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ÉTICA PROFESIONAL

I. Contenido

El tema que incluye tres términos:


1. Ética
2. Profesión
3. Virtud

Estos términos que para algunos resultan inconciliables, no sólo en la práctica sino
también conceptualmente. Señalaré siquiera algunas vías de análisis sobre la cuestión,
indicando ya desde ahora que, al igual que todos.

Definición de términos:
Ética. Como es bien sabido, este vocablo procede del griegoêthos (o, según
Aristóteles, también éthos): carácter, hábito, costumbre... Pero además puede decirse
que es el lugar en el que se habita y el modo de vivir en ese ámbito, valorada la
persona de forma global, en todos sus sentidos, no fragmentariamente.

1 Conferencia pronunciada el 20 de noviembre de 1997, en el hotel Agumar, de Madrid,


dentro del ciclo de Deontología Jurídica organizado por el Grupo de Estudios Jurídicos.
Otros ponentes fueron: don Antonio del Moral García, Fiscal de la Fiscalía General del
Estado; don José Luis Requero Ibáñez, Magistrado de la Audiencia Nacional; don
Andrés de la Oliva Santos, Catedrático de Derecho Procesal de la UCM; y don Rafael
Navarro Valls, Catedrático de Derecho Eclesiástico del Estado de la UCM. Fue publicada
en Madrid por GEJ en 1998.

A semejanza de como Aristóteles explica en la Metafísica que el ser seduce de


muchas maneras, también el estar se dice de muchas maneras. Una persona puede
estar moribunda o pletórica de salud; es posible estar trabajando o en paro. Un modo
de estar es precisamente no estar, y entonces se percibe especialmente qué persona
contribuye y quién no a la convivencia, porque es en la ausencia -en su no estar-
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cuando destaca de manera muy particular la figura del líder, es decir, de quien tiene
algo que decir, que aportar.

Pues bien, el estar del que hablamos ahora, es decir, el estar del ethos, hace
referencia, al estar en plenitud, al estar feliz, que acaba por confundirse con el ser
feliz. La ética apunta en muy buena medida a ese arte de la vida que, adecuadamente
ejercida, proporciona las condiciones de posibilidad de una existencia honorable, de
una biografía dichosa.

El segundo término, profesión, señala al lugar en el que se vive desde el punto


de vista laboral: es ahí donde la mayor parte de las personas obtienen el sustento
preciso para sí mismos y para sus familias, y es donde, con una consideración más
profunda y acertada, los hombres pueden llegar a convertirse en colaboradores con el
Creador, laborando-con Él en sus planes sobre el mundo, participando en la
administración de la realidad, no como accionistas -no nos ha sido dado el planeta en
propiedad- sino como gerentes.

De algún modo, el Creador ha dejado incompleta la creación, contando con que


el hombre la vaya consumando, a la vez que se perfecciona a sí mismo.

Llegamos al tercer elemento constitutivo del título: la virtud. Este término


apunta a los hábitos, es decir, a la facilidad mayor o menor que una persona puede
alcanzar para realizar un determinado acto, a base de haberlo ejercido en muchas
ocasiones previas. Es un lugar común recordar que si esos hábitos operativos se
encuentran orientados al bien son denominados virtudes y si lo están hacia el mal
quedan calificados como vicios. Los hábitos componen -según Aristóteles- una segunda
naturaleza, que nos facilita o nos dificulta el camino de la vida en plenitud.

Otros autores -Spinoza, Ortega y Gasset, etc.- se refieren a este mismo tema,
afirmando que el hombre es causa sui. Sin duda, no desde un punto de vista
ontológico, pero sí operativamente. No ontológicamente, insisto, ya que la persona no
puede darse el ser a sí misma, por tanto del no-ser-persona no procede el serlo, por
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mucho que se acuda a la casualidad (aunque se recurra al expediente de períodos


inmensamente largos de tiempo). Por el contrario, repito, el hombre, de algún modo,
sí puede hacerse a sí mismo operativamente.

De hecho, hoy somos, en buena medida, lo que ayer quisimos ser.

Mañana seremos en cierto modo lo que hoy estemos procurando. Los hábitos
van encuadrando nuestro camino y aunque no actúan de un modo determinista, sí
hacen más fácil o más difícil la marcha hacia adelante. Sucede así que determinados
hábitos, como la pereza o la diligencia, marcan la capacidad de enfrentarse o no a los
sucesivos retos que la existencia va planteando. Cervantes resume lúcidamente esta
realidad en los comienzos de El Quijote: somos hijos de nuestras obras.

Parafraseando al pensador polaco Tadeusz Styczen, realizarse o no realizarse


depende de cada uno. Con las sucesivas decisiones, cada persona va aprovechando o
no las sucesivas oportunidades de autorrealización. Literalmente afirma: de ti mismo
dependes, a ti mismo-te sitúas, a ti mismo-te dominas, a ti mismo-te posees (...).
Nadie te robará a ti mismo, pero tú mismo puedes robarte.

Triste resulta que uno se burle a sí mismo las posibilidades de autorrealización.


Desafortunadamente, por falta de formación, de esfuerzo, o de atención al verdadero
sentido de la realidad..., demasiadas veces sucede.
(Pelaz, 1997)

La búsqueda de la felicidad
Hay, al menos, una realidad en la que las personas de todos
los tiempos y de cualquier latitud estamos esencialmente
de acuerdo: anhelamos la felicidad. La pretendemos de
forma más o menos explícita, en manera más o menos
ansiosa, pero siempre la perseguimos, tanto en lo
profesional, como en lo familiar y, principalmente, en lo vital: la necesitamos en el
acontecer diario.
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Aunque alguien obtenga todo dinero, reconocimiento público, éxitos profesionales,


aplauso por la labor intelectual y/o artística, etc.-, si no alcanza la felicidad, nada tiene.

De la armónica composición de nuestra vida física, profesional y familiar,


surgirá, como de una fuente, la felicidad. Dicho de otro modo, la felicidad es, en cierta
medida, llevarse bien con los otros, con el mundo y con nosotros mismos. De esas tres
relaciones, probablemente es la tercera la más ardua.

Por eso, cuando se logra, las otras dos brotan sin particulares dificultades. Quien
se acepta a sí mismo, no espera más de lo que es razonable anhelar, ni columbra
expectativas desproporcionadas: su ilusión no se ve defraudada porque procura
apuntar a realidades que no escamotean las promesas realizadas.

Para el hombre, la verdadera felicidad -y también la felicidad verdadera-no es


un bien dado, sino una meta que se presenta a la vez como dificultosa y deseable. En
ocasiones parece acercarse; otras, se difumina en medio de las nieblas de la dificultad.
Es, en cualquier caso, reto que se plantea necesariamente, y ha de procurarse
alcanzarla con iniciativa y sabiduría siempre renovadas. Tiene mucho más que ver con
una permanente conquista de cierto sabor pacífico que con un fruto plenamente
poseído. Felicidad es tarea y también, de algún modo, el don que surge de ese
esfuerzo. La felicidad es una especie de respuesta semejante a la que recibe el amado
de su amada, que no se impone, sino que se espera. Por eso, nunca da resultado la
búsqueda en directo de la felicidad, pues si así se pretende, la persona acaba
cargándose de un fardo de egoísmo que dificulta -o más bien impide- el mismo objetivo
al que se aspira. Dicho de otro modo, el cumplimiento de normas y obligaciones -
incluidas las morales- es condición necesaria, pero no suficiente, en la búsqueda de la
felicidad.

La felicidad poco o nada tiene que ver con la mera posesión de bienes o de
reconocimiento externo, y tampoco con su contrario. Afirmar que la felicidad está en
la pobreza material, supondría olvidar que las posesiones, en sentido estricto, son
buenas: por eso son denominadas bienes. Tampoco procede del pasar totalmente
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inadvertido, porque una persona no llega a ser plenamente persona hasta que no se
establece un reconocimiento dialógico, en el que alguien reconoce y explicita la bondad
de la existencia del otro.

Pero no se encuentra la felicidad en la acumulación de propiedades, como la


experiencia sociológica muestra. Los reconocimientos externos no hacen tampoco
saborear la plenitud en que la felicidad consiste, sea por su transitoriedad -antes de
que los aplausos se apaguen, esas mismas personas están pensando ya en otras
cosas...-, sea porque la gloria vana que provoca se encuentra muy alejada de esa
situación de don, en apariencia inmerecido, en el que la felicidad consiste.

Algunos señalan que la felicidad es un imposible. Entonces, responde Julián


Marías, deberíamos cambiar el referente del término felicidad para denominar algo que
fuese alcanzable. En cierto modo, y en esto estoy totalmente de acuerdo con Leibniz,
la felicidad es a las personas lo que la perfección es a los entes. Sin ella, falta algo
esencial a la vida.

Por decirlo con palabras de Julián Marías, la felicidad es una realidad planeada:
A eso precisamente corresponde la felicidad como imposible necesario. Nuestra vida
consiste en el esfuerzo por lograr parcelas, islas de felicidad, anticipaciones de la
felicidad plena. Y ese intento de buscar la felicidad se nutre de ilusión, la cual, a su
vez, es ya una forma de felicidad.

La felicidad, en fin, surge de alcanzar una meta, un objetivo, un deseo, cuya


obtención era improbable. De todas formas, y a pesar de su carácter proyectivo, la
felicidad no se encuentra en el pasado ni tampoco sólo en el futuro. El tiempo propio
de la felicidad es el presente.

Pero no una actualidad cualquiera, sino una llena de ilusiones, de proyectos y


esperanzas.
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La reducción de la felicidad a placer es un engaño, cuanto menos, un error de


cálculo. Como señaló Joubert, el placer viene a ser la felicidad de un punto del cuerpo.
Y la verdadera felicidad, la única felicidad, toda la felicidad estriba en el bienestar de
toda el alma.

Sin embargo, para muchos, la felicidad del hombre se encontraría -de forma
semejante a lo que sucede en los animales- en la mera placidez. De ese modo, nada
habría más preciado que una vida placentera. Frente a esas consideraciones, fruto de
una sociedad anestesiada por una mala o incompleta asimilación de la información
percibida por los sentidos (el hombre-animal es el que permanece a nivel epidérmico,
en los placeres sensibles, sin situar éstos en su lugar adecuado y aspirar a otros más
acordes con su naturaleza), coincido con los clásicos en la afirmación de que ideales
por los que no merezca la pena morir tampoco justifican el vivir. O, dicho de otro
modo, la felicidad no se encuentra en una existencia sin inquietudes, sino en un
corazón enamorado...

La felicidad se encuentra necesariamente en relación con las potencias más


altas del hombre: su inteligencia y su voluntad. Por eso, ha de consistir en buena
medida en conocer la verdad y amar el bien. Y dice también referencia necesaria a
estar junto a lo que -y a los que- uno ama, quienes, de manera también altruista,
manifiestan esa benevolencia (bene-volere: querer bien), que no es impuesta, sino
liberal: podría o no darse.

Como ha señalado Karol Wojtyla, el hombre se revela a sí mismo, como deseo


de auto posesión y de auto cumplimiento. Y es este último acto manifestación de la
permanente búsqueda de la felicidad. Tal vez por eso la felicidad consista en ese
proceso permanente y continuado de auto conquista del hombre mismo. Resulta tan
importante el objetivo -fin último de la persona-que estamos dispuestos a renunciar a
satisfacciones parciales con tal de alcanzarlo.

La angustia en la que se debaten muchos contemporáneos no es sino una


muestra más de la urgente necesidad de volver a indicar cuáles son los caminos por
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los que es posible felicidad. A decir de Bernanos, tantos que se juzgan prácticos,
materialistas, conquistadores de los bienes terrenos, en realidad padecen una desazón
profunda. Como señala con aguda precisión no exenta de ironía: dan la impresión de
correr en pos de la fortuna, pe ro lo que hacen no es correr en pos de la fortuna, sino
huir de sí mismos.

Una última e importante precisión: la felicidad guía las acciones de las personas,
pero no tiene, en sí misma, capacidad normativa. O, por decirlo de otra manera: el
ansia de felicidad no es, por sí solo, criterio de actuación. Las coordenadas para la vida
no se encuentran en la búsqueda de la dicha, sino que son ajenas por más que se
encuentren anexas a ella.

Valga como excusa para esta larga -y sólo aparente- digresión, el hecho de que
todo en la vida del hombre acaba por orientarse hacia la búsqueda de la felicidad: la
profesión por supuesto, pero también el modo en que se perciben la ética y las
virtudes. (Pelaz, 1997)

FELICIDAD Y ÉTICA
Para muchas personas, los términos felicidad y ética
aparecen como opuestos. Esto se produce porque,
desafortunadamente, el concepto al que nos referimos
resulta ser en ocasiones un pseudo, ya que padece del mal
de la des-armonía.

La ética, es ciencia y arte, y su Belleza intrínseca exige un delicado equilibrio de


todos los aspectos que la componen. Añado ahora que si alguno de ellos adquiere
preponderancia demeritando a los otros, surge un proceso de desvirtuamiento, con
consecuencias graves. Quizá las mentiras más dañinas para el hombre sean
precisamente los problemas mal planteados, porque en nada estimulan para buscar la
verdad. Aceptar una postura errada en el comienzo supone, en buena medida,
despilfarrar el pensamiento, ya que las conclusiones no serán válidas.
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La ética, en sentido pleno, es la armónica composición de tres elementos:


1.- Las normas nos indican qué es lo que debemos hacer, nos orientan sobre los
caminos que hemos de recorrer en nuestro comportamiento personal y respecto a los
demás a lo largo de la vida.

Por eso, su sublimación acaba en uno de estos dos callejones sin salida:
a) Una rigidez tremenda, inhumana, que forja gente sin corazón, envarada, tiesa,
acorchada y, por tanto, nada atractiva. Se convierte así la ética en una larga
enumeración de obligaciones, muchas veces pesadas e incomprensibles, que es
preciso seguir para no encontrarse condenado por los condicionantes de un ambiente
en el que no se respira vida, y en el que la libertad no encuentra acomodo. b) El paso
inmediatamente siguiente tiende a ser el rechazo de esa normativa agarrotada y su
sustitución por unos preceptos cuyo objetivo último suele ser el comportamiento
no agresivo con los cercanos, pero de carácter subjetivo. Las coordenadas espacio-
temporales pasan a convertirse en radicalmente importantes para definir la normativa.
Y como sin reglas no es posible vivir, se definen unas en las que la convivencia
sea el empeño deseable y preponderante. El control y dominio de la ira acaba por
ser, en la práctica, el único fundamento sólido.

El kantismo, en su apresurado intento por huir de lo que interpretaba una ética


de lo placentero, se centró en una teoría formal de deberes. La consecuencia fue una
parcialización de la persona. Kant olvidó que difícilmente alguien se mueve únicamente
y toda la vida por referentes vacíos.

El imperativo categórico es demasiado poco para el hombre. Obra de tal manera


que la máxima de tu voluntad pueda siempre valer como principio de una legislación
universal, ya es algo, pero resulta insuficiente: falta armonía: no considera
globalmente a la persona. Sólo con señales externas (ajenas), no es posible vivir
mucho tiempo. La persona reclama más, mucho más...

El pensador alemán arrancó la esencia misma de la vida ética del ámbito de la


experiencia de la persona, y lo trasladó al extra empírico del noúmeno. A continuación,
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hizo que toda la experiencia ética de la persona surgiese del sentimiento de respeto a
la ley moral por él mismo propuesta (sorprendentemente, y tal como ha apuntado con
agudeza el pensador polaco Karol Wojtyla, es este sentimiento de respeto por la ley el
único que, para Kant, no tiene contacto con la realidad empírica, sino sólo con la razón
y con una forma a priori de la ley moral).

Sin embargo, el deber sin más no es perseguible durante un largo período,


porque el hombre busca siempre la felicidad. Uno de los más infaustos errores del
kantismo, insisto, fue identificar felicidad con placer. Su formación puritana hizo el
resto: había que rechazar el placer, y, por tanto, la felicidad.

2.- La virtud es el segundo elemento radicalmente constitutivo de la ética. Como


hemos señalado al comienzo de estas reflexiones, los hábitos van conformando esa
segunda naturaleza, que facilita o dificulta determinadas actuaciones.

Pero la virtud, siendo primordialmente importante, como tal, a secas, conduce


a comportamientos puritanos, propios de gente inflexible, porque olvida que lo
específico de la virtud no es lo arduo, sino el bien (bonumhonestum). Es más, a veces,
el bien no es lo más difícil.

De nuevo se verifica una desarmonía de los elementos y eso provoca fallas


existencialmente onerosas. La primera de ellas, no saber siquiera cuáles son los hábitos
precisos para una vida ética procedente. Las virtudes no alcanzan su pleno
discernimiento en sí mismas. Precisan de indicadores externos, sin los cuales quedan
privadas de sentido. Un ulterior estado de decadencia de las virtudes provoca la
aparición de la teoría de los valores.

3.- El amor es el tercer factor consistente de la vida ética. El amor del que aquí
hablamos lo es en sentido pleno. No nos referimos a una mera apreciación afectiva,
sino que incluye en sí elementos de razón y de voluntad.
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La importancia del amor es básica, pues no es posible crear sin amar, y si esto
sirve para todas las artes, de manera más plena para esa gran catarsis en la que
consiste precisamente el desarrollo de la persona, es decir, su crecimiento ético.

Si, por el contrario, como algunos propugnan, el amor se limita a mero


sentimentalismo, vacío de contenido, conduce a tipos diversos de hedonismo.

Eso no significa de ningún modo que el amor sea plenamente racional. De


hecho, el enamorado es una especie de loco. No es posible ser plenamente lógico (en
el sentido de cartesiano) en el amor.

La impaciencia es contraria al amor, porque no respeta el ritmo de los


corazones, introduce modificaciones importantes en la cadencia comunicativa. El ansia
rompe la contemplación. El amor -al igual que la felicidad- no es algo ya conseguido
pacíficamente. Más bien, el amor va siendo.

El amor verdadero exige el compromiso de la libertad: es un don de sí mismo,


y entregar solicita -y evidencia- apreciar la propia capacidad en beneficio de otro.

El amor necesita contar con las normas, y también con las virtudes, para dar
consistencia a la vida: ¿desearía alguien, incluso quien pone como mayor aspiración
una existencia placentera, ser conectado a una máquina y vivir disfrutando un
arrobamiento sensual sin límites, y morir sin conciencia y sin sufrimiento?

El dolor también tiene una función importante en la ética y en la vida en general,


al igual que la muerte. Porque si no hubiera fin, no se viviría plenamente, por carencia,
entre otras cosas, de retos. De ahí que el verdadero amor no excluye sino que asume
la presencia de las penas.

A grandes rasgos, la actual discusión moral tiende a librar a los hombres de la


culpa, forzando que no se den nunca las condiciones de posibilidad para su presencia.
Recuérdese la mordaz frase que Pascal dirigía a esos moralistas, profetas de un planeta
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sin infracciones: Eccepatres, quitollunt peccata mundi! He aquí a los padres que quitan
el pecado del mundo.

Se ha ironizado sobre el hecho de que Sigmund Freud ha superado con mucho


a aquel poco iluminado Rabbi denominado Jesús. Frente a la búsqueda del perdón, el
psicoanálisis freudiano fue más allá: ha eliminado la culpa del horizonte espiritual. El
daño ha sido, aquí sí, sobresaliente, porque el hombre sin arrepentimiento se paraliza
o, al menos, limita sus posibilidades de manera significativa. Sin reconocimiento de la
culpa, no hay perdón, y, sin perdón, se desnaturaliza el amor. (Pelaz, 1997)

¿Por qué se intenta recuperar la ética profesional?


Leibniz afirmaba que si la geometría tocara nuestra
vida, la rechazaríamos al igual que la moral. Así ha sucedido
en las últimas décadas: la ética fue puesta bajo el foco de la
sospecha y posteriormente bajo el de la acusación: hablar de
estas cuestiones era incluso reputado ofensivo para el hombre
liberado. Sartre, por ejemplo, clamaba en contra de la
normativa moral afirmando que, de darse, estaría negándose la libertad.

Presenciamos, sin embargo, más recientemente, una rápida carrera por la


recuperación de la ética. Muestra de ello es, entre otras muchas realidades, los
sucesivos ciclos organizados por este Grupo de Estudios Jurídicos y los módulos que
sobre Ética empresarial se incluyen cada vez con mayor frecuencia en las Escuelas de
Negocios e incluso en las Facultades de Ciencias Económicas y Empresariales de
muchos países del mundo.
(Pelaz, 1997)

Motivos éticos:
1.- Uno tiene un estricto carácter económico: si consigo que las personas incorporen
determinadas virtudes -lealtad, sinceridad, puntualidad, laboriosidad, etc.-, será
razonable, piensa el empresario, ganar más. Es mejor contar con gente que viva la
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reciedumbre, la prudencia, el saber estar, el buen gusto, la responsabilidad, la


alegría, la naturalidad, la sencillez, la generosidad, la magnanimidad, la justicia, la
comprensión, la paciencia, la audacia, la amistad, la valentía...

Nos encontramos en un nivel epidérmico, de tintes estrictamente mercantilistas.


La virtud es contemplada más como capacidad de repetir actos rentables para la
empresa, que como aquella segunda naturaleza apta para ayudar a la primera a
proporcionar pleno sentido a la existencia de cada persona y, más adelante, a la
sociedad en su conjunto.

2.- Puede apuntarse en segundo término un motivo que cabe calificar de puritano. En
toda civilización se han establecido determinados límites para algún comportamiento.
Por ejemplo, hoy en día, en muchas de las civilizaciones más desarrolladas se permite
cualquier tipo de conducta sexual, sea homo o hetero, pero no se admite que sea con
niños, o se exige que se realice mediante pago de una cantidad acordada, etc.

Es un modo de acotar, de defender al hombre de sí mismo, porque es


comúnmente aceptado que algunos usos deben ser controlados, pues no es bueno
que la persona quede completamente desatada.

3.- Existe un tercer motivo para la recuperación de la deontología profesional:


Recuerdan quienes esto propugnan, que la moral no es un punto de llegada, sino de
partida. Al asumir vitalmente una mínima normativa objetiva, sobran piolets y cuerdas
para volar hacia la dignidad plena de la persona.

El lenguaje viene en nuestra ayuda: des-moralizar es quitar la moral, es arrancar


el ánimo, es, pues, des-animar. Eliminar las coordenadas éticas o sustituirlas por
pseudos, supondría ser un desalmado que busca desalmar a otros. Moralizar supone
animar a otros a seguir el camino adecuado, para ejercer una libertad plena que sea
camino de una felicidad colmada.
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Para señalar la función de la ética y la virtud en relación con lo profesional, lo


esencial es definir el fin, porque sin meta es imposible decir qué es bueno y qué es
malo. Una máquina, una mesa, una silla, por ejemplo, sólo podemos juzgarlas si
sabemos para qué sirven, cuál es su propósito.

Definir cuál sea el objeto de la profesión se convierte, por tanto, en una


necesidad urgente e imperiosa. Y el trabajo sólo alcanza pleno sentido mediante el
análisis global de lo que la persona sea: no es aceptable limitar el juicio a los elementos
técnicos precisos para desarrollar una labor productiva.

En la amistad y en la familia, los otros dos grandes ámbitos de la existencia, la


persona ayuda a dar sentido a otros, y recibirlo ella misma en plenitud. En el trabajo
se añade el factor de que al final se contempla un producto: lo que algunos pensadores
centroeuropeos han denominado trabajo objetivo. Complementaria e
inseparablemente unido se encuentra el trabajo subjetivo: es decir, lo que en la
persona acaece cuando faena. Al igual que en las relaciones interpersonales, en el
trabajo cada uno se hace o se des-hace. Y esto sucede así, en gran medida,
dependiendo de las actitudes que para el ejercicio de esa labor se adopten.

Un trabajo sin coordenadas éticas será, con toda seguridad, una labor
desmotivadora a largo y medio plazo. Porque, a corto, en ocasiones, lo material -un
buen sueldo, la parafernalia propia de muchos ámbitos profesionales, los desmedidos
afanes de autoafirmación...- acalla necesidades más profundas.
(Pelaz, 1997)

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