Sunteți pe pagina 1din 8

LA CONFIRMACIÓN, SACRAMENTO DEL ESPÍRITU SANTO

Desde antes de la creación el Espíritu de Dios está revelando su presencia y acción en la


historia de salvación, de modo no tan “visible”. Solamente en Cristo conocemos el Espíritu
de Dios, y es precisamente el gesto maravilloso de Dios para que el Espíritu descendiera
definitivamente (Is 63, 17-19). En su persona y su misión Cristo en todo momento aparece
lleno de Espíritu, actuando y movido por el Espíritu, “El espíritu del Señor sobre mí,
porque me ha ungido” (Lc 4,18; Mt 12,18). En efecto movido por el Espíritu va al desierto
(Lc 4,1). Es el mismo Cristo quien promete a sus discípulos el don del Espíritu como fruto
mesiánico de su redención (Jn 7,39; 20,22s; Ac 2, 33). Juan sitúa la promesa en el discurso
de la última cena: que les enseñará la verdad plena y los impulsará a dar testimonio (Jn 14,
16-17; 15,26-27; 16, 8-11). En los sinópticos es Lucas quien habla expresamente de la
promesa del Espíritu desde una perspectiva de la historia de salvación (Lc 24,29).

Es abundante la cantidad textos bíblicos que dan testimonio de cómo la presencia del
Espíritu connota la novedad y definitividad en las relaciones entre Dios y los hombres, en
Jesucristo.

Es el misterio de Cristo el que posibilita la efusión del Espíritu. “El primer hombre era
de la tierra, terrenal; el segundo es del cielo, celestial. El primero era alma viviente, el
segundo es espíritu vivificante”. El centro de todo el conjunto es el misterio pascual de
Cristo, que tiene su conclusión dinámica en la efusión del Espíritu sobre los hombres. Y,
por otra parte, el ámbito de realización histórica de este misterio, y de comunicación
permanente de la efusión del Espíritu, es la Iglesia santa. De ahí que la Iglesia sea, en
definitiva, la comunidad donde la realidad escatológica está presente y operante “in
misterio”.

La literatura paulina, presenta la vida cristiana como una “vida según el Espíritu”. Es
una forma de expresar lo que en otros momentos y contextos se llama “novedad de vida”,
“hombre nuevo”…. En otras palabras: la realidad escatológica presente ya ahora en el
cristianismo es fruto de la presencia del Espíritu “que todo lo renueva”. La comprensión de
este don del Espíritu en la Iglesia y en cada uno de sus miembros lo vemos claro en la
teología de los carismas. El Espíritu santo es el don fundamental dado a la Iglesia y a cada
uno de los cristianos; el fruto básico -el carisma mejor, dice san Pablo- es la caridad de
Dios, que mueve al hombre cristiano a vivir según Cristo.

Encontramos grande e inabarcable para el ser humano la infinita obra del Espíritu Santo,
en su diversidad y distintas formas de acción, la teología nos ayuda a descubrir los
siguientes aspectos:

Desde una presentación bíblica encontramos la acción del Espíritu en la creación, en la


encarnación, en el corazón de los hombres. Se trata, en estos casos, de una atribución al
Espíritu de todo lo que significa proximidad de Dios a los hombres.

De una forma más explícita se habla, en segundo lugar, de la acción del Espíritu referida
a la realización de la obra de Cristo: la Iglesia, la fe personal de cada hombre profesada en
la Iglesia, los sacramentos de la Iglesia, el dinamismo del ministerio apostólico, son referidos a
la intervención y asistencia del Espíritu.

Una tercera aproximación a la acción del Espíritu es la relación interpersonal entre Dios
y el hombre, en virtud de la gracia de Dios. La divinización del hombre es la obra del
Espíritu de Dios en él. Introduce al hombre en familiaridad y comunión con la Trinidad.

Y junto a este ubicamos, en cuarto lugar, el dinamismo del septenario sacramental.


Situado explícitamente en el sacramento de la confirmación, dentro del itinerario de la
iniciación cristiana. Lo específico de la referencia al Espíritu en la confirmación es su
carácter de “don” y de “sello”. “Por el sacramento de la confirmación, los fieles se vinculan
más perfectamente a la Iglesia, se enriquecen con una fortaleza especial del Espíritu santo,
y de esta forma se obligan con mayor compromiso a difundir y defender la fe con su
palabra y sus obras como verdaderos testigos de Cristo” (LG 11).

Cristo y el Espíritu Santo

Para iniciar esta relación íntima por antonomasia subrayo dos características: La misión
de Cristo se orienta hacia la misión del Espíritu. El Espíritu tiene como misión acercar más
y más a los hombres hacia Jesucristo. Y la otra es. Entre Cristo y el Espíritu existe, por
tanto, una relación recíproca (ida y venida): de Cristo hacia el Espíritu, y del Espíritu hacia
Cristo.
El espíritu no solo es un don de Cristo, sino también un don que nos lleva a Cristo. Que
nos da a Cristo. El Cristo que nos da el Espíritu nos lo da para que nosotros podamos
recibir verdaderamente a Cristo. Y el Espíritu que nos da a Cristo nos conduce a Él para
que podamos llevar una vida verdaderamente “espiritual”. Entre otras palabras el Espíritu
es cristológico y Cristo es neumatológico, y su acción en nosotros no tiene otra finalidad
que la transformación plena de nuestra vida en Cristo y en el Espíritu para la comunión
plena con Dios.

Comprendemos claramente que el Espíritu es “Espíritu de Cristo” porque procede de


Cristo, porque nos conduce a Cristo y porque nos une a Cristo de modo insuperable. Es
pues el Espíritu de Cristo la expresión mas clara de la dinámica del amor de Dios, revelado
en el Hijo, que tiende en el espíritu a ir más allá de sí, a comunicarse en la historia y en el
mundo. El amor intratrinitario entre el Padre y el Hijo, expresado en el Espíritu. Se hace
cognoscible por su relación íntima con Cristo y la Iglesia, por ello con convicción se puede
empezar a decir que:

El Espíritu es la prolongación y posibilidad del encuentro con Cristo. Cristo es el lugar


privilegiado del encuentro con Dios, el sacramento original de este encuentro (Tit 2, 11-14;
Col 1, 15). La continuidad de su presencia sucede ahora en el Espíritu Santo. Hace posible
el encuentro con Cristo. Para este encuentro el Espíritu ha hecho una tarea que los teólogos
llaman la historización del Espíritu Santo comenzada en Pentecostés.

El Espíritu Santo presenta su historización de lleno en su unción continua en la Iglesia,


que comienza con el “pentecostés apostólico” (Jn 20,21-23), con el “pentecostés universal”
(Ac 2, 1s)-siguiendo los comentarios de algunos teólogos (Dionisio Borobio)- Y así
continúa con los carismas y ministerios de la iglesia apostólica (1 Cor 12, 1-12).

Se considera entonces a la Iglesia, primera historización del Espíritu de Cristo. De


modo análogo como el verbo encarnado es la original historización y temporalización de
Dios Padre. Así el Espíritu “se hace” Iglesia. Por eso San Agustín le llamó “alma de la
Iglesia” y a la Iglesia la “sociedad del Espíritu”. El Vaticano II, habla de la Iglesia como
“sacramento” del Espíritu (LG 8). Si Cristo por su relación con su naturaleza humana es
“imagen de Dios invisible”, de modo semejante la Iglesia es el signo visible o la
manifestación histórica de la gracia invisible y suprahistórica de Cristo, que es el Espíritu
Santo. Es el proto-sacramento, como la ha nominado Karl Rahner, dispensadora de la
gracia atraves de los siete sacramentos llevando al hombre a la comunión con Dios.

El Espíritu Santo y la confirmación

La Iglesia no solo tiene el Espíritu de Cristo, es el espíritu de Cristo actuando en ella. No


se trata de una identificación entre iglesia y espíritu, sino de su presencia y acción
permanente del Espíritu en la Iglesia. Es el Espíritu Santo el que se nos comunica
explícitamente en el sacramento de la confirmación como ya se ha comentado al principio
del escrito.

Es el sacramento que prolonga, actualiza e historiza de un modo específico y original no


solo la experiencia de pentecostés, sino el mismo acontecimiento del Espíritu pentecostal.

En primer paso para tocar de cerca este sacramento, se manifiesta en primer lugar lo
siguiente: “la confirmación es un sacramento de la iniciación cristiana”. Sobre todo en un
vínculo con el bautismo, (sin caer en el extremo de alejarlo de la eucaristía). “La
confirmación presupone siempre el bautismo, del mismo modo que el carácter de la
confirmación presupone el bautismal”. A través de esta relación se hace comprensible
igualmente el proceso de los sacramentos de la iniciación cristiana. Bautizados en Cristo,
los hombres se insertan en su misterio pascual para participar del Espíritu de Cristo.
Cuando en la confirmación reciben el don del Espíritu, culmina -son sellados- en ellos la
imagen del Hijo, porque el don del Espíritu les permite caminar plenamente como hijos en
el Hijo. En términos sacramentales se puede decir que somos bautizados para ser
confirmados, y somos confirmados para vivir según nuestro bautismo.

Al expresar este vínculo anterior nos acercamos a la estrecha relación de unidad y


reciprocidad también con la eucaristía. Estos tres sacramentos de iniciación concurren
juntamente a la progresiva y plena configuración del cristiano con Cristo, el Espíritu y la
Iglesia, dando a su existencia cristiana las dimensiones que la constituyen: una dimensión
cristológica, neumatológica y eclesial. En el bautismo se hace sacramentalmente visible el
misterio de pascua. En la confirmación se visibiliza el de pentecostés. Y en la eucaristía se
expresa la unión de la Cabeza con sus miembros. El bautismo regenera, la confirmación
perfecciona, la eucaristía concluye. Por el bautismo nacemos, por la confirmación
crecemos, por la eucaristía nos alimentamos de modo permanente en la vida cristiana. Por
lo mismo, si el bautismo reclama la confirmación, la confirmación y el bautismo exigen la
eucaristía.

Se afirma entonces que es el bautismo el sacramento de la iniciación cristiana por


antonomasia. Que abre paso a la confirmación donde descubrimos un momento original en
el proceso o “camino” hacia la integración plena en el misterio de Cristo y de la Iglesia. No
sólo porque expresa, celebra y realiza principalmente un aspecto del misterio de
Cristo (pentecostés), sino también porque realiza e integra un modo peculiar en la Iglesia
(tareas para su edificación) y porque manifiesta el encuentro de gracia del hombre con Dios
en una situación concreta (la propia del confirmando).

El Espíritu en la confirmación se nos da “de un modo especial”, a semejanza de


pentecostés nos “sella” de una manera propia como don escatológico “caracteriza” con una
definitividad peculiar como miembros del cuerpo de la Iglesia, nos “fortalece” con nuevo
dinamismo en vistas a la santificación y el testimonio.

En vista a los fundamentos ya descritos podemos considerar las siguientes características


del sacramento de la confirmación:

Perfeccionamiento de la vida cristiana: La confirmación nos hace partícipes del don


pentecostal del Espíritu que nos compromete en la misión y lucha contra el pecado en el
mundo; es el avance y perfeccionamiento del mismo proceso hacia su plenitud.

Tiene una dimensión eclesial y para la edificación de la Iglesia: por la confirmación


asumimos personalmente nuestra pertenencia, somos asociados a su edificación histórica,
somos integrados más dinámicamente en su misión profética, sacerdotal y real. Por la
presencia del obispo, manifiesta la comunión del confirmado con toda la Iglesia en un
compromiso por edificarla desde la Iglesia local, para que llegue a su plenitud escatológica.

Compromete al testimonio: por la confirmación asumimos expresa y personalmente en


la fuerza del Espíritu pentecostal, el compromiso asumido desde el bautismo. Se recalca en
actuar como cristiano ante el mundo, los hombres, la sociedad, estructuras... En el bautismo
fuimos ya constituidos profetas en la confirmación somos proclamados oficialmente como
tales ante la comunidad de la Iglesia.

Podemos concluir que la originalidad del acontecimiento pascual de pentecostés es la


que se celebra y actualiza en la celebración de la confirmación. A partir de este
acontecimiento debemos comprender el origen del sacramento, como exigencia de una
comunicación a todos, la visibilización de la dimensión neumatológica fundante del ser
cristiano-el espíritu pentecostal- y por ella llevando a cabo la historización de su don
escatológico, para la santificación personal y la edificación de la Iglesia.
BIBLIOGRAFÍA

BOROBIO, Dionisio, La celebración en la Iglesia, Tomo I, Ediciones Sígueme,


Salamanca 1996,

BOROBIO, Dionisio, La celebración en la Iglesia, Tomo II, Ediciones Sígueme,


Salamanca 1990,

BOROBIO, Dionisio, La Iniciación Cristiana, Tomo II, Ediciones Sígueme, Salamanca


1996,

MÜLLER, , Dogmática, Editorial Herder, Barcelona .

SCHNEIDER, Theodor, Manual de Teología Dogmática, Editorial Herder, Barcelona


1996.

TRABAJO DE INICIACIÓN CRISTIANA


SADDY OVIEDO VILLAMIZAR

SEMINARIO MAYOR SAN JOSE

Jose del Carmen Bejar

SAN JOSE DE CUCUTA

2010

S-ar putea să vă placă și