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L a transparencia y el obstáculo
taurus
Pero el obstáculo no podrá ser abolido jamás.
La plenitud universal es inaccesible.
Rousseau,
convencido de su propia inocencia,
alejará de sí la responsabilidad del mal;
los culpables son los demás.
Según Hegel,
el alma persuadida de su propia pureza
está abocada al «delirio de la presunción».
Así, a través del destino ejemplificador de Rousseau,
descubrimos que la paranoia, el delirio interpretativo,
es el último refugio
de aquellos que tratan de explicarse
por qué les está vedado el Paraíso.
JEAN STAROBINSKI
JEAN-JACQUES
ROUSSEAU
LA TRANSPARENCIA Y EL OBSTÁCULO
Versión castellana
de
S a n t ia g o G o n z á l e z N o r ie g a
taurus
Titulo original: Jean-Jacques Rousseau. La transparence
et l'obstacle.
© 1971, E ditions G allimard , París.
7
PREFACIO
10
I
Qué grato seria vivir entre nosotros, si el com portam iento ex
terior fuera siempre la imagen de las disposiciones del corazón1.
1 Discours sur tes Sciences et les Aris, CEuvres comptétes (en abreviatura O. C.)
(Paria, Bibliothéque de la Pléiade, 1959, han aparecido cuatro volúmenes de cinco),
III, 7. Hemos modificado continuamente la ortografía de Rousseau.
1 Ibtdem.
11
do. El contraste es violento, pues lo que está en juego no es sola
mente la noción abstracta del ser y del parecer, sino el destino de los
hombres, que se divide entre la inocencia repudiada y la perdición,
en lo sucesivo, cierta: el parecer y el mal no son sino la misma cosa.
En 1748 el tema de la falsedad de las apariencias no tiene nada
de original. En el teatro, en la iglesia, en las novelas, en los periódi
cos, cada uno a su modo, denuncia los falsos pretextos, las conven
ciones, las hipocresías, las máscaras. En el vocabulario de la polé
mica y de la sátira no hay términos que aparezcan más a menudo
que descubrir y desenmascarar. El Tartuffe ha sido leído una y otra
vez. El pérfido, el «vil adulador» y el bribón disfrazado, se encuen
tran en todas las comedias y en todas las tragedias. En el desenlace
de una intriga bien llevada, hacen falta traidores ocultos. Rousseau
(Jean-Baptiste) permanecerá en la memoria de los hombres por ha
ber escrito:
12
cia, se perdió a causa de sus lujos y sus conquistas. «Insensatos,
¿qué habéis hecho?»5.
Dirigida contra el prestigio de la opinión, al deplorar la caída de
Roma definitivamente entregada a los rétores, la declamación obe
dece a todas las reglas del género oratorio. No falta nada para un
concurso de Academia: apóstrofes, prosopopeyas, gradaciones. No
hay nada que no revele la tradición literaria, llegando incluso al epí
grafe Decipimur specie recti6. De entrada, el tema se nos ofrece
bajo la garantía de una sentencia romana. Pero la cita es oportuna.
Lo que ésta anuncia es que, subyugados por la ilusión del bien y
cautivos de la apariencia, nos dejamos seducir por una falsa imagen
de la justicia. Nuestro error no concierne al orden del saber, sino al
orden moral. Equivocarse es convertirse en culpable cuando se cree
que se está actuando rectamente. A pesar nuestro, sin darnos cuen
ta, somos arrastrados al mal. La ilusión no es sólo lo que perturba
nuestro conocimiento, sino lo que vela la verdad: ella falsea nues
tros actos y pervierte nuestras vidas.
Esta retórica sirve de medio de transmisión a un pensamiento
amargo, obsesionado por la idea de la imposibilidad de la comuni
cación humana. En el primer Discurso, Rousseau deja oir ya la
queja, que repetirá incansablemente en los años de la persecución:
las almas no son visibles, la amistad no es posible, la confianza
nunca puede durar, ningún signo cierto permite reconocer la dispo
sición de los corazones:
Ya nadie se atreve a parecer lo que es, y bajo esta perpetua
coacción, los hombres que form an este rebaño al que se d a el
nom bre de sociedad, puestos en las mismas circunstancias, harán
todos las mismas cosas, a n o ser que motivos más poderosos les
disuadan de ello. Nunca se sabrá, por tanto, con quién nos las te
nemos que ver: para conocer al am igo, habrá, pues, que esperar a
las grandes ocasiones, es decir, esperar a que ya no sea el momen
to, puesto que es precisam ente para esas ocasiones para cuando
habría sido esencial conocerle.
¿Qué cortejo de vicios n o habrá de acom pañar a esta incerti
dum bre? Ya no habrá ni am istades sinceras, ni verdadera estim a,
ni confianza bien fundada. Las sospechas, la desconfianza, los te
mores, la frialdad, la reserva, el odio y la traición se esconderán
sin cesar bajo ese velo uniform e y pérfido de las buenas mane
ras, bajo esta urbanidad tan celebrada que debemos a las luces de
nuestro siglo7.
13
Que el ser y el parecer constituyen dos cosas distintas, que un
«velo» disimule los verdaderos sentimientos, tal es el escándalo ini
cial al que Rousseau se enfrenta; tal es el inaceptable hecho cuya
explicación y cuya causa buscará; tal es la desgracia de la que desea
verse libre.
Este tema es fecundo. Abre la posibilidad de un desarrollo in
agotable. Según confesión del propio Rousseau, el escándalo de la
mentira dio impulso a toda su reflexión teórica. Bastantes años des
pués del primer Discurso, al volverse hacia su obra para interpre
tarla y para hacer «la historia de sus ideas», declarará:
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podría sentirse tentado a poneno en duda. Sabiendo hasta qué pun
to el tema del parecer se había convertido en moneda corriente
del vocabulario intelectual de la época, dudará en admitir que la
reflexión de Rousseau haya encontrado alli su auténtico punto de
partida y su impulso original. Si fuera posible captar este pensa
miento en su fuente y en su origen, ¿no seria preciso remontarse a
un nivel psíquico más profundo, en búsqueda de una emoción pri
mera, de una motivación más intima? Ahora bien, nos volveremos
a encontrar alli con el maleficio de la apariencia, no ya a titulo de
retórico lugar común, o en calidad de objeto sometido a la observa
ción metódica, sino bajo la forma de la dramaturgia intima.
« L as a p a r ie n c ia s m e c o n d e n a b a n »
15
La ilusión sentimental, despertada por la lectura, comporta, desde
luego, un peligro, pero el peligro, en este caso particular, viene
acompañado de un precioso privilegio: Jean-Jacques se forma como
un ser diferente. «Estas confusas emociones, que experimentaba una
vez tras otra, no alteraban en nada la razón de la que aún carecía,
sino que formaron una de otro tem ple...»,A. La singularidad de
Jean-Jacques tiene su origen en los fascinantes fantasmas suscitados
por la ilusión novelesca. Es este el primer dato biográfico que viene
a confirmar la declaración del preámbulo: «Yo no estoy hecho co
mo nadie que haya visto»ls. Jean-Jacques desea y deplora su dife
rencia: es una desgracia y un motivo de orgullo a la vez. Si las emo
ciones ficticias y la exaltación imaginaria le ha hecho diferente, no
dirigirá contra éstas más que una condena ambigua: estas novelas
son un vestigio de la madre perdida.
Vamos a encontrarnos con un recuerdo de infancia que describe
el encuentro con el parecer como una brutal conmoción. No, no co
menzó por observar la discordancia entre ser y parecer: empezó por
sufrirla. La memoria se remonta hasta una experiencia original de
la malignidad de la apariencia, Jean-Jacques describe su revelación
«traumatizante», a la que atribuye una importancia decisiva: «A
partir de este momento dejé de gozar de una felicidad pura»14156. En
este momento se produjo la catástrofe (la «caída») que destruyó la
pureza de la felicidad infantil. A partir de ese dia, la injusticia exis
te, la desgracia está presente o es posible. Este recuerdo tiene el va
lor de un arquetipo: es el encuentro con la acusación injustificada.
Jean-Jacques parece culpable sin serlo realmente. Parece que mien
te, siendo así que es sincero. Aquellos que le castigan actúan injusta
mente, pero hablan el lenguaje de la justicia. Y aquí el castigo físico
no tendrá las consecuencias eróticas de la azotaina propinada por
Mlle. Lambercier: Jean-Jacques no descubre en él su cuerpo y su
placer, descubre la soledad y la separación:
16
con obstinación; pero su convicción era dem asiado fuerte y preva
lece por encima de todas mis protestas, aunque esa era la primera
vez que habian encontrado en mi tanta osadía para m entir. La co
sa fue tom ada en serio, y merecía serlo. La m aldad, la mentira y
la obstinación fueron consideradas com o igualmente dignas de
castigo...
H an pasado ahora casi cincuenta aflos desde esa aventura y no
tem o ser castigado hoy de nuevo por el mismo hecho. Y bien:
proclam o ante el Cielo que era inocente...
Yo aún no tenía suficiente juicio com o para darm e cuenta de
hasta qué punto m e condenaban tas apariencias y para ponerm e
en el lugar de los dem ás. Me atenia a lo mío y todo lo que sentía
era el rigor de un castigo espantoso por un crimen que no había
com etido17.
17
el paraíso terrestre pero ha dejado de gozar de él. A parentem ente
se trataba de la misma situación, y en realidad era una m anera de
ser com pletamente distinta. El afecto, el respeto, la intim idad y la
confianza ya no unían a los discípulos con sus maestros; ya no les
contem plábam os com o si fueran dioses que leían en nuestros co
razones: nos daba vergüenza obrar mal y teníam os más miedo de
que nos acusasen; empezábamos a ocultam os, a rebelam os, a
m entir. T odos los defectos propios de nuestra edad corrom pían
nuestra inocencia y afeaban nuestros juegos. El cam po mismo
perdió a nuestros ojos ese atractivo hecho de dulzura y de sen
cillez que llega al corazón. N os parecía desierto y oscuro, estaba
com o cubierto por un velo que nos ocultaba su belleza19.
18
berán reconciliarse, la conciencia expulsada de su paraiso deberá
emprender un largo viaje antes de volverse a encontrar con la felici
dad, necesitará buscar otra felicidad totalmente diferente, pero en
la que su primer estado no le sería restituido en menor proporción.
La revelación de la falsedad de la apariencia es sufrida como
una herida, Rousseau descubre el parecer como víctima del parecer.
En el mismo instante en el que percibe los limites de su subjetivi
dad, ésta le es impuesta como subjetividad calumniada. Los otros le
desconocen: el yo sufre su apariencia como una negación de justicia
que le sería infligida por aquellos por los que desearía ser amado.
Por tanto, la estructura fenoménica del mundo no es puesta en
cuestión más que indirectamente. El descubrimiento del parecer no
es en absoluto, en este caso, el resultado de una reflexión sobre la
naturaleza ilusoria de la realidad percibida. Jean-Jacques no es un
«sujeto» filosófico que analiza el espectáculo del mundo exterior, y
al que pone en duda como una apariencia formada por la media
ción engañosa de los sentidos. Jean-Jacques descubre que los otros
no tienen acceso a su verdad, su inocencia, su buena fe, y es sólo a
partir de este momento cuando el campo se oscurece y se vela. An
tes de que se sienta distante del mundo, el yo ha sufrido la experien
cia de su distancia con respecto a los otros. El maleficio de la apa
riencia, le alcanza en su propia existencia antes de alterar el aspecto
del mundo. «Es en el corazón del hombre donde se encuentra el es
pectáculo de la vida de la naturaleza»21. Cuando el corazón del
hombre ha perdido su transparencia, el espectáculo de la naturaleza
se empaña y se enturbia. La imagen del mundo depende de la rela
ción entre las conciencias: sufre sus vicisitudes. El episodio de Bos-
sey termina con la destrucción de la transparencia del corazón y, si
multáneamente, con un adiós al brillo de la naturaleza. La posibili
dad cuasi divina de «leer en los corazones» ya no existe, en el cam
po se vela y la luz del mundo se oscurece.
El «velo» ha caído entre Rousseau y él mismo. Le ha ocultado
su naturaleza primera, su inocencia. Y ciertamente, fue en este mo
mento cuando Jean-Jacques comenzó a obrar mal («nos daba me
nos vergüenza portarnos mal... empezamos a escondernos...»)22,
pero él no es responsable de la entrada del mal en el mundo, y si co
mienza a ocultarse, es porque la verdad se ha ocultado antes. Su
historia habia comenzado de otro modo. Al principio, la infancia
había sido confianza y tranparencia totales. La memoria puede to
davía sumergirle en ella, y devolverle a la limpidez de un mundo
El t i e m p o d iv id id o y e l m it o d e l a t r a n s p a r e n c ia
20
siempre. En el momento en que la felicidad infantil se le escapa, re
conoce el precio infinito de esta felicidad prohibida. Por lo tanto, lo
único que cabe ya es construir poéticamente el mito de la época que
ha terminado: anteriormente, antes de que el velo se interpusiera
entre el mundo y nosotros, había «dioses que leían en nuestros co
razones», y nada alteraba la transparencia y la evidencia de las al
mas. Vivíamos con la verdad. En la biografía personal, asi como en
la historia de la humanidad, este tiempo se sitúa más cerca del naci
miento, en la cercanía del origen. Rousseau es uno de los primeros
escritores (habria que decir poetas) que han hecho suyo el mito pla
tónico del exilio y del retorno orientándolo hacia la infancia, y no
hacia una patria celeste.
Cuando se trata de evocar el tiempo de la transparencia, el pri
mer Discurso desarrolla imágenes singularmente análogas a las que
encontramos en el relato de las Confesiones. Al igual que en el epi
sodio de Bossey habla de la presencia próxima de los «dioses»; es
un tiempo en el que los testigos divinos permanecen entre los
hombres y leen en sus corazones; un mundo en el que a las concien
cias humanas les basta con una sola mirada para reconocerse:
21
vistos tal como son. Las apariencias exteriores no son obstáculos,
sino espejos fíeles donde las conciencias se reencuentran y se ponen
de acuerdo.
La nostalgia se vuelve hacia una «vida anterior». Pero si nos se
para del mundo «contemporáneo», no nos lleva a dejar el mundo
humano ni el paisaje terrestre; en el horizonte de la felicidad ante
rior existe esta misma naturaleza y esta misma vegetación que hoy
nos rodea, sigue estando este bosque que hemos mutilado, pero del
que aún quedan extensiones intactas en las que me puedo internar...
Sin que sea necesario invocar la intervención sobrenatural de un de
monio tentador y de una Eva tentada, el origen de nuestra decaden
cia es explicable por razones meramente humanas. Como el hombre
es perfectible, no ha dejado de añadir sus invenciones a los dones de
la naturaleza. Y a partir de entonces, la historia universal, sobrecar
gada por el peso cada vez mayor de nuestros artificios y de nuestro
orgullo, toma el aspecto de una caída acelerada en la corrupción:
contemplamos horrorizados un mundo de máscaras y de ilusiones
mortales, y nada asegura al observador (o al acusador) de que él
mismo se salve de la enfermedad universal.
Por tanto, el drama de la caida no precede a la existencia
terrestre; Rousseau transporta el mito religioso a la propia historia,
a la que divide en dos edades: una, tiempo estable de la inocencia,
reino tranquilo de la pura naturaleza; otra, historia en devenir, acti
vidad culpable, negación de la naturaleza por el hombre.
Ahora bien, si la caida es obra nuestra, si es un accidente de la
historia humana, hay que admitir que el hombre no está natural
mente condenado a vivir en la desconfianza, en la opacidad, y en
los vicios que las acompañan. Estos son obra del hombre, o de la
sociedad. Por tanto, no hay nada aquí que nos impida rehacer o
deshacer la historia, con vistas a recuperar la transparencia perdida.
No se opone a ello ninguna prohibición sobrenatural. No está com
prometida la esencia del hombre, sino sólo su situación histórica.
«¿Tal vez desearía poder volver atrás?»27. La presencia queda en
suspenso, pero en todo caso no existe ninguna espada llameante que
nos prohíba el acceso al paraíso perdido. Para algunos (en lejanas
riberas) que aún no han salido de él tal vez sea tiempo todavía de
«pararse»28. Y aún en el caso de que por una fatalidad puramente
humana, el mal sea irreversible, aún si tenemos que admitir que «un
pueblo vicioso no vuelve jamás a la virtud», la historia nos propone
una tarea de resistencia y de rechazo. Lo menos que podemos ha
22
cer, si no podemos «convertir en buenos a los que ya no lo son», es
«conservar tal y como son a aquellos que tienen la felicidad de
serlo»29. Como el advenimiento del mal ha sido un hecho histórico,
la lucha contra el mal pertenece también al hombre en la historia.
Rousseau no pone en duda que sea posible una acción y que una
libre decisión pueda consagrarnos al servicio de la verdad velada.
Pero por lo que se refiere a la naturaleza de esta decisión y de esta
acción, percibe diversas incitaciones y las expresa sucesivamente (o
simultáneamente) en su obra: reforma moral personal (vitam im
penderé vero), educación del individuo (Emilio), formación politica
de la colectividad (Economie politique, Control Social). A lo que se
añade para Jean-Jacques una duda, que orienta su deseo bien en el
sentido de una regresión temporal, bien en el sentido del presente
más próximo, refugio de una conciencia que se basta a sí misma; y
menos frecuentemente, en el sentido de una superación en dirección
al futuro. Unas veces, se abandonará el ensueño «arcádico» de una
vuelta al bosque primitivo, o bien, defenderá una estabilización
conservadora donde el alma y la sociedad salvaguardarían lo que
aún conservan de puro y original; o bien, trazará «la idea de la feli
cidad futura del género humano»30 o, en fin, construirá fuera del
tiempo una Ciudad virtuosa, Instituciones políticas ideales. Entre
tantos designios desemejantes que tan difícil resulta conciliar de un
modo enteramente satisfactorio, sólo hay que conservar esta única
cosa que tienen en común: su unidad de intención, que apunta hacia
la salvaguardia o restitución de la transparencia comprometida. En
el apasionado llamamiento que Rousseau dirige a sus contempo
ráneos puede ser que no haya más que una invitación a cultivar la
moral de la buena voluntad y de la buena conciencia, y también po
demos leer en ello una invitación a transformar la sociedad por la
acción política efectiva. Esta ambigüedad es embarazosa. Pero sin
ambigüedades, Rousseau nos invita, en primer lugar, a desear el re
torno de la transparencia en nosotros y en nuestras vidas. No hay
posibilidad de equivocación sobre este deseo tan potente como sen
cillo. El malententido comenzará en el momento en que este deseo
se vea confrontado con tareas concretas y con situaciones proble
máticas. Pues el paso del deseo de la transparencia a la transparen
cia poseída no es instantáneo, al igual que no es inmediato el acceso
del uno a la otra. Si emprendemos la tarea de liberamos de la men
tira no podremos evitar el plantearnos antes o despué la pregunta
por los medios (que son diversos y contradictorios) y por la acción,
29 Pré/ace de Narcisse, O. C., II, 971-972.
Dialogues, II, O. C.. I, 829.
23
que lo mismo puede fracasar que triunfar, y que corre el peligro de
hacernos caer de nuevo en el mundo de la mentira y de la opacidad.
S aber h is t ó r ic o y v is ió n p o é t ic a
E l D io s G l a u c o
25
siempre intacta. Versión optimista y versión pesimista del mito del
origen. Rousseau sostiene las dos, alternativamente, y a veces, in
cluso, simultáneamente. Nos dice que el hombre ha destruido irre
mediablemente su identidad original, pero proclama también que el
alma original, siendo indestructible, permanece para siempre idénti
ca a sí misma bajo las aportaciones externas que la enmascaran.
Rousseau retoma por su cuenta el mito platónico de la estatua
de Glauco:
Pero hay aquí un por asi decir y un casi que nos devuelven todas
las esperanzas. En el contexto de Rousseau, la imagen de la estatua
de Glauco tiene algo de enigmático. ¿Su cara ha sido carcomida y
mutilada por el tiempo y ha perdido para siempre la forma que tenía
al salir de las manos del escultor? ¿O bien ha sido recubierta por
una costra de sal y de algas, bajo la cual la faz divina conserva, sin
ninguna pérdida de sustancia, su modelado original? ¿O no es la
cara original más que una ficción destinada a servir de norma ideal
para aquel que quiere interpretar el estado actual de la humanidad?
» Discours sur /'Origine de rinégalité, prefacio, O. C.. III. 122. Cfr. Platón.
República, X, 611.
33 Op. cit., 123.
26
mismo es una manera de salvar la vida, o al menos una promesa de
salvación. El tiempo histórico, que para Rousseau no excluye la
idea del desarrollo orgánico, queda cargado de culpabilidad; el mo
vimiento de la historia es un oscurecimiento, es responsable de una
deformación más que de un progreso cualitativo. Rousseau entiende
el cambio como una corrupciónM: en el curso del tiempo, el hombre
se desfigura y se pervierte. No es solamente su apariencia, sino su
misma esencia la que se hace irreconocible. Esta versión severa (y
por así decirlo calvinista) del mito del origen, es propuesta por
Rousseau en diversos momentos de su obra. En el origen de esta
idea se descubre una angustia muy real, avivada por el sentimiento
de lo irreparable. Rousseau ha afirmado innumerables veces que el
mal era irremediable, que, una vez franqueado cierto umbral fatal,
el alma está perdida y no tiene otro recurso que aceptar su perdi
ción. Un «natural asfixiado», nos dice, no vuelve jamás, y «enton
ces se pierde al mismo tiempo lo que se ha destruido y lo que se ha
hecho»35.
27
tuviera una gran inclinación a degenerar, pues esto ocurrió muy
rápidam ente, sin la menor dificultad, jam ás César tan precoz se
convirtió tan prontam ente en L aridón37.
Puede ser, que sin haberme dado cuenta y o m ism o haya cam
biado m ás de lo que hubiera sido preciso. ¿Qué naturaleza resisti
ría sin alterarse una situación semejante a la m ía?38.
...Y o , el mismo hom bre que era, el mismo que sigo siendo40.
28
del origen: nada se ha perdido, el tiempo no ha alterado lo esencial,
no ha carcomido su rostro más que superficialmente, el mal viene
de fuera pero queda fuera. El rostro de Glauco ha permanecido in
tacto bajo las impurezas que lo desfiguran. Jean-Jacques se atribu
ye a si mismo (y sólo a si mismo) lo que anteriormente habia formu
lado a propósito del hombre en general, y que oponia la noción de
naturaleza perdida a la de naturaleza escondida, una naturaleza que
se puede enmascarar, pero que no puede ser destruida nunca. Dema
siado poderosa y, posiblemente, demasiado divina para que poda
mos transformarla o suprimirla, elude nuestros actos profanadores
y se refugia en las profundidades, donde ella sólo está disimulada
por los envoltorios externos que no hacen más que ocultarla. Está
olvidada, pero no perdida, y si la memoria nos la deja entrever en el
fondo del pasado, es porque ya estamos prestos a liberarla de sus
velos y a reencontrarla, presente y viva, en nosotros mismos.
29
un gusto vivo por el ensueño y la contem plación, la costum bre de
ensimismarse y de buscar en si mismo, en la calma de las pasiones,
esos primeros rasgos desaparecidos en la m ultitud, era lo único
que podia hacer que los volviera a encontrar. En una palabra, ha
cia Taita que un hom bre se describiera a si mismo para poder mos
trarnos asi al hom bre prim itivo...42.
30
mo, los hombres se reconocerán a su vez. Tras sus falsas verdades,
se encuentran una presencia olvidada, una forma que permanecía
intacta bajo los velos; helos, pues, rescatados del olvido...
Así pues, podemos recobrar la primera naturaleza del hombre
sin tener que remontarnos a los orígenes reales, y sin aventurarnos
en las reconstrucciones históricas. Rousseau se explica de un modo
muy claro en el segundo Discurso, en el que se le ve renunciar bas
tante fácilmente a todo aserto sobre los «verdaderos orígenes» para
reservarse el derecho de aclarar, mediante hipótesis, la naturaleza
de las cosas:
No hay que tom ar las investigaciones en las que se puede
entrar con este tem a por verdades históricas, sino solamente com o
razonam ientos hipotéticos y condicionales, m ás propios para acla
rar la naturaleza de las cosas que para dem ostrar el verdadero
o rig e n ...4*.
U na t e o d ic e a q u e d is c u l p a a l h o m b r e y a D io s
31
(No es) necesario suponer que el hombre es malo por naturale
za, cuando se puede mostrar el origen y el progreso de su maldad.
Estas reflexiones me condujeron a nuevas reflexiones sobre el
espíritu humano en el estado civil, y encontré entonces que el des
arrollo de las luces y de los vicios se hacia siempre de la misma
forma, no en los individuos sino en los pueblos, distinción que
siempre he hecho cuidadosamente, y que ninguno de mis detracto
res ha podido concebir jamás4*.
La historia y la sociedad producen el mal sin alterar la esencia
del individuo. La culpa de la sociedad no es la culpa del hombre
esencial, sino la del hombre en relación. Ahora bien, si disociamos
al hombre esencial del hombre en relación y separamos sociabilidad
y naturaleza humana, podemos atribuir al mal y a la alteración his
tórica una posición periférica en relación con la permanencia cen
tral de la naturaleza original. Por ello, el mal podrá confundirse
con la pasión del hombre por lo que le es externo, por el prestigio,
el parecer y la posesión de bienes materiales. El mal es exterior y es
la pasión por lo exterior: si el hombre se abandona por entero a la
seducción de los bienes extraños, se someterá completamente al im
perio del mal. Pero entrar en si mismo será para él en todo momen
to la fuente de salvación. Asi pues, Rousseau no se comenta con
reprobar la exterioridad, como habían hecho antes que él casi todos
los moralistas: él la incrimina en la propia definición del mal. Esta
condena no es más que la contrapartida de una disculpa que preten
de salvar —de una vez para siempre— la esencia interior del hom
bre. Rechazado a la periferia del ser y expulsado al mundo de la
relación, el mal no tendrá el mismo estatuto ontológico que la
«bondad natural» del hombre. El mal es velo y ocultamiento tras el
velo, es máscara, es cómplice de lo artificial y no existiria si el hom
bre no tuviera la peligrosa libertad de negar lo dado naturalmente
por medio del artificio. Es en manos del hombre, y no en su cora
zón, donde todo degenera. Sus manos trabajan, cambian la natura
leza, hacen la historia, acondicionan el mundo exterior y, a la larga,
producen la diferencia entre las épocas, la lucha entre los pueblos y
la desigualdad entre los «individuos».
En una misma página (prefacio de Narciso) Rousseau protes
tará contra la «falsa filosofía» que pretende que «los hombres son
iguales en todas partes», sostendrá, muy al contrario, que los vicios
del mundo contemporáneo «no pertenecen tanto al hombre como al
hombre mal gobernado»4647. Contradicción significativa. Rousseau,
32
de este modo, afirma al mismo tiempo, la permanencia de una ino
cencia esencial y el movimiento de la historia, que es alteración,
corrupción moral y degeneración política, y que promueve el estado
de conflicto y la injusticia entre los hombres. Véase, en el libro IV
del Emilio, la posición de Rousseau sobre la idea de progreso.
(Obra Completa, IV, 676).
En las teorías del progreso que serán propuestas más adelante se
verá intervenir una hipótesis bastante semejante, que tendrá como
objetivo conciliar el postulado de la permanencia de la naturaleza
humana con la idea de un cambio colectivo. «El hombre sigue sien
do el mismo, la humanidad progresa siempre», dirá Goethe. Se ha
discutido la validez del pesimismo histórico del segundo Discurso y
se ha admitido más gustosamente la tesis optimista de Goethe. Sin
embargo, desde el punto de vista filosófico el problema es idéntico.
Tanto en uno como en el otro es necesario conciliar la estabilidad
de la naturaleza humana y la movilidad del desarrollo real de la his
toria, es necesario explicar por qué el hombre (en tanto que indivi
duo) posee el privilegio de permanecer «igual», mientras que la hu
manidad (en tanto que colectividad) está sometida al cambio.
Sin embargo, Rousseau no tiene necesidad de la historia, más
que para pedirle la explicación del mal. Es la idea del mal la que
confiere al sistema su dimensión histórica. El devenir es el movi
miento mediante el cual la humanidad se hace culpable. El hombre
no es por naturaleza vicioso, ha llegado a serlo. El retorno al bien
coincide entonces con la rebelión contra la historia, y en particular,
contra la situación histórica actual. Si bien es innegable que el pen
samiento de Rousseau es revolucionario, es necesario añadir a ren
glón seguido que lo es en nombre de una naturaleza humana eterna,
y no en nombre de un progreso histórico. (Habrá que interpretar la
obra de Rousseau para ver en ella un factor decisivo en el progreso
político del siglo x v i ii .) Como veremos, su pensamiento social,
consciente de la necesidad de afrontar al mundo y a «los hombres
tal como son», apunta sobre todo a instaurar, o a restaurar la sobe
ranía de lo inmediato, es decir, el reino de un valor sobre el que la
duración no tiene influencia.
33
11
CRÍTICA DE LA SOCIEDAD
34
le hace reclamar sus derechos continuamente. Estudié las conse
cuencias de esta contradicción y vi que ésta explicaba por si sola
todos los vicios de los hombres y todos los males de la sociedad1.
35
establece entre una conciencia y otra: en lo sucesivo, pasa por las
cosas. La perversión que resulta de ello no proviene solamente del
hecho de que las cosas se interponen entre las conciencias, sino tam
bién del hecho de que los hombres, dejando de identificar su interés
con su existencia personal, lo identifican, en lo sucesivo, con los ob
jetos interpuestos que consideran indispensables para su felicidad.
El yo del hombre social ya no se reconoce en sí mismo, sino que se
busca en el exterior, entre las cosas; sus medios se convierten en su
fin. El hombre en su totalidad se conviene en cosa o en esclavo de
las cosas... La critica de Rousseau denuncia esta alienación y pro
pone la tarea de volver a lo inmediato.
Al desarrollar, cada vez más, su oposición a la naturaleza, la so
ciedad civilizada oscurece la relación inmediata de las conciencias:
la pérdida de la transparencia original corre pareja con la alienación
del hombre en las cosas materiales. En este punto, el análisis de
Rousseau prefigura los de Hegel y los de Marx y se les asemeja tan
to más cuanto que se apoya sobre una descripción del devenir histó
rico de la humanidad. En efecto, el Discurso sobre el Origen de la
Desigualdad es una historia de la civilización como progreso de la
negación de lo dado naturalmente, progreso al que corresponde una
degradación de la inocencia original. La historia de las técnicas se
expone en estrecha relación con la historia moral de la humanidad;
pero, a diferencia del esfuerzo filosófico del siglo xix, y en contras
te con las pretensiones positivistas de alguno de sus contemporá
neos, Rousseau intenta fundar un juicio moral que concierna a la
historia, más bien que establecer un saber antropológico. Es en cali
dad de moralista como escribe la historia de la moral. De ahí el as
pecto ambiguo de su demostración. En primer término, los estadios
por los que ha pasado el hombre y el estado a que ha llegado deben
ser establecidos como hechos; una vez establecidos, deben ser acep
tados; la humanidad ha experimentado transformaciones ineluc
tables, ha llegado fatalmente a su estado presente: esto no admite
discusión alguna. Pero la validez del hecho no nos permite prejuz
gar sobre el derecho. Los hechos históricos no justifican nada, la
historia no tiene legitimidad moral, y Rousseau no duda en conde
nar, en nombre de los valores eternos, el mecanismo histórico cuya
necesidad ha mostrado y que él ha extendido a las propias funciones
morales.
Habiendo evocado el avance de la cultura y habiéndolo definido
como negación de la naturaleza, Rousseau opone a la cultura un re
chazo, una nueva negación, que es la consecuencia de un juicio mo
ral y que apela a un absoluto ético. La indignación de Rousseau (él
mismo hombre «natural») contra la sociedad (creación histórica) es
36
la expresión patética de este conflicto. Toma la palabra para decir
que no a la antinaturaleza. La situación presente, con su lujo y su
miseria, está históricamente motivada y es, al mismo tiempo, social-
mente inaceptable. Rousseau comprende la sociedad de su tiempo,
pero le opone una reprobación escandalizada. Por tanto, el pensa
miento de Rousseau no podrá detenerse ahí. Pues comprender un
mundo opaco no equivale sin más a recuperar la transparencia o
restablecerla. Para Rousseau, lejos de equivaler a una adhesión in
telectual, la comprehensión no establece el «hecho» más que para
oponerle inmediatamente el «derecho». Protesta contra el médoto
de Grotius: su «manera de razonar es la de establecer siempre el de
recho por el hecho»3. Rousseau juzga y condena en nombre del
derecho los hechos cuya necesidad histórica prueba. Y como le es
preciso, para realizar el ideal de la transparencia, un mundo en el
que el hecho coincida con el derecho, buscará este mundo tan pron
to de este lado de la historia, en los «tiempos antiguos» donde el
progreso corruptor no existe todavia —como del otro lado, en un
futuro abstracto en el que el desorden actual será superado por un
orden más perfecto.
La in o c e n c ia o r ig in a l
37
adquirir otros más grandes, que no puede tener ni previsión ni cu
riosidad... Su alma, a la que nada inquieta, se entrega únicamente
al sentimiento de su existencia actual45.
38
con lo exterior... Si llega a producirse un error, ello ocurre sólo en
cuanto que juzgamos6.
T r a b a jo , r e f l e x ió n , o r g u l l o
6 CondillaC, Essai sur / ’Origine des Connaissances humaines. 1, 1, II, ap. II.
7 Rousseau no siempre ha proclamado la «verdad de las sensaciones». En los
momentos en que «platoniza», desacredita los sentidos como potencias del error:
«Son, si se quiere, cinco ventanas por las que nuestra alma podría obtener luz. pero
las ventanas son pequeilas, los cristales no tienen brillo, el muro es ancho y la casa
muy mal iluminada» (Leitres morales, O. C., IV, 1092).
8 Discours sur t'Origine de t ’lnégalité, O. C., III, 164-165.
39
A lo largo del mar y de los ríos inventaron la caña y el anzuelo y
se conviertieron en pescadores e ictiófagos. En los bosques con
feccionaron arcos y flechas...9.
40
Cada cual comenzó a mirar a los otros y a querer que le mira
sen a él,a.
Para el propio provecho hubo que mostrarse distinto de lo que
se era en realidad. Ser y parecer se convirtieron en dos cosas tota!
mente distintas, y de esta distinción salieron la grandiosidad que
se impone, la astucia engañosa y todos los vicios que forman su
cortejo121314.
41
sus semejantes, de los que, en cierto sentido, se convierte en escla
vo, aún en el caso de que se haga señor de ellos; rico, tiene necesi
dad de sus servicios; pobre, necesita de sus limosnas, y la media
nía no le pone en situación de prescindir de ellos. Asi pues, es
preciso que procure continuamente que se interesen por su suerte
y que, real o aparentemente, encuentren su interés en trabajar
para el suyo: lo que hace que sea falso y astuto con unos, impe
rioso y duro con los otros15.
El despotismo se impondrá como la forma suprema del servilis
mo, en lo sucesivo universal, en el que el hombre es esclavo de su
prójimo y de sus propias necesidades al mismo tiempo. Abrumados
por la Urania, los hombres recobran un nuevo tipo de igualdad,
pero en el avasallamiento y en la nulidad: «Es aquí donde los parti
culares se convierten en iguales porque no son nada...»16. El circulo
se vuelve a cerrar: habiendo partido de la igualdad de la indepen
dencia presocial, desembocamos en la igualdad perfectamente servil
de la sociedad despótica. Se ha desarrollado un proceso en el que el
hombre se ha producido a si mismo, pero sufriendo una degrada
ción moral paralela a su progreso intelectual y técnico. Ha hecho de
si mismo un ser artificial, sin dejar de agravar el conflicto que le
opone a la naturaleza.
La s ín t e s is p o r m e d io d e l a r e v o l u c ió n
42
Existe, pues, un «orden natural» en esta historia en el que el
hombre se aleja de su «estado natural». De este modo, añade En
gels, la desigualdad se transforma finalmente en igualdad, pero lo
que realiza la revolución final ya no es la antigua igualdad natural
del hombre primitivo falto de lenguaje, sino la igualdad más alta
del contrato social. Los opresores son oprimidos. Los términos an
teriores son conservados y superados al mismo tiempo. Los hom
bres realizan entonces la negación de la negación. Esta interpreta
ción hegeliana y marxista supone que se pueda leer el Contrato So
cial como la consecuencia o, incluso, como el desenlace del Discurso
sobre el Origen de la Desigualdad.
La visión de la obra de Rousseau, desde una perspectiva como
ésta es, qué duda cabe, tentadora, puede ser aceptada siempre y
cuando las dos obras sean puestas una a continuación de la otra, se
gún el hilo de una secuencia continua.
Se nos objetará, sin duda, que si se examina aisladamente el se
gundo Discurso, la situación revolucionaria que sobreviene al final
de la historia no provoca ningún cambio decisivo. Es vana: no inau
gura más que una inmovilidad en el mal, diametralmente opuesta a
la inmovilidad que caracterizaba el estado de naturaleza. La revolu
ción contra el déspota no instaura una nueva justicia; habiendo per
dido la igualdad en la independiencia natural, el hombre conoce
ahora la igualdad en la servidumbre: Rousseau no recurre a la espe
ranza y no nos dice cómo podrían los hombres dominar su destino y
conquistar la igualdad en la libertad civil (de la que se tratará en el
Contrato Social). No espera otra cosa que «breves y frecuentes
revoluciones»; es decir, un estado de anarquía permanente. La hu
manidad en el último grado de su decadencia moral es incapaz de
escapar al desorden de la violencia. Asistimos a un final de la histo
ria, pero a un final caótico: en adelante, el mal será irremediable19.
Por otra parte, si consideramos separadamente el Contrato So
cial, nada evoca en él las circunstancias históricas presentes o futu
ras. La hipótesis del contrato se sitúa en el comienzo de la vida
social, en el momento en el que se sale del estado de naturaleza. En
él no se habla de la destrucción de una sociedad imperfecta a fin de
establecer la libertad igualitaria. De este modo, Rousseau evita el
problema práctico del tránsito de una sociedad previa a la sociedad
perfectamente justa. (Abordará este problema más seriamente cuan
do se trate de dar consejos a los polacos.) Inmediatamente, sin pa-*I,
19 Señalemos, sin embargo, una observación que hace de pasada, pero con clari
dad, en el sentido de una eventualidad más favorable: estas «nuevas revoluciones di
suelven completamente el gobierno, o le aproximan a ta institución legitima» (O. C..
III, 187).
43
sar por etapas intermedias, nos lleva a acceder a la decisión que
Tunda el reino de la voluntad general y de la ley razonable. Esta de
cisión tiene un carácter inaugural, pero no revolucionario. Aunque
plantea claramente el problema del legislador, Rousseau no sitúa su
hipótesis jurídica en una fase determinada de la historia concreta de
la humanidad, no precisa el tipo de acción que podrá hacer efectiva
su realización. El pacto social no se realiza en la linea de evolución
descrita por el segundo Discurso, sino en otra dimensión, puramen
te normativa y situada fuera del tiempo histórico. Se vuelve a empe
zar desde el comienzo legitimo, ex nihito, sin plantearse la cuestión
de las condiciones de la realización del ideal político. La historia,
que vuelve a empezar de nuevo de esta manera, se inicia con la
alienación de la voluntad de todos en las manos de todos, en lugar
de comenzar por la afirmación posesiva: «esto es mío». Esta socie
dad escaparía asi inicialmente a la desgracia histórica que, por un
encadenamiento necesario y fatal, ha condenado a la humanidad
real a perderse y a corromperse irreversiblemente. Constituye el mo
delo ideal en cuyo nombre resulta posible emitir un juicio contra la
sociedad corrompida20.
44
pensamiento, pero para llegar a la reconciliación de los términos
opuestos no pasan por la idea de revolución, sino que asignan una
importancia decisiva a la educación. El momento final es el mismo,
es la reconciliación de la naturaleza y de la cultura, en una sociedad
que reencuentra la naturaleza y supera las injusticias de la civiliza
ción. Las dos interpretaciones difieren esencialmente en punto a lo
que constituye la transición entre el segundo Discurso y el Contrato.
Al no haber cxplidtado Rousseau esta transición, el exégeta debe
construirla con ayuda de los indicios que pueda encontrar, ninguno
de los cuales es decisivo. Es inevitable una cierta arbitrariedad,
puesto que hace falta pensar el pensamiento de Rousseau yendo
más allá de sus afirmaciones. Engels toma partido por pasar por las
dos o tres últimas páginas del segundo Discurso, en las que Rous
seau evoca el retorno a la igualdad y la rebelión de los esclavos.
Kant y Cassirer prefieren intercalar el Emilio y las teorías pedagógi
cas de Rousseau, a fin de establecer el vínculo necesario entre los
análisis del segundo Discurso y la construcción positiva del Contra
to. Revolución o educación: es el punto capital en el que se oponen
esta lectura «marxista» y esta lectura «idealista» de Rousseau, una
vez establecido que se han puesto de acuerdo sobre la necesidad de
una interpretación global de su pensamiento teórico.
Kant es uno de los primeros que afirma que el pensamiento de
Rousseau sigue un plan racional: aquellos que le acusan de contra
decirse no le comprenden. Según Kant21, Rousseau no solamente ha
denunciado el conflicto entre la cultura y la naturaleza, sino que
ha buscado su solución. Rousseau se esforzó en pensar las condi
ciones de un progreso de la cultura «que permitieran a la humani
dad desarrollar sus disposiciones (Anlagen) en tanto que especie
moral (siltliche Gattung) sin desobedecer a su determinación (zu
ihrer Bestimmung gehórig), de modo que fuese superado el conflic
to que le opone a sí misma en tanto que especie natural (natiirliche
Gattung)». Encontramos la naturaleza en el momento en el que el
arte y la cultura alcanza su más alto grado de perfección: «El arte
consumado se convierte de nuevo en naturaleza». Lo que Kant de
nomina arte es la institución jurídica, el orden libre y razonable de
acuerdo con el cual el hombre decide conformar su existencia. La
función suprema de la educación y del derecho, fundados ambos en
la libertad humana, es la de permitir a la naturaleza desarrollarse
en la cultura. En lo sucesivo (añadirá Cassirer)22, los hombres reco-
21 En un ensayo de 1786: Muthmasslicher Anfung der Menschengeschichte (Con
jeturas sobre los inicios de la historia humana), Gesammelte Schriften (Berlín, Rei-
mer, 1912), VIII, 107 y ss.
22 E. Cassirer, op. cit., 498.
45
bran lo inmediato de que antes disfrutaban en su existencia natu
ral23. Pero lo que ahora descubren no es ya solamente la inmedia
tez primitiva de la sensación y del sentimiento» sino la inmediatez
de la voluntad autónoma y de la conciencia razonable.
Por otra parte, desde el final del primer Discurso, Rousseau de
jaba entrever la posibilidad de una reconciliación: si los hombres, y
sobre todo los principes, lo tienen a bien, podría ser superada la se
paración y podría restablecerse una verdadera comunidad... El mal
no reside esencialmente en el saber y en el arte (o la técnica), sino en
la desintegración de la unidad social. En las actuales circunstancias
se puede constatar que las artes y las ciencias favorecen esta desin
tegración y la aceleran. Sin embargo, nada impide que sirvan a fines
mejores. Por eso, el propósito de Rousseau no es el de proscribir
inapelablemente las artes y las ciencias, sino el de restaurar la totali
dad social, recurriendo al imperativo de la virtud que es el único ca
paz de crear la cohesión necesaria:
23 Eric Weil subraya la misma idea: «El hombre puede vivir en la independencia
natural o en la total dependencia de la ley, que es libertad, porquees dependencia in
mediata con respecto a la naturaleza» («J.-J. Rousseau et sa politique», en Critique,
número 56, enero 1952, p. 9).
24 Discours sur les Sciences et les Arts, O. C., III, 30. Sin embargo, es en la pri
mera versión del Contrato Social donde el ideal de sintesis es formulado de modo
más preciso. Rousseau nos invita a buscar «en et arte perfeccionado la reparación de
los males que el arte inicial hizo a la naturaleza» (O. C., III, 288).
46
duda, por cortesía con la Academia de Dijon). Pero tras la adula
ción cortesana de ciertas fórmulas, se percibe claramente el anhelo
de una vuelta a la unidad, de un despertar de la confianza, de una
comunicación reconquistada. Entonces nada de lo que los hombres
han pensado e inventado sería rechazado, todo seria recobrado en
la felicidad de una vida reconciliada.
47
III
LA SOLEDAD
48
que la impaciencia de Jean-Jacques transporta el problema a su
propia vida para buscar en ella una solución inmediata. Tras el es
fuerzo que Rousseau ha realizado para formular un pensamiento
que concierne al mundo y a la historia universal, héle aqui replegán
dose en la subjetividad, como repelido hacia la interioridad por la
urgencia misma de las cuestiones que ha planteado para resolver es
tos problemas, y Jean-Jacques no desea abandonarse a si mismo y
salir al mundo de la acción. Si hay que hacer algo, la tarea no con
cierne al mundo exterior, sino al yo.
Después de haber planteado los problemas de la dimensión his
tórica, Rousseau pasa a vivirlos en la dimensión de la existencia in
dividual. Esta obra que comienza como una filosofía de la historia
se termina como una «experiencia» existencia!. Anuncia al mismo
tiempo a Hegel y a su adversario Kierkegaard. Dos vertientes del
pensamiento moderno: el conocimiento de la razón en la historia, el
carácter trágico de una búsqueda de la salvación individual.
El autor del segundo Discurso se plantea esta pregunta: ¿qué
voy a hacer con mi vida? Le parece que no se espera de él una
nueva obra literaria en la que resolverla la antítesis que tan violenta
mente ha confrontado. Piensa que lo que se requiere de él es que su
existencia se convierta en un ejemplo, que sus principios se hagan
visibles en su propia vida. A él le corresponde mostrar primero lo
que es la naturaleza y esta unidad primitva que la civilización pone
en peligro. En lo sucesivo, la decisión sólo le concierne y comprome
te a él, y no a la colectividad humana cuya evolución ha analizado
con tanta brillantez.
Llegados a este punto, nos preguntaremos si toda la teoría histó
rica de Rousseau no es más que una construcción destinada a justi
ficar una elección personal. ¿Se trata, en su caso, de vivir según sus
principios? O, por el contrario, ¿no ha forjado principios y explica
ciones históricas con el único fin de excusar y de legitimar su extra
ña vida, su timidez, su torpeza, su humor desigual, a esta Teresa
tan zafia con la que se ha puesto a vivir? El conflicto que Jean-Jac
ques denuncia en la historia tiene también todo el aspecto de un
conflicto personal. Hay que constatar el equivoco y no intentar des
hacerlo, para que la interpretación resulte más cómoda.
Rousseau está solo. Todos los personajes que encuentra están
disfrazados. «Todos ponen su ser en el parecer»2. Medita en sole
dad sobre el destino colectivo de lós hombres. Sin embargo, su me
ditación no es desinteresada, puesto que le permitirá imputar a la
historia y a la sociedad las faltas de su vida personal. Demostrará
2 Dialogues, III, O. C., 1.936.
49
que tiene razón de estar solo y de ser singular. Se preocupará menos
de probar la verdad de su sistema que la legitimidad de su actitud.
Poco a poco, la apología personal sustituirá al pensamiento espe
culativo...
En el momento en el que arremete contra los vicios de la socie
dad, no tiene a nadie a su lado y no quiere tener ningún aliado. Se
hace tanto más solitario cuanto más general es la protesta que eleva.
(Otros dirán: quiere estar solo, lo que le obliga a elevar la protesta
más general). Sucritica, que ataca a un mal radical, no quiere tener
nada en com unión la critica que por su parte dirigen los «filóso
fos» contra las instituciones abusivas. Pues, a los ojos de Rousseau,
la critica de los filósofos no pasa de ser una expresión del mal
social. Lejos de ser la enemiga de la sociedad, es su producto más
elaborado y más envenenado, trabaja activamente para lo peor. No
solamente los «filósofos» no son una excepción en medio de la va
nidad y corrupción unviersales, sino que sacan provecho de este
mundo malvado que tiende hacia su propia destrucción. Su influen
cia no hace más que agravar la separación de las conciencias y la
fragmentación de la unidad civica. (Más adelante, Rousseau volverá
a desarrollar la misma idea en una forma paranoica. Imaginará una
liga perseguidora en la que entrarían a la vez los filósofos y los po
deres públicos: los Enciclopedistas y Choiseul son, pues, cómplices
en el mal. En lugar de combatirse, se ayudan mutuamente.)
Los filósofos todavia forman parte del mundo que critican.
Rousseau los podrá acusar a la vez de estar interesados en la conser
vación de las instituciones corrompidas y de ser los destructores de
los verdaderos lazos sociales. Parásitos de una sociedad que se des
compone, ponen en ridiculo las nociones que deberían unir a los
hombres en el seno de un orden más justo. «Sonrien desdeñosamen
te a estas viejas palabras de patria y religión»3. Pero en su caso sólo
se trata de una «mania de distinguirse», un medio para tener éxito
social en una sociedad que ella misma ha dejado de ser una patria, y
que se burla de su propia religión. En los salones donde triunfan la
apariencia y la opinión, se puede decir todo, pero no se cree nada
de lo que se dice: las protestas de los filósofos forman parte de la
charlatanería social, discursos inauténticos sobre un mundo in
auténtico.
Para no ser el peor de estos charlatanes, Rousseau se separa e
intenta ser la excepción. Si su rechazo hubiera tenido por objeto la
arbitrariedad de las instituciones, la injusticia del poder absoluto o
el carácter absurdo de ciertos usos y de ciertos abusos, nada le sepa-
3 Discours sur tes Sciences et les Arts. O. C., 111, 19.
50
rana categóricamente de los Enciclopedistas, nada haría de su sole
dad el complemento necesario de su pensamiento: si no hubiera sido
un solitario, más que por carácter por enfermedad, o por narcisis
mo, su soledad, simple detalle biográfico, sólo nos hubiera interesa
do escasamente. Entre la soledad de Rousseau y su pensamiento no
habría aparecido ningún lazo de unión profundo.
Pero la revuelta de Rousseau, dirigida contra la esencia misma
de la sociedad contemporánea, es de una envergadura tal que, para
sostener su validez, debe provenir de un hombre que se ha excluido
a si mismo de la sociedad. No puede garantizar la seriedad de su
desafío más que asentándose, solo y contra todos, en un lugar exte
rior a la sociedad mendaz. Al tener el mal la misma amplitud que la
sociedad, la mentira y la hipocresia prevalecen en un ámbito tan ex
tenso como el de la sociedad. Asi pues, hace falta salir de ella a
cualquier precio, hace falta convertirse en un alma bella.
La vehemencia y el carácter tajante de su crítica conducen a
Rousseau a la soledad. (Otros dirán: queriendo estar solo, alega
como excusa el mal radical que pervierte la vida en común.) Si de
sea que se le tome en serio, necesitará ser mucho más que un escri
tor de oposición: se ve obligado a convertirse en la oposición vivien
te. Su critica no contará realmente hasta el momento en que su vida
entera sea la contradicción ejemplar.
Aquel que se convierte en escritor para denunciar la mentira de
la sociedad se pone en una situación paradójica. Al hacerse autor, y
sobre todo cuando inaugura su carrera mediante un premio acadé
mico, entra en el circuito social de la opinión, del éxito, de la moda.
Es, por lo tanto, desde el comienzo, sospechoso de duplicidad, y
estará contaminado por el pecado que ataca. A medida que su sole
dad se haga más absoluta, Rousseau cada vez se verá más confirma
do en la idea de que su presentación ante el público literario fue el
comienzo de una maldición: «Desde este instante estuve perdido»4.
La única redención posible consiste en hacer acto público de separa
ción: se hace necesario un desgarramiento, y un perpetuo aparta
miento hará las veces de justificación. Os hablo, pero no soy uno de
vosotros. Pertenezco a otro mundo, a otra patria. Ya no sabéis lo
que es una patria, y yo soy ciudadano de Ginebra. No, ya ni si
quiera soy ciudadano de Ginebra, pues los ginebrínos ya no son lo
que eran. Vuestro Voltaire ha venido a corromperos. Yo soy sim
plemente: el ciudadano...*3. Convertido en hombre de letras, el acu-
51
sador nunca será disculpado suficientemente de su compromiso con
el mal, que se perpetúa en él en tanto que continúa el acto de escri
bir. La excusa misma, mientras siga siendo pública, sigue siendo un
vinculo con el mundo de la opinión, y no borra la falta. En último
término, habría que guardar silencio y que convertirse en nada para
los otros. Pero Rousseau no podrá callarse, no podrá hacer otra
cosa que escribir su voluntad de convertirse en nada...
Por tanto, el problema que se plantea Rousseau consiste en
suprimir una distancia entre su vida y sus principios, distancia que
renace perpetuamente. Es preciso que toda su conducta se oponga
al artificio del mundo corrompido que él denuncia, y del que, sin
embargo, aún participaba excesivamente. Debe actuar de tal modo
que su protesta no pase por el lenguaje ordinario de la literatura.
Anuncia peligrosamente, con palabras demasiado bellas, una ver
dad que condena la vana elocuencia y proclama la virtud de una
sabiduría silenciosa.
La proposición: la sociedad es contraria a la naturaleza, tiene
como consecuencia inmediata: yo me opongo a la sociedad. Es el .yo
el que se hace cargo de la tarea de rechazar una sociedad que es ne
gación de la naturaleza. La negación de la negación se convierte así,
fundamentalmente, en una actitud vivida (en lugar de intervenir
como un proceso histórico, o al menos como el proyecto de una
acción histórica). La sociedad es colectivamente negación de la na
turaleza, Jean-Jacques será solitaria e individualmente negación de
la sociedad. He aquí como de las teorías históricas de Rousseau se
nos remite al individuo Jean-Jacques, como pasamos del análisis es
peculativo de la evolución humana a los problemas internos de una
existencia. Paso ilógico de una categoría a otra, de una tentativa de
conocimiento objetivo a la experiencia subjetiva; y, sin embargo,
nada podría estar enlazado de forma más lógica, según esta lógica
de la moral que exige el acuerdo entre actos y palabras. Jean-Jac
ques inscribirá su salvación personal en el fondo de la perdición co
lectiva que denuncia.
Se ha insistido en el acento «moderno» o «romántico» del indi
vidualismo de Rousseau. Será fácil mostrar que las fuentes de este
individualismo son antiguas y, sobre todo, estoicas. Vivir de acuer
do consigo mismo y con la naturaleza es un precepto que Rousseau
ha podido encontrar en Séneca o en Montaigne. No hace más que
apropiarse de un lugar común muy antiguo de la moral, pero con
un singular y apasionado impulso.
Empleé todas las fuerzas de mi alma en romper las cadenas de
la opinión general, y en hacer valerosamente todo lo que me pa-
52
recia bien, sin preocuparme en absoluto por el juicio de los hom
bres6.
6 Confessions, lib. VIII. O. C., I, 362. Kierkegaard, a su vez, dirá: «La transpa
rencia de la existencia exige que se sea lo que se enseña». Journal, trad. K. Ferlov
y J. G. Gateau (Parts, Gallimard, 1957), vol. IV, 149.
7 Op. d i., 364-365.
53
sólo ha construido su sistema para realzar la singularidad de su
persona.
Admitamos esta doble perspectiva: Rousseau conforma su vida
a las exigencias de su pensamiento teórico, pero a la inversa adapta
su sistema a las exigencias de su «sensibilidad», es decir, a su necesi
dad de satisfacciones afectivas. En la «conducta singular» que
adopta hay un movimiento de orgullo y un comportamiento desti
nado a atraer las miradas, motivo por el que la crítica no ha perdi
do la ocasión de abrumarle. Pero Rousseau es el primero en estar de
acuerdo en este punto; la critica más severa y la más irónica viene
del propio Rousseau. Gracias a él mismo aprendemos a desconfiar
de él. En algunas ocasiones, lo que se presenta como un heroico sa
crificio ante la exigencia de la virtud no es más que un sofisma del
corazón: la acusación se encuentra en el texto mismo de las Confe
siones8. Rousseau es el primero en dar pie al reproche de mala fe, si
bien es verdad que sólo inculpa a la razón de la que se desolidariza.
Al emplear los argumentos de la «fría razón», ha llegado a defender
la causa cuyo último fin no era el servicio a una verdad racional,
sino la satisfacción de un interés vital bastante oscuro o de una «li
bido» patológica.
En el discurso apasionado de Rousseau, en sus anatemas razo
nables contra la reflexión, se percibe una embriaguez que altera el
recto ejercicio de la razón, pero en ellos ha de reconocerse también
el deseo de que la luz de una razón verdaderamente soberana llegue
hasta las zonas oscuras de la experiencia vivida. En Rousseau, la
confusión entre el pathos y el logos puede ser interpretada de dos
maneras: allí donde parece que el pathos viene a pervertir al logos,
hay que ver también el esfuerzo (nunca completamente coronado
por el éxito) de una conciencia que quiere desgajarse de su pathos
para acceder a la serenidad del logos —«en la calma de las pasio
nes»9—. El movimiento mismo por el que Rousseau se separa de la
pasión sigue siendo un estremecimiento de la pasión: la forma en
que le abruma el sentimiento de la turbación interior es demasiado
constante como para que no tenga el deseo de acceder a la claridad
racional. Pero la razón que él reivindica no es la razón de los razo
nadores, fuente de certeza intelectual: sólo desea clarificar sus ideas
54
para encontrar mejor la justificación de su existencia. Una vida
cuya singularidad no fuera justificable estaría condenada a la sinra
zón absoluta: a la insignificancia. Lo que importa es escapar a esta
carencia de sentido; sin embargo, Jean-Jacques desdeña establecerse
en la razón común, tal y como los otros la preconizan. Pues no
quiere sacrificar su soledad, sino salvarla, y es a la verdad racional
—a la vez intima, universal y desconocida por todos los hombres—
a la que atribuye el poder santifícador101*.
En el relato que hace de la «reforma personal» no se ha subra
yado suficientemente la curiosa mezcla de orgullo y de irania. Afir
ma abiertamente la grandeza de su empresa, y en seguida se burla
de ella como de un engaño. Es un inusitado acto de valentía, y es un
acceso de fiebre y de «necio orgullo». Rousseau autoriza asi una
doble interpretación de su «reforma». En un sentido, el desafio so
litario que lanza a la sociedad puede ser interpretado como la ideo
logía de un tímido y de un enfermo que espera sacar el mejor parti
do posible de su inadaptación, hasta el punto de hacer de ello su
mayor título de gloria. ¿No puede vivir entre los otros? Pues bien,
¡que su alejamiento y su turbado rostro tengan al menos el signifi
cado de una conversión apasionada a la virtud! Como se siente a
disgusto en los salones, ¡que llame la atención de la gente dando un
portazo! «Ha vivido usted demasiado tiempo en la opinión de los
demás»", le escribirá Mirabeau. Pero en otro sentido, se trató de
transformar una carrera de escritor en un destino heroico: sacar la
vida fuera de la aventura literaria, ajustar severamente la conducta
real al ideal de virtud que se habia impuesto, en principio, por su
atractivo libresco, y entonces, seguro de esa verdad adquirida por la
existencia, desplegar un pensamiento escrito cuyo paradójico tema
sea el rechazo de la literatura. «La obra que emprendía no podia
llevarse a cabo más que en un retira absoluto»1-. Por vez primera,
el problema de la superación «existencial» de la literatura se plantea
fuera de las directrices ofrecidas por la espiritualidad religiosa tradi
cional: la renuncia a las vanidades del mundo, la conversión a «un
mundo moral distinto»13 no conducen a Rousseau a la Iglesia, sino
al bosque y a la vida errante.
Pero mientras que aquellos que se refugian en la Iglesia pueden
guardar silencio (pues entonces la Iglesia habla en nombre suyo, a
55
fin de justificar su silencio, por boca de los santos y de los docto
res), Rousseau, que sólo tiene justificación en sí mismo, no podrá
nunca entrar en el silencio. Jamás habrá finalizado de retomar la
palabra, pues nunca habrá terminado de explicar el verdadero senti
do de su soledad. Sabe, en efecto, que ésta puede ser también in
terpretada como la soledad del malvado y del orgulloso. «Solamen
te el malvado permanece solo»14, afirma Diderot. Rousseau que se
siente aludido, le responderá a lo largo de toda su vida, pues no to
lera el equivoco.
La lucha no habría sido tan trágica para Rousseau, si en su caso
sólo hubiera sido cuestión de singularizarse y de manifestar su dife
rencia. No sólo debe jugar el papel del otro (vestido de armenio),
sino que, frente a una sociedad mala, debe poner de manifiesto lo
que es radicalmente distinto del mal, es decir, debe hacer aparecer
ante los ojos de los hombres el bien que han ignorado. En Rous
seau, la tensión trágica no sólo es el resultado de la separación y de
la ruptura en sí mismas, sino de la necesidad de hacer coincidir en
todo momento su soledad con el bien y la verdad esenciales, tal
como las reconoce en su fuero interno, pero también de tal modo
que puedan ser reconocidas por todos. Así pues, no estamos simple
mente ante la reivindicación irracional de una conciencia que pre
tendiera ponerse oponiéndose; la subjetividad de Rousseau no sólo
reclama privilegios para ser plenamente reconocido por los otros (lo
que es ya de por si mucho, cuando se es hijo de un artesano gi-
nebrino perdido entre los mariscales de Francia y los recaudadores
de impuestos), no es sólo para imponer al mundo el espectáculo de
una singularidad irreductible, sino también para hacerse aceptar co
mo el intérprete legitimo de una verdad que los otros han dejado
caer en el olvido. Rousseau quiere dar a su solitaria palabra el sen
tido de un desafio negador y de una profecía. Al oponerse a los
otros, Rousseau no busca solamente imponer su yo singular, sino
que hace el heroico esfuerzo de coincidir con los valores universales:
libertad, virtud, verdad, naturaleza.
Rousseau se instala en la sociedad a fin de poder hablar legíti
mamente en nombre de lo universal. Abandona la gran ciudad,
rompe con sus «supuestos amigos». ¿Acaso busca refugio en el
«misterio» o en la «profundidad espiritual» de la existencia subjeti
va? En modo alguno: no se debe atribuir a Rousseau un romanticis
mo que sólo llega a prefigurar lejanamente. Aunque la intuición
subjetiva carezca por completo del carácter intelectual que tenia en
Descartes y en Malebranche, se le asemeja, sin embargo, en esto: en
>4 Confessions, lib. IX, O. C„ 1,4S5.
56
que pretende desembocar en lo universal, y en que, por añadidura,
este universal no es esencialmente irracional o superracional. Sin
duda, volver a sí mismo es acercarse a una mayor claridad racional
y a una evidencia sensible inmediatamente, por oposición al sin sen
tido que reina en la sociedad. Las inseguridades de Rousseau sobre
el valor de la razón se aclaran si nos damos cuenta de que la razón
no le parece peligrosa más que en la medida en la que pretende cap
tar la verdad de un modo no inmediato, es decir, mediante argu
mentos sucesivos, por una serie o una «cadena» de razonamientos.
Cuando Rousseau enjuicia la razón, ataca sobre todo a la razón dis
cursiva. Se vuelve a convertir en un irracionalista en cuanto puede
volver a remitirse a una razón intuitiva, capaz de una iluminación
inmediata. La elección esencial no se da entre la razón y el senti
miento, sino entre la via mediata y el acceso inmediato. Rousseau
opta por lo inmediato y no por lo irracional. La certeza inmediata
puede pertenecer sucesivamente al sentimiento, a la sensación o a la
razón. Rousseau no establece prioridades entre lo «inmediato sen
sible» y lo «inmediato racional», a condición de que lo inmediato
sea salvaguardado1314. Por el contrario, razón y sentimiento resultan
ser perfectamente conciliables a partir de entonces. Rousseau sólo
ataca a la razón razonante (a la que Kant llamará entendimiento),
que inspira «los insensatos juicios de los hombres»16. Esta razón
instrumental aprisiona a los hombres en la oscura subjetividad de la
creencia y de la ilusión. Rousseau denunciará su carácter absurdo;
ante una razón más profunda, las falsas claridades del razonamien
to común carecen de sentido.
Por una paradoja que no se ha cesado de reprocharle, Rousseau
se convierte en un extraño para protestar contra el reino de la alie
nación, que hace que los hombres sean extraños unos a otros. La
decisión por la que abraza la causa de la verdad ausente le conduce
a reivindicar el destino del exiliado; y el movimiento por el que se
convierte en el defensor de la transparencia perdida (o desconocida)
es también el movimiento por el que se convierte en un ser errante.
Exiliado, errante, pero con respecto al mundo de la alienación, y
para avergonzarle. En realidad, pretende haber «fijado» sus ¡deas,
«ordenado su interior para el resto de su vida». Ha establecido su
morada en la verdad, y es por esta razón por lo que va a convertirse
en un hombre sin-morada, en un hombre que huye de asilo en asilo,
de refugio en refugio, en la periferia de una sociedad que ha velado
57
la naturaleza original del hombre, y falseado toda comunicación
entre las conciencias. Como anhela la transparencia total y la comu
nicación inmediata, tiene que cortar todos los lazos que podrían
unirle a un mundo turbio por el que pasan sombras inquietantes,
rostros enmascarados y miradas opacas.
El velo que habia caído sobre la naturaleza, la opacidad que ha
bía invadido el paisaje de Bossey, desaparecerán cuando Rousseau
haya conquistado la soledad. La felicidad perdida le será devuelta.
Parcialmente, hay que reconocerlo; pues si vuelve a encontrar el
esplendor del paisaje y de la naturaleza, es al precio de una ruptura
más decisiva con sus semejantes. Siempre y cuando se mantenga
apartado de la sociedad, la soledad de Rousseau será un retorno a
la transparencia:
Los vapores del amor propio y el tumulto del mundo em paña
ban a mis ojos el frescor de los bosquecillos y enturbiaban la paz
del retiro. Por más que huyera al fondo de los bosques un gentio
impon uno me seguía por todas partes y velaba para mi la natu
raleza entera. Sólo después de haberme desprendido de las pasio
nes sociales y de su triste conejo, pude recobrarla con todos sus
en can tos11.
58
Adentrándome en el bosque, buscaba y encontraba allí la ima
gen de los primeros tiempos cuya historia trazaba con orgullo;
me enfrentaba con las pequeAas mentiras de los hombres, osaba
revelar por completo su naturaleza, seguir el progreso del tiempo
y de las cosas que la han desfigurado...1*.
Pero para ser alguien que quiere reunirse con pureza con la na
turaleza, Rousseau obtiene demasiado placer de proclamar que se
ha alejado de los vanos placeres del mundo. Como ya hemos seña
lado, el olvido no es completo y el desapego no es total. Si no añora
el mundo, lo recuerda para condenarlo. En el momento en que se
interna en el bosque y en que se refugia en las verdades fundamen
tales, no pierde de vista el universo artificial que rechaza y las pe
queñas «mentiras» que desprecia. No disfruta de lo inmediato más
que anatemizando el mundo de los instrumentos y de las relaciones
mediatas. Asi pues, no se ha alejado del mundo hasta el punto de
olvidar el error de los otros, y si ya no le poseen las «pasiones socia
les», no por ello deja de ser el antagonista de la sociedad corrompi
da. Por paradójico que parezca, en lo más profundo de su aisla
miento permanece unido a la sociedad a través de la rebelión y la
pasión antisocial: la agresividad es un vinculo.
Para Jean-Jacques, la única forma de conjurar la opacidad ame
nazante es la de trasnformarse él mismo en la transparencia, es la de
vivirla a la vez que permanece visible y expuesto a las miradas de los
otros, esos prisioneros de la opacidad. Sólo entonces, el acto me
diante el que se anuncia una verdad universal y el acto por el que el
yo se muestra, se convierten en un sólo y único descubrimiento.
Para manifestarse la verdad, necesita ser vivida por un «testigo».
(Kierkegaard escribirá: «La conformidad existencial con el ideal
nunca puede ser vista, pues una existencia de este tipo es la del testi
go de la verdad»*20.) Ahora bien, el testigo vive una doble relación:
su relación con la verdad, y la que le une a la sociedad ante la que
da testimonio. No habrá terminado nunca de rendir cuentas. ¿De
dónde le viene el derecho a erigirse en testigo? Y si la sociedad es la
mentira, ¿para qué conservar estas dudosas relaciones?
Deberá probar, por tanto, que él es realmente quien posee el de
recho de lanzar un desafio semejante21. Necesita conquistar la certe-
59
za de una relación esencial con la verdad, es decir, confundir la
existencia personal con la esencia misma de la verdad, producir una
palabra en la que el yo sólo se afirmarla para desaparecer en una
transparencia impersonal, a través de la cual se manifestarían valo
res eternos: libertad, virtud... Rousseau no puede adaptarse a lo
que de precario y conjetural tiene la experiencia subjetiva. Ense
guida le confiere un valor absoluto, pues solamente bajo la protec
ción de lo absoluto puede superar su inquietud y su miedo de ser
culpable. Las palabras virtuosas, las rupturas puríficadoras y los
dolores rechazados no son todavía suficiente para acceder a ello; no
basta con haber vendido su reloj, abandonado la espada y la ropa
final y huido de las grandes ciudades. Aún tiene que dar otras prue
bas, que aceptar otros sacrificios y que resistir a la experiencia de
los infortunios, de las persecuciones y de las «tormentas» más
terribles. El «testigo de la verdad» nunca habrá conquistado la cer
teza definitiva de lo que es y de la verdad que pretende aportar a los
hombres, nunca se verá libre de las pruebas que se esperan de él.
Habrá en Rousseau una llamada angustiada al sufrimiento, porque
el sufrimiento es una consagración. El testigo de la verdad espera el
martirio como la prueba suprema de su misión:
Espero que un día se juzgará lo que fui por lo que haya sido
capaz de sufrir... No, creo que no hay nada tan grande ni tan
bello como sufrir por la verdad. Envidio la gloria de los már
tires22.
Kierkegaard, que también fue tentado por la idea del martirio,
se expresa en términos singularmente análogos: «Después de todo,
sólo hay una cosa que hacer para servir a la verdad: sufrir por
ella»22.
breve prórroga: «¡No empece a vivir hasta que no me vi como hombre muerto!»
{Confessions. lib. VI, O. C., I, 228). Cada vez que toma la pluma, su hipocondría le
coloca, con toda sinceridad, en el estado de quien pronuncia sus últimas palabras.
Por tanto, tiene derecho a hablar: un canto de cisne no es un acto de vanidad social.
Préstese atención a sus ultima verba... No sólo nos enfrentamos a un acto de seduc
ción patética, es una excusa para si mismo. La inminencia de la muerte hace que re
sulte fatal la ruptura con el mundo.
22 A. M. de Sainl-üermain. 26 de febrero de IS^O, Corre^pondancegénérale, DP.
XIX, 261.
22 Kierkegaard, loe. cit. Pero el sufrimiento de Rousseau no le parecía suficien
temente profundo: «Le falta el ideal, el ideal cristiano que al humillarlo, podría ense
ñarle lo poco que sufre, después de todo, en comparación con los santos, y el ideal
que podría mantenerle en el esfuerzo, impidiéndole hundirse en el ensueño y en la pe
reza del poeta. Es un ejemplo que nos muestra lo duro que es para el hombre morir
para el mundo», Journal, trad. K. Ferlov y J,-G. Gateau (París, Gallimard. 19S7),
vol. IV, 2S2-2S3. Sobre Kierkegaard y Rousseau, véase Ronald G rimslev , SOren
Kierkegaard and French LUerature, University of Wales Press, 1966.
60
De este modo, la crítica de la sociedad se invierte, convirtiéndo
se en una epifanía de la conciencia personal. No es que se trate, por
principio, de dar a la existencia personal un valor superior al de la
existencia colectiva. La sociedad no es mala porque los hombres vi
van en ella en común, sino porque los móviles que les asocian les
hacen irremediablemente ajenos a la transparencia original. Es a la
opacidad de la mentira y de la opinión a lo que odia Rousseau, y no
a la sociedad como tal. Por eso tampoco busca la soledad por si
misma (al menos se defiende de ello): la soledad es necesaria porque
permite acceder a la razón, a la libertad, a la naturaleza... En el su
puesto de que una sociedad pueda edificarse en la transparencia y
en el supuesto de que todos los espiritus consientan en abrirse los
unos a los otros y de que abdiquen de toda voluntad secreta y «par
ticular» —es la hipótesis del Contrato Social—, nada permite, en
tonces, preferir el individuo a la sociedad. Por el contrarío: en una
organización social que favoreciera la comunicación de las concien
cias, en una armonía fundada en la «voluntad general», nada sería
más pernicioso que el repliegue del individuo sobre sí mismo y sobre
su voluntad particular. Al preferir su propio ínteres, introduciría un
defecto en la armonía del cuerpo social. La falta incumbiría enton
ces a la resistencia del individuo y no a la ley colectiva. La critica
tradicional ha querido ver una misteriosa ruptura entre el Contrato
Social y el resto de la obra: en él, Rousseau no da carta de naturale
za jurídica a la reivindicación de la felicidad personal, que, por otro
lado, le parece tan preciosa. De hecho, Rousseau permanece pro
fundamente fiel al principio de la transparencia. Si la transparencia
se realiza en la voluntad general, hay que preferir el universo social;
si no, no puede conseguirse más que en la vida solitaria. Las dudas
de Rousseau, sus «oscilaciones», conciernen únicamente al lugar,
momento y condiciones en los que la transparencia podrá serle resti
tuida. Pierde la esperanza en la sociedad parisiense y se refugia en el
Ermitage: ¿ha optado definitivamente por la existencia individual?
No, puesto que inmediatamente se pone a soñar en Instituciones
políticas. Una transparencia solitaria sigue siendo una transparencia
fragmentaria, y Rousseau quiere que sea total.
Añadamos, en este punto, una observación que no concierne a
las intenciones de Jean-Jacques, sino a las consecuencias, imprevi
sibles para él de su pensamiento y de su vida. Se ha visto que su pre
ocupación esencial se ha apartado de la historia y de la filosofía so
cial, para referirse casi por completo a las exigencias de su sensibili
dad personal. Pero es preciso reconocer que este repliegue en la sin
gularidad, lejos de debilitar la influencia histórica de Rousseau, la
ha reforzado, por el contrarío. Si Rousseau ha cambiado la historia
61
(y no solamente la literatura), dicha acción no se ha operado sola
mente por obra de sus teorías políticas y de sus opiniones sobre la
historia: este cambio tiñe por causa, y quizás en mayor medida, el
mito que se ha elaborado en torno a su singular existencia. Sin du
da, era sincero al alejarse del mundo, al desear desaparecer para los
otros: pero su forma de alejarse del mundo ha transformado el
mundo. Como es sabido, hacia el término de su vida ya no se pre
ocupó más por el futuro de las naciones si no fue para inquietarse
por lo que en ellas pasaría con su memoria. ¿Seria rehabilitado por
fin? ¿Sabrían las generaciones venideras reconocer su inocencia? La
única cosa que parece importar al autor de los Diálogos y de las En
soñaciones no es que la humanidad futura reforme sus leyes, sino
que cambie de actitud con respecto a Jean-Jacques. Pronto se extin
guirá en él hasta la esperanza de que la posteridad le haga justicia.
No apela más que a su conciencia y a Dios. Pero su desinterés por
la historia no le llevó sino a actuar sobre ella de un modo más pro
fundo.
« F ij e m o s d e u n a v e z p o r t o d a s m is o p in i o n e s » 24
62
tar su identidad de otra manera, convertirse por fin en Jean-Jacques
Rousseau, el ciudadano, el hombre de la naturaleza.
Asi pues, la pasión por la verdad no es «desinteresada»; no cul
minará en la forma de un saber concerniente al mundo; dará origen
para Jean-Jacques al tiempo de la voluntad firme y de la convicción
inconmovible. Es un modo de poner fin a la inestabilidad que le ha
dominado durante tanto tiempo. Ha vivido errante durante treinta
y ocho años. Ha llegado el momento de terminar con esta vida va
gabunda, con las mentiras a medias y las cobardías a medias. Ha in
terpretado, con éxito variable, un número bastante considerable de
personajes: preceptor, músico, intendente, diplomático. Se ha deja
do seducir por maestros equívocos, ha recibido demasiadas influen
cias. Por fin va a volver a ser lo que es: un «ciudadano», un extran
jero, pero cuya causa se confunde con la de la Virtud. Va a «asu
mirse» a sí mismo; será simplemente un hombre del pueblo que vive
de su trabajo, y obligará al mundo (al gran mundo, a los nobles, a
la alta burguesía) a que se quede asombrado con este extraordinario
espectáculo: un hombre que gana su pan trabajando, y que adopta
escandalosamente la condición de artesano en el momento preciso
en que el éxito le permitiría pensar en la fortuna y en las pensiones.
Hará que esos ociosos se avergüencen rechazando sus regalos y em
peñándose en ganarse la vida «a tanto la página».
Al protestar contra la mentira de la sociedad, Rousseau intenta
realizar su propia permanencia. Pero muy pronto queda claro que
Rousseau carece de confianza en sus propias fuerzas para consumaf
esta tarea. Busca apoyos fuera de sí mismo. ¿Cuántas veces no ha
ido ya «a la deriva»25, traicionando sus mejores resoluciones?
¿Cuántas veces no se ha desviado de su camino? Esta vez recurre a
lo universal: apela a los valores más elevados y toma por testigo a la
humanidad entera. Se pone, asi, en buenas manos. Si quisiera aban
donar su empeño, no se lo permitirían. En lugar de recurrir a su
sola voluntad, se confia a una constricción trascendente, que no
le dejará pasar ninguna debilidad. Tendrá que andar derecho, pues
la Virtud asi lo quiere; y los hombres prorrumpirían en risa al pri
mer paso en falso.
Haber roto totos los puentes es de gran ayuda. El exceso mismo
de su protesta y la exageración de su virtud no le dejan otros víncu
los que no sean los que le unen a los valores absolutos y hacen que a
partir de entonces sea imposible cualquier compromiso. Se ha sera-
pado tan claramente de la sociedad que no tiene otro refugio que el
de la Verdad incorruptible. La fatalidad y las desgracias que se aba-
25 La expresión se encuentra en la segunda carta a Malesherbes, O. C., I, 1136.
63
ten sobre ¿1 (o que él provoca) terminan por redundar en su benefi
cio, en el sentido en el que le aseguran una identidad continua y que
constriñen su personaje al papel del justo perseguido. De este mo
do, Jean-Jacques se ve obligado —en un movimiento de abandono
más que de voluntad— a no vivir más que para una sola causa: hará
de esta causa única el fundamento de su propia unidad. Para com
pensar su debilidad, busca la complicidad de una fuerza exterior que
le obligue a resignarse, con una alegría que a menudo resulta muy
evidente, el abatimiento de un destino inexorable. Repite la exhorta
ción agustiniana: volver a si mismo. Pero para realizar esta conver
sión interna, para disfrutar plenamente de su inherencia a sí mismo,
necesita que su decisión le sea impuesta por una hostilidad exterior:
la enfermedad juega algunas veces este papel, antes de que Rous
seau acuse al destino o a la malevolencia de «esos señores». Ya no
tiene que escoger su sitio y no corre el peligro de dudar ante la elec
ción: han escogido por él, y no le queda más que mostrarse a la al
tura de su destino. Les hará ver que es capaz de bastarse a si mis
mo. Que le excluyan de todo, que le expulsen de todas partes, no
conseguirán más que reducirle a conversar consigo mismo. No
puede sino ganar con ello. La persecución es una via de salvación: si
Rousseau se lo repite con tanta frecuencia no es sólo porque en
cuentre en ello un consuelo, posiblemente se trate también del reco
nocimiento de una secreta intención de sacar partido de la hostili
dad externa:
64
¿ P e r o e s n a t u r a l l a u n id a d ?
65
vendí mi reloj...»28. El primer gesto es ei más ostentoso: rechaza
teatralmente lo que le da a la vida civilizada el aspecto de un teatro.
Pero este gesto de actor corresponde a la voluntad de ser fie! a si
mismo: «Para ser siempre yo mismo no debo enrojecer sea cual
fuere el lugar en donde esté, por ser colocado según el estado que he
escogido»29.
Sin embargo, en el momento en que escribe sus Confesiones
Rousseau hace responsable de su reforma a una especie de embria
guez. No, no era el equilibrio de una firme sabiduría, ni el virtuo
sismo de una perfecta correspondencia entre el ser y el parecer. El
impulso inicial ha venido de fuera. Durante la conversación de Vin-
cennes, Diderot desempeña el papel de la Serpiente tentadora que in
vita a probar el fruto prohibido. El relato de las Confesiones mani
fiesta una extraña ambivalencia en relación con las circunstancias
que marcan el comienzo de la carrera de escritor. Por una parte, to
do parece explicarse por una iluminación y una metamorfosis inte
riores. («En el instante de esta lectura vi un universo distinto y me
convertí en otro hombre»30.) Pero, por otra parte, Rousseau incri
mina a influencias extrañas y a sugestiones nefastas a las que tuvo
la debilidad de ceder. (Diderot «me exhortó a desarrollar mis ideas
y a concurrir al premio. Lo hice, y desde ese instante estuve perdi
do. Todo el resto de mi vida y de mis desgracias fue el efecto inevi
table de este instante de extravío»31.) Por tanto, el acontecimien
to tiene una doble cara. Por un lado, Rousseau se sintió invadido
por un «fuego realmente celeste»32, y el relato de las Confesiones se
inflama con este recuerdo: todo se aclara a la luz misma de la ver
dad. Sólo que los mismos hechos revividos en Wooton o en Mon-
quin revelan bruscamente su lado de obscuridad y perdición: en el
momento en el que se entregaba al «entusiasmo de la verdad, de la
libertad y de la virtud», entró sin darse cuenta en la zona obscura
de su vida y era presa de un destino nefasto. Las Confesiones hacen
coexistir esta doble interpretación del pasado. A unas líneas de dis
tancia, los mismos acontecimientos nos son presentados bien como
actos de una inspiración soberana o como los eslabones de un desti
no implacable.
Que haya sido visitado por el cielo o que haya sido influido por
malévolos amigos, tanto una explicación como la otra invocan una
66
especie de alienación: una extraña fuerza (perseguidora o inspirado
ra) constriñó a Rousseau a ser fiel a sí mismo. Tanto en el caso de
haber sido victima de los malvados, o en el de haber sido iluminado
por el entusiasmo del Bien ya no era él mismo. Al menos, asi se le
aparecen, vistos a lo lejos, los años de efervescencia y de actividad
febril.
La ambigüedad de las perspectivas es sorprendente. Las Confe
siones relatan el esfuerzo heroico emprendido por Jean-Jacques pa
ra sustraerse a la alienación de la opinión y del juicio de los demás,
pero el relato apologético de la «reforma personal» le confiere tam
bién el sentido de una alienación que se ha sufrido. Embriaguez, lo
cura, fuego celeste, destino adverso: fue expulsado fuera de si mis
mo en el impulso mismo en que pretendía encontrarse y fundar su
unidad. Una especie de exageración incontrolada le ha arrastrado a
pesar suyo a la carrera de las letras. Esta búsqueda de la unidad ha
sido para Jean-Jacques un extravio fuera de su verdadera «naturale
za». Esta queria el reposo, la ociosidad, la despreocupación y el
libre abandono a los deseos contradictorios. No estaba hecho para
otra cosa. La pasión de la verdad le ha precipitado en un mundo te
miblemente extraño. ¿En qué lugar desierto se ha internado? ¿En
quién se ha convertido, alejado de sí mismo y separado de los otros
al mismo tiempo? Al volver a ocuparse de estos años de fiebre, el
Rousseau de las Confesiones parece que ya no puede comprender
nada y no sabe con qué parecer quedarse: admira su valentía, se
apiada irónicamente de sus ilusiones, teme haberse convertido en
otro; era la época de la intimidad con la sagrado, y también era la
época de la peor infidelidad y del error.
En el Persifieur (que data de antes de la «reforma»), Rousseau
se había descrito como un ser móvil, variable, inconstante e incapaz
de detenerse en una forma estable:
Cuando Boileau dijo del hombre en general que cambiaba del
día a la noche esbozó mi retrato en dos palabras; en calidad de in
dividuo habría hecho que fuese más fiel si hubiera añadido los
restantes colores con los matices intermedios. Nada es tan deseme
jante de mí como yo mismo, por ello, sería inútil intentar definir
me de otro modo que no fuera el de esta singular variedad; es tal
en mi espíritu que de un tiempo a esta parte influye sobre mis sen
timientos. Algunas veces soy un misántropo duro y feroz, otras
entro en éxtasis ante los encantos de la sociedad y las delicias dei
amor. Unas veces soy austero y devoto, y por el bien de mi alma
hago todo el esfuerzo de que soy capaz para convertir en durade
ras estas santas disposiciones: pero enseguida me transformo en
un libertino declarado,xcont° entonces me ocupo mucho más de
67
mis sentidos que de mi razón, en estos momentos siempre me abs
tengo de escribir... En una palabra, un Proteo, un camaleón o
una m ujer, son seres menos cambiantes que yo. Lo que desde este
mismo momento debe quitar a los curiosos toda esperanza de re
conocerm e algún día por mi carácter: pues me encontrarán
siempre bajo alguna form a particular que sólo será la mía durante
ese mismo m om ento, y no pudieran ni siquiera esperar reconocer
m e en estos cambios, pues como no tienen periodo fijo se realiza
rán algunas veces de un m om ento a o tro , y en otras ocasiones per
maneceré meses enteros en el mismo estado. Es esta irregularidad
misma la que constituye el fondo de mi carácter33.
68
sabia que to d o esto, pues aunque siempre saque de su propio fon
do el texto sobre el que argum enta, emplea tan to arte, tan to o r
den, y tanta fuerza en sus razonam ientos y en las pruebas que pre
senta que una locura asi disfrazada no difiere casi en nada de la
sabiduría34*.
Detrás de todas las variaciones del Persifleur hay pues una cons
tante secreta, que él denomina su locura: a fin de conferirle irriso
riamente una continuidad, aísla el principio mismo de la disconti
nuidad y del cambio. Sin duda, Rousseau se pavonea frente al lec
tor, da muestras, bajo la cercanísima influencia de Diderot y la más
lejana de Montaigne, de una desenvoltura cuyo tono no será capaz
de sostener durante mucho tiempo. Pero en los Diálogos (es decir,
veinte años después), volvemos a encontrar un autorretrato que no
carece de analogía con el del Persifleur. Rousseau insiste de nuevo
en su variabilidad, en la ligereza de los motivos y de los móviles que
le hacen cambiar de humor:
69
Jean-Jacques no cesa de afirmar que hay en él una unidad subya
cente que se expresa en la espontaneidad de la variación y del cam
bio de humor; es necesario saber leer, a fuerza de simpatía, esta
unidad de carácter, al igual que es preciso ver en su obra la ejecu
ción de un proyecto único. Para hacer sentir esta permanencia en la
movilidad, Rousseau retoma al comienzo del segundo Diálogo una
metáfora de la que se sirvió en el Persifleur: la periodicidad de los
cambios atmosféricos3738:
Le he seguido en su m anera de ser más constante, y en sus pe
queñas desigualdades, no menos inevitales y posiblemente no me
nos útiles en la tranquilidad de la vida privada que las ligeras va
riaciones d el aire en la de los dias m ás bellosw .
70
debilidad y a su pereza... En el refugio de la calle Plátriére intenta
recomponer esta despreocupación (aunque el desasosiego producido
por la persecución y por la difamación le obsesiona), se describe en
aquel entonces como lo hacía en el Persifleur: cambiante, sensible,
en paz consigo mismo, obedeciendo dócilmente a un secreto ritmo
análogo al que producen las variaciones del aire de un bello día.
Aqui se trata sin duda de una tentativa de conjurar la suerte: Rous
seau proclama la felicidad y la paz interior para darles más realidad
y oponer resistencia a la amenaza que siente que pesa sobre él. Y
cuando recompone el recuerdo de su juventud, hace de él la época
del ensueño voluptuoso y de la admiración inocente, porque necesi
ta poseer un pasado que sea un refugio, cuando tantos documentos
nos enseñan que su juventud estuvo obsesionada por la preocupa
ción y la angustia mucho más a menudo de lo que las Confesiones
quieren reconocer. Rousseau fuerza la realidad para componer el
mito de su existencia: el libre ensueño de su juventud ha sido in
terrumpido por un maleficio extraño, ha dejado que le arranquen de
su felicidad, y ahora retorna a si mismo. El agua que se había en
turbiado vuelve a ser límpida al final, pero la atraviesan menos
reflejos; su transparencia es más vacía, más fría...
El c o n f l ic t o in t e r io r
» O p. di., 865.
71
torios, si son vividos sucesivamente y si el yo consiente en ellos ple
namente, no implican ninguna lucha interior. Sólo son contradicto
rios para una mirada que los juzgará desde fuera, es decir, para un
espectador severo que exigiera una coherencia perfecta. Una con
ciencia que consiente, que sufre el cambio sin resistírsele, permane
ce en perfecto acuerdo consigo misma: por más diferentes que sean
los instantes, ella no abandona su coincidencia consigo misma. Para
sentir su contradicción, haria falta que hiciese suya la perspectiva
del juez intransigente que reclama, desde fuera, la unidad coheren
te. Sin embargo, nada le impide impugnar la autoridad del testigo
exterior a cuya ley no quiere someterse. Si su conducta fuera soste-
nible, evitaría indefinidamente el estado de conflicto. No estaría en
lucha ni consigo mismo ni con la mirada extraña que recusa. Conti
nuaría viviendo en la contradicción; sin sufrir se sabría a causa de
ella desemejante a sí misma sin oponerse interiormente a su propia
variabilidad.
La reforma personal es el momento en el que Rousseau toma
conciencia del carácter incoherente de toda su vida y se esfuerza por
dominar esta incoherencia. Su libre variabilidad se le aparece brus
camente como una contradicción que tiene la obligación de supri
mir. Repentinamente le resulta intolerable que su conducta, sus pa
labras y sus sentimientos, no están regidos por principios constan
tes. Lanza sobre si mismo la mirada de un juez exigente; atrae sobre
sí la atención de todos los hombres ante los que se compromete a
realizar su unidad, a fijar sus ideas. Asi se fija como objetivo una
fidelidad a la que no estaba acostumbrado; se mantiene firme en
una actitud virtuosa. A partir de este momento, el conflicto surge y
se va exacerbando. Pues Jean-Jacques no ha destruido por ello su
«naturaleza» mutable e inconstante; se ha impuesto el deber de do
marla, pero sigue estando presente. En lo sucesivo, será necesario
luchar, crear enteramente la fuerza sin la que no es posible un alma
virtuosa, mostrarse radicalmente diferente de un pasado frívolo o
apático. La movilidad espontánea ya no es compatible con la paz
interior: todo cambio será un desfallecimiento, toda variación ad
quirirá el sentido de una vacilación y se convertirá en el origen de
un remordimiento. El dictado del instante carece ya de justificación
en si mismo; sólo será legitimo si se somete a una secuencia cohe
rente, pues representa una debilidad culpable, salvo en el caso de
que se inscriba en la continuidad de una conducta virtuosa. Asi, la
conciencia reconoce en si misma el peligro de un desacuerdo, ve
abrirse en ella misma una profundidad que nace del conflicto y del
riesgo que afronta. (Pero esto equivale a definir la propia exigen
cia del espíritu, que sólo se despierta a partir del momento en que
72
la conciencia, en nombre de la finalidad elevada a la que tiende, ya
no acepta coincidir ingenuamente con cada uno de sus instantes su
cesivos.)
Así pues, en el momento en que Rousseau se propone resistir an
te la mentira del mundo, se coloca en la necesidad de enfrentarse a
sí mismo. La exigencia terrorista de la virtud, en nombre de la cual
se opone a una sociedad perversa y enmascarada, crea en él la con
ciencia de una división interior, de una falta de unidad. Se verá
obligado a constatar la diferencia que existe entre la facilidad del
impulso inmediato y la tensión del esfuerzo virtuoso. (Rousseau no
tardará en confesarlo: es incapaz de llevar a cabo este esfuerzo,
Jean-Jacques no es virtuoso, es esclavo de sus sentidos, vive en la
inocencia de la espontaneidad inmediata, carece de fuerza para opo
nerse a sí mismo.) La reforma personal, mediante la que espera
sellar su unidad interior, será para él la ocasión de descubrir cuán
problemática es la unificación de sí mismo. Había creído terminar
con la vida errante y la incertidumbre, había creído que podria por
fin fija r sus ideas y su conducta: pero la decisión que debía expul
sar el error es en realidad el comienzo de una aventura difícil que
pone en cuestión la verdad. El acto que debería haber concluido con
todo no concluye con nada; por su propia violencia hace surgir
nuevas tensiones y nuevos vértigos. El decreto de la voluntad, que
tiende a la unidad, hace más evidente y más activa una debilidad in
terior que la pone en peligro. Rousseau, que esperaba obtener una
estabilidad tanto más sólida cuanto que estaría garantizada por va
lores más elevados, se dará cuenta poco a poco que se ha hecho vul
nerable y que ha atraído el peligro. Pues lo que resulta de este re
curso a justificaciones absolutas es el peligro de fracasar, y no la se
guridad.
El peligro es doble: por una parte, como hemos visto, Rousseau
no puede manifestar su oposición a la mentira del mundo más que
tomando prestadas sus corrompidas armas, su lenguaje, la literatu
ra; y, por otra parte, los severos valores sobre los que desea fundar
en lo sucesivo su existencia están amenazados interiormente por la
inestabilidad, la debilidad, la tentación de los goces inmediatos. To
da la dispersión que suponía la forma natural de su vida se convier
te en una potencia enemiga, que hay que vencer, pero que nunca se
dejará superar.
Al escribir el noveno libro de las Confesiones, Rousseau des
aprueba los años de exaltación en los que había querido convertirse
en el «testigo de la verdad»:
73
Si se busca el estado del mundo más contrarío a mi naturaleza,
se encontrará éste. Recuérdese uno de esos breves m omentos de
mi vida en los que me convertía en otro , y dejaba de ser yo; lo
volvemos a encontrar en la época de que hablo; pero en vez de
d u rar seis días, seis semanas, duró cerca de seis años, y posible
m ente duraría todavía sin las particulares circunstancias que lo hi
cieron cesar y que me devolvieron a la naturaleza sobre la que ha
bía querido elevarme40.
74
ra hacer que resulte irrisoria. Ya no es posible la tranquilidad. Esta
tensión engendra un movimiento que ya no puede detenerse. Si
Rousseau quiere, finalmente, retornar a su naturaleza variable, si
quiere entregarse al imperio de lo sensible y del sentimiento inme
diato, ya no podrá disfrutarlo inocentemente: deberá justificarse,
explicarse; por lo tanto, deberá escribir, es decir, pasar por la me
diación del lenguaje y de la literatura. Aunque sólo pretendiera de
nunciar su error, no podría hacer nada más que hundirse en él aún
más profundamente. El propio retorno a la naturaleza no podria re
alizarse más que con la exageración que habia caracterizado el es
fuerzo contrario. Por haber deseado la unidad que le libraría de las
oscilaciones imprevisibles de su humor, Jean-Jacques ha puesto en
marcha un mecanismo de oscilaciones extremas, cuya amplitud le
conducirá más allá de los limites tolerables. La «revolución» que
conduce a Rousseau en sentido contrario no le devolverá la estabili
dad que no ha podido conquistar de otro modo. Consagrado en
adelante a las más amplias oscilaciones del espíritu, no podrá re
cobrar la relativa calma ni las oscilanciones de menor amplitud que
le tocaron en suerte antes de que su vocación literaria le arrastrara:
75
no es el reposo que nunca puedo conseguir; yo soy, por el contra
rio, la inquietud que me priva de reposo. Mi verdad se manifiesta al
arrancarme lo que yo tenia por un dato primitivo (tomado inme
diatamente después de ser dado) donde creía encontrar mi «verda
dero yo». A partir de entonces, todos mis gestos, todos mis errores,
todas mis ficciones, todas mis mentiras anuncian mi naturaleza: soy
auténticamente esta infidelidad a un equilibrio que me solicita
siempre y que siempre se niega. («Todo movimiento nos descubre»,
decía Montaigne.) No hay delirio ni locura que no sea reabsorbido
en la totalidad del yo, totalidad de la que todos sus aspectos son
igualmente discutibles, igualmente faltos de legitimidad, y cuyo
conjunto funda el valor y la legitimidad irreductibles del sujeto. Es
ta es la causa de que todo deba ser relatado, confesado y desvelado,
con el fin de que un ser único se manifieste a partir de la dispersión
más completa.
La m a g ia
76
mascarado no se solidarizaría completamente con su papel, salva
guardaría en si mismo una parte de ironía y de desinterés; manten
dría un poder perpetuo de desapego y se concedería el derecho de
cambiar de máscara si fuera preciso. Pero, por el contrario, Rous
seau tiene demasiadas ganas de confundirse enteramente con su per
sonaje, quiere ser virtuoso hasta el punto de no poder escapar ya a
la fatalidad de la virtud. Lejos de preservar en él una parte de liber
tad desinteresada y lúdica, pasa al exceso contrarío y se niega toda
libertad de movimientos, toda posible retirada; toda opción diferen
te. Será virtuoso y no será más que eso...
Para explicar su embriaguez por la virtud, Rousseau la compara
a «aquellos momentos» de su juventud en los que se convertía en
«otro». La decisión por la que pretende definirse y consagrarse a
una identidad virtuosa se parece a aquellos excesos de mitomania en
los que se había proyectado en el ensueño quimérico y en la existen
cia bajo pseudónimo. Ahora que se consagra a la verdad, ahora que
quiere ser Jean-Jacques Rousseau, ciudadano de Ginebra, repite el
ataque de «locura» por el que se convertía en Vaussore de Ville-
neuve o el inglés Dudding. No es menos sincero, no es menos «deli
rante».
Es extraño ver a Rousseau confesar una equivalencia tan com
pleta entre la aventura que vivió bajo un falso nombre y la tensión
con la que pretende vivir en realidad su verdadero nombre. Pero si
nos remitimos a las páginas en las que Rousseau cuenta las aventu
ras que vivió cuando usaba un pseudónimo, nos damos cuenta de
que sólo son explicables por la psicología del disimulo. Salvo en es
casas excepciones, nunca actuó con el fin de esconder su verdadera
identidad, sino, por el contrario, con el de conquistar una nueva,
con la que pudiera confundirse definitivamente. No se disfrazaba
para engañar a los otros, sino para cambiar su propia vida. Cuando
Rousseau miente cree en su propia mentira, al igual que al leer la
Jerusalért libertada siente que se convierte en Tasso o al igual que se
convirtió en un romano al leer a Plutarco. Su ficción le absorbe
hasta el punto de no dejar intervalo alguno entre la antigua «reali
dad» que abandona y la ficción que le fascina. Se despersonaliza
para entrar en su nuevo personaje, y la metamorfosis se realiza sin
dejar residuo alguno. Está convencido de tener un «pólipo en el co
razón», del mismo modo que la histérica está persuadida de que su
pierna está paralizada. No sabe, o no quiere saber, que disimula.
«Es a él mismo a quien se trata de mistificar»43, escribe Marcel
Raymond al comentar el episodio del concierto, en el que Rousseau
o Marcel Raymond, op. cit., 21.
77
se hace pasar por el compositor Vaussore de Villeneuve44. No se
contenta con interpretar el personaje de Vaussore, quiere serlo,
quiere poseer su talento y su competencia musicales: se convierte en
él tan completamente que se apresura a ofrecer la demostración in
mediata, organizando el concierto que se convertirá en una catás
trofe. Un impostor tendría miedo de dar pruebas de su arte; pero
Rousseau, muy al contrario, se presta alegremente a la experiencia,
porque va a vivir, por fin, su nueva identidad y a dejar actuar a su
nuevo yo. Jean-Jacques no solamente se ha transportado completa
mente en su papel, sino que espera que este papel le arrastre y le
dicte los gestos y las palabras eficaces, le haga saber música y dirigir
una orquesta... Rousseau se confía y se abandona en manos de su
personaje. En esta forma de convertirse en otro, podemos ver, cier
tamente, un abuso de autoridad de la voluntad, pero este abuso va
acompañado por una pasividad vertiginosa. Lo que ha comenzado
por un acto de la voluntad continúa en una especie de hipnosis,
donde ya no se trata de laissezfaire lo que el rol de Vaussore exige
hacer. Se puede hablar aquí de comportamiento mágico, porque la
magia consiste precisamente en provocar fuerzas a las que luego se
deja actuar sobre uno mismo; estas fuerzas operan por si mismas y
escapan a nuestro control; una vez suscitadas, nos liberan de la ne
cesidad de querer y de dirigir nuestros actos. Basta, entonces, con
dar nuestro consentimiento a lo que nos ocurra. El acto mágico,
que ha comenzado por obra nuestra, se consuma sin nosotros.
Tal es la metamorfosis mágica de Jean-Jacques: el abuso de po
der inicial le entrega a una personalidad ficticia que no le queda
más remedio que soportar. Pasa asi del dominio de los actos volun
tarios al del destino en el que (su alocamiento le convence de ello) le
serán dados el talento, la gloria y la felicidad como maravillosas re
compensas. Observemos sobre todo que el recurso a la magia cons
tituye para Rousseau un modo de alcanzar los fines sin emplear los
medios normales; consigue su objetivo en virtud de un salto instan
táneo que elude el contacto con el obstáculo y suprime todas las eta
pas intermedias. La magia es el reino de los actos inmediatos, magia
que hace que resulte innecesaria la laboriosa mediación del trabajo
y del estudio. Como ha subrayado Marcel Raymond, el deseo de
Rousseau intenta realizarse sin aceptar las molestias que le impone
78
la condición humana4J. Quiere ser compositor y músico instantá
neamente, si haber tenido que aprender, como resultado de una gra
cia inmanente que tendría por causa la propia intensidad del deseo.
El concierto de Lausanne es un fracaso; pero el Adivino triunfa
rá y el Discurso y la Eloísa cautivarán a las almas sensibles... Lla
mados por la magia, se despiertan en Rousseau una palabra y un
poder reales: va a ser totalmente poseido por su papel. Tal es su
suerte: ya no es traicionado por su personaje, como lo fue en Lau
sanne; puede entregarse a él plenamente. Fue abandonado por la
ficción Vaussore, pero no lo será por la ficción Jean-Jacques Rous
seau: y este papel que le conduce a la gloria le conducirá también a
la desgracia...
La propia embriaguez que en el momento de la reforma acom
paña a su efervescencia por la virtud es un signo de su carácter má
gico. Lo que inicialmente fue una elección deliberada se transformó
en un goce pasivo. En el culmen del impulso voluntario, Rousseau
ya no domina su exaltación y se ve arrastrado por un ola vertigino
sa. Él, que tan bien sabe que no hay virtud sin fuerza, se entrega a
la paradoja de una embriaguez virtuosa, en la que su voluntad, des
armada, se deja sumergir: sólo tiene que dejarse dictar su virtud.
Pero esta virtud inspirada no es más que una ensoñación fascinante:
la energía del alma está completamente absorbida por la embriaguez
de la fascinación. En lugar de estar fundado en la voluntad lúcida,
el reino de la virtud se desvanece asi en la inconsistencia de una
exaltación que se agota en si misma.
Sin embargo, la exaltación exige la soledad, se encamina al sa
crificio y posiblemente al martirio. Jean-Jacques ya no ve en ello la
imagen de su propio deseo: reconoce allí el mandato ineluctable del
destino. El mismo hombre que se complacía en las metamorfosis de
un Proteo, el aventurero que recorría los caminos bajo el nombre
de Vaussore o de Dudding, el mismo Rousseau cuya detención ha
sido ordenada ahora y que huye de Montmorency: he aqui que ya
no sabe qué hacer para esconder su verdadero nombre, precisamen
te en el momento en que está en juego su libertad. Le tiembla la ma
no en el momento en que se dispone a dar una falsa firma. No tiene
derecho a desobedecer a la virtud, no mentirá, se expondrá al pe
ligro y se someterá a su destino:
Sin embargo, he de deciros que a) pasar por Dijon tuve que dar
a conocer mi apellido, y que, ai tomar la pluma con intención de
sustituir el de mi madre, me fue imposible llevar a cabo lo que me*
79
proponía; la mano me temblaba tan violentamente que por dos
veces me vi obligado a dejar de escribir, y toda mi falsificación
consistió en suprimir la «J» de uno de mis dos nombres46.
80
Siento que el amor por la verdad ha llegado a serm e precioso
por lo que me cuesta. Puede ser que en principio sólo fuera para
mi un sistema: ahora es mi pasión dominante4849.
Un sistema intelectual se convierte en una pasión; la ideología
toma la forma de una experiencia vivida no solamente porque la
moral exige que cada uno viva según sus principios, sino porque el
sentimiento desea identiñcarse con las ideas que prometen una justi
ficación superior.
Las Confesiones nos hablan a la vez del fracaso y de la verdad
de esta transformación del yo. Lo que en principio no era más que
afectación de la virtud, toma poco a poco el carácter de la nobleza y
virtud verdaderas; pero no es menos cierto que al término de este
esfuerzo Jean-Jacques ya no se siente coincidir consigo mismo:
81
dad civilizada percibe ahora, en si mismo, el contraste que opone
su apariencia exterior a su carácter. Siente que es la debilidad que
niega. El escándalo que encontraba en el mundo se ha desplazado a
su vida, el mal que denunciaba febrilmente en el exterior se ha inte
riorizado. Asi pues, tomar partido por la virtud no ha puesto fin a
la discordancia del ser y el parecer: es sólo en este momento cuando
el problema se convierte en mi problema. El fundamento que me ha
dado ya no está bajo mis pies, y todo es puesto en cuestión nueva
mente.
En teoría las cosas se concillaban mucho mejor. En una de sus
cartas a Sophie, Jean-Jacques escribía estas palabras:.
82
co o marxista), el problema de la rebelión posee, en alguna medida,
un derecho de prioridad y de anterioridad, con respecto al problema
de la sinceridad. En Jean-Jacques, la preocupación por la sinceri
dad constituye una respuesta parcial —al nivel del yo, y nada más
que a este nivel— a una situación que desde el comienzo desborda
al yo y concierne a sus relaciones con la sociedad de 1750. Pero en
el mismo momento en que obliga a la conciencia a dar la espalda a
la vida social para preocuparse de sus conflictos particulares, la sin
ceridad espera que los otros le presten atención. Vuelta hacia los
problemas interiores, apunta indirectamente hacia el exterior: mere
ce la pena que uno se describa con sinceridad, porque en la sociedad
con la que se ha roto podría haber ya hombres capaces de compren
dernos. La sinceridad esboza el restablecimiento de una relación so
cial no en el plano de la acción política, sino en el de la compren
sión humana. Por lo que la efusión sincera se manifiesta como un
estado de ánimo prerrevolucionario y que, en el caso de las «almas
bellas» que se satisfacen con su propio entusiasmo, corre el peligro
de suplantar toda acción verdadera.
83
IV
LA ESTATUA VELADA
84
lemne donde el hombre está en relación con lo sagrado. Y se des
cubren los ritos de una extraña religión: en el centro se encuentra un
altar sobre el que se levanta una «octava estatua a la que está con
sagrado todo el edificio». Pero esta estatua permanece «siempre ro
deada por un velo impenetrable». Asi pues, ninguna relación con la
joven divinidad que domina el frontispicio de La Enciclopedia y
cuyo cuerpo encantador se transparenta bajo el velo tenue que casi
no sujeta. La mujer velada de La Enciclopedia se adelanta con la
luz de un sol naciente y dispersa ante sí las tinieblas, que forman
grandes volutas inofensivas en la parte superior de la plancha dibu
jada por Cochin. Por el contrario, en el comienzo del sueño de
Rousseau, nos encontramos todavia en el reino del error y de la opi
nión irracional. El momento de la iluminación llegará más adelante.
A los pies de la gran estatua velada suben densas humaredas de un
culto absurdo:
C r is t o
89
De hecho, el Fragmento alegórico nos muestra a Cristo como
una conciencia que encuentra en sí misma la fuente de la verdad
(aunque ésta quizás provenga de más allá de ella misma). Cada uno
de nosotros puede hacer lo mismo que él. Entrar en uno mismo, en
contrar alli la fuente, reconocer la «voz de la conciencia». Enton
ces, cada uno podria convertirse —a semejanza de Cristo— en el
educador del género humano que exalta los corazones y despierta en
ellos una bondad paralizada. En Rousseau, la imitación de Jesucris
to es la imitación del acto «divino» mediante el que una conciencia
humana solitaria se convierte en fuente de verdad o transparencia
para una verdad que viene de más allá. Por tanto, lejos de ser el
mediador indispensable para la salvación del hombre, Cristo enseña
el rechazo de la mediación, su ejemplo invita a escuchar «el princi
pio inmediato de la conciencia»’. Rousseau, que no intentará sal
varse por medio de Cristo, quiere, al igual que Cristo, anunciar la
verdad. Esto no es más que el testigo de la iluminación de la con
ciencia mediante una luz original, de la que cada cual puede a su
vez convertirse en testigo.
«¡Cuántos hombres entre Dios y yo!», exclama el Vicario sabo-
yano. Rousseau desea ver a Dios inmediatamente. Cuantos menos
intermediarios haya, mejor captaremos la presencia divina. Nada de
sacerdotes, nada de dogmas interpuestos. Si Jean-Jacques acepta el
Evangelio es porque la verdad es perceptible en él de forma inme
diata: «Reconozco en él el espíritu divino: esto, es tan inmediato
como pueda serlo; no hay nadie entre esta prueba y yo»56.
GALATEA
90
que hice, me adoro a mí mismo», exclama Pigmalión. Enamorado
de su rostro como lo estaba Narciso, quiere abrazar el reflejo de si
mismo que adora en su obra. Se ha desdoblado; una parte de su
alma ha pasado a esta cosa sin vida; pero Pigmalión no consiente en
separarse de lo que ha creado. No acepta que la obra de arte sea
distinta de él mismo, que se le haga extraña. Al no recibir como
respuesta el amor que tiene por su creación, Pigmalión se ve conde
nado a una soledad intolerable: ya no está realmente vivo, se ha em
pobrecido al perder toda el alma que intentó dar a la estatua cauti
vadora. «El frió de la muerte sigue estando en este mármol; perezco
por el exceso de vida que le falta... Si, la plenitud de las cosas no
incluye estos dos seres.» Pigmalión no solamente desea que la esta
tua tome vida. Quiere ser amado y reconocido por ella. Asi pues,
quiere recuperar el esfuerzo que ha gastado en su obra. Pues es un
artista avaro que no puede olvidarse de si mismo en lo que hace, y
que no tiene el valor de aceptar la pérdida que supone una obra aca
bada. Lo que espera no es otra cosa que la perfecta reflexión de su
deseo, pero devuelta por un espejo viviente. En consecuencia, la
obra no debe seguir siendo una fría cosa de mármol que se inmovili
za en su existencia autónoma. Pigmalión implora el milagro que
abolirá la exterioridad de la obra y a la que sustituirá por la inte
rioridad expansiva de la pasión narcisista. (Igual que Rousseau,
cuando su ensoñación inventa «criaturas conformes a su corazón».)
Aquí se puede ver —observémoslo de pasada— la expresión mítica
de una estética «sentimental» que asigna a la obra de arte la tarea
de imitar el ideal del deseo, pero que tiende inmediatamente a trans
formar la obra en felicidad vivida. La obra no tendrá objetividad
independiente. La creación del artista será una subjetividad imagi
naria destinada a responder a la subjetividad del creador. El artista
da forma a un alma de la que se niega a separarse; el poeta quiere
ser desposado por su poesía. Pero el éxito de este arte conduce al si
lencio del arte. Si todo debe culminar en la alegría vivida, la vida
hace desaparecer el arte. Galatea viva no será ya una obra, sino una
conciencia. Pigmalión, feliz, abandona sus instrumentos; el amor
de Galatea le bastará; no esculpirá más estatuas...
Hasta qué punto es significativa la crítica que Goethe formulará
contra el Pigmalión de Rousseau: «Habría mucho que decir sobre
este tema: pues esta maravillosa producción oscila igualmente entre
la Naturaleza y el Arte, con la falsa ambición de conseguir que el
Arte se reabsorba en la Naturaleza. Vemos a un artista que ha reali
zado lo más perfecto, y que habiendo proyectado fuera de sí mismo
su ¡dea, habiéndola representado según las leyes del arte y habién
dole conferido una vida superior, sin embargo no se satisface con
91
ello. No, es necesario que la haga volver hacia él en la vida ierres
tre: quiere destruir lo más elevado que espíritu y acción han produ
cido por medio de un acto de la sensualidad más vulgar»8. «Goethe
piensa que es preferible, que la obra permanezca en esta vida supe
rior donde ya no tiene nada en común con nuestra «vida terrestre».
En nombre de la exigencia misma del espíritu, el artista debe con
sentir con alienarse en su obra.
Lo primero que hizo Pigmalión fue cubrir con un velo la estatua:
8 Goethe, Wahrheit und Dichtung. Werke (Stuttgart. Cotta, 1863), IV. 180.
92
pleta. La espera patética no encuentra su resolución final más que
en el momento en el que una persona viva aparece sobre el pedestal.
En las dos alegorías, una intervención misteriosa y un acto mágico
o divino presiden este paso de lo inanimado a lo viviente. El mi
lagro está en la sustitución de un objeto por una conciencia.
T e o r ía d e l d e s c u b r im ie n t o
93
Al leer estas declaraciones se comprende qué es lo que permitirá
a Schiller definir a Rousseau como el poeta «sentimental»" de la
sátira patética, que denuncia la no concordancia de la realidad y de
la exigencia «ideal»...
Si se limitase a eso, Rousseau no seria tan distinto de sus enemi
gos los Filósofos. Como ellos, lanza invectivas contra las mentiras
solemnes de los sacerdotes y de las Iglesias; se complace en llevar la
«desmitificación» hasta el escándalo:
%
La religión no es otra cosa que la máscara del interés; y el cul
to sagrado, la salvaguardia de la hipocresía11l2.
11 Sch iller . Ueber naive und senlimenlalische Dichlung. Werke, XII, 206
(Stuitgart, Cotia, 1838).
12 Émile, lib. IV, O. C.. IV. 560.
94
este mundo es un paraíso...»*3. Para Rousseau, sus adversarios ma
terialistas, incapaces de concebir nada más allá de unas fuerzas im
personales, terminarán por identificarse con el sistema por ellos ela
borado: se le aparecerán como «seres mecánicos» movidos por una
«ciega necesidad». Asi pues, Jean-Jacques emprenderá la tarea de
desenmascarar a estos pretendidos desenmascaradores, sabiendo
que el peligro es grande y que podrá costarle caro: «Los Filósofos
que he desenmascarado quieren perderme a todo precio y lo con
seguirán...» M.
El segundo descubrimiento se produce como complemento y
continuación del primero. Si la primera etapa es la denuncia del
«velo de la ilusión», la segunda será el descubrimiento y la descrip
ción de lo que habia permanecido oculto para nosotros. Una vez di
sipado el error, nos encontramos frente a la sólida realidad. La me
táfora del velo levantado es la expresión simbólica de una teoría
realista del conocimiento: es la imagen de la que se sirve el optimis
mo «ingenuo» que pretende ver el verdadero rostro tras las másca
ras, captar por fin la «cosa en si», encontrar el ser y la sustancia
ocultos tras el parecer y el accidente. ¿Pero admite Rousseau las im
plicaciones realistas de la metáfora del desvelamiento?
No encontramos este realismo optimista en Rousseau más que
cuando espera encontrar tras las máscaras un hecho humano, una
realidad moral; Rousseau trabaja en el descubrimiento de una natu
raleza humana, pero procura no alentar una búsqueda que tuviese
la ambición de descubrir la realidad sustancial que constituye el uni
verso físico y la naturaleza material de las cosas. De la lección de
Malebranche y del empirismo lockiano ha sacado la conclusión de
que seria quimérico querer buscar una verdad escondida «en las co
sas»: la única verdad que nos es accesible está en nuestras ideas o en
nuestras sensaciones o incluso en nuestros sentimientos —está en la
conciencia.
Ya sea bajo la forma del mito o de la alegoría, este descubri
miento subjetivo puede ser descrito como un descubrimiento objeti
vo, en donde el objeto descubierto posee a la vez el carácter de un
hecho al que se hace visible y el carácter de un valor moral: es la
fealdad de la Estatua cruel o la perfección de Galatea. Hay que des
tacar aquí una antítesis significativa: hay un descubrimiento-des
engaño que pone al desnudo la realidad del mal, destruyendo los
encantos seductores que hacían que nos resultase atractivo; y, por
otra parte, hay un descubrimiento exaltante de la belleza o de la*14
' 3 Dialogues, III, O. C., I, 971.
14 Correspóndanse ginirate, DP, XVIII, 295.
95
bondad escondidas. Si el mal se disimula bajo fascinantes aparien
cias, ¿no podríamos buscar más profundamente, y adivinar bajo el
rostro descubierto del mal que juega ahora el papel de una segunda
máscara, la persistencia secreta de algo puro e inocente? Al mito de
la Estatua horrible se opone el mito de la estatua de Glauco, cuya
forma primitiva posiblemente permanezca intacta bajo las algas y
las conchas:
Hay rostros que son m ás bellos que la m áscara que les cu b re15.
96
otros, esto importa poco, puesto que en lo sucesivo la verdad se
anuncia ya a nosotros como una interioridad. Asimismo parece (se
gún se desprende de la lectura de ciertos textos) que Jean-Jacques
desea expresamente que la realidad exterior y matérial permanezca
protegida por el velo. Teniendo en cuenta que el mundo de la «cosa
en sí» es inaccesible, toda búsqueda que no desemboque en la evi
dencia interior será vana y nefasta. Vana curiositas. Renunciemos
de una vez por todas a descubrir la naturaleza:
97
bien un velo que escondería los objetos que deseamos conocer (in
cluidas la noción de alma y la de Dios) a condición de que el hom
bre esté plenamente presente a si mismo como conciencia. Para
obrar bien no nos es necesario remitirmos ai «ser inmenso» oculto
bajo el velo; es dentro de nosotros mismos donde encontramos la
conminación a hacerlo. Debemos apoyarnos en las certezas internas
que no son conocimientos objetivos, pero que no por ello dejan de
ser certezas absolutas. La ley de la conciencia, que es a la vez razón
universal y sentimiento íntimo, nos ofrece un apoyo inconmovible.
Kant, al afirmar la primacía de la razón práctica, no hará otra cosa
que dar al pensamiento de Rousseau su formulación filosófica com
pleta.
Asi pues, hay una revelación. No la que nos proponen las teolo
gías; la única revelación que cuenta es aquella que no anuncia nin
gún orden, sino que se anuncia a si misma inmediatamente en nues
tra conciencia. No es el objeto de una fe, puesto que se nos impone
tan directa e irrefutablemente como el sentimiento de nuestra pro
pia existencia. Podemos dejar de seguir las exhortaciones del dicta
men interno, pero nunca podemos dejar de escucharla.
Y por eso tenemos en nuestro interior una luz y una presencia
que equivalen a una revelación de la realidad exterior. Rousseau
expresará esta equivalencia recurriendo a imágenes bastante diver
sas. Unas veces, la iluminación interna tiene como consecuencia sim
bólica un esclarecimiento mágico del paisaje exterior: al revés de lo
que se había producido en Bossey, donde el campo se habia cubier
to de un velo tras el descubrimiento de la injusticia; el aire se hace
translúcido a partir del momento en que la conciencia accede a la
certeza moral. Otras, sin embargo, el hombre puede permanecer en
su propia interioridad y gozar de la presencia absoluta, como si ella
20 A. M. de Franquiéres, Correspondance générale, DP, XIX, S2; véase tam
bién O. C.. IV, 1136-1137.
98
fuera instantáneamente una revelación del mundo exterior; puede
renunciar al descubrimiento objetivo de la naturaleza, porque la
presencia a si mismo se ve acompañada por un sentimiento de ex
pansión en el que, sin pedir nada a las cosas y sin ir realmente al en
cuentro del mundo, el éxtasis de la transparencia interior se trans
forma en éxtasis de la totalidad. El ejemplo de ello se encuentra en
un célebre pasaje de la tercera carta a Malesherbes: la experiencia
«mística» del Ser hace que resulte inútil el descubrimiento material
de la naturaleza. Descubrir sigue siendo una acción, y por lo tanto,
es todavía una actividad de mediación. Sin embargo, Rousseau
accede a un goce del Ser que sobrepasa todo conocimiento activo:
lo que experimenta, deliciosamente, es la presencia inmediata del
propio Ser revelándose. Ya no tiene que intentar descubrir y cono
cer, sino solamente acoger el Ser que se le ofrece y que se descubre
en él. La revelación ya no viene del yo, viene del Ser:
99
error; pero el momento final nos pone en presencia de una nueva
subjetividad que posee en si misma la certeza de su verdad. Se ha
pasado de una subjetividad perniciosa a una subjetividad feliz. Asi
pues, no habíamos abandonado la conciencia, ni siquiera cuando
creíamos que encontrábamos objetos; las estatuas mismas son obras
del espíritu y símbolos del deseo: un mundo de pseudo-objetos, ilu
siones que el error erige en realidades absolutas, de las que hay que
liberarse para acceder a la subjetividad pura, a la simple certeza de
sí mismo. Las estatuas, que se imponían como cosas a los especta
dores, son suplantadas por conciencias que se manifiestan en su ver
dad y son reconocidas al momento por las conciencias espectadoras;
por lo demás, ya no hay espectáculo ni espectadores. Lo que antes
era espectáculo se convierte en comunicación exaltante, y, en su
más alta expresión, en fusión amorosa. El «hijo del hombre» gana
todos los corazones; Galatea y Pigmalión ya no forman más que un
solo yo. Todo se convierte en la sola presencia.
Galatea dijo solamente: «Yo». El «hijo del hombre» se dirige a
la humanidad con «el lenguaje de la verdad cuya fuente posee en si
mismo». ¡Qué diferencia entre estas dos «revelaciones»! ¡Y qué se
mejanza!
En Galatea asistimos al primer movimiento de la vida sensitiva;
la conciencia de existir surge y se desgaja del vacío de un sueño de
piedra. El sentimiento de la existencia es captado en lo que tiene de
más original, en el yo de un despertar. Este despertar es absoluta
mente primero: la conciencia naciente aún no tiene pasado, nada
sabe del tiempo, no se reencuentra a si misma, no se reconoce; se
encuentra y se percibe por primera vez. Pues en el instante anterior
aún no había en ella más que la noche de la materia.
Observemos en este punto el valor privilegiado que Rousseau
atribuye al instante del despetar, y en particular a esas raras circuns
tancias en las que la conciencia se despierta sin reconocerse, sin po
der remitirse, aún, a su historia o a su pasado, de forma que nada le
enturbia la perfecta limpidez del presente. En la campiña lionesa o
en el teatro en Venecia o, sobre todo, tras la caida de Ménilmon-
tant, Jean-Jacques conoce despertares que son «nacimientos a la
vida»: sale del vacio y aún no ha entrado en el tiempo. Entonces, su
alma pertenece por completo a la felicidad intemporal de sentir y
de sentirse por primera vez. Y, en la curiosa carta que recibe de
Henriette, lo que le impresiona a Rousseau son «esos despertares
tristes y crueles» cuyo «horror» le describe «con tanta energía»22.*
100
Querría enseñarle la felicidad de los «despertares deliciosos»... Ob
sesionado desde la adolescencia por la inminencia de la muerte,
obsesionado, posiblemente también, por la idea de su nacimiento
que fue la «primera de sus desgracias» y que le costó la vida a su
madre, Rousseau se complace en la fantasía de un puro comienzo,
de un surgimiento ex nihilo de la conciencia sensible, o de una rege
neración de la conciencia moral, «como si, al sentir ya la vida que
se escapa, intentase volver a cogerla por sus comienzos»23.
Ahora bien, si Galatea nos propone la imagen de un nacimiento
de la experiencia sensible, el «hijo del hombre» anuncia la verdad a
partir de una fuente que detenta en si mismo. Volvemos a en
contrar, pero en el orden del sentimiento moral, la idea del origen y
del surgimiento espontáneo. En los dos casos la conciencia recibe
algo que se da de forma incondicionada y primera: allí, el yo de la
existencia singular; aqui, la verdad universal que nace en el senti
miento interior. En las dos alegorías la conciencia se manifiesta
como un comienzo absoluto, como un acto inaugural completamen
te distinto del descubrimiento que le precedía y que, por si mismo,
no inauguraba nada, no era más que el fin de la ilusión.
Lo que el propio Rousseau pretende proclamar es, al mismo
tiempo, el Yo de Galatea y la verdad universal enunciada por el
«hijo del hombre». Ambos al mismo tiempo. Esta doble revelación,
retomada y amalgamada en una sola verdad vivida, justificará la
soledad de Jean-Jacques y su conflicto con la sociedad pervertida.
Como Galatea, repite: «Sí, yo, sólo yo»24. Y, como el hijo del hom
bre: «¡Virtud, verdad!, exclamaría sin cesar, ¡verdad, virtud!»25.
Ya lo hablamos señalado: en el momento de su reforma, Rousseau
se asigna el deber de dar testimonio, con una transparencia de fuen
te, de la verdad primera y de la inocencia olvidada. Quiere ser, al
mismo tiempo, esta persona única: Jean-Jacques Rousseau, y ese
modelo universal: el hombre de la naturaleza. No cesará de desear
conjuntamente la plenitud sensitiva del yo y la posesión de la ver
dad; la unicidad de la experiencia singular y la unidad de la razón
universal. Cuando Rousseau sueña con una felicidad posterior a la
muerte, escribe en el Emilio: «Seréyo sin contradicción»26, y en las
Ensoñaciones: «Veré la verdad sin velo». Ser uno mismo y ver la
verdad: quiere obtener lo uno y lo otro, lo uno a través de lo otro.
101
Pero queda por saber si Rousseau consigue realizar esta conci
liación de lo singular y de lo universal, de la autenticidad vivida y
de la verdad razonable. La cuestión, que queda planteada aquí, no
debe ser olvidada.
102
V
LA NUEVA ELOÍSA
103
Señalémoslo de inmediato: al comienzo del primer Diálogo,
Rousseau utilizará expresiones curiosamente análogas para describir
el «mundo encantado». En este reino ideal reina la misma vivacidad
de los colores, la misma limpidez. Y mientras que la carta sobre la
montaña habla de la desaparición de un veto, el primer Diálogo
evoca goces inmediatos. Términos equivalentes: en el lenguaje ale
górico de Rousseau, la desaparición del velo es, con exactitud, sinó
nimo de goce inmediato:
104
más marcadas y de colores más vivos. Rousseau evoca aquí la sin
gular combinación de indolencia y de agudeza que se encuentra en
todos sus instantes de felicidad. El goce puramente sensitivo coinci
de con un olvido de si mismo que, sin embargo, no es incompatible
con un sentimiento de expansión. En un universo que ya no opone
obstáculos, que no obliga al impulso del alma a desviarse, ni a refle
xionar sobre si mismo, el ser coincide (cree coincidir) por completo
con la sensación presente. Se olvida, puesto que olvida y reniega de
su propia historia, se deslastra de su pasado, pierde (o se ilusiona
con perder) lo que en él era conciencia separada, conciencia de se
paración. Pero, por otra parte, él mismo se afirma, puesto que la
sensación actual ensancha el espacio a la medida de su deseo y pues
to que el mundo exterior se unifica y encuentra su centro en el puro
goce del yo. Aligerado asi el yo por el olvido de su destino, se hace
capaz de una expansión que puede exaltarse hasta los últimos limi
tes. La tenuidad de la existencia personal se convierte, de forma
bastante misteriosa, en intensidad de placer y en limpidez espacial.
Todo me atraviesa pero alcanzo todo. Ya no soy nada, pero niego
el espacio, puesto que me he convertido en el espacio.
Un espacio límpido donde la transparencia del alma se abre a la
transparencia del aire: esto es todo lo que Rousseau desea, esto es lo
que conoció en ciertos momentos privilegiados en los que los hom
bres no le impidieron poseerse y desposeerse. Y es lo que desearía
poder reencontrar, cuando la desgracia le obsesiona. Desde Wooton
escribe a Mirabeau:
105
dera causa de mi cambio de hum or y del retorno a esta paz inte
rior que habia perdido desde hacía tanto tiem po3.
Pero estos colores y estas formas que se han vuelto más inten
sos y esta tonalidad más límpida del aire no son el privilegio de la
montaña ni de ningún paisaje: es una cualidad de la mirada, una
imagen mítica de la felicidad, una metamorfosis que la exaltación
del alma es capaz de proyectar en el mundo que le rodea. Si la cali
dad del aire de las montañas transforma el humor del paseante, el
estado de ánimo de un amante feliz puede, a su vez, transformar la
calidad del aire. El cielo del valle se vuelve entonces tan límpido
como en la altura más elevada, una magia análoga cautiva la mira
da. La transparencia de los corazones restituye a la naturaleza el
esplendor y la intensidad que habia perdido:
106
Cada uno de los nuevos personajes vendrá a completar esta pri
mera transparencia y a ensanchar ese pequeño universo de almas
abiertas, aunque no sin tener que vencer inquietudes y extravios:
«Saint-Preux no sabe disimular». «Se podrían leer todos nuestros
secretos en tu alma»9, le escribe Julie. Pero a la transparencia pasi
va de Saint-Preux, corresponderá en M. de Wolmar la pasión por
observar y la curiosidad inquisitiva... «Tiene cierto don sobrenatural
que le permite leer en el fondo de los corazones»1012. Querría ser om
nisciente como Dios. «Si pudiera cambiar la naturaleza de mi ser y
convertirme en un ojo viviente, haría gustosamente este cambio»".
En cuanto a los hijos de Julie educados a la manera de Émile, ja
más esconderán secreto alguno:
107
más feliz de los hombres»1415.Tras el descubrimiento de las cartas de
Saint-Preux, que revelan a la madre de Julie la culpable pasión de
su hija, la prima Claire escribe: «Se trata de esconder bajo un velo
eterno este odioso misterio... El secreto es conocido tan sólo por
seis personas seguras»ls. ¡Seis personas! AI principio no habla más
que tres. El número de los «iniciados» ha aumentado, mientras que
los amantes sufren la prueba de la separación. Pues, precisamente,
a medida que el amor de Saint-Preux se sublima, a medida que se
aleja de las pasiones carnales, se hace transparente a las miradas de
los otros: tras haber estado escondido, podrá manifestarse sin ver
güenza. La progresiva superación, gracias a la cual se purifica este
amor, coincide con el movimiento que le descubre y le revela a un
mayor número de testigos. La conquista de la virtud adquiere el sig
nificado de una conquista de la confianza: gracias a este perfecto
abandono, el pequeño grupo de «almas bellas» conocerá placeres
exquisitos:
108
servidumbre; su existencia personal está justificada y sostenida por
el reconocimiento de los otros, fundada en una benevolencia unáni
me. Unos y otros viven bajo la mirada común; constituyen un cuer
po social. Así, en La Nueva Eloísa, Julie percibe el circulo de sus
amigos como una parte de su ser:
>7 Ibidem.
18 La Nouvelle Hétolse, segundo prefacio, O. C., II, 28.
109
la proyección de la figura central de la obra. Al término, nos vemos
reducidos tan sólo al problema de la expresión del yol9.
La transparencia de Julie se ha propagado a su alrededor. A cos
ta del sacrificio de la satisfacción carnal, su presencia ilumina una
comunidad espiritual y temporal al mismo tiempo. El amor sensual
ha sido superado en el afecto virtuoso, pero en la culminación de su
progreso espiritual, Julie virtuosa recobra de nuevo el placer ele
mental de sentir: «Sentir y gozar son la misma cosa para mi»20. En
la unidad superior del sentimiento moral, se reconcilia con la felici
dad inmediata de la sensación. Ha gozado plenamente de la alegría
de la existencia sensitiva, antes de que ésta se rompa y sea superada
posteriormente: héla aquí ahora restituida, en un retorno en el que
se cierra el circuito de la unidad. Al final de la quinta parte de la
novela, las almas se han elevado a la vez sobre el carácter absurdo
de las instituciones, que habían obstaculizado la satisfacción del de
seo, y por encima de la embriaguez desordenada de la pasión. Se ha
producido una doble negación y se ha realizado un doble esfuerzo
liberador: en nombre de la naturaleza, el amor-pasión ha transgre
dido las reglas y las convenciones de la sociedad tradicional que
M. d’Etanges (el padre celoso) defendía con el más estricto rigor; a
su vez, por difícil que haya sido, el renunciamiento virtuoso ha su
perado el desorden de la pasión. Ha sido pronunciado un doble no,
pero que ha permitido decir, sucesivamente, sí al deseo y sí a la
virtud.
Lo que volvemos a encontrar en un plano superior es una nueva
sociedad y un nuevo amor que en lo sucesivo ya no serán antagonis
tas. La exigencia erótica y la exigencia de orden se reconcilian final
mente. Pero tanto el antiguo orden social cuanto la antigua embria
guez amorosa han sido heridos de muerte a fin de poder resucitar
por un movimiento de regeneración en el que los conflictos supera
dos se resuelven en perfecta unidad. En una sociedad regenerada
no
reina una simpatía benévola, que es la forma transfigurada del
amor.
La novela nos ofrece asi el espectáculo de una dialéctica que
conduce a una síntesis. (Esta sintesis está formulada en el quinto
libro, el cual puede ser considerado como una primera conclusión
de La Nueva Eloísa, desde donde se anunciará el episodio final que
concluye con la muerte de Julie.) Conviene subrayar aquí la oposi
ción esencial que anima esta dialéctica. Rousseau no es dialéctico
por gusto por la dialéctica. Al contrario, la dialéctica no se le impo
ne más que por que, al principio, postula satisfacciones demasiado
incompatibles como para que puedan serle concedidas simultánea
mente, pero cuya simultaneidad es precisamente lo que desea. Si
Rousseau se lanza por la difícil vía de la sintesis dialéctica (él, a
quien nada le gusta tanto como lo inmediato) es porque original
mente desea poder aceptar a la vez el goce físico y la exaltación de
la virtud, y porque esta simultaneidad no se da inmediatamente.
Julie declara: «La inocencia y el amor me eran igualmente necesa
rios», pero sabía que no podía «conservarlos juntos»21. Sin em
bargo, en el plano superior al que ella accede, puede terminar por
reunirlos y gozar de ellos juntos. Así pues, para reconciliar lo ini-
ciable, ha sido preciso inventar un progreso dialéctico, pasar por es
tadios intermedios, recurrir a un esfuerzo de superación y poner en
movimiento un devenir. Ésta es la razón de que en La Nueva Eloísa
el tiempo desempeñe un papel capital: su novela debe extenderse ne
cesariamente a lo largo de una duración considerable, y esta impor
tancia concedida a la «gran duración» es significativa en un autor
que con mucha razón pasa por haber sido el poeta del instante extá
tico. (Pero veremos más adelante, que la segunda y última conclu
sión del libro separa abruptamente lo temporal y lo intemporal, y
que, entonces, Rousseau parece optar contra el tiempo del devenir
humano.)
La feliz síntesis que corona la dialéctica del libro está admira
blemente expresada por los símbolos de la fiesta de la vendimia
(V parte, carta VII). Es el momento en el que parece que todos los
velos han desaparecido, en el que los personajes conocen la intimi
dad más confiada. Rousseau no puede abstenerse de expresarlo ale
góricamente, mediante un amanecer otoñal. Entre todo lo que da
un «aire de fiesta» a esta jornada, Rousseau no olvida el «velo de
bruma que el sol levanta en la mañana como un telón de teatro,
para descubrir, ante la vista, un espectáculo tan encantador». El es-2
111
pectáculo nos mostrará la reconciliación del placer con el deber, de
la embriaguez dionisiaca y de la institución bien ordenada. ¿No es
este día de fiesta, al mismo tiempo, un día de trabajo? Estamos
muy lejos del dispendio irracional de la fiesta arcaica en la que se
consumen los bienes acumulados. En la descripción de Rousseau, la
fiesta de la vendimia es un dia de acumulación de riquezas, al que
acompaña un consumo razonable. Y los trabajos casi no se distin
guen de los juegos de la diversión: «Esta fiesta no deja de parecer
más hermosa al pensamiento, cuando se piensa que es la única en la
que los hombres han sabido unir lo útil a lo agradable». Asi nacerá
un «estado de fiesta común», una «alegoría general que parece ex
tenderse por toda la faz de la tierra».
La m ú s ic a y l a t r a n s p a r e n c ia
112
como «una melodía dulce, natural, campestre, y que produce un
efecto por sí misma, independientemente del modo de cantarla»21.
Una romanza al unísono es la melodia natural en su armonía na
tural. Es el triunfo de la naturaleza que canta a través del que can
ta, sin que éste tenga necesidad de afirmar una «personalidad de
artista». El intérprete no tiene que entrometerse: elocuente sin inter
mediario, la romanza conmueve inmediatamente. No solamente
prescinde de la interpretación de un virtuoso, sino que prescinde
también de la mediación de la sensación, para alcanzar directamen
te el alma del oyente. Pues la melodia tiene el poder de conmover al
corazón infaliblemente: proposición capital en la teoría musical de
Rousseau, y que justifica su predilección por la melodia y su des
confianza hacia la armonía. Detesta la música destinada a hacer
brillar al intérprete, y rechaza una música que no se dirija más que
al placer de los sentidos. ¿Por qué? Rousseau profesa aquí un idea
lismo sentimental; para él, la personalidad del intérprete y el goce
puramente sensitivo son obstáculos interpuestos entre una «esencia»
musical y el alma del oyente. Desde luego, hace falta que haya una
voz que cante, y también es preciso un oído que escuche, pero es ne
cesario que el cantante y el oído transmitan sin obstaculizar. La teo
ría de Rousseau supone que su presencia puede desvanecerse y
borrarse instantáneamente y no constituir más que un medio con
ductor. La magia de la melodia consiste en poder superar la sensa
ción y hacerse puro sentimiento:
113
actúa «más que indirecta y levemente sobre el alma»26. La felicidad
de lo inmediato es entonces para los sentidos, pero no para el alma
que está privada de ello: en música, el placer puramente sensitivo
carece de profundidad, no tiene eco, y de un modo aparentemente
paradójico, no puede ser mantenido más que mediante artificios.
Por el contrario, la melodía tiene «efectos morales que superan el
imperio inmediato de los sentidos»27. En esta fórmula, Rousseau
reivindica para la melodía el privilegio de alcanzar directamente un
dominio más interior: sólo entonces goza el alma de la alegría de lo
inmediato. Los escritos de Rousseau sobre música oponen el alma a
los sentidos (el sentimiento a la sensación) con mucha más energía
de lo que lo hace en todas las demás ocasiones. Sin embargo, Rous
seau propone una noción sintética que permite resolver la oposición
entre el sentimiento y la sensación. Asi como el Contrato Social y
La Nueva Eloísa reconcilia la pasión con el «hombre del hombre»,
Rousseau sugiere una reconciliación de la melodia-sentimiento con
la armonía-sensación: la antítesis se supera en la unidad de la melo
día, noción a la que consagra un articulo en su Diccionario de Mú
sica: «La armonía que debería ahogar la melodía, la anima, la re
fuerza, la determina: sin confundirse, las diversas partes coadyuvan
al mismo efecto, y por más que cada una de ellas parezca tener su
propio canto, de todas esas partes no se oye salir más que un mismo
canto». Unidad comparable a la de la sociedad unánime que rodea
a la melodiosa Julie. Una perfecta fusión ha reconciliado los place
res de los sentidos con las alegrías del sentimiento: la unidad de la
melodía concede a la armonía sensual y al artificio del contrapunto,
un valor que no poseen en si mismos, y que no adquieren más que
por su reconciliación con la melodía.
Asi pues, la melodía de las «viejas romanzas» está perfectamen
te en su lugar en una fiesta que celebra la transparencia de los co
razones y la comunicación sin obstáculos. Pero la melodía ingenua
habla del reino de la naturaleza a las «bellas almas» que viven en el
reino de la ley moral. De este modo, la música añade a la fiesta una
perspectiva profunda: ella hace que aparezca allí la dimensión del
pasado no solamente porque «estos aires tienen un no sé qué de an
tiguo», sino porque, precisamente, el reino de la pura naturaleza es
lo que las almas bellas han debido dejar atrás en su historia a fin de
construir su felicidad actual. Esta música habla a Julie y a Saint-
Preux de su propio pasado, de la época en que sus pasiones obede
cían a la ley de la naturaleza; les recuerda lo mucho que han sufrido*2
26 Op. a l., 131.
22 Dictionnaire de Musique, Melodía, O. C. (París, Fume, 1835), 111, 724.
114
al alejarse de ello. A la vez que expresan la felicidad de la transpa
rencia, estas tonadas (cuyas palabras son tristes) hablan también de
lo que amenaza la transparencia actual, de lo que hace que sea pre
caria: despiertan el pesar por lo que ya no puede volver a vivirse.
En el Diccionario de Música, Rousseau afirma que la música es
«signo mnémico»28. Así, mientras las voces de mujeres cantan, Ju
lie y Saint-Preux sienten despertar, con una extraña agudeza, los
tiempos lejanos:
El s e n t im i e n t o e l e g ia c o
115
gíaco, que no está presente en la canción ingenua, se despierta con
su contacto.
Este brusco surgimiento de un pasado añorado revela tensión in
terna sobre la que se construye la felicidad de la fiesta. No solamen
te pone de manifiesto que ha transcurrido un tiempo, sino que han
intervenido rechazos y superaciones y han establecido una irrever
sible distancia entre el presente y el pasado. En la añoranza elegiaca,
el ser descubre que una parte esencial de si mismo pertenece a un
mundo desaparecido. Se siente fascinado por lo que ha sido, pero ni
el presente ni el pasado pueden ofrecer un apoyo real. No por ello
está menos terminado el pasado, y el presente se convierte en un lu
gar de exilio... Conmovido, Saint-Preux se defiende contra la nos
talgia del pasado, también Julie se aleja de él con pena. El recuerdo
de sus placeres turba: se violentan para liberarse de él. Pero este es
fuerzo no puede realizarse de una vez por todas, hay que volver a
empezar a realizarlo continuamente. Por esto se produce una lucha
que corre el peligro de llegar a ser insoportable. La felicidad en la
sintesis exige, en efecto, una tensa vigilancia (el pasado es atractivo
todavía y debe ser constantemente reprimido) e implica una acción
reflexiva. Ahora bien, el ideal de la acción y del esfuerzo cede en
Rousseau, casi siempre, ante la tentación de tranquilidad, de la pa
sividad que consiente. La muerte de Julie no será solamente una
catástrofe enternecedora que hará llorar a las lectoras. Morir repre
senta el único reposo posible: Julie morirá feliz, liberada de la nece
sidad de actuar, descubriendo en la alegría que ya nunca más tendrá
que realizar el esfuerzo que le imponía la ley del deber.
La tensión, la presencia de un pasado reprimido, conscientemen
te «rechazado», la sentimos en los momentos mismos en los que
Rousseau habla de la confianza absoluta de las almas bellas, de la
comunicación sin obstáculo entre las conciencias, de la ausencia de
todo secreto. La fiesta de la vendimia se desarrolla bajo la mirada
omnisciente del señor patriarcal; al exaltar Saint-Preux esta perfecta
transparencia, confiesa la necesidad de una lucha contra el «tierno
recuerdo»:
117
La f ie s t a
119
general que no acierto a describir, pero que, en el universal albo
rozo, se siente bastante naturalmente en medio de todo lo que nos
es querido. Al besarme, mi padre fue presa de un estremecimiento
que aún creo sentir y compartir. «Jean-Jacques —me decía— ama
a tu país. ¿Ves a los buenos ginebrinos? Todos son amigos, todos
son hermanos; la alegría y la concordia reinan entre ellos»34*.
120
El teatro y la fiesta se oponen como un mundo de opacidad y un
mundo de transparencia. Con su oscuridad, sus espadas afiladas y
sus tabiques, el teatro inspira el mismo temor que el cruel Templo
en el que reina la Estatua alegórica. Se ejerce en él la misma fasci
nación negativa. Pues Rousseau, adversario del teatro, no descono
ce en absoluto sus poderes de seducción (como la de la Estatua):
conduce a los hombres al dominio de la opacidad, de la ilusión ne
fasta y de la separación desdichada. En la sala oscura, el espectador
se encierra en su soledad. «Creemos unirmos al espectáculo y es
aquí donde cada uno se aísla, es aquí donde vamos a olvidar a nues
tros amigos, a nuestros vecinos, a nuestro prójimo...»36. Se va al
teatro para «olvidarse de uno mismo», es el lugar del más completo
olvido de si mismo y del otro. El espectáculo nos roba nuestro ser:
alienación total donde nada se nos da a cambio. Somos atraídos por
una lejanía fabulosa. Pues si el teatro actúa sobre nuestras pasio
nes, embruja por medio de la magia de la distancia y del alejamien
to: «Todo lo que se pone en escena en el teatro no es algo que se
nos acerque, sino algo que es alejado de nosotros»**1.
Pero tras haber ensombrecido la imagen del teatro hasta el pun
to de convertirla en el equivalente del Templo lúgubre del Fragmen
to alegórico, la alabanza de la fiesta colectiva recurre a imágenes que
se parecen singularmente a las que Rousseau había hecho aparecer
al final del mito de las estatuas veladas. Una especie de milagro
pone fin a la división que separaba espectáculo y espectadores, y
que se agravaba al separar a los espectadores unos de otros. El es
pectáculo-objeto nos robaba nuestra libertad y nos inmovilizaba
como cosas en la sala oscura: estábamos petrificados por una mira
da de Medusa. Ahora, al igual que al espectáculo cerrado sucede la
fiesta a cielo abierto, vemos suceder al objetivo opaco del es
pectáculo una comunidad de conciencias abiertas que se ponen en
movimiento unas hacia otras. La separación es sustituida por la re
ciprocidad de las conciencias. Habíamos visto al «divino objeto»,
Galatea convertise en una conciencia y unirse a Pigmalión en la
igualdad de un mismo Yo. Habíamos visto al «hijo del hombre»
derrocar a la Estatua y proferir, a partir de una «fuente» interior,
una verdad reconocida instantáneamente por los hombres. Lo mis
mo sucede cuando el espectáculo «excluyeme» y «cerrado» se con
vierte en una fiesta abierta. Un pueblo entero se ofrece la repre
sentación de su felicidad. El espectáculo abierto a todos, que es el
espectáculo de la apertura de todos los corazones, es «inocente»,
36 Op. cil., 66.
* Op. cil., 79-80.
121
«carece de peligro», pero es también más «embriagador». La anima
ción de la fiesta colectiva realiza una de las epifanías de la transpa
rencia con las que Rousseau habla soñado.
«No hay otra alegría pura que la de la alegría pública»18. Esta
alegría carece de objeto y es universal. De ahí le viene la pureza. La
comunidad se expresa en el propio acto de la comunicación, y se
toma como objeto de exaltación propia. Las conciencias se abren al
exterior porque son puras y no tienen nada que esconder, pero tam
bién se puede decir que se purifican porque han sabido abrirse unas
a otras. La pureza quizás sea menos una causa de la alegría gene
ral que una consecuencia de ella.
«¿Qué se mostrará en ella? Nada, si se quiere.» Si la fiesta no
fuera esta autoafirmación de la transparencia de las conciencias, si
el espectáculo tuviera un objeto particular, seguiríamos estando en
el dominio de los medios y de la mediación. ¿Es el teatro, como
pretende Rousseau, el lugar en el que me encuentro abocado a una
soledad absoluta? En modo alguno: sé que otras miradas miran fi
jamente el escenario, y que me uno a ellas en la acción que todos
miramos. Es el ejemplo mismo de una comunión mediata: estamos
reunidos indirectamente por la mediación de la acción escénica, a la
que me liga directamente mi atención. Pero la relación mediatizada
que constituye un público de teatro parece no tener ningún valor
para Jean-Jacques. Una comunicación que no se realiza en la inme
diatez absoluta no es, a su parecer, una comunión verdadera: es lo
mismo que decir que es el reino de la soledad y de la dispersión
desgraciada. AUi donde nos es fácil reconocer una comunicación
mediatizada, Jean-Jacques ve una comunicación interrumpida. Lo
que se nos presenta como un elemento de mediación le parece un
obstáculo. No hay solución alguna, sino es la de no mostrar nada.
No mostrar nada será realizar un espacio completamente libre
y vacio, será el medio óptico de la transparencia: las conciencias
podrán estar meramente presentes unas a otras, sin que nada se in
terponga entre ellas. Si no se muestra nada, es posible que todos se
muestren y todos vean. La nada (en tanto que objeto) es extraña
mente necesaria para la aparición de la totalidad subjetiva.
La exaltación de la fiesta colectiva tiene la misma estructura que
la voluntad general del Contrato Social. La descripción de la alegría
pública nos ofrece el aspecto lírico de la voluntad general: es el as
pecto que toma con el traje de los domingos.38
122
¿Existe goce más agradable que el de ver a to d o un pueblo
entregarse a la alegría de un día de fiesta y a to d o s los corazones
abrirse al sentir los supremos rayos del placer, que pasa rápida
pero intensamente a través de las nubes de la vida?39.
123
La ig u a l d a d
124
tanta prontitud: ellos rogaban e iban volando; perdonaban y uno
se daba cuenta de su falta43.
43 IV parte, carta X, O. C., II, 458-459. Al no constituir los servidores una «cla
se» antagonista, Rousseau consigue mantener «rangos» sociales, al mismo tiempo
que evita el peligro de las «sociedades parciales» que comprometían la plenitud de la
comunidad.
44 Op. cit., 468.
12S
ca, basados en el principio de la dominación del amo y de la obe
diencia de los servidores. La exaltación de la igualdad no puede
persistir, no encierra en si ninguna promesa de continuidad. La feli
cidad de la fiesta dura lo que duran los espectáculos. La igualdad
nos es ofrecida allí como un momento muy intenso: pero esta inten
sidad pasajera no tiene el poder de perpetuarse en forma de una
verdadera institución. Es necesario disfrutar de ello en el instante
mismo, sabiendo de antemano que de ella sólo perdurará el recuer
do y la nostalgia. El «alma bella» no sueña con reformar el mundo
de modo que la igualdad se propague por ¿1, se limita a formular el
deseo (que sabe que es perfectamente vano) de ver que el tiempo se
detiene y que se repite la dicha del instante.
126
Esto aparece ya de un modo perfectamente claro en la carta de
Saint-Peux sobre la vendimia. La igualdad no pertenece a la estruc
tura concreta de la sociedad de Clarens: sólo está unida al «estado
de fiesta». Saint-Preux escribe:
127
es para inspirarles ilusiones felices. Cuando Wolmar se arroga el de
recho de provocar la confianza de sus sirvientes, actúa como «dés
pota ilustrado» y hace caso omiso de la exigencia moral de recipro
cidad. ¡Poco importa! Consigue crear el sentimiento de igualdad; se
nos invita a olvidar y a perdonar los dudosos métodos que le han
permitido tener éxito. Como ha subrayado Burgelin, es este todo un
aspecto «maquiavélico» de la teoría social de Rousseau. Este enemi
go de la opinión, de los disfraces y de los velos, acepta sin embargo
que el señor disfrace la coerción que ejerce con objeto de instaurar
en su casa el orden y la concordia: «¿Cómo contener a los criados,
a personas a sueldo, si no es por medio de la coerción y de la impo
sición? Todo el arte del señor consiste en esconder esta imposición
bajo el velo del placer y del interés, de modo que piensen que quie
ren todo lo que se les obliga a hacer»50. El servidor es tratado aquí
como lo será Émile por su preceptor: el hombre de razón impone
artificiosamente su voluntad, y disfraza la violencia que ejerce, de
jando asi al alumno o al sirviente el sentimiento de actuar libremen
te y con plena conformidad. ¿Es esto desprecio por el niño y por el
pueblo llano? Podría creerse. Pero Rousseau no ha dudado en iden
tificarse con el niño y con el pueblo. «Hombre de la naturaleza», no
sabe esconder nada de lo que siente: así es el niño, y asi es también
el pueblo: «El pueblo se muestra tal como es... los hombres de
mundo se disfrazan»51. La superioridad social de Wolmar hace de
él un hombre disfrazado, y el pedagogo del Emilio es, asimismo, un
hombre disfrazado. Sin embargo, la diferencia esencial consiste en
el hecho de que el preceptor guiará a Émile fuera de la infancia,
mientras que Wolmar casi no se preocupa por transformar al sir
viente en un hombre razonable.
Clarens no ha restablecido el reino de la inocencia y no ha ins
taurado el de la igualdad. Solamente, el dia de la fiesta, la imagen
de la inocencia y el sentimiento de igualdad vienen a encantar a las
almas sensibles. Clarens, añadámoslo, es un pequeño mundo limita
do, y que se pretende cerrado, pero las almas se entregan en él al
sentimiento de lo universal. Ved el embelesamiento de Saint-Preux,
al comienzo del día de la vendimia: se emociona ante «el amable y
conmovedor cuadro de una alegría general que, en este momento,
128
parece haberse extendido por toda la fa z de la tierra»*1. Ahora es la
imaginación la que unlversaliza la alegría.
El ideal de la «sociedad intima» (como en los Diálogos el ideal
de un «mundo encantado» que sólo es accesible a los iniciados, asi
como el ideal de la patria) parece corresponder a un fuerte gusto
por la existencia circunscrita. Amiel lo ha hecho notar muy aguda
mente525354: hay en Rousseau un deseo de «insularidad», una necesidad
de encerrar su vida en una isla. Clarens es, precisamente, una isla,
un refugio, un jardín cerrado, una pequeña comunidad estrecha
mente replegada sobre la felicidad que ha sabido inventar. Es el re
fugio terrestre de las almas bellas en el interior del cual ellas se han
excluido54 del resto del mundo. Pero ha de surgir allí «la alegría ge
neral que parece extendida sobre la faz de la tierra». Asi, a la vez
que satisface su necesidad de existencia circunscrita, Rousseau no
deja de dar libre curso a los anhelos de su «alma comunicativa».
A riesgo de tener que contentarse con ilusiones (y proclamará que le
basta con la ilusión), Jean-Jacques quiere experimentar la embria
guez de la totalidad y de la universalidad. La exaltación general de
la comunidad cerrada se convierte en símbolo de universalidad, sin
dejar de mantenerse en los límites de la interioridad subjetiva. En la
exaltación de la fiesta, la transparencia de este mundo cerrado ad
quiere su plenitud en una felicidad que las almas bellas interpretan
de forma inmediata como una presencia en lo universal. Interpretan
la plenitud de su alegría como una participación en un Todo sin
barreras, en un mundo infinitamente abierto. Asi, en la tercera car
ta a Malesherbes, Rousseau se describe huyendo de los hombres,
pero para entregarse a una contemplación en la que terminará por
elevarse en pensamiento y sentimiento hasta «el sistema universal de
las cosas» y hasta el «Ser incomprensible que todo lo abarca»” . Da
el ejemplo de un aislamiento voluntario, de un sentimiento «de in
sularidad», que contrapesa la experiencia interior de la universali-
129
dad y de la totalidad. Las alegrías colectivas de Clarens no son otra
cosa que la imagen multiplicada de los éxtasis solitarios de Jean-
Jacques. Clarens es un mundo cerrado, pero donde uno se abando
na al éxtasis del «gran Ser».
No es ocioso añadir que en Rousseau la imagen de la fiesta osci
la entre dos «tipos ideales» bastante diferentes. En efecto, la fiesta
surge y se organiza de dos formas opuestas. En la primera, el grupo
entero es animado por un estado de áriimo común. La iniciativa
brota de todas partes. No hay entonces un centro privilegiado de la
fiesta colectiva. En ella todos tienen la misma importancia, todos
son por igual actores y espectadores. El espiritu unánime de la co
munidad se exalta y se expresa en cada uno de sus miembros de for
ma idéntica. El mismo anhelo nacerá espontáneamente en cada con
ciencia. No habrá habido ningún legislador de la fiesta, del mismo
modo que al principio la hipótesis del «pacto social» no supone la
intervención de nadie que dé las leyes, sino una decisión simultánea
de todas las voluntades.
La segunda imagen sitúa en el centro de la fiesta a una persona,
un ser resplandeciente que comunica el movimiento y hacia el que
todo converge. Una figura dominadora impone su presencia y pro
paga la alegría. Entonces, la fiesta se organiza a partir de un de
miurgo cuya influencia se extiende irresistiblemente sobre todos
los que le rodean. La benevolencia de un alma comunicativa des
pierta a su alrededor una alegría universal.
A decir verdad, estas dos imágenes ideales ejercen sobre Rous
seau idéntica seducción. La Carta a D ’Alembert, en la que la fiesta
aparece sobre todo como la exaltación de un yo colectivo, es al mis
mo tiempo una obra en la que Rousseau se exalta con la idea de re
presentar el papel del inventor y del dispensador de la fiesta. Reléa
se la larga página en la que cada frase comienza por «Querría
que...»*6. Rousseau se da, literalmente, fiestas en la imaginación, y
se convierte en el centro y en el legislador de las mismas.
Estar en el centro y en el origen de la fiesta, encontrar en la ale
gría que uno suscita el espejo de la propia bondad, tales son algu
nos de los «raros y breves placeres» cuyo recuerdo evoca Rousseau
en la novena Ensoñación. En La Muette ofreció barquillos a un
grupo de chiquillas: «El reparto resultó casi equitativo y la alegría
fue más general... En definitiva, la fiesta no fue ruinosa, sino que
por los treinta sueldos, todo lo más, que me costó, hubo para más
de cien escudos de regocijo»17. Este relato de una fiesta improvisa-567
56 Lettre á D ‘Atemben (París, Gamier-Flammarion, 1967), 238 y ss.
57 Réveries, noveno Paseo, O .C ., I, 1091.
130
da hace recordar de inmediato otra, en la que Jean-Jacques se en
cuentra en el centro de una alegría general. Mejor aún, la fiesta
dada por Rousseau contrasta con los falsos placeres de una so
ciedad muy rica:
131
espontáneamente: deben crearlo todo por sí mismas; el regocijo co
lectivo será el acto de autonomía de las conciencias que inventan
gratuitamente la felicidad de comunicarse unas con otras. Cuando
se pagan los gastos de la fiesta (como hace Rousseau con los pe
queños saboyanos y las muchachitas de la puerta de La Muette),
uno puede justificarse diciendo que no ha gastado casi nada, y que
la alegria de la fiesta no tiene comparación posible con el dinero in
vertido.
E c o n o m ía
132
Y además hay que añadir que la acumulación está en proporción
con las necesidades de una comunidad cuyo único objetivo econó
mico es el de bastarse a sí misma. Se trabaja para enriquecerse sólo
para llegar a ser independiente. Si la fiesta manifiesta la perfecta
autonomía de las conciencias, se da el caso que tiene como decora
do una prosperidad agrícola que hace posible la perfecta autonomía
material de la comunidad. El éxito de Clarens consiste, en efecto,
en la conquista simultánea de ambas formas de autonomía. Rous
seau ha vinculado constantemente los problemas de la conciencia a
los problemas económicos: para ¿1 no puede haber autonomía de la
conciencia más que si ésta está apoyada y asegurada por medio de
la independencia económica. Se trata de una exigencia moral —de
origen estoico con toda seguridad— que pretende que el yo busque
sus satisfacciones tan sólo en si mismo y en los bienes que son su
yos, sin recurrir nunca a una ayuda exterior. En Clarens el ideal
moral de la autarquía, traspuesto al plano económico, toma la for
ma de una sociedad cerrada que subviene por si misma a su existen
cia material. Todas las necesidades razonables serán satisfechas fru
galmente. El enriquecimiento no irá más allá. M. de Wolmar no se
plantea la posibilidad de realizar un beneficio que no se convierta
inmediatamente en consumo. La prosperidad agrícola de los Wol
mar no se traduce en una acumulación de capital. La familia no tie
ne ninguna deuda, pero, en cambio, no deja en reserva ningún exce
dente de producción; se limita a vivir bien sin aumentar su fortuna
convertible en dinero. Las almas bellas se resisten a toda sobrecarga
material: no hacen dinero. Su economía no es ni deficitaria ni de
acumulación. El pequeño grupo consume lo que produce a medida
que lo va produciendo (lo que hace producir por los sirvientes y
granjeros) y produce el ligero excedente que permite que un consu
mo cotidiano tome el aspecto de una modesta fiesta. Imagen perfec
ta de la suficiencia que no se enajena ni en la necesidad insatisfecha
ni en una abundancia superflua. Entre tantos detalles económicos,
casi no se menciona el dinero más que de vez en cuando. Éste, en
efecto, no concierne a la vida interior de la comunidad; sólo con
cierne a los contactos con el mundo exterior, que ellos procuran evi
tar lo más posible:
133
nemos de más y por lo que nos falta; en lugar de ventas y adquisi
ciones pecuniarias que doblan los inconvenientes, tratam os de
m antener intercambios reales en los que la com odidad de cada
contratante hace las veces del beneficio para am bos6263.
62 La Nouvelle Hélotse, V parte, carta II, O. C., II, 548. Un ideal de economía
cerrada, autárquica y esencialmente agrícola semejante al que acabamos de ver será
formulado en el Emilio: «Este pan moreno, que os parece tan bueno, está hecho del
trigo recogido por este campesino; su vino negro y basto, pero refrescante y sano, es
de la cosecha de su viñedo; la ropa de la casa viene de su cáñamo, hilada en invierno
por su mujer, sus hijas y su criada: su familia ha realizado los adornos de la mesa; el
molino más próximo y el mercado vecino son los limites del universo para ¿I» (Émi-
le, lib. III, O. C., IV, 464). Comprar es inmoral: sólo el trueque es licito.
63 Confessions, lib. I, O. C„ I, 36-37.
134
Hay un punto suplementario sobre el que arroja luz la confron
tación de La Nueva Eloísa y de las Confesiones: el principio de in
mediatez sobre el que se funda una economía virtuosamente autár-
quica en Clarens sirve, por el contrario, en las Confesiones para
justificar ciertos actos inmorales de Jean-Jacques. ¿Por qué come
tió tantas pequeñas raterías? Porque le horroriza pasar por la me
diación del dinero. Porque el deseo quiere lanzarse de inmediato
sobre el objeto anhelado:
135
ciencia de sus placeres, y agrava esta insuficiencia tratando de pro
curarse otros placeres... Pero en Clarens, en el mundo de la sintesis
en el que las almas bellas reconcilian en sí mismas naturaleza y cul
tura, se verá conjugarse la suficiencia del estado de naturaleza y el
trabajo. La independencia volverá a ser compatible con la utiliza
ción de los medios de la civilización. En lo sucesivo, para bastarse a
sí mismo se pasará por el circuito del trabajo, en lugar de recoger,
simplemente, los frutos ofrecidos por la Naturaleza. A pesar de
ello, se vuelve a encontrar el perfecto equilibrio de la suficiencia que
constituía la felicidad del hombre natural. Ahora, es la razón la que
define lo necesario, elimina lo superfluo y hace que el trabajo se
ajuste a las legítimas necesidades; así, asigna los limites en cuyo in
terior vivirán todos con una satisfacción frugal; elimina el reino de
la opinión, borrando el mal de la civilización sin suprimir sus ven
tajas;
136
tentación desde fuera. La comunidad no tiene otro ñn que el de
afirmarse a si misma al afirmar un «bien común» en el que todos se
reconocen. Todos los medios de acción utilizados se borran, para
que pueda hacerse transparente la única cosa que cuenta y que es la
felicidad de las conciencias autónomas. Lo que el trabajo ha produ
cido se convierte lo más rápidamente posible en satisfacción razo
nable. Nada se parece menos al trabajo de la manufactura, donde
se acumulan objetos destinados a ser vendidos lejos. Al imaginar la
felicidad de Clarens, Rousseau se da a si mismo las condiciones
ideales que permiten transformar inmediatamente el trabajo en go
ce. El éxito económico consiste en satisfacer todas las necesidades
locales sin que un excedente de cosas producidas mediante el traba
jo venga a plantear el problema de la venta y del intercambio: el
horizonte de la transparencia se ensombrecería por ello. Pues todo
el beneficio material que no correspondiese a una necesidad real, o
que no se reabsorbiese rápidamente en una satisfacción común, será
una carga insoportable para unas conciencias cuyo ideal es el de no
pertenecer más que a sí mismas. Una riqueza que excediese de lo
que la comunidad es capaz de consumir de inmediato equivaldría a
la servidumbre. Por lo tanto, el producto del trabajo nunca tendrá
derecho a una existencia autónoma en forma de objeto a vender o de
riqueza acumulada: una vez salido de las manos del hombre, cada
objeto es consagrado inmediatamente al uso razonable que será su
justificación, y que restablece la preeminencia del hombre sobre las
cosas. En Clarens, el hombre no produce objetos más que para
apropiárselos lo más rápidamente posible, para librarse de ellos
y, así, afirmarse en su pura libertad. «No se trabaja más que para
gozar»66.
Lo mismo ocurre en la existencia personal de Rousseau. Para vi
vir, es preciso tener medios de vida. Para vivir libre, es preciso que
estos medios no comprometan a nada, que la conciencia no corra el
riesgo de absorberse en ellos irreversiblemente: el mejor trabajo será
el más indiferente, aquel al que jamás se estará tentado de entregar
se, sino, al contrario, aquel del que siempre se podrá recuperar uno
y volverse a encontrar intacto:
137
era de mi gusto y la única que podia darme pan día a dia, sin de
pendencia personal, me reduje a ella67.
De hecho Rousseau traza la imagen de la suficiencia económica
de Clarens a partir del modelo de la suficiencia del sabio estoico.
Pero si el sabio posee en sí todos sus recursos morales, está claro
que el dominio de Clarens no puede vivir sólo de sus recursos mate
riales. La hipótesis de una economía casi cerrada y, sin embargo,
próspera, es manifiestamente inadmisible. Es una quimera senti
mental en la que se percibe un fuerte toque de robinsonismo.
De todos modos, Rousseau no cree alejarse de las condiciones
reales que tendría una sociedad cerrada instalada a orillas del lago
Leman. Con un esfuerzo exuberante de imaginación, traspone el
ideal de la suficiencia del yo en términos de un mito de la suficien
cia comunitaria. Rodeado de «criaturas a la medida de su corazón»,
multiplica la suficiencia solitaria de la sabiduría para convertirla en
la suficiencia en comunidad del ensueño consolador. Inventa una
sociedad y, sin embargo, conserva lo que constituye el privilegio
esencial de la soledad: la libertad, el sentimiento de no depender de
nada exterior a si mismo. Más aún, de esta forma le da a su deseo
de independencia una forma más perfecta: mientras que el indivi
duo solitario está obligado a buscar una ayuda exterior para subsis
tir, no ocurre lo mismo en el caso de la comunidad ideal. Concebida
como un organismo único en que todas las partes se completan,
imaginada como un yo colectivo, la comunidad trabaja sin salir de
si misma. Robinson debe luchar para apropiarse de su isla; para
Wolmar y Julie la propiedad ya está constituida y sólo se trata de
perpetuar en ella el equilibrio de la necesidad, de la producción y
del goce. Mientras que el trabajo introduce al individuo en un mun
do extraño del que dependerá parcialmente, el trabajo de la comu
nidad sigue siendo puramente interior: los medios a que recurre no
la someten a nada extraño. Su actividad es considerada inmediata
mente como interioridad. El grupo de trabajo no siente ninguna ne
cesidad que le ate al resto del mundo, y por consiguiente no em
prende ninguna relación comercial. No va más allá del trueque. Al
haber asegurado su perfecta autonomía, la comunidad cerrada se
coloca frente al resto del mundo como una persona ociosa y perfec
tamente libre.
En Clarens todo está estrechamente relacionado. La autarquía
económica supone la unanimidad del grupo social; ésta, a su vez,
$upone corazones abiertos, confianza sin sombras. Rousseau les
138
confiere todas estas condiciones ideales y asegura la perfecta fusión
de las mismas.
En particular, nada es tan instructivo como ciertas invenciones
simbólicas en las que el tema de la suficiencia se aúna con el tema
de la reconciliación entre naturaleza y cultura.
El málaga de Julie. El principio de suficiencia prohíbe entera
mente la importación de productos extranjeros. «Todo lo que pro
cede de lejos está expuesto a ser desfigurado o falsificado»6*, dice
M. de Wolmar. Para quien ha resuelto vivir en la suficiencia, el ex
terior es el dominio de la mentira y de la ilusión. Sólo es auténtico
lo que es fabricado alli mismo, home made. Si hay verdaderos pla
ceres que el mundo exterior puede ofrecer, es inútil buscarlos fue
ra. Clarens también sabrá procurárselos. Julie posee un secreto de
fabricación que permite hacer de la uva local un vino que da la im
presión de que es málaga. Para esto, hay que forzar un poco a la
naturaleza, violentarla con ayuda de una «actividad ahorrativa».
¿Es una mentira? Casi no lo es: este falso málaga es menos falso
que aquel que habria sido preciso comprar en el extranjero. El arte
suple, asi, las inevitables limitaciones de la naturaleza. Clarens
«reúne veinte climas en uno solo»6869 y se convierte en un mundo ca
paz de prescindir del resto del mundo.
El Elíseo de Julie. En el centro de las tierras que han llegado a
ser prósperas por medio del trabajo, Julie se ha reservado un espa
cio cerrado, un hortus clausus, un locus amoenus. «El espeso folla
je que lo rodea no permite que la mirada penetre en él, y siempre es
tá cuidadosamente cerrado con llave»10. ¿Qué es este jardín?, una
obra de arte que produce la ilusión de ser naturaleza salvaje. Un
«desierto artificial». Saint-Preux se sorprende inocentemente: «No
veo huella de trabajo humano». Pues bien, ocurre justamente lo
contrario; el trabajo humano ha sido tan perfecto que se ha hecho
invisible. No hay nada en este santuario de la naturaleza que no ha
ya sido querido y dispuesto por Julie: «Bien es verdad —dice— que
la naturaleza ha hecho todo, pero bajo mi dirección, y aquí no hay
nada que yo no haya ordenado». Y si no se ve huella alguna de los
hombres, «es porque se ha tenido buen cuidado de borrarlas». Por
otra parte, todo este arreglo se ha hecho «por medio de una activi
dad bastante sencilla» y Julie asegura que no le ha costado nada. La
moral económica está a salvo: el arte ha seguido siendo frugal, el lu
gar es exuberante, pero es la naturaleza la que se ha hecho cargo del
139
lujo. Así, el sanctus sanctorum de la familia civilizada es un lugar
que ofrece la imagen de la naturaleza tal como era antes de que la
civilización la haya transformado. «Creí ver el lugar más salvaje y
más solitario de la naturaleza, y me decia que era el primer mortal
que nunca hubiese penetrado en este desierto.» En el corazón de la
isla civilizada de Clarens se encuentra la isla de la lejana Polinesia.
Asi pues, la síntesis ha conservado lo que ha superado. Gracias a
una feliz ilusión, el Eliseo nos hace poseer lo que está en el comien
zo de los tiempos y lo que se encuentra en los confínes del mundo.
«¡Oh Tinian! ¡Oh Juan Fernández! ¡Julie, los confínes del mundo
están en la puerta de tu casa!» ¿Quién desearía ya viajar? La su
ficiencia de Clarens llega hasta reproducir la imagen perfecta del
origen.
Desde luego, la naturaleza que ha sido recobrada de esta manera
no es aquella en donde vive el primitivo, y con la que está en con
tacto inmediato gracias a la simple sensación. El Eliseo es una natu
raleza reconstruida por seres razonables que han pasado de la exis
tencia sensible a la existencia moral. Con palabras de Schiller di
riamos que esta naturaleza recobrada ya no es la naturaleza «in
genua», sino un simulacro de naturaleza suscitado por la nostal
gia «sentimental» por la naturaleza perdida. Recordemos el pasaje
de Kant, que ya hemos citado: «El arte consumado se vuelve a con
vertir en naturaleza». Nada tan mediato como esta naturaleza obte
nida como producto del arte humano. Sólo en un arte consumado
se borra el trabajo y el objeto obtenido es una nueva naturaleza. La
obra es mediata, pero la mediación se desvanece y el goce es de
nuevo inmediato (o tiene la ilusión de que es inmediato). Volvemos
a encontrar aqui la estética de Pigmalión: la más bella de las formas
producidas por el artista no ha de limitarse a ser «obra de arte»,
sino que ha de retornar la existencia natural, como si el trabajo del
escultor no hubiese existido nunca.
D iv in iz a c ió n
141
lo que le rodea. La posesión material ha conducido a la posesión es
piritual; el dominio de Clarens es el campo de una conciencia que se
reconoce idéntica a si misma por todas partes. (Wolmar ya habia
reivindicado un privilegio divino cuando formuló el deseo de con
vertirse en «un ojo viviente».)
¿Ha de sorprendernos que un ateo quiera ser tan semejante a
Dios? Nada hay que sea incompatible con las tendencias (manifesta
das o implícitas) de la «filosofía de las luces». Como frecuentemen
te se ha subrayado, las grandes ideas de los filósofos son, en su
mayoría, conceptos religiosos laicizados. «Parece como si —escribe
Yvon Belaval— la filosofía del siglo xvm aplicase al Mundo los
atributos de la infinidad de Dios y permitiese aplicar al hombre sus
atributos morales»*72.
El ateo Wolmar sólo rechaza el creer en un Dios personal para
convertirse en su sucesor sobre la tierra. Se siente en posesión de
una prerrogativa divina, porque la perfecta suficiencia hace divino a
aquel que goza de ella. Para Rousseau, lo que hace al hombre seme
jante a Dios no es nunca el fruto del árbol del conocimiento: es la
suficiencia, el perfecto reposo de la suficiencia, aunque estuviese
muy próxima de la ausencia de conocimiento, aunque se viese ate
nuada hasta reducirse solamente al «sentimiento de la existencia».
La quinta Ensoñación describe uno de estos felices momentos en los
que el hombre se siente divino no por estar en contacto con Dios o
por estar iluminado por el Ser trascendente, sino porque se basta a
sí mismo en su ser inmanente, y consigue asi una completa analogía
con Dios:
142
dencia ociosa; la suficiencia confiere a la actividad material de Wol
mar el valor de un reposo infinito. Jean-Jacques ocioso y Wolmar
activo acceden a la misma divinidad.
La m u e r t e de J u l ie
143
todo su alcance a la dialéctica del progreso de las almas, la novela
habría concluido con el triunfo de la pasión en su forma más devas
tadora. La catástrofe pasional habría hecho que la aventura regre
sase a su punto de partida: la afirmación del carácter absoluto del
amor, cuya única salida es la muerte, y que ve su más puro cumpli
miento en este éxtaxis nocturno.
A fin de conservar la pasión que supera, Rousseau se propone
sublimarla. Ya de por si, la muerte a dos representa una negación
de la pasión carnal. Después, esta negación debe ser sublimada a su
vez, y la pasión amorosa se regenera para lanzarse hacia Dios: se
salva negándose, pero esto no impide que la muerte religiosa de Ju-
lie pueda ser todavía una muerte por amor. Las últimas palabras
que Julie escribe a Saint-Preux son significativas: «No, no te aban
dono, voy a esperarte. La virtud que nos separó en la tierra nos uni
rá en la vida eterna»76. Al volverse-hacia Dios, Julie no le dio la es
palda a su amante. (El ideal de la triada virtuosa se traslada a la
eternidad, Dios reemplaza a Wolmar en el papel del Esposo.)
Persisten un cierto número de equívocos. ¿Se han reconciliado
realmente los términos opuestos de pasión y virtud? ¿Ha sido supe
rada realmente la pasión? ¿Ha tenido lugar, realmente, una sínte
sis? Y, finalmente, ¿cuál ha sido la solidez de la concordancia entre
naturaleza y cultura que había aparecido ante nosotros en la felici
dad «social» de Clarens? Todas estas preguntas deben ser plante
adas y la dificultad que se tiene para reponderlas hace aparecer el
peligro que tendría el aceptar, sin reservas, una interpretación
«dialéctica» del pensamiento de Rousseau como la que hemos esbo
zado. Es Kant quien nos sugirió la idea de buscar la síntesis entre
naturaleza y cultura tal y como la hemos visto realizarse en Clarens.
¿Rousseau tuvo claramente la intención de oponer los contrarios
para conciliarios seguidamente? Nos asegura que su novela ha sido
una ensoñación y las dialécticas no se sueñan... Se ha podido decir
que el estilo de pensamiento de Rousseau era bipolar. Está anima
do, asi mismo, por una constante aspiración a la unidad. Por su
consistencia, la bipolaridad y el deseo pueden iniciar el movimiento
de una dialéctica e incluso llevarlo muy lejos. Pero las contradic
ciones internas y la aspiración a la unidad no se articulan ni se ajus
tan intelectualmente en un «sistema» coordinado. Aunque él mismo
confiese que su naturaleza es contradictoria, Rousseau está lejos de
conocer todas las contradicciones de su carácter y todas las de su
pensamiento. Así pues, la voluntad de unidad no está apoyada por
144
una perfecta claridad conceptual: es un confuso anhelo de toda su
persona, y no un método intelectual. Desde luego, hay en él y en su
obra más sentido implícito de lo que él mismo cree. Este hecho, que
vale para cualquier escritor, vale de modo eminente en el caso de
Rousseau. «Hacía falta Kant para pensar los pensamientos de
Rousseau»7778, escribe Eric Weil (y nosotros añadiremos: hacía falta
Freud para pensar los sentimientos de Rousseau).
La aspiración a la unidad sigue estando perpetuamente insatis
fecha: indica la dirección de un deseo y no una posesión segura. És
ta impide que Jean-Jacques recaiga en las contradicciones iniciales.
A menudo se tiene la impresión de que los contrarios se obstinan
en su oposición, el acceso a la unidad superior es la utopía que re
nace sin cesar y que permite soportar el conflicto. En vez de asistir a
un movimiento dialéctico, permanecemos en el desgarramiento y en
la división: hay fuerzas adversas, combaten sin descanso unas
contra otras. Al entregarse a la atracción simultánea de tentaciones
contradictorias, el deseo querría poder responder a la solicitación
del dia y de la noche, a la esperanza de un orden terrestre y al éxta
sis que niega la tierra. Cuando Jean-Jacques se abandona de este
modo a la fascinación de los extremos, nos aparece como un alma
inquieta presa de ambivalencia, y no como un pensador que plantea
la tesis y la antítesis.
La Nueva Eloísa es una novela «ideológica». Pero, en beneficio
de la obra, la búsqueda de una sintesis moral no impide un desliza
miento constante hacia la ambivalencia pasional. Es altamente sig
nificativo que el éxito voluntario de Wolmar, que es el personaje ra
cional de la novela, esté amenazado por las ambigüedades psicológi
cas que el propio Rousseau no cesó de experimentar, y cuyos repre
sentantes novelescos han llegado a ser Saint-Preux y Julie. Así, el
atractivo del fracaso contrapesa la aspiración a la felicidad y el de
seo de castigo coexiste con la voluntad de justificación.
145
un valor positivo al secreto, que aparece como algo peligroso y pre
cioso):
Un velo de sabiduría y de honestidad produce tantos replie
gues alrededor de su corazón, que ya no le es posible penetrar en
él al ojo hum ano ni siquiera al suyo propio79.
147
A pesar m ío rebajo la m ajestad divina, interpongo entre ella y
y o objetos sensibles, al no poder contem plarla en su esencia la
contem plo al menos en sus obras, la amo en sus dones86.
Asi pues, hay que volverse hacia las criaturas, amar y con
templar a Dios a través de sus obras: pero Rousseau sugiere que es
to es un mal menor. Todo lo que nos es sensible inmediatamente es
en realidad un obstáculo (un yelo) entre Dios y nosotros. Para
quienquiera que desee «elevarse hasta su fuente», todo lo que la
sensación y el sentimiento nos ofrecen inmediatamente no tiene ya
el valor de lo inmediato, sino que, al contrario, se convierte en un
intermediario interpuesto, y la claridad de la evidencia sensible to
ma repentinamente el sentido de una opacidad.
Señalemos que, según Julie, la contemplación mediata de Dios,
pasa por el mundo, es decir, por los seres y los objetos sensibles, no
por Cristo ni por el Evangelio. Este Dios escondido que podemos
amar en sus obras no es el del Jansenismo, se parecería bastante
más al Dios incognoscible del Pseudo-Dionisio el Areopagita y de
San Francisco de Asis, que invitan al alma amante a la humilde
adoración de la criaturas. Dios ha velado su faz, pero el mundo es
una teofania.
Por muy satisfactoria que sea para el espíritu la teoría de la rela
ción mediata, ésta no es aceptada más que a regañadientes, pues no
tranquiliza a Rousseau, cuya exigencia personal se vuelve siempre
hacia lo inmediato. Como ya hemos visto en numerosas ocasiones,
ante cualquier forma de comunicación mediata, Rousseau siente un
malestar y una inquietud: no se detiene hasta conseguir prescindir
de los medios y de los intermediarios. Rousseau es muy capaz de
concebir la relación entre medios y fines, es incapaz de permanecer
en el mundo de los medios. De este modo, tiene prisa por interrum
pir el estado en el que Julie se encuentra constreñida a interponer
«objetos sensibles». Al morir, Julie accederá felizmente a la «comu
nicación inmediata». Al expirar, liberada del obstáculo de la vida
carnal, ve elevarse el velo que ocultaba a Dios. Según un dualismo
casi maniqueo que separa radicalmente espíritu y materia, la muerte
provoca la abolición de todos los obstáculos interpuestos y la des
aparición de todos los medios:
86 tbid. Pero por otra parte, Julie desconfía del misticismo: «He censurado los
éxtasis de los místicos. Los sigo rechazando cuando nos distraen de nuestros deberes,
y cuando, al alejarnos de la vida activa por los encantos de la contemplación, nos
conducen a ese quietismo del que me creéis tan próxima, y del que creo estar tan te
jos como vos» (VI parte, carta VIH, O. C., U, 695).
148
No veo qué hay de absurdo en suponer que un alma libre de
un cuerpo que en otro tiempo habitó en la tierra pueda volver a
ella de nuevo, errar y, posiblemente, permanecer alrededor de lo
que fue querido; no para advertirnos de su presencia, no dispone
de medio alguno para ello; ni para actuar sobre nosotros y comu
nicamos sus pensamientos, carece de la posibilidad de excitar los
órganos de nuestro cerebro, tampoco para percibir lo que nos
otros hacemos, pues seria preciso que tuviese sentidos, sino para
conocer por sí misma lo que pensamos y lo que sentimos, gracias
a una comunicación inmediata semejante a aquella por la que
Dios lee nuestros pensamientos ya en esta vida, y por la que nos
otros leeremos los suyos recíprocamente en la otra, puesto que le
veremos cara a cara87.
149
envergadura, estamos aquí ante el único pasaje de los escritos de
Rousseau en el que la imagen del velo es utilizada de un modo con
tinuo, voluntario y deliberado, donde el escritor renuncia a la semi-
abstracción que normalmente caracteriza a esta imagen. Ahora, el
velo ha dejado de ser una metáfora episódica y fugitiva, para con
vertirse en una alegoría continuada. El velo es la separación y la
muerte. Al constatar la importancia que aquí toma esta imagen,
podemos extraer la conclusión fácilmente de que, en los propios pa
sajes en los que ésta parece convencional, su presencia no es indife
rente, y que siempre está llena de intenciones y valores simbólicos.
La metáfora del velo pasa a la realidad. Pero pasa en etapas su
cesivas: pues antes de ser un objeto concreto el velo es una visión
onírica. Como es sabido, se le aparece a Saint-Preux en el curso de
un sueño premonitorio, en el más tradicional estilo «novelesco»:
150
miento de la muerte. Y del mismo modo que el exilio habia sido la
condición de una perfecta unión espiritual, la separación por medio
de la muerte constituye la promesa de una reunión absoluta. Es pre
ciso que el obstáculo triunfe completamente por su lado, para que,
por el otro, el espíritu liberado conozca por fin la plenitud extática
que ha deseado durante todo tiempo. Rousseau no omite nada para
conferirle al velo el carácter de lo sobrenatural. Las «imprecacio
nes» de Claire, la actitud de los espectadores impresionados, el
contraste intencionado entre la materia preciosa del velo (oro y
perlas) y la carne de la cara que comienza a «corromperse»92: todo
indica, con una insistencia un poco pesada, la presencia del miste
rio, el horror y la fascinación de lo sagrado.
La felicidad terrestre de Garens nos habia aparecido como una
victoria sobre el maleficio del velo, pero esta felicidad era frágil, la
transparencia seguía siendo imperfecta; para conservar la felicidad
hacía falta una tensión virtuosa, una perpetua resistencia al vértigo
del deseo que renacía continuamente, hacía falta un trabajo cons
tante a fin de poder bastarse divinamente; la «sociedad intima»,
fundada sobre la libertad de las personas y sobre la relación actual
de las conciencias, debia afirmarse sin descanso contra la amenaza
del tiempo y del destino (pues una sociedad como ésta, que es me
nos que una república y más que una familia, no puede apoyarse ni
sobre tradiciones familiares ni sobre instituciones legales); por últi
mo, la oposición entre la fe de Julie y la incredulidad de Wolmar
dejaba que subsistiese una duda sobre la naturaleza misma de la
transparencia: ¿basta con una benévola comunicación entre las con
ciencias humanas? ¿Es absolutamente preciso recurrir a una luz
trascendente?
La muerte de Julie entraña la destrucción de toda la felicidad so
cial que se habia construido a su alrededor: sus amigos le sobrevivi
rán individualmente, pero la sociedad intima no sobrevive. Julie
accede individualmente al éxtasis de la presencia ante Dios, será la
única que conozca la alegría de la «comunicación inmediata». El
supremo descubrimiento concierne ahora a una conciencia que apa
rece sola ante su Juez, mientras que, antes, el descubrimiento era la
tarea que se imponía un pequeño número de seres humanos decidi
dos a vivir en la más estrecha comunidad.
El ensueño de Rousseau se dio a si mismo primero, en un movi
miento de expansión, la amistad sin sombras de una «sociedad inti
ma»; después, en un movimiento de solitaria recuperación, el im-
151
pulso personal hacia un testigo trascendente cuya mirada le permite
al alma saberse justificada, por fin; Rousseau imaginó sucesivamen
te, la efusión de la confianza y la ruptura con el mundo humano; la
sintesis razonable y la catástrofe sublime; la actuación del esfuerzo
virtuoso, y el abandono de la muerte ejemplar, el difícil perdón de
los vivos (perdón que hace falta reconquistar sin cesar y merecer sin
cesar), y la comparecencia ante el Juez que no condena, pero que
«fija» al alma en su felicidad, le da la plenitud del ser, le libera del
dolor de la decisión y del esfuerzo, le permite consentir a sus deseos
sin hacerse culpable, puesto que bajo su mirada de Juez justificador
ya no puede perderse la transparencia.
Se nos proponen sucesivamente imágenes de retorno a la trans
parencia, ¿cuál elegir? ¿Y hay que elegir? Rousseau, por su lado,
concluye su novela de una forma que equivale a una elección. Entre
el absoluto de la comunidad y el absoluto de la salvación personal,
ha optado por el segundo. La muerte de Julie significa esta opción.
Y veremos que, más tarde, en los escritos autobiográficos, Jean-
Jacques lo retoma por su cuenta.
152
VI
LOS MALENTENDIDOS
153
Si soy tan poco dueño de mi cuando estoy solo conmigo mis
mo, piénsese como debo ser en la conversación, donde para
hablar oportunamente, hay que pensar en mil cosas a la vez y
sobre la marcha. La sola idea de tantas conveniencias de las que
estoy seguro de olvidar al menos alguna, basta para intimidarme.
Ni siquiera comprendo cómo alguien se atreve a hablar en un
circulo... En la conversación con otra persona hay otro inconve
niente que considero que es peor: la necesidad de hablar conti
nuamente. Cuando se os habla hay que responder, y si no se dice
una sola palabra hay que reanimar la conversación... Lo que es
más terrible es que en lugar de saber callarme cuando no tengo
nada que decir, es cuando, con el fin de saldar más rápidamente
mi deuda, tengo la manía de querer hablar. Me apresuro a balbu
cir rápidamente palabras sin ideas, sintiéndome muy feliz con solo
que éstas no signifiquen nada en absoluto1.
154
man de él. No aceptará jamás los valores según los cuales pretenden
juzgarle los otros. No quiere compartir nada con ellos: pretende im
ponerse a ellos, exponerse a sus ojos como un ser admirable y sin
gular. Pero Rousseau, balbuciente, se muestra estúpido y entonces
es verdaderamente estúpido para sí mismo y para los otros: «Al
querer vencer o esconder mi estupidez, raras veces dejo de mostrar
la»4. Torpe y confuso, sólo ha expuesto un fragmento de su carác
ter: su sentimiento le asegura que vale más que eso, pero los otros
ya han juzgado, le han ignorado, le han privado del derecho de con
vertirse en si mismo, de mostrar un rostro diferente. Que se le deje
en libertad y sabrá revelar perfectamente a otro Jean-Jacques com
pletamente diferente, sabrá ofrecer una imagen completamente dis
tinta. Jean-Jacques se sustrae, asi, a los «falsos criterios» de los
otros, pero con la esperanza de inventar otro lenguaje que sabrá
conquistarlos y obligarlos a reconocer su naturaleza y su valia ex
cepcionales: «Preferiría ser olvidado por todo el género humano a
ser considerado un hombre corriente»*9.
Aunque rechace la opinión de los testigos, Rousseau no puede,
sin embargo, prescindir de ellos y renunciar a mostrarse, pues él
no es nada si no es reconocido públicamente. Se rebela contra los
juicios que le aprisionan en los valores reconocidos, o que le in
movilizan en la imagen que ha ostentado torpemente. Pero a la vez
que niega la validez de los juicios externos, tiene interés en conser
var una posición destacada. No me juzguéis, pero no dejéis de mi
rarme...
En efecto, Rousseau desea y teme no ser reconocido en su justo
valor. No quiere ser comprendido en la medida en que ser compren
dido quiere decir ser atrapado: encontrar un lugar ya establecido en
el sistema de valores «inauténticos» a los que se somete el mundo.
No, no quiere que se le reduzca a no ser más que un hombre de
letras, según la acepción corriente del término; el sentimiento que
Jean-Jacques tiene de sí mismo es absolutamente único. A la vez
que espera que los otros le reconozcan, rechaza ser reconocido
como uno de los suyos. Quiere que se le distinga: «Cuando me pres
tan atención, no me molesta que sea de un modo un poco espe
cial»9. Aún a riesgo de que este «modo un poco especial» pueda
provocar el escándalo. Pues es preferible el escándalo a no contar
para los otros. El fracaso no consistiría en ser incomprendido, sino
en permanecer ignorado, en haberse afirmado irrisoriamente en el
155
vacio, en medio de la indiferencia general. Jean-Jacques ha conoci
do innumerables veces la decepción de exhibirse inútilmente, de
cantar con su mejor voz bajo ventanas que no se abren. Baste con
recordar el viaje hacia Annecy al comienzo del segundo libro de las
Confesiones: «No veía un castillo a un lado o a otro al que no fuese
a buscar la aventura que estaba seguro allí me esperaba. No me
atrevía a entrar en el castillo, ni a llamar, pues era muy tímido.
Pero cantaba bajo la ventana que tenía la mejor apariencia, que-
dándóme muy sorprendido, después de haberme desgañitado duran
te largo tiempo, al no ver aparecer ni señoras ni damiselas a las que
atrajese la belleza de mi voz o el ingenio de mis canciones...»7.
Cuando los otros están presentes se produce el malentendido.
Jean-Jacques no consigue parecer lo que su sentimiento le asegura
que es:
156
toy ausente de ella; asi pues, yo soy la verdad ausente; al oponer a
los otros el valor de mi yo, les opongo la universal autoridad de la
naturaleza que ellos desconocen. Para aquellos que viven en la con*
fusión espiritual, la verdad es escandalosa y seductora: yo seré ese
escándalo y esa seducción.
Para que por fin se sepa lo que vale, Jean-Jacques se aleja y se
pone a componer libros, música... Confia a su ser (su personalidad)
a un parecer de otro tipo, que ya no es su cuerpo, ni su cara, ni su
palabra concreta, sino el patético mensaje de un ausente. Compone
asi una imagen de sí mismo que se impondrá a los otros al mismo
tiempo por el prestigio de la ausencia y por la vibración de la sen
tencia escrita. Pues Jean-Jacques, soñador apasionado, sabe por
experiencia que nada es tan fascinante como una presencia que se
impone en y por ausencia. «A excepción del Ser que existe por si
mismo, sólo es bello lo que no existe»10. Al tomar «la decisión de
escribir y de esconderse», Jean-Jacques intenta operar la transmuta
ción que le dará, a los ojos de los otros, la belleza de «lo que no
existe».
Escribir y esconderse. Nos sorprende la idéntica importancia que
Rousseau concede a estos dos actos. Pero lo uno no puede ir sin lo
otro. Esconderse sin escribir, seria desaparecer. Escribir sin escon
derse, sería renunciar a proclamarse diferente. Jean-Jacques no se
expresará más que si escribe y se esconde. La intención expresiva re
side en uno y otro gesto, en la decisión de escribir y en la voluntad
de soledad. Al romper con los otros, Rousseau cree que les da a en
tender que su alma no está hecha para los placeres comunes. El ges
to de la separación dice tanto como el propio texto (de ahi la nece
sidad oí la que nos encontramos de tener en cuenta, en la misma
medida, el pensamiento de Rousseau y su biografía).
El acto de escribir apunta a un resultado que no puede ser escri
to, a un objetivo que está fuera de la literatura. Sus lectores se
equivocan cuando pretenden iniciar con él un debate de ideas. Sus
críticos yerran cuando discuten sus cualidades de escritor. No se tra
ta de esto; se trata de ser reconocido como un «alma bella», se trata
de provocar la efusión de una acogida que no le habían concedido
cuando se presentó en persona. Se habría abstenido de escribir, e
incluso de hablar, si esta acogida hubiese sido posible a la primera
impresión.
157
El reg reso
11 El regreso del marido de Fanchon está en el tono y la tradición del idilio pasto
ril. Es la repetición del regreso de Colin, que constituía el propio tema del Adivino
de la Aldea. Pero no es imposible que Rousseau haya soñado con otro regreso, el de
su padre Isaac Rousseau, alejado de su mujer desde hacía mucho tiempo por ser el
relojero del palacio de Constantinopla. «Yo fui el triste fruto de ese regreso», añade
Rousseau.
158
Solitarios) va a hacer todavía más trágica la separación y más con
movedor el regreso. El primer encuentro de Émile y de Sophic es
significativo: perdidos en el campo y sorprendidos por la lluvia,
Émile y su preceptor piden hospitalidad en una casa desconocida.
Son generosamente acogidos por una familia modelo... El sueño de
la acogida se expresa aqui en su forma más inocente y más adoles
cente: la hospitalidad ofrecida, el caluroso asilo en el que uno se re
cupera de sus fatigas, en el que se recibe una comida sencilla y
sabrosa, y en el que se encuentra, repentinamente, la mirada de la
muchacha pura que espera a Telémaco. La felicidad reside en este
rústico retiro, que ofrece la promesa de una larga existencia, frugal
pero sabrosa, tranquila pero apasionada. Comienza una nueva eta
pa de la vida: Émile nace al amor. Alrededor de este retiro irradian
los paseos en pareja (o con un tercero). Pero enseguida se producen
cortas peleas que ofrecen el pretexto para «dulces reconciliaciones».
Después sobreviene una separación más grave: el preceptor quiere
que Émile conozca el mundo y las instituciones políticas de diversos
países. Viajarán, pero dejarán a Sophie en su campiña natal. Asisti
mos a una separación entre lágrimas. (El preceptor encuentra un
secreto placer en las lágrimas que hace derramar: pero no hemos te
nido que esperar al quinto libro del Emilio para descubrir el sadis
mo del preceptor.) La separación se acabará y asistiremos al «deli
rio» de un regreso. La edad de oro «parece renacer ya en tomo a la
habitación de Sophie»12. Pues regresar es, verdaderamente, re
patriarse en un origen profundo. He aquí a los jóvenes casados,
¿pero se ha estabilizado su felicidad? No. Si se permite a Jean-
Jacques que imagine su vida conyugal, no termina nunca con las se
paraciones y los regresos. Instalados en Paris, Émile y Sophie
sufren la influencia corruptora de la gran ciudad; se vuelven extra
ños el uno para el otro. «Ya no eramos uno»13. Sophie es infiel.
Émile se aleja; muere a su pasado, bebe «el agua del olvido»14. Va a
renacer a si mismo en la soledad. Es, una vez más, un regreso, pero
un regreso a si mismo; el pasado, el porvenir, y los demás ya no
existen:
159
existencia que una sucesión de m omentos presentes, en la que el
primero de los cuales es siempre aquel que está en a c to '5.
Desde luego, este proyecto fue uno de los que m edité por más
tiempo y con la mayor complacencia. Sin em bargo, al final tuve
que reconocer, a pesar m ió, que no era bueno. Sólo pensaba en la
unión con las personas sin pensar en los intermediarios que nos
habrían m antenido aleja d o s...17.
Era el dom ingo de Ramos del año 1728. C orro para seguirla,
la veo, le doy alcance, le hablo... Debo acordarm e del lugar; des
pués lo he em papado a m enudo con mis lágrimas y cubierto con
mis besos. ¡Ojalá pudiese rodear este dichoso lugar con una ba-
160
laustrada de oro y hacer que la tierra entera le tributase venera
ción! Cualquiera que guste de honrar los m onum entos en honor
de la salvación de los hombres no debería acercarse a éste más que
de rodillas.
E ra un callejón que había detrás de su casa, entre un arroyo
que la separaba del jardín, a m ano derecha, y el m uro del patio a
la izquierda, que conducía por una puerta falsa a la iglesia de los
franciscanos. Cuando se disponía a entrar por esa puerta, Mme. de
W arens se volvió al oir mi voz. ¡Qué se produjo en mí cuando la
vi! Me había imaginado a una vieja devota muy m alhum orada...
Vi un rostro lleno de gracias, unos bellos ojos azules llenos de dul
zura, un color resplandeciente, y el contorno de un pecho encan
tador. N ada escapó a la rápida mirada del joven prosélito, pues
inmediatam ente me convertí en el suyo, convencido de que una
religión predicada por tales misioneros n o podía dejar de llevar al
paraíso. Ella, sonriendo, tom a la carta que con m ano tem blorosa
le presento, la abre, echa un vistazo a la de M. de Pontverre, vuel
ve a la m ía que lee por com pleto, y que hubiese vuelto a leer, si su
criado no le hubiese avisado de que era hora de entrar. «¡Y bien!,
hijo mió —me dijo en un tono que hizo que me estremeciese— re
corréis la región siendo aún muy joven; en verdad que es una
pena.» Después, sin esperar a mi respuesta, añadió: «Id a esperar
me a mi casa, decid que se os dé de com er: después de la misa iré
a hablar con vos»18.
161
nido de su voz, me arro jo a sus pies, y entre arrebatos de la m ás
viva alegría elevo su m ano a mis labios20.
20 Op. cit., 103. Sobre el parecido del regreso de Jean-Jacques con el de Saint-
Preux, véase unas lineas más adelante: «Vi cómo llevaban mi hatillo a la habitación
que me habla sido destinada, aproximadamente como Saint-Preux vio cómo encerra
ban su silla en la cochera de la casa de Mme. de Wolmar».
Confessions, lib. V, O. C., I, 191.
22 Réveries, décimo Pasco, O. C., 1, 1098-1099.
25 Confessions. lib. III, O. C.f I, 10¡6.
24 Réveries, décimo Paseo, O. C., I, 1098.
25 Confessions, libs. III-IV, O. C., I, 130-132. Observemos que la abrupta censu
ra entre el libro III y el libro IV marca la decepción del regreso frustrado.
162
¡Y el último regreso! Tras la larga consunción hipocondriaca,
tras Mme. de Larnage, tras Montpellier, Jean-Jacques vuelve a Les
Charmettes completamente poseído por el entusiasmo, por la virtud.
Ha tomado algunas resoluciones. En lo sucesivo, sabrá dominar sus
impulsos de partida y de huida. Ha cambiado de vida. Una vez más,
la idea de regreso se pone en relación con la idea de un nuevo naci
miento, y Jean-Jacques viene a renacer junto a mamá: «En cuanto
hube tomado mi resolución, me convertí en un hombre nuevo, o
mejor aún, me convertí en el que era antes». Regreso a si mismo,
regreso a mamá, «regreso al bien». Pero, ¡ay!, esta vez la fiesta del
regreso no tendrá lugar:
Quería experimentar en todo su encanto el placer de volver a
verla. Prefería esperar un poco para que se añadiese a aquél de ser
esperado. Esta precaución siempre me habla dado buen resultado.
Siempre había visto señalar mi llegada con una especie de fiesteci-
ta: no esperaba menos esta vez y valia la pena procurarse estas
complacencias a las que tan sensible era26.
El lugar está ocupado por el oficial de peluquero Vintzenried.
En vez del deslumbramiento del regreso, el mundo se oscurece. Y en
un pasaje exactamente paralelo a aquel que evocaba el campo de
Bossey que se había vuelto desierto y sombrío, Jean-Jacques se des
pide de la felicidad de su juventud, igual que se había despedido de
la felicidad de su infancia:
Habrían tenido que conocer mi corazón, sus sentimientos más
constantes y más auténticos, sobre todo los que en ese momento
me hacian volver a su lado. ¡Qué conmoción tan rápida y comple
ta en todo mi ser! Pónganse en mi lugar para estimarlo. En un mo
mento vi cómo se desvanecía para siempre todo el futuro de felici
dad que me había imaginado. Desaparecieron completamente las
dulces ideas que con tanto afecto acariciaba; y yo, que desde mi
infancia no sabría concebir mí existencia más que junto a la suya,
me vi solo por vez primera. Fue un momento espantoso, y los que
le siguieron siempre fueron sombríos. Aún era joven, pero ese
dulce sentimiento de goce y de esperanza que vivifica la juventud
me abandonó para siempre. A partir de entonces mi ser sensible
estuvo muerto a medias. Ya no vi ante mi sino los tristes restos de
una vida insípida, y si en algunas ocasiones mis deseos fueron
conmovidos aún por una imagen de felicidad, esa felicidad ya no
era la que me era propia, sentía que alcanzándola no seria verda
deramente feliz27.
163
Un regreso feliz determinó su destino; ahora, un regreso fraca
sado determina definitivamente la privación de felicidad. (Conceda
mos la importancia que se merece a una tendencia que Rousseau
manifiesta a lo largo del relato de las Confesiones: la necesidad de
asignar a ciertos acontecimientos un valor fatal que señala el co
mienzo de una desgracia y de un embrujamiento catastrófico. Aquí
empieza es una fórmula que encontramos cada vez más a menudo;
cada vez que aparece hace referencia a una entrada solemne en el
reino de la desgracia, como si, mientras tanto, Jean-Jacques hubiese
tenido tiempo de olvidar un maleficio precedente.) Por supuesto, en
las relaciones entre Jean-Jacques y Mme. de Warens el deseo de re
greso sólo adquiere tal importancia, porque existe, al mismo tiem
po, una intensa voluntad de alejamiento y de separación. A Rous
seau le asusta una intimidad demasiado grande. Quiere la presencia
de una semiausencia. Quiere la separación para tener la alegría del
regreso. Cuanto más larga sea la separación, más dulce será la re
conciliación. Tras haber sido suplantado por Vintzenried, Jean-Jac
ques intenta regresar una vez más con el corazón lleno de perdón y
de amor, lleno sobre todo de reproches hacia si mismo:
2* Op. t i l ., 270.
164
junto a mamá: la ternura de una «fiestecita». Las cosas no cin
piezan demasiado mal, pero en seguida descubre de nuevo que su
«lugar está ocupado». AI igual que el peluquero Vintzenried en la
cama de Mme. de Warens, «el polichinela Voltaire» está instalado
en Ginebra. Otro le ha robado su fiesta. Son éstas las propias pa
labras que Rousseau emplea para quejarse: «Si J.-J. no fuese de Gi
nebra, a Voltaire le hubiesen festejado menos allí»29. Lo dirá direc
tamente a Voltaire: «No os quiero, Señor, me habéis ocasionado los
males que podian serme más dolorosos, a mi, vuestro discípulo y
vuestro ferviente admirador. Habéis perdido a Ginebra como re
compensa por el asilo que alli se os ha dado. Habéis alejado de mi a
mis conciudadanos como recompensa por los aplausos que yo os he
prodigado entre ellos: Sois vos quien hacéis que me resulte inso
portable la estancia en mi pais; sois vos quien me haréis morir en
tierra extraña, privado de todos los consuelos de los moribundos, y
por todo honor, arrojado en un basurero»30. ¡El regreso o la muer
te! Pero a falta del regreso y en lugar de la muerte existe la literatu
ra. El exilio es favorable al libro. «Tomé la decisión de escribir y de
esconderme.» La Carta a D'Alembert y las Cartas de la Montaña
son regresos (tiernos o fulgurantes) a la ciudad natal. Y Jean-Jac
ques se convencerá de que la distancia es la condición misma de la
acción política más eficaz: «Cuando se quiere consagrar libros al
verdadero bien de la patria, no hay que realizarlos en su seno»31.
Lo mismo ocurre entre Jean-Jacques y sus amigos: a partir del
momento en que se produce el más mínimo malentendido se replie
ga sobre si mismo y se aleja. Más aún, trabaja activamente para ha
cer más grave el malentendido; acumula las quejas dirigidas al ami
go culpable. Jean-Jacques quiere saberse querido, y para obtener
esta certeza, para obligar al amigo a descubrirle su corazón con la
ardiente efusión del regreso, multiplica las desengañadas nega
ciones. ¡No!, ya no me queréis, ya no me comprendéis, os habéis
convertido en un extraño para mí. Espera impacientemente que le
tranquilicen, que le regañen e incluso le castiguen por haber duda
do. Jean-Jacques está dispuesto a pedir perdón. Experimentará una
alegría llena de humillación parecida al placer que experimentó la
primera vez con ocasión de la azotaina propinada por Mlle. Lam-
bercier. «Estar de rodillas ante una amante exigente, obedecer sus
165
órdenes y tener que pedirle perdón eran para mi goces muy
dulces»32. Éste es el trato que Jean-Jacques pide expresamente a
Mme. de Epinay:
Tiene usted demasiados miramientos conmigo y me trata con
dem asiada delicadeza. A m enudo, tengo necesidad de que me ri
ñan más de lo que usted lo hace; me gusta mucho el to n o de repri
m enda cuando lo merezco; creo que seria persona capaz de consi
derarlo a veces como una especie de mimo amistoso.
166
deseaba escuchar, es la certeza que necesitaba. Le embarga una tier
na felicidad que transforma el duelo en una deleitación narcisista:
167
P ronto me invade un violento rem ordim iento; me indigno
conmigo mismo; por fin, en un arrebato del que aún me acuerdo
con placer, me arrojo a su cuello y le abrazo con fuerza; sofocado
por los sollozos e inundado por las lágrimas, exclamó con voz
entrecortada: No, no, David Hume no es un traidor; si no fuese el
m ejor de los hombres seria el más perverso...39.
168
tan dispuestos a apartarse, a mirar a otra parte, y a decepcionar la
exigencia absoluta de Jean-Jacques: «Lo que más me indigna es que
se resarcen de mi ausencia con el primero que llega»42. Los otros
siempre interpretan mal: ven a un hombre que se encierra en la des
confianza, a un misántropo sumido en la amargura; no perciben
(o al menos no siempre) el chantaje de un corazón que quiere obte
ner la «certeza de ser amado». No se borra ningún malentendido: se
habrán acumulado los obstáculos, las sospechas y las palabras crue
les; sólo queda la ruptura, y en vez de que la distancia se desvanezca
al hacerse excesiva, asistimos a un alejamiento irremisible. Los
otros desconfían de este loco. Se encierra en una separación y en
una soledad irreparables. Y hasta encuentra en ellos una especie de
quietud, en la que se siente liberado de la preocupación por el por
venir: su destino está «determinado irremisiblemente», ha renun
ciado «al error de contar con un cambio de opinión, incluso en otra
época...»43.
En la obra de Rousseau no nos faltan ejemplos en los que el
tema del regreso se pone en conexión con el mito de la opacidad y
de la transparencia. Alejarse es querer y soportar la noche, la opaci
dad. Después, la alegría del regreso restablece milagrosamente una
nueva transparencia. Releamos en el segundo libro del Emilio el epi
sodio del niño que rompe los cristales de la ventana de su habi
tación. Prestemos atención al valor simbólico del cristal, y al no
menos simbólico significado del castigo por medio de la oscuridad.
Está claro que Rousseau participa en la aventura; posiblemente has
ta se identifique con el niño castigado, para vivir con él la alegría
del regreso a la luz:
169
conservar, y se va. Por últim o, después de que el niño haya per
manecido allí varias horas, el tiem po suficiente com o para ab u
rrirse y recordarlo, alguien le sugerirá que os proponga un acuer
do por medio del cual le devolveríais la libertad y ya no rom pería
más cristales; no deseará o tra cosa. H ará que os nieguen que va
yáis a verlo; iréis; os hará su proposición y la aceptaréis al m o
mento diciéndole: está muy bien pensado, con ello ganaremos los
dos, ¡qué pena que no hayáis tenido antes esta buena idea! Y des
pués, sin pedirle ni una declaración formal ni una confirmación
de su promesa, le abrazaréis con alegría y le conduciréis de inme
diato a su habitación44.
« S in p o d e r p r o f e r ir u n a s o l a p a l a b r a » 45
170
que la palabra aún no ha tenido lugar. El regreso ideal borra los
malentendidos; borra incluso las «explicaciones» que se han acumu
lado en el lenguaje escrito; es un nuevo nacimiento, una «regenera
ción», un nuevo comienzo, un despertar. En la pluma de Rousseau
el lenguaje negaba el mundo de los otros; yo no soy como vosotros,
no reconozco vuestros valores. Pero el momento del regreso niega
este lenguaje negador; la ausencia y el exilio en la literatura se con
vierten en una presencia muda, en la que Jean-Jacques se ofrece tal
cual es, tal como se ha construido por la ausencia y la literatura.
Toda palabra queda abolida; entonces subsiste en estado puro lo
que el lenguaje quería probar: la inocencia, la verdad y la unidad de
Jean-Jacques. A través del discurso se ha hecho de tal modo que
pueda ser reconocido fuera de todo discurso, en un «arrebato» en el
que el sentimiento se basta plenamente a si mismo.
El ponerse de rodillas, el abrazo y los sollozos lo revelan todo
sin el auxilio de ninguna palabra. No es que la palabra no intevenga
nunca, sino que no interviene más que por añadidura, sin tener la
función de poner en claro lo que ha hecho interrupción fuera del
lenguaje. Todo está dicho por la emoción misma, y la palabra no es
más que el aventurado eco de la emoción. De ahi el carácter excla
mativo, no sintáctico y falto de coordinación de esta palabra agita
da que ya no tiene que organizarse en forma de discurso, porque ya
no desempeña el papel de intermediario y ya no es el medio indis
pensable de la comunicación. (Recuérdese en la tercera carta a Ma-
lesherbes «la maravillosa embriaguez» en la que Jean-Jacques no
puede más que exclamar: «¡Oh gran Ser!» Recuérdese también la
oración de la pobre anciana que no sabia decir otra cosa que:
¡Oh!46.)
Presenciamos un ciclón afectivo: estremecimientos, gritos, tem
blores, sofocos, palpitaciones, etc. Todos estos acontecimientos fi
siológicos que Rousseau siente de ordinario como obstáculos para
la expresión adecuada, puede aceptarlos ahora y entregarse a ellos
como a un modo de expresión ideal. En «el estado ordinario» el
desorden emotivo es una molestia que paraliza a Rousseau e inhibe
su pensamiento. «El sentimiento viene a embargar el alma más ve
loz que el rayo, pero en vez de iluminarse, me abrasa y me deslum
bra. Siento todo y no veo nada. Me arrebata pero me deja estúpi
do...»47. Ahora bien, en el instante ideal del regreso la conmoción
física de la emoción lleva consigo un significado suficiente, literal
171
mente desborda de significado. Convertido en escritor para com
pensar ante los otros la impresión de estupidez de la que es respon
sable su emotividad, Jean-Jacques no para hasta crear situaciones
en las que la emoción expresiva suprime la necesidad de escribir y
de hablar: entonces, está reconciliado con su cuerpo y puede venir a
ofrecerse en persona.
En estos momentos privilegiados, el sentimiento inmediato es
expresión inmediatamente. Estar emocionados y manifestar la emo
ción no son sino la misma cosa. Asi pues, ya no es necesario enaje
nar el sentimiento en una palabra que le traicionará. Todo a nivel
del cuerpo, pero el cuerpo ha dejado de ser un obstáculo, ya no es
una opacidad interpuesta: por su movimiento, su estremecimiento y
su placer es significación de parte a parte. La tormenta emotiva es
simultáneamente pasión y acción: la expansión y el desahogo se pro
ducen; el mundo se abre para acogerme y hago que los corazones se
abran. El mundo era estrecho cuando había que recurrir a la me
diación de la palabra; ahora que el lenguaje no es más que uno con
el cuerpo y la emoción, el universo despliega todo el espacio exigido
por el «corazón» y vuelve a ser posible la unidad. Quizás haya sido
la palabra lo que haya preparado la reconciliación, pero, en si mis
ma, la reconciliación es muda.
A la nefasta emoción que perturbaba el mundo y cerraba todas
las vias de comunicación se opone una magia emotiva que libera el
espacio. Esta magia (como ha señalado Sartre en el Esbozo de una
teoría de las emociones) es un modo de vivir el mundo a través del
cuerpo, que es la «vivencia inmediata de la conciencia»4®. Así pues,
la emoción no es solamente la expresión más inmediata del yo,
sino también la forma más inmediata de la acción sobre el mun
do exterior: su eficacia consiste en transformar el mundo sin salir
del cuerpo y sin aplicar ninguna actividad instrumental sobre el
mundo.
Voluntad de regresar a una expresión que se encuentra antes de
la palabra discursiva, retorno al cuerpo: los psicólogos hablarán de
narcisismo, de conversión histérica, de regresión... Y por añadidura
subrayarán el papel que juega la enfermedad en el sistema expresivo
de Jean-Jacques. No es posible determinar si la enfermedad de veji
ga es orgánica o funcional (psicosomática, diríamos hoy) respecti
vamente, todas las hipótesis son equivalentes. Lo cierto es que a la
enfermedad se le confieren significaciones inmediatas. En Jean-48
172
Jacques la enfermedad tiene siempre una función expresiva. No es
sólo la ocasión o el pretexto de ciertos sentimientos, sino que se ma
nifiesta como sentimiento: es rechazo, reproche, autocastigo, aleja
miento. Siempre dice alguna cosa más o menos confusamente.
Cuando Jean-Jacques cree tener un «pólipo en el corazón» y deja a
Mme. de Warens para someterse a tratamiento en Montpellíer, sin
duda se está castigando (como supone René Laforgue)49 por haber
reclamado la herencia de los trajes de Claude Anet, que desempeña
ba el papel del padre en el triángulo amoroso. En este caso lo que
está claro es que, en vez de exteriorizarse por «medio» del lenguaje,
el conflicto se expresa a nivel visceral. El malestar que describe
Rousseau es un comportamiento somático en el que manifiesta de
seos y voluntades que no pueden o no quieren convertirse en acción
objetiva y en pensamiento explícito. Los problemas que la concien
cia se niega a objetivar completamente se «convierten» en trastor
nos orgánicos y hablan a través del síntoma mórbido. El sentido de
la situación vivida se mantiene entonces inherente al cuerpo y se
convierte en pasividad sufriente. Al refugiarse en la enfermedad,
Jean-Jacques regresa al modo de expresión más inmediato. (¿Pero,
se ha observado que a partir de las Confesiones la correspondencia
de Rousseau incluye menos quejas sobre su salud, y sobre todo, uti
liza con menos frecuencia la enfermedad como argumento senti
mental? Es posible que el hecho mismo de la confesión haya tenido
un efecto liberador. Es posible igualmente que la obsesión de perse
cución movilice enteramente la actividad hipocondriaca que se ha
bía orientado en dirección al cuerpo.)
El p o d e r d e l o s s ig n o s
174
a signos sensibles. En una palabra, los hombres tienen necesidad de
un lenguaje convencional porque el pensamiento no puede comuni
carse inmediatamente: para nosotros los «signos de institución» se
rán un mal menor. Hay que hablar, hay que escribir y hay que pa
sar por la mediación del oido y de la vista. Esta teoría del lenguaje
se encuentra en un número bastante grande de contemporáneos de
Rousseau, que la han tomado de Locke. En efecto, en el último ca
pitulo del Ensayo sobre el entendimiento humano se dice:
175
Ese maravilloso escritor que es Rousseau denuncia sin cesar el
arte de escribir. Pues sin dejar de reconocer que el «poder humano
actúa a través de medios», es desgraciado en el mundo de los me
dios. Entre ellos se siente perdido. Si persevera en su voluntad de
escribir es para provocar el momento en el que la pluma le caerá de
las manos y en el que lo esencial se dirá en el abrazo mudo de la re
conciliación y del regreso. A falta de reconciliación con los pérfidos
amigos, escribir sólo tendrá sentido para denunciar el sin sentido de
todo intento de comunicación; el hombre que escribe las Ensoñacio
nes podría no parar de escribir ya (sólo la muerte le detiene), pues
en lo sucesivo escribir aporta la prueba absoluta de la ausencia de
comunicación. Para quién ya no tiene nada más que transmitir, la
palabra ya no es un exilio. En efecto, cuando ya no hay nadie hacia
quien volverse, cuando ya no se espera la reconciliación, ya no hay
lugar, igualmente, para el sentimiento de la separación. El exilio
mismo ya no lleva el nombre de exilio; es el único lugar habitable.
La palabra puede continuar tranquilamente, interminablemente; se
ha liberado de la maldición que hacia de ella un intermediario, un
medio, un instrumento mediador. Dicho con más exactitud, la me
diación de la escritura interviene, pero solamente en el interior del
yo. Ella representa a Jean-Jacques ante Jean-Jacques y le permite
gozar de una repetición de presencia: la lectura de mis ensoña
ciones, dice, «me recordará la dulzura de que disfruto al escribirlas,
y de este modo, haciendo renacer para mi el tiempo pasado, dobla
rá, por asi decirlo, mi existencia. A pesar de los hombres, podré go
zar todavía el encanto de la sociedad, y viviré decrépito conmigo en
otra época, igual que viviría con un amigo menos viejo»55. Para
Jean-Jacques, el acto de escribir sólo llega a ser feliz a partir del
momento en el que ya no tiene destinatario exterior.
Lo que llevó a Jean-Jacques a escribir es (ya lo hemos visto) la
necesidad de superar la turbación de la timidez, la necesidad de pro
bar de otro modo su valor. Escribe para afirmar que vale más de lo
que escribe. Que no se le tome al pie de la letra, que no se le apri
sione en sus palabras. Lo que cuenta es la intención que es indepen
diente de cualquier palabra, es la «disposición anímica»56 en la que
se encuentra el lector después de la lectura, disposición que es el eco
176
de aquella que sentía el autor antes del acto de escribir. Asi pues.
Rousseau no toma la pluma más que para remitir al lector al senti
miento que precede idealmente al momento de la escritura o que se
desprende del texto escrito. Qué reveladora es la carta que escribe
a Mme. de Verdelin, en la que suplica que no tenga en cuenta lo que
le dijo en una carta precedente:
177
parece bien. Es preciso que no se le tenga por responsable de las
enloquecidas palabras que ha escrito en «el delirio del dolor»59. Que
se le juzgue por lo que es, y no por lo que escribe. Pide continua
mente en sus cartas: Juzgadme, estimadme. Pero en cuanto se siente
alcanzado por un juicio (aunque éste sea favorable), le parece que se
produce una confusión, que se le toma por otro, que se le desfigura,
que se le ha juzgado en rebeldía, sin interrogarle a él mismo. Debe
rá restablecer la verdad indefinidamente, reconstruir la imagen
exacta, declararse diferente a las palabras que se le han escapado,
contestar la validez de las piezas de las que él mismo ha provisto a
sus jueces. En definitiva, reclama el privilegio de no tener que ha
blar para ser comprendido y aceptado. Pero no puede reclamar este
privilegio más que escribiendo y hablando: tiene necesidad de la me
diación del lenguaje para decir que no acepta esta mediación.
En tanto que no se produzca la felicidad silenciosa de lo inme
diato, sólo se puede deplorar la ausencia de lo inmediato, por me
dio de una palabra que desea la muerte de la palabra. Por intenso
que sea el deseo de comunicación inmediata, hay que tener pacien
cia, de buen grado o a la fuerza, y aceptar los medios humanos del
discurso. La inmensa obra de Rousseau aparece como el testimonio
de esta apasionada paciencia. «Alma de fortisima paciencia», star-
kausdauernde Seele, dirá Hólderlin al hablar de Rousseau60.
Paciencia nostálgica, y que no pierde ocasión para expresar su
nostalgia. En todo lo que Rousseau escribe a propósito del lenguaje
se encuentra una compensación muy clara de las condiciones que
hacen inevitable el recurso a los signos convencionales, y encontra
mos en ello, al mismo tiempo, una nostalgia, muy interna, de las
modalidades más directas de la comunicación.
Proyecto concerniente a unos nuevos signos para la música,
174261. Ésta es la primera aparición de Rousseau en la escena públi
ca. Y es un fracaso, que será compensado ocho años más tarde con
el premio de la Academia de Dijon. ¡Pero qué significativa es ya
esta forma que propone Jean-Jacques para simplificar la notación
musical! Declara la guerra a los signos convencionales62: hay dema
siados, y son obstáculos interpuestos inútilmente entre la idea musi
cal y el ojo que descifra una melodía:
178
Esta cantidad de lineas, de claves, de transportes, de sosteni
dos, de bemoles, de becuadros, de compases simples y compues
tos, de redondas, de blancas, de negras, de corcheas, de semicor
cheas, de Tusas, silencios de blancas, de negras, de corcheas, de
semicorcheas, de fusas, etc., dan una multitud de signos y de
combinaciones, de donde resultan dos inconvenientes principales,
uno, el de ocupar un espacio demasiado grande, otro, el de sobre
cargar la memoria de los alumnos, de manera que estando forma
do el oído y habiendo adquirido los órganos toda la facilidad ne
cesaria, mucho tiempo antes de que esté en situación de cantar a
libro abierto, se deduce que la dificultad reside por completo en la
observación de las reglas, y no en la ejecución del canto63.
La tradición musical nos impone una «multitud de signos inútil
mente diversificados». Puesto que es inevitable recurrir a signos,
expresémonos al menos del modo más sencillo, y que el «espacio»
que ocupan se limite al minimo indispensable para la lectura del dis
curso musical. Asi pues, Rousseau se propone purificar y simplifi
car un medio de comunicación en el que los elementos, demasiado
numerosos, oponen a nuestra mirada una opacidad desagradable.
¿Qué hacer? ¿Cómo dar más evidencia a nuestros signos sin que su
número aumente?6465. «Eliminar signos, contentarse con un número
muy pequeño de caracteres», todos de una extrema claridad. Ade
más, se puede conseguir que los signos, arbitrarios en el antiguo sis
tema, se vuelvan más semejantes a la propia cosa que designan. Asi,
Rousseau sustituirá la nota dibujada sobre un pentagrama por la
cifra, pues la cifra, que parece más abstracta, está en realidad más
próxima al sonido de un modo natural.
179
aprender de todas formas, y no se verá producirse el milagro instan
táneo que Rousseau habia deseado en Lausana, en casa de M. de
Terytorrens. Pero el trabajo preparatorio será reducido al minimo
estricto según el nuevo «método». Jean-Jacques promete adiestrar a
un músico de primer orden en el espacio de un año, a un músico
que puede burlarse de todas las dificultades y que ya no tiene que
plantearse el problema de los medios. «Un alumno bien adiestrado
con este método» se convierte, con una rapidez sorprendente, en un
maestro «que practica con la misma facilidad todas las claves, que
conoce todos los modos y todas las tonalidades, todos los acordes
que les son propios, toda la secuencia de la modulación, y que
transporta cualquier pieza musical a todas las clases de tonalidades,
con la más perfecta facilidad»67. «A partir de este momento» la ob
servación de las reglas ya no es un obstáculo, y el espíritu puede
abandonarse enteramente al sentimiento y a la «ejecución del
canto».
Emilio crece entre las cosas. Es libre, y el único obstáculo que
encuentra es la necesidad física. El preceptor sólo le impone su vo
luntad disfrazándola de necesidad física, es decir, confiriendo a
cada una de sus decisiones la autoridad muda e inapelable de una
cosa. Mientras aún no está formada la razón de Emilio, su experien
cia nace del contacto directo con el mundo. El preceptor sólo habla
para conducir a Emilio ante las cosas; en suma, sólo habla para de
jar hablar mejor a las cosas:
180
ses y de ríos cuya existencia no es capaz de concebir en otro lugiii
que no sea en el papel en el que se los muestran*9.
181
que rodea el segundo Discurso y el Ensayo sobre el Origen de las
.'enguas, su interés por la lingüística especulativa es estimulado por
una nostalgia que no es de orden cientifíco. En él se percibe, una
vez más, su deseo de combatir el mundo en el que está obligado a
vivir, es decir, el mundo de la mediación y de las operaciones me
diatas, oponerle un mundo en el que las relaciones humanas se esta
blecerían por medios menos numerosos, más directos y más segu
ros. De este modo una necesidad sentimental se transforma en hipó
tesis histórica: hubo un tiempo en el que la comunicación se realiza
ba de forma más instantánea, y menos discursiva, en el que los sig
nos estaban más próximos del propio sentimiento, en la que a lo
mejor los signos eran inútiles porque la emoción y el sentimiento,
por si mismos, eran ya suficientemente legibles sin tener que tradu
cirse en símbolos.
En el estado de naturaleza el hombre vive en lo inmediato; sus
necesidades no encuentran obstáculos y sus deseos no sobrepasan de
los objetos que le son ofrecidos en lo inmediato. Nunca intenta con
seguir lo que no tiene. Y como la palabra no puede nacer más que
cuando existe una carencia que ha de ser compensada, el hombre
natural no habla:
182
conservan y se comunican. Aunque el lenguaje no emprende su
vuelo más que en el momento en el que el hombre se ve obligado u
luchar contra la naturaleza, sin embargo tiene una «causa natural».
Asi pues, existe un comienzo del lenguaje, precedido por una
época de perfecta inmediatez, en la que los contactos eran fugitivos
y en la que hasta el amor era silencioso. Al comienzo hay gestos y
exclamaciones: entonaciones, quejas, «gritos de la naturaleza», vo
ces arrancadas por las pasiones74*.
Inicialmente la palabra aún no es el signo convencional del senti
miento, es el propio sentimiento, transmite la pasión sin transcri
birla. La palabra no es un parecer distinto del ser al que designa: el
lenguaje original es aquel en el que el sentimiento aparece inme
diatamente tal como es, en el que la esencia del sentimiento y el so
nido proferido no son más que uno. Rousseau no se olvida de men
cionar el Cratilo de Platón, pues su descripción del primer lenguaje
no hace sino retomar, aplicándolo a la pasión y al sentimiento, la
hipótesis de las denominaciones naturales y de los «hombres primi
tivos»: «El hombre contiene, por naturaleza, una cierta rectitud»1*.
La lengua primitiva, tal como la imagina Rousseau, poseia un
poder casi infalible y presentaba «a los sentidos, asi como al enten
dimiento, las impresiones casi inevitables de la pasión que intenta
comunicarse»76.
P ersuadiría sin convencer, describiría sin razo n ar77*. S e .
cantaría en vez de hablar, la mayoría de ios radicales, serian soni
dos im itativos, bien del to n o de las pasicones, bien del efecto de
los objetos sensibles: con ella la onom atopeya se haría m anifiesta
continuam ente76.
74 Essai sur VOrigine des Langues, cap. II, O. C. (París, Furne, 183$), III, 498.
71 P latón, Oeuvres completes (Bibliolhéque de la Pltiade, Paris, Gallimard,
1950), I. « 3 (Cratyle, 391 a).
76 Essai sur VOrigine des Langues, cap. IV, O. C. (Parte, Fume, 1835), 111, 499.
77 Ibtdem.
76 Ibld. Cfr. Pierre Burceun, op. cit., 246. Ernsi Cassirer pone en relación la
teoría del lenguaje de Rousseau con la de Vico (Philosophie der symbolischen For
men, Oxford, Bruno Cassirer, 1954, I, 90-95).
183
entonación y las determina como le place79. Mientras que la palabra
viva y con entonación constituye una expresión directa de la perso
nalidad, la lengua escrita exige largos rodeos e interminables pa
ráfrasis para construir artificialmente el equivalente aproximado de
la energía y de la pasión desplegadas en la lengua oral. Problema
que no carece de importancia para aquél, que como Jean-Jacques,
intenta representarse en lo que tiene de único. ¡Cuánto mejor
estaría expresado todo, si se pudiese regresar a la lengua cantarína
de los oringenes y de la melodía inmediatamente significativa! Sólo
que, ¿tenemos la posibilidad de renunciar a los signos convenciona
les para volver a los signos naturales?
Tampoco en este caso se puede retroceder. Hay que tomar la
lengua francesa tal como es, con sus extensiones discursivas y sus
abstracciones. No se puede regresar a esta lengua primitiva que con
sistía por completo «en imágenes, en sentimientos y en representa
ciones»80, ya no es posible dar «a cada palabra el sentido de una
proposición completa»81. Sin embargo, Rousseau intenta que su pa
labra le aproxime a la lengua primitiva ideal; su escritura, ágil y
musical, parece estar a la escucha de la primera lengua. Entre los
medios que podrían restituir la energía de la palabra acentuada, su
giere, en una nota importante a pesar de su brevedad, el perfec
cionamiento de la puntuación82. Lamenta la ausencia del punto vo
cativo y del signo de ironía. Asi pues, no dejará de buscar, en el
plano de la escritura, los equivalentes de los medios más simples
que precedieron a la escritura. Asi en su propio estilo, en la soltura
de sus frases, en sus pausas, en su melodía, Rousseau expresa su
nostalgia de otro lenguaje más inmediato. Su lengua, maravillosa
mente presente, deplora secretamente la ausencia de la lengua pri
mitiva, de su tono patético y de sus continuas imágenes. El «discur
so» literario de Rousseau se desarrolla con una perfecta belleza en
la escritura, pero sus pathos y su tensión interior traicionan la cons
tante añoranza de los signos naturales presentes en la voz misma.
La distinción entre los «signos naturales» y los «signos artifi
184
cíales» (o signos instituidos) es corriente en el siglo xvm. Se la en
cuentra, entre otros, en Condillac y en la Enciclopedia: Los signos
naturales, leemos en la Enciclopedia, son los «sonidos que la natu
raleza ha establecido para los sentimientos de alegría, de temor y
de dolor» (art. Signo). En una acepción ligeramente diferente son
también los gestos, es el «lenguaje de la acción»83, que Condillac
atribuye a la pareja primitiva antes de que haya descubierto la pa
labra articulada... Si Jean-Jacques, el hombre de la naturaleza,
rechaza la servidumbre de los signos convencionales, ¿por qué me
dio se expresará si no por el de los signos naturales? Veremos ahora
cómo se confía a los signos, con la condición de que sean los de la
naturaleza y no los instituidos:
185
nos naturales expresa automáticamente la verdad del yo, antes de
cualquier esfuerzo intencionado de veracidad y de sinceridad. Si este
automatismo fuese todopoderoso, Jean-Jacques se vería libre de la
preocupación por la verdad; podría remitirse a su pasividad y al
simple «mecanismo» de su naturaleza. Pues, si pudiésemos confiar
plenamente en los signos naturales, bastaría con ser para manifestar
la verdad. Entonces, no habría nada que hacer, sino consentir en
ser uno mismo, y el único medio adecuado de desvelar el auténtico
ser seria el de renunciar a todos los medios artificiales, incluido el
de la palabra.
Asi pues, hele aquí construyendo la utopia de una comunicación
mediante signos (entiéndase: signos naturales) que permitirían igno
rar cualquier otro lenguaje. El Emilio y la Disertación sobre la Mú
sica moderna nos ponían en guardia contra el maleficio de los sig
nos. Se trataba entonces de los signos convencionales que, lejos de
ser conductores de significados, son obstáculos interpuestos, inter
ceptores. Muy distintos son los signos en que Rousseau sueña en
confiarse: gestos y movimientos, cuyo sentido se impone infalible
mente por si mismo, sin la ayuda sobreañadida de los signos con
vencionales del lenguaje verbal.
En el Discurso sobre el Origen de Ia Desigualdad, Jean-Jacques
se protege tras la opinión de Isaac Vossius. Satisfecho de haber en
contrado un texto que expresa exactamente su deseo, deja hablar al
latín del docto teórico que deplora la confusión de las lenguas:
186
terna está escondida y es, a menudo, muy complicada... Nadie
puede escribir la vida de un hombre más que él mismo, su modo de
ser interno, su verdadera vida sólo es conocida por él»*1. En el len
guaje de los signos naturales, el efecto aparente y la causa interna
no estarían separados, no se encontraría la ruptura entre lo mani
fiesto y lo oculto, ruptura que es objeto de acusación aquí. Y sin
embargo, Jean-Jacques no ha dejado de sufrir a causa de esta esci
sión entre el ser y el parecer. ¿Acaso no hemos visto que ha tomado
la pluma, porque su timidez en sociedad le impedía mantener la
promesa de su rostro? Escribe para mostrar lo que vale, precisa
mente porque no ha sabido probar su valor por los medios más rá
pidos, es decir, por la presencia real y la palabra viva. Pero escribe
para expresar su resentimiento contra el «medio más lento» de la
escritura, para explicar su nostalgia de la comunicación muda, de la
expresión sin medio de expresión.
Asi cuando Rousseau describe a los habitantes del «mundo en
cantado», al comienzo del primer Diálogo, se abandona deliciosa
mente a su sueño: vivir junto a los otros en una intimidad confiada
y casi silenciosa, en que las almas hablarían mediante signos inequí
vocos que suplantarían a la palabra o que actuarían sin tener en
cuenta a las palabras. Porque «no buscan su felicidad en la aparien
cia, sino en el sentimiento intimo», los «iniciados» no pueden darse
por satisfechos con el lenguaje ordinario, que lleva en si el maleficio
de la apariencia. Los signos son los únicos que podrán transmitir el
sentimiento intimo:
187
que en algunas ocasiones aisladas, en donde con más seguridad se
manifiesta. Pero en situaciones intensas en las que el alma se exal
ta involuntariamente, el iniciado distingue pronto a su hermano
de aquel que, sin serlo, sólo pretende tener aspecto de tal...**.
** Dialogues, I, O. C„ I, 672.
89 Dialogues, II, O. C., I, 862.
90 La Nouvelle Hélotse, V parte, caria III, O. C„ II, 560.
188
renda perfecta y cuya importancia simbólica no es menor que la de
la fiesta de la vendimia. La mañana a la inglesa expresa, en una es
cena de interior, lo que la fiesta de la vendimia expone a cielo abier
to: la confianza absoluta y la comunicación sin obstáculos. En estos
momentos «consagrados al silencio y recogidos por la amistad», la
alegría unánime de tres seres circula de uno a otro a través de los
signos:
189
las apasionadas y de las más dulces ilusiones. Entré en una habita
ción en la que se encontraba: la veo de espaldas; al verla, la ale
gría, el deseo y el amor se pintaban en mi rostro, en mis rasgos y
en mis gestos; no me daba cuenta de que ella me veta en el espejo.
Se vuelve ofendida por mi éxtasis, y me señala el suelo con el de
do; iba a caer de rodillas cuando alguien entró44.
190
el dedo, único gesto de Mme. Basile a su adorador. Según las Con
festones, la calidad infinitamente preciosa de esta escena de aim»
reside en el hecho de que sólo fue un silencio atravesado por signos.
Jean-Jacques expresó su amor sin pronunciar una sola palabra, y
la mujer le respondió con un simple «movimiento con el dedo».
Volvamos a leer el pasaje de las Confesiones en el que se nos cuenta
la apasionada entrevista: se verá que este «movimiento con el dedo»
es el elemento central alrededor del cual se compone y se cristaliza
toda la escena:
191
vestido... Una p equ eñ a señal con el d ed o y una ligera expresión
de su mano en mis labios son los únicos favores que recibí, para
siempre, de Mme. Basile, y el recuerdo de estos favores tan delica
dos aún me embelesa cuando pienso en ellos98.
98 Op . CU., 76-77.
99 Hólderlin, SttmiUche Werke (Stuttgart, Kohlhammer, 19S3), t. II, 13.
192
para una interpretación del signo; una /nterpretación es una ínter
posición, un acto mediador. El ideal de lo inmediato exige que el
sentido del signo sea exactamente idéntico en el objeto mismo y en
mi percepción del signo; el sentido se impondrá irresistiblemente, y
yo lo acogeré pasivamente. He aqui lo que desea Rousseau: que el
signo sea solamente sentido y no que tenga que ser leido (si no, na
da le distinguirla de la lengua convencional que requiere la fatiga de
la lectura). Pero esto equivale a reducir la actividad del alma sólo al
sentimiento que responde al signo; el alma no tendrá nada que ha
cer —según Rousseau— en la elaboración del sentido mismo del sig
nificado. No tendrá más que dejarse iluminar. Entonces la eviden
cia del signo es tan grande que hace que cualquier interposición sea
inútil. La evidencia se da gratuitamente. Ahora bien, parece que, en
la realidad, las cosas suceden según el deseo de Rousseau. Aún re
nunciando a los signos convencionales para volver a los signos natu
rales, aún renunciando a disociar el simbolo significante y las cosas
significadas, nos vemos forzados a reconocer que la percepción del
sentido dei signo presupone una actividad de la conciencia. Dejando
a un lado cualquier posición idealista, hay que decir que el sentido
no se da más que a una conciencia que espera (o apunta) la apari
ción del signo y que solicita significados a su alrededor. Esta solici
tud es ya espontánea y originalmente una interpretación; implica la
elección previa de un sentido general del mundo, de cuyo fondo se
desprenderán los significados particulares. En otros términos, la mi
rada que se dirige al exterior despierta alli signos que sólo están
destinados a él, y que le anuncian su mundo: ciertamente, no la pu
ra y simple proyección de la «realidad interior» del espectador, sino
el mundo al que él ha elegido hacer frente, el adversario-cómplice
que ¿I se asigna.
Ahora bien, Rousseau se niega a admitir que el significado de
pende de ¿1 y que en gran medida es obra suya, que éste pertenezca
por completo a la cosa percibida. No reconoce su pregunta en la
respuesta que el mundo le devuelve. De este modo, se desposee de la
parte de libertad que existe en cada una de nuestras percepciones.
Habiendo hecho una elección entre ios sentidos posibles que le
anuncia el objeto exterior, atribuye esta elección al objeto mismo, y
ve en el signo una intención perentoria e inequívoca. Llega a atri
buir a la cosa una voluntad decisiva, siendo asi que la decisión está
en su propia mirada. Rousseau interpreta instantáneamente al
entrar en contacto con el mundo, pero no quiere saber qué ha in
terpretado.
Rousseau soñaba con una comunicación por signos, pero los sig
nos van a volverse contra él. Le anuncian una adversidad inape-
193
lable, le aportan la evidencia de la malevolencia y de la hostilidad
universales. Con toda seguridad, ¿1 interpreta las apariencias, pero
la mayor parte del tiempo, no sabe o no quiere saber que la adversi
dad se encuentra ya en la mirada que dirige a los seres y a las cosas.
El delirio de interpretación de Rousseau, no es más que el derrum
bamiento paródico de su esperanza en una lengua secreta gracias a
la cual los corazones se abrirían y se mostrarían sin ambigüedades.
Habia deseado un modo de combinación que estuviese al abrigo de
la traición de las palabras, en el que cada índice no tuviese que ser
interpretado sino que aportase instantáneamente la certeza infalible
del corazón del otro, «al nivel de su fuente»; en una palabra, habia
deseado un lenguaje más inmediato que el lenguaje, en el que los se
res revelasen su alma con su sola presencia. Hele aquí ahora rodea
do de signos perentorios que hablan más persuasivamente que cual
quier lenguaje y cualquier razón discursiva, pero que le anuncian la
opacidad de los corazones, la oscuridad de las almas y la imposibili
dad de la comunicación. La magia del signo se ha convertido en una
magia nefasta que impone la presencia definitiva de la oscuridad y
del velo. La inversión cualitativa es absoluta: en vez de poseer un
poder instantáneo de iluminación, el signo ejerce un poder instantá
neo de oscurecimiento. Vemos intervenir aquí una ley del «todo o
nada». No hay punto medio entre la transparencia y la opacidad,
no hay término medio entre el trato intimo y el mundo de la perse
cución. «En cuestión de felicidad y de goce, me era preciso o todo o
nada» l0°. Y Jean-Jacques parece querer activamente la nada cuando
no ha obtenido el todo. Esta es la razón de que el más ligero empa-
ñamiento, el más pequeño vapor se conviertan inmediatamente en el
equivalente de la total opacidad. Cualquier obstáculo a la comuni
cación ideal mediante signos constituye el signo incontestable de
una malévola hostilidad. Asi por el mismo exceso de su deseo de
transparencia, la mirada de Jean-Jacques se expone a sufrir una
opacidad omnipresente.
El signo negativo, inicio de hostilidad, no reside solamente en
los rostros, sino también en las cosas. Entre el signo expresivo (que
es un comportamiento humano) y el signo predictivo o sintomático
(que emana misteriosamente de los objetos inanimados) no existe
diferencia esencial, pasamos de uno a otro mediante un desliza
miento casi insensible. Basta con que la mirada interrogue al mundo
con cierta insistencia, e inmediatamente se le descubren las inten
ciones escondidas, y se anuncian los augurios.10
194
En las mayor parte de los casos, Rousseau interpreta los signos
retrospectivamente, a distancia. En las Confesiones, un Rousseau
que pretende ser victima del destino intenta leer en las imágenes de
su pasado las profecías de su desgracia actual. Es solamente enton
ces, al escribir su vida, cuando descubre el valor predictivo de cier
tas circunstancias de su juventud. ¿Vio Jean-Jacques una señal en el
momento en que se levantó el puente levadizo de una de las puertas
de Ginebra? En todo caso, lo está en su memoria:
195
Sin embargo, no carecemos de ejemplos en los que el signo hos
til provoca un sobrecogimiento instantáneo. Aqui interviene una in
terpretación sin distancia. A este respecto, hay que admitir el testi
monio escrito (así pues, elaborado por la memoria, y por tanto:
construido) que nos da Rousseau. Es empresa vana querer confron
tar este testimonio con lo que habría podido ser «la experiencia
real», la cual está definitivamente reorganizada por la reconstruc
ción autobiográfica.
La magia del signo, tal como la describe Rousseau, crea brusca
mente monstruos, a la inversa de lo que ocurre en los cuentos de ha
das en los que las bestias se convierten en principes encantados. El
que un detalle inesperado enturbie la limpidez de la comunicación
esperada, el que una sorpresa no se resuelva de inmediato en trans
parencia: he aqui lo que transforma al interlocutor en un monstruo,
como si el signo ambiguo le hubiese infectado mágicamente y le hu
biese hecho impuro de punta a cabo. La comunicación es absoluta o
no es: el defecto inexplicable que produce una ligera duda o una fu
gaz interrogación destruye totalmente la simpatía, y el alma de
Jean-Jacques se siente paralizada y se retracta, como atraída por la
mirada petrificante de la cabeza de Medusa. Entonces se produce
una conversión del pro en contra, de la comunicativa embriaguez en
la ruptura desconfiada. El pezón tuerto de Zulietta es el ejemplo
perfecto de la magia negativa que convierte en mostruo a un ser que
en el instante anterior era totalmente deseable.
197
Mencionemos también otros momentos exactamente semejantes,
en los que, ante la mirada de Jean-Jacques, los signos del mal abso
luto transforman súbitamente la cara de un amigo. Qué extraña me
tamorfosis desfigura a Du Peyrou, mientras dormita bajo el efecto
de un medicamento:
198
Una extraña demarcación separa una «zona» de conciencia en la
que Rousseau es todavía capaz de reconocer que su imaginación in
terpreta los signos de un modo delirante, y una zona en la que la
angustia, al dejar de ser consciente de su trabajo interpretativo,
acepta la idea delirante como una evidencia plena e indiscutible. Le
amos en las Confesiones el relato del enloquecimiento que se apode
ró de Rousseau con motivo del retraso en la impresión del Emilio;
el análisis tan perspicaz que aplica a su comportamiento nos hace
creer en la inminencia del despertar, ¿no está a punto de conjurar
los maleficios? ¿No va a descubrir que todo lo que le obsesiona es
producto del mismo proceso mental?
,0* Coitfessions, lib. XI, O. C., I, 566. Cfr. Réveries, segundo Pasco: «Siempre
he odiado las tinieblas; me inspiran de modo natural tal horror, que aquéllas con las
que se me rodea después de tantos altos no han hecho que disminuyese» (O. C.. I,
1007).
199
tirse cautivo en el interior de una red de signos concordantes me
diante los cuales se refuerza un «misterio impenetrable». Estos sig
nos serán el punto de partida de una especulación angustiada110y de
una interminable búsqueda con vistas a dilucidar más completamen
te su sentido, que primero es hostilidad muda, acusación disimula
da y condena clandestina. La hostilidad del signo alcanzará su pun
to máximo, cuando manifieste no ya un sentido malévolo, sino el
rechazo de revelar un sentido cualquiera. A los ojos de Rousseau
perseguido, los signos son «claros», pero remiten todos a una últi
ma oscuridad, a una «fuente» irrevocablemente oscura y absurda:
200
su vida. La interpretación forma parte de la percepción misma: per
cibir la realidad e interpretarla como signo de hostilidad son un solo
y mismo acto. De ahi la reacción instantánea de Jean-Jacques ante
la aparición del signo. Seguidamente interviene la larga cavilación
en la que se esforzará por establecer la concordancia que une los sig
nos y que, tras su multiplicidad, revela la existencia de un plan, de
un sistema y de una liga universales. Siempre hay a partir de los sig
nos instantáneos, una larga secuencia de razonamientos mediante
los cuales Rousseau se esfuerza por remontarse hasta una maquina
ción coherente y permanente. Pero la coloración hostil surge desde
el primer momento, desde el instante de la percepción: este dato ini
cial es, a la vez, decisivo e incompleto: el signo revela una inten
ción, pero no esclarece ni sus causas ni sus orígenes. El signo revela
el mal, pero oculta su procedencia.
Por las Ensoñaciones y por los testigos de los últimos años de
Rousseau sabemos que es capaz de pasar, imprevisiblemente, del
humor más sombrío a una alegría casi infantil. En torno a Jean-
Jacques el mundo de la persecución sólo existe intermitentemente,
según las leyes de una extraña alternancia. ¿Pero cómo se produ
ce el brusco paso de un estado a otro? Dejemos que Rousseau lo ex
plique:
Demasiado afectado siempre por los objetos sensibles y, sobre
todo, por aquellos que llevan el sign o del placer o de la pena, de
la bondad o de la aversión, me dejo arrastrar por estas impresio
nes externas sin que a menudo pueda sustraerme a ellas más que
por la huida. Un signo, un g esto , una m irada de un desconocido
bastan para alterar mis placeres o para calmar mis penas: sólo
me poseo cuando estoy solo, fuera de estos casos soy el juguete de
todos aquellos que me rodean"3.
Asi pues, los bruscos transtornos de la afectividad son respues
tas a signos, manifiestan una obediencia inmediata y casi mecánica
al estimulo externo. Bastará con un signo y Jean-Jacques pasa no
solamente de un humor a otro, sino de un mundo a otro. Así, todo
oscila alrededor de un encuentro mudo. El signo ha hablado antes
de que el interlocutor se haya explicado: la palabra y el discurso se
esforzarán en vano por cambiar la convicción de Jean-Jacques, las
protestas no servirán de nada. Al pasar delante de la Escuela Mili
tar, no dirige la palabra a los inválidos, pero se contenta con in
terpretar los signos: el saludo que se le dirige, el ojo con el que se le
mira:
201
Uno de mis paseos favoritos era alrededor de la Escuela Mili
tar y encontraba con gusto, aquí y allá, algunos inválidos que ha
biendo conservado la antigua dignidad militar me saludaban al
pasar. Este saludo, que mi corazón les devolvía multiplicado por
cien, me agradaba y aumentaba el placer que tenia al verles. Co
mo no sé ocultar nada de lo que me conmueve, hablaba a menudo
de los inválidos y del modo en que me afectaba su aspecto. No hi
zo falta más. Al cabo de algún tiempo me di cuenta de que ya no
era un desconocido para ellos, o mejor aún, que lo era mucho
más, puesto que me veian con los mismos ojos con que lo hacia el
público. Ya no hubo más dignidad, ni más saludos. Un tono des
aprobador, una mirada hosca habian sucedido a su primera corte
sía. Como a diferencia de ios otros, la antigua franqueza de su
oficio no les dejaba cubrir su animosidad con una máscara burlo
na y traicionera, me daban muestras del más violento odio con to
da claridad...IIJ.
202
más sugestivamente habla del signo memorativo, o de memorativo,
simplemente. La música actúa como memorativo: Rousseau men
ciona, en el Diccionario de Música, este poder de reminiscencia a
propósito del ranz des vachesUi:
Estos efectos que no se producen en absoluto en los extranje
ros, sólo provienen de la costumbre, de los recuerdos, de mil cir
cunstancias que, recordadas por medio de esta música a aquellos
que la escuchan, y recordándoles su país, sus antiguos placeres, su
juventud y todas sus formas de vida, provocan en ellos un dolor
amargo por haber perdido todo esto. Entonces, la música no ac
túa, precisamente, como música, sino como signo memorativo117.
Así, Jean-Jacques cantará para si mismo «con voz ya completa
mente rota y temblorosa» las melodías que ha aprendido de su tia y
que un semiolvido hace que resulten aún más preciosas. ¿Y qué es
un herbolario sino un memorativo?
Para reconocer bien una planta hay que verla en los campos.
Los herbolarios sirven de m em o ra tivo para aquellas que ya se han
conocido...11819.
Se herboriza inútilmente en un herbolario si no se ha empeza
do por herborizar en la tierra. Esta clase de colecciones sólo deben
servir de m em orativos ...IW.
Ahora bien, el herbolario no es solamente el memorativo de la
planta real. La flor seca es el «signo accidental» que hace que re
aparezcan el paisaje, la jornada, la luz y la feliz soledad del paseo
en el que fue cortada. Es el signo que permite que la felicidad pasa
da vuelva a convertirse en un sentimiento inmediato. Salvando del
olvido este fragmento del pasado, establece con anterioridad al mo
mento presente una perspectiva de transparencia indestructible. En
la página del herbolario, la planta no sólo afirma su tipo sub specie
aeternitatis, sino también la permanente repetición de la hora, del
dia, de la circunstancia en la que Jean-Jacques la encontró. En un
mundo obsesivo es uno de los raros signos que no se transforma in
mediatamente en obstáculo, sino que se convierte en la llave de un
espacio abierto, de un espacio interior en el que revive el espacio
acogedor de la naturaleza:
203
Ya no volveré a ver esos bellos paisajes, esos bosques, esos la
gos, esos bosquedllos, esas rocas, esas montañas cuyo aspecto
siempre ha conmovido mi corazón: pero ahora ya no puedo
correr por esas felices regiones, no tengo más que abrir mi herbo
lario y en seguida él me transporta allí. Los trozos de las plantas
que corté alli bastan para recordarme todo ese magnifico espec
táculo. Este herbolario es para mi un diario de herborizaciones
que hace que las vuelva a empezar con un nuevo encanto y produ
ce el efecto de un instrumento óptico que los pintase de nuevo
ante mis ojos120.
Así pues, se diría que al lado de los signos que hacen de Rous
seau un prisionero, hay otros que le abren posibilidades de evasión.
Para este solitario que ya no escucha las palabras de los hombres, el
universo se oscurece o se aclara mágicamente con el paso de los sig
nos, como un paisaje en el que las nubes forman sombras intermi
tentes. Asi el mundo posee una doble estructura; una red de signos
nefastos y una red de signos benéficos se manifiestan alternativa
mente.
Pero es en la mirada de Jean-Jacques donde pasa la nube. Si hay
dos categorías de signos en el mundo, es porque hay dos actitudes
intepretativas en Rousseau, actitudes que, al aplicarse algunas veces
al mismo ser o al mismo objeto, les atribuyen alternativamente sig
nificados diametralmente opuestos. Sin que nada haya cambiado en
el objeto mismo, se produce una metamorfosis que trastoca su men
saje. Un signo fasto se ha convertido en nefasto por una sombra
que ha pasado por la mirada de Jean-Jacques.
He aqui una ilustración fascinante. Rousseau busca una persona
segura a quien entregar el manuscrito de los Diálogos. Por casua
lidad, recibe la visita de un joven inglés que fue vecino suyo en
Wooton:
204
de Dios sino los negros complots de sus enemigos. Tamo en un caso
como en otro es preciso que el extranjero haya sido conducido poi
una fuerza oculta. Su visita no tiene ningún sentido en si misma: es
signo de otra cosa; anuncia una intención trascendente. Y Rousseau
toma partido por lo peor: «¿Y podia yo ignorar que desde hacía
tiempo nadie se acerca a mi que no me haya sido enviado expresa
mente, y que confiarme a las gentes que me rodean es entregarme a
mis enemigos?»122. Evidencia no menos clara de lo que habia sido
primeramente la misión providencial del visitante.
Rousseau cree que el signo habla; no sabe, ni quiere saber que es
él mismo quien ha decidido ya el significado. Releamos el episodio
de Mme. Basile. ¿Cuál es el verdadero significado de la «señal con
el dedo» de la mujer? En el relato citado por Bernardin, es el gesto
de una mujer ofendida; según las Confesiones, es una declaración
muda. Tanto en un texto como en otro, el signo tiene un valor indu
dable, y su sentido es dado como cierto. Pero es Jean-Jacques quien
decide entre el sentido favorable y el desfavorable. El valor absolu
to del signo no tiene su fuente en el objeto mismo, sino en un acto
de fe de Jean-Jacques, que desea vivir en el seno de un universo
fatídico. Si reconociese que es libre de interpretar los signos a su
modo, el mundo sería ambigilo a sus ojos: nunca encontraría en él
ni el bien absoluto ni el mal absoluto, sino la posibilidad del bien y
la posibilidad del mal. Ahora bien, Rousseau quiere el si o el no, el
todo o la nada. Quiere que los signos lleven un sentido irrevocable,
inapelable.
La autoridad que confiere a los signos le quita su propia liber
tad. Siente un supremo reposo en confiarse a una decisión que pro
viene completamente de una voluntad exterior, aunque esta volun
tad sea perseguidora. Si la Providencia, si Dios ha dado a conocer
su decreto, no queda más que aceptarlo humildemente, o resistir in
móvil; no se rebelará: «Su fuerza no reside en la acción, sino en la
•resistencia»,2J. Rousseau se encuentra entonces liberado del tormen
to de la acción, de la elección que ha de hacer entre los posibles sen
tidos que el mundo le propone. Vive su interpretación de los signos
como si no fuera obra suya, sino como si le fuese impuesta desde
fuera; a partir de ese momento, su responsabilidad es libre, ya no
tiene que preguntar más al mundo exterior, puede replegarse sobre
el sentimiento que provocan en él los signos aparecidos a su alre
dedor.
206
propio pasado? En efecto, tal parece haber sido para Rousseau el
poder de los signos: en vez de darle acceso al mundo, han sido (co
mo para Narciso la superficie del espejo) el instrumento por el que
el yo se convierte mágicamente en el esclavo de su propio reflejo.
L a c o m u n ic a c ió n a m o r o s a
208
As! pues, Jean-Jacques esperaba que Mme. de Warens o Mine,
de Larnage hubiesen tomado la iniciativa, hubiesen dado los prime
ros pasos decisivos: se deja conquistar como lo haría una mujer:
209
no se puede perder más que dejando de existir»l29130. Posesión inme
diata que une a los seres sin pasar por los sentidos y los cuerpos.
El e x h ib ic io n is m o
210
teraria a no ser más que el disfraz de una tendencia infantil, el ana
lisis se esforzará por descubrir en los primeros aspectos de su vio.,
afectiva lo que les obliga a alcanzar la forma literaria, el pensamicn
to y el arte.
Si, es cierto que todo parece comenzar por la privación del amor
maternal. «Le costé la vida a mi madre, y mi nacimiento fue la pri
mera de mis desdichas»131. Se ha dicho todo, o casi todo, sobre este
nacimiento que posiblemente dio a Jean-Jacques el sentimiento del
pecado de existir. A partir de ahí se pueden dar una serie de explica
ciones que se ajustan bien (e incluso demasiado bien). ¿El maso
quismo? Una necesidad de pagar la culpa de haber nacido. ¿Mme.
de Warens? El evidente deseo del seno materno. ¿Las relaciones en
triángulo? La búsqueda simbólica del perdón y de la protección pa
terna. ¿La pasividad y el narcisismo? Consecuencias de una culpa
bilidad que impide a Jean-Jacques buscar satisfacciones «norma
les», es decir, situarse ante las mujeres como rival del padre. ¿El
sentimiento de la existencia, los éxtasis y el apetito por lo inme
diato? Un regreso al vientre original, en una Naturaleza tranquiliza
dora. ¿Y esta gula por los productos lácteos?132. Desde luego, el
sentido de todo esto es excesivamente claro...
Pero explicar una conducta por sus fines secretos o por sus pri
meros pretextos no es aún comprender toda esta conducta. Tampo
co basta con mostrar que la conciencia se orienta hacia fines simbó
licos, por los que se sustituye el primer objeto de su deseo. Hay que
buscar lo esencial alli donde lo interior se une con lo exterior: en la
manera en que una conciencia se relaciona con sus fines, en la es
tructura propia de esa relación. Solamente entonces nos acercamos
a la realidad de un pensamiento y de una experiencia vivida. Admi
tir la omnipotencia de un complejo (en este caso el de Edipo) que
orientaría todos los aspectos de la personalidad, es aceptar una con
cepción bastante pobre de la causalidad psicológica. A menudo se
recurre al complejo como si estuviese dotado de una energía autó
noma y distinta, cuando la vida psíquica real es desde el comienzo
una actividad de la persona en contacto con el «medio» que le ro
dea. El momento capital de un comportamiento no reside ni en sus
211
móviles inconscientes ni en sus intenciones conscientes, sino en el
punto en que una acción pone en funcionamiento, conjuntamente,
los móviles y las intenciones; en otras palabras, en el punto en que
el hombre emprende una aventura en la que deberá inventar las for
mas de su deseo. En el caso de Rousseau, una perspectiva semejante
nos obliga a tener en cuenta no sólo lo que desea (consciente o sim
bólicamente), sino todo el modo en que se dirige hacia la satisfac
ción deseada, su «estilo de acercamiento»...
Rousseau da mil ejemplos de cambios instantáneos. En las Con
fesiones encontramos yuxtapuestos momentos tan opuestos que pa
recen corresponder a personalidades distintas. Y lo que en ciertas
circunstancias llama la atención por encima de todo el olvido apa
rente del episodio inmediatamente anterior, cuya importancia pa
recía capital y que repentinamente parece que ya no cuenta para
nada. El paso del segundo libro de las Confesiones al tercero es un
testimonio bastante sorprendente. El segundo libro concluye con el
asunto de la cinta robada y con la falsa denuncia por la que Jean-
Jacques hace que despidan a la pobre Marión, y Rousseau nos ase
gura que este «crimen» le dejó una «impresión terrible» para el
resto de su vida. Pero el tercer libro comienza en la página siguien
te, en la que Jean-Jacques describe sus sentimientos en las semanas
siguientes al «crimen»: no encontraremos en ellas el más mínimo
eco del episodio precedente, nada que mantenga una relación conse
cuente con lo anterior. Parece como si Jean-Jacques hubiese «bebi
do el agua del olvido», rechazando pertenecer a su pasado, para
entregarse por completo a su deseo presente:
Estaba inquieto, distraído, soñador; lloraba, suspiraba, desea
ba una felicidad de la que nada sabia, y cuya privación sentía a
pesar de todo. Este estado no puede describirse, e incluso pocos
hombres pueden imaginarlo, porque la mayoría han evitado esta
plenitud de vida, a la vez atormentadora y deliciosa, que, en la
embriaguez del deseo, da un sabor anticipado del goce. Mi sangre
encendida llenaba incesantemente mi cabeza de muchachas y de
mujeres: pero, al no adivinar su utilización, las empleaba extraña
mente con la imaginación en mis fantasías sin saber hacer nada
más con ellas133.
Ahora bien, estas fantasías describen el trato infligido por Mlle.
Lambercier, agresión ambivalente que es a la vez castigo y satisfac
ción erótica. Nos podemos preguntar si la imaginación del castigo
no es, en cierta medida, una respuesta «inconsciente» a la culpa co-
212
metida contra Marión. Por otro lado, la culpa era también un acto
ambivalente: al denunciar a Marión le probaba su amor y casi le
hacia una declaración: «Cuando acusaba a esta desgraciada mucha
cha, es curioso pero lo cierto es que mi amistad hacia ella fue la
causa. Estaba presente en mi pensamiento, me justifiqué con el pri
mer objeto que encontré. Le acusé de haber hecho lo que yo quería
hacer y de haberme dado la cinta porque mi tentación era dárse
la»134. Percibimos aqui una relación secreta entre unos momentos
que no están unidos por ninguna continuidad explícita. Por muy
abrupta que sea la ruptura entre la narración del «crimen» y el rela
to de la obsesión erótica, por mucho que parezca que ia única simi
litud aparente entre los dos pasajes es la presencia de ia palabra cu
rioso, descubrimos en los ensueños masoquistas de Jean-Jacques
todo lo que reviste el sentido de una reacción a la situación sádica
que les ha precedido. La efervescencia de la libido es una reacción
ante la muerte de Mlle. de Vercellis, y por lo que se refiere a las fan
tasías punitivas que ponen en escena unas muchachas muy decididas
a azotar a Jean-Jacques, es lo mismo que decir que ponen en escena
a una Marion-Lambercier que toma venganza voluptuosamente:
reaccción perversa y «moral», a la vez, que compensa la falta me
diante el castigo imaginario, y que completa la declaración de amor
sádico mediante el consentimiento de un compañero que castiga.
Aqui comienza el episodio del exhibicionismo. Jean-Jacques
querría pasar del sueño a la realidad y recibir el tratamiento que ha
imaginado en sus fantasías. Pero no sabe ni quiere franquear la dis
tancia que le separa de las mujeres reales. No se atreve a pedir lo
que desea. ¿Y cómo podría pedirlo sin comprometer la posibilidad
de la satisfacción? Pues lo que desea es precisamente que las muje
res tomen la iniciativa a su respecto. La situación más deseable para
Jean-Jacques es aquella en la que pudiese quedar inmóvil y en el
que la mujer viniese hacia él para pegarle y remitirle a la sensación
deliciosamente humillada de su propio cuerpo. Por vergüenza,
Jean-Jacques no puede nombrar lo que querría experimentar: sólo
intentará provocar el «trato deseado» sin pronunciar una sola pa
labra y sin formular su deseo. Se contentará con «exponerse ante
las personas de ese sexo en el estado en el que habría querido poder
estar junto a ellas»l3S. La satisfacción que espera Rousseau no con
siste en modo alguno en el acto de exhibición, sino en el voluptuoso
castigo que debería seguirle. El exhibicionismo no es más que la for
ma silenciosa de una solicitud que Jean-Jacques tiene vergüenza de13
Confessions. !ib. II. O. C„ I, 86.
133 Confessions, lib. III, O. C., 1, 89.
213
enunciar en términos explícitos. ¡Es una modalidad patológica del
recurso a los signos! Todo lo que Jean-Jacques sabe hacer para al
canzar la felicidad deseada es ofrecerse en silencio. Su papel se de
tiene ahí, no sabe emprender nada más allá: el resto debe venir del
exterior. El único gesto de que Rousseau es capaz se detiene en él
mismo:
Desde allí no había más que un paso que dar para sentir el tra
to deseado136.
u * Ibidem.
en ello sin reservas. «Tomé la decisión de escribir y esconderme.»
En el plano erótico, Jean-Jacques adopta la misma decisión:
215
que se empeñan en contradecirle o en mimarle: no se preocupa por
ello, no ha merecido semejante honor, sólo habla querido ser él
mismo... La inmediatez de la vida interior es su coartada y su asilo,
pero es también el medio de eximirse de los medios por los que hay
que pasar normalmente para alcanzar a los demás. Jean-Jacques es
pera hacerse amar en su interioridad, quiere atraer la solicitud amo
rosa y la tierna abnegación. Se dirá —y se ha dicho— que esto en
cierra hipocresía y mala fe, Rousseau no afronta los riesgos y el es
fuerzo de superación que exige una comunicación auténtica con el
prójimo, y de este modo pierde la verdad de su contacto con el otro.
Pero pierde también la verdad de su sentimiento, puesto que no tie
ne sentimiento alguno que, abierta o secretamente, no esté desti
nado a ser manifestado ante testigos: es inocente, es sincero, está re
signado, está abrumado ante los ojos de Europa entera. Por no ha
ber querido realizar las iniciativas decisivas de la acción mediadora,
por no haberse comprometido francamente con el duro universo de
ios medios, Jean-Jacques pierde, a la vez, la pureza del sentimiento
inmediato y la posibilidad de la comunicación concreta con ios
otros. Esta doble pérdida le define como un escritor.
Si crea libros y óperas es sólo para consolarse, para conversar
con sus quimeras. Pero cuenta con que esta actividad que le encie
rra en si mismo le valdrá la admiración emocionada de sus con
temporáneos. Sumido en sus ensoñaciones, y sin que aparentemente
haga nada por atravesar la distancia, consigue lo que desea: que los
otros dirijan sus miradas sobre él, que vengan hasta él turbados y
confundidos. No ha buscado puramente el arte, pues ha soñado de
masiado con el efecto que ejercerla sobre las almas sensibles. Pero,
por otra parte, no ha tenido que franquear el verdadero camino que
conduce hasta los corazones, no ha tenido que soportar y atravesar
los mortales espacios intermedios, pues no se ha preocupado por es
tablecer y por mantener vínculos reales con los demás.
Asi se constituye una magia de la representación cuyo efecto
será poderoso de modo bien diferente a como lo es la magia de la
presencia con la que Jean-Jacques habia contado primero. Ha escri
to El Adivino y La Nueva Eloísa, se ha embelesado con sus propias
visiones, con su propia música, y he aqui que de un modo imprevis
to y deseado se dirigen a él las miradas cargadas con «deliciosas lá
grimas» que recogerá ávidamente. Jean-Jacques se siente presente
en una imagen que le representa y que fascina a las oyentes: lo más
preciado de su gloria, en el momento en que tiene éxito El Adivino,
es una satisfacción amorosa cuya naturaleza no es muy diferente de
la que él esperaba, a los dieciséis años, al exhibirse en los paseos y
los «reductos» de Turín. Jean-Jacques se muestra, pero esta vez se
216
muestra en su obra (que es el sueño de su alma inocente y tierna);
puede permanecer inmóvil, le basta con tener «la audacia de es
perar»: la satisfacción amorosa viene hasta él. En vez de recibir un
voluptuoso castigo, es él el que hace que broten lágrimas y suspiros.
El masoquismo de la azotaina se ha convertido en el dulce sadismo
de una ternura pastoril:
217
sus lágrimas le pertenecen. Este goce, obtenido de modo tan indi
recto, es, sin embargo, un placer inmediato que anula la pesada
opacidad de los cuerpos: en ese contacto sólo se tocan las almas.
Rousseau es el Dionisos que dispensa una embriaguez de amor vir
tuoso y de perdición involuntaria; tiene a sus ménades a su alrede
dor. Se apasionan para él, y por él. Su poder coincide por fin con
su presencia porque ha sabido hacerse infinitamente ausente en una
música que canta la seducción de la ausencia y la felicidad del re
greso.
Pero, para Rousseau, la embriaguez lírica no es el único medio
de reconquistar la posibilidad de una presencia seductora. Se le
ofrecen otras vias. En particular el recurso a la superioridad reflexi
va, la pretensión del heroísmo virtuoso. No veamos en ello, sola
mente, la superación —la sublimación— que hace triunfar a la mo
ral: esta conducta tiene como efecto el reforzar el prestigio de la
presencia a fin de obtener satisfacciones amorosas bastante sin
gulares.
El preceptor
219
quista de la integridad del yo, después de la tormenta interior y el
tumulto de la pasión. Ni siquiera se puede decir que todo vuelve al
sentimiento interior, puesto que nada abandonó nunca el dominio
del sentimiento. Como en la escena en la que el preceptor une las
manos de Émile y de Sophie, la sabiduría reflexiva apela a la com
plicidad de la embriaguez sensual para gozar de ella y para separar
se de ella inmediatamente, en nombre de una libertad superior.
Connivencia bastante turbia pero que representa, a su modo, una
reconciliación de lo mediato y de lo inmediato, de la reflexión y de
la sensación.
En tal caso, el hombre de la reflexión capta su felicidad en un
terreno al que aparentemente ha renunciado; desvía en su propio
provecho el beneficio de la alegría o del dolor sensuales que ha pro
vocado en otro y de los que no quiere depender. Sin dejar de creer
que preserva la pureza de la distancia que ha tomado con respecto a
la sensación, se vuelve a convertir por un momento en un alma sen
sible con el fin de apoderarse furtivamente de una emoción de la
que gozará en soledad.
Mientras que Émile y Sophie se comprometen reciprocamente, el
preceptor se introduce literalmente en su efusión; esta felicidad es
obra suya; quiere gozar de ella desde dentro. Sin embargo, conserva
una actividad de superioridad independiente: los jóvenes le deben su
reconocimiento y su afecto, pero ¿1 no les debe nada en respuesta.
Se cobra participando de su emoción amorosa... Pues la responsa
bilidad del compromiso pesará por completo sobre Émile y Sophie.
El preceptor, por su parte, conserva toda su libertad, incluso cuan
do se mezcla indiscretamente en este dúo conyugal del que conocerá
lo más intimo, lo más puro, lo más dulce (y también lo más empala
goso) sin asumir sus servidumbres materiales. ¡Pero cuánto tiempo
y cuántos esfuerzos habrá que haber puesto en movimiento prime
ro, para gozar de este instante de enternecida superioridad! El pre
ceptor habrá tenido que producir la felicidad de los jóvenes para ve
nir a recogerla soberanamente. ¡Cuántas acciones, cuántos medios,
para llegar a este momento de placer independiente, a esta pura
exaltación del prestigio, a esta participación sin vínculos! También
aqui la magia de la presencia no puede realizarse más que al precio
de un gran rodeo y de un progreso que se despliega con la ayuda de
la reflexión mediadora143. Aquí, la seducción ya no es la que ejerce
143 «Asi pues, heme aqui convertido en el confidente de dos buenas gentes y el
mediador de sus amores» (Émile, lib. V, O. C., IV, 788). Dirá a propósito de Sophie
y de Saint-Lambert: «Para mi era tan dulce ser el confidente de sus amores como ser
el objeto de los mismos» (Con/essions, lib. IX, O. C.. I. 462).
220
Dionisos, sino la de un Sócrates que muestra a las almas el camino
que éstas deben seguirl44.
¿Y Thérése? Ella permite a Jean-Jacques no abandonarse, no
salir de él mismo y le asegura «el suplemento» que precisaba145. Un
suplemento. La palabra es reveladora; ya se había encontrado en el
tercer libro de las Confesiones: «Conocí este peligroso suplemento
que engaña a la naturaleza y salva a los jóvenes de mi temperamen
to de muchos desórdenes a expensas de su salud, de su vigor y algu
nas veces de su vida»146. Esta singular similitud de términos nos
144 Sobre Rousseau y Sócrates, cfr. Pierre Burgelin, op. cil., 61-70. Hólderlin
compara a Rousseau con Dionisos en el himno Der Rhein.
145 Confessions, lib. Vil, O. C . I. 332.
144 Corifessions, lib. III, O. C., 1.109. Para el psicoanálisis el autoerotismo reve
la la debilidad de las «relaciones de objeto». Es el yo (la mayoría de las veces disfra
zado) quien es el verdadero objeto de la energía amorosa de Jean-Jacques, en detri
mento del objeto exterior hada el que se orienta la sexualidad normal. Dentro de la
perspectiva psicoanalitica se tienen buenas razones para atribuir a una «fijación in
fantil» —liase incluso a una fijadón «pregenital» en los estadios anal y oral— toda
la estructura de la vida amorosa de Rousseau, y toda la culpabilidad que de ella se
desprende. A partir de aqui, no será difícil reducir a un origen común los múltiples
aspectos patológicos del comportamiento de Jean-Jacques, sin excluir de entre ellos
las perturbaciones urinarias, los repetidos sondeos (erotismo uretral receptivo), el
traje de armenio (homosexualidad latente), e incluso el delirio sistemático de los últi
mos altos.
Lo que es singularmente instructivo aqui es ver el posible encuentro de dos méto
dos críticos, de dos tipos de interpretación: allí donde decimos en términos freudia-
nos que la «elección del objeto» se fija en el yo, podemos decir también, en térmi
nos hegdianos, que la subjetividad se niega a «alienarse» en una actividad exterior.
B narcisismo y la fijación infantil son tas fórmulas psicoanaliticas que corresponden
a la elección de lo inmediato.
Pero no podemos hablar del narcisismo de Jean-Jacques sin hacer inmediatamen
te una precisión: Narciso necesita imágenes. Su deseo no se concentra directamente
en el yo ni en los otros, sino en representaciones imaginarias, en reflejos, en fantas
mas a los que atribuye una ilusoria independencia. En la comedia escrita por Jean-
Jacques, Valóre no se convierte realmente en Narciso hasta el momento en que en
cuentra su retrato disfrazado de mujer, retrato en el que es incapaz de reconocerse a
si mismo. Se enamora de una imagen que es ciertamente la suya, pero que manif esta
una secreta femineidad de la que no es consciente. Este desconocimiento de si es la
condición misma que hace posible el surgimiento de la pasión narcisista: «por su de
licadeza y por la afectación de su aspecto. Valóre es una especie de mujer escondida
bajo una vestimenta de hombre; y el retrato asi disfrazado, parece devolverle a su es
tado natural más que enmascararle» (O. C . II, 977). La importancia del retrato es
capital aqui, pues aunque al principio revela la femineidad escondida de Valóre, aun
que es la estratagema gracias a la cual el autoerotismo del joven se actualiza frenéti
camente y se pone al descubierto, finalmente provoca la crisis definitiva gracias a la
cual Narciso se libera de su narcisismo y vuelve a convenirse en Valóre para regresar
(|de nuevo un regreso!) a la tierra prometida que habla rechazado. Angélique termi
na por tener razón con respecto al retrato: Narciso ha encontrado su «objeto».
En La Nueva Eloísa la revelación de la imagen —el retrato enviado por Julie a
Saint-Preux en su exilio parisiense— va acompaAado por un «delirio» emotivo tan in
tenso como la posesión física misma: «He sentido palpitar mi corazón con cada pa
pel que quitaba y me encontré rápidamente tan oprimido que me vi forzado a respi
rar un momento sobre el último envoltorio... ¡Julie!... ¡oh mi Julie!... el velo se ha
221
muestra lo que Rousseau encontraba en Thérése: alguien a quien
pueda identificar fácilmente con su propia carne, y frente a quien
no hubiese que plantearse nunca el problema del otro. Thérése no es
la compañera de un diálogo, sino el auxiliar de la existencia física.
Con las otras mujeres Rousseau busca el momento milagroso en el
que la presencia del cuerpo no fuese ya un obstáculo, pero en Thé
rése encuentra un cuerpo que no es ni siquiera un obstáculo.
roto... te veo... y veo tus divinos atractivos!» (ti parte, carta XXII). El retrato de
Julie es un signo mnémico. y cada papel arrancado elimina una parte del espesor del
tiempo. Saint-Preux se sume en el éxtasis de una posesión en e! pasado; pero es el ob
jeto, Julie, quién está en la distancia y en el pasado; por lo que se refiere a la emo
ción del amante, ésta se encuentra claramente en el presente. Transparencia actual de
una felicidad que se ha desvanecido, pero que se repite gracias a la imagen, goce
agridulce que no necesita más que de la presencia imaginada del objeto ainado. En
efecto, el retrato es como un signo total que se hubiese desprendido de Julie. y que
permitiría un contacto mágico entre los amantes ausentes; el retrato restablece pura
mente el sentimiento de la presencia, sin pasar por la presencia real de los cuerpos:
«¡Oh Julie!, si fuese cierto que él pudiera transmitir a tus sentidos el delirio y la ilu
sión de los míos!... ¿Pero por qué no habría de hacerlo? ¿Por qué las impresiones
que el alma experimenta con tanta actividad no irían más lejos como ella?»
Pero el retrato exige un artista. Lo que distingue a Jcan-Jacques de un neurótico
banal es que el fantasma, lejos de agotarse en él mismo, exige ser desarrollado en un
trabajo real, provoca el deseo de escribir, quiere seducir al público, etc. La toma de
partido por lo inmediato se convierte en obra literaria, y se traiciona al manifestarse
de tal manera que todo cobra vida gracias a la contradicción interna: el reposo desea
do se convierte en movimiento, el goce de si mismo se convierte en reflexión inquie
ta. Rousseau es proyectado a pesar suyo en el mundo de los medios, y nos vemos
obligados a admitir que, al menos en el caso de este hombre excepcional, la regresión
patológica del instinto no es incompatible con el progreso de un pensamiento.
222
V II
223
parecerá más complejo y más difícil: «El conócete a ti mismo del
templo de Delfos» no es «una máxima tan fácil de seguir, como lo
había creído en mis Confesiones»4. El conocimiento es arduo, pero
nunca hasta el punto de que la verdad se sustraiga; nunca hasta el
punto de dejar a la conciencia sin recursos. La introspección no
deja nunca de ser posible, y si la verdad no se impone inmediata
mente bastará con un «examen de conciencia» para acabar con to
das las oscuridades en el transcurso de un paseo solitario. Todo se
explicará; él conseguirá verse por completo, y ser «para sí» lo que
es «en sí»: Rousseau, que reconoce eventualmente la extrañeza de
algunos de sus actos, no los atribuye nunca a tinieblas esenciales, y
no ve en ello la expresión de una parte oscura de su conciencia o de
su voluntad. Sus actos insólitos no le pertenecen más que a medias;
bastará con narrarlos y declararlos extraños, como si la confesión
agotase su misterio. Para Jean-Jacques el espectáculo de su propia
conciencia debe ser siempre un espectáculo sin sombras: éste es un
postulado que no admite excepción alguna. Desde luego, Rousseau
llega a turbarse ante si mismo y a constatar una disminución de la
claridad: «Los verdaderos y primeros motivos de la mayoría de mis
acciones no están tan claros para mi mismo como yo había imagina
do durante bastante tiempo». Pero la continuación de este mismo
texto (Ensoñaciones, sexto paseo), lejos de insistir en la falta de cla
ridad interna, se presentará, muy al contrario, como una perfecta
elucidación de lo que, en principio, parecería carecer de evidencia.
Aunque algunas veces vemos partir la meditación de Rousseau de
un reconocimiento de la ignorancia acerca de sí mismo, nunca le ve
remos llegar a la conclusión de semejante reconocimiento. Las lagu
nas de su memoria no le inquietarán: nunca se dirá, como Proust,
que el acontecimiento olvidado esconde una verdad esencial. Para
Rousseau lo que escapa a su memoria no tiene importancia; no
puede tratarse más que de lo inesencial. Hay en él a este respecto un
optimismo que no se desmiente nunca, y que cuenta firmemente con
la plena posesión de una evidencia interior.
Además, la evidencia interior tiende a exteriorizarse de inme
diato: Jean-Jacques dice ser incapaz de disimular. El sentimiento se
convierte en signo y se manifiesta abiertamente desde el momento
en que es sentido. Como hemos visto, Rousseau quiere creer que to
dos sus cambios afectivos son legibles en su rostro. Para Rousseau,
la vida subjetiva no es en sí misma una vida «escondida» o replega
da en la «profundidad»; aflora espontáneamente a la superficie, la
224
emoción es siempre demasiado poderosa para ser contenida o repri
mida. Asi, Jean-Jacques proclama:
225
reconocimiento que provenga del exterior. Las Confesiones son, an
tes que nada, una tentativa de rectificación del error de los otros, y
no la búsqueda de un «tiempo perdido». Asi pues, la preocupación
de Rousseau comienza con esta pregunta: ¿por qué el sentimiento
interior, inmediatamente evidente, no encuentra eco en un reconoci
miento concedido de modo inmediato? ¿Por qué es tan difícil hacer
concordar lo que se es para uno mismo lo que se es para los otros?
A Jean-Jacques se le hacen necesarias la apología personal y la
autobiografía, porque la claridad de la conciencia de si mismo es in
suficiente para él mientras ésta no se haya propagado fuera y se
haya desdoblado en un claro reflejo en los ojos de sus testigos.
No basta con vivir en la gracia de la transparencia, hay que ma
nifestar además la propia transparencia, y convencer de ella a los
otros. A aquel que tiene sed de ser reconocido se le hace necesaria
una actividad: esta actividad es lenguaje, palabra infatigable: hay
que explicar en las «palabras de la tribu» lo que la inocencia de
los signos había manifestado pura pero vanamente. Puesto que la
evidencia espontánea del corazón no es suficiente, habrá que darle
una mayor evidencia. Poco importa que el corazón sea ya transpa
rente, hay que hacerlo transparente además para tos otros, revelarlo
a todas las miradas, imponerles una verdad que no han sabido al
canzar por si mismos:
Hacer que mi alma sea transparente ante los ojos del lector. Asi
pues, parece como si la transparencia no fuese un dato preexistente,
sino una tarea a realizar. Dicho con más precisión, parece como si
la claridad interna de la conciencia no se pudiese bastar a si misma;
mientras continúa siendo estrictamente «interior», mientras no es
acogida por los otros es, paradójicamente, una transparencia velada
y solitaria; no es una transparencia en acto, sino «en potencia»; se
siente, contradictoriamente, como una transparencia envuelta que
226
no puede salir de si misma y que choca con la imposibilidad provi
sional de transparentarse. Sólo será transparente en acto cuando
tenga un testigo a quien aparecer como transparencia, es decir, se
gún la expresión de Rousseau, cuando sea transparente ante los ojos
deI lector.
Provisionalmente —¿pero hasta cuándo?— la transparencia in
terior de Jean-Jacques recibe del exterior un rechazo: es una trans
parencia sin espectadores. Pero aún se le toma por lo que no es, se
le atribuye el alma de un orgulloso o de un malvado. Es la situación
que encontró por primera vez en Bossey, cuando se le acusó de un
«crimen» que no habia cometido. Los otros se equivocan a su res
pecto; le castigan basándose en una sospecha imaginaria; le infligen
un castigo inmerecido. Es inocente, pero la «opinión» confunde a
sus jueces. Y él es demasiado débil para sustraerse al veredicto...
Si Jean-Jacques se pone a hablar sobre si mismo, es porque des
de el comienzo está en la situación de aquel que ha sido juzgado ya,
y que recurre contra este juicio. Las cuatro cartas a Malesherbes,
primer gran texto autobiográfico de Rousseau, son escritas inmedia
tamente después del episodio delirante en el que, ante el silencio de
sus impresores, prodigó acusaciones injustificadas y llamadas deses
peradas. Al recobrar el tino, se retracta públicamente y atribuye su
perturbación a su extrema soledad. Pero, entre tanto, los amigos a
quienes ha alertado sin razón sin duda le habrán juzgado severa
mente. Jean-Jacques siente la necesidad de explicarse para rechazar
el juicio que siente que pesa sobre él. Puesto que su acceso de locu
ra se debió a la soledad, va a revelar ahora los verdaderos motivos
de su soledad: es por amor a la justicia y a la humanidad; es por
aversión hacia la acción por lo que ha preferido vivir retirado. No
es misántropo, no odia a los hombres, al contrario, los ama de
masiado tiernamente para no sentirse herido constantemente en su
presencia. En el origen de su comportamiento injusto, no hay ini
cialmente más que sentimientos e intenciones inocentes, tiernas pa
siones, una bondad desengañada, una gran necesidad de amistad
que se ha conformado con criaturas quiméricas, etc. De este modo
proporciona los documentos justificativos con vistas a una revisión
del proceso. Denuncia la validez del juicio precedente. Quiere que
se le conceda el privilegio de una duda provisional hasta que no lo
haya «dicho todo». «Lector, suspende tu juicio...» Apela a un jui
cio final que será por fin justo y verídico. Como hemos visto, Rous
seau confunde más o menos voluntariamente el juicio lógico que de
cide sobre lo verdadero y lo falso y el juicio ético que decide sobre
el bien y el mal. Idealmente, el juicio de hecho es al mismo tiempo
227
un juicio de valor. Rousseau invoca sobre él la mirada del juez inte
gro para quien establecer la verdad y hacer justicia son un solo y
mismo acto. «Justicia y verdad» —afirma al hablar de si mismo—
«son para él dos palabras sinónimas que toma una por otra, indife
rentemente»". La «lucha por el reconocimiento» (según termino
logía hegeliana) no será más que la comparecencia ante un tribunal.
Para Rousseau, ser reconocido será esencialmente ser justificado y
ser rehabilitado. (Pero el único tribunal cuya competencia no recha
zará será el de Dios, que es el único en quien reside la Justicia y la
Verdad; el único juicio al que aceptará someterse será el Juicio Vi
nal.) Así pues, Rousseau recurre a una rehabilitación que vendrá a
sellar indisolublemente su existencia y su inocencia, su ser auténtico
y su valor moral. Entonces, bajo la mirada del Juez para quien jus
ticia y verdad son sinónimos, tomará posesión del privilegio corres
pondiente, que le dará, a él criatura juzgada, la certeza definiti
vamente irrevocable de que existir y ser inocente son dos términos
sinónimos.
En los esbozos y en el preámbulo de la primera versión de las
Confesiones, a Rousseau le preocupa otro problema que necesitaba
abordar, aunque sólo fuese para no conservar nada en la redacción
definitiva. Concibe el proyecto de contar su vida, pero no es ni
obispo (como lo era San Agustín), ni gentilhombre (como Mon
taigne), y no ha estado mezclado en los acontecimientos de la corte,
ni en los del ejército: así pues, no tiene ningún derecho a exponerse
ante los ojos del público, al menos no tiene ninguno de los derechos
que se han requerido hasta él para justificar una autobiografía.
Además, es pobre; está obligado a ganarse el pan. ¿Con qué de
recho intentaría llamar la atención sobre su existencia? ¿Pero, por
qué no se apoderaría de ese derecho? Aunque sea un plebeyo, por
qué no reclamaría la atención simplemente porque es un hombre, y
porque los sentimientos que habitan el corazón del hombre no de
penden ni de las condiciones sociales ni de la riqueza:
228
Y que no se objete que, al no ser yo más que un hom bre del
pueblo, no tengo nada que decir que merezca la atención de los
lectores. Esto puede ser cierto en lo referente a los acontecimien
tos de mi vida: pero lo que escribo es menos la historia de esos
acontecim ientos en si mismos, que la de mi estado de ánim o, a me
dida que sucedían. Y las alm as sólo son más o menos ilustres se
gún tengan sentim ientos más o menos grandes y nobles, ideas más
o menos vivaces y num erosas. A quí, los hechos no son más que
causas ocasionales. No im porta la oscuridad en que haya podido
vivir, si he pensado más y m ejor que los Reyes, la historia de mi
alma es más interesante que la de las suyas13.
229
estados de la sociedad francesa, sin detenerse en ninguno de ellos.
Ha podido conocer todo, puesto que no tiene su sitio en ningún
lugar:
230
res se contentan con lo verosímil; más que imitar la realidad, la
construyen y quedan para siempre alejados del alma cuyo retrato
deberían haber hecho; de ahi su audacia en lo arbitrario:
15 Op. 1149.
16 Op. cit., 1149.
231
Nadie puede escribir la vida de un hombre, sino él mismo. Su
modo de ser interno, su verdadera vida sólo es conocida por éll7.
17 Ibídem.
18 Coqfessions, lib. t, O. C., 1,6.
19 Armales J.-J. Rousseau, IV (1908), 2, véase O. C ., I, 1148.
20 Armales J.-J. Rousseau, IV (1908), 2, véase O. C ., 1 ,1149.
232
de reciprocidad y de imponerse deberes idénticos a ios que asigna a
los otros. Las verdad es para él un privilegio unilateral: los otros de
berán conocerle a fin de conocerse mejor, deberán juzgarle y reha
bilitarle para llegar a «apreciarse» a ellos mismos. Debe prestársele
toda la atención del mundo —se le debe esto— sin que su deber le
obligue a hacer nada más que contarse a si mismo.
D e c ir l o todo
233
la cual todo está intimamente relacionado y unido en su carácter; va
a mostrar cómo ha llegado a ser lo que es. Asi pues, va a enunciar
discursivamente toda la historia de su vida con la condición de pedir
a los otros que sean ellos mismos quienes hagan la sintesis de ella.
Dado que Jean-Jacques no puede enunciar con una sola palabra ni
su naturaleza ni su carácter, ni el principio de su unidad, se remite
para ello a sus testigos: es a ellos a quienes corresponderá construir
la imagen única y juzgarla completamente, pero esta vez a partir de
una sobreabundancia de documentos que les obligará a ver al verda
dero Rousseau. Repitámoslo: Rousseau no duda ni por un momen
to de su unidad, a pesar de las contradicciones y de las disconti
nuidades que él mismo ha sabido acusar, sólo que le parece que es
imposible afirmarse sin relatarse, y que la narración de los detalles
de su vida «se aceptará» mejor que la afirmación global: soy ino
cente. Toda afirmación global corre el riego de enfrentarse con un
rechazo global: ante una sintesis acabada, los hombres desconfían y
sospechan que se trata de una impostura. Rousseau presentará la
«materia prima» de los acontecimientos y de las circunstancias de
su vida, para que los otros los unan en una síntesis en la que podrán
creer tanto más gustosamente cuanto que ellos serán sus autores. La
narración detallada tendrá como efecto no solamente forzar la aten
ción de los lectores, sino además forzar su juicio, obligándoles a ha
cerse una imagen verídica de Jean-Jacques:
234
Asi pues, Rousseau confía al lector la tarea de reducir la mul
tiplicidad a unidad. Confia en él. Y adivinamos que esto es ya un
modo de alegar falta de culpabilidad: un hombre tan confiado, que
no quiere ocultar nada y que deja al lector el cuidado de juzgar,
¿cómo podría ser un malvado? Pero adivinamos también que, al
mismo tiempo, Rousseau hace cargar a los otros con la responsabi
lidad de todos los malententidos que pudiesen subsistir: si el lector
se equivoca, todo el error será suyo. La prueba será decisiva: en ca
so de que el lector o el oyente de las Confesiones no saquen las
conclusiones que se imponen, ¡pues bien! Rousseau sabrá de una
vez por todas que la culpa recae por completo sobre ellos.
En los retratos ordinarios, se construye una cara «a partir de
cinco puntos»; el resto es invención del pintor. Pero —pregunta
Rousseau— si se cuentan todos los acontecimientos, todos los pen
samientos, todos los sentimientos, sin omitir el más insignificante
de los detalles, ¿no se obliga al lector a aceptar un todo, un conjun
to, formado por miles de «puntos» que no dejarán que la imagina
ción se extravie? Con tal de multiplicar los testimonios se proveerá
al espectador de los elementos de una sintesis infinitamente parecida
al modelo original:
¿Para qué sirve decir esto? Para realizar el resto, para darle
coherencia al todo; los rasgos del rostro sólo producen el efecto
que producen porque están todos: si falta uno de ellos, el rostro
queda desfigurado. Cuando escribo no pienso en absoluto en este
conjunto, sólo pienso en decir lo que sé y es de ahi de donde re
sulta el conjunto y la semejanza del todo con el original25.
236
P ara lo que tengo que decir, habría que inventar un lenguaje
tan nuevo com o mi proyecto: ¿pues, qué tom o y qué estilo adop
tar para desenredar este inmenso caos de sentimientos tan diver
sos, tan contradictorios, a m enudo tan viles y a veces tan sublimes
por los que me vi sacudido sin cesar? ¿Cuántas naderías, cuán
tas miserias no es absolutam ente preciso que exponga, en qué
detalles indignantes, indecentes, pueriles y a menudo ridiculos no
deberé entrar para seguir el hilo de mis secretas disposiciones, pa
ra m ostrar com o cada impresión que ha dejado huella en mi alma
entró en ella por primera vez?29
237
privarme del encanto actual del goce para decirle a otros que había
gozado?»51. Siente necesidad de una silenciosa plenitud que
contrarresta la necesidad de justificación total. Las Confesiones
representan un término medio entre estas dos exigencias, pero, en
cierto sentido, la obra autobiográfica está condenada a un doble
fracaso: por una parte, no le será posible decirlo todo y, por tanto,
la justificación no será absoluta; por otra, el silencio de la perfecta
felicidad se ha perdido para siempre. La palabra se despliega en un
espacio intermedio, entre la inocencia primera y el veredicto final
encargado de establecer la certeza de la inocencia recuperada. La fe
licidad primera ya no existe en su plenitud, y aún se está lejos de de
terminar la tarea de justificación con un mismo aliento. Las Confe
siones expresan la nostalgia de la unidad perdida, y la ansiosa espe
ra de una reconciliación final.
Al menos, un principio se impone indiscutiblemente a Rousseau:
seguir cronológicamente el desarrollo de su conciencia, recomponer
el trazado de su progresión, recorrer la secuencia natural de las ide
as y sentimientos, revivir por medio de la memoria el encadena
miento de causas y efectos que han determinado su carácter y su
destino. Método «genético» que se remonta a los orígenes para en
contrar allí las fuentes ocultas del momento presente; es el mismo
método que Rousseau aplicaba a la historia en el Discurso sobre el
Origen de ia Desigualdad. La tarea consiste en probar la conti
nuidad de una evolución («el hilo de mis disposiciones secretas»);
pero, se va a tratar, también, de señalar la aparición sucesiva y dis
continua de las «impresiones» que han afectado su alma «por pri
mera vez». Así pues, hay que mostrar, a la vez, cómo «se relaciona
ba todo» y cómo surgen, poco a poco, los primeros momentos a
partir de los cuales la conciencia se enriquece con una nueva
«impresión», con una nueva determinación, con una «huella» o una
herida indelebles. De hecho, para Rousseau la continuidad del enca
denamiento y la discontinuidad de los primeros momentos no son
en modo alguno inconciliables; por el contrario, entre lo continuo y
lo discontinuo hay una perfecta interdependencia que hace que cada
nuevo «rasgo» señale la entrada en la sinfonía de una voz que ya no
se interrumpirá:
238
cierta sucesión de afectos y de ideas que modifican a aquellas que
les siguen, y que hay que conocer para juzgar bien. Me dedico a
desarrollar bien las primeras causas en todos los casos para hacer
sentir el encadenam iento de los efectos32.
¿Pero hasta dónde hay que remontarse para encontrar esas «pri
meras causas»? ¿Y con qué derecho se decide que un momento po
see una importancia determinante en relación con otro aconteci
miento determinado, que no es más que un simple efecto? Distin
guir las causas y los efectos es un acto de juicio. Ahora bien, ¿no se
trata de retomar abiertamente el privilegio de juzgar, que en princi
pio se ha confiado por completo al lector? En justicia, todos los ins
tantes vividos son efectos y todos son igualmente causas. Sólo una
decisión arbitraria puede atribuir a alguno de ellos un valor absolu
tamente primero: «Aquí comienza...» Sin embargo, Rousseau no
duda; juzga, ordena los acontecimientos según relaciones de causa
lidad, al mismo tiempo que proclama que deja a los otros el cuida
do de juzgar. No desaparece en ninguna parte para entregarnos el
material bruto, como ha pretendido que hace. Cuando transcribe
las cartas se las da de exponer los elementos de un expediente, pero
las cartas serán comentadas nada más transcritas. ¿Cómo podría
Rousseau obrar de otro modo? ¿Podría contar su vida sin atribuirle
un sentido? Establecer un orden de sucesión de causa y efecto es,
ya, establecer un sentido, no sólo porque se impone un orden in
terpretativo que pone de relieve determinados momentos privile
giados, sino también porque la misma elección de este tipo de in
terpretación señala desde el primer momento la elección de un cier
to sentido de la existencia. Por sí misma la idea del «encadenamien
to de los efectos» implica una ley del destino, una servidumbre que
ata al yo a su pasado; Rousseau se pone en posición de víctima,
sufre contra su voluntad las consecuencias de un pasado del que ya
no es dueño. Es interesante observar que en este fatalismo determi
nista Rousseau le atribuye el papel preponderante a los aconteci
mientos más alejados: «Hay una cierta sucesión de afectos y de ide
as que modifican a las que tes siguen». Por consiguiente, se ve muy
bien que el propio método es ya la expresión de una «elección fun
damental» por la que Rousseau pretende ser la victima inocente de
una hostilidad sobre la que ya no tiene ningún medio de actuar co
mo respuesta. No tiene poder sobre el pasado lejano que le condi
ciona, igual que no tendrá poder sobre la maldad de sus perseguido
239
res. Está solo, sin medios, privado de toda libertad para actuar, pe
ro no es por su culpa, nunca ha sido por su culpa. Y si se le concede
una última libertad, la de escribir, dirá cómo se le condujo hasta
allí. Pero ya le quitan sus papeles, ya le impiden escribir... Como ya
no es libre, ya no es responsable, como ya no es responsable, no se
le puede imputar cargo alguno, es inocente. Ha quedado probado.
La coartada se sostiene.
Todas las perspectivas del pasado parecen estar dominadas por
la necesidad y la fatalidad. Sin embargo, queda un refugio para la
libertad: el sentimiento interior y el acto mismo de escribir. Si la li-
betad no es el principio que ve Rousseau en funcionamiento en su
vida es el que hará posible la expresión literaria de la misma. En
efecto, Rousseau considera su vida como un destino impuesto por
una suerte temible; pero su autobiografía será un acto de libertad,
dirá la verdad sobre si mismo porque se afirmará libremente en su
sentimiento, porque no aceptará ningún constreñimiento, ninguna
molestia ni ninguna regla:
Sí quiero hacer una obra escrita con cuidado, com o las otras,
no me pintaré sino que me enm ascararé. De lo que aquí se trata es
de mi retrato y no de un libro. Voy a trabajar, por asi decir, en el
cuarto oscuro; para lo que no se precisa otro arte que el de seguir
exactamente los rasgos que veo m arcados. Así pues, acepto las
consecuencias tanto en lo que concierne a mi estilo cuanto en lo
que concierne a las cosas. No me preocuparé en absoluto por ha
cerlo uniforme; tendré siempre el que se me ocurra, lo modificaré
sin escrúpulos, según mi hum or, diré cada cosa com o la siento,
como la veo, sin rebuscamiento, sin molestia, sin inquietarme por
el abigarramiento. Al entregarme a la vez al recuerdo de la impre
sión vivida y al sentimiento presente, pintaré de m anera doble el
estado de mi alm a, a saber: En el mom ento en que me sucedió el
acontecim iento y en el momento en que lo describí; mi estilo des
igual y natural, unas veces rápido y otras difuso, unas veces pru
dente y otras loco, unas veces grave y otras alegre, form ará él mis
mo parte de mi historia33.
240
interior, a un azar íntimo. El pasado ya no es vinculo y ese encade
namiento que paraliza el instante presente, ya no es ese nudo inex
tricable de determinaciones que nos condenan a sufrir nuestra suer
te. La perspectiva parte ahora del instante presente: la «fuente»
está aqui mismo y no en la vida pasada. El presente gobierna el
espacio retrospectivo en vez de ser aplastado por él. Así, en vez
de sentirse producido por su pasado, Rousseau descubre que el pa
sado se produce y se agita en él, en el surgimiento de una emoción
actual.
«Siempre tendré» el estilo «que se me ocurra»: la fórmula es sig
nificativa. Indica la voluntad de ceder la iniciativa al lenguaje:
Rousseau deja hablar a su emoción y acepta escribir al dictado. No
llevará el timón, sino que se dejará invadir por el recuerdo y por las
palabras. Aqui se ve aparecer una nueva concepción del lenguaje
(cuya aceptación llegará hasta el surrealismo).
Ciertamente, Rousseau está lejos de renunciar a la idea tradi
cional que ve en el lenguaje un instrumento que el escritor trata de
gobernar: el lenguaje es simplemente un medio, un útil del que nos
servimos como de cualquier otro útil material. Y Rousseau restable
ce bastante rápidamente el principio de un dominio del escritor
sobre el estilo cuando añade: «Lo modificaré según mi humor...».
Asi pues, tiene intención de disponer soberanamente de su lenguaje,
a la vez que se deja conducir por su humor. Sin embargo, la página
que acabamos de leer deja que se apunte a la nueva actitud: dejar
hacer al lenguaje, no intervenir. A partir de ese momento la rela
ción entre el sujeto hablante y el lenguaje deja de ser una relación
instrumental, análoga a la del obrero con su útil; ahora el sujeto y
el lenguaje ya no son exteriores el uno para el otro. El sujeto es su
emoción y la emoción es inmediatamente lenguaje. Sujeto, lenguaje
y emoción ya no se dejan diferenciar. La emoción es revelación del
sujeto y el lenguaje es la emoción que se habla. En la inspiración
narrativa, Jean-Jacques es inemdiatamente su lenguaje. La palabra
no es más que una unidad con el sujeto, igual que Galatea viviente
no es más que una unidad con el «yo» de Pigmalión. Sin duda, la
palabra tiene siempre como función «mediatizar» la relación entre
el yo y los otros. Pero ya no es un instrumento distinto del yo que la
utiliza; es el yo mismo. Hay que citar aqui a Hegel, pues es él quien
ha propuesto el mejor análisis del lenguaje de la «convicción inte
rior», tal como aparece en Rousseau: «El lenguaje es la conciencia
de sí mismo que es para los otros y que está presente inmediatamen
te como tal... El contenido del lenguaje de la buena conciencia es el
Si mismo que se sabe como esencia. Lo que expresa el lenguaje es
241
sólo esto»34. Decirse es la acción esencial, pero es una acción en la
que el yo no sale de si mismo.
La tarea de mostrarse, que parecía infinita, va a parecer ahora
extrañamente fácil. Sólo se trata de abandonarse dócilmente al sen
timiento, y de confiarle la palabra. Lo que garantizará la verdad de
la autobiografía es esta no resistencia al sentimiento y al recuerdo.
Ya no estamos ante la ardua empresa de inventar un nuevo len
guaje; héle aquí inventando por completo, a partir del momento en
que ya no dirijamos nuestra atención a la técnica de la palabra, en
cuanto renunciemos a hacer una obra literaria. El yo, únicamente
atento a si mismo, no pensará ni en la obra ni en el lenguaje-útil. La
obra se hará como él pueda, y será precisamente en esto en lo que
residirá su verdad. Cuando Rousseau habia hablado de la inmensa
dificultad de la expresión, todavía consideraba al acto de escribir
como un miedo a poner en práctica para «desenredar este inmenso
caos de sentimientos tan diversos». Pero el problema del lenguaje se
desvanece desde el momento en el que el acto de escribir ya no es
conocido como un medio instrumental con vistas a la revelación de
la verdad, sino como la revelación misma. Esto no es otra cosa que
reivindicar, hit et nunc, las prerrogativas expresivas que el Ensayo
sobre el Origen de las Lenguas asignaba a la «lengua primitiva». La
lengua es la emoción expresada de modo inmediato, y en vez de ser
el útil que sirve para la revelación de una verdad oculta, él mismo
es el secreto revelado, lo oculto que se hace manifiesto al instante.
Además, esta fidelidad espontánea que une la palabra con la emo
ción sirve de garantía a todo lo demás: la verdad inmediata del len
guaje gartantiza la verdad del pasaso tal como fue vivido. Propaga
retrospectivamente su propia pureza, su inocencia y su evidencia.
Todo lo que en la vida de Jean-Jacques fue mentira o vicio se reab
sorbe y se purifica en la transparencia actual de la confesión.
Pintaré de manera doble el estado de mi alma. Rousseau se con
cede la posibilidad de una doble verdad, allí donde se habría podido
temer un doble fracaso. Si se hubiese tratado de exhumar del pasa
do un hecho exacto, de localizarlo con precisión y de describirlo tal
como se produjo, se habría corrido un gran peligro de no obtener
nada más que un resultado incierto e incompleto. Si considero el
antiguo hecho como un objeto, todo me prueba la imposibilidad en
la que me encuentro de reconstruirlo tal cual: mi memoria de evoca
ción no es infinita, es falible. Pocas escenas le siguen siendo verda
242
deramente presentes. El resto se desvanece en cuanto pretende to
carlo... Además, ¿no oblitera mi mirada sobre el pasado el estado
de ánimo en el que me encuentro ahora? ¿No es mi emoción presen
te como un prisma a través del cual mi antigua vida cambia de for
ma y de color? ¿No me parece más oscura o más clara, dependien
do de las horas? Volverse para captar el pasado objetivo, es Orfeo
volviéndose para ver a Euridice... A lo que Rousseau responde co
mo en el mito de la estatua de Glauco, que lo esencial ha quedado
intacto. Pues lo esencial no es el hecho objetivo, sino el sentimien
to; y el sentimiento antiguo puede surgir de nuevo, hacer irrupción
en su alma, convertirse en emoción actual. Aunque la «cadena de
acontecimientos» ya no sea accesible a su memoria, le queda la «ca
dena de los sentimientos», alrededor de las cuales podrá reconstruir
los hechos materiales olvidados. Asi pues, el sentimiento es el cora
zón indestructible de la memoria, y es a partir del sentimiento co
mo, por una especie de inducción, Jean-Jacques podrá volver a en
contrar las circunstancias exteriores, las «causas ocasiones»:
243
ción más intensa, posee una agudeza mucho más estremecedora que
la impresión original. Esta es la razón por la que el pasado, lejos de
difuminarse en la memoria, se amplifica en ella y gana una resonan
cia más profunda: «Los objetos me causan menos impresión sus re
cuerdos»37. La emoción no revelará su verdadera «dimensión» más
que cuando sea vivida de nuevo... Ciertamente, hay excepciones a
estas resurrecciones infalibles. Hay momentos felices que ya no pue
den traducirse en palabras. Hay momentos demasiado deslumbran
tes cuyo contenido no recuperará Jean-Jacques jamás. Así ocurre
con su iluminación en el camino de Vincennes: «Oh, Señor», escribe
Rousseau a Malesherbes, «si hubiese podido escribir alguna vez la
cuarta parte de lo que vi y sentí bajo este árbol...»38.
Por lo demás, poco importa la exactitud de la reminiscencia.
Que resuene y se amplifique el recuerdo, que se confunda con el ac
tual hasta no poder ya distinguirse de él. Rousseau quiere pintar su
alma contándonos la historia de su vida; lo que cuenta por encima
de todo no es la verdad histórica, es la emoción de una conciencia
que deja que el pasado emerja y se represente en ella. Si la imagen
es falsa, al menos la emoción actual no lo es. La verdad que Rous
seau quiere comunicarnos no es la exacta localización de los hechos
biográficos, sino la relación que mantiene con su pasado. Se pintará
de manera doble, poque en vez de reconstruir simplemente su histo
ria, se cuenta a sí mismo tal como revive su historia al escribirla.
Poco importa, entonces, si llena con la imaginación las lagunas de
su memoria, ¿no expresa la calidad de nuestros sueños nuestra na
turaleza? Poco importa el poco parecido «anecdótico» del autorre
trato, puesto que el alma del pintor se manifestó por la forma, por
el toque y por el estilo. Al deformar su imagen, revela una realidad
más esencial, que es la mirada que dirige hacia sí mismo, la imposi
bilidad en la que se encuentra de captarse si no es deformándose. Ya
no pretende dominar su objeto (que es él mismo) del modo impar
cial y frío que correspondería al historiador, poseedor de una ver
dad ne varíetur. Se expone en su búsquda y su error. Al mismo
tiempo que el objeto incierto que cree captar. Este conjunto consti
tuye una verdad más completa, pero que se sustrae a las leyes habi
tuales de la verificación. No estamos ya en el terreno de la verdad
(de la historia verídica), en lo sucesivo estamos en el de la autentici
dad (del discurso auténtico).
Rousseau escribe a dom Deschamps: «Estoy convencido de que*31
244
se está siempre bien pintado cuando es uno mismo el que se ha pin
tado, aun cuando el retrato no se pareciese en absoluto»39. No hay
autorretrato alguno que no se parezca, pues el parecido no se en
cuentra en absoluto en la imagen representada, sino en la presencia
del yo en el interior de su palabra. Asi pues, el autorretrato no será
la copia más o menos fiel de un yo-objeto, sino la huella viva de es
ta acción que es la búsqueda de si mismo. Estoy a la búsqueda de
mí mismo. E incluso cuando me olvido y me pierdo en mi palabra,
esta palabra me revela y me expresa aún (en los Diálogos Rousseau
dirá que toda su obra no es más que un autorretrato). La palabra
auténtica es una palabra que ya no se limita a imitar un dato pre
existente: es libre de deformar y de inventar, con la condición de
permanecer fiel a su propia ley. Ahora bien, esta ley interior se
sustrae a cualquier control y a cualquier discusión. La ley de la
autenticidad no prohíbe nada, pero nunca es satisfecha. No exige
que la palabra reproduzca una realidad previa, sino que produzca
su verdad en un desarrollo libre e ininterrumpido. Admite e incluso
ordena que el escritor, al renunciar a buscar su «verdadero yo» en
un pasado fijo, lo construya al escribirlo. Da asi, un valor de ver
dad al acto al que la moral rigurosa podría reprochar el ser una fic
ción, una invención incontrolable40.
En este punto, la sinceridad no implica ya una reflexión sobre sí
mismo. No examina (como dice la fórmula consagrada) un yo pre
existente que habria que expresar completamente, con una fidelidad
descriptiva que mantuviese la distancia necesaria para juzgar. Esta
sinceridad reflexiva, que divide el ser y condena a la conciencia a
una irreductible separación, es suplantada por una sinceridad irrefle
xiva. Pues la autenticidad no es nada más que una sinceridad sin dis
tancia y sin reflexión, una espontaneidad que ya no está sujeta a un
objeto que la precediese y al que debiese obediencia. La palabra
auténtica se realiza en el abandono despreocupado al impulso inme
diato. Entonces la conciencia de la palabra y del ser se da a la prime
ra vez, en el impulso mismo de la afirmación del yo «que se sabe co
mo esencia», según los términos de Hegel; la coincidencia entre la
palabra y el ser ya no es un problema, sino un dato primero. Al pru
dente proceder de una reflexión que intenta delimitar su objeto suce
de la libre creación de si mismo. Ya no es necesario que el yo se re
monte a la búsqueda de su fuente; esta fuente está aqui mismo, en el
245
instante presente en el que surge la emoción. En efecto, todo ocurre
en un presente tan puro que el pasado mismo es vivido de nuevo co
mo sentimiento presente. Por consiguiente, la cuestión primordial
no consiste en pensarse ni en juzgarse, sino en ser uno mismo.
En una ética de la autenticidad, la divisa de Rousseau, vitam im
penderé vero, se convierte en sinónimo de vitam impenderé sibi.
Pues lo verdadero a lo que debe consagrar su vida es, en primer tér
mino, su verdad; el pacto con lo verdadero es un pacto consigo mis
mo. El imperativo ser uno mismo (que Rousseau repetía a Bernar-
din de Saint-Pierre) no le obliga a entregar su vida a una verdad
abstracta previamente establecida41, no le obliga más que a aceptar
se como fuente absoluta. Esto parece infinitamente fácil, puesto
que en toda circunstancia, y haga lo que haga, todos sus actos le
expresan. ¿Estoy en peligro de no ser yo? Sí, piensa Rousseau, es
toy en peligro de perderme pues el hombre posee el don de la refle
xión, es decir, el peligroso privilegio de vivir a distancia de si mis
mo; asi pues, ser uno mismo no es tan fácil como parece. Nunca se
ha terminado de retomarse uno a sí mismo en la reflexión que nos
aliena. Si no, ¿por qué habría que decirse tan ampliamente a fin de
ser uno mismo? Esto significa que aún no se posee la unidad indivi
sa. El tener que continuar escribiendo y justificándose prueba que
nunca se hace más que comenzar a ser uno mismo, y que la tarea es
tá siempre ante nosotros.
Sólo aquí es donde se mide toda la novedad que aporta la obra
de Rousseau. El lenguaje se ha convertido en el lugar de una expe
riencia inmediata, a la vez que sigue siendo el instrumento de una
mediación. Atestigua al mismo tiempo la inherencia del escritor a su
«fuente» interna y la necesidad de hacer frente a un juicio, es decir,
de estar justificado en lo universal. Este lenguaje ya no tiene nada
de común con el «discurso» clásico. Es infinitamente más impe
rioso, e infinitamente más precario. La palabra es el yo auténtico,
pero, por otra parte, revela que la perfecta autenticidad está todavía
ausente, que la plenitud debe ser conquistada aún, que nada está
asegurado si el testigo niega su consentimiento. La obra literaria ya
no solicita al asentimiento del lector sobre una verdad interpuesta
en «tercera persona» entre el escritor y su público; el escritor se de
signa mediante su obra y solicita el asentimiento sobre la verdad de
su experiencia personal. Rousseau ha descubierto estos problemas;
41 Sin lugar a dudas, no hay que subestimar el esfuerzo emprendido por Rous
seau para establecer una doctrina coherente y atenerse a ella. Necesitaba Jijar sus
ideas: ideas que deben sus pruebas al dictamen de la conciencia y que a su vez autori
zan a Rousseau a entregarse a la verdad del sentimiento.
246
ha sido verdadero inventor de la nueva actitud que llegará a sti la
de la litetarua moderna (más allá del romanticismo sentimental del
que se ha hecho responsable a Rousseau); se puede decir que ha si
do el primero en vivir de un modo ejemplar el peligroso pacto del
yo con el lenguaje: la «nueva alianza» en la que el hombre se hace
verbo.
247
V III
LA ENFERMEDAD
249
ilegar hasta los seres reales)21, pero esos diálogos con «seres confor
mes a su corazón» son momentos de tregua en los que la angustia
parece haber cesado y en los que la persecución ya no le alcanza ni
le concierne. Las alegrias de una comunicación simulada y la felici
dad ficticia gozada entre personajes inventados representan la respi
ración artificial de una conciencia que probablemente habría sido
asfixiada y fijada en medio de un mundo muerto por la obsesión de
la universal hostilidad.
Es tan ingenuo afirmar que nos vemos enfrentados a un ser abo
cado al delirio a causa de su constitución «sensitiva», como vano
seria buscar al «verdadero Rousseau» fuera de su enfermedad. Es
demasiado cómodo decidir que en su comportamiento todo está de
terminado por un «carácter» mórbido o por un desequilibrio innato
del temperamento. Y no es menos fácil minimizar la perturbación
mental, para celebrar a un gran escritor cuyo pensamiento y genio
literario han sabido desplegarse frente a innumerables enemigos,
antes de la enfermedad y a pesar de la enfermedad. Por el hecho de
que no sea un principio explicativo suficiente, ésta no se reduce, sin
embargo, al papel de un epifenómeno accidental. Los enemigos son
muy reales, pero ha sido él quien se los ha buscado, y la imagina
ción los multiplica.
Desde la perspectiva de un análisis global resultará que ciertas
conductas primeras constituyen, a la vez, la fuente del pensamiento
especulativo de Rousseau y la fuente de su locura. Pero, en su ori
gen, estas conductas no son mórbidas por si mismas. Si la enferme
dad se declara y se desarrolla es solamente porque éstas llegan hasta
la exageración y la ruptura. Ciertamente, la enfermedad es un mis
terio; este misterio no reside en la propia estructura de la experien
cia inicial, sino en la exageración que rige en su surgimiento. El des
arrollo mórbido llevará a cabo la caricaturesca puesta en evidencia
de una cuestión «existencia!» fundamental que la conciencia no ha
sido capaz de dominar.
Rousseau no se sustrae a una comprensión descriptiva, por difí
cil que sea la tarea de realizarla. En sus momentos de delirio nos pa
rece solitario, pero no impenetrable. Se encierra en sus convic
ciones, pero seguimos comprendiéndole, podemos llegar hasta él
mediante un esfuerzo de simpatía. En esto la locura de Rousseau
nos es infinitamente menos misteriosa que la esquizofrenia, la cual
nos impide todo acceso y se repliega en un horizonte irreductible
distinto. Es posible y es necesario seguir a Jean-Jacques por los ca
minos de la locura.2
2 Confessions, lib. IX. O. C., I, 427.
250
El delirio interpretativo no destruye la coherencia de la persona
lidad, sino que la reorganiza a partir de datos extremados. Sufrir es
te tipo de locura y coger la pluma para expresar el valor único de la
personalidad: son éstos, según parece, dos aspectos concordantes de
una misma «vocación». La posibilidad de la certeza irreductible se
dibuja en filigrana a lo largo de toda la obra teórica de Rousseau.
La convicción delirante no es más que el limite extremo de esta ten
dencia; es la contrapartida del exorbitante privilegio concedido a la
experiencia individual. Parece como si Rousseau hubiese querido
afirmar la legitimidad de la convicción interna hasta el punto en el
que pudiese ser considerada ilegítima por los otros hombres. En el
momento de su reforma, Rousseau se singulariza mediante su pre
sencia y sus propósitos: cree que afirma su derecho a vivir según los
principios que le dicta su conciencia; sólo escucha a su corazón y a
su razón y no tiene en cuenta la opinión de los demás. A medida
que le vaya obsesionando la persecución, su singularidad se le hará
perceptible sin que tenga que reivindicarla ni manifestarla mediante
signos externos. Renunciará al vestido de armenio: su originalidad
ya no necesita ser anunciada exteriormente, la experimenta, quiéra
lo o no; ya no tiene que tomarse la molestia de alejarse, la sociedad
le ha exiliado. Asi pues, el delirio de persecución no hace sino trans
formar una soledad querida en una soledad padecida. No se ve rup
tura entre una y otra, no se ve solución de continuidad, y no parece
que Jean-Jacques abandone el camino que ha escogido.
Toda reivindicación en favor de una singularidad absoluta equi
vale a una rebelión contra las normas comúnmente aceptadas. For
ma parte de la lógica de esta rebelión el que el individuo proclame
su derecho a instalarse en lo anormal y a realizar dicha experiencia,
si tal es la exigencia que experimenta en si mismo. Más aún, preten
derá ser el fundador y el inventor de una nueva forma, frente a la
cual todos los otros hombres le parecen que están cegados por error.
En los últimos escritos de Rousseau se verá, alternativamente, a
un hombre que pretende haber sido expulsado de todo orden, y
a un hombre que afirma ser el único modelo a partir del cual se po
dría construir un orden humano legítimo. Unos textos nos dicen
que Jean-Jacques siente que vive en un mal sueño, cuyo despertar
no llega nunca; otros textos nos aseguran, por el contrario, que es el
único que ha sabido preservar el arquetipo ideal del «hombre de la
naturaleza» en un mundo corrompido. Asi pues, en algunas oca
siones siente que su vida se desarrolla más allá de toda norma hu
mana, y en otras cree que salvaguarda la norma esencial que desco
nocen todos sus contemporáneos.
251
Expulsado de todas partes o en el centro de todo, siempre está
solo. Es el único que ha sido arrojado al absurdo y condenado a no
saber ya nada de si mismo; es el único que posee la sabiduría
correcta, la clara razón que juzga sobre el bien y sobre el mal.
No será difícil mostrar, en los primeros textos de Rousseau, en
cartas que datan de antes de la veintena, la presencia de la descon
fianza del malestar: le han calumniado, han malinterpretado su
conducta y corren el riesgo de tomarle por un espía. Desde el co
mienzo, Rousseau hace frente a la acusación (o a la simple posibili
dad de la acusación) y se esfuerza por disculparse. Es la situación
fundamental en la que se encontró en Bossey al sufrir el castigo in
justo. Así pues, el delirio de los últimos años de Rousseau no inven
ta ningún dato nuevo: no hace sino exasperar hasta la obsesión un
sentimiento que nunca ha estado ausente de su conciencia.
Pero no es menos importante mostrar que ciertos temas y ciertas
ideas clave del pensamiento teórico de Rousseau evolucionan de tal
forma que llegan a constituir lo que se podria denominar como la
correlación ideológica de la mania persecutoria. Veremos de nuevo
en este caso que en los Diálogos y en las Ensoñaciones Rousseau no
inventa nada que no haya pensado y expresado ya. Pero lo que va
ria es el sistema, las relaciones que las ideas mantienen o dejan de
mantener entre ellas; el pensamiento de Rousseau sigue trabajando
con elementos adquiridos anteriormente y familiares desde hace
tiempo, pero cuya función y significado remodela. ¿Se ha observa
do que ciertas expresiones que pertenecían primero al vocabulario
del amor pasan al vocabulario de la persecución? La palabra ligado,
que Rousseau repite en los Diálogos y en las Ensoñaciones para ca
racterizar su situación de victima, poseia en el quinto libro del Emi
lio un significado amoroso, y definia la tierna solicitud de Sophie:
«Perdonémosle la inquietud que causa a lo que ama, a causa del
miedo que le produce el que él no esté nunca suficientemente liga
do»*. He aquí otro ejemplo de la misma transferencia de significa
do: Rousseau, perseguido, se siente en manos de aquellos que «dis
ponen de su destino»; sin embargo, Saint-Preux deseaba esta si
tuación de dependencia absoluta e imploraba a Julie: «Por piedad
no me dejéis abandonado a mis solas fuerzas; dignaos al menos dis-3
252
poner de mi suerte»4. Una vez más, el deseo amoroso parece en
contrar, aqui, una realización paródica y masoquista en el cruel uni
verso de la persecución... Y esta unanimidad, que constituía el ca
rácter exaltante del pacto social, he aqui que se materializa contra
Rousseau mediante la inexplicable hostilidad de toda una genera
ción. «La liga es universal, sin excepción, y definitiva»5. El pro
nombre se, que en el Contrato Social representaba la voluntad gene
ral, designa ahora el anonimato colectivo de una conjuración uni
versal. (A partir del pequeño grupo de «esos señores», la maldad se
generaliza y alcanza a todos los hombres: esos señores se convierten
en ellos y finalmente en se.)
La r e f l e x ió n c u l p a b l e
253
pensamiento reflexivo de la acción instrumental, y no es posible
retroceder. Por desastrosa que haya sido nuestra ruptura con la pri
mitiva claridad de la experiencia sensible, debemos considerarla
irreversible y conformarnos con nuestro estado presente7. Aunque
sea licito condenar los daños causados por la reflexión, hay que de
cir también que ésta procura la prueba de la espiritualidad del
hombre. Entre los argumentos que Rousseau opone al materialismo
en el Emilio, la reflexión figura en lugar preferente: el hombre po
see un poder activo de juzgar y comparar. Así pues, no es totalmen
te el juguete de las causas materiales, su espíritu no está completa
mente sometido a las leyes de la naturaleza inanimada. Por profun
da que sea la nostalgia de Rousseau por la inmediatez de la vida
sentida y del instinto, en el Emilio reconoce que la sensación no su
pone aún más que un ser pasivo. Para que el hombre alcance su ple
nitud, es necesario que revele el «principio activo» de su alma, es
necesario que juzgue, que razone y que compare (Locke y Condillac
lo habian dicho ya antes que Rousseau). Al superar la existencia
sensitiva, el hombre adquiere el poder de «dar un sentido a la pa
labra es»8.
Consecuentemente, la doctrina pedagógica de Rousseau acepta
ba hacer intervenir a la reflexión como un estadio necesario de la
evolución de la conciencia. Ciertamente es nefasto apelar dema
siado precozmente al juicio del niño: Emilio, al principio, sólo es
capaz de sentir. No se le debe imponer un esfuerzo artificial que le
separe de la realidad percibida inmediatamente. Pero llega un mo
mento, en tomo a la pubertad, en el que el espíritu está maduro pa
ra la reflexión. En una educación conforme a la naturaleza, la refle
xión tiene derecho a intervenir, pero, en su momento, a la edad que
le conviene. Asi pues, Rousseau construye un esquema dinámico en
el que el desarrollo de la actividad reflexiva constituye una fase in
termedia entre el estadio infantil de la sensación inmediata y el des
cubrimiento del sentimiento moral, que constituirá una sintesis su
perior al unir la inmediatez del instinto y la exigencia espiritual des
pertada por la reflexión. Rousseau, en una frase que prefigura a
Kant, asigna a la razón raciocinante la tarea de preparar el impera
tivo práctico del sentimiento moral: «De este modo, mi regla de
entregarme más al sentimiento que a la razón obtiene su confirma
ción de la razón misma»9. La reflexión, estadio intermedio, es en
7 Para más detalles remitimos al lector a las notas que hemos consagrado a este
problema en la edición de la Pléiade (O. C., 111, 1310 y ss.).
* Émile, IV parte, O. C„ IV. 571.
9 Op. tit., 573.
254
cierto sentido una desgracia, puesto que destruye la unidad original
de la conciencia y la separa del mundo natural. El acto de juzgar me
aleja de la verdad:
255
que el espíritu debe pagar necesariamente en el curso de su creci
miento. Ya no hay ningún camino que lleve más allá de la reflexión.
Hela aquí convertida, inequívocamente y sin esperanza de reconci
liación, en una fuerza enemiga: en el fundamento del mal. Lo que
en principio era movimiento y superación se consolida ahora en una
oposición definitivamente insuperable. En vez de abrirse hacia un
progreso «dialéctico», la antítesis cobra mayor peso y se inmoviliza.
El conflicto entre la «vida inmediata» y la «vida reflexiva» es defi
nitivamente insoluble. Desde el comienzo de los Diálogos, Rousseau
construye un sistema en el que la reflexión está representada, en tér
minos de cinética, como una reflexión de la energía primitiva del
alma:
256
nuestro ser; la negativa de repulsión, que comprime y em pequeñe
ce el de los dem ás, es una com binación que produce la reflexión.
De la prim era nacen todas las pasiones afectuosas y dulces, de la
segunda todas las pasiones odiosas y crueles14.
257
inocencia. No puede ser un malvado, puesto que la reflexión carece
de poder sobre él. «Todos sus primeros movimientos serán vivos y
puros; los segundos tendrán poco poder sobre él... Nunca hará vo
luntariamente lo que está mal... Todas sus faltas, incluso las más
graves, no serán más que pecados de omisión»'7. Ciertamente ha
traicionado algunas veces su naturaleza y ha cedido a la tentación
de la reflexión. En realidad, no es responsable de ello, le han sedu
cido, le han arrastrado al mal. Si se ha convertido en escritor es
porque ha sido víctima de una especie de hechizamiento:
258
El mundo no reflexivo en que Rousseau se encierra es un mund<<
que pretende ser autosuficiente y completo. La teoría revisada no si
túa el comienzo de la actividad del alma en el estado de la reflexión,
tal y como pretendía la teoría psicológica de Locke y de Condi-
Uac. En este universo que pretende no deberle nada a la reflexión, el
hombre quiere mostrarse plenamente activo sin tener que ejercer su
juicio. Hemos visto cómo Rousseau estableció la posibilidad de una
memoria que no seria una reflexión sobre un objeto pasado, sino el
surgimiento actual del sentiminto. También la imaginación se des
pliega sin el recurso a la reflexión. He aqui dos actividades salvadas
de entrada del contagio del mal y a las que Rousseau podrá entre
garse sin remordimientos. Por lo demás, toda la moral se funda
sobre la piedad, que es anterior a la aparición del pensamiento
reflexivo: éste es un punto sobre el que Rousseau insistió frecuente
mente. Al escribir el segundo Discurso, habla visto ya el origen de
la moral en la piedad natural, es decir, en «un puro movimiento de
la naturaleza, anterior a toda reflexión»20. Asi pues, una vida recta
es posible antes de que la existencia de los otros se convierta en un
término de comparación para nuestro amor propio. Antes de la re
flexión simpatizamos espontáneamente con nuestro prójimo y nos
identificamos con él, en vez de oponernos a él. La «sensibilidad po
sitiva» que deriva del amor de si mismo nos hace conocer «pasiones
afectuosas y dulces»21. Nada esencial nos faltará si nos replegamos
en un mundo en el que la luz primitiva de las conciencias no se des
dobla en el sombrío espejo de la reflexión.
Rousseau abandona, así, la idea de una síntesis progresiva que
incluiría y superaría el estadio de la reflexión. Ya no se trata de se
guir el esquema de evolución propuesto en el Emilio, que pretendía
que el hombre adquiriese el dominio de la reflexión para acceder a
una espontaneidad más rica más allá de la reflexión. Parecía como
si hubiera un camino en cuyo término nos encontraríamos a nos
otros mismos después de haber conocido el tiempo de la separación.
Ahora nos hallamos en un lugar sin camino; es un mundo troceado
y mutilado. La vida inmediata y el pensamiento reflexivo se oponen
sin esperanza de reconciliación: ningún camino conduce de la una al
otro. Los malvados se instalan en la reflexión, los buenos —es de
cir, Jean-Jacques— viven una sucesión de «primeros movimientos»
de los que no se «difractará» ninguno.
Reflexionares juzgar. Pero los Diálogos se titulan también:
Rousseau juez de Jean-Jacques.
20 Discours sur ¡"Origine de l'Inégatité, O. C., III, 155.
» Dialogues, II, O. C., IV, 805.
259
Reflexionar es comparar. Pero al comienzo de los Diálogos se
lee: «Era preciso, necesariamente, que yo dijese con qué ojos vería
a un hombre tal como soy yo si fuese otro»21. No solamente Rous
seau realiza aqui un desdoblamiento reflexivo, sino que a lo largo
de todo su libro se compara con sus enemigos para situarse en su
verdadero lugar, en la inocencia de la vida irreflexiva. Rousseau
habla de Jean-Jacques y demuestra que es «esclavo de sus senti
dos», pero nunca pierde de vista a los otros para su demostración, a
los malvados, a aquellos a quienes domina la fria pasión de la refle
xión. Puede decirse por ello que los Diálogos son esencialmente una
reflexión dirigida contra la reflexión. Es aqui donde reside el sin
sentido y el error capital de los Diálogos, tanto y posiblemente aún
más que en el carácter delirante de las ideas de persecución. La
conversación entre los dos personajes, Rousseau y el Francés, es
una interminable reflexión destinada a probar que Jean-Jacques,
conducido solamente por sus sensaciones y por sus impulsos, es in
capaz de vivir en la forma del pensamiento reflexivo. Jean-Jacques
se separa de si mismo con el fin de decirnos que nunca se ha aban
donado. La obra entera es una reflexión desgraciada y vergonzosa,
fascinada por la nostalgia de lo irreflexivo: se condena y reniega de
si misma al desarrollarse, y, al mismo tiempo, agrava y prolonga la
falta de escribir y de reflexionar, de las que Rousseau se declara
inocente. De ahi las infinitas negaciones: Jean-Jacques no habia na
cido para convertirse en un escritor, ha sido arrastrado fuera de sí
mismo: por lo demás, nunca fue un pensador, sólo tomó la palabra
para pintar su alma y para expresar los sentimientos más espontáne
os. Su verdadero reino es el «mundo encantado», entre los iniciados
que se comprenden sin recurrir al lenguaje humano, gracias a signos
infalibles...
Ciertamente, el Rousseau de los Diálogos tiene la intención de
revelar al verdadero Jean-Jacques de una forma tan directa como
sea posible. Querría convencer a su interlocutor —el Francés— pro
vocando en él una iluminación instantánea: «Veamos... si no habria
medio alguno de haceros sentir de repente, mediante una impresión
sencilla e inmediata, aquello de lo que no podría persuadiros proce
diendo gradualmente en razón de 'as opiniones que tenéis» (Dialo
gues, II, O .C ., I, 799.) ...Pero este medio sencillo no existe; hay
que hablar sin fin, discurrir interminablemente. La demostración
desplegará todos los argumentos imaginables, hasta los más abs
tractos, para construir el mito de un Jean-Jacques incapaz para la2
260
reflexión y para el discurso. De este modo, compromete y p ic n ic es
ta imagen mítica en el esfuerzo mismo que realiza para Irazarla y
representarla: el mito está amenazado por la inautenticidad en su
propio origen. El Rousseau de los D iá lo g o s habla desde el mundo
de la reflexión; vive en la desgracia de la división, persigue la justifi
cación; pero el Jean-Jacques del que habla vive en otro mundo,
nunca franqueó el umbral de la reflexión, no abandonó la unidad
indivisa de la naturaleza, no necesita justificación.
En el primer Discurso, Rousseau era consciente de su paradoja:
sabia que era un hombre de letras que hablaba en contra de las le
tras. Aqui, la misma paradoja ha llegado a su culmen, pero él ha
dejado de ser consciente. Rousseau no consigue reconocer que es un
hombre reflexivo que pretende no saber nada de la reflexión. El
Rousseau que juzga y el Jean-Jacques incapaz del esfuerzo del jui
cio no pueden ser el mismo hombre. Tal como se piensa, Rousseau
no tendría derecho a pensarse. La actividad reflexiva, por la que
Rousseau pretende demostrar su inocencia, está condenada por los
principios mismos sobre los cuales funda las condiciones del bien y
del mal. Si fuese consciente de si misma, sabría que era culpable,
puesto que el campo de la reflexión coincide con el propio mal. Sa
bría que pertenece al mundo que ha anatemizado... Para escapar a
esta contradicción fundamental, habria dos salidas posibles: si se si
gue considerando la reflexión como el principio del mal, no queda
más que callarse; o bien, si se quiere hablar inocentemente hay que
reconocer la inocencia de la reflexión. Pero Rousseau se obstina en
la contradicción: seguirá hablando de la felicidad de la comunica
ción silenciosa, seguirá invocando a una inmediatez que arruina con
su palabra.
El Rousseau que nos habla es absolutamente ajeno a la imagen
que construye de si mismo. Aquí reside la verdadera alineación, en
el sentido psiquiátrico del término. Pues el propio Rousseau sufre la
división que, al cortar el mundo en dos, enfrenta irreductiblemente
el mal de la reflexión y la inocencia de lo inmediato; vemos como
esta división se introduce en el propio Rousseau y erige en el inte
rior de su conciencia la hostilidad de dos mundos a los que no une
ningún camino. No ha aniquilado la reflexión ni la ha superado; la
ha expulsado. Y al mismo tiempo se ha condenado a no poder ha
blar de si mismo más que desde el exterior, desde el punto de vista
de la falta. Lejos de llevar a cabo la unidad del sentimiento y del
lenguaje, su palabra es definitivamente lo otro con respecto al «ver
dadero yo» que pretende permanecer en la plenitud indivisa. Rous
seau está excluido de Jean-Jacques, y sin embargo, es a partir de
261
esta extraña exclusión como se construye el retrato de Jean-Jacques.
Un problema análogo se habia presentado ya cuando Rousseau
había concebido su proyecto de moral sensitiva. Una cosa es sufrir
la influencia del medio que nos rodea y otra muy distinta analizar el
efecto moral de nuestras experiencias sensibles y disponer los obje
tos que nos rodean de tal forma que su influencia nos sea favorable.
Rousseau querría entregarse por completo a la sensación, pero a
condición de que el medio sensible esté dispuesto a su favor:
262
vo. No ve que, aunque la reflexión puede ser superada, con iodo no
puede ser rechazada como si nunca se le hubiese pedido consejo, lis
una mistificación creer que así se termina con la reflexión, y Rous
seau parece querer ser, a la vez, el mistificador y el mistificado, el
encantador y el encantado. Quiere gobernarse, pero dejándose go
bernar por las cosas:
¿Cómo ser a la vez aquel que fuerza y aquel que se deja forzar?
¿Cómo vivir sensitivamente de manera inocente toda vez que uno
mismo ha puesto en marcha el condicionamiento sensible? ¿Cómo
asumir la responsabilidad de la puesta en escena, cómo trabajar en
el arreglo del orden exterior sin dejar de salvaguardar la dócil irres
ponsabilidad de un «animal» que deja actuar al mundo sensible y se
deja conducir ingenuamente por sus sensaciones? Seria necesario
poder ser, alternativamente, un demiurgo y un animal. Sólo un arti
ficio magistral puede organizar el mundo de tal forma que la vida
virtuosa se lleve a cabo inocentemente y sin esfuerzo, bajo el sólo
impulso de los sentidos.
¿Acaso no se destruye la espontaneidad original, o al menos se
la altera profundamente, desde el momento en que lo que es origi
nal es asi manipulado con vistas a un objetivo moral? Rousseau no
puede aceptar abandonar la red de las influencias sensibles, a las
que considera como responsables de nuestros sentimientos morales,
y tampoco quiere renunciar a tener influjo sobre este dispositivo de
terminante:
27 Ibldem.
264
sensibilidad y el hombre de la reflexión; hacía de ellos dos persona
jes diferentes y complementarios: Saint-Preux y Wolmar, Émile y
su preceptor. Existe una relación positiva entre los seres reflexivos
y los sensitivos, y esta relación es pedagógica, educativa. El hombre
reflexivo conoce la manera de gobernar a las almas sensibles. Ejerce
sobre ellas una violencia benéfica, primero para conducirles según
el orden y el bien y después para despertarles al conocimiento ilus
trado del orden y del bien. Tal es el objetivo de la educación: más
tarde el hombre de la sensibilidad poseerá también los poderes de la
reflexión; más tarde se producirá la síntesis. Pero al principio hay
una gran distancia, el maestro y el discípulo pertenecen a dos mun
dos diferentes.
Parece que antes de la época de persecución Rousseau se com
plació en vivir, alternativamente, el papel del hombre reflexivo y el
del alma sensible. Si Émile es posiblemente otro Jean-Jacques, el
preceptor es otro Rousseau. Igualmente, Wolmar y Saint-Preux son
dos identidades imaginarias que el soñador de el Ermitage adopta
alternativamente al crear su novela. Revive la edad de oro de la in
fancia y se concede las alegrías y las desgracias de un alma sensible;
pero se exalta también haciéndose poseedor del poder demiúrgico
de Wolmar y del preceptor.
La reflexión del maestro se propone como tarea favorecer la
vida irreflexiva del niño, hasta el momento en que éste pueda ser
iniciado a la reflexión. De todos modos adivinamos un engaño en el
modo en que los maestros preparan los objetos destinados a causar
impresión a las «almas sensibles». (Este engaño habia aparecido ya
ante nosotros en el momento en el que analizábamos las relaciones
de confianza que unían a Wolmar con sus sirvientes.) Saint-Preux
es conducido a la virtud casi sin que se dé cuenta. Émile es educado
«según la naturaleza», gracias a los artificios del preceptor omni
presente y omnisciente: la «educación negativa» es el fruto de una
reflexión positiva. La libertad de Émile es mantenida en reposo
mientras se gobierna al niño por la sola sensación. Sin duda, el pre
ceptor tiene la intención de favorecer —a su debido tiempo— el des
pertar de una plena responsabilidad. Pero durante todo el tiempo
que dura esta educación el discípulo es manejado enteramente por
el preceptor. Aunque es ésta una educación para la libertad, no es,
ciertamente, una educación mediante el recurso de una libertad
auténtica.
Emilio se siente libre y no lo es. Miles de coacciones invisibles
condicionan su conducta: el mundo «natural» en el que vive es, en
realidad, obra del preceptor. Émile está cautivo de una refinada
265
trampa. Sin embargo, la mayoría de los lectores leyeron el Emilio
como si Rousseau les invitase a imitar la espontaneidad sensitiva del
niño, y no la reflexión razonable del preceptor que dirige la espon
taneidad de su discipulo. No se ha visto en él la exposición de una
ciencia pedagógica y de una técnica reflexiva, sino un canto en ala
banza del sentimiento irreflexivo. Esto es no entender bien a Rous
seau, pero él mismo es parcialmente responsable de este malentendi
do. En efecto, en las teorías del preceptor nada confirma ni legitima
su propia actitud; casi todas sus declaraciones tienen por objeto el
papel nefasto de la reflexión. Él parece no ser consciente de su pro
pia reflexión y construye un sistema según el cual su propio discurso
no tendría derecho a existir. Rousseau ha atribuido al preceptor el
papel del mediador, pero le convierte en profeta de la vida inmedia
ta. Su método consiste en mantener al niño, al menos hasta una
cierta edad, «siempre en sí mismo y atento a aquello que le concier
ne inmediatamente»zs. Así Rousseau establece la necesidad de la
mediación (puesto que tiene necesidad de un preceptor) y al mismo
tiempo la rechaza (puesto que el preceptor predica el evangelio de la
vida inmediata).
Ahora bien, el rechazo de la mediación se irá haciendo cada vez
más categórico. En el momento en el que escribe los Diálogos,
Rousseau ve la sensación y la reflexión como términos irreductible
mente opuestos. Él mismo se presenta como aquel que nunca ha
abandonado la inmediatez de la sensación. Esto es producto de la
dialéctica que atribuía a la reflexión una función mediadora entre la
unidad primera del mundo natural y la unidad superior del mundo
moral. La reflexión es ahora lo absolutamente opuesto a la natura
leza, el enemigo irreconciliable; todo se fija en una antinomia de
tipo maniqueo.
El papel del preceptor, con el que Rousseau aceptaba identifi
carse, pasa entonces al campo del enemigo. El peligroso poder de la
reflexión pertenece ahora al otro, al malvado que Rousseau no pue
de ni quiere ser. De este modo, la persecución desarrollará una os
cura parodia de la relación de feliz dependencia que unía a Emilio
con su preceptor. En manos de sus perseguidores, Jean-Jacques se
parece a Emilio en manos del maestro que dispone de su libertad.
Pero el engaño benéfico se ha tornado complot diabólico. La refle
xión sólo era vergonzosa, hila aqui convertida en algo completa
mente culpable. Su obra es el mal por excelencia.
En el Emilio se podía leer:
267
(Le han rodeado) de tantas maneras, a fin de que en medio de
esta libertad imaginaría no pueda decir ni una palabra, ni dar un
paso, ni mover un dedo, sin que ellos no lo sepan ni lo deseen31.
Los OBSTÁCULOS
Op. cll., 710. Cfr. Pierre Burgelin: «La educación de Émile se apoya en el
artificio: el hombre de la naturaleza no puede desarrollarse más que un mundo sa
biamente urdido, su virtud es el resultado de las conspiraciones» (Op. cil., 300).
268
hombres son arrancados del eterno presente en que consistía su
morada primera, deben juzgar, comparar y emplear instrumentos;
descubren la esperanza y la nostalgia, el tiempo despliega sus di
mensiones de ausencia; el futuro y la preocupación por el futuro co
mienzan a contar para ellos, la opinión de los demás comienza a
inquietarles... El Contrato Social, por su parte, atribuye al obstácu
lo una función que no es menos importante: los hombres descubren
la necesidad del pacto social como consecuencia de haberse opuesto
a los obstáculos: «Supongo que los hombres llegaron a ese punto en
el que los obstáculos que perjudicaban su conservación en el estado
de naturaleza superaban, a causa de su resistencia, a las fuerzas
que cada individuo podía emplear para mantenerse en dicho esta
do»32. Nuevo ejemplo de una mutación decisiva que se efectúa en
virtud de un esfuerzo contra el obstáculo. La adversidad de las co
sas determina la invención de una forma de existencia y de una or
ganización social enteramente nueva. Se puede decir, sin temor a
deformar el pensamiento de Rousseau tal y como se expresa en el
segundo Discurso y en el Contrato, que la humanidad se crea a sí
misma en el contacto con el obstáculo.
La reflexión nace en el contacto con el obstáculo. Pero es culpa
ble, ¿qué hacer, entonces, con el obstáculo? Dado que Rousseau
anatematiza la reflexión, hay que esperar verle alejarse del obstácu
lo, rechazarlo con horror...
Ésta es, por cierto, la actitud que encontramos expresada en los
Diálogos. Desde la primera página, el habitante del «mundo encan
tado» es definido por su ignorancia deliberada del obstáculo. Más
exactamente, lo que ignora es el enfrentamiento con el obstáculo, la
lucha material y las estratagemas que le seria preciso desplegar. Es
te hombre salva los obstáculos como si no existiesen o se detiene ante
ellos como si fuesen insuperables. No hay término medio. El ini
ciado del mundo encantado alcanza instantáneamente el fin que de
sea, o bien renuncia a él por completo. Sus goces son «inmediatos»,
sus acciones son «directas». Ninguna de sus energías, ninguno de
sus pensamientos pueden desviarse de su fin ideal para vencer las re
sistencias interpuestas. No quiere tener en cuenta la adversidad de
las cosas. Esforzarse por vencer esta adversidad significaría que se
acepta abandonar los «goces inmediatos» para soportar la ley de los
instrumentos, de las técnicas y de la mediación.
En lo sucesivo, el obstáculo no aparece como el lugar a partir
32 Control Social, libro I, cap. VI, O. C., III, 360. El consejo del educador en el
Emitió es: «No ofrezcáis nunca a sus caprichos indiscretos más que obstáculos físi
cos» (lib. II. O. C„ IV, 311).
269
del cual surge un movimiento; es el punto sobre el que la energía
primitiva del ser se debilita, se amortigua y se difracta. Según la cu
riosa analogía balistica que ya conocemos, las pasiones primitivas
toman un «camino oblicuo» después de haber entrado en contacto
con el obstáculo y se convierten, a continuación, en «pasiones de
odio», «secundarias», cuya fría maldad es el efecto de un movi
miento que se agota. Lejos de ser la ocasión del surgimiento de nue
va energía, el contacto con el obstáculo pervierte y tuerce el impulso
espontáneo del alma. Pero sólo las almas débiles se prestan a un
compromiso con la resistencia que encuentran «al chocar con un
obstáculo». Un alma fuerte, por el contrario, no se deja difractar,
«no se devia nada, sino que como una bala de cañón fuerza el obs
táculo o se amortigua y cae al chocar con él»3-1. Así pues, la vía di
recta no conoce más que la destrucción instantánea de la resistencia
o la detención completa ante ésta.
Rousseau traduce de este modo el problema en términos pura
mente mecánicos —es su manera de formular las leyes de la «psico-
dinámica»—, pero el modelo mecánico se adecúa perfectamente a
su intención de no contar más que con la energía que se consume «en
el punto de origen». En el momento de la salida del proyectil todo
está decidido con antelación: el disparo acierta o falla según la in
tensidad del estallido inicial. Literalmente, el acto estalla a distan
cia del obstáculo. Ninguna nueva iniciativa podrá alcanzar o corre
gir la trayectoria de la «bala de cañón». Ningún esfuerzo calculado
se aplicará al propio obstáculo para evaluar su resistencia y para su
perarla mediante una acción que se ajuste a ella. Si no pulveriza el
obstáculo, si no pasa a través de éste sin desviarse, no le queda otro
recurso que el de inmovilizarse definitivamente. O bien el obstáculo
no es nada, o bien Jean-Jacques no puede nada contra él y se ve re
ducido a la «inactividad total». Una extraña ley obliga en este caso
al obstáculo a desvanecerse ante la expansión del yo, a no ser que la
energía inicial deba deternerse ante un limite insuperable, ante un
exterior opaco sobre el que no quiere ni puede tener ninguna in
fluencia.
Queda, por tanto, la extraña alternativa entre un espacio sin
obstáculos, y obstáculos que cierran todo el horizonte y tras de los
cuales no se abre ya ningún espacio. Esta alternativa define los dos
mundos en los que Rousseau siente que está viviendo: reside, alter
nativamente, en un mundo infinitamente abierto y en una prisión
herméticamente cerrada. Su imaginación es capaz de suprimir todos3
270
los obstáculos y de abrirle mágicamente un espacio ilimitado (se
funde entonces en el «sistema de los seres»); a su vez héle aqui con
vertido de nuevo en nada, en un mundo en el que todas las cosas se
han transformado en obstáculos y constituyen un «triple cerco de ti
nieblas», un «misterio impenetrable». Excluido de todo —o identi
ficándose con la totalidad del universo; victima inocente de un des
tino sin par— o gozando de si mismo y de todas las cosas como un
dios, a merced del más mínimo signo exterior —o capaz de una ex
pansión infinita; sometido pasivamente a las leyes del choque—14
o tomando posesión del «reino de los fines»: en las dos eventuali
dades, bien sea el obstáculo inexistente, bien sea infranqueable, la
inocencia de Jean-Jacques está a salvo. En efecto, si el obstáculo es
todopoderoso, Rousseau renuncia a actuar, se repliega a si mismo,
se consuela con el sentimiento de sus buenas intenciones, las cuales
no son menos puras por el hecho de ser ineficaces. Si por el contra
rio, el obstáculo es aniquilado a su paso, es que Jean-Jacques habrá
podido alcanzar de un solo intento el objeto ideal de su deseo, y no
habrá habido ninguna necesidad de entretenerse en vencer las resis
tencias en un mundo de útiles en el que el hombre se convierte en
culpable al actuar. Conocemos la frecuencia del recurso al compor
tamiento mágico en Rousseau; lo mismo ocurre aqui: la total supre
sión del obstáculo no puede tener lugar más que a causa de un po
der mágico. Según las leyes ordinarias de la naturaleza, siempre se
producen amortiguamientos y difracciones, la resistencia del obs
táculo nunca es nula, el campo nunca está libre.
Como ya hemos señalado, la aproximación al objeto y el contac
to con la circunstancia real son siempre motivo de inquietud para
Jean-Jacques. Este vapor, este velo que se desliza entre él y las co
sas no se disipa más que cuando consigue recuperar la sensación
pura, o también cuando el objeto real se convierte en imagen para
la memoria o para la ensoñación. En la sensación pura, el mundo se
da sin que nos opongamos a él; en lo imaginario, creamos un hori
zonte en el que se ofrece todo sin que tengamos conciencia del más
mínimo esfuerzo por nuestra parte: la imaginación consuma nuestra
acción antes de que hayamos entrado en contacto con la realidad
exterior:
271
objetivo saltando por encima de los obstáculos que lo detienen o
lo ahuyentan. Aún hace más separando del objeto todo lo que tie
ne de extraño a su codicia, no se lo presenta sino completamente
apropiado a su deseo. De este modo, sus ficciones llegan a serle
más dulces que las mismas realidades; ellas alejan sus defectos
junto con sus dificultades, se las entrega expresamente preparadas
para él, y consigue que desear y gozar no sean para él más que
una misma cosa35.
272
esconderla. Todo lo que no es lo inmediato se convierte en máscara
gesticulante y se vuelve contra Jean-Jacques. Tras los rostros y los
muros se encuentra la negra malignidad de un tribunal que ha dicta
do ya su veredicto infame sin haber escuchado la defensa del acusa
do. Parece como si ahora se hubiese llegado al momento de la eje
cución de la sentencia. Bajo las apariencias de una conmiseración
entristecida, Jean-Jacques es castigado. Le parece que la resistencia
de las cosas con que se tropieza se encuentra apostada expresamente
en su camino para anunciarle que es perseguido y para impedirle co
nocer quién le persigue. El misterio está en todas partes, las ti
nieblas no tienen fin. Pues el obstáculo es de tal carácter que no
puede ser reducido por una acción franca: ¿cómo actuar sobre un
mundo trucado? Las apariencias son falaces no porque le engañe su
percepción, sino porque todos los objetos son trampas que le están
destinadas. La incertidumbre del parecer ya no es una condición
«normal» de la experiencia humana, sino un maleficio dispuesto por
el enemigo. Si las cosas son ambiguas, ello no proviene del hecho de
que Jean-Jacques sea incapaz de captar el ser tras las apariencias: es
evidente que son los conjurados los que le niegan la posibilidad de
vivir en la claridad. Al igual que Rousseau proyectaba fuera de si su
propia reflexión para convertirla en el arma perseguidora dirigida
contra él, atribuye la ambigüedad de su propia percepción a la
acción de las tinieblas que han urdido para perderle.
Convencido de que no me dejan ver las cosas tal y com o son,
me abstengo de juzgar ateniéndom e a las apariencias que les dan,
y sea cual fuere el señuelo con el que se cubren los motivos para
actuar, basta con que dichos motivos sean dejados a mi alcance
para que yo esté convencido de que son engañosos37.
273
El fino velo que separaba a Rousseau de los otros se ha espesado
hasta convertirse en unas «inmensas barreras» que no franqueará
jamás. Si una de estas barreras cede accidentalmente, si se calma al
gún temor, es para revelar que toda la profundidad que se esconde
tras el primer obstáculo es una nueva espesura oscura y sin salida.
Jean-Jacques se interna en un «inmenso laberinto en el que no le
dejan percibir en las tinieblas más que los falsos caminos que le ex
travian cada vez más»3®.
Así pues, el obstáculo es de tal carácter que seria irrisoria una
acción destinada a superarlo. Lo que paraliza a Jean-Jacques no es
solamente que la resistencia del obstáculo sea irreductible, a esto se
le añade también la imposibilidad de hacer un solo gesto que no
esté inmediatamente a merced de «estos señores». Desde el momen
to en que sus actos y sus palabras se alejan de él, ve cómo caen en
poder de sus enemigos y cómo se convierten en medios en sus ma
nos, en armas dirigidas contra él. Jean-Jacques está convencido de
que en cuanto haya sido escrita la página será interceptada, alterada
y remodelada sin su conocimiento, publicada en una versión mutila
da, o bien, sin más, destruida. Su obra ya no le pertenece: se niegan
a creer que sea el autor de sus obras, o bien le atribuyen libros de
los que no es autor. Sus más minimos movimientos son desviados
de su verdadero objetivo desde el mismo momento en que los ha
realizado. Están allí para cambiar su sentido, para atribuirles otras
consecuencias. «Al no poder hacer ningún bien que no se tome en
mal»*39, se encuentra reducido al silencio y a la inacción. Si intenta
hablar, le roban la palabra; si quiere actuar directamente, le roban
su acción para encadenarle mejor a su propio error:
Al haber consistido la mayor preocupación de quienes gobier
nan mi destino en que todo fuese para mi solamente falsa y enga
ñosa apariencia, una ocasión virtuosa nunca es más que un se
ñuelo que se me presenta, para atraerme hacia la trampa en la que
se me quiere enlazar. Lo sé; sé que el único bien que, en lo sucesi
vo, se encuentra en mi poder es el de abstenerme de actuar por
miedo de obrar mal sin quererlo y sin saberlo40.
274
que no le sea inspirado subrepticiamente por aquellos que quieren
perjudicarle. Los enemigos tienen acceso a todo lo que emprende
Jean-Jacques en cuanto abandona el refugio del sentimiento. Des
cubre que todos los medios a los que podría recurrir para alcanzar
un objeto exterior o para comunicarse con los otros, todos los ins
trumentos que querría utilizar para su defensa están confiscados,
que pertenecen con antelación (y probablemente desde siempre) a
«esos señores». Todas las vías de salida fuera de la inmediatez son
impracticables; toda acción dirigida hacia el exterior es presa, ins
tantáneamente, de la sombra hostil.
E l s il e n c io
275
¡Cuánto más soportable hubiesen sido los «frivolos clamores de
la calumnia» con respecto a los complots tramados y acordados en
un profundo silencio!*2 Pero he aquí lo que Rousseau refiere en la
nota final de las Confesiones:
276
do acogida, han falsificado sus libros, no han sabido ver los verda
deros motivos de sus actos; el silencio forma parte del castigo que le
imponen; le han juzgado sin escuchar su testimonio, y ahora recha
zan su recurso y su apelación de gracia. (Jean Guéhenno compara
muy acertadamente esta situación con la que describe Kafka en El
Procesó)**. Todo habría podido cambiar si, a su vez, los silenciosos
perseguidores no hubiesen condenado a Rousseau al silencio. Pues
ha sido amordazado, y no ha podido pronunciar la palabra verídica
que hubviese derribado los nefastos sortilegios y disipado la pesa
dilla:
Con una sola palabra posiblemente hubiese levantado velos
impenetrables para la mirada de cualquier otro, y arrojado luz
sobre las maniobras que ningún mortal esclarecerá jamás4546.
Pero los Diálogos, que se anuncian como una nueva lucha con
tra el silencio, van a fracasar ante el obstáculo. La obra conduce
incluso a un triple silencio, a una triple imposibilidad de conseguir
que los otros hablen por fin.
Cuando concluye el tercer y último diálogo, el Francés ha salido
de su error: ha adquirido la convicción de que Jean-Jacques no es el
monstruo que le habían descrito; confiesa su pesar por haber sido
engañado por «esos señores», pero no podrá decir nada al público
en favor de Jean-Jacques y, por añadidura, le será imposible revelar
al pobre perseguido el horrible secreto de la conspiración:
277
a actuar personalmente, confía a otros hombres la acción decisiva.
Mientras que la lectura de las Confesiones habia sido un intento de
revelar directamente la verdad, la única esperanza que le queda a
Rousseau ahora es llegar indirectamente hasta los hombres de otra
época. Este trabajo y esta acción ya no le corresponderán a él, sino
que serán la obra de un depositario fiel; mejor aún, serán la obra
del tiempo o de la providencia. Rousseau ya no tiene ninguna espe
ranza de ser escuchado en vida. La única cosa que aún cree posible
es poner sus papeles a buen recaudo, protegerles con vistas a una
tardia epifanía de la verdad, para los tiempos que vendrán después
de su muerte. Asi pues, ya sólo es cuestión de un depósito, es decir,
de una espera en silencio.
Sin embargo, Rousseau no consigue resignarse al silencio. ¿Por
qué no utilizar desde ahora, como un medio de romper el silencio,
ese manuscrito en el que proclama que renuncia a todo intento de
persuadir a sus contemporáneos? ¿Acaso no aporta desde este mis
mo momento la prueba de que Jean-Jacques encara la luz sin te
mor, al confiar su rehabilitación a los hombres de una «generación
mejor»? ¿Acaso su negación a actuar no es la garantía irrefutable
de su buena conciencia? Éste es el medio supremo: un libro en el
que Jean-Jacques declara que no posee ningún medio.
Querría que el silencio fuese roto por alguna palabra importan
te: que hablase el Rey, que hablase Dios. Jean-Jacques tiene la sen
sación de que sus perseguidores se interponen ante el Juez y él. Va a
intentar llegar hasta el Juez rodeando el obstáculo. Sólo que no di
rigirá el manuscrito directamente al Rey. Una vez más, Jean-
Jacques de descarga aqui del peso de la acción: desea que se realice
fuera de él lo esencial de su acción, sin que cuente su presencia.
Releamos la extraña Historia del Escrito precedente que sigue a
los Diálogos. Rousseau concibe el proyecto de depositar su manus
crito en el altar mayor de Notre-Dame: lo abandonará como un de
pósito a la Providencia. Acompaña al manuscrito un sobrescrito en
el que Rousseau declara que no tiene derecho a esperar un milagro:
deja al Cielo la elección de la hora y de los medios. Y sin embargo,
por mucho que pretenda remitirse completamente al Cielo, desea
atraer la atención de los hombres. Querría que el «escándalo de su
acción hiciese llegar su manuscrito al Rey». La maniobra es extra
ña: es un gesto dirigido al Cielo, pero este gesto es emprendido sola
mente para que los hombres lo observen y para provocar indirecta
mente un impacto que sacudirá las conciencias integras (si es que
quedan en Francia conciencias integras). Es sabido que, aproxima
damente por la misma época, Jean-Jacques comienza todas sus car-
278
tas por un cuarteto —el mismo, invariablemente— que es una invo
cación al Cielo:
¡Qué pobres ciegos somos!
Cielo, desenmascara a los impostores
y fuerza sus bárbaros corazones
a abrirse a las miradas de los hombres.
Rousseau suplica al Cielo que destruya la impostura y que resti-
tuya a los corazones su transparencia, pero la llamada que dirige a
Dios se realiza ante testigos. En todo caso, el cuarteto no es un
mensaje directo al destinatario de la carta (Rousseau da explicacio
nes al respecto si el interlocutor se extraña o se ofende). Él reza
solo, demostrando ostensiblemente que su último recurso se encuen
tra fuera. Éste es también el significado del «depósito a la Provi
dencia» del manuscrito de los Diálogos,
Sin embargo, la maniobra fracasa. Al entrar por una puerta la
teral Rousseau se encuentra una verja que le cierra el acceso al coro.
Repentinamente descubre la presencia material de la imagen mítica
que le ha obsesionado de manera tan constante: está ante el velo fa
tal, topa con el obstáculo infranqueable. Tiene frente a él un signo,
y este signo le dice que Dios mismo le rechaza y que permanecerá si
lencioso:
En el momento en el que descubrí esta verja me embargó un
vértigo semejante al de un hombre en un ataque de aplopejía, y
este vértigo vino acompañado de una conmoción tal en todo mi
ser que no recuerdo haber experimentado nunca una parecida. Me
pareció que la Iglesia habia cambiado tanto de aspecto que, du
dando de si me encontraba realmente en Notre-Dame, intentaba
con gran esfuerzo orientarme y discernir mejor lo que veia... Es:
lando tanto más sorprendido por este obstáculo, cuanto que yo
no habia contado mi proyecto a nadie, creí, en mi primer arreba
to, ver concurrir al Cielo mismo a la inocua labor de los hombres
y el indignado murmullo que se me escapó no puede ser concebi
do más que por aquel que pudiese colocarse en mi lugar, ni ser ex
cusado más que por aquel que sabe leer en el fondo de los co
razones.
Salí rápidamente de esta iglesia decidido a no volver a entrar
en ella por el resto de mis dias, y entregándome totalmente a mi
agitación corrí todo el resto del dia, errando por todas partes sin
saber ni dónde estaba ni dónde iba, hasta que no pudiendo más,
la lasitud y la noche me obligaron a entrar en mi casa rendido por
la fatiga y medio aturdido por el dolor48.
48 Dialogues, Historia del Precedente Escrito, O. C„ 1, 980.
279
La verja cerrada de la iglesia refuerza el «triple cerco de ti
nieblas» con que los hombres rodean a Jean-Jacques. La confusa
situación que se apodera entonces de él es profundamente revelado
ra. Prueba que todo el orden de las cosas y toda la coherencia del
mundo desaparecen para Jean-Jacques cuando se desmorona la últi
ma posibilidad de vivir en relación. Sin embargo, la relación con la
trascendencia era la única que subsistía tras el naufragio de toda es
peranza de comunicación humana. Si Dios le rechaza, Jean-Jacques
no puede conocer más que la desorientación y el perdido caminar en
una exterioridad absoluta, a través de un espacio que ya no pertene
ce al mundo. Cuando el último testigo falla a su llamada, la con
ciencia prescrita se precipita en un extravio cuya única salida es la
de sucumbir en los limites de la fatiga.
Rousseau va a topar ahora con un tercer rechazo silencioso. Va
a ver a Condillac para confiarle el manuscrito de los Diálogos. Lo
que espera de Condillac no es solamente que acepte el depósito,
sino que lea la obra, que responda a la pregunta planteada por cada
linea de este texto, que hable por fin y que rompa el insoportable
circulo de silencio en el que Jean-Jacques se encuentra apresado.
¿Quizás va a disiparse por fin el velo? Pero no se produce nada.
Condillac habla de otra cosa y elude la cuestión. Calla sobre lo
esencial. El silencio se hace más pesado:
280
Tras este triple encuentro con el silencio, Rousseau intenta una
última acción, pero esta vez la más directa posible: distribuye en la
calle un «billete impreso» —A iodo francés que ame todavía la jus
ticia y la verdad— , pero los transeúntes han sido avisados y rehúsan
la hoja que Rousseau les tiende: «A través de la negativa a recibirle
de aquellos a quienes se le presentaba, experimenté un obstáculo
que no habla previsto»51.
No, ya no merece la pena esforzarse en vencer el obstáculo, es
inútil intentar ser conocido mejor por los demás. La tarea es supe
rior a sus posibilidades. A Rousseau no le queda nada más por ha
cer que retirarse a esta inocencia interior que los demás no quieren
reconocer. Sin embargo, no ha perdido toda esperanza; se produci
rá una revelación, pero ya no será a él, a Jean-Jacques, a quien in
cumba la acción de la revelación. Se remite de una vez por todas a
la acción del tiempo, del Cielo y de la Providencia. «El tiempo pue
de levantar muchos velos»5253. No cuenta ya tan siquiera con sus
papeles, confia en otros poderes. A él le corresponde vivir en la ver
dad, pero no comunicarla ni darla a conocer al exterior. Si la
verdad debe manifestarse algún día, no será debido a su actuación
personal, sino a la intervención de un poder trascendente. Y cuando
el silencio haya sido vencido, no será ni por su voz, ni por la inespe
rada palabra de aquellos que volverían a él. Ya no espera ningún
cambio de actitud por parte de los hombres; el único regreso con el
que sueña, es aquel que le volverá a conducir a su «origen», ante el
Juez que ha creado el orden del mundo y que restablecerá la armo
nía que los malvados ha perturbado al perseguir a Jean-Jacques...
No, si el silencio debe ser roto al fin, no será más que por la trom
peta del Juicio: «Que la trompeta del Juicio Final suene cuando
quiera; yo iré con este libro en la mano a presentarme ante el Sobe
rano Juez»55.
In a c c ió n
281
puede ser concluida por él y alcanzar desde este momento el fin que
desea. Si la acción ha de ser salvadora, no podrá ser llevada a cabo
más que por la providencia. Pero en la mayoría de las ocasiones los
perseguidores se apoderan del gesto de Jean-Jacques para hacer que
las consecuencias se vuelvan contra él.
¿Ha nacido el hombre para actuar? Rousseau lo ha afirmado14,
pero siempre reconoció que no le gustaba la acción. ¡Ah!, ¡si al me
nos pudiera cumplirse mediante un movimiento inmediato la inten
ción! Únicamente en esto consiste el privilegio de la ensoñación en
la que el pensamiento de un acto es instantáneamente la imagen del
acto cumplido: pero esto no es más que un juego de imágenes en el
que la conciencia permanece en el interior de sí misma y se contenta
con un simulacro del mundo exterior. Algo muy distinto sucede
cuando la intención intenta realizarse en el exterior. Entonces hay
que renunciar a los goces inmediatos: hay que aceptar la ley de la
mediación, recurrir a los medios o a los instrumentos, y evaluar el
riesgo de las consecuencias que no dominaremos.
¿Son necesarias, acaso, nuevas pruebas de la desconfianza que
siente Rousseau con respecto a las actividades mediatas? Cuando
Rousseau desarrolla en el Emilio una teoria utilitaria del trabajo hu
mano, atribuye la utilidad del trabajo a la independencia que éste
asegura al hombre; el criterio para la utilidad es la autarquía, la su
ficiencia total; encontramos un perfecto ejemplo de ello en la comu
nidad de Clarens. Si el hombre debe actuar, que sea con el menor
número de instrumentos posibles. Que se limite, por así decirlo, a
este útil inmediato que es su cuerpo y su mano. La única acción le
gítima es la que se apoya no en una cultura preestablecida, ni en
una tradición que ha creado ya sus instrumentos, sino en la natura
leza intacta, tal como la descubre Robinson en su isla desierta:
282
transportar con nosotros a todas partes. T oda esta gente tan or-
gullosa de su talento en París, no sabrían nada en nuestra isla...5-'
283
rarse responsable de ella. ¿A qué riesgos no habría de someterse si
no? Nunca consintió en reconocerse allí, en las lejanas consecuen
cias de sus actos. Sólo ha perseguido objetivos inmediatos: él no ha
querido, por lo tanto, todas las repercusiones embarazosas, ni todas
las secuelas deshonrosas que le conducían adonde no quería ir. Por
ejemplo, si depositó a sus hijos en un hospicio fue porque éstos
eran la consecuencia indeseada de los placeres inmediatos de que
gozaba con Thérése en completa inocencia. Escogió a Thérése para
hacer de ella la servidora de la necesidad inmediata; le declaró que
ni queria abadonarla, ni casarse con ella57: esto equivalía a decirle
que deseaba vivir con ella una sucesión de instantes sin pasado y sin
porvenir. Pero la naturaleza le juega aquí una mala pasada a Jean-
Jacques, pues el placer inmediato del amor físico comporta un
vínculo con el porvenir y una consecuencia, que es el hijo. No obs
tante, Rousseau no acepta reconocerse en la criatura que no tenía la
intención de procrear. Rechaza esta alienación, este yo diferente
que no obstante es obra suya... En Rousseau el rechazo de la pater
nidad no parece ser más que la expresión, en una situación particu
lar, del temor más general a vivir en un mundo en el que los actos
tienen consecuencias involuntarias.
Hay que añadir que el rechazo de las consecuencias permite
comprende mejor la sorprendente valentía que Rousseau supo mos
trar en numerosas circunstancias. Dice lo que piensa, y expresa su
actual sentimiento sin pensar en lo que esto le va a costar. Ocurra lo
que ocurra. Las consecuencias no son de su incumbencia; las acep
tará como una adversidad completamente ajena, igual que se acepta
el granizo o la tormenta. En vez de paralizar totalmente la iniciativa
de Jean-Jacques, la impotencia de dominar las consecuencias le pro
porciona, por tanto, la audacia de llevar a cabo actos instantáneos
de una extraordinaria extrañeza. Quiere creer que, una vez realiza
do, su acto ya no le pertenecerá, y que se romperá el hilo... Si las
consecuencias de nuestros actos nos escapan completamente ya no
se puede hacer nada, o bien se puede hacer todo: nuestra responsa
bilidad nos parece tan pesada que nos impide emprender cosa algu
na; o bien, por el contrario, podemos deducir de ello que nuestra
responsabilidad nunca está comprometida. En consecuencia, vemos
como en algunas ocasiones Jean-Jacques se entrega a los impulsos
más irresponsables, o como en otras se abstiene de actuar como si
estuviese agobiado por la angustia de una responsabilidad terrible.
Bien se comporta como si el más mínimo gesto corriese el riesgo de
284
encadenarle, bien como si no estuviese sometido a ningún vinculo.
Jean-Jacques dice que es indolente y perezoso, pero también de
clara que es activo y laborioso. ¿Es esto absolutamente contradicto
rio? Se percibe con bastante rapidez que las actividades que le
atraen no son de la misma naturaleza que aquéllas de las que des
confía. Si ha de producirse una acción, Rousseau desea que carezca
de antecedentes y de posteridad; que no herede nada de una acción
que ha comenzado antes que él, y que no se continúe ni se propague
sin él en el mundo exterior. La actividad para la que siente que ha
nacido es aquella en la que podría emplear su energía, en una suce
sión de primeros movimientos, sin pensar ni en los encadenamientos
ni en las consecuencias. En su opinión, la unidad de su naturaleza y
de su pensamiento no excluye la discontinuidad temporal de las
ideas y de los sentimientos. Si una unidad se funda en lo inmediato,
es decir, en el rechazo de la reflexión y en el rechazo a anticipar
consecuencias, la primacía del instante aislado se convierte en la ley
que rige toda actividad. Asi pues, no es sorprendente que al escribir
a dom Deschamps Rousseau lo reconozca muy claramente.
285
ponga un regreso consciente a si mismo. Para Jean-Jacques el paseo
es, en primer lugar, simplemente una huida lejos de los hombres y
un recurso a la naturaleza y a la contemplación. Sin embargo, basta
con releer ciertos pasajes de las Confesiones o de los Diálogos, o
también la tercer carta a Malesherbes, para darse cuenta de que el
automatismo de la caminata produce, a la larga, un estado hip-
noide; en ella el cuerpo se olvida. Se crea un «vacio inexplicable» en
el que el espíritu, al perder toda inserción en lo real, se abandona a
su desarrollo autónomo; el sueño se desplegará y se agotará sin salir
de si mismo, y sin que la voluntad se crea comprometida. El cuer
po, movilizado enteramente por el ritmo de la caminata, queda
absorbido en una regularidad dinámica en la que la parte que co
rresponde a la conciencia reflexiva se reduce a una feliz ausencia.
Teniendo como fondo esa ausencia, parececerá que las imágenes de
la ensoñación se producen espontáneamente y se dan gratuitamente
y sin ningún esfuerzo:
286
su propio automatismo, sin recurrir a ningún esfuerzo del espíritu.
¿Cavar no es también un excelente ejemplo de una actividad este
reotipada? Y observemos que Rousseau no tiene aqui en cuenta
para nada la finalidad externa del acto: no cavará su jardín porque
se interese por la recolección. Si la acción tiene algún fin es sola
mente el de hacer posible y el de sostener la pasividad ensoñadora.
La acción repetitiva y automatizada es una acción cerrada, que no
sale de su circuito limitado. Teniendo por fondo un movimiento
monótono en el que el cuerpo se abandona a su ritmo, la ensoña
ción se abandona a sus imágenes: doble ausencia, doble pasividad...
(En esos estados el yo vive sus actividades como una pasividad.)
La ensoñación con trasfondo de automatismos «gestuales» no es
siempre una ensoñación feliz. Corancez, uno de los testigos de los
últimos años de Rousseau, reconocía, gracias a un cierto movimien
to rítmico de su brazo, los momentos en que Jean-Jacques se en
cerraba en su meditación delirante:
L as a m is t a d e s v e g e t a l e s
287
loco a menudo si no sintiese tanto interés por las cosas de la natu
raleza, y si no viese que, dentro de la aparente confusión, pueden
compararse y ordenarse cientos de observaciones, a la manera
como un topógrafo, trazando una sola línea, verifica un gran nú
mero de mediciones aisladas61*.
288
conocer el tipo descrito por Linneo. Transcribir la misma música a
otras hojas de papel pautado. He aqui tareas saludables, pero en las
que el espíritu no tiene otro deber que el de convertirse en el medio
transparente a través del cual un fragmento de realidad se duplica
sin alterarse. Indudablemente son actos, pero actos que no introdu
cen nada nuevo en el mundo. La ensoñación puede superponerse a
estas actividades facultativamente hasta el punto de perturbarlas en
algunas ocasiones. Pero aún con más frecuencia estas actividades
hacen las veces de ensoñación. En el momento en que Jean-Jacques
ve que se agota su imaginación al envejecer y que ya no encuentra
sus antiguas visiones necesita algunas cosas para compensar su
ausencia: recuerdos o actividades semimaquinaíes. Ocupaciones
«ociosas», pero sin las cuales el espíritu no encontraría más que su
propio vacio:
289
excesivo de las hierbas venenosas?) Junto a los vegetales que dan
testimonio de la pureza de la naturaleza, Jean-Jacques se purifica a
si mismo: se diría que la inocencia vegetal tuviese el poder mágico
de hacer inocente al contemplador. Y si la planta desecada se con
vierte en el signo memorativo que recuerda a Jean-Jacques la luz de
un paisaje y un bello dia, si hace surgir en la conciencia actual un
estado de ánimo del pasado, la planta habrá servido, pero para un
fin puramente interior: habría devuelto Jean-Jacques a Jean-Jac
ques. El signo memorativo es, por tamo, una mediación, pero que
interviene para establecer la presencia inmediata del recuerdo. En
este caso se puede hablar de una eliminación regresiva, puesto que,
lejos de provocar una superación de la experiencia sensible, ésta con
siste en despertarla integramente; se trata únicamente de revivir un
momento tal como fue vivido, sin sobreañadirle (como hará Proust)
un esfuerzo de comprensión que intentaría captar la esencia del
tiempo. La flor seca, más eficaz que cualquier reflexión, provoca el
surgimiento espontáneo de una verde imagen del pasado en una
conciencia que pretende ser pasiva. Al volver a encontrarla en el
herbolario, remite a Jean-Jacques a sí mismo y a su felicidad lejana,
al bello dia en que se puso en camino para descubrir el espécimen
raro que le faltaba.
Jean-Jacques recurre a la planta con el fin de poder recurrir des
pués al herbolario que le permitirá vivir gracias a la memoria. Se
procura, de este modo, el recurso de una inmediatez memorizada,
infinitamente más rica y más calida que la inmediatez de las sensa
ción actual. Cuando se agota el impulso hacia las «criaturas» imagi
narias, cuando las fuerzas se consumen, cuando Jean-Jacques se
siente menos capaz de embriaguez y de intensidad, ya no le quedan
más que los objetos sensibles que le rodean inmediatamente. Se ve
obligado a limitarse al minimum de existencia. Lo que se descubre
entonces es la pobreza esencial de lo inmediato y Rousseau se queja:
Mis ideas no son casi más que sensaciones, y la esfera de mi
entendim iento no va más allá de los objetos que me rodean inme-
diatamente**.
290
En el abism o de males en el que me encuentro sumido, siento
que me alcanzan los golpes que me dirigen y percibo el instrumen
to inm ediato de los mismos, pero no puedo ver la mano que lo di
rige, ni los medios que em plea66.
291
dativa, todo comienzo verdadero posibilitarán riesgos inesperados
y desencadenaría consecuencias a las que Jean-Jacques no se siente
ya con fuerzas de hacer frente. Su angustia no se calma más que
cuando puede entregarse a una actividad que no es ni la mala inte
rioridad de la reflexión ni la peligrosa exterioridad de la acción que
busca un fin fuera de sí misma. Sólo queda el circulo cerrado de la
repetición, el ciclo que no tiene más sentido que el de su propia rei
teración.
292
IX
LA RECLUSIÓN A PERPETUIDAD
293
poner que se quisiese disponer de mi para una cautividad perpetua
antes que hacerme errar incesantemente por la tierra expulsándome,
sucesivamente, de todos los asilos que hubiese escogido» 2. La
huida, la vida errante es un suplicio peor que la prisión, en la que al
menos la esperanza es inexistente, en la que el pensamiento ya no
mira fuera, y en la que el yo ya no tiene otro recurso que ¿I mismo.
Ahora bien, precisamente Rousseau describirá su situación de
perseguido como un encarcelamiento; se encuentra secuestrado, está
rodeado por barreras y murallas, le vigilan. Gime por ello: es el des
tino más miserable. Y, sin embargo, es la realización misma de su
deseo de «prisión perpetua» en forma simbólica. El deseo de una
vida de reclusión se encuentra satisfecho con la salvedad de que la
tentación de la huida sigue siendo posible siempre: este «emigrante
perseguido» se verá obligado a refugiarse en si mismo, en ese asilo
inviolable que es su propia conciencia.
Se podrá hablar de ambivalencia. La persecución representa la
peor de las frustraciones, la más dolorosa denegación de justicia, el
bárbaro rechazo de un reconocimiento que, sin embargo, se le debe
a Jean-Jacques. Pero, por otra parte, la persecución es aquello que
permite a la conciencia replegarse sobre sus «delicias interiores».
Por ello Rousseau aparece, alternativamente, en el papel de aquel
que lucha contra el mal y en el papel de aquel que se complace en
ver cómo sucede lo peor, en lo que descubre una misteriosa elección
que le obliga a mantenerse separado del resto de la humanidad.
L a s in t e n c io n e s c u m p l id a s
294
fenomenológico se tratará menos de remontarse a unas causas ante
cedentes, disimuladas en el inconsciente, que de extraer del sistema
al que Rousseau se refiere conscientemente significados e intencio
nes cuyo conocimiento reflexivo es incapaz de alcanzar. En lugar de
intentar reconstruir los mecanismos «profundos» que hubiesen pro
ducido oscuramente el sistema interpretativo de Rousseau, perma
nezcamos lo más cerca posible de sus declaraciones y de su compor
tamiento, con el fin de examinar las palabras e incluso los propios
gestos, hasta un punto en el que su sentido se nos muestre con una
coherencia de intención que no ha sido percibida por Jean-Jacques.
En los últimos textos de Rousseau se disciernen toda una red de
motivaciones que se completan y refuerzan reciprocamente. No se
puede hacer otra cosa que enumerarlas, sin deducirlas unas de
otras. De hecho, todas ellas están unidas entre si, hasta el punto de
que cada una puede figurar alternativamente en el primer lugar. De
tal modo que veremos como cada intención hace aparecer otra que,
a su vez, tampoco puede aislarse...
La intención de estrechamiento y despojamiento es, como acaba
mos de ver, claramente evidente. Rousseau consiente en no poseer
nada y en cortar todos los lazos con el resto del mundo: renuncia a
sus bienes, renuncia a la comunicación con los demás y renuncia
al espacio en el que podría desplegarse su propio gesto. En el mo
mento de su reforma personal, esta desposesión era completamente
voluntaria: tras abandonar la espada y la ropa fina, tras vender su
reloj, se escudó en el altivo cinismo de la virtud y buscó un retiro
solitario. En el momento de la persecución, la desposesión se con
vierte en el sufrimiento de una fatalidad: le arrebatan todo, le quitan
a sus amigos, le condenan a esconderse y erigen ante él tenebrosos
obstáculos. Él no quiso esto, es el destino el que le abruma y no le
queda sino resignarse. Es la misma ascesis, con la salvedad de que
ya no se realiza por obra de la voluntad consciente de Jean-Jac
ques, sino por la hostilidad de los malvados. Hay que decir, en ver
dad, que Jean-Jacques permanece fiel a su primera intención, pues
to que llega a despojarse de su propia voluntad. Se ha empobrecido
hasta el punto de que ya no se considera libre de querer su pobreza.
Ésta le es infligida desde fuera. Hablará de su indigencia en tono
de queja y de dolor; y, para expresar esta queja, Rousseau recurrirá
a un procedimiento estilístico que repetirá hasta la saciedad: una es
pecie de letanía que comienza en general por el adjetivo solo y que
continúa con una sucesión de términos negativamente determinados
por la preposición sin. Esta secuencia obsesiva, en la que la coma
interviene como un suspiro, da concretamente la impresión de la
295
i
falta de apoyo, de la ausencia de poder positivo sobre las cosas, de
la irremediable condición del exilio y del agobio. Escojamos entre
cientos de ejemplos:
296
Asi pues, la voluntad de despojamiento nos hace percibir ahora
una voluntad de libertad inmediata. Llevada hasta su culmen, la ad
versidad pone en evidencia una parte del ser que resiste a cualquier
ataque del exterior. Es ésta una libertad que no tiene tarea fuera de
si misma: le han sido negados los caminos del mundo. No lucha
contra la desposesión ni la alienación; deja que se produzcan. Será
la parte inalienable que subsiste a pesar de todas las alienaciones,
aquel residuo de que el hombre no puede ser desposeído cuando le
han quitado todo: es el centro más secreto, cuya autonomía no pue
de ser forzada nunca. Se sustrae a todas las coacciones, pero tam
bién a todos los deberes y a todas las responsabilidades. Le han sido
arrebatados todos los instrumentos, todos los medios: ¿asi pues,
qué podría emprender? El poder infinito que Jean-Jacques descubre
es el poder de ser él mismo de modo incondicionado, una vez que se
han acumulado todas las condiciones adversas. Para esto basta con
querer ser uno mismo sin intentar vencer el destino que nos aplasta.
Rousseau lo proclama en una frase en el estilo de Séneca:
297
exterior, sino que cierra también todo acceso hacia un futuro. Cuan
do el mal ha alcanzado su punto culminante, el tiempo se ha agota
do. Entonces, «liberado de la inquietud de la esperanza»101*,Rousseau
conoce la «tranquilidad absoluta». Ya no puede lanzarse a la bús
queda de un «tiempo mejor»; sólo le queda el presente que ya parti
cipa de la eternidad. En el tercer libro de los Ensayos, Montaigne
habia descrito una tranquilidad análoga que poseía, también él, más
allá de toda esperanza y de toda preocupación por transformar su
vida. Cuando todo está concluido, cuando la «comedia» ha sido
representada por completo, «el cielo está tranquilo», y Montaigne
se siente aligerado del peso de la espera: «Pero ya está hecho»
Rousseau dice exactamente la misma cosa: «Qué he de temer aún si
todo está hecho» IJ. Todo ha terminado para mi sobre la tierra13.
Sólo que el «está hecho» de Montaigne designaba la plenitud de su
propia vida, mientras que al decir «todo está hecho» Rousseau de
signa el mal que sus enemigos le han infligido y que ya no puede
acrecentarse más. Todo está hecho, pero son los otros quienes han
hecho todo, al perpetrar todo el mal posible. Por su parte, Jean-
Jacques nunca hizo nada; cuando evoca su pasado no encuentra
casi ningún acto: sólo sentimientos, emociones, intenciones contra
riadas por el destino... Ya no ocurrirá nada; el tiempo se encuentra
estabilizado en el presente de la resignación infinita y de la posesión
de sí mismo. La persecución ha alcanzado aquel límite extremo más
allá del cual ya no puede ocurrir nada. Este más allá es precisamen
te el presente que Rousseau descubre como suyo, el lugar de una es
tancia que ya no se le puede disputar. Es una exterioridad sin retor
no, desde la que los hombres parecen inexistentes y en la que Jean-
Jacques se convierte, reciprocamente, en nada para ellos. Es la
extrañeza extrema, la oscuridad de los limbos, la desorientación de
finitiva de un lugar que ya no puede definirse según las coordenadas
habituales del espacio y del tiempo:
298
Rousseau es expulsado, es arrojado fuera del tiempo de los
hombres y de su mundo, es secuestrado y enterrado vivo. Pero des
de el punto más descentrado, Rousseau se convierte en el centro de
una extensión sin obstáculos. La exterioridad de la expulsión se
convierte en el interior de un mundo que ninguna fuerza extranjera
puede amenazar. En el primer paseo, encontramos una frase que
expresa sorprendentemente esta «coincidencia de los opuestos»:
299
vados no le dejen a Jean-Jacques ninguna salida. Al igual que la li
bertad de la efusión imaginaria surgia frente al obstáculo material
insuperable, la inocencia sólo alcanza toda su pureza frente a una
hostilidad universal y sin excepción. Nada es seguro en tanto que el
contraste no sea absoluto, en tanto que el blanco puro no se recorte
sobre el fondo más oscuro. De este modo, Rousseau no puede
querer su inocencia más que queriendo la persecución más cruel.
Pues sólo el agobio exterior de la persecución le descargará del peso
interior de la responsabilidad. Rousseau se disculpa acusando: toda
la culpa está fuera, en esta conspiración que se encarniza, en esta
fatalidad que gobierna su existencia “ .
A fin de prohibirse todo acto voluntario (y por lo tanto, todo
riesgo de convertirse en culpable), Rousseau no se contenta con in
criminar a la «liga»: acusa al destino, pone en cuestión su propia
«naturaleza». La maldad de estos señores no es más que una forma
extrema de la causalidad externa a que Rousseau, desde siempre, se
lamenta de estar entregado. De hecho, Rousseau invoca un sistema
de constricciones que le asedian tanto desde el interior como desde
el exterior. Afirmará ser el esclavo de su «naturaleza», o de sus sen
tidos, como si ésta fuese una dependencia que le sometiese a un po
der extraño. Asi pues, las culpas recaerán alternativamente sobre su
«carácter demasiado ardiente» (o demasiado indolente) y sobre el
destino que no le permite vivir «la vida para la que había nacido».
Es, al mismo tiempo, la victima de una espontaneidad irrefrenable
que escapa a su control y el juguete de una fatalidad que se abate
sobre él desde el exterior. En los dos casos, bien se encuentre some
tido a sus impulsos, bien a los caprichos del destino, sus actos no
son suyos: han sido forzados, le han sido dictados y nadie debería
dejar de perdonárselo. Así, cuando escribe sus Confesiones, parece
que tiene prisa por desprenderse lo más rápidamente posible de la
responsabilidad de su existencia. «Mi nacimiento fue la primera de
mis desdichas»1617. Y como para asegurarse mejor de que es el ju
guete de una cruel fatalidad, multiplica las circunstancias que «de
terminan su destino» o que marcan el comienzo de un encadena
miento de desgracias de las que ya no será dueño. Parece como si
no le bastase con evocar una única catástrofe fatal, necesita una su
cesión que le encerrará en una red inextricable. Sin embargo, Rous-
16 Hay que señalar también que Rousseau nunca respondió violentamente contra
aquellos que considera sus agresores. Envia su contribución para la estatua de
Voilaire. Toda su agresividad la dirige contra sí mismo, mediante el rodeo de la pro
yección.
17 Confessions, lib. I, O. C., I, 7.
300
seau es muy capaz de criticar de manera aislada su propia actitud.
Al relatar en el segundo libro de las Confesiones la historia de su
conversión, escribe: «Me quejaba de la suerte que me había condu
cido hasta alli como si tal suerte no hubiese sido obra mía»18*. Así
pues, Rousseau sabe perfectamente que en esta acusación al destino
existe una transferencia fraudulenta de responsabilidad; sabe que al
menos en una ocasión se apresuró a imputarle al destino una situa
ción en la que se vio enredado por iniciativa propia. Se juzga con
una lúcida severidad, a la que no le falta más que ser aplicada a las
otras circunstancias análogas, que son innumerables. Pero es el úni
co lugar en el que Rousseau se hace esta crítica de una manera tan
franca. La coartada del destino que se reprocha en esta ocasión
será invocada por él a lo largo de todas las Confesiones; a medida
que va avanzando en el relato de su vida se mostrará cada vez más
dispuesto a olvidar que ha podido ser él mismo, aunque sólo fuese
parcialmente el autor de sus desdichas. Para asegurarse de su ino
cencia, Rousseau parece dispuesto a sacrificar el principio mismo de
la libertad, en cuyo portavoz apasionado se había convertido en
la teoría psicológica y en la vida social. La paradoja estalla en los
Diálogos: tras haber lanzado contra los filósofos materialistas el
reproche de creer que «todo... es obra de una ciega necesidad» ■*,
afirma, a escasas páginas de distancia, que su propia conducta es un
«simple impulso del temperamento determinado por la necesidad».
Se refugia en la inocencia de una «vida maquinal» y «casi autóma
ta»20 siendo así que acaba de enfurecerse contra el determinismo de
los filósofos que reduce la conducta humana a un automatismo y
que suprime la distinción entre el bien y el mal.
Sin embargo, esta pasividad no es incompatible con la libertad
tal como la reivindica Rousseau. Su libertad es una libertad inope
rante, paralizada e inactiva que no quiere ocuparse más que de sí
misma y que abandona todo lo demás a las injusticias del destino y
a las fatalidades extrañas. Su libertad no es una libertad para acción
sino para presencia a si mismo. No es más que un sentimiento.
Nada de lo que ocurre es por su causa y su única manera de desafiar
los obstáculos es la de dejarlos triunfar por su lado. La pasividad
absoluta no es más que el envés de esta libertad cuya eficacia se li
mita a ella misma. Pese a la aparente oposición, nada se parece más
a una conciencia sin poder sobre el mundo exterior que un objeto
sin interioridad y sometido pasivamente a las fuerzas que le mue-
18 Confessions, lib. II, O. C., I, 63. Rousseau relata su conversión.
Dialogues, II. O. C„ 1, 842.
20 Op. cil., 849.
301
ven. Asi, cuando Rousseau define su existencia como la «cadena de
sus sentimientos», o cuando la define como la «cadena de sus des
dichas», no afirma más que una sola misma cosa: su propia inocen
cia. Las Confesiones nos proponen una doble perspectiva: en ellas
el pasado se constituye bien como una suma de buenos sentimien
tos infecaces, bien como una suma de desdichas demasiado eficaces.
Lo que establece la unión entre la serie subjetiva de sentimientos y
la serie mecánica de desdichas es que los hechos exteriores repre
sentan el papel de «causa ocasional» con respecto a los estados de
ánimo. Entre la exterioridad del destino y la interioridad inocente
del sentimiento ya no hay lugar para el acto libre, y resulta imposi
ble que Jean-Jacques haya cometido nunca una falta. En efecto, el
sentimiento, tal como lo define Rousseau, es o bien el simple eco de
un accidente exterior, o bien una intención que para preservar su
pureza subjetiva se negará a exteriorizarse en una acción concreta.
Entre pureza inactiva y esta hostilidad que se abate desde fuera
nada de lo que Rousseau ha realizado le pertenece realmente y no
puede servir como pieza de convicción contra él. La casuística de
fensiva no encontrará ninguna dificultad en disociar el acto de la in
tención. La decisión de actuar es siempre arrancada por un poder
exterior. Si se instala en el Ermitage o si sale de él, es a pesar
suyo 2 1, s¡ escribe sus Confesiones es porque se ve «obligado a ha
blar a pesar suyo»». Su amor por Sophie d’Houdetot es «criminal,
pero involuntario», es una «debilidad involuntaria y pasajera», que
no debe confundirse «con un vicio del carácter»». Éste es el princi
pio que Rousseau hace valer constantemente:
21 «Mi destino era entrar alli a mi pesar y salir en la misma forma», Confessions, ,
lib. I, O. C, I, 488.
22 Confessions, lib. Vil, O. C., I. 279.
23 Confessions, lib. IX, O. C., I, 488 y 462.
24 Confessions, iib. I, O. C., I, 39.
302
(Así, Rousseau atribuye a Mme. de Warens una pureza inalterable,
pese a numerosos extravíos de conducta: «Vuestra conducta fue re
prehensible, pero vuestro corazón siempre fue puro»2*.
En ei mismo instante en el que la intención se transforma en de
cisión, ya no se trata de Jean-Jacques: siempre se sintió «subyugado
antes de haber tenido tiempo de elegir» Pero el Jean-Jacques sub
yugado es el mismo que se declara infinitamente libre bajo los gol
pes del destino. Necesita ser subyugado para sentirse libre; sólo
retoma su libertad para entregarse aún más a las fuerzas que le sub
yugan. En cuanto al mal que Rousseau haya podido hacer, carece
de realidad: no es más que una apariencia fantasmagórica, un espe
jismo aparecido en el espacio vacio que separa la implacable hostili
dad del destino de la pureza intacta de las buenas intenciones de
Jean-Jacques. De este modo, la inocencia de la piedra y la del
«alma bella» parecen ser equivalentes al final: una libertad sin uso y
un objeto sin conciencia nunca pueden ver cómo surge la falta en
ellos.
¿Pero se trata verdaderamente de una libertad sin uso? ¿No se
ocupa incansablemente de darse la prueba de que el mundo exterior
es impracticable? ¿Para asegurar la inactividad inocente y la presen
cia a si mismo, no es preciso que una voluntad muy activa rechace
toda posibilidad de actuar y mantenga asi a distancia la impureza de
la falta? Nos preguntamos, efectivamente, por qué Jean-Jacques
siente la necesidad de repetir de forma tan constante que vive resig-
nadamente, entregado al destino y a los impulsos involuntarios. En
las Ensoñaciones parece que a cada paso Jean-Jacques toma por
primera vez la resolución de resignarse y de vivir en si mismo; en
cada instante creeríamos captar directamente la decisión inicial por
la que se despoja del poder de decisión y por la que se pone en ma
nos de la Providencia. Asi pues, la tranquilidad y la inocencia no
habían sido conquistadas aún, puesto que en todo momento tiene
necesidad de confirmárselo. No deja de declararse indiferente a la
persecución, y por ello no deja de sentir su presencia o de evocar su
representación: ¿cómo podría actuar de otro modo puesto que es
sólo en el sombrío espejo de la persecución donde puede leer su ros
tro de inocente? Frente a la hostilidad más falta de comprensión,
Rousseau vuelve a tomar posesión puramente de su «esencia». La
mirada de los otros, que es el mal, pretende acusar el mal en Jean-
Jacques: por consiguiente, el verdadero Jean-Jacques es esencial
mente diferente:*26
» Confessions, lib. VI, O. C., I, 262.
26 Dialogues, II, O. C., I, 847.
303
¿Qué me im porta que los o tros quieren verme distinto a como
soy? ¿L a esencia de mi ser acaso se encuentra en sus m iradas?27
304
sión de su inocencia. Pero no consiente en confesar que ha podido
querer semejante medio: desea sentir su inocencia como algo inme
diato y original; desea sentirla no como una obra de la que sería res
ponsable, sino como un don gratuito que le seria concedido inte
riormente, como una «esencia» o una «sustancia» indestructible
cuya posesión no le puede ser arrebatada. A partir de ese momento,
la tarea no consiste simplemente en superar al mal o en combatir la
posibilidad de la falta; esto querría decir que la falta ha podido
mancharle, que su inocencia se encuentra a merced de un error o de
una debilidad. La tarea consiste más bien en actuar de manera en
que la culpa nunca pueda ser suya esencialmente, en que ésta sea
siempre una realidad extraña: la culpa de los demás, el capricho de
la suerte, la mecánica involuntaria de la emoción, o el maleficio
anónimo de la apariencia engañosa. La mania persecutoria consu
ma el éxito de esta mágica maniobra mediante la cual la iniciativa
de los otros, las fuerzas extrañas, ven cómo se les atribuye la parte
de culpabilidad que el sujeto se niega a reconocer y a asumir. Ya no
es por su voluntad por lo que se abandona pasivamente a la adversi
dad, es por la voluntad de una conspiración tenebrosa que gobierna
todos sus actos y que vigila todos sus movimientos. Entonces no so
lamente se despoja de su responsabilidad, sino que al mismo tiempo
pone bajo la adversidad ajena la culpa virtual que mora en toda vo
luntad, y en toda libertad. Al robarle sus actos, los otros le liberan
también de la posibilidad del mal: hele aqui inmutablemente puro
porque ellos se han convertido en seres inmutablemente malvados.
¿Pero cuál es la falta que Rousseau proyecta fuera e imputa a
los otros? ¿Se trata de su nacimiento (que costó la vida a su
madre)? ¿Del abandono de sus hijos? De todo esto y de nada de
esto. El sentido de la culpa no es aquello que resulta de la muerte de
su madre o del abandono de sus hijos. Se trata más bien de aquello
que le incita a abandonar a sus hijos y a interpretar la muerte de su
madre como un crimen que le podría ser imputado. Al ver como
Rousseau reniega de su voluntad, de su reflexión, de su libertad de
actuación y de sus relaciones con sus semejantes, se diria que percibe
una culpabilidad difusa en todo acto en que el ser se pone en rela
ción con una exterioridad que no domina. La libertad es una pe
ligrosa .apertura a lo posible y entre las posibilidades se encuentra
para mi el riesgo de mi propia culpa: este riesgo se me presenta jun
to con mi libertad, y sólo puedo conjurarlo renunciando a mi liber
tad de actuación, es decir, buscando la inocencia de la piedra o de
la conciencia inactiva. La acción comporta consecuencias que esca
pan a nuestro control y que traicionan el objetivo que esperábamos
305
realizar. Constantemente se corre el peligro de obrar mal queriendo
obrar bien. Existe siempre una desviación que no está sometida a
nuestro poder; cada uno de nuestros actos tiene una fecundidad
imprevista. Como ya hemos subrayado, éste es el riesgo que Rous
seau teme afrontar. Nuestros actos dejan en el exterior huellas dura
deras que desfiguran nuestras intenciones y que nos exponen a ser
mal comprendidos por los otros. Entonces somos juzgados por unas
apariencias que no corresponden a nuestra realidad interior. Pero
estas apariencias de las que sólo somos parcialmente responsables
son, sin embargo, las del mal y las de la culpa. En cuanto a la refle
xión, ya vimos que constituia una especie de pecado original: me
diante la reflexión el mal se introduce en el mundo, es el acto por
medio del cual una conciencia descubre que es diferente de otra
conciencia, con la que se compara y frente a la cual se considera su
perior. El hombre se convierte así en esclavo del parecer, de la ima
gen que tiene de los otros y que los otros tienen de él. Una vez más
la culpa se presenta como una apertura al exterior y la diferencia.
En una palabra, en toda comunicación con los otros Rousseau pre
siente el riesgo del malentendido. No puede imponerles la convic
ción que experimenta en el fondo de su corazón. No puede eliminar
de antemano la posibilidad de ser considerado un malvado: en pre
sencia de los demás hay una incertidumbre que nunca puede ser
conjurada por completo. A cada instante puede ser encontrado cul
pable en opinión de los otros. A cada instante la verdad de la comu
nicación se encuentra amenazada y la culpa puede implicarle.
Asi pues, antes de que intervenga ningún acto y de que constitu
ya una falta determinada, la virtualidad de la falta se encuentra ya
presente en el corazón de nuestra existencia, en la medida misma en
la que no podemos vivir sin exponernos a aquello que nos supera; y
esta falta es indudablemente nuestra, es inseparable de nuestra aper
tura al mundo. No es que se trate, en sentido teológico, de una cul
pabilidad esencial unida a nuestra propia vida: se trata solamente de
un riesgo que, al anunciarse en el centro de nuestra conciencia, exi
ge que se le domine y que nunca se puede dominar completamente.
No somos los dueños de un espacio en el que, sin embargo, estamos
comprometidos...
Pero para reconquistar la plenitud de la inocencia tendría que
borrar este riesgo «interno» que nace de mi apertura a una realidad
«externa»; deberla poder abolirlo o expulsarlo: arrojar fuera de mí
todos los poderes ambiguos que me hacen depender del mundo ex
terior. En Rousseau, el proceso fundamental de la exculpación con
siste en interpretrar su propia incertidumbre ante la posible culpabi-
306
lidad como un maleficio real que se ejerce sobre él desde el exterior.
De manera que la falta ya no es un riesgo impalpable que reside en
la comunicación con el otro, es una realidad aplastante e inmutable,
pero que se abate sobre Jean-Jacques desde el exterior: el mal que le
rodea tiene su origen en otra parte. La posible falta que inquietaba
su conciencia se ha convertido en esta hostilidad masiva, en este
obstáculo extraño que tiene el peso de una cosa. En este momento
las fuerzas enemigas se ciernen desde el otro lado y devuelven a
Jean-Jacques una inocencia que tendrá, también, la solidez sustan
cial de un objeto. A una inquieta relación entre Rousseau y los
otros sucede un antagonismo definitivo. La certeza de la persecu
ción fija en lo sucesivo todas las posibilidades de culpabilidad flo
tantes cuyo pensamiento era intolerable para Jean-Jacques. Desde
luego, la falta se precisa y se agrava al convertirse en el mal absolu
to cuya victima inocente es Jean-Jacques: al proyectar su culpabili
dad en los otros les inculpa de un crimen mucho más perverso; pero
es para sentirse a su vez poseedor de una justificación absoluta bajo
los golpes de la injusticia: se ofrece al cuchillo del inmolador para
adquirir la pureza de la victima.
Rousseau se disculpa pero no deja de sentirse acusado. La culpa
ha sido proyectada al exterior, pero de tal forma que la maldad de
los hombres se expresa abrumando a Jean-Jacques con calumnias y
ultrajes. Sus enemigos dirigen contra él a cada instante un nuevo
Sentimiento de los Ciudadanos que le señala ante el odio universal.
¿No se discierne al mismo tiempo que una disculpa, una autoacusa
ción y un autocastigo? ¿No consiste esto, como en el caso de tantos
perseguidos, de una manera de volver su agresividad contra si mis
mo?28 Rousseau no ignora que romper la comunicación con los
otros constituye la falta suprema, aun cuando esta ruptura tenga
como meta la inocencia solitaria. Asi pues, en la propia exculpación
de Jean-Jacques existe una falta que pide expiación: se convierte en
culpable por la maniobra misma que debe liberarle de la culpabili
dad. De este modo sucede que, lejos de abolir la mala conciencia, el
narcisismo de la inocencia provoca su continuo renacimiento. Hay
un ciclo que no termina nunca —una especie de perpetuum mobi-
te— que hace que la culpa no sea nunca expulsada de una vez por
todas; que, en consecuencia, la persecución no puede finalizar ja
más; que la inocencia nunca esté suficientemente segura ni que la
purificación sea suficientemente completa.
307
Los DOS TRIBUNALES
En última instancia, la conciencia de Jean-Jacques espera bastar
se a sí misma. ¿Pero lo consigue? Diderot le plantea a Rousseau
una pregunta capital:
Sé bien que hagáis lo que hagáis tendréis en vuestro favor el
testim onio de vuestra conciencia: ¿pero basta con ese solo testi
m onio, y está perm itido despreciar hasta cierto p unto el de los
otros hom bres?29
308
(o panteísta), Rousseau no puede prescindir de un Dios remunerador
ante el cual hay que comparecer. Frente al Dios de justicia, la exis
tencia personal no se desvanece (y no se humilla nada); se inmovili
za gloriosamente en su verdad. No es a Dios a quien Jean-Jacques
busca en Dios, sino a la Mirada absoluta que le dará la confirma
ción de su propia identidad y el veredicto que le convertirá en el po
seedor de su transparencia. En el momento de la absolución el indi
viduo se verá investido de la esencia estable y de la inocencia que
habia reivindicado siempre en vano y cuya sombra hostil se cernía
por todas partes.
Asi pues, en este punto todo lo que parecía anunciar en Rous
seau la reivindicación de la autonomía del yo se desvanece. Su liber
tad, que se apoya en el carácter inalienable de la conciencia, ya no
puede prescindir del recurso a la transparencia. El yo no encuentra
en sí mismo un apoyo su fic ie n te S ó lo , no puede escapar al vérti
go de sus posibilidades, y por lo tanto no se escapa nunca a la angus
tia del mal. Le invade el mismo vértigo en presencia de las otras con
ciencias, sobre las que no tiene ningún influjo: ¿qué hacer para su
primir la posibilidad del malentendido, y la cuasi probabilidad de
un juicio monstruoso que le convierte en un monstruo? Los otros
pueden ver en él al malvado, y no tiene ningún privilegio que pre
venga este riesgo. Al contrario, son los otros quienes poseen el privi
legio permanente de reprobarle si les parece bien. El trato habitual
con el mundo no excluye en ningún momento el riesgo de la ilusión
y del falso conocimiento. La doble «relación» por la que se define
la conciencia no tiene nada que le proteja del peligro de convertirse
en «una doble ilusión». Puedo encontrar por todas partes velos in
terpuestos; puedo convertirme en la victima de las máscaras.
Desde el momento en que los seres y las cosas ya no pueden reci
bir de mi todo su sentido, desde el momento en el que reivindican
su propio sentido y reclaman a su vez el derecho de darme un senti
do, ya no tengo más que un recurso para escapar al vértigo de lo
posible: es el de precipitar lo peor y el de decidir que aquello que se
me sustrae me es definitivamente hostil. En Jean-Jacques la patolo
gía de la comunicación procede de la necesidad de apoyarse en tér
minos absolutos, aunque sean absolutamente negativos. Tiene ne
cesidad de un Dios inmutable, al igual que tiene necesidad de un mal31
309
«solidificado». Una vez que la hostilidad de los hombres se ha con
vertido en un ¡imite fijo , Rousseau va a poder remitirse a otro tér
mino fijo, que consistirá en el juicio de Dios y que consolidará la
posibilidad contraria, es decir, la imagen de un Jean-Jacques esen
cialmente inocente. Tanto en un lado como en el otro, Rousseau en
cuentra de este modo testigos absolutos fuera de si, cuyo veredicto
es irrevocable, pero radicalmente opuesto. Estos dos tribunales
expresan de manera extrema la ambivalencia que se había manifes
tado desde el comienzo en Jean-Jacques: la necesidad de ser juzga
do y la angustia de ser juzgado
Asi, antes que vivir con los hombres una relación incierta, antes
de aceptar las servidumbres de la condición humana en la que la es
peranza de la comunicación se ve contrapesada siempre por el ries
go del obstáculo y del malentendido, Rousseau separa los términos
de esta ambivalencia a fin de convertirlos en dos instancias absolu
tas e inmutablemente opuestas. En vez de afrontar la incertidumbre
de lo probable y ios peligros de una libertad activa prefiere presen
tarse ante dos tribunales cuya sentencia es conocida de antemano y
que profieren de manera manifestada e irrevocable el si y el no que
la experiencia humana nunca encuentra en estado puro. Para Rous
seau hay un amargo reposo en saber que ya no debe esperar nada de
los .hombres, si posee la compensación que le autoriza a esperar
todo de Dios.32
310
X
311
cerlo, entonces le verían perfectamente. Pero desfiguran su aparien
cia. Es en ellos en quienes se disgregan ser y parecer; es en ellos en
quienes triunfa el maleficio del velo...
Jean-Jacques proclama apasionadamente su propia transparen
cia, pero, del otro lado, el velo se ha cargado de tinieblas y cubre
todo el espacio visible. Al final de La Nueva Eloísa vimos este mis
mo triunfo simultáneo de la transparencia y del velo. Julie entraba
en el reino de Dios y de la comunicación inmediata; pero para esto
era necesario que sacrifícase su vida y que su rostro desapareciese
definitivamente tras el velo de la muerte. Ahora bien, la experiencia
personal de Rousseau llega al mismo punto, con la salvedad de que
la división entre el mundo de la luz y el reino del velo se realiza en
vida de Rousseau. Él vive en una situación que en la novela corres
ponde a la muerte misma (así se comprende por qué Rousseau se
define a menudo como un muerto en vida: hay que morir para en
contrarse definitivamente del lado de la transparencia).
En última instancia, la transparencia es la invisibilidad perfecta.
Los hombres me ven distinto a como soy: asi pues, no me ven, soy
invisible para ellos, me imponen una opacidad que me es extraña,
pegan a mi rostro máscaras que no se me parecen. ¡Con qué pudiese
sustraerles toda mi presencia, impedirles que me den una aparien
cia! El ensueño se dirige hacia los mitos mágicos:
312
Transparente como el cristal: pues entre todas las piedras sólo el
cristal es inocente; posee la dureza de la piedra, pero deja pasar la
luz. La mirada le atraviesa, pero él mismo es una mirada purísima
que penetra y atraviesa los cuerpos circundantes. El cristal es una
mirada petrificada. ¿Es un cuerpo en estado puro o, por el contra
rio, un alma solidificada? Dudamos... No nos sorprenderá que la
vitrificación sea una de las operaciones a que Rousseau prestó una
mayor atención en sus Instituciones Químicas. Con mucha frecuen
cia obtener un bello vidrio o bellos cristales es el objetivo en vistas
del cual se organiza todo un «experimento». Y la especulación va
aún más lejos: es una ciencia cuyos conceptos fundamentales se en
cuentran sometidos todavía al capricho de «la imaginación mate
rial»7, la técnica de la vitrificación y de la inmortalidad sustancial.
Transformar un cadáver en translúcido vidrio es una victoria sobre
la muerte y sobre la descomposición de los cuerpos. Supone ya un
paso a la vida eterna:
313
transparentes es la fluidez. En el capítulo titulado Del Principio de
la Cohesión de los Cuerpos y del de su Transparencia Rousseau co
mienza por citar «el agua y los licores cuya transparencia muestra
una unión inmediata entre sus partes»|0. Asi, en el mundo físico la
inmediatez y la transparencia son nociones correlativas; si la luz
puede atravesar ciertos cuerpos es porque alcanzan la perfección de
lo inmediato. Es éste un postulado «químico», pero en el que se
expresa una exigencia de orden psicológico... En cuanto al vidrio o
a las piedras transparentes su solidez no contradice su fluidez: la
transparencia sólida es una fluidez inmovilizada, la sustancia fundi
da se ha «inmovilizado» en una masa dura. En su naturaleza intima
el cristal es fluido, no deja de ser una «sustancia liquida». Y Rous
seau llega a afirmar que la «fluidez es el principio de la solidez de
los cuerpos». Leyendo las Instituciones Químicas se aprende a reco
nocer el valor moral de la fusión y de la disolución:
Parece muy posible que la fluidez sea también el principio de
la transparencia y q u e... ningún cuerpo seria opaco si todas sus
partes hubiesen sido sometidas por igual a la fluidez, bien de la
fusión bien de la disolución. En efecto, la unión de las partículas
de fluido entre si es, en verdad, muy fácil de rom per, pero no por
ello es menos perfecta, y esto es lo que origina que los rayos de
luz, al no tener que penetrar en tantas superficies diferentes por
las que se verían obligados a refractarse y a desviarse de mil m ane
ras, pasen a través de la sustancia liquida tras escasísimas altera
ciones; por el contrario, el cristal y el vidrio pulverizados se hacen
opacos porque la luz se pierde en medio de esta infinidad de des
viaciones, que se ve obligada a realizar a izquierda y derecha y
sobre las superficies de todas estas partículas de diferentes tam a
ños y de figuras diversas. De este m odo, la experiencia nos enseña
que las sustancias disueltas se unen hasta tal punto al disolvente
que ya no form an más que un todo diáfano y transparente con él,
hasta que la introducción de una nueva sustancia las vuelve a se
parar nuevamente; lo que hace que la sustancia líquida se vuelva
inm ediatam ente turbia y opaca; del mismo m odo, las piedras, las
arenas y los propios metales cuando se les priva de su flogisto al
calcinarlos, tom an m ediante la vitrificación un tal ordenam iento
de sus partes que dejan de ser opacos para convertirse en diá
fa n o s" .
314
pia unión interior la que permite el paso de los rayos. Rousseau
compara su corazón al cristal que es una fluidez congelada, una
fluidez que no se desliza y que por consiguiente se ha estabilizado
fuera del tiempo.
De hecho, en el último estadio del pensamiento de Rousseau esta
congelación cristalina tiene su contrapartida en una pulverización
opaca que reduce el mundo humano a no ser más que una multitud
oscura, indistinta e impenetrable. Ya no existe intercambio posible
entre los contrarios: la transparencia de Jean-Jacques se inmoviliza
y la noche exterior se coagula. Pues se fija también el velo, ya no es
una delgada y flotante separación, se ha abatido sobre el mundo
que escondía para encerrarlo en lo sucesivo en una red de tinieblas.
Pero sólo es el mundo humano lo que se vuelve opaco. Por lo
que a la naturaleza se refiere, ésta permanece del lado de Jean-Jac-
ques, del lado de la transparencia. Allí irá a buscar la complicidad
de las sustancias fluidas. En el clima ideal en el que Rousseau quiere
vivir no habrá solamente la transparencia del aire y el brillo de los
colores. Sigue teniendo necesidad de agua:
12 Dialogues, I, O. C., I, 807. Sobre la atracción que el agua ejerce sobre Jean-
Jacques. Cfr. Marcel RaYMOnd, introducción a las Ensoñaciones (Ginebra, Droz,
1948), XXIX; texto publicado de nuevo (París, Corti, 1962). Véase también Michel
Butor, Réperioire 111 (París, editions de Minuil, 1968, pp. 59-101).
,J Revertes, quinto Paseo, O. C., I, 1046-1047.
315
Más allá de esta móvil fluidez, más allá del «flujo continuo» n
de las cosas terrestres, el sentimiento de la existencia se descubre
como una fluidez inmovilizada y desgajada del tiempo. Aunque hay
una profunda afinidad entre el alma de Jean-Jacques y la transpa
rencia del paisaje, ¿podemos hablar de identificación? No, puesto
que el agua está en movimiento, mientras que el alma se eleva a un
presente que «sigue durando sin por ello marcar su duración y sin
rastro alguno de sucesión» ». La transparencia inmóvil y cristalina
del sentimiento de la existencia se separa de la limpidez inestable y
alborotada del agua que se agita. Sin embargo, el chapoteo exterior
es necesario para que Rousseau perciba la estabilidad de su estado
de plenitud. Sólo acoge el «movimiento continuo» y el balanceo
para sentir mejor en si mismo un reposo que se diferencia de él. Al
igual que la transparencia necesita un mundo oscuro sobre cuyo
fondo se destaca, ésta no puede inmovilizarse más que sobre el fon
do de una continua deriva que olvida y que domina: «De vez en
cuando nacía alguna débil y corta reflexión sobre la inestabilidad de
las cosas de este mundo cuya imagen me ofrecía la superficie de las
aguas»16... Esta reflexión, por débil que sea, es una turbación en la
perfección de la transparencia. Pero nada revela mejor la transpa
rencia que la ténue turbulencia que la atraviesa «de vez en cuando».
Una perfecta translucidez seria una nada perfecta: pues la transpa
rencia de la conciencia sólo existe para dejar traslucir alguna cosa.
(«El pensamiento se forma en el alma como las nubes se forman en
el aire» <7, dirá Joubert.) La conciencia es transparencia cuando sur
gen formas confusas, al igual que el vidrio se nos aparece mediante
sus reflejos o su vaho: asi en el acto mismo de revelarse la transpa
rencia ya se encuentra comprometida. El éxtasis de Rousseau surge
en el momento en el que el vaho del mundo percibido se atenúa y se
empobrece hasta que deja despuntar una tranquila presencia —tal
como la existencia en el estado puro—, el fondo primitivo que se
descubre más allá de todos los pensamientos y de lodos los senti
mientos: es a la vez el estado más vacio (puesto que carece de conte
nido) y el más lleno (puesto que la suficiencia es total). Esto puede
expresarse casi de la misma manera como el completo olvido de sí
mismo, o como un goce cuyo objeto no es «nada exterior a si mis
mo». Sin embargo, incluso cuando se cumple la plenitud perfecta y
316
que sólo subsiste el sentimiento de la existencia, Rousseau no puede
prescindir de las imágenes del mundo exterior; necesita un paisaje
que se ofrezca a los sentidos y que pueda inmovilizarlos hasta la
hipnosis. La existencia está puramente presente a si misma, pero
precisa a su alrededor del murmullo del agua, de la pulsación de las
olas, del gran cielo estrellado: el envoltorio fluido anterior al na
cimiento.
Volver en si tras el desvanecimiento de la caída de Ménilmon-
tant es regresar a la pureza infantil de la sensación, en la que el ser
no se distingue del mundo que le rodea. El mundo y la existencia se
dan simultáneamente, sin que el espíritu tenga que hacer el más mí
nimo esfuerzo. Rousseau vuelve en si a un yo del que no tiene aún
«ninguna noción clara» y lo que descubre con éxtasis no es su
«individualidad», sino el espacio nocturno en el que se destaca un
poco de verdor. La extraña felicidad que Rousseau experimenta en
el momento de su despertar confunde el yo y el mundo exterior en
su común ligereza (el yo más acá de la conciencia de la identidad
personal y el mundo exterior más allá del encuentro con los demás).
Jean-Jacques goza entonces de su propia transparencia gracias a la
presencia de un mundo que se transparenta.
Al describir los éxtasis del lago de Bicnne, parece como si Jean-
Jacques quisiera empobrecer lo sensible, que se reduciría a ser un
movimiento monótono y regular; la actividad propia de la concien
cia se aminora hasta no dejar subsistir más que la pura presencia a si
mismo: se establece una estrecha correspondencia entre el atenua-
miento del pensamiento y el tranquillo murmullo del agua. Pero no
son abolidas ni la actividad mental ni la presencia del mundo: son
reducidas a una extrema tenuidad. El sentimiento de la existencia
emerge de este doble atenuamiento, que es casi una doble aniquila
ción, pero que, sin embargo, se detiene en el límite del silencio y de
la nada. Lo que entonces permanece visible de las cosas y del yo no
es, en absoluto, su esencia secreta y profunda, sino su superficie
—la tranquilidad inocente y precaria de su superficie—. (La desgra
cia volverá a asentarse en cuanto que las «profundidades sean re
movidas».) Las condiciones del éxtasis son descritas como una lige
ra agitación superficiel que se desarrolla plenamente en las cosas y
en el alma. Pero la superficie anuncia un misterioso y sencillo poder
que la sostiene y que asegura al alma el reposo en la plenitud. Pare
ce como si no se pudiese conocer la presencia —la existencia— más
que convirtiéndose en infinitamente ausente.
317
Volvamos a abrir el texto de la quinta Ensoñación. Rousseau
habla en cierto momento de alejar todo lo que no es el «sentimiento
de la existencia» en su estado más cristalino y desnudo: el pensa
miento y el mundo sensible son superfluos. La propia sensación
constituirla un obstáculo y, lejos de procurarnos goces inmediatos,
nos separaría de una inmediatez más importante y más pura que ca
rece de forma y de imagen. Pues la existencia es una inmediatez sen
tida que se sitúa en un lugar previo a la diversidad centelleante de la
experiencia sensual. Tal y como si escogiese la vía de la ascesis,
Rousseau rechaza las imágenes y se esfuerza en alcanzar algo más
original y más frugal:
318
cuando ligeras y dulces ideas no hacen m ás que aflorar a la super
fic ie d el alm a, p o r así decirlo, sin agitar su fo n d o 10.
J u ic io s
319
propia sustancia». Desde este momento, la conciencia deja de vivir
armoniosamente según la norma de una doble relación. Se refugia
completamente en uno de los dos polos y ya no se conoce más que a
si misma. Desde luego, el paisaje exterior no deja de estar presente,
pero en lo sucesivo es un espacio circunscrito, sin figuras humanas,
una Naturaleza cómplice. El yo se abandona a sus éxtasis, en los que
se iguala a la totalidad imaginaria del mundo, a menos que, de for
ma no menos voluptuosa, se desinterese de todo fijándose en un ru
mor y en un reflejo superficiales. Pero esta plenitud feliz no recon
cilia el mundo dividido; los éxtasis no eliminan la persecución, son
únicamente una compensación por ella. El horizonte real está cerra
do por los obstáculos insuperables. Y es, porque todo se opone a él,
por lo que Rousseau se proyecta en un mundo en el que nada se
opone al yo. Entregada al sentimiento de la existencia, la conciencia
prueba el sabor de su propia unicidad, en la que cree encontrar la
compensación de la unidad que se niega en el horizonte real. El mis
mo hombre que dice ser reprobado por «toda una generación» se
pierde deliciosamente en el «sistema de los seres» (en el que ya no
figuran sus perseguidores). La conciencia de Rousseau se procura
alternativamente dos mundos en los que la relación activa no tiene
ningún sentido: en uno, porque se encuentra irremediablemente divi
dido, el otro, porque es completamente perfecto. Sea como fuere, no
hay nada que emprender, no existe el riesgo de una «doble rela
ción»: unas veces la única posibilidad consiste en resignarse ante la
opaca hostilidad; otras no queda más que perderse en la transparen
cia del gran Ser, de la presencia y de la existencia. Pero la verdadera
unidad se encuentra comprometida por el simple hecho de la alter
nancia de estos estados contradictorios...
¿Compensa la experiencia de la unidad interna —que se realiza
en ciertos momentos privilegiados— de la imposibilidad de la uni
dad real que me uniría a los otros al mismo tiempo que a mi mis
mo? ¿Es suficiente vivir embriagadoramente la imaginación del
Todo para reparar el fracaso de la dóble relación? ¿Qué valor tiene
la unidad simbólica que la conciencia vive en la separación? ¿Es su
ficientemente fuerte el símbolo para negar y superar la separación
—o no es más que una ilusión irrisoria y un fútil consuelo—? Es co
nocida la severidad de Hegel hacia el «alma bella»: el objeto que
ésta cree tener ante sí es de nuevo ella misma. Cuando piensa el
todo, no piensa más que en su propia transparencia, y finalmente en
su propio vacío, en su inconsciente inanidad: «Como conciencia se
encuentra dividida en la oposición del Si mismo con el objeto, que
para ella constituye la esencia, pero este objeto es precisamente lo
320
perfectamente transparente en su Sí mismo y su conciencia no es
más que el saber de sí. Toda vida y toda esencialidad espiritua' han
regresado a este Sí mismo»2324, El alma bella crea un mundo puro
que consiste en su palabra y en su eco, que ella percibe inmediata
mente. Pero «en esta pureza transparente» va a «desvanecerse como
un vapor sin forma que se disuelve en el aire». Pierde toda realidad
y, al agotarse en si misma, se volatiliza en la abstracción extrema.
Para Hegel, que se refiere sobre todo a Novalis pero también al
Rousseau de las Ensoñaciones a través de Novalis, la transparencia
es una pérdida de si mismo y una estéril reañrmación de la identi
dad Yo = Yo.
La interpretación poética de Hülderlin es completamente dife
rente. Rousseau, tal como aparece en el centro del himno E lR hin»,
es un «hijo de la Tierra», un semidiós que habla desde una locura
divina, como Dionisos. Es uno de los elegidos que pueden acoger
sin esfuerzo al Todo y que soporta sobre sus hombros el peso del
Cielo y de la alegría. En la oda sobre Rousseau Hólderlin indica
de un modo aún más preciso la miseria del perseguido convertido en
semejante a una sombra, pero para erigirlo a continuación a la luz
de un lejano sol. Rousseau es la «palabra solitaria» que espera to
davía a los hombres nuevos que sabrán comprenderla; es el «pobre
hombre» que vaga sin encontrar reposo en silencio, semejante «a
los muertos que no han recibido sepultura». Pero a la imagen de
esta huida extraviada sucede la imagen de la fiesta y del cortejo dio-
nisíacos, y después la imagen del árbol que «surge del suelo de la
patria»: imagen de una estabilidad profunda que contrasta con el
extravio sin reposo. La metáfora orgánica del árbol es significativa,
expresa un intuición «vital» que en esta ocasión hace pensar en
Schelling. El árbol es una expansión, pero una expansión «cerrada»,
y que volverá a caer en seguida (sus brazos y su cima se inclinan do
lorosamente). El árbol se encuentra separado de la infinidad que le
rodea; sin embargo, el infinito es retomado interiormente por el
árbol y participa en la maduración del fruto. Esto es lo que canta la
sexta estrofa del poema: «La sobreabundancia de la vida, el infinito
que apunta a su alrededor como una aurora, no los capta nunca.
Pero esto vive en él, y presente, caluroso y eficaz, brota el fru to y le
321
escapa». Ahora, pese a la desgraciada separación que podríamos
considerar como un olvido del mundo real, todo el espacio es resti
tuido en la interioridad orgánica para concentrarse allí y para des
gajarse en seguida bajo la forma del fruto. El árbol incapaz de cap
tar a su alrededor la «sobreabundancia de la vida», la posee en él.
Ella le atraviesa para abandonarlo convertida en fruto, en palabra
eficaz que regresa al mundo.
En el juicio de Hegel y el poema de Hólderlin existe una gran se
paración. Esta separación no señala solamente la diferencia de pers
pectivas adoptadas por el filósofo del absoluto y el poeta del Regre
so, rechazando el uno y aceptando el otro legitimar la «mística na
tural» de Jean-Jacques. Esta doble perspectiva debe comprenderse
también a partir de la ambivalencia de los últimos textos de Rous
seau, que dan pie a una u otra interpretación. Por una parte, se da
un rechazo del obstáculo y un «rechazo de la acción en el mundo,
que desemboca en la pérdida de si mismo»26: Rousseau se pierde en
la afirmación inmóvil de su propia transparencia. Pero por otra
parte existe una posesión en la pobreza y en la desgracia, una felici
dad sin nombre y sin limites. Las Ensoñaciones y las Confesiones
afirman que esta felicidad es injustificable, pero también que está
justificada más allá de toda norma de la justicia humana. En los éx
tasis del lago de Bienne, en estas ensoñaciones «estúpidas» y «sin
objeto», Rousseau percibe (según el quinto paseo) la inmediatez de
su propia existencia, a saber, aquello que es tan primero y tan cen
tral en él que ningún velo acertaría a separarle de ello en ese mo
mento; en esta deriva en el agua el ser se borra hasta la presencia
más desnuda, hasta el límite extremo en el que ya no ve ni oye el
ruido tenue de su propia fuente y el cielo vacio que sus ojos miran
fijamente. Ahora bien, esta presencia inmediata a si mismo es tam
bién presencia a una Naturaleza universal; en las Confesiones, Rous
seau describe como éxtasis panteistas los felices instantes que el
quinto paseo pone en relación con el sentimiento de la existencia:
Jean-Jacques experimenta un contacto sin obstáculo y sin me
diación con una fuerza cósmica:
322
Si se admite que los dos textos describen el mismo éxtasis, en
tonces parece como si el yo, captado «en su origen» (del sentimien
to de la existencia), y la naturaleza con su maternal omnipotencia se
confundiesen intimamente hasta el punto que cada uno de los dos
términos pudiese ser mencionado en lugar del otro. La extremada
pobreza y la extremada riqueza se confunden en una vertiginosa
«coincidencia de los opuestos». La despersonalización por exceso y
la despersonalización por defecto dejan de ser separables28. Esto es
lo que Hólderlin considera como una sorpresa que «Espanta al
hombre moral» al abrumarle con una gracia divina29. Pero lo que
Hegel denuncia es precisamente esta identificación del yo con la na
turaleza divinizada (percibidos los dos de manera inmediata): Rous
seau disfruta esta felicidad retirándose del mundo, sustrayéndose a
la reflexión y negándose a «confiarse a la diferencia absoluta».
Ahora bien, el propio Rousseau sabe que su «contemplación» no es
una actitud que supere y exceda la vida activa, sino una evasión que
se separa de ella. Y siente la necesidad de justificarse por ello: la fe
licidad que le viene dada en la soledad no puede ser propuesta como
ejemplo universal. Esta felicidad les está prohibida a los hombres
que viven conforme al orden, y Jean-Jacques sólo tiene derecho a
disfrutar de ella porque ha sido relegado a una situación excep
cional y porque su destino es único y monstruoso. Esta felicidad es
humanamente injustificable, puesto que sólo puede ser justificada
por la iniquidad (ella misma injustificable) que los hombres hacen
padecer a Jean-Jacques. Sólo porque todo ha sido perturbado por
culpa suya es por lo que la compensación —el éxtasis de la transpa
rencia— se hace licita.
En el presente estado de cosas no sería ni siquiera bueno que,
ávidos de estos dulces éxtasis, ellos [los hombres] se hastiasen de
la vida activa cuyo deber les prescriben sus necesidades siempre
renacientes. Pero un infortunado al que se ha desgajado de la so
ciedad humana, y que ya no puede hacer aquí abajo nada útil ni
bueno para los demás ni para si mismo, puede encontrar en este
estado compensaciones para todas las felicidades humanas que no
podrían quitarle ni la fortuna ni los hombres30,
28 Véase Marcel Raymond, Jean-Jacques Rousseau. La quite de soi el la revene
(París, Corti, 1962), 179.
29 Hólderlin, en el himno El Rhin. La expresión de Hólderlin: die Last der
Ereude (el peso de la alegría) corresponde con toda exactitud al empleo que Rousseau
hace del término: abrumado. Véase la tercera carta a Malesherbes: «Me sentia abru
mado por el peso del universo con una especie de voluptuosidad». Y en el Emilio la
invocación a Dios: «Sentirme abrumado por tu grandeza, constituye el éxtasis de mi
espíritu, es el encanto de mi debilidad» (lib. IV., O. C.. IV, S94).
30 Réveries. quinto Paseo, O. C., I, 1047.
323
Como si previniese el juicio de Hegel, Rousseau presenta su de
fensa alegando que no se ha retirado de la «vida activa» por propia
voluntad. Ha sido expulsado, separado, no se le ha permitido ac
tuar, se le ha prohibido toda salida fuera de sí mismo. Iba a seguir
el camino que conduce hasta sí mismo por el rodeo y la mediación
de los demás, pero fue expulsado inmediatamente y se refugió en el
único asilo inalienable que le quedaba: el goce inmediato, la presen
cia a si mismo y a la naturaleza, la unidad imaginada que sustituye
la unidad real que deseaba y de la que ha sido expulsado. Rousseau
sabe que sus «dulces éxtasis» son una «compensación» por una pér
dida esencial. Lo que se le aparece en las orillas del lago de Bienne
es lo mejor, dirá Hólderlin. Pero Rousseau sólo se concede el de
recho a lo «mejor» porque le ha sido infligido lo peor. La falta es
inseparable de esta felicidad, falta que pesa sobre el mundo engaño
so y sobre los hombres «hábiles e hipócritas» (cuya existencia no
puede olvidar Rousseau, aunque no sea más que en el momento en
que se regocija de su ausencia para lanzarse hacia la naturaleza ma
ternal). Asi pues, el éxtasis de la unidad no implica una reconcilia
ción real; por el contrario, se perpetúa una discordancia fundamen
tal y misteriosa. Rousseau parece temer que la «vida inmediata»,
que carece de justificación ética suficiente, sea culpable en relación
a los deberes que se le imponen al hombre social. La vida inmediata
no será plenamente inocente más que si los demás son masivamente
culpables. Rousseau proyecta la culpabilidad del goce solitario so
bre aquellos que le impiden actuar y salir de su yo. El «alma bella»
tiene mala conciencia, pero imputa toda la maldad al mundo enga
ñoso. Así pues, conocer a través del éxtasis la coincidencia ideal de
lo universal y de lo singular no arregla nada. Bien al contrario, es
necesario haber perdido toda esperanza de unidad concreta para
que llegue a ser legitima la «compensación» extática. ¿Acaso estos
«dulces éxtasis» sólo serían lo mejor a falta de algo mejor, es decir,
a falta de la unión entre las almas, de la fiesta en la que las concien
cias se unen a plena luz, y a falta de la amistad humana? Tras haber
inventado la oscuridad, a todo el resto del mundo ya no le queda más
que remar en un bello lago. De hecho, a la vez que se abandona a la
universalidad ideal de la naturaleza o del sentimiento de la existen
cia, Rousseau no puede olvidar la universalidad humana de la que
se siente injustamente excluido. Si Jean-Jacques no fuese ese acusa
do que se levanta contra sus acusadores, tampoco sería este solitario
que se basta a si mismo «al igual que Dios». Ya lo habíamos obser
vado al comentar la reforma personal de Jean-Jacques, el repliegue
hacia la vida interior está ligado a la acusación de una sociedad in-
324
justa: esto sigue siendo válido hasta en los últimos escritos de Rous
seau en los que la imagen del mal social toma una forma cada vez
más mítica y delirante. A consecuencia de ello hasta en los textos
«místicos» de Rousseau, en los que se puede leer legítimamente una
opción fundamenta] por una «experiencia interior» de tipo románti
co, se debe leer también un rechazo, una resistencia y un desafio,
opuestos a la sociedad corrompida. De este modo, se les ofrece a los
comentadores y a los adoradores de Jean-Jacques una doble pers
pectiva: el culto que se le profesará hacia el final del siglo xvin se
dirigirá confusamente a un héroe político y a un héroe sentimental;
algunos verán en él al profeta de una revelación puramente interior,
mientras que otros saludarán al hombre nuevo, a la víctima indómi
ta del antiguo régimen, al adversario irreductible y finalmente triun
fante de un orden injusto e irrazonable.
No se puede separar nada; Rousseau es un «alma bella» que se
pierde en su propia transparencia, pero cuya queja y cuyo canto se
convierten en una acción en el mundo; y el poder de esta acción no es
nunca tan grande como en las páginas en las que Rousseau parece
renunciar a todo poder. Por el hecho de haberse negado a actuar
frente a la persecución es posible que haya recibido misteriosamente
el don de actuar centuplicadamente. Para Hegel, el «alma bella» se
agota en si misma «como un vapor sin forma que se diluye en el
aire». Pero Hólderlin, por su parte, compara a Rousseau con el
águila que vuela hacia el encuentro de la tormenta. Y aqui la ima
gen correcta es, sin duda, la pesada nube de la tormenta, la Revolu
ción y los «dioses que vienen»:
325
narse a cederle completamente el sitio al vacio, no puede ser como
es en silencio. Si habla conserva la certeza de que su última libertad
no ha sido aniquilada y de que mantiene a los malvados a distancia.
Esta última libertad ya no es una fuente de actos y de iniciativas; no
es más que la reivindicación del reposo interior y del poder de
hablar a pesar de todo.
Nada es verdadero, nada es real a su alrededor; todo es signo de
persecución. Pero es preciso que se apoye en la plenitud del ser. Y si
el empobrecido presente no le ofrece ninguna posibilidad, hay que
suscitar sin descanso la imagen de una presencia en otros tiempos:
en el pasado, en la lejanía, después de la muerte. Así pues, seguirá
hablando para no ser abandonado por las imágenes de su pasado,
para no perder de vista el juicio que le acogerá y le justificará: la
palabra conserva un reflejo de las felicidades pasadas, hace existir a
un Dios testigo, todavía escondido pero que descubrirá su faz.
Para deplorar el agotamiento interior, la aridez de la vida redu
cida a automatismos, Rousseau encuentra un lenguaje que testimo
nia la presencia de una fuente inagotable y que le permite proyectar
los espacios imaginarios que recorrerá libremente. No es nada, pero
tiene acceso a la plenitud de una melodía mediante la cual dice su
nulidad. Ya no es nada, pero al expresar esta nada la convierte en la
transparencia que ofrece a la mirada de Dios. Ya no tiene pasiones
ardientes, pero el enfriamiento del corazón deja la palabra a un yo
más antiguo que narra sus éxtasis y su embriaguez. Está ocioso, pero
se da por escrito la explicación de su ociosidad y la pluma emborro
na las páginas.
Este recurso, que parece inagotable, da fe de una fuerza secreta
y un poder casi infinito de recuperarse en el vacío. Pero da fe tam
bién de una actividad obsesiva mediante la cual Rousseau se da el
horizonte del mal y de la condena frente al cual toma posesión de su
inocencia. La presencia tenebrosa del mundo hostil es también un
apoyo de que tiene necesidad Rousseau para pertenecer de modo
más completo a su propia transparencia.
La admirable perseverancia de Rousseau, y de este discurso sin
oyentes que intenta salvar el ser amenazado, es la contrapartida de
un delirio que persevera. En las Ensoñaciones, encontramos simul
táneamente la repetición monótona de una convicción demente, y el
canto melodioso de una voz que defiende el alma de su destrucción.
Es ésta una voz extraviada, pero resiste y responde también al
extravío, y en esta respuesta se anuncia un poder interno que ha po
dido atravesar el extravio. (Posiblemente esto sea lo único que tenga
derecho a ser llamado razón.)
326
Por un misterio que Rousseau no sabe elucidar, el mundo ha
cambiado de significado a su alrededor: pero el yo se siente intacto
y reivindica obstinadamente su permanencia. El delirio interpretati
vo no encuentra a su alrededor más que tinieblas y figuras enmasca
radas. Todo tiene el sentido de una amenaza, de un control, de una
obscena calumnia; a partir de aqui, todos los gestos y todas las pa
labras de Jean-Jacques se vuelven inadecuadas y falsas: responden a
la amenaza imaginaria. Pero por profundo que sea el error de
Rousseau, por ingenuas que sean las imágenes que se da de su
«retribución» final, por frágil que sea el edificio de los argumentos
que opone para su defensa, escuchamos el lenguaje que lleva en su
melodía la redención de su error. El velo y la imposibilidad de co
municación están presentes en esta misma palabra que proclama
apasionadamente su inocencia, en estas páginas de copia en las que
se comprimen las lineas de escritura regular, en el regreso obsesivo
de ciertas palabras envenenadas. Pues esta misma palabra que teje
el velo enuncia también la transparencia y, sin que se sepa de dónde
proviene su poder, se convierte en batir de ola, en movimiento cris
talino: «Liberada del velo de la existencia se transparenta, tan sólo
por el tiempo de un breve alivio fuera del tiempo.»
327
TRES ENSAYOS SOBRE ROUSSEAU
ROUSSEAU Y LA BÚSQUEDA DE LOS ORÍGENES1
Nunca se acaba de una vez con él: siempre hay que volver a em
pezar de nuevo, que orientarse de nuevo o que desorientarse, que
olvidar las fórmulas y las imágenes que hacían que nos resultase fa
miliar y nos daban la tranquilizadora convicción de haberle defini
do de una vez por todas. Cada generación descubre un nuevo Rous
seau en quien encuentra el ejemplo de aquello que quiere ser, o de
aquello que rechaza apasionadamente.
Esta abundancia y esta renovación en los puntos de vista depen
den de ciertos caracteres propios de la obra de Rousseau. En ella di
ce demasiado y demasiado poco a la vez. Es una obra que, desde la
reflexión filosófica a la autobiografía, desde la dialéctica más densa
a la efusividad Urica, desde la ficción a la legislación, se mueve
dentro de un considerable número de registros y ocupa una sorpren
dente diversidad de dimensiones espirituales. Es legitimo hablar
aisladamente del pensador o del soñador, del político o del perse
guido, del músico o del novelista. Pero cada una de estas perspecti
vas es fragmentaria, y no alcanza más que una verdad incompleta:
no solamente por el vicio inherente a toda aproximación parcial, si
no porque Rousseau, en todo momento, e incluso en sus textos más
sólidamente construidos, asocia a su palabra explícita la presencia
implícita de su persona y de su pasión; nos vuelve a conducir cons
tantemente a la pura intención que, singular y deseosa de univesali-
dad al mismo tiempo, segura de sí misma pero incomprensible, sen
tida en el fondo del corazón pero indecible, sirve a la vez de
garantía y de coartada a sus actos y a sus palabras. No nos pide úni
camente que leamos y apreciemos lo que escribe, sino que le quera-
331
mos a través de lo que escribe, que confiemos en aquel que fue y en
aquel que es, más acá o más allá de su libro. Cada una de sus frases
remite a la tácita convicción que la precede y que la sostiene. Tengo
razón, pues, al seguir la vía del rigor racional, siempre fui secreta
mente aprobado por la voz interior del sentimiento, que no puede
errar. Posiblemente me equivoque, pero mis intenciones nunca de
jaron de ser puras y ninguna falta puede serme imputada por el juez
íntegro que se remonta siempre desde los accidentes externos hasta
el verdadero ser. Por todas partes, y no solamente en los escritos
aubiográficos, este complemento de subjetividad sugerida indica la
presencia de un fuego central: la «ley del corazón» resplandece tras
la sombra que producen las palabras...
De ahí se produce en el lector una simultánea impresión de fuer
za y de inacabamiento. En su tensión moral o en su melodía «me
morativa» la frase de Rousseau oscila entre su estructura literal y un
horizonte invocado por las energias del deseo. Desde luego, la frase
rebosa de sentido, pero, más allá del contorno estricto de los vo
cablos empleados, designa un sentido acrecentado. Este significado
sobresaturado es, a la vez, el resultado del contenido propio del tex
to y del halo de que se rodea: más que a la lógica (menos ausente de
lo que se ha dicho) es a la presencia continua de esos armónicos a lo
que la escritura de Rousseau debe su continuidad. Al teclado clásico
le añade el pedal y el juego múltiple de las resonancias. Todo análi
sis estilístico, toda «critica interna» del texto tendría como tarea
mostrar en este caso como la palabra de Rousseau indica, más allá
del significado estricto, un poder confuso y cálido que la supera y la
levanta. Rousseau es, sin duda, el primer escritor que saca partido
del silencio de esta manera: le pide que prolongue su palabra, que
propague sus ecos...
Una lectura simpatizante nos orientará, pues, hacia ese «algo
más» que, más allá de los limites de la página impresa, designa a la
vez el horizonte de la terminación y el del surgimiento pasional, la
primera inquietud y la convicción definitiva, la fuente muda del len
guaje o su cima silenciosa.
La palabra expresada se rodea de un componente inexplicable
que constituye su justificación y que nos hace entrever un transfon
do consciente en el que la certeza se posee inmediatamente a si mis
ma. (Esto es lo que tiene presente Schopenhauer cuando define a
Rousseau como un autor «entimemático»: su razonamiento se apo
ya en premisas tácitas.) Rousseau nos pide que confiemos en él en
razón de las miras y del origen indecible de su palabra. Más aún, en
varias ocasiones nos dice que el discurso desarrollado es un compro-
332
miso culpable, una alienación del yo que se entrega a la engañosa ex
terioridad; el lenguaje articulado es una mediación ineficaz que
traiciona infaliblemente la pureza de la convicción. Rousseau se ex
cusará de ello como de una falta: estaba hecho para el civismo oscu
ro, para la virtud silenciosa y para el sentimiento que encuentra su
placer en sí mismo. Escribir ha sido una caída fatal (por culpa de
los falsos amigos, y, sobre todo, de Diderot) que le expuso a todos
los malentendidos. Como castigo no terminará de disipar mediante
la palabra autobiográfica los malentendidos creados por la palabra
«literaria». A partir de las Cartas a Malesherbes no volverá a co
ger la pluma más que para rectificar la imagen precedente que ha
dado al mundo y de la que se han apoderado sus enemigos: le per
donarán su caida tan sólo con que consientan en leer este post-
scriptum en el que muestra qué hombre fue antes de convertirse en
un hombre de letras, qué hombre es, ahora que está dispuesto a
callarse y a conformarse con la felicidad sin frases de la ensoñación.
Pero hablar para huir de la maldición de hablar, escribir para
decir que se renuncia al lenguaje, significa avivar la división y dar
lugar a la ironia. Entre esta palabra acusadora de la palabra y el si
lencio en que querría abolirse para realizar su verdad persiste una
tensión: sigue subsistiendo una distancia mediante la cual la voz de
Jean-Jacques permanece cautiva de la mentira y de la literatura que
denuncia. Ésta demuestra el maleficio que la aprisiona, tanto más
cuanto que, al proclamar que está decidida a liberarse de ella, no
consigue nunca llevar a cabo el sacrificio mediante el cual se impon
dría el silencio para dejar triunfar la pureza indivisa del sentimien
to. Proclama su voluntad de apaciguamiento, pero no sale del con
flicto que constituye su clima.
333
una pedagogía, una religión (o una «religiosidad») y una politica.
Entre los diversos elementos de este discurso hay menos contradiccio
nes de las que se le han reprochado. Pero esos elementos se encuen
tran separados por lagunas que parecen esperar que se las colme; fal
tan articulaciones, y el intérprete se siente autorizado a asegurarlas con
su propia mano para la buena fama de Jean-Jacques. Poco a poco,
al precio de un cierto número de extrapolaciones, se construye la
imagen de una filosofía más uniforme de lo que es, y que mantiene
su rango entre las filosofías de su siglo. Al hacer esto, se olvida que
Rousseau concibió su sistema contra los sistemas; se ignora aquello
que en este pensamiento, perfectamente capaz de conducirse lógi
camente, es vergüenza del pensamiento reflexivo, rechazo de pen
sarse hasta el fin como pensamiento. Más correcto será aceptar una
interferencia entre la discontinuidad del discurso teórico de Rous
seau y la continuidad de un yo subyacente, al que las propias ruptu
ras nos remiten. Suficientemente sistemático como para que no se le
pueda reprochar una grave falta de coherencia, el pensamiento de
Rousseau se presenta bajo un aspecto excesivamente eruptivo como
para permitimos que consideremos el «sistema» como un fin en si
mismo. El inacabamiento es el índice de un poder que no pudo o no
quiso agotarse por completo en su explicitación. El yo y sus fines
ideales trascienden a la obra por todas partes; el yo se designa co
mo origen y como fin, indefinidamente capaz de retomar su pala
bra y su «sistema» para satisfacerse con el único placer de ser uno
mismo.
Asi pues, para respetar la verdad de Jean-Jacques es importante
no colmar las lagunas que haya podido dejar en su sistema. No sin
haber llevado muy lejos previamente la elaboración de su teoría, se
contentó con afirmar la unidad de la misma: hay que darle crédito,
pero no nos proporcionará la prueba detallada de esta unidad.
Cuando se entregue a un verdadero trabajo de demostración, cuan
do intente «desarrollar bien en todas partes las primeras causas para
hacer sentir el encadenamiento de los efectos» será al escribir las
Confesiones: demostración que ya no se sitúa en el ámbito de la
filosofía y que no nos explica por qué Rousseau piensa lo que pien
sa, sino por que es lo que es. Hay una relación fundamental entre la
discontinuidad de la obra teórica y la obstinación patética de la pin
tura del yo. Este retorno a sí mismo, esta exploración del pasado,
este exponer en secuencia narrativa la experiencia personal —exigi
dos y estimulados por la necesidad de hacer frente a una persecu
ción que alcanza a Jean-Jacques en su propio rostro— tienen, en re
lación con la obra filosófica, el valor de un esclarecimiento a tra-
334
vés del origen. A partir de 1762, Rousseau va a narrarse para que
conozcan al fin su alma amante y benévola: en ella se verá la fuente
de sus escritos, que los hipócritas y sus víctimas describen como la
obra de un enemigo del género humano.
Hemos de reconocer que, desde el principio, Rousseau sintió las
críticas a sus teorías como si estuviesen dirigidas a difamar su ima
gen: se sentia presente personalmente en sus discursos académicos,
que expresaban y comprometían su carácter al mismo tiempo. Asi
pues, el movimiento de la réplica será el de la apologética personal,
y, más allá de la historia de sus ideas (tal y como puede leerse en la
Carta a Christophe de Beaumont), es a la historia de su vida a lo
que apelará en última instancia. No se trata de nada menos que de
dar a conocer la autoridad interior sobre la que fundó todo desde el
principio. Por tanto, es necesario volver a la convicción-origen me
diante un movimiento de regresión y remontarse aún más arriba a
una personalidad primera, a una «naturaleza» conservada en secre
to tras todas las teorías, todos los conceptos y todos los desarrollos
literarios. El autor cede la palabra al hombre. Rousseau construye
una segunda obra para revelar lo que fueron los sentimientos, las
pasiones y los deseos que dieron nacimiento a su primera obra; nos
pide que consideremos su intención no solamente como la justifica
ción de sus ideas, sino como una realidad más esencial que éstas. A
partir de entonces, Rousseau va a hablar de los Discursos y del
Contrato no como un esfuerzo destinado a transformar el mundo
pensándolo, sino como de una efusión del sentimiento en búsqueda
de su ideal: al rechazar las corrompidas costumbres de la sociedad
moderna y al describir la bondad natural, expresaba sus quimeras y
trazaba un primer autorretrato. Quizás se haya equivocado en su sis
tema, pero se ha pintado en vivo en él; aunque en sus especulaciones
se hubiese equivocado mil veces, no ha abandonado un solo instan
te su verdad; y sigue teniendo interés por este «triste y gran siste
ma», si no reniega de él, es porque el alma de Jean-Jacques está
auténticamente presente en él. Sus primeros libros eran Confesiones
anticipadas, reflejos del yo, reflejos que ayudarán a interpretar en
su verdadero sentido las Confesiones. De este modo, el sentimiento
reabsorbe la obra (que nunca fue plenamente una obra, es decir,
una actividad en la que el yo se olvida en lo que realiza) y la conta
biliza en provecho propio. Le retira su estatuto de obra, es decir, su
exterioridad, su transitividad. En sentido estricto, Rousseau no
quiere tener una obra más de lo que quiso tener hijos. Quiere gozar
de sí mismo, quiere residir en la unidad, experimentar la felicidad
muda de la presencia, en el seno de la naturaleza maternal.
335
La preocupación por el origen desempeña ya un papel capital en
las obras que constituyen el «sistema». En ellas describe Rousseau
el estado primitivo del hombre, su soledad ociosa y feliz, sus deseos
concordes con sus necesidades, sus apetitos, que la naturaleza satis
face inmediatamente; es el equilibrio primero, anterior a todo deve
nir; la interminable medida para nada que precede al comienzo; aún
no transcure el tiempo, no existe la historia, las aguas permanecen
inmóviles. De ahí la necesidad de imaginar aquello que pudo poner
fin a este origen anterior a la historia; la conjetura filosófica debe
reconstruir el acontecimiento decisivo que, al romper el equilibrio
primordial y la plenitud cerrada del estado de naturaleza, se convir
tió de este modo en el comienzo de la historia. Al desarrollar sucesi
vamente todos los recursos de su perfectibilidad, el hombre se entre
gó a la servidumbre del tiempo; yendo a la deriva por las vastas
aguas de la historia, se hizo sociable y malvado, docto y esclavo de
las apariencias engañosas, señor de la naturaleza al precio de su
propia desnaturalización. Rousseau recompone el origen de la so
ciedad, se interroga por el origen de las lenguas y se remonta hasta
la experiencia infantil del individuo. Busca en lodo la explicación
genealógica que, a partir de un término inicial, desarrolla toda una
cadena de efectos y de consecuencias bien conectadas. En lo que es
tá de acuerdo con el espíritu de su siglo. Pero mientras que esta in
vestigación especulativa, este despliegue de una historia retomada
desde su origen, constituyen el tema preponderante de la obra filosó
fica, constatamos que el tema preponderante de la obra ulterior
—la autobiografia— tiene como tarea esencial revelar el origen sub
jetivo de la obra antecedente. En la sucesión de los escritos de
Rousseau hay, pues, una reduplicación de la búsqueda de los oríge
nes: a las obras en las que él es el pensador que habla objetivamente
de los orígenes humanos suceden obras en las que se muestra a sí
mismo como el origen de su discurso precedente y como el secreto
modelo del retrato del hombre de la naturaleza. ¿De dónde puede
haber sacado su modelo el pintor y el apologista de la naturaleza,
tan desfigurada y calumniada hoy, si no es de su propio corazón?
La describió tal y como él mismo se sentía. Los prejuicios por los que
no se encontraba subyugado, las pasiones artificiales de las que no
era víctima, no ofuscaban ante sus ojos —como ante los de los
otros— esos primeros rasgos tan generalmente olvidados o ignora
dos*. La naturaleza no es el tema objetivo que expone y explora un
pensamiento discursivo; ella se confunde con la subjetividad más
337
del mundo, donde va a perderse el discurso; al despertar la pasión
del lector, al pedirle que tome a Jean-Jacques como objeto de su en
tusiasmo, la palabra elocuente nos ofrece la imagen de un trayecto
circular cuya fuente y cuyo último término coinciden. La palabra
transitiva está al servicio de un deseo que se refleja sobre sí mismo.
Rousseau se convierte en novelista precisamente en el momento
en que su relación con los otros comienza a hacerse más complica
da. El género novelesco interpone un mundo imaginario entre el
autor y su auditorio. En él la transitividad de la palabra no se pier
de en absoluto, sólo es aplazada (de ahi una forma de eficacia indi
recta que sólo es posible mediante este retraso y por la intervención
de la imaginación). La Nueva Eloísa, efusión musical y sueño des
pierto, es un modelo de comunicación oblicua.
Desde 1762, desde las Cartas a Melesherbes, Rousseau se siente
obligado a justificarse; necesita disipar los malentendidos y las ca
lumnias que se acumulan contra él: el hombre que aqui toma la
palabra se elige a si mismo o como tema de su palabra. El yo se
convierte en el objeto de su discurso; cada vez más va a tender a
tomarse a si mismo a la vez como aquel que habla y como aque
llo de lo que se trata en el movimiento de la comunicación. Pero, al
mismo tiempo, y como debido a la ley interna de esta evolución,
la propia comunicación va a hacerse cada vez más problemática.
Jean-Jacques ya no puede ser comprendido por sus contemporá
neos: esto es, al mismo tiempo, la certeza intima del delirio y el
efecto —muy objetivo— de las disposiciones de M. de Sartine, lugar
teniente de policía. Desde las Cartas a Malesherbes a las Confe
siones y desde las Confesiones a los Diálogos, la relación con el
«destinatario» se debilita cada vez más. Por fin, en las Enso
ñaciones, en las que Rousseau dice que se encuentra libre de toda
esperanza y de toda inquietud, el alegato se ha convertido en mo
nólogo; el yo, «referente» exclusivo, es, por el momento, el único
destinatario igualmente. Desde luego, estas frases perfectas y este
lenguaje armonioso invocan a un testigo virtual; Rousseau no deses
pera por completo: su monólogo encontrará un dia lectores impar
ciales a quienes la liga de sus perseguidores no habrá podido preve
nir en contra suya. De todos modos, el alejamiento y el retraso tem
poral parecen tan considerables que Rousseau prefiere considerar
nula la posibilidad de ser comprendido. Esta posibilidad anulada
crea un gran vacío en el que en lo sucesivo puede desplegarse el liris
mo que desafia a la ausencia y que proyecta su certeza más allá
incluso de la desesperación. Asistimos asi al movimiento mediante
el cual la palabra —cuya función «normal» consiste en unir al yo y
338
al otro en el ámbito cómún del sentido— se refleja (o se pervierte) y
no es más que la repesentación del yo ofrecida al yo, en una sobera
na transparencia que constituye también la suprema extrañeza.
Rousseau cree encontrar la apropiación perfecta que le restituye la
tranquilidad perdida; de esta felicidad resignada podemos decir
también que es la alienación consumada:
339
terna interiorizar y reabsorber en si misma todas las trascendencias,
escribir se convierte en las cuentas anticipadas que el yo rinde a su
creador. El preámbulo de las Confesiones da el tono: Rousseau
imagina su comparación ante el supremo tribunal y representa —en
so fuero interno— el ensayo general del Juicio Final. Esto no es una
simple imagen; es una actitud fundamental. Jean-Jacques quiere
pronunciar por si mismo la sentencia después de haber iluminado el
transfondo de su corazón: tareas que el simple fiel abandonaba a
Dios con toda confianza y en el «temor y el temblor». Ciertamente,
Rousseau espera comparecer tras su muerte, pero quiere poseer,
desde ahora, el veredicto. Para acceder a la paz que le es necesaria,
a la certeza de su absolución, se pone de antemano en el lugar del
Juez e imagina, sólo para él, la Mirada justa que le asegura para
siempre su inocencia.
El Juicio Final supone una comparación ante el Creador prime
ro: el individuo debe rendir cuentas allí de los actos de su voluntad
que transformaron su naturaleza original. El examen exacto del Jui
cio confronta el fin y el comienzo, compara el estado final de la
criatura con la imagen de lo que ésta fue al salir de las manos del
Creador: será juzgada en función de su fidelidad (o infidelidad) al
origen, si es que es cierto que el origen es la inocencia. Ahora bien,
todo el alegato personal de Rousseau consiste en reivindicar para sí
(y sólo para sí mismo) la más constante permanencia de la bondad
primera. Como se afana en demostrar, todos los vicios que podrían
serle imputados no son más que accidentes inesenciales: le vinieron
del exterior, por culpa del «destino», de las «circunstancias», de la
«sociedad», etc. Pudo haber obrado mal, pero el mal sobrevino
contra su voluntad. La inmutable naturaleza interior permaneció a
salvo, el fondo del corazón siguió estando puro.
Asi pues, la palabra poética tiene aquí como tarea sostener una
doble ficción: debe recurrir a los poderes extremos de la imagina
ción. Por una parte, esta palabra intransitiva (que descubre la tran-
sitividad problemática de la poesía) imita e interioriza el papel del
Juez supremo, cuyo veredicto pone fin a la historia personal; esta
palabra se arroga el privilegio del conocimiento soberano mediante
el cual el simple creyente sabía que era conocido, pero según el cual
no pretendía en modo alguno conocerse: la mirada autobiográfica
es la transposición laicizada del Dios que escruta los entresijos del
alma, y Jean-Jacques desea que todo su destino se inmovilice desde
ahora en una claridad sin devenir y sin residuo. En segundo lugar,
esta claridad última pretende ser idéntica a la del comienzo: el cora
zón de Jean-Jacques no ha cambiado, sigue estando en consonancia
340
con su primera armonía. La palabra no asume el relato de toda la
existencia más que para anular lo que en esta historia hubiera podi
do ser alteración, caída y perdición. Por lo que al corazón se re
fiere, la historia es nula y sin valor. Si, Jean-Jacques ha conocido
primero el paraíso para caer después en la desgracia y la tribula
ción; pero no ha hecho nada para merecer tal suerte. Puede afirmar
tranquilamente la perennidad de la inocencia y la inalterable fideli
dad a la luz del origen. Ante la justicia de la última hora, presenta
un rostro que lleva la pureza del comienzo. En una frase del preám
bulo de las Confesiones, Rousseau evoca el molde único en que le
arrojó la naturaleza y, en la frase siguiente, invoca la trompeta del
Juicio. Fiel a su origen, fiel a su originalidad: todo es la misma co
sa. Pues aunque el yo interioriza al último Juez, también desinterio
riza al Creador: el yo es para si mismo su origen, o, mejor dicho,
conserva la memoria de su origen y en este recuerdo coincide con
ella. Y esta memoria no es nunca tan perfecta como en la ensoña
ción que olvida todas las cosas. Hay que dar crédito a Hegel a este
respecto: es la forma extrema de un error. Pero la grandeza de
Rousseau consiste en haberse comprometido hasta el punto de que
rer reunir en si mismo el alfa y el omega.
341
ENSOÑACIÓN Y TRANSMUTACIÓN1
March . Raymond
Maree! Raymond, Jean-Jacques Rousseau.
La quite de soi el la réverie (París,
Corti, 1962). 197.
342
igualmente: por qué tomé la resolución de escribir mis ensoña
ciones.)
¿Es esto soñar? Podría ponerse en duda. La pura ensoñación
es interna y muda, absorbida en una fascinación huidiza. Para la
conciencia ensoñadora exteriorizarse supone ya salir de la ensoña
ción. El débil pesar que en más de una ocasión manifiesta Rousseau
por no haber anotado las ideas y las imágenes surgidas a lo largo
del camino prueba precisamente que la ensoñación era lo suficiente
mente absorbente como para no dejar tras de si ningún rastro ver
bal2. (Lo mismo sucede con nuestros sueños, los más maravillosos
de los cuales siempre se pierden para el lenguaje: hay que resignarse
a elaborar un equivalente aproximado de ellos al despertar.) Conce
damos, sin embargo, que existe un lenguaje soñador, que existen
palabras que aparentemente se desarrollan al hilo de un sueño y co
mo proferidas en sueños. ¿Es esto lo que ocurre en las Ensoña
ciones? En ellas encontramos una conciencia en estado de vigilia. El
lector tiene buenas razones para preguntarse si se encuentra en pre
sencia de una ensoñación o de un discurso libre sobre la felicidad de
soñar. Se asombrará incluso de que este discurso libre exista en for
ma de escritura, puesto que se supone que representa el acto mismo
en el que la conciencia afirma su inherencia a si misma: la relación
de si a si misma deberia haber quedado tácita, debería haberse limi
tado a la evidencia inefable del sentimiento. Escribir, aunque sólo
sea para dirigirse únicamente a uno mismo, es condenarse a la exte
rioridad. Es apelar a su posible lectura por un tercero y es, sobre to
do, confiarse a esos signos convencionales que Rousseau (en el En
sayo sobre el Origen de las Lenguas) considera como irremediable
mente extraños a la verdad viva del sentimiento: cualquiera que re
curra a la escritura cae en el desdichado mundo de los objetos y de
los medios opacos.
A primera vista, la prosa de las Ensoñaciones parece condenada
a una paradójica exterioridad. Exterioridad, en primer lugar con
respecto al momento de la ensoñación; una distancia fatal la separa
del instante privilegiado del que habla: el éxtasis del segundo Paseo
es recordado algunas semanas más tarde; la felicidad de la isla de
Saint-Pierre es rememorada tras un lapso de doce años; y, más a
menudo aún, Rousseau deplora el agotamiento actual de la facultad
de soñar. Exterioridad, una vez más, respecto a la certeza interna y
a la convicción muda. El discurso de Rousseau parece abocado a
desplegarse aparte de aquello que designa como el estado más pre-
343
cioso. Para justificar la ensoñación, debe aceptar que ya no sea o
que no sea aún la ensoñación; para proclamar la inviolabilidad de la
certeza interior que se despliega fuera de la interioridad. Como con
secuencia de su inevitable inadecuación, la palabra del escritor nos
remite en todos los casos a un término que se sustrae, a una especie
de trascendencia intima constituida por la separación temporal o
por la diferencia cualitativa; ya se trate de la felicidad pasada o del
sentimiento actual, la palabra cae en una región que les es extraña.
La ensoñación fugitiva y la emoción profunda se hallan fuera de su
alcance. Y sin embargo es esto lo que Rousseau invoca. ¿No estará
Rousseau condenado a la inautenticidad por haber querido designar
lo que no se deja designar?
Este es el juicio sobre las Ensoñaciones que un lector severo es
tarla tentado de emitir. Pero es precisamente este juicio lo que la
meditación de Rousseau se esfuerza en hacer inoperante, pues ésta
sostiene que escribir no es solamente un acto reflexivo, una reme
moración a distancia, sino una revivificación. Escribir es revivir. Y
si en principio es cierto que escribir no es soñar, todo el esfuerzo de
Rousseau tiende a suprimir la diferencia entre la palabra y lo que
ella expresa. Esfuerzo de naturaleza poética, incluso cuando no to
ma más que rara e intermitentemente el aspecto de la prosa poética.
Se produce una especie de activación mágica de la palabra con el fin
de una reconquista de la esencia evasiva del pasado y de lo inefable.
Rousseau recurre a todo para que la trascendencia intima y la «dis
tancia interior» se anulen y se absorban en el seno de una inmanen
cia recuperada.
Rousseau dice que «escribe sus ensoñaciones». Creámosle. Dice
que pretende «fijarlas mediante la escritura», que ha tomado la de
cisión de llevar el «diario» o el «registro» de las mismas. La palabra
no será la ensoñación original, sino su eco diferido. Será el doble de
la ensoñación: el sueño de un sueño. No su fiel réplica, como asegu
ra Rousseau en algunas ocasiones, sino una voz que, conmovida
por el recuerdo de una primera ensoñación (debido a la imposibili
dad de volver a encontrar la inspiración de la ensoñación primera),
se deja llevar e ir a la deriva, al hilo de su reflexión descriptiva, en
una segunda ensoñación. La memoria de la ensoñación se convierte
asi en una ensoñación duplicada, que promete todavia infinitas re
duplicaciones en las ulteriores lecturas que Rousseau proyecta hacer
de ellas. «Su lectura me recordará la dulzura que experimento al
escribirlas, y al hacer renacer así el pasado para mi, duplicará, por
asi decirlo, mi existencia. De este modo, la reduplicación mediante
la escritura habrá precedido y condicionado la reduplicación me
diante la lectura...»
344
«Aplicaré el barómetro a mi alma»*45. Como tan bien ha mostra
do Marcel Raymond, esto equivale a dar a entender que las va
riaciones del alma ensoñadora son a la vez tan imprevisibles y están
tan estrictamente sometidas a las leyes físicas del universo como las
variaciones atmosféricas: se sustraen a la voluntad humana. Esto
supone igualmente dar a entender que la descripción de la ensoña
ción tendrá la fidelidad exacta de una medida cuyos resultados
—una vez dada la graduación del instrumento— se señalan por si
mismo de forma automática sin que intervenga la mano o el cálcu
lo. Si el alma sufre pasivamente sus modificaciones, el barómetro
es, a su vez, un aparato registrador pasivo. Pero los movimientos
del barómetro no son las variaciones de la presión atmosférica: son
simbólicamente proporcionales a ellas. Por lo demás, Rousseau no
permanecerá fiel a su ideal barométrico: ¿cómo mantener una re
lación constante entre la ensoñación primera y la ensoñación se
gunda? En el curso de la ensoñación segunda las fluctuaciones de la
ensoñación primera no sólo son transcritas: son interpretadas y mo
dificadas. La cuarta Ensoñación, que reivindica el derecho a la fic
ción (que es inocente y no puede ser equiparada a la mentira en tan
to en cuanto no haga mal alguno a nuestro prójimo), tiene el valor
de un indicador y de una confesión. En ella Rousseau reclama para
la memoria reduplicadora el privilegio, exorbitante sin lugar a du
das, de ser creadora sin dejar de ser verídica. No nos costará tra
bajo aplicar a las propias Ensoñaciones lo que Rousseau nos dice de
sus Confesiones: «Las escribia de memoria; esta memoria me fa
llaba a menudo o no me suministraba más que recuerdos imperfec
tos y yo llenaba dichas lagunas mediante detalles que imaginaba co
mo complemento a dichos recuerdos, pero que nunca les eran contra
rios...»4. Asi, en vez de reconocer en la distancia entre el sentimien
to actual y el sentimiento pasado el signo de su diferencia irrevo
cable, en lugar de ver el anuncio de un fracaso en la heterogeneidad
de la escritura y de su esquivo objeto, Rousseau saca partido de un
doble éxito: el pasado (explorado a partir del presente) no será
traicionado, y el presente (vivificado por el recuerdo) será expresa
do en su verdad. «Al entrégame al mismo tiempo al recuerdo de la
impresión recibida y al sentimiento presente trazaré doblemente el
estado de mi alma, a saber: en el momento en que ocurrió el aconte
cimiento y en el momento en que lo describí»5. Como consecuencia
del singular privilegio que le confiere (privilegio que, a nuestro en-
345
tender, es el de la «literatura», o, mejor dicho, el de la poesia) la
palabra escrita, en vez de estar condenada a seguir siendo inadecua
da, va a mostrarse doblemente adecuada. La conciencia se arroga
asi el derecho a inventarse, sin salir nunca de su verdad. Rousseau
está convencido de que la imaginación puede arrebatarse hasta el
delirio sin hacerse nunca expresamente culpable de mentira. Según
él, la imaginación se pone, más bien, al servicio de una veracidad
multiplicada.
346
la obra emprendida con objeto de recibir su ritmo regular, la tran
quila continuidad marcada por la alternancia regular de los paseos:
«Toda mi vida no ha sido sino una larga ensoñación dividida en
capítulos por mis paseos de cada dia».
Esta simplificación y este tránsito a la unidad sólo son posibles
al precio de un esfuerzo de transmutación. Es necesario que la con
ciencia transforme su entorno y horizonte transformándose a si mis
ma. A decir verdad, si la ensoñación, en forma de fantasía fabula
dora, es una transmutación de imágenes dirigidas por las exigencias
del deseo, también puede prescindir de imágenes y desplegarse co
mo una transmutación del sentimiento mediante una especie de as-
cesis o empobrecimiento; en una forma aún más abstracta, con el
tono de la reflexión o de la meditación, partirá de la idea de la si
tuación experimentada (producto ella misma de la imaginación) pa
ra no hacer otra cosa que transmutar progresivamente el sentido y
el valor de esta situación. En todos los casos, la transmutación sigue
siendo el móvil esencial que conduce a la conciencia ensoñadora.
Pero no basta con hablar de transmutación: el gusto por la me
tamorfosis es el denominador común de todos los soñadores. Hay
que definir de modo más preciso el carácter especifico de la ensoña
ción según Rousseau: es una transmutación clarificadora. Ya tome
como objeto figuras imaginarias, sentimientos o ideas, el yo
siempre es su protagonista, y el trabajo psíquico de la ensoñación
consiste siempre en pasar de un estado de inquietud y conflicto a un
estado de límpida simplicidad. Aqui encontramos el elemento inva
riable, el denominador común de las formas más diversas de la en
soñación. Desde esta perspectiva, la ensoñación segunda equivale a
la ensoñación primera; no le es inferior, con la salvedad de que la en
soñación primera opera en caliente, en el instante presente, mientras
que la segunda opera en frió, en el universo de las «segundas inten
ciones», es decir, en el recuerdo o la nostalgia de las imágenes ama
das, en la representación diferida de los sentimientos. Por lo demás
esta distinción no es absoluta, pues la ensoñación primera, en sus
éxtasis más intensos, recurre constantemente a la reflexión para to
mar distancia con respecto a las etapas inferiores de la aventura
mental; hay que abolir y relegar al pasado las imágenes y los senti
mientos sobre los que se eleva el pensamiento para acceder a la trans
parencia: hay, pues, que continuar pensando lo que fue, para gozar
mejor, por contraste, del éxtasis presente. La ensoñación segunda,
por el contrario, no se desarrollaría si no tuviese en su origen un
sentimiento actual (de malestar, de angustia, de incertidumbre, etc.)
que le incita a buscar ayuda en una realidad distante: el pasado
347
fuera del alcance, los éxtasis pasados, las delicias imposibles, el fan
tasma de las emociones, el viejo proyecto de escribir. No se desarro
llarla si no tuviese como meta crear aquí mismo, en las palabras que
encadena, la convicción agridulce de la serenidad reconquistada.
* O. c„ I. 999.
348
ranza «de gozar de mi inocencia y de terminar mis dias en paz a pe
sar de eilos». Por lo demás, otros parágrafos se desarrollan entre una
misma constatación originaria y un mismo punto de llegada, par
tiendo de la evocación de la soledad y de la denegación de justicia
para desembocar en la promesa de paz interior. El curso de la enso
ñación se compone de olas sucesivas, todas las cuales van en el
mismo sentido y repiten casi siempre el acto mágico de la transmu
tación clarificadora. La parte es, en este caso, la imagen abreviada
del todo.
Desde muchos puntos de vista, en el primer Paseo siguen siendo
válidos los preceptos tradicionales de la retórica clásica. Ésta
prescribe examinar el estado (status, stasis) de una cuestión defini
da; recomienda que se considere la persona del orador, después la
persona en cuestión y por fin la persona del oyente (juez, pueblo,
público en general). ¿Quién soy yo para hablar de tal tema ante tal
auditorio? Es la cuestión de principio que Rousseau había converti
do en el preámbulo del Discurso sobre la Desigualdad. La cuestión
es replanteada en esta ocasión, pero desde la perspectiva del audito
rio interior que es la propia de la ensoñación. Rousseau define su si
tuación y a continuación expone los motivos por los que será a la
vez el autor, la persona en cuestión y el destinatario de su palabra.
Pero en el camino se perfila una gradación particular: de la exte
rioridad a la interioridad, de la extrañeza a la intimidad, de la opaci
dad a la transparencia, del malestar a la euforia. Este largo monólo
go deliberativo no anuncia un discurso orientado hacia el mundo,
sino una palabra reflexiva sobre el yo y, en el acto mismo de anun
ciar esta palabra sin auditorio exterior, la realiza ante nosotros que
constituimos su auditorio rechazado.
La primera frase del párrafo establece pausadamente la diferen
cia hiperbólica entre el yo y el mundo exterior. Vuelve a desarrollar
el gran tema estoico de la adiaforia, modificándolo patéticamente.
El ser se circunscribe; no menciona la totalidad de los objetos exte
riores más que para anularla por decreto. Pues la expresión me es
extraño no expresa la pura constatación: la sucesión de atributos
(«...me es exterior, me es extraño») nos hace asistir a una transmu
tación negativa. Es la conciencia la que, en el acto predicativo, deci
de sobre el tránsito del sentido espacial (exterioridad) al sentido mo
ral (ausencia del relación). Desde el sujeto (todo lo que me es exte
rior) hasta el predicado (extraño), el atributo ha tomado un sentido
agravado, pero sostenido por el propio verbo es y por el pronombre
personal en dativo (me es) en el que se marca la subjetividad concer
nida y la persistencia del poder de reflexión interpretativa. La
349
expresión adverbial a partir de ahora termina de dar a la frase su di
mensión subjetiva, pero sin disipar la ambigüedad entre lo objetivo
y lo subjetivo que impregna toda la frase. Aparentemente no se tra
ta más que de certificar una situación irrevocable. Debido a un va
lor de connotación que le viene a uno de sus usos más frecuentes, a
partir de ahora implica un acto voluntario, una decisión que se apo
ya en el presente y lo convierte en la linea de demarcación entre una
conducta pasada y una nueva época de la existencia. La decisión no
aparece en el verbo, se disimula en su modificación adverbial. De
este modo, la constatación se prolonga en una vaga previsión y en
una voluntad sorda, hasta el punto de que el valor objetivo de la
constatación se halla debilitado y parece corresponder menos a un
verdadero estado de hecho que a una operación decretada por la
conciencia. Rousseau no está solo, se aísla, crea su soledad; la resig
nación abrumadora suscita la situación de extrañeza. El sentimiento
dispone secretamente de los hechos. De todos modos, Rousseau no
se declara responsable, y ésta es la razón por la que da preferencia
a las formas objetivas, en las que la situación se enuncia como si
tuación que se sufre y no se quiere.
Las frases siguientes explicitan esta situación de hecho. Nos en
contramos con expresiones como en este mundo y en ia tierra, con
toda seguridad tomadas del lenguaje de la espiritualidad y que por
su significado de exilio refuerzan la idea de separación especificán
dola. Asi definido según las normas de la topología religiosa, el es
pacio circundante parece desplazarse progresivamente y no compor
tar ya más que presencias inhumanas cargadas de hostilidad. Se pa
sa de la evocación (negativa) del prójimo a la de los objetos entriste-
cedores. La imagen del plante extraño nos propone, de paso, una
expresión hiperbólica de la «dislocación» espacial. Los alrededores
concretos —el horizonte terrestre— provocan el estupor. La idea de
la calda («... en donde había caído») suscitan una impresión de algo
repentino e irreversible. En un planeta extrafio los objetos ya no
tienen el sentido familiar y reconfortante que Ies viene de un pasado
vivido en común. Se ha producido una ruptura súbita. En lo sucesi
vo, todo lo que proviene del exterior («lo que me afecta y me ro
dea») no sólo es extraño, sino que provoca dolor.
De la primera frase a la cuarta se ha pasado de un tono de resig
nación a uno de queja. Conjuntamente cada frase ha tomado ma
yor amplitud que la precedente. Un sufrimiento cada vez más vehe
mente invade el alma, se desarrolla un crescendo y la cuarta frase
culmina con las vocales agudas que estallan en affligeants y déchi-
rants, para volver a caer con una especie de suspiro en las relativas
350
breves (de dédain qui m ‘indigne ou de douieur qui m'a/flige) que
retoman y prolongan en forma de eco no sólo uno de los vocablos
(affligeants, afflige) sino nuevamente las íes agudas del punto álgido
del período. El alma conmovida se ha dejado llevar por un arrebato
de humor sombrio. El sentimiento de pena se ha despertado, se ha
henchido como inducido por la palabra resignada y por la constata
ción de la soledad: Rousseau se ha enternecido con el sonido de su
propia queja.
Pero, una vez alcanzado este grado de desesperación, el trabajo
verbal de la ensoñación clarificadora va a poder intervenir en senti
do inverso. Entre la cuarta y la quinta frase se produce un cambio
brusco. La sombría ensoñación da paso a un movimiento psíquico
que tiene como meta restaurar la integridad de la existencia perso
nal amenazada. En este sentido, el primer gesto consiste en rechazar
activamente el mundo hostil. «Alejemos, por tanto, de mi espíritu
todos los objetos penosos...» El imperativo señala aqui el carácter
casi mágico del decreto de la voluntad. El mundo no contará para
nada. Dicho con más precisión, la conciencia ejerce soberanamente
uno de sus poderes fundamentales: la facultad de separar... De los
dos términos en conflicto —el mundo y el yo— uno (el mundo) va a
ser aniquilado por efecto del otro (el yo), que será el único que per
manezca en escena. El conflicto no es más que un recuerdo. Pero el
conflicto constituye la condición necesaria de la ensoñación repara
dora, al igual que es el oscuro punto de partida que precisa la trans
mutación clarificadora, por lo que sigue siendo evidente que persis
te sordamente en el trasfondo de la perturbación conflictiva. De
hecho, incluso cuando Rousseau se propone «olvidar sus desdichas»
continúa mencionándolas. El proyecto de olvidar no es el verdadero
olvido. Y cuando, en la frase final del primer Paseo, Rousseau
hable de la paz en que terminarán sus dias, no podrá dejar de
contrastar esta beatitud con los esfuerzos impotentes de sus enemi
gos: «...en paz a pesar de ellos». Así pues, los «objetos penosos»
no desaparecen: el esfuerzo que los aleja más que anularlos los de
niega. No pierden su carga hostil sino que la agotan a distancia.
Rousseau desarma su punta agresiva decretando que en los sucesivo
se sitúa fuera de su alcance. La conciencia descubre que se sustrae
al mundo hostil a partir del momento en que deja de ocuparse de él.
En efecto, es mediante la repetición del verbo ocuparse [a) «los ob
jetos penosos de que me ocuparla tan dolorosa como inútilmente»;
b) «no debo, ni quiero ocuparme ya más que de mí mismo») como
se marca la conversión decisiva en la que el pensamiento gira sobre
el eje desde la extraversión dolorosa hasta la introversión feliz.
351
Del mismo modo en que la topología religiosa contribuía a cons
tituir el sentido del espacio exterior (definido como el aquí abajo de
la «tierra» y de «este mundo»), las nociones religiosas del «con
suelo», de la «esperanza» y de la «paz» intervienen ahora para legi
timar la atención dirigida hacia sí mismo. ¿Es necesario insistir en
la desviación que opera Rousseau en su favor cuando tratada a su
propio yo una fuente de gracias que el creyente sólo encuentra en
Dios? ¿Es necesario igualmente subrayar el efecto de disminución
que operan estos tres sustantivos yuxtapuestos en un mismo plano
sintáctico? Son ellos lo que confieren a la frase de Rousseau su
tranquila abundancia (que no supone redundancia); por su sentido
beatífico contrastan con las otras triadas que aparecen en la segun
da y en la última frase del párrafo; a) «Ya no tengo en este mundo
ni prójimo, ni semejantes, ni hermanos»; b) «Olvidaré mis des
dichas, mis oprobios y a mis perseguidores». Más importante aún es
señalar que la triada del consuelo, de la esperanza y de la paz señalan
la conciliación del alma con las tres dimensiones del tiempo: el pa
sado (por el consuelo), el porvenir (por la esperanza) y el presente
(en la paz) vuelven a ser habitables.
Aunque en este caso la ensoñación se desarrolla dentro del estre
chamiento espacial, aunque el yo se sustrae al mundo, en com
pensación se otorga un libre poder de expansión temporal. En dos
frases sucesivas Rousseau señala primero el deseo de continuar la
empresa anterior de la autobiografía y después la espera de la próxi
ma comparecencia ante el tribunal de Dios. Ocuparse de si mismo
será, en primer lugar, restablecer la continuidad interna. Uno de los
desplazamientos capitales operados por la transmutación clarifi
cadora consiste en desgajarse del espacio hostil, en el que el ser es
atacado por todas partes, y buscar refugio en una temporalidad per
sonal cuyo curso puede el pensamiento remontar unas veces y des
cenderlo otras sin obstáculo. A partir de este momento podrá des
plegarse un nuevo espacio: un espacio temporalizado, centrado en
el yo, animado y poblado por la expansión del sentimiento. Éste es el
espacio del paseo... Por el momento, en el instante en que Rousseau
escribe la página que leemos, la continuidad interna aún no se en
cuentra restablecida efectivamente: no es más que un proyecto que
se perfila en el seno de la ensoñación y que tiende a adquirir valor
de realidad, del mismo modo que poco antes la imagen de la aliena
ción total había cobrado dimensión de realidad para la convicción
intima.
Ocuparse de si mismo. La ensoñación se apodera de esta idea
para desarrollarla y aclararla de diversas maneras. Por asi decir va a
352
experimentar las diversas acepciones de esa idea. En la segunda par
te del párrafo, el pensamiento ensoñador va a considerar las múl
tiples finalidades que puede asignarse a la conversación consigo
mismo. En primer lugar, el conocimiento de sí mismo: examinarse,
estudiarse. Pero el autoconocimiento está inmediatamente subordi
nado a una escatología personal: ésta va a permitir establecer de un
modo más fiel las cuentas exigidas por el juez supremo. ¿Se deten
dría aquí la ensoñación? Rousseau va a esbozar otras intenciones.
Una finalidad moral más próxima: enmendarse, corregir las propias
disposiciones interiores. De todos modos, la idea de no «servir ya
para nada en la tierra» desarticula casi de modo inmediato la finali
dad moral. Se diría que a lo largo de su recorrido la ensoñación
abandona sucesivamente los fines que acaba de asignar a su acti
vidad futura. Los evoca uno tras otro para avanzar más lejos. Y es
que quiere acceder a un punto que se sitúa más allá del reino de los
fines y sustraerse a aquello que en todo fin subordina el ser a una
instancia exterior. Ofrecerse a la mirada de Dios, o enmendarse, sig
nifica seguir estando aún sometido a la exigencia de Otro, o a la exi
gencia moral, que rige la acción entre los otros; y hasta el autocono
cimiento, cuando es elaborado como un saber, supone la diferencia
interna que separa la conciencia que conoce y el ser conocido. La
ensoñación de Rousseau se esfuerza por borrar esta exterioridad y
absorber esta diferencia. Conversar consigo mismo no será un me
dio con vistas a un fin ulterior y lejano: será el fin supremo, la meta
insuperable, y la escritura que fija la ensoñación será el soporte de
este encuentro de lo mismo con lo mismo. El último término alcan
zado por la transmutación clarificadora consiste en la perspectiva
de un goce indefinidamente repetido por la lectura. El lector habrá
observado, de paso, la gradación de los términos que señalan la
progresiva iluminación del alma en el curso de esta secuencia de
pensamiento: «dulzura de conversar»; «contemplaciones encanta
doras»; «me devolverá su goce»... A todas luces, esta feliz oleada
alcanza su cima en el momento en que la conciencia espera volverse
hacia su imagen inmovilizada para reconocerse en ella. La redupli
cación y repetición indefinidas que espera esta nueva lectura abren a
la conciencia la posibilidad de una pura posesión de si misma, sus
traída tanto a la alteración del cambio como a la agresión del mun
do hostil. El trabajo psíquico de la ensoñación anuncia al mismo
tiempo el reino del recuerdo reavivado y del olvido fácil; profetiza
utópicamente el fin de todo trabajo, un regreso a la edad de oro
personal, hecho de absoluto abandono, pasividad y relajamiento de
las energías internas. Sin esfuerzo alguno disfrutará Jean-Jacques
353
de la perpetua presencia de las contemplaciones pasadas; sin esfuer
zo alguno se alejará de sus desdichas, escapará a la malicia de sus
perseguidores. Esta suspensión del tiempo, este presente salvaguar
dado más allá de toda duración es la paz de que hablaba Rousseau
unas lineas más arriba, tras haber nombrado a la esperanza (orien
tada hacia el futuro) y al consuelo (con el rostro vuelto hacia el pa
sado). Plenitud de la presencia interior, distancia infranqueable con
respecto al mal exterior: éstos son los privilegios que espera Rous
seau. No los posee aún, y ésta es la razón por la que la ensoñación
se esfuerza por conquistarlos en el anhelante impulso en que se los
anuncia.
De hecho, ninguna de las nueve Ensoñaciones siguientes nos
ofrecerá la imagen pura, fijada del natural, de una «contemplación
encantadora» que haya ocurrido de imprevisto en el curso de un pa
seo reciente. Ninguna de ellas se desarrolla desde el principio hasta
el fin en un clima de continuada felicidad. Los instantes felices,
como ráfagas de luz, se destacan siempre sobre un fondo oscuro,
según el ejemplo que nos acaba de dar el primer Paseo. Parece co
mo si en su primer momento la ensoñación tuviese siempre necesi
dad de una confrontación con el mundo hostil y los «objetos peno
sos». Rousseau lo dice muy claramente en el preámbulo del octavo
paseo:
7 O. C., 1, 1074.
354
hecho de que esta felicidad encuentra su alimento y sumerge sus raí
ces en el suelo de un sentimiento de desdicha. Rousseau tiene necesi
dad de volver a sumergirse en el dolor para elaborar activa y volup
tuosamente su liberación del dolor.
Ninguno de los diez Paseos aporta el testimonio de un pleno ol
vido del mal y de un apaciguamiento total; sin duda, Rousseau al
releerlos nunca habrá sentido el goce perfecto que había esperado.
En ellos el mal hace irrupción por todas partes, a través de la ambi
gua función de una inquietud que viene a ofuscar la felicidad y de
un pretexto necesario para la operación de exorcismo de la ensoña
ción clafiricadora. Por lo demás, obsérvese que las Ensoñaciones,
que quizá sean «paseos» por el propio recorrido de su escritura, sin
embargo, no son desde ningún punto de vista un acta levantada en
vivo, un «diario»8 (aunque sea «informe») que rinda cuenta inme
diatamente del acontecimiento del día. Aunque la interpretación, y
la emoción surgida de la interpretación, ocupan actualmente el alma
de Jean-Jacques en el momento de la redacción, el acontecimiento o
la sensación interpretadas en raras ocasiones son los de las horas
antecedentes. Pertenecen a un pasado ya lejano. El pensamiento in
terpretativo de Rousseau precisa una cierta distancia con respecto a
aquellos hechos cuyo sentido deduce. Lo ha repetido en innume
rables ocasiones: es en la reminiscencia donde el acontecimiento se
reviste de su significado (significado retocado o, incluso, libremente
creado por Jean-Jacques). El acontecimiento más reciente que
Rousseau menciona expresamente en una de sus Ensoñaciones es la
lectura del Elogio de Mme. Ceoffrin, acaecida tres dias antes de la
redacción del noveno Paseo. Entre tanto, Rousseau ha puesto en or
den todos los detalles de la circunstancia y los ha sometido a su exé-
gesis... La única ocasión en que Rousseau dice con precisión hoy es
al comienzo de la décima Ensoñación, para situar exactamente la
fecha de la redacción de la misma con respecto al acontecimiento
capital acaecido cincuenta años antes: el encuentro con Mme. de
Warens. La última Ensoñación se alimenta del recuerdo de la entre
vista milagrosa con que concluyó la huida de Ginebra, paseo inau
gural de la existencia de Jean-Jacques. La distancia entre el hecho
vivido y su eco mediativo es extrema.
Asi pues, la página que acabamos de leer anuncia un proyecto
que sólo será realizado de manera imperfecta. La suspensión del
tiempo, la existencia duplicada en su reflejo intemporal, la felicidad
fijada en la imagen escrita de la felicidad: tales son los postulados
355
del deseo, las metas que la ensoñación proyecta más allá de la con
fusión y de la imperfección del momento presente y que ella nunca
termina de querer alcanzar. Es significativo que el estado supremo
«en que el tiempo no sea nada» para el alma sea evocado en la
quinta Ensoñación por un hombre situado en un tiempo opresivo y
que se vuelve nostálgicamente hacia su pasado. Utiliza el imperfecto
y el pretérito perfecto: «Tal es el estado en que me he encontra
do»... En el momento en que escribe esta frase el autor de las Enso
ñaciones se encuentra respecto al contemporáneo estático de la isla
de Saint-Pierre en la misma relación de deseo y separación que Or-
feo mirando tras de si para ver a Eurídice que le sigue y que desapa
rece para siempre.
Posiblemente estas observaciones habrán contribuido a definir el
trayecto de la transmutación clarificadora. A partir de su fondo
sombrío, hecho de angustia y de agresividad desgraciada, la enso
ñación produce y despliega simultáneamente la cadena de los razo
namientos, de las imágenes y de los sentimientos, pero para anular
todos los razonamientos, todas las imágenes y todos los sentimien
tos a excepción de uno: el sentimiento de una presencia inalterable y
límpida.
Sentimiento de la existencia, gran Ser, perfecta suficiencia del
yo... Desde luego, en su significado más estricto estas nociones no
son equivalentes: pero si Rousseau puede hacer de ellas términos in
tercambiables es porque todas ellas designan el punto en que cesa el
movimiento de la transmutación. Todas ellas designan lo que no
transmuta: lo que a partir de entonces no puede modificarse en el
curso del devenir o en el trabajo del pensamiento; lo que, en la pro
fundidad de la conciencia o en lo más secreto del mundo, es a la vez
la fuente de todo poder y lo que subsiste tras la abdicación de todo
poder.
Asi como en Rousseau la reflexión se esfuerza por superar el
desdoblamiento reflexivo y por alcanzar un lugar último en el que la
conciencia se posee y se abandona en el seno de la inmediatez no
reflexiva, así también la transmutación clarificadora desarrolla esas
metáforas con objeto de llegar a lo inmutable, cuyo deseo la orienta
y la anima. Pero «todo está en un flujo continuo en la tierra». Ape
lar con tanta insistencia a la paz, la transparencia y el reposo
equivale a consagrar al ser al infinito esfuerzo de la pacificación, al
incansable movimiento hacia el imposible no-movimiento: la pasión
de lo inmutable exige que se vuelva a empezar de nuevo perpetua
mente la ensoñación.
356
SOBRE LA ENFERMEDAD DE ROUSSEAU1
Pero el autor del Emilio muestra menos solicitud hacia los niños
débiles:
357
apóstol de una selección natural implacable. En el primer caso sólo
vive de milagro y toda su existencia no es más que un precario apla
zamiento de la muerte. En el segundo acepta con tranquila indife
rencia (o más bien con una especie de admiración aprobatoria) ver
cómo se sacrifica a los enfermos como si ignorase que él mismo se
habría encontrado entre el número de las victimas.
Pero a fuerza de simetria, estos dos aspectos antitéticos de
Rousseau terminan por ordenarse en el ámbito de un solo y único
problema vivido: es la doble expresión de un único tormento. Re
curriendo por comodidad al lenguaje del psicoanálisis hablaríamos
de estructura sadomasoquista: la queja dolorida del enfermo se in
vierte, según una perfecta complementariedad, y se convierte en fría
y cruel severidad hacia los menos aptos. El desprecio por la debili
dad se convierte en una razón suplementaria para deplorar una exis
tencia marcada desde su origen por la enfermedad. Pero si bien hay
en Rousseau una evidente satisfacción de sentirse y proclamarse
sufriente, no es menos sincero cuando se convierte en el anunciador
de una salud absoluta (al precio de la supresión de los débiles). De
jando aparte incluso el turbio goce que Rousseau pudiese experi
mentar en ser herido o en ser hiriente, podemos admitir que su fra
gilidad fisica le incitaba a imaginar una salud ideal que estuviese a
la medida misma de la carencia padecida. He aquí un hombre que,
viviendo en el perpetuo temor de la recaída, no pudo prescindir
mucho tiempo de las sondas; en la mayoría de las ocasiones su ama
fue para él una enfermera; hecha esta experiencia, terminó por des
pedir a todos los médicos, pero su rechazo definitivo de la medicina
no es más que la imagen invertida del ansioso apresuramiento con
que antes buscaba el socorro de los hombres del oficio (piénsese tan
sólo en el viaje de Montpellier): ¿cómo no habría formulado para sí
mismo el anhelo de una plenitud intacta? ¿Cómo no habría de so
ñar con un estado sencillo en el que las fuerzas espontáneas del
hombre y las de la naturaleza circundante, cómplices y milagrosa
mente conciliadas, hubiesen bastado para mantener el cuerpo bien
dispuesto, sin que el goce de la salud se viera alterado por la preocu
pación de conservarla y la conciencia de su precariedad? Que por si
mismo, sin ningún paliativo tomado del arte, el organismo asegura
se su conservación y el simple placer de existir, esto constituía para
Rousseau algo lo suficientemente raro como para que figurase entre
los privilegios irrecuperables del estado de naturaleza: un aspecto de
ese tosco pero verdeante paraiso perdido en el que el ser ignora el
temor a la muerte, porque aún no se ha entregado al vértigo de la
reflexión. Desde el momento en que el hombre superó esta felicidad
358
animal y renegó de esta despreocupación estúpida supo prevci, se
previno a sí mismo muriendo y la muerte se introdujo en su con
ciencia para no abandonarla más. Al mismo tiempo aprendimos a
imaginar, pero al querer satisfacer nuestras necesidades imaginarias
perdimos el equilibrio primitivo: todas las necesidades artificiales
son fuente de enfermedad. Y asi es como lo imaginario, que podría
no ser más que una inocente anticipación de la vida, se convierte de
hecho en una anticipación de la muerte...
Vivir como el animal, en el instante y en la discontinuidad de los
instantes sucesivos, es habitar la salud esencial, es ignorar en bloque
la inquietud del amor-propio, la inquietud de la mirada de los de
más, la inquietud del trabajo y de la acumulación para el dia si
guiente; en una palabra, toda la superfluidad de la que se compone
a la larga la conciencia de nuestro destino mortal. No se ha señala
do suficientemente que es en nombre de una exigencia de salud co
mo Rousseau pronuncia la famosa condena de la reflexión:
359
provocar a la dormida perfectibilidad. Entonces comienza la aven
tura de la reflexión, de la imaginación y del trabajo humano; la his
toria es un estado de enfermedad. ¿Pero cómo curarse de la histo
ria? En todo caso no será rechazando la historia. La respuesta se
encuentra en el Emilio y en el Contrato Social, obras en las que el
hombre (individuo o comunidad) está destinado a un porvenir regi
do por el arte.
360
carnando de forma cada vez más visible y más clara el modelo ideal
del salvador estigmatizado6. En todo caso es seguro que Rousseau
fue visto y querido como un hombre de dolores por una gran parte
de sus admiradores. Desde el fondo de su debilidad y de sus falleci
mientos es aquel que anuncia, a la vez, el castigo de una sociedad
culpable y la «curación de las enfermedades»; todo lo que viene a
golpear su carne se transforma en una extraña y radiante soberanía;
y, a la inversa, como en el éxtasis del camino de Vincennes, las in
tuiciones intelectuales más brillantes le imponen al cuerpo una som
bría derrota, entre lágrimas, inquietud y estupefacción.
361
mo. Admirable nivelación. Nos viene a la mente de la forma más
natural una pregunta: ¿por qué no tienen genio todos los enfermos?
El artista deja siempre unos despojos; pero no llegaremos nunca
hasta su arte a través de sus restos.
362
al veredicto de un tribunal póstumo. Y los médicos de buena volun
tad se sienten embargados por una grave alegría ante la idea de re
presentar el papel de experto ante un tribunal. Si existe pasión en
este asunto fue el propio encausado quien marcó la tónica. Aún a
riesgo de ser infiel a Rousseau, más vale escapar de esta trampa.
Los diagnósticos opuestos que acabamos de evocar pecan, tanto
uno como otro, de un error fundamental: le confieren a la enferme
dad una esencia masiva, hacen de ella un ser independiente. Sólo es
tán en desacuerdo con respecto al lugar que hay que asignarle. Unos
la ven en el centro de la personalidad, como una alteración central,
los otros la consideran como algo radicalmente extraño que se ha
bría sobreañadido al igual que un parásito que el organismo debe
soportar contra su voluntad. Esto supone olvidar que el nombre de
la enfermedad no es más que un ser de razón y que la única realidad
concreta es el comportamiento del hombre enfermo. Se cree formu
lar un veredicto científico y no se hace más que recubrir con un con
cepto gnoseológico «moderno» una realidad confusa que elude toda
definición de este tipo. En este caso lo «moderno» es lo más ines
table que existe. Véase la lista bastante grotesca de los diagnósticos
que pretendieron pronunciar el veredicto inapelable sobre el caso
Rousseau tanto en lo que concierne a sus perturbaciones urinarias
como a su «estado mental»: antes de morir, Rousseau se defendía
contra la imputación de melancolía en el sentido médico del térmi
no89; se creyó acertar más al hablar de lipemanía o de monomanía
triste’; en cuanto que estuvieran de moda los términos de neurosis y
de degeneración le fueron aplicados a Rousseau101; después vinieron
las nociones de delirio de interpretación y de paranoia"; Pierre Ja-
net ve en Rousseau un psicasténico ejemplarl2; cuando la clínica se
complazca en abigarrar sus diagnósticos se oirá hablar de «neuras
tenia espasmódica obsesiva, arteriesclerosis y atrofia cerebral pro
* «Me suponéis desgraciado y consumido por la melancolía. ¡Oh, Señor, cuánto
os equivocáis! Era en París donde estaba asi; era en París donde una bilis negra de
voraba mi corazón...», primera carta a Malesherbes, O. C., I, 1131.
9 E. Esquirol, Des Maladies Mentales, Bruselas, 1838, 2 vol.. t. I, p. 212. El
diagnóstico de melancolía se le aplica al mismo tiempo a Mahoma, Lulero, el Taso,
Catón, Pascal, Chatterton, Alfieri y Gilbert. Se encuentra ya a Pascal en la galería
de los melancólicos de Pinel.
10 C. Lombroso, L ’Homme de génie, trad. fr., París, 1889.
11 P. J. MObius, Rousseaus Krankheitsgeschiehte, Leipzig, 1889. El autor especi
fica: se trata de la forma combinatoria del delirio de interpretación. Ésta es, igual
mente, la opinión del doctor Chatelain, La fo lie de J.-J. Rousseau, Neuchátel,
1980. Rousseau ilustrará la «variedad resignada del delirio de interpretación», en el
libro de P. SErieux y J. J. Capgras, Les folies raisonnanles. Le délire d ’interpreta-
lion. París, 1909. Nosotros mismos habíamos recurrido a la noción de paranoia en la
presente edición de este libro.
12 Pierre Janet, De 1‘angoisse á l ’extase, París, 1928, 2 vol., passim.
363
gresiva con un fondo de neuroartritismo1314; el concepto de es
quizofrenia era lo suficientemente vago y propicio como para que se
pretendiese incluir dentro de él los sintomas de Jean-Jacques u; para
el psicoanalista René Laforgue, Rousseau se caracteriza por su
homosexualidad latente, con obsesiones y reacciones histeriformes15;
se incriminará a la intoxicación urémica y Mme. Elosu —como vi
mos—, se quedará en el diagnóstico de delirio tóxico con forma
interpretativa16; expertos más recientes se inclinan por el «delirio
sensitivo de relación» tal como fue definido por E. Kretschmer1718.
¿Y la enfermedad urinaria? Son muchos quienes creen en la reali
dad orgánica del estrechamiento, causa de retención. Sería necesario
saber aún dónde situar la malformación. ¿Se trata de una fuerte fi-
mosis? ¿De un estrechamiento de la uretra prostática? ¿De una mal
formación valvular a la altura del orificio vesical de la uretra? Para
Poncet y Leriche, cuya comunicación '* sirve de base al libro de
S. Elosu, «el estrechamiento debia encontrarse a la altura de la re
gión bulbo-membranosa, que es uno de los lugares predilectos de
este vicio de conformación». Y otras tantas posibilidades que los
textos dejan entrever, pero que escapan a toda verificación. Los co
mentadores más aventurados llegan hasta a afirmar que Rousseau
tenía hipospadias19: ninguno de los cinco hijos que hizo depositar
en la asistencia pública eran de él, y posiblemente Teresa simuló
sus embarazos únicamente con el fin de atraerse mejor a Jean-
Jacques... Pero la tesis del espasmo funcional no carece de defen
sores; ya en el siglo xvin se sospechó que en Rousseau las per
turbaciones en la micción eran puramente «nerviosas»: neuropatía
urinaria dirá Régis; en cuanto a los psiquiatras que adoptan la tesis
de la paranoia, las quejas de Rousseau les revelan en lo esencial la
fase hipocondriaca que precede generalmente a la aparición de la
manía persecutoria: en efecto, desde el momento en que adquieren
preponderancia las ideas delirantes, en que se convierte en obsesiva
la convicción del complot, se oye hablar menos de micciones difíci
les y de sondas repetidas20.
13 E . Rég is , «Elude médicale sur J.-J. Rousseau», Chronique mídicale, 1900,
números 1, 2, 3, 5, 7, 12. 13.
14 V. Demole, «Analyse psychiatrique des Confessions de J.-J. Rousseau»,
Schweizer Archiv fü r Neurologie und Psychiatrie, II, 2, pp. 270-304, Zürich, 1918.
15 R. Laforgue , «Étude sur J.-J. Rousseau», Revue Frangaise de Psycho-
analyse, noviembre de 1927. Retomado en Psychopathologie de l ’échec, París, 1944.
16 S. Elosu, La maladie de Rousseau, París, 1929.
17 E. Kretschmer, Der sensilive Beziehungswahn, Berlín, 1918.
18 A. Poncet y R. Leriche, «La maladie de Jean-Jacques Rousseau», Bulletin
de l’Académie de Médecine (sesión del 31 de diciembre de 1907).
19 F. Mac Donald, La Légende de J.-J. Rousseau, París, 1909.
20 En última instancia, la oscilación psicosomática desemboca en el delirio.
364
Tantas opiniones y diagnósticos diversos podrían muy bien ins
truirnos sobre la evolución de las ideas médicas desde 1800 a 1970;
por el contrario, nuestro conocimiento sobre Rousseau casi no pro
gresa gracias a ellos. Como era de esperar, vemos a los partidarios
de la somatogénesis oponerse a los defensores de la psicogénesis: se
ve como multiplican las concesiones y acercan sus puntos de vista a
fin de salir al paso de la objeciones inevitables. Las perturbaciones
urinarias tienen su origen en una malformación, dicen unos, pero
no excluyamos una fuerte «sobrecarga cortical»; son de origen psí
quico, replican los otros, pero un hombre que se sonda cotidiana
mente, aun en el caso de que no tenga ninguna lesión orgánica, ter
mina por infectar sus vias urinarias...
365
Después de todo, otros sufrieron los mismos tormentos disimulán
dolos: la uretra de Boileau se encontraba ciertamente más afectada
que la de Rousseau; un testimonio indirecto nos lo hace saber: pero
ni una sola palabra en la obra misma. Por su parte, Rousseau se
narra. ¿Por qué? ¿Por un capricho exhibicionista? ¿Para imitar a
Montaigne que no nos ocultó nada sobre sus cálculos? El prece
dente literario probablemente no carece de importancia. No obstan
te, no es más que un motivo bastante superficial. He aquí algo que
parece mejor fundado: al confesar bruscamente sus miserias más ín
timas, Jean-Jacques ofrece pruebas de su sinceridad. Si tiene la cí
nica valentia de descubrir asi sus llagas, si cuenta crudamente sus
locuras y sus malas acciones (la cinta robada, sus gustos masoquis-
tas, los hijos abandonados), entonces no tenemos ningún motivo
para sospechar de él en cuanto a los detalles menos comprometedo
res: con mayor razón podemos confiar en él cuando nos habla de
sus inteciones siempre puras y de sus sentimientos benévolos y tier
nos. Las confesiones difíciles dan la medida de la veracidad de todo
lo demás. ¿Si hubiese tenido otros «crímenes» u otros motivos de
vergüenza sobre su conciencia qué pudor o qué hipocresía le hubie
sen retenido? Lleva tan lejos la indecencia que se puede estar seguro
de que se ha pintado por entero, intus et in cute. Ahora bien, es de
esto de lo que quiere convencernos: las Confesiones son el alegato
de un hombre acorralado que siente, con razón y sin ella, que pesan
sobre él acusaciones terribles. La obra debe restablecer para la pos
teridad la imagen del verdadero Jean-Jacques, momentáneamente
suplantada por la imagen monstruosa que los hombres del complot
intentan imponer al universo entero.
¿Qué dicen los acusadores? Remitámonos al libelo anónimo que
Voltaire hizo circular contra Rousseau, al Parecer de los Ciuda
danos:
366
sión de sondas, los motivos por los cuales tuvo que volver a vestirse
con el traje de armenio. Rousseau hace publicar a su editor de París
el panfleto injurioso (que atribuye erróneamente al pastor Jacob
Vernes de Ginebra), añadiéndole notas de rectificación:
367
M. Morand ni los más hábiles cirujanos, permanecí en la incerti
dumbre sobre la causa de esto, hasta que por fin el hermano Come
consiguió introducir una algalia muy fina con que se aseguró de
que no habla ninguna piedra.
(Interrumpamos por un instante nuestra lectura: el lector se dará
cuenta de que si bien la mayoría de los médicos no consiguen llevar
la sonda hasta la vejiga, por su parte tampoco las autosondas de
Rousseau debieron ser completas nunca.)
Mis retenciones nunca son ataques como las de aquellos que
tienen la piedra, los cuales orinan colmadamente o bien no orinan
en modo alguno. Mi mal es un estado habitual. Nunca orino col
madamente y tampoco la orina desaparece nunca por completo,
sino que su curso se encuentra solamente más o menos entor-
percido sin ser nunca totalmente libre, de manera que siento una
inquietud y una necesidad casi continua que nunca puedo satisfa
cer bien. Observo, sin embargo, en tales desigualdades un progre
so constante mediante el cual el chorro de la orina disminuye de
año en año, lo que me hace pensar que tarde o temprano termina
rá por desaparecer por completo.
Me pareció que el obstáculo... se internaba cada vez más en la
vejiga de manera que fue necesario emplear de año en año cande
lillas más largas y al no encontrar en los últimos tiempos unas que
lo fuesen suficientemente he intentado alargarlas.
Los baños, los diuréticos, todo lo que aporta ordinariamente
alivio a esta clase de males nunca hizo más que aumentar los míos
y nunca la sangría me procuró el menor alivio. Sobre mi mal, los
médicos y cirujanos nunca hicieron más que razonamientos vagos,
mediante los cuales intentaban mucho más consolarme que ins
truirme; a falta de saber curar el cuerpo han querido inmiscuirse
en curar el espíritu. Sus cuidados no fueron más provechosos para
el uno que para el otro; he vivido mucho más tranquilo desde que
he prescindido de ellos.
El hermano Come dice haber hallado la próstata muy gruesa y
muy dura y como cirrosa; es, por lo tanto, ahi donde hay que diri
gir sus observaciones. El foco del mal se encuentra ciertamente en
la próstata o en el cuello de la vejiga o en el canal de la uretra y
probablemente en los tres. Es ahi donde al examinar el estado de
dichas partes se podrá encontrar la causa del mal.
No hay que buscar esta causa el efecto de alguna antigua
enfermedad venérea. Pues declaro no haber tenido nunca enfer
medad alguna de este tipo. Se lo dije a los especialistas que me
cuidaron. Pensé que muchos de ellos no me creían. Se equivo
caron22.
“ O. C., I. 1223-1225.
368
Rousseau quiere ser una excepción en todo. Su enfermedad es
sin par, como su carácter, como su destino. La naturaleza ha roto el
molde. Pero que no se vaya a insinuar, sobre todo, que es un disolu
to: ante esta acusación, que le obsesiona visiblemente, responderá ha
ciendo en las Confesiones la relación minuciosa de sus amores y de
sus aventuras: se verá que casi no puede alardear de sus conquistas.
Mientras que otros autores de memorias se jactan de sus victorias.
Rousseau se ocupa más bien de la defensa y de la ilustración de su ti
midez. Al narrar sin vergüenza sus prácticas autoeróticas y sus fra
casos con las mujeres (su extraño comportamiento en Venecia con
la encantadora Zulietta), demuestra que nunca corrió el riesgo de la
impureza. Si en una sola ocasión se acercó a otra cortesana con más
éxito, inmediatamente se cree contaminado y corre a consultar al ci
rujano quien le tranquiliza declarándole que se encuentra «confor
mado de un modo particular que impide que pueda ser contagiado
fácilmente»23. El defecto congénito que se singulariza y le condena
a largos sufrimientos le ayuda a rechazar las acusaciones infaman
tes. Contra aquellos que le declaran «podrido por la sífilis», Rous
seau convierte a su enfermedad en un aliado. El mentis que opone a
sus enemigos llega hasta un secreto consentimiento con la impoten
cia y la enfermedad.
Pero hay más. No se le acusa solamente de ser sifilítico; tiene el
convencimiento (véanse los Diálogos) de que se le describe por to
das partes como un sátiro que viola a las mujeres que caen en su po
der; está persuadido de que le reprochan una virilidad agresiva y
brutal. Por violenta que haya sido la animosidad de los adversarios
de Rousseau, esta acusación nunca fue formulada contra él: se la
inventa completamente para refutarla larga y concienzudamente.
Pienso que de esta forma pone al descubierto la angustia que, para
él, se encuentra unida a todas las manifestaciones de la satisfacción
sexual directa. ¿De dónde le viene esta angustia? Sin duda, data de
su infancia ginebrina: antes de cualquier otra cosa le enseñaron que
el amor físico es una cosa repugnante:
369
que esas gentes realizaban sus apareamientos. Lo que había visto
de los de las perras me venia casi siempre a la imaginación y el co
razón se indignaba ante este solo recuerdo24.
370
La enfermedad aparece claramente como la expresión somática
de un rechazo altivo y angustiado. Observemos además que los
accesos agudos de Rousseau sobrevienen casi siempre cuando entra
o corre el peligro de entrar en una situación de dependencia social:
al comienzo de su estancia en Venecia donde tiene que obedecer las
órdenes de un embajador caprichoso y tiránico; cuando M. de
Francueil, recaudador de impuestos, le propone que se convierta en
su cajero; cuando ha de ser presentado al rey para recibir de ¿1 una
pensión: en cada ocasión, Rousseau, que no acepta ningún compro
miso, ni ninguna servidumbre, dice que no con todo su cuerpo. Nos
damos cuenta de que en este caso la enfermedad es mucho más que
un pretexto: es una conducta. La micción imperiosa y el rechazo de
una dependencia intolerable no son más que la misma cosa. En el
caso de Rousseau, el cuerpo es casi siempre el primero en hablar.
Releamos estas lineas extraordinarias que Rousseau proyectaba en
viar al marqués de Mirabeau:
371
Rousseau, no les cabe duda, murió de una «apoplejía serosa»:
este diagnóstico ha desaparecido desde hace tiempo de nuestros ma
nuales. ¿Y el árbol urinario? He aquí el protocolo:
372
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IN D IC E D E N O M B R E S
382
IN D IC E
A dvertencia .............................................................................. 7
P refacio ...................................................................................... 9
La inocencia g en eral........................................................ 37
Trabajo, reflexión, orgullo.............................................. 39
La síntesis por medio de la revolución....................... 42
La síntesis mediante la educación............................... 44
III. L a soled ad
383
IV . L a ESTATUA VELADA
C risto ............................................................................................... 87
G a l a t e a ............................................................................................. 90
T e o ría del d e s c u b r im ie n to ....................................................... 93
V. L a N u e v a E l o ís a
t '
V I. L o s MALENTENDIDOS
El r e g r e s o ........................................................................................ 158
« S in p o d e r p r o fe rir u n a so la p a l a b r a » ............................. 170
El p o d e r de los s i g n o s .............................................................. 173
L a c o m u n ic a c ió n a m o r o s a ..................................................... 207
El e x h ib ic io n is m o ........................................................................ 210
El p r e c e p t o r .................................................................................... 218
V IL L o s PROBLEMAS DE LA AUTOBIOGRAFÍA
¿ C ó m o p u ed e u n o p i n t a r s e ? .................................................. 230
D ecirlo to d o ................................................................................. 233
384
IX . La r e c l u s ió n a p e r p e t u i d a d
L as in te n c io n e s c u m p l i d a s ....................................................... 294
L o s d o s t r i b u n a l e s ...................................................................... 308
X. La t r a n s p a r e n c i a d e l c r is t a l
Ju ic io s ............................................................................................. 319
«A sí p u e s, h em e a q u í so lo en la t i e r r a » ............................. 325
B ib l io g r a f ía ............................................................................................. 373
Í n d ic e o n o m á s t i c o ................................................................................. 381
385