágrimas sois valle”, “En el cristal de
tu divina mano”, “Menos solicitó veloz saeta” y muchos otros,
muros de la patria mía” que escribió Quevedo hacia 1612. El soneto de Góngora
termina así: “Pastores, perros, chozas y ganados /sobre las aguas vi, sin forma y
vidas, /y nada temí más que mis cuidados.”
-81-
parezcan escritos por la mano de Quevedo. Y viceversa, sonetos
como “Éste, en traje de túmulo, museo”,37 “Ostentas, de prodi-
gios coronado”, “En breve cárcel traigo aprisionado” y muchos
otros, parezcan hechura de Góngora. Es muy difícil que, sin una
competencia de lector especializado, alguien logre acertar la au-
toría del terceto final que dice: “Tu edad se pasará mientras lo
dudas; /de ayer te habrás de arrepentir mañana,/ y tarde y con
dolor serás discreta.”
El gongorismo no huía de los conceptos. La agudeza del
“concepto” enarbolada por Baltasar Gracián —el más acérrimo
de los conceptistas— se cumple cabalmente incluso en los poe-
mas culteranos. Por eso, en lo que podríamos considerar la poé-
tica y la antología del barroco, El arte de ingenio, tratado de la agu-
deza… de Gracián (Madrid, Juan Sánchez, 1642)38, el autor que
predomina sobre todos los que se mencionan es Góngora. Ilus-
tremos el conceptismo con uno de los poemas más distintivos
de esta corriente:
Son una y otra luminosa estrella
lucientes ojos de su blanca pluma:
si roca de cristal no es de Neptuno,
pavón de Venus es, cisne de Juno.39
37 El tercer verso de este soneto dice “en donde está en cenizas desatado”; sólo
hay que recordar el verso 89 de la primera Soledad, cuando se describe una de las
brasas de la fogata: “mariposa en cenizas desatada”.
38 Es el título y la fecha de la primera edición que se repetirá en las ediciones de
-82-
(La fábula de Polifemo y Galatea. 101-104)
en el plumaje del cisne. Sin embargo el concepto no termina ahí: entran en juego
Venus y Juno cuyas aves forman parte de sus atributos (sinécdoque); empero, para
mayor complicación, estos atributos se encuentran cruzados: el pavón es de Juno
y el cisne es de Venus. El verso podría quedar: “cisne de Venus es, pavón de
Juno” (acentuada óooóoóoóoóo) con una alteración acentual cuyo sonido resta
fuerza al marcar la cesura porque la palabra “cisne” es grave, mientras que “pa-
vón” es aguda, sin embargo, aun cuando la correcta atribución redunda en bene-
ficio de la eufonía del poema, Góngora cruza los atributos para marcar la confu-
sión de los sentidos ante el prodigio que representa Galatea, como en la expresión
“púrpura nevada o nieve roja”. La explicación es complejisíma y tiene que ver, en
última instancia, con la filosofía neoplatónica y la confundida percepción barroca.
Se trata de fundir en el intelecto, como capacidad superior privativa del hombre,
situada por encima de la razón que no admite contradicciones, a dos diosas enemi-
gas desde el “juicio de Paris” y cuyos atributos son tan diferentes. Para mayor
comprensión de esta idea, véase las teorías de Nicolás de Cusa y Giordano Bruno
en una historia de la filosofía. V. también el estudio de Alexander A. Parker, citado
supra, nota 27.
40 Cruz, Sor Juana Inés, de la. “Respuesta a Sor Filotea”. En Obras Completas. Vol.
-83-
Los criollos hicieron una “poesía ancilar”, puesta al servicio
de una sociedad que pretendía dar a los acontecimientos coti-
dianos una valía excepcional. Así, la entrada de un virrey o un
arzobispo, la dedicación de un templo, las exequias de un alto
personaje, alguna conmemoración religiosa, algún certamen uni-
versitario y hasta un sermón, eran motivo para escribir versos.
Se llegó a los extremos más inverosímiles en el grado de dificul-
tad: poemas con eco
Si el alto Apolo la sagrada agrada
piedad troyana, a que debida vida
tanto asegure, que eximida mida
del veloz tiempo en la jornada nada…
SONETO
Dé a tu Diestra Azañosa (que Excelente
Encumbra Esmaltes Liberal Lucida)
Nítida Trompa Vfana, con Bruñida
Aureada Acción Aplauso Refulgente
-84-
Penetró Nauta el Lábaro hacia Oriente
Lanzó al Rebelde Opónese Nacida
Antorcha a su Antro Rasga Compelida
Vereda al Risco Yndaga lo Eminente
Sojuzgó al Orgulloso Empeño Ynculto
Otros miden el Monte Luego Bramas
Siguiendo Ayrón de Audaz flechero Vulto
Mil laureles Rozaste en Rudas Ramas
I al continuo Turbión de Tanto Insulto
León, le Extingues Esforzado Llamas
V. Un ejemplo barroco
Para comentar, a manera de síntesis en la que se apliquen algunas
de las ideas expuestas aquí, tomaremos un fragmento del Sueño
42 Méndez Plancarte, Alfonso. Ob. cit.
-85-
de Sor Juana. Dos oraciones sintácticas que abarcan los versos
que van del 704 al 756:
Estos, pues, grados discurrir quería
unas veces. Pero otras disentía,
excesivo juzgando atrevimiento
el discurrirlo todo,
quien aún la más pequeña
aun la más fácil parte no entendía
de los más manuales
efectos naturales;
quien de la fuente no alcanzó risueña
el ignorado modo
con que el curso dirige cristalino
deteniendo en ambages su camino
—los horrorosos senos
de Plutón, las cavernas pavorosas
del abismo tremendo,
las campañas hermosas,
los Elíseos amenos,
tálamo ya de su triforme esposa,
clara pesquisidora registrando
(útil curiosidad, aunque prolija,
que de su no cobrada bella hija
noticia cierta dio a la rubia Diosa,
cuando montes y selvas trastornando,
cuando prados y bosques inquiriendo,
su vida iba buscando
y del dolor su vida iba perdiendo)—;
quien de la breve flor aun no sabía
por qué ebúrnea figura
circunscribe su frágil hermosura:
mixtos, por qué, colores
—confundiendo la grana en los albores—
fragante le son gala:
ámbares por qué exhala,
y el leve, si más bello
ropaje al viento explica
que una y otra fresca multiplica
hija, formando pompa escarolada
-86-
de dorados perfiles cairelada,
que —roto del capillo el blanco sello—
de dulce herida de la Cipria Diosa
los despojos ostenta jactanciosa,
si ya el que la colora,
candor al alba, púrpura al aurora
no le usurpó y, mezclado,
purpúreo es ampo, rosicler nevado:
tornasol que concita
los que del prado aplausos solicita:
preceptor quizá vano
—si no ejemplo profano—
de industria femenil que el más activo
veneno, hace dos veces ser nocivo
en el velo aparente
de la que finge tez resplandeciente.
En el poema
se suponen sabidas cuantas materias en los libros de Ánima se es-
tablecen, muchas de las que tratan los mitológicos, los físicos, aun
en cuanto médicos; las historias profanas y naturales y otras no vul-
gares erudiciones.
43 V. “La biografía del padre Calleja”, en Maza, Francisco, de la. Sor Juana Inés de
la Cruz ante la historia. México, UNAM, 1980. Pp. 139-153.
-87-
El sujeto de estas oraciones es “el entendimiento” humano
que está tratando de comprender el mundo y se detiene cre-
yendo que es un atrevimiento indagar el porqué de los fenóme-
nos naturales, el porqué de la forma, de los colores y de los aro-
mas de las rosas, el porqué de su reproducción y de la brevedad
de la vida de la reina de las flores. El fragmento acaba con una
lección moral respecto al empleo de los cosméticos. Pero nada
de esto puede ser comprendido si no se tienen en cuenta ciertos
elementos que constituyen lo que hemos llamado la “erudición
poética”.
-88-
Ceres es responsable, puesto que de ella depende la fecundidad
de la tierra—, Júpiter interviene salomónicamente para que la
mitad del año Proserpina permanezca junto a su madre (la pri-
mavera) y la otra mitad se quede con su esposo en el infierno.
2) de dulce herida de la Cipria Diosa
los despojos ostenta jactanciosa
-89-
Sor Juana este tópico adquirió matices éticos que se dejan ver en
forma clarísima en el soneto 147:
Rosa divina que en gentil cultura
eres, con tu fragante sutileza,
magisterio purpúreo en la belleza,
enseñanza nevada a la hermosura.
Amago de la humana arquitectura,
ejemplo de la vana gentileza,
en cuyo ser unió naturaleza
la cuna alegre y triste sepultura.
¡Cuán altiva en tu pompa, presumida,
soberbia, el riesgo de morir desdeñas,
y luego desmayada y encogida
de tu caduco ser das mustias señas,
con que docta muerte y necia vida,
viviendo engañas y muriendo enseñas!45
-90-
dilata tu nacer para tu vida,
que anticipas tu ser para tu suerte.
-91-
Se trata de un maquillaje hecho a base de azogue sublimado
(“solimán”), o a base de una sustancia de plomo, disuelta en vi-
nagre fuerte, que se evapora y deja un polvo blanquísimo (“al-
bayalde”), ambas sustancias tienen cualidades tóxicas. Son lla-
madas por Sor Juana “doblemente nocivas” porque, por un lado
son venenosas y, por el otro, usadas en el maquillaje engañan a
la vista (“finge tez resplandeciente”) y corrompen moralmente a
quien las usa.
La presencia de los mitos, es también la de Ovidio; la pre-
sencia de la ostentación de la vida en la belleza de la flor, es un
tema abundantísimo en el barroco (presagia el desengaño), y re-
mite casi siempre a Horacio (pasado por la cultura italiana y, para
llegar a Sor Juana, filtrado por todos los poetas auriseculares,
desde Garcilaso hasta Calderón, pasando naturalmente por
Francisco de Rioja47). La forma de decir las cosas es el lenguaje
culterano y es también, ante todo, la presencia de Góngora que
en América tuvo muchos más seguidores que en Europa. Esto,
sin embargo, no disminuye en nada la fabulosa sapiencia de Sor
Juana, ni reduce los méritos de su poesía. Cada mito, cada alu-
sión, cada homenaje están asimilados, integrados, en perfecta
consonancia con el modo de escribir de su tiempo. De tal forma
que estos versos, como decía Horacio —recordado por el
47Véanse tan sólo los poemas antologados por Marcelino Menéndez y Pelayo en
Las cien mejores poesías líricas de la lengua castellana. México, Porrúa, 1970. Col. “Sepan
cuantos…”, núm. 137.
-92-
Brocense— “ya no se llaman agenos, sino suyos; y más gloria
merece por esto, que no si de su cabeza los compusiera”.48
VI. Bibliografía
1. ALBORG, JUAN LUIS. Historia de la literatura española. Madrid, Gredos,
1970. Vol. II.
2. ANDERSON IMBERT, ENRIQUE. Historia de la literatura hispanoamericana.
Vol. I. México, FCE, 1970. 2da. edición. (Col. Breviarios. núm. 89).
3. ARNOLD HAUSER. Historia social de la literatura y el arte, Madrid, Guada-
rrama, 1972.
4. BENÍTEZ, FERNANDO. Historia de la ciudad de México. Barcelona, Salvat,
1984. Vol. III.
5. BORGES, JORGE LUIS. “Prólogo y selección”, en Quevedo, Francisco,
de. Antología poética. Madrid, Alianza Editorial, 1982.
6. CALLEJA, DIEGO. “La biografía del padre Calleja”, en Maza, Francisco,
de la. Sor Juana Inés de la Cruz ante la historia. México, UNAM, 1980. Pp. 139-
153.
7. CARBALLO, LUIS ALFONSO, DE. Cisne de Apolo. Madrid, Cátedra, 1982.
8. CARILLA, EMILIO. El barroco literario hispánico. Buenos Aires. Nova. 1969.
9. CARRILLO Y SOTOMAYOR, LUIS. El libro de la erudición poética. Madrid,
Cátedra, 1983.
10. CASTRO, AMÉRICO. Revista de Filología Española, núm. XXI, 1934. P. 76.
11. COROMINAS, J. Diccionario critico y etimológico de la lengua castellana. Madrid,
Gredos, 1954. Vol. I. P. 415.
12. CRUZ, SOR JUANA INÉS, DE LA. “Respuesta a Sor Filotea”. En Obras
Completas. Vol. IV. México. FCE. 1976.
13. DIAZ-PLAJA, GUILLERMO. Hacia un concepto de la literatura española. Ma-
drid, Espasa-Calpe, 1942. (Col. Austral, núm. 297).
48Francisco Sánchez de las Brozas. “Al lector”, en Obras del excelente poeta Garci
Lasso de la Vega, con anotaciones y enmiendas del maestro… Salamanca, Lucas de Iunta,
1581. Pág. 5bis.
-93-
14. GRACIÁN, BALTASAR. Arte de ingenio y agudeza. Madrid, Espasa-Calpe,
1942. (Col. Austral, núm. 258).
15. KARL BORINSKI (1914)
16. LEONARD, IRVING A. La época barroca en el México Colonial. México,
FCE, 1974. (Col. Popular, núm. 129).
17. MAZA, FRANCISCO, DE LA. La ciudad de México en el siglo XVII. México,
SEP-FCE, 1985. (Col. Lecturas Mexicanas, núm. 95).
18. MÉNDEZ PLANCARTE, ALFONSO. ”Introducción”, en Poetas Novohispa-
nos, Vol. II. México, UNAM, 1943. P. XI. (Biblioteca del Estudiante Uni-
versitario, núm. 43).
19. MENÉNDEZ Y PELAYO, MARCELINO. Historia de las ideas estéticas en Es-
paña. Buenos Aires, GLEM, 1943. Vols. IV y V.
20. OROZCO DÍAZ, EMILIO. Manierismo y barroco. Madrid, Cátedra, 1975.
21. PARKER, ALEXANDER A. “Introducción”, en Góngora y Argote, Luis.
Fábula de Polifemo y Galatea. Madrid.
22. REYES, ALFONSO. “Letras de Nueva España”, en Obras Completas, tomo
XII. México, FCE, 1962.
23. REYES, ALFONSO. “Góngora y América”, en Obras Completas, Vol. VII.
México, FCE, 1958. Pp. 235-249.
24. SÁNCHEZ DE LAS BROZAS, FRANCISCO. Obras del excelente poeta Garci
Lasso de la Vega, con anotaciones y enmiendas del maestro… Salamanca, Lucas de
Iunta, 1581. La primera edición es de Pedro Lasso, Salamanca, 1574.
25. SILES, JAIME. El barroco en la poesía española. Madrid, Doncel, 1975.
26. TOUSSAINT, MANUEL. Arte colonial en México. México, UNAM-Instituto
de Investigaciones Estéticas, 1983. Cuarta edic.
27. VILANOVA, ANTONIO. “Preceptistas españoles de los siglos XVI y
XVII”, en Historia general de las literaturas hispánicas, Vol. III, ed. Guillermo
Diaz-Plaja. Madrid, 1953.
-94-
La canción famosa del padre Bocanegra y el influjo de
Calderón de la Barca
-95-
¿Qué duración habrá que el hombre espere
O qué mudanza habrá que no reciba
De astro que cada noche nace y muere?
-96-
Son piedades de oculta conveniencia!
No, infausto, pues, te desconsuele el día
Que ves, ¡oh España!, en lágrimas bañada,
Hebraísmo, Alcorán y Apostasía.
Sin Fe, Esperanza y Caridad fundada
Pendes de otra con quien tu monarquía
Es viento, es polvo, es humo, es sombra, es nada.
-97-
anónima en la antología de Alfay (Poesías varias de grandes ingenios,
Zaragoza, 1654) pero conocida en el mundo hispánico desde
unos veinte años antes puesto que fue atribuida desde muy tem-
prano a Antonio Mira de Amescua, muerto en 1644 y a Barto-
lomé Leonardo de Argensola, muerto en 1631. Siguiendo los
distintos manuscritos en que aparece la canción “Ufano, alegre,
altivo, enamorado…”, José Manuel Blecua reveló en 1942 la
identidad del verdadero autor de este poema. Fue un tal José de
Sarabia, apodado “el Trebijano” (o “Trevijano”), secretario del
duque de Medina Sidonia entre 1628 y 1630, natural de Pam-
plona y caballero del hábito de Santiago.49
Alfonso Méndez Plancarte señala también la presencia de
otro modelo peninsular en la canción del padre Matías de Boca-
negra, la canción de fray Luis que empieza “Mi trabajoso día…”,
escrita a imitación del Petrarca (“Standomi un giorno, solo a la fenes-
tra…”), pero es evidente que, de figurar como modelo algún
texto del fraile agustino, el más a propósito por su tema sería
aquella rara cancioncilla que comienza “Mil varios pensamien-
tos, / mi alma en un instante revolvía…”. Señalada como un
texto “de carácter autobiográfico” que habría necesidad de pon-
derar, junto con la canción que empieza “Por bosques y ribe-
ras…”, ambas composiciones anticipan el tema de la controver-
tida canción sobre el “…conocimiento de sí mismo” (“En el
profundo del abismo estaba…”). Desde luego que las tres obras
son de atribución dudosa en la obra luisiana. Lo importante en
49 Véase José Manuel Blecua. “La canción «Ufano, alegre, altivo, enamorado»” y
“El autor de la canción «Ufano, alegre, altivo, enamorado»”, en Sobre poesía de la
Edad de Oro (Ensayos y notas eruditas). Madrid, Gredos, 1970. Biblioteca Romá-
nica Hispánica. VII. Campo abierto, núm. 26. Págs. 244-254 y 255-256. Los breves
pero substanciosos artículos aparecieron por primera vez en la Revista de filología
española, XXVI (1942), págs. 80-89 y Nueva revista de filología hispánica, XI (1957), págs.
64-65.
-98-
todo caso es que, sobre las homologías no exentas de inmutable
fatalidad que contiene la Canción real a una mudanza (“Ufano, ale-
gre, altivo, enamorado”), llevadas hacia el tema amoroso, el mo-
delo de fray Luis reorienta los tópicos, presentes también en la
canción de Bocanegra —algunos tan conocidos como el pajari-
llo del Romance del prisionero— hacia una decisión vital del sujeto:
seguir o no la carrera eclesiástica. Una decisión que sólo puede
resolver el “libre albedrío” y que prolonga en América la acre
discusión que sostuvieron los jesuitas contra los dominicos so-
bre el tema de la predestinación. Es así como el fragmento cal-
deroniano, en que aparecen clarísimos ecos del monólogo de
Segismundo, adquiere una significación que le da a la imitatio un
valor político o, como dicen los estructuralistas, un efecto dis-
cursivo:
-99-
Que lo limite o tuerza? que le dan belleza suma,
Cielos, ¿en qué ley cabe apenas es flor de pluma
Que el Arroyo, la Rosa, el Pez y el o ramillete con alas,
Ave, cuando las etéreas salas
Que sujetos nacieron, corta con velocidad,
Gocen la libertad que no les dieron, negándose a la piedad
Y yo (¡qué desvarío!) del nido que deja en calma:
Naciendo libre, esté sin albedrío? ¿y teniendo yo más alma,
tengo menos libertad?
Nace el bruto, y con la piel
que dibujan manchas bellas,
apenas signo es de estrellas,
gracias al docto pincel,
cuando, atrevido y cruel,
la humana necesidad
le enseña a tener crueldad,
monstruo de su laberinto:
¿y yo, con mejor distinto,
tengo menos libertad?
Nace el pez, que no respira,
aborto de ovas y lamas,
y apenas, bajel de escamas,
sobre las ondas se mira,
cuando a todas partes gira,
midiendo la inmensidad
de tanta capacidad
como le da el centro frío:
¿y yo, con más albedrío,
tengo menos libertad?
Nace el arroyo, culebra
que entre flores se desata,
y apenas, sierpe de plata,
entre las flores se quiebra,
cuando músico celebra
de los cielos la piedad
que le dan la majestad,
el campo abierto a su ida;
¿y teniendo yo más vida,
tengo menos libertad?
En llegando a esta pasión,
un volcán, un Etna hecho,
quisiera sacar del pecho
pedazos del corazón.
-100-
¿Qué ley, justicia o razón
negar a los hombres sabe
privilegio tan süave,
excepción tan principal,
que Dios le ha dado a un cristal,
a un pez, a un bruto y a un ave?
50 Méndez Plancarte abrevia el título de manera tal que, quien no va a los biblió-
grafos, se pierde el sintagma “para despreciar la humana belleza de las mugeres”
que es el tema de la canción expresado como apego a la vida en el siglo: “¿de qué
me asusta el miedo / si en el siglo también salvarme puedo?” o, más adelante,
“Aquesto discurría / y ya se resolvía / —ciego y desesperado—/ a renunciar el
religioso estado...”
51 1775. Canción / famosa. / Por el M. R. P. Matías de Bocanegra / (Colofón con la
primera línea entre filetes:) Reimpresa en la Puebla. / Por los Herederos de la Viuda
de Miguel / de Ortega, en el Portal de las Flores / Año de 1775.
8º — 8 pp. s. f., orladas.
Comienza: “Una tarde en que el Mayo / de competencias quiso ensayo…”
-101-
padre Juan de Arriola,52 de Francisco José de Soria,53 del impre-
sor y tipógrafo Manuel Antonio Valdés y Munguía54 y otra imi-
tación más con este mismo tema cuyo autor se desconoce.55 El
tema fascinó tanto al padre Arriola que lo repitió en dos de los
cantos de su poema épico escrito en décimas a Santa Rosalía de
Palermo (c. 1740),56 aquellos cantos en que el Demonio tienta a
la mente con la sensualidad del mundo y de las mujeres. Y lo
más probable es que no haya sido éste haya sido uno de tantos
ecos que resonaron en torno al poema del padre Bocanegra. Al
año siguiente, en la misma ciudad de Puebla pero con un
52 Canción / famosa / a un desengaño. / Por el P. Juan de Arriola, Ingenio Me-
xicano. / (Colofón:) Reimpresa en la Puebla en la Oficina de los Herederos / de la
Viuda de Miguel Ortega. Año de 1776.
8º — 16 pp. s. f., orladas.
Comienza: “Una apacible tarde / en que hizo Abril de su matiz alarde / copiando
sus pinceles / en tabla de esmeralda los claveles, / para ir equivocando / al soplo
lento del Favonio blando, / por la playa feliz de sus arenas, / roxo carmín con
blancas azucenas…”
53 Romance / de D. Francisco Joseph de Soria. / Americano. / (Colofón:) Puebla
-102-
impresor distinto —Pedro de la Rosa— los nombrados poetas
José Manuel Colón Machado57 y Tomás Cayetano de Ochoa y
Arín58 también pudieron ver reimpresas sus versiones de la
“Canción famosa”, como se llamó desde el siglo XVII al imitado
texto del padre Bocanegra. Apenas es necesario señalar que las
resonancias calderonianas son extraordinariamente claras en to-
das estas imitaciones o “refundiciones”.
Pero ¿qué hay en torno a la fortuna crítica de este tema im-
puesto por Calderón en el padre jesuita Matías de Bocanegra?
Un juicio muy negativo porque pese a los elogios de su contem-
poráneo Ambrosio de Solís Aguirre, a la importancia que Boca-
negra tuvo como censor y autor teatral, a la encomiosa aproba-
ción que restando importancia a su “gongorismo” expresaron
Vigil, Pimentel, el incontentable don Marcelino, González Peña
y hasta Jiménez Rueda, Méndez Plancarte no estuvo de acuerdo
en compartir con ellos el menor entusiasmo hacia la canción fa-
mosa:
-103-
Extrema la conceptista minuciosidad, palabrea con exceso, adolece
de ríspida sinéresis y de varios “traquidos” disonantes; ni le encon-
tramos esa peculiar “fluidez” métrica, o ese “sentido místico”, ni
nada excepcional de “enmarañamiento” o de “naturalidad”... Sus
“lunares gongorinos”, en cambio, son los que hacen sabrosa esta
pintura, en sí vulgar y lenta, y redimen el declive prosaízante de su
“carácter filosófico”, que no excede al de una “fábula con mora-
leja”. Mas dicha circunstancia —la de ser nuestro primer “fabu-
lista”—, lo hace también memorable...59
-104-
Lo mismo sucede con el agrupamiento de los versos; la com-
pleja combinación de endecasílabos y heptasílabos tiene menos
las regularidades de una canción que las sinuosas construcciones
de una caprichosa silva. Mientras que los versos octosílabos del
final conforman la “moraleja” expresada en el formato de una
canción popular (un romance). Pero estas características son
precisamente las que ubican la canción del padre Bocanegra en
pleno siglo XVII. Y lo más probable es que, haciéndose eco de
una vieja idea agustiniana, de donde los antecedentes luisianos
son importantes, el texto del jesuita haya estado relacionado con
la noción de la mujer como aliada del Demonio y como símbolo
de la imaginación (Eva) que tienta a la razón (Adán) para cruzar
los límites de lo permitido. Un tema que también habría sido
muy estimado por Pedro Calderón. Le faltó tiempo a Méndez
Plancarte para valorar el poema y, a pesar de que le debemos la
fundación de los estudios literarios novohispanos, nos dejó una
pesada condena que no se acaba de cumplir. Junto con ésta, se-
guimos viviendo otras tremendas sentencias proferidas contra
las letras de la Nueva España desde don Marcelino hasta José
Joaquín Blanco.
-105-
Tres poetas novohispanos y
dos críticos contemporáneos
-106-
Mexicana que se han vuelto lugares comunes entre los políticos,
don Juan de Palafox y Mendoza —menos conocido como poeta
que como personaje epónimo de varias calles, benefactor de la
Puebla de los Ángeles, precursor del indigenismo, valiente eje-
cutor de la orden que retornaba al clero secular sus atributos y
controvertido candidato a santo—, José Vasconcelos —el le-
gendario “Negrito poeta”—, fray Manuel Martínez de Nava-
rrete (el fraile enamoradizo que los franciscanos mandaran “en-
friar” a Tlalpujahua) y nuestro héroe de la independencia,
Miguel Hidalgo, por aquellos grafitos que dejó en la pared de la
cárcel (“Ortega tu crianza fina...” y “Melchor, tu buen cora-
zón...”).
Nuestra literatura novohispana es por supuesto mucho más
rica, tanto en autores como en obras. Y podemos afirmarlo no
sólo por los indicios, puesto que de la intensa vida literaria co-
lonial apenas nos quedaron unas cuantas muestras, sino porque
en estos indicios hay suficientes elementos de calidad para argüir
la presencia en este lado del océano Atlántico de lo que hemos
llamado “los siglos de oro de la literatura española”. Nada más
que, por su carácter epigonal, por su amanerado provincia-
nismo, por sus excesos locales, por su fragmentación, por la
abundancia de textos festivos religiosos y civiles en contraste
con la escasez de temas personales, la comprensión de esta poe-
sía requiere de un cuidadoso acercamiento. De lo contrario, se
puede caer fácilmente en el rechazo o, bien, en una actitud me-
nos nociva pero casi tan inútil como el repudio: la exaltación
ingenua, especialmente si se trata, como en la mayoría de los
casos sucede en los fragmentos conservados, de textos religio-
sos. Y no es un asunto de voluntad simplemente, hace falta todo
un proceso iniciático que nos ayude a superar los prejuicios ge-
nerados por dos siglos de crítica adversa. Es un camino tan
-107-
arduo que incluso las mentes más dotadas de nuestro tiempo
cayeron en el error de juzgar con demasiada prisa esta literatura.
Veamos dos ejemplos notables, los de Alfonso Méndez Plan-
carte y Alfonso Reyes sobre tres poetas novohispanos: Luis de
Sandoval Zapata, Matías de Bocanegra y Juan Ortiz de Torres.
Cuando el padre Méndez Plancarte se encontró por prima-
vera vez con la poesía de Sandoval Zapata en un manuscrito
jesuita que está en la Biblioteca Nacional de México, dijo, de-
cepcionado, que era un “grande poeta fragmentario” y “de-
sigual”. Antologó varios sonetos y en una brevísima introduc-
ción reiteró que ninguno de estos poemas estaba “plenamente
florecido”, que “nadie debía esperarlos perfectos” si no quería
enfrentar un desengaño. Antes de este manuscrito solamente se
conocían, un famoso soneto dedicado a la Virgen de Guadalupe
y el “Romance a la degollación de los Ávila”, aquellos aristócra-
tas infelices que, como cabezas de turco, pagaron con su vida el
incidente de nuestra historia al que, exagerando un poco, se le
ha denominado la “conjuración de Martín Cortés”. Se conocía,
además, el Panegírico de la paciencia, un opúsculo cuyo título hizo
exclamar a don Marcelino Menéndez y Pelayo el famoso chiste
que, de distintas maneras y por cuenta propia, repetirían Luis
Alberto Sánchez y Carlos González Peña: “paciencia es lo que
se necesita para leer a este desgraciado”.
Si nos fijamos bien, tanto el tema de la guadalupana, como la
perspectiva antiespañola con que Sandoval miró la ejecución de
los hermanos Ávila, son una prueba bien clara de que el poeta
militaba en las filas de los “primeros mexicanos”, era de los que
alimentaban el “resquemor criollo”, un sentimiento que apare-
ció desde muy temprano en la Nueva España contra los “gachu-
pines” que rápidamente obtenían fama y fortuna, se reforzó
luego con el decreto de las Leyes Nuevas que impedían gozar a
-108-
los nietos de los conquistadores de las encomiendas obtenidas
por sus abuelos, y se extendió aún más con los numerosos agra-
vios, discriminaciones y canalladas que solían cometer los espa-
ñoles peninsulares. A la larga, este sentimiento habría de culmi-
nar con la independencia de México. Veamos el soneto, por el
puro gusto de darlo a conocer a quienes no lo hayan leído y de
recordarlo a quienes lo conocen:
A LA TRANSUBSTANCIACIÓN ADMIRABLE DE LAS ROSAS EN
LA PEREGRINA IMAGEN DE N. SRA. DE GUADALUPE... VEN-
CEN LAS ROSAS AL FÉNIX.
El astro de los pájaros expira,
aquella alada eternidad del viento,
y entre la exhalación del monumento
víctima arde olorosa de la pira.
En grande hoy metamórfosis se admira
mortaja a cada flor, mas lucimiento;
vive en el lienzo racional aliento
el ámbar vegetable que respira.
Retratan a María sus colores;
corre, cuando la luz del sol las hiere,
de aquestas sombras envidioso el día.
Más dichosas que el Fénix morís, flores;
que él, para nacer pluma, polvo muere,
pero vosotras para ser María.
-109-
Muy probablemente, este soneto fue escrito por el poeta madri-
leño para la hermosa actriz analfabeta Micaela de Luján.
A UNA CÓMICA DIFUNTA
Aquí yace la púrpura dormida;
aquí, el garbo, el gracejo, la dulzura,
la voz de aquel clarín de la hermosura
donde templó sus números la vida.
Trompa de amor ya no a la lid convida
el clarín de su música blandura,
hoy aprisiona en la tiniebla oscura
tantas sonoras almas una herida.
La representación, la vida airosa
te debieron los versos, y más cierta;
tan bien fingiste amante, helada, esquiva,
que hasta la muerte se quedó dudosa
si la representaste como muerta
o si la padeciste como viva.
Este fue uno de los poemas que Méndez Plancarte había ca-
lificado inicialmente como “imperfecto”, sin florecer plena-
mente. Sólo para que nos demos cuenta de las alturas en las que
andaba Sandoval, veamos el soneto de Lope:
LA MUERTE DE UNA DAMA
Representación única
Yacen en este mármol la blandura,
la tierna voz, la enamorada lira,
que vistió de verdades la mentira
en toda acción de personal figura;
la grave del coturno compostura,
que ya de celos, ya de amor suspira,
y con donaire, que imitado admira,
del tosco traje la inocencia pura.
Fingió toda figura de tal suerte,
que, muriéndose, apenas fue creída
en los singultos de su trance fuerte.
Porque, como tan bien fingió en la vida,
lo mismo imaginaron en la muerte,
-110-
porque aun la muerte pareció fingida.
60 Méndez Plancarte abrevia el título de manera tal que, quien no va a los biblió-
grafos, se pierde el sintagma “para despreciar la humana belleza de las mugeres”
que es el tema de la canción expresado como apego a la vida en el siglo: “¿de qué
me asusta el miedo / si en el siglo también salvarme puedo?” o, más adelante,
“Aquesto discurría / y ya se resolvía / —ciego y desesperado—/ a renunciar el
religioso estado...”
61 1775. Canción / famosa. / Por el M. R. P. Matías de Bocanegra / (Colofón con la
primera línea entre filetes:) Reimpresa en la Puebla. / Por los Herederos de la Viuda
de Miguel / de Ortega, en el Portal de las Flores/ Año de 1775. 8º — 8 pp. s. f.,
orladas. Comienza: “Una tarde en que el Mayo / de competencias quiso en-
sayo…”
-111-
Arriola,62 de Francisco José de Soria,63 del impresor y tipógrafo
Manuel Antonio Valdés y Munguía64 y otra imitación más con
este mismo tema cuyo autor se desconoce.65 Al año siguiente, en
la misma ciudad de Puebla pero con un impresor distinto —
Pedro de la Rosa— los nombrados poetas José Manuel Colón
Machado66 y Tomás Cayetano de Ochoa y Arín67 también
-112-
pudieron ver reimpresas sus versiones de la “Canción famosa”,
como se llamó desde el siglo XVII al imitado texto del padre Bo-
canegra.
Pese a los elogios de su contemporáneo Ambrosio de Solís
Aguirre, a la importancia que tuvo como censor y autor teatral,
a la encomiosa aprobación que restando importancia a su “gon-
gorismo” expresaron Vigil, Pimentel, el incontentable don Mar-
celino, González Peña y hasta Jiménez Rueda, Méndez Plancarte
no estuvo de acuerdo en compartir con ellos el menor entu-
siasmo hacia la canción famosa del padre Bocanegra:
Extrema la conceptista minuciosidad, palabrea con exceso, ado-
lece de ríspidasinéresis y de varios “traquidos” disonantes; ni le
encontramos esa peculiar “fluidez” métrica, o ese “sentido mís-
tico”, ni nada excepcional de “enmarañamiento” o de “naturali-
dad”... Sus “lunares gongorinos”, en cambio, son los que hacen
sabrosa esta pintura, en sí vulgar y lenta, y redimen el declive pro-
saizante de su “carácter filosófico”, que no excede al de una “fá-
bula con moraleja”. Mas dicha circunstancia —la de ser nuestro
primer “fabulista”—, lo hace también memorable...
-113-
ocurrido con Sandoval Zapata, a Méndez Plancarte le faltó
tiempo para que mediante la lectura amorosa pudiera asimilar
los defectos que encontró en el texto.
El caso de Alfonso Reyes es más claro. Leyó con demasiada
premura los textos que dieron origen a su trabajo sobre las letras
de la Nueva España.
A voz en cuello, estos vates entonan loores de varones ilustres,
Martes Católicos, Ulises Verdaderos, nuevos Perseos, Isabeles de
España, bautizan, casan, consagran y entierran príncipes o predica-
dores reales: riegan flores artificiales en las tumbas; contemplan a la
Virreina en el balcón; cortan libreas, ensillan cabalgaduras; se exta-
sían ante el Monarca que cede su carroza al Santo Sacramento; em-
prenden viajes fluviales desde el Ebro hasta Chapultepec, hacen que
Marco Antonio se trague las perlas de Cleopatra. Se exprimen la sesera
para convertir a los santos en héroes mitológicos y viceversa; se
empeñan en subir hasta las cosas divinas con acento culterano y
sensual, o por los peldaños de los centones y las rimas forzadas;
piden a encina sus “galas de trovar”, y sus fórmulas a Rengifo, para
tejer versos en ecos, y maromean laberintos en décimas que se vuel-
ven sendos romances diferentes leídos de derecha a izquierda o de
abajo arriba. Alardes, sin duda, menos gratos al cielo que las inocen-
tadas del Juglar de Nuestra Señora.68
68 Alfonso Reyes. Letras de la Nueva España. En Obras Completas, vol. XII. Pág. 356.
-114-
ridículo. La lectura apresurada no lo dejó ver uno de los sonetos
funerarios más bellos de la literatura en lengua castellana:
A LA MUERTE DE DOÑA ISABEL DE BORBÓN.
Dos lágrimas (dos perlas) de la Luna
Tuvo Cleopatra, que del mar Ausonio
—Más que el valor del Reino Babilonio—
Las pudo vincular a su fortuna.
Y porque no tuviese igual la una,
En licor se la ofrece a Marco Antonio,
Mostrando en su garganta testimonio
Que fue del sol piramidal columna.
Dos perlas fueron, de infinita suerte,
Isabel, que su Reina España aclama,
Y su virtud que en Santa la convierte.
Si su vida en la muerte se derrama,
Que fue una perla, el tiempo ni la muerte
No han de igualar la perla de su fama.
-115-
Lope lleva la leyenda hasta su terreno favorito: el amor que
entonces le tenía a Camila Lucinda (la hermosa Micaela de Lu-
ján). Juega con el valor de la única perla que sobrevivió, pero en
un relato de poca trascendencia. En cambio, Ortiz de Torres
hace un jugo diferente y mucho más conciso. La analogía del
soneto en el poeta novohispano es bellísima y a la vez tan erudita
como sublime en su asunto. Cleopatra disolvió una de sus perlas
(tan extraordinarias que eran comparables a las lágrimas de la
luna), para que quedara una sola, así, por única y rara, se volvió
aún más valiosa. Así sucedió con dos inestimables perlas que
atesoraba España: la vida y la virtud de Isabel (nos referimos a
Isabel de Borbón, la primera esposa de Felipe IV). Disuelta una
de ellas por la muerte, quedó sólo una perla que en adelante no
podría disolver nadie, ni siquiera el tiempo o la muerte; era una
perla más valiosa por única: la fama de su virtud. Estos alardes
pudieron no ser gratos al cielo como dice Reyes, pero no por su
amanerado rebuscamiento o su aparente ridiculez, sino porque
algunas veces, cuando los poetas de la Nueva España imitaban
a la naturaleza, tal como pedían las reglas que guiaban a los ar-
tistas del renacimiento y el barroco, conseguían superar con su
arte a la naturaleza, y seguramente las deidades celestes —quie-
nes sí comprendían el valor de estos juegos verbales— palide-
cieron de envidia al ver que las emulaciones de la tierra estaban
mejorando las cosas del cielo. El hombre aventajando a la natu-
raleza; la poética del barroco en todo su esplendor.
-116-
Los sonetos funerarios de Sandoval Zapata
y la tradición literaria aurisecular
-117-
tista aunque también gongorino en “las audacias metafóricas”.
Los conocedores de la poesía sandovaliana pueden encontrar en
este soneto la característica literaria más encomiable del no-
vohispano: la obstinada voluntad de transformar su referencia
de origen, de reducirla encerrándola en el ámbito estrecho de un
solo tema para concentrarlo y reiterarlo en metáforas de inten-
sidad creciente hasta la resolución final, a veces sorpresiva,
como ocurre en este soneto de la cómica difunta. Al igual que
sucede siempre con los grandes poemas —capaces de concen-
trar en sí mismos todo el universo de significados que puede
conferirles una época— en este texto se ofrecen enormes posi-
bilidades para estudiar la presencia de un género nutrido de tó-
picos que han sido fundamentales en la poesía española de los
Siglos de Oro. El poema dedicado a la actriz muerta es el más
“brillante” de los sonetos que se encuentran en el manuscrito
1600 (antes 13-2-6) de la Biblioteca Nacional de México, de
donde procede casi toda la obra profana que conocemos de este
poeta. Con él se ilustra perfectamente la poética del barroco que
se practicó en la Nueva España durante el siglo XVII, y repre-
senta de manera admirable, tal vez como ningún otro soneto del
género, una variante “original” del tópico sobre la “muerte ven-
cida” que constituye la medula de la elegía funeral y que tanto
gustó a la poesía española de los Siglos de Oro.71 Es, además,
71 Eduardo Camacho Guizado en su libro La elegía funeral en la poesía española. Ma-
drid, Gredos, 1969 argumenta sobre la abundancia de este género en el siglo XVII
y recuerda la clasificación de Pfandl para estudiar el género. Véanse las págs. 155-
156. Por otro lado, el poema aparece dentro del apartado de “humorismo” en la
enorme antología del soneto mexicano que hicieron Salvador Novo y David N.
Arce. Es obvio que se trata, como sucede en muchos otros de los casos citados
en este libro, de un error en la lectura. Si es que consideraron como un rasgo
humorístico el hecho de que la Muerte personificada se haya visto confundida,
sería una interpretación grosera de los últimos versos del soneto. Si se basaron en
el título (“A una cómica difunta”), el error es más grave porque confirma el des-
cuido de la selección, la palabra cómica no tenía el sentido que le damos hoy. Ni
-118-
una muestra estupenda de las “cenizas” que nos dejó el tiempo
de la obra de Sandoval Zapata.72 El soneto lleva por título A una
cómica difunta y, en el citado manuscrito de los veintinueve sone-
tos, está en el octavo lugar:
Aquí yace la púrpura dormida;
aquí, el garbo, el gracejo, la hermosura,
la voz de aquel clarín de la hermosura [sic]
donde templó sus números la vida.
poemas; pero merece renacer de ellas, para que se eternice en la fama, Fénix in-
mortal de América.” Son las palabras que, en 1688, a diecisiete años de haber
muerto Sandoval, el padre Florencia decía en el prólogo a la edición de un soneto
dedicado a la Virgen de Guadalupe y que cita Méndez Plancarte en la nota men-
cionada de Ábside y en los Poetas novohispanos, pág. LV.
-119-
muerte del príncipe don Baltasar Carlos que aparece en el ma-
nuscrito de los veintinueve sonetos con el número diecisiete.
Igualmente tenemos, en este mismo manuscrito, el soneto que
lleva por título A una hermosa difunta y que está dedicado a una
mujer de nombre Isabel. Quizá se refiera a doña Isabel de Bor-
bón, la primera esposa de Felipe IV, y éste sea el soneto con que
participó Sandoval en alguno de los varios túmulos que se hicie-
ron en el México de 1645 con este motivo.
A pesar de un evidente error del copista en la repetición del
segundo y tercer versos, ninguna de las otras piezas es tan emo-
tiva e impresionante como el soneto a la cómica difunta. Antes
de estudiar las características del poema a la actriz, convendría
hacer un breve recorrido por los principales sonetos de la lengua
española que conformaron el subgénero que podríamos deno-
minar la “elegía funeral”.
(1617), merced a Saavedra Fajardo, trece años después de que el autor acabó su
redacción. Por este motivo se considera un texto anacrónico (no incluía las inno-
vaciones del Polifemo y las Soledades gongorinas) y un resumen tardío de las poéticas
del siglo XVI. Véase Antonio Vilanova. “Preceptistas del siglo XVI. La poética
aristotélica del barroco”, en Historia General de las Literaturas Hispánicas [dir. por
Guillermo Díaz Plaja], Vol. III. Barcelona, Vergara, 1953. Págs. 621-633. También
-120-
recibir cualquier materia —que señalaba también Boscán75— y
en la ductilidad del endecasílabo, el molde fijo de las 154 sílabas
agrupadas en dos cuartetos y dos tercetos76 con sus rimas carac-
terísticas, quizás por su brevedad superó en la preferencia de los
poetas a otro tipo de composiciones de mayor prestigio, anti-
güedad o extensión como las décimas, las églogas (parcialmente
empleadas para el caso), los romances y, sobre todo, las composi-
ciones en tercetos endecasílabos (como la epístola o como una de
las formas españolas de la elegía) que en principio parecían más
adecuadas para expresar el dolor por los muertos. Por lo menos
así lo recomendaban algunas preceptivas de finales del siglo XVI
como la de López Pinciano y la de Sánchez de Lima77 que in-
está citado el fragmento de Cascales sobre el soneto por Elías L. Rivers, “Géneros
poéticos en el Siglo de Oro”, en Nueva Revista de Filología Hispánica, tomo XL, núm.
1. México, El Colegio de México, 1992. Págs. 252-253.
75 “Porque en él vemos, dondequiera que se nos muestra, una disposición muy
capaz para recibir cualquier materia: o grave, o sotil, o dificultosa, o fácil, y allí
mismo para ayuntarle con cualquier estilo de los que hallamos entre los autores
antiguos aprobados.” Véase la Carta-prólogo de Boscán a la duquesa de Soma. Hay
muchas ediciones; tal vez la más accesible es la que está en Porrúa, Col. “Sepan
cuantos...”, núm. 425, México, 1984, transcrita por Dámaso Alonso en su prólogo
a las Poesías completas de Garcilaso y Boscán, págs. X-XIV. Desde un punto de vista
más práctico se puede decir que el endecasílabo español tiene muchas posibilida-
des acentuales y debido a ellas consigue esta ductilidad.
76 Según Elías L. Rivers esta estructura es una posible reminiscencia de la elegía
-121-
tentaron fijar en los tercetos “a la italiana” las formas modernas
en que se deberían vaciar los dísticos elegíacos de los antiguos
grecolatinos.78
Con este Soneto XXV no sucedió lo que con otros sonetos
del Toledano que se volvieron modelos obligatorios en su tema
y hasta trillados comienzos para otros subgéneros en sus prime-
ros versos: Hermosas ninfas que en río metidas (XI), A Dafne ya los
brazos le crecían (XIII), Pasando el mar Leandro el animoso (XXIX), y
especialmente la palinodia Cuando me paro a contemplar mi estado
italiana. Fue hasta 1580 que apareció la primera Arte poética en romance castellano de
Miguel Sánchez de Lima —una obra de poca difusión en su tiempo— donde se
incorporaron las innovaciones de los poetas italianizantes. Para más información
sobre este aspecto véase Antonio Vilanova, Ob. cit., págs. 585-594.
78 Es importante recordar que en la poesía grecolatina había una forma muy pre-
-122-
(I)79 y En tanto que de rosa y azucena (XXIII).80 Es más, con respecto
a la elegía mortuoria, Garcilaso de la Vega dejó muestras de ma-
yor evidencia y desde luego fama en el Soneto X (¡Oh dulces pren-
das, por mi mal halladas...81), en el Soneto XVI (No las francesas armas
odïosas —dedicado a su hermano Hernando de Guzmán y escrito
en forma de epitafio82—), y en una parte de la Égloga I cuando, a
79 Es todo un tópico que viene desde el Petrarca del soneto CCXCVIII (Quand’io mi
volgo in dietro a mirar gli anni) y se prolonga hasta el siglo XVII, lo mismo a lo divino
(Cuando me vuelvo atrás a ver los años en Quevedo o en Lope (Cuando me paro a con-
templar mi estado), que a lo grave Cuando reparo y miro lo que he andado (Gonzalo de
Córdoba, tercer duque de Sessa) o a lo burlesco (Cuando tu madre te parió cornudo o
Cuando me paro a contemplar mi estado, / y a ver los cuernos que en la frente veo); tuvo tanto
éxito que se halla igualmente en Cervantes Cuando Preciosa el panderete toca, como
en fray Luis de León (?) Cuando me paro a contemplar mi vida como en los autores
que enderezaron a lo divino a Garcilaso, como Sebastián de Córdoba, 1575 (Ma-
drid, Castalia, 1972), y en alguno de los centones de Juan de Andosilla Larramendi
(1628). Son incontables las veces que se usó este comienzo para tratar los más
diversos asuntos y no solamente las “retractaciones”. Véase Edward Glaser
“«Cuando me paro a contemplar mi estado»: trayectoria de un Rechenschafts-Sonett”,
en Estudios hispano-portugueses: relaciones literarias del Siglo de Oro. Madrid, Castalia,
1957. Págs. 59-95.
80 Este soneto es el antecedente en el renacimiento español del tópico de origen
paródico despojado por completo de su sentido fúnebre. Después de los dos pri-
meros versos dice ¡Oh tobosescas tinajas que me habéis traído a la memoria la dulce prenda
de mi mayor amargura! (II, 18). De ser cierta la vinculación de este soneto a los versos
352 y ss. de la Égloga I (“Tengo una parte aquí de tus cabellos,/ Elisa, envueltos
en un blanco paño,/ que nunca de mi seno se me apartan...”) no podríamos estar
frente a una anticipación del barroco morboso inventado por los románticos por-
que, otra vez, el arte de Garcilaso es de una pureza casi “modernista”: ya señalaron
tanto el Brocense como Herrera que la fuente para esta parte de la égloga son dos
tercetos —traducidos casi literalmente— de la Arcadia de Sannazaro (véase la
Égloga XII, versos 313-318). Véase también infra nota 22.
82 La muerte de este personaje ocurrió en 1528 pero la composición del soneto
-123-
través del pastor Nemoroso, alter Ego de Garcilaso —o de Bos-
cán según El Brocense o del “El Gordo” Fonseca según He-
rrera— se lamenta la muerte de Isabel Freyre a partir del verso
259:
¡Oh miserable hado!
¡Oh tela delicada,
antes de tiempo dada
a los agudos filos de la muerte!
que inician pidiéndole al caminante que detenga sus pasos y lea: “Éste que yace
aquí... fue...” etc. O bien en 1ª persona: “Yo en vida fui...”, etc. Casi siempre este
tipo de composiciones tienen como objetivo hacer que la fama del difunto per-
dure en la memoria de los hombres, sin embargo, en los siglos XVII y XVIII, este
objetivo pasó a un plano secundario porque tanto los epitafios como otro tipo de
composiciones se utilizaron para ilustrar escarmientos, invitar a la reflexión, en
fin, hablar de lo que genéricamente llamamos “desengaño”.
83 Despúes de dejar atrás en su discurso mnemo-histórico a los troyanos, Jorge
Manrique se pregunta por el rey don Juan, por los Infantes de Aragón, ¿que se
hicieron? ¿que fue de tanto galán, de tanta invención, de tanto esplendor? ¿Dónde
está todo eso? se pregunta para dar vida al conocido tópico.
-124-
en ella adiciona la relación poética de los amores neoplatónicos
de Garcilaso84 —aquí sí es, claramente, Nemoroso— con Isa-
bel Freyre aludida en el anagrama de Elisa, situando a la pareja
ordenadamente entre otros grandes amores trágicos de una mi-
tológica Historia que entonces se suponía verdadera (Orfeo y
Eurídice, Apolo y Dafne, Venus y Adonis) para lograr de modo
admirable la automitificación junto a estas figuras legendarias.
Contiene además un universo literario completo —natural-
mente pastoril— para llorar la muerte de la amada; un locus
pleno, casi autárquico, que no se olvida de los detalles, ni si-
quiera de consignar el epitafio escrito por una diosa silvestre “en
la corteza de un álamo” para mayor verismo funerario y proso-
popeya en el duelo:
«Elisa soy, en cuyo nombre suena
y se lamenta el monte cavernoso,
testigo del dolor y grave pena
en que por mí se aflige Nemoroso
y llama “Elisa”; “Elisa” a boca llena
responde el Tajo, y lleva presuroso
al mar de Lusitania el nombre mío,
donde será escuchado, yo lo fío.»85
dose” del texto para aludir a su Ego real (el autor) y conformar una historia para-
lela. El juego es tan antiguo, que se puede remontar hasta La Odisea de Homero,
cuando éste —o quien fuera el ciego autor de la “primitiva” (sin interpolaciones)
obra— se retrata en el aheda ciego que canta la historia de Ulises en el palacio de
Alcinoo, rey de los feacios. El Quijote también contiene numerosos ejemplos de
este recurso, en los más variados niveles, lo cual es testimonio de una dilatada
tradición literaria. Pero el tópico en esta égloga garcilasiana debería afiliarse más
-125-
Y todavía es más manifiesto el propósito elegiaco de Garcilaso
de la Vega —aunque cuestionablemente ligado a un compromiso
social— en su Elegía I que fue enviada “Al duque de Alba en la
muerte de don Bernaldino de Toledo”, su hermano menor.
Para salvar pues este rezago del soneto ¡Oh hado secutivo en mis
dolores... con relación a la fama de los otros poemas garcilasianos
que se muestran incuestionables en la formación de sus respec-
tivos subgéneros, podría utilizarse el casillero que Camacho
Guizado ha construido para separar los poemas escritos “por
compromiso” de los que aparentemente fueron motivados por
-126-
un sentimiento personal: la “elegía privada o íntima”.86 Con este
apartado, el soneto de Garcilaso se acomoda perfectamente
como antecesor —aun cuando no lo sea de manera directa— de
los sonetos de corte funerario que se escribirían más tarde, tanto
en el primero como en el segundo de los Siglos de Oro españo-
les. En Camacho Guizado los adjetivos “privado” e “íntimo” se
refieren a la descripción del sentimiento provocado por la
muerte de una dama generalmente e incluyen tanto a los sonetos
como a otros géneros poéticos. Están orientados al carácter sub-
jetivo de estas manifestaciones textuales (líricos en cierto sen-
tido) y contrapuestos a la mayoría de los poemas funerales de la
Edad Media cuya índole dominante era de corte épico o heroico.
No vale la pena discutir la relatividad de los términos “privado”
e “íntimo”; tal como entendemos hoy las dos palabras, estos as-
pectos de la vida cotidiana no existían en aquella época y, en
todo caso, de aceptarlos como clasificadores de contenido, re-
sultan muy inapropiados puesto que los sentimientos del soneto
lamentando la muerte de Isabel Freyre son tan privados como
por ejemplo los que inspiran al soneto-epitafio motivado por la
muerte de don Fernando de Guzmán (hermano menor de Gar-
cilaso) o los que inspiran a la elegía por la muerte de don Ber-
nardino de Toledo, hermano menor del duque de Alba; poemas
86Ob. cit., pág. 131. Él autor no dice que este soneto de Garcilaso sea el prototipo
de los sonetos funerarios que se escribirían más tarde; es más bien una costumbre
de la crítica encontrar en Garcilaso los tópicos que tratan los poetas renacentistas
—igualmente se podrían remitir al Boscán que lamenta la muerte de Garcilaso
aunque rara vez lo hacen. El trabajo de Camacho Guizado se extiende a todos los
géneros poéticos y a casi toda la poesía española. Además, con elegía no entiende
Camacho un género de la poesía propiamente, sino que emplea el término en su
sentido lato. Por ello no es conveniente discutir demasiado su “etiqueta”; se trata
de un término provisional en tanto que le permite distinguir entre los poemas “de
interés para la colectividad”, con carácter predominantemente épico y los que se
asocian con los aspectos individuales de la existencia, como el amor, y tienen una
orientación lírica o subjetiva. Cfr. Camacho Guizado, Ob. cit.
-127-
estos dos últimos que supuestamente estarían fuera de la elegía
privada por sus tonalidades morales y heroicas.87 Sin embargo
es mucho más posible la autenticidad y el lirismo en estos dos ca-
sos, debido a los nexos familiares y a los sentimientos personales
que ligaban a Garcilaso con la casa del tercer duque de Alba
(1508-1582) —que, por otro lado, también ligaban a Boscán—
e inclusive hay más posibilidades de auténtico sentimentalismo
al evocar la memoria de su hermano “muerto de pestilencia” en
plena campaña, cuando los franceses sitiaban Nápoles en 1528,
que las motivaciones sentimentales ofrecidas por el recuerdo
también poético —en gran medida “manierista” o literario (a
través de Sannazaro)— del soneto que lamenta la muerte de Isa-
bel Freyre. Es más, puede ser que el origen probable de este
texto esté finalmente inspirado en un hecho histórico: el su-
puesto “descubrimiento” de la tumba de Laura la amada de Pe-
trarca y la sonada visita a su sepulcro que hizo en 1533 Francisco
I de Francia, gran mecenas y protector de las artes, de donde
salió el poema En petit lieu compris, vous pouvez voir...88 De cualquier
manera ninguno de los textos es —ni puede serlo— sentimiento
puro. La Elegía I (Aunque este grave caso haya tocado) enviada al
-128-
Duque constituye uno de los trabajos poéticos más elaborados
que haya escrito Garcilaso: es traducción, “aunque acrecentada
mucho y variada hermosamente” —dice Herrera—, de otra ele-
gía escrita por el humanista y médico italiano Jerónimo Fracas-
torio89 (dedicada a Juan Batista de la Torre Veronés en la muerte
de su hermano); es en parte también la traducción de una elegía
latina anónima, Consolatio ad Liviam Augustam... (con frecuencia
atribuida a Ovidio) y, finalmente, contiene ecos muy claros de la
elegía que Bernardo Tasso dedicó a Bernardino Rota por la
muerte de un hermano. Al cabo, como puede verse, en el arte
purista del “Príncipe de los poetas castellanos” todo resulta más
literatura que sociología o biografía y por lo tanto, ni los versos
elegiacos consolando al duque de Alba ni el Soneto XXV, para-
digma de la elegía íntima para Camacho Guizado, situados según
se cree en los dos extremos —el del compromiso social y el de
la privacidad— están más cercanos a la vida privada del Poeta
de lo que podríamos descubrir; y hasta puede que el soneto ¡Oh
hado secutivo en mis dolores... tenga menos elementos de los que nos
gustaría hallar —por temperamento romántico— en la historia
amorosa de Garcilaso e Isabel Freyre. Para no confundir, pues,
entre nuestras concepciones de “privacidad” y la poética rena-
centista basada en la imitación de modelos italianos y clásicos,
será mejor que acudamos a otros métodos de reticulación litera-
ria precisando la división introducida por Camacho Guizado y
dejando en el centro del tema mortuorio al soneto “inaugural”
de Garcilaso aun cuando no tenga la fama de los otros poemas
ni parezca haber dejado un gran eco entre los autores de los Si-
glos de Oro.
-129-
2. Una posible clasificación temática y formal
Está claro que habida la carta de naturalización que dieron Bos-
cán y Garcilaso al soneto, todos los temas de sus textos eran
prácticamente fundacionales. Traídos de la poesía cortesana y
cancioneril, o importados de los italianos y los latinos, los temas
se remozaban al vaciarlos en las nuevas formas. Los retos con-
sistían en igualar un tono que no habían logrado los que versifi-
caron antes “al itálico modo” y conseguir el efecto de sentido
preciso condensando una expresión. No fue sencillo aclimatar
el endecasílabo, dar nueva vida a cada asunto y mucho menos lo
fue conseguir versos tan maravillosos como los que a menudo
logró el Toledano. Por eso su corta obra poética tuvo esas largas
cadenas de imitadores devotos y a veces burlones. Y por eso
también se suelen remontar los antecedentes de cualquier texto
a esa poesía de los orígenes italianizantes. De ahí que el lejano
principio del soneto de Luis de Sandoval Zapata dedicado a la
“cómica” difunta pueda estar en el Soneto XXV de Garcilaso y de
ahí, también, la necesidad de encontrar una tipología para este
soneto garcilasiano y sus secuelas, así como de los sonetos fu-
nerarios que independiente o marginalmente se escribieron des-
pués en la poesía española. Siguiendo los modelos poéticos del
siglo XV sobre la muerte de algún personaje importante, por
ejemplo, la Defunción del noble caballero García Laso de la Vega (ho-
mónimo de nuestro poeta) narrada en octavas por Gómez Man-
rique, donde se van siguiendo diversos momentos del homenaje
(presentación, pregunta del autor por el muerto, identificación
del difunto, la admiración, las “obsequias”, el mensajero que no-
tificó a la viuda sobre la muerte de su esposo, las amonestacio-
nes, la consolación, el llanto, etc.), podría darse una posible di-
rección a nuestra búsqueda tratando de precisar las deixis de
-130-
tiempo y de lugar que rigen a los enunciados de los textos que
se ocupan de la muerte. Estos elementos eran muy importantes
en los Siglos de Oro para identificar los géneros de los poemas.
Recordemos por ejemplo que Góngora agrupó sus sonetos —en
el manuscrito Chacón90— de acuerdo con el asunto que trataba
en cada uno. Así pues, el contenido del soneto ¡Oh hado secutivo
en mis dolores... evoca sólo algunos de los pasajes del fenómeno
mortuorio: el canto funeral —con todos los sentimientos que
éste implica en la historia de nuestra cultura (el dolor, el llanto,
un consuelo para el ego del poema)— in praesentia del difunto o
de su tumba, pasaje que corresponde en el siguiente esquema a
los “funerales” o el “entierro”:
Figura 1
Suje to de la e nunciación
"yo poético"
90Para darse una idea aproximada de la forma en que estaba ordenado el manus-
crito que Góngora nunca lograría imprimir, véase la edición de las Obras Completas
hecha por los hermanos Millé. Aunque los poemas tienen un orden cronológico
en esta edición hay las indicaciones necesarias para reconstruir el manuscrito Cha-
cón que fue la fuente original del trabajo de los Millé. Madrid, Aguilar, 1956. Col.
“Joya”, sin núm.
-131-
Visto desde esta perspectiva, los otros momentos, tales como
las consolaciones elegiacas a los parientes del muerto y los so-
netos, o cualquier otro género de poemas, dedicados a enaltecer
la fama del difunto (la gran mayoría de los epitafios y buena
parte de los panegíricos que forman las piras o los homenajes)
quedan fuera del casillero. En cuanto a los tópicos contiguos
que integran el fenómeno general de la muerte, tales como el
Soneto X ¡Oh dulces prendas, por mi mal halladas... construido su-
puestamente a partir de la visión de los cabellos de Isabel Freyre:
91 Égloga I, versos 352-357, véase supra nota 12. Casi seguramente es falsa esta
relación; desde el Brocense y Herrera se sabe que es otro tópico literario: véase la
Arcadia de Sannazaro, Égloga XII, versos 313-318. En todo caso, de hacer existido
esta “reliquia”, tendríamos que verla más como una costumbre cortesana, como
la pose de un caballero, que el caso aislado de un amante que lleva sus sentimien-
tos a extremos fetichistas.
-132-
en la literatura de los Siglos de Oro— y donde se dirige a los
muertos retóricamente para enaltecer la honrosa derrota detrás
de la cual está la gloria de una fama terrena que no alcanzaron
los enemigos victoriosos.
También quedan fuera de este apartado las composiciones de
metros cortos o largos, hechas en tono burlesco, desde los epi-
tafios de condensada intención epigramática dedicados a toda
clase de personajes —ya sean prototipos (como los que escri-
bieron Lope y Quevedo a Celestina, a los homosexuales, a los
avaros, etc.) o a individuos concretos de calidad histórica o bien
a coetáneos del poeta (como los que dejó principalmente Que-
vedo a Jasón, a Belisario, a Aníbal, a Enrique IV, a Luis Carrillo
Sotomayor, etc.)—, hasta los textos henchidos de vitalidad boc-
cacciana que prolongan el tema del “romance de la amiga
muerta”, cuyo ejemplo más patente es el Juntáronse al entierro de
Lucía...92 Igualmente quedarían aparte los poemas que teniendo
los elementos funerales mencionados siguen una línea discursiva
central en la que predomina alguno de los tópicos vecinos tales
como la muerte derrotada que, al matar al personaje, le da vida
eterna en el cielo y fama en la tierra93, o bien convierte la vida en
muerte y la muerte en vida porque, muerto el personaje, ya nadie
desea vivir —tópico del cual es supremo ejemplo el soneto de
Gregorio Silvestre a la muerte de doña María (el mismo perso-
naje a quien dedicó la citadísima elegía ¡Ay muerte dura!, ¡ay dura y
cruda muerte!):
92 Se trata del soneto cuyo autor es un tal Brahojos. Blecua supone que “quizá
[sea] el licenciado Braojos, que figura con un soneto a San Francisco y una elegía
al alma en el Cancionero general de la Doctrina cristiana, de López de Úbeda”. Véase José
Manuel Blecua. Poesía de la edad de oro I. Renacimiento. Madrid, Castalia, 1984. (Col.
“Clásicos Castalia” núm. 123.) Pág. 367.
93 Los ejemplos conocidos pueden ser muy numerosos. Para no ir muy lejos re-
cordemos los sonetos hechos en la Nueva España por Cervantes de Salazar para
el Túmulo Imperial.
-133-
Mortales, ¿habéis visto mayor cosa
que siendo Muerte me he tornado vida,
y de áspera, cruel y desabrida
me he hecho blanda, dulce y amorosa?
-134-
ven a “la común madre”95 como una adversidad presentida
desde una perspectiva de angustia (como en el soneto de Luper-
cio Leonardo de Argensola: Imagen espantosa de la muerte, vincu-
lado al tópico Somnium imago mortis, también colateral al nuestro;
o el soneto quevediano Fue Sueño ayer, Mañana será tierra, entre
muchos otros), o la muerte deseada para la liberación del ánima
(como en las redondillas de Francisco López de Villalobos
Venga ya la dulce muerte / con quien libertad se alcanza o en la glosa
atribuida a Santa Teresa que remata en un que muero porque no
muero, o en el culto soneto de Carrillo Sotomayor Camino de la
muerte en hora breve), o los poemas que exponen un sentimiento
de resignación (como el gongorino En este occidental, en este, oh
Licio96 o el quevediano Ya formidable y espantoso suena97) o de de-
sengaño ante lo inexorable (cuyo ejemplo típico sería el soneto
de Quevedo Todo tras sí lo lleva el año breve, que remata con un
“mas si es ley y no pena, ¿qué me aflijo?”). A pesar de estas res-
tricciones en nuestra clasificación, nada excluye la omnipresen-
cia del sentimiento general; todo poema a la vista o en recuerdo
de las prendas del muerto, o del muerto mismo, es, en última
instancia, una consolación o una suerte de desahogo para quie-
nes participan de la pena y al cabo una reflexión sobre el asunto.
Al descartar las elegías dirigidas por los poetas a los parientes de
los difuntos o los poemas con objetivos filosóficos —en sentido
CCCXXXVI (de donde proceden estos fragmentos) y CCLXXXII: Alma felice che
sovente torni...
95 Así la nombra Carrillo Sotomayor en el soneto que su segundo editor, Alonso
morir bien: “¡Oh aquel dichoso, que la ponderosa / porción despuesta en una
piedra muda, / la leve da al zafiro soberano!”.
97 Del mismo modo que en el soneto anterior, pero a la manera de Quevedo,
-135-
amplio— o el resto de las composiciones que aluden de algún
modo al fenómeno pero no caen entre los temas del garcilasiano
Soneto XXV, no se les excluye del conjunto temático mayor (que
sería el de la muerte en general), sino sólo del tópico que esta-
mos definiendo. Tampoco quieren decir estas palabras que no
se toman en cuenta los momentos en que una elegía o cualquier
otro género poético caen dentro de las pautas temáticas marca-
das por este soneto del Toledano; simplemente que, para efectos
de la clasificación que seguimos, se excluyen los textos pensando
en sus tendencias predominantes, en su tema central. Por ejem-
plo, en los sonetos que escribe Hernando de Acuña tras la
muerte de don Alfonso de Ávalos (marqués del Vasto) en
1546,98 podemos hallar que los dos primeros (Alta señora, que en
la edad presente... y Señor, en quien nos vive y ha quedado...) pertenecen
a ese subgénero de textos que buscan aliviar la pena de los deu-
dos elogiando al difunto; mientras que el tercero y el cuarto (Sólo
aquí se mostró cuánto podía... y Aquella luz que a Italia esclarecía...) se
hallan —por lo menos en el “espíritu”— dentro de los senti-
mientos que suelen formar parte de los poemas funerarios cuyo
antecedente sí podría ser el Soneto XXV de Garcilaso, aun cuando
tengan un fuerte sabor consolatorio, no se refieran a la amada
muerta y estén, más bien, inscritos en el temario de la amistad.
Lo mismo podría decirse en los casos de Gutierre de Cetina y
de Hurtado de Mendoza cuando escriben, el primero un soneto
y el segundo, entre otros textos al mismo asunto, una elegía a la
muerte de la llorada “contecica” doña Marina de Aragón —he-
cho acaecido en 1549. Aunque tocan otros tópicos (Ubi sunt?,
98Hernando de Acuña. Varias poesías. Madrid, Cátedra, 1982. (Col. “Letras hispá-
nicas”, núm. 164). Edic. de Luis F. Díaz Larios. Pp. 240-242. Cetina también es-
cribió un soneto paliativo a la Marquesa del Vasto (Cual en la deseada primavera...) y
otro que está dirigido al difunto en tono panegírico (Aquella luz que de la gloria
vuestra...) que se aleja por completo de las elegías fúnebres.
-136-
consolación de los deudos, fama terrena póstuma, etc.) ambos
poemas (Marina de Aragón yace aquí. Espera... y Si no puede razón ni
entendimiento...), están dentro de la línea temática del soneto gar-
cilasiano: imprecación a la muerte, manifestaciones de dolor,
tristeza del entorno y la promesa de llorarla entre tanto dure la
existencia. No ocurre igual con el soneto que escribió Hurtado
para sublimar la muerte de la misma doña Marina de Aragón
colocándola, resplandeciente, entre las nueve musas (En la fuente
más clara y apartada) o en la elegía que escribió Garcilaso al duque
de Alba con motivo de la muerte de su hermano don Bernardino
porque su objetivo principal era la consolación de su noble
amigo antes que hablar del dolor propio causado por el suceso.
Sin embargo es muy difícil establecer en los poetas de la pri-
mera y de la segunda generación petrarquistas el momento en
que una elegía es privada o está escrita para llenar el expediente
de las circunstancias.99 Las razones parecen obvias: se trata de
los poetas que componen el “séquito del Emperador”, que al-
ternan con los grandes personajes y que algunas veces ellos mis-
mos son grandes personajes de la vida cortesana y hasta de la
política imperial. Por ello no es conveniente dejar fuera los so-
netos fúnebres que a primera vista parecieran escritos por obli-
gación sin antes leerlos cuidadosamente. Muchas veces, las apa-
riencias podrían engañarnos. Una elegía como Soy, hermano, sin ti
cuerpo sin vida... se puede interpretar como uno más de los cum-
plidos que dedicó Cosme de Aldana a su hermano muerto en la
batalla de Alcazarquivir (1578) si no se conocen los pormenores
de la relación fraterna que dejó, entre otros textos, el magnífico
99Como la “exageración” en el Túmulo Imperial que gustaba tanto a Gracián y
que atribuía al aragonés Manuel Salinas: “Por túmulo todo el mundo / por luto el
cielo, por bellas / antorchas pon las estrellas, / y por llanto el mar profundo.”
Véase el discurso XIX de su Agudeza y arte de ingenio. Madrid, Castalia, 1987. Vol.
I, pág. 199.
-137-
soneto Cual sin arrimo vid, cual planta umbrosa escrito por el divino
Capitán a su hermano Cosme. O para poner un ejemplo ex-
tremo —ya en el siglo XVII— el famoso soneto del Conde de
Villamediana, Éste que en la fortuna más subida, dedicado a don
Rodrigo Calderón, con todo lo que tiene de circunstancial está
motivado por la malas relaciones que guardaban ambos perso-
najes y en su desdeñosa distancia hay un vago elogio y una des-
cripción que podría contener mucho de lo que fue el mismo
Juan de Tasis:
A LA MUERTE DE DON RODRIGO CALDERÓN
Éste que en la fortuna más subida
no cupo en sí, ni cupo en él su suerte,
viviendo pareció digno de muerte,
muriendo pareció digno de vida.
-138-
poemas funerales de Fernando de Herrera, por declamatorios que
hoy nos parezcan eran sin duda un caso excepcional de afecto
que se filtraba entre los tópicos. Y en el siguiente siglo también
hay muchos ejemplos, los sonetos como el de Quevedo al duque
de Osuna, su amigo y protector, o los sonetos de Villamediana
escritos cuando murió la reina Margarita de Austria, a quien don
Juan había ido a recibir a Valencia con el séquito elitista de Felipe
III, poco antes de las bodas reales, en 1599.
Este criterio de contenido funerario que se escapa como el
agua de las manos pero que hemos acordado con base en nume-
rosos ejemplos y que se ha definido —en forma negativa si se
quiere— tomando en cuenta los aspectos temáticos y situacio-
nales, es válido para todas las formas poéticas, ya sean elegías,
sonetos, canciones, décimas, romances, octavas, etc. De este
modo, si para nuestros propósitos de encasillamiento nos limi-
tásemos únicamente al soneto, sin importar mucho si es de ca-
rácter “íntimo”, “privado” o “público”, habremos desbrozado
una buena parte de la ambigüedad que, desde el punto de vista
moderno, rodea a los poemas funerales y a los subgéneros que
se originaron en el soneto. Tomando en cuenta, pues, sólo a los
textos que reúnan estas condiciones (hablar del muerto en tono
“elegiaco” frente a su cuerpo o frente a su sepulcro) y que ade-
más hayan sido escritos bajo la forma de sonetos, habremos de-
finido, casi de un tajo, el terreno marcado por el modelo de Gar-
cilaso que siguió Sandoval Zapata para su elegía y que por tanto
será el tipo de soneto funeral que estudiaremos en este capítulo:
Soneto XXV
¡Oh hado esecutivo en mis dolores,
cómo sentí tus leyes rigurosas!
Cortaste el árbol con manos dañosas,
y esparciste por tierra fruta y flores.
-139-
En poco espacio yacen mis amores
y toda la esperanza de mis cosas,
tornadas en cenizas desdeñosas,
y sordas a mis quejas y clamores.
101 Esto de las partes es una cuestión de perspectiva. Igual podrían ser cuatro las
partes en correspondencia con las oraciones gramaticales y con los hechos regidos
por los verbos: a) sentí; b) cortaste y esparciste; c) yacen los amores y la esperanza tornados...
y d) recibe las lágrimas hasta que... En la magnífica edición didáctica —muy decorosa
y nada elemental— que hizo José Rico Verdu a las Obras Completas de Garcilaso
(Barcelona, Plaza & Janés, 1984. Col. “Clásicos”, núm. 3), señala que el soneto
consta de dos partes: “la primera (los cuartetos) es una imprecación contra la ac-
ción del hado y sus consecuencias; la segunda (los tercetos) un ofrecimiento a la
amada muerta.” Es decir que cada una de las partes estaría marcada por los inter-
locutores a quienes se dirige el ego narrativo del poema. Véase la nota de la pág.
92 de esta edición mencionada.
102 Es difícil hallar a Zeus como ordenador supremo y por tanto causante final de
la muerte de algún personaje. Es decir, como sustituto del Dios cristiano a quien
no se le puede reprochar nada sin caer en la blasfemia. Pero, para citar un caso
muy concreto —y curioso— que se da ya en plena edad barroca, recordemos el
denuesto de Góngora por la muerte del hijo del Duque de Medina Sidonia a quien
mató un rayo: Tonante monseñor, ¿de dónde acá / fulminas jovencitos... Para más datos
sobre el caso véase Dámaso Alonso. Góngora y el Polifemo, Madrid, Gredos, 1985.
Vol. II. [Col. “Antología hispánica”, núm. 17]. Séptima edic. Págs. 448-450.
-140-
descompuestas manifestaciones de dolor (las endechas) que tanto
combatieron en el vulgo los eclesiásticos por considerarlas propias
de los árabes y de los gentiles, Garcilaso utiliza la segunda per-
sona del singular para dirigirse a su interlocutor mesuradamente.
La idea de los dos primeros versos tiene un contenido tono perso-
nal103 que es difícil hallar en sus seguidores inmediatos, Boscán,
Hurtado, Cetina, Acuña, etc. Se trata de la renovación —sorpren-
dente— de una frase que era ya muy retórica desde la poesía cor-
tesana del siglo XV y que siguió siéndolo en otros poetas del
Renacimiento. La costumbre era expresar que la Muerte o el
hado, como si fuera la primera vez que actuaran sobre los hom-
bres, mostraban en esa determinada ocasión (curiosamente la
que se denota en el poema) su poder destructor como nunca lo
habían hecho antes y perjudicaban a toda la Humanidad o, por
lo menos, a toda la República. Así en el soneto del capitán
Acuña:
Sólo aquí se mostró cuánto podía
en daño universal la cruda muerte.
-141-
Mas nunca pudo Muerte al más contento
parecerle jamás tan cruda y fiera,
que iguale a mi dolor su sentimiento.
este soneto véase la nota de Begoña López Bueno a Gutierre de Cetina. Sonetos y
madrigales completos. Madrid, Cátedra, 1981. [Col. “Letras hispánicas”, 146] Pág.
287.
106 Por su abundancia los sonetos dialogados conforman un apartado especial. El
diálogo casi siempre es con la Muerte quien después de llevarse al ilustre difunto,
se reconoce vencida por la fama de éste. Véanse, por ejemplo, los sonetos, ya
citados, del Túmulo Imperial a Carlos V escritos por Francisco Cervantes de Salazar.
En los siglos XVII y XVIII también hay numerosos ejemplos. Sólo para mencio-
nar un caso notable por su acumulación puede verse el poema que Lope dedica
al duque de Pastrana, don Rodrigo de Silva (hermano del fundador de la Academia
Salvaje), donde un interlocutor dialoga con tres llorosos personajes: la Muerte,
Marte y el Amor. El texto empieza “—¿Quién llora aquí? —Tres somos, quita el
manto.”
-142-
se propone Hurtado dejar que el «sentimiento fluya» en su larga
elegía a doña Marina de Aragón, su espontaneidad no es más
que otro tópico literario, tan convencional como otros que se
agregan en el texto del Granadino y que se remontan hasta los
romanos Virgilio y Ovidio y a los renacentistas como Poliziano:
Si no puede razón ni entendimiento
un cuidado aliviar a quien le tiene,
siempre queda mayor el sentimiento.
Es mi mal sin remedio, y no conviene
pensar en refrenarle con prudencia,
sino soltar la rienda a cuanto viene.
Por demás es la obra ni la ciencia,
que la pasión no escucha a la cordura
y acrecienta el dolor la resistencia.
En Alciato hay una gran cantidad de árboles con sus distintas simbologías.
107
-143-
lado, la imagen agrícola de la Parca cegadora que tiene una hoz
similar a la que porta la figura del Tiempo108; por el otro, la
vida vegetal como metáfora de la vida humana. Motivos bíblicos
y paganos sincretizados en la cultura renacentista:
Cortaste el árbol con manos dañosas
y esparciste por tierra fruta y flores.
108 Sobre este problema iconográfico véase Erwin Panofsky “El padre tiempo”,
en Estudios sobre iconología. Madrid, Alianza Editorial, 1982. [Col. “Alianza Univer-
sidad”, núm. 12.] Págs. 93-117. (5ª edic.)
109 Lo copio de Antonio Rey. Antología de la poesía medieval española 2. Siglo XV.
Madrid, Narcea, 19--. [Col. “Bitácora, Biblioteca del Estudiante”, núm. 77] Pág.
402.
-144-
plantada por mi ventura
para siempre en mi memoria:
cárcel que tiene escondida
mi esperança dentro en ella
encerrada y consumida,
donde sembrando una vida,
me nasció mil muertes della.
-145-
que en el cortesano homenaje del joven Cervantes a la reina Isa-
bel muerta en 1568:
aquí en pequeño espacio veis se encierra
nuestro claro lucero de Occidente;
aquí yace encerrada la excelente
causa que nuestro bien todo destierra.112
112 Es el soneto dedicado a la muerte de la tercera esposa de Felipe II, doña Isabel
de Valois, que incluye el maestro López de Hoyos en su Historia y relación del tránsito
y exequias de la reina doña Isabel de Valois (Madrid, 1569) y dice que es el “primer
epitafio en soneto [seguido de una copla castellana] de mi amado discípulo...” Lo
cual da una idea de que por esas fechas todavía se marcaba la diferencia entre la
poesía tradicional y la italianizante.
113 Se trata del soneto que empieza “Ceñida, si asombrada no, la frente”. La fecha
probable es de los hermanos Millé. Obras Completas. Madrid, Aguilar, 1956. (4ª
edic.). Pág. 499.
-146-
Sepan que osaste, ¡oh pena querellosa!,
en espacioso llanto desatada,
mostrar dos mares en tan breve losa.
114 Sobre este asunto en particular hay un verdadero tópico que fomentó la cultura
renacentista: la envidia de Alejandro porque Aquiles tuvo a un poeta de la talla de
Homero que lo inmortalizara. Por ejemplo, Pedro de Liévana (deán en Guate-
mala, muerto en 1602) dejó este soneto dedicado a Eugenio de Salazar y Alarcón:
Si quando aquel gran Alexandro vido / de Achiles las çenizas tan famosas / por benefiçio de
las nueve diosas / sacadas de poder del çiego olvido, / con gran envidia el ánimo movido, / y no
de las proezas valerosas, / mas del poeta, que tan raras cosas / poner supo en estilo tan subido;
/ llamó dichoso a aquél, que por la ciencia, / por la divina homérica centella / fue coronado con
tan gran tyära; / con quanta más razón (Eugenio) aquella / fuerça de nuestro amor y rara
essençia / será envidiada en vuestra Musa clara? En el siglo XVII, el sevillano Juan de
Arguijo (1566-1623) utilizaría el tópico para rematar un soneto donde Alejandro
Magno —supuestamente envidioso— dice que, gracias a Homero, la fama de
-147-
El hijo de Peleo, que celebrado
tanto de Homero fue con alta lira,
con su madre su mal llora y suspira
la suerte lamentando de su estado.
Aquiles no quedó del tamaño de su corta vida: Que si de aquella pluma el alto vuelo/fal-
tara, un mismo túmulo cubriera/tu mortal suerte y tu inmortal memoria. También Quevedo
se hizo eco de esta idea en el soneto Por más que el tiempo en mí se ha paseado, del cual
existen dos versiones. No es más que una creencia literaria que adoptó el Renaci-
miento, al igual que, por ejemplo, la justicia de Poseidón que recibió Ajax Tela-
monio —post mortem— por perder las armas de Aquiles con Odiseo (véase el “Em-
blema XXVIII” de Alciato.) En Petrarca hay toda una visión de la historia desde
la perspectiva de la ira, donde por supuesto se arranca con Alejandro envidioso
de su padre Filipo, véase el soneto CCXXXII.
El hecho histórico de la visita de Alejandro a la tumba de Aquiles está docu-
mentado; ocurrió en el año 334 a. C., poco antes de la batalla del Gránico —la
primera en el Asia Menor—, cuando el rey macedonio rindió homenaje a quien
creía su mítico abuelo puesto que su madre, Olimpia de Epiro, descendía, según
la tradición, de Aquiles. Es difícil que ante la seguridad de esta ascendencia, la
esmerada educación de Alejandro y sus inauditas hazañas militares, haya existido
una envidia lo suficientemente notable como para grabarse de ese modo en la
Historia. Para los pormenores del homenaje alejandrino véase el libro clásico de
Johan Gustav Droysen. Alejandro Magno. México, F. C. E., 1988. (2ª ed. en español;
el libro es de 1883). Pág. 119.
-148-
por su verosimilitud, esto es, por su “sinceridad”; yacen los amo-
res y con ellos —reza tristemente el narrador— “toda la espe-
ranza de mis cosas”, como en la décima de Cartagena: “cárcel
que tiene escondida / mi esperanza dentro en ella / encerrada y
consumida”. Hay una curiosa ambigüedad gramatical en el
poema garcilasiano: unos (los amores) quedaron “tornados en
cenizas desdeñosas” —habría que averiguar si son desdeñosas
por inertes o porque aun siendo cenizas no han perdido su cali-
dad de “dureza” petrarquesca ante las solicitudes del amor— y
las otras (¿las cenizas o las cosas?) quedaron para siempre “sor-
das a mis quejas y clamores” —se supone que se refiere a “las
cosas”; a menos que esté de más el enlace copulativo (para ajus-
tar la medida) del octavo verso y todo este enunciado sea modi-
ficador de “cenizas”, con lo cual se justificaría la sordera a los
clamores que muestran los restos fúnebres.
Los tercetos se cierran con la promesa de un llanto que, si
bien no sirve de nada a la difunta, por lo menos ofrece las prue-
bas de que su memoria se mantendrá viva en este mundo (má-
xima ambición renacentista) hasta el momento en que la muerte
vuelva a juntar a los amantes. Por supuesto que bajo la idea de
esos “otros ojos” —los del alma liberada del cuerpo ya
muerto— subyace el tópico pagano de que, pese a las mitológi-
cas “aguas del olvido” que debe cruzar todo humano que haya
dejado esta vida, la “postrera sombra” no podrá acabar con la
memoria del amor. En este sentido, el Soneto XXV de Garcilaso
es un antecedente del quevediano Cerrar podrá mis ojos la pos-
trera..., sólo que en éste la línea principal es una celebración del
amor inmutable y, para conseguir sus objetivos, se anticipa sub-
jetivamente a la muerte y reitera su constancia de amante a pesar
de lo que pueda sucederles al alma y al cuerpo después de la
muerte.
-149-
4. Las transformaciones del barroco
Por temperamento vital y por compulsión retórica, el siglo XVII
abunda en elegías fúnebres.115 Es una época en la que se acen-
túan las reflexiones sobre la muerte física y sobre la fugacidad
del tiempo, pero en realidad los poemas tienen más dificultades
para conseguir el corte puro del ¡Oh hado secutivo en mis dolores...
porque la muerte de los grandes personajes, de los amigos o de
los seres queridos, se convierte en un pretexto para recordar a
los familiares que les sobreviven su condición efímera y morali-
zar sobre el fenómeno mortuorio de una manera obsesiva. El
clima postridentino comenzaría a cobrar auge en todo el ámbito
hispánico. De pronto todos los objetos que rodean al poeta
apuntan hacia una sola dirección: lo llevan a pensar en la certeza
de su fin y en la necesidad de que éste no los coja desprevenidos.
Si en el siglo del Renacimiento un tópico como el Superbi Colli116
sirve a los autores para dar una dimensión limitada a su sufri-
miento amoroso (¿qué es el dolor del poeta comparado con la
desaparición de Troya, Cartago o Roma donde seguramente
hubo tantos amadores de los que no queda nada más que unas
cuantas piedras encimadas y mudas?), como ocurre en Cetina y
en muchos otros poetas:
-150-
arcos, anfiteatro, baños, templo,
que fuistes edificios celebrados
y agora apenas vemos las señales;
gran remedio a mi mal es vuestro ejemplo:
que si del tiempo fuistes derribados,
el tiempo derribar podrá mis males.117
anterior a 1558.
-151-
pretende ignorarlo, a menos que sea fiera de razón de desnuda,
agregaría Góngora en otro impresionante soneto, adscritos am-
bos al Tempus fugit. Junto a esta tendencia del contenido artístico,
se acentúa otra tendencia en las “formas” poéticas: los textos
parecen volcarse sobre sí mismos para buscar toda clase de co-
rrespondencias con el mundo. Se fomentan juegos retóricos de
alto grado de dificultad, tales como los romances en eco, los
acertijos, los acrósticos (sencillos, dobles, triples y múltiples), los
poemas en centones, los anagramas, las ruedas, los laberintos
(“que se leen de cincuenta maneras”), los galimatías, los caligra-
mas, los versos retrógrados, las palíndromas, los pangramato-
nes, los metronteleones, los poemas mudos, los poemas cúbicos
“y otras desaforadas composiciones”.119 No se trata únicamente
de las “formas” —como suelen creer quienes ven en esta cultura
los aspectos superficiales—, sino que las formas son en sí mis-
mas “contenidos”, auténticas empresas semiológicas que valen
per se: la multiplicidad de los sentidos textuales que aglutinan
muchas de estas complicadas composiciones, aluden de manera
indirecta a las ideas pitagóricas y neoplatónicas, entonces en
boga; hay un microcosmos que es una réplica exacta del macro-
cosmos, y cada objeto del mundo sensible forma parte de la ar-
monía universal y simultáneamente es capaz de comprender en
119Los nombres de estos excesos están tomados de la parte en que don Marcelino
Menéndez y Pelayo se refiere “a la calenturienta imaginación” del adicionador del
“Rengifo”. Véase la obra citada de Juan Díaz Rengifo. La nota de don Marcelino
está tomada de su Historia de las ideas estéticas en España. Desarrollo de las ideas estéticas
hasta fines del siglo XVII. México, Porrúa, 1975. (Col. “Sepan cuantos...”, núm. 475).
Pág. 482. Para la parte que corresponde a la Nueva España véase el libro clásico
de Irving A. Leonard que sigue los trabajos de don Marcelino. La época barroca en
el México colonial. México, F.C.E., 1974. (Col. “Popular”, núm. 129) Págs. 213-228.
Hay otros tratadistas de la época que confirman la enorme aceptación de estos
juegos y su significado profundo. Véase por ejemplo Juan Caramuel, infra, nota
siguiente.
-152-
sus reducidas dimensiones al Todo.120 Por eso cada texto es una
búsqueda que, además de la deliberada complejidad de las for-
mas —o gracias a ella—, podía integrar las más intrincadas sig-
nificaciones en códigos socialmente establecidos, de los cuales
resultaban los emblemas, las divisas o empresas, los jeroglíficos,
los símbolos, los atributos, las alegorías, etc. En el fondo todas
estas “formas” son la expresión, en otro ámbito, del clima social
que caracterizó al siglo XVII y a una buena parte del XVIII: an-
gustia vital, tendencias hacia lo exagerado y lo desmedido, em-
pleo sistemático del contraste o de la paradoja, movimiento, vio-
lencia, tensión, horror al vacío, vehemencia y apresurada
sucesión de ideas y de imágenes, obsesiva presencia del desen-
gaño en lo humano, falta de equilibrio en el carácter y en el em-
pleo de los medios expresivos, afectación, oscuridad, en fin,
todo eso que hemos llamado de una manera muy genérica “el
espíritu del barroco”.121
El cambio es profundo, pero no tanto como para que no po-
damos reconocer la continuidad de los tópicos renancentistas y
que no hallemos el sincero dolor garcilasiano del Soneto XXV —
filtrado a través de la imitación artística y de los juegos a que da
lugar ese vuelco de la poesía sobre sí misma. Se “burocratiza”122
la elegía funeral porque el petrarquismo, decantado, se desgasta
120 No quieren decir estas palabras que los temas de los poemas tengan contenidos
pitagóricos o neoplatónicos —que los podían tener— sino que existe ciertas ideas
sobre la codificación de los textos poéticos y de ciertos discursos verbales com-
plejos que están vinculadas a algunas nociones de orden neoplatónico y pitagó-
rico. Véanse los dos tomos del Primus Calamus de Juan Caramuel y Lobkowitz. El
primero (Roma, 1663) está dedicado a la Métrica o Arte nueva de varios e ingeniosos
laberintos; el segundo (Campania, 1662 y 1668) que tuvo dos ediciones, está dedi-
cado a la rítmica.
121 Para acceder a una síntesis breve de las numerosas reflexiones que existen so-
bre este periodo, véase el trabajo de Jaime Siles. El Barroco en la poesía española.
Concienciación lingüística y tensión histórica. Madrid, Doncel, 1975.
122 El término es de Camacho Guizado.
-153-
hasta perder su energía semántica; los poetas no son ya, como
ocurría con las dos primeras generaciones de poetas petrarquis-
tas, amigos de los grandes personajes sino pretendientes muchas
veces indignos que buscan algún favor de esos señores o, en el
mejor de los casos, sus protegidos ocasionales o sus “racione-
ros”.123 La muerte de los “grandes” ya es menos un asunto suyo
(propio) que el cumplimiento de un deber para con los parientes
del muerto y la oportunidad para conseguir algún favor. Pero, a
pesar de esta situación, sigue habiendo elegías donde resalta la
“sinceridad” y la buena factura entre el derroche de grandilo-
cuencia, de frases manidas y de fórmulas retóricas gastadas. La
calidad literaria proviene naturalmente del oficio y del ingenio;
al igual que en el siglo XVI, en el XVII y en el XVIII podemos
desechar muchísimos de estos textos por su enunciación rutina-
ria y mediocre, sin embargo su abundancia es tal que, entre toda
esta parafernalia de estrofas, podemos hallar remansos de versos
bien templados y hasta sonetos que podrían estar a la altura de
los grandes textos poéticos de nuestra lengua.
La elegía funeral que deriva del Soneto XXV de Garcilaso se
transforma paulatinamente. Así, por ejemplo, un bello soneto
de Diego Ramírez Pagán, todavía inmerso en el petrarquismo y
en el Renacimiento, reitera los tópicos del Toledano y nos da
una idea de la evolución que hacia 1560 —a menos de veinte
años de la primera edición de Garcilaso y Boscán— había con-
seguido el ¡Oh hado secutivo en mis dolores...
Los ojos bellos, la amorosa frente,
los brazos, manos, pies, el claro viso,
que me han hecho de mí mismo diviso,
y en todo singular de la otra gente;
-154-
los crespados cabellos de oro ardiente,
el cuerdo resonar del dulce riso,
que en tierra hacer solía un paraíso,
ya es un poco de polvo que no siente.
124 Está por supuesto en Petrarca Véanse por ejemplo los poemas LXXX (Chi è
fermato di menar sua vita) y CLXXXIX (Passa la nave mia colma d’oblio).
-155-
para Garcilaso”125 (la imprecación directa, de tono altisonante
que será muy usada por Quevedo). Este recurso sirve de aper-
tura para una de los sonetos funerales más logrados de la litera-
tura española por su exacta simetría y su balanceado tono ele-
giaco que desmiente la vena ampulosa pregonada por los
detractores del sevillano:
Tú, que en la tierna flor de edad luciente,
Gerónimo moriste, y apartado
de los tuyos, el piélago sagrado
honraste con tu cuerpo eternamente;
125Véase Oreste Macrí. Fernando de Herrera. Madrid, Gredos, 1972. (Biblioteca Ro-
mánico-Hispánica, Col. “Estudios y ensayos”, núm. 43). Pág. 594. Literalmente
dice: “Tal motivo, desconocido por Garcilaso, tuvo mayor fortuna en Quevedo
que en Góngora, en quien tan sólo se encuentra una vez, nunca en Rioja”.
-156-
agudeza para Baltasar Gracián.126 Es un caso extraordinario —
por su precocidad— que anticipa las formas de escritura que
habrían de prevalecer en el siglo XVII, no sólo en lo que se refiere
a la elegía funeral sino a todos los géneros poéticos. Su influencia
en Góngora parece evidente, aun cuando los resultados del aná-
lisis estilístico demuestren lo contrario.127 Su “soneto a la muerte
de Lisi” es un ejemplo de las transformaciones que condujeron
a la poesía barroca. En él recupera el tema final del texto garci-
lasiano —el llanto— para conseguir en el último de los tercetos
quizás las más extraordinaria de las hipérboles sobre este tópico
que se haya escrito en toda la poesía española de la Edad de Oro:
Altivo intento, sí, pero debido,
vista amarga intentáis de humor vacía,
bien que copioso venza, noche fría,
tu sagrado silencio su rüido.
-157-
el mismo asunto sea más conocido y citado. La verdad es que, a
pesar de los lugares comunes, los efectos son más conmovedo-
res porque no descansan en las hipérboles. Más que una “retó-
rica del llanto”, aquí se trata de una “retórica del silencio”:
128Dice que “habla en serio” porque el soneto está incluido en las Rimas Humanas
y Divinas del licenciado Tomé de Burguillos (Madrid, 1634) y es necesario precisar el
carácter grave del texto.
-158-
de Salinas, don Diego de Silva y Mendoza (1564-1630) que co-
mienza como una vaga elegía funeraria y acaba con una tre-
menda paradoja cuyo resentimiento tiene muy poco del neoes-
toicismo imperante:
De tu muerte que fue un breve suspiro,
¡qué largo suspirar se ha comenzado!
Es cilicio en el alma mi cuidado
que le estrecha y aprieta cuanto miro.
-159-
Sandoval Zapata pero que jamás hubiera manejado con esta sim-
plicidad que anuncia el final de la era barroca:
Segura, Juan Antonio de. Poemas varios que a diversos assumptos compuso el padre...
129
México, 1718.
-160-
El teatro del siglo XVII
-161-
Juan de la Hoz y Mota (1622-1714), Francisco de Leyva Ramírez
de Arellano (1630?-1676?), Francisco Antonio de Bances y Ló-
pez-Candamo (1662-1704), etcétera.
De este modo, nuestros poetas calderonianos más conoci-
dos, como por ejemplo Agustín de Salazar y Torres (1642-1675)
y Sor Juan Inés de la Cruz (1648-1695), pueden resultar imita-
dores genuinos o simples imitadores de segunda instancia lo
que, para el adjetivo de “ancilares” con que se ha caracterizado
a las letras novohispanas y para la rusticidad en que aún se hallan
los estudios, en especial los relativos al teatro, averiguar las fuen-
tes en que se nutrieron nuestros dramaturgos, viene a confluir
en una trivialidad.
Lo importante para las circunstancias en que se encuentran
nuestros conocimientos literarios radica en dos factores: el pri-
mero es que no se registran ediciones de Calderón en la historia
de los impresos mexicanos; el segundo es que, pese a ello, tene-
mos una presencia constante del teatro calderoniano en los di-
versos festejos con que anualmente se nutrían los espíritus no-
vohispanos hasta bien entrado el siglo XVIII; no obstante la
prohibición real de 1765 motivada por las descalificaciones de
Luzán, Montiano, Velázquez y otros preceptistas neoclásicos es-
pañoles que literalmente “descontinuaron” a Calderón. Desde
luego que, debido a la exacerbada religiosidad colonial, el teatro
sagrado debió alcanzar en la Colonia un considerable número
de adeptos, sobre todo si se toma en cuenta que había sido un
instrumento de primer orden en el proceso de evangelización y
que muchos años después siguió conservando, en todos los es-
tratos sociales, un enorme número de aficionados. No es ex-
traño, por ese motivo, que en una fecha relativamente temprana
como es el año de 1641, el mismo en que se halla por primera
vez la mención de El gran teatro del mundo en España (porque se
-162-
representó en Valencia), nos encontremos con la traducción al
náhuatl de Bernardo de Alva Ixtlilxóchitl. Seguramente la obra
se había representado pocos años antes en Madrid,130 pero la
primera edición española del auto no se hizo sino hasta 1655.
Esto nos revela la prontitud con que llegaban las novedades li-
terarias y nos llena de interrogantes en torno a la naturaleza de
los medios de difusión que se utilizaban en la Península y sus
dominios.131 Nos acerca a las hazañas de la memoria que se uti-
lizaban en el teatro de Lope para imprimir o representar de con-
trabando, al día siguiente del estreno, en los sitios más inmun-
dos, las comedias del Fénix. Tal vez, los empresarios como Juan
Corral, Antonio Rodríguez, Alonso Velázquez y Gonzalo Jara-
millo, acudían a este género de “piratas” para traer desde la Pe-
nínsula los manuscritos de las obras que montaban en México o
en Puebla.
Aparte de las obras de beneficencia que se costeaban con las
representaciones organizadas en los teatros habituales, había re-
presentaciones en los atrios de las iglesias, en los patios de los
conventos, en los locales de la Universidad, en el Palacio Virrei-
nal, en improvisados escenarios callejeros que patrocinaban el
Ayuntamiento o cualquier otra institución —pública o pri-
vada— con motivo de festejos ordinarios o extraordinarios.
Para que nos demos una idea de la frecuencia con que se hacían
las representaciones teatrales, recordemos una página del Diario
de Gregorio Martín de Guijo:
130 Alexander Parker. Los autos sacramentales de Calderón de la Barca. Barcelona, Ariel,
1983. pág. 97.
131 Para estos problemas de difusión, véase el trabajo clásico de Antonio Rodrí-
guez Moñino. Construcción crítica y realidad histórica en la poesía española de los siglos XVI
y XVII. (Discurso pronunciado en la Sesión Plenaria del IX Congreso Internacional
de la International Federation for Modern Languages and Literatures, que se ce-
lebró en Nueva York el 27 de agosto de 1963). Madrid, Castalia, 1968. 2da. ed. 59
págs. Trae prólogo de Marcel Bataillon. Fechado entre el 21 y 22 de julio de 1963.
-163-
La Ciudad de México celebró la fiesta de Corpus este año como se
acostumbra, y no se puso el tablado para las comedias en el cemen-
terio de la Catedral, sino en los portales de la audiencia de abajo,
donde asistió el Virrey, audiencia y tribunales, a la representación
de las comedias el jueves de Corpus 26 de mayo, y el domingo y
jueves de la octava a las cuatro de la tarde; y no asistió a ellas el
señor arzobispo ni prebendados.132
Además el
Domingo 11 de junio, infraoctava de Corpus hizo el Virrey que la
comedia que se había de representar en el teatro del cementerio de
la Catedral, según costumbre, la representasen sobre tarde, en el
patio de palacio, en donde está la pila, para que la virreina y criados
la viesen, por estar la virreina preñada; y allí le dio la Ciudad los
dulces.134
132 Guijo. Diario, México, Porrúa, 1952. Tomo II, pág. 135.
133 Ibíd. Pág. 171.
134 Ibíd. Pág. 172.
-164-
llegó desde la Metrópoli el aviso de que se había impuesto una
multa de 12 mil ducados al Marqués de Leyva por haber des-
viado el curso de la procesión de Corpus. En los tres siglos que
duró el régimen hubo pocos incidentes memorables por alguna
irregularidad en los festejos. El más famoso se debió a un escán-
dalo suscitado por una probable escena de celos que protago-
nizó el octavo duque de Alburquerque, Francisco Fernández de
la Cueva, el primero de toda una dinastía de virreyes novohispa-
nos que llevaron este apellido. Fue, junto con el conde de Mon-
terrey y los marqueses de Montesclaros y Guadalcázar, de los
más jóvenes gobernantes que hubo en la época colonial. Tenía
treinta y seis años135 y llevaba diez de casado cuando
El día de Corpus Christi asistió la duquesa de Alburquerque a ver
la procesión en casa de Francisco de Córdoba, contador mayor de
cuentas, y estrenó el dicho su casa con esta visita, que es junto al
campanario de la capilla de San José de los Indios; hizo un gasto
muy costoso en el regalo de almuerzo, dulces y dádivas a la dicha
duquesa, virreina y a su hija, y dentro de pocos días se dijo en toda
la ciudad que el virrey, presente la dicha virreina, por ocasión pe-
queña, le dio de mojicones en la boca al dicho Córdoba, que lo bañó
en sangre y derribó un diente.136
135 Cfr. Ignacio Rubio Mañé. El Virreinato I. Orígenes y jurisdicciones, y dinámica social
de los virreyes, México, UNAM-F. C. E., 1983. Vol. I, p. 251.
136 Guijo, Op. cit., p. 20.
137 México, UNAM-Instituto de Investigaciones Estéticas, 1951.
-165-
los numerosos días festivos que adornaban el año, entre los cua-
les figuraban por las más diversas causas todos los jueves. Aún
cuando ya muy menguadas, en el Bajío y el Centro de México,
todavía quedan huellas de estos jueves de asueto que vivía la
Nueva España.
Las fuentes que hasta ahora hemos frecuentado no tienen
noticias detalladas de las representaciones teatrales. Pero ello no
quiere decir que no existan. Por sólo mencionar a los universi-
tarios, José Rojas Garcidueñas, Othón Arróniz, Humberto Mal-
donado y Claudia Parodi, han dejado una valiosa documenta-
ción; Margarita Peña, Germán Viveros, Sergio López Mena,
Raquel Gutiérrez y otros investigadores están sentando las bases
para una historia del teatro novohispano que nos permitirán
muy pronto rescatar del olvido muchas obras y autores, así
como detallar la presencia de los grandes autores que sirvieron
de paradigma a la dramaturgia colonial.
-166-
La admiración por sor Juana
-167-
los ángeles y los duendes
-168-
desmentir la elegía del padre Diego Calleja, uno de sus primeros
biógrafos
Ésta, pues, alma grande por su ciencia,
aun fue por su virtud más elevada;
no hubo en sus sales gracia sin decencia,
ni en su boca se halló mentira en nada.
Secreta fue con quien caritativa,
y aun del amor humano respetada.
En los dos años últimos de viva,
se alimentó de ayunos y asperezas,
que es bien que más volumen las escriba.
Nunca de penitente las tristezas
en su rostro dejó que se notasen.
Dios sólo fue salario a sus finezas.
-169-
grecolatina que cobraron auge con los renacentistas. Por ejem-
plo, el popular Carpe diem (a veces llamado también con el auso-
niano nombre de Collige virgo rosas). Mientras que en los poetas
precedentes como Garcilaso de la Vega no es solamente una in-
vitación para “tomar el día” y gozar de nuestra brevísima vida
—puesto que lleva, de paso, un cortesano y avieso argumento
para seducir a las damas: “En tanto que de rosa y de azucena/
se muestra la color en vuestro gesto,/ y que vuestro mirar ar-
diente, honesto,/ enciende el corazón y lo re- frena;// y en tanto
que el cabello, que en la vena/ del oro se escogió, con vuelo
presto/ por el hermoso cuello blanco, enhiesto,/ el viento
mueve, esparce y desordena:/ coged de vuestra alegre prima-
vera/ el dulce fruto antes que el tiempo airado/ cubra de nieve
la hermosa cumbre./ Marchitará a la rosa el viento helado,/
todo lo mudará la edad ligera/ por no hacer mudanza en su cos-
tumbre”— y, luego de ochenta años de insistentes reformula-
ciones que abarcan varias generaciones de autores petrarquistas,
en Góngora se reitera de una forma tan contundente que “anun-
cia la era barroca” (el juicio es de Dámaso Alonso), pero con-
servando los matices de seducción que lo caracterizan (“Mien-
tras por competir con tu cabello/ oro bruñido al sol relumbra
en vano;/ mientras con menosprecio en medio el llano/ mira tu
blanca frente el lilio bello;// mientras a cada labio, por cogello,/
siguen más ojos que al clavel temprano,/ y mientras triunfa con
desdén lozano/ del luciente cristal tu gentil cuello,// goza cue-
llo, cabello, labio y frente,/ antes que lo que fue en tu edad do-
rada/ oro, lilio, clavel, cristal luciente,// no sólo en plata o viola
troncada/ se vuelva, mas tú y ello juntamente/ en tierra, en
humo, en polvo, en sombra, en nada.”), en Sor Juana se trans-
forma hábilmente para guardar el decoro frente al implícito
-170-
cortejo y ofrecernos un punto de vista femenino de este tópico
tradicionalmente orientado desde los hombres hacia las mujeres:
Miró Celia una rosa que en el prado
ostentaba feliz la pompa vana
y con afeites de carmín y grana
bañaba alegre el rostro delicado;
-171-
Al final de los siglos de oro, sus innovaciones métricas cau-
saron un asombro que los lectores parecían haber perdido. Son
enormemente ricas sus aportaciones al “villancico” (un subgé-
nero de la poesía profana y divina destinado al canto) que había
decaí- do mucho en la segunda mitad del XVII y que ella, por
encargo y afición propia, trabajó con especial intensidad para
diversas fiestas religiosas celebradas en México, Puebla y Oa-
xaca. Sus largas “cabezas” o “estribillos” no tienen antecedentes,
aunque algunas veces guardan ecos de varias letrillas gongorinas.
Sus juegos dramáticos les confieren a estos poemas religiosos
una especial intensidad. En cuanto al famoso “romance decasí-
labo” cuyos versos se inician con una palabra esdrújula de tres
sílabas y mantienen el acento en sexta (“Lámina sirva el cielo al
retrato...”), durante muchos años se le atribuyó también la auto-
ría. Tal vez porque así lo creyeron sus mismos contemporáneos
(Calleja, entre ellos: “Nuevos metros halló, nuevos asuntos...”
—decía.), o porque así lo consignó en 1703 Josef Vicens, el adi-
cionador del Rengifo (un influyentísimo manual jesuita de ver-
sificación confeccionado a finales del siglo XVI y vigente todavía
en el siglo XIX) y luego, haciéndose eco de estas palabras y de
una tradición que corría entre los padres de la Compañía (Agus-
tín Pérez de Castro, Luis Maneiro, etcétera), don Marcelino Me-
néndez y Pelayo lo ratificó. La verdad es que la Monja novohis-
pana no inventó el verso. Alfonso Méndez Plancarte desmintió
esta idea con numerosos ejemplos, no para demeritar la figura
de sor Juana, sino para ser justos con ella, para no caer en la
inútil retórica de la sobrevaluación. Para que los mexicanos ten-
gamos plena confianza en una de las más grandes figuras que
han florecido en nuestra tierra.
Precisamente por esta tendencia al engrandecimiento, a la
ciega megalomanía localista, se ha abusado de una creencia que
-172-
cada día nos parece más absurda: la idea de que sor Juana fue un
fenómeno aislado entre el “desierto culterano” de autores cuyos
nombres ni siquiera vale la pena mencionar. Se habla condes-
cendientemente del factotum novohispano Carlos de Sigüenza y
Góngora (1645-1700) por su gran peso intelectual, por su
enorme sapiencia de matemático y astrónomo, por sus visiona-
rios trabajos de historiador y protoarqueólogo, por su polémica
con el padre Kino, y por haber escrito la primera novela ameri-
cana, si es que Los infortunios de Alonso Ramírez (1690) pue-
den considerarse parte del género. Sigüenza es uno de los mu-
chos poetas que dio el siglo XVII novohispano y que todavía no
han sido asimilados. Apenas se recuerda que en aquel siglo hubo
derroche de talento literario, al grado que exportamos genios tan
excepcionales como Juan Ruiz de Alarcón y Agustín de Salazar
y Torres. Ambos de formación mexicana pero de notable pro-
ducción española. El primero, ya se sabe, es el creador del teatro
de caracteres y de una obra cuyo influjo traspasó las fronteras
lingüísticas y compitió ventajosamente en la escena madrileña
con los mejores dramaturgos de su tiempo: Lope de Vega, Tirso
de Molina, Mira de Mescua, Calderón de la Barca y muchos au-
tores más que suelen considerarse de segunda línea. El segundo
fue un prodigio de precocidad que a la edad de doce años reci-
taba de memoria el Polifemo y las Soledades de Góngora; más
aún los comentaba y los glosaba con una propiedad que le valió
la admiración de sus contemporáneos. Precisamente de esa
edad, en 1654, cuando todavía era un niño, entre poetas de la
talla de Luis de Sandoval Zapata, Francisco Bramón —también
jovencísimo—, María de Estrada Medinilla, Francisco Solís
Aguirre, Joseph de Vega Vique, Juan Rodríguez de Abril, Luis
de Verrio, Diego González de Contreras, Alonso Ramírez de
Vargas, etcétera, ganó un primer lugar en el Certamen de la
-173-
Inmaculada que organizó la Universidad de México y más tarde
publicó la viuda de Calderón. Méndez Plancarte se recrea ci-
tando unas redondillas de “pie” (en español un “pie” es un
verso) quebrado que años después quizá le servirían a sor Juana
como modelo para elogiar el pie de la virreina, marquesa de la
Laguna y condesa de Paredes. Le dice al Diablo:
¿De qué tiembla monstruo impío,
debajo del bello pie
de María?
Yo sé que no es de frío...
-174-
rarísimos elogios de don Marcelino) y, muy especialmente, por
el perdido Anónimo de la Pasión (que Gabriel Méndez Plancarte
ofreció publicar íntegramente y que, al parecer, como tantos
proyectos de los dos sabios hermanos, quedó en suspenso por
su muerte tan repentina como dañina para la historia de la lite-
ratura nacional). Todos estos textos escritos en prestigiosas oc-
tavas reales que vistieron de lujo a nuestra literatura.
-175-
«Ut pictura pœsis» en Sor Juana
138Son los versos que se componen de cinco pies: un “espondeo” (dos sílabas
largas: — —), un “dáctilo” (una larga y dos breves: — U U) y tres “troqueos”:
(una larga y una breve cada uno — U/ — U/ — U).
El “extraordinario” (clarum) arte legado por Fidias (to-
reuma —— o “esculpido en relieve”) es tal en
esta copa que, cuando se le agregue agua al recipiente, los
peces que miramos realzados en él nadarán. 139 Estamos
frente a una hipérbole del “realismo” —en sentido literario—
destinada a encomiar el trabajo del escultor. Pero también esta-
mos frente a una doble exaltación de la mimesis tradicional: por
una parte, hay una alabanza para los objetos plásticos en tanto
imitaciones de la naturaleza que se consiguen con la maestría del
cincel y, por la otra, están implícitos los alcances que se logran
con el arte verbal, porque gracias a la buena descripción se puede
otorgar una vida más brillante al objeto esculpido. A los peces
de aquella copa “sólo les falta el agua para nadar”; pero noso-
tros, en el siglo XX, no podemos tragarnos estas patrañas de los
clásicos grecolatinos entrando al juego de las “hipotiposis”
(). Desde nuestra perspectiva, el poema no trata de
139 Para la mejor inteligencia del poema, habría que agregar al encanto natural de
sus versos un elemento de recepción literaria nada desdeñable en la época que le
tocó vivir a Marcial: el enorme valor arqueológico y monetario que podía adquirir
una pieza como la descrita. Se entiende que, aun cuando la copa tendría cierta
respetable antigüedad, no es una vasija esculpida por Fidias, sino un ejemplar rea-
lizado con el arte de este escultor (“artis Phidiacae”). La estimación que podía al-
canzar un objeto de esta naturaleza era casi comparable al valor de un “vaso mu-
rrino” (aquellos vasos de material desconocido —posiblemente de una especie de
ágata— que introdujo Pompeyo en Roma después de su victoria sobre Mitrídates
y que llegaban a costar hasta 300 mil sestercios). Cfr. Ludwig Friedlaender. La
sociedad romana. México, F. C. E., 1947. Pág. 843.
Las falsificaciones también eran muy frecuentes debido a la falta de conocimientos
históricos por parte de los romanos, a su avidez por los objetos artísticos y suntua-
rios de origen griego, a la abundancia de comerciantes tramposos y a la enorme
proliferación de hábiles esclavos pintores, alfareros, aurífices y plateros en todo el
Imperio, muchos de los cuales se veían favorecidos con importantes exenciones
tributarias siempre y cuando dedicaran el mayor tiempo posible al dominio de su
arte.
emular al objeto y sustituirlo, puesto que en el lenguaje literario
(y en última instancia también en los lenguajes simbólicos de las
artes plásticas) no hay mimesis sino semiosis, es decir, voluntad
de significación que se oculta detrás de una metábola para resal-
tar el objeto descrito.
Puede que la sutileza de estos textos represente demasiado
refinamiento para algunos lectores modernos y que Marcial no
sea recordado entre las mayorías precisamente por haber escrito
este primoroso epigrama. Sin embargo, es uno de los más bellos
ejemplos en la poesía latina y bien podría dejar satisfecho el pe-
regrino gusto por ese tipo de descripción que “duplica” y anima
al modelo. Casi está en los límites donde la poesía comienza a
dibujar figuras para convertirse en caligrama y, entonces sí, ha-
cer mimesis, perder su identidad espacial y temporal hasta tran-
substanciarse en un objeto similar a los cuadros, las estatuas o
las vasijas que pretende suplir en el espacio real. Sensualismo
imaginativo de quienes aprecian los licores poéticos altamente
concentrados y de quienes, con esa predisposición literaria, casi
es seguro que tendrán en la memoria, entre muchos otros ejem-
plos de la lengua española, el bellísimo “retrato” de la Virgen
que Sor Juana Inés de la Cruz encomió desde su delicioso ba-
rroquismo.
A una pintura de nuestra señora, de muy excelente pincel
Si un pincel, aunque grande, al fin humano,
pudo hacer tan bellísima Pintura,
que aun vista perspicaz en vano apura
tus luces —o admirada, si no en vano—:
la Marquesa de la Laguna, n. 1649, y que acá vino ya de 31...” Son las palabras de
Alfonso Méndez Plancarte en las notas a los ovillejos de Sor Juana, Obras comple-
tas, Vol. I (“Lírica Personal”). México, F. C. E., 1951. Pág. 559.
o como la propia condesa de Paredes “Lámina sirva el cielo al
retrato”144 y “Acción, Lisy, fue acertada”, en el cual no deja de
reflexionar sobre el tempus fugit pero con el obligado optimismo
a que la impulsa el elogio petrarquista de la belleza femenina y,
por supuesto, la tópica adulación a la poderosa virreina:
145 Hay una buena clasificación de los poemas de retrato que escribió Sor Juana
—acompañada de un incipiente estudio de carácter ortodoxamente literario— en
el trabajo de Georgina Sabat de Rivers que se titula “Sor Juana: la tradición clásica
del retrato poético”, en Estudios de literatura hispanoamericana. Sor Juana Inés de
la Cruz y otros poetas barrocos de la Colonia. Barcelona, Promociones y Publica-
ciones Universitarias, 1992. Págs. 207-223. Existe una versión preliminar de este
trabajo en el número de abril de 1984 de la Revista chilena de literatura.
Tersa frente, oro el cabello,
cejas arcos, zafir ojos,
bruñida tez, labios rojos,
nariz recta, ebúrneo cuello;
talle airoso, cuerpo bello,
cándidas manos en que
el cetro de Amor se ve,
tiene Fili; en oro engasta
pie tan breve, que no gasta
ni un pie.