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1^ STE estudio sigue, etapa por etapa, la búsqueda

de la transparencia a que se obliga Rousseau.


La sociedad justa, la comunicación entre las almas
nobles, la exaltación de lo festivo, el éxtasis intem­
poral, la escritura autobiográfica: tales son las gran­
des llamadas a través de las cuales se deja entrever
la promesa de la felicidad.

L a transparencia y el obstáculo

taurus
Pero el obstáculo no podrá ser abolido jamás.
La plenitud universal es inaccesible.
Rousseau,
convencido de su propia inocencia,
alejará de sí la responsabilidad del mal;
los culpables son los demás.
Según Hegel,
el alma persuadida de su propia pureza
está abocada al «delirio de la presunción».
Así, a través del destino ejemplificador de Rousseau,
descubrimos que la paranoia, el delirio interpretativo,
es el último refugio
de aquellos que tratan de explicarse
por qué les está vedado el Paraíso.
JEAN STAROBINSKI

JEAN-JACQUES
ROUSSEAU
LA TRANSPARENCIA Y EL OBSTÁCULO

Versión castellana
de
S a n t ia g o G o n z á l e z N o r ie g a

taurus
Titulo original: Jean-Jacques Rousseau. La transparence
et l'obstacle.
© 1971, E ditions G allimard , París.

© 1983, TAURUS EDICIONES, S. A.


Príncipe de Vergara, 81, l.° - Madrid-6
ISBN: 84-306-1230-0
Depósito Legal: M. 8.331-1983
PRINTED IN SPAIN
ADVERTENCIA

En relación con la edición precedente (1937), el texto que publi­


camos aqui presenta numerosas modificaciones de menor importan­
cia. Sin embargo, los cambios no afectan a la estructura global de la
obra.
En lo sucesivo las citas remiten al texto de la edición crítica de
las Obras completas (publicadas bajo la dirección de Bernard
Gagnebin y Marcel Raymond en la Bibliothéque de la Pléiade; han
aparecido cuatro volúmenes de los cinco previstos). Aunque hemos
modernizado la ortografía de Rousseau, en general hemos respe­
tado su puntuación. A menudo incorrecta con respecto a la norma
actual, indica una frase de segmentos amplios. Reconocemos en ella
la inspiración propia de Rousseau.
Los tres estudios reunidos al final de este volumen han apareci­
do en diversos lugares entre 1962 y 1967. «Jean-Jacques Rousseau y
el peligro de la reflexión» no figura aqui: este ensayo forma parte
de El Ojo vivo (Gallimard, 1961; segunda edición, 1968); «El intér­
prete y su circulo» pertenece a La relación crítica (Gallimard, 1970)*.

Ginebra, septiembre de 1970

* Hay traducción castellana, Tauros, 1974.

7
PREFACIO

Este libro no es una biografía, aunque se imponga el respetar


en líneas generales la cronología de las actitudes y de las ideas de
Rousseau. Tampoco se trata de una exposición sistemática de la
filosofía del ciudadano de Ginebra, aun cuando los problemas esen­
ciales de esta filosofía sean objeto aquí de un examen bastante de­
tenido.
Con razón o sin ella, Rousseau no ha aceptado separar su pensa­
miento y su individualidad, sus teorías y su destino personal. Hay
que tomarle tal y como se nos da, en esta fusión y esta confusión de
la existencia y de la ¡dea. Nos vemos conducidos así a analizar la
creación literaria de Jean-Jacques como si representase una acción
imaginaria, y su comportamiento como si constituyese una ficción
vivida.
Aventurero, soñador, filósofo, antifilósofo, teórico político,
músico, perseguido: Jean-Jacques ha sido todo eso. Por diversa que
sea esta obra, creemos que puede ser recorrida y reconocida por una
mirada que no rechace ningún aspecto de ella: es lo bastante rica
como para que ella misma nos sugiera los temas y los motivos que
nos permitirán captarla, a la vez, en la dispersión de sus tendencias
y en la unidad de sus intenciones. Prestándole atención ingenua­
mente, y sin apresurarnos demasiado a condenarla o a absolverla,
encontramos imágenes, deseos obsesivos y nostalgias que dominan
la conducta de Jean-Jacques y orientan sus actividades de modo
casi permanente.
En la medida en que era posible hemos limitado nuestra tarea a
la observación y a la descripción de las estructuras que pertenecen
en propiedad al mundo de Jean-Jacques Rousseau. A una critica
forzada, que impone desde el exterior sus valores, su orden y sus
9
clasificaciones preestablecidas, hemos preferido una lectura que
simplemente se esfuerza por descubrir el orden o el desorden inter­
no de los textos a los que interroga y los simbolos y las ideas de
acuerdo con las cuales se organiza el pensamiento del escritor.
Con todo, este estudio es algo más que un «análisis interior».
Pues es evidente que no es posible interpretar la obra de Rousseau
sin tener en cuenta el mundo a que se opone. Es por el conflicto con
una sociedad inaceptable por lo que la experiencia intima adquiere
su función privilegiada. Y hasta vemos que el dominio propio de la
vida interior sólo se delimita por el fracaso de toda relación satis­
factoria con la realidad exterior. Rousseau desea la comunicación y
la transparencia de los corazones; pero su espera se ve frustrada, y,
eligiendo el camino contrario, acepta —y suscita— el obstáculo,
que le permite replegarse en la resignación pasiva y en la certeza de
su inocencia.

10
I

DISCURSO SOBRE LAS CIENCIAS Y LAS ARTES

El Discurso sobre las Ciencias y las Artes comienza pomposa­


mente con un elogio de la cultura. Se despliegan nobles frases, que
describen en pocas palabras la entera historia del progreso de las
luces. Pero un súbito cambio de opinión nos enfrenta a la discor­
dancia entre el ser y el parecer: «Las ciencias, las letras y las artes...
extienden guirnaldas de flores sobre las cadenas de hierro con que
están cargados los hombres»1. Bello efectismo retórico: un golpe
de varita mágica invierte los valores, y la imagen brillante que
Rousseau había colocado ante nuestros ojos no es más que un falso
decorado —demasiado hermoso para ser verdad:

Qué grato seria vivir entre nosotros, si el com portam iento ex­
terior fuera siempre la imagen de las disposiciones del corazón1.

El vacío se abre tras las superficies mendaces. Aqui comenzarán


todos nuestros infortunios. Pues esta fisura que impide que el
«humo exterior» corresponda a las «disposiciones del corazón»,
hace entrar el mal en el mundo. Los beneficios de las luces se en­
cuentran compensados, y casi anulados, por los innumerables vicios
que se desprenden de la falsedad de las apariencias. Su briosa elo­
cuencia había descrito el ascenso triunfal de las artes y de las cien­
cias; un segundo golpe de elocuencia nos conduce ahora en sentido
inverso, y nos muestra la «corrupción de las costumbres» en toda su
extensión. El espíritu humano triunfa, pero el hombre se ha perdi-1*

1 Discours sur tes Sciences et les Aris, CEuvres comptétes (en abreviatura O. C.)
(Paria, Bibliothéque de la Pléiade, 1959, han aparecido cuatro volúmenes de cinco),
III, 7. Hemos modificado continuamente la ortografía de Rousseau.
1 Ibtdem.

11
do. El contraste es violento, pues lo que está en juego no es sola­
mente la noción abstracta del ser y del parecer, sino el destino de los
hombres, que se divide entre la inocencia repudiada y la perdición,
en lo sucesivo, cierta: el parecer y el mal no son sino la misma cosa.
En 1748 el tema de la falsedad de las apariencias no tiene nada
de original. En el teatro, en la iglesia, en las novelas, en los periódi­
cos, cada uno a su modo, denuncia los falsos pretextos, las conven­
ciones, las hipocresías, las máscaras. En el vocabulario de la polé­
mica y de la sátira no hay términos que aparezcan más a menudo
que descubrir y desenmascarar. El Tartuffe ha sido leído una y otra
vez. El pérfido, el «vil adulador» y el bribón disfrazado, se encuen­
tran en todas las comedias y en todas las tragedias. En el desenlace
de una intriga bien llevada, hacen falta traidores ocultos. Rousseau
(Jean-Baptiste) permanecerá en la memoria de los hombres por ha­
ber escrito:

Cae la máscara, el hombre queda


Y el héroe se desvanece3.

Este tema está lo suficientemente extendido, vulgarizado y auto­


matizado como para que el primer recién llegado pueda retomarlo y
añadirle algunas variaciones sin gran esfuerzo intelectual. La antí­
tesis ser-parecer pertenece al léxico común: la idea se ha convertido
en una expresión.
Sin embargo, cuando Rousseau encuentra el deslumbramiento
de la verdad en la carretera de Vincennes, y durante las noches de
insomnio en las que da «vueltas y más vueltas»4 a los períodos de su
discurso, el lugar común vuelve a tomar vida: se inflama, se hace
incandescente. La oposición del ser y del parecer se anima patética­
mente y confiere al discurso su tensión dramática. Es siempre la
misma antítesis, retomada del arsenal de la retórica, pero expresan­
do un dolor y un desgarramiento. A pesar de todo, el énfasis del
discurso se impone y se propaga un sentimiento real de escisión. La
ruptura entre el ser y el parecer engendra otros conflictos, comd
una serie de ecos amplificados: ruptura entre el bien y el mal (entre
los buenos y los malos), ruptura entre la naturaleza y la sociedad,
entre el hombre y sus dioses, entre el hombre y él mismo. En fin, la
historia entera se divide en un antes y un después: antes había
patrias y ciudadanos, ya no. Una vez más, el ejemplo nos lo da
Roma: la virtuosa república, fascinada por el brillo de la apañen-
3 Jean Baptiste Rousseau , «Ode á la Fortune», Odes. II, 6, verso 12.
4 Confessions, Hb. VIH, O. C., I, 352.

12
cia, se perdió a causa de sus lujos y sus conquistas. «Insensatos,
¿qué habéis hecho?»5.
Dirigida contra el prestigio de la opinión, al deplorar la caída de
Roma definitivamente entregada a los rétores, la declamación obe­
dece a todas las reglas del género oratorio. No falta nada para un
concurso de Academia: apóstrofes, prosopopeyas, gradaciones. No
hay nada que no revele la tradición literaria, llegando incluso al epí­
grafe Decipimur specie recti6. De entrada, el tema se nos ofrece
bajo la garantía de una sentencia romana. Pero la cita es oportuna.
Lo que ésta anuncia es que, subyugados por la ilusión del bien y
cautivos de la apariencia, nos dejamos seducir por una falsa imagen
de la justicia. Nuestro error no concierne al orden del saber, sino al
orden moral. Equivocarse es convertirse en culpable cuando se cree
que se está actuando rectamente. A pesar nuestro, sin darnos cuen­
ta, somos arrastrados al mal. La ilusión no es sólo lo que perturba
nuestro conocimiento, sino lo que vela la verdad: ella falsea nues­
tros actos y pervierte nuestras vidas.
Esta retórica sirve de medio de transmisión a un pensamiento
amargo, obsesionado por la idea de la imposibilidad de la comuni­
cación humana. En el primer Discurso, Rousseau deja oir ya la
queja, que repetirá incansablemente en los años de la persecución:
las almas no son visibles, la amistad no es posible, la confianza
nunca puede durar, ningún signo cierto permite reconocer la dispo­
sición de los corazones:
Ya nadie se atreve a parecer lo que es, y bajo esta perpetua
coacción, los hombres que form an este rebaño al que se d a el
nom bre de sociedad, puestos en las mismas circunstancias, harán
todos las mismas cosas, a n o ser que motivos más poderosos les
disuadan de ello. Nunca se sabrá, por tanto, con quién nos las te­
nemos que ver: para conocer al am igo, habrá, pues, que esperar a
las grandes ocasiones, es decir, esperar a que ya no sea el momen­
to, puesto que es precisam ente para esas ocasiones para cuando
habría sido esencial conocerle.
¿Qué cortejo de vicios n o habrá de acom pañar a esta incerti­
dum bre? Ya no habrá ni am istades sinceras, ni verdadera estim a,
ni confianza bien fundada. Las sospechas, la desconfianza, los te­
mores, la frialdad, la reserva, el odio y la traición se esconderán
sin cesar bajo ese velo uniform e y pérfido de las buenas mane­
ras, bajo esta urbanidad tan celebrada que debemos a las luces de
nuestro siglo7.

5 Discours sur les Sciences el les Arts. O. C.. III, 14.


6 H oracio , De A rte Poética, verso 25.
7 Discours sur tes Sciences et tes Arts. O. C., III, 8-9.

13
Que el ser y el parecer constituyen dos cosas distintas, que un
«velo» disimule los verdaderos sentimientos, tal es el escándalo ini­
cial al que Rousseau se enfrenta; tal es el inaceptable hecho cuya
explicación y cuya causa buscará; tal es la desgracia de la que desea
verse libre.
Este tema es fecundo. Abre la posibilidad de un desarrollo in­
agotable. Según confesión del propio Rousseau, el escándalo de la
mentira dio impulso a toda su reflexión teórica. Bastantes años des­
pués del primer Discurso, al volverse hacia su obra para interpre­
tarla y para hacer «la historia de sus ideas», declarará:

En cuanto estuve en situación de observar a los hom bres, veia


cóm o se com portaban, y les oia hablar; después, viendo que sus
acciones no se parecían en nada a sus palabras, busqué la razón
de esta desemejanza, y descubrí que siendo ser y parecer dos cosas
tan diferentes para ellos com o actuar y hablar, esta segunda dife­
rencia era la causa de la o tra 8.

Tomemos nota de esta declaración. Pero hagámosnos también


algunas preguntas.
En cuanto estuve en situación de observar a ios hombres: Rous­
seau se atribuye aqui el papel del observador, se instala en la actitud
del naturalista filósofo que conceptualiza y que asciende inductiva­
mente a las razones y a las causas primeras. Al atribuirse este gusto
por el análisis desinteresado, ¿no racionaliza Rousseau emociones
mucho más turbias, sentimientos mucho más interesados? ¿No
adopta el tono del saber abstracto con la intención, más o menos
consciente, de compensar y de disimular ciertas decepciones y cier­
tos fracasos enteramente personales? El propio Rousseau nos auto­
riza a plantear estas preguntas. Mucho antes de que la psicología
moderna haya dirigido nuestra atención hacia las fuentes afectivas y
las subestructuras inconscientes del pensamiento, el Rousseau de las
Confesiones nos invita a buscar el origen de sus propias teorías en
la experiencia emotiva, y el Rousseau de las Réveries dirá incluso
en la experiencia soñada: «Mi vida entera casi no ha sido otra cosa
que una larga ensoñación»9.
¿Se le reveló, pues, a Rousseau la discordancia entre el ser y el
parecer al término de un acto de atención crítica? ¿Fue acaso una
tranquila comparación la que despertó su pensamiento? El lector

* Lettre á Christophe de Beaumont, O. C„ IV, 966.


9 Phrases écrites sur des canes a jouer, apéndice de las Réveries du Proméneur
solitaire, edición critica de Marcel Raymond (Genévc, Droz. 1948), 167, O. C., I,
1165.

14
podría sentirse tentado a poneno en duda. Sabiendo hasta qué pun­
to el tema del parecer se había convertido en moneda corriente
del vocabulario intelectual de la época, dudará en admitir que la
reflexión de Rousseau haya encontrado alli su auténtico punto de
partida y su impulso original. Si fuera posible captar este pensa­
miento en su fuente y en su origen, ¿no seria preciso remontarse a
un nivel psíquico más profundo, en búsqueda de una emoción pri­
mera, de una motivación más intima? Ahora bien, nos volveremos
a encontrar alli con el maleficio de la apariencia, no ya a titulo de
retórico lugar común, o en calidad de objeto sometido a la observa­
ción metódica, sino bajo la forma de la dramaturgia intima.

« L as a p a r ie n c ia s m e c o n d e n a b a n »

Releamos el primer libro de las Confesiones. «Me he mostrado


tal y como fui»101(tal y como él cree haber sido, tal y como él quiere
haber sido). No se preocupa de exponer el desarrollo de sus ideas en
el curso del tiempo, se deja embargar por el recuerdo afectivo: no le
parece que su existencia esté constituida por una cadena de pensa­
mientos, sino por una cadena de sentimientos, un «encadenamiento
de afecciones secretas»11. Si el tema de la apariencia mendaz no
fuera más que una superestructura intelectual, no tendría ninguna
cabida en las Confesiones. Pero ocurre todo lo contrario.
Sin duda, no carece de importancia, para Jean-Jacques, el que si­
túe el surgimiento de la conciencia de si en su encuentro con la «lite­
ratura»: «Ignoro lo que hice hasta los cinco o seis años: no sé cómo
aprendí a leer, no me acuerdo más que de mis primeras lecturas y
del efecto que sobre mi tuvieron: creo que la conciencia ininterrum­
pida de m í mismo data de esa época. Mi madre había dejado nove­
las...»1213. El encuentro consigo mismo coincide con el encuentro con
lo imaginario: constituyen un mismo descubrimiento. Desde el co­
mienzo, la conciencia de sí está intimamente ligada a la posibilidad
de convertirse en otro. («Me convertía en el personaje cuya vida es­
taba leyendo»12.) Pero por peligrosa que Rousseau considere esta
educación —que despierta el sentimiento antes que la razón y el co­
nocimiento de lo imaginario antes que el de las cosas reales— en es­
te método, el parecer no se impone como una influencia maléfica.
10 Confessions, lib. I, O. C„ I, S. -
11 Confessions, primera redacción, Annales Jean-Jacques Rousseau, IV (Genéve,
1908), 3. O. C.. I, 1149.
12 Confessions, lib. 1, O. C„ I, 8.
13 Op. cit., 9.

15
La ilusión sentimental, despertada por la lectura, comporta, desde
luego, un peligro, pero el peligro, en este caso particular, viene
acompañado de un precioso privilegio: Jean-Jacques se forma como
un ser diferente. «Estas confusas emociones, que experimentaba una
vez tras otra, no alteraban en nada la razón de la que aún carecía,
sino que formaron una de otro tem ple...»,A. La singularidad de
Jean-Jacques tiene su origen en los fascinantes fantasmas suscitados
por la ilusión novelesca. Es este el primer dato biográfico que viene
a confirmar la declaración del preámbulo: «Yo no estoy hecho co­
mo nadie que haya visto»ls. Jean-Jacques desea y deplora su dife­
rencia: es una desgracia y un motivo de orgullo a la vez. Si las emo­
ciones ficticias y la exaltación imaginaria le ha hecho diferente, no
dirigirá contra éstas más que una condena ambigua: estas novelas
son un vestigio de la madre perdida.
Vamos a encontrarnos con un recuerdo de infancia que describe
el encuentro con el parecer como una brutal conmoción. No, no co­
menzó por observar la discordancia entre ser y parecer: empezó por
sufrirla. La memoria se remonta hasta una experiencia original de
la malignidad de la apariencia, Jean-Jacques describe su revelación
«traumatizante», a la que atribuye una importancia decisiva: «A
partir de este momento dejé de gozar de una felicidad pura»14156. En
este momento se produjo la catástrofe (la «caída») que destruyó la
pureza de la felicidad infantil. A partir de ese dia, la injusticia exis­
te, la desgracia está presente o es posible. Este recuerdo tiene el va­
lor de un arquetipo: es el encuentro con la acusación injustificada.
Jean-Jacques parece culpable sin serlo realmente. Parece que mien­
te, siendo así que es sincero. Aquellos que le castigan actúan injusta­
mente, pero hablan el lenguaje de la justicia. Y aquí el castigo físico
no tendrá las consecuencias eróticas de la azotaina propinada por
Mlle. Lambercier: Jean-Jacques no descubre en él su cuerpo y su
placer, descubre la soledad y la separación:

Un dia estaba yo solo estudiando mis lecciones en la habita­


ción contigua a la cocina. La sirvienta había puesto a secar los
peines de Mlle. Lambercier en la plancha del homo. Cuando vol­
vió a cogerlos se dio cuenta de que uno tenia rotos todos los dien­
tes de uno de los lados. ¿A quién echar la culpa de ese estropicio?
Yo era el único que había entrado en la habitación. Me preguntan
por él y yo niego haber tocado el peine, M. y Mlle. Lambercier se
reúnen: me exhortan, me apremian, me amenazan; yo persisto
14 Op. cit., 8.
15 Op. di.. 5.
'* Op. di.. 20.

16
con obstinación; pero su convicción era dem asiado fuerte y preva­
lece por encima de todas mis protestas, aunque esa era la primera
vez que habian encontrado en mi tanta osadía para m entir. La co­
sa fue tom ada en serio, y merecía serlo. La m aldad, la mentira y
la obstinación fueron consideradas com o igualmente dignas de
castigo...
H an pasado ahora casi cincuenta aflos desde esa aventura y no
tem o ser castigado hoy de nuevo por el mismo hecho. Y bien:
proclam o ante el Cielo que era inocente...
Yo aún no tenía suficiente juicio com o para darm e cuenta de
hasta qué punto m e condenaban tas apariencias y para ponerm e
en el lugar de los dem ás. Me atenia a lo mío y todo lo que sentía
era el rigor de un castigo espantoso por un crimen que no había
com etido17.

Rousseau se encuentra aquí en situación de acusado. (En el pri­


mer Discurso juega el papel del acusador, pero desde el momento
en el que se encuentre con la contradicción, se verá en el papel de
acusado.) La experiencia, cuya descripción acabamos de leer, no
confronta abstractamente la noción de realidad y la noción de apa­
riencia: es la conmovedora oposición entre el ser-inocente y el pare­
cer-culpable. «¡Qué reinversión de ideas! ¡Qué desorden de senti­
mientos! ¡Qué conmoción!...»18. Al mismo tiempo que se revela
confusamente el desgarramiento ontológico entre el ser y el parecer,
el misterio de la injusticia se hace sentir ya, intolerablemente, a este
niño. Acaba de descubrir que la íntima certeza de la inocencia es
impotente contra las aparentes pruebas de la falta, acaba de des­
cubrir que las conciencias están separadas y que es imposible comu­
nicar la evidencia inmediata que experimentamos en nosotros mis­
mos. A partir de entonces el paraíso se ha perdido: pues el paraíso
era la transparencia reciproca de las conciencias, la comunicación
total y confiada. Hasta el mundo cambia de aspecto y se oscurece.
Y los términos de los que se sirve Rousseau para describir las conse­
cuencias del incidente del peine roto se parecen extrañamente a
aquéllas en las que en el primer Discurso describen el «cortejo de vi­
cios» que hace irrupción a partir del momento en que «ya nadie se
atreve a parecer lo que es». En los dos textos, Rousseau habla de
una desaparición de la confianza y, a continuación, evoca un velo
que se interpone:
Aún seguimos en Bossey algunos meses, y estuvimos allí a la
manera com o se representa al primer hom bre cuando aún está en

' 7 Op. cit.. lib. I. O. C.. I, 18-20.


18 ibidem.

17
el paraíso terrestre pero ha dejado de gozar de él. A parentem ente
se trataba de la misma situación, y en realidad era una m anera de
ser com pletamente distinta. El afecto, el respeto, la intim idad y la
confianza ya no unían a los discípulos con sus maestros; ya no les
contem plábam os com o si fueran dioses que leían en nuestros co­
razones: nos daba vergüenza obrar mal y teníam os más miedo de
que nos acusasen; empezábamos a ocultam os, a rebelam os, a
m entir. T odos los defectos propios de nuestra edad corrom pían
nuestra inocencia y afeaban nuestros juegos. El cam po mismo
perdió a nuestros ojos ese atractivo hecho de dulzura y de sen­
cillez que llega al corazón. N os parecía desierto y oscuro, estaba
com o cubierto por un velo que nos ocultaba su belleza19.

A partir de este momento, las almas ya no se encuentran más y se


complacen en esconderse. Todo está trastocado y el niño castigado
descubre esta incertidumbre del conocimiento del otro, de la que se
quejará en el primer Discurso: «Nunca se sabrá por tanto con quién
nos la tenemos que ver». Para Jean-Jacques, la catástrofe es tanto
más grande cuanto que le separa «precisamente de las gentes que
más quiere y respeta»20. La ruptura constituye un pecado original,
pero un pecado cuya imputación es tanto más cruel cuanto que
Rousseau no es responsable de lo ocurrido.
De hecho hay que destacar que en todo el relato del peine nadie
tiene la responsabilidad de la intrusión inicial del mal y de la separa­
ción. Es un desgraciado cúmulo de circunstancias. Un simple mal­
entendido. Rousseau no dice nunca que los Lambercier sean malva­
dos e injustos. Los describe, muy al contrario, como seres «dulces»,
«muy razonables» y con una «justa severidad». Sólo que se equivo­
can, han sido engañados por la apariencia de la justicia (según la
sentencia preliminar del primer Discurso) y la injusticia se produce
como consecuencia de una fatalidad impersonal. Las «apariencias»
están contra Rousseau. La «convicción era demasiado fuerte». Asi
pues, nadie es culpable; no hay más que una imputación del crimen,
un parecer-culpable, que ha surgido como por casualidad y que ha
provocado automáticamente el castigo. Todas las personas son ino­
centes, pero sus relaciones están corrompidas por el parecer y la in­
justicia.
El maleficio de la apariencia y la ruptura entre las conciencias
ponen fin a la feliz unidad del mundo infantil. En adelante, la uni­
dad deberá reconquistarse y recobrarse; las personas separadas de-

19 Ibid. Sobre el lema de la transparencia en Rousseau, véase P. Burgeun, La


Philosophie de l'Existence de J.-J. Rousseau, París, 19S2, pp. 293-295, y passim.
20 Ibidem.

18
berán reconciliarse, la conciencia expulsada de su paraiso deberá
emprender un largo viaje antes de volverse a encontrar con la felici­
dad, necesitará buscar otra felicidad totalmente diferente, pero en
la que su primer estado no le sería restituido en menor proporción.
La revelación de la falsedad de la apariencia es sufrida como
una herida, Rousseau descubre el parecer como víctima del parecer.
En el mismo instante en el que percibe los limites de su subjetivi­
dad, ésta le es impuesta como subjetividad calumniada. Los otros le
desconocen: el yo sufre su apariencia como una negación de justicia
que le sería infligida por aquellos por los que desearía ser amado.
Por tanto, la estructura fenoménica del mundo no es puesta en
cuestión más que indirectamente. El descubrimiento del parecer no
es en absoluto, en este caso, el resultado de una reflexión sobre la
naturaleza ilusoria de la realidad percibida. Jean-Jacques no es un
«sujeto» filosófico que analiza el espectáculo del mundo exterior, y
al que pone en duda como una apariencia formada por la media­
ción engañosa de los sentidos. Jean-Jacques descubre que los otros
no tienen acceso a su verdad, su inocencia, su buena fe, y es sólo a
partir de este momento cuando el campo se oscurece y se vela. An­
tes de que se sienta distante del mundo, el yo ha sufrido la experien­
cia de su distancia con respecto a los otros. El maleficio de la apa­
riencia, le alcanza en su propia existencia antes de alterar el aspecto
del mundo. «Es en el corazón del hombre donde se encuentra el es­
pectáculo de la vida de la naturaleza»21. Cuando el corazón del
hombre ha perdido su transparencia, el espectáculo de la naturaleza
se empaña y se enturbia. La imagen del mundo depende de la rela­
ción entre las conciencias: sufre sus vicisitudes. El episodio de Bos-
sey termina con la destrucción de la transparencia del corazón y, si­
multáneamente, con un adiós al brillo de la naturaleza. La posibili­
dad cuasi divina de «leer en los corazones» ya no existe, en el cam­
po se vela y la luz del mundo se oscurece.
El «velo» ha caído entre Rousseau y él mismo. Le ha ocultado
su naturaleza primera, su inocencia. Y ciertamente, fue en este mo­
mento cuando Jean-Jacques comenzó a obrar mal («nos daba me­
nos vergüenza portarnos mal... empezamos a escondernos...»)22,
pero él no es responsable de la entrada del mal en el mundo, y si co­
mienza a ocultarse, es porque la verdad se ha ocultado antes. Su
historia habia comenzado de otro modo. Al principio, la infancia
había sido confianza y tranparencia totales. La memoria puede to­
davía sumergirle en ella, y devolverle a la limpidez de un mundo

21 Émite. lib. III, O. C , IV, 431.


22 Confessions, lib. I, O. C., I, 21.
19
más claro, pero no puede conseguir que ésta no se haya perdido y
que el mundo no se haya oscurecido:

N o vemos ni el alm a de los dem ás, porque se esconde, ni la


nuestra, porque carecemos de espejo intelectual23.

Hay que vivir en la opacidad24.

El t i e m p o d iv id id o y e l m it o d e l a t r a n s p a r e n c ia

Este momento de crisis —en el que cae el «velo» de la separa­


ción, en el que el mundo se empaña, en el que las conciencias se ha­
cen opacas las unas para las otras, en el que la desconñanza hace
que la amistad ya nunca sea posible—, este momento tiene su ori­
gen en una historia: marca el comienzo de un empañamiento en la
felicidad infantil de Jean-Jacques. Comienza entonces una época,
una nueva edad de la conciencia. Y esta nueva edad se define por
un descubrimiento esencial: por primera vez, la conciencia tiene un
pasado. Pero enriqueciéndose en este descubrimiento descubre tam­
bién una pobreza y una carencia esenciales. En efecto, la dimensión
temporal que se abre tras el instante presente, no se ha hecho per­
ceptible más que por el hecho mismo de que se oculta y se pierde.
La conciencia se vuelve hacia un mundo anterior del que percibe, a
un mismo tiempo, que le ha pertenecido y que lo ha perdido para

23 Lettres morales, O. C„ IV, 1092.


24 Posiblemente se dirá que hay que evitar recurrir a las Confesiones si se buscan
documentos concernientes a la experiencia inicial de Rousseau; la idea directriz de las
Confesiones es responder a una inculpación calumniosa, y se podría objetar que el
tema de la acusación injustificada, lejos de pertenecer auténticamente a la infancia
de Rousseau, es la proyección retrospectiva de la obsesión de un perseguido. Pero es
el caso que el primer texto que poseemos de ¿I —una carta a un primo, escrita antes
de la edad de veinte años— es precisamente un acto de disculpa; «A causa de todo
esto puedes conocer el carácter maldito de aquel que te ha incitado a hacerme esos
reproches... Reconoce en esa descripción la indignidad de su proceder y abandona
los falsos prejuicios en los que has caldo con respeto a mi.» Cornspondance générale
de Jean-Jacques Rousseau (París, Armand Colín, 1924-1934, 20 vol. y cuadros), edi­
tada por T. Dufour y P. P. Plan, I, 1, Correspondance CompUte de Jean-Jacques
Rousseau (Genéve, Instituto y Museo Voltaire, han aparecido 12 vol.), edición critica
de R. A. Leigh, I, 1-2. La carta comienza con la constatación de una distancia y de
un malentendido, contra los que Rousseau lucha por restablecer una amistad com­
prometida. Se queja de haberse convertido en un extraño para su primo; «Aunque
me escribas del modo en que escribirías a un extraño, no dejo de responderte según
nuestro modo acostumbrado, es precisamente con este tono con el que intentaré acla­
rarte respecto a los reproches que me haces en tu carta...» Singular comienzo, en el
que se expresa de forma rudimentaria y más clara, la experiencia de la separación de
las conciencias y la queja de desconocimiento que Rousseau terminará por dirigir a
todos sus contemporáneos.

20
siempre. En el momento en que la felicidad infantil se le escapa, re­
conoce el precio infinito de esta felicidad prohibida. Por lo tanto, lo
único que cabe ya es construir poéticamente el mito de la época que
ha terminado: anteriormente, antes de que el velo se interpusiera
entre el mundo y nosotros, había «dioses que leían en nuestros co­
razones», y nada alteraba la transparencia y la evidencia de las al­
mas. Vivíamos con la verdad. En la biografía personal, asi como en
la historia de la humanidad, este tiempo se sitúa más cerca del naci­
miento, en la cercanía del origen. Rousseau es uno de los primeros
escritores (habria que decir poetas) que han hecho suyo el mito pla­
tónico del exilio y del retorno orientándolo hacia la infancia, y no
hacia una patria celeste.
Cuando se trata de evocar el tiempo de la transparencia, el pri­
mer Discurso desarrolla imágenes singularmente análogas a las que
encontramos en el relato de las Confesiones. Al igual que en el epi­
sodio de Bossey habla de la presencia próxima de los «dioses»; es
un tiempo en el que los testigos divinos permanecen entre los
hombres y leen en sus corazones; un mundo en el que a las concien­
cias humanas les basta con una sola mirada para reconocerse:

Es una hermosa orilla, engalanada, tan sólo, por las m anos de


la naturaleza, hacia la que volvemos incesantemente los ojos, y de
la que nos alejamos con pesar. C uando los hom bres inocentes y
virtuosos gustaban de tener a los dioses por testigo de sus actos,
vivían juntos en las mismas cabañas, pero pronto, convertidos en
malvados, se cansaron de esos incóm odos espectadores25*...

Antes de que el arte hubiera dado forma a nuestros modales y


enseñado a nuestras pasiones a hablar un lenguaje afectado,
nuestras costumbres eran rústicas, pero naturales, y la diferencia
entre los modos de actuar anunciaba, a primera vista, la de los ca­
racteres. La naturaleza hum ana, en el fondo, no era m ejor, pero
los hombres encontraban su seguridad en la facilidad de conocerse
reciprocamente2‘.

Antes que cualquier teoría y cualquier hipótesis sobre el estado


de naturaleza está la intuición (o la fantasía) de una época compa­
rable a lo que fue la infancia antes de la experiencia de la acusa­
ción injustificada. En aquel momento, la humanidad no estaba ocu­
pada más que en vivir tranquilamente su felicidad. Un infalible
equilibrio ajusta el ser y el parecer. Los hombres se muestran y son

J5 Discours sur les Sciences el les A ns, O. C., 111, 22.


Jí Op. cit., 8.

21
vistos tal como son. Las apariencias exteriores no son obstáculos,
sino espejos fíeles donde las conciencias se reencuentran y se ponen
de acuerdo.
La nostalgia se vuelve hacia una «vida anterior». Pero si nos se­
para del mundo «contemporáneo», no nos lleva a dejar el mundo
humano ni el paisaje terrestre; en el horizonte de la felicidad ante­
rior existe esta misma naturaleza y esta misma vegetación que hoy
nos rodea, sigue estando este bosque que hemos mutilado, pero del
que aún quedan extensiones intactas en las que me puedo internar...
Sin que sea necesario invocar la intervención sobrenatural de un de­
monio tentador y de una Eva tentada, el origen de nuestra decaden­
cia es explicable por razones meramente humanas. Como el hombre
es perfectible, no ha dejado de añadir sus invenciones a los dones de
la naturaleza. Y a partir de entonces, la historia universal, sobrecar­
gada por el peso cada vez mayor de nuestros artificios y de nuestro
orgullo, toma el aspecto de una caída acelerada en la corrupción:
contemplamos horrorizados un mundo de máscaras y de ilusiones
mortales, y nada asegura al observador (o al acusador) de que él
mismo se salve de la enfermedad universal.
Por tanto, el drama de la caida no precede a la existencia
terrestre; Rousseau transporta el mito religioso a la propia historia,
a la que divide en dos edades: una, tiempo estable de la inocencia,
reino tranquilo de la pura naturaleza; otra, historia en devenir, acti­
vidad culpable, negación de la naturaleza por el hombre.
Ahora bien, si la caida es obra nuestra, si es un accidente de la
historia humana, hay que admitir que el hombre no está natural­
mente condenado a vivir en la desconfianza, en la opacidad, y en
los vicios que las acompañan. Estos son obra del hombre, o de la
sociedad. Por tanto, no hay nada aquí que nos impida rehacer o
deshacer la historia, con vistas a recuperar la transparencia perdida.
No se opone a ello ninguna prohibición sobrenatural. No está com­
prometida la esencia del hombre, sino sólo su situación histórica.
«¿Tal vez desearía poder volver atrás?»27. La presencia queda en
suspenso, pero en todo caso no existe ninguna espada llameante que
nos prohíba el acceso al paraíso perdido. Para algunos (en lejanas
riberas) que aún no han salido de él tal vez sea tiempo todavía de
«pararse»28. Y aún en el caso de que por una fatalidad puramente
humana, el mal sea irreversible, aún si tenemos que admitir que «un
pueblo vicioso no vuelve jamás a la virtud», la historia nos propone
una tarea de resistencia y de rechazo. Lo menos que podemos ha­

21 Discours sur /'Origine de l ’Inégaliié, O. C., III, 133.


28 íbtdem.

22
cer, si no podemos «convertir en buenos a los que ya no lo son», es
«conservar tal y como son a aquellos que tienen la felicidad de
serlo»29. Como el advenimiento del mal ha sido un hecho histórico,
la lucha contra el mal pertenece también al hombre en la historia.
Rousseau no pone en duda que sea posible una acción y que una
libre decisión pueda consagrarnos al servicio de la verdad velada.
Pero por lo que se refiere a la naturaleza de esta decisión y de esta
acción, percibe diversas incitaciones y las expresa sucesivamente (o
simultáneamente) en su obra: reforma moral personal (vitam im­
penderé vero), educación del individuo (Emilio), formación politica
de la colectividad (Economie politique, Control Social). A lo que se
añade para Jean-Jacques una duda, que orienta su deseo bien en el
sentido de una regresión temporal, bien en el sentido del presente
más próximo, refugio de una conciencia que se basta a sí misma; y
menos frecuentemente, en el sentido de una superación en dirección
al futuro. Unas veces, se abandonará el ensueño «arcádico» de una
vuelta al bosque primitivo, o bien, defenderá una estabilización
conservadora donde el alma y la sociedad salvaguardarían lo que
aún conservan de puro y original; o bien, trazará «la idea de la feli­
cidad futura del género humano»30 o, en fin, construirá fuera del
tiempo una Ciudad virtuosa, Instituciones políticas ideales. Entre
tantos designios desemejantes que tan difícil resulta conciliar de un
modo enteramente satisfactorio, sólo hay que conservar esta única
cosa que tienen en común: su unidad de intención, que apunta hacia
la salvaguardia o restitución de la transparencia comprometida. En
el apasionado llamamiento que Rousseau dirige a sus contempo­
ráneos puede ser que no haya más que una invitación a cultivar la
moral de la buena voluntad y de la buena conciencia, y también po­
demos leer en ello una invitación a transformar la sociedad por la
acción política efectiva. Esta ambigüedad es embarazosa. Pero sin
ambigüedades, Rousseau nos invita, en primer lugar, a desear el re­
torno de la transparencia en nosotros y en nuestras vidas. No hay
posibilidad de equivocación sobre este deseo tan potente como sen­
cillo. El malententido comenzará en el momento en que este deseo
se vea confrontado con tareas concretas y con situaciones proble­
máticas. Pues el paso del deseo de la transparencia a la transparen­
cia poseída no es instantáneo, al igual que no es inmediato el acceso
del uno a la otra. Si emprendemos la tarea de liberamos de la men­
tira no podremos evitar el plantearnos antes o despué la pregunta
por los medios (que son diversos y contradictorios) y por la acción,
29 Pré/ace de Narcisse, O. C., II, 971-972.
Dialogues, II, O. C.. I, 829.

23
que lo mismo puede fracasar que triunfar, y que corre el peligro de
hacernos caer de nuevo en el mundo de la mentira y de la opacidad.

S aber h is t ó r ic o y v is ió n p o é t ic a

¿Pero a qué distancia nos encontramos de la transparencia per­


dida? ¿Qué espesuras no separan de ella? ¿Cuál es el espacio a fran­
quear para volver a encontrarla?
En el Discours sur / ’Origine de l ’Inégalité, Rousseau interpone
«multitudes de siglos». El alejamiento es inmenso y la luz de la pri­
mera felicidad casi parece borrarse en la distancia de los tiempos.
¿Qué se puede saber de un periodo tan lejano? La razón no puede
por menos que formularse algunas dudas: ¿existió realmente el rei­
no de la transparencia, o nos encontramos ante una ficción que in­
ventamos para poder reconstruir especulativamente la historia a
partir de un origen?, ¿acaso no es cierto que Rousseau, en un pasaje
del segundo Discurso, en el que a todas luces somete a control su
pensamiento, llega a suponer que el estado de naturaleza «quizás no
haya existido»? Asi pues, el estado de naturaleza no es más que el
postulado especulativo que se da a sí misma una «historia hipotéti­
ca»: un principio sobre el que la deducción podrá apoyarse en su
búsqueda de una serie de causas y efectos bien encadenados a fin de
construir la explicación genética del mundo tal y como se ofrece a
nuestros ojos. Asi proceden casi todos los hombres de ciencia y los
filósofos de la época, quienes creen no haber demostrado nada si no
se han remontado a las fuentes simples y necesarias de todos los fe­
nómenos: se convierten, por tanto, en los historiadores de la Tierra,
de la vida, de las facultades del alma y de las sociedades. Dando a
la especulación el nombre de observación, esperan verse libres de
cualquier otra prueba.
De hecho, a medida que Rousseau desarrolla su ficción «históri­
ca», ésta pierde su carácter de hipótesis; una especie de seguridad y
de borrachera van a abolir toda prudencia intelectual: la descripción
de este primer estado, todavía muy próximo a la animalidad, se
transforma en evocación encantada de «un lugar para vivir». Una
nostalgia elegiaca se conmueve con la idea de esta vida errante y
«sana», de su equilibrio sensitivo, de su justa suficiencia. Imagen
demasiado imperiosa, demasiado profundamente satisfactoria co­
mo para no corresponder en el espíritu de Rousseau a la estricta
verdad histórica. Toma cuerpo una certeza que es esencia poética,
pero que se equivoca sobre su naturaleza: quiere hablar el lenguaje
24
de la historia, y tomar por testigo la erudición más rigurosa. La
convicción se impone irrefutablemente: sin ningún género de dudas
tales fueron los orígenes de la humanidad y, con seguridad, tal fue
la primera faz del hombre. Rousseau se cuenta a sí mismo la historia
objetiva de una Edad de la transparencia para legitimar su nostal­
gia. La certeza de Rousseau es la propia de alguien que se acuerda;
se extiende por contacto y sus discípulos ya no verán en él al autor
de una «historia hipotética», sino al vidente (Seher, dirá Hólderlin)
que está en posesión de la memoria de un pasado muy antiguo, de
un tiempo más hermoso. Én la obra inacabada, intitulada «Rous­
seau», Hólderlin escribe:

auch dir, auch dir


E r/reuet die J e m e Sonne dein H aupt,
U nd Strahlen aus der schónern Z eit. E s
H aben d ie B oten dein H erz g efu n d en 31.

también a ti, también a ti


te ilumina la frente con alegría el lejano sol
y los rayos llegados de una época más hermosa. Ellos,
los mensajeros, han encontrado tu corazón.

Hólderlin convierte aquí a Rousseau en uno de estos «intérpre­


tes» a quien les ha sido concedido el ser alcanzados por la luz de
una época que ha de llegar o de un pasado desaparecido.

E l D io s G l a u c o

¿Se puede seguir afirmando que la transparencia original ha des­


aparecido? Cuando se la vuelve a encontrar en la memoria, ¿no se
la reintegra en la transparencia propia de la memoria y, precisamen­
te por esa razón, se la salva? ¿Nos ha abandonado por completo o
estamos aún cerca de ella? Rousseau duda entre dos respuestas con­
tradictorias. La primera afirma que el alma humana ha degenerado,
que se ha desfigurado, que ha sufrido una alteración casi total, para
no volver a encontrar ya nunca más su belleza primera. La segunda
versión, en lugar de una deformación, evoca una especie de oculta-
miento: la naturaleza primera persiste, pero escondida, rodeada de
velos superpuestos, sepultada bajo los artificios y, sin embargo,

Friedich H ólderlin , «Rousseau», Sámtliche Werke (Sttugan, Kohlhammer,


1953), II, 12-13.

25
siempre intacta. Versión optimista y versión pesimista del mito del
origen. Rousseau sostiene las dos, alternativamente, y a veces, in­
cluso, simultáneamente. Nos dice que el hombre ha destruido irre­
mediablemente su identidad original, pero proclama también que el
alma original, siendo indestructible, permanece para siempre idénti­
ca a sí misma bajo las aportaciones externas que la enmascaran.
Rousseau retoma por su cuenta el mito platónico de la estatua
de Glauco:

Semejante a la estatua de Glauco, que el tiempo, el mar y las


tormentas habían desfigurado hasta tal punto que se parecía me­
nos a un dios que a una bestia feroz, el alma humana, alterada en
el seno de la sociedad por mil causas que renacen sin cesar, por la
adquisición de una multitud de conocimientos y errores, por los
cambios acaecidos en la constitución de los cuerpos, y por el cho­
que continuo de las pasiones, ha cambiado de apariencia, por asi
decirlo, hasta el punto de ser casi irreconocible52.

Pero hay aquí un por asi decir y un casi que nos devuelven todas
las esperanzas. En el contexto de Rousseau, la imagen de la estatua
de Glauco tiene algo de enigmático. ¿Su cara ha sido carcomida y
mutilada por el tiempo y ha perdido para siempre la forma que tenía
al salir de las manos del escultor? ¿O bien ha sido recubierta por
una costra de sal y de algas, bajo la cual la faz divina conserva, sin
ninguna pérdida de sustancia, su modelado original? ¿O no es la
cara original más que una ficción destinada a servir de norma ideal
para aquel que quiere interpretar el estado actual de la humanidad?

No es tarea fácil deslindar lo que hay de originario y de artifi­


cial en la naturaleza actual del hombre, y conocer bien un estado
que ya no existe, que tal vez nunca haya existido, que probable­
mente no existirá jamás, y dei que sin embargo, es necesario tener
una opinión correcta para juzgar correctamente nuestro estado
presente15.

Seguir siendo lo que uno era; dejarse modificar por el cambio:


tocamos aquí categorías que para Rousseau son el equivalente de las
categorías teológicas de la perdición y de la salvación. Rousseau no
cree en el infierno, pero, en cambio, cree que la pérdida de parecido
es una desgracia esencial, mientras que permanecer semejante a si

» Discours sur /'Origine de rinégalité, prefacio, O. C.. III. 122. Cfr. Platón.
República, X, 611.
33 Op. cit., 123.

26
mismo es una manera de salvar la vida, o al menos una promesa de
salvación. El tiempo histórico, que para Rousseau no excluye la
idea del desarrollo orgánico, queda cargado de culpabilidad; el mo­
vimiento de la historia es un oscurecimiento, es responsable de una
deformación más que de un progreso cualitativo. Rousseau entiende
el cambio como una corrupciónM: en el curso del tiempo, el hombre
se desfigura y se pervierte. No es solamente su apariencia, sino su
misma esencia la que se hace irreconocible. Esta versión severa (y
por así decirlo calvinista) del mito del origen, es propuesta por
Rousseau en diversos momentos de su obra. En el origen de esta
idea se descubre una angustia muy real, avivada por el sentimiento
de lo irreparable. Rousseau ha afirmado innumerables veces que el
mal era irremediable, que, una vez franqueado cierto umbral fatal,
el alma está perdida y no tiene otro recurso que aceptar su perdi­
ción. Un «natural asfixiado», nos dice, no vuelve jamás, y «enton­
ces se pierde al mismo tiempo lo que se ha destruido y lo que se ha
hecho»35.

¡Desventurados! ¿En qué nos hem os convertido? ¿Cómo he­


mos dejado de ser lo que fuim os?36.

Deformación, en la que, a lo que parece, ya nada subsiste de la


forma original. Él mismo se sintió alcanzado y amenazado por ella:

Los gustos más viles y la pillería m ás abyecta sucedieron a mis


amables diversiones, sin dejarm e siquiera la m ás mínima idea de
ellos. Era necesario que, a pesar de la educación más honorable, *34

34 Algunos aspectos del conservadurismo político de Rousseau que resultan


sorprendentes a primera vista, se explican por el hecho de que, en la estructura de un
Estado, el cambio equivale, con toda seguridad, a una decadencia: «¡Considérese el
peligro de conmocionar una vez a las enormes masas de la monarquía francesa!
¿Quién podrá dominar el impacto producido o prever todos los efectos que puede
acarrear?... Tanto en d caso de que el gobierno actual sea todavía el de antaAo,
como en el de que haya cambiado de naturaleza imperceptiblemente durante tantos
siglos, es igualmente imprudente pretender modificarlo. Si es el mismo, hay que res­
petarlo; si ha degenerado, es por la fuerza del tiempo y de las cosas, y la sabiduría
humana ya no puede nada con respecto a él.» (Jugement sur la Polysynodle, O. C.,
III, 638). En este punto, el pensamiento de Rousseau se aproxima al de Montes-
quieu. Idéntica prudencia, idéntica alternativa entre la conservación de la institución
primitiva y su degeneración, idéntica duda ante el paso a la acción en el nombre de
un progreso...
33 La Nouveile Héloíse. V parte, carta III, O. C., II, 564. Y ya en la Epitre á
Parisoi:
Nada hay que el tiempo no corrompa al final
Todo, hasta la sabiduría, está sujeto a decadencia.
(O. C.. II, 1138.)
34 La Nouveile HéloíSe, III parte, carta XVI. O. C., II, 336.

27
tuviera una gran inclinación a degenerar, pues esto ocurrió muy
rápidam ente, sin la menor dificultad, jam ás César tan precoz se
convirtió tan prontam ente en L aridón37.

A este pasaje, que viene poco después del episodio de Bossey, se


puede añadir un texto del final de la vida de Rousseau, testimonio
tanto más significativo cuanto que data de una época en la que éste
no deja de afirmar su permanente fidelidad a si mismo:

Puede ser, que sin haberme dado cuenta y o m ism o haya cam ­
biado m ás de lo que hubiera sido preciso. ¿Qué naturaleza resisti­
ría sin alterarse una situación semejante a la m ía?38.

Pregunta a la que se apresura a responder negativamente. Pues,


precisamente en el momento en el que todo ha cambiado para él, en
el momento en el que cree vivir en un sueño, Rousseau se opone con
todas sus fuerzas a la angustia de la alteración interior, y lucha por
la salvaguardia de su identidad. Algo ha cambiado, pero su alma ha
seguido siendo la misma. Pone fuera de él mismo la responsabilidad
de la alteración. Son los otros los que han sufrido la más sorpren­
dente metamorfosis, y quienes, estando ellos mismos irreconocibles,
desfiguran su imagen y sus obras. Él mismo sigue siendo lo que era.
Sus sentimientos no han cambiado más que porque las realidades
exteriores ya no son las mismas:

Pero es innegable que las cosas han cam biado de aspecto... a


partir del m om ento en que dieron comienzo mis desdichas. Desde
entonces, he vivido en una nueva generación que no se parecia en
nada a la prim era, y mis propios sentimientos hacia los otros han
experimentado los mismos cambios que he encontrado en los su­
yos. Las mismas personas que he visto sucesivamente en estas dos
generaciones tan diferentes se han asimilado, por decirlo de algún
m odo, sucesivamente, a una y a o tra 39.

...Y o , el mismo hom bre que era, el mismo que sigo siendo40.

Bajo la máscara que los otros imponen desde fuera a su rostro,


Jean-Jacques no ha dejado de ser Jean-Jacques. En el momento en
el que se encuentra más sombríamente obsesionado por la persecu­
ción, replica contándose a si mismo la versión optimista del mito

37 Con/essions. lib. I, O. C., I, 30-31.


38 Rtveries. primer Paseo, O. C., I, 1055.
» Op. d i.. 1054.
40 Réveries, sexto Paseo, O. C., I, 996.

28
del origen: nada se ha perdido, el tiempo no ha alterado lo esencial,
no ha carcomido su rostro más que superficialmente, el mal viene
de fuera pero queda fuera. El rostro de Glauco ha permanecido in­
tacto bajo las impurezas que lo desfiguran. Jean-Jacques se atribu­
ye a si mismo (y sólo a si mismo) lo que anteriormente habia formu­
lado a propósito del hombre en general, y que oponia la noción de
naturaleza perdida a la de naturaleza escondida, una naturaleza que
se puede enmascarar, pero que no puede ser destruida nunca. Dema­
siado poderosa y, posiblemente, demasiado divina para que poda­
mos transformarla o suprimirla, elude nuestros actos profanadores
y se refugia en las profundidades, donde ella sólo está disimulada
por los envoltorios externos que no hacen más que ocultarla. Está
olvidada, pero no perdida, y si la memoria nos la deja entrever en el
fondo del pasado, es porque ya estamos prestos a liberarla de sus
velos y a reencontrarla, presente y viva, en nosotros mismos.

Los males del alma (...) alteraciones externas y pasajeras de un


ser inmortal y simple, se borran sin dejar huella y la dejan en su
fo rm a origina!, que nada podría cam biar41.

Entonces, Rousseau invoca con confianza a una «naturaleza a la


que nada destruye», se convierte en el poeta de la permanencia des­
velada. Descubre en sí mismo la proximidad de la transparencia ori­
ginal y encuentra ahora, en el fondo del yo, los «rasgos originales»
de aquel hombre de la naturaleza que habia buscado en la profun­
didad de los tiempos. Aquel que sabe ensimismarse puede ver res­
plandecer de nuevo el rostro del dios sumergido, librado de la
«herrumbre» que lo enmascaraba:

¿De dónde puede haber sacado su modelo el pintor y el apolo­


gista de la naturaleza, hoy tan desfigurada y tan calum niada, si no
es de su propio corazón? Lo ha descrito tal y com o él se sentía a si
mismo. Los prejuicios por los que no estaba dom inado, las pasio­
nes artificiales de las que no era presa, no ofuscaban en absoluto
a sus ojos, com o a los de los otros, esos primeros rasgos general­
mente tan desconocidos y olvidados. Esos rasgos tan nuevos para
nosotros y tan verdaderos, una vez realizados, encontraban aún
todavía, en el fondo de los corazones, el testimonio de su exacti­
tud, pero jam ás se habrían rem ontado hasta allí por ellos mismos,
si el historiador de la naturaleza no hubiera com enzado por elimi­
nar la herrum bre que los escondía. Una vida retirada y solitaria.

41 La Nouvette Hétotie, III parle, carta XXII, O. C., II, 389.

29
un gusto vivo por el ensueño y la contem plación, la costum bre de
ensimismarse y de buscar en si mismo, en la calma de las pasiones,
esos primeros rasgos desaparecidos en la m ultitud, era lo único
que podia hacer que los volviera a encontrar. En una palabra, ha­
cia Taita que un hom bre se describiera a si mismo para poder mos­
trarnos asi al hom bre prim itivo...42.

El conocimiento de si equivale a una reminiscencia, pero Rous­


seau no encuentra en modo alguno «estos primeros rasgos», que
sin embargo pertenecen a un mundo anterior, mediante un esfuerzo
de la memoria. Para descubrir al hombre de la naturaleza y para
convertirse en un historiador, Rousseau no ha tenido que remontar­
se al comienzo de los tiempos: le ha bastado con descubrirse a sí
mismo y con referirse a su propia intimidad, a su propia naturaleza,
en un movimiento a la vez activo y pasivo, buscándose a si mismo
y abandonándose al ensueño. El recurso a la interioridad alcanza a
la misma realidad y descifra las mismas normas absolutas que la
exploración del pasado más lejano. Así, lo que era primero en el or­
den de los tiempos históricos, se vuelve a encontrar como lo más
profundo de la experiencia actual de Jean-Jacques. La distancia his­
tórica no es más que la distancia interior, y esta distancia es fran­
queada rápidamente por aquel que sabe abandonarse plenamente al
sentimiento que se despierta en él. A partir de ahora, la naturaleza
(como la presencia de Dios para San Agustín)43 deja de ser lo que
queda más lejos detrás de nosotros y se muestra como lo que es más
central en nosotros. Como vemos, la norma deja de ser trascenden­
te, es inmanente al yo. Basta con ser sincero, con ser uno mismo, y
en adelante el hombre de la naturaleza ya no es el lejano arquetipo
al que me refiero; coincide con mi propia presencia, con mi propia
existencia. La antigua transparencia resultaba de la presencia inge­
nua de los hombres bajo la mirada de los dioses; la nueva transpa­
rencia es una relación interior al yo, una relación de uno consigo
mismo: se realiza en la limpidez tal cual es. Entonces, puede surgir
una imagen (Rousseau nos lo asegura) que equivalga a la auténtica
historia de toda la especie y que resucite el pasado perdido para re­
velarlo como el eterno presente de la naturaleza. Los hombres en­
cuentran en ello la certeza de una común semejanza. («Cada hom­
bre lleva la forma entera de la condición humana», decía Mon­
taigne.) Gracias a que Jean-Jacques ha sabido abandonarse a si mis-

41 Dialogues, III, O. C.» I, 936.


43 Cfr. G o u h ier . «Nature et Histoire chez Rousseau», Anuales J.-J, Rousseau,
XXIII, 1953-1955, tomado de: Les Méditations métaphysiques de Jean-Jacques
Rousseau (París, Vrin, 1970), cap. I, 11-34.

30
mo, los hombres se reconocerán a su vez. Tras sus falsas verdades,
se encuentran una presencia olvidada, una forma que permanecía
intacta bajo los velos; helos, pues, rescatados del olvido...
Así pues, podemos recobrar la primera naturaleza del hombre
sin tener que remontarnos a los orígenes reales, y sin aventurarnos
en las reconstrucciones históricas. Rousseau se explica de un modo
muy claro en el segundo Discurso, en el que se le ve renunciar bas­
tante fácilmente a todo aserto sobre los «verdaderos orígenes» para
reservarse el derecho de aclarar, mediante hipótesis, la naturaleza
de las cosas:
No hay que tom ar las investigaciones en las que se puede
entrar con este tem a por verdades históricas, sino solamente com o
razonam ientos hipotéticos y condicionales, m ás propios para acla­
rar la naturaleza de las cosas que para dem ostrar el verdadero
o rig e n ...4*.

¿Pero es posible aprehender la naturaleza del hombre indepen­


dientemente de la historia humana? Rousseau duda. De hecho, si
no puede prescindir de la noción de una naturaleza humana esen­
cial, menos aún puede renunciar a la idea de un devenir histórico,
que le permite dar una explicación plausible de. la alteración que la
humanidad ha sufrido al alejarse de sus felices orígenes. Rousseau
querría conservar, a la vez, la posibilidad de acusar la perversión de
la que la sociedad es responsable, y guardarse el derecho de procla­
mar la permanencia de la bondad original. Por lo tanto, tenemos
aquí una dobe afirmación, que puede parecer contradictoria y que
no se ha dejado de reprochar a Jean-Jacques. Pues en la medida en
que la sociedad es obra humana, se debe admitir que el hombre es
culpable, y carga con la culpa de todo el mal que se ha hecho a si
mismo; pero, por otra parte, en la medida en que el hombre no deja
de ser un hijo de la naturaleza, conserva una inocencia indestruc­
tible. ¿Cómo conciliar la afirmación: «el hombre es naturalmente
bueno», y esta otra: «Todo degenera en manos del hombre»?

U na t e o d ic e a q u e d is c u l p a a l h o m b r e y a D io s

Cassirer lo ha visto con claridad4445: los postulados de Rousseau


permiten resolver el problema de la teodicea, sin imputar el origen
del mal ni a Dios, ni al hombre pecador.

44 Discours sur ¡‘Origine de l'Inégalité. O. C., III, 132-133.


45 Ernst Cassirer, «Das Problem Jean-Jacques Rousseau», Arch. fü r Geschichte
der Philosophie. 1932.

31
(No es) necesario suponer que el hombre es malo por naturale­
za, cuando se puede mostrar el origen y el progreso de su maldad.
Estas reflexiones me condujeron a nuevas reflexiones sobre el
espíritu humano en el estado civil, y encontré entonces que el des­
arrollo de las luces y de los vicios se hacia siempre de la misma
forma, no en los individuos sino en los pueblos, distinción que
siempre he hecho cuidadosamente, y que ninguno de mis detracto­
res ha podido concebir jamás4*.
La historia y la sociedad producen el mal sin alterar la esencia
del individuo. La culpa de la sociedad no es la culpa del hombre
esencial, sino la del hombre en relación. Ahora bien, si disociamos
al hombre esencial del hombre en relación y separamos sociabilidad
y naturaleza humana, podemos atribuir al mal y a la alteración his­
tórica una posición periférica en relación con la permanencia cen­
tral de la naturaleza original. Por ello, el mal podrá confundirse
con la pasión del hombre por lo que le es externo, por el prestigio,
el parecer y la posesión de bienes materiales. El mal es exterior y es
la pasión por lo exterior: si el hombre se abandona por entero a la
seducción de los bienes extraños, se someterá completamente al im­
perio del mal. Pero entrar en si mismo será para él en todo momen­
to la fuente de salvación. Asi pues, Rousseau no se comenta con
reprobar la exterioridad, como habían hecho antes que él casi todos
los moralistas: él la incrimina en la propia definición del mal. Esta
condena no es más que la contrapartida de una disculpa que preten­
de salvar —de una vez para siempre— la esencia interior del hom­
bre. Rechazado a la periferia del ser y expulsado al mundo de la
relación, el mal no tendrá el mismo estatuto ontológico que la
«bondad natural» del hombre. El mal es velo y ocultamiento tras el
velo, es máscara, es cómplice de lo artificial y no existiria si el hom­
bre no tuviera la peligrosa libertad de negar lo dado naturalmente
por medio del artificio. Es en manos del hombre, y no en su cora­
zón, donde todo degenera. Sus manos trabajan, cambian la natura­
leza, hacen la historia, acondicionan el mundo exterior y, a la larga,
producen la diferencia entre las épocas, la lucha entre los pueblos y
la desigualdad entre los «individuos».
En una misma página (prefacio de Narciso) Rousseau protes­
tará contra la «falsa filosofía» que pretende que «los hombres son
iguales en todas partes», sostendrá, muy al contrario, que los vicios
del mundo contemporáneo «no pertenecen tanto al hombre como al
hombre mal gobernado»4647. Contradicción significativa. Rousseau,

46 Lettre á Chrislophe de Beaumont, O. C„ IV, 967.


47 Préface de Narcisse, O. C., II, 969.

32
de este modo, afirma al mismo tiempo, la permanencia de una ino­
cencia esencial y el movimiento de la historia, que es alteración,
corrupción moral y degeneración política, y que promueve el estado
de conflicto y la injusticia entre los hombres. Véase, en el libro IV
del Emilio, la posición de Rousseau sobre la idea de progreso.
(Obra Completa, IV, 676).
En las teorías del progreso que serán propuestas más adelante se
verá intervenir una hipótesis bastante semejante, que tendrá como
objetivo conciliar el postulado de la permanencia de la naturaleza
humana con la idea de un cambio colectivo. «El hombre sigue sien­
do el mismo, la humanidad progresa siempre», dirá Goethe. Se ha
discutido la validez del pesimismo histórico del segundo Discurso y
se ha admitido más gustosamente la tesis optimista de Goethe. Sin
embargo, desde el punto de vista filosófico el problema es idéntico.
Tanto en uno como en el otro es necesario conciliar la estabilidad
de la naturaleza humana y la movilidad del desarrollo real de la his­
toria, es necesario explicar por qué el hombre (en tanto que indivi­
duo) posee el privilegio de permanecer «igual», mientras que la hu­
manidad (en tanto que colectividad) está sometida al cambio.
Sin embargo, Rousseau no tiene necesidad de la historia, más
que para pedirle la explicación del mal. Es la idea del mal la que
confiere al sistema su dimensión histórica. El devenir es el movi­
miento mediante el cual la humanidad se hace culpable. El hombre
no es por naturaleza vicioso, ha llegado a serlo. El retorno al bien
coincide entonces con la rebelión contra la historia, y en particular,
contra la situación histórica actual. Si bien es innegable que el pen­
samiento de Rousseau es revolucionario, es necesario añadir a ren­
glón seguido que lo es en nombre de una naturaleza humana eterna,
y no en nombre de un progreso histórico. (Habrá que interpretar la
obra de Rousseau para ver en ella un factor decisivo en el progreso
político del siglo x v i ii .) Como veremos, su pensamiento social,
consciente de la necesidad de afrontar al mundo y a «los hombres
tal como son», apunta sobre todo a instaurar, o a restaurar la sobe­
ranía de lo inmediato, es decir, el reino de un valor sobre el que la
duración no tiene influencia.

33
11

CRÍTICA DE LA SOCIEDAD

Rousseau ocupa en su siglo un lugar entre los escritores que de­


nuncian los valores y las estructuras de la sociedad monárquica. Por
más diferentes que hayan sido, la denuncia crea entre ellos un pare­
cido y les da un aire de fraternidad: cada uno de ellos podrá ser
considerado, por alguna razón, como un obrero o como un profeta
de la próxima revolución. Así se explica la reconciliación póstuma
de Rousseau y de Voltaire, su apoteosis común, su promoción al
rango de divinidad brifrons o de diada tutelar. El grabado popular
los inmortalizará uno al lado del otro, disfrazados de genios lampa-
dóforos, con un candelabro en la mano, difundiendo las luces ante
ellos, resplandecientes de brillo luciferino.
Rousseau quiere captar el principio del mal y pone en cuestión la
sociedad, el orden social en su conjunto. En él, el esfuerzo crítico
no se dispersa y no se asigna a si mismo la tarea de afrontar una a
una las múltiples manifestaciones del mal. Se remonta a una causa
general, que le dispensa de afrontar aisladamente tal abuso particu­
lar, tal usurpación o tal impostura. (Por lo demás, es demasiado
egocéntrico para adoptar el papel de enderezador de entuertos. Vol­
taire tiene su asunto Calas y otros diez parecidos. Rousseau está
abrumado por el asunto Rousseau.)
Rousseau halla la historia de sus pensamientos: ha observado
una discordancia entre las acciones de los hombres y sus palabras,
esta diferencia se explica por otra diferencia, la del ser y la del pare­
cer, pero hace falta además buscar su causa. Rousseau la formula
asi:

La encontré en nuestro orden social que, de todo punto con­


trario a la naturaleza a la que nada destruye, le tiraniza sin cesar y

34
le hace reclamar sus derechos continuamente. Estudié las conse­
cuencias de esta contradicción y vi que ésta explicaba por si sola
todos los vicios de los hombres y todos los males de la sociedad1.

En este pasaje, que resume con mucha seguridad la sustancia de


los dos Discursos, Rousseau define del modo más claro el objeto y
el alcance de su critica social: la denuncia concierne a la sociedad en
tanto que ésta es contraria a la naturaleza. Esta sociedad negadora
de la naturaleza (del orden natural) no ha suprimido a la naturale­
za. Mantiene un conflicto permanente con ella, conflicto del que
nacen los males y los vicios por los que los hombres sufren. La cri­
tica de Rousseau esboza, por tanto, una «negación de la negación»:
acusa a la civilización cuya característica fundamental es la negati-
vidad con respecto a la naturaleza. La cultura establecida niega la
naturaleza, tal es la afirmación patética de los dos Discursos y del
Émiie. Las «falsas luces» de la civilización, lejos de iluminar el
mundo humano, velan la transparencia natural, separan a los hom­
bres los unos de los otros, particularizan los intereses, destruyen
toda posibilidad de confianza reciproca y reemplazan la comunica­
ción esencial de las almas por un trato artificial y desprovisto de
sinceridad; asi, se constituye una sociedad en la que cada uno se aís­
la en su amor propio, y se protege tras una apariencia engañosa.
Paradoja singular que, de un mundo en el que la relación econó­
mica entre los hombres parece más intima, hace, en realidad, un
mundo falso e hipócrita:

Denuncio el que la filosofía afloje los vínculos de la sociedad


que están constituidos por la estimación y la benevolencia mutuas,
y me quejo de que las ciencias, las artes y todos los demás objetos
de trato social, estrechen los vínculos de la sociedad mediante el
interés personal. Y es que, en efecto, no se puede estrechar uno de
estos vínculos sin que el otro no se afloje en la misma medida. Asi
pues, en esto no existe contradicción12.

Rousseau confronta aquí de modo significativo dos tipos de re­


lación que se oponen como la transparencia a la opacidad. La esti­
mación y la benevolencia constituyen un vinculo mediante el cual
los hombres se unen inmediatamente: nada se interpone entre las
conciencias, éstas se ofrecen espontáneamente con una plena evi­
dencia. Al contrario, los vínculos que se establecen a través del inte­
rés personal han perdido su carácter inmediato. La relación ya no se

1 Lettre á Chrisiophe de Beaumont, O. C., IV, 966-967.


2 Préjace de Narcisse, O. C„ II, 968.

35
establece entre una conciencia y otra: en lo sucesivo, pasa por las
cosas. La perversión que resulta de ello no proviene solamente del
hecho de que las cosas se interponen entre las conciencias, sino tam­
bién del hecho de que los hombres, dejando de identificar su interés
con su existencia personal, lo identifican, en lo sucesivo, con los ob­
jetos interpuestos que consideran indispensables para su felicidad.
El yo del hombre social ya no se reconoce en sí mismo, sino que se
busca en el exterior, entre las cosas; sus medios se convierten en su
fin. El hombre en su totalidad se conviene en cosa o en esclavo de
las cosas... La critica de Rousseau denuncia esta alienación y pro­
pone la tarea de volver a lo inmediato.
Al desarrollar, cada vez más, su oposición a la naturaleza, la so­
ciedad civilizada oscurece la relación inmediata de las conciencias:
la pérdida de la transparencia original corre pareja con la alienación
del hombre en las cosas materiales. En este punto, el análisis de
Rousseau prefigura los de Hegel y los de Marx y se les asemeja tan­
to más cuanto que se apoya sobre una descripción del devenir histó­
rico de la humanidad. En efecto, el Discurso sobre el Origen de la
Desigualdad es una historia de la civilización como progreso de la
negación de lo dado naturalmente, progreso al que corresponde una
degradación de la inocencia original. La historia de las técnicas se
expone en estrecha relación con la historia moral de la humanidad;
pero, a diferencia del esfuerzo filosófico del siglo xix, y en contras­
te con las pretensiones positivistas de alguno de sus contemporá­
neos, Rousseau intenta fundar un juicio moral que concierna a la
historia, más bien que establecer un saber antropológico. Es en cali­
dad de moralista como escribe la historia de la moral. De ahí el as­
pecto ambiguo de su demostración. En primer término, los estadios
por los que ha pasado el hombre y el estado a que ha llegado deben
ser establecidos como hechos; una vez establecidos, deben ser acep­
tados; la humanidad ha experimentado transformaciones ineluc­
tables, ha llegado fatalmente a su estado presente: esto no admite
discusión alguna. Pero la validez del hecho no nos permite prejuz­
gar sobre el derecho. Los hechos históricos no justifican nada, la
historia no tiene legitimidad moral, y Rousseau no duda en conde­
nar, en nombre de los valores eternos, el mecanismo histórico cuya
necesidad ha mostrado y que él ha extendido a las propias funciones
morales.
Habiendo evocado el avance de la cultura y habiéndolo definido
como negación de la naturaleza, Rousseau opone a la cultura un re­
chazo, una nueva negación, que es la consecuencia de un juicio mo­
ral y que apela a un absoluto ético. La indignación de Rousseau (él
mismo hombre «natural») contra la sociedad (creación histórica) es
36
la expresión patética de este conflicto. Toma la palabra para decir
que no a la antinaturaleza. La situación presente, con su lujo y su
miseria, está históricamente motivada y es, al mismo tiempo, social-
mente inaceptable. Rousseau comprende la sociedad de su tiempo,
pero le opone una reprobación escandalizada. Por tanto, el pensa­
miento de Rousseau no podrá detenerse ahí. Pues comprender un
mundo opaco no equivale sin más a recuperar la transparencia o
restablecerla. Para Rousseau, lejos de equivaler a una adhesión in­
telectual, la comprehensión no establece el «hecho» más que para
oponerle inmediatamente el «derecho». Protesta contra el médoto
de Grotius: su «manera de razonar es la de establecer siempre el de­
recho por el hecho»3. Rousseau juzga y condena en nombre del
derecho los hechos cuya necesidad histórica prueba. Y como le es
preciso, para realizar el ideal de la transparencia, un mundo en el
que el hecho coincida con el derecho, buscará este mundo tan pron­
to de este lado de la historia, en los «tiempos antiguos» donde el
progreso corruptor no existe todavia —como del otro lado, en un
futuro abstracto en el que el desorden actual será superado por un
orden más perfecto.

La in o c e n c ia o r ig in a l

Antes de que se hayan propagado las artes y las letras, el hecho


humano no está lo suficientemente desarrollado como para oponer­
se a un derecho aún no expresado: el hombre primitivo es «bueno»
porque aún no es lo suficientemente activo como para obrar mal.
Este es un juicio retrospectivo del moralista que decide sobre esta
bondad. El hombre de la naturaleza vive «inocentemente» en un
mundo amoral o premoral. En su limitada conciencia, la diferencia
entre el bien y el mal no existe. Por lo tanto, no se da un verdadero
acuerdo entre el hecho y el derecho: aún no ha surgido el conflicto
entre ambos. En el limitado horizonte del estado de naturaleza, el
hombre vive en un equilibrio que aún no le opone ni al mundo n¡ a
sí mismo. No conoce ni el trabajo (que le opondrá a la naturaleza)
ni la reflexión (que le opondrá a si mismo y a sus semejantes):

Sus deseos no exceden de sus necesidades físicas... Su imagina­


ción no le pinta nada; su corazón no le pide nada. Sus módicas
necesidades se encuentran tan fácilmente a su alcance y se en­
cuentra tan lejos del grado de conocimiento necesario para desear

3 Contrai Social, lib. 1, cap. II, O. C., III, 353.

37
adquirir otros más grandes, que no puede tener ni previsión ni cu­
riosidad... Su alma, a la que nada inquieta, se entrega únicamente
al sentimiento de su existencia actual45.

En esta perfecta autosuficiencia, el hombre no tiene necesidad


de transformar el mundo para satisfacer sus necesidades. Es ésta
una variante «animal» y «sensitiva» del ideal estoico de autarquía.
El hombre no sale de si mismo, no sale del instante presente; en una
palabra, vive en lo inmediato. Y aunque cada sensación es nueva
para él, esta aparente discontinuidad no es más que un modo de vi­
vir la continuidad de lo inmediato. Nada se interpone entre sus «de­
seos limitados» y su objeto, casi no resulta necesaria la intervención
del lenguaje; la sensación se abre directamente sobre el mundo, has­
ta el punto de que el hombre casi no sabe distinguirse de lo que le
rodea. Entonces, el hombre tiene la experiencia de un contacto lím­
pido con las cosas, aún no perturbado por el error: los sentidos, li­
mitados a si mismos, no contaminados por el juicio y la reflexión,
no padecen distorsión alguna. Del mismo modo en que Rousseau
da, rest respectivamente, la calificación moral de la bondad a la si­
tuación premoral, atribuye, también retrospectivamente, un valor
de verdad a la experiencia prerreflexiva, a la que supone como per­
fectamente pasiva. A este estado en el que se supone que el hombre
vive sin tener en cuenta la distinción entre lo verdadero y lo falso,
Rousseau le concede el privilegio de la posesión inmediata de la ver­
dad. En opinión del propio Rousseau, ésta es realmente la infancia
que un niño de hoy podría vivir todavía si no le «corrompieran»
precozmente. Emilio está «completo en su estado actual, pero dis­
frutando de una plenitud de vida que parece querer extenderse fuera
de él... Sus sentidos, puros aún, están exentos de ilusiones»}.
El modo en que Rousseau habla de la «verdad de los sentidos»
no es diferente de lo que propone la filosofía de Condillac, para
quien el error sólo empieza en el momento en el que juzgamos los
actos sensibles:

No hay error, oscuridad ni confusión en lo que ocurre dentro


de nosotros, al igual que no lo hay en la relación que establecemos

4 Discours sur I'Origine de l’lnégalité, O. C., III, 143-144.


5 Emite, lib. II, O. C., IV, 370. En los Estudios sobre el tiempo humano, Geor-
ges Poulei sugiere este paralelo entre Emilio y el salvaje del segundo Discurso.
Obsérvese que el Jean-Jacques de los Diálogos —«indolente», «bueno», pero incapaz
del esfuerzo que constituye la «virtud»— tiene más de un rasgo en común con el
«salvaje».

38
con lo exterior... Si llega a producirse un error, ello ocurre sólo en
cuanto que juzgamos6.

La sensación siempre tiene razón, pero no sabe que la tiene78.

T r a b a jo , r e f l e x ió n , o r g u l l o

Pero, del mismo modo que el niño al crecer abandona el mun­


do de la sensación para entrar en el «mundo moral» y después en el
mundo social, el hombre primitivo pierde el paraiso de la pura sen­
sibilidad de un modo progresivo e irreversible. En este proceso,
Rousseau atribuye un papel capital a la lucha contra los obstáculos
naturales. Las modificaciones psicológicas no sobrevendrán más
que después del empleo de los útiles. Cronológicamente, son el tra­
bajo y la actividad instrumental los que preceden al desarrollo del
juicio y de la reflexión.

Tal fue la condición del hombre al nacer, tal fue la vida de un


animal limitado primero a las puras sensaciones, y que casi no sa­
caba partido de los dones que le ofrecía la naturaleza, estaba aún
lejos de pensar en arrancarle nada; pero pronto se presentaron di­
ficultades; hubo que aprender a vencerlas... Pronto se encontra­
ron al alcance de su mano tanto esas armas naturales que son las
ramas de los árboles como las piedras. Aprendió a superar los
obstáculos de la naturaleza, a combatir a los otros animales cuan­
do era preciso, a disputar su subsistencia a los propios hombres, o
a resarcirse de lo que tenia que ceder al más fuerte6.

Nuevos obstáculos obligarán a los hombres a confeccionar nue­


vos útiles menos «naturales» que las ramas y las piedras: de este
modo aumenta la distancia entre la naturaleza y el hombre, distan­
cia creada por el artificio a que éste recurre para adquirir un mayor
dominio de su medio:

Años estériles, largos y crudos inviernos y veranos abrasadores


que todo lo consumían exigieron de ellos una nueva industria.

6 CondillaC, Essai sur / ’Origine des Connaissances humaines. 1, 1, II, ap. II.
7 Rousseau no siempre ha proclamado la «verdad de las sensaciones». En los
momentos en que «platoniza», desacredita los sentidos como potencias del error:
«Son, si se quiere, cinco ventanas por las que nuestra alma podría obtener luz. pero
las ventanas son pequeilas, los cristales no tienen brillo, el muro es ancho y la casa
muy mal iluminada» (Leitres morales, O. C., IV, 1092).
8 Discours sur t'Origine de t ’lnégalité, O. C., III, 164-165.

39
A lo largo del mar y de los ríos inventaron la caña y el anzuelo y
se conviertieron en pescadores e ictiófagos. En los bosques con­
feccionaron arcos y flechas...9.

De esta lucha que opone activamente el hombre al mundo resul­


tará su evolución psicológica. La facultad de comparar le capacitará
para una reflexión rudimentaria: será capaz de advertir diferencias
entre las cosas, sabrá que es diferente que los animales, contempla­
rá su superioridad, y he aqui que surge un vicio: el orgullo.

Esta reiterada utilización de seres distintos de él mismo y dife­


rentes unos de otros, debió engendrar del modo más natural en el
espíritu del hombre las percepciones de ciertas relaciones. Estas
relaciones... terminaron por producir en él algún tipo de re­
flexió n .
Las nuevas luces que resultaron de este desarrollo aumentaron
su superioridad sobre los otros animales, haciéndosela conocer...
Es asi como la primera mirada que dirigió hacia si mismo p ro d u jo
en él el prim er m ovim iento de orgullo'0.

De este modo, Rousseau encadena toda una serie de «momen­


tos» que se condicionan unos a otros, y que el hombre recorre en
razón de su perfectibilidad. Al obstáculo natural se opone el traba­
jo, éste provoca el nacimiento de la reflexión, que es la que produce
«el primer movimiento de orgullo».
Con la reflexión desaparece el hombre de la naturaleza y aparece
«el hombre del hombre». La caída no es otra cosa que la intrusión
del orgullo; el equilibrio del ser sensitivo se ha roto; el hombre pier­
de el beneficio de la coincidencia inocente y espontánea consigo
mismo. Si la naturaleza «nos ha destinado a estar sanos, casi me
atrevo a asegurar que el estado de reflexión es un estado ‘‘antinatu­
ral” , y que el hombre que medita es un animal depravado»". En­
tonces se indica la división activa entre el yo y el otro; el amor pro­
pio empieza a corromper al inocente amor de si mismo; nacen los
vicios y se constituye la sociedad. Y mientras que la razón se per­
fecciona, se introducen entre los hombres la propiedad y la des­
igualdad y se separan cada vez más lo mió y lo tuyo. La ruptura
entre ser y apariencia señala a partir de ahora el triunfo de lo «arti­
ficial», la distancia cada vez mayor que nos aleja no solamente de la
naturaleza exterior, sino de nuestra naturaleza interior.*

* Op. cit., 165.


•o Op. cit., 165- 166.
» Op. cit., 138.

40
Cada cual comenzó a mirar a los otros y a querer que le mira­
sen a él,a.
Para el propio provecho hubo que mostrarse distinto de lo que
se era en realidad. Ser y parecer se convirtieron en dos cosas tota!
mente distintas, y de esta distinción salieron la grandiosidad que
se impone, la astucia engañosa y todos los vicios que forman su
cortejo121314.

El hombre se aliena en su apariencia; Rousseau presenta el pare­


cer, al mismo tiempo, como la consecuencia y como la causa de las
transformaciones económicas. De hecho, Rousseau establece una
relación muy estrecha entre el problema moral y el problema econó­
mico. El hombre social, cuya existencia ya no es autónoma, sino re­
lativa, inventa sin cesar nuevos deseos que ya no puede satisfacer
por si mismo. Necesita riquezas y prestigio: quiere poseer objetos y
dominar conciencias. No cree ser él mismo más que cuando los
otros le «consideran» y le respetan por su fortuna y su apariencia.
Categoría abstracta, de la que podrán derivarse todo tipo de males
concretos, el parecer explica a la vez la división interior del hombre
civilizado, su servidumbre, y el carácter ilimitado de sus necesida­
des. Era el estado más alejado de la felicidad que el hombre primiti­
vo experimentaba al abandonarse a lo inmediato. Para el hombre
del parecer sólo existen los medios, y ¿1 mismo se encuentra reduci­
do a no ser más que un medio. Ninguno de sus deseos puede ser sa­
tisfecho inmediatamente, debe pasar por lo imaginario y lo artifi­
cial; le son indispensables la opinión de los otros y el trabajo de los
otros. Como los hombres ya no buscan satisfacer sus «verdaderas
necesidades», sino aquellas que ha creado su vanidad, estarán conti­
nuamente fuera de si mismos, serán extraños a sí mismos y esclavos
los unos de los otros. Cuando denuncia las alienaciones del estado
social, el lenguaje de Rousseau prefigura claramente a Kant y a He-
gel, aunque en muchos aspectos siga siendo un lenguaje propio de
un moralista estoico u. En lo que suena aquí como una anticipación
de las modernas filosofías de la historia, nos volvemos a encontrar
con temas de la sabiduría antigua:

Tras haber sido en otro tiempo libre e independiente, he aqui


com o, por medio de un sinfín de nuevas necesidades, el hom bre
está som etido, por así decir, a toda la naturaleza y, en especial, a

12 Op. cit., 169.


'3 Op. cit., 174.
14 R o u sseau establece un p a ralelo e n tre el « re p a so y la lib e rta d » del h o m b re sal­
v a je y la « a ta ra x ia del esto ic o » (op. cit., 192).

41
sus semejantes, de los que, en cierto sentido, se convierte en escla­
vo, aún en el caso de que se haga señor de ellos; rico, tiene necesi­
dad de sus servicios; pobre, necesita de sus limosnas, y la media­
nía no le pone en situación de prescindir de ellos. Asi pues, es
preciso que procure continuamente que se interesen por su suerte
y que, real o aparentemente, encuentren su interés en trabajar
para el suyo: lo que hace que sea falso y astuto con unos, impe­
rioso y duro con los otros15.
El despotismo se impondrá como la forma suprema del servilis­
mo, en lo sucesivo universal, en el que el hombre es esclavo de su
prójimo y de sus propias necesidades al mismo tiempo. Abrumados
por la Urania, los hombres recobran un nuevo tipo de igualdad,
pero en el avasallamiento y en la nulidad: «Es aquí donde los parti­
culares se convierten en iguales porque no son nada...»16. El circulo
se vuelve a cerrar: habiendo partido de la igualdad de la indepen­
dencia presocial, desembocamos en la igualdad perfectamente servil
de la sociedad despótica. Se ha desarrollado un proceso en el que el
hombre se ha producido a si mismo, pero sufriendo una degrada­
ción moral paralela a su progreso intelectual y técnico. Ha hecho de
si mismo un ser artificial, sin dejar de agravar el conflicto que le
opone a la naturaleza.

La s ín t e s is p o r m e d io d e l a r e v o l u c ió n

¿Carece de salida esta situación? ¿Nos deja sin posibilidad de


superación? Cuando Engels17 estudie el Discurso sobre el Origen de
la Desigualdad hará hincapié en el momento final del texto de
Rousseau: los hombres sojuzgados, sometidos a la violencia brutal
del déspota, recurren a su vez a !a violencia para liberarse y para
hacer caer al tirano:
El déspota sólo es el amo mientras es el más fuerte... En cuan­
to se le puede expulsar, no puede poner objeción alguna a la vio­
lencia. El motin que culmina en el acto de estrangular o de destro­
nar a un sultán es un acto tan jurídico como aquellos mediante los
cuales ¿I disponía, un día antes, de la vida y de los bienes de sus
súbditos. La fuerza era lo único que le sostenia y la fuerza es lo
único que le hace caer, de este modo, todo ocurre de acuerdo con
el orden natural18.

'5 Op. cil., 174-175.


16 Op. cit., 191.
17 Friedrich Engels, Anii-Dühring (Zíirich, 1886), 131.
18 Discours sur / ‘Origine de ¡‘Inigalíti, O. C„ 111, 191.

42
Existe, pues, un «orden natural» en esta historia en el que el
hombre se aleja de su «estado natural». De este modo, añade En­
gels, la desigualdad se transforma finalmente en igualdad, pero lo
que realiza la revolución final ya no es la antigua igualdad natural
del hombre primitivo falto de lenguaje, sino la igualdad más alta
del contrato social. Los opresores son oprimidos. Los términos an­
teriores son conservados y superados al mismo tiempo. Los hom­
bres realizan entonces la negación de la negación. Esta interpreta­
ción hegeliana y marxista supone que se pueda leer el Contrato So­
cial como la consecuencia o, incluso, como el desenlace del Discurso
sobre el Origen de la Desigualdad.
La visión de la obra de Rousseau, desde una perspectiva como
ésta es, qué duda cabe, tentadora, puede ser aceptada siempre y
cuando las dos obras sean puestas una a continuación de la otra, se­
gún el hilo de una secuencia continua.
Se nos objetará, sin duda, que si se examina aisladamente el se­
gundo Discurso, la situación revolucionaria que sobreviene al final
de la historia no provoca ningún cambio decisivo. Es vana: no inau­
gura más que una inmovilidad en el mal, diametralmente opuesta a
la inmovilidad que caracterizaba el estado de naturaleza. La revolu­
ción contra el déspota no instaura una nueva justicia; habiendo per­
dido la igualdad en la independiencia natural, el hombre conoce
ahora la igualdad en la servidumbre: Rousseau no recurre a la espe­
ranza y no nos dice cómo podrían los hombres dominar su destino y
conquistar la igualdad en la libertad civil (de la que se tratará en el
Contrato Social). No espera otra cosa que «breves y frecuentes
revoluciones»; es decir, un estado de anarquía permanente. La hu­
manidad en el último grado de su decadencia moral es incapaz de
escapar al desorden de la violencia. Asistimos a un final de la histo­
ria, pero a un final caótico: en adelante, el mal será irremediable19.
Por otra parte, si consideramos separadamente el Contrato So­
cial, nada evoca en él las circunstancias históricas presentes o futu­
ras. La hipótesis del contrato se sitúa en el comienzo de la vida
social, en el momento en el que se sale del estado de naturaleza. En
él no se habla de la destrucción de una sociedad imperfecta a fin de
establecer la libertad igualitaria. De este modo, Rousseau evita el
problema práctico del tránsito de una sociedad previa a la sociedad
perfectamente justa. (Abordará este problema más seriamente cuan­
do se trate de dar consejos a los polacos.) Inmediatamente, sin pa-*I,
19 Señalemos, sin embargo, una observación que hace de pasada, pero con clari­
dad, en el sentido de una eventualidad más favorable: estas «nuevas revoluciones di­
suelven completamente el gobierno, o le aproximan a ta institución legitima» (O. C..
III, 187).

43
sar por etapas intermedias, nos lleva a acceder a la decisión que
Tunda el reino de la voluntad general y de la ley razonable. Esta de­
cisión tiene un carácter inaugural, pero no revolucionario. Aunque
plantea claramente el problema del legislador, Rousseau no sitúa su
hipótesis jurídica en una fase determinada de la historia concreta de
la humanidad, no precisa el tipo de acción que podrá hacer efectiva
su realización. El pacto social no se realiza en la linea de evolución
descrita por el segundo Discurso, sino en otra dimensión, puramen­
te normativa y situada fuera del tiempo histórico. Se vuelve a empe­
zar desde el comienzo legitimo, ex nihito, sin plantearse la cuestión
de las condiciones de la realización del ideal político. La historia,
que vuelve a empezar de nuevo de esta manera, se inicia con la
alienación de la voluntad de todos en las manos de todos, en lugar
de comenzar por la afirmación posesiva: «esto es mío». Esta socie­
dad escaparía asi inicialmente a la desgracia histórica que, por un
encadenamiento necesario y fatal, ha condenado a la humanidad
real a perderse y a corromperse irreversiblemente. Constituye el mo­
delo ideal en cuyo nombre resulta posible emitir un juicio contra la
sociedad corrompida20.

L a SINTESIS MEDIANTE LA EDUCACIÓN

La interpretación de Engels unifica el Contrato y el segundo


Discurso a través de la idea de revolución (la «negación de la ne­
gación»). Igualmente Kant, y más recientemente Cassirer, conside­
ran el pensamiento teórico de Rousseau como un lodo coherente.
Encuentran en él la misma dialéctica, el mismo ritmo ternario del
20 Cfr. Émite, lib. V, O. C„ IV, 837. Desde luego, Rousseau es sincero cuando
niega haber querido trastocar el orden establecido y derribar las instituciones de
la Francia monárquica. En las Carias de la Montaña (1.a parte, carta VI) asegura
que el Controlo Social, lejos de proponer la imagen de una cuidad que debería su­
plantar a la sociedad existente, se limita a describir lo que fue la República de Gine­
bra antes de las revueltas que han corrompido sus costumbres. En cambio, en las
Confesiones el Contrato se nos presenta como una obra de reflexión abstracta, para la
que Rousseau no quiso «buscar aplicación». No ha hecho más que ejercer plenamen­
te «el derecho de pensar», que los hombres poseen universalmente... Con todo, no
olvidemos que las Confesiones, los Diálogos y las Ensoñaciones, reconstruyen el pa­
sado para darle el color de un cnsuefto inocente. Un Rousseau inocente no ha escrito
más que obras inocentes. En esta perspectiva, los escritos políticos parecen perder su
alcance: no son más que el testimonio de los impulsos de un alma bella. En lo sucesi­
vo, lo que había sido teoría política es interpretado como una expresión del yo: «Su
sistema puede ser falso, pero al desarrollarlo se ha pintado a sí mismo con exactitud»
(Dialogues, III, O. C., 1, 934). Todo se reabsorbe en la poesía de la confesión perso­
nal. Rousseau ya no desea que su obra indique una acción posible; ésta no designa
más que a su autor, es un retrato indirecto; pinta una efervescencia generosa, pero
que no se debería juzgar como si tuviera importancia en el dominio .político.

44
pensamiento, pero para llegar a la reconciliación de los términos
opuestos no pasan por la idea de revolución, sino que asignan una
importancia decisiva a la educación. El momento final es el mismo,
es la reconciliación de la naturaleza y de la cultura, en una sociedad
que reencuentra la naturaleza y supera las injusticias de la civiliza­
ción. Las dos interpretaciones difieren esencialmente en punto a lo
que constituye la transición entre el segundo Discurso y el Contrato.
Al no haber cxplidtado Rousseau esta transición, el exégeta debe
construirla con ayuda de los indicios que pueda encontrar, ninguno
de los cuales es decisivo. Es inevitable una cierta arbitrariedad,
puesto que hace falta pensar el pensamiento de Rousseau yendo
más allá de sus afirmaciones. Engels toma partido por pasar por las
dos o tres últimas páginas del segundo Discurso, en las que Rous­
seau evoca el retorno a la igualdad y la rebelión de los esclavos.
Kant y Cassirer prefieren intercalar el Emilio y las teorías pedagógi­
cas de Rousseau, a fin de establecer el vínculo necesario entre los
análisis del segundo Discurso y la construcción positiva del Contra­
to. Revolución o educación: es el punto capital en el que se oponen
esta lectura «marxista» y esta lectura «idealista» de Rousseau, una
vez establecido que se han puesto de acuerdo sobre la necesidad de
una interpretación global de su pensamiento teórico.
Kant es uno de los primeros que afirma que el pensamiento de
Rousseau sigue un plan racional: aquellos que le acusan de contra­
decirse no le comprenden. Según Kant21, Rousseau no solamente ha
denunciado el conflicto entre la cultura y la naturaleza, sino que
ha buscado su solución. Rousseau se esforzó en pensar las condi­
ciones de un progreso de la cultura «que permitieran a la humani­
dad desarrollar sus disposiciones (Anlagen) en tanto que especie
moral (siltliche Gattung) sin desobedecer a su determinación (zu
ihrer Bestimmung gehórig), de modo que fuese superado el conflic­
to que le opone a sí misma en tanto que especie natural (natiirliche
Gattung)». Encontramos la naturaleza en el momento en el que el
arte y la cultura alcanza su más alto grado de perfección: «El arte
consumado se convierte de nuevo en naturaleza». Lo que Kant de­
nomina arte es la institución jurídica, el orden libre y razonable de
acuerdo con el cual el hombre decide conformar su existencia. La
función suprema de la educación y del derecho, fundados ambos en
la libertad humana, es la de permitir a la naturaleza desarrollarse
en la cultura. En lo sucesivo (añadirá Cassirer)22, los hombres reco-
21 En un ensayo de 1786: Muthmasslicher Anfung der Menschengeschichte (Con­
jeturas sobre los inicios de la historia humana), Gesammelte Schriften (Berlín, Rei-
mer, 1912), VIII, 107 y ss.
22 E. Cassirer, op. cit., 498.

45
bran lo inmediato de que antes disfrutaban en su existencia natu­
ral23. Pero lo que ahora descubren no es ya solamente la inmedia­
tez primitiva de la sensación y del sentimiento» sino la inmediatez
de la voluntad autónoma y de la conciencia razonable.
Por otra parte, desde el final del primer Discurso, Rousseau de­
jaba entrever la posibilidad de una reconciliación: si los hombres, y
sobre todo los principes, lo tienen a bien, podría ser superada la se­
paración y podría restablecerse una verdadera comunidad... El mal
no reside esencialmente en el saber y en el arte (o la técnica), sino en
la desintegración de la unidad social. En las actuales circunstancias
se puede constatar que las artes y las ciencias favorecen esta desin­
tegración y la aceleran. Sin embargo, nada impide que sirvan a fines
mejores. Por eso, el propósito de Rousseau no es el de proscribir
inapelablemente las artes y las ciencias, sino el de restaurar la totali­
dad social, recurriendo al imperativo de la virtud que es el único ca­
paz de crear la cohesión necesaria:

... Sólo entonces se verá de qué son capaces la virtud, la cien­


cia y la au to rid a d animadas por una noble emulación y traba­
jando de común acuerdo en pro de la felicidad del género huma­
no. Pero mientras el poder sólo esté de un lado y las luces y la
sabiduría sólo del otro, pocas veces pensarán grandes cosas los
doctos, aún será menos frecuente que los príncipes hagan bellas
acciones, y los pueblos seguirán estando corrompidos y siendo vi­
les y desdichados24.

Lo que Rousseau deplora es que el poder político y la cultura


apunten a fines discordantes. Pues está dispuesto a absolver a la
cultura, con la condición de que se convierta en parte integrante de
una totalidad armoniosa, y no invite más a los hombres a buscar
ventajas y placeres separados. Asi pues, en modo alguno piensa en
abolir la ciencia; por el contrario, aconseja conservarla, pero supri­
miendo el conflicto que enfrenta actualmente «al poder» con «las
luces»... Rousseau invita a dicha tarea a príncipes y academias (sin

23 Eric Weil subraya la misma idea: «El hombre puede vivir en la independencia
natural o en la total dependencia de la ley, que es libertad, porquees dependencia in­
mediata con respecto a la naturaleza» («J.-J. Rousseau et sa politique», en Critique,
número 56, enero 1952, p. 9).
24 Discours sur les Sciences et les Arts, O. C., III, 30. Sin embargo, es en la pri­
mera versión del Contrato Social donde el ideal de sintesis es formulado de modo
más preciso. Rousseau nos invita a buscar «en et arte perfeccionado la reparación de
los males que el arte inicial hizo a la naturaleza» (O. C., III, 288).

46
duda, por cortesía con la Academia de Dijon). Pero tras la adula­
ción cortesana de ciertas fórmulas, se percibe claramente el anhelo
de una vuelta a la unidad, de un despertar de la confianza, de una
comunicación reconquistada. Entonces nada de lo que los hombres
han pensado e inventado sería rechazado, todo seria recobrado en
la felicidad de una vida reconciliada.

47
III

LA SOLEDAD

Si los intérpretes se contradicen es a causa de que Rousseau no


ha hecho más que esbozar la posibilidad de una sintesis que resta­
blecería la unidad perdida. Esta posibilidad se deja presentir en un
horizonte muy confuso como el punto virtual, en el que las lineas
separadas deberían llegar a encontrarse. Rousseau pensó histórica­
mente el problema de los origenes de la desigualdad, pero no se
preocupó de resolver el problema «escatológico» del fin de la des­
igualdad 1en la historia mundana. El Contrato Social es un postula­
do sin ningún punto de referencia histórico: plantea la necesidad de
una libertad civil que resultaría de la alienación de la independencia
natural, aceptada por todos los hombres. La reflexión filosófica
conducida rigurosamente habría obligado a Rousseau a preguntarse
por las condiciones de una síntesis que concernirla al conjunto de la
sociedad. Para esto no sólo habría sido necesario imaginar el mo­
mento justo en el que la sociedad alcanza su plenitud en libertad,
sino formular los medios de acción concreta que permitirían acceder
a ella. Pero para pensar con detenimiento las condiciones históricas
de un retorno a la unidad, habría sido preciso que Rousseau fuese
capaz de olvidarse a si mismo. Y un Rousseau capaz de desprender­
se de si mismo ya no sería Jean-Jacques Rousseau: tiene demasiada
prisa por alcanzar esa felicidad que la historia no puede asegurarle
desde este mismo momento. ¿No podría producirse para él solo,
aquí mismo y antes de morir, esta reconciliación que sólo puede vis­
lumbrar en un pasado o en un futuro lejanos? Da la impresión de

1 Dicho con más exactitud: de la desigualdad abusiva, pues Rousseau es partida­


rio de una desigualdad «proporcionada», o, si se prefiere, de una «meritocraciaw. cn
la que las prerrogativas serian conferidas en función de los mirtitos y de los servicios
prestados a la «patria».

48
que la impaciencia de Jean-Jacques transporta el problema a su
propia vida para buscar en ella una solución inmediata. Tras el es­
fuerzo que Rousseau ha realizado para formular un pensamiento
que concierne al mundo y a la historia universal, héle aqui replegán­
dose en la subjetividad, como repelido hacia la interioridad por la
urgencia misma de las cuestiones que ha planteado para resolver es­
tos problemas, y Jean-Jacques no desea abandonarse a si mismo y
salir al mundo de la acción. Si hay que hacer algo, la tarea no con­
cierne al mundo exterior, sino al yo.
Después de haber planteado los problemas de la dimensión his­
tórica, Rousseau pasa a vivirlos en la dimensión de la existencia in­
dividual. Esta obra que comienza como una filosofía de la historia
se termina como una «experiencia» existencia!. Anuncia al mismo
tiempo a Hegel y a su adversario Kierkegaard. Dos vertientes del
pensamiento moderno: el conocimiento de la razón en la historia, el
carácter trágico de una búsqueda de la salvación individual.
El autor del segundo Discurso se plantea esta pregunta: ¿qué
voy a hacer con mi vida? Le parece que no se espera de él una
nueva obra literaria en la que resolverla la antítesis que tan violenta­
mente ha confrontado. Piensa que lo que se requiere de él es que su
existencia se convierta en un ejemplo, que sus principios se hagan
visibles en su propia vida. A él le corresponde mostrar primero lo
que es la naturaleza y esta unidad primitva que la civilización pone
en peligro. En lo sucesivo, la decisión sólo le concierne y comprome­
te a él, y no a la colectividad humana cuya evolución ha analizado
con tanta brillantez.
Llegados a este punto, nos preguntaremos si toda la teoría histó­
rica de Rousseau no es más que una construcción destinada a justi­
ficar una elección personal. ¿Se trata, en su caso, de vivir según sus
principios? O, por el contrario, ¿no ha forjado principios y explica­
ciones históricas con el único fin de excusar y de legitimar su extra­
ña vida, su timidez, su torpeza, su humor desigual, a esta Teresa
tan zafia con la que se ha puesto a vivir? El conflicto que Jean-Jac­
ques denuncia en la historia tiene también todo el aspecto de un
conflicto personal. Hay que constatar el equivoco y no intentar des­
hacerlo, para que la interpretación resulte más cómoda.
Rousseau está solo. Todos los personajes que encuentra están
disfrazados. «Todos ponen su ser en el parecer»2. Medita en sole­
dad sobre el destino colectivo de lós hombres. Sin embargo, su me­
ditación no es desinteresada, puesto que le permitirá imputar a la
historia y a la sociedad las faltas de su vida personal. Demostrará
2 Dialogues, III, O. C., 1.936.

49
que tiene razón de estar solo y de ser singular. Se preocupará menos
de probar la verdad de su sistema que la legitimidad de su actitud.
Poco a poco, la apología personal sustituirá al pensamiento espe­
culativo...
En el momento en el que arremete contra los vicios de la socie­
dad, no tiene a nadie a su lado y no quiere tener ningún aliado. Se
hace tanto más solitario cuanto más general es la protesta que eleva.
(Otros dirán: quiere estar solo, lo que le obliga a elevar la protesta
más general). Sucritica, que ataca a un mal radical, no quiere tener
nada en com unión la critica que por su parte dirigen los «filóso­
fos» contra las instituciones abusivas. Pues, a los ojos de Rousseau,
la critica de los filósofos no pasa de ser una expresión del mal
social. Lejos de ser la enemiga de la sociedad, es su producto más
elaborado y más envenenado, trabaja activamente para lo peor. No
solamente los «filósofos» no son una excepción en medio de la va­
nidad y corrupción unviersales, sino que sacan provecho de este
mundo malvado que tiende hacia su propia destrucción. Su influen­
cia no hace más que agravar la separación de las conciencias y la
fragmentación de la unidad civica. (Más adelante, Rousseau volverá
a desarrollar la misma idea en una forma paranoica. Imaginará una
liga perseguidora en la que entrarían a la vez los filósofos y los po­
deres públicos: los Enciclopedistas y Choiseul son, pues, cómplices
en el mal. En lugar de combatirse, se ayudan mutuamente.)
Los filósofos todavia forman parte del mundo que critican.
Rousseau los podrá acusar a la vez de estar interesados en la conser­
vación de las instituciones corrompidas y de ser los destructores de
los verdaderos lazos sociales. Parásitos de una sociedad que se des­
compone, ponen en ridiculo las nociones que deberían unir a los
hombres en el seno de un orden más justo. «Sonrien desdeñosamen­
te a estas viejas palabras de patria y religión»3. Pero en su caso sólo
se trata de una «mania de distinguirse», un medio para tener éxito
social en una sociedad que ella misma ha dejado de ser una patria, y
que se burla de su propia religión. En los salones donde triunfan la
apariencia y la opinión, se puede decir todo, pero no se cree nada
de lo que se dice: las protestas de los filósofos forman parte de la
charlatanería social, discursos inauténticos sobre un mundo in­
auténtico.
Para no ser el peor de estos charlatanes, Rousseau se separa e
intenta ser la excepción. Si su rechazo hubiera tenido por objeto la
arbitrariedad de las instituciones, la injusticia del poder absoluto o
el carácter absurdo de ciertos usos y de ciertos abusos, nada le sepa-
3 Discours sur tes Sciences et les Arts. O. C., 111, 19.

50
rana categóricamente de los Enciclopedistas, nada haría de su sole­
dad el complemento necesario de su pensamiento: si no hubiera sido
un solitario, más que por carácter por enfermedad, o por narcisis­
mo, su soledad, simple detalle biográfico, sólo nos hubiera interesa­
do escasamente. Entre la soledad de Rousseau y su pensamiento no
habría aparecido ningún lazo de unión profundo.
Pero la revuelta de Rousseau, dirigida contra la esencia misma
de la sociedad contemporánea, es de una envergadura tal que, para
sostener su validez, debe provenir de un hombre que se ha excluido
a si mismo de la sociedad. No puede garantizar la seriedad de su
desafío más que asentándose, solo y contra todos, en un lugar exte­
rior a la sociedad mendaz. Al tener el mal la misma amplitud que la
sociedad, la mentira y la hipocresia prevalecen en un ámbito tan ex­
tenso como el de la sociedad. Asi pues, hace falta salir de ella a
cualquier precio, hace falta convertirse en un alma bella.
La vehemencia y el carácter tajante de su crítica conducen a
Rousseau a la soledad. (Otros dirán: queriendo estar solo, alega
como excusa el mal radical que pervierte la vida en común.) Si de­
sea que se le tome en serio, necesitará ser mucho más que un escri­
tor de oposición: se ve obligado a convertirse en la oposición vivien­
te. Su critica no contará realmente hasta el momento en que su vida
entera sea la contradicción ejemplar.
Aquel que se convierte en escritor para denunciar la mentira de
la sociedad se pone en una situación paradójica. Al hacerse autor, y
sobre todo cuando inaugura su carrera mediante un premio acadé­
mico, entra en el circuito social de la opinión, del éxito, de la moda.
Es, por lo tanto, desde el comienzo, sospechoso de duplicidad, y
estará contaminado por el pecado que ataca. A medida que su sole­
dad se haga más absoluta, Rousseau cada vez se verá más confirma­
do en la idea de que su presentación ante el público literario fue el
comienzo de una maldición: «Desde este instante estuve perdido»4.
La única redención posible consiste en hacer acto público de separa­
ción: se hace necesario un desgarramiento, y un perpetuo aparta­
miento hará las veces de justificación. Os hablo, pero no soy uno de
vosotros. Pertenezco a otro mundo, a otra patria. Ya no sabéis lo
que es una patria, y yo soy ciudadano de Ginebra. No, ya ni si­
quiera soy ciudadano de Ginebra, pues los ginebrínos ya no son lo
que eran. Vuestro Voltaire ha venido a corromperos. Yo soy sim­
plemente: el ciudadano...*3. Convertido en hombre de letras, el acu-

4 Confessions, lib. VIH. O. C., I, 351.


3 Poco tiempo después de haber escrito la carta mediante la renuncia a la
ciudadanía ginebrina, Rousseau pide a Du Peyrou que le llame ciudadano...

51
sador nunca será disculpado suficientemente de su compromiso con
el mal, que se perpetúa en él en tanto que continúa el acto de escri­
bir. La excusa misma, mientras siga siendo pública, sigue siendo un
vinculo con el mundo de la opinión, y no borra la falta. En último
término, habría que guardar silencio y que convertirse en nada para
los otros. Pero Rousseau no podrá callarse, no podrá hacer otra
cosa que escribir su voluntad de convertirse en nada...
Por tanto, el problema que se plantea Rousseau consiste en
suprimir una distancia entre su vida y sus principios, distancia que
renace perpetuamente. Es preciso que toda su conducta se oponga
al artificio del mundo corrompido que él denuncia, y del que, sin
embargo, aún participaba excesivamente. Debe actuar de tal modo
que su protesta no pase por el lenguaje ordinario de la literatura.
Anuncia peligrosamente, con palabras demasiado bellas, una ver­
dad que condena la vana elocuencia y proclama la virtud de una
sabiduría silenciosa.
La proposición: la sociedad es contraria a la naturaleza, tiene
como consecuencia inmediata: yo me opongo a la sociedad. Es el .yo
el que se hace cargo de la tarea de rechazar una sociedad que es ne­
gación de la naturaleza. La negación de la negación se convierte así,
fundamentalmente, en una actitud vivida (en lugar de intervenir
como un proceso histórico, o al menos como el proyecto de una
acción histórica). La sociedad es colectivamente negación de la na­
turaleza, Jean-Jacques será solitaria e individualmente negación de
la sociedad. He aquí como de las teorías históricas de Rousseau se
nos remite al individuo Jean-Jacques, como pasamos del análisis es­
peculativo de la evolución humana a los problemas internos de una
existencia. Paso ilógico de una categoría a otra, de una tentativa de
conocimiento objetivo a la experiencia subjetiva; y, sin embargo,
nada podría estar enlazado de forma más lógica, según esta lógica
de la moral que exige el acuerdo entre actos y palabras. Jean-Jac­
ques inscribirá su salvación personal en el fondo de la perdición co­
lectiva que denuncia.
Se ha insistido en el acento «moderno» o «romántico» del indi­
vidualismo de Rousseau. Será fácil mostrar que las fuentes de este
individualismo son antiguas y, sobre todo, estoicas. Vivir de acuer­
do consigo mismo y con la naturaleza es un precepto que Rousseau
ha podido encontrar en Séneca o en Montaigne. No hace más que
apropiarse de un lugar común muy antiguo de la moral, pero con
un singular y apasionado impulso.
Empleé todas las fuerzas de mi alma en romper las cadenas de
la opinión general, y en hacer valerosamente todo lo que me pa-
52
recia bien, sin preocuparme en absoluto por el juicio de los hom­
bres6.

Rousseau no quiere ser considerado como un declamador y un


sofista: adecuará sus actos a sus palabras y vivirá su verdad sin
dejarse influir por el juicio de los otros. Entrará así en una soledad
justificada: será el único que tenga razón frente a todos los demás.
Podrá rendir cuentas de su soledad razonablemente y basarla en
valores universales. Pero esta decisión no le proporcionó a Rous­
seau la tranquilidad interior —la ataraxia— que promete la sabidu­
ría antigua, sino que le condena al conflicto y al desgarramiento.
De hecho, es casi imposible que Rousseau pueda vivir lo que piensa
sin una extrema tensión y un perpetuo malentendido en su trato con
los otros. Su resolución de vivir virtuosamente equivale a la bús­
queda deliberada de la infelicidad. ¿Cómo vivir una verdad univer­
sal contra todos ios hombres? ¿No existe una contradicción radical
entre el repliegue a la soledad y la apelación a lo universal? ¿Sigue
estando justificado por lo universal cuando toma la decisión de no
«preocuparme en absoluto por el juicio de los hombres»?
Rousseau no puede perdonar a este mundo mendaz, ni abando­
narlo completamente. Se separa de él, pero se vuelve para acusarle.
Reniega del mundo sin morir para el mundo. En lo sucesivo, estará
atrapado por un papel que le obliga a mostrarse virtuoso a los ojos
del público. Conserva este último vínculo que le permite venir a de­
cir que ha roto todos los lazos que le unen a la opinión. El movi­
miento de la recuperación de sí mismo y los actos singulares me­
diante los cuales Rousseau vuelve a tomar posesión de su libertad
están destinados a dejar ver a Jean-Jacques (al mismo tiempo que
dejan ver la verdad que ha escogido). De este modo, la opción de la
soledad no se cumple enteramente: a causa de su exhibicionismo
Rousseau queda atrapado en la trampa de la sociedad. El mismo lo
sabe, sufre por ello y no deja de castigarse. Pero para aportar a su
pensamiento teórico la prueba de la existencia vivida, no puede
prescindir de testigos: su modo de vivir deberá ser hecho público
como primero lo fueron sus ideas. Su reforma personal, mediante la
que cree liberarse de la servidumbre de la opinión, no alcanzará ple­
namente su objetivo, más que con la condición de conmover a la
opinión: «Mi resolución fue sonada...»7. Y sus enemigos dirán que

6 Confessions, lib. VIII. O. C., I, 362. Kierkegaard, a su vez, dirá: «La transpa­
rencia de la existencia exige que se sea lo que se enseña». Journal, trad. K. Ferlov
y J. G. Gateau (Parts, Gallimard, 1957), vol. IV, 149.
7 Op. d i., 364-365.

53
sólo ha construido su sistema para realzar la singularidad de su
persona.
Admitamos esta doble perspectiva: Rousseau conforma su vida
a las exigencias de su pensamiento teórico, pero a la inversa adapta
su sistema a las exigencias de su «sensibilidad», es decir, a su necesi­
dad de satisfacciones afectivas. En la «conducta singular» que
adopta hay un movimiento de orgullo y un comportamiento desti­
nado a atraer las miradas, motivo por el que la crítica no ha perdi­
do la ocasión de abrumarle. Pero Rousseau es el primero en estar de
acuerdo en este punto; la critica más severa y la más irónica viene
del propio Rousseau. Gracias a él mismo aprendemos a desconfiar
de él. En algunas ocasiones, lo que se presenta como un heroico sa­
crificio ante la exigencia de la virtud no es más que un sofisma del
corazón: la acusación se encuentra en el texto mismo de las Confe­
siones8. Rousseau es el primero en dar pie al reproche de mala fe, si
bien es verdad que sólo inculpa a la razón de la que se desolidariza.
Al emplear los argumentos de la «fría razón», ha llegado a defender
la causa cuyo último fin no era el servicio a una verdad racional,
sino la satisfacción de un interés vital bastante oscuro o de una «li­
bido» patológica.
En el discurso apasionado de Rousseau, en sus anatemas razo­
nables contra la reflexión, se percibe una embriaguez que altera el
recto ejercicio de la razón, pero en ellos ha de reconocerse también
el deseo de que la luz de una razón verdaderamente soberana llegue
hasta las zonas oscuras de la experiencia vivida. En Rousseau, la
confusión entre el pathos y el logos puede ser interpretada de dos
maneras: allí donde parece que el pathos viene a pervertir al logos,
hay que ver también el esfuerzo (nunca completamente coronado
por el éxito) de una conciencia que quiere desgajarse de su pathos
para acceder a la serenidad del logos —«en la calma de las pasio­
nes»9—. El movimiento mismo por el que Rousseau se separa de la
pasión sigue siendo un estremecimiento de la pasión: la forma en
que le abruma el sentimiento de la turbación interior es demasiado
constante como para que no tenga el deseo de acceder a la claridad
racional. Pero la razón que él reivindica no es la razón de los razo­
nadores, fuente de certeza intelectual: sólo desea clarificar sus ideas

8 Véase en particular en ei libro IX de las Confesiones, d modo en que Rous­


seau crítica los «sofismas» mediante los que se disculpaba de su amor por Mme. de
Houdeiot.
9 Recordemos esta observación de Joubert: «En los escritos de J.-J. Rousseau,
por ejemplo, el alma está siempre mezdada con el cuerpo y no se separa de él ja­
más» (Carnets, ed. A. Beaunnier, vol. II, 496). Pero también y con un matiz de
burla: «Rousseau le ha dado entradas y mamas a las palabras» Ubíd., 729).

54
para encontrar mejor la justificación de su existencia. Una vida
cuya singularidad no fuera justificable estaría condenada a la sinra­
zón absoluta: a la insignificancia. Lo que importa es escapar a esta
carencia de sentido; sin embargo, Jean-Jacques desdeña establecerse
en la razón común, tal y como los otros la preconizan. Pues no
quiere sacrificar su soledad, sino salvarla, y es a la verdad racional
—a la vez intima, universal y desconocida por todos los hombres—
a la que atribuye el poder santifícador101*.
En el relato que hace de la «reforma personal» no se ha subra­
yado suficientemente la curiosa mezcla de orgullo y de irania. Afir­
ma abiertamente la grandeza de su empresa, y en seguida se burla
de ella como de un engaño. Es un inusitado acto de valentía, y es un
acceso de fiebre y de «necio orgullo». Rousseau autoriza asi una
doble interpretación de su «reforma». En un sentido, el desafio so­
litario que lanza a la sociedad puede ser interpretado como la ideo­
logía de un tímido y de un enfermo que espera sacar el mejor parti­
do posible de su inadaptación, hasta el punto de hacer de ello su
mayor título de gloria. ¿No puede vivir entre los otros? Pues bien,
¡que su alejamiento y su turbado rostro tengan al menos el signifi­
cado de una conversión apasionada a la virtud! Como se siente a
disgusto en los salones, ¡que llame la atención de la gente dando un
portazo! «Ha vivido usted demasiado tiempo en la opinión de los
demás»", le escribirá Mirabeau. Pero en otro sentido, se trató de
transformar una carrera de escritor en un destino heroico: sacar la
vida fuera de la aventura literaria, ajustar severamente la conducta
real al ideal de virtud que se habia impuesto, en principio, por su
atractivo libresco, y entonces, seguro de esa verdad adquirida por la
existencia, desplegar un pensamiento escrito cuyo paradójico tema
sea el rechazo de la literatura. «La obra que emprendía no podia
llevarse a cabo más que en un retira absoluto»1-. Por vez primera,
el problema de la superación «existencial» de la literatura se plantea
fuera de las directrices ofrecidas por la espiritualidad religiosa tradi­
cional: la renuncia a las vanidades del mundo, la conversión a «un
mundo moral distinto»13 no conducen a Rousseau a la Iglesia, sino
al bosque y a la vida errante.
Pero mientras que aquellos que se refugian en la Iglesia pueden
guardar silencio (pues entonces la Iglesia habla en nombre suyo, a

10 Sobre el papel atribuido a la razón véase la obra de Robert Dera th é , Le ra-


tionalisme de J.-J. Rousseau (París, 1948).
11 Correspondance générale, DP, vol. XVI, 239.
11 Revenes, tercer Paseo, O. C.. 1,1015.
o Ibldem.

55
fin de justificar su silencio, por boca de los santos y de los docto­
res), Rousseau, que sólo tiene justificación en sí mismo, no podrá
nunca entrar en el silencio. Jamás habrá finalizado de retomar la
palabra, pues nunca habrá terminado de explicar el verdadero senti­
do de su soledad. Sabe, en efecto, que ésta puede ser también in­
terpretada como la soledad del malvado y del orgulloso. «Solamen­
te el malvado permanece solo»14, afirma Diderot. Rousseau que se
siente aludido, le responderá a lo largo de toda su vida, pues no to­
lera el equivoco.
La lucha no habría sido tan trágica para Rousseau, si en su caso
sólo hubiera sido cuestión de singularizarse y de manifestar su dife­
rencia. No sólo debe jugar el papel del otro (vestido de armenio),
sino que, frente a una sociedad mala, debe poner de manifiesto lo
que es radicalmente distinto del mal, es decir, debe hacer aparecer
ante los ojos de los hombres el bien que han ignorado. En Rous­
seau, la tensión trágica no sólo es el resultado de la separación y de
la ruptura en sí mismas, sino de la necesidad de hacer coincidir en
todo momento su soledad con el bien y la verdad esenciales, tal
como las reconoce en su fuero interno, pero también de tal modo
que puedan ser reconocidas por todos. Así pues, no estamos simple­
mente ante la reivindicación irracional de una conciencia que pre­
tendiera ponerse oponiéndose; la subjetividad de Rousseau no sólo
reclama privilegios para ser plenamente reconocido por los otros (lo
que es ya de por si mucho, cuando se es hijo de un artesano gi-
nebrino perdido entre los mariscales de Francia y los recaudadores
de impuestos), no es sólo para imponer al mundo el espectáculo de
una singularidad irreductible, sino también para hacerse aceptar co­
mo el intérprete legitimo de una verdad que los otros han dejado
caer en el olvido. Rousseau quiere dar a su solitaria palabra el sen­
tido de un desafio negador y de una profecía. Al oponerse a los
otros, Rousseau no busca solamente imponer su yo singular, sino
que hace el heroico esfuerzo de coincidir con los valores universales:
libertad, virtud, verdad, naturaleza.
Rousseau se instala en la sociedad a fin de poder hablar legíti­
mamente en nombre de lo universal. Abandona la gran ciudad,
rompe con sus «supuestos amigos». ¿Acaso busca refugio en el
«misterio» o en la «profundidad espiritual» de la existencia subjeti­
va? En modo alguno: no se debe atribuir a Rousseau un romanticis­
mo que sólo llega a prefigurar lejanamente. Aunque la intuición
subjetiva carezca por completo del carácter intelectual que tenia en
Descartes y en Malebranche, se le asemeja, sin embargo, en esto: en
>4 Confessions, lib. IX, O. C„ 1,4S5.

56
que pretende desembocar en lo universal, y en que, por añadidura,
este universal no es esencialmente irracional o superracional. Sin
duda, volver a sí mismo es acercarse a una mayor claridad racional
y a una evidencia sensible inmediatamente, por oposición al sin sen­
tido que reina en la sociedad. Las inseguridades de Rousseau sobre
el valor de la razón se aclaran si nos damos cuenta de que la razón
no le parece peligrosa más que en la medida en la que pretende cap­
tar la verdad de un modo no inmediato, es decir, mediante argu­
mentos sucesivos, por una serie o una «cadena» de razonamientos.
Cuando Rousseau enjuicia la razón, ataca sobre todo a la razón dis­
cursiva. Se vuelve a convertir en un irracionalista en cuanto puede
volver a remitirse a una razón intuitiva, capaz de una iluminación
inmediata. La elección esencial no se da entre la razón y el senti­
miento, sino entre la via mediata y el acceso inmediato. Rousseau
opta por lo inmediato y no por lo irracional. La certeza inmediata
puede pertenecer sucesivamente al sentimiento, a la sensación o a la
razón. Rousseau no establece prioridades entre lo «inmediato sen­
sible» y lo «inmediato racional», a condición de que lo inmediato
sea salvaguardado1314. Por el contrario, razón y sentimiento resultan
ser perfectamente conciliables a partir de entonces. Rousseau sólo
ataca a la razón razonante (a la que Kant llamará entendimiento),
que inspira «los insensatos juicios de los hombres»16. Esta razón
instrumental aprisiona a los hombres en la oscura subjetividad de la
creencia y de la ilusión. Rousseau denunciará su carácter absurdo;
ante una razón más profunda, las falsas claridades del razonamien­
to común carecen de sentido.
Por una paradoja que no se ha cesado de reprocharle, Rousseau
se convierte en un extraño para protestar contra el reino de la alie­
nación, que hace que los hombres sean extraños unos a otros. La
decisión por la que abraza la causa de la verdad ausente le conduce
a reivindicar el destino del exiliado; y el movimiento por el que se
convierte en el defensor de la transparencia perdida (o desconocida)
es también el movimiento por el que se convierte en un ser errante.
Exiliado, errante, pero con respecto al mundo de la alienación, y
para avergonzarle. En realidad, pretende haber «fijado» sus ¡deas,
«ordenado su interior para el resto de su vida». Ha establecido su
morada en la verdad, y es por esta razón por lo que va a convertirse
en un hombre sin-morada, en un hombre que huye de asilo en asilo,
de refugio en refugio, en la periferia de una sociedad que ha velado

13 Sobre la distinción entre lo inmediato sensible y lo inmediato racional,


confróntese Jcan Wahl, Trailé de Métaphysique (París, Payot, 1953). 498 y ss.
14 Rtveries, tercer Paseo, O. C„ I, 1015.

57
la naturaleza original del hombre, y falseado toda comunicación
entre las conciencias. Como anhela la transparencia total y la comu­
nicación inmediata, tiene que cortar todos los lazos que podrían
unirle a un mundo turbio por el que pasan sombras inquietantes,
rostros enmascarados y miradas opacas.
El velo que habia caído sobre la naturaleza, la opacidad que ha­
bía invadido el paisaje de Bossey, desaparecerán cuando Rousseau
haya conquistado la soledad. La felicidad perdida le será devuelta.
Parcialmente, hay que reconocerlo; pues si vuelve a encontrar el
esplendor del paisaje y de la naturaleza, es al precio de una ruptura
más decisiva con sus semejantes. Siempre y cuando se mantenga
apartado de la sociedad, la soledad de Rousseau será un retorno a
la transparencia:
Los vapores del amor propio y el tumulto del mundo em paña­
ban a mis ojos el frescor de los bosquecillos y enturbiaban la paz
del retiro. Por más que huyera al fondo de los bosques un gentio
impon uno me seguía por todas partes y velaba para mi la natu­
raleza entera. Sólo después de haberme desprendido de las pasio­
nes sociales y de su triste conejo, pude recobrarla con todos sus
en can tos11.

Una vez olvidada la sociedad, una vez desterrado todo recuerdo


y toda preocupación por la opinión de los demás, el paisaje recobra
a los ojos de Jean-Jacques el carácter de un paraje original y pri­
mero. Es ahí donde se halla el encanto recuperado, el auténtico en­
cantamiento. Rousseau puede volver a encontrar entonces la natu­
raleza de modo inmediato, sin que se interponga ningún objeto
extraño: ninguna huella intempestiva del trabajo humano, ningún
estigma de la historia o de la civilización:

Iba entonces a buscar, con paso más tranquilo, algún lugar


deshabitado en el bosque, algún lugar desierto, donde al no haber
nada que mostrara la mano de los hombres, nada anunciase la
servidumbre y la dominación; algún asilo en el que pudiese creer
que habia sido el primero en penetrar y donde ningún tercero, im­
portuno, viniera a interponerse entre la naturaleza y yo*18.
Y en esta naturaleza que ha vuelto a ser sensible de modo inme­
diato, que ha sido salvada de la maldición de la opacidad, Rousseau
va a asumir un papel profético como quien anuncia la verdad es­
condida:

*7 Kéveries, octavo Paseo, O. C.. 1, 1083.


18 Tercera carta a Monsieur de Malesherbes, O. C., 1 ,1139-1140.

58
Adentrándome en el bosque, buscaba y encontraba allí la ima­
gen de los primeros tiempos cuya historia trazaba con orgullo;
me enfrentaba con las pequeAas mentiras de los hombres, osaba
revelar por completo su naturaleza, seguir el progreso del tiempo
y de las cosas que la han desfigurado...1*.

Pero para ser alguien que quiere reunirse con pureza con la na­
turaleza, Rousseau obtiene demasiado placer de proclamar que se
ha alejado de los vanos placeres del mundo. Como ya hemos seña­
lado, el olvido no es completo y el desapego no es total. Si no añora
el mundo, lo recuerda para condenarlo. En el momento en que se
interna en el bosque y en que se refugia en las verdades fundamen­
tales, no pierde de vista el universo artificial que rechaza y las pe­
queñas «mentiras» que desprecia. No disfruta de lo inmediato más
que anatemizando el mundo de los instrumentos y de las relaciones
mediatas. Asi pues, no se ha alejado del mundo hasta el punto de
olvidar el error de los otros, y si ya no le poseen las «pasiones socia­
les», no por ello deja de ser el antagonista de la sociedad corrompi­
da. Por paradójico que parezca, en lo más profundo de su aisla­
miento permanece unido a la sociedad a través de la rebelión y la
pasión antisocial: la agresividad es un vinculo.
Para Jean-Jacques, la única forma de conjurar la opacidad ame­
nazante es la de trasnformarse él mismo en la transparencia, es la de
vivirla a la vez que permanece visible y expuesto a las miradas de los
otros, esos prisioneros de la opacidad. Sólo entonces, el acto me­
diante el que se anuncia una verdad universal y el acto por el que el
yo se muestra, se convierten en un sólo y único descubrimiento.
Para manifestarse la verdad, necesita ser vivida por un «testigo».
(Kierkegaard escribirá: «La conformidad existencial con el ideal
nunca puede ser vista, pues una existencia de este tipo es la del testi­
go de la verdad»*20.) Ahora bien, el testigo vive una doble relación:
su relación con la verdad, y la que le une a la sociedad ante la que
da testimonio. No habrá terminado nunca de rendir cuentas. ¿De
dónde le viene el derecho a erigirse en testigo? Y si la sociedad es la
mentira, ¿para qué conservar estas dudosas relaciones?
Deberá probar, por tanto, que él es realmente quien posee el de­
recho de lanzar un desafio semejante21. Necesita conquistar la certe-

»* Con/essions, lib. VIII, O. C., 1, 388.


20 Kierkegaard, Journal(1849), trad.'Ferlov y Gateau, vol. III (París, Gallimard,
1955), 15.
21 Sostener un discurso público cuando se ha renunciado al mundo: esta parado­
ja se atenúa cuando este discurso es el de un moribundo. Ahora bien, Rousseau cree
ser un moribundo: su palabra es la de un hombre ai que la muerte ha concedido una

59
za de una relación esencial con la verdad, es decir, confundir la
existencia personal con la esencia misma de la verdad, producir una
palabra en la que el yo sólo se afirmarla para desaparecer en una
transparencia impersonal, a través de la cual se manifestarían valo­
res eternos: libertad, virtud... Rousseau no puede adaptarse a lo
que de precario y conjetural tiene la experiencia subjetiva. Ense­
guida le confiere un valor absoluto, pues solamente bajo la protec­
ción de lo absoluto puede superar su inquietud y su miedo de ser
culpable. Las palabras virtuosas, las rupturas puríficadoras y los
dolores rechazados no son todavía suficiente para acceder a ello; no
basta con haber vendido su reloj, abandonado la espada y la ropa
final y huido de las grandes ciudades. Aún tiene que dar otras prue­
bas, que aceptar otros sacrificios y que resistir a la experiencia de
los infortunios, de las persecuciones y de las «tormentas» más
terribles. El «testigo de la verdad» nunca habrá conquistado la cer­
teza definitiva de lo que es y de la verdad que pretende aportar a los
hombres, nunca se verá libre de las pruebas que se esperan de él.
Habrá en Rousseau una llamada angustiada al sufrimiento, porque
el sufrimiento es una consagración. El testigo de la verdad espera el
martirio como la prueba suprema de su misión:
Espero que un día se juzgará lo que fui por lo que haya sido
capaz de sufrir... No, creo que no hay nada tan grande ni tan
bello como sufrir por la verdad. Envidio la gloria de los már­
tires22.
Kierkegaard, que también fue tentado por la idea del martirio,
se expresa en términos singularmente análogos: «Después de todo,
sólo hay una cosa que hacer para servir a la verdad: sufrir por
ella»22.

breve prórroga: «¡No empece a vivir hasta que no me vi como hombre muerto!»
{Confessions. lib. VI, O. C., I, 228). Cada vez que toma la pluma, su hipocondría le
coloca, con toda sinceridad, en el estado de quien pronuncia sus últimas palabras.
Por tanto, tiene derecho a hablar: un canto de cisne no es un acto de vanidad social.
Préstese atención a sus ultima verba... No sólo nos enfrentamos a un acto de seduc­
ción patética, es una excusa para si mismo. La inminencia de la muerte hace que re­
sulte fatal la ruptura con el mundo.
22 A. M. de Sainl-üermain. 26 de febrero de IS^O, Corre^pondancegénérale, DP.
XIX, 261.
22 Kierkegaard, loe. cit. Pero el sufrimiento de Rousseau no le parecía suficien­
temente profundo: «Le falta el ideal, el ideal cristiano que al humillarlo, podría ense­
ñarle lo poco que sufre, después de todo, en comparación con los santos, y el ideal
que podría mantenerle en el esfuerzo, impidiéndole hundirse en el ensueño y en la pe­
reza del poeta. Es un ejemplo que nos muestra lo duro que es para el hombre morir
para el mundo», Journal, trad. K. Ferlov y J,-G. Gateau (París, Gallimard. 19S7),
vol. IV, 2S2-2S3. Sobre Kierkegaard y Rousseau, véase Ronald G rimslev , SOren
Kierkegaard and French LUerature, University of Wales Press, 1966.

60
De este modo, la crítica de la sociedad se invierte, convirtiéndo­
se en una epifanía de la conciencia personal. No es que se trate, por
principio, de dar a la existencia personal un valor superior al de la
existencia colectiva. La sociedad no es mala porque los hombres vi­
van en ella en común, sino porque los móviles que les asocian les
hacen irremediablemente ajenos a la transparencia original. Es a la
opacidad de la mentira y de la opinión a lo que odia Rousseau, y no
a la sociedad como tal. Por eso tampoco busca la soledad por si
misma (al menos se defiende de ello): la soledad es necesaria porque
permite acceder a la razón, a la libertad, a la naturaleza... En el su­
puesto de que una sociedad pueda edificarse en la transparencia y
en el supuesto de que todos los espiritus consientan en abrirse los
unos a los otros y de que abdiquen de toda voluntad secreta y «par­
ticular» —es la hipótesis del Contrato Social—, nada permite, en­
tonces, preferir el individuo a la sociedad. Por el contrarío: en una
organización social que favoreciera la comunicación de las concien­
cias, en una armonía fundada en la «voluntad general», nada sería
más pernicioso que el repliegue del individuo sobre sí mismo y sobre
su voluntad particular. Al preferir su propio ínteres, introduciría un
defecto en la armonía del cuerpo social. La falta incumbiría enton­
ces a la resistencia del individuo y no a la ley colectiva. La critica
tradicional ha querido ver una misteriosa ruptura entre el Contrato
Social y el resto de la obra: en él, Rousseau no da carta de naturale­
za jurídica a la reivindicación de la felicidad personal, que, por otro
lado, le parece tan preciosa. De hecho, Rousseau permanece pro­
fundamente fiel al principio de la transparencia. Si la transparencia
se realiza en la voluntad general, hay que preferir el universo social;
si no, no puede conseguirse más que en la vida solitaria. Las dudas
de Rousseau, sus «oscilaciones», conciernen únicamente al lugar,
momento y condiciones en los que la transparencia podrá serle resti­
tuida. Pierde la esperanza en la sociedad parisiense y se refugia en el
Ermitage: ¿ha optado definitivamente por la existencia individual?
No, puesto que inmediatamente se pone a soñar en Instituciones
políticas. Una transparencia solitaria sigue siendo una transparencia
fragmentaria, y Rousseau quiere que sea total.
Añadamos, en este punto, una observación que no concierne a
las intenciones de Jean-Jacques, sino a las consecuencias, imprevi­
sibles para él de su pensamiento y de su vida. Se ha visto que su pre­
ocupación esencial se ha apartado de la historia y de la filosofía so­
cial, para referirse casi por completo a las exigencias de su sensibili­
dad personal. Pero es preciso reconocer que este repliegue en la sin­
gularidad, lejos de debilitar la influencia histórica de Rousseau, la
ha reforzado, por el contrarío. Si Rousseau ha cambiado la historia
61
(y no solamente la literatura), dicha acción no se ha operado sola­
mente por obra de sus teorías políticas y de sus opiniones sobre la
historia: este cambio tiñe por causa, y quizás en mayor medida, el
mito que se ha elaborado en torno a su singular existencia. Sin du­
da, era sincero al alejarse del mundo, al desear desaparecer para los
otros: pero su forma de alejarse del mundo ha transformado el
mundo. Como es sabido, hacia el término de su vida ya no se pre­
ocupó más por el futuro de las naciones si no fue para inquietarse
por lo que en ellas pasaría con su memoria. ¿Seria rehabilitado por
fin? ¿Sabrían las generaciones venideras reconocer su inocencia? La
única cosa que parece importar al autor de los Diálogos y de las En­
soñaciones no es que la humanidad futura reforme sus leyes, sino
que cambie de actitud con respecto a Jean-Jacques. Pronto se extin­
guirá en él hasta la esperanza de que la posteridad le haga justicia.
No apela más que a su conciencia y a Dios. Pero su desinterés por
la historia no le llevó sino a actuar sobre ella de un modo más pro­
fundo.

« F ij e m o s d e u n a v e z p o r t o d a s m is o p in i o n e s » 24

Al convertirse en el heraldo de la verdad, Jean-Jacques espera


que su tarea le comprometa y que, de este modo, le obligue a estabi­
lizar su propio personaje. Para explicar el impulso que lanza a Jean-
Jacques a la carrera de las letras el relato de las Confesiones busca
menos la causa en la convicción intelectual que en una necesidad del
corazón. Esta necesidad es múltiple: lo que busca es, desde luego, la
verdad, pero es también la embriaguez de la tensión heroica y la
gloria que coronará este heroísmo. Sin embargo, la necesidad esen­
cial parece ser la de instalarse en una identidad a toda prueba. Al
adoptar el papel de defensor de la virtud, Rousseau se compromete a
realizar su unidad, que recibirá de la propia unidad de la virtud. La
necesidad de unidad subyace, a la vez, bajo el impulso hacia la ver­
dad y bajo la reivindicación orgullosa. Como Rousseau quiere fija r
su vida, le dará por fundamento lo más inmutable —la Verdad, la
Naturaleza— y para estar seguro, en lo sucesivo, de ser fiel a si mis­
mo, proclamará abiertamente su resolución, poniendo al mundo en­
tero por testigo. Si, este hombre busca sinceramente la verdad; sí,
su alma está completamente henchida de orgullo: no puede conquis-

24 Réveries, tercer Paseo, O C ., I, 1016. Rousseau aflade: «Y seamos por el resto


de mi vida lo que haya encontrado que debia ser después de haber pensado en ello
con detenimiento.»

62
tar su identidad de otra manera, convertirse por fin en Jean-Jacques
Rousseau, el ciudadano, el hombre de la naturaleza.
Asi pues, la pasión por la verdad no es «desinteresada»; no cul­
minará en la forma de un saber concerniente al mundo; dará origen
para Jean-Jacques al tiempo de la voluntad firme y de la convicción
inconmovible. Es un modo de poner fin a la inestabilidad que le ha
dominado durante tanto tiempo. Ha vivido errante durante treinta
y ocho años. Ha llegado el momento de terminar con esta vida va­
gabunda, con las mentiras a medias y las cobardías a medias. Ha in­
terpretado, con éxito variable, un número bastante considerable de
personajes: preceptor, músico, intendente, diplomático. Se ha deja­
do seducir por maestros equívocos, ha recibido demasiadas influen­
cias. Por fin va a volver a ser lo que es: un «ciudadano», un extran­
jero, pero cuya causa se confunde con la de la Virtud. Va a «asu­
mirse» a sí mismo; será simplemente un hombre del pueblo que vive
de su trabajo, y obligará al mundo (al gran mundo, a los nobles, a
la alta burguesía) a que se quede asombrado con este extraordinario
espectáculo: un hombre que gana su pan trabajando, y que adopta
escandalosamente la condición de artesano en el momento preciso
en que el éxito le permitiría pensar en la fortuna y en las pensiones.
Hará que esos ociosos se avergüencen rechazando sus regalos y em­
peñándose en ganarse la vida «a tanto la página».
Al protestar contra la mentira de la sociedad, Rousseau intenta
realizar su propia permanencia. Pero muy pronto queda claro que
Rousseau carece de confianza en sus propias fuerzas para consumaf
esta tarea. Busca apoyos fuera de sí mismo. ¿Cuántas veces no ha
ido ya «a la deriva»25, traicionando sus mejores resoluciones?
¿Cuántas veces no se ha desviado de su camino? Esta vez recurre a
lo universal: apela a los valores más elevados y toma por testigo a la
humanidad entera. Se pone, asi, en buenas manos. Si quisiera aban­
donar su empeño, no se lo permitirían. En lugar de recurrir a su
sola voluntad, se confia a una constricción trascendente, que no
le dejará pasar ninguna debilidad. Tendrá que andar derecho, pues
la Virtud asi lo quiere; y los hombres prorrumpirían en risa al pri­
mer paso en falso.
Haber roto totos los puentes es de gran ayuda. El exceso mismo
de su protesta y la exageración de su virtud no le dejan otros víncu­
los que no sean los que le unen a los valores absolutos y hacen que a
partir de entonces sea imposible cualquier compromiso. Se ha sera-
pado tan claramente de la sociedad que no tiene otro refugio que el
de la Verdad incorruptible. La fatalidad y las desgracias que se aba-
25 La expresión se encuentra en la segunda carta a Malesherbes, O. C., I, 1136.

63
ten sobre ¿1 (o que él provoca) terminan por redundar en su benefi­
cio, en el sentido en el que le aseguran una identidad continua y que
constriñen su personaje al papel del justo perseguido. De este mo­
do, Jean-Jacques se ve obligado —en un movimiento de abandono
más que de voluntad— a no vivir más que para una sola causa: hará
de esta causa única el fundamento de su propia unidad. Para com­
pensar su debilidad, busca la complicidad de una fuerza exterior que
le obligue a resignarse, con una alegría que a menudo resulta muy
evidente, el abatimiento de un destino inexorable. Repite la exhorta­
ción agustiniana: volver a si mismo. Pero para realizar esta conver­
sión interna, para disfrutar plenamente de su inherencia a sí mismo,
necesita que su decisión le sea impuesta por una hostilidad exterior:
la enfermedad juega algunas veces este papel, antes de que Rous­
seau acuse al destino o a la malevolencia de «esos señores». Ya no
tiene que escoger su sitio y no corre el peligro de dudar ante la elec­
ción: han escogido por él, y no le queda más que mostrarse a la al­
tura de su destino. Les hará ver que es capaz de bastarse a si mis­
mo. Que le excluyan de todo, que le expulsen de todas partes, no
conseguirán más que reducirle a conversar consigo mismo. No
puede sino ganar con ello. La persecución es una via de salvación: si
Rousseau se lo repite con tanta frecuencia no es sólo porque en­
cuentre en ello un consuelo, posiblemente se trate también del reco­
nocimiento de una secreta intención de sacar partido de la hostili­
dad externa:

La persecución me ha elevado el alma. Siento que el am or por


la verdad ha llegado a serme precioso porque me cuesta. Es po­
sible que, en principio, no fuera para mi más que un sistema, pero
ahora es mi pasión dom inante26.

Gracias a la persecución, el ideal abstracto de la verdad se con­


vierte en un valor vivido; el «super-yo sádico» de Jean-Jacques le
dicta un valor sin desfallecimientos. El estar expuesto a una adver­
sidad incesantemente nefasta le hace ganar la constancia de su
desafio. Asi pues, la persecución parece haber sido esperada como
una ayuda que le permitiría a la conciencia afirmarse en si misma.
Este hombre, que se entrega localmente a las tentaciones más contra­
dictorias y a los impulsos más disparatados, invoca el peso del desti­
no, implora voluntariamente la reclusión de por vida, a fin de que
la resignación ante la desdicha irremediable le proporcione el centro
de gravedad que le falta.

24 Annales J.-J. Rousseau, IV (1908). 244, véase O. C., I. 1164.

64
¿ P e r o e s n a t u r a l l a u n id a d ?

Sin embargo, Rousseau criticará más tarde «el ardiente entusias­


mo» por el que se consagró a la unidad. ¿No ha violentado su natu­
raleza espontánea? En su anhelo por la verdad abstracta y general,
¿no se ha hecho infiel a su propia verdad, que consistía en esta de­
bilidad, en esta movilidad, en esta inestabilidad que habría deseado
superar? ¿Acaso no ha puesto a Jean-Jacques en contradicción con
su propia naturaleza la vocación pública de la Naturaleza? En el
momento en que trata de fundar la unidad de su existencia, héle
aquí, pues, convertido en el prisionero de la tensión y de la parado­
ja interiores.
Epícteto (autor que Rousseau leía con frecuencia) nos aconseja
interpretar nuestra vida como un papel de teatro21. Pero no somos
nosotros quienes elegimos este papel, debemos consagrarnos al que
nos ha sido dado. Según la moral estoica, el hombre debe quererse
a si mismo, pero quererse tal como el Destino o Dios le quieren. El
esfuerzo de ficción con que el sabio representa su personaje está
próximo al acto de humildad por el que acepta un papel que le es
impuesto con antelación. No se inventa a sí mismo, sino que tan só­
lo se esfuerza por estar a la altura de la partida, por ser un buen ac­
tor en una commedia dell’arte en la que no podrá cambiar ni las pe­
ripecias, ni el desenlace. Su interpretación solamente es cuestión de
estilo. Le corresponde actuar con soltura, con grandeza, e incluso
con libertad, un papel que no es libre de elegir ni de modificar. La
virtud estoica se convierte asi en una especie de virtuosismo, pues se
precisa una maravillosa habilidad para encontrar el justo equilibrio
entre la total sumisión a la necesidad y el talento de «quedar bien»
en la situación impuesta. ¿Es alcanzable el punto donde este equili­
brio se realiza? Una actuación exagerada, y la constancia del sabio
se convierte en mentira, en vana ostentación. Un poco menos de es­
te orgullo teatral, y la aceptación del destino se convierte en cobar­
día. Nadie duda de que, en el momento de su reforma, Jean-Jacques
haya creído conseguir este equilibrio. Sabía que actuaba, y no lo
ocultó, pero estaba convencido de que por fin representaba su pro­
pio papel, de que encarnaba a su verdadero personaje. ¿Acaso no
comienza la reforma de Jean-Jacques por lo más exterior, por lo
más visible? «Inicié mi reforma por mis galas, abandoné los dora­
dos y las medias blancas, cogí una peluca redonda, dejé la espada,27
27 Armales J.-J. Rousseau, IV (1908), 244, véase O. C., 1164.

65
vendí mi reloj...»28. El primer gesto es ei más ostentoso: rechaza
teatralmente lo que le da a la vida civilizada el aspecto de un teatro.
Pero este gesto de actor corresponde a la voluntad de ser fie! a si
mismo: «Para ser siempre yo mismo no debo enrojecer sea cual
fuere el lugar en donde esté, por ser colocado según el estado que he
escogido»29.
Sin embargo, en el momento en que escribe sus Confesiones
Rousseau hace responsable de su reforma a una especie de embria­
guez. No, no era el equilibrio de una firme sabiduría, ni el virtuo­
sismo de una perfecta correspondencia entre el ser y el parecer. El
impulso inicial ha venido de fuera. Durante la conversación de Vin-
cennes, Diderot desempeña el papel de la Serpiente tentadora que in­
vita a probar el fruto prohibido. El relato de las Confesiones mani­
fiesta una extraña ambivalencia en relación con las circunstancias
que marcan el comienzo de la carrera de escritor. Por una parte, to­
do parece explicarse por una iluminación y una metamorfosis inte­
riores. («En el instante de esta lectura vi un universo distinto y me
convertí en otro hombre»30.) Pero, por otra parte, Rousseau incri­
mina a influencias extrañas y a sugestiones nefastas a las que tuvo
la debilidad de ceder. (Diderot «me exhortó a desarrollar mis ideas
y a concurrir al premio. Lo hice, y desde ese instante estuve perdi­
do. Todo el resto de mi vida y de mis desgracias fue el efecto inevi­
table de este instante de extravío»31.) Por tanto, el acontecimien­
to tiene una doble cara. Por un lado, Rousseau se sintió invadido
por un «fuego realmente celeste»32, y el relato de las Confesiones se
inflama con este recuerdo: todo se aclara a la luz misma de la ver­
dad. Sólo que los mismos hechos revividos en Wooton o en Mon-
quin revelan bruscamente su lado de obscuridad y perdición: en el
momento en el que se entregaba al «entusiasmo de la verdad, de la
libertad y de la virtud», entró sin darse cuenta en la zona obscura
de su vida y era presa de un destino nefasto. Las Confesiones hacen
coexistir esta doble interpretación del pasado. A unas líneas de dis­
tancia, los mismos acontecimientos nos son presentados bien como
actos de una inspiración soberana o como los eslabones de un desti­
no implacable.
Que haya sido visitado por el cielo o que haya sido influido por
malévolos amigos, tanto una explicación como la otra invocan una

» Confessions. lib. VIII, O. C., 1, 363.


29 Op. cit., 378.
30 Op. cit., 35!.
Ibidem.
» Confessions. lib. IX, O. C., 1, 416.

66
especie de alienación: una extraña fuerza (perseguidora o inspirado­
ra) constriñó a Rousseau a ser fiel a sí mismo. Tanto en el caso de
haber sido victima de los malvados, o en el de haber sido iluminado
por el entusiasmo del Bien ya no era él mismo. Al menos, asi se le
aparecen, vistos a lo lejos, los años de efervescencia y de actividad
febril.
La ambigüedad de las perspectivas es sorprendente. Las Confe­
siones relatan el esfuerzo heroico emprendido por Jean-Jacques pa­
ra sustraerse a la alienación de la opinión y del juicio de los demás,
pero el relato apologético de la «reforma personal» le confiere tam­
bién el sentido de una alienación que se ha sufrido. Embriaguez, lo­
cura, fuego celeste, destino adverso: fue expulsado fuera de si mis­
mo en el impulso mismo en que pretendía encontrarse y fundar su
unidad. Una especie de exageración incontrolada le ha arrastrado a
pesar suyo a la carrera de las letras. Esta búsqueda de la unidad ha
sido para Jean-Jacques un extravio fuera de su verdadera «naturale­
za». Esta queria el reposo, la ociosidad, la despreocupación y el
libre abandono a los deseos contradictorios. No estaba hecho para
otra cosa. La pasión de la verdad le ha precipitado en un mundo te­
miblemente extraño. ¿En qué lugar desierto se ha internado? ¿En
quién se ha convertido, alejado de sí mismo y separado de los otros
al mismo tiempo? Al volver a ocuparse de estos años de fiebre, el
Rousseau de las Confesiones parece que ya no puede comprender
nada y no sabe con qué parecer quedarse: admira su valentía, se
apiada irónicamente de sus ilusiones, teme haberse convertido en
otro; era la época de la intimidad con la sagrado, y también era la
época de la peor infidelidad y del error.
En el Persifieur (que data de antes de la «reforma»), Rousseau
se había descrito como un ser móvil, variable, inconstante e incapaz
de detenerse en una forma estable:
Cuando Boileau dijo del hombre en general que cambiaba del
día a la noche esbozó mi retrato en dos palabras; en calidad de in­
dividuo habría hecho que fuese más fiel si hubiera añadido los
restantes colores con los matices intermedios. Nada es tan deseme­
jante de mí como yo mismo, por ello, sería inútil intentar definir­
me de otro modo que no fuera el de esta singular variedad; es tal
en mi espíritu que de un tiempo a esta parte influye sobre mis sen­
timientos. Algunas veces soy un misántropo duro y feroz, otras
entro en éxtasis ante los encantos de la sociedad y las delicias dei
amor. Unas veces soy austero y devoto, y por el bien de mi alma
hago todo el esfuerzo de que soy capaz para convertir en durade­
ras estas santas disposiciones: pero enseguida me transformo en
un libertino declarado,xcont° entonces me ocupo mucho más de
67
mis sentidos que de mi razón, en estos momentos siempre me abs­
tengo de escribir... En una palabra, un Proteo, un camaleón o
una m ujer, son seres menos cambiantes que yo. Lo que desde este
mismo momento debe quitar a los curiosos toda esperanza de re­
conocerm e algún día por mi carácter: pues me encontrarán
siempre bajo alguna form a particular que sólo será la mía durante
ese mismo m om ento, y no pudieran ni siquiera esperar reconocer­
m e en estos cambios, pues como no tienen periodo fijo se realiza­
rán algunas veces de un m om ento a o tro , y en otras ocasiones per­
maneceré meses enteros en el mismo estado. Es esta irregularidad
misma la que constituye el fondo de mi carácter33.

Un ser imprevisible y que alardea de ser un enigma para los


otros. Le gusta ser incognoscible (mientras que más tarde se quejará
de que se tenga una falsa imagen de él). Es el hombre de todos los
cambios y de la más completa irregularidad... Pero inmediatamente
Rousseau desmiente lo que acaba de afirmar: en el párrafo siguiente
manifiesta la existencia de un ritmo interior, de una alternancia más
regular y más constante. Asi pues, sus cambios no carecen por com­
pleto de una «periodicidad fija»; reconoce la constancia de una ley
cíclica, y por encima de los propios ciclos, evoca, en tono de bro­
ma, la presencia permanente de una «locura» más o menos enmas­
carada:

C on todo esto, a fuerza de examinarme no he dejado de distin­


guir en mi ciertas disposiciones dom inantes y ciertos retornos casi
periódicos que serán difíciles de observar para quien no fuera el ob­
servador más atento, en una palabra, para mi mismo: casi del mis­
mo m odo en que todas las vicisitudes y las irregularidades del aire
no impiden que los marinos y los habitantes del cam po hayan ob­
servado algunas circunstancias anuales y algunos fenóm enos que
han reducido a una regla a fin de predecir aproxim adam ente el
tiempo que hará en ciertas estaciones. Por ejemplo, estoy sujeto a
dos disposiciones principales, que cambian bastante regularmente
cada ocho dias, y que denom ino mis almas semanales: en una me
encuentro sabiam ente loco; en la o tra, locamente sabio, de tal ma­
nera que aunque, ta n to en una com o en la otra, la locura predo­
m ina sobre la sabiduría, este predom inio se m anifiesta especial­
mente en la sem ana en que me llamo sabio, pues entonces el fon­
do de todos los asuntos de que me ocupo, p o r razonable que
pueda ser en si mismo, se encuentra casi totalm ente absorbido por
las futilidades y las extravagancias con las que tengo siempre bien
cuidado de revestirla. En cuanto a mi alma loca, es mucho más

33 Le Persijleur, O. C.. I. I108-U09.

68
sabia que to d o esto, pues aunque siempre saque de su propio fon­
do el texto sobre el que argum enta, emplea tan to arte, tan to o r­
den, y tanta fuerza en sus razonam ientos y en las pruebas que pre­
senta que una locura asi disfrazada no difiere casi en nada de la
sabiduría34*.

Detrás de todas las variaciones del Persifleur hay pues una cons­
tante secreta, que él denomina su locura: a fin de conferirle irriso­
riamente una continuidad, aísla el principio mismo de la disconti­
nuidad y del cambio. Sin duda, Rousseau se pavonea frente al lec­
tor, da muestras, bajo la cercanísima influencia de Diderot y la más
lejana de Montaigne, de una desenvoltura cuyo tono no será capaz
de sostener durante mucho tiempo. Pero en los Diálogos (es decir,
veinte años después), volvemos a encontrar un autorretrato que no
carece de analogía con el del Persifleur. Rousseau insiste de nuevo
en su variabilidad, en la ligereza de los motivos y de los móviles que
le hacen cambiar de humor:

Casi no tiene la suficiente continuidad en sus ideas como para


form ar auténticos proyectos; pero por la detenida contemplación
de un objeto a veces tom a en su habitación fuertes y prontas reso­
luciones que olvida o que abandona antes de haber llegado a la
calle. T odo el vigor de su voluntad se agota en la resolución, des­
pués, carece d e él para ejecutarla. T odo se sigue en él de una pri­
mera inconsecuencia. La misma oposición que ofrecen los elemen­
tos de su constitución, se vuelve a encontrar en sus inclinaciones,
en sus costumbres y en su conducta. Es activo, ardiente, labo­
rioso, infatigable; es indolente, perezoso, carece de vigor; es o r­
gulloso, audaz, temerario; es temeroso, tím ido, apurado; es frió,
desdeñoso, repelente hasta la dureza; es dulce, tierno, fácil hasta
la debilidad, y no sabe evitarse el hacer o sufrir lo que menos le
gusta. En una palabra, pasa de un extremo al otro con una rapi­
dez increíble sin que siquiera se dé cuenta de este paso, ni recuer­
de cóm o era en el instante an terio r...31.

Una vez más, la variabilidad se explica aquí a partir de una


causa constante, de una cualidad permanente que Rousseau deno­
mina sensibilidad o pasión. De tal modo que la extrema movilidad
se resuelve en «una vida uniforme, sencilla y rutinaria»36. Todas es­
tas irregularidades en la conducta son las agitaciones de uria «natu­
raleza ardiente» que imprime su huella en las acciones más diversas.

34 Op. cit., 1109-1110.


« Dialogues, II, O. C., 1, 817-818.
» Op. cit., 865.

69
Jean-Jacques no cesa de afirmar que hay en él una unidad subya­
cente que se expresa en la espontaneidad de la variación y del cam­
bio de humor; es necesario saber leer, a fuerza de simpatía, esta
unidad de carácter, al igual que es preciso ver en su obra la ejecu­
ción de un proyecto único. Para hacer sentir esta permanencia en la
movilidad, Rousseau retoma al comienzo del segundo Diálogo una
metáfora de la que se sirvió en el Persifleur: la periodicidad de los
cambios atmosféricos3738:
Le he seguido en su m anera de ser más constante, y en sus pe­
queñas desigualdades, no menos inevitales y posiblemente no me­
nos útiles en la tranquilidad de la vida privada que las ligeras va­
riaciones d el aire en la de los dias m ás bellosw .

Asi se describe a si mismo en el Persifleur y en los Diálogos, es


decir, la primera vez, antes de entregarse vertiginosamente a la exal­
tación de escribir, y, la segunda vez, en el momento en el que se es­
fuerza por escapar al «triste destino» y al encadenamiento a que se
ha entregado al convertirse en escritor... antes vagabundeaba libre­
mente, erraba, esperaba alguna gran ocasión para definir su perso­
naje, para mostrarse al público y establecer su morada en la gloria.
Pero tras los «seis años» en los que le visitó el «fuego celeste», en
los que la gloria le obligó a vivir en moradas extrañas (castillos de
descendientes de familias reales o de mariscales de Francia o casas
de campo retiradas de recaudadores de impuestos), Jean-Jacques
vuelve a ser un vagabundo y un ser errante. Esta vez ya no es el va­
gabundeo de la espera y de la conquista aventurera del éxito, es el
vagabundeo de la huida. Huye para escapar de la maldición de la
gloria que ha consquistado, trata de verse libre de ella. Posiblemen­
te en un principio su huida lejos de la gloria no fuera en absoluto
sincera; puede ser que se regocijara con oir crecer los rumores tras
de él mientras se aleja hacia otros refugios. Pero el rumor le alcanza
y se convierte en esa lluvia de piedras que se rbate sobre su casa.
No, la gloria no puede ser una morada, es ella la que condena a
Jean-Jacques a la ausencia de morada. Ahora, sin embargo, busca
en vano una isla en la que pueda ser olvidado, en la que pueda satis­
facer su verdadera naturaleza, mientras se entrega dulcemente a los
impulsos contradictorios de sus deseos. Si tan sólo pudiera romper
el maleficio y conseguir que se le deje vivir a su aire, conforme a su

37 La importancia de estas «comparaciones atmosféricas» ha sido subrayada


por Marcel Raymond, «J.-J. Rousseau. Dos aspectos de su vida interior», Annales
J.-J. Rousseau. La quite desoí el la réverie (París, Corti, 1962), 31 y ss.
38 Dialogues, II, O. C„ I, 795.

70
debilidad y a su pereza... En el refugio de la calle Plátriére intenta
recomponer esta despreocupación (aunque el desasosiego producido
por la persecución y por la difamación le obsesiona), se describe en
aquel entonces como lo hacía en el Persifleur: cambiante, sensible,
en paz consigo mismo, obedeciendo dócilmente a un secreto ritmo
análogo al que producen las variaciones del aire de un bello día.
Aqui se trata sin duda de una tentativa de conjurar la suerte: Rous­
seau proclama la felicidad y la paz interior para darles más realidad
y oponer resistencia a la amenaza que siente que pesa sobre él. Y
cuando recompone el recuerdo de su juventud, hace de él la época
del ensueño voluptuoso y de la admiración inocente, porque necesi­
ta poseer un pasado que sea un refugio, cuando tantos documentos
nos enseñan que su juventud estuvo obsesionada por la preocupa­
ción y la angustia mucho más a menudo de lo que las Confesiones
quieren reconocer. Rousseau fuerza la realidad para componer el
mito de su existencia: el libre ensueño de su juventud ha sido in­
terrumpido por un maleficio extraño, ha dejado que le arranquen de
su felicidad, y ahora retorna a si mismo. El agua que se había en­
turbiado vuelve a ser límpida al final, pero la atraviesan menos
reflejos; su transparencia es más vacía, más fría...

El c o n f l ic t o in t e r io r

La extrema variabilidad no implica que la conciencia se en­


cuentra en un estado conflictivo. El cambiante Rousseau del Per­
sifleur, el Jean-Jacques infinitamente variable de los Diálogos viven
una sucesión de instantes desemejantes, pero en cada uno de ellos se
solidarizan con ellos mismos, aunque sólo fuese el tiempo suñciente
como para sentir que sobreviene un nuevo aspecto del yo. Sufren
este cambio como una ley que les seria impuesta. No son dueños de
sus metamorfosis. Cambian al igual que lo hace el cielo (y a veces:
porque el cielo cambia). Se contenta con asistir a su metamorfosis
sin rebelarse contra ella. Asi pueden considerarse en paz con ellos
mismos:

La uniform idad de esta vida y la dulzura que en ella encuentra


m uestran que su alm a está en paz19.

La variabilidad se reduce a la uniformidad y a la paz: aqui sólo


hay una paradoja aparentemente. Los movimientos más contradic-

» O p. di., 865.
71
torios, si son vividos sucesivamente y si el yo consiente en ellos ple­
namente, no implican ninguna lucha interior. Sólo son contradicto­
rios para una mirada que los juzgará desde fuera, es decir, para un
espectador severo que exigiera una coherencia perfecta. Una con­
ciencia que consiente, que sufre el cambio sin resistírsele, permane­
ce en perfecto acuerdo consigo misma: por más diferentes que sean
los instantes, ella no abandona su coincidencia consigo misma. Para
sentir su contradicción, haria falta que hiciese suya la perspectiva
del juez intransigente que reclama, desde fuera, la unidad coheren­
te. Sin embargo, nada le impide impugnar la autoridad del testigo
exterior a cuya ley no quiere someterse. Si su conducta fuera soste-
nible, evitaría indefinidamente el estado de conflicto. No estaría en
lucha ni consigo mismo ni con la mirada extraña que recusa. Conti­
nuaría viviendo en la contradicción; sin sufrir se sabría a causa de
ella desemejante a sí misma sin oponerse interiormente a su propia
variabilidad.
La reforma personal es el momento en el que Rousseau toma
conciencia del carácter incoherente de toda su vida y se esfuerza por
dominar esta incoherencia. Su libre variabilidad se le aparece brus­
camente como una contradicción que tiene la obligación de supri­
mir. Repentinamente le resulta intolerable que su conducta, sus pa­
labras y sus sentimientos, no están regidos por principios constan­
tes. Lanza sobre si mismo la mirada de un juez exigente; atrae sobre
sí la atención de todos los hombres ante los que se compromete a
realizar su unidad, a fijar sus ideas. Asi se fija como objetivo una
fidelidad a la que no estaba acostumbrado; se mantiene firme en
una actitud virtuosa. A partir de este momento, el conflicto surge y
se va exacerbando. Pues Jean-Jacques no ha destruido por ello su
«naturaleza» mutable e inconstante; se ha impuesto el deber de do­
marla, pero sigue estando presente. En lo sucesivo, será necesario
luchar, crear enteramente la fuerza sin la que no es posible un alma
virtuosa, mostrarse radicalmente diferente de un pasado frívolo o
apático. La movilidad espontánea ya no es compatible con la paz
interior: todo cambio será un desfallecimiento, toda variación ad­
quirirá el sentido de una vacilación y se convertirá en el origen de
un remordimiento. El dictado del instante carece ya de justificación
en si mismo; sólo será legitimo si se somete a una secuencia cohe­
rente, pues representa una debilidad culpable, salvo en el caso de
que se inscriba en la continuidad de una conducta virtuosa. Asi, la
conciencia reconoce en si misma el peligro de un desacuerdo, ve
abrirse en ella misma una profundidad que nace del conflicto y del
riesgo que afronta. (Pero esto equivale a definir la propia exigen­
cia del espíritu, que sólo se despierta a partir del momento en que
72
la conciencia, en nombre de la finalidad elevada a la que tiende, ya
no acepta coincidir ingenuamente con cada uno de sus instantes su­
cesivos.)
Así pues, en el momento en que Rousseau se propone resistir an­
te la mentira del mundo, se coloca en la necesidad de enfrentarse a
sí mismo. La exigencia terrorista de la virtud, en nombre de la cual
se opone a una sociedad perversa y enmascarada, crea en él la con­
ciencia de una división interior, de una falta de unidad. Se verá
obligado a constatar la diferencia que existe entre la facilidad del
impulso inmediato y la tensión del esfuerzo virtuoso. (Rousseau no
tardará en confesarlo: es incapaz de llevar a cabo este esfuerzo,
Jean-Jacques no es virtuoso, es esclavo de sus sentidos, vive en la
inocencia de la espontaneidad inmediata, carece de fuerza para opo­
nerse a sí mismo.) La reforma personal, mediante la que espera
sellar su unidad interior, será para él la ocasión de descubrir cuán
problemática es la unificación de sí mismo. Había creído terminar
con la vida errante y la incertidumbre, había creído que podria por
fin fija r sus ideas y su conducta: pero la decisión que debía expul­
sar el error es en realidad el comienzo de una aventura difícil que
pone en cuestión la verdad. El acto que debería haber concluido con
todo no concluye con nada; por su propia violencia hace surgir
nuevas tensiones y nuevos vértigos. El decreto de la voluntad, que
tiende a la unidad, hace más evidente y más activa una debilidad in­
terior que la pone en peligro. Rousseau, que esperaba obtener una
estabilidad tanto más sólida cuanto que estaría garantizada por va­
lores más elevados, se dará cuenta poco a poco que se ha hecho vul­
nerable y que ha atraído el peligro. Pues lo que resulta de este re­
curso a justificaciones absolutas es el peligro de fracasar, y no la se­
guridad.
El peligro es doble: por una parte, como hemos visto, Rousseau
no puede manifestar su oposición a la mentira del mundo más que
tomando prestadas sus corrompidas armas, su lenguaje, la literatu­
ra; y, por otra parte, los severos valores sobre los que desea fundar
en lo sucesivo su existencia están amenazados interiormente por la
inestabilidad, la debilidad, la tentación de los goces inmediatos. To­
da la dispersión que suponía la forma natural de su vida se convier­
te en una potencia enemiga, que hay que vencer, pero que nunca se
dejará superar.
Al escribir el noveno libro de las Confesiones, Rousseau des­
aprueba los años de exaltación en los que había querido convertirse
en el «testigo de la verdad»:

73
Si se busca el estado del mundo más contrarío a mi naturaleza,
se encontrará éste. Recuérdese uno de esos breves m omentos de
mi vida en los que me convertía en otro , y dejaba de ser yo; lo
volvemos a encontrar en la época de que hablo; pero en vez de
d u rar seis días, seis semanas, duró cerca de seis años, y posible­
m ente duraría todavía sin las particulares circunstancias que lo hi­
cieron cesar y que me devolvieron a la naturaleza sobre la que ha­
bía querido elevarme40.

Jean-Jacques se da cuenta de que la reforma no era más que uno


de los bruscos cambios que eran habituales en ¿1; pero estaba desti­
nada a poner fin a todos los cambios, de modo que introdujo en ¿1
la más violenta contradicción. Rousseau entra en guerra con la
mentira universal, y el nuevo eje que quería dar a su vida y a su pa­
labra no coincidía ya con la linea sinuosa y variable de su verdadera
«naturaleza». A la discontinuidad de esta primera naturaleza, aña­
de la incosecuencia, aún más grave, de querer elevarse por encima
de ésta. En lugar de vivir desperdigado en instantes dispersos, des­
cubre la tensión y la insatisfacción. Sin dejar de padecer la variabili­
dad interior y las imprevisibles intermitencias del humor, las con­
vierte en el motivo de un desgarramiento esencial. Pues ni consigue
repudiar los datos inestables de la experiencia inmediata, ni in­
tegrarlos en la unidad de la exigencia moral. (Veremos a Rousseau
intentar esta conciliación en su proyecto de Moral sensitiva; pero
veremos también lo que imposibilita su éxito.)
Al haber tomado la defensa de la noción abstracta de naturaleza
y virtud, al haber buscado, a continuación, la realización «existen-
cial» de su ideal, Rousseau se encuentra en conflicto con su propia
naturaleza empírica. Cada una de sus debilidades naturales y cada
uno de sus cambios de humor se convierten en un testigo de cargo
contra la sinceridad de su alegato virtuoso y contra la legitimidad
del ejemplo que pretende ofrecer al mundo. No puede escapar a la
contradictoria diversidad de su vida espontánea: ésta persiste en él
como una amenaza hostil a la que opone una exigencia de unidad
coherente que no podrá ser satisfecha jamás. Desde entonces, todo
está amenazado, todo está en peligro; los términos opuestos entre
los que se ejerce la tensión son puestos en cuestión entre sí. La bús­
queda de la unidad coherente es una amenaza para la espontaneidad
de la experiencia inmediata, y ésta, aunque comprometida en su
surgimiento auténtico, sigue siendo lo suficientemente potente como
para hacer fracasar la búsqueda de la unidad «contra-natura» y pa-

40 Confessions, lib, IX. O. C., 1,417.

74
ra hacer que resulte irrisoria. Ya no es posible la tranquilidad. Esta
tensión engendra un movimiento que ya no puede detenerse. Si
Rousseau quiere, finalmente, retornar a su naturaleza variable, si
quiere entregarse al imperio de lo sensible y del sentimiento inme­
diato, ya no podrá disfrutarlo inocentemente: deberá justificarse,
explicarse; por lo tanto, deberá escribir, es decir, pasar por la me­
diación del lenguaje y de la literatura. Aunque sólo pretendiera de­
nunciar su error, no podría hacer nada más que hundirse en él aún
más profundamente. El propio retorno a la naturaleza no podria re­
alizarse más que con la exageración que habia caracterizado el es­
fuerzo contrario. Por haber deseado la unidad que le libraría de las
oscilaciones imprevisibles de su humor, Jean-Jacques ha puesto en
marcha un mecanismo de oscilaciones extremas, cuya amplitud le
conducirá más allá de los limites tolerables. La «revolución» que
conduce a Rousseau en sentido contrario no le devolverá la estabili­
dad que no ha podido conquistar de otro modo. Consagrado en
adelante a las más amplias oscilaciones del espíritu, no podrá re­
cobrar la relativa calma ni las oscilanciones de menor amplitud que
le tocaron en suerte antes de que su vocación literaria le arrastrara:

Si la revolución no hubiera hecho más que devolverme a mi


mismo y se hubiera lim itado a eso todo e s ta rá bien; pero desgra­
ciadamente fue más lejos y me condujo rápidam ente al o tro extre­
mo. Desde entonces mi alm a, en movimiento, no ha hecho más
que pasar por la linea de reposo, y sus oscilaciones, siempre reno­
vadas, no le han perm itido jam ás permanecer allí41.

Nos preguntamos entonces si la propia noción de naturaleza si­


gue teniendo algún sentido. Este movimiento oscilatorio no permite
el reposo, el retomo estable al estado natural. ¿Pero existe, si­
quiera, un estado natural? Este será, en todo caso, un emplaza­
miento virtual, entre puntos extremos: pero el movimiento no se de­
tiene en este lugar; yo mismo no es más que una imagen atisbada a
la que hace confusa y evanescente la velocidad del tránsito. Ya no
podré pensar en m í mismo mas que como lo que me falta, lo que no
deja de sustraerse. Estoy siempre fuera de mí, fuera del reposo de la
identidad estable... O bien operemos un cambio semántico radical
que permita llamar naturaleza (o verdad, o esencia) al propio movi­
miento por el que me sustraigo al reposo: la oscilación recupera de
este modo una validez de la que parecía estar privada; yo mismo

41 Ibíd., véase d comentario de B. Munteano, en «La solitude de J.-J. Rous­


seau», en Anuales J.-J. Rousseau. XXXI, 1946-1949.

75
no es el reposo que nunca puedo conseguir; yo soy, por el contra­
rio, la inquietud que me priva de reposo. Mi verdad se manifiesta al
arrancarme lo que yo tenia por un dato primitivo (tomado inme­
diatamente después de ser dado) donde creía encontrar mi «verda­
dero yo». A partir de entonces, todos mis gestos, todos mis errores,
todas mis ficciones, todas mis mentiras anuncian mi naturaleza: soy
auténticamente esta infidelidad a un equilibrio que me solicita
siempre y que siempre se niega. («Todo movimiento nos descubre»,
decía Montaigne.) No hay delirio ni locura que no sea reabsorbido
en la totalidad del yo, totalidad de la que todos sus aspectos son
igualmente discutibles, igualmente faltos de legitimidad, y cuyo
conjunto funda el valor y la legitimidad irreductibles del sujeto. Es­
ta es la causa de que todo deba ser relatado, confesado y desvelado,
con el fin de que un ser único se manifieste a partir de la dispersión
más completa.

La m a g ia

En la misma página de las Confesiones donde Rousseau describe


su entusiasmo por la virtud como un «necio orgullo» y como el «es­
tado más contrarío a (su) naturaleza», afirma también: «Esta em­
briaguez había comenzado en mi cabeza, pero habia pasado a mi
corazón. El orgullo más noble germinó en él sobre los restos de la
vanidad extirpada. No fingía en absoluto; me convertí en realidad
en aquello que parecía»42.
¿Necio orgullo o noble orgullo? ¿Estado contrario a la naturale­
za o transformación sincera? Al juzgar su pasado Rousseau deja
subsistir el equivoco. Ha sido infiel a su «verdadera naturaleza»,
pero no ha mentido, no ha llevado una máscara. Se ha convertido
realmente en lo que parecia, sin reservas y sin duplicidad. Más que
un desdoblamiento interno, Rousseau sugiere en este caso una espe­
cie de eclipse de su personalidad «normal»: ha llegado a identificar­
se —durante un tiempo más o menos largo— con una personalidad
«inventada». Rousseau pone todos sus recursos y todas sus energías
al servicio de esta personalidad ficticia: no podrá ser acusado de es­
tar interpretando un papel, puesto que se entrega por completo a su
papel y al destino que este papel le obliga a soportar. Lo que aquí
indica que se trata de una ficción no es el que Rousseau no se entre­
gue suficientemente a su papel, sino más bien el que se entrega de­
masiado, con una exageración a veces inimaginable. Un hombre en-
42 Confessions, lib. IX, O. C., 1,416.

76
mascarado no se solidarizaría completamente con su papel, salva­
guardaría en si mismo una parte de ironía y de desinterés; manten­
dría un poder perpetuo de desapego y se concedería el derecho de
cambiar de máscara si fuera preciso. Pero, por el contrario, Rous­
seau tiene demasiadas ganas de confundirse enteramente con su per­
sonaje, quiere ser virtuoso hasta el punto de no poder escapar ya a
la fatalidad de la virtud. Lejos de preservar en él una parte de liber­
tad desinteresada y lúdica, pasa al exceso contrarío y se niega toda
libertad de movimientos, toda posible retirada; toda opción diferen­
te. Será virtuoso y no será más que eso...
Para explicar su embriaguez por la virtud, Rousseau la compara
a «aquellos momentos» de su juventud en los que se convertía en
«otro». La decisión por la que pretende definirse y consagrarse a
una identidad virtuosa se parece a aquellos excesos de mitomania en
los que se había proyectado en el ensueño quimérico y en la existen­
cia bajo pseudónimo. Ahora que se consagra a la verdad, ahora que
quiere ser Jean-Jacques Rousseau, ciudadano de Ginebra, repite el
ataque de «locura» por el que se convertía en Vaussore de Ville-
neuve o el inglés Dudding. No es menos sincero, no es menos «deli­
rante».
Es extraño ver a Rousseau confesar una equivalencia tan com­
pleta entre la aventura que vivió bajo un falso nombre y la tensión
con la que pretende vivir en realidad su verdadero nombre. Pero si
nos remitimos a las páginas en las que Rousseau cuenta las aventu­
ras que vivió cuando usaba un pseudónimo, nos damos cuenta de
que sólo son explicables por la psicología del disimulo. Salvo en es­
casas excepciones, nunca actuó con el fin de esconder su verdadera
identidad, sino, por el contrario, con el de conquistar una nueva,
con la que pudiera confundirse definitivamente. No se disfrazaba
para engañar a los otros, sino para cambiar su propia vida. Cuando
Rousseau miente cree en su propia mentira, al igual que al leer la
Jerusalért libertada siente que se convierte en Tasso o al igual que se
convirtió en un romano al leer a Plutarco. Su ficción le absorbe
hasta el punto de no dejar intervalo alguno entre la antigua «reali­
dad» que abandona y la ficción que le fascina. Se despersonaliza
para entrar en su nuevo personaje, y la metamorfosis se realiza sin
dejar residuo alguno. Está convencido de tener un «pólipo en el co­
razón», del mismo modo que la histérica está persuadida de que su
pierna está paralizada. No sabe, o no quiere saber, que disimula.
«Es a él mismo a quien se trata de mistificar»43, escribe Marcel
Raymond al comentar el episodio del concierto, en el que Rousseau
o Marcel Raymond, op. cit., 21.

77
se hace pasar por el compositor Vaussore de Villeneuve44. No se
contenta con interpretar el personaje de Vaussore, quiere serlo,
quiere poseer su talento y su competencia musicales: se convierte en
él tan completamente que se apresura a ofrecer la demostración in­
mediata, organizando el concierto que se convertirá en una catás­
trofe. Un impostor tendría miedo de dar pruebas de su arte; pero
Rousseau, muy al contrario, se presta alegremente a la experiencia,
porque va a vivir, por fin, su nueva identidad y a dejar actuar a su
nuevo yo. Jean-Jacques no solamente se ha transportado completa­
mente en su papel, sino que espera que este papel le arrastre y le
dicte los gestos y las palabras eficaces, le haga saber música y dirigir
una orquesta... Rousseau se confía y se abandona en manos de su
personaje. En esta forma de convertirse en otro, podemos ver, cier­
tamente, un abuso de autoridad de la voluntad, pero este abuso va
acompañado por una pasividad vertiginosa. Lo que ha comenzado
por un acto de la voluntad continúa en una especie de hipnosis,
donde ya no se trata de laissezfaire lo que el rol de Vaussore exige
hacer. Se puede hablar aquí de comportamiento mágico, porque la
magia consiste precisamente en provocar fuerzas a las que luego se
deja actuar sobre uno mismo; estas fuerzas operan por si mismas y
escapan a nuestro control; una vez suscitadas, nos liberan de la ne­
cesidad de querer y de dirigir nuestros actos. Basta, entonces, con
dar nuestro consentimiento a lo que nos ocurra. El acto mágico,
que ha comenzado por obra nuestra, se consuma sin nosotros.
Tal es la metamorfosis mágica de Jean-Jacques: el abuso de po­
der inicial le entrega a una personalidad ficticia que no le queda
más remedio que soportar. Pasa asi del dominio de los actos volun­
tarios al del destino en el que (su alocamiento le convence de ello) le
serán dados el talento, la gloria y la felicidad como maravillosas re­
compensas. Observemos sobre todo que el recurso a la magia cons­
tituye para Rousseau un modo de alcanzar los fines sin emplear los
medios normales; consigue su objetivo en virtud de un salto instan­
táneo que elude el contacto con el obstáculo y suprime todas las eta­
pas intermedias. La magia es el reino de los actos inmediatos, magia
que hace que resulte innecesaria la laboriosa mediación del trabajo
y del estudio. Como ha subrayado Marcel Raymond, el deseo de
Rousseau intenta realizarse sin aceptar las molestias que le impone

44 Obsérvese que Vaussore es el anagrama de Rousseau, mientras que «de Ville­


neuve» es el «titulo nobiliario» (probablemente inventado) del músico Venture, que
impresionaba vivamente a Rousseau. La identidad ficticia que Rousseau alega en
Lausana es un híbrido: es el injerto de un yo retocado bajo el nombre del otro ad­
mirado.

78
la condición humana4J. Quiere ser compositor y músico instantá­
neamente, si haber tenido que aprender, como resultado de una gra­
cia inmanente que tendría por causa la propia intensidad del deseo.
El concierto de Lausanne es un fracaso; pero el Adivino triunfa­
rá y el Discurso y la Eloísa cautivarán a las almas sensibles... Lla­
mados por la magia, se despiertan en Rousseau una palabra y un
poder reales: va a ser totalmente poseido por su papel. Tal es su
suerte: ya no es traicionado por su personaje, como lo fue en Lau­
sanne; puede entregarse a él plenamente. Fue abandonado por la
ficción Vaussore, pero no lo será por la ficción Jean-Jacques Rous­
seau: y este papel que le conduce a la gloria le conducirá también a
la desgracia...
La propia embriaguez que en el momento de la reforma acom­
paña a su efervescencia por la virtud es un signo de su carácter má­
gico. Lo que inicialmente fue una elección deliberada se transformó
en un goce pasivo. En el culmen del impulso voluntario, Rousseau
ya no domina su exaltación y se ve arrastrado por un ola vertigino­
sa. Él, que tan bien sabe que no hay virtud sin fuerza, se entrega a
la paradoja de una embriaguez virtuosa, en la que su voluntad, des­
armada, se deja sumergir: sólo tiene que dejarse dictar su virtud.
Pero esta virtud inspirada no es más que una ensoñación fascinante:
la energía del alma está completamente absorbida por la embriaguez
de la fascinación. En lugar de estar fundado en la voluntad lúcida,
el reino de la virtud se desvanece asi en la inconsistencia de una
exaltación que se agota en si misma.
Sin embargo, la exaltación exige la soledad, se encamina al sa­
crificio y posiblemente al martirio. Jean-Jacques ya no ve en ello la
imagen de su propio deseo: reconoce allí el mandato ineluctable del
destino. El mismo hombre que se complacía en las metamorfosis de
un Proteo, el aventurero que recorría los caminos bajo el nombre
de Vaussore o de Dudding, el mismo Rousseau cuya detención ha
sido ordenada ahora y que huye de Montmorency: he aqui que ya
no sabe qué hacer para esconder su verdadero nombre, precisamen­
te en el momento en que está en juego su libertad. Le tiembla la ma­
no en el momento en que se dispone a dar una falsa firma. No tiene
derecho a desobedecer a la virtud, no mentirá, se expondrá al pe­
ligro y se someterá a su destino:

Sin embargo, he de deciros que a) pasar por Dijon tuve que dar
a conocer mi apellido, y que, ai tomar la pluma con intención de
sustituir el de mi madre, me fue imposible llevar a cabo lo que me*

« Op. cit.. 22.

79
proponía; la mano me temblaba tan violentamente que por dos
veces me vi obligado a dejar de escribir, y toda mi falsificación
consistió en suprimir la «J» de uno de mis dos nombres46.

Acto de valentia y de desafío, pero en el que Rousseau se com­


porta como si fuera víctima de un encantamiento. Hay, en esta sin­
ceridad forzada, la misma exageración «compulsiva», la misma pa­
rálisis de la voluntad, la misma fascinación mágica que en los mo­
mentos de delirio en los que Rousseau se convertía en «otro» y se
dejaba arrebatar por su papel.
Por una parte hemos visto que la reforma personal introdujo en
el alma de Jean-Jacques la contradicción y el conflicto; pero, por
otra, acabamos de constatar en él el singular poder de identificación
casi por completo con el personaje a que desea parecerse: consigue
vivir auténticamente aquel papel, que en principio no era más que
una quimera de su espíritu. A lo largo de la narración de su reforma
personal, Rousseau hace alternar una y otra explicación, con el pe­
ligro de desconcertar al lector: se ha alejado de si mismo en un «es­
fuerzo contrario a su carácter», por el contrario, lo que en principio
no era más que un principio escogido arbitrariamente se ha conver­
tido en una pasión sincera, la afectación de virtud se ha transforma­
do en una verdadera embriaguez. La idea se anticipa al sentimiento,
pero éste no se deja adelantar por mucho tiempo: se apresura a su­
perar su retraso, y toda la energía del yo se pone al servicio de este
«ideal de yo» que inicialmente no era más que una ficción. Leamos
de nuevo los fragmentos que ya hemos visto; encontraremos expre­
sado en ellos muy claramente el proceso por el cual se crea una
autenticidad a partir de un desdoblamiento inauténtico. El yo entra
entonces en una verdad de la que es su autor, en una identidad que
no preexistia en él:

Mis sentimientos se mostraron a tono con mis ideas con la ra­


pidez más inconcebible47.

Todo el temperamento de Rousseau se pone de manifiesto en la


rapidez de que habla aqui y que describe la impetuosidad de un
alma que lleva su vida al nivel al que sólo accedia su reflexión... Es­
cuchemos esta otra confesión:

46 A Mme. de Luxembourg, 17 de junio de 1762, Correspondance g¿itérale, DP,


Vil, 304.
47 Con/essions. lib. V lll, O. C., I, 351.

80
Siento que el amor por la verdad ha llegado a serm e precioso
por lo que me cuesta. Puede ser que en principio sólo fuera para
mi un sistema: ahora es mi pasión dominante4849.
Un sistema intelectual se convierte en una pasión; la ideología
toma la forma de una experiencia vivida no solamente porque la
moral exige que cada uno viva según sus principios, sino porque el
sentimiento desea identiñcarse con las ideas que prometen una justi­
ficación superior.
Las Confesiones nos hablan a la vez del fracaso y de la verdad
de esta transformación del yo. Lo que en principio no era más que
afectación de la virtud, toma poco a poco el carácter de la nobleza y
virtud verdaderas; pero no es menos cierto que al término de este
esfuerzo Jean-Jacques ya no se siente coincidir consigo mismo:

Arrojado a pesar mío entre la buena sociedad sin conocer el


modo de comportarse y sin estar en situación de adquirirlo y de
poder someterme a él, se m e ocurrió adquirir uno q u e m e fu e se
p ro p io y q ue m e dispensase d e atenerm e a aquél. Como mi necia y
desagradable timidez, que me era imposible vencer, tenía por ori­
gen el temor a faltar a las conveniencias sociales, tomé el partido
de hollarlas para enardecerme. Me hice cínico y cáustico por ver­
güenza y afecté despreciar la cortesía que no sabia practicar. Hay
que reconocer que esta aspereza, conforme a mis nuevos princi­
pios, se ennoblecía en mi alma, adquiriendo en ella la intrepidez
de la virtud, y me atrevo a decir que es gracias a este augusto fu n ­
dam ento como se ha mantenido mejor y durante más tiempo de lo
que se habría podido esperar de un esfuerzo tan contrario a m i ca­
rácter. Sin embargo, a pesar de la reputación de misantropía que
m i aspecto exterior y algunas frases felices me dieron en la so­
ciedad, es innegable que, en particular, siem pre desem peñé m al m i
p a p el* .

Estas palabras son reveladoras: el movimiento por el que el alma


conquista su fundam ento es al mismo tiempo el que le obliga a sen­
tir su división. Esta página nos muestra cómo el ser se inventa, para
recogerse por completo en su ficción. La desenvoltura arbitraria (se
me ocurrió adquirir uno...) abre la vía a los sentimientos más
nobles. Pero, tan pronto como consigue establecerse sobre sus fun­
damentos, el ser desfallece en la contradicción (que traza el propio
movimiento de la frase y de la página). El hombre que criticaba tan
amargamente la discordancia entre el ser y el parecer en la humani-

48 Annales J.-J. Rousseau, IV (1908) 244; véase O. C., 1,1164.


49 Confessions. lib. VIH, O. C., 1, 368-369.

81
dad civilizada percibe ahora, en si mismo, el contraste que opone
su apariencia exterior a su carácter. Siente que es la debilidad que
niega. El escándalo que encontraba en el mundo se ha desplazado a
su vida, el mal que denunciaba febrilmente en el exterior se ha inte­
riorizado. Asi pues, tomar partido por la virtud no ha puesto fin a
la discordancia del ser y el parecer: es sólo en este momento cuando
el problema se convierte en mi problema. El fundamento que me ha
dado ya no está bajo mis pies, y todo es puesto en cuestión nueva­
mente.
En teoría las cosas se concillaban mucho mejor. En una de sus
cartas a Sophie, Jean-Jacques escribía estas palabras:.

Cualquiera que tenga la valentía de parecer lo que es se con­


vertirá tarde o tem prano en lo que debe ser50.

Semejante fórmula conciba maravillosamente la idea de una per­


manencia natural del yo con la idea de una transformación de si
mismo exigida por el deber moral. La sinceridad, es decir, la simple
afirmación transparente del ser natural, tiene como consecuencia su
transformación y el hacer que se convierta en lo que debe ser. Al re­
conocerse tal como es, se convierte en otro, toma un nuevo aspecto.
La tautología de la confesión es el principio de una génesis y de una
metamorfosis. No se sabría explicar mejor cómo salva el alma la
sinceridad y cómo la transfigura. Rousseau formula aquí, sin duda,
una moral completamente profana, pero que sólo es comprensible
por referencia a un modelo religioso. El acto voluntario por el que
parezco lo que soy juega el papel teológico del Cristo mediador que
regenera el alma del creyente. Sólo que, para Rousseau, parecer lo
que soy es un acto inmediato, que me transforma sin que tenga que
recurrir a una potencia o a una gracia que me sería externa. La gra­
cia que me transfigura es inmanente a mi conciencia. No salgo de
mí para convertirme en lo que debo ser.

Tendremos que retomar más tarde el problema de la sinceridad.


Basta aquí con asignarle el lugar que le corresponde én el conjunto
de la situación vivida por Jean-Jacques.
La sinceridad es reconciliación con uno mismo: es una salida
fuera de la división interior. Pero esta división interior no es origi­
nal, no es más que el eco interiorizado de la rebelión por la que
Jean-Jacques se opone a una sociedad inaceptable. Incluso para un
análisis que pretendiese ser puramente «existencia!» (y no sociológi-

50 Correspondance générale. DP, III, 101; L (ed. Leígh), V, 2.

82
co o marxista), el problema de la rebelión posee, en alguna medida,
un derecho de prioridad y de anterioridad, con respecto al problema
de la sinceridad. En Jean-Jacques, la preocupación por la sinceri­
dad constituye una respuesta parcial —al nivel del yo, y nada más
que a este nivel— a una situación que desde el comienzo desborda
al yo y concierne a sus relaciones con la sociedad de 1750. Pero en
el mismo momento en que obliga a la conciencia a dar la espalda a
la vida social para preocuparse de sus conflictos particulares, la sin­
ceridad espera que los otros le presten atención. Vuelta hacia los
problemas interiores, apunta indirectamente hacia el exterior: mere­
ce la pena que uno se describa con sinceridad, porque en la sociedad
con la que se ha roto podría haber ya hombres capaces de compren­
dernos. La sinceridad esboza el restablecimiento de una relación so­
cial no en el plano de la acción política, sino en el de la compren­
sión humana. Por lo que la efusión sincera se manifiesta como un
estado de ánimo prerrevolucionario y que, en el caso de las «almas
bellas» que se satisfacen con su propio entusiasmo, corre el peligro
de suplantar toda acción verdadera.

83
IV

LA ESTATUA VELADA

El Fragmento Alegórico1concluye con un sueño filosófico cuyo


simbolismo, bastante tradicional (siendo los prototipos Escipión y
Polifilo) no aparece, ciertamente, como el producto de una auténti­
ca «imaginación onírica». Los románticos sabrán hacerlo mejor.
Pero este texto no deja de poseer un valor de primer orden. Por
inocente y poco original que puedan ser la imaginería del Fragmen­
to Alegórico, ésta dibuja muy claramente —quizá con demasiada
claridad— los sucesivos momentos de un advenimiento de la ver­
dad. El fragmento no ha sido terminado, y Rousseau, indudable­
mente, no lo destinaba a la publicación. Pero veremos cómo formu­
la en él un mito al que concede más valor de lo que a primera vista
se pudiera pensar.
Un filósofo se duerme después de haber contemplado el univer­
so y meditado sobre la existencia de Dios. Su sueño le condujo a un
«edificio inmenso formado por una cúpula resplandeciente sosteni­
da por siete estatuas colosales»:

Vistas de cerca todas estas estatuas eran horribles y deformes,


pero, por el artificio de una hábil perspectiva, vistas desde el cen­
tro del edificio cada una de ellas cambiaba de apariencia y presen­
taba el aspecto de una figura encantadora.

Volvemos a encontrar, de entrada, el tema de la ilusión y de la


apariencia engañosa, como en el primer Discurso. Este lugar en el
que reina la seducción nefasta del parecer es un templo, y es la mo­
rada de la humanidad. La escena se desarrolla en un decorado so-i
i OEuvres el Corrapondance inédita de J.-J. Rousseau, publicadas por
G. Streckeisen.Mouliou (París, 1861), 171 y ss.; víase O. C., IV, 1044-1054.

84
lemne donde el hombre está en relación con lo sagrado. Y se des­
cubren los ritos de una extraña religión: en el centro se encuentra un
altar sobre el que se levanta una «octava estatua a la que está con­
sagrado todo el edificio». Pero esta estatua permanece «siempre ro­
deada por un velo impenetrable». Asi pues, ninguna relación con la
joven divinidad que domina el frontispicio de La Enciclopedia y
cuyo cuerpo encantador se transparenta bajo el velo tenue que casi
no sujeta. La mujer velada de La Enciclopedia se adelanta con la
luz de un sol naciente y dispersa ante sí las tinieblas, que forman
grandes volutas inofensivas en la parte superior de la plancha dibu­
jada por Cochin. Por el contrario, en el comienzo del sueño de
Rousseau, nos encontramos todavia en el reino del error y de la opi­
nión irracional. El momento de la iluminación llegará más adelante.
A los pies de la gran estatua velada suben densas humaredas de un
culto absurdo:

Estaba perpetuam ente servida por el pueblo qu e nunca podía


verla; la imaginación de sus adoradores se la pintaba según sus
propios caracteres y sus pasiones y estando todos tanto m ás liga­
dos al objeto de su culto cuanto más imaginario fuera, no ponían
bajo este velo misterioso sino al ¡dolo de sus corazones.

No había rayos alrededor de esta extraña estatua; es una poten­


cia del mal, que se yergue en una atmósfera nocturna. El soñador
entrevé vagamente escenas monstruosas, asiste a los crímenes de
una inmensa Sodoma:

El altar que se elevaba en medio del templo se distinguía a tra­


vés de los vapores de un incienso espeso que afectaba a la cabeza
y turbaba la razón; pero m ientras el vulgo sólo veia los fantasmas
de su imaginación agitada, el filósofo, más tranquilo, percibió lo
suficiente com o para juzgar aquello que no discernía; el aparato
de una continua carnicería envolvía este horrible altar; vio con
horror la m onstruosa mezcla del asesinato y la prostitución.

Para evocar «poéticamente» la atmósfera del mal, Rousseau


multiplica como quiere todos los símbolos clásicos de la opacidad,
de la mentira, del disimulo criminal. El horror de este espectáculo
tal como nos es descrito, consiste menos en los crímenes en si mis­
mos, que en el espesor del misterio que los rodea. (Tendremos la
ocasión de volver a ocuparnos de esto: lo escondido y lo misterioso
están casi siempre cargados de un valor negativo para Rousseau; en
su pluma, y sobre todo cuando escriba los Diálogos, «misterio» y
85
«mal» son términos casi sinónimos.) El culto a la estatua que some­
te a los hombres a su subjetividad irracional toma la forma del cri­
men universal: se desarrolla en la penumbra, a los pies de la estatua
cubierta del Idolo; las víctimas están fascinadas por su ilusión y los
sacerdotes-verdugos, ocultando su crueldad «bajo un aire de mo­
destia y recogimiento», consiguen cegar a los hombres vendándoles
los ojos; por otra parte, también tienen el poder de castigar a sus
victimas recalcitrantes desfigurándoles ante los ojos de los otros:

Lo primero que hacían era vendar los ojos a todos aquellos


que se presentaban a la entrada del tem plo; después, tras haberles
conducido a un rincón del santuario, no les devolvían el uso de la
vista hasta el m om ento en que todos los objetos concurrían para
fascinarles. Y si durante el trayecto alguien intentaba levantar su
venda, pronunciaban al instante, sobre él, algunas palabras mági­
cas que le conferían el aspecto de un m onstruo, bajo cuya apa­
riencia, aborrecido por todos y desconocido por los suyos, no tar­
daba en ser destrozado por los allí reunidos.

Rousseau da rienda suelta aquí a una fobia que le obsesionará


en sus últimos años (pero que existe en él desde la adolescencia): la
idea de la metamorfosis a causa de la difamación. Expresa su pro­
pio terror de recibir la máscara del monstruo y de no poder librarse
de ella: la vindicta universal va a abatirse sobre un inocente al que
han disfrazado de culpable.
Los esfuerzos por liberarse serán actos de descubrimiento, desti­
nados a destruir los maleficios de la estatua cubierta. Tres persona­
jes aparecerán sucesivamente. Cada uno de ellos actuará solo, pero
en beneficio de toda la humanidad. Rousseau describe alegórica­
mente la empresa del héroe liberador, pues el simbolo es, en este
caso, el de la Aufktürung misma: el héroe devuelve la vista a los
hombres cegados, hace visible lo que estaba cubierto, trae la luz.
El primer personaje que, posiblemente, es un doble del filósofo
(está «vestido exactamente como él») devuelve la vista a algunos
hombres, pero, sin embargo, sin atreverse a enfrentarse con la esta­
tua. La suerte que le espera será, precisamente, la de la difamación
mortal:

Este hom bre de porte grave y serio no se llegaba hasta el altar,


sino que, tocando sutilmente la venda de aquellos que alli condu­
cían, sin causar trastorno aparente, les devolvía el uso de la vista.

Los ministros del templo se apoderarán de él y le «inmolarán»


allí mismo, «siendo unánimemente aclamados por la masa cegada».
86
A ese mártir de la verdad va a sucederle uno nuevo: un anciano
que afirma que es ciego, pero que en realidad no lo es. Reconoce­
mos a Sócrates. Su acción será más arriesgada: osará descubrir la
estatua, pero sin conseguir hacer triunfar la verdad:

Saltando ágilmente sobre el altar, descubrió con una mano


audaz la estatua y la expuso sin velo a todas la m iradas. Se veian
reflejados, en su cara, el éxtasis y el furor; bajo sus pies ahogaba a
la hum anidad personificada, pero sus ojos estaban vueltos dulce­
mente hacia el cielo... Esta imagen hizo estremecer al filósofo,
pero lejos de soliviantar a los espectadores sólo vieron en ello un
entusiasm o celeste en vez de un aspecto cruel, y sintieron aum en­
tar hacia la estatua, asi descubierta, el celo que habían tenido por
ella sin conocerla.

Resulta fácil descifrar la alegoría: el Ídolo no es otro que el fa­


natismo, que, simulando adorar al cielo, sacrifica a los hombres. Es
el adversario que la filosofía de las Luces ha decidido destruir.
Y Rousseau hace aquí causa común con los filósofos, que dejan
maltrechos a los sacerdotes impostores y a la credulidad supersti­
ciosa. Sin embargo, Rousseau nos dice que no basta con descubrir
el mal: su poder de sugestión y de fascinación permanece intacto. El
anciano, condenado a beber el «agua verde», murió rindiendo un
inesperado homenaje a la monstruosa estatua. El verdadero rostro
del mal ha sido revelado: pero no es suficiente todavía. Queda aún
por manifestar la verdad del bien. Aún no ha sido realizado el acto
esencial.

C r is t o

En este momento es cuando aparece el tercer héroe, anunciado


como el «hijo del hombre»: evidentemente es Cristo. Le basta con
mostrarse para que la verdad se haga manifiesta. Él es la verdad;
aporta la evidencia de ésta, evidencia que conquista instantánea­
mente todos los corazones. Y triunfa sobre la estatua sin lucha y sin
peligro:

«¡O h, hijos míos!» —dijo con un tono de tern u ra que llegaba


hasta el fondo del alm a— «vengo a expiar y a curar vuestros erro­
res, am ad a Aquel que os ám a y conoced a Aquel que es». Al m o­
m ento, asiendo la estatua la derribó sin esfuerzo y subiendo al pe­
destal con tan poca agitación com o hasta entonces, más pareció
que ocupaba el lugar que le correspondía, que usurpase el de
87
o tro ... Bastaba con escucharle una vez para estar seguro de adm i­
rarle siempre, era claro que el lenguaje de la verdad no te costaba
nada porque poseía su fu e n te en s í m ism o.

Así pues, éste es el momento decisivo: un cambio abrupto es­


tableció el reino del Bien sobre las ruinas del Mal. Rousseau acos­
tumbra a usar estas oposiciones sin término medio y sin matices. El
Bien absoluto o el Mal absoluto: es la única alternativa que se ofre­
ce. Pero lo que debe atraer aquí nuestra atención es que a la oscura
dominación de una cosa cubierta le sucede la presencia liberadora
de un hombre divino. No podia limitarse al descubrimiento de la
horrible faz del mal; la Estatua seguia siendo todopoderosa aún
después de que le hubiesen quitado el velo. Lo que cuenta es la epi­
fanía del hombre y del lenguaje verídicos, es la manifestación de
una verdad que tiene su fuente en una conciencia.
Asi pues, el instante capital no es el del descubrimiento del mal,
sino aquel en que la verdad encarnada viene a dar testimonio de su
presencia eficaz. Ahora, una conciencia se abre a nosotros, y por
su propia transparencia, esta conciencia se anuncia como la fuente
de una verdad universal. El Bien aparece en el mundo a través de un
yo que deja que se haga transparente. El dios-hombre (como en
otra parte el propio Rousseau) se ofrece a todas las miradas no para
que se le vea a él mismo, sino para que en el propio acto por el cual
él habla y se comunica sin limitación alguna se reconozca a una
fuente sagrada.
Esta verdad es singularmente fácil. No le «cuesta nada» a quien
la enuncia y es comprendida instantáneamente por aquellos que la
escuchan. Estamos en presencia de una doble inmediatez. El hom­
bre-dios posee inmediatamente la verdad y la transmite inmediata­
mente. La conversión de la humanidad es instantánea. Nada hay
aqui que se parezca al escándalo de que habla el Evangelio. La ver­
dad se impone por una especie de magia que suprime los obstáculos
y hace que sea inútil cualquier esfuerzo. Habrá que reconocer que
en esto hay algo de infantil que habitualmente sólo ocurre en los
cuentos de hadas...
Y se podría poner en duda la autenticidad de esta imagen de
Cristo. Anuncia que viene a «expiar» los errores de los hombres.
Pero el texto de Rousseau (en realidad, ¿está inacabado?) se inte­
rrumpe precisamente antes del relato de la crucifixión. Interrupción
altamente significativa. Y es que Rousseau no tiene ninguna necesi­
dad de la cruz, que es un símbolo de mediación. Para Rousseau lo
esencial del cristianismo está en la predicación de una verdad inme­
diata. Asi pues, nos propone una imagen de Cristo, educador de la
88
humanidad, dirigiendo a los hombres palabras enternecedoras y pa­
labras «que llegan al corazón».
El Cristo de Rousseau no es un mediador, no es más que un
gran ejemplo. Si es más grande que Sócrates, no es a causa de su di­
vinidad, sino por su humanidad más valerosa. En ningún lugar la
muerte de Cristo aparece en su dimensión teológica, como el acto
reparador que estaría en el centro de la historia humana. La muerte
de Cristo es solamente el arquetipo de la muerte del justo calumnia­
do por todo el pueblo. Sócrates no murió solo, mientras que la
grandeza de Cristo proviene de su soledad. Ofrece el ejemplo más
edificante del excepcional destino que el propio Jean-Jacques pade­
ce y desea:

Antes que él (Sócrates) hubiese definido la virtud, Grecia


abundaba en hombres virtuosos. ¿Pero de dónde habia tomado
Jesús esta moral elevada y pura de la que sólo él dio ¡ecciónes y
ejemplo entre los suyos? La más alta sabiduría se hizo oír desde el
seno del fanatismo más violento, y la sencillez de las virtudes más
heroicas honró al más vil de todos los pueblos. La muerte de Só­
crates, filosofando tranquilamente con sus amigos, es la más dul­
ce que se pueda desear; la de Jesús, expirando entre tormentos,
injuriado, ridiculizado y maldecido por todo un pueblo, es la más
horrible que se pueda temer23.

Rousseau acumula las antitesis sin tener en cuenta matiz alguno:


el pueblo más vil —la alta sabiduría; la muerte más dulce— la
muerte más horrible. Superlativos contra superlativos. La última
antitesis opondrá el hombre a Dios.

Si; si la vida y la muerte de Sócrates son propias de un sabio,


la vida y la muerte de Jesús son propias de un Dios2.

Pero la muerte de Jesús no es más que la proeza de un alma he­


roica. Esta muerte divina no trae consigo consecuencias sobrenatu­
rales. Pierre Burgelin escribe a este respecto: «El cristianismo de
Rousseau pretende ser evangelium Chrisli al aceptar al divino profe­
ta de Galilea que habla a todo corazón bien nacido para enseñar las
leyes del amor. Rechaza un evangelium de Christo, que establecería
el valor absoluto de Cristo muerto para salvar a los hombres»4.

2 Émile, lib. IV, O. C., IV, 626.


3 Ibldem.
4 Pierre Burgelin, La Philosophie de l'Existence de J.-J. Rousseau (París,
P.U.F., 1952), 434.

89
De hecho, el Fragmento alegórico nos muestra a Cristo como
una conciencia que encuentra en sí misma la fuente de la verdad
(aunque ésta quizás provenga de más allá de ella misma). Cada uno
de nosotros puede hacer lo mismo que él. Entrar en uno mismo, en­
contrar alli la fuente, reconocer la «voz de la conciencia». Enton­
ces, cada uno podria convertirse —a semejanza de Cristo— en el
educador del género humano que exalta los corazones y despierta en
ellos una bondad paralizada. En Rousseau, la imitación de Jesucris­
to es la imitación del acto «divino» mediante el que una conciencia
humana solitaria se convierte en fuente de verdad o transparencia
para una verdad que viene de más allá. Por tanto, lejos de ser el
mediador indispensable para la salvación del hombre, Cristo enseña
el rechazo de la mediación, su ejemplo invita a escuchar «el princi­
pio inmediato de la conciencia»’. Rousseau, que no intentará sal­
varse por medio de Cristo, quiere, al igual que Cristo, anunciar la
verdad. Esto no es más que el testigo de la iluminación de la con­
ciencia mediante una luz original, de la que cada cual puede a su
vez convertirse en testigo.
«¡Cuántos hombres entre Dios y yo!», exclama el Vicario sabo-
yano. Rousseau desea ver a Dios inmediatamente. Cuantos menos
intermediarios haya, mejor captaremos la presencia divina. Nada de
sacerdotes, nada de dogmas interpuestos. Si Jean-Jacques acepta el
Evangelio es porque la verdad es perceptible en él de forma inme­
diata: «Reconozco en él el espíritu divino: esto, es tan inmediato
como pueda serlo; no hay nadie entre esta prueba y yo»56.

GALATEA

«El teatro representa un taller de escultor. A los lados se ven


bloques de mármol, grupos y bocetos de estatuas. Al fondo, hay
otra estatua escondida bajo un pabellón de paño ligero y brillante,
adornado con cenefas y guirnaldas»7. La imagen de la estatua vela­
da se alza sí, de nuevo, en la obra de Rousseau: es el cuerpo perfec­
to de Galatea que Pigmalión esculpió a imagen de su deseo. Esta
vez la estatua ya no representa el ídolo que preside el mal: es la be­
lleza ideal, que ha tomado cuerpo en una piedra inanimada. «En lo

5 Émile, lib . IV , O. C., IV , 600. R ousseau d u d ó en su red acció n ; al prin cip io


sentimiento interior, desp u és principio activo, interior y fin alm en te principio
escrib ió
inmediato de la conciencia. CU. P .-M . Masson. La Profession de fo i du Vicaire
savoyard, F rib u rg o , 1914.
6 Lettre d ChristopHe de Beaumont, O. C., IV , 994.
7 Pygmalion, O. C., I I , 1224-1231.

90
que hice, me adoro a mí mismo», exclama Pigmalión. Enamorado
de su rostro como lo estaba Narciso, quiere abrazar el reflejo de si
mismo que adora en su obra. Se ha desdoblado; una parte de su
alma ha pasado a esta cosa sin vida; pero Pigmalión no consiente en
separarse de lo que ha creado. No acepta que la obra de arte sea
distinta de él mismo, que se le haga extraña. Al no recibir como
respuesta el amor que tiene por su creación, Pigmalión se ve conde­
nado a una soledad intolerable: ya no está realmente vivo, se ha em­
pobrecido al perder toda el alma que intentó dar a la estatua cauti­
vadora. «El frió de la muerte sigue estando en este mármol; perezco
por el exceso de vida que le falta... Si, la plenitud de las cosas no
incluye estos dos seres.» Pigmalión no solamente desea que la esta­
tua tome vida. Quiere ser amado y reconocido por ella. Asi pues,
quiere recuperar el esfuerzo que ha gastado en su obra. Pues es un
artista avaro que no puede olvidarse de si mismo en lo que hace, y
que no tiene el valor de aceptar la pérdida que supone una obra aca­
bada. Lo que espera no es otra cosa que la perfecta reflexión de su
deseo, pero devuelta por un espejo viviente. En consecuencia, la
obra no debe seguir siendo una fría cosa de mármol que se inmovili­
za en su existencia autónoma. Pigmalión implora el milagro que
abolirá la exterioridad de la obra y a la que sustituirá por la inte­
rioridad expansiva de la pasión narcisista. (Igual que Rousseau,
cuando su ensoñación inventa «criaturas conformes a su corazón».)
Aquí se puede ver —observémoslo de pasada— la expresión mítica
de una estética «sentimental» que asigna a la obra de arte la tarea
de imitar el ideal del deseo, pero que tiende inmediatamente a trans­
formar la obra en felicidad vivida. La obra no tendrá objetividad
independiente. La creación del artista será una subjetividad imagi­
naria destinada a responder a la subjetividad del creador. El artista
da forma a un alma de la que se niega a separarse; el poeta quiere
ser desposado por su poesía. Pero el éxito de este arte conduce al si­
lencio del arte. Si todo debe culminar en la alegría vivida, la vida
hace desaparecer el arte. Galatea viva no será ya una obra, sino una
conciencia. Pigmalión, feliz, abandona sus instrumentos; el amor
de Galatea le bastará; no esculpirá más estatuas...
Hasta qué punto es significativa la crítica que Goethe formulará
contra el Pigmalión de Rousseau: «Habría mucho que decir sobre
este tema: pues esta maravillosa producción oscila igualmente entre
la Naturaleza y el Arte, con la falsa ambición de conseguir que el
Arte se reabsorba en la Naturaleza. Vemos a un artista que ha reali­
zado lo más perfecto, y que habiendo proyectado fuera de sí mismo
su ¡dea, habiéndola representado según las leyes del arte y habién­
dole conferido una vida superior, sin embargo no se satisface con
91
ello. No, es necesario que la haga volver hacia él en la vida ierres
tre: quiere destruir lo más elevado que espíritu y acción han produ­
cido por medio de un acto de la sensualidad más vulgar»8. «Goethe
piensa que es preferible, que la obra permanezca en esta vida supe­
rior donde ya no tiene nada en común con nuestra «vida terrestre».
En nombre de la exigencia misma del espíritu, el artista debe con­
sentir con alienarse en su obra.
Lo primero que hizo Pigmalión fue cubrir con un velo la estatua:

Temí que la adm iración po r mi propia o bra fuese la causa de


la distracción que m ostraba por mis trabajos. La escondí bajo este
velo.

Pero el momento del descubrimiento no será, para Pigmalión,


sino la ocasión de un sufrimiento más agudo: verá la perfección de
su obra, pero verá también que la obra maestra sigue sin vida. Al
quitar el velo a la estatua es cuando Pigmalión descubre la carencia
esencial:

P ero te falta un alm a: tu imagen no puede prescindir d e ella.

Por un milagro de los dioses, Galatea va a despertar a la vida: la


estatua adquiere sensibilidad, al igual que aquella otra estatua que
imaginaba Condillac. Pero la existencia de Galatea no comienza por
la percepción del mundo exterior, no se convierte en «olor de rosa».
Su primer acto sensible es aquel por el que se toca y se convierte in­
mediatamente en «conciencia de sí». Dice: Yo. El mundo exterior
no aparecerá más que en segundo término para esta conciencia na­
ciente. «Galatea da algunos pasos y toca un trozo de mármol: Esto,
ya no soy yo.» Encuentra por fin a Pigmalión, le toca con la mano
y suspira: «¡Ah!, de nuevo yo.» Al fin están reunidas las dos partes
de un mismo yo. La separación que dividía al artista de lo que
había producido queda abolida. El trabajo creador no tuvo lugar
más que para ser retomado en la unidad de un Yo amante.
Por diferente que sea la intención de estos dos textos, el Frag­
mento alegórico y Pigmalión presentan una analogía sorprendente.
Al principio las dos estatuas están cubiertas. El instante del descu­
brimiento nos pondrá en presencia del objeto escondido: al hacerse
visibles, las estatuas provocan una fascinación «sagrada» —horror
o amor—. Pero, por importante que sea, el descubrimiento no es
más que una etapa, aún no nos ofrece más que una verdad incom-

8 Goethe, Wahrheit und Dichtung. Werke (Stuttgart. Cotta, 1863), IV. 180.

92
pleta. La espera patética no encuentra su resolución final más que
en el momento en el que una persona viva aparece sobre el pedestal.
En las dos alegorías, una intervención misteriosa y un acto mágico
o divino presiden este paso de lo inanimado a lo viviente. El mi­
lagro está en la sustitución de un objeto por una conciencia.

T e o r ía d e l d e s c u b r im ie n t o

A partir de estos dos textos resulta posible formular una teoría


del descubrimiento.
Hay dos momentos del descubrimiento cuya importancia y valor
son muy distintos. Cada uno de ellos lleva a cabo la manifestación
de una verdad (o de una realidad), pero estas verdades no son de
importancia semejante. El primer descubrimiento es un acto critico:
es el descubrimiento denunciador, que destruye los encantos seduc­
tores de la apariencia. Hace cesar el encantamiento nefasto del pa­
recer engañoso. Este descubrimiento es un trabajo de desilusión y
de desencanto. Lo esencial de su eficacia no reside en la realidad
que descubre bajo la máscara, sino en el error que destruye. Los
hombres constatan que estaban equivocados. No saben todavía
nada más, pero ya se ha producido una liberación. El descubrimien­
to critico se enfrenta al error interpuesto, denuncia la presencia del
velo aún antes de alcanzar lo que está detrás del velo. En el Frag­
mento alegórico, este momento es representado por la intervención
del filósofo que devuelve la vista a las víctimas de la Estatua y por
el gesto de Sócrates que arranca el velo.
Rousseau asigna esta función de descubrimiento critico a su
obra, y sobre todo a sus primeros Discursos:

En sus primeros escritos, se preocupa sobre todo por destruir


este encanto ilusorio que produce en nosotros una adm iración es­
túpida por los instrumentos de nuestra m entira y por corregir esta
estimación engañosa que nos hace honrar aptitudes perniciosas y
despreciar virtudes útiles9.
Papistas, hugonotes, poderosos, humildes, hom bres, mujeres,
leguleyos, soldados, m onjes, sacerdotes, devotos, médicos, filóso­
fos, Tros R utu lusve fu a t, todo es pintado, todo es desenmascara­
do sin una sola palabra de acritud y sin ninguna alusión personal
contra quien quiera que fuere, pero sin miramientos hacia ningún
p artid o 10.

9 Dialogues, III. O. C., I, 934.


<° Dialogues, 1, O, C., 1, 688.

93
Al leer estas declaraciones se comprende qué es lo que permitirá
a Schiller definir a Rousseau como el poeta «sentimental»" de la
sátira patética, que denuncia la no concordancia de la realidad y de
la exigencia «ideal»...
Si se limitase a eso, Rousseau no seria tan distinto de sus enemi­
gos los Filósofos. Como ellos, lanza invectivas contra las mentiras
solemnes de los sacerdotes y de las Iglesias; se complace en llevar la
«desmitificación» hasta el escándalo:
%
La religión no es otra cosa que la máscara del interés; y el cul­
to sagrado, la salvaguardia de la hipocresía11l2.

Esto está en el mismo tono de la crítica filosófica. Pero Rous­


seau no querrá limitarse a la crítica de lo inesencial; tratará de
anunciar una verdad esencial, verdad de la que los otros —los Filó­
sofos— no querrán oir hablar. Lo que Rousseau reprocha a los Fi­
lósofos es que rinden culto a las mentiras que desenmascaran, a la
manera de Sócrates en el Fragmento alegórico, que muere rindiendo
homenaje a la estatua del fanatismo. Cuando los «holbachianos»
arrancan las máscaras de los déspotas y de los sacerdotes, descubren
el rostro gesticulante del interés. ¡Sea en buena hora!, pero cuando
interpretan la naturaleza ven en ella un encadenamiento necesario
de causas y efectos, en el que la moral humana no constituye una
excepción: de donde resulta que nadie tiene nada mejor que hacer
que perseguir su provecho. Si el mal es interés, ¿cómo puede ser la
moral «interés bien entendido»? Después de haber acusado al inte­
rés, Holbach y sus amigos lo restablecen con todos sus derechos y
aceptan sin demasiado pesar los males de la sociedad que ellos no
padecen. Son aristócratas o burgueses muy ricos que están a gusto
con el mundo tal como va. No ponen en cuestión los valores iluso­
rios más que para instalarse mejor en la ausencia de todo valor y
gozar más cómodamente de sus privilegios y de sus cenas elegantes.
No han arrancado las máscaras más que para librarse de cualquier
escrúpulo. Pues los falsos valores que denunciaban —la religión, las
convenciones del bien y del mal— constituían un estorbo para sus
placeres. En un sistema mecanicista y materialista que establece la
necesidad física de todas las cosas, ningún placer ni ningún privile­
gio carecen de justificación, todas las inclinaciones deben ser se­
guidas. «Cómoda filosofía de los felices y de los ricos para los que

11 Sch iller . Ueber naive und senlimenlalische Dichlung. Werke, XII, 206
(Stuitgart, Cotia, 1838).
12 Émile, lib. IV, O. C.. IV. 560.
94
este mundo es un paraíso...»*3. Para Rousseau, sus adversarios ma­
terialistas, incapaces de concebir nada más allá de unas fuerzas im­
personales, terminarán por identificarse con el sistema por ellos ela­
borado: se le aparecerán como «seres mecánicos» movidos por una
«ciega necesidad». Asi pues, Jean-Jacques emprenderá la tarea de
desenmascarar a estos pretendidos desenmascaradores, sabiendo
que el peligro es grande y que podrá costarle caro: «Los Filósofos
que he desenmascarado quieren perderme a todo precio y lo con­
seguirán...» M.
El segundo descubrimiento se produce como complemento y
continuación del primero. Si la primera etapa es la denuncia del
«velo de la ilusión», la segunda será el descubrimiento y la descrip­
ción de lo que habia permanecido oculto para nosotros. Una vez di­
sipado el error, nos encontramos frente a la sólida realidad. La me­
táfora del velo levantado es la expresión simbólica de una teoría
realista del conocimiento: es la imagen de la que se sirve el optimis­
mo «ingenuo» que pretende ver el verdadero rostro tras las másca­
ras, captar por fin la «cosa en si», encontrar el ser y la sustancia
ocultos tras el parecer y el accidente. ¿Pero admite Rousseau las im­
plicaciones realistas de la metáfora del desvelamiento?
No encontramos este realismo optimista en Rousseau más que
cuando espera encontrar tras las máscaras un hecho humano, una
realidad moral; Rousseau trabaja en el descubrimiento de una natu­
raleza humana, pero procura no alentar una búsqueda que tuviese
la ambición de descubrir la realidad sustancial que constituye el uni­
verso físico y la naturaleza material de las cosas. De la lección de
Malebranche y del empirismo lockiano ha sacado la conclusión de
que seria quimérico querer buscar una verdad escondida «en las co­
sas»: la única verdad que nos es accesible está en nuestras ideas o en
nuestras sensaciones o incluso en nuestros sentimientos —está en la
conciencia.
Ya sea bajo la forma del mito o de la alegoría, este descubri­
miento subjetivo puede ser descrito como un descubrimiento objeti­
vo, en donde el objeto descubierto posee a la vez el carácter de un
hecho al que se hace visible y el carácter de un valor moral: es la
fealdad de la Estatua cruel o la perfección de Galatea. Hay que des­
tacar aquí una antítesis significativa: hay un descubrimiento-des­
engaño que pone al desnudo la realidad del mal, destruyendo los
encantos seductores que hacían que nos resultase atractivo; y, por
otra parte, hay un descubrimiento exaltante de la belleza o de la*14
' 3 Dialogues, III, O. C., I, 971.
14 Correspóndanse ginirate, DP, XVIII, 295.

95
bondad escondidas. Si el mal se disimula bajo fascinantes aparien­
cias, ¿no podríamos buscar más profundamente, y adivinar bajo el
rostro descubierto del mal que juega ahora el papel de una segunda
máscara, la persistencia secreta de algo puro e inocente? Al mito de
la Estatua horrible se opone el mito de la estatua de Glauco, cuya
forma primitiva posiblemente permanezca intacta bajo las algas y
las conchas:

Hay rostros que son m ás bellos que la m áscara que les cu b re15.

El último descubrimiento puede ser, por tanto, una fascinación


tras el momento de la desilusión. A la denuncia del mal, Rousseau
opone finalmente la posibilidad de una revelación del bien.
Ahora bien, este valor positivo que descubro con exaltación no
tiene el carácter de una cosa. Sólo la necesidad de la alegoría le con­
fiere la apariencia de un objeto. La estatua de Glauco es el hombre
de la naturaleza, y el hombre de la naturaleza es inmediatamente el
yo de Jean-Jacques. Para revelar al hombre de la naturaleza, Jean-
Jacques debe mostrarse. Su demostración ya no es un gesto que de­
signa un objeto exterior, es la «mostración» de si mismo. Ante nos­
otros se abre una conciencia con el fin de hacerse reconocer en su
singularidad, y al mismo tiempo para proclamarse verdad universal.
¡Qué extraño objeto es la estatua de Galatea! El escándalo resi­
de, prácticamente, en que sea un objeto material, y el escándalo va
a ser abolido por fin. De hecho, incluso antes de recibir un alma,
Galatea no era una cosa como las otras; ella es la perfección imagi­
nada y representa la ilusión del deseo. Y el milagro final no suprime
la ilusión, por el contrario es su triunfo. Posiblemente esta repenti­
na «animación» de Galatea sea el culmen de la ilusión: he aquí la
lección que sugiere Rousseau, que no gusta de milagros y que pre­
fiere proponer una explicación psicológica:

Esplendorosa ilusión (...) ¡ah! no abandones nunca mis sen­


tidos16.

Al mismo tiempo asistimos a una rehabilitación de la ilusión. El


mal consistía en la ilusión de la opinión, pero he aquí que la belleza
ideal se define, a su vez, como una ilusión. El mal era un parecer
subjetivo; el bien y la belleza son igualmente subjetivos.
Si la realidad del mundo exterior permanece escondida para nos-

» Émile, lib. IV, O. C.. IV, 525.


>6 Pygmalion, O. C., II, 1230.

96
otros, esto importa poco, puesto que en lo sucesivo la verdad se
anuncia ya a nosotros como una interioridad. Asimismo parece (se­
gún se desprende de la lectura de ciertos textos) que Jean-Jacques
desea expresamente que la realidad exterior y matérial permanezca
protegida por el velo. Teniendo en cuenta que el mundo de la «cosa
en sí» es inaccesible, toda búsqueda que no desemboque en la evi­
dencia interior será vana y nefasta. Vana curiositas. Renunciemos
de una vez por todas a descubrir la naturaleza:

El espeso velo con que ha cubierto todas sus operaciones pa­


recía advertim os suficientemente de que no nos h a destinado a va­
nas investigaciones17.

Encontramos la misma afirmación en la carta a M. de Fran-


quiéres, si bien en esta ocasión sus palabras hacen referencia al co­
nocimiento de las esencias espirituales. La fuerza del hombre no lle­
ga hasta la aprensión clara de su alma y de Dios. Aceptemos que las
realidades supremas permanecen ocultas para nosotros:

El hom bre razonable y modesto al mismo tiem po, cuyo enten­


dim iento experimentado pero lim itado es consciente d e sus limites
y se encierra en ellos, encuentra en estos limites la noción de su
alm a y la del autor de su ser, sin poder ir más allá para hacer cla­
ras estas nociones y contem plar a una y o tra tan cerca com o si ¿I
mismo fuera un espíritu puro. Entonces, em bargado por el respe­
to, se detiene y no toca el velo en absoluto, contentándose con sa­
ber que el ser inmenso está cubierto por é l1819.

Revelación prohibida para los vivos, pero que Rousseau, en el


momento en el que escribe las Ensoñaciones, espera alcanzar des­
pués de la muerte:
... Mi alm a... liberada de este cuerpo que la ofusca y la ciega,
y viendo la verdad sin velo... percibirá la miseria de todos esos co­
nocimientos de los que nuestros falsos sabios están tan orgu­
llosos1’ .

Puede reconocerse aquí el platonismo tradicional que reserva la


visión de lo verdadero al espiritu liberado de la opacidad del cuer­
po. Pero, por lo que se refiere a la existencia terrenal, acepta muy

17 Discours sur les Sciences el les Arts, O. C„ III, IS.


18 A. M. de Franquiéres, Correspondance générale, DP, XIX, 52; véase O. C.,
IV, 1137.
19 Réveries, tercer Paseo, O. C., 1, 1023.

97
bien un velo que escondería los objetos que deseamos conocer (in­
cluidas la noción de alma y la de Dios) a condición de que el hom­
bre esté plenamente presente a si mismo como conciencia. Para
obrar bien no nos es necesario remitirmos ai «ser inmenso» oculto
bajo el velo; es dentro de nosotros mismos donde encontramos la
conminación a hacerlo. Debemos apoyarnos en las certezas internas
que no son conocimientos objetivos, pero que no por ello dejan de
ser certezas absolutas. La ley de la conciencia, que es a la vez razón
universal y sentimiento íntimo, nos ofrece un apoyo inconmovible.
Kant, al afirmar la primacía de la razón práctica, no hará otra cosa
que dar al pensamiento de Rousseau su formulación filosófica com­
pleta.

Me objetáis, Seftor, que si Dios hubiera querido obligar a los


hom bres a conocerle, hubiese puesto su existencia en evidencia
ante todos los ojos. A aquellos que hacen de la fe en Dios un dog­
m a necesario para la salvación es a quienes corresponde responder
a esta objeción, y responden a ella m ediante la revelación. En
cuanto a m i, que creo en Dios sin creer que sea necesaria esta fe,
no veo por qué Dios se vería obligado a dém osla. Pienso que cada
uno será juzgado no por lo que creyó, sino por lo que hizo, y no
creo que las obras precisen de un sistema de doctrina, porque la
conciencia hace las veces de él20.

Asi pues, hay una revelación. No la que nos proponen las teolo­
gías; la única revelación que cuenta es aquella que no anuncia nin­
gún orden, sino que se anuncia a si misma inmediatamente en nues­
tra conciencia. No es el objeto de una fe, puesto que se nos impone
tan directa e irrefutablemente como el sentimiento de nuestra pro­
pia existencia. Podemos dejar de seguir las exhortaciones del dicta­
men interno, pero nunca podemos dejar de escucharla.
Y por eso tenemos en nuestro interior una luz y una presencia
que equivalen a una revelación de la realidad exterior. Rousseau
expresará esta equivalencia recurriendo a imágenes bastante diver­
sas. Unas veces, la iluminación interna tiene como consecuencia sim­
bólica un esclarecimiento mágico del paisaje exterior: al revés de lo
que se había producido en Bossey, donde el campo se habia cubier­
to de un velo tras el descubrimiento de la injusticia; el aire se hace
translúcido a partir del momento en que la conciencia accede a la
certeza moral. Otras, sin embargo, el hombre puede permanecer en
su propia interioridad y gozar de la presencia absoluta, como si ella
20 A. M. de Franquiéres, Correspondance générale, DP, XIX, S2; véase tam­
bién O. C.. IV, 1136-1137.

98
fuera instantáneamente una revelación del mundo exterior; puede
renunciar al descubrimiento objetivo de la naturaleza, porque la
presencia a si mismo se ve acompañada por un sentimiento de ex­
pansión en el que, sin pedir nada a las cosas y sin ir realmente al en­
cuentro del mundo, el éxtasis de la transparencia interior se trans­
forma en éxtasis de la totalidad. El ejemplo de ello se encuentra en
un célebre pasaje de la tercera carta a Malesherbes: la experiencia
«mística» del Ser hace que resulte inútil el descubrimiento material
de la naturaleza. Descubrir sigue siendo una acción, y por lo tanto,
es todavía una actividad de mediación. Sin embargo, Rousseau
accede a un goce del Ser que sobrepasa todo conocimiento activo:
lo que experimenta, deliciosamente, es la presencia inmediata del
propio Ser revelándose. Ya no tiene que intentar descubrir y cono­
cer, sino solamente acoger el Ser que se le ofrece y que se descubre
en él. La revelación ya no viene del yo, viene del Ser:

Creo que si hubiese descubierto to d o s los m isterios d e la natu­


raleza, me habría sentido en una situación menos deliciosa que
este maravilloso éxtasis al que mi espíritu se entregaba sin reser­
vas, y que en la agitación de mis arrebatos me hacia exclamar al­
gunas veces: ¡Oh gran Ser! ¡Oh gran Ser! Sin poder decir ni pen­
sar nada m ás11.

La expansión imaginaria no se dirige al encuentro del mundo ex­


terior. Sin salir de sí misma, y en el embelesamiento de una embria­
guez dionisiaca, la conciencia se posee (y se pierde) como inmedia­
tez absoluta a si misma y a todas las cosas. Los «misterios de la
naturaleza» siguen siendo misterios: el éxtasis del Ser suplanta por
completo al imposible conocimiento del universo, pues el sentimien­
to subjetivo de la totalidad ocupa el lugar del descubrimiento obje­
tivo de la naturaleza y de sus leyes. La naturaleza ya no es un espec­
táculo exterior por descubrir, se ha hecho totalmente presente al
«sentido interno». Asi la expansión imaginaria reabsorbe al «siste­
ma universal de las cosas» en un yo único, colmado por su éxtasis.
La revelación de la verdad es esencialmente revelación de una
conciencia: he aquí, por tanto, lo que anuncian bajo forma metafó­
rica el Fragmento alegórico sobre la Revelación y el mito de Gala-
tea. El momento en que un hombre quita el velo de la estatua y el
momento en el que una conciencia viva se manifiesta en el lugar de
la estatua están netamente separados en cada ocasión. Una vez
mostrada la estatua tras el velo, se ha abolido la subjetividad del21

21 Tercera caria a M. de Malesherbes. O. C„ I, 1141.

99
error; pero el momento final nos pone en presencia de una nueva
subjetividad que posee en si misma la certeza de su verdad. Se ha
pasado de una subjetividad perniciosa a una subjetividad feliz. Asi
pues, no habíamos abandonado la conciencia, ni siquiera cuando
creíamos que encontrábamos objetos; las estatuas mismas son obras
del espíritu y símbolos del deseo: un mundo de pseudo-objetos, ilu­
siones que el error erige en realidades absolutas, de las que hay que
liberarse para acceder a la subjetividad pura, a la simple certeza de
sí mismo. Las estatuas, que se imponían como cosas a los especta­
dores, son suplantadas por conciencias que se manifiestan en su ver­
dad y son reconocidas al momento por las conciencias espectadoras;
por lo demás, ya no hay espectáculo ni espectadores. Lo que antes
era espectáculo se convierte en comunicación exaltante, y, en su
más alta expresión, en fusión amorosa. El «hijo del hombre» gana
todos los corazones; Galatea y Pigmalión ya no forman más que un
solo yo. Todo se convierte en la sola presencia.
Galatea dijo solamente: «Yo». El «hijo del hombre» se dirige a
la humanidad con «el lenguaje de la verdad cuya fuente posee en si
mismo». ¡Qué diferencia entre estas dos «revelaciones»! ¡Y qué se­
mejanza!
En Galatea asistimos al primer movimiento de la vida sensitiva;
la conciencia de existir surge y se desgaja del vacío de un sueño de
piedra. El sentimiento de la existencia es captado en lo que tiene de
más original, en el yo de un despertar. Este despertar es absoluta­
mente primero: la conciencia naciente aún no tiene pasado, nada
sabe del tiempo, no se reencuentra a si misma, no se reconoce; se
encuentra y se percibe por primera vez. Pues en el instante anterior
aún no había en ella más que la noche de la materia.
Observemos en este punto el valor privilegiado que Rousseau
atribuye al instante del despetar, y en particular a esas raras circuns­
tancias en las que la conciencia se despierta sin reconocerse, sin po­
der remitirse, aún, a su historia o a su pasado, de forma que nada le
enturbia la perfecta limpidez del presente. En la campiña lionesa o
en el teatro en Venecia o, sobre todo, tras la caida de Ménilmon-
tant, Jean-Jacques conoce despertares que son «nacimientos a la
vida»: sale del vacio y aún no ha entrado en el tiempo. Entonces, su
alma pertenece por completo a la felicidad intemporal de sentir y
de sentirse por primera vez. Y, en la curiosa carta que recibe de
Henriette, lo que le impresiona a Rousseau son «esos despertares
tristes y crueles» cuyo «horror» le describe «con tanta energía»22.*

** Correspondance générale. DP, XI, S6-S9.

100
Querría enseñarle la felicidad de los «despertares deliciosos»... Ob­
sesionado desde la adolescencia por la inminencia de la muerte,
obsesionado, posiblemente también, por la idea de su nacimiento
que fue la «primera de sus desgracias» y que le costó la vida a su
madre, Rousseau se complace en la fantasía de un puro comienzo,
de un surgimiento ex nihilo de la conciencia sensible, o de una rege­
neración de la conciencia moral, «como si, al sentir ya la vida que
se escapa, intentase volver a cogerla por sus comienzos»23.
Ahora bien, si Galatea nos propone la imagen de un nacimiento
de la experiencia sensible, el «hijo del hombre» anuncia la verdad a
partir de una fuente que detenta en si mismo. Volvemos a en­
contrar, pero en el orden del sentimiento moral, la idea del origen y
del surgimiento espontáneo. En los dos casos la conciencia recibe
algo que se da de forma incondicionada y primera: allí, el yo de la
existencia singular; aqui, la verdad universal que nace en el senti­
miento interior. En las dos alegorías la conciencia se manifiesta
como un comienzo absoluto, como un acto inaugural completamen­
te distinto del descubrimiento que le precedía y que, por si mismo,
no inauguraba nada, no era más que el fin de la ilusión.
Lo que el propio Rousseau pretende proclamar es, al mismo
tiempo, el Yo de Galatea y la verdad universal enunciada por el
«hijo del hombre». Ambos al mismo tiempo. Esta doble revelación,
retomada y amalgamada en una sola verdad vivida, justificará la
soledad de Jean-Jacques y su conflicto con la sociedad pervertida.
Como Galatea, repite: «Sí, yo, sólo yo»24. Y, como el hijo del hom­
bre: «¡Virtud, verdad!, exclamaría sin cesar, ¡verdad, virtud!»25.
Ya lo hablamos señalado: en el momento de su reforma, Rousseau
se asigna el deber de dar testimonio, con una transparencia de fuen­
te, de la verdad primera y de la inocencia olvidada. Quiere ser, al
mismo tiempo, esta persona única: Jean-Jacques Rousseau, y ese
modelo universal: el hombre de la naturaleza. No cesará de desear
conjuntamente la plenitud sensitiva del yo y la posesión de la ver­
dad; la unicidad de la experiencia singular y la unidad de la razón
universal. Cuando Rousseau sueña con una felicidad posterior a la
muerte, escribe en el Emilio: «Seréyo sin contradicción»26, y en las
Ensoñaciones: «Veré la verdad sin velo». Ser uno mismo y ver la
verdad: quiere obtener lo uno y lo otro, lo uno a través de lo otro.

23 Confessions, lib. 1, O. C.. I, 21..


24 Primera redacción de las Confesiones. Annates J.-J. Rousseau, IV (1908). 2:
véase O. C.. I, 1149.
25 Lettre á l'abbé Raynal, O. C„ III, 33.
26 Emite. lib. IV, O. C„ IV, 604-605.

101
Pero queda por saber si Rousseau consigue realizar esta conci­
liación de lo singular y de lo universal, de la autenticidad vivida y
de la verdad razonable. La cuestión, que queda planteada aquí, no
debe ser olvidada.

102
V

LA NUEVA ELOÍSA

Entre muchos de los temas entremezclados, La Nueva Eloísa nos


propone una meditación prolongada sobre la cuestión de la transpa­
rencia y el velo.
Desde el comienzo de la novela, la descripción de la montaña del
Valais nos coloca en presencia de un paisaje liberado del velo y de­
vuelto al e sp le n d o r que se había ensombrecido durante el episodio
de Bossey:
Imaginad la variedad, la grandiosidad, la belleza de mil espec­
táculos sorpendentes; el placer de no ver alrededor de uno mismo
más que cosas completamente nuevas, pájaros extraños, plantas
raras y desconocidas; de observar, en cierta medida, una naturale­
za distinta, y de encontrarse en un nuevo mundo. Todo esto hace
que surja ante nuestros ojos una mezcla inefable cuyo encanto
aumenta aún más a causa de la sutileza del aire que hace que los
colores resulten más vivos, los rasgos más marcados y acerca to­
das las perspectivas; como las distancias parecen menores que en
las llanuras, donde el espesor del aire cubre la tierra con un velo,
el horizonte presenta ante los ojos más objetos de los que parece
poder contener: en fin, el espectáculo tiene un no sé qué de mági­
co, de sobrenatural, que embelesa el espíritu y los sentidos; nos
olvidamos de todo, nos olvidarnos de nosotros mismos y ya no sa­
bemos dónde estamos1.
Rousseau describe aqui el paisaje de otro mundo, donde la
transparencia hace reinar un aire de magia: un mundo más vasto,
pero donde todo parece más próximo, donde la desdicha por la dis­
tancia de las cosas se atenúa^

1 La Nouvelte Héloíse, I parte, carta XXIII, O. C., II, 79.

103
Señalémoslo de inmediato: al comienzo del primer Diálogo,
Rousseau utilizará expresiones curiosamente análogas para describir
el «mundo encantado». En este reino ideal reina la misma vivacidad
de los colores, la misma limpidez. Y mientras que la carta sobre la
montaña habla de la desaparición de un veto, el primer Diálogo
evoca goces inmediatos. Términos equivalentes: en el lenguaje ale­
górico de Rousseau, la desaparición del velo es, con exactitud, sinó­
nimo de goce inmediato:

Im aginaos... un m undo ideal semejante al nuestro y sin em­


bargo com pletamente distinto. La naturaleza es allí idéntica a la
que hay en nuestra tierra, pero su disposición es más sensible, el
orden está más m arcado, el espectáculo es más adm irable; ¡as fo r ­
m as son m ás elegantes, los colores m ás vivos, los olores más sua­
ves, todos los objetos son más interesantes. T an bella es alli toda
la naturaleza que su contem plación, al inflam ar las almas d e am or
hacia un cuadro tan conm ovedor, les inspira, ju n to con el deseo
de concurrir a este bello sistema, el tem or de perturbar su arm o­
nía; y de ello nace una exquisita sensibilidad que d a a aquellos que
están capacitados goces inm ediatos desconocidos para los corazo­
nes que no han sido exaltados por estas mismas contem placiones1.

Si damos crédito a lo que se dice en la carta sobre el Valais, es­


tos goces son aquellos en los que el espiritu del espectador se exalta
hasta olvidarse totalmente de su éxtasis. «Nos olvidamos de todo,
nos olvidamos de nosotros mismos...» El momento de la más per­
fecta limpidez del paisaje es también el momento en el que el ser
siente que se borran los limites de su existencia personal. El velo se
suprime, y el propio espectador que ha llegado a ser menos opaco
desaparece en la luz para la que ahora es transparente. La acentua­
ción de los colores y de las formas parece provocar, como respues­
ta, una especie de atenuamiento de las voluntades y de los pensa­
mientos particulares que delimitaban la individualidad del yo. La
existencia se extiende por un espacio más vasto, el ser sensitivo goza
de una intensa plenitud, pero, simultáneamente, el ser personal olvi­
da su diferencia, se sosiega en una «tranquila voluptuosidad». «Se
debilitan todos los deseos demasiado vivos, pierden esa punta aguda
que los convierte en dolorosos y no dejan en el fondo del corazón
más que una emoción ligera y dulce»23. De modo aparentemente pa­
radójico, esta anestesia de las zonas dolorosas del yo resulta de la
hiperestesia y de la viveza provocados por la presencia de formas

2 Dialogues, I, O. C., I, 688.


3 La Nouvelle Hétotse, 1 parte, carta XXIII, O. C., II, 78.

104
más marcadas y de colores más vivos. Rousseau evoca aquí la sin­
gular combinación de indolencia y de agudeza que se encuentra en
todos sus instantes de felicidad. El goce puramente sensitivo coinci­
de con un olvido de si mismo que, sin embargo, no es incompatible
con un sentimiento de expansión. En un universo que ya no opone
obstáculos, que no obliga al impulso del alma a desviarse, ni a refle­
xionar sobre si mismo, el ser coincide (cree coincidir) por completo
con la sensación presente. Se olvida, puesto que olvida y reniega de
su propia historia, se deslastra de su pasado, pierde (o se ilusiona
con perder) lo que en él era conciencia separada, conciencia de se­
paración. Pero, por otra parte, él mismo se afirma, puesto que la
sensación actual ensancha el espacio a la medida de su deseo y pues­
to que el mundo exterior se unifica y encuentra su centro en el puro
goce del yo. Aligerado asi el yo por el olvido de su destino, se hace
capaz de una expansión que puede exaltarse hasta los últimos limi­
tes. La tenuidad de la existencia personal se convierte, de forma
bastante misteriosa, en intensidad de placer y en limpidez espacial.
Todo me atraviesa pero alcanzo todo. Ya no soy nada, pero niego
el espacio, puesto que me he convertido en el espacio.
Un espacio límpido donde la transparencia del alma se abre a la
transparencia del aire: esto es todo lo que Rousseau desea, esto es lo
que conoció en ciertos momentos privilegiados en los que los hom­
bres no le impidieron poseerse y desposeerse. Y es lo que desearía
poder reencontrar, cuando la desgracia le obsesiona. Desde Wooton
escribe a Mirabeau:

Pocas cosas satisfarían mis deseos; menos dolencias corpora­


les, un clima más suave, un ríelo más puro, un aire más sereno y,
sobre todo, corazones más abiertos, que cuando el mío se abre,
sintiera que lo hace a o tro 4.

No pide casi nada, no quiere tener nada. Sólo que desaparezcan


la opacidad del aire y los obstáculos entre los corazones. El modo
mismo en que Rousseau formula su nostalgia de la transparencia
reproduce los términos que había puesto bajo la pluma de Saint-
Preux, en la carta sobre el Valais:

Después de haberme paseado por las nubes, alcancé una estan­


cia más serena desde donde se ve, en la estación, formarse el
trueno y la torm enta a mis pies... Fue aqui donde com prendí cla­
ram ente que era la pureza del aire en que me encontraba la verda-

4 A Mirabeau, 31 de enero de 1767, Correspondaace générale, DP, XVI, 248.

105
dera causa de mi cambio de hum or y del retorno a esta paz inte­
rior que habia perdido desde hacía tanto tiem po3.

Pero estos colores y estas formas que se han vuelto más inten­
sos y esta tonalidad más límpida del aire no son el privilegio de la
montaña ni de ningún paisaje: es una cualidad de la mirada, una
imagen mítica de la felicidad, una metamorfosis que la exaltación
del alma es capaz de proyectar en el mundo que le rodea. Si la cali­
dad del aire de las montañas transforma el humor del paseante, el
estado de ánimo de un amante feliz puede, a su vez, transformar la
calidad del aire. El cielo del valle se vuelve entonces tan límpido
como en la altura más elevada, una magia análoga cautiva la mira­
da. La transparencia de los corazones restituye a la naturaleza el
esplendor y la intensidad que habia perdido:

Encuentro más risueña a la campiña, más fresco y más vivo el


verdor, m ás puro el aire, m ás sereno al cielo; el canto de los pája­
ros parece tener más ternura y voluptuosidad; el murm ullo de las
aguas inspira una languidez más am orosa; la vid en flor exhala a
lo lejos perfumes más dulces; un secreto encanto embellece todos
los objetos o fascina mis sentidos56*.

Saint-Preux escribe estas líneas después de que Julie le declare su


amor.
En su conjunto, La Nueva Eloísa nos aparece como un sueño
despierto en el que Rousseau cede a la solicitación imaginaria de la
limpidez que no encuentra ya ni en el mundo real ni en la sociedad
de los hombres: un cielo más puro, corazones más abiertos, un uni­
verso a la vez más intenso y más diáfano.
Si imagino bien los corazones de Julie y de Claire, éstos eran
transparentes el uno para el otro1. El tema de las dos «encantadoras
amigas» (el primer dato con que emprende el vuelo la imaginación
novelesca de Rousseau) constituye, por decirlo asi, la zona de trans­
parencia central alrededor de la cual llegará a cristalizarse, poco a
poco, una «sociedad muy intima». Desde las primeras páginas del
libro se nos proporcionan indicios de ello: esos nombres simbólicos
de Claire y de Clarens, ese lago tomado como decorado («sin em­
bargo, necesitaba un lago...»8.

5 La Nouvetle Hélotse, I parte, carta XXIII, O. C.. II, 78.


6 I parte, carta XXXVIII, O. C.. II, 116.
1 A Mme. de la Tour, 29 de mayo de 1762, Correspondance générate, DP, VII,
253; L, X, 310.
8 Confessions. lib. IX, O. C., I, 431.

106
Cada uno de los nuevos personajes vendrá a completar esta pri­
mera transparencia y a ensanchar ese pequeño universo de almas
abiertas, aunque no sin tener que vencer inquietudes y extravios:
«Saint-Preux no sabe disimular». «Se podrían leer todos nuestros
secretos en tu alma»9, le escribe Julie. Pero a la transparencia pasi­
va de Saint-Preux, corresponderá en M. de Wolmar la pasión por
observar y la curiosidad inquisitiva... «Tiene cierto don sobrenatural
que le permite leer en el fondo de los corazones»1012. Querría ser om­
nisciente como Dios. «Si pudiera cambiar la naturaleza de mi ser y
convertirme en un ojo viviente, haría gustosamente este cambio»".
En cuanto a los hijos de Julie educados a la manera de Émile, ja­
más esconderán secreto alguno:

Asi es com o, entregados a las inclinaciones de sus corazones,


sin que nada los disfrace ni los altere, nuestros hijos no reciben
una form a exterior y artificial, sino que conservan fielmente la de
su carácter original: así es com o este carácter se desarrolla d ía a
día sin reservas ante nuestros ojos y com o podem os estudiar los
movimientos de la naturaleza hasta en sus más secretos principios.
C om o están seguros de que nunca vamos a reñirles ni a casti­
garles, no saben m entir ni ocultarse, y en todo lo que dicen, ya sea
entre ellos o ya a nosotros, dejan ver sin em bargo todo lo que tie­
nen en el fondo del a lm a '2.

¡Una evidencia que tranquiliza! A medida que avanzamos en la


obra se difunden los secretos, aumenta la confianza y se conocen de
modo cada vez más perfecto los personajes.
Desde el comienzo, los amores de Saint-Preux y de Julie son
confesados a Claire. Pero al principio este amor es clandestino. Tie­
ne necesidad de un velo. Julie escribe a su amante:

Por fin la noche en esta estación ya es oscura a la misma hora,


su velo, puede fácilmente ocultar en la calle los transeúntes a los
espectadores...13.

En la carta que sigue a continuación, escrita por Saint-Preux en


la alcoba de su amante, el tema del velo reaparece como una res­
puesta musical: «Lugar encantador, lugar afortunado... es el testigo
de mi felicidad, y vela para siempre los placeres del más fiel y del

9 La Nouvelle Hélotse, I parte, carta XLIX, O. C„ II, 136.


10 IV parte, carta XII, O. C., II, 496.
11 La Nouvelle Hélotse, IV parte, carta XII, O. C., II, 491.
12 V parte, carta III, O. C.. II, 384.
13 I parte, carta Lili, O. C., II, 143.

107
más feliz de los hombres»1415.Tras el descubrimiento de las cartas de
Saint-Preux, que revelan a la madre de Julie la culpable pasión de
su hija, la prima Claire escribe: «Se trata de esconder bajo un velo
eterno este odioso misterio... El secreto es conocido tan sólo por
seis personas seguras»ls. ¡Seis personas! AI principio no habla más
que tres. El número de los «iniciados» ha aumentado, mientras que
los amantes sufren la prueba de la separación. Pues, precisamente,
a medida que el amor de Saint-Preux se sublima, a medida que se
aleja de las pasiones carnales, se hace transparente a las miradas de
los otros: tras haber estado escondido, podrá manifestarse sin ver­
güenza. La progresiva superación, gracias a la cual se purifica este
amor, coincide con el movimiento que le descubre y le revela a un
mayor número de testigos. La conquista de la virtud adquiere el sig­
nificado de una conquista de la confianza: gracias a este perfecto
abandono, el pequeño grupo de «almas bellas» conocerá placeres
exquisitos:

Habéis de reconocer que todo el encanto del trato que impera­


ba entre nosotros reside en esta franqueza que pone en común to­
dos los sentimientos, todos los pensamientos, y que hace que al
sentirse cada uno tal y como debe ser, se m uestre a todos tal y
como es. Suponed por un momento alguna intriga secreta, alguna
relación que haya que esconder, alguna razón para la reserva y el
misterio; al momento se desvanece todo el placer de verse, esta­
mos incómodos los unos ante los otros, se busca el medio de ocul­
tarse y cuando nos reunimos querríamos evitarnos16.

Se constituye un mundo unánime, en el que, como en la so­


ciedad del Contrato, ninguna voluntad particular puede aislarse de
la voluntad general. En La Nueva Eloísa, la pequeña comunidad
circunscrita tiene su centro en Julie, cuya alma se comunica a todos
aquellos que la rodean. Este grupo reducido iluminado por una fi­
gura femenina, y cuya economía se organizará de un modo bastante
«materialista», está lejos, sin duda, de parecerse enteramente a la
república igualitaria y viril del Contrato. Pero, en estas dos obras,
los privilegios de la pureza y de la inocencia son reconquistados gra­
cias a la confianza absoluta que abre a las almas entre si. La aliena­
ción total por la que los seres se ofrecen y se hacen mutuamente vi­
sibles las devuelve finalmente el derecho de existir como personas
autónomas y libres; a partir de entonces, no sufren ni soledad, ni

14 I parte, carta LIV, O. C., 11, 146.


15 111 parte, carta I, O. C.. II, 309.
i* VI parte, carta VIH, O. C„ II, 689.

108
servidumbre; su existencia personal está justificada y sostenida por
el reconocimiento de los otros, fundada en una benevolencia unáni­
me. Unos y otros viven bajo la mirada común; constituyen un cuer­
po social. Así, en La Nueva Eloísa, Julie percibe el circulo de sus
amigos como una parte de su ser:

Estoy rodeada de todo lo que me interesa, todo d universo


está aquí para mi; gozo a la vez del afecto que tengo a mis am i­
gos, de aquel con que ellos corresponden al mío y del que sienten
unos po r otros; su m utua benevolencia o viene de mi o se refiere a
mi; no veo nada que n o engrandezca mi ser y nada que lo divida;
se encuentra en todo lo que me rodea, no queda ninguna parcela
lejos de mi, mi imaginación no tiene nada más que hacer, no ten­
go nada que desear; sentir y gozar son para mi la misma cosa;
vivo a la vez en iodo lo que am o y estoy saciada de felicidad y de
v ida11.

Al ser Julie el alma omnipresente de la sociedad intima que le


rodea, Rousseau podrá justificar la uniformidad del estilo que ma­
nifiestan todas las cartas de la recopilación, escritas por personas
cuya lengua y expresiones habrían debido ser sensiblemente diferen­
tes. No apela a principios literarios, sino a razones psicológicas: la
uniformidad del estilo no es el resultado de una exigencia artística,
sino la rúbrica de la transparencia de las conciencias, de la influen­
cia mágica ejercida por Julie. Esto es lo que Rousseau afirma muy
claramente en el segundo prefacio de La Nueva Eloísa:

H e notado que en un grupo que tenga una relación muy inti­


m a los estilos se asem ejan, al igual que ocurre con los caracteres,
y que los am igos, a l co n fu n d ir su s alm as, confunden también sus
formas de pensar, de sentir y de hablar. Esta Julie, tal com o es,
debe ser una criatura encantadora; todo lo que se le acerca debe
parecérsele, todo debe convertirse en Julie a su alrededor*18.

Haciendo las veces de una justificación estética, Rousseau invo­


ca aquí el principio moral de la comunicación de las almas. (En las
Confesiones, Rousseau comentará su novela en razón a justificar su
uniformidad de estilo, por la presencia inmanente de su propia en­
soñación y de su propio deseo en cada uno de sus personajes: pon­
drá en relación asi la unidad del libro con el yo del autor, y no ya,

>7 Ibidem.
18 La Nouvelle Hétolse, segundo prefacio, O. C., II, 28.

109
la proyección de la figura central de la obra. Al término, nos vemos
reducidos tan sólo al problema de la expresión del yol9.
La transparencia de Julie se ha propagado a su alrededor. A cos­
ta del sacrificio de la satisfacción carnal, su presencia ilumina una
comunidad espiritual y temporal al mismo tiempo. El amor sensual
ha sido superado en el afecto virtuoso, pero en la culminación de su
progreso espiritual, Julie virtuosa recobra de nuevo el placer ele­
mental de sentir: «Sentir y gozar son la misma cosa para mi»20. En
la unidad superior del sentimiento moral, se reconcilia con la felici­
dad inmediata de la sensación. Ha gozado plenamente de la alegría
de la existencia sensitiva, antes de que ésta se rompa y sea superada
posteriormente: héla aquí ahora restituida, en un retorno en el que
se cierra el circuito de la unidad. Al final de la quinta parte de la
novela, las almas se han elevado a la vez sobre el carácter absurdo
de las instituciones, que habían obstaculizado la satisfacción del de­
seo, y por encima de la embriaguez desordenada de la pasión. Se ha
producido una doble negación y se ha realizado un doble esfuerzo
liberador: en nombre de la naturaleza, el amor-pasión ha transgre­
dido las reglas y las convenciones de la sociedad tradicional que
M. d’Etanges (el padre celoso) defendía con el más estricto rigor; a
su vez, por difícil que haya sido, el renunciamiento virtuoso ha su­
perado el desorden de la pasión. Ha sido pronunciado un doble no,
pero que ha permitido decir, sucesivamente, sí al deseo y sí a la
virtud.
Lo que volvemos a encontrar en un plano superior es una nueva
sociedad y un nuevo amor que en lo sucesivo ya no serán antagonis­
tas. La exigencia erótica y la exigencia de orden se reconcilian final­
mente. Pero tanto el antiguo orden social cuanto la antigua embria­
guez amorosa han sido heridos de muerte a fin de poder resucitar
por un movimiento de regeneración en el que los conflictos supera­
dos se resuelven en perfecta unidad. En una sociedad regenerada

19 Sobre la importancia de la influencia en Rousseau, ver Pierre Burgeun, La


Philosophie de l'exisience de J.-J. Rousseau (París, P.U.F., I9S2), 162-168. El autor
cita d siguiente pasaje: «Las almas de un cierto temple... transforman, por asi de­
cirlo, a las otras en días mismas; tienen una esfera de actividad en la cual nada se les
resiste: no se las puede conocer sin querer imitarlas, y con su sublime elevación
atraen hacia si todo lo que les rodea» (La Nouveiie Héloíse, II parte, carta V,
O. C„ II, 204). Burgelin ve en ello, con mucha razón, la prueba dd «carácter me­
diador» de Julie. Hemos de afladir que la mediación de Julie tiene por objeto ins­
taurar (o restaurar) el reino de la comunicación inmediata. Cuando Julie muera, su
muerte será la intercesión que devolverá la fe a M. de Wolmar; pero, por otra parte,
Julie accede a la felicidad de la comunicación inmediata con Dios. Parece como si
Rousseau no pudiera aceptar el acto mediador más que si está acompañado por una
conquista de k> inmediato.
20 La Nouveiie HéloSSe, VI parte, carta VIH, O. C., II, 689.

no
reina una simpatía benévola, que es la forma transfigurada del
amor.
La novela nos ofrece asi el espectáculo de una dialéctica que
conduce a una síntesis. (Esta sintesis está formulada en el quinto
libro, el cual puede ser considerado como una primera conclusión
de La Nueva Eloísa, desde donde se anunciará el episodio final que
concluye con la muerte de Julie.) Conviene subrayar aquí la oposi­
ción esencial que anima esta dialéctica. Rousseau no es dialéctico
por gusto por la dialéctica. Al contrario, la dialéctica no se le impo­
ne más que por que, al principio, postula satisfacciones demasiado
incompatibles como para que puedan serle concedidas simultánea­
mente, pero cuya simultaneidad es precisamente lo que desea. Si
Rousseau se lanza por la difícil vía de la sintesis dialéctica (él, a
quien nada le gusta tanto como lo inmediato) es porque original­
mente desea poder aceptar a la vez el goce físico y la exaltación de
la virtud, y porque esta simultaneidad no se da inmediatamente.
Julie declara: «La inocencia y el amor me eran igualmente necesa­
rios», pero sabía que no podía «conservarlos juntos»21. Sin em­
bargo, en el plano superior al que ella accede, puede terminar por
reunirlos y gozar de ellos juntos. Así pues, para reconciliar lo ini-
ciable, ha sido preciso inventar un progreso dialéctico, pasar por es­
tadios intermedios, recurrir a un esfuerzo de superación y poner en
movimiento un devenir. Ésta es la razón de que en La Nueva Eloísa
el tiempo desempeñe un papel capital: su novela debe extenderse ne­
cesariamente a lo largo de una duración considerable, y esta impor­
tancia concedida a la «gran duración» es significativa en un autor
que con mucha razón pasa por haber sido el poeta del instante extá­
tico. (Pero veremos más adelante, que la segunda y última conclu­
sión del libro separa abruptamente lo temporal y lo intemporal, y
que, entonces, Rousseau parece optar contra el tiempo del devenir
humano.)
La feliz síntesis que corona la dialéctica del libro está admira­
blemente expresada por los símbolos de la fiesta de la vendimia
(V parte, carta VII). Es el momento en el que parece que todos los
velos han desaparecido, en el que los personajes conocen la intimi­
dad más confiada. Rousseau no puede abstenerse de expresarlo ale­
góricamente, mediante un amanecer otoñal. Entre todo lo que da
un «aire de fiesta» a esta jornada, Rousseau no olvida el «velo de
bruma que el sol levanta en la mañana como un telón de teatro,
para descubrir, ante la vista, un espectáculo tan encantador». El es-2

2' III parte, carta XVII!, O. C.. II. 344.

111
pectáculo nos mostrará la reconciliación del placer con el deber, de
la embriaguez dionisiaca y de la institución bien ordenada. ¿No es
este día de fiesta, al mismo tiempo, un día de trabajo? Estamos
muy lejos del dispendio irracional de la fiesta arcaica en la que se
consumen los bienes acumulados. En la descripción de Rousseau, la
fiesta de la vendimia es un dia de acumulación de riquezas, al que
acompaña un consumo razonable. Y los trabajos casi no se distin­
guen de los juegos de la diversión: «Esta fiesta no deja de parecer
más hermosa al pensamiento, cuando se piensa que es la única en la
que los hombres han sabido unir lo útil a lo agradable». Asi nacerá
un «estado de fiesta común», una «alegoría general que parece ex­
tenderse por toda la faz de la tierra».

La m ú s ic a y l a t r a n s p a r e n c ia

Desde el comienzo de la jornada se escucha «el canto de las ven­


dimiadoras». Y la fiesta se culmina sabiamente con música (sin que
se haya abandonado el trabajo):

Después de la cena seguimos despiertos aú n unas dos horas


agram ando cáñam o; cada uno, por tu m o , canta su canción. A l­
gunas veces las vendimiadoras cantan a coro todas ju n tas, o bien
a una sola voz y en estribillo alternativam ente. La mayoría de es­
tas canciones son viejas rom anzas cuyos tonos no son agudos,
pero tienen un no sé qué de antiguo y de dulce que a la larga con­
mueve. Las canciones tienen letras sencillas, ingenuas y a menudo
tristes; sin em bargo, gustan.

Mañana y noche de fiesta: nada más significativo que ver apare­


cer allí la música y la poesía ingenuas. Recordemos el tópico de la
«vieja romanza» y olvidémoslo inmediatamente, ese tópico que ya
entonces circulaba y que atestará durante mucho tiempo la literatu­
ra. Pero señalemos también que enseguida (y especialmente en Her-
der, gran lector de Rousseau) se despertará un interés muy serio por
la poesía y la canción populares.
Voces de mujeres que cantan a coro, al unisono. «De todas las
armonías», añade Saint-Preux en su carta sobre la fiesta de la ven­
dimia, «ninguna es tan agradable como el canto al unisono». Con­
sultemos el Diccionario de Música: el unísono representa «la armo­
nía más natural»22. ¿Y qué es una romanza? Rousseau la define

22 Diclionnaire de Musique, Unísono, O. C. (París, Fume, 4 vol.), III, 851.

112
como «una melodía dulce, natural, campestre, y que produce un
efecto por sí misma, independientemente del modo de cantarla»21.
Una romanza al unísono es la melodia natural en su armonía na­
tural. Es el triunfo de la naturaleza que canta a través del que can­
ta, sin que éste tenga necesidad de afirmar una «personalidad de
artista». El intérprete no tiene que entrometerse: elocuente sin inter­
mediario, la romanza conmueve inmediatamente. No solamente
prescinde de la interpretación de un virtuoso, sino que prescinde
también de la mediación de la sensación, para alcanzar directamen­
te el alma del oyente. Pues la melodia tiene el poder de conmover al
corazón infaliblemente: proposición capital en la teoría musical de
Rousseau, y que justifica su predilección por la melodia y su des­
confianza hacia la armonía. Detesta la música destinada a hacer
brillar al intérprete, y rechaza una música que no se dirija más que
al placer de los sentidos. ¿Por qué? Rousseau profesa aquí un idea­
lismo sentimental; para él, la personalidad del intérprete y el goce
puramente sensitivo son obstáculos interpuestos entre una «esencia»
musical y el alma del oyente. Desde luego, hace falta que haya una
voz que cante, y también es preciso un oído que escuche, pero es ne­
cesario que el cantante y el oído transmitan sin obstaculizar. La teo­
ría de Rousseau supone que su presencia puede desvanecerse y
borrarse instantáneamente y no constituir más que un medio con­
ductor. La magia de la melodia consiste en poder superar la sensa­
ción y hacerse puro sentimiento:

El placer de la arm onía no es más que un puro placer senso­


rial, y el goce de los sentidos es siempre breve, la saciedad y el
aburrim iento se producen pronto; pero el placer de la arm onía y
del canto es un placer de interés y de sentim iento, que habla al
corazón2324.
E s sólo de la m elodia de donde sale este invencible poder de
los acentos apasionados; es de ella de donde procede todo el po­
der de la música sobre el alm a25.

Desde luego, se da lo inmediato para la sensación, al igual que


se da para el sentimiento. En efecto, la música armónica se dirige
directamente a los sentidos. Por complicada y difícil que sea, no
sobrepasa el dominio elemental de la sensación física. Pues esta mú­
sica que nos llega por «el imperio inmediato de los sentidos» no

23 Op. cit.. Romanza, O. C. (París, Fume, 1835), III, 795.


24 Op. cit.. Unidad de melodía, O. C. (París, Furne, 1835), III, 852.
23 La Nouveile Héloise, 1 parte, cana XLVIII, O. C„ II, 132.

113
actúa «más que indirecta y levemente sobre el alma»26. La felicidad
de lo inmediato es entonces para los sentidos, pero no para el alma
que está privada de ello: en música, el placer puramente sensitivo
carece de profundidad, no tiene eco, y de un modo aparentemente
paradójico, no puede ser mantenido más que mediante artificios.
Por el contrario, la melodía tiene «efectos morales que superan el
imperio inmediato de los sentidos»27. En esta fórmula, Rousseau
reivindica para la melodía el privilegio de alcanzar directamente un
dominio más interior: sólo entonces goza el alma de la alegría de lo
inmediato. Los escritos de Rousseau sobre música oponen el alma a
los sentidos (el sentimiento a la sensación) con mucha más energía
de lo que lo hace en todas las demás ocasiones. Sin embargo, Rous­
seau propone una noción sintética que permite resolver la oposición
entre el sentimiento y la sensación. Asi como el Contrato Social y
La Nueva Eloísa reconcilia la pasión con el «hombre del hombre»,
Rousseau sugiere una reconciliación de la melodia-sentimiento con
la armonía-sensación: la antítesis se supera en la unidad de la melo­
día, noción a la que consagra un articulo en su Diccionario de Mú­
sica: «La armonía que debería ahogar la melodía, la anima, la re­
fuerza, la determina: sin confundirse, las diversas partes coadyuvan
al mismo efecto, y por más que cada una de ellas parezca tener su
propio canto, de todas esas partes no se oye salir más que un mismo
canto». Unidad comparable a la de la sociedad unánime que rodea
a la melodiosa Julie. Una perfecta fusión ha reconciliado los place­
res de los sentidos con las alegrías del sentimiento: la unidad de la
melodía concede a la armonía sensual y al artificio del contrapunto,
un valor que no poseen en si mismos, y que no adquieren más que
por su reconciliación con la melodía.
Asi pues, la melodía de las «viejas romanzas» está perfectamen­
te en su lugar en una fiesta que celebra la transparencia de los co­
razones y la comunicación sin obstáculos. Pero la melodía ingenua
habla del reino de la naturaleza a las «bellas almas» que viven en el
reino de la ley moral. De este modo, la música añade a la fiesta una
perspectiva profunda: ella hace que aparezca allí la dimensión del
pasado no solamente porque «estos aires tienen un no sé qué de an­
tiguo», sino porque, precisamente, el reino de la pura naturaleza es
lo que las almas bellas han debido dejar atrás en su historia a fin de
construir su felicidad actual. Esta música habla a Julie y a Saint-
Preux de su propio pasado, de la época en que sus pasiones obede­
cían a la ley de la naturaleza; les recuerda lo mucho que han sufrido*2
26 Op. a l., 131.
22 Dictionnaire de Musique, Melodía, O. C. (París, Fume, 1835), 111, 724.

114
al alejarse de ello. A la vez que expresan la felicidad de la transpa­
rencia, estas tonadas (cuyas palabras son tristes) hablan también de
lo que amenaza la transparencia actual, de lo que hace que sea pre­
caria: despiertan el pesar por lo que ya no puede volver a vivirse.
En el Diccionario de Música, Rousseau afirma que la música es
«signo mnémico»28. Así, mientras las voces de mujeres cantan, Ju­
lie y Saint-Preux sienten despertar, con una extraña agudeza, los
tiempos lejanos:

No pudim os evitar, ni Claire sonreír, ni Julie enrojecer, ni yo


suspirar, cuando volvimos a encontrar en estas canciones giros y
expresiones de las que nos hablam os servido antaño. Entonces
mientras las miro y recuerdo los tiempos lejanos, se apodera de mi
un estremecimiento, un peso insoportable cae repentinam ente
sobre mi corazón, y me deja una impresión funesta que sólo se
borra con dificultad. Sin em bargo, estas veladas tienen para mi
una especie de encanto que no puedo explicaros29.

Saint-Preux recuerda; compara las épocas de su vida. De este


modo, surge una turbación en la transparencia de la fiesta; es la tur­
bación de la reflexión.

El s e n t im i e n t o e l e g ia c o

La mirada sobre el pasado, el estremecimiento, el encanto: todo


esto define maravillosamente el estado de ánimo elegiaco. De
hecho, no se podría encontrar ilustración más llamativa de la oposi­
ción entre lo ingenuo y lo sentimental, tal y como lo entendía
Schiller30. Ante la ingenuidad de la canción popular, el «alma
bella» se entrega a la sentimentalidad elegiaca; sufre el encanta­
miento de la añoranza (de una «añoranza sonriente»). El recuerdo
le revela que está irrevocablemente separada de su pasado, y su pa­
sado no es otro que la naturaleza, inocente aún, que se expresa en la
transparencia de la melodía popular. Ésta no es elegiaca; sólo es in­
genuamente triste; pero por ser a la vez naturaleza, revelación del
pasado y signo mnémico, para las almas bellas se convierte en la
expresión de una naturaleza perdida, se ofrece como la presencia
fantasmagórica de un mundo que ya no existe. El sentimiento ele-

21 Diclionnaire de Musique, Música, O. C. (Parts, Fume. 183S), III, 744.


29 La Nouvette H itoíse, V parte, carta Vil, O. C., II, 609.
30 Schiller, Sdmtliche Werke (Stuttgart, Cotta, 1838), XII, 167: Ueber naive
und senlimentalische Dichtung.

115
gíaco, que no está presente en la canción ingenua, se despierta con
su contacto.
Este brusco surgimiento de un pasado añorado revela tensión in­
terna sobre la que se construye la felicidad de la fiesta. No solamen­
te pone de manifiesto que ha transcurrido un tiempo, sino que han
intervenido rechazos y superaciones y han establecido una irrever­
sible distancia entre el presente y el pasado. En la añoranza elegiaca,
el ser descubre que una parte esencial de si mismo pertenece a un
mundo desaparecido. Se siente fascinado por lo que ha sido, pero ni
el presente ni el pasado pueden ofrecer un apoyo real. No por ello
está menos terminado el pasado, y el presente se convierte en un lu­
gar de exilio... Conmovido, Saint-Preux se defiende contra la nos­
talgia del pasado, también Julie se aleja de él con pena. El recuerdo
de sus placeres turba: se violentan para liberarse de él. Pero este es­
fuerzo no puede realizarse de una vez por todas, hay que volver a
empezar a realizarlo continuamente. Por esto se produce una lucha
que corre el peligro de llegar a ser insoportable. La felicidad en la
sintesis exige, en efecto, una tensa vigilancia (el pasado es atractivo
todavía y debe ser constantemente reprimido) e implica una acción
reflexiva. Ahora bien, el ideal de la acción y del esfuerzo cede en
Rousseau, casi siempre, ante la tentación de tranquilidad, de la pa­
sividad que consiente. La muerte de Julie no será solamente una
catástrofe enternecedora que hará llorar a las lectoras. Morir repre­
senta el único reposo posible: Julie morirá feliz, liberada de la nece­
sidad de actuar, descubriendo en la alegría que ya nunca más tendrá
que realizar el esfuerzo que le imponía la ley del deber.
La tensión, la presencia de un pasado reprimido, conscientemen­
te «rechazado», la sentimos en los momentos mismos en los que
Rousseau habla de la confianza absoluta de las almas bellas, de la
comunicación sin obstáculo entre las conciencias, de la ausencia de
todo secreto. La fiesta de la vendimia se desarrolla bajo la mirada
omnisciente del señor patriarcal; al exaltar Saint-Preux esta perfecta
transparencia, confiesa la necesidad de una lucha contra el «tierno
recuerdo»:

D ejo que mis arrebatos se expresen sin constricciones; ya no


hay nada de ellos que deba callar, nada a lo que im portune la pre­
sencia del prudente W olm ar. No tem o que su esclarecida m irada
lea en el fondo de mi corazón, y cuando un tierno recuerdo quiere
renacer en él; una m irada de Claire le engaña, una m irada de Julie
me hace enrojecer51.31

31 La Nouvette Héloíse, V parre, carta Vil, O. C., II. 609.


116
Nos encontraríamos en el puro clima del idilio (es asi como con­
sideraba Schiller La Nueva Eloísa) si no nos viésemos confrontados
sin cesar a lo que amenaza la felicidad idilica. El arte de Rousseau
consiste en indicar constantemente lo que cuesta ser virtuoso: el vér­
tigo de la falta y del pecado acompaña continuamente a sus perso­
najes. La transparencia no reina espontáneamente: edifica su reino
sobre el rechazo de una opacidad cuyo riesgo se renueva en todo
momento. Sólo una «dulce ilusión» puede volver a conducir el espí­
ritu de Saint-Preux ante la imagen del idilio bíblico: «¡Oh tiempos
del amor y de la inocencia, cuando las mujeres eran tiernas y mo­
destas, cuando los hombres eran sencillos y vivían contentos! ¡Oh
Raquel!, encantadora hija y amada con tanta constancia...»32. Se
siente aflorar la pureza de un tiempo original, pero aflora como una
ficción. Nos sentimos de vuelta a la «bella orilla, que sólo adornan
las manos de la naturaleza» que había evocado el primer Discurso.
En este paisaje admirablemente límpido, estamos a punto de creer
que se ha recobrado la inocencia primera. Pero seguimos separados
de ella para siempre. La virtud que es conocimiento del bien y del
mal, y victoria voluntaria sobre el mal, no puede retroceder y con­
vertirse en inocencia, es decir, ignorancia del bien y del mal, pleni­
tud indivisa. Las almas virtuosas han atravesado la experiencia del
desorden, del que ya no pueden renegar. La confianza de las «almas
bellas» vuelve a traer el reino de la limpidez: pero saben que se trata
de una transparencia que habian perdido, y que ellas han restable­
cido. En medio de la felicidad que vuelven a encontrar, no pueden
olvidar el tiempo de la desgracia y de la división. Guardan, así, el re­
cuerdo de su tribulación entre la transparencia inicial y la transpa­
rencia restaurada: conocen su historicidad. Saben también que su
felicidad actual es el efecto de su fuerza y de su libre decisión y que
por consiguiente es precaria. Cansadas de vivir en los limites de su
voluntad, podrían recaer en los limites de la opacidad. Bastaría un
desfallecimiento para que los corazones se vuelvan a cerrar sobre su
secreto y comprometan la serenidad tan difícilmente conquistada.
Lo saben y no pueden evitar el añorar el tiempo lejano en el que la
inocencia reinaba espontáneamente, sin ningún esfuerzo, sin que el
instante venidero amenace al instante precedente.

« Op. cil.. 604.

117
La f ie s t a

Precisamente, ia fiesta campestre ofrece a las bellas almas un es­


pectáculo que simula el retomo a la inocencia primera. Saben que
sólo se trata de un espejismo: con la salvedad de que el efecto de
este espejismo es el acercar maravillosamente la imagen de la ino­
cencia idílica, hasta el punto de hacer creer que el fin se une con el
principio y que, al término de la evolución moral, la conciencia pue­
de sumergirse de nuevo en la espontaneidad no reflexiva de la que
su historia le ha arrancado. Esto no es más que una ficción, un jue­
go simbólico, y no un auténtico retomo al origen.
Además, en Rousseau la fiesta de la vendimia no tiene nada de
«ritual», no se liga a ninguna tradición. Nada se desarrolla en ella
según la costumbre. Al contrario, aparece como si estuviera com­
pletamente improvisada. Al mismo tiempo que simboliza un retor­
no a la edad de oro y a la antigüedad, ésta nos es descrita como la
obra acabada de la «sociedad de Clarens que vive en gran intimi­
dad». Pura invención, creación libre, libre de cualquier forma pre­
establecida. El espectáculo que maravilla a Rousseau es el de una
alegre satisfacción que nace en los corazones a medida que éstos
culminan los actos conformes al deber. La laboriosa emulación se
exalta hasta convertirse en una fiesta en la que la buena conciencia
se glorifica a sí misma. (Éste es, según Hegel, el culto que celebran
las «almas bellas».) La fiesta que hace surgir la imagen de los pri­
meros tiempos no tiene, sin embargo, nada ni de «mnémico», ni
de conmemorativo. Nace de improviso, por generación espontánea,
por el concurso de un grupo humano en el que ya nadie tiene que
ocultar nada de lo que piensa y siente. Los hombres no son felices
porque han sido invitados a una fiesta: ésta es sólo la manifestación
visible de la alegría que los hombres sienten al estar juntos, una ale­
gría cuya exuberancia y excesos inesperados se desbordan en los
gestos exteriores de la euforia, en los juegos, en las ceremonias, en
los cantos...
La vendimia no pasa de ser un pretexto, una «causa ocasional».
La sustancia de la fiesta, su verdadero objeto, es la franqueza. Se
muestra un espectáculo: ¿Acaso no compara Rousseau la bruma
que se disipa con el alzamiento del telón de un teatro? Pero, es un
espectáculo de una clase particular, en el que todos se muestran a
todos, la alegre embriaguez será el resultado de la perfecta evidencia
de cada uno: no hay actores disfrazados ni espectadores sumidos
en las sombras. Cada uno de ellos es al mismo tiempo espectador y
118
actor, cada uno de ellos tiene derecho a la misma parte de luz y a la
misma cantidad de atención.
Sin peligro dé exagerar, se puede ver en esta fiesta ideal una de
las imágenes clave de la obra de Rousseau. (Y, si pensamos en las
fiestas que la Revolución intentará instaurar33, también es una de
las imágenes que más ideas han inspirado.) Jean-Jacques escribe la
Carla a D'Alembert vertiendo «lágrimas deliciosas». Estas lágrimas
y este «tierno delirio» revelan perfectamente el carácter elegiaco de
la obra. Pues si, por un lado, la Carla es una crítica moralizante de
los perjuicios del teatro, está claro, por otra parte, que Rousseau se
refiere en todo momento a la imagen de un espectáculo ideal, que
no describirá hasta las últimas páginas de su librito: Rousseau tiene
la mirada puesta en el recuerdo de una fiesta improvisada de la que
fue testigo en su infancia. Es a este recuerdo y a esta alegría colecti­
va, revividas nostálgicamente, a los que Rousseau confronta todos
los «falsos» atractivos de la comedia y de la tragedia.

Recuerdo cómo me conmovió en mi infancia un espectáculo


bastante sencillo, y cuya impresión conservé siempre, a pesar del
tiempo transcurrido y de la diversidad de las cosas. El regimiento
de Saint-Gervais había hecho la instrucción y, según la costumbre,
los soldados habían cenado por compañías: la mayoría de los que
las componían se reunieron en la plaza de Saint-Gervais después
de la cena y se pusieron a bailar todos juntos, oficiales y soldados,
alrededor de la fuente a cuyo pilón se habían subido los tambores,
los pífanos y los que llevaban las antorchas. Se diría que un baile
de gentes animadas por una larga comida no puede ofrecer a la
vista nada especialmente interesante; sin embargo, el concierto de
quinientos o seiscientos hombres en uniforme, cogidos de la
mano, formando una larga hilera que serpenteaba con cadencia y
sin desorden con mil vueltas y revueltas, mil suertes de evolucio­
nes figuradas, la elección de los aires que les animaban, el ruido
de los tambores, el resplandor de las antorchas, un cierto fasto
militar en el seno del placer: todo esto producía una sensación
muy viva que no se podía soportar sin conmoverse. Era tarde, las
mujeres estaban acostadas; todas se levantaron. Muy pronto las
ventanas estuvieron llenas de espectadoras lo que inspiraba un re­
novado entusiasmo a los actores: no pudieron mantenerse por
más tiempo en las ventanas de sus casas y bajaron a la calle; las
esposas venían a ver a sus mandos; las criadas traían vino; y hasta
los niños, a los que el ruido había despertado, acudieron semives-
lidos entre padres y madres. Se suspendió el baile: todo fueron be­
sos, risas, brindis, caricias. Todo esto produjo un enternecimiento

33 Cfr. A. Aulard, Les Oraieurs de la Rivolution, París, Comély, 1906-1907.

119
general que no acierto a describir, pero que, en el universal albo­
rozo, se siente bastante naturalmente en medio de todo lo que nos
es querido. Al besarme, mi padre fue presa de un estremecimiento
que aún creo sentir y compartir. «Jean-Jacques —me decía— ama
a tu país. ¿Ves a los buenos ginebrinos? Todos son amigos, todos
son hermanos; la alegría y la concordia reinan entre ellos»34*.

Poco importa saber si el acontecimiento tuvo lugar como lo des­


cribe Rousseau. Lo que importa es que estas imágenes constituyen
la norma interna de acuerdo con la cual Rousseau juzga y condena
a los otros espectáculos. Nada es indiferente en el relato de esta ve­
lada: ni la comida que precede, ni el vino que se bebe en ella, ni la
presencia de la música (como en la fiesta de la vendimia), ni el ca­
rácter patriótico de la diversión en uniformes, ni tampoco la presen­
cia del padre, ni la igualdad momentánea de señores y criados, en
esta prudente saturnal. Nada que no tenga gran significación.
Se nos manifestará más claramente el sentido de la fiesta si lee­
mos un segundo fragmento de la Carta a D'Alembert. Prestemos
atención a los términos y a las imágenes que Rousseau pone en esce­
na, en el pasaje que confronta el espectáculo cerrado del teatro con
el espectáculo a cielo abierto de la diversión colectiva:
No adoptemos estos espectáculos excíuyentes que encierran
tristemente a un pequeño número de gentes en un antro oscuro;
que les mantienen temerosos e inmóviles en el silencio y la inac­
ción; que no ofrecen a la vista más que tabiques, espadas afiladas,
soldados, entristecedoras imágenes de la servidumbre y de la des­
igualdad. No, pueblos felices, no son éstas vuestras Restas. Es al
aire libre, es bajo el cielo donde debéis reuniros y entregaros al
dulce sentimiento de vuestra felicidad... Que el sol ilumine vues­
tros inocentes espectáculos; vosotros mismos compondréis uno, el
más digno que él pueda iluminar.
¿Pero, en fín, cuáles serán los objetivos de estos espectáculos?
¿Qué se mostrará en ellos? Nada, si se quiere. Con libertad, don­
dequiera que reine la abundancia, el bienestar también reinará
allí. Plantad en mitad de una plaza un poste coronado de Rores,
reunid allí al pueblo, y tendréis una Resta. Mejor aún: dad como
espectáculo a los espectadores, hacedlos actores a ellos mismos,
haced que cada uno se ame y se vea en los demás, a Rn de que asi
todos estén más unidos39.
34 Lettre á D ’Alembert (París, Oamier-Flammarion, 1967), 248. La Resta de Gi­
nebra, evocada en una larga nota, reproduce en el ánimo de Rousseau la «laboriosa
ociosidad» de las Restas de Esparta, cuya función modélica se inscribe en el cuerpo
del texto.
» Op. cit., 233-234.

120
El teatro y la fiesta se oponen como un mundo de opacidad y un
mundo de transparencia. Con su oscuridad, sus espadas afiladas y
sus tabiques, el teatro inspira el mismo temor que el cruel Templo
en el que reina la Estatua alegórica. Se ejerce en él la misma fasci­
nación negativa. Pues Rousseau, adversario del teatro, no descono­
ce en absoluto sus poderes de seducción (como la de la Estatua):
conduce a los hombres al dominio de la opacidad, de la ilusión ne­
fasta y de la separación desdichada. En la sala oscura, el espectador
se encierra en su soledad. «Creemos unirmos al espectáculo y es
aquí donde cada uno se aísla, es aquí donde vamos a olvidar a nues­
tros amigos, a nuestros vecinos, a nuestro prójimo...»36. Se va al
teatro para «olvidarse de uno mismo», es el lugar del más completo
olvido de si mismo y del otro. El espectáculo nos roba nuestro ser:
alienación total donde nada se nos da a cambio. Somos atraídos por
una lejanía fabulosa. Pues si el teatro actúa sobre nuestras pasio­
nes, embruja por medio de la magia de la distancia y del alejamien­
to: «Todo lo que se pone en escena en el teatro no es algo que se
nos acerque, sino algo que es alejado de nosotros»**1.
Pero tras haber ensombrecido la imagen del teatro hasta el pun­
to de convertirla en el equivalente del Templo lúgubre del Fragmen­
to alegórico, la alabanza de la fiesta colectiva recurre a imágenes que
se parecen singularmente a las que Rousseau había hecho aparecer
al final del mito de las estatuas veladas. Una especie de milagro
pone fin a la división que separaba espectáculo y espectadores, y
que se agravaba al separar a los espectadores unos de otros. El es­
pectáculo-objeto nos robaba nuestra libertad y nos inmovilizaba
como cosas en la sala oscura: estábamos petrificados por una mira­
da de Medusa. Ahora, al igual que al espectáculo cerrado sucede la
fiesta a cielo abierto, vemos suceder al objetivo opaco del es­
pectáculo una comunidad de conciencias abiertas que se ponen en
movimiento unas hacia otras. La separación es sustituida por la re­
ciprocidad de las conciencias. Habíamos visto al «divino objeto»,
Galatea convertise en una conciencia y unirse a Pigmalión en la
igualdad de un mismo Yo. Habíamos visto al «hijo del hombre»
derrocar a la Estatua y proferir, a partir de una «fuente» interior,
una verdad reconocida instantáneamente por los hombres. Lo mis­
mo sucede cuando el espectáculo «excluyeme» y «cerrado» se con­
vierte en una fiesta abierta. Un pueblo entero se ofrece la repre­
sentación de su felicidad. El espectáculo abierto a todos, que es el
espectáculo de la apertura de todos los corazones, es «inocente»,
36 Op. cil., 66.
* Op. cil., 79-80.

121
«carece de peligro», pero es también más «embriagador». La anima­
ción de la fiesta colectiva realiza una de las epifanías de la transpa­
rencia con las que Rousseau habla soñado.
«No hay otra alegría pura que la de la alegría pública»18. Esta
alegría carece de objeto y es universal. De ahí le viene la pureza. La
comunidad se expresa en el propio acto de la comunicación, y se
toma como objeto de exaltación propia. Las conciencias se abren al
exterior porque son puras y no tienen nada que esconder, pero tam­
bién se puede decir que se purifican porque han sabido abrirse unas
a otras. La pureza quizás sea menos una causa de la alegría gene­
ral que una consecuencia de ella.
«¿Qué se mostrará en ella? Nada, si se quiere.» Si la fiesta no
fuera esta autoafirmación de la transparencia de las conciencias, si
el espectáculo tuviera un objeto particular, seguiríamos estando en
el dominio de los medios y de la mediación. ¿Es el teatro, como
pretende Rousseau, el lugar en el que me encuentro abocado a una
soledad absoluta? En modo alguno: sé que otras miradas miran fi­
jamente el escenario, y que me uno a ellas en la acción que todos
miramos. Es el ejemplo mismo de una comunión mediata: estamos
reunidos indirectamente por la mediación de la acción escénica, a la
que me liga directamente mi atención. Pero la relación mediatizada
que constituye un público de teatro parece no tener ningún valor
para Jean-Jacques. Una comunicación que no se realiza en la inme­
diatez absoluta no es, a su parecer, una comunión verdadera: es lo
mismo que decir que es el reino de la soledad y de la dispersión
desgraciada. AUi donde nos es fácil reconocer una comunicación
mediatizada, Jean-Jacques ve una comunicación interrumpida. Lo
que se nos presenta como un elemento de mediación le parece un
obstáculo. No hay solución alguna, sino es la de no mostrar nada.
No mostrar nada será realizar un espacio completamente libre
y vacio, será el medio óptico de la transparencia: las conciencias
podrán estar meramente presentes unas a otras, sin que nada se in­
terponga entre ellas. Si no se muestra nada, es posible que todos se
muestren y todos vean. La nada (en tanto que objeto) es extraña­
mente necesaria para la aparición de la totalidad subjetiva.
La exaltación de la fiesta colectiva tiene la misma estructura que
la voluntad general del Contrato Social. La descripción de la alegría
pública nos ofrece el aspecto lírico de la voluntad general: es el as­
pecto que toma con el traje de los domingos.38

38 Op. d i., 249.

122
¿Existe goce más agradable que el de ver a to d o un pueblo
entregarse a la alegría de un día de fiesta y a to d o s los corazones
abrirse al sentir los supremos rayos del placer, que pasa rápida
pero intensamente a través de las nubes de la vida?39.

La fiesta expresa en el plano «existencia!» de la afectividad todo


lo que el Contrato formula en el plano de la teoría del derecho. En
la embriaguez de la alegría pública, cada cual es actor y espectador
a la vez, resulta fácil reconocer la doble condición del ciudadano
después de concluido el contrato: es a la vez «miembro del poder» y
«miembro del Estado», es aquel que quiere la ley y aquel que la
obedece. Haced que cada uno se vea y se ame en los otros, a fin de
que así todos estén más unidos. Mirar a todos sus hermanos y ser
mirado por todos: no es difícil encontrar aquí el postulado de una
alienación simultánea de todas las voluntades, en la que cada uno
termina por recuperar todo lo que ha cedido a la colectividad.
Lo inmediato de que se disfruta entonces es una inmediatez se­
cundaria, que supone primero la separación y después el éxito abso­
luto del acto mediador que supera la separación.

Al darse cada uno a todos, no se da a nadie, y com o no hay


ningún asociado sobre el que no se adquiera el mismo derecho
que se le cede sobre uno mismo, se gana el equivalente de todo lo
que se pierde, y más fuerza para conservar lo que se tiene4041.

Lo que el Contrato estipula en el plano de la voluntad y del te­


ner, lo realiza la fiesta en el plano de la mirada y del ser: cada uno
se «aliena» en la mirada de los otros, y cada uno es devuelto a si
mismo por un «reconocimiento» universal. El movimiento del don
absoluto se reinvierte para convertirse en contemplación narcisis-
ta de uno mismo: pero si el yo que se contempla así es pura liber­
tad, pura transparencia, en continuidad con otras libertades y otras
transparencias: es un «yo común». A partir de entonces, el espa­
cio se abre al baile, a la animación de los cuerpos liberados de la
preocupación de su soledad. Vayamos a bailar bajo los olmos. Ani­
maos, muchachitos41: la última escena del Adivino decía ya todo
esto en el tono del idilio «ingenuo».

39 Réveries, noveno paseo, O. C., 1 , 1085.


40 Control Social, lib. I, cap. VI, O. C., III, 361.
41 Le Devin du Village, escena VIII, O. C., II, 1113.

123
La ig u a l d a d

En la vendimia de Clarens, «todo vive en la mayor familiaridad,


lodo el mundo es igual y nadie falta al respeto de nadie»42. Parece
como si hubiésemos reconquistado la igualdad de los orígenes en la
alegría general. El segundo Discurso había descrito la igualdad del
comienzo de los tiempos, y habia relatado la historia de la huma­
nidad como una calda en la desigualdad. ¿Estaría todo resuelto?
¿Habrían recuperado los habitantes de Clarens la felicidad de los
primeros tiempos? O bien, como ocurrió con el retomo de la ino­
cencia, ¿no será esto más que una «dulce ilusión», un efecto de la
luz momentánea en la belleza de una mañana de otoño?
De hecho, esta igualdad recobrada es completamente ilusoria.
Aparece en la exaltación del día de fiesta y desaparecerá con ella:
no es más que un epifenómeno de la diversión colectiva. Pues nor­
malmente Clarens no conoce ni la igualdad natural de los primeros
tiempos, ni la igualdad civil descrita en el Contrato. Señores y servi­
dores son todo lo desiguales que es posible ser. Desde luego, los ser­
vidores están unidos a los señores por la confianza (IV parte, car­
ta X); pero Wolmar, espíritu sistemático, sólo busca la confianza de
sus subordinados para hacer de ellos buenos criados: es un método
de adiestramiento dirigido a obtener mejores servicios, más que a
establecer una solidaridad igualitaria. En cada linea de la carta
sobre la organización doméstica de la propiedad podemos reconocer
las características de la actitud «paternalista»: se las ingenia para
obtener el libre asentimiento del servidor, o incluso, su afecto, con
el fin de hacer de él un instrumento más dócil. Los señores se reser­
van el privilegio de sentirse iguales, si ello les place, pero este privi­
legio sólo les pertenece a ellos, y no a los servidores. Asi pues, el
sentimiento de igualdad no pasa de ser un lujo del señor, que le per­
mite disfrutar de su propiedad sin mala conciencia:

Me dejaba asom brado el que ju n to a tanta afabilidad pudiese


reinar tan ta subordinación, y com o ella y su m arido podían des­
cender e igualarse tan a menudo con sus criados, sin que éstos a
su vez se sintieran tentados de igualarse a ellos. N o creo que haya
soberanos en Asia a quienes sirvan en sus palacios con más respe­
to que estos buenos señores lo son en su casa. No conozco nada
menos imperioso que sus órdenes y nada que sea ejecutado con *

*l La Nouvelle Héloise, V parte, carta Vil, O. C.. II. 607.

124
tanta prontitud: ellos rogaban e iban volando; perdonaban y uno
se daba cuenta de su falta43.

Hay en esta benévola confianza, una hipocresía que quizás no


engañe solamente a los servidores. ¿No existe también aquí una fe­
liz trampa para las «almas bellas» que desempeñan el papel de los
buenos señores? Se engañan a si mismas en el sentido que ellas de­
sean. Se hacen la ilusión de no abandonar el dominio de la comuni­
cación inmediata. Al actuar por medio de la confianza, podemos
convencernos de que no se ha tratado al servidor como un medio:
no se ha caído en el desolador universo de los instrumentos y de la
acción instrumental. No sólo conservan toda su pureza las almas
bellas, sino que para ellas el acto esencial se reduce a mostrarse en
su pureza. Para que la casa sea próspera, para que la finca produz­
ca beneficios, ¿qué se debe hacer? Nada: mostrarse tal como se es.
Los otros llevarán sobre sus espaldas la carga del trabajo efectivo:

El gran arte de los señores para convertir a su servidumbre en


lo que ellos desean, es el de m ostrarse a si mismo tal com o son44.

Conseguirán ser servidos sin tener que reprocharse ni por un


momento el haber traicionado los grandes principios: «El hombre
es un ser demasiado noble para tener que servir simplemente de ins­
trumento a otros.»
La crítica no ha dejado de señalar el contraste entre el ideal de­
mocrático del Contrato Social y la estructura aún feudal de la co­
munidad de Clarens. Las diferencias son importantes y permiten
plantear la cuestión de la relación de Rousseau con el ideal de igual­
dad democrática. Pero conviene señalar también que Rousseau sin­
tió la necesidad de compensar, mediante la fiesta, la desigualdad
que acepta el orden cotidiano: no se detiene hasta no haber disuelto
la desigualdad en la embriaguez de la vendimia. Con la ayuda del
vino (del que se ha bebido razonablemente), una igualdad sentimen­
tal instaura nuevas relaciones humanas. Se ve realizar de modo efí­
mero, en una alegría sin futuro, el equivalente afectivo de los postu­
lados juridicos del Contrato, una sociedad libre y sin «cuerpos in­
termedios». Pero este breve triunfo de una fraternidad total no
amenaza en absoluto ni el orden ni la economía habituales de la fin-

43 IV parte, carta X, O. C., II, 458-459. Al no constituir los servidores una «cla­
se» antagonista, Rousseau consigue mantener «rangos» sociales, al mismo tiempo
que evita el peligro de las «sociedades parciales» que comprometían la plenitud de la
comunidad.
44 Op. cit., 468.

12S
ca, basados en el principio de la dominación del amo y de la obe­
diencia de los servidores. La exaltación de la igualdad no puede
persistir, no encierra en si ninguna promesa de continuidad. La feli­
cidad de la fiesta dura lo que duran los espectáculos. La igualdad
nos es ofrecida allí como un momento muy intenso: pero esta inten­
sidad pasajera no tiene el poder de perpetuarse en forma de una
verdadera institución. Es necesario disfrutar de ello en el instante
mismo, sabiendo de antemano que de ella sólo perdurará el recuer­
do y la nostalgia. El «alma bella» no sueña con reformar el mundo
de modo que la igualdad se propague por ¿1, se limita a formular el
deseo (que sabe que es perfectamente vano) de ver que el tiempo se
detiene y que se repite la dicha del instante.

No nos habría importado volver a empezar al día siguiente, y


al otro, y toda la vida45.

Cabe preguntarse si Jean-Jacques no pretende buscar una felici­


dad sustitutiva en esta embriaguez efímera, en la que encuentra la
quintaesencia sentimental de la igualdad, sin tener que luchar por
establecer las condiciones concretas de la misma. Hemos subrayado
la equivalencia entre la alienación universal del Contrato y la de la
fiesta, hemos puesto en relación la voluntad general del Contrato y
la transparencia general de la fiesta: ¿qué elegirá Jean-Jacques?
¿No está dispuesto a preferir las fiestas a las revoluciones? Reléase
la última obra política de Rousseau, las Consideraciones sobre el
gobierno de Polonia. A la pregunta inicial: ¿cómo «colocar la ley
por encima del hombre? ¿Cómo llegar hasta los corazones?», Jean-
Jacques responde mediante una teoría de la fiesta y de los «juegos
públicos». Y he aquí lo que propone a los polacos:

Muchos espectáculos al aire libre, donde los rangos estén cui­


dadosamente diferenciados, pero donde todo el pueblo tome parte
igualmente, como entre los antiguos46.

Rousseau admite la desigualdad de las condiciones sociales hasta


en el mismo centro de la fiesta; sólo exige una igualdad que se ma­
nifestará en el anhelo subjetivo de una participación de todo el pue­
blo en el espectáculo. Poco importa que las instituciones no sean
igualitarias: a Rousseau le basta con que la igualdad se realice como
un estado de ánimo colectivo.

« V parte, carta Vil, O. C., II. 611.


44 Consideradora sur le Gouvernement de Pologne, cap. III, O. C., III, 963.

126
Esto aparece ya de un modo perfectamente claro en la carta de
Saint-Peux sobre la vendimia. La igualdad no pertenece a la estruc­
tura concreta de la sociedad de Clarens: sólo está unida al «estado
de fiesta». Saint-Preux escribe:

La dulce igualdad que reina aquí restablece el orden de la na­


turaleza. constituye una instrucción para unos, un consuelo para
otros y un lazo de am istad para todos47.

A pesar de que sea «restablecido» el orden de la naturaleza, los


desheredados sólo han ganado con ello un consuelo; por lo tanto,
nada ha cambiado realmente en el orden de la sociedad, lo que
quiere decir que el orden de la naturaleza sólo ha sido restablecido
como un juego. Una nota que Rousseau añade a pie de página pre­
cisará todavía más esta idea: sin abolir realmente las diferencias so­
ciales, el estado de fiesta permite considerarlas como indiferentes; la
igualdad realizada en la fiesta demuestra la inutilidad de una trans­
formación real de la sociedad. Se puede reconocer un tipo de argu­
mento al que el pensamiento conservador recurrirá durante todo el
siglo XIX y más adelante:

Si de aqui nace un com ún estado de fiesta, no m enos agra­


dable para los que descienden que para los que ascienden, ¿no se
sigue de ello que todos los estados son casi indiferentes en si
mismos, con tal de que se pueda y se quiera salir d e ellos algunas
vecesP4*.

Obsérvese hasta qué punto Rousseau está dispuesto a admitir


equivalencias ilusorias, cuando puede justificarlas por medio de la
doctrina del sentimiento. Rousseau está dispuesto a aceptar un
mundo en el que no existe más que una pseudoigualdad social, con
la condición de que sea posible algunas veces conseguir que todos se
sientan ¡guales. Se diria que la esencia de la igualdad consiste en el
sentimiento49 de ser igual. Este «platonismo del corazón» (la expre­
sión es de Burgelin) legitima el recurso a la ilusión. Será incluso
muy disculpable el engañar a los otros si es por su bien, es decir, si

47 La Nouvelle Hélotse, V parte, cana VII, O. C., II, 608.


48 Ibídem.
49 En el momento en que Rousseau esboza sus Instituciones políticas parece
querer ponerse en guardia contra el sentimiento en materia política: «No es... por el
sentimiento que los ciudadanos tienen de su felicidad, ni por consiguiente por su
felicidad misma, por lo que hay que juzgar la prosperidad del Estado». G. Streckei-
sen-Moultou, Oeuvres et Correspondente inédites de J.-J. Rousseau, 1861. p. 227;
ver también O. C., III, SI3.

127
es para inspirarles ilusiones felices. Cuando Wolmar se arroga el de­
recho de provocar la confianza de sus sirvientes, actúa como «dés­
pota ilustrado» y hace caso omiso de la exigencia moral de recipro­
cidad. ¡Poco importa! Consigue crear el sentimiento de igualdad; se
nos invita a olvidar y a perdonar los dudosos métodos que le han
permitido tener éxito. Como ha subrayado Burgelin, es este todo un
aspecto «maquiavélico» de la teoría social de Rousseau. Este enemi­
go de la opinión, de los disfraces y de los velos, acepta sin embargo
que el señor disfrace la coerción que ejerce con objeto de instaurar
en su casa el orden y la concordia: «¿Cómo contener a los criados,
a personas a sueldo, si no es por medio de la coerción y de la impo­
sición? Todo el arte del señor consiste en esconder esta imposición
bajo el velo del placer y del interés, de modo que piensen que quie­
ren todo lo que se les obliga a hacer»50. El servidor es tratado aquí
como lo será Émile por su preceptor: el hombre de razón impone
artificiosamente su voluntad, y disfraza la violencia que ejerce, de­
jando asi al alumno o al sirviente el sentimiento de actuar libremen­
te y con plena conformidad. ¿Es esto desprecio por el niño y por el
pueblo llano? Podría creerse. Pero Rousseau no ha dudado en iden­
tificarse con el niño y con el pueblo. «Hombre de la naturaleza», no
sabe esconder nada de lo que siente: así es el niño, y asi es también
el pueblo: «El pueblo se muestra tal como es... los hombres de
mundo se disfrazan»51. La superioridad social de Wolmar hace de
él un hombre disfrazado, y el pedagogo del Emilio es, asimismo, un
hombre disfrazado. Sin embargo, la diferencia esencial consiste en
el hecho de que el preceptor guiará a Émile fuera de la infancia,
mientras que Wolmar casi no se preocupa por transformar al sir­
viente en un hombre razonable.
Clarens no ha restablecido el reino de la inocencia y no ha ins­
taurado el de la igualdad. Solamente, el dia de la fiesta, la imagen
de la inocencia y el sentimiento de igualdad vienen a encantar a las
almas sensibles. Clarens, añadámoslo, es un pequeño mundo limita­
do, y que se pretende cerrado, pero las almas se entregan en él al
sentimiento de lo universal. Ved el embelesamiento de Saint-Preux,
al comienzo del día de la vendimia: se emociona ante «el amable y
conmovedor cuadro de una alegría general que, en este momento,

90 La Nouvelle Hiloise, IV parte, carta X, O. C., II, 4S3. Véase el comentario de


Eric Weil: «Los sirvientes sólo existen para su señor y en é); al carecer de razón care­
cen de libertad; no pueden ser educados para la libertad, son esclavos por nacimien­
to, para emplear la expresión de Aristóteles» («J.-J. Rousseau et sa polilique», Criti­
que, n.° 56, enero 1952).
*' Émile, Ub. IV, O. C., IV, 509.

128
parece haberse extendido por toda la fa z de la tierra»*1. Ahora es la
imaginación la que unlversaliza la alegría.
El ideal de la «sociedad intima» (como en los Diálogos el ideal
de un «mundo encantado» que sólo es accesible a los iniciados, asi
como el ideal de la patria) parece corresponder a un fuerte gusto
por la existencia circunscrita. Amiel lo ha hecho notar muy aguda­
mente525354: hay en Rousseau un deseo de «insularidad», una necesidad
de encerrar su vida en una isla. Clarens es, precisamente, una isla,
un refugio, un jardín cerrado, una pequeña comunidad estrecha­
mente replegada sobre la felicidad que ha sabido inventar. Es el re­
fugio terrestre de las almas bellas en el interior del cual ellas se han
excluido54 del resto del mundo. Pero ha de surgir allí «la alegría ge­
neral que parece extendida sobre la faz de la tierra». Asi, a la vez
que satisface su necesidad de existencia circunscrita, Rousseau no
deja de dar libre curso a los anhelos de su «alma comunicativa».
A riesgo de tener que contentarse con ilusiones (y proclamará que le
basta con la ilusión), Jean-Jacques quiere experimentar la embria­
guez de la totalidad y de la universalidad. La exaltación general de
la comunidad cerrada se convierte en símbolo de universalidad, sin
dejar de mantenerse en los límites de la interioridad subjetiva. En la
exaltación de la fiesta, la transparencia de este mundo cerrado ad­
quiere su plenitud en una felicidad que las almas bellas interpretan
de forma inmediata como una presencia en lo universal. Interpretan
la plenitud de su alegría como una participación en un Todo sin
barreras, en un mundo infinitamente abierto. Asi, en la tercera car­
ta a Malesherbes, Rousseau se describe huyendo de los hombres,
pero para entregarse a una contemplación en la que terminará por
elevarse en pensamiento y sentimiento hasta «el sistema universal de
las cosas» y hasta el «Ser incomprensible que todo lo abarca»” . Da
el ejemplo de un aislamiento voluntario, de un sentimiento «de in­
sularidad», que contrapesa la experiencia interior de la universali-

52 La Nouvelle Hélofse. V parte, carta Vil, O. C., II, 604.


M H. F. Amiel, en J.-J. Rousseau jugé par tes Génevois d'aujourd'hui (Ginebra,
1879), 37.
54 En el vocabulario de Rousseau, exclusivo sólo es un término peyorativo cuan­
do designa lo que separa a los hombres en el interior de una comunidad: por el
contrario, se convierte en un término laudatorio cuando expresa lo que funda la per­
sonalidad del grupo social frente al resto del mundo. Al proponer espectáculos (fies­
tas) a los polacos, Rousseau, si es posible, no «desea nada exclusivo para los grandes
y ricos», pero, en la misma obra, alaba a los antiguos legisladores por habar insti­
tuido «ceremonias religiosas que por su naturaleza eran siempre exclusivas y na­
cionales» (Considéraiions sur te Gouvernement de Pologne). Véase igualmente el co­
mienzo del Emilio: «Toda sociedad parcial, cuando se estrecha y está bien unida, se
aliena de la grande».
55 Tercera carta a Malesherbes, O. C., I, 1141.

129
dad y de la totalidad. Las alegrías colectivas de Clarens no son otra
cosa que la imagen multiplicada de los éxtasis solitarios de Jean-
Jacques. Clarens es un mundo cerrado, pero donde uno se abando­
na al éxtasis del «gran Ser».
No es ocioso añadir que en Rousseau la imagen de la fiesta osci­
la entre dos «tipos ideales» bastante diferentes. En efecto, la fiesta
surge y se organiza de dos formas opuestas. En la primera, el grupo
entero es animado por un estado de áriimo común. La iniciativa
brota de todas partes. No hay entonces un centro privilegiado de la
fiesta colectiva. En ella todos tienen la misma importancia, todos
son por igual actores y espectadores. El espiritu unánime de la co­
munidad se exalta y se expresa en cada uno de sus miembros de for­
ma idéntica. El mismo anhelo nacerá espontáneamente en cada con­
ciencia. No habrá habido ningún legislador de la fiesta, del mismo
modo que al principio la hipótesis del «pacto social» no supone la
intervención de nadie que dé las leyes, sino una decisión simultánea
de todas las voluntades.
La segunda imagen sitúa en el centro de la fiesta a una persona,
un ser resplandeciente que comunica el movimiento y hacia el que
todo converge. Una figura dominadora impone su presencia y pro­
paga la alegría. Entonces, la fiesta se organiza a partir de un de­
miurgo cuya influencia se extiende irresistiblemente sobre todos
los que le rodean. La benevolencia de un alma comunicativa des­
pierta a su alrededor una alegría universal.
A decir verdad, estas dos imágenes ideales ejercen sobre Rous­
seau idéntica seducción. La Carta a D ’Alembert, en la que la fiesta
aparece sobre todo como la exaltación de un yo colectivo, es al mis­
mo tiempo una obra en la que Rousseau se exalta con la idea de re­
presentar el papel del inventor y del dispensador de la fiesta. Reléa­
se la larga página en la que cada frase comienza por «Querría
que...»*6. Rousseau se da, literalmente, fiestas en la imaginación, y
se convierte en el centro y en el legislador de las mismas.
Estar en el centro y en el origen de la fiesta, encontrar en la ale­
gría que uno suscita el espejo de la propia bondad, tales son algu­
nos de los «raros y breves placeres» cuyo recuerdo evoca Rousseau
en la novena Ensoñación. En La Muette ofreció barquillos a un
grupo de chiquillas: «El reparto resultó casi equitativo y la alegría
fue más general... En definitiva, la fiesta no fue ruinosa, sino que
por los treinta sueldos, todo lo más, que me costó, hubo para más
de cien escudos de regocijo»17. Este relato de una fiesta improvisa-567
56 Lettre á D ‘Atemben (París, Gamier-Flammarion, 1967), 238 y ss.
57 Réveries, noveno Paseo, O .C ., I, 1091.

130
da hace recordar de inmediato otra, en la que Jean-Jacques se en­
cuentra en el centro de una alegría general. Mejor aún, la fiesta
dada por Rousseau contrasta con los falsos placeres de una so­
ciedad muy rica:

Me encontraba en La Chevrette en tiempos del cumpleaños del


señor de la casa; toda su familia se había reunido para celebrarlo,
a este efecto, se puso en m archa toda la pom pa de los placeres
ruidosos. Juegos, espectáculos, festines, fuegos de artificio; no se
escatimó nada. No se tenia tiempo de recuperar el aliento y en vez
de divertim os nos aturdíam os589.

Jean-Jacques ofrece las «raquíticas manzanas» que ansiaban a


cinco o seis pequeños saboyanos. Esta fiesta dentro de la fiesta no
le cuesta gran cosa: la verdadera alegría, conquistada a bajo precio,
contrastará con los dispendiosos goces de los poderosos:

Tuve entonces uno de los más deliciosos espectáculos que pue­


dan agradar a un corazón hum ano: el de ver a la alegría, unida a
la inocencia de la edad, expandirse a m i alrededor. Pues al con­
templarla los propios espectadores la com partieron, y yo, que a
tan bajo precio participaba de esta alegría, tenia adem ás la de sen­
tir que era obra m fa1*.

Consideremos esto con más atención: la felicidad que en tales


circunstancias experimenta Jean-Jacques surge en razón del carác­
ter mágico de su acción. En efecto, Rousseau se maravilla de la
desproporción existente entre un acto que cuesta tan poco y la in­
tensidad de la alegría que provoca a su alrededor. Si ¿1 ha difundido
el contento a su alrededor, es a causa de la magia de la benevolencia
y no por el poder del dinero. Pues la verdadera fiesta es la que no
cuesta nada; en efecto, para que el goce sea verdaderamente inme­
diato no sólo es necesario suprimir el objeto del espectáculo, es pre­
ciso, además, que todo se realice sin gastos, es decir, sin pasar
por el medio impuro del dinero. Ya sea que surja de un anhelo co­
lectivo o que irradie de una personalidad bienhechora, en Rousseau
la fiesta siempre será frugal. He aqui, pues, que él coincide con una
preocupación económica muy puritana: a Rousseau no le gusta gas­
tar. Pero, en su caso, se trata menos de conservar su dinero que de
no comprometerlo en la fiesta, cuya pureza enturbiaría. Para que la
fiesta siga siendo pura, es preciso que las almas se expresen en ella
M Op. cit., 1092.
S9 Op. cit., 1093.

131
espontáneamente: deben crearlo todo por sí mismas; el regocijo co­
lectivo será el acto de autonomía de las conciencias que inventan
gratuitamente la felicidad de comunicarse unas con otras. Cuando
se pagan los gastos de la fiesta (como hace Rousseau con los pe­
queños saboyanos y las muchachitas de la puerta de La Muette),
uno puede justificarse diciendo que no ha gastado casi nada, y que
la alegria de la fiesta no tiene comparación posible con el dinero in­
vertido.

E c o n o m ía

En Clarens, la alegría de la fiesta parece instaurarse por un im­


pulso simultáneo que nace al mismo tiempo en todos los corazones
armonizados —pero sin que la persona de Julie se imponga como el
centro resplandeciente de esta jornada—. Su «alma comunicativa»
ha suscitado a su alrededor la alegria universal. Le basta con ser Ju­
lie para inspirar la feliz animación de la vendimia. Y puesto que
basta con que Julie esté presente para que todo un pequeño mundo
se anime prudentemente a su alrededor, no será necesario recurrir al
dinero para amenizar el espectáculo. Una vez más el ideal de fruga­
lidad está perfectamente satisfecho:

La cena es servida en dos largas mesas. No hay el lujo ni el


aparato de los festines, pero la abundancia y la alegria están pre­
sentes60.

En realidad, esta fiesta es un día de trabajo, y en ella la produc­


ción sobrepasa con mucho al gasto. Si releemos el comienzo de la
carta de Saint-Preux sobre la vendimia, nos damos cuenta de que el
lirismo de la acumulación se aplica a la propia alegria y resume
lo esencial de esta prosperidad campestre:

Pero, ¡qué maravilla!, ver a buenos y prudentes adm inistrado­


res hacer del cultivo de sus tierras el instrum ento de sus dones, sus
diversiones y sus placeres; verter a manos llenas los dones de la
Providencia; enriquecer todo lo que les rodea, hombres y bestias,
con los bienes que rebosan de sus granjas, sus bodegas y sus gra­
neros; ¡acumular la abundancia y la alegría alrededor suyo, y ha­
cer del trabajo que les enriquece una fiesta continua/*'.*61

40 La Nouvelle Héloíse, V parte, cana Vil, O. C., II, 608.


61 Op. til., 603.

132
Y además hay que añadir que la acumulación está en proporción
con las necesidades de una comunidad cuyo único objetivo econó­
mico es el de bastarse a sí misma. Se trabaja para enriquecerse sólo
para llegar a ser independiente. Si la fiesta manifiesta la perfecta
autonomía de las conciencias, se da el caso que tiene como decora­
do una prosperidad agrícola que hace posible la perfecta autonomía
material de la comunidad. El éxito de Clarens consiste, en efecto,
en la conquista simultánea de ambas formas de autonomía. Rous­
seau ha vinculado constantemente los problemas de la conciencia a
los problemas económicos: para ¿1 no puede haber autonomía de la
conciencia más que si ésta está apoyada y asegurada por medio de
la independencia económica. Se trata de una exigencia moral —de
origen estoico con toda seguridad— que pretende que el yo busque
sus satisfacciones tan sólo en si mismo y en los bienes que son su­
yos, sin recurrir nunca a una ayuda exterior. En Clarens el ideal
moral de la autarquía, traspuesto al plano económico, toma la for­
ma de una sociedad cerrada que subviene por si misma a su existen­
cia material. Todas las necesidades razonables serán satisfechas fru­
galmente. El enriquecimiento no irá más allá. M. de Wolmar no se
plantea la posibilidad de realizar un beneficio que no se convierta
inmediatamente en consumo. La prosperidad agrícola de los Wol­
mar no se traduce en una acumulación de capital. La familia no tie­
ne ninguna deuda, pero, en cambio, no deja en reserva ningún exce­
dente de producción; se limita a vivir bien sin aumentar su fortuna
convertible en dinero. Las almas bellas se resisten a toda sobrecarga
material: no hacen dinero. Su economía no es ni deficitaria ni de
acumulación. El pequeño grupo consume lo que produce a medida
que lo va produciendo (lo que hace producir por los sirvientes y
granjeros) y produce el ligero excedente que permite que un consu­
mo cotidiano tome el aspecto de una modesta fiesta. Imagen perfec­
ta de la suficiencia que no se enajena ni en la necesidad insatisfecha
ni en una abundancia superflua. Entre tantos detalles económicos,
casi no se menciona el dinero más que de vez en cuando. Éste, en
efecto, no concierne a la vida interior de la comunidad; sólo con­
cierne a los contactos con el mundo exterior, que ellos procuran evi­
tar lo más posible:

N uestro gran secreto para ser ricos... es tener poco dinero, y


evitar, en la medida de lo posible, en el uso de nuestros bienes, los
intercambios p o r m edio de los intermediarios entre el producto y
el em pleo... El transporte de nuestras ganancias se evita empleán­
dolas alli mismo, el intercam bio se evita también al consumirlos
en su forma natural, y para el indispensable cam bio de lo que te-

133
nemos de más y por lo que nos falta; en lugar de ventas y adquisi­
ciones pecuniarias que doblan los inconvenientes, tratam os de
m antener intercambios reales en los que la com odidad de cada
contratante hace las veces del beneficio para am bos6263.

El dinero, intermediario abstracto, no es necesario en esta so­


ciedad que consume inmediatamente lo que produce y que se nutre
de la sustancia de su trabajo. Desde luego, este trabajo sólo ha sido
posible al descender al desgraciado mundo de los medios y de los
instrumentos (estar a cargo de ellos incumbe a los sirvientes), pero el
consumo inmediato de los productos del trabajo borra, en alguna
medida, el pecado de esta negación de la naturaleza propia del tra­
bajo: no se correrá el peligro de que la riqueza llegue a ser un obs­
táculo entre las conciencias; y los hombres pueden pertenecerse ple­
namente a si mismos en el instante presente. En el producto del
trabajo no reconocen otra cosa que la posibilidad de dar una satis­
facción inmediata a la necesidad actual. Así, ni el dinero ni los pro­
blemas para conseguirlo obliteran los caminos del tiempo: las almas
bellas pueden lanzarse hacia el futuro llenas de pureza.
Debemos prestar atención a la repugnancia que Wolmar profesa
a los intercambios por medio de intermediarios. Reconocemos en
ella el malestar que Rousseau sintió siempre en presencia del dinero,
pero Wolmar elabora sistemáticamente con nobleza sus actitudes y
transforma en doctrina económica lo que en las Confesiones se
expresa en términos de gusto y de desagrado:

Ninguno de mis gustos dom inantes consiste en cosas que se


com pran. Sólo tengo necesidad de placeres puros y el dinero los
corrom pe a todos... En si mismo es inútil, para disfrutar de él es
necesario transform arlo^.

El dinero es, en efecto, aquello de lo que no se puede disfrutar


inmediatamente: y todos los goces que procura son necesariamente
mediatos. Un placer adquirido por medio del dinero ya no tiene la
pureza de lo inmediato; está envenenado.

62 La Nouvelle Hélotse, V parte, carta II, O. C., II, 548. Un ideal de economía
cerrada, autárquica y esencialmente agrícola semejante al que acabamos de ver será
formulado en el Emilio: «Este pan moreno, que os parece tan bueno, está hecho del
trigo recogido por este campesino; su vino negro y basto, pero refrescante y sano, es
de la cosecha de su viñedo; la ropa de la casa viene de su cáñamo, hilada en invierno
por su mujer, sus hijas y su criada: su familia ha realizado los adornos de la mesa; el
molino más próximo y el mercado vecino son los limites del universo para ¿I» (Émi-
le, lib. III, O. C., IV, 464). Comprar es inmoral: sólo el trueque es licito.
63 Confessions, lib. I, O. C„ I, 36-37.

134
Hay un punto suplementario sobre el que arroja luz la confron­
tación de La Nueva Eloísa y de las Confesiones: el principio de in­
mediatez sobre el que se funda una economía virtuosamente autár-
quica en Clarens sirve, por el contrario, en las Confesiones para
justificar ciertos actos inmorales de Jean-Jacques. ¿Por qué come­
tió tantas pequeñas raterías? Porque le horroriza pasar por la me­
diación del dinero. Porque el deseo quiere lanzarse de inmediato
sobre el objeto anhelado:

Me tienta menos el dinero que las cosas, porque entre el dine­


ro y la posesión deseada existe siempre una mediación, mientras
que no lo hay entre la cosa misma y su disfrute. Veo la cosa y me
tienta; si sólo veo el m edio de adquirirla ya no me tienta. Asi pues
he sido un bribón, y a veces lo soy todavía, a causa de bagatelas
que me tientan y que prefiero coger a pedirlas64.

Así, las razones que hacen de Jean-Jacques un ladrón son las


mismas que las que incitan a Wolmar a consumir los productos de
su dominio alli mismo. Poco falta para que se trate de dos aspectos
de la misma moral. Cuando Rousseau explica sus hurtos, el princi­
pio de inmediatez es invocado, a título puramente descriptivo, para
aclarar un mecanismo psicológico; al poco tiempo el principio de
inmediatez toma el valor de una justificación superior, de un impe­
rativo moral de mayor constricción que las reglas ordinarias de lo
justo y de lo injusto.
Tomar lo que nos encontramos a medida que lo deseamos era el
privilegio del estado de naturaleza, que el Discurso sobre el Origen
de la Desigualdad habia descrito en su primera parte. Pero la so­
ciedad ha hecho una distinción entre lo tuyo y lo mío, y no se puede
dar marcha atrás: a los ladrones se les mete en la cárcel. A la ociosa
suficiencia del estado de naturaleza sucede un estado de necesidad
perpetuamente insatisfecho: el hombre se olvida de sí mismo en
su trabajo, en donde se hace esclavo de las cosas y de los otros
hombres. Sin embargo, el trabajo convierte al hombre en un ser hu­
mano, lo eleva por encima de la condición animal: en lo sucesivo, el
hombre se define como el ser laborioso y libre que emplea medios e
instrumentos mediante los que se opone a la naturaleza para trans­
formarla. Lo que constituye la desgracia del estado social, es que el
hombre, siempre a la búsqueda de nuevas satisfacciones, se pierde
en el mundo de los medios, y ya no sabe corregir sus errores. Conti­
nuamente es arrancado a sí mismo por el sentimiento de la insufi-

« Op. cit., 38.

135
ciencia de sus placeres, y agrava esta insuficiencia tratando de pro­
curarse otros placeres... Pero en Clarens, en el mundo de la sintesis
en el que las almas bellas reconcilian en sí mismas naturaleza y cul­
tura, se verá conjugarse la suficiencia del estado de naturaleza y el
trabajo. La independencia volverá a ser compatible con la utiliza­
ción de los medios de la civilización. En lo sucesivo, para bastarse a
sí mismo se pasará por el circuito del trabajo, en lugar de recoger,
simplemente, los frutos ofrecidos por la Naturaleza. A pesar de
ello, se vuelve a encontrar el perfecto equilibrio de la suficiencia que
constituía la felicidad del hombre natural. Ahora, es la razón la que
define lo necesario, elimina lo superfluo y hace que el trabajo se
ajuste a las legítimas necesidades; así, asigna los limites en cuyo in­
terior vivirán todos con una satisfacción frugal; elimina el reino de
la opinión, borrando el mal de la civilización sin suprimir sus ven­
tajas;

U na situación en la que no se da crédito alguno a la opinión,


en el que todo tiene su utilidad real y que se limita a las verdaderas
necesidades de la naturaleza, no solamente ofrece un espectáculo
aprobado por la razón, sino que alegra los ojos y el corazón, por­
que el hom bre sólo se ve allí con relaciones agradables, com o bas­
tándose a si m ism o... Un reducido núm ero de personas dulces y
apacibles, unidos por necesidades m utuas y p o r una benevolencia
reciprocas, coadyuvando a un fin com ún m ediante tareas diver­
sas; al encontrar cada uno en su estado todo lo que precisa para
estar contento de él, y no desear abandonarlo, aplicándose a él
com o si tuvieran que permanecer en él to d a la vida, y la única am ­
bición que conservan es la de cum plir bien con sus obligaciones.
Hay tanta m oderación en quienes m andan y tan to celo en quienes
obedecen que unos iguales hubiesen podido distribuirse entre ellos
los mismos com etidos sin que nadie se hubiese quejado de lo que
le hubiera correspondido. Asi nadie envidia lo de o tro ; nadie cree
poder increm entar su fortuna más que con el incremento del bien
com ún; hasta los mismos señores sólo estiman su felicidad a tra­
vés de la las gentes que les rodean. N o se podría añadir nada ni
quitar nada de aquí, porque n o hay más que cosas útiles, y las te­
nemos todas, de form a que no se desea n ad a de lo que no se ve, y
no hay nada de lo que se ve de lo que se pueda decir: ¿P o r qué no
hay m ás?65.

Ningún conflicto interior amenaza la cohesión del grupo, y co­


mo nada externo le parece deseable, tampoco le amenazará ninguna

65 La Nouvelte Hélofse. V parte, carta II, O. C., II, 547-548.

136
tentación desde fuera. La comunidad no tiene otro ñn que el de
afirmarse a si misma al afirmar un «bien común» en el que todos se
reconocen. Todos los medios de acción utilizados se borran, para
que pueda hacerse transparente la única cosa que cuenta y que es la
felicidad de las conciencias autónomas. Lo que el trabajo ha produ­
cido se convierte lo más rápidamente posible en satisfacción razo­
nable. Nada se parece menos al trabajo de la manufactura, donde
se acumulan objetos destinados a ser vendidos lejos. Al imaginar la
felicidad de Clarens, Rousseau se da a si mismo las condiciones
ideales que permiten transformar inmediatamente el trabajo en go­
ce. El éxito económico consiste en satisfacer todas las necesidades
locales sin que un excedente de cosas producidas mediante el traba­
jo venga a plantear el problema de la venta y del intercambio: el
horizonte de la transparencia se ensombrecería por ello. Pues todo
el beneficio material que no correspondiese a una necesidad real, o
que no se reabsorbiese rápidamente en una satisfacción común, será
una carga insoportable para unas conciencias cuyo ideal es el de no
pertenecer más que a sí mismas. Una riqueza que excediese de lo
que la comunidad es capaz de consumir de inmediato equivaldría a
la servidumbre. Por lo tanto, el producto del trabajo nunca tendrá
derecho a una existencia autónoma en forma de objeto a vender o de
riqueza acumulada: una vez salido de las manos del hombre, cada
objeto es consagrado inmediatamente al uso razonable que será su
justificación, y que restablece la preeminencia del hombre sobre las
cosas. En Clarens, el hombre no produce objetos más que para
apropiárselos lo más rápidamente posible, para librarse de ellos
y, así, afirmarse en su pura libertad. «No se trabaja más que para
gozar»66.
Lo mismo ocurre en la existencia personal de Rousseau. Para vi­
vir, es preciso tener medios de vida. Para vivir libre, es preciso que
estos medios no comprometan a nada, que la conciencia no corra el
riesgo de absorberse en ellos irreversiblemente: el mejor trabajo será
el más indiferente, aquel al que jamás se estará tentado de entregar­
se, sino, al contrario, aquel del que siempre se podrá recuperar uno
y volverse a encontrar intacto:

Sin em bargo, en la independencia en la que querría vivir había


que subsistir. Imaginé un medio m uy sencillo: fue copiar música a
tan to la página. Si alguna ocupación más sólida hubiese servido
p ara lograr lo mismo, la'h ab ría tom ado, pero com o esta aptitud

66 La Nouveíte Hélofse, IV parte, cana XI, O. C., II, 470.

137
era de mi gusto y la única que podia darme pan día a dia, sin de­
pendencia personal, me reduje a ella67.
De hecho Rousseau traza la imagen de la suficiencia económica
de Clarens a partir del modelo de la suficiencia del sabio estoico.
Pero si el sabio posee en sí todos sus recursos morales, está claro
que el dominio de Clarens no puede vivir sólo de sus recursos mate­
riales. La hipótesis de una economía casi cerrada y, sin embargo,
próspera, es manifiestamente inadmisible. Es una quimera senti­
mental en la que se percibe un fuerte toque de robinsonismo.
De todos modos, Rousseau no cree alejarse de las condiciones
reales que tendría una sociedad cerrada instalada a orillas del lago
Leman. Con un esfuerzo exuberante de imaginación, traspone el
ideal de la suficiencia del yo en términos de un mito de la suficien­
cia comunitaria. Rodeado de «criaturas a la medida de su corazón»,
multiplica la suficiencia solitaria de la sabiduría para convertirla en
la suficiencia en comunidad del ensueño consolador. Inventa una
sociedad y, sin embargo, conserva lo que constituye el privilegio
esencial de la soledad: la libertad, el sentimiento de no depender de
nada exterior a si mismo. Más aún, de esta forma le da a su deseo
de independencia una forma más perfecta: mientras que el indivi­
duo solitario está obligado a buscar una ayuda exterior para subsis­
tir, no ocurre lo mismo en el caso de la comunidad ideal. Concebida
como un organismo único en que todas las partes se completan,
imaginada como un yo colectivo, la comunidad trabaja sin salir de
si misma. Robinson debe luchar para apropiarse de su isla; para
Wolmar y Julie la propiedad ya está constituida y sólo se trata de
perpetuar en ella el equilibrio de la necesidad, de la producción y
del goce. Mientras que el trabajo introduce al individuo en un mun­
do extraño del que dependerá parcialmente, el trabajo de la comu­
nidad sigue siendo puramente interior: los medios a que recurre no
la someten a nada extraño. Su actividad es considerada inmediata­
mente como interioridad. El grupo de trabajo no siente ninguna ne­
cesidad que le ate al resto del mundo, y por consiguiente no em­
prende ninguna relación comercial. No va más allá del trueque. Al
haber asegurado su perfecta autonomía, la comunidad cerrada se
coloca frente al resto del mundo como una persona ociosa y perfec­
tamente libre.
En Clarens todo está estrechamente relacionado. La autarquía
económica supone la unanimidad del grupo social; ésta, a su vez,
$upone corazones abiertos, confianza sin sombras. Rousseau les

67 Confessions, tib. VIII, O. C., I, 363.

138
confiere todas estas condiciones ideales y asegura la perfecta fusión
de las mismas.
En particular, nada es tan instructivo como ciertas invenciones
simbólicas en las que el tema de la suficiencia se aúna con el tema
de la reconciliación entre naturaleza y cultura.
El málaga de Julie. El principio de suficiencia prohíbe entera­
mente la importación de productos extranjeros. «Todo lo que pro­
cede de lejos está expuesto a ser desfigurado o falsificado»6*, dice
M. de Wolmar. Para quien ha resuelto vivir en la suficiencia, el ex­
terior es el dominio de la mentira y de la ilusión. Sólo es auténtico
lo que es fabricado alli mismo, home made. Si hay verdaderos pla­
ceres que el mundo exterior puede ofrecer, es inútil buscarlos fue­
ra. Clarens también sabrá procurárselos. Julie posee un secreto de
fabricación que permite hacer de la uva local un vino que da la im­
presión de que es málaga. Para esto, hay que forzar un poco a la
naturaleza, violentarla con ayuda de una «actividad ahorrativa».
¿Es una mentira? Casi no lo es: este falso málaga es menos falso
que aquel que habria sido preciso comprar en el extranjero. El arte
suple, asi, las inevitables limitaciones de la naturaleza. Clarens
«reúne veinte climas en uno solo»6869 y se convierte en un mundo ca­
paz de prescindir del resto del mundo.
El Elíseo de Julie. En el centro de las tierras que han llegado a
ser prósperas por medio del trabajo, Julie se ha reservado un espa­
cio cerrado, un hortus clausus, un locus amoenus. «El espeso folla­
je que lo rodea no permite que la mirada penetre en él, y siempre es­
tá cuidadosamente cerrado con llave»10. ¿Qué es este jardín?, una
obra de arte que produce la ilusión de ser naturaleza salvaje. Un
«desierto artificial». Saint-Preux se sorprende inocentemente: «No
veo huella de trabajo humano». Pues bien, ocurre justamente lo
contrario; el trabajo humano ha sido tan perfecto que se ha hecho
invisible. No hay nada en este santuario de la naturaleza que no ha­
ya sido querido y dispuesto por Julie: «Bien es verdad —dice— que
la naturaleza ha hecho todo, pero bajo mi dirección, y aquí no hay
nada que yo no haya ordenado». Y si no se ve huella alguna de los
hombres, «es porque se ha tenido buen cuidado de borrarlas». Por
otra parte, todo este arreglo se ha hecho «por medio de una activi­
dad bastante sencilla» y Julie asegura que no le ha costado nada. La
moral económica está a salvo: el arte ha seguido siendo frugal, el lu­
gar es exuberante, pero es la naturaleza la que se ha hecho cargo del

68 La Nouvelle Hélol'se, V parte, carta II. O. C., II, 550.


69 V parte, cana Vil. O. C.. II. 606.
79 IV pane, carta XI, O. C.. II, 471.

139
lujo. Así, el sanctus sanctorum de la familia civilizada es un lugar
que ofrece la imagen de la naturaleza tal como era antes de que la
civilización la haya transformado. «Creí ver el lugar más salvaje y
más solitario de la naturaleza, y me decia que era el primer mortal
que nunca hubiese penetrado en este desierto.» En el corazón de la
isla civilizada de Clarens se encuentra la isla de la lejana Polinesia.
Asi pues, la síntesis ha conservado lo que ha superado. Gracias a
una feliz ilusión, el Eliseo nos hace poseer lo que está en el comien­
zo de los tiempos y lo que se encuentra en los confínes del mundo.
«¡Oh Tinian! ¡Oh Juan Fernández! ¡Julie, los confínes del mundo
están en la puerta de tu casa!» ¿Quién desearía ya viajar? La su­
ficiencia de Clarens llega hasta reproducir la imagen perfecta del
origen.
Desde luego, la naturaleza que ha sido recobrada de esta manera
no es aquella en donde vive el primitivo, y con la que está en con­
tacto inmediato gracias a la simple sensación. El Eliseo es una natu­
raleza reconstruida por seres razonables que han pasado de la exis­
tencia sensible a la existencia moral. Con palabras de Schiller di­
riamos que esta naturaleza recobrada ya no es la naturaleza «in­
genua», sino un simulacro de naturaleza suscitado por la nostal­
gia «sentimental» por la naturaleza perdida. Recordemos el pasaje
de Kant, que ya hemos citado: «El arte consumado se vuelve a con­
vertir en naturaleza». Nada tan mediato como esta naturaleza obte­
nida como producto del arte humano. Sólo en un arte consumado
se borra el trabajo y el objeto obtenido es una nueva naturaleza. La
obra es mediata, pero la mediación se desvanece y el goce es de
nuevo inmediato (o tiene la ilusión de que es inmediato). Volvemos
a encontrar aqui la estética de Pigmalión: la más bella de las formas
producidas por el artista no ha de limitarse a ser «obra de arte»,
sino que ha de retornar la existencia natural, como si el trabajo del
escultor no hubiese existido nunca.

D iv in iz a c ió n

Este logro es puramente humano, puramente terrestre. Es la


obra del ateo Wolmar. (Pero hay que reconocer que Julie, converti­
da a la fe cristiana, es el alma del pequeño grupo de amigos.) La
transparencia es reconquistada por unas consciencias humanas que
han realizado el esfuerzo de la virtud y de la confianza. A cambio
de este esfuerzo no tienen nada que ocultar. Todos los deseos tur­
bios, todos los anhelos impuros, pueden ser confesados, puesto que
140
el acto mismo de la confesión es una represión que transmuta la pa­
sión carnal y la convierte en transparencia moral.
De este modo, se establece en la tierra un anticipo del Reino de
Dios limitado a un pequeño grupo de elegidos que experimentan la
felicidad de la unidad. Pues la presencia inmediata, el goce interior
y el poder ordenador son privilegios de Dios: el hombre se los apro­
pia en el momento en que su conflicto esencial se serena en la sin­
tesis. El «padre de familia» se hace entonces semejante a Dios; está
presente en todo lo que posee y se basta a si mismo. Para él, la ple­
nitud del tener coincide exactamente con la plenitud del ser. Él mis­
mo es todo lo que tiene; se posee por completo dentro de su domi­
nio. El pequeño mundo que le rodea es su sensorium del mismo mo­
do que el espacio es el sensorium del Dios de Newton. No le falta
nada y, por consiguiente, para ¿1 no existe nada de lo exterior. En
él, ya no hay lugar para esta falta de ser que sería el deseo. Si re­
curre a medios éstos son siempre los más directos, y desde el mis­
mo momento en que son utilizados, se desvanecen y ceden paso a
vínculos inmediatos. El padre de familia no gobierna a sus subordi­
nados por la mediación del dinero o de la violencia autoritaria; ob­
tiene su colaboración por medio del lazo directo de la confianza y
de la estima; por medio de una relación inmediata entre las concien­
cias (o, al menos, por algo que equivale a la libre persuasión):

Un padre de familia que se encuentre a gusto en su casa tiene


como recompensa de los continuos cuidados que le dedica el goce
continuo de los más dulces sentimientos de la naturaleza. Es el
único entre todos los m ortales que sea señor de su propia felici­
dad, porque es feliz com o Dios mismo, sin desear nada más que
aquello de lo que goza: com o este Ser inmenso, no sueña con
am pliar sus posesiones, sino con hacerlas verdaderam ente suyas
por medio de las relaciones más perfectas y de la dirección m ejor
entendida: no se enriquece con nuevas adquisiciones, se enriquece
poseyendo m ejor lo que tiene. No disfrutaba más que de la renta
de sus tierras, ahora disfruta además de sus mismas tierras al
presidir su cultivo y al recorrerlas sin cesar. Su servidor le era
extraño; lo convierte de bien suyo, en hijo suyo, se lo apropia.
Sólo tenía derecho sobre los actos, se lo da también sobre sus de­
cisiones. Sólo era señor al precio del dinero, se convierte en ello
por el el sagrado imperio de la estima y de la generosidad71.

Wolmar no cree en Dios, pero se ve convertido en algo análogo


a Dios en la meditativa satisfacción en la que se posee y posee todo
71 La Nouvelle Hélotse, IV parte, carta X, O. C., II, 466-467.

141
lo que le rodea. La posesión material ha conducido a la posesión es­
piritual; el dominio de Clarens es el campo de una conciencia que se
reconoce idéntica a si misma por todas partes. (Wolmar ya habia
reivindicado un privilegio divino cuando formuló el deseo de con­
vertirse en «un ojo viviente».)
¿Ha de sorprendernos que un ateo quiera ser tan semejante a
Dios? Nada hay que sea incompatible con las tendencias (manifesta­
das o implícitas) de la «filosofía de las luces». Como frecuentemen­
te se ha subrayado, las grandes ideas de los filósofos son, en su
mayoría, conceptos religiosos laicizados. «Parece como si —escribe
Yvon Belaval— la filosofía del siglo xvm aplicase al Mundo los
atributos de la infinidad de Dios y permitiese aplicar al hombre sus
atributos morales»*72.
El ateo Wolmar sólo rechaza el creer en un Dios personal para
convertirse en su sucesor sobre la tierra. Se siente en posesión de
una prerrogativa divina, porque la perfecta suficiencia hace divino a
aquel que goza de ella. Para Rousseau, lo que hace al hombre seme­
jante a Dios no es nunca el fruto del árbol del conocimiento: es la
suficiencia, el perfecto reposo de la suficiencia, aunque estuviese
muy próxima de la ausencia de conocimiento, aunque se viese ate­
nuada hasta reducirse solamente al «sentimiento de la existencia».
La quinta Ensoñación describe uno de estos felices momentos en los
que el hombre se siente divino no por estar en contacto con Dios o
por estar iluminado por el Ser trascendente, sino porque se basta a
sí mismo en su ser inmanente, y consigue asi una completa analogía
con Dios:

¿De qué se goza en una situación semejante? De nada exterior


a uno mismo, de nada sino de si mismo y de su propia existen­
cia; mientras dura este estado, uno se basta a si mismo igual que
Dios73.

La felicidad que experimenta Jean-Jacques, ocioso y solitario en


la orilla del lago de Bienne, se formula casi en los mismos términos
que la felicidad activa de Wolmar. ¡Qué diferencia entre esta pasivi­
dad y esta actividad —se dirá! Sólo que, como ya hemos visto, una
actividad que no sale del horizonte del yo equivale a una indepen-

72 Yvon Belaval, «La Crise de la gtométrisation de l’univers dans la philo-


sophie des lumiéres», en Revue Internationale de philasophie. 21, 1952. 2, p. 354.
72 Revertes, quinto Paseo, O. C., 1, 1047. Sobre la comparación con Dios,
cfr. Marcel Raymond, introducción a las Réveries (Ginebra. Droz, 1948), XXXIII-
XXXVI; ver también Jean-Jacques Rousseau. La quite de soi et la Réverie (París,
Corti, 1962), 150.

142
dencia ociosa; la suficiencia confiere a la actividad material de Wol­
mar el valor de un reposo infinito. Jean-Jacques ocioso y Wolmar
activo acceden a la misma divinidad.

La m u e r t e de J u l ie

Pero al éxito humano de Wolmar, que se hace semejante a Dios,


se opone el movimiento de Julie que va al encuentro de Dios. Rous­
seau opone, a esta felicidad terrestre, que habría podido ser la
conclusión «razonable» de La Nueva Eloísa, una segunda conclu­
sión, que esta vez es de orden religioso.
La aventura no se estabiliza en la idilica felicidad de la sociedad
intima de Clarens. Julie muere. Esta muerte es mucho más que un
accidente patético sobreañadido para entristecer a las bellas almas
unánimes, como una cadencia en menor tras la cadencia en mayor.
La muerte de Julie y su profesión de fe abren una perspectiva
«ideológica» muy diferente de la que parecía haber encontrado su
plenitud en el equilibrio humano de Clarens. Lo que la muerte de
Julie vuelve a poner en cuestión es todo el orden humano. Y lo que
ésta indica e ilustra es un descubrimiento de la transparencia com­
pletamente distinto.
La conclusión trágica de la obra nos remite, sin duda, al clima
del amor-pasión, que dominó las primeras partes de la novela. La
pasión es destructiva. Saint-Preux ha pensado a menudo en darse
muerte. El arquetipo de Tristán —del que, según Rougemont74, La
Nueva Eloísa seria una reposición en tono burgués— impone a los
amantes obstáculos insuperables de los que sólo triunfan al reunirse
en la tumba. Desde luego, Julie no muere de muerte por amor, sino
por haber realizado su deber de madre: Rousseau ha traspuesto al
plano de la virtud un acto que, según el mito del amor-pasión,
habría debido estar motivado por la voluntad de destrucción inhe­
rente a la pasión misma. Sin embargo, subsiste una ambivalencia.
Julie muere por la virtud, pero su muerte ocasiona una apasionada
nostalgia de Saint-Preux: «¡Ojalá hubiera muerto!»75.
Sabemos que por un momento Rousseau había pensado dar un
fin trágico al famoso paseo nocturno por el lago, de Julie y de
Saint-Preux: una borrasca habría hecho zozobrar al bote, y el amor
imposible habría encontrado su culminación en la muerte simultá­
nea de los dos amantes. Pero un-desenlace así habría hecho perder

74 Denis de Rougemont, L'A m our et t ’Occideni (París, Pión, 1939), 205-209.


75 La Nouvelle Hélofse, V parte, cana IX, O. C., II, 615.

143
todo su alcance a la dialéctica del progreso de las almas, la novela
habría concluido con el triunfo de la pasión en su forma más devas­
tadora. La catástrofe pasional habría hecho que la aventura regre­
sase a su punto de partida: la afirmación del carácter absoluto del
amor, cuya única salida es la muerte, y que ve su más puro cumpli­
miento en este éxtaxis nocturno.
A fin de conservar la pasión que supera, Rousseau se propone
sublimarla. Ya de por si, la muerte a dos representa una negación
de la pasión carnal. Después, esta negación debe ser sublimada a su
vez, y la pasión amorosa se regenera para lanzarse hacia Dios: se
salva negándose, pero esto no impide que la muerte religiosa de Ju-
lie pueda ser todavía una muerte por amor. Las últimas palabras
que Julie escribe a Saint-Preux son significativas: «No, no te aban­
dono, voy a esperarte. La virtud que nos separó en la tierra nos uni­
rá en la vida eterna»76. Al volverse-hacia Dios, Julie no le dio la es­
palda a su amante. (El ideal de la triada virtuosa se traslada a la
eternidad, Dios reemplaza a Wolmar en el papel del Esposo.)
Persisten un cierto número de equívocos. ¿Se han reconciliado
realmente los términos opuestos de pasión y virtud? ¿Ha sido supe­
rada realmente la pasión? ¿Ha tenido lugar, realmente, una sínte­
sis? Y, finalmente, ¿cuál ha sido la solidez de la concordancia entre
naturaleza y cultura que había aparecido ante nosotros en la felici­
dad «social» de Clarens? Todas estas preguntas deben ser plante­
adas y la dificultad que se tiene para reponderlas hace aparecer el
peligro que tendría el aceptar, sin reservas, una interpretación
«dialéctica» del pensamiento de Rousseau como la que hemos esbo­
zado. Es Kant quien nos sugirió la idea de buscar la síntesis entre
naturaleza y cultura tal y como la hemos visto realizarse en Clarens.
¿Rousseau tuvo claramente la intención de oponer los contrarios
para conciliarios seguidamente? Nos asegura que su novela ha sido
una ensoñación y las dialécticas no se sueñan... Se ha podido decir
que el estilo de pensamiento de Rousseau era bipolar. Está anima­
do, asi mismo, por una constante aspiración a la unidad. Por su
consistencia, la bipolaridad y el deseo pueden iniciar el movimiento
de una dialéctica e incluso llevarlo muy lejos. Pero las contradic­
ciones internas y la aspiración a la unidad no se articulan ni se ajus­
tan intelectualmente en un «sistema» coordinado. Aunque él mismo
confiese que su naturaleza es contradictoria, Rousseau está lejos de
conocer todas las contradicciones de su carácter y todas las de su
pensamiento. Así pues, la voluntad de unidad no está apoyada por

76 VI parte, carta XII, O.-C., II, 743.

144
una perfecta claridad conceptual: es un confuso anhelo de toda su
persona, y no un método intelectual. Desde luego, hay en él y en su
obra más sentido implícito de lo que él mismo cree. Este hecho, que
vale para cualquier escritor, vale de modo eminente en el caso de
Rousseau. «Hacía falta Kant para pensar los pensamientos de
Rousseau»7778, escribe Eric Weil (y nosotros añadiremos: hacía falta
Freud para pensar los sentimientos de Rousseau).
La aspiración a la unidad sigue estando perpetuamente insatis­
fecha: indica la dirección de un deseo y no una posesión segura. És­
ta impide que Jean-Jacques recaiga en las contradicciones iniciales.
A menudo se tiene la impresión de que los contrarios se obstinan
en su oposición, el acceso a la unidad superior es la utopía que re­
nace sin cesar y que permite soportar el conflicto. En vez de asistir a
un movimiento dialéctico, permanecemos en el desgarramiento y en
la división: hay fuerzas adversas, combaten sin descanso unas
contra otras. Al entregarse a la atracción simultánea de tentaciones
contradictorias, el deseo querría poder responder a la solicitación
del dia y de la noche, a la esperanza de un orden terrestre y al éxta­
sis que niega la tierra. Cuando Jean-Jacques se abandona de este
modo a la fascinación de los extremos, nos aparece como un alma
inquieta presa de ambivalencia, y no como un pensador que plantea
la tesis y la antítesis.
La Nueva Eloísa es una novela «ideológica». Pero, en beneficio
de la obra, la búsqueda de una sintesis moral no impide un desliza­
miento constante hacia la ambivalencia pasional. Es altamente sig­
nificativo que el éxito voluntario de Wolmar, que es el personaje ra­
cional de la novela, esté amenazado por las ambigüedades psicológi­
cas que el propio Rousseau no cesó de experimentar, y cuyos repre­
sentantes novelescos han llegado a ser Saint-Preux y Julie. Así, el
atractivo del fracaso contrapesa la aspiración a la felicidad y el de­
seo de castigo coexiste con la voluntad de justificación.

Reaparece el tema del velo.


La sociedad intima de Clarens vive en la felicidad y en la con­
fianza reciprocas: la transparencia de los corazones sería absoluta si
no persistiese un último secreto, un último vestigio de opacidad. No
todo está claro en el corazón de Julie; la radiante Julie está ator­
mentada por «secretos pesares»7* (y,- por una vez, Rousseau da aqui

77 Eric Weil , op. d i., 11.


78 La Nouvelle Hélolse, V pane, cana V, O. C., II, 592.

145
un valor positivo al secreto, que aparece como algo peligroso y pre­
cioso):
Un velo de sabiduría y de honestidad produce tantos replie­
gues alrededor de su corazón, que ya no le es posible penetrar en
él al ojo hum ano ni siquiera al suyo propio79.

Estas palabras —aunque pronunciadas por el omnisciente Wol-


mar— significan que el conocimiento total está reservado única­
mente a la mirada de Dios. Es preciso admitir, entonces, que en las
relaciones entre conciencias humanas se termina por encontrar lí­
mites infranqueables que protegen una parte escondida del ser y que
son inaccesibles para cualquiera que no sea Dios. Se prepara ya la
afirmación de una nueva «comunicación inmediata», infinitamente
más limpida y más directa, que ya no se establece entre conciencias
humanas, sino que une al alma con Dios.
Julie es cristiana. La causa de su «secreto pesar» es que Wol-
mar no acepta creer en Dios. Julie no esconde su fe ante Wolmar,
pero se esfuerza por disimular su tristeza, sin conseguir ocultarla
sin embargo:

P or mucho cuidado que se tom e su m ujer en disfrazarle su


tristeza, él la siente y la com parte: a un o jo tan clarividente no se
le engaña80.

Un disimulo llama a otro. Wolmar consiente en escotjder su


ateísmo a los ojos del pueblo. (¿Acaso no aporta la religión útiles
consuelos a los humildes?) Hará los gestos externos de la religión,
para dar buen ejemplo. «Acude al templo... se pliega a los usos es­
tablecidos... evita el escándalo.» De este modo estarán «a salvo» las
«apariencias»8'. El alma bella se ha hecho hipócrita. ¡Pero qué
infracción al principio de la franqueza absoluta que deberia prevale­
cer en todo momento! Una melancólica aureola rodea a los esposos:

El velo de tristeza con que cubre su unión esta oposición de


sentimientos prueba m ejor que cualquier o tra cosa el invencible
ascendiente de Julie. . . K.

¡Unión y separación simultáneas! El ascendiente de Julie es «in­


vencible», pero no deja de suscitar por ello la tristeza de la «oposi-

» IV parte, carta XIV. O. C.. II. 509.


*° V parte, carta V, O. C., II, 594.
« Op. cit.. 592.
» Op. cit.. 595.
146
ción». El símbolo del velo no interviene como una imagen de lo que
separa a Julie de Wolmar, sino, por el contrario, de aquello que les
envuelve en su unión misma, como una bruma que difuminase la
luz de esta unión.
La ambivalencia de Jean-Jacques se manifiesta en el modo en
que imagina un mundo cuyos habitantes viven, a la vez, en el senti­
miento de la perfecta unidad y en el sentimiento de la separación.
Unión de las conciencias y separación de las conciencias. Unión con
Dios y separación de Dios.
Si Wolmar no es creyente es porque «le falta la prueba interior o
la del sentimiento»*83. Julie posee esta prueba. Además necesita vivir
bajo la mirada de un testigo trascendente; para cumplir con su de­
ber, necesita apelar a un Juicio perpetuo. La presencia de Dios le es
necesaria. Y, sin embargo, esta presencia se sustrae. Ambivalencia
suprema: Dios está presente en todas partes y Dios está oculto.
«El propio Dios ha vetado su faz»**. Julie posee la «prueba in­
terna» y, sin embargo, se siente separada de Dios. Parece como si
Rousseau hiciese coexistir aquí dos doctrinas teológicas difícilmente
conciliables: por una parte, la revelación inmanente de Dios en el
interior de la conciencia humana, cuyas «facultades inmediatas»
bastan enteramente para reconocer el dictamen divino; por otra
parte, la teología del Deus absconditus, que afirma una separación
trágica, que sólo preservan de ser un desgarramiento irreparable la
revelación de la Escritura y la mediación de Cristo.
Julie querría acceder a Dios por un vinculo directo. No lo consi­
gue y confiesa su fracaso:

Cuando quiero elevarme hasta él, no sé dónde estoy; al no


percibir ninguna relación entre él y yo no sé por dónde alcanzarle,
ya no veo ni siento nada, me encuentro en una especie de anona­
damiento85.

Una comunicación inmediata es irrealizable. Queda entonces la


posibilidad de una relación mediata con Dios. Julie debe consentir
en pasar «por la mediación de los sentidos o de la imaginación».
Pero (según sus propias palabras) acepta la vía mediata contra su
voluntad:

83 Op. cit., 594.


« VI parte, carta VIH. O. C., II, 699.
83 V parte, carta V, O. C„ II, 590.

147
A pesar m ío rebajo la m ajestad divina, interpongo entre ella y
y o objetos sensibles, al no poder contem plarla en su esencia la
contem plo al menos en sus obras, la amo en sus dones86.

Asi pues, hay que volverse hacia las criaturas, amar y con­
templar a Dios a través de sus obras: pero Rousseau sugiere que es­
to es un mal menor. Todo lo que nos es sensible inmediatamente es
en realidad un obstáculo (un yelo) entre Dios y nosotros. Para
quienquiera que desee «elevarse hasta su fuente», todo lo que la
sensación y el sentimiento nos ofrecen inmediatamente no tiene ya
el valor de lo inmediato, sino que, al contrario, se convierte en un
intermediario interpuesto, y la claridad de la evidencia sensible to­
ma repentinamente el sentido de una opacidad.
Señalemos que, según Julie, la contemplación mediata de Dios,
pasa por el mundo, es decir, por los seres y los objetos sensibles, no
por Cristo ni por el Evangelio. Este Dios escondido que podemos
amar en sus obras no es el del Jansenismo, se parecería bastante
más al Dios incognoscible del Pseudo-Dionisio el Areopagita y de
San Francisco de Asis, que invitan al alma amante a la humilde
adoración de la criaturas. Dios ha velado su faz, pero el mundo es
una teofania.
Por muy satisfactoria que sea para el espíritu la teoría de la rela­
ción mediata, ésta no es aceptada más que a regañadientes, pues no
tranquiliza a Rousseau, cuya exigencia personal se vuelve siempre
hacia lo inmediato. Como ya hemos visto en numerosas ocasiones,
ante cualquier forma de comunicación mediata, Rousseau siente un
malestar y una inquietud: no se detiene hasta conseguir prescindir
de los medios y de los intermediarios. Rousseau es muy capaz de
concebir la relación entre medios y fines, es incapaz de permanecer
en el mundo de los medios. De este modo, tiene prisa por interrum­
pir el estado en el que Julie se encuentra constreñida a interponer
«objetos sensibles». Al morir, Julie accederá felizmente a la «comu­
nicación inmediata». Al expirar, liberada del obstáculo de la vida
carnal, ve elevarse el velo que ocultaba a Dios. Según un dualismo
casi maniqueo que separa radicalmente espíritu y materia, la muerte
provoca la abolición de todos los obstáculos interpuestos y la des­
aparición de todos los medios:

86 tbid. Pero por otra parte, Julie desconfía del misticismo: «He censurado los
éxtasis de los místicos. Los sigo rechazando cuando nos distraen de nuestros deberes,
y cuando, al alejarnos de la vida activa por los encantos de la contemplación, nos
conducen a ese quietismo del que me creéis tan próxima, y del que creo estar tan te­
jos como vos» (VI parte, carta VIH, O. C., U, 695).

148
No veo qué hay de absurdo en suponer que un alma libre de
un cuerpo que en otro tiempo habitó en la tierra pueda volver a
ella de nuevo, errar y, posiblemente, permanecer alrededor de lo
que fue querido; no para advertirnos de su presencia, no dispone
de medio alguno para ello; ni para actuar sobre nosotros y comu­
nicamos sus pensamientos, carece de la posibilidad de excitar los
órganos de nuestro cerebro, tampoco para percibir lo que nos­
otros hacemos, pues seria preciso que tuviese sentidos, sino para
conocer por sí misma lo que pensamos y lo que sentimos, gracias
a una comunicación inmediata semejante a aquella por la que
Dios lee nuestros pensamientos ya en esta vida, y por la que nos­
otros leeremos los suyos recíprocamente en la otra, puesto que le
veremos cara a cara87.

No es ésta la ocasión de discutir cuánta metafísica audazmente


espiritualista comporta esta profesión de fe. Lo importante es que
en ella se ve triunfar lo inmediato en su forma más absoluta. El
alma liberada goza de la visión de Dios, y en este cara a cara se hace
divina ella misma, se hace semejante a Dios, puesto que adquiere el
poder de leer en los corazones, privilegio, que, hasta entonces, sólo
poseia Dios. Wolmar se comparaba a Dios, y Julie, a su vez, se
hace la anunciadora de su propia divinización. Pues no sólo se reú­
ne, por fin, con el Dios testigo a que siempre invocó y por el que es­
pera ser justificada definitivamente, sino que a partir de entonces se
convierte en un testigo trascendente. «Vivamos siempre bajo su mi­
rada»88, exclama Claire.
Dios ha velado su faz, pero Julie franquea el velo que separa
materia y espíritu, vida y muerte. Aún hay más: en las últimas pági­
nas de la novela, al mismo tiempo que Rousseau da al velo un signi­
ficado metafísico, hace también de él una realidad física. Sobre la
cara desfigurada de Julie muerta, se coloca «el velo de oro bordado
con perlas» que Saint-Preux trajo de las Indias. Asi, la muerte de
Julie, que es un acceso a la transparencia, representa también el
triunfo del velo. En la cadencia final del libro, los dos temas opues­
tos, el tema y la contrafuga, se amplían y se afirman solemnemente.
El verbo «velar», el «velo», no eran hasta entonces más que
expresiones metafóricas destinadas a simbolizar la separación y la
opacidad. El velo toma ahora una existencia material y concreta, se
sobrecarga hasta convertirse en un objeto real, sin perder por ello
su poder de significación alegórica. A excepción de las estatuas cu­
biertas que hemos encontrado en el centro de dos obras de menor

87 La Nouvelle Héloise, VI parte, carta XI, O. C.. 11, 728.


88 VI parte, carta XIII, O. C., II, 744.

149
envergadura, estamos aquí ante el único pasaje de los escritos de
Rousseau en el que la imagen del velo es utilizada de un modo con­
tinuo, voluntario y deliberado, donde el escritor renuncia a la semi-
abstracción que normalmente caracteriza a esta imagen. Ahora, el
velo ha dejado de ser una metáfora episódica y fugitiva, para con­
vertirse en una alegoría continuada. El velo es la separación y la
muerte. Al constatar la importancia que aquí toma esta imagen,
podemos extraer la conclusión fácilmente de que, en los propios pa­
sajes en los que ésta parece convencional, su presencia no es indife­
rente, y que siempre está llena de intenciones y valores simbólicos.
La metáfora del velo pasa a la realidad. Pero pasa en etapas su­
cesivas: pues antes de ser un objeto concreto el velo es una visión
onírica. Como es sabido, se le aparece a Saint-Preux en el curso de
un sueño premonitorio, en el más tradicional estilo «novelesco»:

La vi, la reconocí, aunque su cara estuviese cubierta por un


velo. Doy un grito; me apresuro a apartar el velo; no pude alcan­
zarlo, alargaba los brazos, me atormentaba y no tocaba nada.
Amigo, cálmate, me dijo ella con débil voz. El velo temible me
cubre y no hay mano que pueda alejarlo89.

Saint-Preux, que iba camino de Italia, vuelve a Clarens en un es­


tado de «letargo» sonámbulo; escucha desde el exterior las voces de
Claire y de Julie conversando en el Elíseo. Y parte sin haber vuelto
a ver a Julie. Como ha señalado Robert Osmont90, el símbolo del
velo se desdobla en un nuevo símbolo: el seto que rodea el jardín
secreto es una «imagen» del velo:

Pensando que no había más que un seto y algunos matorrales


que franquear para ver llena de vida y de salud a la que creí no
volver a ver jamás, abjuré para siempre de mis temores, de mi
miedo, de mis quimeras y me dispuse a partir sin problemas, in­
cluso sin verla91.

Rousseau multiplica las intenciones simbólicas: el velo que cu­


brirá el rostro de la muerta es un testigo de la separación de los
amantes, puesto que Saint-Preux lo adquirió en tiempos dei exilio
en la Indias lejanas. De este modo, se establece una profunda simili­
tud entre el alejamiento impuesto por el amor imposible y el aleja-

89 V parte, carta IX, O. C., 11, 616.


90 Robert Osmont, «Remarques sur la genése et la composition de La Nouvelle
Héloíse», Annales J.-J. Rousseau, XXX11I (1953-1955), 126.
9* La Nouvelle Héloíse, V parte, carta IX, O. C., II, 618.

150
miento de la muerte. Y del mismo modo que el exilio habia sido la
condición de una perfecta unión espiritual, la separación por medio
de la muerte constituye la promesa de una reunión absoluta. Es pre­
ciso que el obstáculo triunfe completamente por su lado, para que,
por el otro, el espíritu liberado conozca por fin la plenitud extática
que ha deseado durante todo tiempo. Rousseau no omite nada para
conferirle al velo el carácter de lo sobrenatural. Las «imprecacio­
nes» de Claire, la actitud de los espectadores impresionados, el
contraste intencionado entre la materia preciosa del velo (oro y
perlas) y la carne de la cara que comienza a «corromperse»92: todo
indica, con una insistencia un poco pesada, la presencia del miste­
rio, el horror y la fascinación de lo sagrado.
La felicidad terrestre de Garens nos habia aparecido como una
victoria sobre el maleficio del velo, pero esta felicidad era frágil, la
transparencia seguía siendo imperfecta; para conservar la felicidad
hacía falta una tensión virtuosa, una perpetua resistencia al vértigo
del deseo que renacía continuamente, hacía falta un trabajo cons­
tante a fin de poder bastarse divinamente; la «sociedad intima»,
fundada sobre la libertad de las personas y sobre la relación actual
de las conciencias, debia afirmarse sin descanso contra la amenaza
del tiempo y del destino (pues una sociedad como ésta, que es me­
nos que una república y más que una familia, no puede apoyarse ni
sobre tradiciones familiares ni sobre instituciones legales); por últi­
mo, la oposición entre la fe de Julie y la incredulidad de Wolmar
dejaba que subsistiese una duda sobre la naturaleza misma de la
transparencia: ¿basta con una benévola comunicación entre las con­
ciencias humanas? ¿Es absolutamente preciso recurrir a una luz
trascendente?
La muerte de Julie entraña la destrucción de toda la felicidad so­
cial que se habia construido a su alrededor: sus amigos le sobrevivi­
rán individualmente, pero la sociedad intima no sobrevive. Julie
accede individualmente al éxtasis de la presencia ante Dios, será la
única que conozca la alegría de la «comunicación inmediata». El
supremo descubrimiento concierne ahora a una conciencia que apa­
rece sola ante su Juez, mientras que, antes, el descubrimiento era la
tarea que se imponía un pequeño número de seres humanos decidi­
dos a vivir en la más estrecha comunidad.
El ensueño de Rousseau se dio a si mismo primero, en un movi­
miento de expansión, la amistad sin sombras de una «sociedad inti­
ma»; después, en un movimiento de solitaria recuperación, el im-

« VI pane, carta XI, O. C.. II. 737.

151
pulso personal hacia un testigo trascendente cuya mirada le permite
al alma saberse justificada, por fin; Rousseau imaginó sucesivamen­
te, la efusión de la confianza y la ruptura con el mundo humano; la
sintesis razonable y la catástrofe sublime; la actuación del esfuerzo
virtuoso, y el abandono de la muerte ejemplar, el difícil perdón de
los vivos (perdón que hace falta reconquistar sin cesar y merecer sin
cesar), y la comparecencia ante el Juez que no condena, pero que
«fija» al alma en su felicidad, le da la plenitud del ser, le libera del
dolor de la decisión y del esfuerzo, le permite consentir a sus deseos
sin hacerse culpable, puesto que bajo su mirada de Juez justificador
ya no puede perderse la transparencia.
Se nos proponen sucesivamente imágenes de retorno a la trans­
parencia, ¿cuál elegir? ¿Y hay que elegir? Rousseau, por su lado,
concluye su novela de una forma que equivale a una elección. Entre
el absoluto de la comunidad y el absoluto de la salvación personal,
ha optado por el segundo. La muerte de Julie significa esta opción.
Y veremos que, más tarde, en los escritos autobiográficos, Jean-
Jacques lo retoma por su cuenta.

152
VI

LOS MALENTENDIDOS

Antes de convertirse en escritor Rousseau descubrió la fuerza y


la impotencia de la palabra. En Bossey, en casa de los Lambercier,
sus alegatos de inocencia no le fueron de ninguna ayuda: «Las apa­
riencias me condenaban». En Turin en casa de los Vercellis, donde
ha robado una cinta, acusa a la pobre Marión y miente con «una
desfachatez endiablada», y los íntegros jueces se dejan engañar por
su mentira: «Las ideas preconcebidas estaban a mi favor»'. La pa­
labra no puede nada y lo puede todo: es incapaz de vencer las «apa­
riencias» engañosas, y es capaz de inspirar «las ideas preconcebi­
das» que resisten victoriosamente a la verdad. Ninguna palabra
puede comunicar el sentimiento interior de inocencia, mientras' que
la mentira encuentra crédito con una extraña facilidad.
El lenguaje no es evidente. Y Jean-Jacques no está a gusto cuan­
do hay que hablar. No es dueño de su palabra al igual que no es
dueño de su pasión. Casi nunca coincide con lo que dice: sus pa­
labras se le escapan, y él se sustrae a su discurso. Cuando se dirige a
los otros es banalmente inferior a sí mismo o se lanza elocuente­
mente más allá de su manera de ser. Por lo que unas veces siente
que una debilidad asustadiza paraliza su lenguaje y otras que éste
es deformado por un exceso «involuntario». Unas veces encontra­
mos a Jean-Jacques balbuciente y turbado; otras, lleno de seguridad
ante los otros, aplastando con «sus agudezas», «como aplastaría un
insecto entre los dedos»*2. Pero en ninguna de estas ocasiones es él
mismo, no es el verdadero Jean-Jacques. Absurdo o inspirado, está
fuera de si, está más acá o más allá de sí mismo:

> Corrfessions, lib. II, O. C., I, 85.


2 Coñfessions, lib. IX, O. C., I, 417.

153
Si soy tan poco dueño de mi cuando estoy solo conmigo mis­
mo, piénsese como debo ser en la conversación, donde para
hablar oportunamente, hay que pensar en mil cosas a la vez y
sobre la marcha. La sola idea de tantas conveniencias de las que
estoy seguro de olvidar al menos alguna, basta para intimidarme.
Ni siquiera comprendo cómo alguien se atreve a hablar en un
circulo... En la conversación con otra persona hay otro inconve­
niente que considero que es peor: la necesidad de hablar conti­
nuamente. Cuando se os habla hay que responder, y si no se dice
una sola palabra hay que reanimar la conversación... Lo que es
más terrible es que en lugar de saber callarme cuando no tengo
nada que decir, es cuando, con el fin de saldar más rápidamente
mi deuda, tengo la manía de querer hablar. Me apresuro a balbu­
cir rápidamente palabras sin ideas, sintiéndome muy feliz con solo
que éstas no signifiquen nada en absoluto1.

Jean-Jacques es un torpe en sociedad; carece del tono y del sen­


tido de la oportunidad necesarios. Lo que en su caso es grave no es
el que sea incapaz de comunicar sus pensamientos o de defender sus
ideas, sino la dificultad que encuentra en hacerse valer a si mismo.
En un «circulo» del siglo xvm, nadie defiende sus ideas más que
para defender su categoría ante la opinión de los demás. Jean-Jac­
ques balbucea y se siente avergonzado: su falta de palabra equivale
a una falta de ser. Si no habla, no es nada, y cuando habla, es para
no decir nada, es decir, para anularse, como si sólo tomase la pa­
labra con el fin de castigarse por hablar.
Si Jean-Jacques manifiesta un malestar tal en la conversación es
porque lo que está en juego es su propia imagen, su yo expuesto a
las miradas de los otros. Querria aparecer en persona en cada una
de sus palabras y ser reconocido por lo que vale. Pues para él vivir
en sociedad es exponerse a un juicio implícito que no concierne a lo
que dice, sino a lo que es: toda palabra torpe empequeñece a Jean-
Jacques. Y en las conversaciones más indiferentes, nunca le es indi­
ferente aquello de lo que se habla, puesto que compromete su ima­
gen en ello.
El malentendido que teme Rousseau no concierne a aquello de
lo que se habla, sino a la persona que habla, a él mismo. Siente su
valia, o la presiente interiormente, y no sabe hacer que resulte evi­
dente. Sin embargo, el sentimiento interior de su valia no le basta
(¿se habría convertido en un escritor si le bastase?), su valia sólo
existirá para él si es confirmado por la admiración de los demás.
Por supuesto, no aceptará nunca la opinión que los otros se for-

J Confessions, lib. 111, O. C., 1, 115.

154
man de él. No aceptará jamás los valores según los cuales pretenden
juzgarle los otros. No quiere compartir nada con ellos: pretende im­
ponerse a ellos, exponerse a sus ojos como un ser admirable y sin­
gular. Pero Rousseau, balbuciente, se muestra estúpido y entonces
es verdaderamente estúpido para sí mismo y para los otros: «Al
querer vencer o esconder mi estupidez, raras veces dejo de mostrar­
la»4. Torpe y confuso, sólo ha expuesto un fragmento de su carác­
ter: su sentimiento le asegura que vale más que eso, pero los otros
ya han juzgado, le han ignorado, le han privado del derecho de con­
vertirse en si mismo, de mostrar un rostro diferente. Que se le deje
en libertad y sabrá revelar perfectamente a otro Jean-Jacques com­
pletamente diferente, sabrá ofrecer una imagen completamente dis­
tinta. Jean-Jacques se sustrae, asi, a los «falsos criterios» de los
otros, pero con la esperanza de inventar otro lenguaje que sabrá
conquistarlos y obligarlos a reconocer su naturaleza y su valia ex­
cepcionales: «Preferiría ser olvidado por todo el género humano a
ser considerado un hombre corriente»*9.
Aunque rechace la opinión de los testigos, Rousseau no puede,
sin embargo, prescindir de ellos y renunciar a mostrarse, pues él
no es nada si no es reconocido públicamente. Se rebela contra los
juicios que le aprisionan en los valores reconocidos, o que le in­
movilizan en la imagen que ha ostentado torpemente. Pero a la vez
que niega la validez de los juicios externos, tiene interés en conser­
var una posición destacada. No me juzguéis, pero no dejéis de mi­
rarme...
En efecto, Rousseau desea y teme no ser reconocido en su justo
valor. No quiere ser comprendido en la medida en que ser compren­
dido quiere decir ser atrapado: encontrar un lugar ya establecido en
el sistema de valores «inauténticos» a los que se somete el mundo.
No, no quiere que se le reduzca a no ser más que un hombre de
letras, según la acepción corriente del término; el sentimiento que
Jean-Jacques tiene de sí mismo es absolutamente único. A la vez
que espera que los otros le reconozcan, rechaza ser reconocido
como uno de los suyos. Quiere que se le distinga: «Cuando me pres­
tan atención, no me molesta que sea de un modo un poco espe­
cial»9. Aún a riesgo de que este «modo un poco especial» pueda
provocar el escándalo. Pues es preferible el escándalo a no contar
para los otros. El fracaso no consistiría en ser incomprendido, sino
en permanecer ignorado, en haberse afirmado irrisoriamente en el

4 Con/essions, lib. 111, O. C„ I, 115.


9 Mon Portrait. Armales J.-J. Rousseau, IV (1908), 265; ver O. C., I, 1123.
* Ibtdem.

155
vacio, en medio de la indiferencia general. Jean-Jacques ha conoci­
do innumerables veces la decepción de exhibirse inútilmente, de
cantar con su mejor voz bajo ventanas que no se abren. Baste con
recordar el viaje hacia Annecy al comienzo del segundo libro de las
Confesiones: «No veía un castillo a un lado o a otro al que no fuese
a buscar la aventura que estaba seguro allí me esperaba. No me
atrevía a entrar en el castillo, ni a llamar, pues era muy tímido.
Pero cantaba bajo la ventana que tenía la mejor apariencia, que-
dándóme muy sorprendido, después de haberme desgañitado duran­
te largo tiempo, al no ver aparecer ni señoras ni damiselas a las que
atrajese la belleza de mi voz o el ingenio de mis canciones...»7.
Cuando los otros están presentes se produce el malentendido.
Jean-Jacques no consigue parecer lo que su sentimiento le asegura
que es:

Sin ser bobo, a menudo he pasado p o r serlo, incluso en casa


de gentes que estaban en situación de juzgar correctam ente: sien­
do tam o más desgraciado cuanto que mi fisonomía y mis ojos
prom etían más, y que esta espera frustrada hace que mi estupidez
les resulte más chocante a los dem ás**.

¿Cómo superará este malentendido que le impide expresarse se­


gún su verdadero valor? ¿Cómo escapar a los peligros de la palabra
improvisada? ¿A qué otro modo de comunicación recurrir? ¿Por
qué otro medio manifestarse? Jean-Jacques escoge estar ausente y
escribir. Paradójicamente, se esconderá para mostrarse mejor, y se
abandonará a la palabra escrita:

Me gustaría la vida social com o a cualquier o tra persona, si no


estuviera seguro de m ostrarm e en ella no solamente de m odo des­
favorable, sino com pletam ente distinto a com o soy. La decisión
que he tom ado de escribir y d e esconderme es precisamente la que
me convenía. Estando yo presente, no se habría sabido nunca lo
que valía9.

Esta declaración es singular y merece ser subrayada: Jean-Jac­


ques rompe con los otros, pero para presentarse ante ellos en la pa­
labra escrita. Protegido por la soledad, dará vueltas a sus frases una
y otra vez con toda tranquilidad. Conferirá a su ausencia el sentido
más fuerte: la verdad está ausente de esta sociedad, y yo también es-

7 Confessions, lib. II, O. C., I, 48.


* Coñfessioits, lib. III, O. C.. I, 116.
* tbtdem.

156
toy ausente de ella; asi pues, yo soy la verdad ausente; al oponer a
los otros el valor de mi yo, les opongo la universal autoridad de la
naturaleza que ellos desconocen. Para aquellos que viven en la con*
fusión espiritual, la verdad es escandalosa y seductora: yo seré ese
escándalo y esa seducción.
Para que por fin se sepa lo que vale, Jean-Jacques se aleja y se
pone a componer libros, música... Confia a su ser (su personalidad)
a un parecer de otro tipo, que ya no es su cuerpo, ni su cara, ni su
palabra concreta, sino el patético mensaje de un ausente. Compone
asi una imagen de sí mismo que se impondrá a los otros al mismo
tiempo por el prestigio de la ausencia y por la vibración de la sen­
tencia escrita. Pues Jean-Jacques, soñador apasionado, sabe por
experiencia que nada es tan fascinante como una presencia que se
impone en y por ausencia. «A excepción del Ser que existe por si
mismo, sólo es bello lo que no existe»10. Al tomar «la decisión de
escribir y de esconderse», Jean-Jacques intenta operar la transmuta­
ción que le dará, a los ojos de los otros, la belleza de «lo que no
existe».
Escribir y esconderse. Nos sorprende la idéntica importancia que
Rousseau concede a estos dos actos. Pero lo uno no puede ir sin lo
otro. Esconderse sin escribir, seria desaparecer. Escribir sin escon­
derse, sería renunciar a proclamarse diferente. Jean-Jacques no se
expresará más que si escribe y se esconde. La intención expresiva re­
side en uno y otro gesto, en la decisión de escribir y en la voluntad
de soledad. Al romper con los otros, Rousseau cree que les da a en­
tender que su alma no está hecha para los placeres comunes. El ges­
to de la separación dice tanto como el propio texto (de ahi la nece­
sidad oí la que nos encontramos de tener en cuenta, en la misma
medida, el pensamiento de Rousseau y su biografía).
El acto de escribir apunta a un resultado que no puede ser escri­
to, a un objetivo que está fuera de la literatura. Sus lectores se
equivocan cuando pretenden iniciar con él un debate de ideas. Sus
críticos yerran cuando discuten sus cualidades de escritor. No se tra­
ta de esto; se trata de ser reconocido como un «alma bella», se trata
de provocar la efusión de una acogida que no le habían concedido
cuando se presentó en persona. Se habría abstenido de escribir, e
incluso de hablar, si esta acogida hubiese sido posible a la primera
impresión.

io La NouveUe Héloise, VI parte, carta VIII, O. C., II, 693.

157
El reg reso

Jean-Jacques se esconde y escribe, pero sólo para crear las con­


diciones de un regreso que reparará la decepción de la acogida
frustrada. Así pues, la ruptura no tendrá lugar más que con la espe­
ranza de un regreso más emotivo, y Jean-Jacques sólo habría pasa­
do por un «circuito de palabras» para volver a presentarse ante los
otros y pedirles que se le salude según su verdadera valia.
Oe hecho, el problema de la acogida y del regreso no determina
solamente la vocación de escritor de Rousseau: éste es un tema que
se vuelve a encontrar en el propio interior de su obra y que determi­
na su comportamiento personal en numerosísimas circunstancias.
Estamos en presencia de una conducta arquetipo, que él no deja de
vivir ni de imaginar: a falta de una acogida espontánea, Jean-Jac­
ques agrava el malentendido hasta convertirlo en una situación de
ruptura: pero es para superar inmediatamente esta ruptura, con la
efusión de un retorno patético en el que se abrazan mutuamente
perdonando y pidiendo perdón. Se podría completar el análisis de
La Nueva Eloísa desde esta óptica: Saint-Preux es un extranjero
acogido, hasta antes de que haya comenzado la acción. Así, el pre­
supuesto fundamental del libro lo constituye una ensoñación sobre
la acogida: la novela se desarrollará con una serie de rupturas y de
retornos. Reconciliaciones y «aclaraciones» después de malentendi­
dos y sospechas injustificadas (véase en particular el episodio de la
disputa y del desafio a un duelo entre Edouard y Saint-Preux). Via­
jes de larga duración en los que se consuma el sacrificio de la pa­
sión, pero que harán el momento del reencuentro más emocionante.
Cada progreso de la transparencia de ios corazones presupone un
oscurecimiento momentáneo, que será atravesado por el deslumbra­
miento del regreso. Para Julie, morir es retomar a la fuente de su
ser. Y como para acentuar aún más el símbolo místico, Rousseau
hace coincidir la muerte de su heroína con el regreso del marido de
la criada Fanchon...11.
El quinto libro del Emilio nos muestra, sucesivamente, la acogi­
da, las separaciones y los regresos. La continuación del Emilio (los

11 El regreso del marido de Fanchon está en el tono y la tradición del idilio pasto­
ril. Es la repetición del regreso de Colin, que constituía el propio tema del Adivino
de la Aldea. Pero no es imposible que Rousseau haya soñado con otro regreso, el de
su padre Isaac Rousseau, alejado de su mujer desde hacía mucho tiempo por ser el
relojero del palacio de Constantinopla. «Yo fui el triste fruto de ese regreso», añade
Rousseau.

158
Solitarios) va a hacer todavía más trágica la separación y más con­
movedor el regreso. El primer encuentro de Émile y de Sophic es
significativo: perdidos en el campo y sorprendidos por la lluvia,
Émile y su preceptor piden hospitalidad en una casa desconocida.
Son generosamente acogidos por una familia modelo... El sueño de
la acogida se expresa aqui en su forma más inocente y más adoles­
cente: la hospitalidad ofrecida, el caluroso asilo en el que uno se re­
cupera de sus fatigas, en el que se recibe una comida sencilla y
sabrosa, y en el que se encuentra, repentinamente, la mirada de la
muchacha pura que espera a Telémaco. La felicidad reside en este
rústico retiro, que ofrece la promesa de una larga existencia, frugal
pero sabrosa, tranquila pero apasionada. Comienza una nueva eta­
pa de la vida: Émile nace al amor. Alrededor de este retiro irradian
los paseos en pareja (o con un tercero). Pero enseguida se producen
cortas peleas que ofrecen el pretexto para «dulces reconciliaciones».
Después sobreviene una separación más grave: el preceptor quiere
que Émile conozca el mundo y las instituciones políticas de diversos
países. Viajarán, pero dejarán a Sophie en su campiña natal. Asisti­
mos a una separación entre lágrimas. (El preceptor encuentra un
secreto placer en las lágrimas que hace derramar: pero no hemos te­
nido que esperar al quinto libro del Emilio para descubrir el sadis­
mo del preceptor.) La separación se acabará y asistiremos al «deli­
rio» de un regreso. La edad de oro «parece renacer ya en tomo a la
habitación de Sophie»12. Pues regresar es, verdaderamente, re­
patriarse en un origen profundo. He aquí a los jóvenes casados,
¿pero se ha estabilizado su felicidad? No. Si se permite a Jean-
Jacques que imagine su vida conyugal, no termina nunca con las se­
paraciones y los regresos. Instalados en Paris, Émile y Sophie
sufren la influencia corruptora de la gran ciudad; se vuelven extra­
ños el uno para el otro. «Ya no eramos uno»13. Sophie es infiel.
Émile se aleja; muere a su pasado, bebe «el agua del olvido»14. Va a
renacer a si mismo en la soledad. Es, una vez más, un regreso, pero
un regreso a si mismo; el pasado, el porvenir, y los demás ya no
existen:

Intentaba ponerme por completo en el estado de un hombre


que empieza a vivir. Me decía que en realidad nunca hacíamos
otra cosa que com enzar, y que no habla otra relación en nuestra

12 Émile, lib. V, O. C„ IV, 859.


13 Émile el Sophie, O. C., IV, 887.
*4 Op. cit., 912.

159
existencia que una sucesión de m omentos presentes, en la que el
primero de los cuales es siempre aquel que está en a c to '5.

Pero el regreso a sí mismo no es nada todavía si no se completa


con la reconciliación de las almas separadas. Émile volverá a encon­
trar a Sophie y descubrirá que su falta fue involuntaria: en el para­
disiaco clima de una isla desierta se producirá un reencuentro ines­
perado y un reconocimiento. La novela está inacabada, pero nos
anuncia desde su comienzo la embriaguez del regreso: «¡De qué
temple único debió ser un alma que pudo regresar desde tan lejos, a
lo que fue anteriormente!»1516. Se nos tranquiliza desde el primer mo­
mento: la larga prueba tendrá una conclusión enternecedora.
En la vida existe el problema de la acogida: ¿cómo aceptar la
acogida sin alienar la propia libertad y sin depender del generoso
anfitrión? ¿Cómo ser acogido con igualdad? Pues, para que la aco­
gida sea pura, no debe comportar ningún lazo material ni conllevar
ninguna obligación de reconocimiento. Debe significar la unión in­
mediata de las almas que se saben superiores y que han reconocido
su semejanza. ¿Jean-Jacques dejará que le inviten a casa del maris­
cal de Luxembourg? ¿Podrá vivir en presencia inmediata de su ami­
go? ¿No deberá soportar un número demasiado grande de /merme-
diarios?

Desde luego, este proyecto fue uno de los que m edité por más
tiempo y con la mayor complacencia. Sin em bargo, al final tuve
que reconocer, a pesar m ió, que no era bueno. Sólo pensaba en la
unión con las personas sin pensar en los intermediarios que nos
habrían m antenido aleja d o s...17.

Pero al menos una vez se hizo realidad el sueño de la acogida.


La hospitalaria, la excesivamente hospitalaria Mme. de Warens se
encontró en su camino. Bastó una mirada, la presentación de una
carta: ella sonrió, reconoció a Jean-Jacques y le recogió:

Era el dom ingo de Ramos del año 1728. C orro para seguirla,
la veo, le doy alcance, le hablo... Debo acordarm e del lugar; des­
pués lo he em papado a m enudo con mis lágrimas y cubierto con
mis besos. ¡Ojalá pudiese rodear este dichoso lugar con una ba-

15 Op. cit., 905. Entrar en $1 mismo, forma narcisista del regreso.


16 Op. cit., 887. Sobre la proyectada conclusión de Emilio y Sofia, véase el ar­
tículo de Charles Wirz : nota sobre «Émile et Sophie ou les Solitaires», A m ales
J.-J. Rousseau, XXXVI, 291-303.
17 Cuarta carta a Malesherbes, O. C., 1, 1146.

160
laustrada de oro y hacer que la tierra entera le tributase venera­
ción! Cualquiera que guste de honrar los m onum entos en honor
de la salvación de los hombres no debería acercarse a éste más que
de rodillas.
E ra un callejón que había detrás de su casa, entre un arroyo
que la separaba del jardín, a m ano derecha, y el m uro del patio a
la izquierda, que conducía por una puerta falsa a la iglesia de los
franciscanos. Cuando se disponía a entrar por esa puerta, Mme. de
W arens se volvió al oir mi voz. ¡Qué se produjo en mí cuando la
vi! Me había imaginado a una vieja devota muy m alhum orada...
Vi un rostro lleno de gracias, unos bellos ojos azules llenos de dul­
zura, un color resplandeciente, y el contorno de un pecho encan­
tador. N ada escapó a la rápida mirada del joven prosélito, pues
inmediatam ente me convertí en el suyo, convencido de que una
religión predicada por tales misioneros n o podía dejar de llevar al
paraíso. Ella, sonriendo, tom a la carta que con m ano tem blorosa
le presento, la abre, echa un vistazo a la de M. de Pontverre, vuel­
ve a la m ía que lee por com pleto, y que hubiese vuelto a leer, si su
criado no le hubiese avisado de que era hora de entrar. «¡Y bien!,
hijo mió —me dijo en un tono que hizo que me estremeciese— re­
corréis la región siendo aún muy joven; en verdad que es una
pena.» Después, sin esperar a mi respuesta, añadió: «Id a esperar­
me a mi casa, decid que se os dé de com er: después de la misa iré
a hablar con vos»18.

En la escena, tal y como se reconstruyó en la memoria de Jean-


Jacques, éste casi no profiere palabra alguna; se expresó en su carta
y por consiguiente está libre de la angustia del lenguaje, el espacio
está libre para el intercambio de miradas. Al preceder a cualquier
explicación, «la simpatía de las almas», sólo tuvo necesidad, para
manifestarse, de la «mirada» del «primer encuentro»19. Mme. de
Warens ni siquiera espera la respuesta de Jean-Jacques; ¿era necesa­
rio hablar para responder? Su verdadera respuesta está por entero
en el estremecimiento que suscitan el tono y la voz de Mme. de Wa­
rens —esta «voz cristalina de la juventud»...

¡Cómo me palpitaba el corazón al acercarme a casa de Mme.


Warens! Mis piernas tem blaban, m is ojos se vetaban, no veía
nada, no oia nada, no habría podido reconocer a nadie; me vi
obligado a detenerme varias veces para respirar y recobrar el do­
minio de mi m ism o... En cuanto me vi ante Mme. de W arens, su
aspecto m e tranquilizó. Me estremecí al oir por primera vez el so-

18 Confessions, lib. II, O. C., I, 49.


19 Confessions, lib. III, O. C., I, 107.

161
nido de su voz, me arro jo a sus pies, y entre arrebatos de la m ás
viva alegría elevo su m ano a mis labios20.

Asi pues, el velo se disipa inmediatamente: Jean-Jacques entra


en un periodo que señala para él el retomo de la transparencia. Le
lleva a Mme. de Warens un corazón «abierto ante ella como ante
Dios»21. Ha recobrado la felicidad que habia perdido en Bossey: vi­
vir bajo la mirada de una persona divina (o divinizada), ser uno
mismo «sin mezcla ni obstáculos»22*y sin preocupación por los
medios:
Me entregaba tan to más a la dulce sensación de bienestar que
sentía cerca de ella, cuanto que este bienestar del que gozaba no
se veia em pañado por ninguna inquietud respecto a los medios
con que m antenerlo22.

En el texto inacabado del décimo paseo es significativo ver como


Jean-Jacques (cincuenta años después del primer encuentro de An-
necy) se cuenta a si mismo la felicidad del primer regreso:
Ella me había alejado. Todo me hacia volver a su lado y tuve
que regresar allí. Este regreso determ inó m i destino24.

Pero Jean-Jacques es presa de su «deseo de ir y de volver», y los


otros regresos serán más decepcionantes. Tras el viaje a Lyon, en el
que acompañó y abandonó al pobre M. Le Maítre, Jean-Jacques
—que había partido muy alegremente— está obsesionado por la
idea del regreso:
N ada me apetecia, nada me tentaba, no tenia o tro deseo que el
de regresar ju n to a M am á... Asi regresé tan pronto com o me fue
posible. Mi regreso fue tan apresurado y mi m ente estaba tan dis­
traída que, aunque me acuerdo con tan ta satisfacción de lodos los
otros viajes, no tengo el más minimo recuerdo de éste. No recuer­
do nad a...
Llego y no la encuentro. ¡Cuál no seria mi sorpresa y mi
dolor!25.

20 Op. cit., 103. Sobre el parecido del regreso de Jean-Jacques con el de Saint-
Preux, véase unas lineas más adelante: «Vi cómo llevaban mi hatillo a la habitación
que me habla sido destinada, aproximadamente como Saint-Preux vio cómo encerra­
ban su silla en la cochera de la casa de Mme. de Wolmar».
Confessions, lib. V, O. C., I, 191.
22 Réveries, décimo Pasco, O. C., 1, 1098-1099.
25 Confessions. lib. III, O. C.f I, 10¡6.
24 Réveries, décimo Paseo, O. C., I, 1098.
25 Confessions, libs. III-IV, O. C., I, 130-132. Observemos que la abrupta censu­
ra entre el libro III y el libro IV marca la decepción del regreso frustrado.

162
¡Y el último regreso! Tras la larga consunción hipocondriaca,
tras Mme. de Larnage, tras Montpellier, Jean-Jacques vuelve a Les
Charmettes completamente poseído por el entusiasmo, por la virtud.
Ha tomado algunas resoluciones. En lo sucesivo, sabrá dominar sus
impulsos de partida y de huida. Ha cambiado de vida. Una vez más,
la idea de regreso se pone en relación con la idea de un nuevo naci­
miento, y Jean-Jacques viene a renacer junto a mamá: «En cuanto
hube tomado mi resolución, me convertí en un hombre nuevo, o
mejor aún, me convertí en el que era antes». Regreso a si mismo,
regreso a mamá, «regreso al bien». Pero, ¡ay!, esta vez la fiesta del
regreso no tendrá lugar:
Quería experimentar en todo su encanto el placer de volver a
verla. Prefería esperar un poco para que se añadiese a aquél de ser
esperado. Esta precaución siempre me habla dado buen resultado.
Siempre había visto señalar mi llegada con una especie de fiesteci-
ta: no esperaba menos esta vez y valia la pena procurarse estas
complacencias a las que tan sensible era26.
El lugar está ocupado por el oficial de peluquero Vintzenried.
En vez del deslumbramiento del regreso, el mundo se oscurece. Y en
un pasaje exactamente paralelo a aquel que evocaba el campo de
Bossey que se había vuelto desierto y sombrío, Jean-Jacques se des­
pide de la felicidad de su juventud, igual que se había despedido de
la felicidad de su infancia:
Habrían tenido que conocer mi corazón, sus sentimientos más
constantes y más auténticos, sobre todo los que en ese momento
me hacian volver a su lado. ¡Qué conmoción tan rápida y comple­
ta en todo mi ser! Pónganse en mi lugar para estimarlo. En un mo­
mento vi cómo se desvanecía para siempre todo el futuro de felici­
dad que me había imaginado. Desaparecieron completamente las
dulces ideas que con tanto afecto acariciaba; y yo, que desde mi
infancia no sabría concebir mí existencia más que junto a la suya,
me vi solo por vez primera. Fue un momento espantoso, y los que
le siguieron siempre fueron sombríos. Aún era joven, pero ese
dulce sentimiento de goce y de esperanza que vivifica la juventud
me abandonó para siempre. A partir de entonces mi ser sensible
estuvo muerto a medias. Ya no vi ante mi sino los tristes restos de
una vida insípida, y si en algunas ocasiones mis deseos fueron
conmovidos aún por una imagen de felicidad, esa felicidad ya no
era la que me era propia, sentía que alcanzándola no seria verda­
deramente feliz27.

26 Confessions. lib. VI, O. C.. I, 261.


27 Op. til.. 263.

163
Un regreso feliz determinó su destino; ahora, un regreso fraca­
sado determina definitivamente la privación de felicidad. (Conceda­
mos la importancia que se merece a una tendencia que Rousseau
manifiesta a lo largo del relato de las Confesiones: la necesidad de
asignar a ciertos acontecimientos un valor fatal que señala el co­
mienzo de una desgracia y de un embrujamiento catastrófico. Aquí
empieza es una fórmula que encontramos cada vez más a menudo;
cada vez que aparece hace referencia a una entrada solemne en el
reino de la desgracia, como si, mientras tanto, Jean-Jacques hubiese
tenido tiempo de olvidar un maleficio precedente.) Por supuesto, en
las relaciones entre Jean-Jacques y Mme. de Warens el deseo de re­
greso sólo adquiere tal importancia, porque existe, al mismo tiem­
po, una intensa voluntad de alejamiento y de separación. A Rous­
seau le asusta una intimidad demasiado grande. Quiere la presencia
de una semiausencia. Quiere la separación para tener la alegría del
regreso. Cuanto más larga sea la separación, más dulce será la re­
conciliación. Tras haber sido suplantado por Vintzenried, Jean-Jac­
ques intenta regresar una vez más con el corazón lleno de perdón y
de amor, lleno sobre todo de reproches hacia si mismo:

Muchas veces m e vi vivamente tentado de partir al instante y a


pie para regresar a su lado; con tal de volver a verla una vez m ás,
habría aceptado m orir en aquel mismo m om ento. Finalm ente, no
pude resistir a esos recuerdos tan tiernos que me reclamaban a su
lado a cualquier precio. Me decía a mi mismo que no habia sido
bastante paciente, complaciente y afectuoso, que poniendo de mi
parte más de lo que habia puesto, aún podia vivir feliz en una
am istad muy dulce. Concibo los más bellos proyectos del mundo
y ardo en ejecutarlos. A bandono todo, renuncio a todo; parto,
vuelo, llego presa de los mismos arrebatos de mi prim era juventud
y me encuentro a sus pies. ¡Ah! Hubiera m uerto de goce allí si hu­
biese encontrado en su acogida, en sus caricias, en una palabra,
en su corazón, la cuarta parte de lo que encontraba en otro tiem­
po, y que yo aún traia conmigo de nuevo.
¡Horrible ilusión de los asuntos humanos! Me recibió una vez
más con su excelente corazón, que no podia m orir más que con
ella, pero yo venia a buscar un pasado que ya no era y que no
podia renacer. Apenas hube permanecido una media hora con
ella, sentí que mi antigua felicidad habia muerto para siempre21.

Igual fracaso cuando Rousseau quiera regresar a Ginebra. Hu­


biese deseado encontrar alli lo que buscaba cada vez que regresaba*

2* Op. t i l ., 270.

164
junto a mamá: la ternura de una «fiestecita». Las cosas no cin
piezan demasiado mal, pero en seguida descubre de nuevo que su
«lugar está ocupado». AI igual que el peluquero Vintzenried en la
cama de Mme. de Warens, «el polichinela Voltaire» está instalado
en Ginebra. Otro le ha robado su fiesta. Son éstas las propias pa­
labras que Rousseau emplea para quejarse: «Si J.-J. no fuese de Gi­
nebra, a Voltaire le hubiesen festejado menos allí»29. Lo dirá direc­
tamente a Voltaire: «No os quiero, Señor, me habéis ocasionado los
males que podian serme más dolorosos, a mi, vuestro discípulo y
vuestro ferviente admirador. Habéis perdido a Ginebra como re­
compensa por el asilo que alli se os ha dado. Habéis alejado de mi a
mis conciudadanos como recompensa por los aplausos que yo os he
prodigado entre ellos: Sois vos quien hacéis que me resulte inso­
portable la estancia en mi pais; sois vos quien me haréis morir en
tierra extraña, privado de todos los consuelos de los moribundos, y
por todo honor, arrojado en un basurero»30. ¡El regreso o la muer­
te! Pero a falta del regreso y en lugar de la muerte existe la literatu­
ra. El exilio es favorable al libro. «Tomé la decisión de escribir y de
esconderme.» La Carta a D'Alembert y las Cartas de la Montaña
son regresos (tiernos o fulgurantes) a la ciudad natal. Y Jean-Jac­
ques se convencerá de que la distancia es la condición misma de la
acción política más eficaz: «Cuando se quiere consagrar libros al
verdadero bien de la patria, no hay que realizarlos en su seno»31.
Lo mismo ocurre entre Jean-Jacques y sus amigos: a partir del
momento en que se produce el más mínimo malentendido se replie­
ga sobre si mismo y se aleja. Más aún, trabaja activamente para ha­
cer más grave el malentendido; acumula las quejas dirigidas al ami­
go culpable. Jean-Jacques quiere saberse querido, y para obtener
esta certeza, para obligar al amigo a descubrirle su corazón con la
ardiente efusión del regreso, multiplica las desengañadas nega­
ciones. ¡No!, ya no me queréis, ya no me comprendéis, os habéis
convertido en un extraño para mí. Espera impacientemente que le
tranquilicen, que le regañen e incluso le castiguen por haber duda­
do. Jean-Jacques está dispuesto a pedir perdón. Experimentará una
alegría llena de humillación parecida al placer que experimentó la
primera vez con ocasión de la azotaina propinada por Mlle. Lam-
bercier. «Estar de rodillas ante una amante exigente, obedecer sus

29 En Moultou a 25 de abril de 1762, Correspondace genérale, DP, Vil, 191, L,


X, 210.
30 A Voltaire, 17 de junio de 1760, Correspondance générale, DP, 1315, L, VII,
136.
31 Confessions, lib. IX, O. C., I, 406.

165
órdenes y tener que pedirle perdón eran para mi goces muy
dulces»32. Éste es el trato que Jean-Jacques pide expresamente a
Mme. de Epinay:
Tiene usted demasiados miramientos conmigo y me trata con
dem asiada delicadeza. A m enudo, tengo necesidad de que me ri­
ñan más de lo que usted lo hace; me gusta mucho el to n o de repri­
m enda cuando lo merezco; creo que seria persona capaz de consi­
derarlo a veces como una especie de mimo amistoso.

Y Rousseau describe la escena ideal con la que sueña, en la que


se confunden caricias y castigos:
He aqui lo que quiero que haga un amigo m ió ... Quiero que
me acaricie y que me bese m ucho, ¿entendéis, señora? En una
palabra, que comience por calmarm e, lo que seguramente no lle­
vará mucho tiem po, pues nunca hubo incendio alguno en el fondo
de mi corazón que no fuese extinguido por una lágrima. E nton­
ces, cuando me haya enternecido y calmado y esté avergonzado y
confuso, que me regañe mucho, que me cante las cuarenta y con
toda seguridad estará contento de m í33.

La Correspondencia de Rousseau nos ofrece gran número de


ejemplos de comportamientos como éste. Con gran frecuencia la
maniobra tiene éxito, Jean-Jacques recibe la confirmación que espe­
raba: le quieren, le estiman, no le han olvidado, sus quejas eran in­
justas. Así, a la muerte del mariscal de Luxembourg, Rousseau es­
cribe a su viuda una carta de pésame, extrañamente egocéntrica, en
la que se apiada de si mismo:

...A l igual que vos él me había olvidado. ¡Ayl ¿Q ué he


hecho? ¿Cuál es mi crimen si no es el de haber querido dem asiado
tanto a uno com o al o tro , y el de haberm e preocupado asi los p e­
sares que me consum en?34*.

El reproche injusto provoca la respuesta tranquilizadora: «El os


quería, os lo repito, si, él os quería de todo corazón, y os aseguro
que vuestro alejamiento de París es una de las cosas que más pena y
dolor le causaron»33. Son, exactamente, las palabras que Rousseau

31 Confessions, tib. I, O. C., I, 17.


33 A Mme. de Epinay, Correspondance générale. DP, III, 43, L, IV, 197 y ss.
34 A Mme. de Luxembourg, S de junio de 1764, Correspondance générale. DP,
XI, 112.
33 Mme. de Luxembourg a Rousseau, 10 de junio de 1764, Correspondance géné­
rale, DP. XI. 123.

166
deseaba escuchar, es la certeza que necesitaba. Le embarga una tier­
na felicidad que transforma el duelo en una deleitación narcisista:

¡En qué terrible estado me encontraba y cóm o me ha aliviado


vuestra carta! Si, señora Maríscala, la certeza de que el señor M a­
riscal me quiso, sin que llegue a consolarm e de su pérdida, suaviza
la am argura de la misma y hace que a mi desesperación sucedan
preciosas y dulces lágrim as36.

En Rousseau, cuanto más viva sea la queja tanto más necesaria


será la anticipación del delicioso momento de la aclaración. Así su­
cede con respecto a Diderot:

Una palabra, una sola palabra de dulzura hacía que me cayese


de las m anos la pluma y que manasen lágrimas mis ojos, y caía a
los pies de mi am igo37.

Y en la larga carta a Hume, todo conduce a la evocación de una


escena conmovedora, en la que Hume vendría a su encuentro lle­
vándole la prueba de su inocencia, liberándole de «esta duda funes­
ta». Jean-Jacques debió experimentar una felicidad suprema al
implorar misericordia:

Si sois culpable, soy el más desdichado d e los hum anos; el m ás


vil, si sois inocente. Hacéis que desee ser esa cosa despreciable. Si,
el estado en que me vería postrado, pisoteado bajo vuestros pies,
pidiendo a gritos misericordia y haciendo lo que fuese por o b te­
nerla, proclam ando en voz alta mi indignidad y ofreciendo el más
brillante hom enaje a vuestras virtudes, ese estado, digo, seria,
para mi corazón, un estado de plenitud y de alegría, tras el estado
de ahogo y de muerte en el que le habéis colocado38.

De hecho, Rousseau ya habla representado esta gran escena,


pero la había representado solo, sin que Hume entendiese nada, sin
la más minima respuesta, sin la menor reacción emotiva por parte
del escocés; extraña escena en la que Rousseau se estremece de es­
panto al topar con la mirada de su anfitrión y después, antes inclu­
so de haber pronunciado una sola palabra, se arroja sollozando en
brazos del «bondadoso David» (que no comprende nada):

36 A Mme. de Luxembourg, 17 de junio de 1764, Correspondance générale. DP,


XI, 141.
37 A Mme. de Epinay, Correspondance générale. DP, III, 32, L, IV, 183.
38 A Hume, 10 de julio de 1766, Correspondance générale. DP, XV, 324.

167
P ronto me invade un violento rem ordim iento; me indigno
conmigo mismo; por fin, en un arrebato del que aún me acuerdo
con placer, me arrojo a su cuello y le abrazo con fuerza; sofocado
por los sollozos e inundado por las lágrimas, exclamó con voz
entrecortada: No, no, David Hume no es un traidor; si no fuese el
m ejor de los hombres seria el más perverso...39.

Esta escena reproduce, poco más o menos, aquella en la que


Saint-Preux implora el perdón de Milord Edouard. Rousseau se
comporta según el modelo novelesco del que es autor: «Me precipité
a sus pies, y con el corazón lleno de admiración, de dolor, y de ver­
güenza, estrechaba sus rodillas con todas mis fuerzas, sin poder
proferir una sola palabra»40. Pero Rousseau repite en vano la con­
movedora demostración: en el mejor de los casos será un simulacro
de regreso, una reconciliación imperfecta en la que el amigo sólo es
recuperado por poco tiempo, después de lo cual se interponen de
nuevo el velo y el malentendido. Las inquietas gestiones por las que
Rousseau intentaba provocar la certeza de ser querido desembocan
finalmente en lo contrario. Agravaba la separación con la esperanza
de precipitar el brusco cambio en el que la distancia fuese abolida y
en el que reinase una perfecta confianza. Quería que la ruptura se
acentuase hasta los límites de lo intolerable, para que resultase de ello
la catástrofe deliciosamente humillante en la que el enemigo imagi­
nado se convierte en un amigo recuperado: se alejaba dolorosamen­
te hasta el fin del mundo, hasta las más negras profundidades de la
noche, para surgir súbitamente a la luz de la presencia reparadora.
Pero la espera es en vano, hay que contentarse con un sustento ima­
ginario. (Asi es la acción que se desarrolla entre el primer y el tercer
Diálogo: es la historia de un regreso. El francés reconoce la inocen­
cia de Jean-Jacques, y su regreso prefigura aquel más tardio, de to­
dos aquellos que siguen ignorándola: «Se ha recurrido a todo para
prevenir e impedir este regreso: pero de nada les va a servir, tarde o
temprano se restablece el orden natural»41. Ahora bien, Jean-
Jacques se ve reducido a contárselo a si mismo por mucho tiempo:
es una bella quimera de la que se complace en sustentarse.)
Rousseau es capaz de estos cambios instantáneos, de estos re­
gresos fascinados. ¿Pero vuelven los otros a él sinceramente? ¿Por
mucho tiempo? ¿No será necesario provocarlos continuamente?
¿No será necesario alejarse constantemente para llamarlos? Están

3» Op. cit., 308.


40 La NouveUe Hélolse, II pacte, cana X, O. C., II. 219.
41 Dialogues, III, O. C„ I. 973.

168
tan dispuestos a apartarse, a mirar a otra parte, y a decepcionar la
exigencia absoluta de Jean-Jacques: «Lo que más me indigna es que
se resarcen de mi ausencia con el primero que llega»42. Los otros
siempre interpretan mal: ven a un hombre que se encierra en la des­
confianza, a un misántropo sumido en la amargura; no perciben
(o al menos no siempre) el chantaje de un corazón que quiere obte­
ner la «certeza de ser amado». No se borra ningún malentendido: se
habrán acumulado los obstáculos, las sospechas y las palabras crue­
les; sólo queda la ruptura, y en vez de que la distancia se desvanezca
al hacerse excesiva, asistimos a un alejamiento irremisible. Los
otros desconfían de este loco. Se encierra en una separación y en
una soledad irreparables. Y hasta encuentra en ellos una especie de
quietud, en la que se siente liberado de la preocupación por el por­
venir: su destino está «determinado irremisiblemente», ha renun­
ciado «al error de contar con un cambio de opinión, incluso en otra
época...»43.
En la obra de Rousseau no nos faltan ejemplos en los que el
tema del regreso se pone en conexión con el mito de la opacidad y
de la transparencia. Alejarse es querer y soportar la noche, la opaci­
dad. Después, la alegría del regreso restablece milagrosamente una
nueva transparencia. Releamos en el segundo libro del Emilio el epi­
sodio del niño que rompe los cristales de la ventana de su habi­
tación. Prestemos atención al valor simbólico del cristal, y al no
menos simbólico significado del castigo por medio de la oscuridad.
Está claro que Rousseau participa en la aventura; posiblemente has­
ta se identifique con el niño castigado, para vivir con él la alegría
del regreso a la luz:

Rompe las ventanas de su habitación: dejad que el viento


sople sobre él noche y dfa... Al final hacéis reparar los cristales sin
decir nunca nada: los vuelve a rom per. Cam biad entonces d e mé­
to d o ... Le encerraréis en la oscuridad en un lugar sin ventanas.
A la vista de tan novedoso proceder, lo prim ero que hace es gri­
tar, chillar; nadie le escucha. Enseguida se cansa y cam bia de
tono. Se queja, gime; aparece un criado; el niño desobediente le
ruega que le libere. Sin buscar pretexto alguno para no hacer lo
que le pide, el criado le responde: Yo también tengo cristales que

42 A Mine, de Epinay, Correspondance générale, DP, III, 45, L, IV, 198.


43 Cfr. Revenes, primer Paseo: «En cuanto hube comenzado a entrever la trama
en toda su extensión perdí para siempre la idea de hacer cambiar de criterio sobre mi
al público antes de mi muerte, e incluso ese cambio de opinión, al no poder ser reci­
proco, me seria de muy poca utilidad a partir de entonces. De nada les servirla a los
hombres volver a mi, ya no me encontrarían» (O. C„ 1, 997-998).

169
conservar, y se va. Por últim o, después de que el niño haya per­
manecido allí varias horas, el tiem po suficiente com o para ab u ­
rrirse y recordarlo, alguien le sugerirá que os proponga un acuer­
do por medio del cual le devolveríais la libertad y ya no rom pería
más cristales; no deseará o tra cosa. H ará que os nieguen que va­
yáis a verlo; iréis; os hará su proposición y la aceptaréis al m o­
mento diciéndole: está muy bien pensado, con ello ganaremos los
dos, ¡qué pena que no hayáis tenido antes esta buena idea! Y des­
pués, sin pedirle ni una declaración formal ni una confirmación
de su promesa, le abrazaréis con alegría y le conduciréis de inme­
diato a su habitación44.

Variante pedagógica del regreso, pero en la que no faltan ni el


sadismo de la ruptura, ni los abrazos de la reconciliación. La suce­
sión de los acontecimientos repite, con asombrosa fidelidad, el mis­
mo esquema «psicodinámico» y la misma dialéctica ternaria: malen­
tendido, separación voluntaria y abrazo reparador.

« S in p o d e r p r o f e r ir u n a s o l a p a l a b r a » 45

La alegría del regreso es intensa y muda. La palabra cesa. Saint-


Preux se arroja a los pies de Milord Edouard «sin poder proferir
una sola palabra». Jean-Jacques espera recibir la señal («una pa­
labra, una sola palabra de dulzura») que le hará callar y hará que la
pluma le caiga de las manos. En todas las escenas que acabamos de
citar, lo esencial se dice por medios distintos del lenguaje conven­
cional; en el momento de la acogida de Mme. de Warens todo se de­
cidió «con la primera palabra, con la primera mirada», antes de
cualquier explicación verbal; Jean-Jacques no le habla a Hume más
que después de haberse arrojado a su cuello convulsivamente. La
acogida ideal, el retorno ideal se produce antes o más allá del len­
guaje: aún no se ha hablado o ya se ha dicho todo y no queda más
que abrazar al amigo recobrado.
Jean-Jacques ha tomado el partido de escribir y de esconderse,
pero sólo escribe en la espera del momento maravilloso en el que la
palabra llega a ser inútil, y sólo se esconde con la esperanza del ins­
tante en el que le bastará con mostrarse. En el espíritu de Rousseau,
el «circuito de palabras» es verdaderamente un circuito, puesto que
debe conducir a un punto que se parece al primer momento en el

44 Émile, lib. II, O. C., IV. 333-334.


45 La Nouvelle Hélolse, II pane, caria X, O. C., II, 219.

170
que la palabra aún no ha tenido lugar. El regreso ideal borra los
malentendidos; borra incluso las «explicaciones» que se han acumu­
lado en el lenguaje escrito; es un nuevo nacimiento, una «regenera­
ción», un nuevo comienzo, un despertar. En la pluma de Rousseau
el lenguaje negaba el mundo de los otros; yo no soy como vosotros,
no reconozco vuestros valores. Pero el momento del regreso niega
este lenguaje negador; la ausencia y el exilio en la literatura se con­
vierten en una presencia muda, en la que Jean-Jacques se ofrece tal
cual es, tal como se ha construido por la ausencia y la literatura.
Toda palabra queda abolida; entonces subsiste en estado puro lo
que el lenguaje quería probar: la inocencia, la verdad y la unidad de
Jean-Jacques. A través del discurso se ha hecho de tal modo que
pueda ser reconocido fuera de todo discurso, en un «arrebato» en el
que el sentimiento se basta plenamente a si mismo.
El ponerse de rodillas, el abrazo y los sollozos lo revelan todo
sin el auxilio de ninguna palabra. No es que la palabra no intevenga
nunca, sino que no interviene más que por añadidura, sin tener la
función de poner en claro lo que ha hecho interrupción fuera del
lenguaje. Todo está dicho por la emoción misma, y la palabra no es
más que el aventurado eco de la emoción. De ahi el carácter excla­
mativo, no sintáctico y falto de coordinación de esta palabra agita­
da que ya no tiene que organizarse en forma de discurso, porque ya
no desempeña el papel de intermediario y ya no es el medio indis­
pensable de la comunicación. (Recuérdese en la tercera carta a Ma-
lesherbes «la maravillosa embriaguez» en la que Jean-Jacques no
puede más que exclamar: «¡Oh gran Ser!» Recuérdese también la
oración de la pobre anciana que no sabia decir otra cosa que:
¡Oh!46.)
Presenciamos un ciclón afectivo: estremecimientos, gritos, tem­
blores, sofocos, palpitaciones, etc. Todos estos acontecimientos fi­
siológicos que Rousseau siente de ordinario como obstáculos para
la expresión adecuada, puede aceptarlos ahora y entregarse a ellos
como a un modo de expresión ideal. En «el estado ordinario» el
desorden emotivo es una molestia que paraliza a Rousseau e inhibe
su pensamiento. «El sentimiento viene a embargar el alma más ve­
loz que el rayo, pero en vez de iluminarse, me abrasa y me deslum­
bra. Siento todo y no veo nada. Me arrebata pero me deja estúpi­
do...»47. Ahora bien, en el instante ideal del regreso la conmoción
física de la emoción lleva consigo un significado suficiente, literal­

* Coirféssions. Bb. XII, O. C.. I, 642.


41 Cnnfessions, Hb. III, O. C., I, II3.

171
mente desborda de significado. Convertido en escritor para com­
pensar ante los otros la impresión de estupidez de la que es respon­
sable su emotividad, Jean-Jacques no para hasta crear situaciones
en las que la emoción expresiva suprime la necesidad de escribir y
de hablar: entonces, está reconciliado con su cuerpo y puede venir a
ofrecerse en persona.
En estos momentos privilegiados, el sentimiento inmediato es
expresión inmediatamente. Estar emocionados y manifestar la emo­
ción no son sino la misma cosa. Asi pues, ya no es necesario enaje­
nar el sentimiento en una palabra que le traicionará. Todo a nivel
del cuerpo, pero el cuerpo ha dejado de ser un obstáculo, ya no es
una opacidad interpuesta: por su movimiento, su estremecimiento y
su placer es significación de parte a parte. La tormenta emotiva es
simultáneamente pasión y acción: la expansión y el desahogo se pro­
ducen; el mundo se abre para acogerme y hago que los corazones se
abran. El mundo era estrecho cuando había que recurrir a la me­
diación de la palabra; ahora que el lenguaje no es más que uno con
el cuerpo y la emoción, el universo despliega todo el espacio exigido
por el «corazón» y vuelve a ser posible la unidad. Quizás haya sido
la palabra lo que haya preparado la reconciliación, pero, en si mis­
ma, la reconciliación es muda.
A la nefasta emoción que perturbaba el mundo y cerraba todas
las vias de comunicación se opone una magia emotiva que libera el
espacio. Esta magia (como ha señalado Sartre en el Esbozo de una
teoría de las emociones) es un modo de vivir el mundo a través del
cuerpo, que es la «vivencia inmediata de la conciencia»4®. Así pues,
la emoción no es solamente la expresión más inmediata del yo,
sino también la forma más inmediata de la acción sobre el mun­
do exterior: su eficacia consiste en transformar el mundo sin salir
del cuerpo y sin aplicar ninguna actividad instrumental sobre el
mundo.
Voluntad de regresar a una expresión que se encuentra antes de
la palabra discursiva, retorno al cuerpo: los psicólogos hablarán de
narcisismo, de conversión histérica, de regresión... Y por añadidura
subrayarán el papel que juega la enfermedad en el sistema expresivo
de Jean-Jacques. No es posible determinar si la enfermedad de veji­
ga es orgánica o funcional (psicosomática, diríamos hoy) respecti­
vamente, todas las hipótesis son equivalentes. Lo cierto es que a la
enfermedad se le confieren significaciones inmediatas. En Jean-48

48 Jean-Paul Sartre, Esquisse d ’une théoríe des émolions (París, Hermann,


1939), II.

172
Jacques la enfermedad tiene siempre una función expresiva. No es
sólo la ocasión o el pretexto de ciertos sentimientos, sino que se ma­
nifiesta como sentimiento: es rechazo, reproche, autocastigo, aleja­
miento. Siempre dice alguna cosa más o menos confusamente.
Cuando Jean-Jacques cree tener un «pólipo en el corazón» y deja a
Mme. de Warens para someterse a tratamiento en Montpellíer, sin
duda se está castigando (como supone René Laforgue)49 por haber
reclamado la herencia de los trajes de Claude Anet, que desempeña­
ba el papel del padre en el triángulo amoroso. En este caso lo que
está claro es que, en vez de exteriorizarse por «medio» del lenguaje,
el conflicto se expresa a nivel visceral. El malestar que describe
Rousseau es un comportamiento somático en el que manifiesta de­
seos y voluntades que no pueden o no quieren convertirse en acción
objetiva y en pensamiento explícito. Los problemas que la concien­
cia se niega a objetivar completamente se «convierten» en trastor­
nos orgánicos y hablan a través del síntoma mórbido. El sentido de
la situación vivida se mantiene entonces inherente al cuerpo y se
convierte en pasividad sufriente. Al refugiarse en la enfermedad,
Jean-Jacques regresa al modo de expresión más inmediato. (¿Pero,
se ha observado que a partir de las Confesiones la correspondencia
de Rousseau incluye menos quejas sobre su salud, y sobre todo, uti­
liza con menos frecuencia la enfermedad como argumento senti­
mental? Es posible que el hecho mismo de la confesión haya tenido
un efecto liberador. Es posible igualmente que la obsesión de perse­
cución movilice enteramente la actividad hipocondriaca que se ha­
bía orientado en dirección al cuerpo.)

El p o d e r d e l o s s ig n o s

Julie acaba de tener las viruelas, delira y le ha parecido vet a


Saint-Preux en sueños (mientas que él estaba realmente presente a la
cabecera de su cama). Aventura una hipótesis, que es también un
anhelo:

¿Acaso dos almas tan Intimamente unidas no podrían tener


una com unicación inm ediata, independiente del cuerpo y de los
sentidos?50.

49 René Laforgue, «Étude sur Jean-Jacques Rousseau», en Revue francaise de


Psychanalyse, noviembre 1927.
50 La Nouvelle Héloise, III parte, carta XIII, O. C., II, 330.
173
Y poco antes de morir, Julie formula de nuevo el mismo anhelo
de una comunicación inmediata, «semejante a aquella por la que
Dios lee nuestros pensamientos ya en esta vida, y por la que nos­
otros leeremos reciprocamente los suyos en la otra». Comunicar sin
pasar por la mediación del cuerpo y del mundo sensible: es éste un
privilegio que, en principio, sólo pertenece a Dios; en realidad el
alma que se hiciese capaz de una comunicación inmediata llegaría a
ser divina y semejante a Dios. Ahora bien, éste es un fruto prohibi­
do, y aunque Rousseau lo codicia, sabe, sin embargo, que al hom­
bre no le está permitido apropiarse de ¿I. Quien quiere prescindir de
recurrir a los medios de la acción y del discurso humano, quien pre­
tende poseer el conocimiento inmediato y los «goces inmediatos»,
¿no se parece a Lucifer que se enorgulleció de brillar con la misma
luz que Dios? Rousseau ha aprendido de San Agustin y de Ma-
lebranche que «el hombre no es para si mismo su propia luz»11.
Hay que resistir a la tentación de creernos fuente de una luz que
sólo está en nosotros desviada, refractada y debilitada. Sólo Dios
conoce intuitivamente lo universal; el dominio del hombre no es la
intuición inmediata, sino el discurso, el lenguaje, la sucesión y el en­
cadenamiento de los medios. Ésta es una imperfección que hace que
nuestro saber sea siempre incompleto, que nuestro pensamiento se
transmita siempre de forma precaria y adulterada, que nuestros sen­
timientos resulten, en el fondo, incomprensibles incluso para aque­
llos que creen compartirlos. En el mundo de los medios, el hombre
está en exilio. Tal es el orden de las cosas del que sería ocioso
querer salir. A fin de conjurar su propio deseo de comunicación in­
mediata, Rousseau repite la lección de los teólogos, que aleja infini­
tamente a la criatura del creador:

Dios es inteligente, ¿pero cóm o lo es? El hom bre es inteligente


cuando razona, y la suprem a inteligencia no necesita razonar; pa­
ra ella no existen ni premisas, ni conclusiones, ni siquiera existe la
proposición; es puram ente intuitiva; ve del mismo m odo to d o lo
que es y todo lo que puede ser, todas las verdades no son para ella
más que una sola idea, al igual que todos los lugares un solo pun­
to y todos los tiempos un solo m om ento. El poder hum ano actúa
a través de los m edios, el poder divino actúa por si mismo5152.

Entre personas humanas la comunicación inmediata es imposi­


ble: de esto resulta que debemos recurrir necesariamente a gestos y

51 Malebranche, Entretiens sur Métaphysique, III, 3.


» Émtle, lib. IV. O. C., IV, 593.

174
a signos sensibles. En una palabra, los hombres tienen necesidad de
un lenguaje convencional porque el pensamiento no puede comuni­
carse inmediatamente: para nosotros los «signos de institución» se­
rán un mal menor. Hay que hablar, hay que escribir y hay que pa­
sar por la mediación del oido y de la vista. Esta teoría del lenguaje
se encuentra en un número bastante grande de contemporáneos de
Rousseau, que la han tomado de Locke. En efecto, en el último ca­
pitulo del Ensayo sobre el entendimiento humano se dice:

Dado que la escena de las ideas que constituyen los pensa­


mientos de un hom bre n o p uede aparecer inm ediatam ente a la vis­
ta de o tro hom bre, ni ser conservada en otro lugar que no sea la
memoria, que no es un depósito muy seguro, tenem os necesidad
d e signos de nuestras ideas para poder com unicam os m utuam ente
nuestos pensamientos, asi com o para grabarlos para nuestro pro­
pio uso. Los signos que los hom bres han considerado más cóm o­
dos y de los que, por consiguiente, han hecho un uso más general
son los sonidos articulados3334.

Según Locke, la idea misma es ya el signo de la «cosa considera­


da», de manera que la palabra, signo de la idea, es el signo de un
signo. Hay, asi, una sucesión de relaciones de exterioridad. Para
Rousseau (que continúa la demostración), la palabra es el signo ana­
lítico del pensamiento, y la escritura es, a su vez, el signo analítico
de la palabra: al término nos encontramos también con el signo de
un signo:
El análisis del pensam iento se hace m ediante la palabra y el
análisis de la palabra m ediante la escritura; la palabra representa
el pensam iento m ediante signos convencionales, y la escritura
representa a la palabra del mismo m odo. De este m odo el arte de
escribir no es m ás que una representación m ediata del pensa­
m ie n to ...54.

Asi pues, el arte de escribir será una representación doblemente


mediata del pensamiento. Henos aquí lo más lejos posible del privi­
legio de la comunicación inmediata del que espera gozar Julie en el
más allá. Henos aquí atrapados en el espesor de la acción instru­
mental, cuando el ideal seria ser comprendidos sin tener que hacerse
comprender.
33 Locke, Essai philosophique concernant i'entendement humatn, trad. Pierre
Coste (Amsterdam, P. Mortier, 1742), 602.
34 G. Streckeisbn-Moultou, Oeuvres et Correspondance inédites de J.-J. Rous­
seau (París, 1861), 299; véase O. C„ II, 1249.

175
Ese maravilloso escritor que es Rousseau denuncia sin cesar el
arte de escribir. Pues sin dejar de reconocer que el «poder humano
actúa a través de medios», es desgraciado en el mundo de los me­
dios. Entre ellos se siente perdido. Si persevera en su voluntad de
escribir es para provocar el momento en el que la pluma le caerá de
las manos y en el que lo esencial se dirá en el abrazo mudo de la re­
conciliación y del regreso. A falta de reconciliación con los pérfidos
amigos, escribir sólo tendrá sentido para denunciar el sin sentido de
todo intento de comunicación; el hombre que escribe las Ensoñacio­
nes podría no parar de escribir ya (sólo la muerte le detiene), pues
en lo sucesivo escribir aporta la prueba absoluta de la ausencia de
comunicación. Para quién ya no tiene nada más que transmitir, la
palabra ya no es un exilio. En efecto, cuando ya no hay nadie hacia
quien volverse, cuando ya no se espera la reconciliación, ya no hay
lugar, igualmente, para el sentimiento de la separación. El exilio
mismo ya no lleva el nombre de exilio; es el único lugar habitable.
La palabra puede continuar tranquilamente, interminablemente; se
ha liberado de la maldición que hacia de ella un intermediario, un
medio, un instrumento mediador. Dicho con más exactitud, la me­
diación de la escritura interviene, pero solamente en el interior del
yo. Ella representa a Jean-Jacques ante Jean-Jacques y le permite
gozar de una repetición de presencia: la lectura de mis ensoña­
ciones, dice, «me recordará la dulzura de que disfruto al escribirlas,
y de este modo, haciendo renacer para mi el tiempo pasado, dobla­
rá, por asi decirlo, mi existencia. A pesar de los hombres, podré go­
zar todavía el encanto de la sociedad, y viviré decrépito conmigo en
otra época, igual que viviría con un amigo menos viejo»55. Para
Jean-Jacques, el acto de escribir sólo llega a ser feliz a partir del
momento en el que ya no tiene destinatario exterior.
Lo que llevó a Jean-Jacques a escribir es (ya lo hemos visto) la
necesidad de superar la turbación de la timidez, la necesidad de pro­
bar de otro modo su valor. Escribe para afirmar que vale más de lo
que escribe. Que no se le tome al pie de la letra, que no se le apri­
sione en sus palabras. Lo que cuenta es la intención que es indepen­
diente de cualquier palabra, es la «disposición anímica»56 en la que
se encuentra el lector después de la lectura, disposición que es el eco

Réveries, primer Paseo, O. C., 1, 1001.


56 «Para apreciar cuál es el verdadero objetivo de estos libros, no me dedicaba a
espulgar aquí y allá algunas frases sueltas y separadas, sino que consultándome a mi
mismo, tanto mientras realizaba estas lecturas cuando al acabarlas, examinaba... en
qué disposición anímica me ponían y me dejaban, juzgando... qué era la mejor ma­
nera de descubrir aquélla en que se encontraba el autor al escribirlas, y el efecto que
se habla propuesto provocar» (Dialogues. III, O. C., I, 930).

176
de aquella que sentía el autor antes del acto de escribir. Asi pues.
Rousseau no toma la pluma más que para remitir al lector al senti­
miento que precede idealmente al momento de la escritura o que se
desprende del texto escrito. Qué reveladora es la carta que escribe
a Mme. de Verdelin, en la que suplica que no tenga en cuenta lo que
le dijo en una carta precedente:

Com prendo que había en mi carta precedente expresiones os­


curas e incorrectas... ¿no aprenderéis nunca que hay que explicar
los discursos de un hom bre por su carácter y no su carácter por
sus discursos?... De m anera que aprended a interpretarm e m ejor
en lo sucesivo5758.

Y de nuevo en otro lugar:

A unque algunas veces mis expresiones tienen un sentido equi­


voco, intento vivir de m anera que mi conducta determine su sen­
tid o ...5*.

Jean-Jacques pide ahora que se interprete su lenguaje por su


vida. Se ha producido un extraño cambio: Rousseau habia huido de
la sociedad, para imponer su valor a los otros, dispuesto a no ofre­
cer ya su imagen más que a través de la palabra escrita: de este
modo, esperaba superar el equivoco que en presencia de los otros le
obligaba a valer menos de lo que parecía, a no mantener las prome­
sas de su intensa mirada y de su semblante espiritual. Ahora asisti­
mos a un movimiento contrario: el equivoco se produce en el len­
guaje (por el lenguaje) y Jean-Jacques apela a la verdad de la vida
contra los malentendidos de la palabra escrita. Habia cogido la plu­
ma porque no quería ser el confuso balbuceo que daba como espec­
táculo a los ojos de los demás. Ahora que escribe tampoco quiere
ser reducido a lo que escribe. No, esas frases orgullosas, esos recha­
zos brutales y esas sospechas injustas se le han escapado, no son él,
son como mucho su modo de proteger su independencia y de garan­
tizar su libertad, al abrigo de las cuales se abandona en silencio a un
sentimiento de ternura y de benevolencia universales. Pide a sus
amigos que tengan fe en él, a pesar de las cartas que escribe o que
no escribe. Es preciso que él, que tan dispuesto está a leer malos
presagios en el silencio de los otros, tenga derecho a callarse si le

57 A Mme. de Verdelin, 4 de febrero de 1760, Correspondance générale, DP, V,


42-43; L, VH. 32.
58 A la misma, 5 de noviembre de 1760, Correspondance générale, DP, V, 243;
L. Vil, 293.

177
parece bien. Es preciso que no se le tenga por responsable de las
enloquecidas palabras que ha escrito en «el delirio del dolor»59. Que
se le juzgue por lo que es, y no por lo que escribe. Pide continua­
mente en sus cartas: Juzgadme, estimadme. Pero en cuanto se siente
alcanzado por un juicio (aunque éste sea favorable), le parece que se
produce una confusión, que se le toma por otro, que se le desfigura,
que se le ha juzgado en rebeldía, sin interrogarle a él mismo. Debe­
rá restablecer la verdad indefinidamente, reconstruir la imagen
exacta, declararse diferente a las palabras que se le han escapado,
contestar la validez de las piezas de las que él mismo ha provisto a
sus jueces. En definitiva, reclama el privilegio de no tener que ha­
blar para ser comprendido y aceptado. Pero no puede reclamar este
privilegio más que escribiendo y hablando: tiene necesidad de la me­
diación del lenguaje para decir que no acepta esta mediación.
En tanto que no se produzca la felicidad silenciosa de lo inme­
diato, sólo se puede deplorar la ausencia de lo inmediato, por me­
dio de una palabra que desea la muerte de la palabra. Por intenso
que sea el deseo de comunicación inmediata, hay que tener pacien­
cia, de buen grado o a la fuerza, y aceptar los medios humanos del
discurso. La inmensa obra de Rousseau aparece como el testimonio
de esta apasionada paciencia. «Alma de fortisima paciencia», star-
kausdauernde Seele, dirá Hólderlin al hablar de Rousseau60.
Paciencia nostálgica, y que no pierde ocasión para expresar su
nostalgia. En todo lo que Rousseau escribe a propósito del lenguaje
se encuentra una compensación muy clara de las condiciones que
hacen inevitable el recurso a los signos convencionales, y encontra­
mos en ello, al mismo tiempo, una nostalgia, muy interna, de las
modalidades más directas de la comunicación.
Proyecto concerniente a unos nuevos signos para la música,
174261. Ésta es la primera aparición de Rousseau en la escena públi­
ca. Y es un fracaso, que será compensado ocho años más tarde con
el premio de la Academia de Dijon. ¡Pero qué significativa es ya
esta forma que propone Jean-Jacques para simplificar la notación
musical! Declara la guerra a los signos convencionales62: hay dema­
siados, y son obstáculos interpuestos inútilmente entre la idea musi­
cal y el ojo que descifra una melodía:

59 Correspondance générale, DP, VII, 3; L, IX, 341.


60 En el himno Der Rhein. Sdmiliche Werke. (Stuttgart, Kohlhammer, 1953),
t. II, 153.
61 O. C. (París, Fume, 1835), III, 448.
62 No volveremos a ocuparnos de la critica de Rousseau con respecto al dinero.
Ve en ¿I, igualmente, un signo convencional, al que damos más importancia que a la
cosa representada, es decir, a la riqueza real, producida por el trabajo.

178
Esta cantidad de lineas, de claves, de transportes, de sosteni­
dos, de bemoles, de becuadros, de compases simples y compues­
tos, de redondas, de blancas, de negras, de corcheas, de semicor­
cheas, de Tusas, silencios de blancas, de negras, de corcheas, de
semicorcheas, de fusas, etc., dan una multitud de signos y de
combinaciones, de donde resultan dos inconvenientes principales,
uno, el de ocupar un espacio demasiado grande, otro, el de sobre­
cargar la memoria de los alumnos, de manera que estando forma­
do el oído y habiendo adquirido los órganos toda la facilidad ne­
cesaria, mucho tiempo antes de que esté en situación de cantar a
libro abierto, se deduce que la dificultad reside por completo en la
observación de las reglas, y no en la ejecución del canto63.
La tradición musical nos impone una «multitud de signos inútil­
mente diversificados». Puesto que es inevitable recurrir a signos,
expresémonos al menos del modo más sencillo, y que el «espacio»
que ocupan se limite al minimo indispensable para la lectura del dis­
curso musical. Asi pues, Rousseau se propone purificar y simplifi­
car un medio de comunicación en el que los elementos, demasiado
numerosos, oponen a nuestra mirada una opacidad desagradable.
¿Qué hacer? ¿Cómo dar más evidencia a nuestros signos sin que su
número aumente?6465. «Eliminar signos, contentarse con un número
muy pequeño de caracteres», todos de una extrema claridad. Ade­
más, se puede conseguir que los signos, arbitrarios en el antiguo sis­
tema, se vuelvan más semejantes a la propia cosa que designan. Asi,
Rousseau sustituirá la nota dibujada sobre un pentagrama por la
cifra, pues la cifra, que parece más abstracta, está en realidad más
próxima al sonido de un modo natural.

Siendo las cifras la expresión que se ha dado a los números, y


siendo los propios números los exponentes de la generación de los
sonidos, nada más natural que la expresión de los diversos soni­
dos mediante las cifras de la aritmética63.

¿El resultado? Se hace más fácil el acto de mediación de la lectu­


ra, se abrevia el periodo intermedio del aprendizaje. Jean-Jacques,
a quien han sido preciso largos rodeos para aprender música, cree
haber inventado un «medio breve» de la que espera su fortuna por
añadidura. Gracias a su sistema, se sabrá música perfectamente
«por caminos más cortos y más fáciles»66. Sin duda, es necesario

63 Projet concernant de nouveaux signes, O. C. (Paris, Fume, 1835), III, 4, 48.


64 Dissertation sur la Musique moderne, O. C. (París, Fume, 1835), III, 460.
65 Op. cit,, 458.
66 Op. cit., 459.

179
aprender de todas formas, y no se verá producirse el milagro instan­
táneo que Rousseau habia deseado en Lausana, en casa de M. de
Terytorrens. Pero el trabajo preparatorio será reducido al minimo
estricto según el nuevo «método». Jean-Jacques promete adiestrar a
un músico de primer orden en el espacio de un año, a un músico
que puede burlarse de todas las dificultades y que ya no tiene que
plantearse el problema de los medios. «Un alumno bien adiestrado
con este método» se convierte, con una rapidez sorprendente, en un
maestro «que practica con la misma facilidad todas las claves, que
conoce todos los modos y todas las tonalidades, todos los acordes
que les son propios, toda la secuencia de la modulación, y que
transporta cualquier pieza musical a todas las clases de tonalidades,
con la más perfecta facilidad»67. «A partir de este momento» la ob­
servación de las reglas ya no es un obstáculo, y el espíritu puede
abandonarse enteramente al sentimiento y a la «ejecución del
canto».
Emilio crece entre las cosas. Es libre, y el único obstáculo que
encuentra es la necesidad física. El preceptor sólo le impone su vo­
luntad disfrazándola de necesidad física, es decir, confiriendo a
cada una de sus decisiones la autoridad muda e inapelable de una
cosa. Mientras aún no está formada la razón de Emilio, su experien­
cia nace del contacto directo con el mundo. El preceptor sólo habla
para conducir a Emilio ante las cosas; en suma, sólo habla para de­
jar hablar mejor a las cosas:

No deis a vuestro alum no lección verbal alguna, sólo debe reci­


birlas de la experiencia6*.

Rousseau aconseja también retrasar durante el mayor tiempo


posible el momento en que el niño pasará de las cosas a los signos
de las cosas. ¡Que la infancia siga siendo la edad de lo inmediato!
Que no se pierda a un joven espíritu en el mundo de los signos ar­
bitrarios, que son incapaces de revelar su significado:

Sea cual fuere el estudio a que me entregue, sin la idea de las


cosas representadas los signos que la representan no son nada. Sin
em bargo, el niño queda lim itado a esos signos sin que se pueda
hacer que com prenda nunca ninguna de las cosas que representan.
Pensando que se le enseña la descripción de la tierra, sólo se le en­
seña a conocer m apas: se le enseñan nombres de ciudades, de pai-

67 Op. a l., 457.


« Émile, üb. II, O. C.. IV, 321.

180
ses y de ríos cuya existencia no es capaz de concebir en otro lugiii
que no sea en el papel en el que se los muestran*9.

En general no sustituyáis jam ás la cosa p o r el signo más que


cuando os sea imposible m ostrarla. Pues el signo absorbe la aten*
ción del niño y le hace olvidar la cosa representada70.

Ciertamente, el Emilio abunda en palabras, pero éstas se pro­


fieren siempre ante las cosas, tras el encuentro con objetos reales.
Las lecciones verbales (aunque se trate de la propia Profesión de
fe) no hacen más que interpretar y cxplicitar un saber que se ha
formado ya, silenciosamente, por el contacto con la situación edu­
cativa. Cuando el vicario saboyano habla a Jean-Jacques, todo ha
sido ya revelado por medio del paisaje que contemplan desde lo
alto de la colina. La Profesión de fe es también una lección de co­
sas. Los signos de la palabra no están separados de la «cosa repre­
sentada»; el universo y Dios están presentes desde el principio:

Estábam os en verano, nos levantamos el despuntar el día. Me


condujo fuera de la ciudad, sobre una elevada colina bajo la que
pasaba el Po, cuyo curso se veia a través de las fértiles orillas que
éste baña. En la lejanía, coronaba el paisaje la inmensa cadena de
los Alpes. Los rayos del sol naciente rozaban ya las llanuras y, al
proyectar sobre los cam pos, m ediante largas som bras, los árboles,
las laderas y las cosas, enriquecían, con mil cam bios de luz, el más
bello cuadro por el que haya podido ser sorpendido el o jo hum a­
no. Parecía com o si la naturaleza extendiese ante nuestros ojos
toda su magnificencia para ofrecem os el tem a de nuestras charlas.
Fue, entonces, cuando después de haber contem plado esos objetos
en silencio, el hom bre de paz me habló así71.

El paisaje no hablado en primer lugar: la palabra del hombre de


paz no demostrará nada que no se haya mostrado antes en la con­
templación silenciosa que precede a su exposición.
Las lenguas modernas están compuestas por signos conven­
cionales. Pero antes, más cerca del origen, ¿cómo se hablaba? ¿Se
tenía tan siquiera la necesidad de hablar? ¿No hubo una época en la
que el lenguaje habría sido más convencional, más expresivo, más
próximo de la naturaleza? Estas son las preguntas que se plantea
Rousseau y se ve que, a pesar de todo el aparato de erudición con el

w Op. cit., 347.


w Émile, lib. III, O. C., IV. 434.
Émile, lib. IV, O. C., IV, 565.

181
que rodea el segundo Discurso y el Ensayo sobre el Origen de las
.'enguas, su interés por la lingüística especulativa es estimulado por
una nostalgia que no es de orden cientifíco. En él se percibe, una
vez más, su deseo de combatir el mundo en el que está obligado a
vivir, es decir, el mundo de la mediación y de las operaciones me­
diatas, oponerle un mundo en el que las relaciones humanas se esta­
blecerían por medios menos numerosos, más directos y más segu­
ros. De este modo una necesidad sentimental se transforma en hipó­
tesis histórica: hubo un tiempo en el que la comunicación se realiza­
ba de forma más instantánea, y menos discursiva, en el que los sig­
nos estaban más próximos del propio sentimiento, en la que a lo
mejor los signos eran inútiles porque la emoción y el sentimiento,
por si mismos, eran ya suficientemente legibles sin tener que tradu­
cirse en símbolos.
En el estado de naturaleza el hombre vive en lo inmediato; sus
necesidades no encuentran obstáculos y sus deseos no sobrepasan de
los objetos que le son ofrecidos en lo inmediato. Nunca intenta con­
seguir lo que no tiene. Y como la palabra no puede nacer más que
cuando existe una carencia que ha de ser compensada, el hombre
natural no habla:

Los machos y las hembras se unian fortuitamente, dependien­


do de la casualidad, la ocasión y el deseo, sin que la palabra fuese
un intérprete muy necesario de las cosas que tenían que decirse: se
separaban con la misma facilidad72.
Se ve... en el poco cuidado que ha tenido la naturaleza por
acercar a los hombres mediante necesidades mutuas y de facili­
tarles el uso de la palabra, qué poco ha preparado su sociabilidad,
y qué poco ha puesto de su parte, en todo lo que éstos han hecho
para establecer dichos lazos73.

El hombre de la naturaleza se limita a una comunicación silen­


ciosa que ni siquiera es una comunicación, sino solamente un con­
tacto: no hay intercambio de pensamientos, no hay discusión, por­
que no hay obstáculos que superar.
Pero el hombre querrá ser reconocido por el hombre. La perfec­
tibilidad colocada en él por la naturaleza, reducida durante largo
tiempo a no ser más que un poder virtual, encontrará bastante
tardíamente la ocasión de desarrollarse. Será ella la que produzca
todos los inventos y el instrumento verbal por el que los inventos se

72 Discours sur /*Origine de l ’tnegalité. O. C., 111, 147.


73 Op. rít.. 151.

182
conservan y se comunican. Aunque el lenguaje no emprende su
vuelo más que en el momento en el que el hombre se ve obligado u
luchar contra la naturaleza, sin embargo tiene una «causa natural».
Asi pues, existe un comienzo del lenguaje, precedido por una
época de perfecta inmediatez, en la que los contactos eran fugitivos
y en la que hasta el amor era silencioso. Al comienzo hay gestos y
exclamaciones: entonaciones, quejas, «gritos de la naturaleza», vo­
ces arrancadas por las pasiones74*.
Inicialmente la palabra aún no es el signo convencional del senti­
miento, es el propio sentimiento, transmite la pasión sin transcri­
birla. La palabra no es un parecer distinto del ser al que designa: el
lenguaje original es aquel en el que el sentimiento aparece inme­
diatamente tal como es, en el que la esencia del sentimiento y el so­
nido proferido no son más que uno. Rousseau no se olvida de men­
cionar el Cratilo de Platón, pues su descripción del primer lenguaje
no hace sino retomar, aplicándolo a la pasión y al sentimiento, la
hipótesis de las denominaciones naturales y de los «hombres primi­
tivos»: «El hombre contiene, por naturaleza, una cierta rectitud»1*.
La lengua primitiva, tal como la imagina Rousseau, poseia un
poder casi infalible y presentaba «a los sentidos, asi como al enten­
dimiento, las impresiones casi inevitables de la pasión que intenta
comunicarse»76.
P ersuadiría sin convencer, describiría sin razo n ar77*. S e .
cantaría en vez de hablar, la mayoría de ios radicales, serian soni­
dos im itativos, bien del to n o de las pasicones, bien del efecto de
los objetos sensibles: con ella la onom atopeya se haría m anifiesta
continuam ente76.

¡Qué decadencia cuando se pasa a las lenguas modernas! Su


estructura, dominada por las convenciones de la escritura, ya no
expresa la presencia viva del sentimiento. Se abandona la verdad
particular (la autenticidad) para adquirir la claridad impersonal de
ios conceptos generales.
«AI escribir uno se ve obligado a tomar todas las palabras en su
acepción común, pero el que habla varia las acepciones mediante la

74 Essai sur VOrigine des Langues, cap. II, O. C. (París, Furne, 183$), III, 498.
71 P latón, Oeuvres completes (Bibliolhéque de la Pltiade, Paris, Gallimard,
1950), I. « 3 (Cratyle, 391 a).
76 Essai sur VOrigine des Langues, cap. IV, O. C. (Parte, Fume, 1835), 111, 499.
77 Ibtdem.
76 Ibld. Cfr. Pierre Burceun, op. cit., 246. Ernsi Cassirer pone en relación la
teoría del lenguaje de Rousseau con la de Vico (Philosophie der symbolischen For­
men, Oxford, Bruno Cassirer, 1954, I, 90-95).

183
entonación y las determina como le place79. Mientras que la palabra
viva y con entonación constituye una expresión directa de la perso­
nalidad, la lengua escrita exige largos rodeos e interminables pa­
ráfrasis para construir artificialmente el equivalente aproximado de
la energía y de la pasión desplegadas en la lengua oral. Problema
que no carece de importancia para aquél, que como Jean-Jacques,
intenta representarse en lo que tiene de único. ¡Cuánto mejor
estaría expresado todo, si se pudiese regresar a la lengua cantarína
de los oringenes y de la melodía inmediatamente significativa! Sólo
que, ¿tenemos la posibilidad de renunciar a los signos convenciona­
les para volver a los signos naturales?
Tampoco en este caso se puede retroceder. Hay que tomar la
lengua francesa tal como es, con sus extensiones discursivas y sus
abstracciones. No se puede regresar a esta lengua primitiva que con­
sistía por completo «en imágenes, en sentimientos y en representa­
ciones»80, ya no es posible dar «a cada palabra el sentido de una
proposición completa»81. Sin embargo, Rousseau intenta que su pa­
labra le aproxime a la lengua primitiva ideal; su escritura, ágil y
musical, parece estar a la escucha de la primera lengua. Entre los
medios que podrían restituir la energía de la palabra acentuada, su­
giere, en una nota importante a pesar de su brevedad, el perfec­
cionamiento de la puntuación82. Lamenta la ausencia del punto vo­
cativo y del signo de ironía. Asi pues, no dejará de buscar, en el
plano de la escritura, los equivalentes de los medios más simples
que precedieron a la escritura. Asi en su propio estilo, en la soltura
de sus frases, en sus pausas, en su melodía, Rousseau expresa su
nostalgia de otro lenguaje más inmediato. Su lengua, maravillosa­
mente presente, deplora secretamente la ausencia de la lengua pri­
mitiva, de su tono patético y de sus continuas imágenes. El «discur­
so» literario de Rousseau se desarrolla con una perfecta belleza en
la escritura, pero sus pathos y su tensión interior traicionan la cons­
tante añoranza de los signos naturales presentes en la voz misma.
La distinción entre los «signos naturales» y los «signos artifi­

79 Essai sur /'Origine des Langues (ed. citada), cap. V, 501.


80 Essai sur I'Origine des Langues (ed. citada), cap. IV, 498.
81 Discours sur / ’Origine de l ’lnégalili, O. C., 111, 149. El lenguaje discursivo no
sabe expresar la emoción instantánea, la extiende en la duración del enunciado analí­
tico. Esta idea se vuelve a encontrar en Diderot: «El estado de ánimo de un instante
indivisible, fue representado por una multitud de términos exigidos por la precisión
del lenguaje y que distribuyeron en partes una impresión total... (Leitre sur les
Sourds el les Muets, Oeuvres compléles, Paris, 1969, t. II, 543).
82 Essai sur VOrigine des Langues, cap. V., O. C. (París, Fume, 1835), 111, 501-
502. Sobre la importancia de la puntuación en Rousseau, cfr. Marcel Raymond.
introducción a las Revertes (Ginebra. Droz, 1948), LVUI-LIX.

184
cíales» (o signos instituidos) es corriente en el siglo xvm. Se la en­
cuentra, entre otros, en Condillac y en la Enciclopedia: Los signos
naturales, leemos en la Enciclopedia, son los «sonidos que la natu­
raleza ha establecido para los sentimientos de alegría, de temor y
de dolor» (art. Signo). En una acepción ligeramente diferente son
también los gestos, es el «lenguaje de la acción»83, que Condillac
atribuye a la pareja primitiva antes de que haya descubierto la pa­
labra articulada... Si Jean-Jacques, el hombre de la naturaleza,
rechaza la servidumbre de los signos convencionales, ¿por qué me­
dio se expresará si no por el de los signos naturales? Veremos ahora
cómo se confía a los signos, con la condición de que sean los de la
naturaleza y no los instituidos:

Los afectos por los que tiene mayor inclinación se distinguen


incluso por signos físico s. A unque esté poco em ocionado. Sus
ojos se llenan de lágrimas a la prim era em oción84.
Sus em ociones son súbitas e intensas, pero rápidas y poco du­
raderas, y esto se ve ... La sangre inflam ada p o r u na súbita agita­
ción lleva a los ojos, a la voz y al rostro, esos movim ientos im pe­
tuosos que revelan la pasión... En cuanto que el signo de la cólera
se borra del rostro, se extingue tam bién ésta en el corazónss.

Jean-Jacques se describe como «un alma sensible» en quien to­


das las emociones son instantáneamente visibles: el signo natural y
el sentimiento son exactamente contemporáneos, pues este signo no
está hecho de otra sustancia que la del propio sentimiento. Se puede
decir que el signo natural es el sentimiento que se habla en el cuer­
po. El acontecimiento efectivo, al invadir el cuerpo, se muestra in­
mediatamente al exterior y el mensaje expresivo no tiene por qué ser
«articulado». Por añadidura, la emoción es inmediatamente con­
moción expresiva, y quiere serlo: el brillo de la mirada es, al mismo
tiempo, la cólera y el lenguaje que expresa la cólera. Este lenguaje
es de una fidelidad absoluta, expresa lo que es. A pesar suyo, todo
lo que pase en el alma de Jean-Jacques se manifiesta instantánea­
mente; es por esto por lo que es vulnerable y está expuesto sin de­
fensa a todas las miradas. Asi pues, hay aquí un peligro, puesto que
se expone asi a sus perseguidores, quienes, muy al contrario, se
cuidan mucho de que sus sentimientos no se muestren. Pero hay
también en ello una maravillosa felicidad, pues la lengua de los sig­

83 Condillac, Essai sur tes Origines des Connaissances Humaines, II parte,


Du Langage et de ta Méthode, cap. I, ap. 1.
84 Dialogues, II, O. C., 1, 825.
M Op. cit., 860-861.

185
nos naturales expresa automáticamente la verdad del yo, antes de
cualquier esfuerzo intencionado de veracidad y de sinceridad. Si este
automatismo fuese todopoderoso, Jean-Jacques se vería libre de la
preocupación por la verdad; podría remitirse a su pasividad y al
simple «mecanismo» de su naturaleza. Pues, si pudiésemos confiar
plenamente en los signos naturales, bastaría con ser para manifestar
la verdad. Entonces, no habría nada que hacer, sino consentir en
ser uno mismo, y el único medio adecuado de desvelar el auténtico
ser seria el de renunciar a todos los medios artificiales, incluido el
de la palabra.
Asi pues, hele aquí construyendo la utopia de una comunicación
mediante signos (entiéndase: signos naturales) que permitirían igno­
rar cualquier otro lenguaje. El Emilio y la Disertación sobre la Mú­
sica moderna nos ponían en guardia contra el maleficio de los sig­
nos. Se trataba entonces de los signos convencionales que, lejos de
ser conductores de significados, son obstáculos interpuestos, inter­
ceptores. Muy distintos son los signos en que Rousseau sueña en
confiarse: gestos y movimientos, cuyo sentido se impone infalible­
mente por si mismo, sin la ayuda sobreañadida de los signos con­
vencionales del lenguaje verbal.
En el Discurso sobre el Origen de Ia Desigualdad, Jean-Jacques
se protege tras la opinión de Isaac Vossius. Satisfecho de haber en­
contrado un texto que expresa exactamente su deseo, deja hablar al
latín del docto teórico que deplora la confusión de las lenguas:

Me cuidaré muy m ucho de em barcarm e en las reflexiones filo­


sóficas que habría de hacer sobre las ventajas y los inconvenientes
de esta institución de las lenguas... Asi pues, dejemos hablar a las
gentes a quienes no se ha reprochado el atreverse a tom ar el parti­
do de la razón contra el parecer de la m ultitud. N ec quidquam f e ­
licitan hum ani generis decederet, si, pulsa to t tinguarum p este et
confusione, unam artem calierent m ortales, e t ¡ágnis, m otibus,
gestibusque, licitum fo r e t quidvis explicare. . . **.

Rousseau sueña con volver a esta lengua verídica, pero sueña


con ello porque no la posee al estar obligado a utilizar las palabras
del lenguaje convencional para explicar la felicidad que experimenta­
ría al expresarse exclusivamente mediante signos naturales. ¿Acaso
no experimenta, a menudo, la impresión de que el sentimiento está
condenado a una oscuridad esencial? «Lo que se ve no es más que
una mínima parte de lo que es, es el efecto aparente cuya causa in-

*® Discours sur ¡"Origine de flnégalité, nota 13, O. C., III, 218.

186
terna está escondida y es, a menudo, muy complicada... Nadie
puede escribir la vida de un hombre más que él mismo, su modo de
ser interno, su verdadera vida sólo es conocida por él»*1. En el len­
guaje de los signos naturales, el efecto aparente y la causa interna
no estarían separados, no se encontraría la ruptura entre lo mani­
fiesto y lo oculto, ruptura que es objeto de acusación aquí. Y sin
embargo, Jean-Jacques no ha dejado de sufrir a causa de esta esci­
sión entre el ser y el parecer. ¿Acaso no hemos visto que ha tomado
la pluma, porque su timidez en sociedad le impedía mantener la
promesa de su rostro? Escribe para mostrar lo que vale, precisa­
mente porque no ha sabido probar su valor por los medios más rá­
pidos, es decir, por la presencia real y la palabra viva. Pero escribe
para expresar su resentimiento contra el «medio más lento» de la
escritura, para explicar su nostalgia de la comunicación muda, de la
expresión sin medio de expresión.
Asi cuando Rousseau describe a los habitantes del «mundo en­
cantado», al comienzo del primer Diálogo, se abandona deliciosa­
mente a su sueño: vivir junto a los otros en una intimidad confiada
y casi silenciosa, en que las almas hablarían mediante signos inequí­
vocos que suplantarían a la palabra o que actuarían sin tener en
cuenta a las palabras. Porque «no buscan su felicidad en la aparien­
cia, sino en el sentimiento intimo», los «iniciados» no pueden darse
por satisfechos con el lenguaje ordinario, que lleva en si el maleficio
de la apariencia. Los signos son los únicos que podrán transmitir el
sentimiento intimo:

Es absolutamente necesario que unos seres constituidos de for­


ma tan angular se expresen de manera diferente que las personas
corrientes. No es posible que teniendo almas modificadas de mo­
do tan distinto no lleven la huella de estas modificaciones en la ex­
posición de sus sentimientos y de sus ideas. Aunque los que no
tienen noción alguna de este modo de ser no perciben esta huella,
no puede dejar de ser percibida por quienes la conocen y partici­
pan de ella. Es un signo característico por medio del cual se reco­
nocen entre si los iniciados, y lo que confiere un gran valor a ese
signo, tan poco conocido y aún menos usado, es que no puede ser
falsificado, que no actúa nunca más que al nivel de su fuente y
que cuando no sale del corazón de quienes lo imitan tampoco lle­
ga a los corazones que están hechos para conocerlo; pero en cuan­
to llega no es posible confundirse; es auténtido en el momento
mismo en que es sentido. Es-en la entera conducta de la vida, más

n Primera redacción de las Confessions, Armales J.-J. Rousseau, IV, 1908, 3;


véase O. C.. 1. 1149.

187
que en algunas ocasiones aisladas, en donde con más seguridad se
manifiesta. Pero en situaciones intensas en las que el alma se exal­
ta involuntariamente, el iniciado distingue pronto a su hermano
de aquel que, sin serlo, sólo pretende tener aspecto de tal...**.

Jean-Jacques imagina una lengua más segura, más directa, casi


infalible, pero esta lengua no es universal: es un secreto reservado a
un pequeño número de iniciados, que la naturaleza ha hecho dife­
rentes del común de los hombres. Por una parte, viven separados
del resto de la humanidad, y su lenguaje secreto da testimonio de
esta separación, pero, por otra parte, son capaces de una comunica­
ción más profunda entre ellos, y se la deben también al poder de es­
tos signos secretos. Cuando están juntos, no surge ningún malen­
tendido entre los iniciados. Sólo que su conversación no será un
diálogo. ¿Sobre qué se discutiría si los «iniciados» se comprenden
inmediatamente? No, estos hombres que gozan de «placeres inme­
diatos» no dialogan, no hacen más que simpatizar, es decir, dar
libre curso a sus sentimientos: los signos y el silencio son el lenguaje
de la simpatía, gracias a lo cual las conciencias se unen «a nivel de
la fuente». ¡Pero qué significativo es encontrar aquí, en un texto ti­
tulado Diálogos, la descripción de una comunicación más feliz y
más eficaz que el diálogo! Ahi captamos, en vivo, una palabra que
desea la desaparición de la palabra, pues tan grande es la impacien­
cia de las almas sensibles:

La pesada sucesión del discurso les resulta insoportable; la len­


titud de su marcha les contraría; con la rapidez de emociones que
experimentan, les parece que lo que sienten deberla abrirse paso y
penetrar en un corazón a otro sin ei frío ministerio de la pala­
bra89.

«Sin el frió ministerio de la palabra»: la fórmula es un eco casi


literal de La Nueva Eloísa:

¡Qué cosas se han dicho sin abrir la boca! ¡Qué de ardientes


sentimientos se han comunicado sin la fría mediación de la pala­
bra!90.

Pero habria que citar aqui toda la carta sobre la «mañana a la


inglesa» (Parte V, carta III). Es uno de esos momentos de transpa-

** Dialogues, I, O. C„ I, 672.
89 Dialogues, II, O. C., I, 862.
90 La Nouvelle Hélotse, V parte, caria III, O. C„ II, 560.

188
renda perfecta y cuya importancia simbólica no es menor que la de
la fiesta de la vendimia. La mañana a la inglesa expresa, en una es­
cena de interior, lo que la fiesta de la vendimia expone a cielo abier­
to: la confianza absoluta y la comunicación sin obstáculos. En estos
momentos «consagrados al silencio y recogidos por la amistad», la
alegría unánime de tres seres circula de uno a otro a través de los
signos:

Intenso y celestial sentimiento, ¿qué discursos son dignos de


ti? ¿Qué lengua se atreve a ser tu intérprete? ¿Acaso, lo que se le
dice a un amigo puede alguna vez tener el valor de lo que se siente
a su lado? ¡Señor! ¡Cuántas cosas dice una mano que se estrecha,
una mirada animada, un abrazo contra el pecho, y el suspiro que
le sigue! ¡Y después de todo esto, qué fría es la primera palabra
que se pronuncia!’1.
Al oír estas palabras, la labor cayó de entre sus manos, volvió
la cabeza, y miró a su digno esposo de forma tan conmovedora y
tan tierna que yo mismo me estremecí a causa de ella. No dijo na­
da: ¿qué hubiese podido decir que fuese comparable a esa mira­
da? Nuestros ojos se encontraron también. Por el modo en que su
marido me estrechó la mano, senti que la misma emoción nos em­
bargaba a los tres, y que la dulce influencia de aquel alma abierta
actuaba a su alrededor, y triunfaba sobre la propia inestabili­
dad92.

Comunicatividad, influjo: son los actos esenciales del alma


rousseauiana, en la que el ser comunica sin alienarse y sin abando­
narse a si mismo. La mañana a la inglesa aporta la imagen ideal del
momento comunicativo. Conducidos por signos y no por palabras,
la comunicación es más amplia y la influencia es más pura. La esce­
na que acabamos de leer es un éxtasis a tres. Asi lo entendía Rous­
seau al describir la imagen que debía ilustrar este pasaje: «Un aire
de contemplación ensoñadora y dulce en los tres espectadores: sobre
todo, la madre debe parecer en un delicioso éxtasis»93.
Pero, he aquí otro testimonio del poder de los signos. Bernardin
de Saint-Pierre nos transmite una confidencia de Rousseau:

Me decia: ¡Oh! ¡Cuánto poder añade la inocencia al amor! He


amado dos veces apasionadamente: una, a una persona a la que
no había hablado nunca. Una sola señal fue el origen de mil car­
*> Op. Cit.. 558.
« Op. cit., 559.
93 Sujets d'Estampes pour la Nouvelle Hélotse, O. C., II, 769; sobre la comuni­
catividad y el influjo, cfr. Pierre Burgelin, op. cit., 149-190.

189
las apasionadas y de las más dulces ilusiones. Entré en una habita­
ción en la que se encontraba: la veo de espaldas; al verla, la ale­
gría, el deseo y el amor se pintaban en mi rostro, en mis rasgos y
en mis gestos; no me daba cuenta de que ella me veta en el espejo.
Se vuelve ofendida por mi éxtasis, y me señala el suelo con el de­
do; iba a caer de rodillas cuando alguien entró44.

Se trata de los amores de Rousseau, adolescente aún, y de Mme.


Basile, poco después de que Jean-Jacques hubiese abandonado el
Hospicio de los catecúmenos en Turin. Abramos ahora las Confe­
siones. No encontraremos allí las «mil cartas apasionadas» (¿Es un
adorno añadido por Bernardin? Pero, verídico o no, el hecho es
pausible, está de acuerdo con la psicología de Rousseau, las Cartas
a Sophie nos aportarán la demostración tardía de ello.) En el relato
del segundo libro de las Confesiones, muchos detalles son presenta­
dos de diferente manera. Las dos versiones presentan «variantes»
importantes93. ¿Habría que rechazar el testimonio de Bernardin,
para simplificar las cosas? Desde luego que no. Entre una y otra
versión encontramos «invariantes» más importantes que las varian­
tes. Esto nos invita a suponer que la imaginación de Rousseau poe­
tiza el recuerdo a partir de un cierto número de puntos fijos de re­
ferencia; se elaboran musicalmente detalles inventados según la
emoción del momento de la escritura, pero alrededor de elementos
estables, que representan el material dado por la memoria. Ahora
bien, ¿cuáles son estos elementos fijos en la escena con Mme. Basi­
le? Por una parte, el silencio; acerca de este punto se descubre una
concordancia en la misma diferencia:

Versión Bernardin: «Una persona a quien nunca había ha­


blado».
Confesiones: Jean-Jacques ha hablado ya con Mme. Basile,
pero la escena capital es «intensa y muda».

Por otra parte, algunas imágenes siguen siendo las mismas: el


reflejo de Jean-Jacques visto en el espejo y, sobre todo, la señal con

M Bernardin de Saint-Pierre, La Vie et les ouvrages de J.-J. Rousseau, ed.


M. Souriau (París, 1907), 94.
55 Según Bernardin de Saint-Pierre, Jean-Jacques es interrumpido por un intruso
cuando se dispone a caer de rodillas ante Mme. Basile. Según las Confesiones, per­
manece arrodillado dos minutos. Otra discordancia en los detalles, según la versión
definitiva de las Confesiones, Jean-Jacques no se atreve a tocar a Mme. Basile. Pero
en un primer esbozo, aparece un gesto más audaz: «... si tenía la temeridad de posar
algunas veces mi mano sobre su rodilla, era tan suavemente, que mi inocencia creia
que ella no lo sentía» (Anuales J.-J. Rousseau, IV, 1908, 236-237).

190
el dedo, único gesto de Mme. Basile a su adorador. Según las Con
festones, la calidad infinitamente preciosa de esta escena de aim»
reside en el hecho de que sólo fue un silencio atravesado por signos.
Jean-Jacques expresó su amor sin pronunciar una sola palabra, y
la mujer le respondió con un simple «movimiento con el dedo».
Volvamos a leer el pasaje de las Confesiones en el que se nos cuenta
la apasionada entrevista: se verá que este «movimiento con el dedo»
es el elemento central alrededor del cual se compone y se cristaliza
toda la escena:

Me puse de rodillas a la entrada de la habitación extendiendo


los brazos hacia ella con un movim iento apasionado, seguro de
que ella no podía oírm e, y sin pensar que pudiese verme: pero en
la chimenea había un espejo que m e traicionó. N o sé qué efecto
produjo en ella este arrebato; no me m iró, ni m e dirigió la pa­
labra: pero volviendo a medias la cabeza, me m ostró la estera a
sus pies con un sim ple m ovim iento con el dedo. Estremecerme,
lanzar un grito y abalanzarm e al lugar que ella me había señalado
fue todo uno para m i96, pero lo que costará creer es que, en este
estado, no me atrevía a intentar nada más allá, ni a decir una sola
palabra, ni a levantar los ojos hacia ella, ni siquiera a tocarla en
una actitud tan sumisa, para apoyarm e un instante en sus rodillas.
Estaba m udo, inmóvil, pero, desde luego, n o estaba tranquilo...
Ella no me parecía ni más tranquila ni menos tim ida que yo. T ur­
bada por verme alli, desconcertada por haberm e atraído, y co­
menzando a darse cuenta de todas las consecuencias de un signo
que habia salido, sin duda, irreflexivamente; no me acogió ni me
rechazó; no levantaba los ojos de su labor; intentaba hacer como
si no me hubiese visto a sus pies...97.

En la meditación que sigue a la descripción del encuentro silen­


cioso, el pensamiento de Rousseau se refiere de nuevo a esa simple
señal con el dedo, la inolvidable felicidad de esta entrevista reside
en el hecho de que la declaración de Rousseau y el acuerdo de Mme.
Basile no recurrieron al lenguaje común, sino que se realizaron con
la pureza del sentimiento convertido en signo:

N ada de lo que me hizo sentir la posesión de las mujeres vale


lo que los dos minutos que pasé a sus pies sin tocar ni siquiera su

9* Notemos aqui la simultaneidad de la reacción física (estremecerme), el «signo


natural» (lanzar un grito) y el gesto (abalanzarme). Se constata una excesiva sobre­
carga expresiva, una sobre-expresividad, que se manifiesta de todos los modos po­
sibles con exclusión de la palabra.
»7 Confessions, lib. II, O. C., I, 75-76.

191
vestido... Una p equ eñ a señal con el d ed o y una ligera expresión
de su mano en mis labios son los únicos favores que recibí, para
siempre, de Mme. Basile, y el recuerdo de estos favores tan delica­
dos aún me embelesa cuando pienso en ellos98.

Para Jean-Jacques la felicidad amorosa no reside en la posesión,


sino en la presencia: inmóvil y mudo, Jean-Jacques está en trance
ante Mme. Basile, pero, sobre todo, está presente en su propio sen­
timiento.
Asi el intercambio de signos asegura, al sentimiento, una pleni­
tud que la reminiscencia puede gozar todavía.
Nadie ha señalado mejor que Hólderlin la importancia del signo
para Rousseau. El poder de comunicación mediante signos le inspi­
ra un admirable comentario poético, en una estrofa del poema in­
acabado consagrado a la memoria de Rousseau:

Vernommen hasl du sie, verstanden d ie Sprache d e r Frerndlinge,


C edeu tet ihre Seele! D em Sehnenden war
D er Wink genung, und W inke sin d
Von A lters her d ie Sprache d e r G ótter.

¡Tú la has oído, tú has com prendido la lengua de los extranjeros


e interpretado su alma! a tu deseo,
Le bastaba con el signo, y los signos son,
Desde el comienzo de los tiem pos, la lengua de los dioses99.

¿Quiénes son estos extranjeros? Sin duda, los habitantes del


«mundo encantado»; aquellos cuya llegada ha sido prometida (die
Verheissenen). El signo es lo que permite aquí interpretar (deuien)
el alma de los extranjeros. Aunque se trate de un conocimiento ins­
tantáneo (leemos algunas lineas más adelante: «Al primer signo,
conocía ya, todo lo realizado», Kennl el itn ersten Zeichen Vollende-
tes schon), este conocimiento, a los ojos de Hólderlin, es interpreta­
tivo. Los dioses sólo hablan a los escasísimos hombres que com­
prenden su lengua: sólo se revelan a las almas proféticas. Asi sucede
claramente, en la descripción que Rousseau nos da del mundo en­
cantado: los «iniciados» constituyen una élite espiritual, y el privile­
gio que poseen de comprenderse mediante signos es un don de in­
terpretación, un poder de predicción.
Debemos detenernos en el problema de la interpretación del sig­
no. En una comunicación verdaderamente inmediata, no hay lugar

98 Op . CU., 76-77.
99 Hólderlin, SttmiUche Werke (Stuttgart, Kohlhammer, 19S3), t. II, 13.

192
para una interpretación del signo; una /nterpretación es una ínter
posición, un acto mediador. El ideal de lo inmediato exige que el
sentido del signo sea exactamente idéntico en el objeto mismo y en
mi percepción del signo; el sentido se impondrá irresistiblemente, y
yo lo acogeré pasivamente. He aqui lo que desea Rousseau: que el
signo sea solamente sentido y no que tenga que ser leido (si no, na­
da le distinguirla de la lengua convencional que requiere la fatiga de
la lectura). Pero esto equivale a reducir la actividad del alma sólo al
sentimiento que responde al signo; el alma no tendrá nada que ha­
cer —según Rousseau— en la elaboración del sentido mismo del sig­
nificado. No tendrá más que dejarse iluminar. Entonces la eviden­
cia del signo es tan grande que hace que cualquier interposición sea
inútil. La evidencia se da gratuitamente. Ahora bien, parece que, en
la realidad, las cosas suceden según el deseo de Rousseau. Aún re­
nunciando a los signos convencionales para volver a los signos natu­
rales, aún renunciando a disociar el simbolo significante y las cosas
significadas, nos vemos forzados a reconocer que la percepción del
sentido dei signo presupone una actividad de la conciencia. Dejando
a un lado cualquier posición idealista, hay que decir que el sentido
no se da más que a una conciencia que espera (o apunta) la apari­
ción del signo y que solicita significados a su alrededor. Esta solici­
tud es ya espontánea y originalmente una interpretación; implica la
elección previa de un sentido general del mundo, de cuyo fondo se
desprenderán los significados particulares. En otros términos, la mi­
rada que se dirige al exterior despierta alli signos que sólo están
destinados a él, y que le anuncian su mundo: ciertamente, no la pu­
ra y simple proyección de la «realidad interior» del espectador, sino
el mundo al que él ha elegido hacer frente, el adversario-cómplice
que ¿I se asigna.
Ahora bien, Rousseau se niega a admitir que el significado de­
pende de ¿1 y que en gran medida es obra suya, que éste pertenezca
por completo a la cosa percibida. No reconoce su pregunta en la
respuesta que el mundo le devuelve. De este modo, se desposee de la
parte de libertad que existe en cada una de nuestras percepciones.
Habiendo hecho una elección entre ios sentidos posibles que le
anuncia el objeto exterior, atribuye esta elección al objeto mismo, y
ve en el signo una intención perentoria e inequívoca. Llega a atri­
buir a la cosa una voluntad decisiva, siendo asi que la decisión está
en su propia mirada. Rousseau interpreta instantáneamente al
entrar en contacto con el mundo, pero no quiere saber qué ha in­
terpretado.
Rousseau soñaba con una comunicación por signos, pero los sig­
nos van a volverse contra él. Le anuncian una adversidad inape-
193
lable, le aportan la evidencia de la malevolencia y de la hostilidad
universales. Con toda seguridad, ¿1 interpreta las apariencias, pero
la mayor parte del tiempo, no sabe o no quiere saber que la adversi­
dad se encuentra ya en la mirada que dirige a los seres y a las cosas.
El delirio de interpretación de Rousseau, no es más que el derrum­
bamiento paródico de su esperanza en una lengua secreta gracias a
la cual los corazones se abrirían y se mostrarían sin ambigüedades.
Habia deseado un modo de combinación que estuviese al abrigo de
la traición de las palabras, en el que cada índice no tuviese que ser
interpretado sino que aportase instantáneamente la certeza infalible
del corazón del otro, «al nivel de su fuente»; en una palabra, habia
deseado un lenguaje más inmediato que el lenguaje, en el que los se­
res revelasen su alma con su sola presencia. Hele aquí ahora rodea­
do de signos perentorios que hablan más persuasivamente que cual­
quier lenguaje y cualquier razón discursiva, pero que le anuncian la
opacidad de los corazones, la oscuridad de las almas y la imposibili­
dad de la comunicación. La magia del signo se ha convertido en una
magia nefasta que impone la presencia definitiva de la oscuridad y
del velo. La inversión cualitativa es absoluta: en vez de poseer un
poder instantáneo de iluminación, el signo ejerce un poder instantá­
neo de oscurecimiento. Vemos intervenir aquí una ley del «todo o
nada». No hay punto medio entre la transparencia y la opacidad,
no hay término medio entre el trato intimo y el mundo de la perse­
cución. «En cuestión de felicidad y de goce, me era preciso o todo o
nada» l0°. Y Jean-Jacques parece querer activamente la nada cuando
no ha obtenido el todo. Esta es la razón de que el más ligero empa-
ñamiento, el más pequeño vapor se conviertan inmediatamente en el
equivalente de la total opacidad. Cualquier obstáculo a la comuni­
cación ideal mediante signos constituye el signo incontestable de
una malévola hostilidad. Asi por el mismo exceso de su deseo de
transparencia, la mirada de Jean-Jacques se expone a sufrir una
opacidad omnipresente.
El signo negativo, inicio de hostilidad, no reside solamente en
los rostros, sino también en las cosas. Entre el signo expresivo (que
es un comportamiento humano) y el signo predictivo o sintomático
(que emana misteriosamente de los objetos inanimados) no existe
diferencia esencial, pasamos de uno a otro mediante un desliza­
miento casi insensible. Basta con que la mirada interrogue al mundo
con cierta insistencia, e inmediatamente se le descubren las inten­
ciones escondidas, y se anuncian los augurios.10

100 Con/essions, lib. IX. 0?C „ I, 442.

194
En las mayor parte de los casos, Rousseau interpreta los signos
retrospectivamente, a distancia. En las Confesiones, un Rousseau
que pretende ser victima del destino intenta leer en las imágenes de
su pasado las profecías de su desgracia actual. Es solamente enton­
ces, al escribir su vida, cuando descubre el valor predictivo de cier­
tas circunstancias de su juventud. ¿Vio Jean-Jacques una señal en el
momento en que se levantó el puente levadizo de una de las puertas
de Ginebra? En todo caso, lo está en su memoria:

A veinte pasos de la entrada veo que se levanta el prim er puen­


te. Tiem blo al ver po r los aires aquellos terribles cuernos, siniestro
y fatal augurio del destino inevitable que com enzaba para mí en
ese m om ento101.

Maravilloso ejemplo de signo negativo: la separación y la expul­


sión se expresan y se formulan mediante una imagen. Pero es preciso
que Jean-Jacques haya pasado la prueba de su destino para que esta
imagen se convierta, a posteriori, en anunciadora de su destino.
Aquí estamos en presencia de una intepretación regresiva (o re­
trospectiva) cuyo principio ha establecido el propio Rousseau en
otro pasaje de las Confesiones:

Lo único que llama mi atención es el signo exterior. Pero en


seguida me acuerdo de todo esto: recuerdo el lugar, el tiem po, el
tono, la m irada, el gesto, la circunstancia, nada se me olvida. En­
tonces, de aquello que se hizo o dijo deduzco lo que se pensó, y es
raro que me equivoque1M.

El sentido del signo, que quedó confuso en su momento, sólo es


decubierto «claramente» por la memoria, que suple los defectos de
la percepción efectiva. Sólo lo que es revivido es completamente sig­
nificativo. Rousseau cree que se remonta a las evidencias: Los sig­
nos indican una realidad perentoria detrás de ellos, y Rousseau, in­
capaz de comprender nada en el mismo momento, recompone, con
seguridad, el pensamiento secreto de otro cuando la distancia tem­
poral, añadida a la turbación inicial, debería hacer de él un pensa­
miento doblemente escondido. Así pues, nos podemos preguntar, si
en las Confesiones y en la correspondencia de Rousseau, los signos
nefastos no se construyen a través de una cavilación retrospectiva,
que se detiene en un gesto, en una mirada, en un objeto, con el fin
de atribuirles, a posteriori, un valor predicativo y fatal.

101 Confessions, lib. I, O. C., I, 42.


"« Confessions, lib. III, O. C.. I, 115.

195
Sin embargo, no carecemos de ejemplos en los que el signo hos­
til provoca un sobrecogimiento instantáneo. Aqui interviene una in­
terpretación sin distancia. A este respecto, hay que admitir el testi­
monio escrito (así pues, elaborado por la memoria, y por tanto:
construido) que nos da Rousseau. Es empresa vana querer confron­
tar este testimonio con lo que habría podido ser «la experiencia
real», la cual está definitivamente reorganizada por la reconstruc­
ción autobiográfica.
La magia del signo, tal como la describe Rousseau, crea brusca­
mente monstruos, a la inversa de lo que ocurre en los cuentos de ha­
das en los que las bestias se convierten en principes encantados. El
que un detalle inesperado enturbie la limpidez de la comunicación
esperada, el que una sorpresa no se resuelva de inmediato en trans­
parencia: he aqui lo que transforma al interlocutor en un monstruo,
como si el signo ambiguo le hubiese infectado mágicamente y le hu­
biese hecho impuro de punta a cabo. La comunicación es absoluta o
no es: el defecto inexplicable que produce una ligera duda o una fu­
gaz interrogación destruye totalmente la simpatía, y el alma de
Jean-Jacques se siente paralizada y se retracta, como atraída por la
mirada petrificante de la cabeza de Medusa. Entonces se produce
una conversión del pro en contra, de la comunicativa embriaguez en
la ruptura desconfiada. El pezón tuerto de Zulietta es el ejemplo
perfecto de la magia negativa que convierte en mostruo a un ser que
en el instante anterior era totalmente deseable.

En el momento en el que estaba dispuesto a desfallecer, en un


pecho que me parecía que soportaba por primera vez el contacto
de la boca y la mano de un hombre, me di cuenta de que tenia un
pezón tuerto. Me quedo extrañado, examino, creo ver que este pe­
zón no está formado con el otro. Heme aqui buscando en mi ca­
beza cómo se puede tener un pezón tuerto, y persuadido de que
esto deberia tener que ver con algún especial vicio natural, a fuer­
za de dar vueltas y más vueltas a esta idea, vi claro como el dia
que en la más encantadora persona de la que pueda hacerme idea,
sólo tenia en mis brazos a una especie de m on stru o, el desecho
de la naturaleza, de los hombres y del amor103.

¿Pero cómo ha intervenido el signo? ¿Es el signo encontrado re­


pentinamente el que produce la inhibición del impulso amoroso?
¿Es el signo el que es el verdadero obstáculo? Nos preguntaremos si
la parálisis de Jean-Jacques ante Zulietta no es la expresión de una

105 Coirfessions, lib. VU, O. C., I, 321-322.


1%
«conducta de fracaso» que teme y que quiere, al mismo tiempo, lo
ruptura, la pérdida de la energía erótica, y el brusco repliegue a una
soledad herida. La automutilación, que Rousseau se inflige simbó­
licamente, toma como pretexto objetivo esta insignificante imper­
fección del cuerpo de Zulietta para hacer de ella un signo decisivo.
Pero la inhibición habría podido tomar como pretexto cualquier
otro detalle real. Para Rousseau posiblemente sólo se trata de impu­
tar su fracaso o su rechazo a un obstáculo exterior: todo, literal­
mente, puede constituir la señal a partir de la cual se justifica la
inhibición. A veces basta con que Rousseau fije su atención en un
punto particular de la realidad —en el pliegue que hace una sonrisa,
no le es necesario insistir por mucho tiempo: la magia nefasta opera
y se produce una revelación negativa; ante Jean-Jacques, el otro se
ha vuelto horrible, se ha transformado en monstruo y la sonrisa se
ha transformado en una mueca diabólica.
He aquí una velada a la inglesa en compañía de David Hume. Se
intercambian miradas en silencio: esto es lo que producía en la ma­
ñana a la inglesa de La Nueva Eloísa el delicioso goce de las «al­
mas bellas», que gozaban asi de «la unión de los corazones». Esto
es lo que hace que ahora la cara del amigo retroceda en la noche, se
inmovilice, y se convierta en extraña, para siempre. A partir de ese
momento, el amigo es un falso amigo, sin que se haya intercam­
biado una sola palabra:
Su mirada seca, ardiente, burlona y prolongada, se hizo más
inquietante. Para librarme de ella, intenté mirarle fijamente a mi
vez, pero, al detener mis ojos sobre los suyos, siento un estremeci­
miento inexplicable y me veo obligado a bajarlos en seguida. La
fisonomía y el tono del buen David son los de un buen hombre,
¿pero de dónde, ¡en nombre de Dios!, saca este buen hombre esos
ojos con los que mira fijamente a sus amigos?104*.
Metamorfosis que hace caer repentinamente una máscara, pero
para revelar una cara más tenebrosa que la propia máscara. No, ya
no es posible la comunicación con Hume, una vez que ha sido des­
enmascarado, sino que ahora ¿1 aparece como aquel que trabaja ac­
tivamente en propagar la ruptura alrededor de Jean-Jacques y en
hacerle imposible cualquier otra comunicación. «Parece que la in­
tención de mi perseguidor y de sus amigos es la de cortarme toda co­
municación con el continente y la de hacerme perecer aqui de dolor
y de miseria»,os.

104 Correspondance générate, DP, XV, 308.


ios Correspondance générate, DP, XVI, 56.

197
Mencionemos también otros momentos exactamente semejantes,
en los que, ante la mirada de Jean-Jacques, los signos del mal abso­
luto transforman súbitamente la cara de un amigo. Qué extraña me­
tamorfosis desfigura a Du Peyrou, mientras dormita bajo el efecto
de un medicamento:

Mientras tenia los ojos cerrados, vi cómo sus rasgos se altera­


ban y cómo su rostro tomaba un aspecto deforme y casi horrible:
pensé lo que debía estar pasando en esta débil alma acongojada
por el temor a la muerte. Entonces elevé mi alma al cielo, me re­
signé en manos de la Providencia y le dejé el cuidado de mi justifi­
cación l06107.

Desde entonces, el «querido anfitrión» pertenece al mundo de la


sombra: no habrá ya ningún verdadero vínculo entre Rousseau y él:

Nunca pude sacar la más mínima franqueza, la más mínima


claridad, la más mínima confianza de este corazón sombrío y
oculto... el más oculto que existe,m.

Y qué inquietante signo es la sonrisa del Padre Berthier:

Me daba las gracias un día, riendo, por que le hubiese conside­


rado un buen hombre. Encontré en su risa un no sé qué de sardó­
nico que cambió totalmente su fisonomía ante mis ojos y que des­
de entonces se me ha venido a menudo a la memoria108.

Rousseau se acordará de esta sonrisa en el día en que sospeche


que los jesuítas han interceptado el manuscrito del Emilio. Ese sig­
no por sí solo permite edificar la idea de un complot. En cuanto
Rousseau se enfrenta con lo desconocido, con el misterio, quiere que
éste sea un «misterio de iniquidad». No es posible otra hipótesis:
un alma que no se abre a la comunicatividad amistosa se convierte
de inmediato en un alma completamente negra y que fomenta acti­
vamente el mal. En Rousseau, el conocimiento del otro exige el po­
der detenerse en el si o en el no, en lo negro o en lo blanco. Lo que
queda en suspense, la duda y la incertidumbre le resultan más into­
lerables que la decisión que se pone en lo peor. Prefiere el malvado
que participa en la liga hostil al amigo dudoso; al menos se puede
romper sin remordimientos...

106 Correspondance générale. DP, XVII, 341.


107 Correspondance générale. DP, XVI11, 292.
108 Con/essions. lib. X, O. C.. I, 505.

198
Una extraña demarcación separa una «zona» de conciencia en la
que Rousseau es todavía capaz de reconocer que su imaginación in
terpreta los signos de un modo delirante, y una zona en la que la
angustia, al dejar de ser consciente de su trabajo interpretativo,
acepta la idea delirante como una evidencia plena e indiscutible. Le­
amos en las Confesiones el relato del enloquecimiento que se apode­
ró de Rousseau con motivo del retraso en la impresión del Emilio;
el análisis tan perspicaz que aplica a su comportamiento nos hace
creer en la inminencia del despertar, ¿no está a punto de conjurar
los maleficios? ¿No va a descubrir que todo lo que le obsesiona es
producto del mismo proceso mental?

Jamás una desgracia, sea la que fuere, me altera ni abate con


tal de que sepa en qué consiste, pero mi inclinación natural es te­
ner miedo de las tinieblas; temo y odio su negro aspecto, el miste­
rio me inquieta siempre, es demasiado contrario a mi tempera­
mento, abierto hasta la imprudencia. El aspecto del monstruo más
horrible no me espantaría, creo, pero de noche si viese una figura
debajo de una sábana blanca, tendría miedo. He aquí pues, a mi
imaginación alimentada por este largo silencio ocupada en pintar­
me fantasmas...
Al instante mi imaginación parte como un rayo y me revela to­
do el misterio de iniquidad: vi su avance con tanta claridad, con
tanta seguridad, como si me hubiese sido revelado10*.

Rousseau se retracta públicamente: no eran más que visiones,


quimeras de un espíritu que se ha inquietado por una soledad dema­
siado larga. Pero el alcance de esta «auto-critica» se limita solamen­
te al incidente del Emilio. Parece que Rousseau sólo revoca su in­
terpretación delirante para dar más peso a otras acusaciones (no
menos delirantes) que formula sin ninguna crítica. Asi saca pro­
vecho de una apariencia de objetividad imparcial; puesto que es ca­
paz de reconocer las fechorías de su imaginación, ¿no nos obliga a
confiar en él cuando denuncia la encarnizada malevolencia que ve
organizarse a su alrededor? Se acusa de haber interpretado ciertos
signos, pero para abandonarse mejor, en lo que a los demás se re­
fiere, a su delirio de interpretación; para entregarse mejor al poder
de los signos nefastos, que no pone en cuestión.
Para Jean-Jacques, vivir en el mundo de la persecución será sen-

,0* Coitfessions, lib. XI, O. C., I, 566. Cfr. Réveries, segundo Pasco: «Siempre
he odiado las tinieblas; me inspiran de modo natural tal horror, que aquéllas con las
que se me rodea después de tantos altos no han hecho que disminuyese» (O. C.. I,
1007).

199
tirse cautivo en el interior de una red de signos concordantes me­
diante los cuales se refuerza un «misterio impenetrable». Estos sig­
nos serán el punto de partida de una especulación angustiada110y de
una interminable búsqueda con vistas a dilucidar más completamen­
te su sentido, que primero es hostilidad muda, acusación disimula­
da y condena clandestina. La hostilidad del signo alcanzará su pun­
to máximo, cuando manifieste no ya un sentido malévolo, sino el
rechazo de revelar un sentido cualquiera. A los ojos de Rousseau
perseguido, los signos son «claros», pero remiten todos a una últi­
ma oscuridad, a una «fuente» irrevocablemente oscura y absurda:

Unos me buscan con ardor, lloran de alegría y de ternura al


verme, me abrazan, me besan extasiados, con lágrimas en los
ojos, los otros, ante mi aspecto, se inflaman de un furor que veo
brillar en sus ojos, otros escupen, o sobre mí o muy cerca de mi,
con tanta exageración que su intención me resulta clara. Todos
esos signos tan diferentes están inspirados por el mismo senti­
miento, esto está igual de claro para mi. ¿Cuál es este sentimiento
que se manifiesta mediante tantos signos contrarios? Veo que es
aquél que todos mis contemporáneos tienen con respecto a mí, en
cuanto a lo demás me es desconocido"1.

Los signos son infalibles: pero lo que se trasluce de ellos es la


imposibilidad de la transparencia. El signo es revelación, pero reve­
lación del obstáculo infranqueable. De este modo nada gana Rous­
seau con interrogar a un signo tras otro. En vez de llegar a dilucidar
el misterio, se encuentra en presencia de tinieblas más espesas: las
muecas de los niños, el precio de los guisantes en el mercado, los
pequeños comercios de la calle Platriére, todo anuncia la misma
conspiración cuyos móviles son definitivamente impenetrables. Por
más que Rousseau organice los indicios que percibe, por más que
intente unirlos en una cadena coherente, siempre desemboca en las
mismas tinieblas.
«El mórbido universo del intérprete —destaca el doctor Hes-
nard— es un mundo de significados personales, un universo signifi­
cativo»"2, Y precisar «El enfermo percibe este significado personal
mucho antes de razonarlo». Este es el caso de Rousseau al final de

no Una tela de araña especulativa (speculative cobweb) dirá Coleridge a propósito


de Rousseau (The philasophical Lectures o f Samuel Taytor Coleridge, cd. Ktheen
Coburn, Londres. Routledge and Kegan Paul, 1949, p. 308).
i" «Phrascs écrites sur des caries á jouer», Revenes, ed. Marcel Raymond (Gi­
nebra, Droz, 1948), 173; véase O. C., I, 1170.
" 2 Dr. A. H esnard, L ’l/nivers morbide de la faute (París, P.U.F., 1949), 95-%.

200
su vida. La interpretación forma parte de la percepción misma: per­
cibir la realidad e interpretarla como signo de hostilidad son un solo
y mismo acto. De ahi la reacción instantánea de Jean-Jacques ante
la aparición del signo. Seguidamente interviene la larga cavilación
en la que se esforzará por establecer la concordancia que une los sig­
nos y que, tras su multiplicidad, revela la existencia de un plan, de
un sistema y de una liga universales. Siempre hay a partir de los sig­
nos instantáneos, una larga secuencia de razonamientos mediante
los cuales Rousseau se esfuerza por remontarse hasta una maquina­
ción coherente y permanente. Pero la coloración hostil surge desde
el primer momento, desde el instante de la percepción: este dato ini­
cial es, a la vez, decisivo e incompleto: el signo revela una inten­
ción, pero no esclarece ni sus causas ni sus orígenes. El signo revela
el mal, pero oculta su procedencia.
Por las Ensoñaciones y por los testigos de los últimos años de
Rousseau sabemos que es capaz de pasar, imprevisiblemente, del
humor más sombrío a una alegría casi infantil. En torno a Jean-
Jacques el mundo de la persecución sólo existe intermitentemente,
según las leyes de una extraña alternancia. ¿Pero cómo se produ­
ce el brusco paso de un estado a otro? Dejemos que Rousseau lo ex­
plique:
Demasiado afectado siempre por los objetos sensibles y, sobre
todo, por aquellos que llevan el sign o del placer o de la pena, de
la bondad o de la aversión, me dejo arrastrar por estas impresio­
nes externas sin que a menudo pueda sustraerme a ellas más que
por la huida. Un signo, un g esto , una m irada de un desconocido
bastan para alterar mis placeres o para calmar mis penas: sólo
me poseo cuando estoy solo, fuera de estos casos soy el juguete de
todos aquellos que me rodean"3.
Asi pues, los bruscos transtornos de la afectividad son respues­
tas a signos, manifiestan una obediencia inmediata y casi mecánica
al estimulo externo. Bastará con un signo y Jean-Jacques pasa no
solamente de un humor a otro, sino de un mundo a otro. Así, todo
oscila alrededor de un encuentro mudo. El signo ha hablado antes
de que el interlocutor se haya explicado: la palabra y el discurso se
esforzarán en vano por cambiar la convicción de Jean-Jacques, las
protestas no servirán de nada. Al pasar delante de la Escuela Mili­
tar, no dirige la palabra a los inválidos, pero se contenta con in­
terpretar los signos: el saludo que se le dirige, el ojo con el que se le
mira:

115 Réveries, noveno Paseo, O. C., I, 1094.

201
Uno de mis paseos favoritos era alrededor de la Escuela Mili­
tar y encontraba con gusto, aquí y allá, algunos inválidos que ha­
biendo conservado la antigua dignidad militar me saludaban al
pasar. Este saludo, que mi corazón les devolvía multiplicado por
cien, me agradaba y aumentaba el placer que tenia al verles. Co­
mo no sé ocultar nada de lo que me conmueve, hablaba a menudo
de los inválidos y del modo en que me afectaba su aspecto. No hi­
zo falta más. Al cabo de algún tiempo me di cuenta de que ya no
era un desconocido para ellos, o mejor aún, que lo era mucho
más, puesto que me veian con los mismos ojos con que lo hacia el
público. Ya no hubo más dignidad, ni más saludos. Un tono des­
aprobador, una mirada hosca habian sucedido a su primera corte­
sía. Como a diferencia de ios otros, la antigua franqueza de su
oficio no les dejaba cubrir su animosidad con una máscara burlo­
na y traicionera, me daban muestras del más violento odio con to­
da claridad...IIJ.

Jean-Jacques no precisa nada más para concluir que se le ha


dado instrucciones.
La mejoría se produce a veces gracias al encuentro con una cara
contenta o una expresión bondadosa. Pero la mayoría de las veces,
los signos benéficos ya no pertenecen a la categoría de los «signos
naturales»; Rousseau renuncia a buscar en los otros los signos que
anuncian la simpatia o el afecto: en lo que a esto se refiere, ya no
tiene esperanza y ya no quiere esperar nada más; «La liga es univer­
sal, sin excepción, irremisiblemente, y estoy seguro de que daré fin
a mis días en esta horrible proscripción sin comprender jamás su
misterio»115. Rousseau centra su atención en otros signos, acerca de
los cuales aún no hemos dicho nada hasta ahora.
Hay aún, en efecto, una última categoría de signos que no son
ni signos convencionales, ni signos naturales. La enciclopedia los
denomina signos accidentales: son «los objetos que algunas circuns­
tancias particulares han enlazado con algunas de nuestras ideas, de
forma que son capaces de despertarlas». (Enciclopedia, art. Signo).
Gracias al signo accidental, una felicidad pasada puede resucitar.
Jean-Jacques puede refugiarse en su memoria, gozar de la pura pre­
sencia del recuerdo ausentándose para el resto de los hombres. Pide
asilo a su pasado cuya llave mágica será el «signo accidental». El
signo accidental no anuncia una realidad exterior, sino que despier­
ta imágenes interiores.
De hecho, Jean-Jacques no habla del signo «accidental», sino

»•* Op. cit., 1095-10%.


u* Réveries, octavo Pasco, O. C., I, 1077.

202
más sugestivamente habla del signo memorativo, o de memorativo,
simplemente. La música actúa como memorativo: Rousseau men­
ciona, en el Diccionario de Música, este poder de reminiscencia a
propósito del ranz des vachesUi:
Estos efectos que no se producen en absoluto en los extranje­
ros, sólo provienen de la costumbre, de los recuerdos, de mil cir­
cunstancias que, recordadas por medio de esta música a aquellos
que la escuchan, y recordándoles su país, sus antiguos placeres, su
juventud y todas sus formas de vida, provocan en ellos un dolor
amargo por haber perdido todo esto. Entonces, la música no ac­
túa, precisamente, como música, sino como signo memorativo117.
Así, Jean-Jacques cantará para si mismo «con voz ya completa­
mente rota y temblorosa» las melodías que ha aprendido de su tia y
que un semiolvido hace que resulten aún más preciosas. ¿Y qué es
un herbolario sino un memorativo?
Para reconocer bien una planta hay que verla en los campos.
Los herbolarios sirven de m em o ra tivo para aquellas que ya se han
conocido...11819.
Se herboriza inútilmente en un herbolario si no se ha empeza­
do por herborizar en la tierra. Esta clase de colecciones sólo deben
servir de m em orativos ...IW.
Ahora bien, el herbolario no es solamente el memorativo de la
planta real. La flor seca es el «signo accidental» que hace que re­
aparezcan el paisaje, la jornada, la luz y la feliz soledad del paseo
en el que fue cortada. Es el signo que permite que la felicidad pasa­
da vuelva a convertirse en un sentimiento inmediato. Salvando del
olvido este fragmento del pasado, establece con anterioridad al mo­
mento presente una perspectiva de transparencia indestructible. En
la página del herbolario, la planta no sólo afirma su tipo sub specie
aeternitatis, sino también la permanente repetición de la hora, del
dia, de la circunstancia en la que Jean-Jacques la encontró. En un
mundo obsesivo es uno de los raros signos que no se transforma in­
mediatamente en obstáculo, sino que se convierte en la llave de un
espacio abierto, de un espacio interior en el que revive el espacio
acogedor de la naturaleza:

>16 Melodia pastoril suiza [N. del T.J.


■i? Dictionnaire de Musique, Musique, O. C. (Parts, Fume, 1835), III, 744.
Sobre la memoria y los «signos memorativos», hay que remitirse al ensayo que Geor-
ges Poulet consagra a Rousseau en Études sur te Temps Humain, Parte, Pión, 1950.
1,8 Lenres élémentaires sur la botanique, O. C., IV, 1191.
119 Letires sur la botanique, O. C. (Parte, Fume, 1835), III, 395-396.

203
Ya no volveré a ver esos bellos paisajes, esos bosques, esos la­
gos, esos bosquedllos, esas rocas, esas montañas cuyo aspecto
siempre ha conmovido mi corazón: pero ahora ya no puedo
correr por esas felices regiones, no tengo más que abrir mi herbo­
lario y en seguida él me transporta allí. Los trozos de las plantas
que corté alli bastan para recordarme todo ese magnifico espec­
táculo. Este herbolario es para mi un diario de herborizaciones
que hace que las vuelva a empezar con un nuevo encanto y produ­
ce el efecto de un instrumento óptico que los pintase de nuevo
ante mis ojos120.

Así pues, se diría que al lado de los signos que hacen de Rous­
seau un prisionero, hay otros que le abren posibilidades de evasión.
Para este solitario que ya no escucha las palabras de los hombres, el
universo se oscurece o se aclara mágicamente con el paso de los sig­
nos, como un paisaje en el que las nubes forman sombras intermi­
tentes. Asi el mundo posee una doble estructura; una red de signos
nefastos y una red de signos benéficos se manifiestan alternativa­
mente.
Pero es en la mirada de Jean-Jacques donde pasa la nube. Si hay
dos categorías de signos en el mundo, es porque hay dos actitudes
intepretativas en Rousseau, actitudes que, al aplicarse algunas veces
al mismo ser o al mismo objeto, les atribuyen alternativamente sig­
nificados diametralmente opuestos. Sin que nada haya cambiado en
el objeto mismo, se produce una metamorfosis que trastoca su men­
saje. Un signo fasto se ha convertido en nefasto por una sombra
que ha pasado por la mirada de Jean-Jacques.
He aqui una ilustración fascinante. Rousseau busca una persona
segura a quien entregar el manuscrito de los Diálogos. Por casua­
lidad, recibe la visita de un joven inglés que fue vecino suyo en
Wooton:

Actué como todos los desgraciados que creen ver en todo lo


que les ocurre una dirección expresa del destino. Me dije: he aqui
el depositario que la Providencia ha escogido para mi; es ella
quien me le envia... Todo esto me pareció tan claro, que creyendo
ver el dedo de Dios en esta ocasión fortuita, me apresuré a apro­
vecharla121.

Pero al reflexionar sobre lo oculto del signo providencial, se os­


curece. En el paso de Brooke Boothby, Rousseau ya no ve el dedo

t^o Réveries, séptimo Paseo, O. C., I, 1073.


tí* Dialogues, histoire du précédent écrit, O. C., I, 983.

204
de Dios sino los negros complots de sus enemigos. Tamo en un caso
como en otro es preciso que el extranjero haya sido conducido poi
una fuerza oculta. Su visita no tiene ningún sentido en si misma: es
signo de otra cosa; anuncia una intención trascendente. Y Rousseau
toma partido por lo peor: «¿Y podia yo ignorar que desde hacía
tiempo nadie se acerca a mi que no me haya sido enviado expresa­
mente, y que confiarme a las gentes que me rodean es entregarme a
mis enemigos?»122. Evidencia no menos clara de lo que habia sido
primeramente la misión providencial del visitante.
Rousseau cree que el signo habla; no sabe, ni quiere saber que es
él mismo quien ha decidido ya el significado. Releamos el episodio
de Mme. Basile. ¿Cuál es el verdadero significado de la «señal con
el dedo» de la mujer? En el relato citado por Bernardin, es el gesto
de una mujer ofendida; según las Confesiones, es una declaración
muda. Tanto en un texto como en otro, el signo tiene un valor indu­
dable, y su sentido es dado como cierto. Pero es Jean-Jacques quien
decide entre el sentido favorable y el desfavorable. El valor absolu­
to del signo no tiene su fuente en el objeto mismo, sino en un acto
de fe de Jean-Jacques, que desea vivir en el seno de un universo
fatídico. Si reconociese que es libre de interpretar los signos a su
modo, el mundo sería ambigilo a sus ojos: nunca encontraría en él
ni el bien absoluto ni el mal absoluto, sino la posibilidad del bien y
la posibilidad del mal. Ahora bien, Rousseau quiere el si o el no, el
todo o la nada. Quiere que los signos lleven un sentido irrevocable,
inapelable.
La autoridad que confiere a los signos le quita su propia liber­
tad. Siente un supremo reposo en confiarse a una decisión que pro­
viene completamente de una voluntad exterior, aunque esta volun­
tad sea perseguidora. Si la Providencia, si Dios ha dado a conocer
su decreto, no queda más que aceptarlo humildemente, o resistir in­
móvil; no se rebelará: «Su fuerza no reside en la acción, sino en la
•resistencia»,2J. Rousseau se encuentra entonces liberado del tormen­
to de la acción, de la elección que ha de hacer entre los posibles sen­
tidos que el mundo le propone. Vive su interpretación de los signos
como si no fuera obra suya, sino como si le fuese impuesta desde
fuera; a partir de ese momento, su responsabilidad es libre, ya no
tiene que preguntar más al mundo exterior, puede replegarse sobre
el sentimiento que provocan en él los signos aparecidos a su alre­
dedor.

Op. tít., 984.


Dialogues, II. O. C.. I. 818.
205
Qué revelador es ese momento en Les Charmettes en el que
Rousseau pregunta a los signos si será condenado o salvado:

Me dedicaba maquinalmente a lanzar piedras contra los tron­


cos de los árboles, y esto con mi habitual habilidad, es decir, sin
tocar casi ninguno. En medio de este delicioso ejercicio, pensé en
hacerme una especie de pronóstico para calmar mi inquietud. Me
dije: voy a lanzar esta piedra contra el árbol que está enfrente de
mí. Si le doy, señal d e salvación, si no le doy señal d e condena­
ción. Diciendo esto, lanzo la piedra con una mano temblorosa y
con una horrible palpitación en el corazón, pero tan felizmente
que va a dar justo en medio del árbol, lo que verdaderamente no
era difícil, pues había tenido el cuidado de escogerlo muy grueso y
muy próximo. Desde entonces no he tenido más dudas acerca de
mi salvación. Al acordarme de esto no sé si debo reir o llorar de
mí mismo124.

Como el acceso de locura ante el retraso en la impresión del


Emilio, Jean-Jacques critica aquí un conducta que adoptará más
tarde sin ninguna critica. Esta página es sintomática de su actitud
con respecto a los signos: espera una respuesta que pueda calmar su
inquietud. Y lo que calmará su inquietud no es que la respuesta sea
favorable, sino simplemente que haya respuesta decisiva. Está claro
que Jean-Jacques, al provocar el juicio de Dios, intenta transformar
un acto del que ha tomado la iniciativa en un signo que le anuncia­
rla una voluntad trascendente. Es su propio gesto, pero al punto es
el gesto de Dios el que habla, el que se apodera del gesto y el que
desposee de él a Jean-Jacques. La piedra que partió de su mano, a
tocar el árbol, es un signo que viene hacia Jean-Jacques; la direc­
ción se ha invertido, la mano ha olvidado que lanzó la piedra, y en
lo sucesivo es Dios quien lo ha hecho todo. «Los signos son, desde
el comienzo de los tiempos, la lengua de los dioses», escribe Hól-
derlin en su oda a Rousseau. Sí, Jean-Jacques quiere escuchar la
. lengua de los dioses. Y si los dioses se callan, está dispuesto a pro­
vocarlos, a pedirles la respuesta que calmará su inquietud: estás sal­
vado, estás condenado. ¿Pero quién habla? No es Dios, es el eco de
Jean-Jacques, erigido en absoluto.
¿No se encuentra condenado a padecer la ausencia de comunica­
ción por haber querido más que la comunicación humana conven­
cional? ¿No se convierte en el prisionero de una red de signos que
en vez de anunciarle el mundo, en vez de revelarle el alma de los
otros, le remiten a su propia angustia, o le vuelven a conducir a su
i24 Confessions, lib. VI, O. C., I, 243.

206
propio pasado? En efecto, tal parece haber sido para Rousseau el
poder de los signos: en vez de darle acceso al mundo, han sido (co
mo para Narciso la superficie del espejo) el instrumento por el que
el yo se convierte mágicamente en el esclavo de su propio reflejo.

L a c o m u n ic a c ió n a m o r o s a

En Jean-Jacques la experiencia sexual permaneció mucho tiem­


po al margen del problema de la comunicación. Si hay que dar cré­
dito a las Confesiones, el deseo se manifestó primero como una in­
quietud sin objeto, incapaz de apetecer una realidad precisa y de
buscar su posesión. Es una efervescencia, un ardor que no ansia de­
masiadas cosas fuera de si mismo. El deseo ni siquiera se conoce co­
mo deseo, sino como turbación. Es una oscura anticipación. Todo
le irrita y le «inflama», nada le satisface, pues todavía no existe la
demanda de una satisfacción determinada. Durante bastante tiem­
po, según parece, el objeto del deseo permaneció confundido con la
embriaguez del deseo. A la vez que presiente alegrías desconocidas,
Jean-Jacques se contenta con el placer inquieto de permanecer en
estado de deseo, con una emoción sensual perfectamente ciega, a la
que ni responde ni corresponde ningún objeto externo.
Pero muy pronto se dará «compañías imaginarias», inventará
seres conformes a sus sentimientos, soñará situaciones enternecedo-
ras: asi, revive las novelas con las que pasaba las noches de su in­
fancia... Está dispuesto a contentarse con ello: le importa poco el
que todas esas conversaciones se hagan a sus expensas. En este te­
rreno la ilusión vale más que la realidad, y como la presencia de un
ser deseable no es, aquí, más que una «causa ocasional», es prefe­
rible confiar este papel a criaturas imaginarias que saben desapare­
cer mejor en el momento deseado y dejan a Jean-Jacques gozar en
si mismo enternecimientos preciadísimos. En las personas reales,
siempre hay demasiada opacidad, demasiada pesadez, demasiados
comportamientos imprevisibles, que hay que obviar y con los que
Rousseau no sabe qué hacer. Por lo demás, cuando se encuentra en
presencia de una persona que le emociona, el sentimiento le inunda
inmediatamente y, entonces, ya no tiene bastante lucidez ni energía
para emprender una conquista amorosa; permanece torpe y temblo­
roso y al menos que encuentre su felicidad en una entrevista si­
lenciosa, a menos que se contente con la emoción «veloz como el
rayo» que provoca la simple presencia del ser amado, la posesión se
le escapa y entonces el amor de las personas reales lleva menos lejos
207
que el amor de las quimeras. ¡Cuán preferibles son las visiones en
las que se le ofrecen criaturas perfectas! ¿Acaso la alegría que expe­
rimenta con ello no es tan real como la que siente en presencia de
un ser de carne y hueso? Si el mundo del ensueño es para Rousseau
un mundo ideal, no es sólo en razón de la belleza y de la perfección
de los sentidos que hace vivir allí, sino también, en gran medida, a
causa de la facilidad instantánea, de la ausencia de obstáculos:
Jean-Jacques puede permanecer inmóvil, todo se le ofrece, riada tie­
ne que conquistarse con gran esfuerzo personal. Pues, en su forma
imaginaria, la conquista amorosa, las desgracias, las separaciones y
los retornos no son más que imágenes ofrecidas y dones milagrosos.
Por lo demás, las satisfacciones con las que sueña no son solamen­
te posesiones, son también los rechazos y los sacrificios, pues nada
es más delicioso que la emoción de un corazón que renuncia en fa­
vor de la virtud y la frustración imaginaria que puede hacer derra­
mar dulcísimas lágrimas. En esos sueños diurnos llegará a ocurrir
que Rousseau ve cómo se arrojan en sus brazos esas dos «encanta­
doras primas» (y con ellas la imagen de Mlle. de Graffenried y de
Mlle. Galley), pero sabrá alejarse virtuosamente tanto de una co­
mo de la otra...
Lo que hace que el ensueño sea delicioso es que en él todo viene
dado: en él todos los actos son representados por la imaginación,
apoyados por su inexistencia, siendo el único residuo real el senti­
miento que perturba el alma de Jean-Jacques. No hay ninguna
acción efectiva; no tiene más que acoger su ensueño y se sueña aco­
gido por una «sociedad intima». Acoger y ser acogido: una equiva­
lencia y una reversibilidad unen estas dos situaciones: las cosas y los
seres vienen a Jean-Jacques sin que tenga que conquistarlos. (Como
ya hemos visto, lo que prefiere Rousseau es ser acogido.) Original­
mente se piensa y se siente como un ser excluido, privado de la ter­
nura maternal, errando fuera de los muros, y espera que las prin­
cesas le reciban, ofreciéndole además su intimidad, su mundo, su
morada y su lecho. En realidad, esta necesidad de repliegue en una
intimidad que le es ofrecida, es la consecuencia de otro movimiento
en el que la participación de lo imaginario no es menos importante,
movimiento por el que Jean-Jacques hizo primero de él mismo un
excluido, un exiliado, un ser errante. Vemos que se alternan dos im­
pulsos, uno por el que Jean-Jacques se lanza «al vasto espacio del
mundo» m , otro por el que implora la acogida quejumbrosamente,
el calor consolador, el castigo y el perdón por sus errores de hijo
pródigo.
125 Confessions, lib. II, O. C., I, 45.

208
As! pues, Jean-Jacques esperaba que Mme. de Warens o Mine,
de Larnage hubiesen tomado la iniciativa, hubiesen dado los prime
ros pasos decisivos: se deja conquistar como lo haría una mujer:

Nunca... he sido capaz de hacer una proposición lasciva sin


que aquella a quien yo se la hacía no me haya obligado a hacerla
en alguna forma por medio de sus iniciativas...126.

Pero no necesitaba tanto: ya era feliz en presencia de «mamá»


antes de que ésta hubiese soñado en entregarse a él. Antes de la po­
sesión sexual, Jean-Jacques gozaba de una plenitud perfectamente
suficiente:

A su lado no tenia ni arrebatos ni deseos: tenia una tranquili­


dad encantadora, gozando sin saber de qué127.

Por otra parte, está dispuesto a contentarse con satisfacciones


simbólicas (alguna de ellas de tipo «oral»):

Cuántas veces besé mi cama pensando que ella se había acosta­


do allí, y las cortinas y todos los muebles de mi habitación pen­
sando que le pertenecían, que su hermosa mano los había tocado,
y hasta el suelo sobre el que me prosternaba pensando que ella
había andado por él. Algunas veces, incluso en su presencia, se
me escapaban extravagancias que parecía que sólo podían estar
inspiradas por el amor más apasionado. Estando un día sentados
a la mesa en el momento en que ella se había llevado a la boca un
trozo de comida digo que veo un pelo en él: arroja el trozo a su
plato, me apodero de él y me lo trago. En una palabra, entre el
amante más apasionado y yo no había más que una única diferen­
cia, aunque esencial, y que hace que mi estado sea casi inconce­
bible para la razón124l2S.

Pero una vez convertido en el amante de Mme. de Warens,


Jean-Jacques se lanza inmediatamente más allá del amor carnal. Lo
que cuenta en su amor no es el trato de los sentidos, sino algo muy
semejante a la felicidad que antes experimentaba: su «posesión úni­
ca» no es en modo alguno «la del amor, sino una posesión más
esencial, que, sin limitarse a los sentidos, al sexo, la edad y el aspec­
to, se apoyaba en todo aquello por lo que se es uno mismo, y que

124 Confessions, lib. III, O. C., 1, 88.


i» Op. cit., 107.
«* Op. cit., 108.

209
no se puede perder más que dejando de existir»l29130. Posesión inme­
diata que une a los seres sin pasar por los sentidos y los cuerpos.

El e x h ib ic io n is m o

Nada es tan revelador como ciertas formas extremas del com­


portamiento de Rousseau. A ojos de una critica que tiene la preten­
sión de alcanzar si no la totalidad de una obra y de un escritor, al
menos si los principios que hacen inteligible el conjunto, las anoma­
lías sexuales de Rousseau, consignadas en la obra misma, contri­
buyen al sentido de la totalidad con el mismo derecho que las ar­
gumentaciones del pensamiento teórico. Al igual que no se trata de
reducir la ideología de Rousseau a sus bases sentimentales, no es
posible limitar la vida «intima» a una pura anécdota: lo vivido,
explícitamente retomado en la obra, no puede quedar para nosotros
como un dato marginal. El exhibicionismo fue una fase aberrante
del comportamiento sexual de Jean-Jacques, pero, en su forma
transpuesta, está en el principio mismo de una obra como las Con­
fesiones. Ciertamente, nada autoriza una interpretación regresiva
(como el psicoanálisis corriente acostumbra a hacer) que llevaría a
las Confesiones a no ser más que una variante más o menos subli­
mada del exhibicionismo juvenil de Jean-Jacques. A este método re­
gresivo preferimos una interpretación «prospectiva» que intente
descubrir, en el acontecimiento o en la actitud cronológicamente an­
teriores, intenciones, elecciones y deseos cuyo sentido supere la cir­
cunstancia que los ha puesto de manifiesto por primera vez. Aun en
el caso de que no se sepa previamente que el exhibicionismo de
Jean-Jacques en los «sombríos paseos» y los «reductos escondidos»
de Turín prefigura ya la lectura pública de las Cohesiones, un aná­
lisis de su comportamiento sexual quedarla incompleto si no llevase
a la puesta en evidencia a un cierto tipo de «relación con el mundo»
que conducirá a la narración autobiográfica. El comportamiento
erótico no es un dato fragmentario, es una manifestación del indivi­
duo entero, y es asi como debe ser analizadal}0. Ya sea para despre­
ciarlo o para hacer de él un tema de estudio privilegiado, no se
puede limitar al exhibicionismo a la «esfera» sexual: en él se mani­
fiesta la personalidad entera, así como algunas de sus «elecciones
existenciales» fundamentales. Asi pues, en vez de reducir la obra li­

129 Confessions, lib, V, O. C., I, 222.


130 Cfr. Maurice Merleau-Ponty, Phénoménologie de la perception (París,
Gallimard, 1945), 11 parte, cap. V: «el cuerpo como ser sexuado».

210
teraria a no ser más que el disfraz de una tendencia infantil, el ana
lisis se esforzará por descubrir en los primeros aspectos de su vio.,
afectiva lo que les obliga a alcanzar la forma literaria, el pensamicn
to y el arte.
Si, es cierto que todo parece comenzar por la privación del amor
maternal. «Le costé la vida a mi madre, y mi nacimiento fue la pri­
mera de mis desdichas»131. Se ha dicho todo, o casi todo, sobre este
nacimiento que posiblemente dio a Jean-Jacques el sentimiento del
pecado de existir. A partir de ahí se pueden dar una serie de explica­
ciones que se ajustan bien (e incluso demasiado bien). ¿El maso­
quismo? Una necesidad de pagar la culpa de haber nacido. ¿Mme.
de Warens? El evidente deseo del seno materno. ¿Las relaciones en
triángulo? La búsqueda simbólica del perdón y de la protección pa­
terna. ¿La pasividad y el narcisismo? Consecuencias de una culpa­
bilidad que impide a Jean-Jacques buscar satisfacciones «norma­
les», es decir, situarse ante las mujeres como rival del padre. ¿El
sentimiento de la existencia, los éxtasis y el apetito por lo inme­
diato? Un regreso al vientre original, en una Naturaleza tranquiliza­
dora. ¿Y esta gula por los productos lácteos?132. Desde luego, el
sentido de todo esto es excesivamente claro...
Pero explicar una conducta por sus fines secretos o por sus pri­
meros pretextos no es aún comprender toda esta conducta. Tampo­
co basta con mostrar que la conciencia se orienta hacia fines simbó­
licos, por los que se sustituye el primer objeto de su deseo. Hay que
buscar lo esencial alli donde lo interior se une con lo exterior: en la
manera en que una conciencia se relaciona con sus fines, en la es­
tructura propia de esa relación. Solamente entonces nos acercamos
a la realidad de un pensamiento y de una experiencia vivida. Admi­
tir la omnipotencia de un complejo (en este caso el de Edipo) que
orientaría todos los aspectos de la personalidad, es aceptar una con­
cepción bastante pobre de la causalidad psicológica. A menudo se
recurre al complejo como si estuviese dotado de una energía autó­
noma y distinta, cuando la vida psíquica real es desde el comienzo
una actividad de la persona en contacto con el «medio» que le ro­
dea. El momento capital de un comportamiento no reside ni en sus

131 Confesions. lib. I, O. C., I, 7.


132 Los productos lácteos son un tema favorito del ensueño erótico de Jean-Jac­
ques. Camino de Turin imagina «frutos deliciosos en los árboles y bajo su sombra
voluptuosos encuentros, en las montañas cubas de ¡eche y de nata». Y no olvidemos
esa curiosa escena del Pequeño Saboyano, al estilo de las viejas pastorelas, en la que
la bella campesina defiende su honor tirándole un vaso de leche al joven señor excesi­
vamente emprendedor. Éste, «inundado e incluso herido, no hizo sino animarse
más». ¡Q ué ganga para el aficionado a los símbolos!

211
móviles inconscientes ni en sus intenciones conscientes, sino en el
punto en que una acción pone en funcionamiento, conjuntamente,
los móviles y las intenciones; en otras palabras, en el punto en que
el hombre emprende una aventura en la que deberá inventar las for­
mas de su deseo. En el caso de Rousseau, una perspectiva semejante
nos obliga a tener en cuenta no sólo lo que desea (consciente o sim­
bólicamente), sino todo el modo en que se dirige hacia la satisfac­
ción deseada, su «estilo de acercamiento»...
Rousseau da mil ejemplos de cambios instantáneos. En las Con­
fesiones encontramos yuxtapuestos momentos tan opuestos que pa­
recen corresponder a personalidades distintas. Y lo que en ciertas
circunstancias llama la atención por encima de todo el olvido apa­
rente del episodio inmediatamente anterior, cuya importancia pa­
recía capital y que repentinamente parece que ya no cuenta para
nada. El paso del segundo libro de las Confesiones al tercero es un
testimonio bastante sorprendente. El segundo libro concluye con el
asunto de la cinta robada y con la falsa denuncia por la que Jean-
Jacques hace que despidan a la pobre Marión, y Rousseau nos ase­
gura que este «crimen» le dejó una «impresión terrible» para el
resto de su vida. Pero el tercer libro comienza en la página siguien­
te, en la que Jean-Jacques describe sus sentimientos en las semanas
siguientes al «crimen»: no encontraremos en ellas el más mínimo
eco del episodio precedente, nada que mantenga una relación conse­
cuente con lo anterior. Parece como si Jean-Jacques hubiese «bebi­
do el agua del olvido», rechazando pertenecer a su pasado, para
entregarse por completo a su deseo presente:
Estaba inquieto, distraído, soñador; lloraba, suspiraba, desea­
ba una felicidad de la que nada sabia, y cuya privación sentía a
pesar de todo. Este estado no puede describirse, e incluso pocos
hombres pueden imaginarlo, porque la mayoría han evitado esta
plenitud de vida, a la vez atormentadora y deliciosa, que, en la
embriaguez del deseo, da un sabor anticipado del goce. Mi sangre
encendida llenaba incesantemente mi cabeza de muchachas y de
mujeres: pero, al no adivinar su utilización, las empleaba extraña­
mente con la imaginación en mis fantasías sin saber hacer nada
más con ellas133.
Ahora bien, estas fantasías describen el trato infligido por Mlle.
Lambercier, agresión ambivalente que es a la vez castigo y satisfac­
ción erótica. Nos podemos preguntar si la imaginación del castigo
no es, en cierta medida, una respuesta «inconsciente» a la culpa co-

IU Confessions, lib. III, O. C., I, 88.

212
metida contra Marión. Por otro lado, la culpa era también un acto
ambivalente: al denunciar a Marión le probaba su amor y casi le
hacia una declaración: «Cuando acusaba a esta desgraciada mucha­
cha, es curioso pero lo cierto es que mi amistad hacia ella fue la
causa. Estaba presente en mi pensamiento, me justifiqué con el pri­
mer objeto que encontré. Le acusé de haber hecho lo que yo quería
hacer y de haberme dado la cinta porque mi tentación era dárse­
la»134. Percibimos aqui una relación secreta entre unos momentos
que no están unidos por ninguna continuidad explícita. Por muy
abrupta que sea la ruptura entre la narración del «crimen» y el rela­
to de la obsesión erótica, por mucho que parezca que ia única simi­
litud aparente entre los dos pasajes es la presencia de ia palabra cu­
rioso, descubrimos en los ensueños masoquistas de Jean-Jacques
todo lo que reviste el sentido de una reacción a la situación sádica
que les ha precedido. La efervescencia de la libido es una reacción
ante la muerte de Mlle. de Vercellis, y por lo que se refiere a las fan­
tasías punitivas que ponen en escena unas muchachas muy decididas
a azotar a Jean-Jacques, es lo mismo que decir que ponen en escena
a una Marion-Lambercier que toma venganza voluptuosamente:
reaccción perversa y «moral», a la vez, que compensa la falta me­
diante el castigo imaginario, y que completa la declaración de amor
sádico mediante el consentimiento de un compañero que castiga.
Aqui comienza el episodio del exhibicionismo. Jean-Jacques
querría pasar del sueño a la realidad y recibir el tratamiento que ha
imaginado en sus fantasías. Pero no sabe ni quiere franquear la dis­
tancia que le separa de las mujeres reales. No se atreve a pedir lo
que desea. ¿Y cómo podría pedirlo sin comprometer la posibilidad
de la satisfacción? Pues lo que desea es precisamente que las muje­
res tomen la iniciativa a su respecto. La situación más deseable para
Jean-Jacques es aquella en la que pudiese quedar inmóvil y en el
que la mujer viniese hacia él para pegarle y remitirle a la sensación
deliciosamente humillada de su propio cuerpo. Por vergüenza,
Jean-Jacques no puede nombrar lo que querría experimentar: sólo
intentará provocar el «trato deseado» sin pronunciar una sola pa­
labra y sin formular su deseo. Se contentará con «exponerse ante
las personas de ese sexo en el estado en el que habría querido poder
estar junto a ellas»l3S. La satisfacción que espera Rousseau no con­
siste en modo alguno en el acto de exhibición, sino en el voluptuoso
castigo que debería seguirle. El exhibicionismo no es más que la for­
ma silenciosa de una solicitud que Jean-Jacques tiene vergüenza de13
Confessions. !ib. II. O. C„ I, 86.
133 Confessions, lib. III, O. C., 1, 89.

213
enunciar en términos explícitos. ¡Es una modalidad patológica del
recurso a los signos! Todo lo que Jean-Jacques sabe hacer para al­
canzar la felicidad deseada es ofrecerse en silencio. Su papel se de­
tiene ahí, no sabe emprender nada más allá: el resto debe venir del
exterior. El único gesto de que Rousseau es capaz se detiene en él
mismo:

Desde allí no había más que un paso que dar para sentir el tra­
to deseado136.

A través del relato burlón de las Confesiones, todo esto parece


bastante irrisorio. Sin embargo, la confesión es aquí de una especial
importancia. Pone de manifiesto una tendencia que, aunque ya nos
la hayamos encontrado anteriormente, nunca se nos había apareci­
do tan claramente: el recurso a la eficacia mágica de la presencia.
Jean-Jacques cree que le basta con «exponerse» para ejercer una
fascinación a su alrededor. Y con este fin recurre al poder de fasci­
nación de la «ridicula» desnudez. Repitámoslo, Rousseau busca un
fin totalmente distinto que el placer de mostrarse. El exhibicionismo
no es para él nada más que un medio: más concretamente, es el úni­
co medio del que sea capaz Rousseau, y es el caso que este medio
consiste en un rechazo de todos los medios «normales», en un re­
curso a la seducción inmediata. Sin duda, existe en Rousseau una
voluntad de actuar sobre los otros, pero en su voluntad de acción es
incapaz de salir de si mismo: el exhibicionismo representa el limite
extremo de una acción que se dirige hacia fuera sin consentir, sin
embargo, en introducirse agresivamente entre los obstáculos del
mundo exterior. Se trata, sin duda, de llegar hasta los otros, pues
sin abandonarse a si mismo, contentándose con ser uno mismo y
con mostrarse tal como se es. Sólo entonces puede franquear un po­
der mágico la distancia que se niega a atravesar mediante una
acción real sobre el mundo y sobre los otros.
Pero esta tentativa es un fracaso: no es tan fácil provocar el
«trato deseado», ni siquiera atraer la atención. El fracaso remite
a Jean-Jacques a sí mismo y a la conciencia de su soledad. (Momen­
to propicio para las lecciones del Vicario saboyano o de M. Gaime.)
Narciso descubre entonces su propia imagen y la prefiere. Se en­
cierra de nuevo en el ensueño, pero en un sueño que sabe que en lo
sucesivo no puede hacer pasar sencillamente de lo imaginario a lo
real. Queda la posibilidad de adherirse a lo imaginario, de sumirse

u * Ibidem.
en ello sin reservas. «Tomé la decisión de escribir y esconderme.»
En el plano erótico, Jean-Jacques adopta la misma decisión:

Recuerdo que una vez Mme. de Luxembourg me hablaba con


burla de un hombre que abandonaba a su amante para escribirle.
Le dije bien podria haber sido yo ese hombre, y habría podido
añadir que ya lo habla sido en alguna ocasión,}7.
Escribirle. Esto quiere decir separarse de la persona amada (o
deseada) con el fin de conversar con su imagen, y consigo mismo,
pero esto quiere decir también: conversar consigo mismo con el fin
de entregarse al amor con las palabras, con las frases y con imáge­
nes que posiblemente sabrán ejercer una fascinación mayor de lo
que lo había hecho la simple presencia física.
Observemos algo ambiguo en este repliegue hacia lo imaginario
y hacia la intimidad del yo. Para Jean-Jacques es, por una parte, un
regreso a la independencia total y a la perfecta suficiencia del senti­
miento inmediato. Pero, para nosotros, hay aqui, objetivamente,
un rodeo con el fin de captar las miradas a través de medios que la
presencia física no poseía por si sola. Al recurrir al lenguaje, el
alma única de Jean-Jacques recurre a la mediación de lo universal
para manifestarse mejor en su singularidad y en su hostilidad hacia
el resto del mundo. Jean-Jacques utiliza de hecho la mediación sin
dejar de creer que sigue fiel a lo inmediato.
Éste parece ser el proyecto de Jean-Jacques: hacerse atractivo a
través de una exaltación en la que el yo no abandona su sueAo ni
sus ficciones. Seducir, pero sin desprenderse de si mismo, sin que el
deseo tenga que sacrificar su embriaguez inmediata. Obtener la
atención, la simpatía y la pasión de los otros, pero sin hacer nada
más que abandonarse a la seducción de sus queridas ensoñaciones.
De este modo será un seductor seducido; seductor porque es seduci­
do; fascinando al auditorio porque su mirada se ha vuelto hacia la
fascinación de un espectáculo interior.
El doble juego es evidente: cuando Rousseau se expone a las mi­
radas de los otros, leemos claramente en su gesto la intención de
provocar la respuesta que necesita; pero provoca esta respuesta
como si no hubiese hecho nada para que se produzca, como si no la
hubiese deseado ni buscado, y como si surgiese espontáneamente
por un extraño capricho del azar. Algunas veces simulará extrañar­
se. No ha hecho más que expresarse en voz alta, para responder a la
llamada interior del deber (o de la verdad, o del placer) y he aqui

»» Con/essions. lib. V. O. C.. I. 181.

215
que se empeñan en contradecirle o en mimarle: no se preocupa por
ello, no ha merecido semejante honor, sólo habla querido ser él
mismo... La inmediatez de la vida interior es su coartada y su asilo,
pero es también el medio de eximirse de los medios por los que hay
que pasar normalmente para alcanzar a los demás. Jean-Jacques es­
pera hacerse amar en su interioridad, quiere atraer la solicitud amo­
rosa y la tierna abnegación. Se dirá —y se ha dicho— que esto en­
cierra hipocresía y mala fe, Rousseau no afronta los riesgos y el es­
fuerzo de superación que exige una comunicación auténtica con el
prójimo, y de este modo pierde la verdad de su contacto con el otro.
Pero pierde también la verdad de su sentimiento, puesto que no tie­
ne sentimiento alguno que, abierta o secretamente, no esté desti­
nado a ser manifestado ante testigos: es inocente, es sincero, está re­
signado, está abrumado ante los ojos de Europa entera. Por no ha­
ber querido realizar las iniciativas decisivas de la acción mediadora,
por no haberse comprometido francamente con el duro universo de
ios medios, Jean-Jacques pierde, a la vez, la pureza del sentimiento
inmediato y la posibilidad de la comunicación concreta con ios
otros. Esta doble pérdida le define como un escritor.
Si crea libros y óperas es sólo para consolarse, para conversar
con sus quimeras. Pero cuenta con que esta actividad que le encie­
rra en si mismo le valdrá la admiración emocionada de sus con­
temporáneos. Sumido en sus ensoñaciones, y sin que aparentemente
haga nada por atravesar la distancia, consigue lo que desea: que los
otros dirijan sus miradas sobre él, que vengan hasta él turbados y
confundidos. No ha buscado puramente el arte, pues ha soñado de­
masiado con el efecto que ejercerla sobre las almas sensibles. Pero,
por otra parte, no ha tenido que franquear el verdadero camino que
conduce hasta los corazones, no ha tenido que soportar y atravesar
los mortales espacios intermedios, pues no se ha preocupado por es­
tablecer y por mantener vínculos reales con los demás.
Asi se constituye una magia de la representación cuyo efecto
será poderoso de modo bien diferente a como lo es la magia de la
presencia con la que Jean-Jacques habia contado primero. Ha escri­
to El Adivino y La Nueva Eloísa, se ha embelesado con sus propias
visiones, con su propia música, y he aqui que de un modo imprevis­
to y deseado se dirigen a él las miradas cargadas con «deliciosas lá­
grimas» que recogerá ávidamente. Jean-Jacques se siente presente
en una imagen que le representa y que fascina a las oyentes: lo más
preciado de su gloria, en el momento en que tiene éxito El Adivino,
es una satisfacción amorosa cuya naturaleza no es muy diferente de
la que él esperaba, a los dieciséis años, al exhibirse en los paseos y
los «reductos» de Turín. Jean-Jacques se muestra, pero esta vez se
216
muestra en su obra (que es el sueño de su alma inocente y tierna);
puede permanecer inmóvil, le basta con tener «la audacia de es
perar»: la satisfacción amorosa viene hasta él. En vez de recibir un
voluptuoso castigo, es él el que hace que broten lágrimas y suspiros.
El masoquismo de la azotaina se ha convertido en el dulce sadismo
de una ternura pastoril:

Sentí que todo el espectáculo se extasiaba en una embriaguez


que mi cabeza no soportaba...138. En seguida me entregué plena­
mente y sin discriminación al placer de saborear mi gloria. Sin em­
bargo, estoy seguro de que en este momento la voluptuosidad se­
xual tenia ihás importancia que la vanidad de autor, y con toda
seguridad, si no hubiese habido alli más que hombres, no me ha­
bría sentido devorado, como lo estaba sin cesar, por el deseo de
recoger con mis labios las deliciosas lágrimas que hacia correr139.

Es un regreso milagroso. Jean-Jacques había fracasado cuando


se presentó por primera vez; ahora, triunfa en el momento en el que
se representa.
Desde luego, Rousseau sabe perfectamente que una ópera sólo
imita los sentimientos de la forma menos inmediata. No dejará de
decirlo en el Diccionario de Música:
Para agradar constantemente y prevenir el aburrimiento la
música debe elevarse al rango de las artes imitativas, pero su imi­
tación no siempre es inmediata, como la de la poesía y la de la
pintura; la palabra es el medio por el que la música determina las
más de las veces el objeto cuya imagen nos ofrece, y es por medio
de los emotivos sonidos de la voz humana por lo que esta imagen
despierta en el fondo del corazón los sentimientos que debe pro­
ducir en él140.

Pero el placer que experimenta Rousseau en el momento del éxi­


to de El Adivino ya no pasa por las palabras ni los sonidos de la
obra que ha compuesto. Se ha producido un acontecimiento erótico
en el que los propios cuerpos ya no cuentan. La felicidad reside en
una comunicación a distancia. Aunque las miradas de las especta­
doras están dirigidas al escenario, Jean-Jacques se siente dueño de
los corazones. Estas mujeres que lloran enternecidas le pertenecen;
no deseaba poseer sus cuerpos, sino su emoción, y ahora sabe que

13» Armales J.-J. Rousseau, IV (1908, 228; véase O. C., 1, 1164).


U» Confessions. lib. VIII, O. C., I, 379.
140 Diciionnaire de Musique, O. C. (París, Furne, 1835), III, 810-811.

217
sus lágrimas le pertenecen. Este goce, obtenido de modo tan indi­
recto, es, sin embargo, un placer inmediato que anula la pesada
opacidad de los cuerpos: en ese contacto sólo se tocan las almas.
Rousseau es el Dionisos que dispensa una embriaguez de amor vir­
tuoso y de perdición involuntaria; tiene a sus ménades a su alrede­
dor. Se apasionan para él, y por él. Su poder coincide por fin con
su presencia porque ha sabido hacerse infinitamente ausente en una
música que canta la seducción de la ausencia y la felicidad del re­
greso.
Pero, para Rousseau, la embriaguez lírica no es el único medio
de reconquistar la posibilidad de una presencia seductora. Se le
ofrecen otras vias. En particular el recurso a la superioridad reflexi­
va, la pretensión del heroísmo virtuoso. No veamos en ello, sola­
mente, la superación —la sublimación— que hace triunfar a la mo­
ral: esta conducta tiene como efecto el reforzar el prestigio de la
presencia a fin de obtener satisfacciones amorosas bastante sin­
gulares.

El preceptor

Se ha pretendido (concretamente ésta es la tesis de René Lafor-


gue) que el amor a tres es en Rousseau una ocasión para revivir la
situación del hijo culpable, que intenta volver a encontrar la intimi­
dad perdida. Pero hay que añadir que Rousseau se esfuerza, casi
instantáneamente, por superar la dependencia y la inferioridad que
le impone su status de intruso: procura asignarse la función del pre­
ceptor, es decir, del Señor, único poseedor de la ciencia de la felici­
dad. Asi, Jean-Jacques se erigirá en mentor protector, deseoso de
unir más a Sophie d’Houdetot y Saint-Lambert. Escribirá a Sophie
las Cartas Morales para enseñarle el amor-virtud y el amor-sabidu-
ría. Lo que le queda entonces a Jean-Jacques es el placer de ser
aquél por el que pasa el arrebato de los amantes. Es el mediador sin
dejar el sentimiento inmediato de su propia bondad. En apariencia
no quiere poseer nada que sea exterior a él mismo. Le basta con que
los amantes tengan necesidad de él para encontrarse. No es ni el
amante ni el amado: es el encuentro de los que se aman, el «medio»
en el que sus almas entran en contacto. Asi, en el Emilio, el precep­
tor une las manos de los jóvenes esposos:

¡Cuántas veces contemplando en ellos mi obra me siento


poseído por un éxtasis que hace palpitar mi corazón! ¡Cuántas ve­
ces uno sus manos a las mias bendiciendo a la Providencia y lan­
218
zando ardientes suspiros! ¡Cuántos besos dirijo a esas dos nuiiim
que se estrechan! ¡Con cuántas lágrimas de alegría sienten que yo
se las riego! Ellos se enternecen, a su vez, compartiendo mis arre
batos141.
Extraño goce que quiere ser el reflejo de la alegría de los aman­
tes, pero que vive esta alegría como su obra. El preceptor reivindica
su lugar a la vez en el centro del delirio amoroso y fuera de él. En­
tonces posee, simultáneamente, la embriaguez del contacto y la li­
bertad de un perfecto desprendimiento. Goza y renuncia. Se aban­
dona a la sensación, pero retrocede instantáneamente y se entrega a
la reflexión.
En Rousseau, el amor a tres implica siempre una embriaguez y
una reinversión reflexiva. El héroe de Rousseau es a la vez maestro
de sabiduría y seductor. Turba a las almas y las educa (las perturba
al educarlas). Le preocupa menos poseer sus cuerpos que fascinar
sus almas y convertirse en el confidente de las concienciasl42.
Rousseau despliega asi una magia seductora que no se compro­
mete en el acto amoroso. A menudo esta magia no puede separarse
de la exaltación virtuosa; se refuerza mutuamente, y crean un equi­
voco que se comprende que haya podido parecer impuro. El propio
Milord Bomston, «amado por dos amantes», oscila entre la locura
pasional y la tranquila razón: pone «furiosa» a una ardiente mar­
quesa y, al mismo tiempo, enseña el arrepentimiento y la virtud a
una cortesana romana. Esto le basta: no poseerá a ninguna de las
dos. En lo sucesivo puede amarse a si mismo con un amor narcisista
y admirarse sin reservas:

Su virtud le daba en él mismo un goce más dulce que el de la


belleza, y que no se agota como ésta. Más feliz por los placeres de
que se privaba de lo que lo es el voluptuoso con aquellos de los
que goza, amó durante más tiempo, siguió siendo libre y gozó me­
jor de la vida, que aquellos que la gastan.

Una doble influencia amorosa se ha convertido en el pretexto de


un doble rechazo: Milord Edouard Bomston domina a dos mujeres
que le desean, pero se mantiene fuera de su alcance. Estas deseables
mujeres a las que renuncia le devuelven su propia imagen purificada
por el rechazo. Los amores de Milord Bomston se «reflejan» final­
mente sobre él mismo, y la aventura amorosa conduce a una recon-

141 Émite. lib. V, O. C.. IV, 876.


142 El lector se remitirá también a la tentativa pedagógica de educar Vintzenried
(Confessions, lib. VI, O. C.. I, 264-265).

219
quista de la integridad del yo, después de la tormenta interior y el
tumulto de la pasión. Ni siquiera se puede decir que todo vuelve al
sentimiento interior, puesto que nada abandonó nunca el dominio
del sentimiento. Como en la escena en la que el preceptor une las
manos de Émile y de Sophie, la sabiduría reflexiva apela a la com­
plicidad de la embriaguez sensual para gozar de ella y para separar­
se de ella inmediatamente, en nombre de una libertad superior.
Connivencia bastante turbia pero que representa, a su modo, una
reconciliación de lo mediato y de lo inmediato, de la reflexión y de
la sensación.
En tal caso, el hombre de la reflexión capta su felicidad en un
terreno al que aparentemente ha renunciado; desvía en su propio
provecho el beneficio de la alegría o del dolor sensuales que ha pro­
vocado en otro y de los que no quiere depender. Sin dejar de creer
que preserva la pureza de la distancia que ha tomado con respecto a
la sensación, se vuelve a convertir por un momento en un alma sen­
sible con el fin de apoderarse furtivamente de una emoción de la
que gozará en soledad.
Mientras que Émile y Sophie se comprometen reciprocamente, el
preceptor se introduce literalmente en su efusión; esta felicidad es
obra suya; quiere gozar de ella desde dentro. Sin embargo, conserva
una actividad de superioridad independiente: los jóvenes le deben su
reconocimiento y su afecto, pero ¿1 no les debe nada en respuesta.
Se cobra participando de su emoción amorosa... Pues la responsa­
bilidad del compromiso pesará por completo sobre Émile y Sophie.
El preceptor, por su parte, conserva toda su libertad, incluso cuan­
do se mezcla indiscretamente en este dúo conyugal del que conocerá
lo más intimo, lo más puro, lo más dulce (y también lo más empala­
goso) sin asumir sus servidumbres materiales. ¡Pero cuánto tiempo
y cuántos esfuerzos habrá que haber puesto en movimiento prime­
ro, para gozar de este instante de enternecida superioridad! El pre­
ceptor habrá tenido que producir la felicidad de los jóvenes para ve­
nir a recogerla soberanamente. ¡Cuántas acciones, cuántos medios,
para llegar a este momento de placer independiente, a esta pura
exaltación del prestigio, a esta participación sin vínculos! También
aqui la magia de la presencia no puede realizarse más que al precio
de un gran rodeo y de un progreso que se despliega con la ayuda de
la reflexión mediadora143. Aquí, la seducción ya no es la que ejerce

143 «Asi pues, heme aqui convertido en el confidente de dos buenas gentes y el
mediador de sus amores» (Émile, lib. V, O. C., IV, 788). Dirá a propósito de Sophie
y de Saint-Lambert: «Para mi era tan dulce ser el confidente de sus amores como ser
el objeto de los mismos» (Con/essions, lib. IX, O. C.. I. 462).

220
Dionisos, sino la de un Sócrates que muestra a las almas el camino
que éstas deben seguirl44.
¿Y Thérése? Ella permite a Jean-Jacques no abandonarse, no
salir de él mismo y le asegura «el suplemento» que precisaba145. Un
suplemento. La palabra es reveladora; ya se había encontrado en el
tercer libro de las Confesiones: «Conocí este peligroso suplemento
que engaña a la naturaleza y salva a los jóvenes de mi temperamen­
to de muchos desórdenes a expensas de su salud, de su vigor y algu­
nas veces de su vida»146. Esta singular similitud de términos nos

144 Sobre Rousseau y Sócrates, cfr. Pierre Burgelin, op. cil., 61-70. Hólderlin
compara a Rousseau con Dionisos en el himno Der Rhein.
145 Confessions, lib. Vil, O. C . I. 332.
144 Corifessions, lib. III, O. C., 1.109. Para el psicoanálisis el autoerotismo reve­
la la debilidad de las «relaciones de objeto». Es el yo (la mayoría de las veces disfra­
zado) quien es el verdadero objeto de la energía amorosa de Jean-Jacques, en detri­
mento del objeto exterior hada el que se orienta la sexualidad normal. Dentro de la
perspectiva psicoanalitica se tienen buenas razones para atribuir a una «fijación in­
fantil» —liase incluso a una fijadón «pregenital» en los estadios anal y oral— toda
la estructura de la vida amorosa de Rousseau, y toda la culpabilidad que de ella se
desprende. A partir de aqui, no será difícil reducir a un origen común los múltiples
aspectos patológicos del comportamiento de Jean-Jacques, sin excluir de entre ellos
las perturbaciones urinarias, los repetidos sondeos (erotismo uretral receptivo), el
traje de armenio (homosexualidad latente), e incluso el delirio sistemático de los últi­
mos altos.
Lo que es singularmente instructivo aqui es ver el posible encuentro de dos méto­
dos críticos, de dos tipos de interpretación: allí donde decimos en términos freudia-
nos que la «elección del objeto» se fija en el yo, podemos decir también, en térmi­
nos hegdianos, que la subjetividad se niega a «alienarse» en una actividad exterior.
B narcisismo y la fijación infantil son tas fórmulas psicoanaliticas que corresponden
a la elección de lo inmediato.
Pero no podemos hablar del narcisismo de Jean-Jacques sin hacer inmediatamen­
te una precisión: Narciso necesita imágenes. Su deseo no se concentra directamente
en el yo ni en los otros, sino en representaciones imaginarias, en reflejos, en fantas­
mas a los que atribuye una ilusoria independencia. En la comedia escrita por Jean-
Jacques, Valóre no se convierte realmente en Narciso hasta el momento en que en­
cuentra su retrato disfrazado de mujer, retrato en el que es incapaz de reconocerse a
si mismo. Se enamora de una imagen que es ciertamente la suya, pero que manif esta
una secreta femineidad de la que no es consciente. Este desconocimiento de si es la
condición misma que hace posible el surgimiento de la pasión narcisista: «por su de­
licadeza y por la afectación de su aspecto. Valóre es una especie de mujer escondida
bajo una vestimenta de hombre; y el retrato asi disfrazado, parece devolverle a su es­
tado natural más que enmascararle» (O. C . II, 977). La importancia del retrato es
capital aqui, pues aunque al principio revela la femineidad escondida de Valóre, aun­
que es la estratagema gracias a la cual el autoerotismo del joven se actualiza frenéti­
camente y se pone al descubierto, finalmente provoca la crisis definitiva gracias a la
cual Narciso se libera de su narcisismo y vuelve a convenirse en Valóre para regresar
(|de nuevo un regreso!) a la tierra prometida que habla rechazado. Angélique termi­
na por tener razón con respecto al retrato: Narciso ha encontrado su «objeto».
En La Nueva Eloísa la revelación de la imagen —el retrato enviado por Julie a
Saint-Preux en su exilio parisiense— va acompaAado por un «delirio» emotivo tan in­
tenso como la posesión física misma: «He sentido palpitar mi corazón con cada pa­
pel que quitaba y me encontré rápidamente tan oprimido que me vi forzado a respi­
rar un momento sobre el último envoltorio... ¡Julie!... ¡oh mi Julie!... el velo se ha

221
muestra lo que Rousseau encontraba en Thérése: alguien a quien
pueda identificar fácilmente con su propia carne, y frente a quien
no hubiese que plantearse nunca el problema del otro. Thérése no es
la compañera de un diálogo, sino el auxiliar de la existencia física.
Con las otras mujeres Rousseau busca el momento milagroso en el
que la presencia del cuerpo no fuese ya un obstáculo, pero en Thé­
rése encuentra un cuerpo que no es ni siquiera un obstáculo.

roto... te veo... y veo tus divinos atractivos!» (ti parte, carta XXII). El retrato de
Julie es un signo mnémico. y cada papel arrancado elimina una parte del espesor del
tiempo. Saint-Preux se sume en el éxtasis de una posesión en e! pasado; pero es el ob­
jeto, Julie, quién está en la distancia y en el pasado; por lo que se refiere a la emo­
ción del amante, ésta se encuentra claramente en el presente. Transparencia actual de
una felicidad que se ha desvanecido, pero que se repite gracias a la imagen, goce
agridulce que no necesita más que de la presencia imaginada del objeto ainado. En
efecto, el retrato es como un signo total que se hubiese desprendido de Julie. y que
permitiría un contacto mágico entre los amantes ausentes; el retrato restablece pura­
mente el sentimiento de la presencia, sin pasar por la presencia real de los cuerpos:
«¡Oh Julie!, si fuese cierto que él pudiera transmitir a tus sentidos el delirio y la ilu­
sión de los míos!... ¿Pero por qué no habría de hacerlo? ¿Por qué las impresiones
que el alma experimenta con tanta actividad no irían más lejos como ella?»
Pero el retrato exige un artista. Lo que distingue a Jcan-Jacques de un neurótico
banal es que el fantasma, lejos de agotarse en él mismo, exige ser desarrollado en un
trabajo real, provoca el deseo de escribir, quiere seducir al público, etc. La toma de
partido por lo inmediato se convierte en obra literaria, y se traiciona al manifestarse
de tal manera que todo cobra vida gracias a la contradicción interna: el reposo desea­
do se convierte en movimiento, el goce de si mismo se convierte en reflexión inquie­
ta. Rousseau es proyectado a pesar suyo en el mundo de los medios, y nos vemos
obligados a admitir que, al menos en el caso de este hombre excepcional, la regresión
patológica del instinto no es incompatible con el progreso de un pensamiento.

222
V II

LOS PROBLEMAS DE LA AUTOBIOGRAFÍA

«¿Quién soy yo?» La respuesta a esta pregunta es instantánea.


«Siento mi corazón»1. Tal es el privilegio del conocimiento intuiti­
vo, que es presencia inmediada a sí mismo, y que se constituye por
completo en un único acto del sentimiento. Para Jean-Jacques, el
conocimiento de sí mismo no es un problema: es un dato: «Al pasar
mi vida conmigo debe conocerme»12.
Indudablemente, el acto del sentimiento que funda el conoci­
miento de sí mismo no tiene nunca el mismo contenido. En cada
nueva circunstancia es irrefutable, es la evidencia misma. En cada
ocasión el conocimiento de sí está en su comienzo; la verdad se abre
paso de forma primordial. El acto del sentimiento es indefinida­
mente renovable, pero en el momento mismo su autoridad es abso­
luta y adquiere valor inaugural. El yo se descubre y se posee de una
sola vez. En este instante en que toma posesión de si mismo, pone
en duda todo lo que sabia o creía saber con respecto a si mismo: la
imagen que antes se hacía de su verdad era borrosa, incompleta e
ingenua. Sólo ahora se aclara la cuestión, o va a aclararse...
De ahí la multiplicidad de la obra autobiográfica de Rousseau.
Emprende los Diálogos como si no se hubiese pintado ya en las
Confesiones en las que pretendía haberlo «dicho todo». Después
vienen las Ensoñaciones donde hay que empezar de nuevo todo:
«¿Qué soy yo mismo? He aquí lo que me queda por buscar»3.
A medida que Jean-Jacques se hunda en su delirio y pierda los
vínculos que le unen a los hombres, el conocimiento de sí mismo le

1 Confessions, lib. I, O. C., 1, 5.


2 Primera carta a Malesherbes. O. C., 1 ,1.133.
3 Réveries, primer Paseo, O. C., 1, 995.

223
parecerá más complejo y más difícil: «El conócete a ti mismo del
templo de Delfos» no es «una máxima tan fácil de seguir, como lo
había creído en mis Confesiones»4. El conocimiento es arduo, pero
nunca hasta el punto de que la verdad se sustraiga; nunca hasta el
punto de dejar a la conciencia sin recursos. La introspección no
deja nunca de ser posible, y si la verdad no se impone inmediata­
mente bastará con un «examen de conciencia» para acabar con to­
das las oscuridades en el transcurso de un paseo solitario. Todo se
explicará; él conseguirá verse por completo, y ser «para sí» lo que
es «en sí»: Rousseau, que reconoce eventualmente la extrañeza de
algunos de sus actos, no los atribuye nunca a tinieblas esenciales, y
no ve en ello la expresión de una parte oscura de su conciencia o de
su voluntad. Sus actos insólitos no le pertenecen más que a medias;
bastará con narrarlos y declararlos extraños, como si la confesión
agotase su misterio. Para Jean-Jacques el espectáculo de su propia
conciencia debe ser siempre un espectáculo sin sombras: éste es un
postulado que no admite excepción alguna. Desde luego, Rousseau
llega a turbarse ante si mismo y a constatar una disminución de la
claridad: «Los verdaderos y primeros motivos de la mayoría de mis
acciones no están tan claros para mi mismo como yo había imagina­
do durante bastante tiempo». Pero la continuación de este mismo
texto (Ensoñaciones, sexto paseo), lejos de insistir en la falta de cla­
ridad interna, se presentará, muy al contrario, como una perfecta
elucidación de lo que, en principio, parecería carecer de evidencia.
Aunque algunas veces vemos partir la meditación de Rousseau de
un reconocimiento de la ignorancia acerca de sí mismo, nunca le ve­
remos llegar a la conclusión de semejante reconocimiento. Las lagu­
nas de su memoria no le inquietarán: nunca se dirá, como Proust,
que el acontecimiento olvidado esconde una verdad esencial. Para
Rousseau lo que escapa a su memoria no tiene importancia; no
puede tratarse más que de lo inesencial. Hay en él a este respecto un
optimismo que no se desmiente nunca, y que cuenta firmemente con
la plena posesión de una evidencia interior.
Además, la evidencia interior tiende a exteriorizarse de inme­
diato: Jean-Jacques dice ser incapaz de disimular. El sentimiento se
convierte en signo y se manifiesta abiertamente desde el momento
en que es sentido. Como hemos visto, Rousseau quiere creer que to­
dos sus cambios afectivos son legibles en su rostro. Para Rousseau,
la vida subjetiva no es en sí misma una vida «escondida» o replega­
da en la «profundidad»; aflora espontáneamente a la superficie, la

4 Réveries, cuarto Paseo, O. C., I, 1024.

224
emoción es siempre demasiado poderosa para ser contenida o repri­
mida. Asi, Jean-Jacques proclama:

... La imposibilidad absoluta en que me encuentro por mi tem­


peramento de mantener oculto nada de lo que siento ni de lo que
pienso5.

Mi corazón, transparente como el cristal, nunca ha sabido


ocultar durante un minuto entero un sentimiento mínimamente
vivo que se hubiese refugiado en él6.

Pero esta transparencia absoluta se produce en vano. No basta


con ofrecerse a todas las miradas; es preciso, además, que los otros
acepten ver la verdad que se ofrece; así, es necesario que tengan el
don de entender este lenguaje. Ahora bien, desconocen su verdade­
ra naturaleza, sus verdaderos sentimientos, sus verdaderas razones
para actuar o para abstenerse:

Por el modo en que interpretan mis acciones y mi conducta


aquellos que piensan conocerme veo que no comprenden nada.
Nadie en el mundo me conoce, solo yo7.

Veo que las gentes que viven en mayor intimidad conmigo no


me conocen y que atribuyen la mayoría de mis acciones, ya sea
para bien o para mal, a motivos completamente distintos que
aquellos que los han producido".

Asi pues, el error está en la mirada de los otros. Jean-Jacques es


completamente cognoscible y es completamente desconocido. A pe­
sar de que vive al descubierto, parece como si disimulase. En pre­
sencia de los otros, de los que cree ofrecerse ingenuamente, se da
cuenta de que su verdad permanece escondida, como si se disfraza­
se, como si llevase una máscara. Asi, por culpa de los otros, parece
esconder secretos inconfesables, él, que se muestra a la luz del dia...
Lo que pondrán en cuestión los escritos autobiográficos no será el
conocimiento de si mismo propiamente dicho, sino el reconocimien­
to de Jean-Jacques por los otros. En efecto, lo que es problemático,
a su entender, no es la clara conciencia de si, la coincidencia del «en
si» y del «para si», sino la traducción de la conciencia de si en un

5 Con/essions, lib. XII, O. C.. 1.622.


6 Coñfessions, lib. IX, O. C., 1,446.
7 Primera carta Malesherbes, O. C., 1.1133.
* Armales J.-J. Rousseau, IV (1908), 263. véase también O .C . 1 ,1121.

225
reconocimiento que provenga del exterior. Las Confesiones son, an­
tes que nada, una tentativa de rectificación del error de los otros, y
no la búsqueda de un «tiempo perdido». Asi pues, la preocupación
de Rousseau comienza con esta pregunta: ¿por qué el sentimiento
interior, inmediatamente evidente, no encuentra eco en un reconoci­
miento concedido de modo inmediato? ¿Por qué es tan difícil hacer
concordar lo que se es para uno mismo lo que se es para los otros?
A Jean-Jacques se le hacen necesarias la apología personal y la
autobiografía, porque la claridad de la conciencia de si mismo es in­
suficiente para él mientras ésta no se haya propagado fuera y se
haya desdoblado en un claro reflejo en los ojos de sus testigos.
No basta con vivir en la gracia de la transparencia, hay que ma­
nifestar además la propia transparencia, y convencer de ella a los
otros. A aquel que tiene sed de ser reconocido se le hace necesaria
una actividad: esta actividad es lenguaje, palabra infatigable: hay
que explicar en las «palabras de la tribu» lo que la inocencia de
los signos había manifestado pura pero vanamente. Puesto que la
evidencia espontánea del corazón no es suficiente, habrá que darle
una mayor evidencia. Poco importa que el corazón sea ya transpa­
rente, hay que hacerlo transparente además para tos otros, revelarlo
a todas las miradas, imponerles una verdad que no han sabido al­
canzar por si mismos:

Quiero que todo el mundo lea en mi corazón9.

Quisiera poder hacer transparente mi alma, de algún modo,


ante los ojos del lector; y para esto, intento mostrársela desde to­
dos los puntos de vista; aclararle desde todos los ángulos; actuar
de tal modo que no se produzca ni un solo movimiento que él no
perciba, a fin de que pueda juzgar por si mismo el principio que
los produce10.

Hacer que mi alma sea transparente ante los ojos del lector. Asi
pues, parece como si la transparencia no fuese un dato preexistente,
sino una tarea a realizar. Dicho con más precisión, parece como si
la claridad interna de la conciencia no se pudiese bastar a si misma;
mientras continúa siendo estrictamente «interior», mientras no es
acogida por los otros es, paradójicamente, una transparencia velada
y solitaria; no es una transparencia en acto, sino «en potencia»; se
siente, contradictoriamente, como una transparencia envuelta que

9 Correspondance générale. DP, XX, 46.


10 Confessions, lib. IV, O. C„ 1 ,175.

226
no puede salir de si misma y que choca con la imposibilidad provi
sional de transparentarse. Sólo será transparente en acto cuando
tenga un testigo a quien aparecer como transparencia, es decir, se­
gún la expresión de Rousseau, cuando sea transparente ante los ojos
deI lector.
Provisionalmente —¿pero hasta cuándo?— la transparencia in­
terior de Jean-Jacques recibe del exterior un rechazo: es una trans­
parencia sin espectadores. Pero aún se le toma por lo que no es, se
le atribuye el alma de un orgulloso o de un malvado. Es la situación
que encontró por primera vez en Bossey, cuando se le acusó de un
«crimen» que no habia cometido. Los otros se equivocan a su res­
pecto; le castigan basándose en una sospecha imaginaria; le infligen
un castigo inmerecido. Es inocente, pero la «opinión» confunde a
sus jueces. Y él es demasiado débil para sustraerse al veredicto...
Si Jean-Jacques se pone a hablar sobre si mismo, es porque des­
de el comienzo está en la situación de aquel que ha sido juzgado ya,
y que recurre contra este juicio. Las cuatro cartas a Malesherbes,
primer gran texto autobiográfico de Rousseau, son escritas inmedia­
tamente después del episodio delirante en el que, ante el silencio de
sus impresores, prodigó acusaciones injustificadas y llamadas deses­
peradas. Al recobrar el tino, se retracta públicamente y atribuye su
perturbación a su extrema soledad. Pero, entre tanto, los amigos a
quienes ha alertado sin razón sin duda le habrán juzgado severa­
mente. Jean-Jacques siente la necesidad de explicarse para rechazar
el juicio que siente que pesa sobre él. Puesto que su acceso de locu­
ra se debió a la soledad, va a revelar ahora los verdaderos motivos
de su soledad: es por amor a la justicia y a la humanidad; es por
aversión hacia la acción por lo que ha preferido vivir retirado. No
es misántropo, no odia a los hombres, al contrario, los ama de­
masiado tiernamente para no sentirse herido constantemente en su
presencia. En el origen de su comportamiento injusto, no hay ini­
cialmente más que sentimientos e intenciones inocentes, tiernas pa­
siones, una bondad desengañada, una gran necesidad de amistad
que se ha conformado con criaturas quiméricas, etc. De este modo
proporciona los documentos justificativos con vistas a una revisión
del proceso. Denuncia la validez del juicio precedente. Quiere que
se le conceda el privilegio de una duda provisional hasta que no lo
haya «dicho todo». «Lector, suspende tu juicio...» Apela a un jui­
cio final que será por fin justo y verídico. Como hemos visto, Rous­
seau confunde más o menos voluntariamente el juicio lógico que de­
cide sobre lo verdadero y lo falso y el juicio ético que decide sobre
el bien y el mal. Idealmente, el juicio de hecho es al mismo tiempo

227
un juicio de valor. Rousseau invoca sobre él la mirada del juez inte­
gro para quien establecer la verdad y hacer justicia son un solo y
mismo acto. «Justicia y verdad» —afirma al hablar de si mismo—
«son para él dos palabras sinónimas que toma una por otra, indife­
rentemente»". La «lucha por el reconocimiento» (según termino­
logía hegeliana) no será más que la comparecencia ante un tribunal.
Para Rousseau, ser reconocido será esencialmente ser justificado y
ser rehabilitado. (Pero el único tribunal cuya competencia no recha­
zará será el de Dios, que es el único en quien reside la Justicia y la
Verdad; el único juicio al que aceptará someterse será el Juicio Vi­
nal.) Así pues, Rousseau recurre a una rehabilitación que vendrá a
sellar indisolublemente su existencia y su inocencia, su ser auténtico
y su valor moral. Entonces, bajo la mirada del Juez para quien jus­
ticia y verdad son sinónimos, tomará posesión del privilegio corres­
pondiente, que le dará, a él criatura juzgada, la certeza definiti­
vamente irrevocable de que existir y ser inocente son dos términos
sinónimos.
En los esbozos y en el preámbulo de la primera versión de las
Confesiones, a Rousseau le preocupa otro problema que necesitaba
abordar, aunque sólo fuese para no conservar nada en la redacción
definitiva. Concibe el proyecto de contar su vida, pero no es ni
obispo (como lo era San Agustín), ni gentilhombre (como Mon­
taigne), y no ha estado mezclado en los acontecimientos de la corte,
ni en los del ejército: así pues, no tiene ningún derecho a exponerse
ante los ojos del público, al menos no tiene ninguno de los derechos
que se han requerido hasta él para justificar una autobiografía.
Además, es pobre; está obligado a ganarse el pan. ¿Con qué de­
recho intentaría llamar la atención sobre su existencia? ¿Pero, por
qué no se apoderaría de ese derecho? Aunque sea un plebeyo, por
qué no reclamaría la atención simplemente porque es un hombre, y
porque los sentimientos que habitan el corazón del hombre no de­
penden ni de las condiciones sociales ni de la riqueza:

... Soy pobre y cuando el pan esté a punto de faltarme, no co­


nozco un medio más honrado de conseguirlo que el de vivir de mi
propio trabajo.
Hay muchos lectores a quienes esta sola idea Ies impedirá con­
tinuar. No concebirán que un hombre que necesita pan sea digno
de que se le conozca. No es para ésos para quienes escribo112.

11 Revertes, cuarto Paseo, O. C., I, 1032.


12 Mon portrail. Armales J.-J. Rousseau, IV (1908), 262-263, véase O.C., 1,
1120.

228
Y que no se objete que, al no ser yo más que un hom bre del
pueblo, no tengo nada que decir que merezca la atención de los
lectores. Esto puede ser cierto en lo referente a los acontecimien­
tos de mi vida: pero lo que escribo es menos la historia de esos
acontecim ientos en si mismos, que la de mi estado de ánim o, a me­
dida que sucedían. Y las alm as sólo son más o menos ilustres se­
gún tengan sentim ientos más o menos grandes y nobles, ideas más
o menos vivaces y num erosas. A quí, los hechos no son más que
causas ocasionales. No im porta la oscuridad en que haya podido
vivir, si he pensado más y m ejor que los Reyes, la historia de mi
alma es más interesante que la de las suyas13.

La afirmación de los derechos del sentimiento y la justificación


del hombre del pueblo van aquí parejas, ya que no hay privilegio o
prerrogativa social que cuente, puesto que el valor del hombre resi­
de por completo en su sentimiento. (Saint-Preux es el testigo, y Julie,
la mártir de esta nueva verdad.) Sentimientos más grandes, ideas más
vivaces: inútil añadir que, aquí, el sentimentalismo no se opone en
absoluto al racionalismo del siglo de las luces. AI contrario: la auto­
ridad intelectual de la razón y la primacía moral del sentimiento
son con el mismo derecho las armas ideológicas de la burguesía pre­
revolucionaria. Estado de ánimo, sentimiento y pensamiento son
prendas equivalentes de superioridad.
Asi pues, la obra que emprenderá Rousseau no será solamente el
alegato de un perseguido que proclama su inocencia. Será también
el manifiesto de un hombre del estado llano que afirma que los
acontecimientos de su conciencia y de su vida personal tienen una
importancia absoluta y que, sin ser ni príncipe, ni obispo, ni recau­
dador general de impuestos, no por ello tiene menos derecho a
reclamar la atención universal. No debe dejarse de conceder impor­
tancia al significado social que implica la empresa misma de las
Confesiones. Jean-Jacques quiere ser reconocido: no solamente
como un alma excepcional, no solamente como una victima con un
corazón puro, sino como un hombre sencillo y un extranjero que no
es de alta alcurnia y por ello será más capaz de cfrecer una imagen
del hombre universalmente válida. Reivindica, para el viajero y el
aventuro que fue, el privilegio de un mejor conocimiento de la hu­
manidad, la posesión de un conocimiento más vasto, más diverso y
más eficaz. Este antiguo lacayo proclama abiertamente la superiori­
dad del servidor sobre el amo. Su condición de extranjero y su nuli­
dad social le han permitido moverse libremente y observar todos los

13 Armales J.-J. Rousseau, IV (1908), véase O. C., 1, 1150.

229
estados de la sociedad francesa, sin detenerse en ninguno de ellos.
Ha podido conocer todo, puesto que no tiene su sitio en ningún
lugar:

...S in pertenecer yo a ningún estado, los he conocido todos;


he vivido en todos, desde los más bajos hasta más elevados, ex­
ceptuando el trono. Los Grandes no conocen más que a los G ran­
des, los humildes no conocen más que a los humildes. Éstos no
ven a los primeros más que a través de la admiración de su rango
y no son vistos por ellos más que con un injusto desprecio. En s u s '
relaciones excesivamente alejadas, el ser común que tienen unos y
otros, el hom bre, es desconocido para ambos por igual. En cuan­
to a mi, preocupado por quitarle su máscara, lo he reconocido en
todas partes. He sopesado, com parado sus gustos respectivos, sus
placeres, sus prejuicios, sus máximas. Admitido en casa de todos
como un hom bre sin pretensiones y sin importancia, les examiné a
mi aire y, cuando dejaban de disfrazarse, podía com parar al hom ­
bre con el hom bre y al estado con el estado. Al no ser nada, al no
querer nada, no molestaba ni im portunaba a nadie; entraba por
todas partes sin estar sujeto a nada, com iendo algunas veces con
los Principes, por la m añana, y cenando por la noche con los
cam pesinos14.

Una página como ésta establece claramente la reivindicación del


individuo Jean-Jacques Rousseau: su experiencia es de tenor univer­
sal; sus cualidades de hombre del pueblo y de autodidacta no le dan
sino más derecho a ser escuchado, pues es el único que detenta la
verdadera ¡dea del hombre tal como es. Por ser él mismo un hom­
bre de nada, ha podido adquirir en compensación el poder de com­
prender todo. La imagen universal de lo humano, que pertenecía
hasta entonces a la aristocracia, al gentilhombre y a la nobleza,
pasa ahora por las manos de un advenedizo de la cultura, de un
burgués, que, sacando partido de la descomposición de la sociedad
aristocrática, ha sabido verlo todo y juzgar acerca de todo.

¿CÓMO PUEDE UNO PINTARSE?

¿Se puede decir la verdad sobre si mismo? Si, afirma Rousseau.


La autobiografía accede a la verdad infinitamente mejor que cual­
quier pintura que observe a su modelo desde el exterior. Los pinto-

i« Op. « /., 1150-1151.

230
res se contentan con lo verosímil; más que imitar la realidad, la
construyen y quedan para siempre alejados del alma cuyo retrato
deberían haber hecho; de ahi su audacia en lo arbitrario:

Se captan los rasgos destacados de un carácter, se les une me­


diante rasgos inventados, y con tal del que todo constituya una
fisonomía, ¿qué im porta que ésta se parezca? Nadie puede juzgar
sobre e sto 15.

Vista desde fuera, la imagen de un ser nunca es verifícable. Por


muy atentamente que mire a su modelo, el retratista no llegará nun­
ca hasta «el modelo interior»; si quiere explicar los móviles y las
causas secretas del comportamiento no tendrá otros recursos que las
conjeturas y las ficciones. La perspectiva de profundidad psicológi­
ca —perspectiva estrechamente dependiente de la dimensión tempo­
ral del pasado— se sustrae por principio al observador externo,
cuya mirada no puede ir más allá de la superfice, ni remontarse al
tiempo anterior al presente. Esta declaración de Rousseau, que pa­
rece establecer la existencia de una parte incognoscible de la vida
psicólogica, en realidad sólo concierne al observador externo:

Para conocer bien un carácter habría que distinguir en él lo


adquirido de lo natural, ver cóm o se h a form ado, qué circunstan­
cias le han hecho desarrollarse, qué encadenam iento d e afecciones
secretas le ha hecho ser com o es y cóm o se transform a p ara pro­
ducir algunas veces los efectos más contradictorios y los más ines­
perados. Lo que se ve no es más que una mínima parte d e lo que
es; es el efecto aparente cuya causa interna está oculta y que, a me­
nudo, es m uy com plicada. C ada cual adivina a su m odo y pinta a
su an to jo ; no tem e que se confronte la imagen con el modelo,
¿y cóm o se nos haría conocer ese m odelo interior que aquel que lo
pinta de o tro no lo podría ver y que aquel q ue lo ve en si mismo
no lo quiere m ostrar?16

«Aquel que lo ve en si mismo.» Así pues, el modelo interior no


es oscuro para el propio sujeto, que podría incluso «mostrarlo», si
no interviniese, de ordinario, una mala voluntad, un taciturno
rechazo a dejarse conocer. Asi, Rousseau concede a la autobiogra­
fía las oportunidades que niega a la mirada del pintor:

15 Op. 1149.
16 Op. cit., 1149.

231
Nadie puede escribir la vida de un hombre, sino él mismo. Su
modo de ser interno, su verdadera vida sólo es conocida por éll7.

«Pero al escribirla la disfraza», añade inmediatamente Rous­


seau. ¿No será el autorretrato tan arbitrario como el retrato? ¿No
es también ficticia y reconstruida la imagen que un hombre da de si
mismo? Pero Rousseau no se hace estas objeciones a si mismo; és­
tas conciernen a sus predecesores, a Montaigne en particular. Por
primera vez un hombre va a pintarse tal como es... Rousseau se ex­
ceptúa. No solamente su pintura no será arbitraria, como lo son to­
dos los retratos tomados desde fuera, sino que, a diferencia de
todas las demás autobiografías, además no será hipócrita. Su relato
señalará el comienzo de los tiempos, el advenimiento mismo de la
verdad. «Concibo una empresa de la que no hay otro ejemplo»18.
Empresa única de un ser «a parte» al que nadie se parece. Sin em­
bargo, reivindica para esta empresa un alcance considerable: ofre­
cerá a los otros hombres «un elemento de comparación» y a los
filósofos un objeto de estudio.
Los otros no saben juzgar y no se conocen a si mismos, pues,
fuera de ellos mismos, no conocen a nadie. Para superar «la doble
ilusión del amor propio»19, deberían obligarse a no juzgar a los de­
más a partir de si mismos; deberían aceptar conocer a alguien que
sea distinto de ellos mismos. Así pues, es preciso que Jean-Jacques
venga a ofrecerles el regalo de su verdad para que los hombres de­
jen de vivir en el error. Tienen necesidad de ¿1, y ¿1 se lo prueba:

Quiero procurar que para aprender a apreciarse, se pueda te­


ner al menos un elemento de comparación; que cada cual com­
prenda a sí mismo y a otro, y ese otro seré yo.
Si, yo, sólo yo20.

Una vez más, Rousseau se exceptúa. En efecto, si se sujetase a la


regla que impone a los demás, debería volverse también hacia el ex­
terior, en búsqueda de algún «elemento de comparación». Pero des­
pués de haber afirmado que todo espíritu que permanece encerrado
en los limites del yo está amenazado por el error, se arroga autorita­
riamente el derecho de no hablar más que de sí mismo. Se constata
aquí hasta qué punto Rousseau es incapaz de ponerse en situación

17 Ibídem.
18 Coqfessions, lib. t, O. C., 1,6.
19 Armales J.-J. Rousseau, IV (1908), 2, véase O. C ., I, 1148.
20 Armales J.-J. Rousseau, IV (1908), 2, véase O. C ., 1 ,1149.

232
de reciprocidad y de imponerse deberes idénticos a ios que asigna a
los otros. Las verdad es para él un privilegio unilateral: los otros de­
berán conocerle a fin de conocerse mejor, deberán juzgarle y reha­
bilitarle para llegar a «apreciarse» a ellos mismos. Debe prestársele
toda la atención del mundo —se le debe esto— sin que su deber le
obligue a hacer nada más que contarse a si mismo.

D e c ir l o todo

Conocerse es un acto simple e instantáneo. No hay diferencia


entre conocerse y sentirse y, en Rousseau, el sentimiento decide in­
mediatamente acerca de la inocencia esencial del yo. Pero este senti­
miento, único y simple, no puede contentarse con su propia certeza:
hay que comunicarla y no puede ser comunicada tal cual, en un
acto expresivo que seria igualmente único y simple. Rousseau lo hu­
biese deseado: que un signo, que una breve palabra pudiese decirlo
todo de una sola vez, e imponer a los demás la convicción de su ino­
cencia. Algunos veces incluso, en el punto álgido de su angustia,
protesta mediante una afirmación exclamativa: «¡Soy inocente!»21.
¿Pero qué hacer si los otros no oyen este grito o no reconocen la
sinceridad del mismo? ¿Callarse? Callarse es intolerable, sería reco­
nocer la validez del veredicto infamante. Asi pues, necesita hablar,
buscar un medio de traducir a un lenguaje eficaz una evidencia in­
terna que no se resigna a considerar incomunicable.
¿Cómo traducir una evidencia que para nosotros reside en un
acto intuitivo del sentimiento? ¿Cómo obtener de los otros el acto
no menos intuitivo del juicio y del reconocimiento? Deberá interpo­
nerse todo un «circuito de palabras» entre el sentimiento primero,
en el que Rousseau se declara no culpable, y el juicio final, en el que
los otros reconocerán su inocencia. El problema consiste en obligar
a los otros a hacerse una imagen verídica del carácter y del corazón
de Jean-Jacques; esta imagen deberá ser, por principio, tan simple,
tan clara y tan una, como el sentimiento interior de Rousseau.
Asi pues, ¿qué hacer? Rousseau va a desplegar «todos los
repliegues» de su «alma»22; va a extender en la duración biográfica
una verdad global que el sentimiento posee de una sola vez. Va a
dejar que se deshaga en una multiplicidad de instantes, vividos suce­
sivamente, su unidad y su sencillez, para mostrar mejor la ley según

21 Correspondancegénérale, DP, XIX, 310.


22 Armales J.-J. Rousseau, IV, (1908), 9, véase O. C., 1, 1153.

233
la cual todo está intimamente relacionado y unido en su carácter; va
a mostrar cómo ha llegado a ser lo que es. Asi pues, va a enunciar
discursivamente toda la historia de su vida con la condición de pedir
a los otros que sean ellos mismos quienes hagan la sintesis de ella.
Dado que Jean-Jacques no puede enunciar con una sola palabra ni
su naturaleza ni su carácter, ni el principio de su unidad, se remite
para ello a sus testigos: es a ellos a quienes corresponderá construir
la imagen única y juzgarla completamente, pero esta vez a partir de
una sobreabundancia de documentos que les obligará a ver al verda­
dero Rousseau. Repitámoslo: Rousseau no duda ni por un momen­
to de su unidad, a pesar de las contradicciones y de las disconti­
nuidades que él mismo ha sabido acusar, sólo que le parece que es
imposible afirmarse sin relatarse, y que la narración de los detalles
de su vida «se aceptará» mejor que la afirmación global: soy ino­
cente. Toda afirmación global corre el riego de enfrentarse con un
rechazo global: ante una sintesis acabada, los hombres desconfían y
sospechan que se trata de una impostura. Rousseau presentará la
«materia prima» de los acontecimientos y de las circunstancias de
su vida, para que los otros los unan en una síntesis en la que podrán
creer tanto más gustosamente cuanto que ellos serán sus autores. La
narración detallada tendrá como efecto no solamente forzar la aten­
ción de los lectores, sino además forzar su juicio, obligándoles a ha­
cerse una imagen verídica de Jean-Jacques:

Todo está íntimamente relacionado... todo es uno en mi carác­


ter... y este extraño y singular ensamblaje precisa de todas las cir­
cunstancias de mi vida para ser revelado adecuadam ente23.

Si yo me hiciese cargo del resultado y le dijese (al lector): «Es­


te es mi carácter», podria creer, si no que le engaño, al menos que
me equivoco. Pero al detallarle con sencillez todo lo que ocurrió,
todo lo que hice, todo lo que pensé y todo lo que senti, no puedo
inducirle a error, a menos que quiera hacerlo y aunque quisiera
hacerlo no lo conseguiría tan fácilmente de este m odo. Es a él a
quien corresponde reunir estos elementos y determ inar el ser que
ellos com ponen; el resultado debe ser obra suya; y si, entonces, se
equivoca, todo el error será responsabilidad suya... No soy yo
quien debe juzgar la im portancia de los hechos, debo contarlos
todos, y dejarle el cuidado de escoger24.

23 Op.cit.. 10, O. C., 1,1153.


24 Confessions, lib. IV, O. C., 1, 175.

234
Asi pues, Rousseau confía al lector la tarea de reducir la mul­
tiplicidad a unidad. Confia en él. Y adivinamos que esto es ya un
modo de alegar falta de culpabilidad: un hombre tan confiado, que
no quiere ocultar nada y que deja al lector el cuidado de juzgar,
¿cómo podría ser un malvado? Pero adivinamos también que, al
mismo tiempo, Rousseau hace cargar a los otros con la responsabi­
lidad de todos los malententidos que pudiesen subsistir: si el lector
se equivoca, todo el error será suyo. La prueba será decisiva: en ca­
so de que el lector o el oyente de las Confesiones no saquen las
conclusiones que se imponen, ¡pues bien! Rousseau sabrá de una
vez por todas que la culpa recae por completo sobre ellos.
En los retratos ordinarios, se construye una cara «a partir de
cinco puntos»; el resto es invención del pintor. Pero —pregunta
Rousseau— si se cuentan todos los acontecimientos, todos los pen­
samientos, todos los sentimientos, sin omitir el más insignificante
de los detalles, ¿no se obliga al lector a aceptar un todo, un conjun­
to, formado por miles de «puntos» que no dejarán que la imagina­
ción se extravie? Con tal de multiplicar los testimonios se proveerá
al espectador de los elementos de una sintesis infinitamente parecida
al modelo original:

¿Para qué sirve decir esto? Para realizar el resto, para darle
coherencia al todo; los rasgos del rostro sólo producen el efecto
que producen porque están todos: si falta uno de ellos, el rostro
queda desfigurado. Cuando escribo no pienso en absoluto en este
conjunto, sólo pienso en decir lo que sé y es de ahi de donde re­
sulta el conjunto y la semejanza del todo con el original25.

¿Pero cómo conseguir decirlo todo? ¿Qué orden y qué método


seguir? Si Rousseau necesita de todas las circunstancias de su vida
para revelar debidamente su carácter, la revelación se convierte en
una tarea interminable. ¿No es inmenso el riesgo dado que la más
mínima omisión compromete la verdad de toda la empresa? El espí­
ritu antitético de Rousseau no ve más que una sola alternativa: El
éxito o el fracaso absoluto de su empeño. «Si callo alguna cosa no
se me conocerá en nada.»26 Por una parte, tiene la-esperanza de al­
canzar una verdad infinitamente próxima (que equivale a una ver­
dad total), y por otra, existe el peligro de no salir del malententido,
de agravarlo todavía más. Rousseau siente que pesa sobre él la ame­
naza de una condena, y se ve obligado a no callar nada:

25 Armales J.-J. Rousseau. IV (1908), 264-265, véase O. C.. 1 .1122.


26 Op. di., 10. O. C., 1 .1153.
235
En la em presa que he form ado de m ostrarm e por com pleto al
público, es preciso que no le quede oscuro u oculto nada de mi; es
preciso que me m antenga incesantemente bajo su m irada; que me
siga en todos los extravíos de mi corazón, en todos los rincones de
mi vida; que no me pierda de vista un solo m om ento, por miedo
de que al encontrar en mi relato la más minina laguna, el más
mínimo vacio, y al preguntarse: ¿Qué hizo durante este tiempo?
no me acuse de no haber querido decirlo todo. Ya doy suficiente
ocasión al ejercicio de la malignidad de los hombres a través de
mis relatos, sin tener que darlo también a causa de mi silencio27.

Rousseau habla bajo amenaza. La evidencia de esto se hace cada


vez más penosa a medida que se progresa en la lectura de las Confe­
siones. Por otra parte, a partir del séptimo libro las intenciones que
Rousseau atribuye a sus «contemporáneos» cambian radicalmente
de naturaleza; mientras que al principio se sentía requerido a
hablar, luego tiene la impresión de que sus adversarios emplean to­
dos los medios imaginables para impedirle que escríba y que sea es­
cuchado. Así pues, si Rousseau persevera en su intención de decirlo
todo, ya no será para satisfacer las exigencias del lector, sino para
desafiar a la hostilidad universal: «los techos bajo los que me hallo
tienen ojos, los muros que me rodean tienen orejas, rodeado de es­
pías y de guardianes pérfidos y vigilantes, inquieto y distraído, pon­
go apresuradamente en el papel algunas palabras entrecortadas, que
apenas tengo tiempo de releer y aún menos de corregir»28. Ahora,
la mirada de los otros es una mirada que quiere verlo todo, pero
que ya no quiere saber la verdad, que ya no pide conocerla, y que,
más que nada, se dedicará a hacerla desaparecer. Asi pues, se hace
aún más importante decirlo todo, para otros hombres, para otras
generaciones (si es que les llega el manuscrito, si es que no ha sido
destruido o falsificado entre tanto por los hombres del complot).
¿Pero permite el lenguaje común decirlo todo? Ya hemos visto
que Rousseau prefiere los signos a la «fria mediación de la
palabra». El lenguaje ordinario es inadecuado para expresar los
acontecimientos y los sentimientos cuya suma constituye una existen­
cia única. Esta es la razón por la que este hombre que se siente radi­
calmente diferente de los otros quiere hacer ver su diferencia por
medio de otro lenguaje, que ¿1 seria el primero y el único en em­
plear y cuyo molde se romperla a continuación, igual que la natu­
raleza rompió «el molde en que puso» a Jean-Jacques.

27 Confessions. lib. II, O. C„ I, 59-60.


28 Confessions, lib. VII, O. C., I, 279.

236
P ara lo que tengo que decir, habría que inventar un lenguaje
tan nuevo com o mi proyecto: ¿pues, qué tom o y qué estilo adop­
tar para desenredar este inmenso caos de sentimientos tan diver­
sos, tan contradictorios, a m enudo tan viles y a veces tan sublimes
por los que me vi sacudido sin cesar? ¿Cuántas naderías, cuán­
tas miserias no es absolutam ente preciso que exponga, en qué
detalles indignantes, indecentes, pueriles y a menudo ridiculos no
deberé entrar para seguir el hilo de mis secretas disposiciones, pa­
ra m ostrar com o cada impresión que ha dejado huella en mi alma
entró en ella por primera vez?29

Tal y como aquí la expresa Rousseau, la dificultad consiste en


encontrar un lenguaje que sea fiel al sabor incomparable de la ex­
periencia personal; inventar una escritura lo suficientemente ligera y
lo suficientemente variada como para expresar la diversidad, las
contradicciones, los detalles infimos, las «naderías», y el encadena­
miento de las «pequeñas percepciones» cuyo entramado constituye
la existencia única de Jean-Jacques. Asi pues, va a buscar un estilo
apropiado a su objeto, y este objeto no es nada exterior, nada «ob­
jetivo»: es el yo del escritor, su experiencia personal, en su infinita
complejidad y en su diferencia absoluta. Aqui, el hombre quiere
confiar, expresamente, en un lenguaje que le represente y en el que
pueda reconocer su propia sustancia. Pero su sustancia, si ha de ser
explicitada, es su historia; y su historia ha de ser descompuesta en
sus elementos constitutivos, es una multitud infinita de nimios
acontecimientos sin nobleza y sin coherencia aparente. En rigor, si
tuviese que señalar «cada impresión que ha dejado huella», habría
que relatar cada instante, pues cada instante es un comienzo, un ac­
to inaugural. Recordemos Los Solitarios: «Nunca hacemos sino co­
menzar, y... no existe en absoluto en nuestra existencia otra rela­
ción que una sucesión de momentos presentes, el primero de los
cuales es siempre el que está en acto. Morimos y nacemos en cada
instante de nuestra vida»*10. Contar todos los comienzos sería contar
todos los instantes: pero esta extremada fidelidad del lenguaje a la
vida es casi impensable. Incluso suponiendo que se llegase a ello, es­
to supondría sustituir la vida por el lenguaje. Ésta se desvanecería
en la palabra que la desdobla. Ahora bien, para Rousseau, en el or­
den de los valores, la vida está antes que la «literatura», que no es
más que su sombra. Rousseau ha renunciado a escribir sus ensoña­
ciones más embriagadoras en nombre del placer vivido: «¿Por qué

29 Aunóles J.-J. Rousseau, IV, (1908), 9-10, véase O. C., L, 1153.


10 Ém ileel Sophie, carta I, O. C., IV, 905.

237
privarme del encanto actual del goce para decirle a otros que había
gozado?»51. Siente necesidad de una silenciosa plenitud que
contrarresta la necesidad de justificación total. Las Confesiones
representan un término medio entre estas dos exigencias, pero, en
cierto sentido, la obra autobiográfica está condenada a un doble
fracaso: por una parte, no le será posible decirlo todo y, por tanto,
la justificación no será absoluta; por otra, el silencio de la perfecta
felicidad se ha perdido para siempre. La palabra se despliega en un
espacio intermedio, entre la inocencia primera y el veredicto final
encargado de establecer la certeza de la inocencia recuperada. La fe­
licidad primera ya no existe en su plenitud, y aún se está lejos de de­
terminar la tarea de justificación con un mismo aliento. Las Confe­
siones expresan la nostalgia de la unidad perdida, y la ansiosa espe­
ra de una reconciliación final.
Al menos, un principio se impone indiscutiblemente a Rousseau:
seguir cronológicamente el desarrollo de su conciencia, recomponer
el trazado de su progresión, recorrer la secuencia natural de las ide­
as y sentimientos, revivir por medio de la memoria el encadena­
miento de causas y efectos que han determinado su carácter y su
destino. Método «genético» que se remonta a los orígenes para en­
contrar allí las fuentes ocultas del momento presente; es el mismo
método que Rousseau aplicaba a la historia en el Discurso sobre el
Origen de ia Desigualdad. La tarea consiste en probar la conti­
nuidad de una evolución («el hilo de mis disposiciones secretas»);
pero, se va a tratar, también, de señalar la aparición sucesiva y dis­
continua de las «impresiones» que han afectado su alma «por pri­
mera vez». Así pues, hay que mostrar, a la vez, cómo «se relaciona­
ba todo» y cómo surgen, poco a poco, los primeros momentos a
partir de los cuales la conciencia se enriquece con una nueva
«impresión», con una nueva determinación, con una «huella» o una
herida indelebles. De hecho, para Rousseau la continuidad del enca­
denamiento y la discontinuidad de los primeros momentos no son
en modo alguno inconciliables; por el contrario, entre lo continuo y
lo discontinuo hay una perfecta interdependencia que hace que cada
nuevo «rasgo» señale la entrada en la sinfonía de una voz que ya no
se interrumpirá:

... Los primeros rasgos que se grabaron en mi cabeza perm ane­


cieron en ella, y aquellos que se imprimieron en ella a conti­
nuación más que borrarlos se han com binado con ellos. Hay una

3' Confessions. lib. IV, O. C., 1,162.

238
cierta sucesión de afectos y de ideas que modifican a aquellas que
les siguen, y que hay que conocer para juzgar bien. Me dedico a
desarrollar bien las primeras causas en todos los casos para hacer
sentir el encadenam iento de los efectos32.

¿Pero hasta dónde hay que remontarse para encontrar esas «pri­
meras causas»? ¿Y con qué derecho se decide que un momento po­
see una importancia determinante en relación con otro aconteci­
miento determinado, que no es más que un simple efecto? Distin­
guir las causas y los efectos es un acto de juicio. Ahora bien, ¿no se
trata de retomar abiertamente el privilegio de juzgar, que en princi­
pio se ha confiado por completo al lector? En justicia, todos los ins­
tantes vividos son efectos y todos son igualmente causas. Sólo una
decisión arbitraria puede atribuir a alguno de ellos un valor absolu­
tamente primero: «Aquí comienza...» Sin embargo, Rousseau no
duda; juzga, ordena los acontecimientos según relaciones de causa­
lidad, al mismo tiempo que proclama que deja a los otros el cuida­
do de juzgar. No desaparece en ninguna parte para entregarnos el
material bruto, como ha pretendido que hace. Cuando transcribe
las cartas se las da de exponer los elementos de un expediente, pero
las cartas serán comentadas nada más transcritas. ¿Cómo podría
Rousseau obrar de otro modo? ¿Podría contar su vida sin atribuirle
un sentido? Establecer un orden de sucesión de causa y efecto es,
ya, establecer un sentido, no sólo porque se impone un orden in­
terpretativo que pone de relieve determinados momentos privile­
giados, sino también porque la misma elección de este tipo de in­
terpretación señala desde el primer momento la elección de un cier­
to sentido de la existencia. Por sí misma la idea del «encadenamien­
to de los efectos» implica una ley del destino, una servidumbre que
ata al yo a su pasado; Rousseau se pone en posición de víctima,
sufre contra su voluntad las consecuencias de un pasado del que ya
no es dueño. Es interesante observar que en este fatalismo determi­
nista Rousseau le atribuye el papel preponderante a los aconteci­
mientos más alejados: «Hay una cierta sucesión de afectos y de ide­
as que modifican a las que tes siguen». Por consiguiente, se ve muy
bien que el propio método es ya la expresión de una «elección fun­
damental» por la que Rousseau pretende ser la victima inocente de
una hostilidad sobre la que ya no tiene ningún medio de actuar co­
mo respuesta. No tiene poder sobre el pasado lejano que le condi­
ciona, igual que no tendrá poder sobre la maldad de sus perseguido­

32 Op. til., 174- 175.

239
res. Está solo, sin medios, privado de toda libertad para actuar, pe­
ro no es por su culpa, nunca ha sido por su culpa. Y si se le concede
una última libertad, la de escribir, dirá cómo se le condujo hasta
allí. Pero ya le quitan sus papeles, ya le impiden escribir... Como ya
no es libre, ya no es responsable, como ya no es responsable, no se
le puede imputar cargo alguno, es inocente. Ha quedado probado.
La coartada se sostiene.
Todas las perspectivas del pasado parecen estar dominadas por
la necesidad y la fatalidad. Sin embargo, queda un refugio para la
libertad: el sentimiento interior y el acto mismo de escribir. Si la li-
betad no es el principio que ve Rousseau en funcionamiento en su
vida es el que hará posible la expresión literaria de la misma. En
efecto, Rousseau considera su vida como un destino impuesto por
una suerte temible; pero su autobiografía será un acto de libertad,
dirá la verdad sobre si mismo porque se afirmará libremente en su
sentimiento, porque no aceptará ningún constreñimiento, ninguna
molestia ni ninguna regla:

Sí quiero hacer una obra escrita con cuidado, com o las otras,
no me pintaré sino que me enm ascararé. De lo que aquí se trata es
de mi retrato y no de un libro. Voy a trabajar, por asi decir, en el
cuarto oscuro; para lo que no se precisa otro arte que el de seguir
exactamente los rasgos que veo m arcados. Así pues, acepto las
consecuencias tanto en lo que concierne a mi estilo cuanto en lo
que concierne a las cosas. No me preocuparé en absoluto por ha­
cerlo uniforme; tendré siempre el que se me ocurra, lo modificaré
sin escrúpulos, según mi hum or, diré cada cosa com o la siento,
como la veo, sin rebuscamiento, sin molestia, sin inquietarme por
el abigarramiento. Al entregarme a la vez al recuerdo de la impre­
sión vivida y al sentimiento presente, pintaré de m anera doble el
estado de mi alm a, a saber: En el mom ento en que me sucedió el
acontecim iento y en el momento en que lo describí; mi estilo des­
igual y natural, unas veces rápido y otras difuso, unas veces pru­
dente y otras loco, unas veces grave y otras alegre, form ará él mis­
mo parte de mi historia33.

La posibilidad de alcanzar lo verdadero reside en esta libertad de


la palabra y en el movimiento espontáneo del lenguaje. Entregarse
al recuerdo, entregarse al sentimiento: Rousseau define aqui una
pasividad, pero una pasividad libre. Ya no es el abandono resigna­
do a una fuerza exterior y extraña; es el abandono feliz a un poder

33 Am ales J.-J. Rousseau, IV (1908), 10-11, véase O. C., I, 1154.

240
interior, a un azar íntimo. El pasado ya no es vinculo y ese encade­
namiento que paraliza el instante presente, ya no es ese nudo inex­
tricable de determinaciones que nos condenan a sufrir nuestra suer­
te. La perspectiva parte ahora del instante presente: la «fuente»
está aqui mismo y no en la vida pasada. El presente gobierna el
espacio retrospectivo en vez de ser aplastado por él. Así, en vez
de sentirse producido por su pasado, Rousseau descubre que el pa­
sado se produce y se agita en él, en el surgimiento de una emoción
actual.
«Siempre tendré» el estilo «que se me ocurra»: la fórmula es sig­
nificativa. Indica la voluntad de ceder la iniciativa al lenguaje:
Rousseau deja hablar a su emoción y acepta escribir al dictado. No
llevará el timón, sino que se dejará invadir por el recuerdo y por las
palabras. Aqui se ve aparecer una nueva concepción del lenguaje
(cuya aceptación llegará hasta el surrealismo).
Ciertamente, Rousseau está lejos de renunciar a la idea tradi­
cional que ve en el lenguaje un instrumento que el escritor trata de
gobernar: el lenguaje es simplemente un medio, un útil del que nos
servimos como de cualquier otro útil material. Y Rousseau restable­
ce bastante rápidamente el principio de un dominio del escritor
sobre el estilo cuando añade: «Lo modificaré según mi humor...».
Asi pues, tiene intención de disponer soberanamente de su lenguaje,
a la vez que se deja conducir por su humor. Sin embargo, la página
que acabamos de leer deja que se apunte a la nueva actitud: dejar
hacer al lenguaje, no intervenir. A partir de ese momento la rela­
ción entre el sujeto hablante y el lenguaje deja de ser una relación
instrumental, análoga a la del obrero con su útil; ahora el sujeto y
el lenguaje ya no son exteriores el uno para el otro. El sujeto es su
emoción y la emoción es inmediatamente lenguaje. Sujeto, lenguaje
y emoción ya no se dejan diferenciar. La emoción es revelación del
sujeto y el lenguaje es la emoción que se habla. En la inspiración
narrativa, Jean-Jacques es inemdiatamente su lenguaje. La palabra
no es más que una unidad con el sujeto, igual que Galatea viviente
no es más que una unidad con el «yo» de Pigmalión. Sin duda, la
palabra tiene siempre como función «mediatizar» la relación entre
el yo y los otros. Pero ya no es un instrumento distinto del yo que la
utiliza; es el yo mismo. Hay que citar aqui a Hegel, pues es él quien
ha propuesto el mejor análisis del lenguaje de la «convicción inte­
rior», tal como aparece en Rousseau: «El lenguaje es la conciencia
de sí mismo que es para los otros y que está presente inmediatamen­
te como tal... El contenido del lenguaje de la buena conciencia es el
Si mismo que se sabe como esencia. Lo que expresa el lenguaje es

241
sólo esto»34. Decirse es la acción esencial, pero es una acción en la
que el yo no sale de si mismo.
La tarea de mostrarse, que parecía infinita, va a parecer ahora
extrañamente fácil. Sólo se trata de abandonarse dócilmente al sen­
timiento, y de confiarle la palabra. Lo que garantizará la verdad de
la autobiografía es esta no resistencia al sentimiento y al recuerdo.
Ya no estamos ante la ardua empresa de inventar un nuevo len­
guaje; héle aquí inventando por completo, a partir del momento en
que ya no dirijamos nuestra atención a la técnica de la palabra, en
cuanto renunciemos a hacer una obra literaria. El yo, únicamente
atento a si mismo, no pensará ni en la obra ni en el lenguaje-útil. La
obra se hará como él pueda, y será precisamente en esto en lo que
residirá su verdad. Cuando Rousseau habia hablado de la inmensa
dificultad de la expresión, todavía consideraba al acto de escribir
como un miedo a poner en práctica para «desenredar este inmenso
caos de sentimientos tan diversos». Pero el problema del lenguaje se
desvanece desde el momento en el que el acto de escribir ya no es
conocido como un medio instrumental con vistas a la revelación de
la verdad, sino como la revelación misma. Esto no es otra cosa que
reivindicar, hit et nunc, las prerrogativas expresivas que el Ensayo
sobre el Origen de las Lenguas asignaba a la «lengua primitiva». La
lengua es la emoción expresada de modo inmediato, y en vez de ser
el útil que sirve para la revelación de una verdad oculta, él mismo
es el secreto revelado, lo oculto que se hace manifiesto al instante.
Además, esta fidelidad espontánea que une la palabra con la emo­
ción sirve de garantía a todo lo demás: la verdad inmediata del len­
guaje gartantiza la verdad del pasaso tal como fue vivido. Propaga
retrospectivamente su propia pureza, su inocencia y su evidencia.
Todo lo que en la vida de Jean-Jacques fue mentira o vicio se reab­
sorbe y se purifica en la transparencia actual de la confesión.
Pintaré de manera doble el estado de mi alma. Rousseau se con­
cede la posibilidad de una doble verdad, allí donde se habría podido
temer un doble fracaso. Si se hubiese tratado de exhumar del pasa­
do un hecho exacto, de localizarlo con precisión y de describirlo tal
como se produjo, se habría corrido un gran peligro de no obtener
nada más que un resultado incierto e incompleto. Si considero el
antiguo hecho como un objeto, todo me prueba la imposibilidad en
la que me encuentro de reconstruirlo tal cual: mi memoria de evoca­
ción no es infinita, es falible. Pocas escenas le siguen siendo verda­

34 JEAN-HyppoLrrE, Genése a structure de la Phinoménologie de l'esprit de He-


gel (París, Aubier, 1946), 494-495.

242
deramente presentes. El resto se desvanece en cuanto pretende to­
carlo... Además, ¿no oblitera mi mirada sobre el pasado el estado
de ánimo en el que me encuentro ahora? ¿No es mi emoción presen­
te como un prisma a través del cual mi antigua vida cambia de for­
ma y de color? ¿No me parece más oscura o más clara, dependien­
do de las horas? Volverse para captar el pasado objetivo, es Orfeo
volviéndose para ver a Euridice... A lo que Rousseau responde co­
mo en el mito de la estatua de Glauco, que lo esencial ha quedado
intacto. Pues lo esencial no es el hecho objetivo, sino el sentimien­
to; y el sentimiento antiguo puede surgir de nuevo, hacer irrupción
en su alma, convertirse en emoción actual. Aunque la «cadena de
acontecimientos» ya no sea accesible a su memoria, le queda la «ca­
dena de los sentimientos», alrededor de las cuales podrá reconstruir
los hechos materiales olvidados. Asi pues, el sentimiento es el cora­
zón indestructible de la memoria, y es a partir del sentimiento co­
mo, por una especie de inducción, Jean-Jacques podrá volver a en­
contrar las circunstancias exteriores, las «causas ocasiones»:

Todos los papeles que había reunido para suplir a mi memoria


y guiarme en esta empresa han pasado a otras m anos y no volve­
rán a las mías. No tengo más que un gula fiel con el que pueda
contar; es la cadena de los sentimientos que han m arcado el des­
arrollo de mi ser y, a través de ellos, de los acontecimientos que
fueron causa o efecto suyo. Olvido fácilmente mis desgracias, pe­
ro no puedo olvidar mis culpas, y olvido menos aún mis buenos
sentimientos. Su recuerdo me es dem asiado querido com o para
que nunca se borren de mi corazón. Puedo hacer omisiones en los
hechos, trasposiciones, errores de fechas; pero n o puedo equivo­
carm e acerca d e io que sentí, ni de lo que mis sentimientos me han
hed ió hacer; y es de esto de lo que prindpalm ente se trata. El ob­
je to propio de mis confesiones es el de hacer conocer exactamente
mi interior en todas las situadones de mi vida. E s la historia de mi
alm a que he prom etido, y para escribirla fielmente no tengo nece­
sidad de otras memorias: m e basta, com o he hecho hasta aquí,
con entrar dentro de m i35.

Asi pues, la memoria afectiva parece infalible. Es sólo por ella,


y no por una severa reflexión, por lo que puede producirse una ver­
dadera resurrección del pasado: «Al decirme he gozado, gozo toda­
vía»36. Más aún, a menudo el recuerdo se presenta como una emo­

35 Confessions, lib. Vil, O. C., I, 278.


36 Anuales J.-J. Rousseau, IV (1908), 229, véase O. C„ I, 1174.

243
ción más intensa, posee una agudeza mucho más estremecedora que
la impresión original. Esta es la razón por la que el pasado, lejos de
difuminarse en la memoria, se amplifica en ella y gana una resonan­
cia más profunda: «Los objetos me causan menos impresión sus re­
cuerdos»37. La emoción no revelará su verdadera «dimensión» más
que cuando sea vivida de nuevo... Ciertamente, hay excepciones a
estas resurrecciones infalibles. Hay momentos felices que ya no pue­
den traducirse en palabras. Hay momentos demasiado deslumbran­
tes cuyo contenido no recuperará Jean-Jacques jamás. Así ocurre
con su iluminación en el camino de Vincennes: «Oh, Señor», escribe
Rousseau a Malesherbes, «si hubiese podido escribir alguna vez la
cuarta parte de lo que vi y sentí bajo este árbol...»38.
Por lo demás, poco importa la exactitud de la reminiscencia.
Que resuene y se amplifique el recuerdo, que se confunda con el ac­
tual hasta no poder ya distinguirse de él. Rousseau quiere pintar su
alma contándonos la historia de su vida; lo que cuenta por encima
de todo no es la verdad histórica, es la emoción de una conciencia
que deja que el pasado emerja y se represente en ella. Si la imagen
es falsa, al menos la emoción actual no lo es. La verdad que Rous­
seau quiere comunicarnos no es la exacta localización de los hechos
biográficos, sino la relación que mantiene con su pasado. Se pintará
de manera doble, poque en vez de reconstruir simplemente su histo­
ria, se cuenta a sí mismo tal como revive su historia al escribirla.
Poco importa, entonces, si llena con la imaginación las lagunas de
su memoria, ¿no expresa la calidad de nuestros sueños nuestra na­
turaleza? Poco importa el poco parecido «anecdótico» del autorre­
trato, puesto que el alma del pintor se manifestó por la forma, por
el toque y por el estilo. Al deformar su imagen, revela una realidad
más esencial, que es la mirada que dirige hacia sí mismo, la imposi­
bilidad en la que se encuentra de captarse si no es deformándose. Ya
no pretende dominar su objeto (que es él mismo) del modo impar­
cial y frío que correspondería al historiador, poseedor de una ver­
dad ne varíetur. Se expone en su búsquda y su error. Al mismo
tiempo que el objeto incierto que cree captar. Este conjunto consti­
tuye una verdad más completa, pero que se sustrae a las leyes habi­
tuales de la verificación. No estamos ya en el terreno de la verdad
(de la historia verídica), en lo sucesivo estamos en el de la autentici­
dad (del discurso auténtico).
Rousseau escribe a dom Deschamps: «Estoy convencido de que*31

37 Confessions, lib. IV, O. C., I, 174.


31 Segunda cana a Malesherbes, O. C., I, II3S.

244
se está siempre bien pintado cuando es uno mismo el que se ha pin­
tado, aun cuando el retrato no se pareciese en absoluto»39. No hay
autorretrato alguno que no se parezca, pues el parecido no se en­
cuentra en absoluto en la imagen representada, sino en la presencia
del yo en el interior de su palabra. Asi pues, el autorretrato no será
la copia más o menos fiel de un yo-objeto, sino la huella viva de es­
ta acción que es la búsqueda de si mismo. Estoy a la búsqueda de
mí mismo. E incluso cuando me olvido y me pierdo en mi palabra,
esta palabra me revela y me expresa aún (en los Diálogos Rousseau
dirá que toda su obra no es más que un autorretrato). La palabra
auténtica es una palabra que ya no se limita a imitar un dato pre­
existente: es libre de deformar y de inventar, con la condición de
permanecer fiel a su propia ley. Ahora bien, esta ley interior se
sustrae a cualquier control y a cualquier discusión. La ley de la
autenticidad no prohíbe nada, pero nunca es satisfecha. No exige
que la palabra reproduzca una realidad previa, sino que produzca
su verdad en un desarrollo libre e ininterrumpido. Admite e incluso
ordena que el escritor, al renunciar a buscar su «verdadero yo» en
un pasado fijo, lo construya al escribirlo. Da asi, un valor de ver­
dad al acto al que la moral rigurosa podría reprochar el ser una fic­
ción, una invención incontrolable40.
En este punto, la sinceridad no implica ya una reflexión sobre sí
mismo. No examina (como dice la fórmula consagrada) un yo pre­
existente que habria que expresar completamente, con una fidelidad
descriptiva que mantuviese la distancia necesaria para juzgar. Esta
sinceridad reflexiva, que divide el ser y condena a la conciencia a
una irreductible separación, es suplantada por una sinceridad irrefle­
xiva. Pues la autenticidad no es nada más que una sinceridad sin dis­
tancia y sin reflexión, una espontaneidad que ya no está sujeta a un
objeto que la precediese y al que debiese obediencia. La palabra
auténtica se realiza en el abandono despreocupado al impulso inme­
diato. Entonces la conciencia de la palabra y del ser se da a la prime­
ra vez, en el impulso mismo de la afirmación del yo «que se sabe co­
mo esencia», según los términos de Hegel; la coincidencia entre la
palabra y el ser ya no es un problema, sino un dato primero. Al pru­
dente proceder de una reflexión que intenta delimitar su objeto suce­
de la libre creación de si mismo. Ya no es necesario que el yo se re­
monte a la búsqueda de su fuente; esta fuente está aqui mismo, en el

39 A don Deschamps, 12 de septiembre de 1761, Correspondance générale, DP,


VI, 209; L. IX. 120.
40 En la cuarta Ensoñación, Rousseau se esforzará por distinguir entre ficción y
mentira. La ficción es inocente, no perjudica a nadie, es pura invención.

245
instante presente en el que surge la emoción. En efecto, todo ocurre
en un presente tan puro que el pasado mismo es vivido de nuevo co­
mo sentimiento presente. Por consiguiente, la cuestión primordial
no consiste en pensarse ni en juzgarse, sino en ser uno mismo.
En una ética de la autenticidad, la divisa de Rousseau, vitam im­
penderé vero, se convierte en sinónimo de vitam impenderé sibi.
Pues lo verdadero a lo que debe consagrar su vida es, en primer tér­
mino, su verdad; el pacto con lo verdadero es un pacto consigo mis­
mo. El imperativo ser uno mismo (que Rousseau repetía a Bernar-
din de Saint-Pierre) no le obliga a entregar su vida a una verdad
abstracta previamente establecida41, no le obliga más que a aceptar­
se como fuente absoluta. Esto parece infinitamente fácil, puesto
que en toda circunstancia, y haga lo que haga, todos sus actos le
expresan. ¿Estoy en peligro de no ser yo? Sí, piensa Rousseau, es­
toy en peligro de perderme pues el hombre posee el don de la refle­
xión, es decir, el peligroso privilegio de vivir a distancia de si mis­
mo; asi pues, ser uno mismo no es tan fácil como parece. Nunca se
ha terminado de retomarse uno a sí mismo en la reflexión que nos
aliena. Si no, ¿por qué habría que decirse tan ampliamente a fin de
ser uno mismo? Esto significa que aún no se posee la unidad indivi­
sa. El tener que continuar escribiendo y justificándose prueba que
nunca se hace más que comenzar a ser uno mismo, y que la tarea es­
tá siempre ante nosotros.
Sólo aquí es donde se mide toda la novedad que aporta la obra
de Rousseau. El lenguaje se ha convertido en el lugar de una expe­
riencia inmediata, a la vez que sigue siendo el instrumento de una
mediación. Atestigua al mismo tiempo la inherencia del escritor a su
«fuente» interna y la necesidad de hacer frente a un juicio, es decir,
de estar justificado en lo universal. Este lenguaje ya no tiene nada
de común con el «discurso» clásico. Es infinitamente más impe­
rioso, e infinitamente más precario. La palabra es el yo auténtico,
pero, por otra parte, revela que la perfecta autenticidad está todavía
ausente, que la plenitud debe ser conquistada aún, que nada está
asegurado si el testigo niega su consentimiento. La obra literaria ya
no solicita al asentimiento del lector sobre una verdad interpuesta
en «tercera persona» entre el escritor y su público; el escritor se de­
signa mediante su obra y solicita el asentimiento sobre la verdad de
su experiencia personal. Rousseau ha descubierto estos problemas;

41 Sin lugar a dudas, no hay que subestimar el esfuerzo emprendido por Rous­
seau para establecer una doctrina coherente y atenerse a ella. Necesitaba Jijar sus
ideas: ideas que deben sus pruebas al dictamen de la conciencia y que a su vez autori­
zan a Rousseau a entregarse a la verdad del sentimiento.

246
ha sido verdadero inventor de la nueva actitud que llegará a sti la
de la litetarua moderna (más allá del romanticismo sentimental del
que se ha hecho responsable a Rousseau); se puede decir que ha si­
do el primero en vivir de un modo ejemplar el peligroso pacto del
yo con el lenguaje: la «nueva alianza» en la que el hombre se hace
verbo.

247
V III

LA ENFERMEDAD

La singularidad extrema se convierte en anomalía cuando rompe


toda relación de reciprocidad. ¿Pero dónde comienza la ruptura?
¿Y acaso no se debe tener en cuenta aquello que en toda relación
humana, e incluso en todo diálogo, se niega a aceptar la recipro­
cidad?
Para decidir sobre lo normal y lo anormal, hay que remitirse a
la decisión previa de aquellos que han establecido las normas, pero
la norma nunca es más que una exigencia imperiosa (personal o co­
lectiva) elevada al rango de ley objetiva y científica. La historia, que
pretende juzgar a Rousseau, apela a sus propias normas. Examínese
la critica contemporánea. Unos le tienen por loco, otros sólo hablan
de estupor y de sensibilidad herida; también hay quienes están dis­
puestos a aprobarle y a hacer recaer la acusación sobre la socie­
dad... Semejantes discondancias revelan, en primer lugar, la escasa
autoridad de nuestras normas. En segundo lugar, estas contradic­
ciones nos previenen de que probablemente es vano intentar zanjar
el «caso Rousseau» con una respuesta clara e inequívoca cuando en
nuestros días tantos psiquiatras pretenden tener en cuenta la «perso­
nalidad» de sus enfermos sin concederle un valor excesivo al diag­
nóstico (que clasifica al enfermo en una categoría y que simplemen­
te permite tener una orientación general sobre el pronóstico y el tra­
tamiento), es manifiestamente inútil desear que la última palabra
sobre el «caso Rousseau» nos venga dada en forma de diagnóstico
retrospectivo. Ahora bien, esto es, sin embargo, lo que no se ha de­
jado de hacer. Se han emitido sobre él los más diversos veredictos
dependiendo de las modas médicas y dependiendo de las opciones
literarias o moralizantes: degeneración, psicopatía, neurosis, para­
noia, delirio de interpretación, perturbaciones cerebrales de origen
248
urémico... Si se aíslan ciertos síntomas, si se ponen en evidencia
ciertos documentos y ciertos testimonios, no cabría la menor duda
para un psiquiatra de hoy: estos síntomas son típicos de un delirio
sensorial de relación, afección cercana a la paranoia, y cuya base se
encuentra en el «carácter sensitivo»1. Una vez efectuado este diag­
nóstico surgen preguntas más bien embarazosas. ¿Lleva toda la vida
y la obra de Rousseau la huella de la enfermedad?, o bien, por el
contrario, ¿no será la perturbación mental más que un fenómeno
sobreañadido, aparecido tardíamente, y que se manifiesta en episo­
dios intermitentes? Así pues, sigue abierta la discusión en lo que se
refiere a la importancia de la enfermedad dentro de la vida y de la
obra de Jean-Jacques, y en cuanto a la ligazón que podría unir su
delirio y su pensamiento «racional».
Sabemos que la «perturbación sensitiva» se caracteriza por la
intrusión de una idea delirante en un «contexto» psicológico que, en
apariencia, sigue siendo absolutamente coherente: la imagen prácti­
ca del mundo no ha cambiado en opinión del enfermo: su personali­
dad, lejos de disolverse, se afirma más irreductiblemente que nunca;
para él las coordenadas de referencia familiares del tiempo y del es­
pacio son las mismas que para el hombre «normal». De la intensi­
dad de la enfermedad depende la forma en que la idea delirante po­
lariza las otras actividades de la conciencia y las subordina a sus
propios fines. Ahora bien, la cuestión consiste precisamente en sa­
ber en qué medida la obra de Rousseau atestigua la penetración de
la enfermedad y, a la inversa, en qué medida ésta representa el es­
fuerzo más o menos deliberado de una resistencia a la angustia de la
persecución. En lo que a la expresión se refiere, no es nada fácil dis­
tinguir entre la enfermedad y la reacción contra la enfermedad. (El
médico sabe muy bien que los síntomas que constituyen una enfer­
medad son, en general, las manifestaciones de la respuesta defensi­
va del organismo hacia el agente nocivo.) Los pasajes más deliran­
tes de los Diálogos y de las Ensoñaciones pueden ser considerados
alternativamente bien como la huella misma del mal, bien como un
mecanismo de defensa dirigido a exorcizar el miedo. La huida a la
soledad, los arrebatos de imaginación idilica, la búsqueda de un re­
fugio en las ocupaciones maquinales y los grandes alegatos poéti­
cos; todo esto puede considerarse a la vez como la expresión del mal
y como una terapéutica improvisada espontáneamente. Los refugios
encantados que Rousseau se construye en el sueño no existirían sin
su desconfianza patológica (que le hace sentir «la imposibilidad» dei
i Véase sobre lodo: Ernst Kretschmer, Der sensitive Beziehungswahn (Berlín-
TUbingen, Springer, 1918). Véase más adelante (357 y ss.).

249
ilegar hasta los seres reales)21, pero esos diálogos con «seres confor
mes a su corazón» son momentos de tregua en los que la angustia
parece haber cesado y en los que la persecución ya no le alcanza ni
le concierne. Las alegrias de una comunicación simulada y la felici­
dad ficticia gozada entre personajes inventados representan la respi­
ración artificial de una conciencia que probablemente habría sido
asfixiada y fijada en medio de un mundo muerto por la obsesión de
la universal hostilidad.
Es tan ingenuo afirmar que nos vemos enfrentados a un ser abo­
cado al delirio a causa de su constitución «sensitiva», como vano
seria buscar al «verdadero Rousseau» fuera de su enfermedad. Es
demasiado cómodo decidir que en su comportamiento todo está de­
terminado por un «carácter» mórbido o por un desequilibrio innato
del temperamento. Y no es menos fácil minimizar la perturbación
mental, para celebrar a un gran escritor cuyo pensamiento y genio
literario han sabido desplegarse frente a innumerables enemigos,
antes de la enfermedad y a pesar de la enfermedad. Por el hecho de
que no sea un principio explicativo suficiente, ésta no se reduce, sin
embargo, al papel de un epifenómeno accidental. Los enemigos son
muy reales, pero ha sido él quien se los ha buscado, y la imagina­
ción los multiplica.
Desde la perspectiva de un análisis global resultará que ciertas
conductas primeras constituyen, a la vez, la fuente del pensamiento
especulativo de Rousseau y la fuente de su locura. Pero, en su ori­
gen, estas conductas no son mórbidas por si mismas. Si la enferme­
dad se declara y se desarrolla es solamente porque éstas llegan hasta
la exageración y la ruptura. Ciertamente, la enfermedad es un mis­
terio; este misterio no reside en la propia estructura de la experien­
cia inicial, sino en la exageración que rige en su surgimiento. El des­
arrollo mórbido llevará a cabo la caricaturesca puesta en evidencia
de una cuestión «existencia!» fundamental que la conciencia no ha
sido capaz de dominar.
Rousseau no se sustrae a una comprensión descriptiva, por difí­
cil que sea la tarea de realizarla. En sus momentos de delirio nos pa­
rece solitario, pero no impenetrable. Se encierra en sus convic­
ciones, pero seguimos comprendiéndole, podemos llegar hasta él
mediante un esfuerzo de simpatía. En esto la locura de Rousseau
nos es infinitamente menos misteriosa que la esquizofrenia, la cual
nos impide todo acceso y se repliega en un horizonte irreductible
distinto. Es posible y es necesario seguir a Jean-Jacques por los ca­
minos de la locura.2
2 Confessions, lib. IX. O. C., I, 427.

250
El delirio interpretativo no destruye la coherencia de la persona­
lidad, sino que la reorganiza a partir de datos extremados. Sufrir es­
te tipo de locura y coger la pluma para expresar el valor único de la
personalidad: son éstos, según parece, dos aspectos concordantes de
una misma «vocación». La posibilidad de la certeza irreductible se
dibuja en filigrana a lo largo de toda la obra teórica de Rousseau.
La convicción delirante no es más que el limite extremo de esta ten­
dencia; es la contrapartida del exorbitante privilegio concedido a la
experiencia individual. Parece como si Rousseau hubiese querido
afirmar la legitimidad de la convicción interna hasta el punto en el
que pudiese ser considerada ilegítima por los otros hombres. En el
momento de su reforma, Rousseau se singulariza mediante su pre­
sencia y sus propósitos: cree que afirma su derecho a vivir según los
principios que le dicta su conciencia; sólo escucha a su corazón y a
su razón y no tiene en cuenta la opinión de los demás. A medida
que le vaya obsesionando la persecución, su singularidad se le hará
perceptible sin que tenga que reivindicarla ni manifestarla mediante
signos externos. Renunciará al vestido de armenio: su originalidad
ya no necesita ser anunciada exteriormente, la experimenta, quiéra­
lo o no; ya no tiene que tomarse la molestia de alejarse, la sociedad
le ha exiliado. Asi pues, el delirio de persecución no hace sino trans­
formar una soledad querida en una soledad padecida. No se ve rup­
tura entre una y otra, no se ve solución de continuidad, y no parece
que Jean-Jacques abandone el camino que ha escogido.
Toda reivindicación en favor de una singularidad absoluta equi­
vale a una rebelión contra las normas comúnmente aceptadas. For­
ma parte de la lógica de esta rebelión el que el individuo proclame
su derecho a instalarse en lo anormal y a realizar dicha experiencia,
si tal es la exigencia que experimenta en si mismo. Más aún, preten­
derá ser el fundador y el inventor de una nueva forma, frente a la
cual todos los otros hombres le parecen que están cegados por error.
En los últimos escritos de Rousseau se verá, alternativamente, a
un hombre que pretende haber sido expulsado de todo orden, y
a un hombre que afirma ser el único modelo a partir del cual se po­
dría construir un orden humano legítimo. Unos textos nos dicen
que Jean-Jacques siente que vive en un mal sueño, cuyo despertar
no llega nunca; otros textos nos aseguran, por el contrario, que es el
único que ha sabido preservar el arquetipo ideal del «hombre de la
naturaleza» en un mundo corrompido. Asi pues, en algunas oca­
siones siente que su vida se desarrolla más allá de toda norma hu­
mana, y en otras cree que salvaguarda la norma esencial que desco­
nocen todos sus contemporáneos.
251
Expulsado de todas partes o en el centro de todo, siempre está
solo. Es el único que ha sido arrojado al absurdo y condenado a no
saber ya nada de si mismo; es el único que posee la sabiduría
correcta, la clara razón que juzga sobre el bien y sobre el mal.
No será difícil mostrar, en los primeros textos de Rousseau, en
cartas que datan de antes de la veintena, la presencia de la descon­
fianza del malestar: le han calumniado, han malinterpretado su
conducta y corren el riesgo de tomarle por un espía. Desde el co­
mienzo, Rousseau hace frente a la acusación (o a la simple posibili­
dad de la acusación) y se esfuerza por disculparse. Es la situación
fundamental en la que se encontró en Bossey al sufrir el castigo in­
justo. Así pues, el delirio de los últimos años de Rousseau no inven­
ta ningún dato nuevo: no hace sino exasperar hasta la obsesión un
sentimiento que nunca ha estado ausente de su conciencia.
Pero no es menos importante mostrar que ciertos temas y ciertas
ideas clave del pensamiento teórico de Rousseau evolucionan de tal
forma que llegan a constituir lo que se podria denominar como la
correlación ideológica de la mania persecutoria. Veremos de nuevo
en este caso que en los Diálogos y en las Ensoñaciones Rousseau no
inventa nada que no haya pensado y expresado ya. Pero lo que va­
ria es el sistema, las relaciones que las ideas mantienen o dejan de
mantener entre ellas; el pensamiento de Rousseau sigue trabajando
con elementos adquiridos anteriormente y familiares desde hace
tiempo, pero cuya función y significado remodela. ¿Se ha observa­
do que ciertas expresiones que pertenecían primero al vocabulario
del amor pasan al vocabulario de la persecución? La palabra ligado,
que Rousseau repite en los Diálogos y en las Ensoñaciones para ca­
racterizar su situación de victima, poseia en el quinto libro del Emi­
lio un significado amoroso, y definia la tierna solicitud de Sophie:
«Perdonémosle la inquietud que causa a lo que ama, a causa del
miedo que le produce el que él no esté nunca suficientemente liga­
do»*. He aquí otro ejemplo de la misma transferencia de significa­
do: Rousseau, perseguido, se siente en manos de aquellos que «dis­
ponen de su destino»; sin embargo, Saint-Preux deseaba esta si­
tuación de dependencia absoluta e imploraba a Julie: «Por piedad
no me dejéis abandonado a mis solas fuerzas; dignaos al menos dis-3

3 Emite, lib. V, O. C„ IV, 796. En un curioso pasaje de La Nueva Eloísa


(VI parle, cana VI), Julie utiliza esta palabra para anunciar a Saint-Preux los pe­
ligros que corría instalándose en Clarens. Ligado es en esc caso un término ambiguo
que caracteriza al mismo tiempo una situación de amante y una situación de victima:
Saint-Preux va a exponerse «a todo lo que puede despertar en ¿I las pasiones mal
apagadas; se va a ligar a las trampas que más debería temer».

252
poner de mi suerte»4. Una vez más, el deseo amoroso parece en­
contrar, aqui, una realización paródica y masoquista en el cruel uni­
verso de la persecución... Y esta unanimidad, que constituía el ca­
rácter exaltante del pacto social, he aqui que se materializa contra
Rousseau mediante la inexplicable hostilidad de toda una genera­
ción. «La liga es universal, sin excepción, y definitiva»5. El pro­
nombre se, que en el Contrato Social representaba la voluntad gene­
ral, designa ahora el anonimato colectivo de una conjuración uni­
versal. (A partir del pequeño grupo de «esos señores», la maldad se
generaliza y alcanza a todos los hombres: esos señores se convierten
en ellos y finalmente en se.)

La r e f l e x ió n c u l p a b l e

En los Diálogos, algunas de las ideas clave de Rousseau se esta­


bilizan definitivamente y aparecen ante nosotros en su estado final.
Conviene examinar aqui el papel que corresponde a la noción de
reflexión y a la de obstáculo. En efecto, estas dos nociones experi­
mentan una acentuación extremadamente significativa, que nos per­
mitirá comprender mejor el estado final a que lleva la experiencia
de Rousseau6.
El segundo Discurso atribuia a la reflexión un papel ambiguo.
Como recordarán, el poder de la reflexión está ligado a la perfecti­
bilidad del hombre. El hombre emerge fuera de la animalidad si­
multáneamente mediante el empleo de los utensilios y el desarrollo
del juicio reflexivo. Todo se pone en movimiento por tanto, pero
este movimiento nos aleja de la plenitud original: nos pervierte, es
decir que nos aparta de nuestra primera naturaleza. El hombre que
reflexiona es un animal depravado, lo que no implica en primer tér­
mino una condena moral: un animal depravado es un animal que
abandona el sencillo camino a que le conducía su instinto. La refle­
xión nos hace perder la presencia inmediata del mundo natural; ¿sta
es la razón por la que, en la teoría, el desarrollo de la reflexión es
estrictamente contemporáneo de la invención de los primeros instru­
mentos, por medio de los cuales el hombre se opondrá a la naturale­
za en lo sucesivo. La civilización se construye por la conjunción del

4 Lo Nouvelle Hélofse, I parte, carta II, O. C., 11, 35.


5 Réveries, octavo Paseo, O. C., 1, 1077.
6 Hemos retomado el problema en uno de los capítulos del L 'Oeit vivanl (París,
Gallímard, 2." ed., 1968): «Jean-Jacques Rousseau y el peligro de la reflexión», pá­
ginas 94-188.

253
pensamiento reflexivo de la acción instrumental, y no es posible
retroceder. Por desastrosa que haya sido nuestra ruptura con la pri­
mitiva claridad de la experiencia sensible, debemos considerarla
irreversible y conformarnos con nuestro estado presente7. Aunque
sea licito condenar los daños causados por la reflexión, hay que de­
cir también que ésta procura la prueba de la espiritualidad del
hombre. Entre los argumentos que Rousseau opone al materialismo
en el Emilio, la reflexión figura en lugar preferente: el hombre po­
see un poder activo de juzgar y comparar. Así pues, no es totalmen­
te el juguete de las causas materiales, su espíritu no está completa­
mente sometido a las leyes de la naturaleza inanimada. Por profun­
da que sea la nostalgia de Rousseau por la inmediatez de la vida
sentida y del instinto, en el Emilio reconoce que la sensación no su­
pone aún más que un ser pasivo. Para que el hombre alcance su ple­
nitud, es necesario que revele el «principio activo» de su alma, es
necesario que juzgue, que razone y que compare (Locke y Condillac
lo habian dicho ya antes que Rousseau). Al superar la existencia
sensitiva, el hombre adquiere el poder de «dar un sentido a la pa­
labra es»8.
Consecuentemente, la doctrina pedagógica de Rousseau acepta­
ba hacer intervenir a la reflexión como un estadio necesario de la
evolución de la conciencia. Ciertamente es nefasto apelar dema­
siado precozmente al juicio del niño: Emilio, al principio, sólo es
capaz de sentir. No se le debe imponer un esfuerzo artificial que le
separe de la realidad percibida inmediatamente. Pero llega un mo­
mento, en tomo a la pubertad, en el que el espíritu está maduro pa­
ra la reflexión. En una educación conforme a la naturaleza, la refle­
xión tiene derecho a intervenir, pero, en su momento, a la edad que
le conviene. Asi pues, Rousseau construye un esquema dinámico en
el que el desarrollo de la actividad reflexiva constituye una fase in­
termedia entre el estadio infantil de la sensación inmediata y el des­
cubrimiento del sentimiento moral, que constituirá una sintesis su­
perior al unir la inmediatez del instinto y la exigencia espiritual des­
pertada por la reflexión. Rousseau, en una frase que prefigura a
Kant, asigna a la razón raciocinante la tarea de preparar el impera­
tivo práctico del sentimiento moral: «De este modo, mi regla de
entregarme más al sentimiento que a la razón obtiene su confirma­
ción de la razón misma»9. La reflexión, estadio intermedio, es en

7 Para más detalles remitimos al lector a las notas que hemos consagrado a este
problema en la edición de la Pléiade (O. C., 111, 1310 y ss.).
* Émile, IV parte, O. C„ IV. 571.
9 Op. tit., 573.

254
cierto sentido una desgracia, puesto que destruye la unidad original
de la conciencia y la separa del mundo natural. El acto de juzgar me
aleja de la verdad:

Solamente sé que la verdad está en las cosas y no en mi


espíritu que las juzga, y que cuanto menos pongo de mi parte en
los juicios que realizo, más seguro estoy de acercarm e a la ver­
dad ,0.

Pero la conciencia toma posesión de si misma separada de la


«verdad de las cosas»; a partir de ahora se conoce como conciencia.
Ya no es en el mundo, sino en ella, donde se produce la revelación
inmediata. La reflexión, que ha roto la unidad original, nos hace
acceder a una nueva unidad tan absoluta como la primera, pero ilu­
minada por el conocimiento. La conciencia ya no vive ingenuamen­
te su unión con el mundo, siente en si misma la fuente de su unidad,
se funda en su certeza:

La conciencia no nos dice la verdad d e las cosas, sino la regla


de nuestros deberes".

La reflexión, que ha ocultado la «verdad de las cosas», ha per­


mitido que el sentimiento moral se manifieste en nosotros y que se
imponga categóricamente. Nos encamina hacia el estadio ulterior en
el que podemos prescindir de la reflexión para guiarnos por el «dic­
tamen» de la conciencia. Mediante la reflexión se ha operado una
interiorización: hemos perdido el contacto sin defecto con el mundo
exterior, pero se hace la luz dentro de nosotros en lo sucesivo. El
mundo puede permanecer disimulado bajo el velo nos contentare­
mos con una transparencia que se abre paso en nosotros mismos:
era en estos términos en los que se formulaba la experiencia extática
de la tercera carta a Malesherbes; era asi, igualmente, como Julie
accedía al goce de una «comunicación inmediata» mientras el velo
de la muerte venia a cubrir su rostro.
Todo cambia con la acentuación que Rousseau impone a sus
ideas al escribir los Diálogos. La reflexión ya no es aquel poder am­
biguo que determina la corrupción de las sociedades y que hace po­
sible el progreso de la conciencia moral. Ya no es una etapa por la10*2

10 Émile. IV partí, O. C.. II. 573.


'• La Nouvelle Hélolse, VI parte, carta VIII. O. C.. II, 698.
12 Videsupra, cap. IV, «Teoría de la revelación». Hay que recordar asimismo la
carta de Rousseau a don Deschamps (2$ de junio de 1761. Correspondance générote.
DP, VI, 160; L, IX, 28): «La verdad que amo no es tanto metafísica como moral».

255
que el espíritu debe pagar necesariamente en el curso de su creci­
miento. Ya no hay ningún camino que lleve más allá de la reflexión.
Hela aquí convertida, inequívocamente y sin esperanza de reconci­
liación, en una fuerza enemiga: en el fundamento del mal. Lo que
en principio era movimiento y superación se consolida ahora en una
oposición definitivamente insuperable. En vez de abrirse hacia un
progreso «dialéctico», la antítesis cobra mayor peso y se inmoviliza.
El conflicto entre la «vida inmediata» y la «vida reflexiva» es defi­
nitivamente insoluble. Desde el comienzo de los Diálogos, Rousseau
construye un sistema en el que la reflexión está representada, en tér­
minos de cinética, como una reflexión de la energía primitiva del
alma:

Todos los primeros movimientos de la naturaleza son buenos y


rectos. Tienden lo más directam ente posible a nuestra conserva­
ción y a nuestra felicidad: pero enseguida, al carecer de fuerza pa­
ra seguir su prim era dirección a través de ta n ta resistencia, se de­
jan difractar por miles de obstáculos que, al desviarles del verda­
dero objetivo. Ies hacen tom ar caminos oblicuos en los que el
hom bre olvida su destino prim ero13.

La reflexión hace que nos desviemos de nuestro verdadero obje­


tivo. Aquí encontramos, en el lenguaje de la mecánica, el equivalen­
te de aquello que Rousseau afirmaba cuando definia al hombre que
reflexiona como un animal depravado.
En este punto, la reflexión aparece como una forma degradada
de energía espiritual. En el Emilio, el pensamiento aportaba, por el
contrario, la prueba del poder activo que hace del hombre un ser
autónomo y libre: capaces de juzgar y de comparar nos oponemos
activamente al mundo en vez de soportarlo pasivamente. Pero aho­
ra reflexionar es una «debilidad del alma»: carecemos de fuerza pa­
ra alcanzar por vía directa nuestro objetivo primitivo; al entrar en
contacto con el obstáculo nuestras energías se amortiguan, el ardor
inicial se frena y se extingue. La reflexión es gélida y todo lo que to­
ca es alcanzado inmediatamente por un frío mortal. Reflexionar es
comparar. Ahora bien, el amor propio consiste en compararse con
los demás. La reflexión es, por lo tanto, el origen del amor propio y
de todas las «pasiones que repelen»:

La acción positiva o de atracción es el sencillo producto de la


naturaleza que intenta extender y reforzar el sentimiento de

>3 Dialogues, I. O. C., I, 668-669.

256
nuestro ser; la negativa de repulsión, que comprime y em pequeñe­
ce el de los dem ás, es una com binación que produce la reflexión.
De la prim era nacen todas las pasiones afectuosas y dulces, de la
segunda todas las pasiones odiosas y crueles14.

Previamente a la reflexión se encuentra el amor de si mismo,


mediante el cual nuestra existencia se afirma inocentemente: el
amor de si mismo sólo tiene en cuenta al yo, ignora la diferencia del
otro, y, por consiguiente, no puede oponerse activamente a los de­
más. Pero desde el momento en el que los demás aparecen en el ho­
rizonte de nuestro juicio, somos victimas del amor propio, nos com­
paramos y el mal se hace posible. Sólo pueden mentí», sólo pueden
disfrazarse aquellos que se comparan a los otros hombres mediante
la reflexión. Los malvados, los cómplices del complot actúan como
«una perfidia meditada y reflexiva» 1S. Es la reflexión lo que consti­
tuye el pecado fundamental y la que introduce en el mundo el male­
ficio de la apariencia engañosa:

La principal habilidad de todos los malvados es la prudencia,


es decir, el disimulo. Al tener tantos designios y sentimientos que
ocultar, saben com poner su apariencia exterior, gobernar sus mi­
radas, su aspecto, su com postura y hacerse dueños de las aparien­
cias. Saben tom ar ventaja y cubrir con un barniz de sabiduría las
negras pasiones que les corroen... Las de ios corazones ardientes y
sensibles, al ser producto de la naturaleza, se m uestran a pesar de
aquel que las tiene; su primera explosión puram ente maquinal es
independiente de su voluntad... Pero al no ser el am or propio y
los movimientos que de éste derivan más que pasiones secundarías
producidas p o r la^ reflexión no actúan de m odo tan sensible sobre
el organismo. He aquí por qué aquellos a quienes gobiernan este
tipo de pasiones son más dueños de las apariencias que aquellos
que se entregan a los impulsos directos de la naturaleza16.

Así pues, perder la espontaneidad, dejar de obedecer el impulso


directo, es entrar en el terreno de los malvados, es establecerse en el
reino del mal. He aqui el pecado de los otros. Rousseau, por su par­
te, está indemne: es el hombre de la espontaneidad impulsiva, a su
naturaleza permanente le repugna la reflexión. Sólo actúa espontá­
neamente, y los movimientos de su sensibilidad, tan ardientes como
efímeros, no toman jamás «vías tortuosas». Jean-Jacques está go­
bernado por la sensación inmediata: es la prueba absoluta de su

•4 Dialogues. 11, O. C., I, 805.


»* Dialogues. III. O. C.. I, 927.
Dialogues, II, O. C., I, 86.

257
inocencia. No puede ser un malvado, puesto que la reflexión carece
de poder sobre él. «Todos sus primeros movimientos serán vivos y
puros; los segundos tendrán poco poder sobre él... Nunca hará vo­
luntariamente lo que está mal... Todas sus faltas, incluso las más
graves, no serán más que pecados de omisión»'7. Ciertamente ha
traicionado algunas veces su naturaleza y ha cedido a la tentación
de la reflexión. En realidad, no es responsable de ello, le han sedu­
cido, le han arrastrado al mal. Si se ha convertido en escritor es
porque ha sido víctima de una especie de hechizamiento:

He pensado algunas veces con bastante profundidad; pero ra­


ram ente con placer, casi siempre contra m i voluntad y com o p o r
la fu e rza ■' la ensoflación me relaja y m e divierte, la reflexión m e
fa tig a y m e entristece; pensar fue siempre p ara mí un a ocupación
penosa y sin encanto1*.

Aún dirá más: Si ha cometido malas acciones en su vida es por


haber seguido pasajeramente los consejos del pensamiento reflexi­
vo: «Todo el mal que he hecho en mi vida lo hice por reflexión; y el
poco bien que he podido hacer lo hice por impulso»19. Los
extravíos de Jean-Jacques no eran movimientos impulsivos, sino re­
cursos poco afortunados a los consejos de la reflexión.
La imagen de Jean-Jacques, tal como la construyen los Diálogos,
acepta todas las contradicciones, todas las debilidades a excepción
del envilecimiento de la reflexión; por consiguiente, la inocencia de
Jean-Jacques está radicalmente asegurada, puesto que el fundamen­
to del mal le es ajeno. Rousseau se repliega en un mundo en el que
el bien le pertenece infaliblemente por el simple hecho de no estar
contaminado por la reflexión. Poco importa que hable sucesiva­
mente de la energia de sus pasiones y de la debilidad que le entrega
sin defensa alguna a sus sensaciones. No existe contradicción entre
el impulso activo del sentimiento espontáneo, y la pasividad de los
automatismos sensitivos, siempre que uno y otro manifiesten una
sumisión absoluta a lo inmediato. La actividad inmediata y la pasi­
vidad inmediata son equiparables, su pureza es semejante. La única
debilidad culpable es aquella que conduce a la reflexión. Desde
luego, Jean-Jacques es débil, es «esclavo de sus sentidos», pero esta
debilidad carece de importancia, no le desvia de los goces inme­
diatos. No es virtuoso, sólo es bueno, pero nunca será culpable.*18

n Op. cit.. 824-825.


18 Réveries, séptimo Paseo, O. C.. I, 1061-1062.
i* Correspondance générate, DP, XVII, 2-3.

258
El mundo no reflexivo en que Rousseau se encierra es un mund<<
que pretende ser autosuficiente y completo. La teoría revisada no si­
túa el comienzo de la actividad del alma en el estado de la reflexión,
tal y como pretendía la teoría psicológica de Locke y de Condi-
Uac. En este universo que pretende no deberle nada a la reflexión, el
hombre quiere mostrarse plenamente activo sin tener que ejercer su
juicio. Hemos visto cómo Rousseau estableció la posibilidad de una
memoria que no seria una reflexión sobre un objeto pasado, sino el
surgimiento actual del sentiminto. También la imaginación se des­
pliega sin el recurso a la reflexión. He aqui dos actividades salvadas
de entrada del contagio del mal y a las que Rousseau podrá entre­
garse sin remordimientos. Por lo demás, toda la moral se funda
sobre la piedad, que es anterior a la aparición del pensamiento
reflexivo: éste es un punto sobre el que Rousseau insistió frecuente­
mente. Al escribir el segundo Discurso, habla visto ya el origen de
la moral en la piedad natural, es decir, en «un puro movimiento de
la naturaleza, anterior a toda reflexión»20. Asi pues, una vida recta
es posible antes de que la existencia de los otros se convierta en un
término de comparación para nuestro amor propio. Antes de la re­
flexión simpatizamos espontáneamente con nuestro prójimo y nos
identificamos con él, en vez de oponernos a él. La «sensibilidad po­
sitiva» que deriva del amor de si mismo nos hace conocer «pasiones
afectuosas y dulces»21. Nada esencial nos faltará si nos replegamos
en un mundo en el que la luz primitiva de las conciencias no se des­
dobla en el sombrío espejo de la reflexión.
Rousseau abandona, así, la idea de una síntesis progresiva que
incluiría y superaría el estadio de la reflexión. Ya no se trata de se­
guir el esquema de evolución propuesto en el Emilio, que pretendía
que el hombre adquiriese el dominio de la reflexión para acceder a
una espontaneidad más rica más allá de la reflexión. Parecía como
si hubiera un camino en cuyo término nos encontraríamos a nos­
otros mismos después de haber conocido el tiempo de la separación.
Ahora nos hallamos en un lugar sin camino; es un mundo troceado
y mutilado. La vida inmediata y el pensamiento reflexivo se oponen
sin esperanza de reconciliación: ningún camino conduce de la una al
otro. Los malvados se instalan en la reflexión, los buenos —es de­
cir, Jean-Jacques— viven una sucesión de «primeros movimientos»
de los que no se «difractará» ninguno.
Reflexionares juzgar. Pero los Diálogos se titulan también:
Rousseau juez de Jean-Jacques.
20 Discours sur ¡"Origine de l'Inégatité, O. C., III, 155.
» Dialogues, II, O. C., IV, 805.

259
Reflexionar es comparar. Pero al comienzo de los Diálogos se
lee: «Era preciso, necesariamente, que yo dijese con qué ojos vería
a un hombre tal como soy yo si fuese otro»21. No solamente Rous­
seau realiza aqui un desdoblamiento reflexivo, sino que a lo largo
de todo su libro se compara con sus enemigos para situarse en su
verdadero lugar, en la inocencia de la vida irreflexiva. Rousseau
habla de Jean-Jacques y demuestra que es «esclavo de sus senti­
dos», pero nunca pierde de vista a los otros para su demostración, a
los malvados, a aquellos a quienes domina la fria pasión de la refle­
xión. Puede decirse por ello que los Diálogos son esencialmente una
reflexión dirigida contra la reflexión. Es aqui donde reside el sin­
sentido y el error capital de los Diálogos, tanto y posiblemente aún
más que en el carácter delirante de las ideas de persecución. La
conversación entre los dos personajes, Rousseau y el Francés, es
una interminable reflexión destinada a probar que Jean-Jacques,
conducido solamente por sus sensaciones y por sus impulsos, es in­
capaz de vivir en la forma del pensamiento reflexivo. Jean-Jacques
se separa de si mismo con el fin de decirnos que nunca se ha aban­
donado. La obra entera es una reflexión desgraciada y vergonzosa,
fascinada por la nostalgia de lo irreflexivo: se condena y reniega de
si misma al desarrollarse, y, al mismo tiempo, agrava y prolonga la
falta de escribir y de reflexionar, de las que Rousseau se declara
inocente. De ahi las infinitas negaciones: Jean-Jacques no habia na­
cido para convertirse en un escritor, ha sido arrastrado fuera de sí
mismo: por lo demás, nunca fue un pensador, sólo tomó la palabra
para pintar su alma y para expresar los sentimientos más espontáne­
os. Su verdadero reino es el «mundo encantado», entre los iniciados
que se comprenden sin recurrir al lenguaje humano, gracias a signos
infalibles...
Ciertamente, el Rousseau de los Diálogos tiene la intención de
revelar al verdadero Jean-Jacques de una forma tan directa como
sea posible. Querría convencer a su interlocutor —el Francés— pro­
vocando en él una iluminación instantánea: «Veamos... si no habria
medio alguno de haceros sentir de repente, mediante una impresión
sencilla e inmediata, aquello de lo que no podría persuadiros proce­
diendo gradualmente en razón de 'as opiniones que tenéis» (Dialo­
gues, II, O .C ., I, 799.) ...Pero este medio sencillo no existe; hay
que hablar sin fin, discurrir interminablemente. La demostración
desplegará todos los argumentos imaginables, hasta los más abs­
tractos, para construir el mito de un Jean-Jacques incapaz para la2

22 Dialogues, sobre el tema y la forma de este escrito, O. C., I. 655.

260
reflexión y para el discurso. De este modo, compromete y p ic n ic es­
ta imagen mítica en el esfuerzo mismo que realiza para Irazarla y
representarla: el mito está amenazado por la inautenticidad en su
propio origen. El Rousseau de los D iá lo g o s habla desde el mundo
de la reflexión; vive en la desgracia de la división, persigue la justifi­
cación; pero el Jean-Jacques del que habla vive en otro mundo,
nunca franqueó el umbral de la reflexión, no abandonó la unidad
indivisa de la naturaleza, no necesita justificación.
En el primer Discurso, Rousseau era consciente de su paradoja:
sabia que era un hombre de letras que hablaba en contra de las le­
tras. Aqui, la misma paradoja ha llegado a su culmen, pero él ha
dejado de ser consciente. Rousseau no consigue reconocer que es un
hombre reflexivo que pretende no saber nada de la reflexión. El
Rousseau que juzga y el Jean-Jacques incapaz del esfuerzo del jui­
cio no pueden ser el mismo hombre. Tal como se piensa, Rousseau
no tendría derecho a pensarse. La actividad reflexiva, por la que
Rousseau pretende demostrar su inocencia, está condenada por los
principios mismos sobre los cuales funda las condiciones del bien y
del mal. Si fuese consciente de si misma, sabría que era culpable,
puesto que el campo de la reflexión coincide con el propio mal. Sa­
bría que pertenece al mundo que ha anatemizado... Para escapar a
esta contradicción fundamental, habria dos salidas posibles: si se si­
gue considerando la reflexión como el principio del mal, no queda
más que callarse; o bien, si se quiere hablar inocentemente hay que
reconocer la inocencia de la reflexión. Pero Rousseau se obstina en
la contradicción: seguirá hablando de la felicidad de la comunica­
ción silenciosa, seguirá invocando a una inmediatez que arruina con
su palabra.
El Rousseau que nos habla es absolutamente ajeno a la imagen
que construye de si mismo. Aquí reside la verdadera alineación, en
el sentido psiquiátrico del término. Pues el propio Rousseau sufre la
división que, al cortar el mundo en dos, enfrenta irreductiblemente
el mal de la reflexión y la inocencia de lo inmediato; vemos como
esta división se introduce en el propio Rousseau y erige en el inte­
rior de su conciencia la hostilidad de dos mundos a los que no une
ningún camino. No ha aniquilado la reflexión ni la ha superado; la
ha expulsado. Y al mismo tiempo se ha condenado a no poder ha­
blar de si mismo más que desde el exterior, desde el punto de vista
de la falta. Lejos de llevar a cabo la unidad del sentimiento y del
lenguaje, su palabra es definitivamente lo otro con respecto al «ver­
dadero yo» que pretende permanecer en la plenitud indivisa. Rous­
seau está excluido de Jean-Jacques, y sin embargo, es a partir de

261
esta extraña exclusión como se construye el retrato de Jean-Jacques.
Un problema análogo se habia presentado ya cuando Rousseau
había concebido su proyecto de moral sensitiva. Una cosa es sufrir
la influencia del medio que nos rodea y otra muy distinta analizar el
efecto moral de nuestras experiencias sensibles y disponer los obje­
tos que nos rodean de tal forma que su influencia nos sea favorable.
Rousseau querría entregarse por completo a la sensación, pero a
condición de que el medio sensible esté dispuesto a su favor:

Las sorprendentes y num erosas observaciones que había reco­


gido estaban por encima de toda discusión y, p o r sus principios fí­
sicos, me parecían adecuadas para producir un régimen exterior
que. m odificado según las circunstancias, pudiese poner o m ante­
ner al alm a en el estado más favorable a la virtud2*.

Asi pues, es necesaria una iniciativa activa, vigilante y reflexiva,


para «variar el régimen exterior» y para hacer posible, más adelan­
te, una entrega puramente pasiva a la impresión exterior. Para que
un proyecto semejante tenga éxito, es preciso que la sensación sea
empleada como un medio, debe servir de instrumento eficaz para
una acción razonable y reflexiva. Pero para Rousseau la moral sen­
sitiva está destinada a liberar el espíritu del esfuerzo de la reflexión,
su objetivo reside en construir unos automatismos que hagan de la
vida inmediata una vida conforme a la virtud. El éxito perfecto con­
sistiría en poder entregarse ingenuamente a la sensación, olvidando
que ésta es un medio utilizado por la reflesión. Un éxito semejante
presupone un inmenso trabajo especulativo; Rousseau se desani­
mará en el camino. Habrían sido necesarias demasiadas reflexiones
preliminares para llegar a prescindir definitivamente de la reflexión.
(Merece la pena emprender el esfuerzo intelectual si éste asegura el
reposo y dispensa de todo nuevo esfuerzo. Rousseau declara en las
Ensoñaciones que se ha impuesto una difícil reflexión con el fin de
precisar de una vez por todas sus ideas en materia de metafísica y
de religión*24. Ha pensado para no tener que volver a pensar: ha
puesto a punto su credo, su profesión de fe, para no tener que vol­
ver sobre sus dudas y para entregarse al sentimiento sin reservas.
La filosofía vuelve a su papel de sirviente, no ya al servicio de la
teología, sino del sentimiento inmediato.)
Rousseau no ve que la vida sensitiva con que sueña no puede
existir más que bajo la vigilancia constante del pensamiento reflexi­

22 Confessions, lib. II, O. C., 1, 409.


24 Vide supra, cap. III, 63.

262
vo. No ve que, aunque la reflexión puede ser superada, con iodo no
puede ser rechazada como si nunca se le hubiese pedido consejo, lis
una mistificación creer que así se termina con la reflexión, y Rous­
seau parece querer ser, a la vez, el mistificador y el mistificado, el
encantador y el encantado. Quiere gobernarse, pero dejándose go­
bernar por las cosas:

¡De cuántos extravíos se salvaría a la razón, cuántos vicios se


impedirían nacer si se supiese fo rza r la estructura animal a fin de
que favoreciese el orden m oral que tan a menudo perturba!25

¿Cómo ser a la vez aquel que fuerza y aquel que se deja forzar?
¿Cómo vivir sensitivamente de manera inocente toda vez que uno
mismo ha puesto en marcha el condicionamiento sensible? ¿Cómo
asumir la responsabilidad de la puesta en escena, cómo trabajar en
el arreglo del orden exterior sin dejar de salvaguardar la dócil irres­
ponsabilidad de un «animal» que deja actuar al mundo sensible y se
deja conducir ingenuamente por sus sensaciones? Seria necesario
poder ser, alternativamente, un demiurgo y un animal. Sólo un arti­
ficio magistral puede organizar el mundo de tal forma que la vida
virtuosa se lleve a cabo inocentemente y sin esfuerzo, bajo el sólo
impulso de los sentidos.
¿Acaso no se destruye la espontaneidad original, o al menos se
la altera profundamente, desde el momento en que lo que es origi­
nal es asi manipulado con vistas a un objetivo moral? Rousseau no
puede aceptar abandonar la red de las influencias sensibles, a las
que considera como responsables de nuestros sentimientos morales,
y tampoco quiere renunciar a tener influjo sobre este dispositivo de­
terminante:

T odo nos ofrece miles de asideros casi seguros para gobernar


en su origen los sentimientos por los que nos dejam os dom inar26.

¿Pero cómo preservar la primitiva pureza de los sentimientos sin


dejar de gobernarlos? ¿No corremos el riesgo de perder la frescura
de lo original sin llegar a dominar nada mediante la reflexión, en lu­
gar de desembocar en una síntesis acertada? Estaremos exiliados del
origen sin habernos asentado en el dominio del pensamiento riguro­
so. Los derechos de la sensación no habrán sido restaurados y los
de la reflexión no habrán sido instaurados. Permaneceremos fluc-

25 Confessions, lib. IX, O. C., I, 409.


26 Ibldem.
263
tuantes entre una reflexión vergonzosa, que no se atreve a afirmar­
se, y una sensibilidad desprovista de espontaneidad, perturbada por
la reflexión e incompletamente controlada.
La utilización de los efectos psicológicos del mundo sensible es
un artificio que compromete la libertad. Un mismo hombre no pue­
de, sin mala fe, construir un decorado mágico y entregarse pasiva­
mente a esta magia. No puede ignorar que ha sido el artífice volunta­
rio de aquello que desea experimentar como una influencia involun­
taria. Si se ha sometido deliberadamente a la influencia de las cosas
externas —«los climas, las estaciones, los sonidos, los colores, la os­
curidad, la luz, los elementos, los alimentos, el ruido, el silencio, el
movimiento, el reposo»27—, debe reconocer que puede sustraerse a
ello con la misma libertad. El proyecto de moral sensitiva revela que
Rousseau ha decidido entregarse a las cosas absolutamente, pero ol­
vidando de inmediato que su decisión ha sido tomada con toda li­
bertad. Se persuade de que no hay más que dejar actuar a las cosas:
el bien se produce y el orden moral se realiza automáticamente. Lo
que Rousseau parece buscar es la seguridad pasiva, un estado de fe­
liz obediencia que no tenga que ser vuelto a poner en cuestión. Es
necesario, por tanto, que simule ignorar que el acto libre por medio
del cual se confia al poder de las cosas puede separarle también de
ese poder en todo momento. En la «moral sensitiva», el condiciona­
miento viene del exterior, las decisiones son tomadas o forzadas por
los objetos externos (una vez acondicionados convenientemente);
Rousseau ya no tiene que tomar iniciativas, puesto que esto es cosa
del mundo sensible. En consecuencia, el mal ha desaparecido;
Rousseau no actúa, y las cosas son inocentes. ¿De dónde proven­
dría la falta? Pero la falta consiste precisamente en repudiar la
reflexión que ha instalado el decorado antes de levantar el telón. La
falta consiste en haber abdicado de la libertad de decisión para con­
fiársela a las cosas, al mundo inmediato. El error, al igual que en
los Diálogos, consiste en actuar de tal modo que dos «momentos»
de la conciencia —la reflexión y la sensación— se hagan extraños el
uno para el otro hasta el punto de que ya no parezca que pertenecen
al mismo ser.
De hecho, antes de que Rousseau hubiese anatematizado la re­
flexión ya veia en ella una facultad que no puede coexistir fácilmen­
te con la espontaneidad de la sensación. La reflexión y el imperio de
los sentidos (o del sentimiento) no pueden habitar en una misma
alma. En consecuencia, Rousseau distinguía entre el hombre de la

27 Ibldem.
264
sensibilidad y el hombre de la reflexión; hacía de ellos dos persona­
jes diferentes y complementarios: Saint-Preux y Wolmar, Émile y
su preceptor. Existe una relación positiva entre los seres reflexivos
y los sensitivos, y esta relación es pedagógica, educativa. El hombre
reflexivo conoce la manera de gobernar a las almas sensibles. Ejerce
sobre ellas una violencia benéfica, primero para conducirles según
el orden y el bien y después para despertarles al conocimiento ilus­
trado del orden y del bien. Tal es el objetivo de la educación: más
tarde el hombre de la sensibilidad poseerá también los poderes de la
reflexión; más tarde se producirá la síntesis. Pero al principio hay
una gran distancia, el maestro y el discípulo pertenecen a dos mun­
dos diferentes.
Parece que antes de la época de persecución Rousseau se com­
plació en vivir, alternativamente, el papel del hombre reflexivo y el
del alma sensible. Si Émile es posiblemente otro Jean-Jacques, el
preceptor es otro Rousseau. Igualmente, Wolmar y Saint-Preux son
dos identidades imaginarias que el soñador de el Ermitage adopta
alternativamente al crear su novela. Revive la edad de oro de la in­
fancia y se concede las alegrías y las desgracias de un alma sensible;
pero se exalta también haciéndose poseedor del poder demiúrgico
de Wolmar y del preceptor.
La reflexión del maestro se propone como tarea favorecer la
vida irreflexiva del niño, hasta el momento en que éste pueda ser
iniciado a la reflexión. De todos modos adivinamos un engaño en el
modo en que los maestros preparan los objetos destinados a causar
impresión a las «almas sensibles». (Este engaño habia aparecido ya
ante nosotros en el momento en el que analizábamos las relaciones
de confianza que unían a Wolmar con sus sirvientes.) Saint-Preux
es conducido a la virtud casi sin que se dé cuenta. Émile es educado
«según la naturaleza», gracias a los artificios del preceptor omni­
presente y omnisciente: la «educación negativa» es el fruto de una
reflexión positiva. La libertad de Émile es mantenida en reposo
mientras se gobierna al niño por la sola sensación. Sin duda, el pre­
ceptor tiene la intención de favorecer —a su debido tiempo— el des­
pertar de una plena responsabilidad. Pero durante todo el tiempo
que dura esta educación el discípulo es manejado enteramente por
el preceptor. Aunque es ésta una educación para la libertad, no es,
ciertamente, una educación mediante el recurso de una libertad
auténtica.
Emilio se siente libre y no lo es. Miles de coacciones invisibles
condicionan su conducta: el mundo «natural» en el que vive es, en
realidad, obra del preceptor. Émile está cautivo de una refinada

265
trampa. Sin embargo, la mayoría de los lectores leyeron el Emilio
como si Rousseau les invitase a imitar la espontaneidad sensitiva del
niño, y no la reflexión razonable del preceptor que dirige la espon­
taneidad de su discipulo. No se ha visto en él la exposición de una
ciencia pedagógica y de una técnica reflexiva, sino un canto en ala­
banza del sentimiento irreflexivo. Esto es no entender bien a Rous­
seau, pero él mismo es parcialmente responsable de este malentendi­
do. En efecto, en las teorías del preceptor nada confirma ni legitima
su propia actitud; casi todas sus declaraciones tienen por objeto el
papel nefasto de la reflexión. Él parece no ser consciente de su pro­
pia reflexión y construye un sistema según el cual su propio discurso
no tendría derecho a existir. Rousseau ha atribuido al preceptor el
papel del mediador, pero le convierte en profeta de la vida inmedia­
ta. Su método consiste en mantener al niño, al menos hasta una
cierta edad, «siempre en sí mismo y atento a aquello que le concier­
ne inmediatamente»zs. Así Rousseau establece la necesidad de la
mediación (puesto que tiene necesidad de un preceptor) y al mismo
tiempo la rechaza (puesto que el preceptor predica el evangelio de la
vida inmediata).
Ahora bien, el rechazo de la mediación se irá haciendo cada vez
más categórico. En el momento en el que escribe los Diálogos,
Rousseau ve la sensación y la reflexión como términos irreductible­
mente opuestos. Él mismo se presenta como aquel que nunca ha
abandonado la inmediatez de la sensación. Esto es producto de la
dialéctica que atribuía a la reflexión una función mediadora entre la
unidad primera del mundo natural y la unidad superior del mundo
moral. La reflexión es ahora lo absolutamente opuesto a la natura­
leza, el enemigo irreconciliable; todo se fija en una antinomia de
tipo maniqueo.
El papel del preceptor, con el que Rousseau aceptaba identifi­
carse, pasa entonces al campo del enemigo. El peligroso poder de la
reflexión pertenece ahora al otro, al malvado que Rousseau no pue­
de ni quiere ser. De este modo, la persecución desarrollará una os­
cura parodia de la relación de feliz dependencia que unía a Emilio
con su preceptor. En manos de sus perseguidores, Jean-Jacques se
parece a Emilio en manos del maestro que dispone de su libertad.
Pero el engaño benéfico se ha tornado complot diabólico. La refle­
xión sólo era vergonzosa, hila aqui convertida en algo completa­
mente culpable. Su obra es el mal por excelencia.
En el Emilio se podía leer:

» Émile, lib. II, O. C., IV, 359.


266
Que él crea siempre ser el am o y que siempre seáis vos quien lo
seáis. No existe sometim iento más perfecto que aquel que conser­
va la apariencia de la libertad; así se cautiva a la propia voluntad.
¿Acaso no se encuentra a vuestra merced el pobre niño que nada
sabe, que nada conoce, que nada puede? ¿Acaso no disponéis en
lo que a él se refiere de todo lo que le rodea? ¿Acaso no sois
dueño de afectarle com o os parece? ¿No están en vuestras manos
sus trabajos, sus juegos, sus placeres y sus penas sin que él lo
sepa? Sin duda alguna, no debe hacer más que lo que quiera; pero
sólo debe querer lo que vos queráis que haga; no debe d ar paso al­
guno sin que vos lo hayáis previsto, no debe abrir la boca sin que
sepáis lo que va a decir2*.

El preceptor ha robado la libertad de su alumno con el fin de


prepararle para su felicidad y libertad futuras. Esta completa domi­
nación seria espantosa en el supuesto de que la intención del precep­
tor fuese malévola. Ahora bien, precisamente Rousseau se siente
concernido por una reflexión hostil a la que atribuye una evidencia
absolutamente irrefutable. Expulsa la reflexión a las tinieblas exte­
riores, y se queda solo, en situación de victima. Hele aqui converti­
do en el juguete de las iniciativas de los secuaces de la reflexión.
Y para decribir el modo en el que se encuentra asediado utilizará
incluso los términos que le habían servido para descubrir la dócil
pasividad de Émile: el proyecto de los perseguidores es enunciado
de un modo extrañamente idéntico a los consejos pedagógicos que
acabamos de leer:

Han tom ado precauciones no menos eficaces vigilándole hasta


tal punto que no pueda decir una sola palabra que no sea escrita,
ni d ar un paso que no esté señalado, ni concebir un proyecto que
no sea percibido en el instante en que es concebido. H an procura­
do que, aparentem ente libre en medio de los hombres, no tuviese
con ellos ningún trato real, que viviese solo en medio de la multi­
tud, que no supiese nada de lo que se hace, nada de lo que se dice
a su alrededor y, sobre todo, nada de lo que más le concierne y le
interesa, que se sintiese en todas partes cargado de cadenas de las
que no pudiese m ostrar ni ver el menor vestigio. Han elevado a su
alrededor m uros de tinieblas impenetrables para sus miradas; le
han enterrado vivo entre los vivos*30.

20 Op. cit., 362-363.


30 Dialogues, I, O. C., I, 706.

267
(Le han rodeado) de tantas maneras, a fin de que en medio de
esta libertad imaginaría no pueda decir ni una palabra, ni dar un
paso, ni mover un dedo, sin que ellos no lo sepan ni lo deseen31.

La omnisciencia de la mirada reflexiva no pertenece a Rousseau,


sino a los perseguidores, a «esos señores». La conciencia de si ha
sido expulsada definitivamente. Ya no es la mirada de Rousseau so­
bre Rousseau, ya no es el benéfico poder que el preceptor ejerce
sobre Émile: se ha convertido en la vigilancia llena de odio que
pone a Jean-Jacques en poder la «liga». Sus actos ya no le pertene­
cen, son captados por las miradas hostiles; y todo está dispuesto a
su alrededor para que sus gestos ya no sean sus verdaderos gestos.
En su interior sabe que sigue siendo el mismo, pero todo lo demás
—sus movimientos, su propio rostro— le es impuesto por los otros.
Le han pegado en la cara la máscara de un monstruo. Dé esta for­
ma los hombres de reflexión reflejan su malignidad sobre Rousseau,
le revisten con sus propios sentimientos, y hacen de él un malvado a
su imagen. No solamente le han robado su libertad, sino que le han
robado su apariencia: los retratos de él que propagan son otras tan­
tas calumnias. Le han encerrado en un «triple cerco de tinieblas»
cuya opacidad impenetrable no podrá forzar, pues las tinieblas co­
mienzan en la superficie de su rostro. Sólo el ser interior permanece
a salvo, pero ya no puede tener otro testigo que Dios.

Los OBSTÁCULOS

El Discurso sobre el Origen de la Desigualdad explica la inven­


ción de las armas y de los útiles por la necesidad de «superar los
obstáculos de la naturaleza». Y recordamos que Rousseau deducía
inmediatamente de ello la aparición de la reflexión en la especie hu­
mana. Así pues, es en el enfrentamiento con el obstáculo como el
hombre de la naturaleza pasaba de la vida inmediata al universo de
los medios. Es al contacto con el obstáculo como se rompía la uni­
dad original del hombre y como nacia su poder sobre el mundo: su
técnica y su pensamiento. La perfectibilidad de la especie humana
se manifiesta entonces de una sola vez; pasa de la potencia al acto
y pone en movimiento la evolución de la historia. A partir del mo­
mento en que emprenden la tarea de combatir los obstáculos, los

Op. cll., 710. Cfr. Pierre Burgelin: «La educación de Émile se apoya en el
artificio: el hombre de la naturaleza no puede desarrollarse más que un mundo sa­
biamente urdido, su virtud es el resultado de las conspiraciones» (Op. cil., 300).

268
hombres son arrancados del eterno presente en que consistía su
morada primera, deben juzgar, comparar y emplear instrumentos;
descubren la esperanza y la nostalgia, el tiempo despliega sus di­
mensiones de ausencia; el futuro y la preocupación por el futuro co­
mienzan a contar para ellos, la opinión de los demás comienza a
inquietarles... El Contrato Social, por su parte, atribuye al obstácu­
lo una función que no es menos importante: los hombres descubren
la necesidad del pacto social como consecuencia de haberse opuesto
a los obstáculos: «Supongo que los hombres llegaron a ese punto en
el que los obstáculos que perjudicaban su conservación en el estado
de naturaleza superaban, a causa de su resistencia, a las fuerzas
que cada individuo podía emplear para mantenerse en dicho esta­
do»32. Nuevo ejemplo de una mutación decisiva que se efectúa en
virtud de un esfuerzo contra el obstáculo. La adversidad de las co­
sas determina la invención de una forma de existencia y de una or­
ganización social enteramente nueva. Se puede decir, sin temor a
deformar el pensamiento de Rousseau tal y como se expresa en el
segundo Discurso y en el Contrato, que la humanidad se crea a sí
misma en el contacto con el obstáculo.
La reflexión nace en el contacto con el obstáculo. Pero es culpa­
ble, ¿qué hacer, entonces, con el obstáculo? Dado que Rousseau
anatematiza la reflexión, hay que esperar verle alejarse del obstácu­
lo, rechazarlo con horror...
Ésta es, por cierto, la actitud que encontramos expresada en los
Diálogos. Desde la primera página, el habitante del «mundo encan­
tado» es definido por su ignorancia deliberada del obstáculo. Más
exactamente, lo que ignora es el enfrentamiento con el obstáculo, la
lucha material y las estratagemas que le seria preciso desplegar. Es­
te hombre salva los obstáculos como si no existiesen o se detiene ante
ellos como si fuesen insuperables. No hay término medio. El ini­
ciado del mundo encantado alcanza instantáneamente el fin que de­
sea, o bien renuncia a él por completo. Sus goces son «inmediatos»,
sus acciones son «directas». Ninguna de sus energías, ninguno de
sus pensamientos pueden desviarse de su fin ideal para vencer las re­
sistencias interpuestas. No quiere tener en cuenta la adversidad de
las cosas. Esforzarse por vencer esta adversidad significaría que se
acepta abandonar los «goces inmediatos» para soportar la ley de los
instrumentos, de las técnicas y de la mediación.
En lo sucesivo, el obstáculo no aparece como el lugar a partir

32 Control Social, libro I, cap. VI, O. C., III, 360. El consejo del educador en el
Emitió es: «No ofrezcáis nunca a sus caprichos indiscretos más que obstáculos físi­
cos» (lib. II. O. C„ IV, 311).

269
del cual surge un movimiento; es el punto sobre el que la energía
primitiva del ser se debilita, se amortigua y se difracta. Según la cu­
riosa analogía balistica que ya conocemos, las pasiones primitivas
toman un «camino oblicuo» después de haber entrado en contacto
con el obstáculo y se convierten, a continuación, en «pasiones de
odio», «secundarias», cuya fría maldad es el efecto de un movi­
miento que se agota. Lejos de ser la ocasión del surgimiento de nue­
va energía, el contacto con el obstáculo pervierte y tuerce el impulso
espontáneo del alma. Pero sólo las almas débiles se prestan a un
compromiso con la resistencia que encuentran «al chocar con un
obstáculo». Un alma fuerte, por el contrario, no se deja difractar,
«no se devia nada, sino que como una bala de cañón fuerza el obs­
táculo o se amortigua y cae al chocar con él»3-1. Así pues, la vía di­
recta no conoce más que la destrucción instantánea de la resistencia
o la detención completa ante ésta.
Rousseau traduce de este modo el problema en términos pura­
mente mecánicos —es su manera de formular las leyes de la «psico-
dinámica»—, pero el modelo mecánico se adecúa perfectamente a
su intención de no contar más que con la energía que se consume «en
el punto de origen». En el momento de la salida del proyectil todo
está decidido con antelación: el disparo acierta o falla según la in­
tensidad del estallido inicial. Literalmente, el acto estalla a distan­
cia del obstáculo. Ninguna nueva iniciativa podrá alcanzar o corre­
gir la trayectoria de la «bala de cañón». Ningún esfuerzo calculado
se aplicará al propio obstáculo para evaluar su resistencia y para su­
perarla mediante una acción que se ajuste a ella. Si no pulveriza el
obstáculo, si no pasa a través de éste sin desviarse, no le queda otro
recurso que el de inmovilizarse definitivamente. O bien el obstáculo
no es nada, o bien Jean-Jacques no puede nada contra él y se ve re­
ducido a la «inactividad total». Una extraña ley obliga en este caso
al obstáculo a desvanecerse ante la expansión del yo, a no ser que la
energía inicial deba deternerse ante un limite insuperable, ante un
exterior opaco sobre el que no quiere ni puede tener ninguna in­
fluencia.
Queda, por tanto, la extraña alternativa entre un espacio sin
obstáculos, y obstáculos que cierran todo el horizonte y tras de los
cuales no se abre ya ningún espacio. Esta alternativa define los dos
mundos en los que Rousseau siente que está viviendo: reside, alter­
nativamente, en un mundo infinitamente abierto y en una prisión
herméticamente cerrada. Su imaginación es capaz de suprimir todos3

33 Dialogues. I, O. C.. 1, 669.

270
los obstáculos y de abrirle mágicamente un espacio ilimitado (se
funde entonces en el «sistema de los seres»); a su vez héle aqui con­
vertido de nuevo en nada, en un mundo en el que todas las cosas se
han transformado en obstáculos y constituyen un «triple cerco de ti­
nieblas», un «misterio impenetrable». Excluido de todo —o identi­
ficándose con la totalidad del universo; victima inocente de un des­
tino sin par— o gozando de si mismo y de todas las cosas como un
dios, a merced del más mínimo signo exterior —o capaz de una ex­
pansión infinita; sometido pasivamente a las leyes del choque—14
o tomando posesión del «reino de los fines»: en las dos eventuali­
dades, bien sea el obstáculo inexistente, bien sea infranqueable, la
inocencia de Jean-Jacques está a salvo. En efecto, si el obstáculo es
todopoderoso, Rousseau renuncia a actuar, se repliega a si mismo,
se consuela con el sentimiento de sus buenas intenciones, las cuales
no son menos puras por el hecho de ser ineficaces. Si por el contra­
rio, el obstáculo es aniquilado a su paso, es que Jean-Jacques habrá
podido alcanzar de un solo intento el objeto ideal de su deseo, y no
habrá habido ninguna necesidad de entretenerse en vencer las resis­
tencias en un mundo de útiles en el que el hombre se convierte en
culpable al actuar. Conocemos la frecuencia del recurso al compor­
tamiento mágico en Rousseau; lo mismo ocurre aqui: la total supre­
sión del obstáculo no puede tener lugar más que a causa de un po­
der mágico. Según las leyes ordinarias de la naturaleza, siempre se
producen amortiguamientos y difracciones, la resistencia del obs­
táculo nunca es nula, el campo nunca está libre.
Como ya hemos señalado, la aproximación al objeto y el contac­
to con la circunstancia real son siempre motivo de inquietud para
Jean-Jacques. Este vapor, este velo que se desliza entre él y las co­
sas no se disipa más que cuando consigue recuperar la sensación
pura, o también cuando el objeto real se convierte en imagen para
la memoria o para la ensoñación. En la sensación pura, el mundo se
da sin que nos opongamos a él; en lo imaginario, creamos un hori­
zonte en el que se ofrece todo sin que tengamos conciencia del más
mínimo esfuerzo por nuestra parte: la imaginación consuma nuestra
acción antes de que hayamos entrado en contacto con la realidad
exterior:

A fuerza de ocuparse del objeto que codicia, a fuerza de ten­


der hacia él por sus deseos, su benéfica imaginación alcanza su

14 «Todo choque me transmite un movimiento vivo y breve; en cuanto ya no hay


choque el movimiento cesa, ninguna cosa comunicada puede prolongarse en mi.»
Revertes, octavo Paseo, O. C.. I, 1084.

271
objetivo saltando por encima de los obstáculos que lo detienen o
lo ahuyentan. Aún hace más separando del objeto todo lo que tie­
ne de extraño a su codicia, no se lo presenta sino completamente
apropiado a su deseo. De este modo, sus ficciones llegan a serle
más dulces que las mismas realidades; ellas alejan sus defectos
junto con sus dificultades, se las entrega expresamente preparadas
para él, y consigue que desear y gozar no sean para él más que
una misma cosa35.

La conciencia no hace frente a un objeto distinto a ella. Ni en la


sensación pura, ni en la imaginación. El objeto le estorbarla: lo que
ella busca no es la posesión de un fragmento del mundo real, sino el
estado de ánimo que corresponde a dicha posesión. Por lo tanto,
significará «hacer más» el alcanzar este goce sin pasar por el rodeo
del mundo, sin encarar la resistencia de los obstáculos, pero propor­
cionándose sencillamente la imagen del objeto codiciado. Gracias a
un simulacro que consiente en considerar como legitimo, la concien­
cia experimenta dentro de si misma, entre sus propias criaturas, las
perfectas relaciones que la inercia del mundo real le habría negado.
No ignora que estas imágenes son hijas de su deseo, pero juega a
considerarlas como objetos del mundo el tiempo suñciente como
para encontrar en ellas razones para entusiasmarse. Es dentro de si
misma donde ella derrocha caudales de simpatía, donde ella da libre
curso a su ternura: la alegría de la efusión imaginaria no es por ello
menos pura ni, sobre todo, menos real para el alma. Hay que supo­
ner que Pigmalión es feliz, aun cuando los dioses no conceden la
vida a la estatua; es feliz por la intensidad misma de su pasión, que
no sería más embriagadora si Galatea estuviese viva: el impulso ha­
cia lo imaginario supera la felicidad obtenida a partir de una mujer
real. Si toda realidad anuncia la existencia de un posible obstáculo,
Rousseau, por lo que a él se refiere, prefiere lo que no existe: «Sólo
es bello lo que no existe»36. El yo es un espacio sin obstáculos.
Para que el mundo encantado se abra sin fronteras y sin obs­
táculos, es necesario que el mundo «ordinario» se haya cerrado y
negado inexorablemente. Cuando Rousseau no habita el espacio
libre (de lo imaginario, de la memoria, de la sensación pura), se en­
cuentra en un mundo en el que todo se ha convertido en obstáculo y
en resistencia. Todo lo que impide que las cosas y los seres se mues­
tren espontáneamente transparentes a su deseo adquiere el valor de
un signo nefasto que esconde una intención hostil, y que la revela al

35 Dialogues, II, O. C.. I, 857.


36 La Nouvelte Hélofse, VI parte, carta VIH, O. C„ II. 693.

272
esconderla. Todo lo que no es lo inmediato se convierte en máscara
gesticulante y se vuelve contra Jean-Jacques. Tras los rostros y los
muros se encuentra la negra malignidad de un tribunal que ha dicta­
do ya su veredicto infame sin haber escuchado la defensa del acusa­
do. Parece como si ahora se hubiese llegado al momento de la eje­
cución de la sentencia. Bajo las apariencias de una conmiseración
entristecida, Jean-Jacques es castigado. Le parece que la resistencia
de las cosas con que se tropieza se encuentra apostada expresamente
en su camino para anunciarle que es perseguido y para impedirle co­
nocer quién le persigue. El misterio está en todas partes, las ti­
nieblas no tienen fin. Pues el obstáculo es de tal carácter que no
puede ser reducido por una acción franca: ¿cómo actuar sobre un
mundo trucado? Las apariencias son falaces no porque le engañe su
percepción, sino porque todos los objetos son trampas que le están
destinadas. La incertidumbre del parecer ya no es una condición
«normal» de la experiencia humana, sino un maleficio dispuesto por
el enemigo. Si las cosas son ambiguas, ello no proviene del hecho de
que Jean-Jacques sea incapaz de captar el ser tras las apariencias: es
evidente que son los conjurados los que le niegan la posibilidad de
vivir en la claridad. Al igual que Rousseau proyectaba fuera de si su
propia reflexión para convertirla en el arma perseguidora dirigida
contra él, atribuye la ambigüedad de su propia percepción a la
acción de las tinieblas que han urdido para perderle.
Convencido de que no me dejan ver las cosas tal y com o son,
me abstengo de juzgar ateniéndom e a las apariencias que les dan,
y sea cual fuere el señuelo con el que se cubren los motivos para
actuar, basta con que dichos motivos sean dejados a mi alcance
para que yo esté convencido de que son engañosos37.

AI hablar del poder de los signos, ya señalamos que Rousseau


no quiere saber que interpreta, que es libre de interpretar las apa­
riencias. No quiere saber que es él quien le da a todas las cosas su
significado de obstáculo. No. Las cosas tienen un sentido que se le
escapa, pues todas estas cosas que le rodean sólo están ahi porque
han sido pensadas por «esos señores». Están ahí por estar suspendi­
das del pensamiento de los malvados, cuyas intenciones son inson­
dablemente tenebrosas. Por lo tanto, el único sentido que puede
atribuirle a los objetos que le rodean es la carencia de sentido, la
extrañeza hostil e invariable. En el peor de los casos, se libera de la
penosa vacilación de la elección que ha de hacer entre interpretacio­
nes posibles...
37 Revenes, sexto Paseo, O. C., 1, 1056.

273
El fino velo que separaba a Rousseau de los otros se ha espesado
hasta convertirse en unas «inmensas barreras» que no franqueará
jamás. Si una de estas barreras cede accidentalmente, si se calma al­
gún temor, es para revelar que toda la profundidad que se esconde
tras el primer obstáculo es una nueva espesura oscura y sin salida.
Jean-Jacques se interna en un «inmenso laberinto en el que no le
dejan percibir en las tinieblas más que los falsos caminos que le ex­
travian cada vez más»3®.
Así pues, el obstáculo es de tal carácter que seria irrisoria una
acción destinada a superarlo. Lo que paraliza a Jean-Jacques no es
solamente que la resistencia del obstáculo sea irreductible, a esto se
le añade también la imposibilidad de hacer un solo gesto que no
esté inmediatamente a merced de «estos señores». Desde el momen­
to en que sus actos y sus palabras se alejan de él, ve cómo caen en
poder de sus enemigos y cómo se convierten en medios en sus ma­
nos, en armas dirigidas contra él. Jean-Jacques está convencido de
que en cuanto haya sido escrita la página será interceptada, alterada
y remodelada sin su conocimiento, publicada en una versión mutila­
da, o bien, sin más, destruida. Su obra ya no le pertenece: se niegan
a creer que sea el autor de sus obras, o bien le atribuyen libros de
los que no es autor. Sus más minimos movimientos son desviados
de su verdadero objetivo desde el mismo momento en que los ha
realizado. Están allí para cambiar su sentido, para atribuirles otras
consecuencias. «Al no poder hacer ningún bien que no se tome en
mal»*39, se encuentra reducido al silencio y a la inacción. Si intenta
hablar, le roban la palabra; si quiere actuar directamente, le roban
su acción para encadenarle mejor a su propio error:
Al haber consistido la mayor preocupación de quienes gobier­
nan mi destino en que todo fuese para mi solamente falsa y enga­
ñosa apariencia, una ocasión virtuosa nunca es más que un se­
ñuelo que se me presenta, para atraerme hacia la trampa en la que
se me quiere enlazar. Lo sé; sé que el único bien que, en lo sucesi­
vo, se encuentra en mi poder es el de abstenerme de actuar por
miedo de obrar mal sin quererlo y sin saberlo40.

Los enemigos no solamente le arrebatan las consecuencias de sus


acciones, sino que además le imponen sus motivos de actuación. Asi
pues, el dominio de la acción está enteramente en poder de la
«liga», puesto que Jean-Jacques ya no puede tener un solo designio

3< Dialogues, primer Diálogo, O. C., I, 713.


39 Rfveries, primer Paseo, O. C., 1, 1000.
40 Riveries, sexto Paseo, O. C.. I. 1051.

274
que no le sea inspirado subrepticiamente por aquellos que quieren
perjudicarle. Los enemigos tienen acceso a todo lo que emprende
Jean-Jacques en cuanto abandona el refugio del sentimiento. Des­
cubre que todos los medios a los que podría recurrir para alcanzar
un objeto exterior o para comunicarse con los otros, todos los ins­
trumentos que querría utilizar para su defensa están confiscados,
que pertenecen con antelación (y probablemente desde siempre) a
«esos señores». Todas las vías de salida fuera de la inmediatez son
impracticables; toda acción dirigida hacia el exterior es presa, ins­
tantáneamente, de la sombra hostil.

E l s il e n c io

¿Qué ocurre, en particular, con este acto esencial de descubrirse,


de manifestarse en su verdad? Como hemos visto, este acto habia
adquirido una importancia privilegiada. Con la palabra «auténtico»
Rousseau esperaba permanecer en la inmediatez de si mismo a la
vez que se comunicaba con los otros: ser uno mismo y actuar pare­
cían no ser más que un solo movimiento, en el que el yo se expone y
se inventa al mismo tiempo. Narrarse significaba afirmar, a la vez,
el valor único de la experiencia personal, y hacer de ella el objeto de
un espectáculo y de un juicio universales. Rousseau escribía las
Confesiones para expresar su singularidad, y para invocar el «reco­
nocimiento» general, es decir, para que su inocencia recibiese con­
firmación por fin gracias al testimonio concordante de todos los
hombres... Pero de nuevo hace falta ser escuchado, y que los hom­
bres consientan en emitir su juicio.
Ahora bien, al final de la larga lectura pública de las Confe­
siones, Rousseau encuentra el silencio, que es el obstáculo final, el
misterio de iniquidad. El muro de tinieblas que rodea a Jean-Jac­
ques se refuerza merced a un círculo de obstinado silencio. Habia
descubierto su alma, se habia mostrado a sus testigos tal como sen­
tía que Dios le veía, intus et in cute, con el fin de forzarles a hablar,
a expresar su perdón o sus reproches. Iba a saber por fin qué se le
reprochaba. En el primer preámbulo de las Confesiones, preveía al­
gún rumor hostil y lo provocaba explícitamente:

Preveo los discursos públicos, la severidad de los juicios pro­


nunciados en alta voz, y me som eto a ellos41.

41 Armales J.-J. Rousseau, IV (1908), 12; véase O. C., I. 1155.

275
¡Cuánto más soportable hubiesen sido los «frivolos clamores de
la calumnia» con respecto a los complots tramados y acordados en
un profundo silencio!*2 Pero he aquí lo que Rousseau refiere en la
nota final de las Confesiones:

Concluí así mi lectura y lodo el mundo se calló. Mme. d ’Eg-


moni fue la única que me pareció conm ovida; se estremeció vi­
siblemente; pero se repuso rápidam ente y guardó silencio al igual
que todos los presentes4243.

Las últimas lineas de las Confesiones —tras el inmenso esfuerzo


para vencer el silencio de los otros— encerraron, así, toda la obra
en el silencio. En la superficie del silencio apenas un temblor pasaje­
ro, el estremecimiento de una mujer conmovida que despierta en
Rousseau una esperanza que se desvanece inmediatamente.
Así se vino abajo el feliz sueño que hacia de un silencio atra­
vesado por los signos la condición de una felicidad que el lenguaje
humano no hubiera sabido realizar nunca. Todo el encanto de la
«mañana a la inglesa» en La Nueva Eloísa consistía en esos estre­
mecimientos, en esos suspiros, en esas miradas intercambiadas en
silencio, por medio de las cuales las almas sensibles se comunicaban
más segura y rápidamente que por cualquier otro medio. Ahora no
solamente los signos han llegado a ser nefastos, sino que el silencio
ha dejado de ser el «medio conductor» en el que las conciencias se
unen inmediatamente; es el obstáculo mismo, es la separación ab­
soluta.
Las Confesiones finalizan con la constatación de un silencio.
Ahora bien, el mismo silencio constituye el punto de partida de los
Diálogos. Releamos su preámbulo:

El silencio profundo, universal, y no menos inconcebible que


el misterio que esconde, misterio que desde hace quince años me
ocultan con un cuidado que me abstengo de calificar, y con un
éxito que parece prodigioso; ese espantoso y terrible silencio no
me ha perm itido captar la más mínima idea que pudiese aclararm e
sobre esas extrañas disposiciones44.

¿Por qué el silencio? Todas las explicaciones son buenas: no han


dejado hablar a Jean-Jacques; ha hablado pero su palabra no ha si­

42 Correspondance générale. DP, XIX, 292.


42 Confessions, lib. XII, O. C., I, 656.
44 Dialogues. Acerca del tema y la forma de este escrito, O. C.. I, 662.

276
do acogida, han falsificado sus libros, no han sabido ver los verda­
deros motivos de sus actos; el silencio forma parte del castigo que le
imponen; le han juzgado sin escuchar su testimonio, y ahora recha­
zan su recurso y su apelación de gracia. (Jean Guéhenno compara
muy acertadamente esta situación con la que describe Kafka en El
Procesó)**. Todo habría podido cambiar si, a su vez, los silenciosos
perseguidores no hubiesen condenado a Rousseau al silencio. Pues
ha sido amordazado, y no ha podido pronunciar la palabra verídica
que hubviese derribado los nefastos sortilegios y disipado la pesa­
dilla:
Con una sola palabra posiblemente hubiese levantado velos
impenetrables para la mirada de cualquier otro, y arrojado luz
sobre las maniobras que ningún mortal esclarecerá jamás4546.

Pero los Diálogos, que se anuncian como una nueva lucha con­
tra el silencio, van a fracasar ante el obstáculo. La obra conduce
incluso a un triple silencio, a una triple imposibilidad de conseguir
que los otros hablen por fin.
Cuando concluye el tercer y último diálogo, el Francés ha salido
de su error: ha adquirido la convicción de que Jean-Jacques no es el
monstruo que le habían descrito; confiesa su pesar por haber sido
engañado por «esos señores», pero no podrá decir nada al público
en favor de Jean-Jacques y, por añadidura, le será imposible revelar
al pobre perseguido el horrible secreto de la conspiración:

Asi pues, no me niego a verle alguna vez, prudente y cauta­


mente: sólo dependerá de ¿I el saber que com parto vuestros senti­
m ientos a su respecto, y que si no puedo revelarles los misterios de
sus enemigos, al menos verá que viéndome obligado a callar no
intento engañarle47.

Sin embargo, las últimas lineas del diálogo son consoladoras. El


Francés no puede romper el silencio, pero hablará más tarde, cuan­
do los hombres hayan cambiado, en otra época. Al aceptar en de­
pósito los papeles de Jean-Jacques, se compromete a «no escatimar
ningún esfuerzo» para que estos papeles aparezcan algún dia a los
ojos del público; se esforzará incluso por recopilar observaciones
«tendentes a revelar la verdad». Asi pues, Rousseau ha renunciado

45 Jean Guéhenno, Jean-Jacques. Grandeur et misére d ’un esprit (Parts, Galli-


mard, 1952).
46 Dialogues, I, O. C., I. 734.
47 Dialogues, III, O. C., I. 975.

277
a actuar personalmente, confía a otros hombres la acción decisiva.
Mientras que la lectura de las Confesiones habia sido un intento de
revelar directamente la verdad, la única esperanza que le queda a
Rousseau ahora es llegar indirectamente hasta los hombres de otra
época. Este trabajo y esta acción ya no le corresponderán a él, sino
que serán la obra de un depositario fiel; mejor aún, serán la obra
del tiempo o de la providencia. Rousseau ya no tiene ninguna espe­
ranza de ser escuchado en vida. La única cosa que aún cree posible
es poner sus papeles a buen recaudo, protegerles con vistas a una
tardia epifanía de la verdad, para los tiempos que vendrán después
de su muerte. Asi pues, ya sólo es cuestión de un depósito, es decir,
de una espera en silencio.
Sin embargo, Rousseau no consigue resignarse al silencio. ¿Por
qué no utilizar desde ahora, como un medio de romper el silencio,
ese manuscrito en el que proclama que renuncia a todo intento de
persuadir a sus contemporáneos? ¿Acaso no aporta desde este mis­
mo momento la prueba de que Jean-Jacques encara la luz sin te­
mor, al confiar su rehabilitación a los hombres de una «generación
mejor»? ¿Acaso su negación a actuar no es la garantía irrefutable
de su buena conciencia? Éste es el medio supremo: un libro en el
que Jean-Jacques declara que no posee ningún medio.
Querría que el silencio fuese roto por alguna palabra importan­
te: que hablase el Rey, que hablase Dios. Jean-Jacques tiene la sen­
sación de que sus perseguidores se interponen ante el Juez y él. Va a
intentar llegar hasta el Juez rodeando el obstáculo. Sólo que no di­
rigirá el manuscrito directamente al Rey. Una vez más, Jean-
Jacques de descarga aqui del peso de la acción: desea que se realice
fuera de él lo esencial de su acción, sin que cuente su presencia.
Releamos la extraña Historia del Escrito precedente que sigue a
los Diálogos. Rousseau concibe el proyecto de depositar su manus­
crito en el altar mayor de Notre-Dame: lo abandonará como un de­
pósito a la Providencia. Acompaña al manuscrito un sobrescrito en
el que Rousseau declara que no tiene derecho a esperar un milagro:
deja al Cielo la elección de la hora y de los medios. Y sin embargo,
por mucho que pretenda remitirse completamente al Cielo, desea
atraer la atención de los hombres. Querría que el «escándalo de su
acción hiciese llegar su manuscrito al Rey». La maniobra es extra­
ña: es un gesto dirigido al Cielo, pero este gesto es emprendido sola­
mente para que los hombres lo observen y para provocar indirecta­
mente un impacto que sacudirá las conciencias integras (si es que
quedan en Francia conciencias integras). Es sabido que, aproxima­
damente por la misma época, Jean-Jacques comienza todas sus car-

278
tas por un cuarteto —el mismo, invariablemente— que es una invo­
cación al Cielo:
¡Qué pobres ciegos somos!
Cielo, desenmascara a los impostores
y fuerza sus bárbaros corazones
a abrirse a las miradas de los hombres.
Rousseau suplica al Cielo que destruya la impostura y que resti-
tuya a los corazones su transparencia, pero la llamada que dirige a
Dios se realiza ante testigos. En todo caso, el cuarteto no es un
mensaje directo al destinatario de la carta (Rousseau da explicacio­
nes al respecto si el interlocutor se extraña o se ofende). Él reza
solo, demostrando ostensiblemente que su último recurso se encuen­
tra fuera. Éste es también el significado del «depósito a la Provi­
dencia» del manuscrito de los Diálogos,
Sin embargo, la maniobra fracasa. Al entrar por una puerta la­
teral Rousseau se encuentra una verja que le cierra el acceso al coro.
Repentinamente descubre la presencia material de la imagen mítica
que le ha obsesionado de manera tan constante: está ante el velo fa­
tal, topa con el obstáculo infranqueable. Tiene frente a él un signo,
y este signo le dice que Dios mismo le rechaza y que permanecerá si­
lencioso:
En el momento en el que descubrí esta verja me embargó un
vértigo semejante al de un hombre en un ataque de aplopejía, y
este vértigo vino acompañado de una conmoción tal en todo mi
ser que no recuerdo haber experimentado nunca una parecida. Me
pareció que la Iglesia habia cambiado tanto de aspecto que, du­
dando de si me encontraba realmente en Notre-Dame, intentaba
con gran esfuerzo orientarme y discernir mejor lo que veia... Es:
lando tanto más sorprendido por este obstáculo, cuanto que yo
no habia contado mi proyecto a nadie, creí, en mi primer arreba­
to, ver concurrir al Cielo mismo a la inocua labor de los hombres
y el indignado murmullo que se me escapó no puede ser concebi­
do más que por aquel que pudiese colocarse en mi lugar, ni ser ex­
cusado más que por aquel que sabe leer en el fondo de los co­
razones.
Salí rápidamente de esta iglesia decidido a no volver a entrar
en ella por el resto de mis dias, y entregándome totalmente a mi
agitación corrí todo el resto del dia, errando por todas partes sin
saber ni dónde estaba ni dónde iba, hasta que no pudiendo más,
la lasitud y la noche me obligaron a entrar en mi casa rendido por
la fatiga y medio aturdido por el dolor48.
48 Dialogues, Historia del Precedente Escrito, O. C„ 1, 980.

279
La verja cerrada de la iglesia refuerza el «triple cerco de ti­
nieblas» con que los hombres rodean a Jean-Jacques. La confusa
situación que se apodera entonces de él es profundamente revelado­
ra. Prueba que todo el orden de las cosas y toda la coherencia del
mundo desaparecen para Jean-Jacques cuando se desmorona la últi­
ma posibilidad de vivir en relación. Sin embargo, la relación con la
trascendencia era la única que subsistía tras el naufragio de toda es­
peranza de comunicación humana. Si Dios le rechaza, Jean-Jacques
no puede conocer más que la desorientación y el perdido caminar en
una exterioridad absoluta, a través de un espacio que ya no pertene­
ce al mundo. Cuando el último testigo falla a su llamada, la con­
ciencia prescrita se precipita en un extravio cuya única salida es la
de sucumbir en los limites de la fatiga.
Rousseau va a topar ahora con un tercer rechazo silencioso. Va
a ver a Condillac para confiarle el manuscrito de los Diálogos. Lo
que espera de Condillac no es solamente que acepte el depósito,
sino que lea la obra, que responda a la pregunta planteada por cada
linea de este texto, que hable por fin y que rompa el insoportable
circulo de silencio en el que Jean-Jacques se encuentra apresado.
¿Quizás va a disiparse por fin el velo? Pero no se produce nada.
Condillac habla de otra cosa y elude la cuestión. Calla sobre lo
esencial. El silencio se hace más pesado:

Quince días después regresó a su casa firmemente convencido


de que había llegado el m om ento en que caería el veto d e tinieblas
que se mantiene desde hace veinte años ante mis ojos, y de que de
un modo u otro obtendría de mi depositario las aclaraciones que
me parecía debían seguirse necesariamente de la lectura de mi ma­
nuscrito. No ocurrió nada de lo que había previsto. Me habló de
este escrito com o me habría hablado de una obra literaria... pero
no m e d ijo nada del efecto que mi escrito había producido en él,
ni de lo que pensaba del au to r49.

Un silencio definitivo separa en lo sucesivo a Rousseau de su an­


tiguo compañero del Panier-Fleuri:

Desde entonces he dejado de ir a su casa. Me ha hecho dos o


tres visitas, que nos costó un gran esfuerzo llenar con algunas p a­
labras indiferentes, y o porque no tenia nada m ás que decirle, y él
po rq u e no quería decirm e nada en absoluto50.

49 Op. cit., 982.


50 Ibidem.

280
Tras este triple encuentro con el silencio, Rousseau intenta una
última acción, pero esta vez la más directa posible: distribuye en la
calle un «billete impreso» —A iodo francés que ame todavía la jus­
ticia y la verdad— , pero los transeúntes han sido avisados y rehúsan
la hoja que Rousseau les tiende: «A través de la negativa a recibirle
de aquellos a quienes se le presentaba, experimenté un obstáculo
que no habla previsto»51.
No, ya no merece la pena esforzarse en vencer el obstáculo, es
inútil intentar ser conocido mejor por los demás. La tarea es supe­
rior a sus posibilidades. A Rousseau no le queda nada más por ha­
cer que retirarse a esta inocencia interior que los demás no quieren
reconocer. Sin embargo, no ha perdido toda esperanza; se produci­
rá una revelación, pero ya no será a él, a Jean-Jacques, a quien in­
cumba la acción de la revelación. Se remite de una vez por todas a
la acción del tiempo, del Cielo y de la Providencia. «El tiempo pue­
de levantar muchos velos»5253. No cuenta ya tan siquiera con sus
papeles, confia en otros poderes. A él le corresponde vivir en la ver­
dad, pero no comunicarla ni darla a conocer al exterior. Si la
verdad debe manifestarse algún día, no será debido a su actuación
personal, sino a la intervención de un poder trascendente. Y cuando
el silencio haya sido vencido, no será ni por su voz, ni por la inespe­
rada palabra de aquellos que volverían a él. Ya no espera ningún
cambio de actitud por parte de los hombres; el único regreso con el
que sueña, es aquel que le volverá a conducir a su «origen», ante el
Juez que ha creado el orden del mundo y que restablecerá la armo­
nía que los malvados ha perturbado al perseguir a Jean-Jacques...
No, si el silencio debe ser roto al fin, no será más que por la trom­
peta del Juicio: «Que la trompeta del Juicio Final suene cuando
quiera; yo iré con este libro en la mano a presentarme ante el Sobe­
rano Juez»55.

In a c c ió n

Ha llegado a ser inútil actuar. El mundo de la acción es imprac­


ticable. Desde el momento en que Jean-Jacques esboza un gesto,
éste ya no le pertenece: el movimiento iniciado es retomado por una
fuerza exterior y dirigido hacia un objetivo misterioso que Jean-
Jacques ignorará siempre. Ninguna de las acciones que emprende

51 Op. cit., 984.


52 Confesiones, (ib. VI, O. C., I, 272.
53 Coñfessions, lib. I, O. C., I, 5.

281
puede ser concluida por él y alcanzar desde este momento el fin que
desea. Si la acción ha de ser salvadora, no podrá ser llevada a cabo
más que por la providencia. Pero en la mayoría de las ocasiones los
perseguidores se apoderan del gesto de Jean-Jacques para hacer que
las consecuencias se vuelvan contra él.
¿Ha nacido el hombre para actuar? Rousseau lo ha afirmado14,
pero siempre reconoció que no le gustaba la acción. ¡Ah!, ¡si al me­
nos pudiera cumplirse mediante un movimiento inmediato la inten­
ción! Únicamente en esto consiste el privilegio de la ensoñación en
la que el pensamiento de un acto es instantáneamente la imagen del
acto cumplido: pero esto no es más que un juego de imágenes en el
que la conciencia permanece en el interior de sí misma y se contenta
con un simulacro del mundo exterior. Algo muy distinto sucede
cuando la intención intenta realizarse en el exterior. Entonces hay
que renunciar a los goces inmediatos: hay que aceptar la ley de la
mediación, recurrir a los medios o a los instrumentos, y evaluar el
riesgo de las consecuencias que no dominaremos.
¿Son necesarias, acaso, nuevas pruebas de la desconfianza que
siente Rousseau con respecto a las actividades mediatas? Cuando
Rousseau desarrolla en el Emilio una teoria utilitaria del trabajo hu­
mano, atribuye la utilidad del trabajo a la independencia que éste
asegura al hombre; el criterio para la utilidad es la autarquía, la su­
ficiencia total; encontramos un perfecto ejemplo de ello en la comu­
nidad de Clarens. Si el hombre debe actuar, que sea con el menor
número de instrumentos posibles. Que se limite, por así decirlo, a
este útil inmediato que es su cuerpo y su mano. La única acción le­
gítima es la que se apoya no en una cultura preestablecida, ni en
una tradición que ha creado ya sus instrumentos, sino en la natura­
leza intacta, tal como la descubre Robinson en su isla desierta:

¡Cuántas reflexiones importantes no sacará nuestro Émile de


su Robinson\ ¿Qué pensará al ver que las artes no se perfeccionan
más que subdividiéndose, y multiplicando hasta el infinito los ins­
trum entos de unas y otras? Se dirá: todas estas gentes son necia­
mente ingeniosas. Con tantos instrumentos como inventan para
prescindir de ellos, se diría que tienen miedo de que sus brazos y
sus dedos les sirvan para algo. Para ejercitar solamente un arte se
han encadenado a otros mil, cada obrero necesita una ciudad. En
cuanto a mi com pañero y a mi, hacemos que nuestro genio consis­
ta en nuestra habilidad; nos construimos útiles que podamos 54

54 El hombre «ha nacido para actuar y pensar, y no para reflexionar» (Preface


de Narcisse. O. C.. II, 970).

282
transportar con nosotros a todas partes. T oda esta gente tan or-
gullosa de su talento en París, no sabrían nada en nuestra isla...5-'

La única acción que está justificada a los ojos de Rousseau es


aquélla en la que seriamos semejantes al primer hombre cuando in­
ventaba su primer útil: éste sería un acto ex nihilo, una obra que
seria completamente mia y que no supondría ningún pasado huma­
no. Mi acción debe pertenecerme por entero, y para ello no debo
utilizar ningún instrumento que no haya podido construir yo mismo
por entero. Mis útiles no deben haberme sido transmitidos, pues mi
acción no debe estar ligada a las acciones de los hombres que me
han precedido. De este modo, a la vez que es uno de los primeros en
poner el acento en la dignidad del trabajo, a la vez que se preocupa
por «democratizar» la imagen del hombre ideal (puesto que Émile
se familiariza con el arado y con la garlopa), Rousseau es también
uno de los primeros en haberse rebelado contra la técnica. Inconse­
cuencia que no es tal, y que se aclara a la luz del principio de la li­
bertad del individuo. En su forma artesanal el trabajo asegura nues­
tra autonomía, mientras que la técnica nos vincula a la tradición, a
la institución, y sobre todo a los otros hombres que construyen
nuestros instrumentos o completan nuestro trabajo. A la unidad de
la persona corresponde un trabajo que no se divide.
Pero si Rousseau desea una acción sin antecedentes, también de­
sea que ésta carezca de consecuencias. Nunca le gustó verse implica­
do por las consecuencias de sus actos. Antes incluso de que acuse a
sus enemigos de interceptar y falsificar sus palabras y sus gestos,
nunca pudo resignarse a ver cómo su acción se alejaba de ¿1 y pro­
ducía efectos imprevistos y a veces contrarios al objetivo fijado. Las
consecuencias que escapan a su voluntad son siempre funestas.
¿Hacia el bien? Su buena acción se convertía inmediatamente en
servidumbre. ¿Hacia algún favor? De ello nacía «un encadenamien­
to de compromisos sucesivos que no había previsto y cuyo yugo ya
no podía sacudirme»5#. No faltan los testimonios que nos muestran
como, mucho antes de la ¿poca de la manía persecutoria, Rousseau
experimenta un extraño malestar al sentir que su acción se desarro­
lla sin él, según un encadenamiento del que ya no es dueño. Al ale­
jarse, su gesto se le hace extraño: Jean-Jacques se niega a conside-56

55 Émile. lib. III, O. C., IV, 460.


56 Revenes, sexto Paseo, O. C .. I, 1051. Un poco más adelante se lee: «Después
de tantas experiencias tristes he aprendido a prever con anidación las consecuencias
de mis primeros movimientos continuos y a menudo me he abstenido de alguna
buena acdón que tenia el deseo de hacer, atemorizado por la sujedón a la que iba a
someterme a continuación, si me entregaba a dio a la ligera» (1054).

283
rarse responsable de ella. ¿A qué riesgos no habría de someterse si
no? Nunca consintió en reconocerse allí, en las lejanas consecuen­
cias de sus actos. Sólo ha perseguido objetivos inmediatos: él no ha
querido, por lo tanto, todas las repercusiones embarazosas, ni todas
las secuelas deshonrosas que le conducían adonde no quería ir. Por
ejemplo, si depositó a sus hijos en un hospicio fue porque éstos
eran la consecuencia indeseada de los placeres inmediatos de que
gozaba con Thérése en completa inocencia. Escogió a Thérése para
hacer de ella la servidora de la necesidad inmediata; le declaró que
ni queria abadonarla, ni casarse con ella57: esto equivalía a decirle
que deseaba vivir con ella una sucesión de instantes sin pasado y sin
porvenir. Pero la naturaleza le juega aquí una mala pasada a Jean-
Jacques, pues el placer inmediato del amor físico comporta un
vínculo con el porvenir y una consecuencia, que es el hijo. No obs­
tante, Rousseau no acepta reconocerse en la criatura que no tenía la
intención de procrear. Rechaza esta alienación, este yo diferente
que no obstante es obra suya... En Rousseau el rechazo de la pater­
nidad no parece ser más que la expresión, en una situación particu­
lar, del temor más general a vivir en un mundo en el que los actos
tienen consecuencias involuntarias.
Hay que añadir que el rechazo de las consecuencias permite
comprende mejor la sorprendente valentía que Rousseau supo mos­
trar en numerosas circunstancias. Dice lo que piensa, y expresa su
actual sentimiento sin pensar en lo que esto le va a costar. Ocurra lo
que ocurra. Las consecuencias no son de su incumbencia; las acep­
tará como una adversidad completamente ajena, igual que se acepta
el granizo o la tormenta. En vez de paralizar totalmente la iniciativa
de Jean-Jacques, la impotencia de dominar las consecuencias le pro­
porciona, por tanto, la audacia de llevar a cabo actos instantáneos
de una extraordinaria extrañeza. Quiere creer que, una vez realiza­
do, su acto ya no le pertenecerá, y que se romperá el hilo... Si las
consecuencias de nuestros actos nos escapan completamente ya no
se puede hacer nada, o bien se puede hacer todo: nuestra responsa­
bilidad nos parece tan pesada que nos impide emprender cosa algu­
na; o bien, por el contrario, podemos deducir de ello que nuestra
responsabilidad nunca está comprometida. En consecuencia, vemos
como en algunas ocasiones Jean-Jacques se entrega a los impulsos
más irresponsables, o como en otras se abstiene de actuar como si
estuviese agobiado por la angustia de una responsabilidad terrible.
Bien se comporta como si el más mínimo gesto corriese el riesgo de

57 Confessions, lib. VII, O. C.. I, 331.

284
encadenarle, bien como si no estuviese sometido a ningún vinculo.
Jean-Jacques dice que es indolente y perezoso, pero también de­
clara que es activo y laborioso. ¿Es esto absolutamente contradicto­
rio? Se percibe con bastante rapidez que las actividades que le
atraen no son de la misma naturaleza que aquéllas de las que des­
confía. Si ha de producirse una acción, Rousseau desea que carezca
de antecedentes y de posteridad; que no herede nada de una acción
que ha comenzado antes que él, y que no se continúe ni se propague
sin él en el mundo exterior. La actividad para la que siente que ha
nacido es aquella en la que podría emplear su energía, en una suce­
sión de primeros movimientos, sin pensar ni en los encadenamientos
ni en las consecuencias. En su opinión, la unidad de su naturaleza y
de su pensamiento no excluye la discontinuidad temporal de las
ideas y de los sentimientos. Si una unidad se funda en lo inmediato,
es decir, en el rechazo de la reflexión y en el rechazo a anticipar
consecuencias, la primacía del instante aislado se convierte en la ley
que rige toda actividad. Asi pues, no es sorprendente que al escribir
a dom Deschamps Rousseau lo reconozca muy claramente.

Sois muy amable al reprenderme por mis inexactitudes en ma­


teria de razonamiento. También lo sois al daros cuenta de que veo
muy bien ciertos objetos, pero que no sé compararlos; que soy
bastante fértil en proposiciones sin ver nunca las consecuencias;
que orden y método, que son vuestros dioses, son mis furias; que
nunca se me presenta nada sino aisladamente y que en lugar de
enlazar mis ideas en mis escritos utilizo una charlatanería de tran­
siciones...5®

Pero si Rousseau pretende ser incapaz de ver las consecuencias


de sus proposiciones, no le queda más remedio que sufrir las conse­
cuencias de su palabra —gloria y persecución— que le alcanzan des­
de el exterior. El hecho de hablar es imprudente para aquel que no
quiere verse vinculado a la consecuencia involuntaria. Lo mejor es
callarse, y si se siente la necesidad de actuar, entonces hay que lle­
var el propio acto lo más cerca de si posible dentro del efímero
resplandor del instante presente. Éstas serán las actividades sobre
las que Rousseau se replegará cada vez más: actos en los que el yo
no sale de sí mismo sin que por ello se recoja en si mismo. Activida­
des irreflexivas e intransitivas: el paseo, la caminata. En ellas el
cuerpo gasta su energía sin que su acción transforme el mundo o su-*V I.

58 A dom Deschamps, 12 de septiembre de 1761, Correspondance générale, DP,


VI. 209; L, IX, 120-121.

285
ponga un regreso consciente a si mismo. Para Jean-Jacques el paseo
es, en primer lugar, simplemente una huida lejos de los hombres y
un recurso a la naturaleza y a la contemplación. Sin embargo, basta
con releer ciertos pasajes de las Confesiones o de los Diálogos, o
también la tercer carta a Malesherbes, para darse cuenta de que el
automatismo de la caminata produce, a la larga, un estado hip-
noide; en ella el cuerpo se olvida. Se crea un «vacio inexplicable» en
el que el espíritu, al perder toda inserción en lo real, se abandona a
su desarrollo autónomo; el sueño se desplegará y se agotará sin salir
de si mismo, y sin que la voluntad se crea comprometida. El cuer­
po, movilizado enteramente por el ritmo de la caminata, queda
absorbido en una regularidad dinámica en la que la parte que co­
rresponde a la conciencia reflexiva se reduce a una feliz ausencia.
Teniendo como fondo esa ausencia, parececerá que las imágenes de
la ensoñación se producen espontáneamente y se dan gratuitamente
y sin ningún esfuerzo:

Jean-Jacques es indolente y perezoso como todos los contem­


plativos: pero esta pereza sólo se encuentra en su cabeza. Sólo
piensa con esfuerzo, se cansa al pensar, se atemoriza de todo lo
que le obliga a ello... Sin embargo, es vivo y laborioso a su mane­
ra. No puede soportar una ociosidad absoluta: es preciso que sus
manos, que sus pies y que sus dedos actúen, que su cuerpo esté en
ejercicio, y que su cabeza permanezca en reposo. Aquí es de don­
de proviene su pasión por el paseo; en él está en movimiento sin
verse obligado a pensar. En la ensoñación no se es activo. Las
imágenes se trazan en el cerebro, y se combinan en él como en el
sueño, sin el concurso de la voluntad: se le deja seguir su curso a
todo eso y se goza sin actuar. Pero cuando se quiere parar, mirar
fijamente los objetos, ordenarlos y arreglarlos, es muy distinto; se
pone en ellos algo propio. En cuanto se mezclan el pensamiento,y
la reflexión, la meditación deja de ser un reposo; es una acción
muy penosa, y he aquí en qué consiste el esfuerzo que atemoriza a
Jean-Jacques y cuya sola idea le abruma y hace que sea perozoso.
Sólo le he encontrado asi en cualquier tarea en la que es necesario
que el espíritu actúe, por poco que sea. No es ni avaro de su tiem­
po, ni de su esfuerzo, no puede permanecer ocioso sin sufrir; pa­
saría gustosamente la vida cavando en un jardin para soñar allí a
su gusto59.

Los actos que Rousseau consiente en llevar a cabo son aquellos


que no estén a cargo de la voluntad, aquellos que se organicen por

59 Dialogues, II, O. C., IV, 845.

286
su propio automatismo, sin recurrir a ningún esfuerzo del espíritu.
¿Cavar no es también un excelente ejemplo de una actividad este­
reotipada? Y observemos que Rousseau no tiene aqui en cuenta
para nada la finalidad externa del acto: no cavará su jardín porque
se interese por la recolección. Si la acción tiene algún fin es sola­
mente el de hacer posible y el de sostener la pasividad ensoñadora.
La acción repetitiva y automatizada es una acción cerrada, que no
sale de su circuito limitado. Teniendo por fondo un movimiento
monótono en el que el cuerpo se abandona a su ritmo, la ensoña­
ción se abandona a sus imágenes: doble ausencia, doble pasividad...
(En esos estados el yo vive sus actividades como una pasividad.)
La ensoñación con trasfondo de automatismos «gestuales» no es
siempre una ensoñación feliz. Corancez, uno de los testigos de los
últimos años de Rousseau, reconocía, gracias a un cierto movimien­
to rítmico de su brazo, los momentos en que Jean-Jacques se en­
cerraba en su meditación delirante:

En este estado, parecía que sus m iradas abarcaban la totalidad


del espacio y que sus ojos veian to d o a la vez; pero de hecho no
veían nada. D aba vueltas en su silla y pasaba el brazo por el res­
paldo. Asi suspendido, este brazo tenia un movimiento acelerado
como el de un balancín de un péndulo; y esta observación la hice
más de cuatro años antes de que muriese; de m odo que dispuse de
todo el tiem po para observarle. C uando, a mi llegada, le veia
adoptar esta postura, se m e desgarraba el corazón y m e esperaba
las afirmaciones más extravagantes; mi espera nunca se vio de­
frau d ab a...60

En definitiva, el movimiento no es más que una agitación ma­


quinal, y la ensoñación, sombría o deliciosa, coexiste separadamen­
te al lado de una «vida casi de autómata...»

L as a m is t a d e s v e g e t a l e s

En Nápoles, el 17 de marzo de 1798, Goethe anota en su diario


de viaje:

El algunas ocasiones pienso en Rousseau y en su angustia hi­


pocondriaca; y sin em bargo, com prendo muy bien como se pudo
trastornar una naturaleza tan bella. Yo mismo me consideraría

60 Réveries, ed. Marcel Raymond (Ginebra, Droz, 1948), 191.

287
loco a menudo si no sintiese tanto interés por las cosas de la natu­
raleza, y si no viese que, dentro de la aparente confusión, pueden
compararse y ordenarse cientos de observaciones, a la manera
como un topógrafo, trazando una sola línea, verifica un gran nú­
mero de mediciones aisladas61*.

Lo que protege a Goethe es la participación en el mundo exte­


rior, es la acción capaz de medir y de ordenar el caos de las cosas.
La naturaleza que le salva de sus demonios interiores no es simple­
mente un objeto de contemplación; el espíritu debe introducirse en
ella activamente y establecer unas «listas detalladas», descubrir sis­
temas de relaciones allí donde, al principio, no percibía más que
confusión.
Pero Rousseau herboriza, escribe cartas sobre botánica, empren­
de un diccionario de botánica. ¿No se puede admitir que ha recurri­
do espontáneamente a la actividad saludable? ¿No supone esto una
especie de terapéutica improvisada que asegura un derivativo del
pensamiento obsesivo, y que le obliga a considerar objetos natura­
les, a observar su estructura y a atribuirles una jerarquía? En efec­
to, Rousseau encuentra en la botánica un apaciguamiento, pero la
liberación sigue siendo intermitente e incompleta. Esto se explica,
posiblemente, por la reaparición periódica de sus accesos delirantes
que no podían permitirle más que mejorías relativamente breves.
Pero, aún suponiendo que el remedio al que Goethe debe su salva­
ción hubiese sido capaz de curar la angustia de Rousseau, es preciso
reconocer, también, que la botánica nunca representó para Jean-
Jacques aquella dedicación a lo real, aquella búsqueda del sentido
de los fenómenos vitales, aquel recurso a la hipótesis nueva que ha­
brían fijado realmente su espíritu en una tarea concreta. Goethe es­
cribe las Metamorfosis de las Plantas, mientras que Rousseau reúne
«preciosos herbolarios». Jean-Jacques herboriza como coleccionista
y no como naturalista. Para él es una ocupación, una diversión,
más que una verdadera acción. Una vez más, la acción carece de
apertura hacia el mundo; se encierra en sí mismo y se agota en si
mismo. De un modo bastante curioso, Rousseau sitúa en el mismo
plano (en los Diálogos)61 su trabajo de copista y su gusto por la bo­
tánica. Jean-Jacques herborizando; Jean-Jacques copiando música.
Consideradas una al lado de la otra, las dos actividades se explici-
tan y se aclaran entre sí. Las dos tienen el carácter singular de ser
tareas limitadas a la aserción de lo idéntico. Identificar plantas, re-

61 Goethe, Werke (Stuttgart, Cotia, 1863), IV, 336.


« Dialogues, II. O. C., I. 793-794.

288
conocer el tipo descrito por Linneo. Transcribir la misma música a
otras hojas de papel pautado. He aqui tareas saludables, pero en las
que el espíritu no tiene otro deber que el de convertirse en el medio
transparente a través del cual un fragmento de realidad se duplica
sin alterarse. Indudablemente son actos, pero actos que no introdu­
cen nada nuevo en el mundo. La ensoñación puede superponerse a
estas actividades facultativamente hasta el punto de perturbarlas en
algunas ocasiones. Pero aún con más frecuencia estas actividades
hacen las veces de ensoñación. En el momento en que Jean-Jacques
ve que se agota su imaginación al envejecer y que ya no encuentra
sus antiguas visiones necesita algunas cosas para compensar su
ausencia: recuerdos o actividades semimaquinaíes. Ocupaciones
«ociosas», pero sin las cuales el espíritu no encontraría más que su
propio vacio:

C uanto más profunda es la soledad en la que vivo, entonces


más necesario se hace que algún objeto llene ese vacío, y aquellos
que me niega mi imaginación, o que mi m em oria rechaza, son
suplidos por los productos espontáneos que la tierra no violentada
por los hombres le ofrece a mi m irada por todas partes43.

Es un mal menor. Rousseau pide a la naturaleza el equivalente


aproximado de lo que le ofrecía su propia conciencia: imágenes que
parecen surgir de sí mismas, y que basta con acoger sin esfuerzo.
A través del vacio y de la pureza de una conciencia profundamente
inactiva, los objetos naturales pueden traslucirse inocentemente, ha­
cerse visibles sin que nada les haya desfigurado. Y entre los objetos
sensibles Rousseau escoge los más inocentes de todos, los seres en
quienes la vida no contradice la inocencia: las plantas. «No persigo
instruirme en modo alguno»*64: esta actividad no está dirigida a al­
canzar ningún saber, ni ningún poder práctico. Rousseau no se inte­
resa por la utilización de las plantas, se niega a ver en ellas medios
que subordinaría a algún fin exterior. Esto es significativo. En opi­
nión de Rousseau la planta es en sí misma su fin inmediato, y el
único objetivo lejano que consiente en tener en cuenta es la totali­
dad completamente cerrada del herbolario, la colección que coinci­
de con el sistema preestablecido y en el que cada especie es ilustrada
por su espécimen. Jean-Jacques no quiere saber nada de las propie­
dades medicinales. Presta escasa atención a las plantas «que enve­
nenan». (¿Acaso estos señores no le imputan ya un conocimiento

43 Réveries, séptimo Pasco, O. C., I. 1070.


64 Op. cit.. 1068.

289
excesivo de las hierbas venenosas?) Junto a los vegetales que dan
testimonio de la pureza de la naturaleza, Jean-Jacques se purifica a
si mismo: se diría que la inocencia vegetal tuviese el poder mágico
de hacer inocente al contemplador. Y si la planta desecada se con­
vierte en el signo memorativo que recuerda a Jean-Jacques la luz de
un paisaje y un bello dia, si hace surgir en la conciencia actual un
estado de ánimo del pasado, la planta habrá servido, pero para un
fin puramente interior: habría devuelto Jean-Jacques a Jean-Jac­
ques. El signo memorativo es, por tamo, una mediación, pero que
interviene para establecer la presencia inmediata del recuerdo. En
este caso se puede hablar de una eliminación regresiva, puesto que,
lejos de provocar una superación de la experiencia sensible, ésta con­
siste en despertarla integramente; se trata únicamente de revivir un
momento tal como fue vivido, sin sobreañadirle (como hará Proust)
un esfuerzo de comprensión que intentaría captar la esencia del
tiempo. La flor seca, más eficaz que cualquier reflexión, provoca el
surgimiento espontáneo de una verde imagen del pasado en una
conciencia que pretende ser pasiva. Al volver a encontrarla en el
herbolario, remite a Jean-Jacques a sí mismo y a su felicidad lejana,
al bello dia en que se puso en camino para descubrir el espécimen
raro que le faltaba.
Jean-Jacques recurre a la planta con el fin de poder recurrir des­
pués al herbolario que le permitirá vivir gracias a la memoria. Se
procura, de este modo, el recurso de una inmediatez memorizada,
infinitamente más rica y más calida que la inmediatez de las sensa­
ción actual. Cuando se agota el impulso hacia las «criaturas» imagi­
narias, cuando las fuerzas se consumen, cuando Jean-Jacques se
siente menos capaz de embriaguez y de intensidad, ya no le quedan
más que los objetos sensibles que le rodean inmediatamente. Se ve
obligado a limitarse al minimum de existencia. Lo que se descubre
entonces es la pobreza esencial de lo inmediato y Rousseau se queja:
Mis ideas no son casi más que sensaciones, y la esfera de mi
entendim iento no va más allá de los objetos que me rodean inme-
diatamente**.

Peor aún, el mundo inmediatamente perceptible está invadido


ya por la persecución, está contaminado por el mal. Explorarlo su­
pone tropezarse ¡mediatamente con el misterioso enemigo, o mejor
dicho (para decirlo más correctamente) con la misteriosa ausencia
del enemigo:

«5 Op. til., 1066.

290
En el abism o de males en el que me encuentro sumido, siento
que me alcanzan los golpes que me dirigen y percibo el instrumen­
to inm ediato de los mismos, pero no puedo ver la mano que lo di­
rige, ni los medios que em plea66.

No solamente se encuentra empobrecida al máximo la calidad


sensible del mundo circundante, sino que cada objeto puede apare­
cer de repente como su signno e instrumento de la persecución. El
apoyo que Rousseau al envejecer encuentra en la realidad exterior
es extremadamente precario. La inmediatez de la sensación actual es
exangüe y endeble, incapaz de suscitar la alegría y el consuelo. El
vacío total amenaza: pero lo que a partir de entonces sostiene la
existencia de Jean-Jacques es una felicidad memorizada y una justi­
cia prefigurada: la memoria de los dias límpidos y de los éxtasis en
la naturaleza, o la anticipación del dia del Juicio:

Mi alm a sólo se lanza ya penosamente fuera de su caduco en­


voltorio, y sin la esperanza del estado al que aspiro, porque siento
que tengo derecho a él, ya no existiría m ás que gracias a los re­
cuerdos67.

El presente parece minado por una extraña debilidad de la que


Rousseau sólo se librará apelando al pasado y al porvenir. De este
modo, gracias a un artificio legitimo, el herbolario constituye una
reserva del pasado y, por ello mismo, una reserva de plenitud feliz
que compensará el vacío que deja en Jean-Jacques la nulidad de la
imaginación y de la sensación. La herborización es, en el momento
mismo, una ocupación ociosa que permite que la conciencia se dis­
traiga al mismo tiempo de su propio vacio y del horizonte de la per­
secución; pero, recuperado por la memoria, el paseo botánico es
una isla de felicidad. Y cuando la planta desecada restituye la pre­
sencia del recuerdo, la estructura objetiva de la planta se borra y se
desvanece para dar paso al aflujo subjetivo de la reminiscencia fe­
liz. Más aún que la repetición de su propio tipo, la flor coleccionada
se convierte en el signo gracias al cual se arranca del olvido un senti­
miento y se repite sin perder nada de su vivacidad primera.
He aqui constituido un mundo en el que todo se duplica en la
transparencia sin que este desdoblamiento implique el esfuerzo vo­
luntario de una reflexión; Rousseau se confína en un circuito de
actos que engendran indefinidamente su propio comienzo. Toda ini-

66 Confessions, lib. XII, O. C., I, 589.


67 Réveries. segundo Paseo, O. C.. I, 1002.

291
dativa, todo comienzo verdadero posibilitarán riesgos inesperados
y desencadenaría consecuencias a las que Jean-Jacques no se siente
ya con fuerzas de hacer frente. Su angustia no se calma más que
cuando puede entregarse a una actividad que no es ni la mala inte­
rioridad de la reflexión ni la peligrosa exterioridad de la acción que
busca un fin fuera de sí misma. Sólo queda el circulo cerrado de la
repetición, el ciclo que no tiene más sentido que el de su propia rei­
teración.

292
IX

LA RECLUSIÓN A PERPETUIDAD

La persecución parece responder a un secreto deseo de Rous­


seau. Ella le libera de las acciones y de sus consecuencias. Asediado
por todas partes, ya no es dueño del espacio en el que habría podido
desplegarse su acción. Se encuentra así forzado a «abstenerse de ac­
tuar». Si intenta un gesto, y si el gesto fracasa, ya no es su fracaso,
es la fechoría de los otros. Ya no es responsable: ¿no hay aquí un
invencible motivo de alivio? «Queriendo obrar bien, obraría mal.»
Dado que le roban sus actos y que los desvian de su verdadero fin,
es preferible no emprender nada y replegarse en la inactividad ino­
cente. A partir de entonces, Jean-Jacques está plenamente justifica­
do si no hace más que herborizar y soñar. Incluso habría preferido
una justificación más evidente, más concreta: estar condenado a vi­
vir en una isla o en una prisión el resto de su vida. Pues tras cuatro
muros bien gruesos no hay otra cosa que hacer sino ser y soñar, no
se está obligado a obrar bien, y ya no se puede ser acusado de obrar
mal: no hay más «que querer ser feliz para s e r lo » A l dejar a los
otros todo el espacio exterior nos liberamos de todo lo que nos im­
pedía estar presentes a nosotros mismos, ya nada nos puede llamar
fuera de nosotros. Nuestra voluntad, a la que, en lo sucesivo, le está
prohibido el mundo de los medios, se ve obligada a permanecer en
lo inmediato. Su propio fin se encuentra en ella misma sin que ten­
ga que dar ningún rodeo en el exterior: he aquí por qué basta enton­
ces con querer ser feliz para serlo instantáneamente.
Rousseau pide a Sus Excelencias de Berna la reclusión de por
vida; desea que se le imponga la tranquilidad, el reposo y la felici­
dad de no esperar ya nada fuera de sí. «Me atrevía a desear y pro-1

1 Confessions. lib. XII, O. C„ I, 616.

293
poner que se quisiese disponer de mi para una cautividad perpetua
antes que hacerme errar incesantemente por la tierra expulsándome,
sucesivamente, de todos los asilos que hubiese escogido» 2. La
huida, la vida errante es un suplicio peor que la prisión, en la que al
menos la esperanza es inexistente, en la que el pensamiento ya no
mira fuera, y en la que el yo ya no tiene otro recurso que ¿I mismo.
Ahora bien, precisamente Rousseau describirá su situación de
perseguido como un encarcelamiento; se encuentra secuestrado, está
rodeado por barreras y murallas, le vigilan. Gime por ello: es el des­
tino más miserable. Y, sin embargo, es la realización misma de su
deseo de «prisión perpetua» en forma simbólica. El deseo de una
vida de reclusión se encuentra satisfecho con la salvedad de que la
tentación de la huida sigue siendo posible siempre: este «emigrante
perseguido» se verá obligado a refugiarse en si mismo, en ese asilo
inviolable que es su propia conciencia.
Se podrá hablar de ambivalencia. La persecución representa la
peor de las frustraciones, la más dolorosa denegación de justicia, el
bárbaro rechazo de un reconocimiento que, sin embargo, se le debe
a Jean-Jacques. Pero, por otra parte, la persecución es aquello que
permite a la conciencia replegarse sobre sus «delicias interiores».
Por ello Rousseau aparece, alternativamente, en el papel de aquel
que lucha contra el mal y en el papel de aquel que se complace en
ver cómo sucede lo peor, en lo que descubre una misteriosa elección
que le obliga a mantenerse separado del resto de la humanidad.

L a s in t e n c io n e s c u m p l id a s

Habida cuenta del fondo irreductible que constituye la extrañeza


esencial de la locura, no es imposible discernir en «el delirio de rela­
ción» de Rousseau conductas intencionales bastante precisas. Es sa­
bido que por lo general el delirio sensitivo está perfectamente es­
tructurado: el sujeto organiza por si mismo un sistema coherente de
motivos y justificaciones destinado a conferirle a su comportamien­
to un armazón lógico y racional. Estos motivos siempre son dignos
de ser considerados puesto que la conciencia del enfermo los tiene
por sólidos. El análisis no debe intentar reducirlos a errores, sino al
contrario —reconociendo que tienen una validez subjetiva a toda
prueba— debe examinar las intenciones implícitas que subtienden
el sistema elaborado por el sujeto. En un análisis que pretenda ser1

1 Op. til.. 647.

294
fenomenológico se tratará menos de remontarse a unas causas ante­
cedentes, disimuladas en el inconsciente, que de extraer del sistema
al que Rousseau se refiere conscientemente significados e intencio­
nes cuyo conocimiento reflexivo es incapaz de alcanzar. En lugar de
intentar reconstruir los mecanismos «profundos» que hubiesen pro­
ducido oscuramente el sistema interpretativo de Rousseau, perma­
nezcamos lo más cerca posible de sus declaraciones y de su compor­
tamiento, con el fin de examinar las palabras e incluso los propios
gestos, hasta un punto en el que su sentido se nos muestre con una
coherencia de intención que no ha sido percibida por Jean-Jacques.
En los últimos textos de Rousseau se disciernen toda una red de
motivaciones que se completan y refuerzan reciprocamente. No se
puede hacer otra cosa que enumerarlas, sin deducirlas unas de
otras. De hecho, todas ellas están unidas entre si, hasta el punto de
que cada una puede figurar alternativamente en el primer lugar. De
tal modo que veremos como cada intención hace aparecer otra que,
a su vez, tampoco puede aislarse...
La intención de estrechamiento y despojamiento es, como acaba­
mos de ver, claramente evidente. Rousseau consiente en no poseer
nada y en cortar todos los lazos con el resto del mundo: renuncia a
sus bienes, renuncia a la comunicación con los demás y renuncia
al espacio en el que podría desplegarse su propio gesto. En el mo­
mento de su reforma personal, esta desposesión era completamente
voluntaria: tras abandonar la espada y la ropa fina, tras vender su
reloj, se escudó en el altivo cinismo de la virtud y buscó un retiro
solitario. En el momento de la persecución, la desposesión se con­
vierte en el sufrimiento de una fatalidad: le arrebatan todo, le quitan
a sus amigos, le condenan a esconderse y erigen ante él tenebrosos
obstáculos. Él no quiso esto, es el destino el que le abruma y no le
queda sino resignarse. Es la misma ascesis, con la salvedad de que
ya no se realiza por obra de la voluntad consciente de Jean-Jac­
ques, sino por la hostilidad de los malvados. Hay que decir, en ver­
dad, que Jean-Jacques permanece fiel a su primera intención, pues­
to que llega a despojarse de su propia voluntad. Se ha empobrecido
hasta el punto de que ya no se considera libre de querer su pobreza.
Ésta le es infligida desde fuera. Hablará de su indigencia en tono
de queja y de dolor; y, para expresar esta queja, Rousseau recurrirá
a un procedimiento estilístico que repetirá hasta la saciedad: una es­
pecie de letanía que comienza en general por el adjetivo solo y que
continúa con una sucesión de términos negativamente determinados
por la preposición sin. Esta secuencia obsesiva, en la que la coma
interviene como un suspiro, da concretamente la impresión de la

295

i
falta de apoyo, de la ausencia de poder positivo sobre las cosas, de
la irremediable condición del exilio y del agobio. Escojamos entre
cientos de ejemplos:

Abandonado a mi mismo, sin amigo, sin consejo, sin experien­


cia, en un país extranjero, sirviendo a una nación extranjera...7
Solo, extranjero, aislado, sin apoyo, sin familia, sin tener ape­
go más que a mis principios y a mis deberes...345
Solo, sin apoyo, sin defensa, abandonado a la temeridad de los
juicios públicos...7
Extranjero, sin parientes, sin apoyo, solo, abandonado por to­
dos, traicionado por la mayoría, Jean-Jacques se encuentra en la
peor posición en que se pueda estar para ser juzgado equitativa­
mente67.

Gracias a esta indigencia, Rousseau escapa, no obstante, a toda


influencia y se hace invulnerable. En el momento en el que se con­
suma el despojamiento, en el momento en que «ya no es posible
nada peor», Rousseau recibe la revelación de una libertad que nada
puede destruir. La conciencia perdura y se siente irreductible. En
este punto, la desposesión se convierte en posesión absoluta, la im­
potencia se transforma en poder inalienable:

De ahora en adelante todo el poder humano carece de fuerza


contra mi... Señor y Rey sobre la Tierra, todos aquellos que me
rodean están a mi merced, puedo hacer cualquier cosa de ellos y
ellos ya nada pueden contra mi7.

Se asiste aquí a una transposición de la nada en todo, pero que


sólo es posible una vez que se alcanza la nada. La adversidad inape­
lable remite el alma a una libertad triunfante que no necesita más
que de si misma para afirmarse.

3 Confessions, lib. Vil, O. C., I, 301


4 Confessions, lib. X, O. C.. I, 492.
5 Correspondancegénérale, DP, XV, 171.
6 Dialogues, 1, O. C., I. 734. La frecuencia de la palabra solo ha sido señalada
por Basil Munteano en su estudio sobre «La soledad de Rousseau», Annales
J.-J. Rousseau, XXXI, p. 132. Al comienzo de las Confesiones se vuelve a encontrar
la misma fórmula estilística pero para expresar exactamente lo contrario de la queja
psicasténica: un sentimiento «esténico» de efusividad y de plenitud: «Joven, vigoro­
so, lleno de salud, de seguridad, de confianza en mi y en los demás, me encontraba
en ese breve pero precioso momento de la vida cuya efusiva plenitud extiende nuestro
ser, por asi decirlo, a todas nuestras sensaciones...» (lib. II, O. C., 1, 57-58).
7 Frases escritas en naipes, RSveries, ed. Marcel Raymond, 173-174; véase
O. C.. I, 1171.

296
Asi pues, la voluntad de despojamiento nos hace percibir ahora
una voluntad de libertad inmediata. Llevada hasta su culmen, la ad­
versidad pone en evidencia una parte del ser que resiste a cualquier
ataque del exterior. Es ésta una libertad que no tiene tarea fuera de
si misma: le han sido negados los caminos del mundo. No lucha
contra la desposesión ni la alienación; deja que se produzcan. Será
la parte inalienable que subsiste a pesar de todas las alienaciones,
aquel residuo de que el hombre no puede ser desposeído cuando le
han quitado todo: es el centro más secreto, cuya autonomía no pue­
de ser forzada nunca. Se sustrae a todas las coacciones, pero tam­
bién a todos los deberes y a todas las responsabilidades. Le han sido
arrebatados todos los instrumentos, todos los medios: ¿asi pues,
qué podría emprender? El poder infinito que Jean-Jacques descubre
es el poder de ser él mismo de modo incondicionado, una vez que se
han acumulado todas las condiciones adversas. Para esto basta con
querer ser uno mismo sin intentar vencer el destino que nos aplasta.
Rousseau lo proclama en una frase en el estilo de Séneca:

Todo aquel que quiere ser libre, lo es en realidad8.

Ante el obstáculo insuperable ya no hay obstáculo entre yo y mi


libertad; ésta se realiza instantáneamente, sin ningún rodeo, me­
diante una magia a la que nada se opone. Su objetivo es alcanzado
inmediatamente, puesto que no tiene otro fin que el de afirmar su
propio surgimiento. Parece que es necesario que el mundo exterior
se haya ensombrecido hasta alcanzar la oscuridad absoluta para
forzar la revelación de una perspectiva interior que será el refugio
en el que Jean-Jacques no podrá ser alcanzado, la única patria de
la que el «ciudadano» ya no correrá el riesgo de ser expulsado:

Esos arrebatos, esos éxtasis, que sentía en algunas ocasiones al


pasearme asi, solo, eran goces que debía a mis perseguidores, sin
ello nunca habría encontrado ni conocido los tesoros que llevaba
en mi m ism o9.

Entonces se descubre que la voluntad de libertad inmediata pue­


de definirse igualmente como una voluntad de presencia a si mismo.
Presencia en un presente inmutable. Pues al llevar las cosas hasta lo
peor, la persecución no solamente cirra toda salida hacia un espacio

8 Correspondance gtnirate, DP, XVI, 77.


9 Réveries, segundo Paseo, O. C., 1, 1003.

297
exterior, sino que cierra también todo acceso hacia un futuro. Cuan­
do el mal ha alcanzado su punto culminante, el tiempo se ha agota­
do. Entonces, «liberado de la inquietud de la esperanza»101*,Rousseau
conoce la «tranquilidad absoluta». Ya no puede lanzarse a la bús­
queda de un «tiempo mejor»; sólo le queda el presente que ya parti­
cipa de la eternidad. En el tercer libro de los Ensayos, Montaigne
habia descrito una tranquilidad análoga que poseía, también él, más
allá de toda esperanza y de toda preocupación por transformar su
vida. Cuando todo está concluido, cuando la «comedia» ha sido
representada por completo, «el cielo está tranquilo», y Montaigne
se siente aligerado del peso de la espera: «Pero ya está hecho»
Rousseau dice exactamente la misma cosa: «Qué he de temer aún si
todo está hecho» IJ. Todo ha terminado para mi sobre la tierra13.
Sólo que el «está hecho» de Montaigne designaba la plenitud de su
propia vida, mientras que al decir «todo está hecho» Rousseau de­
signa el mal que sus enemigos le han infligido y que ya no puede
acrecentarse más. Todo está hecho, pero son los otros quienes han
hecho todo, al perpetrar todo el mal posible. Por su parte, Jean-
Jacques nunca hizo nada; cuando evoca su pasado no encuentra
casi ningún acto: sólo sentimientos, emociones, intenciones contra­
riadas por el destino... Ya no ocurrirá nada; el tiempo se encuentra
estabilizado en el presente de la resignación infinita y de la posesión
de sí mismo. La persecución ha alcanzado aquel límite extremo más
allá del cual ya no puede ocurrir nada. Este más allá es precisamen­
te el presente que Rousseau descubre como suyo, el lugar de una es­
tancia que ya no se le puede disputar. Es una exterioridad sin retor­
no, desde la que los hombres parecen inexistentes y en la que Jean-
Jacques se convierte, reciprocamente, en nada para ellos. Es la
extrañeza extrema, la oscuridad de los limbos, la desorientación de­
finitiva de un lugar que ya no puede definirse según las coordenadas
habituales del espacio y del tiempo:

Sacado, no sé en qué form a, del orden de las cosas, me he vis­


to precipitado en un caos incomprensible en el que no percibo
nada en absoluto, y cuanto más pienso en mi situación presente
m enos puedo com prender dónde me encuentro M.

10 Réveries, primer Paseo, O. C.. t. 997.


11 Montaigne, Essais, lib. 111,11.
*2 Réveries, primer Paseo, O. C., I. 997.
') Op. cit., 995.
M Op. cit., 995.

298
Rousseau es expulsado, es arrojado fuera del tiempo de los
hombres y de su mundo, es secuestrado y enterrado vivo. Pero des­
de el punto más descentrado, Rousseau se convierte en el centro de
una extensión sin obstáculos. La exterioridad de la expulsión se
convierte en el interior de un mundo que ninguna fuerza extranjera
puede amenazar. En el primer paseo, encontramos una frase que
expresa sorprendentemente esta «coincidencia de los opuestos»:

Ya no me queda nada más que esperar ni que temer en este


mundo, y que heme aquí tranquilo en el fondo del abismo, pobre
mortal desafortunado, pero impasible como Dios mismo1S.

En un mismo movimiento, Rousseau se declara excluido de todo


(vive en el abismo) y se convierte en el centro del universo al compa­
rarse con Dios; la naturalidad de la victima se convierte repentina­
mente en posesión de la plenitud, la desgracia se convierte en felici­
dad, la infamia en gloria.
Si la persecución llega hasta el limite (y Rousseau quiere este li­
mite) entonces ya sólo se puede contar con uno mismo, y se conoce
la amarga y divina felicidad de la perfecta suficiencia: se reside en
uno mismo para no salir más de sí. Al haberse hecho imposibles to­
das las relaciones externas, queda la relación consigo mismo y la ple­
nitud de la identidad.
Esta plenitud será descrita por Rousseau bien como la de una
cosa inerte e infinitamente dócil a los impulsos externos, bien como
la de un espíritu desencarnado sobre el que no tendrá poder ningu­
na fuerza material. Sea lo que fuere, será una plenitud de inocencia.
Asi, más allá de lo que se nos había mostrado como una voluntad
de libertad inmediata, percibimos una reivindicación de inocencia,
Inocente, tan sólo la piedra, dirá Hegel. En manos de sus perse­
guidores Rousseau se convierte en piedra, se petrifica. ¿No es más
evidente su inocencia si no lleva a cabo ningún acto voluntario, si es
totalmente el juguete de fuerzas exteriores a ¿1? ¿Dónde reside la
falta, allí donde ya no hay iniciativa alguna? Al robarle a Rousseau
todos sus actos y todas las consecuencias de los mismos, los perse­
guidores le liberan de la posibilidad misma de convertirse en culpa­
ble. Paralizado en situación de victima o movido desde el exterior,
¿cómo podría actuar mal? Pero para que su inocencia se convierta
en una certeza absoluta, es preciso que la transferencia de responsa­
bilidad sea definitiva y, por consiguiente, es preciso que los mal-

is Op. cit., 999.

299
vados no le dejen a Jean-Jacques ninguna salida. Al igual que la li­
bertad de la efusión imaginaria surgia frente al obstáculo material
insuperable, la inocencia sólo alcanza toda su pureza frente a una
hostilidad universal y sin excepción. Nada es seguro en tanto que el
contraste no sea absoluto, en tanto que el blanco puro no se recorte
sobre el fondo más oscuro. De este modo, Rousseau no puede
querer su inocencia más que queriendo la persecución más cruel.
Pues sólo el agobio exterior de la persecución le descargará del peso
interior de la responsabilidad. Rousseau se disculpa acusando: toda
la culpa está fuera, en esta conspiración que se encarniza, en esta
fatalidad que gobierna su existencia “ .
A fin de prohibirse todo acto voluntario (y por lo tanto, todo
riesgo de convertirse en culpable), Rousseau no se contenta con in­
criminar a la «liga»: acusa al destino, pone en cuestión su propia
«naturaleza». La maldad de estos señores no es más que una forma
extrema de la causalidad externa a que Rousseau, desde siempre, se
lamenta de estar entregado. De hecho, Rousseau invoca un sistema
de constricciones que le asedian tanto desde el interior como desde
el exterior. Afirmará ser el esclavo de su «naturaleza», o de sus sen­
tidos, como si ésta fuese una dependencia que le sometiese a un po­
der extraño. Asi pues, las culpas recaerán alternativamente sobre su
«carácter demasiado ardiente» (o demasiado indolente) y sobre el
destino que no le permite vivir «la vida para la que había nacido».
Es, al mismo tiempo, la victima de una espontaneidad irrefrenable
que escapa a su control y el juguete de una fatalidad que se abate
sobre él desde el exterior. En los dos casos, bien se encuentre some­
tido a sus impulsos, bien a los caprichos del destino, sus actos no
son suyos: han sido forzados, le han sido dictados y nadie debería
dejar de perdonárselo. Así, cuando escribe sus Confesiones, parece
que tiene prisa por desprenderse lo más rápidamente posible de la
responsabilidad de su existencia. «Mi nacimiento fue la primera de
mis desdichas»1617. Y como para asegurarse mejor de que es el ju­
guete de una cruel fatalidad, multiplica las circunstancias que «de­
terminan su destino» o que marcan el comienzo de un encadena­
miento de desgracias de las que ya no será dueño. Parece como si
no le bastase con evocar una única catástrofe fatal, necesita una su­
cesión que le encerrará en una red inextricable. Sin embargo, Rous-

16 Hay que señalar también que Rousseau nunca respondió violentamente contra
aquellos que considera sus agresores. Envia su contribución para la estatua de
Voilaire. Toda su agresividad la dirige contra sí mismo, mediante el rodeo de la pro­
yección.
17 Confessions, lib. I, O. C., I, 7.

300
seau es muy capaz de criticar de manera aislada su propia actitud.
Al relatar en el segundo libro de las Confesiones la historia de su
conversión, escribe: «Me quejaba de la suerte que me había condu­
cido hasta alli como si tal suerte no hubiese sido obra mía»18*. Así
pues, Rousseau sabe perfectamente que en esta acusación al destino
existe una transferencia fraudulenta de responsabilidad; sabe que al
menos en una ocasión se apresuró a imputarle al destino una situa­
ción en la que se vio enredado por iniciativa propia. Se juzga con
una lúcida severidad, a la que no le falta más que ser aplicada a las
otras circunstancias análogas, que son innumerables. Pero es el úni­
co lugar en el que Rousseau se hace esta crítica de una manera tan
franca. La coartada del destino que se reprocha en esta ocasión
será invocada por él a lo largo de todas las Confesiones; a medida
que va avanzando en el relato de su vida se mostrará cada vez más
dispuesto a olvidar que ha podido ser él mismo, aunque sólo fuese
parcialmente el autor de sus desdichas. Para asegurarse de su ino­
cencia, Rousseau parece dispuesto a sacrificar el principio mismo de
la libertad, en cuyo portavoz apasionado se había convertido en
la teoría psicológica y en la vida social. La paradoja estalla en los
Diálogos: tras haber lanzado contra los filósofos materialistas el
reproche de creer que «todo... es obra de una ciega necesidad» ■*,
afirma, a escasas páginas de distancia, que su propia conducta es un
«simple impulso del temperamento determinado por la necesidad».
Se refugia en la inocencia de una «vida maquinal» y «casi autóma­
ta»20 siendo así que acaba de enfurecerse contra el determinismo de
los filósofos que reduce la conducta humana a un automatismo y
que suprime la distinción entre el bien y el mal.
Sin embargo, esta pasividad no es incompatible con la libertad
tal como la reivindica Rousseau. Su libertad es una libertad inope­
rante, paralizada e inactiva que no quiere ocuparse más que de sí
misma y que abandona todo lo demás a las injusticias del destino y
a las fatalidades extrañas. Su libertad no es una libertad para acción
sino para presencia a si mismo. No es más que un sentimiento.
Nada de lo que ocurre es por su causa y su única manera de desafiar
los obstáculos es la de dejarlos triunfar por su lado. La pasividad
absoluta no es más que el envés de esta libertad cuya eficacia se li­
mita a ella misma. Pese a la aparente oposición, nada se parece más
a una conciencia sin poder sobre el mundo exterior que un objeto
sin interioridad y sometido pasivamente a las fuerzas que le mue-
18 Confessions, lib. II, O. C., I, 63. Rousseau relata su conversión.
Dialogues, II. O. C„ 1, 842.
20 Op. cil., 849.

301
ven. Asi, cuando Rousseau define su existencia como la «cadena de
sus sentimientos», o cuando la define como la «cadena de sus des­
dichas», no afirma más que una sola misma cosa: su propia inocen­
cia. Las Confesiones nos proponen una doble perspectiva: en ellas
el pasado se constituye bien como una suma de buenos sentimien­
tos infecaces, bien como una suma de desdichas demasiado eficaces.
Lo que establece la unión entre la serie subjetiva de sentimientos y
la serie mecánica de desdichas es que los hechos exteriores repre­
sentan el papel de «causa ocasional» con respecto a los estados de
ánimo. Entre la exterioridad del destino y la interioridad inocente
del sentimiento ya no hay lugar para el acto libre, y resulta imposi­
ble que Jean-Jacques haya cometido nunca una falta. En efecto, el
sentimiento, tal como lo define Rousseau, es o bien el simple eco de
un accidente exterior, o bien una intención que para preservar su
pureza subjetiva se negará a exteriorizarse en una acción concreta.
Entre pureza inactiva y esta hostilidad que se abate desde fuera
nada de lo que Rousseau ha realizado le pertenece realmente y no
puede servir como pieza de convicción contra él. La casuística de­
fensiva no encontrará ninguna dificultad en disociar el acto de la in­
tención. La decisión de actuar es siempre arrancada por un poder
exterior. Si se instala en el Ermitage o si sale de él, es a pesar
suyo 2 1, s¡ escribe sus Confesiones es porque se ve «obligado a ha­
blar a pesar suyo»». Su amor por Sophie d’Houdetot es «criminal,
pero involuntario», es una «debilidad involuntaria y pasajera», que
no debe confundirse «con un vicio del carácter»». Éste es el princi­
pio que Rousseau hace valer constantemente:

Existen mom entos de un tipo de delirio en los que no se debe


juzgar a los hom bres por sns acciones212324.

En estas circunstancias, la acción no es más voluntaria de lo que


lo pueda ser el estremecimiento, el temblor y las reacciones «neuro-
vegetativas». Si la esencia del yo se encuentra preservada en las pro­
fundidades del corazón, si el ser está esencialmente presente en sus
sentimientos, y sólo en sus sentimientos, ningún acto comprometerá
su inocencia. Ésta permanece tan pura y tan intacta como el rostro
del dios Glauco bajo las algas. Ninguna impureza le alcanzará.

21 «Mi destino era entrar alli a mi pesar y salir en la misma forma», Confessions, ,
lib. I, O. C, I, 488.
22 Confessions, lib. Vil, O. C., I. 279.
23 Confessions, lib. IX, O. C., I, 488 y 462.
24 Confessions, iib. I, O. C., I, 39.

302
(Así, Rousseau atribuye a Mme. de Warens una pureza inalterable,
pese a numerosos extravíos de conducta: «Vuestra conducta fue re­
prehensible, pero vuestro corazón siempre fue puro»2*.
En ei mismo instante en el que la intención se transforma en de­
cisión, ya no se trata de Jean-Jacques: siempre se sintió «subyugado
antes de haber tenido tiempo de elegir» Pero el Jean-Jacques sub­
yugado es el mismo que se declara infinitamente libre bajo los gol­
pes del destino. Necesita ser subyugado para sentirse libre; sólo
retoma su libertad para entregarse aún más a las fuerzas que le sub­
yugan. En cuanto al mal que Rousseau haya podido hacer, carece
de realidad: no es más que una apariencia fantasmagórica, un espe­
jismo aparecido en el espacio vacio que separa la implacable hostili­
dad del destino de la pureza intacta de las buenas intenciones de
Jean-Jacques. De este modo, la inocencia de la piedra y la del
«alma bella» parecen ser equivalentes al final: una libertad sin uso y
un objeto sin conciencia nunca pueden ver cómo surge la falta en
ellos.
¿Pero se trata verdaderamente de una libertad sin uso? ¿No se
ocupa incansablemente de darse la prueba de que el mundo exterior
es impracticable? ¿Para asegurar la inactividad inocente y la presen­
cia a si mismo, no es preciso que una voluntad muy activa rechace
toda posibilidad de actuar y mantenga asi a distancia la impureza de
la falta? Nos preguntamos, efectivamente, por qué Jean-Jacques
siente la necesidad de repetir de forma tan constante que vive resig-
nadamente, entregado al destino y a los impulsos involuntarios. En
las Ensoñaciones parece que a cada paso Jean-Jacques toma por
primera vez la resolución de resignarse y de vivir en si mismo; en
cada instante creeríamos captar directamente la decisión inicial por
la que se despoja del poder de decisión y por la que se pone en ma­
nos de la Providencia. Asi pues, la tranquilidad y la inocencia no
habían sido conquistadas aún, puesto que en todo momento tiene
necesidad de confirmárselo. No deja de declararse indiferente a la
persecución, y por ello no deja de sentir su presencia o de evocar su
representación: ¿cómo podría actuar de otro modo puesto que es
sólo en el sombrío espejo de la persecución donde puede leer su ros­
tro de inocente? Frente a la hostilidad más falta de comprensión,
Rousseau vuelve a tomar posesión puramente de su «esencia». La
mirada de los otros, que es el mal, pretende acusar el mal en Jean-
Jacques: por consiguiente, el verdadero Jean-Jacques es esencial­
mente diferente:*26
» Confessions, lib. VI, O. C., I, 262.
26 Dialogues, II, O. C., I, 847.

303
¿Qué me im porta que los o tros quieren verme distinto a como
soy? ¿L a esencia de mi ser acaso se encuentra en sus m iradas?27

No tienen poder sobre él. Es otro quien es calumniado en su


nombre. Es otro quien es juzgado y quien es asesinado hipócrita­
mente. Pero para establecer así su diferencia (que significa su ino­
cencia) es necesario que Jean-Jacques no deje de pensar en la pre­
sencia de esos poderes hostiles que le obligan a buscar asilo en sí
mismo.
AI igual que Rousseau ya no sabe reconocer su reflexión, ya no
sabe reconocer ni su elección, ni su acción, ni su culpa. Un Rous­
seau ansioso, obsesionado por la culpa, atormentado por la refle­
xión y terriblemente activo construye para tranquilizarse el mito de
un Jean-Jacques ocioso, incapaz de reflexión ni de acción y que
nunca tomó voluntariamente el camino del mal. Esta construcción
no se le presenta como una construcción. Se encuentra fascinado
por su mito hasta el punto de no poder ya distinguirse de él, ni de
sentir su propia duplicidad. Jean-Jacques es subyugado antes de ha­
ber tenido tiempo de escoger; pero Rousseau no quiere reconocer
que eligió esta situación en la que la elección está prevista por el
destino y en la que la única cosa por hacer consiste en dejar actuar
a la adversidad. Rousseau proclama que se abandona a las fuer­
zas que le abruman, pero lo proclama con una anergía que contra­
dice la pasividad en la que busca refugio: el simple hecho de que
continúe escribiendo prueba ya que algo le falta a esa pasividad.
En el momento mismo en que Rousseau declara que está comple­
tamente resignado lo dice una voz que aún está inquieta, pero cu­
ya inquietud ignora. Jean-Jacques habla como si fuese incapaz de
comprender que el acto mismo de hablar desmiente el sentido que le
atribuye a sus palabras. Declara que nunca supo querer cosa algu­
na. ¿Pero a quién pertenece entonces la voluntad que anima esta
declaración sobre la preponderancia de lo involuntario? Pertenece a
un Rousseau que ya no sabe reconocerse a sí mismo y que cree que
ya no quiere nada, siendo así que su voluntad quiere la inocencia
sin saber que la persigue a través del rodeo de la pasividad y que
persigue la pasividad a través del pretexto de la persecución. La per­
secución es el instrumento por cuya mediación Rousseau toma pose-

27 Dialogues, Historia del precedente escrito, O. C„ I, 985. Cfr. Réveries, octavo


Paseo: «Cualquiera que sea la forma en la que los hombres quieran verme no serán
capaces de cambiar mi ser, y a pesar de su poder y a pesar de todas sus sordas intri­
gas, hagan lo que hagan, continuará siendo a pesar de ellos lo que soy», O. C., I,
1080.

304
sión de su inocencia. Pero no consiente en confesar que ha podido
querer semejante medio: desea sentir su inocencia como algo inme­
diato y original; desea sentirla no como una obra de la que sería res­
ponsable, sino como un don gratuito que le seria concedido inte­
riormente, como una «esencia» o una «sustancia» indestructible
cuya posesión no le puede ser arrebatada. A partir de ese momento,
la tarea no consiste simplemente en superar al mal o en combatir la
posibilidad de la falta; esto querría decir que la falta ha podido
mancharle, que su inocencia se encuentra a merced de un error o de
una debilidad. La tarea consiste más bien en actuar de manera en
que la culpa nunca pueda ser suya esencialmente, en que ésta sea
siempre una realidad extraña: la culpa de los demás, el capricho de
la suerte, la mecánica involuntaria de la emoción, o el maleficio
anónimo de la apariencia engañosa. La mania persecutoria consu­
ma el éxito de esta mágica maniobra mediante la cual la iniciativa
de los otros, las fuerzas extrañas, ven cómo se les atribuye la parte
de culpabilidad que el sujeto se niega a reconocer y a asumir. Ya no
es por su voluntad por lo que se abandona pasivamente a la adversi­
dad, es por la voluntad de una conspiración tenebrosa que gobierna
todos sus actos y que vigila todos sus movimientos. Entonces no so­
lamente se despoja de su responsabilidad, sino que al mismo tiempo
pone bajo la adversidad ajena la culpa virtual que mora en toda vo­
luntad, y en toda libertad. Al robarle sus actos, los otros le liberan
también de la posibilidad del mal: hele aqui inmutablemente puro
porque ellos se han convertido en seres inmutablemente malvados.
¿Pero cuál es la falta que Rousseau proyecta fuera e imputa a
los otros? ¿Se trata de su nacimiento (que costó la vida a su
madre)? ¿Del abandono de sus hijos? De todo esto y de nada de
esto. El sentido de la culpa no es aquello que resulta de la muerte de
su madre o del abandono de sus hijos. Se trata más bien de aquello
que le incita a abandonar a sus hijos y a interpretar la muerte de su
madre como un crimen que le podría ser imputado. Al ver como
Rousseau reniega de su voluntad, de su reflexión, de su libertad de
actuación y de sus relaciones con sus semejantes, se diria que percibe
una culpabilidad difusa en todo acto en que el ser se pone en rela­
ción con una exterioridad que no domina. La libertad es una pe­
ligrosa .apertura a lo posible y entre las posibilidades se encuentra
para mi el riesgo de mi propia culpa: este riesgo se me presenta jun­
to con mi libertad, y sólo puedo conjurarlo renunciando a mi liber­
tad de actuación, es decir, buscando la inocencia de la piedra o de
la conciencia inactiva. La acción comporta consecuencias que esca­
pan a nuestro control y que traicionan el objetivo que esperábamos

305
realizar. Constantemente se corre el peligro de obrar mal queriendo
obrar bien. Existe siempre una desviación que no está sometida a
nuestro poder; cada uno de nuestros actos tiene una fecundidad
imprevista. Como ya hemos subrayado, éste es el riesgo que Rous­
seau teme afrontar. Nuestros actos dejan en el exterior huellas dura­
deras que desfiguran nuestras intenciones y que nos exponen a ser
mal comprendidos por los otros. Entonces somos juzgados por unas
apariencias que no corresponden a nuestra realidad interior. Pero
estas apariencias de las que sólo somos parcialmente responsables
son, sin embargo, las del mal y las de la culpa. En cuanto a la refle­
xión, ya vimos que constituia una especie de pecado original: me­
diante la reflexión el mal se introduce en el mundo, es el acto por
medio del cual una conciencia descubre que es diferente de otra
conciencia, con la que se compara y frente a la cual se considera su­
perior. El hombre se convierte así en esclavo del parecer, de la ima­
gen que tiene de los otros y que los otros tienen de él. Una vez más
la culpa se presenta como una apertura al exterior y la diferencia.
En una palabra, en toda comunicación con los otros Rousseau pre­
siente el riesgo del malentendido. No puede imponerles la convic­
ción que experimenta en el fondo de su corazón. No puede eliminar
de antemano la posibilidad de ser considerado un malvado: en pre­
sencia de los demás hay una incertidumbre que nunca puede ser
conjurada por completo. A cada instante puede ser encontrado cul­
pable en opinión de los otros. A cada instante la verdad de la comu­
nicación se encuentra amenazada y la culpa puede implicarle.
Asi pues, antes de que intervenga ningún acto y de que constitu­
ya una falta determinada, la virtualidad de la falta se encuentra ya
presente en el corazón de nuestra existencia, en la medida misma en
la que no podemos vivir sin exponernos a aquello que nos supera; y
esta falta es indudablemente nuestra, es inseparable de nuestra aper­
tura al mundo. No es que se trate, en sentido teológico, de una cul­
pabilidad esencial unida a nuestra propia vida: se trata solamente de
un riesgo que, al anunciarse en el centro de nuestra conciencia, exi­
ge que se le domine y que nunca se puede dominar completamente.
No somos los dueños de un espacio en el que, sin embargo, estamos
comprometidos...
Pero para reconquistar la plenitud de la inocencia tendría que
borrar este riesgo «interno» que nace de mi apertura a una realidad
«externa»; deberla poder abolirlo o expulsarlo: arrojar fuera de mí
todos los poderes ambiguos que me hacen depender del mundo ex­
terior. En Rousseau, el proceso fundamental de la exculpación con­
siste en interpretrar su propia incertidumbre ante la posible culpabi-

306
lidad como un maleficio real que se ejerce sobre él desde el exterior.
De manera que la falta ya no es un riesgo impalpable que reside en
la comunicación con el otro, es una realidad aplastante e inmutable,
pero que se abate sobre Jean-Jacques desde el exterior: el mal que le
rodea tiene su origen en otra parte. La posible falta que inquietaba
su conciencia se ha convertido en esta hostilidad masiva, en este
obstáculo extraño que tiene el peso de una cosa. En este momento
las fuerzas enemigas se ciernen desde el otro lado y devuelven a
Jean-Jacques una inocencia que tendrá, también, la solidez sustan­
cial de un objeto. A una inquieta relación entre Rousseau y los
otros sucede un antagonismo definitivo. La certeza de la persecu­
ción fija en lo sucesivo todas las posibilidades de culpabilidad flo­
tantes cuyo pensamiento era intolerable para Jean-Jacques. Desde
luego, la falta se precisa y se agrava al convertirse en el mal absolu­
to cuya victima inocente es Jean-Jacques: al proyectar su culpabili­
dad en los otros les inculpa de un crimen mucho más perverso; pero
es para sentirse a su vez poseedor de una justificación absoluta bajo
los golpes de la injusticia: se ofrece al cuchillo del inmolador para
adquirir la pureza de la victima.
Rousseau se disculpa pero no deja de sentirse acusado. La culpa
ha sido proyectada al exterior, pero de tal forma que la maldad de
los hombres se expresa abrumando a Jean-Jacques con calumnias y
ultrajes. Sus enemigos dirigen contra él a cada instante un nuevo
Sentimiento de los Ciudadanos que le señala ante el odio universal.
¿No se discierne al mismo tiempo que una disculpa, una autoacusa­
ción y un autocastigo? ¿No consiste esto, como en el caso de tantos
perseguidos, de una manera de volver su agresividad contra si mis­
mo?28 Rousseau no ignora que romper la comunicación con los
otros constituye la falta suprema, aun cuando esta ruptura tenga
como meta la inocencia solitaria. Asi pues, en la propia exculpación
de Jean-Jacques existe una falta que pide expiación: se convierte en
culpable por la maniobra misma que debe liberarle de la culpabili­
dad. De este modo sucede que, lejos de abolir la mala conciencia, el
narcisismo de la inocencia provoca su continuo renacimiento. Hay
un ciclo que no termina nunca —una especie de perpetuum mobi-
te— que hace que la culpa no sea nunca expulsada de una vez por
todas; que, en consecuencia, la persecución no puede finalizar ja­
más; que la inocencia nunca esté suficientemente segura ni que la
purificación sea suficientemente completa.

28 Sobre el papel de la autoacusación, cfr. A. Hesnard, L ‘univers morbide de la


/am e (Pa;is, P.U .r , 1949). Véase igualmente la tesis de Jacques Lacan, De ta psy-
i/iose paranoiaqiu ríans ses rappons avec la personnalité (París, Le Franfois, 1932).

307
Los DOS TRIBUNALES
En última instancia, la conciencia de Jean-Jacques espera bastar­
se a sí misma. ¿Pero lo consigue? Diderot le plantea a Rousseau
una pregunta capital:
Sé bien que hagáis lo que hagáis tendréis en vuestro favor el
testim onio de vuestra conciencia: ¿pero basta con ese solo testi­
m onio, y está perm itido despreciar hasta cierto p unto el de los
otros hom bres?29

No existe inocencia alguna que pueda estar segura de si misma


mediante su propia afirmación. Para captarme con certeza en mi
cualidad de inocente, debo apelar a un juicio exterior que me fije en
dicha cualidad. Desde el momento en que se trata de afirmar un va­
lor interior, la inmediatez interna de la conciencia debe recurrir a un
garante exterior: en otros términos, hay que aceptar la mediación
del juicio de los otros y tengo necesidad de un testigo extraño para
encontrarme a mí mismo.
El autor de las Ensoñaciones ya no se dirige a nadie, renuncia a
ser conocido mejor y ya no se preocupa ni de ocultar las hojas que
sigue cubriendo con su escritura, ni de mostrarlas. Pero, con todo,
espera ser juzgado, anticipa el momento en que su inocencia le será
confirmada por la mirada de Dios. Tras haber revocado «los juicios
insensatos de los hombres», y tras haber descubierto en sus rostros
los signos de una condena inmerecida, Jean-Jacques se vuelve hacia
otro tribunal e interpone recurso ante Dios. La conciencia de Jean-
Jacques no puede contentarse consigo mismo; quiere ser una trans­
parencia que se ofrece a una mirada. Asi, en la invocación del co­
mienzo de las Confesiones, Rousseau se concede de antemano un
tribunal universal que le absuelve:
Me he m ostrado tal com o fui; despreciable y vil cuando lo he
sido; bueno, generoso y sublime cuando lo he sido: he revelado
mi interior tal com o tú mismo lo has visto. Ser eterno reúne en
to m o mió la muchedum bre innumerable de mis semejantes: que
escuchen mis confesiones...30

Por fuerte que sea en otras circunstancias la tentación de com­


pararse a Dios, por intensa que sea la llamada a una fusión mistica*20

29 Correspondance générale. DP, III, 133; L, IV, 192.


20 Confessions, lib. 1, O. C., 1, 3.

308
(o panteísta), Rousseau no puede prescindir de un Dios remunerador
ante el cual hay que comparecer. Frente al Dios de justicia, la exis­
tencia personal no se desvanece (y no se humilla nada); se inmovili­
za gloriosamente en su verdad. No es a Dios a quien Jean-Jacques
busca en Dios, sino a la Mirada absoluta que le dará la confirma­
ción de su propia identidad y el veredicto que le convertirá en el po­
seedor de su transparencia. En el momento de la absolución el indi­
viduo se verá investido de la esencia estable y de la inocencia que
habia reivindicado siempre en vano y cuya sombra hostil se cernía
por todas partes.
Asi pues, en este punto todo lo que parecía anunciar en Rous­
seau la reivindicación de la autonomía del yo se desvanece. Su liber­
tad, que se apoya en el carácter inalienable de la conciencia, ya no
puede prescindir del recurso a la transparencia. El yo no encuentra
en sí mismo un apoyo su fic ie n te S ó lo , no puede escapar al vérti­
go de sus posibilidades, y por lo tanto no se escapa nunca a la angus­
tia del mal. Le invade el mismo vértigo en presencia de las otras con­
ciencias, sobre las que no tiene ningún influjo: ¿qué hacer para su­
primir la posibilidad del malentendido, y la cuasi probabilidad de
un juicio monstruoso que le convierte en un monstruo? Los otros
pueden ver en él al malvado, y no tiene ningún privilegio que pre­
venga este riesgo. Al contrario, son los otros quienes poseen el privi­
legio permanente de reprobarle si les parece bien. El trato habitual
con el mundo no excluye en ningún momento el riesgo de la ilusión
y del falso conocimiento. La doble «relación» por la que se define
la conciencia no tiene nada que le proteja del peligro de convertirse
en «una doble ilusión». Puedo encontrar por todas partes velos in­
terpuestos; puedo convertirme en la victima de las máscaras.
Desde el momento en que los seres y las cosas ya no pueden reci­
bir de mi todo su sentido, desde el momento en el que reivindican
su propio sentido y reclaman a su vez el derecho de darme un senti­
do, ya no tengo más que un recurso para escapar al vértigo de lo
posible: es el de precipitar lo peor y el de decidir que aquello que se
me sustrae me es definitivamente hostil. En Jean-Jacques la patolo­
gía de la comunicación procede de la necesidad de apoyarse en tér­
minos absolutos, aunque sean absolutamente negativos. Tiene ne­
cesidad de un Dios inmutable, al igual que tiene necesidad de un mal31

31 La critica de Joubert se dirigirá precisamente contra este punto: «Rousseau si­


túa la norma de nuestros deberes en el fondo de nuestra conciencia. Esto supone
tomar como medida aquello que es más diverso, más móvil y más desigual en el
mundo» (Les Carnets de Joseph Joubert, ed. Andró Beaunier, París, Gallimard,
1938, I, 216).

309
«solidificado». Una vez que la hostilidad de los hombres se ha con­
vertido en un ¡imite fijo , Rousseau va a poder remitirse a otro tér­
mino fijo, que consistirá en el juicio de Dios y que consolidará la
posibilidad contraria, es decir, la imagen de un Jean-Jacques esen­
cialmente inocente. Tanto en un lado como en el otro, Rousseau en­
cuentra de este modo testigos absolutos fuera de si, cuyo veredicto
es irrevocable, pero radicalmente opuesto. Estos dos tribunales
expresan de manera extrema la ambivalencia que se había manifes­
tado desde el comienzo en Jean-Jacques: la necesidad de ser juzga­
do y la angustia de ser juzgado
Asi, antes que vivir con los hombres una relación incierta, antes
de aceptar las servidumbres de la condición humana en la que la es­
peranza de la comunicación se ve contrapesada siempre por el ries­
go del obstáculo y del malentendido, Rousseau separa los términos
de esta ambivalencia a fin de convertirlos en dos instancias absolu­
tas e inmutablemente opuestas. En vez de afrontar la incertidumbre
de lo probable y ios peligros de una libertad activa prefiere presen­
tarse ante dos tribunales cuya sentencia es conocida de antemano y
que profieren de manera manifestada e irrevocable el si y el no que
la experiencia humana nunca encuentra en estado puro. Para Rous­
seau hay un amargo reposo en saber que ya no debe esperar nada de
los .hombres, si posee la compensación que le autoriza a esperar
todo de Dios.32

32 Y la situación sigue estando secretamente sexualizada: Jean-Jacques sufre el


doble veredicto al igual que sufría la azotaina de Mlle. Lambercier, y al igual que es­
peraba la acogida de Mme. de Warens.

310
X

LA TRANSPARENCIA DEL CRISTAL

Rousseau reafirma incansablemente su propia transparencia.


«Caminaba a la luz del sol...1 En vano se esfuerzan por separar el
vivero de agua clara»...12 La luz, la claridad translúcida, esto es lo
que corresponde a Jean-Jacques. Los otros pertenecen al reino de
las tinieblas. Escuchemos como Rousseau compara su corazón al
cristal:

Su corazón, transparente como el cristal, no puede ocultar


nada de lo que en ¿I sucede; cada uno de los movimientos qu e ex­
perim enta se transm ite a sus ojos y a su ro stro 3.

¿Tienen ellos corazones tiernos, abiertos, confiados y dispues­


tos a abrirse? ¿Y dónde podrían esconderse p o r un m om ento se­
mejantes secretos en el m ió, transparente como el cristal y que
transm ite instantáneam ente a mis ojos y a mi cara cada movi­
miento po r el que se ve afectado?4.

El oscuro laberinto de sus corazones me es im penetrable, a mi


cuyo corazón transparente como el cristal no puede ocultar ningu­
no de sus m ovim ientos5.

Su corazón es transparente, pero los otros lo ven diferente de


como es. ¿Qué es entonces lo que le impide manifestar su verdad?
Nada que de él dependa. Bastaría con que los demás quisieran ha-

1 Correspondancegénérale, DP, XIX, 258.


2 Correspondance générale, DP, XIX, 82.
3 Dialogues, II, O. C„ I, 860.
4 Correspondance générale, DP, XIX, 237.
5 Correspondance générale, DP, XX, 43-44.

311
cerlo, entonces le verían perfectamente. Pero desfiguran su aparien­
cia. Es en ellos en quienes se disgregan ser y parecer; es en ellos en
quienes triunfa el maleficio del velo...
Jean-Jacques proclama apasionadamente su propia transparen­
cia, pero, del otro lado, el velo se ha cargado de tinieblas y cubre
todo el espacio visible. Al final de La Nueva Eloísa vimos este mis­
mo triunfo simultáneo de la transparencia y del velo. Julie entraba
en el reino de Dios y de la comunicación inmediata; pero para esto
era necesario que sacrifícase su vida y que su rostro desapareciese
definitivamente tras el velo de la muerte. Ahora bien, la experiencia
personal de Rousseau llega al mismo punto, con la salvedad de que
la división entre el mundo de la luz y el reino del velo se realiza en
vida de Rousseau. Él vive en una situación que en la novela corres­
ponde a la muerte misma (así se comprende por qué Rousseau se
define a menudo como un muerto en vida: hay que morir para en­
contrarse definitivamente del lado de la transparencia).
En última instancia, la transparencia es la invisibilidad perfecta.
Los hombres me ven distinto a como soy: asi pues, no me ven, soy
invisible para ellos, me imponen una opacidad que me es extraña,
pegan a mi rostro máscaras que no se me parecen. ¡Con qué pudiese
sustraerles toda mi presencia, impedirles que me den una aparien­
cia! El ensueño se dirige hacia los mitos mágicos:

Si hubiese sido invisible y todopoderoso como Dios, habría


sido generoso y bueno como él... Si hubiese poseído el anillo de
Giges, éste me hubiese librado de la dependencia de los hombres y
les hubiese puesto bajo la mía. Haciendo castillos en el aire, me he
preguntado a menudo qué uso hubiese hecho de este anillo*.

Hacerse invisible: éste es el punto en el que la nulidad extrema


del ser se convertiría en un poder sin límites. Armado con el anillo
de Giges, Russeau saldría de su inacción, pasarla a la acción, haría
el bien, poseería a las mujeres. Liberado de su apariencia, se libera­
ría del obstáculo que le paraliza. Asi al leer la sexta Ensoñación se
descubre que el obstáculo más temible, el que más le inmoviliza, no
es otro sino esa falsa imagen de Jean-Jacques que se forma en las
conciencias extrañas y que le niega su transparencia. Hacerse invi­
sible ya no supone ser (por un momento) una transparencia cercada
sino convertirse en una mirada que no conoce fronteras; supone
verdaderamente «convertirse en un ojo vivo»; supone volver a to­
mar posesión del espacio que se había cerrado.6
6 Réveries. sexto Paseo, O. C., I, 1057.

312
Transparente como el cristal: pues entre todas las piedras sólo el
cristal es inocente; posee la dureza de la piedra, pero deja pasar la
luz. La mirada le atraviesa, pero él mismo es una mirada purísima
que penetra y atraviesa los cuerpos circundantes. El cristal es una
mirada petrificada. ¿Es un cuerpo en estado puro o, por el contra­
rio, un alma solidificada? Dudamos... No nos sorprenderá que la
vitrificación sea una de las operaciones a que Rousseau prestó una
mayor atención en sus Instituciones Químicas. Con mucha frecuen­
cia obtener un bello vidrio o bellos cristales es el objetivo en vistas
del cual se organiza todo un «experimento». Y la especulación va
aún más lejos: es una ciencia cuyos conceptos fundamentales se en­
cuentran sometidos todavía al capricho de «la imaginación mate­
rial»7, la técnica de la vitrificación y de la inmortalidad sustancial.
Transformar un cadáver en translúcido vidrio es una victoria sobre
la muerte y sobre la descomposición de los cuerpos. Supone ya un
paso a la vida eterna:

No es solamente en el reino mineral donde Becher 8 estableció


su tierra vitrificable; encuentra una com pletam ente semejante en
las cenizas de los vegetales... y una tercera m ás maravillosa aún en
los animales. Asegura que éstos contienen una tierra fundible, v¡-
trificable y con la que se pueden hacer vasijas preferibles a la por­
celana más bella. M ediante procedimientos sobre los que guarda
un gran misterio ha realizado pruebas que le han convencido de
que el hombre es vidrio y de que puede volver a convertirse en vi­
drio al igual que todos los animales. Esto le conduce a hacer las
más interesantes consideraciones sobre los esfuerzos que realiza­
ban los antiguos para quem ar a los m uertos o para em balsamarlos
y sobre el m odo en el que se podrían conservar las cenizas de sus
antepasados sustituyendo en pocas horas desagradables y horri­
bles cadáveres por limpias y brillantes vasijas de un bello vidrio
transparente que lleva la huella, no de ese verdor que constituye la
característica del vidrio vegetal, sino de una blancura lechosa pro­
veniente de un ligero color de narciso...9

De hecho, ¿cuál es la causa física de la transparencia? ¿Por qué


ciertos cuerpos dejan pasar los rayos luminosos? Rousseau tendrá
respuesta a esta pregunta. La propiedad común a todos los cuerpos

7 Gastón Bachei.ard, La Formation de l'Esprit identifique (París, 1938), 44-45.


Fecher es citado y comentado en esta obra.
8 Johann Joachim Becher (1635-1695), físico y aventurero alemán. Autor de
una Physica subterráneo (1669) en la que afirmaba poder efectuar la transmutación
de los metales.
8 Anuales J.-J. Rousseau. XII (1918-1919), 16-17.

313
transparentes es la fluidez. En el capítulo titulado Del Principio de
la Cohesión de los Cuerpos y del de su Transparencia Rousseau co­
mienza por citar «el agua y los licores cuya transparencia muestra
una unión inmediata entre sus partes»|0. Asi, en el mundo físico la
inmediatez y la transparencia son nociones correlativas; si la luz
puede atravesar ciertos cuerpos es porque alcanzan la perfección de
lo inmediato. Es éste un postulado «químico», pero en el que se
expresa una exigencia de orden psicológico... En cuanto al vidrio o
a las piedras transparentes su solidez no contradice su fluidez: la
transparencia sólida es una fluidez inmovilizada, la sustancia fundi­
da se ha «inmovilizado» en una masa dura. En su naturaleza intima
el cristal es fluido, no deja de ser una «sustancia liquida». Y Rous­
seau llega a afirmar que la «fluidez es el principio de la solidez de
los cuerpos». Leyendo las Instituciones Químicas se aprende a reco­
nocer el valor moral de la fusión y de la disolución:
Parece muy posible que la fluidez sea también el principio de
la transparencia y q u e... ningún cuerpo seria opaco si todas sus
partes hubiesen sido sometidas por igual a la fluidez, bien de la
fusión bien de la disolución. En efecto, la unión de las partículas
de fluido entre si es, en verdad, muy fácil de rom per, pero no por
ello es menos perfecta, y esto es lo que origina que los rayos de
luz, al no tener que penetrar en tantas superficies diferentes por
las que se verían obligados a refractarse y a desviarse de mil m ane­
ras, pasen a través de la sustancia liquida tras escasísimas altera­
ciones; por el contrario, el cristal y el vidrio pulverizados se hacen
opacos porque la luz se pierde en medio de esta infinidad de des­
viaciones, que se ve obligada a realizar a izquierda y derecha y
sobre las superficies de todas estas partículas de diferentes tam a­
ños y de figuras diversas. De este m odo, la experiencia nos enseña
que las sustancias disueltas se unen hasta tal punto al disolvente
que ya no form an más que un todo diáfano y transparente con él,
hasta que la introducción de una nueva sustancia las vuelve a se­
parar nuevamente; lo que hace que la sustancia líquida se vuelva
inm ediatam ente turbia y opaca; del mismo m odo, las piedras, las
arenas y los propios metales cuando se les priva de su flogisto al
calcinarlos, tom an m ediante la vitrificación un tal ordenam iento
de sus partes que dejan de ser opacos para convertirse en diá­
fa n o s" .

Si la fluidez es el principio de la transparencia, las metáforas del


«cristal» y del «vivero de agua clara» se acercan aún más. Es la pro-10*

10 Op. át., 34.


" Op. cit., 36.

314
pia unión interior la que permite el paso de los rayos. Rousseau
compara su corazón al cristal que es una fluidez congelada, una
fluidez que no se desliza y que por consiguiente se ha estabilizado
fuera del tiempo.
De hecho, en el último estadio del pensamiento de Rousseau esta
congelación cristalina tiene su contrapartida en una pulverización
opaca que reduce el mundo humano a no ser más que una multitud
oscura, indistinta e impenetrable. Ya no existe intercambio posible
entre los contrarios: la transparencia de Jean-Jacques se inmoviliza
y la noche exterior se coagula. Pues se fija también el velo, ya no es
una delgada y flotante separación, se ha abatido sobre el mundo
que escondía para encerrarlo en lo sucesivo en una red de tinieblas.
Pero sólo es el mundo humano lo que se vuelve opaco. Por lo
que a la naturaleza se refiere, ésta permanece del lado de Jean-Jac-
ques, del lado de la transparencia. Allí irá a buscar la complicidad
de las sustancias fluidas. En el clima ideal en el que Rousseau quiere
vivir no habrá solamente la transparencia del aire y el brillo de los
colores. Sigue teniendo necesidad de agua:

Bellos sonidos, un bello cielo, un bello paisaje, un bello lago,


flores, perfumes, unos bellos ojos y una m irada dulce; todo esto
no afecta directam ente a sus sentidos hasta después de haber pe­
netrado por algún lado hasta su corazón. Le he visto hacer dos le­
guas al día durante casi toda una primavera para ir a escuchar a
gusto al ruiseñor en Bercoy; eran precisos el agua, el verdor, la so­
ledad y los bosques para hacer que el canto de este pájaro fuese
conm ovedor para su o id o ,2.

El agua será de nuevo necesaria para que Jean-Jacques, en una


feliz nulidad, en una vacuidad total de pensamiento acceda al «sen­
timiento de la existencia» que es una «felicidad suficiente, perfecta
y plena»:

Éste es el estado en el que me he encontrado a menudo en la


isla de Saint-Pierre en mis ensoñaciones solitarias, ya fuese tum­
bado sobre mi barco que dejaba a la deriva, por donde el agua
quería llevarle, ya fuese sentado en las orillas del lago agitado, ya
fuese en otra parte, al borde de un bello rio o de un riachuelo
murmurando sobre la graval].12

12 Dialogues, I, O. C., I, 807. Sobre la atracción que el agua ejerce sobre Jean-
Jacques. Cfr. Marcel RaYMOnd, introducción a las Ensoñaciones (Ginebra, Droz,
1948), XXIX; texto publicado de nuevo (París, Corti, 1962). Véase también Michel
Butor, Réperioire 111 (París, editions de Minuil, 1968, pp. 59-101).
,J Revertes, quinto Paseo, O. C., I, 1046-1047.

315
Más allá de esta móvil fluidez, más allá del «flujo continuo» n
de las cosas terrestres, el sentimiento de la existencia se descubre
como una fluidez inmovilizada y desgajada del tiempo. Aunque hay
una profunda afinidad entre el alma de Jean-Jacques y la transpa­
rencia del paisaje, ¿podemos hablar de identificación? No, puesto
que el agua está en movimiento, mientras que el alma se eleva a un
presente que «sigue durando sin por ello marcar su duración y sin
rastro alguno de sucesión» ». La transparencia inmóvil y cristalina
del sentimiento de la existencia se separa de la limpidez inestable y
alborotada del agua que se agita. Sin embargo, el chapoteo exterior
es necesario para que Rousseau perciba la estabilidad de su estado
de plenitud. Sólo acoge el «movimiento continuo» y el balanceo
para sentir mejor en si mismo un reposo que se diferencia de él. Al
igual que la transparencia necesita un mundo oscuro sobre cuyo
fondo se destaca, ésta no puede inmovilizarse más que sobre el fon­
do de una continua deriva que olvida y que domina: «De vez en
cuando nacía alguna débil y corta reflexión sobre la inestabilidad de
las cosas de este mundo cuya imagen me ofrecía la superficie de las
aguas»16... Esta reflexión, por débil que sea, es una turbación en la
perfección de la transparencia. Pero nada revela mejor la transpa­
rencia que la ténue turbulencia que la atraviesa «de vez en cuando».
Una perfecta translucidez seria una nada perfecta: pues la transpa­
rencia de la conciencia sólo existe para dejar traslucir alguna cosa.
(«El pensamiento se forma en el alma como las nubes se forman en
el aire» <7, dirá Joubert.) La conciencia es transparencia cuando sur­
gen formas confusas, al igual que el vidrio se nos aparece mediante
sus reflejos o su vaho: asi en el acto mismo de revelarse la transpa­
rencia ya se encuentra comprometida. El éxtasis de Rousseau surge
en el momento en el que el vaho del mundo percibido se atenúa y se
empobrece hasta que deja despuntar una tranquila presencia —tal
como la existencia en el estado puro—, el fondo primitivo que se
descubre más allá de todos los pensamientos y de lodos los senti­
mientos: es a la vez el estado más vacio (puesto que carece de conte­
nido) y el más lleno (puesto que la suficiencia es total). Esto puede
expresarse casi de la misma manera como el completo olvido de sí
mismo, o como un goce cuyo objeto no es «nada exterior a si mis­
mo». Sin embargo, incluso cuando se cumple la plenitud perfecta y

n Op. cil., 1046.


15 Ibidem.
“ Op. cit., 1045.
17 Les Carnets de Joseph Joubert, ed. André Beaunier (París, Callimard, 1938),
1,64.

316
que sólo subsiste el sentimiento de la existencia, Rousseau no puede
prescindir de las imágenes del mundo exterior; necesita un paisaje
que se ofrezca a los sentidos y que pueda inmovilizarlos hasta la
hipnosis. La existencia está puramente presente a si misma, pero
precisa a su alrededor del murmullo del agua, de la pulsación de las
olas, del gran cielo estrellado: el envoltorio fluido anterior al na­
cimiento.
Volver en si tras el desvanecimiento de la caída de Ménilmon-
tant es regresar a la pureza infantil de la sensación, en la que el ser
no se distingue del mundo que le rodea. El mundo y la existencia se
dan simultáneamente, sin que el espíritu tenga que hacer el más mí­
nimo esfuerzo. Rousseau vuelve en si a un yo del que no tiene aún
«ninguna noción clara» y lo que descubre con éxtasis no es su
«individualidad», sino el espacio nocturno en el que se destaca un
poco de verdor. La extraña felicidad que Rousseau experimenta en
el momento de su despertar confunde el yo y el mundo exterior en
su común ligereza (el yo más acá de la conciencia de la identidad
personal y el mundo exterior más allá del encuentro con los demás).
Jean-Jacques goza entonces de su propia transparencia gracias a la
presencia de un mundo que se transparenta.
Al describir los éxtasis del lago de Bicnne, parece como si Jean-
Jacques quisiera empobrecer lo sensible, que se reduciría a ser un
movimiento monótono y regular; la actividad propia de la concien­
cia se aminora hasta no dejar subsistir más que la pura presencia a si
mismo: se establece una estrecha correspondencia entre el atenua-
miento del pensamiento y el tranquillo murmullo del agua. Pero no
son abolidas ni la actividad mental ni la presencia del mundo: son
reducidas a una extrema tenuidad. El sentimiento de la existencia
emerge de este doble atenuamiento, que es casi una doble aniquila­
ción, pero que, sin embargo, se detiene en el límite del silencio y de
la nada. Lo que entonces permanece visible de las cosas y del yo no
es, en absoluto, su esencia secreta y profunda, sino su superficie
—la tranquilidad inocente y precaria de su superficie—. (La desgra­
cia volverá a asentarse en cuanto que las «profundidades sean re­
movidas».) Las condiciones del éxtasis son descritas como una lige­
ra agitación superficiel que se desarrolla plenamente en las cosas y
en el alma. Pero la superficie anuncia un misterioso y sencillo poder
que la sostiene y que asegura al alma el reposo en la plenitud. Pare­
ce como si no se pudiese conocer la presencia —la existencia— más
que convirtiéndose en infinitamente ausente.

i# Revenes, segundo Paseo, O. C., I, 1005.

317
Volvamos a abrir el texto de la quinta Ensoñación. Rousseau
habla en cierto momento de alejar todo lo que no es el «sentimiento
de la existencia» en su estado más cristalino y desnudo: el pensa­
miento y el mundo sensible son superfluos. La propia sensación
constituirla un obstáculo y, lejos de procurarnos goces inmediatos,
nos separaría de una inmediatez más importante y más pura que ca­
rece de forma y de imagen. Pues la existencia es una inmediatez sen­
tida que se sitúa en un lugar previo a la diversidad centelleante de la
experiencia sensual. Tal y como si escogiese la vía de la ascesis,
Rousseau rechaza las imágenes y se esfuerza en alcanzar algo más
original y más frugal:

Despojado de cualquier otro afecto, el sentimiento de la exis­


tencia es por si mismo un sentimiento precioso de satisfacción y
de paz que bastaría por si solo para hacer esta existencia querida
y dulce a quien supiese alejar de sí mismo todas las impresiones
sensuales terrestres que vienen a distraemos de ella sin cesar y a
perturbar aqui abajo su dulzura19.

Pero algunas lineas más adelante, Rousseau reintroduce el mun­


do sensible, cuya presencia vuelve a ser necesaria para sus «dulces
éxtasis». Es necesario que nos sometamos a la magia de una sensibi­
lidad superficial sin prestar atención ni a la plena realidad del mun­
do exterior, ni a las profundidades de nuestra alma:

Es necesario que el corazón esté en paz y que ninguna pasión


venga a turbar su calma. Se necesitan disposiciones por parte de
aquel que las experimenta y se necesitan en el concurso de ios ob­
jetos circundantes. Para ello no es preciso ni un reposo absoluto
ni demasiada agitación, sino un movimiento uniforme y modera­
do que no tenga ni sacudidas ni intervalos. Sin movimiento la vida
no es más que un letargo. Si el movimiento es desigual o dema­
siado fuerte, despierta; ai recordamos los objetos circundantes,
destruye el encanto de la ensoñación y nos arranca de nuestro in­
terior para volvemos a situar instantáneamente bajo el yugo de la
fortuna y de los hombres y para devolvemos al sentimiento de
nuestras desgracias. Un silencio absoluto lleva a la tristeza. Ofrece
una imagen de la muerte. Entonces se necesita la ayuda de una
imaginación risueña y se presenta de forma bastante natural en
aquellos a quienes el délo gratificó con ella. El movimiento que
no viene del exterior se produce entonces en nuestro interior. Bien
es verdad que el sosiego es menor, pero también es más agradable

■9 Réveries, quinto Paseo, O. C., I, 1047.

318
cuando ligeras y dulces ideas no hacen m ás que aflorar a la super­
fic ie d el alm a, p o r así decirlo, sin agitar su fo n d o 10.

He aquí rehabilitado lo imaginario y lo sensible, de los que


Rousseau parecía querer despojarse por completo en nombre del
puro sentimiento de la existencia. Parecía temer todo lo que distrae,
y ahora desarrolla una verdadera teoría de la distracción que pre­
tende que sintamos los «objetos circundantes» sin estar presentes a
ellos (es preciso el concurso de los objetos circundantes, pero
pobres de nosotros si un movimiento demasiado fuerte nos recuerda
los objetos circundantes). Nos invita a permanecer en nuestro inte­
rior, sin que nada toque ni agite el fondo del alma. Parece como si
el sentimiento de la existencia se ofreciese no como la recompensa
de una profunda atención dirigida hacia sí mismo y hacia el mundo,
sino, por el contrario, como el fruto milagroso de un olvido de si
mismo y del mundo. La suprema voluptuosidad y la más elevada
sabiduría consisten en dejarse fascinar por la apariencia más super­
ficial, gracias a la cual la profundidad revelará su presencia. Para
conocer la transparencia del cristal o la del lago hay que confiarse a
los reflejos de su superficie, aunque sea cierto que el reflejo traiciona
un defecto de la transparencia.

J u ic io s

En las Cartas Morales (178S) y en el Emilio, Rousseau definía la


conciencia como una «doble relación consigo mismo y con sus se­
mejantes»21. Aproximadamente en la misma época formulaba asi
esta doble relación: «Yo no sé disfrazarme ante nadie, ¿cómo me
disfrazaría ante mis amigos? No, aunque por ello hubiesen de esti­
marse menos, quiero que me vean siempre tal como soy a fin de que
me ayuden a llegar a ser tal como debo de ser»22. Pero finalmente
no queda más que un doble veredicto. Por una parte, la relación de
Rousseau con sus semejantes ha dejado de ser una verdadera comu­
nicación: es un enfrentamiento estéril, una oposición inmóvil. Por
otra parte, el sentimiento de la existencia constituye una felicidad
plena y suficiente, un goce cuyo objeto no es «nada exterior a uno
mismo»: Rousseau ya no espera nada de los otros, «se nutre de su

» Op. cit., 1047-1048.


« O .C ., IV, 600 y 1109.
22 A Mme. d'Houdetot, 15 de enero de 1758, Correspondance générale, DP, III,
266; L. V, 19.

319
propia sustancia». Desde este momento, la conciencia deja de vivir
armoniosamente según la norma de una doble relación. Se refugia
completamente en uno de los dos polos y ya no se conoce más que a
si misma. Desde luego, el paisaje exterior no deja de estar presente,
pero en lo sucesivo es un espacio circunscrito, sin figuras humanas,
una Naturaleza cómplice. El yo se abandona a sus éxtasis, en los que
se iguala a la totalidad imaginaria del mundo, a menos que, de for­
ma no menos voluptuosa, se desinterese de todo fijándose en un ru­
mor y en un reflejo superficiales. Pero esta plenitud feliz no recon­
cilia el mundo dividido; los éxtasis no eliminan la persecución, son
únicamente una compensación por ella. El horizonte real está cerra­
do por los obstáculos insuperables. Y es, porque todo se opone a él,
por lo que Rousseau se proyecta en un mundo en el que nada se
opone al yo. Entregada al sentimiento de la existencia, la conciencia
prueba el sabor de su propia unicidad, en la que cree encontrar la
compensación de la unidad que se niega en el horizonte real. El mis­
mo hombre que dice ser reprobado por «toda una generación» se
pierde deliciosamente en el «sistema de los seres» (en el que ya no
figuran sus perseguidores). La conciencia de Rousseau se procura
alternativamente dos mundos en los que la relación activa no tiene
ningún sentido: en uno, porque se encuentra irremediablemente divi­
dido, el otro, porque es completamente perfecto. Sea como fuere, no
hay nada que emprender, no existe el riesgo de una «doble rela­
ción»: unas veces la única posibilidad consiste en resignarse ante la
opaca hostilidad; otras no queda más que perderse en la transparen­
cia del gran Ser, de la presencia y de la existencia. Pero la verdadera
unidad se encuentra comprometida por el simple hecho de la alter­
nancia de estos estados contradictorios...
¿Compensa la experiencia de la unidad interna —que se realiza
en ciertos momentos privilegiados— de la imposibilidad de la uni­
dad real que me uniría a los otros al mismo tiempo que a mi mis­
mo? ¿Es suficiente vivir embriagadoramente la imaginación del
Todo para reparar el fracaso de la dóble relación? ¿Qué valor tiene
la unidad simbólica que la conciencia vive en la separación? ¿Es su­
ficientemente fuerte el símbolo para negar y superar la separación
—o no es más que una ilusión irrisoria y un fútil consuelo—? Es co­
nocida la severidad de Hegel hacia el «alma bella»: el objeto que
ésta cree tener ante sí es de nuevo ella misma. Cuando piensa el
todo, no piensa más que en su propia transparencia, y finalmente en
su propio vacío, en su inconsciente inanidad: «Como conciencia se
encuentra dividida en la oposición del Si mismo con el objeto, que
para ella constituye la esencia, pero este objeto es precisamente lo

320
perfectamente transparente en su Sí mismo y su conciencia no es
más que el saber de sí. Toda vida y toda esencialidad espiritua' han
regresado a este Sí mismo»2324, El alma bella crea un mundo puro
que consiste en su palabra y en su eco, que ella percibe inmediata­
mente. Pero «en esta pureza transparente» va a «desvanecerse como
un vapor sin forma que se disuelve en el aire». Pierde toda realidad
y, al agotarse en si misma, se volatiliza en la abstracción extrema.
Para Hegel, que se refiere sobre todo a Novalis pero también al
Rousseau de las Ensoñaciones a través de Novalis, la transparencia
es una pérdida de si mismo y una estéril reañrmación de la identi­
dad Yo = Yo.
La interpretación poética de Hülderlin es completamente dife­
rente. Rousseau, tal como aparece en el centro del himno E lR hin»,
es un «hijo de la Tierra», un semidiós que habla desde una locura
divina, como Dionisos. Es uno de los elegidos que pueden acoger
sin esfuerzo al Todo y que soporta sobre sus hombros el peso del
Cielo y de la alegría. En la oda sobre Rousseau Hólderlin indica
de un modo aún más preciso la miseria del perseguido convertido en
semejante a una sombra, pero para erigirlo a continuación a la luz
de un lejano sol. Rousseau es la «palabra solitaria» que espera to­
davía a los hombres nuevos que sabrán comprenderla; es el «pobre
hombre» que vaga sin encontrar reposo en silencio, semejante «a
los muertos que no han recibido sepultura». Pero a la imagen de
esta huida extraviada sucede la imagen de la fiesta y del cortejo dio-
nisíacos, y después la imagen del árbol que «surge del suelo de la
patria»: imagen de una estabilidad profunda que contrasta con el
extravio sin reposo. La metáfora orgánica del árbol es significativa,
expresa un intuición «vital» que en esta ocasión hace pensar en
Schelling. El árbol es una expansión, pero una expansión «cerrada»,
y que volverá a caer en seguida (sus brazos y su cima se inclinan do­
lorosamente). El árbol se encuentra separado de la infinidad que le
rodea; sin embargo, el infinito es retomado interiormente por el
árbol y participa en la maduración del fruto. Esto es lo que canta la
sexta estrofa del poema: «La sobreabundancia de la vida, el infinito
que apunta a su alrededor como una aurora, no los capta nunca.
Pero esto vive en él, y presente, caluroso y eficaz, brota el fru to y le

23 Hegel. Phdnomenotogie des Geisles (Philosophische Bibliothek, Leipzig,


Meiner, 1911), 422-425. Citamos la traducción de Jean Hyppolite: Cfr. Genése el
structure de la Phénomenotogie de l ’Esprii de Hegel (Paris, Aubier, 1946), 495-500.
24 Friedrích Hólderlin, Sdmtliche Werke (Stuttgart, Kohlhammer, 1953), t. II.
149-156. Véase el comentario que le ha dedicado Bernhard BOschenstein, Hól-
derlins Rheinhymne (Ziirich, Atlantis, 1959).
23 Op. cit., 12-13.

321
escapa». Ahora, pese a la desgraciada separación que podríamos
considerar como un olvido del mundo real, todo el espacio es resti­
tuido en la interioridad orgánica para concentrarse allí y para des­
gajarse en seguida bajo la forma del fruto. El árbol incapaz de cap­
tar a su alrededor la «sobreabundancia de la vida», la posee en él.
Ella le atraviesa para abandonarlo convertida en fruto, en palabra
eficaz que regresa al mundo.
En el juicio de Hegel y el poema de Hólderlin existe una gran se­
paración. Esta separación no señala solamente la diferencia de pers­
pectivas adoptadas por el filósofo del absoluto y el poeta del Regre­
so, rechazando el uno y aceptando el otro legitimar la «mística na­
tural» de Jean-Jacques. Esta doble perspectiva debe comprenderse
también a partir de la ambivalencia de los últimos textos de Rous­
seau, que dan pie a una u otra interpretación. Por una parte, se da
un rechazo del obstáculo y un «rechazo de la acción en el mundo,
que desemboca en la pérdida de si mismo»26: Rousseau se pierde en
la afirmación inmóvil de su propia transparencia. Pero por otra
parte existe una posesión en la pobreza y en la desgracia, una felici­
dad sin nombre y sin limites. Las Ensoñaciones y las Confesiones
afirman que esta felicidad es injustificable, pero también que está
justificada más allá de toda norma de la justicia humana. En los éx­
tasis del lago de Bienne, en estas ensoñaciones «estúpidas» y «sin
objeto», Rousseau percibe (según el quinto paseo) la inmediatez de
su propia existencia, a saber, aquello que es tan primero y tan cen­
tral en él que ningún velo acertaría a separarle de ello en ese mo­
mento; en esta deriva en el agua el ser se borra hasta la presencia
más desnuda, hasta el límite extremo en el que ya no ve ni oye el
ruido tenue de su propia fuente y el cielo vacio que sus ojos miran
fijamente. Ahora bien, esta presencia inmediata a si mismo es tam­
bién presencia a una Naturaleza universal; en las Confesiones, Rous­
seau describe como éxtasis panteistas los felices instantes que el
quinto paseo pone en relación con el sentimiento de la existencia:
Jean-Jacques experimenta un contacto sin obstáculo y sin me­
diación con una fuerza cósmica:

En algunas ocasiones exclamaba con ternura: «¡Oh naturale­


za! ¡Oh madre mia! Heme aquí bajo tu sola protección; no existe
aquí ningún hombre hábil e hipócrita que se interponga entre tú
y yo»*21.

26 Heoel, Op. cit.


21 Confessions. lib. XII. O. C„ I. 644.

322
Si se admite que los dos textos describen el mismo éxtasis, en­
tonces parece como si el yo, captado «en su origen» (del sentimien­
to de la existencia), y la naturaleza con su maternal omnipotencia se
confundiesen intimamente hasta el punto que cada uno de los dos
términos pudiese ser mencionado en lugar del otro. La extremada
pobreza y la extremada riqueza se confunden en una vertiginosa
«coincidencia de los opuestos». La despersonalización por exceso y
la despersonalización por defecto dejan de ser separables28. Esto es
lo que Hólderlin considera como una sorpresa que «Espanta al
hombre moral» al abrumarle con una gracia divina29. Pero lo que
Hegel denuncia es precisamente esta identificación del yo con la na­
turaleza divinizada (percibidos los dos de manera inmediata): Rous­
seau disfruta esta felicidad retirándose del mundo, sustrayéndose a
la reflexión y negándose a «confiarse a la diferencia absoluta».
Ahora bien, el propio Rousseau sabe que su «contemplación» no es
una actitud que supere y exceda la vida activa, sino una evasión que
se separa de ella. Y siente la necesidad de justificarse por ello: la fe­
licidad que le viene dada en la soledad no puede ser propuesta como
ejemplo universal. Esta felicidad les está prohibida a los hombres
que viven conforme al orden, y Jean-Jacques sólo tiene derecho a
disfrutar de ella porque ha sido relegado a una situación excep­
cional y porque su destino es único y monstruoso. Esta felicidad es
humanamente injustificable, puesto que sólo puede ser justificada
por la iniquidad (ella misma injustificable) que los hombres hacen
padecer a Jean-Jacques. Sólo porque todo ha sido perturbado por
culpa suya es por lo que la compensación —el éxtasis de la transpa­
rencia— se hace licita.
En el presente estado de cosas no sería ni siquiera bueno que,
ávidos de estos dulces éxtasis, ellos [los hombres] se hastiasen de
la vida activa cuyo deber les prescriben sus necesidades siempre
renacientes. Pero un infortunado al que se ha desgajado de la so­
ciedad humana, y que ya no puede hacer aquí abajo nada útil ni
bueno para los demás ni para si mismo, puede encontrar en este
estado compensaciones para todas las felicidades humanas que no
podrían quitarle ni la fortuna ni los hombres30,
28 Véase Marcel Raymond, Jean-Jacques Rousseau. La quite de soi el la revene
(París, Corti, 1962), 179.
29 Hólderlin, en el himno El Rhin. La expresión de Hólderlin: die Last der
Ereude (el peso de la alegría) corresponde con toda exactitud al empleo que Rousseau
hace del término: abrumado. Véase la tercera carta a Malesherbes: «Me sentia abru­
mado por el peso del universo con una especie de voluptuosidad». Y en el Emilio la
invocación a Dios: «Sentirme abrumado por tu grandeza, constituye el éxtasis de mi
espíritu, es el encanto de mi debilidad» (lib. IV., O. C.. IV, S94).
30 Réveries. quinto Paseo, O. C., I, 1047.

323
Como si previniese el juicio de Hegel, Rousseau presenta su de­
fensa alegando que no se ha retirado de la «vida activa» por propia
voluntad. Ha sido expulsado, separado, no se le ha permitido ac­
tuar, se le ha prohibido toda salida fuera de sí mismo. Iba a seguir
el camino que conduce hasta sí mismo por el rodeo y la mediación
de los demás, pero fue expulsado inmediatamente y se refugió en el
único asilo inalienable que le quedaba: el goce inmediato, la presen­
cia a si mismo y a la naturaleza, la unidad imaginada que sustituye
la unidad real que deseaba y de la que ha sido expulsado. Rousseau
sabe que sus «dulces éxtasis» son una «compensación» por una pér­
dida esencial. Lo que se le aparece en las orillas del lago de Bienne
es lo mejor, dirá Hólderlin. Pero Rousseau sólo se concede el de­
recho a lo «mejor» porque le ha sido infligido lo peor. La falta es
inseparable de esta felicidad, falta que pesa sobre el mundo engaño­
so y sobre los hombres «hábiles e hipócritas» (cuya existencia no
puede olvidar Rousseau, aunque no sea más que en el momento en
que se regocija de su ausencia para lanzarse hacia la naturaleza ma­
ternal). Asi pues, el éxtasis de la unidad no implica una reconcilia­
ción real; por el contrario, se perpetúa una discordancia fundamen­
tal y misteriosa. Rousseau parece temer que la «vida inmediata»,
que carece de justificación ética suficiente, sea culpable en relación
a los deberes que se le imponen al hombre social. La vida inmediata
no será plenamente inocente más que si los demás son masivamente
culpables. Rousseau proyecta la culpabilidad del goce solitario so­
bre aquellos que le impiden actuar y salir de su yo. El «alma bella»
tiene mala conciencia, pero imputa toda la maldad al mundo enga­
ñoso. Así pues, conocer a través del éxtasis la coincidencia ideal de
lo universal y de lo singular no arregla nada. Bien al contrario, es
necesario haber perdido toda esperanza de unidad concreta para
que llegue a ser legitima la «compensación» extática. ¿Acaso estos
«dulces éxtasis» sólo serían lo mejor a falta de algo mejor, es decir,
a falta de la unión entre las almas, de la fiesta en la que las concien­
cias se unen a plena luz, y a falta de la amistad humana? Tras haber
inventado la oscuridad, a todo el resto del mundo ya no le queda más
que remar en un bello lago. De hecho, a la vez que se abandona a la
universalidad ideal de la naturaleza o del sentimiento de la existen­
cia, Rousseau no puede olvidar la universalidad humana de la que
se siente injustamente excluido. Si Jean-Jacques no fuese ese acusa­
do que se levanta contra sus acusadores, tampoco sería este solitario
que se basta a si mismo «al igual que Dios». Ya lo habíamos obser­
vado al comentar la reforma personal de Jean-Jacques, el repliegue
hacia la vida interior está ligado a la acusación de una sociedad in-

324
justa: esto sigue siendo válido hasta en los últimos escritos de Rous­
seau en los que la imagen del mal social toma una forma cada vez
más mítica y delirante. A consecuencia de ello hasta en los textos
«místicos» de Rousseau, en los que se puede leer legítimamente una
opción fundamenta] por una «experiencia interior» de tipo románti­
co, se debe leer también un rechazo, una resistencia y un desafio,
opuestos a la sociedad corrompida. De este modo, se les ofrece a los
comentadores y a los adoradores de Jean-Jacques una doble pers­
pectiva: el culto que se le profesará hacia el final del siglo xvin se
dirigirá confusamente a un héroe político y a un héroe sentimental;
algunos verán en él al profeta de una revelación puramente interior,
mientras que otros saludarán al hombre nuevo, a la víctima indómi­
ta del antiguo régimen, al adversario irreductible y finalmente triun­
fante de un orden injusto e irrazonable.
No se puede separar nada; Rousseau es un «alma bella» que se
pierde en su propia transparencia, pero cuya queja y cuyo canto se
convierten en una acción en el mundo; y el poder de esta acción no es
nunca tan grande como en las páginas en las que Rousseau parece
renunciar a todo poder. Por el hecho de haberse negado a actuar
frente a la persecución es posible que haya recibido misteriosamente
el don de actuar centuplicadamente. Para Hegel, el «alma bella» se
agota en si misma «como un vapor sin forma que se diluye en el
aire». Pero Hólderlin, por su parte, compara a Rousseau con el
águila que vuela hacia el encuentro de la tormenta. Y aqui la ima­
gen correcta es, sin duda, la pesada nube de la tormenta, la Revolu­
ción y los «dioses que vienen»:

Y emprende su vuelo, el espíritu audaz, cual las águilas


al encuentro de las tormentas, profetizando
Sus dioses que vienen51.

«A SI PUES. HEME AQUÍ SOLO EN LA TIERRA...»

Contemplemos por última vez al hombre que escribe las Ensoña­


ciones. Entre la sombra hostil del mundo humano y el Juicio por
venir, el lugar en que habita es el vacio, la nulidad, la ausencia total
de relación. El frió se apodera de él. Es necesario, estonces, que
escriba, es necesario que se hable a si mismo, sin lo cual, su con­
ciencia no tendría ya ningún objeto ante si. Pues no puede resig-

J* Hólderlin, Rousseau, estrofa final, Sámiliche Werke (Stuttgart, Kohlham-


mer, 1935), t. II. 13.

325
narse a cederle completamente el sitio al vacio, no puede ser como
es en silencio. Si habla conserva la certeza de que su última libertad
no ha sido aniquilada y de que mantiene a los malvados a distancia.
Esta última libertad ya no es una fuente de actos y de iniciativas; no
es más que la reivindicación del reposo interior y del poder de
hablar a pesar de todo.
Nada es verdadero, nada es real a su alrededor; todo es signo de
persecución. Pero es preciso que se apoye en la plenitud del ser. Y si
el empobrecido presente no le ofrece ninguna posibilidad, hay que
suscitar sin descanso la imagen de una presencia en otros tiempos:
en el pasado, en la lejanía, después de la muerte. Así pues, seguirá
hablando para no ser abandonado por las imágenes de su pasado,
para no perder de vista el juicio que le acogerá y le justificará: la
palabra conserva un reflejo de las felicidades pasadas, hace existir a
un Dios testigo, todavía escondido pero que descubrirá su faz.
Para deplorar el agotamiento interior, la aridez de la vida redu­
cida a automatismos, Rousseau encuentra un lenguaje que testimo­
nia la presencia de una fuente inagotable y que le permite proyectar
los espacios imaginarios que recorrerá libremente. No es nada, pero
tiene acceso a la plenitud de una melodía mediante la cual dice su
nulidad. Ya no es nada, pero al expresar esta nada la convierte en la
transparencia que ofrece a la mirada de Dios. Ya no tiene pasiones
ardientes, pero el enfriamiento del corazón deja la palabra a un yo
más antiguo que narra sus éxtasis y su embriaguez. Está ocioso, pero
se da por escrito la explicación de su ociosidad y la pluma emborro­
na las páginas.
Este recurso, que parece inagotable, da fe de una fuerza secreta
y un poder casi infinito de recuperarse en el vacío. Pero da fe tam­
bién de una actividad obsesiva mediante la cual Rousseau se da el
horizonte del mal y de la condena frente al cual toma posesión de su
inocencia. La presencia tenebrosa del mundo hostil es también un
apoyo de que tiene necesidad Rousseau para pertenecer de modo
más completo a su propia transparencia.
La admirable perseverancia de Rousseau, y de este discurso sin
oyentes que intenta salvar el ser amenazado, es la contrapartida de
un delirio que persevera. En las Ensoñaciones, encontramos simul­
táneamente la repetición monótona de una convicción demente, y el
canto melodioso de una voz que defiende el alma de su destrucción.
Es ésta una voz extraviada, pero resiste y responde también al
extravío, y en esta respuesta se anuncia un poder interno que ha po­
dido atravesar el extravio. (Posiblemente esto sea lo único que tenga
derecho a ser llamado razón.)

326
Por un misterio que Rousseau no sabe elucidar, el mundo ha
cambiado de significado a su alrededor: pero el yo se siente intacto
y reivindica obstinadamente su permanencia. El delirio interpretati­
vo no encuentra a su alrededor más que tinieblas y figuras enmasca­
radas. Todo tiene el sentido de una amenaza, de un control, de una
obscena calumnia; a partir de aqui, todos los gestos y todas las pa­
labras de Jean-Jacques se vuelven inadecuadas y falsas: responden a
la amenaza imaginaria. Pero por profundo que sea el error de
Rousseau, por ingenuas que sean las imágenes que se da de su
«retribución» final, por frágil que sea el edificio de los argumentos
que opone para su defensa, escuchamos el lenguaje que lleva en su
melodía la redención de su error. El velo y la imposibilidad de co­
municación están presentes en esta misma palabra que proclama
apasionadamente su inocencia, en estas páginas de copia en las que
se comprimen las lineas de escritura regular, en el regreso obsesivo
de ciertas palabras envenenadas. Pues esta misma palabra que teje
el velo enuncia también la transparencia y, sin que se sepa de dónde
proviene su poder, se convierte en batir de ola, en movimiento cris­
talino: «Liberada del velo de la existencia se transparenta, tan sólo
por el tiempo de un breve alivio fuera del tiempo.»

327
TRES ENSAYOS SOBRE ROUSSEAU
ROUSSEAU Y LA BÚSQUEDA DE LOS ORÍGENES1

Nunca se acaba de una vez con él: siempre hay que volver a em­
pezar de nuevo, que orientarse de nuevo o que desorientarse, que
olvidar las fórmulas y las imágenes que hacían que nos resultase fa­
miliar y nos daban la tranquilizadora convicción de haberle defini­
do de una vez por todas. Cada generación descubre un nuevo Rous­
seau en quien encuentra el ejemplo de aquello que quiere ser, o de
aquello que rechaza apasionadamente.
Esta abundancia y esta renovación en los puntos de vista depen­
den de ciertos caracteres propios de la obra de Rousseau. En ella di­
ce demasiado y demasiado poco a la vez. Es una obra que, desde la
reflexión filosófica a la autobiografía, desde la dialéctica más densa
a la efusividad Urica, desde la ficción a la legislación, se mueve
dentro de un considerable número de registros y ocupa una sorpren­
dente diversidad de dimensiones espirituales. Es legitimo hablar
aisladamente del pensador o del soñador, del político o del perse­
guido, del músico o del novelista. Pero cada una de estas perspecti­
vas es fragmentaria, y no alcanza más que una verdad incompleta:
no solamente por el vicio inherente a toda aproximación parcial, si­
no porque Rousseau, en todo momento, e incluso en sus textos más
sólidamente construidos, asocia a su palabra explícita la presencia
implícita de su persona y de su pasión; nos vuelve a conducir cons­
tantemente a la pura intención que, singular y deseosa de univesali-
dad al mismo tiempo, segura de sí misma pero incomprensible, sen­
tida en el fondo del corazón pero indecible, sirve a la vez de
garantía y de coartada a sus actos y a sus palabras. No nos pide úni­
camente que leamos y apreciemos lo que escribe, sino que le quera-

1 Texto publicado en el fascículo núm. 367 (1962) de Cahiers du Sud.

331
mos a través de lo que escribe, que confiemos en aquel que fue y en
aquel que es, más acá o más allá de su libro. Cada una de sus frases
remite a la tácita convicción que la precede y que la sostiene. Tengo
razón, pues, al seguir la vía del rigor racional, siempre fui secreta­
mente aprobado por la voz interior del sentimiento, que no puede
errar. Posiblemente me equivoque, pero mis intenciones nunca de­
jaron de ser puras y ninguna falta puede serme imputada por el juez
íntegro que se remonta siempre desde los accidentes externos hasta
el verdadero ser. Por todas partes, y no solamente en los escritos
aubiográficos, este complemento de subjetividad sugerida indica la
presencia de un fuego central: la «ley del corazón» resplandece tras
la sombra que producen las palabras...
De ahí se produce en el lector una simultánea impresión de fuer­
za y de inacabamiento. En su tensión moral o en su melodía «me­
morativa» la frase de Rousseau oscila entre su estructura literal y un
horizonte invocado por las energias del deseo. Desde luego, la frase
rebosa de sentido, pero, más allá del contorno estricto de los vo­
cablos empleados, designa un sentido acrecentado. Este significado
sobresaturado es, a la vez, el resultado del contenido propio del tex­
to y del halo de que se rodea: más que a la lógica (menos ausente de
lo que se ha dicho) es a la presencia continua de esos armónicos a lo
que la escritura de Rousseau debe su continuidad. Al teclado clásico
le añade el pedal y el juego múltiple de las resonancias. Todo análi­
sis estilístico, toda «critica interna» del texto tendría como tarea
mostrar en este caso como la palabra de Rousseau indica, más allá
del significado estricto, un poder confuso y cálido que la supera y la
levanta. Rousseau es, sin duda, el primer escritor que saca partido
del silencio de esta manera: le pide que prolongue su palabra, que
propague sus ecos...
Una lectura simpatizante nos orientará, pues, hacia ese «algo
más» que, más allá de los limites de la página impresa, designa a la
vez el horizonte de la terminación y el del surgimiento pasional, la
primera inquietud y la convicción definitiva, la fuente muda del len­
guaje o su cima silenciosa.
La palabra expresada se rodea de un componente inexplicable
que constituye su justificación y que nos hace entrever un transfon­
do consciente en el que la certeza se posee inmediatamente a si mis­
ma. (Esto es lo que tiene presente Schopenhauer cuando define a
Rousseau como un autor «entimemático»: su razonamiento se apo­
ya en premisas tácitas.) Rousseau nos pide que confiemos en él en
razón de las miras y del origen indecible de su palabra. Más aún, en
varias ocasiones nos dice que el discurso desarrollado es un compro-

332
miso culpable, una alienación del yo que se entrega a la engañosa ex­
terioridad; el lenguaje articulado es una mediación ineficaz que
traiciona infaliblemente la pureza de la convicción. Rousseau se ex­
cusará de ello como de una falta: estaba hecho para el civismo oscu­
ro, para la virtud silenciosa y para el sentimiento que encuentra su
placer en sí mismo. Escribir ha sido una caída fatal (por culpa de
los falsos amigos, y, sobre todo, de Diderot) que le expuso a todos
los malentendidos. Como castigo no terminará de disipar mediante
la palabra autobiográfica los malentendidos creados por la palabra
«literaria». A partir de las Cartas a Malesherbes no volverá a co­
ger la pluma más que para rectificar la imagen precedente que ha
dado al mundo y de la que se han apoderado sus enemigos: le per­
donarán su caida tan sólo con que consientan en leer este post-
scriptum en el que muestra qué hombre fue antes de convertirse en
un hombre de letras, qué hombre es, ahora que está dispuesto a
callarse y a conformarse con la felicidad sin frases de la ensoñación.
Pero hablar para huir de la maldición de hablar, escribir para
decir que se renuncia al lenguaje, significa avivar la división y dar
lugar a la ironia. Entre esta palabra acusadora de la palabra y el si­
lencio en que querría abolirse para realizar su verdad persiste una
tensión: sigue subsistiendo una distancia mediante la cual la voz de
Jean-Jacques permanece cautiva de la mentira y de la literatura que
denuncia. Ésta demuestra el maleficio que la aprisiona, tanto más
cuanto que, al proclamar que está decidida a liberarse de ella, no
consigue nunca llevar a cabo el sacrificio mediante el cual se impon­
dría el silencio para dejar triunfar la pureza indivisa del sentimien­
to. Proclama su voluntad de apaciguamiento, pero no sale del con­
flicto que constituye su clima.

En algunas ocasiones la critica tiene la tentación de extraer y de


enunciar claramente lo que en Rousseau no era más que alusión o
presentimiento; se busca el aumento de claridad y de conexión siste­
máticas que darían a esta obra el pulido, la tersura y el brillo de las
grandes teorías coherentes. Esta búsqueda de un sentido univoco si­
gue una dirección hacia la que nos conduce el propio Rousseau: es
difícil no verse tentado. Todo está ligado, todo está encadenado,
nos dice; todo se desprende de algunos grandes principios. Y es cier­
to, Rousseau ha querido enunciar una filosofía, formular un discurso
continuo sobre el hombre, sobre sus orígenes, su historia y sus insti­
tuciones; el Emilio es una psicología genética sobre la que se apoyan

333
una pedagogía, una religión (o una «religiosidad») y una politica.
Entre los diversos elementos de este discurso hay menos contradiccio­
nes de las que se le han reprochado. Pero esos elementos se encuen­
tran separados por lagunas que parecen esperar que se las colme; fal­
tan articulaciones, y el intérprete se siente autorizado a asegurarlas con
su propia mano para la buena fama de Jean-Jacques. Poco a poco,
al precio de un cierto número de extrapolaciones, se construye la
imagen de una filosofía más uniforme de lo que es, y que mantiene
su rango entre las filosofías de su siglo. Al hacer esto, se olvida que
Rousseau concibió su sistema contra los sistemas; se ignora aquello
que en este pensamiento, perfectamente capaz de conducirse lógi­
camente, es vergüenza del pensamiento reflexivo, rechazo de pen­
sarse hasta el fin como pensamiento. Más correcto será aceptar una
interferencia entre la discontinuidad del discurso teórico de Rous­
seau y la continuidad de un yo subyacente, al que las propias ruptu­
ras nos remiten. Suficientemente sistemático como para que no se le
pueda reprochar una grave falta de coherencia, el pensamiento de
Rousseau se presenta bajo un aspecto excesivamente eruptivo como
para permitimos que consideremos el «sistema» como un fin en si
mismo. El inacabamiento es el índice de un poder que no pudo o no
quiso agotarse por completo en su explicitación. El yo y sus fines
ideales trascienden a la obra por todas partes; el yo se designa co­
mo origen y como fin, indefinidamente capaz de retomar su pala­
bra y su «sistema» para satisfacerse con el único placer de ser uno
mismo.
Asi pues, para respetar la verdad de Jean-Jacques es importante
no colmar las lagunas que haya podido dejar en su sistema. No sin
haber llevado muy lejos previamente la elaboración de su teoría, se
contentó con afirmar la unidad de la misma: hay que darle crédito,
pero no nos proporcionará la prueba detallada de esta unidad.
Cuando se entregue a un verdadero trabajo de demostración, cuan­
do intente «desarrollar bien en todas partes las primeras causas para
hacer sentir el encadenamiento de los efectos» será al escribir las
Confesiones: demostración que ya no se sitúa en el ámbito de la
filosofía y que no nos explica por qué Rousseau piensa lo que pien­
sa, sino por que es lo que es. Hay una relación fundamental entre la
discontinuidad de la obra teórica y la obstinación patética de la pin­
tura del yo. Este retorno a sí mismo, esta exploración del pasado,
este exponer en secuencia narrativa la experiencia personal —exigi­
dos y estimulados por la necesidad de hacer frente a una persecu­
ción que alcanza a Jean-Jacques en su propio rostro— tienen, en re­
lación con la obra filosófica, el valor de un esclarecimiento a tra-

334
vés del origen. A partir de 1762, Rousseau va a narrarse para que
conozcan al fin su alma amante y benévola: en ella se verá la fuente
de sus escritos, que los hipócritas y sus víctimas describen como la
obra de un enemigo del género humano.
Hemos de reconocer que, desde el principio, Rousseau sintió las
críticas a sus teorías como si estuviesen dirigidas a difamar su ima­
gen: se sentia presente personalmente en sus discursos académicos,
que expresaban y comprometían su carácter al mismo tiempo. Asi
pues, el movimiento de la réplica será el de la apologética personal,
y, más allá de la historia de sus ideas (tal y como puede leerse en la
Carta a Christophe de Beaumont), es a la historia de su vida a lo
que apelará en última instancia. No se trata de nada menos que de
dar a conocer la autoridad interior sobre la que fundó todo desde el
principio. Por tanto, es necesario volver a la convicción-origen me­
diante un movimiento de regresión y remontarse aún más arriba a
una personalidad primera, a una «naturaleza» conservada en secre­
to tras todas las teorías, todos los conceptos y todos los desarrollos
literarios. El autor cede la palabra al hombre. Rousseau construye
una segunda obra para revelar lo que fueron los sentimientos, las
pasiones y los deseos que dieron nacimiento a su primera obra; nos
pide que consideremos su intención no solamente como la justifica­
ción de sus ideas, sino como una realidad más esencial que éstas. A
partir de entonces, Rousseau va a hablar de los Discursos y del
Contrato no como un esfuerzo destinado a transformar el mundo
pensándolo, sino como de una efusión del sentimiento en búsqueda
de su ideal: al rechazar las corrompidas costumbres de la sociedad
moderna y al describir la bondad natural, expresaba sus quimeras y
trazaba un primer autorretrato. Quizás se haya equivocado en su sis­
tema, pero se ha pintado en vivo en él; aunque en sus especulaciones
se hubiese equivocado mil veces, no ha abandonado un solo instan­
te su verdad; y sigue teniendo interés por este «triste y gran siste­
ma», si no reniega de él, es porque el alma de Jean-Jacques está
auténticamente presente en él. Sus primeros libros eran Confesiones
anticipadas, reflejos del yo, reflejos que ayudarán a interpretar en
su verdadero sentido las Confesiones. De este modo, el sentimiento
reabsorbe la obra (que nunca fue plenamente una obra, es decir,
una actividad en la que el yo se olvida en lo que realiza) y la conta­
biliza en provecho propio. Le retira su estatuto de obra, es decir, su
exterioridad, su transitividad. En sentido estricto, Rousseau no
quiere tener una obra más de lo que quiso tener hijos. Quiere gozar
de sí mismo, quiere residir en la unidad, experimentar la felicidad
muda de la presencia, en el seno de la naturaleza maternal.

335
La preocupación por el origen desempeña ya un papel capital en
las obras que constituyen el «sistema». En ellas describe Rousseau
el estado primitivo del hombre, su soledad ociosa y feliz, sus deseos
concordes con sus necesidades, sus apetitos, que la naturaleza satis­
face inmediatamente; es el equilibrio primero, anterior a todo deve­
nir; la interminable medida para nada que precede al comienzo; aún
no transcure el tiempo, no existe la historia, las aguas permanecen
inmóviles. De ahí la necesidad de imaginar aquello que pudo poner
fin a este origen anterior a la historia; la conjetura filosófica debe
reconstruir el acontecimiento decisivo que, al romper el equilibrio
primordial y la plenitud cerrada del estado de naturaleza, se convir­
tió de este modo en el comienzo de la historia. Al desarrollar sucesi­
vamente todos los recursos de su perfectibilidad, el hombre se entre­
gó a la servidumbre del tiempo; yendo a la deriva por las vastas
aguas de la historia, se hizo sociable y malvado, docto y esclavo de
las apariencias engañosas, señor de la naturaleza al precio de su
propia desnaturalización. Rousseau recompone el origen de la so­
ciedad, se interroga por el origen de las lenguas y se remonta hasta
la experiencia infantil del individuo. Busca en lodo la explicación
genealógica que, a partir de un término inicial, desarrolla toda una
cadena de efectos y de consecuencias bien conectadas. En lo que es­
tá de acuerdo con el espíritu de su siglo. Pero mientras que esta in­
vestigación especulativa, este despliegue de una historia retomada
desde su origen, constituyen el tema preponderante de la obra filosó­
fica, constatamos que el tema preponderante de la obra ulterior
—la autobiografia— tiene como tarea esencial revelar el origen sub­
jetivo de la obra antecedente. En la sucesión de los escritos de
Rousseau hay, pues, una reduplicación de la búsqueda de los oríge­
nes: a las obras en las que él es el pensador que habla objetivamente
de los orígenes humanos suceden obras en las que se muestra a sí
mismo como el origen de su discurso precedente y como el secreto
modelo del retrato del hombre de la naturaleza. ¿De dónde puede
haber sacado su modelo el pintor y el apologista de la naturaleza,
tan desfigurada y calumniada hoy, si no es de su propio corazón?
La describió tal y como él mismo se sentía. Los prejuicios por los que
no se encontraba subyugado, las pasiones artificiales de las que no
era víctima, no ofuscaban ante sus ojos —como ante los de los
otros— esos primeros rasgos tan generalmente olvidados o ignora­
dos*. La naturaleza no es el tema objetivo que expone y explora un
pensamiento discursivo; ella se confunde con la subjetividad más

2 Dialogues, III, O. C., I, 936.


336
intima del sujeto hablante. Es el yo, y la tarea que Rousseau se asig­
na no consiste ya en lo sucesivo en disputar con los filósofos, los ju­
ristas y los teólogos sobre la definición de la naturaleza, sino en
narrarse a si mismo. Procedimiento que claramente hay que califi­
car de regresivo (sin excluir el sentido que los psiquiatras dan a ese
término). En ella se verá, alternativamente, dependiendo de la luz o
de la oscuridad que estos textos encierran en si mismos, la conquista
de una voz poética aún desconocida en la literatura francesa; o, por
el contrario, una conducta de fracaso en la que el ser singular se
repliega en un aislamiento que se va profundizando frente a un uni­
verso humano al que el delirio interpretativo puebla de autómatas
llenos de odio. Este movimiento hacia el origen es un movimiento
de repliegue hacia las posiciones centrales del yo, pero en una si­
tuación cada vez más excéntrica y marginal con respecto al mundo
de los vivos. De este modo, según Hegel, el hombre sometido a la
ley del corazón se encamina hacia el «delirio de presunción».
Si se le aplicase a Rousseau un análisis que prestase atención a la
definición de las modalidades de la comunicación y se siguiese el
cambio que se manifiesta en la sucesión de los grandes textos, se ve­
ría decrecer en ellos, progresivamente, la función transitiva de la pa­
labra. En los primeros Discursos, en la Carta sobre los espectáculos,
en el Contrato y en el Emilio el autor se dirige abiertamente a un
auditorio (la Academia de Dijon, la República de Ginebra, D’Alem-
bert, el público, el género humano). Observemos que se trata ya de
un destinatario mucho más imaginado que percibido en su concreta
personalidad; al coger la pluma, Rousseau se libera del embarazo en
que le sitúa, en el encuentro a solas de las conversación, la presencia
demasiado real del interlocutor. De todos modos, en las obras que
constituyen el cuerpo del sistema, la comunicación conserva un ca­
rácter plenamente transitivo. Rousseau expone ante la faz del mun­
do una convicción personal que concierne al interés universal de los
hombres. Evidentemente, el yo (detrás de autor) pone en evidencia
su singularidad, le gusta ser el único que piensa lo que piensa, y le
gusta hacérselo saber al público; el yo se compromete apasionada­
mente en la exposición razonada de su certeza: sin embargo, habla
de otra cosa que de él mismo y se dirige a los demás.
Quizá podamos encontrar en las primeras obras un elemento
que anuncia la evolución futura: en la medida en que Rousseau no
solamente desea provocar el asentimiento intelectual de quien le es­
cucha, sino también provocar el afecto y la admiración, es hacia si
mismo hacia donde orienta el objetivo final de su palabra mediante
el rodeo de la mirada universal. No es en el exterior, en los confínes

337
del mundo, donde va a perderse el discurso; al despertar la pasión
del lector, al pedirle que tome a Jean-Jacques como objeto de su en­
tusiasmo, la palabra elocuente nos ofrece la imagen de un trayecto
circular cuya fuente y cuyo último término coinciden. La palabra
transitiva está al servicio de un deseo que se refleja sobre sí mismo.
Rousseau se convierte en novelista precisamente en el momento
en que su relación con los otros comienza a hacerse más complica­
da. El género novelesco interpone un mundo imaginario entre el
autor y su auditorio. En él la transitividad de la palabra no se pier­
de en absoluto, sólo es aplazada (de ahi una forma de eficacia indi­
recta que sólo es posible mediante este retraso y por la intervención
de la imaginación). La Nueva Eloísa, efusión musical y sueño des­
pierto, es un modelo de comunicación oblicua.
Desde 1762, desde las Cartas a Melesherbes, Rousseau se siente
obligado a justificarse; necesita disipar los malentendidos y las ca­
lumnias que se acumulan contra él: el hombre que aqui toma la
palabra se elige a si mismo o como tema de su palabra. El yo se
convierte en el objeto de su discurso; cada vez más va a tender a
tomarse a si mismo a la vez como aquel que habla y como aque­
llo de lo que se trata en el movimiento de la comunicación. Pero, al
mismo tiempo, y como debido a la ley interna de esta evolución,
la propia comunicación va a hacerse cada vez más problemática.
Jean-Jacques ya no puede ser comprendido por sus contemporá­
neos: esto es, al mismo tiempo, la certeza intima del delirio y el
efecto —muy objetivo— de las disposiciones de M. de Sartine, lugar­
teniente de policía. Desde las Cartas a Malesherbes a las Confe­
siones y desde las Confesiones a los Diálogos, la relación con el
«destinatario» se debilita cada vez más. Por fin, en las Enso­
ñaciones, en las que Rousseau dice que se encuentra libre de toda
esperanza y de toda inquietud, el alegato se ha convertido en mo­
nólogo; el yo, «referente» exclusivo, es, por el momento, el único
destinatario igualmente. Desde luego, estas frases perfectas y este
lenguaje armonioso invocan a un testigo virtual; Rousseau no deses­
pera por completo: su monólogo encontrará un dia lectores impar­
ciales a quienes la liga de sus perseguidores no habrá podido preve­
nir en contra suya. De todos modos, el alejamiento y el retraso tem­
poral parecen tan considerables que Rousseau prefiere considerar
nula la posibilidad de ser comprendido. Esta posibilidad anulada
crea un gran vacío en el que en lo sucesivo puede desplegarse el liris­
mo que desafia a la ausencia y que proyecta su certeza más allá
incluso de la desesperación. Asistimos asi al movimiento mediante
el cual la palabra —cuya función «normal» consiste en unir al yo y

338
al otro en el ámbito cómún del sentido— se refleja (o se pervierte) y
no es más que la repesentación del yo ofrecida al yo, en una sobera­
na transparencia que constituye también la suprema extrañeza.
Rousseau cree encontrar la apropiación perfecta que le restituye la
tranquilidad perdida; de esta felicidad resignada podemos decir
también que es la alienación consumada:

Alejemos, por tanto, de mi espíritu todos los penosos objetos


de los que se ocuparía tan dolorosa como inútilmente. Sólo para
el resto de mi vida, puesto que sólo en mi encuentro consuelo, es­
peranza y paz, no debo ni quiero ocuparme ya más de mí mismo.
Tal es el estado en que emprendo la continuación del examen se­
vero y sincero que llamé hace tiempo mis Confesiones. Consagro
mis últimos dias a estudiarme a mi mismo y a preparar de antema­
no las cuentas de mí mismo que no tardaré en rendir. Entre­
guémonos por completo a la dulzura de conversar con mi alma,
puesto que es lo único que los hombres no me pueden arrebatar...
Llevo a cabo la misma empresa que Montaigne, pero con una fi­
nalidad absolutamente contraria a la suya: pues él sólo escribía
para los demás y yo sólo escribo mis ensoñaciones para mi. Si en
mis últimos dias, cuando ya está próxima la partida, permanezco
tal y como espero, con la misma disposición en que me encuentro,
su lectura me recordará la dulzura que experimento al escribirlas,
y al hacer renacer así para mi el tiempo pasado duplicará, por así
decirlo, mi existencia. A pesar de los hombres, sabré disfrutar aún
más del encanto de la sociedad y viviré decrépito conmigo en otra
edad, como viviría con un amigo menos viejo3.

El desfase del tiempo permite una pseudorelación de exteriori­


dad entre varios momentos del yo; la página escrita hoy está desti­
nada de antemano a un futuro yo que buscará su huella. De esta
manera, la exteriorización de la palabra se justifica por la espera de
un yo que ha de venir, yo que el escritor de las Ensoñaciones imagi­
na debilitado, despojado y reducido a buscar apoyo tan sólo en el
universo del recuerdo y para el que prepara desde ahora un refugio,
acumulando las huellas y las imágenes de su existencia. Lo que hoy
es presencia de sí a si mismo, plenitud del sentimiento, debe buscar
forma en el lenguaje y fijarse para el porvenir como un horizonte de
memoria anticipada. Es necesario escribir si Jean-Jacques quiere es­
tar provisto de retratos-recuerdo en los tiempos inminentes de la
gran sequía...
En esta reivindicación de lo absoluto, en la que la conciencia in-

3 Réveries, primer Paseo, O. C„ I, 999-1001. Texto analizado en pp. 348 y ss.

339
terna interiorizar y reabsorber en si misma todas las trascendencias,
escribir se convierte en las cuentas anticipadas que el yo rinde a su
creador. El preámbulo de las Confesiones da el tono: Rousseau
imagina su comparación ante el supremo tribunal y representa —en
so fuero interno— el ensayo general del Juicio Final. Esto no es una
simple imagen; es una actitud fundamental. Jean-Jacques quiere
pronunciar por si mismo la sentencia después de haber iluminado el
transfondo de su corazón: tareas que el simple fiel abandonaba a
Dios con toda confianza y en el «temor y el temblor». Ciertamente,
Rousseau espera comparecer tras su muerte, pero quiere poseer,
desde ahora, el veredicto. Para acceder a la paz que le es necesaria,
a la certeza de su absolución, se pone de antemano en el lugar del
Juez e imagina, sólo para él, la Mirada justa que le asegura para
siempre su inocencia.
El Juicio Final supone una comparación ante el Creador prime­
ro: el individuo debe rendir cuentas allí de los actos de su voluntad
que transformaron su naturaleza original. El examen exacto del Jui­
cio confronta el fin y el comienzo, compara el estado final de la
criatura con la imagen de lo que ésta fue al salir de las manos del
Creador: será juzgada en función de su fidelidad (o infidelidad) al
origen, si es que es cierto que el origen es la inocencia. Ahora bien,
todo el alegato personal de Rousseau consiste en reivindicar para sí
(y sólo para sí mismo) la más constante permanencia de la bondad
primera. Como se afana en demostrar, todos los vicios que podrían
serle imputados no son más que accidentes inesenciales: le vinieron
del exterior, por culpa del «destino», de las «circunstancias», de la
«sociedad», etc. Pudo haber obrado mal, pero el mal sobrevino
contra su voluntad. La inmutable naturaleza interior permaneció a
salvo, el fondo del corazón siguió estando puro.
Asi pues, la palabra poética tiene aquí como tarea sostener una
doble ficción: debe recurrir a los poderes extremos de la imagina­
ción. Por una parte, esta palabra intransitiva (que descubre la tran-
sitividad problemática de la poesía) imita e interioriza el papel del
Juez supremo, cuyo veredicto pone fin a la historia personal; esta
palabra se arroga el privilegio del conocimiento soberano mediante
el cual el simple creyente sabía que era conocido, pero según el cual
no pretendía en modo alguno conocerse: la mirada autobiográfica
es la transposición laicizada del Dios que escruta los entresijos del
alma, y Jean-Jacques desea que todo su destino se inmovilice desde
ahora en una claridad sin devenir y sin residuo. En segundo lugar,
esta claridad última pretende ser idéntica a la del comienzo: el cora­
zón de Jean-Jacques no ha cambiado, sigue estando en consonancia

340
con su primera armonía. La palabra no asume el relato de toda la
existencia más que para anular lo que en esta historia hubiera podi­
do ser alteración, caída y perdición. Por lo que al corazón se re­
fiere, la historia es nula y sin valor. Si, Jean-Jacques ha conocido
primero el paraíso para caer después en la desgracia y la tribula­
ción; pero no ha hecho nada para merecer tal suerte. Puede afirmar
tranquilamente la perennidad de la inocencia y la inalterable fideli­
dad a la luz del origen. Ante la justicia de la última hora, presenta
un rostro que lleva la pureza del comienzo. En una frase del preám­
bulo de las Confesiones, Rousseau evoca el molde único en que le
arrojó la naturaleza y, en la frase siguiente, invoca la trompeta del
Juicio. Fiel a su origen, fiel a su originalidad: todo es la misma co­
sa. Pues aunque el yo interioriza al último Juez, también desinterio­
riza al Creador: el yo es para si mismo su origen, o, mejor dicho,
conserva la memoria de su origen y en este recuerdo coincide con
ella. Y esta memoria no es nunca tan perfecta como en la ensoña­
ción que olvida todas las cosas. Hay que dar crédito a Hegel a este
respecto: es la forma extrema de un error. Pero la grandeza de
Rousseau consiste en haberse comprometido hasta el punto de que­
rer reunir en si mismo el alfa y el omega.

341
ENSOÑACIÓN Y TRANSMUTACIÓN1

Las Ensoñaciones del paseante solitario con­


tienen pocas ensoñaciones propiamente dichas; no
son un diario intimo, un «diario informe». No se
rompe tan fácilmente con siglos de discurso retó­
rico.

March . Raymond
Maree! Raymond, Jean-Jacques Rousseau.
La quite de soi el la réverie (París,
Corti, 1962). 197.

¿Para quién escribe Rousseau sus Ensoñaciones? Para sí mismo,


sólo para él. ¿De qué habla en esta obra última? De su destino. El
autor, que se ha tomado como destinatario, se toma también a si
mismo como tema de su discurso. La palabra ya no persigue ningún
fin exterior, declina toda referencia a un posible auditorio. Rousseau
se ha convencido de que de ahora en adelante el mundo es sordo a
su voz y se resigna ante ello. Como último recurso la palabra re­
correrá un circuito interno; se reflejará y se reabsorberá en su
autor; la conciencia personal, desdoblada en una conciencia discur­
siva y una conciencia receptora, se alimentará de su propia sustan­
cia. Actitud singular, cuya radical soledad no encuentra más que
una prefiguración lejana e incompleta en Montaigne y en los solilo­
quios de los místicos. Rousseau siente, pues, la necesidad de legiti­
mar lo que su empresa tiene de nuevo y de monstruoso: la situación
monstruosa en que le han puesto, situación de la que no conoce pre­
cedente alguno la historia, le obliga a recurrir a un medio que tam­
bién carece de precedentes. A lo largo de las Ensoñaciones et de­
sarrollo de la relación interna viene acompañado de una justifica­
ción razonada de la relación exclusiva de uno con uno mismo, justi­
ficación que llega incluso a suplantar en ellas al dialogo intimo cuyo
advenimiento anuncia. (Hay tantas páginas de las Ensoñaciones que
de hecho no son más que una declaración de intenciones, largos
preparativos que conciernen a la empresa de soñar. Este es el caso
del primer Paseo, que cumple una función de preámbulo. Pero ex­
tensos pasajes del segundo y séptimo Paseo podrían ser subtituladas

1 Texto publicado en De Ronsard á Bretón. Hommages á Maree! Raymond (Pa­


rís, Corti, 1967).

342
igualmente: por qué tomé la resolución de escribir mis ensoña­
ciones.)
¿Es esto soñar? Podría ponerse en duda. La pura ensoñación
es interna y muda, absorbida en una fascinación huidiza. Para la
conciencia ensoñadora exteriorizarse supone ya salir de la ensoña­
ción. El débil pesar que en más de una ocasión manifiesta Rousseau
por no haber anotado las ideas y las imágenes surgidas a lo largo
del camino prueba precisamente que la ensoñación era lo suficiente­
mente absorbente como para no dejar tras de si ningún rastro ver­
bal2. (Lo mismo sucede con nuestros sueños, los más maravillosos
de los cuales siempre se pierden para el lenguaje: hay que resignarse
a elaborar un equivalente aproximado de ellos al despertar.) Conce­
damos, sin embargo, que existe un lenguaje soñador, que existen
palabras que aparentemente se desarrollan al hilo de un sueño y co­
mo proferidas en sueños. ¿Es esto lo que ocurre en las Ensoña­
ciones? En ellas encontramos una conciencia en estado de vigilia. El
lector tiene buenas razones para preguntarse si se encuentra en pre­
sencia de una ensoñación o de un discurso libre sobre la felicidad de
soñar. Se asombrará incluso de que este discurso libre exista en for­
ma de escritura, puesto que se supone que representa el acto mismo
en el que la conciencia afirma su inherencia a si misma: la relación
de si a si misma deberia haber quedado tácita, debería haberse limi­
tado a la evidencia inefable del sentimiento. Escribir, aunque sólo
sea para dirigirse únicamente a uno mismo, es condenarse a la exte­
rioridad. Es apelar a su posible lectura por un tercero y es, sobre to­
do, confiarse a esos signos convencionales que Rousseau (en el En­
sayo sobre el Origen de las Lenguas) considera como irremediable­
mente extraños a la verdad viva del sentimiento: cualquiera que re­
curra a la escritura cae en el desdichado mundo de los objetos y de
los medios opacos.
A primera vista, la prosa de las Ensoñaciones parece condenada
a una paradójica exterioridad. Exterioridad, en primer lugar con
respecto al momento de la ensoñación; una distancia fatal la separa
del instante privilegiado del que habla: el éxtasis del segundo Paseo
es recordado algunas semanas más tarde; la felicidad de la isla de
Saint-Pierre es rememorada tras un lapso de doce años; y, más a
menudo aún, Rousseau deplora el agotamiento actual de la facultad
de soñar. Exterioridad, una vez más, respecto a la certeza interna y
a la convicción muda. El discurso de Rousseau parece abocado a
desplegarse aparte de aquello que designa como el estado más pre-

2 «Al querer rememorar tantas dulces ensoñaciones en vez de escribirlas volvía a


caer en ellas» (Réveries. segundo Paseo, O. C., I, 1003).

343
cioso. Para justificar la ensoñación, debe aceptar que ya no sea o
que no sea aún la ensoñación; para proclamar la inviolabilidad de la
certeza interior que se despliega fuera de la interioridad. Como con­
secuencia de su inevitable inadecuación, la palabra del escritor nos
remite en todos los casos a un término que se sustrae, a una especie
de trascendencia intima constituida por la separación temporal o
por la diferencia cualitativa; ya se trate de la felicidad pasada o del
sentimiento actual, la palabra cae en una región que les es extraña.
La ensoñación fugitiva y la emoción profunda se hallan fuera de su
alcance. Y sin embargo es esto lo que Rousseau invoca. ¿No estará
Rousseau condenado a la inautenticidad por haber querido designar
lo que no se deja designar?
Este es el juicio sobre las Ensoñaciones que un lector severo es­
tarla tentado de emitir. Pero es precisamente este juicio lo que la
meditación de Rousseau se esfuerza en hacer inoperante, pues ésta
sostiene que escribir no es solamente un acto reflexivo, una reme­
moración a distancia, sino una revivificación. Escribir es revivir. Y
si en principio es cierto que escribir no es soñar, todo el esfuerzo de
Rousseau tiende a suprimir la diferencia entre la palabra y lo que
ella expresa. Esfuerzo de naturaleza poética, incluso cuando no to­
ma más que rara e intermitentemente el aspecto de la prosa poética.
Se produce una especie de activación mágica de la palabra con el fin
de una reconquista de la esencia evasiva del pasado y de lo inefable.
Rousseau recurre a todo para que la trascendencia intima y la «dis­
tancia interior» se anulen y se absorban en el seno de una inmanen­
cia recuperada.
Rousseau dice que «escribe sus ensoñaciones». Creámosle. Dice
que pretende «fijarlas mediante la escritura», que ha tomado la de­
cisión de llevar el «diario» o el «registro» de las mismas. La palabra
no será la ensoñación original, sino su eco diferido. Será el doble de
la ensoñación: el sueño de un sueño. No su fiel réplica, como asegu­
ra Rousseau en algunas ocasiones, sino una voz que, conmovida
por el recuerdo de una primera ensoñación (debido a la imposibili­
dad de volver a encontrar la inspiración de la ensoñación primera),
se deja llevar e ir a la deriva, al hilo de su reflexión descriptiva, en
una segunda ensoñación. La memoria de la ensoñación se convierte
asi en una ensoñación duplicada, que promete todavia infinitas re­
duplicaciones en las ulteriores lecturas que Rousseau proyecta hacer
de ellas. «Su lectura me recordará la dulzura que experimento al
escribirlas, y al hacer renacer así el pasado para mi, duplicará, por
asi decirlo, mi existencia. De este modo, la reduplicación mediante
la escritura habrá precedido y condicionado la reduplicación me­
diante la lectura...»
344
«Aplicaré el barómetro a mi alma»*45. Como tan bien ha mostra­
do Marcel Raymond, esto equivale a dar a entender que las va­
riaciones del alma ensoñadora son a la vez tan imprevisibles y están
tan estrictamente sometidas a las leyes físicas del universo como las
variaciones atmosféricas: se sustraen a la voluntad humana. Esto
supone igualmente dar a entender que la descripción de la ensoña­
ción tendrá la fidelidad exacta de una medida cuyos resultados
—una vez dada la graduación del instrumento— se señalan por si
mismo de forma automática sin que intervenga la mano o el cálcu­
lo. Si el alma sufre pasivamente sus modificaciones, el barómetro
es, a su vez, un aparato registrador pasivo. Pero los movimientos
del barómetro no son las variaciones de la presión atmosférica: son
simbólicamente proporcionales a ellas. Por lo demás, Rousseau no
permanecerá fiel a su ideal barométrico: ¿cómo mantener una re­
lación constante entre la ensoñación primera y la ensoñación se­
gunda? En el curso de la ensoñación segunda las fluctuaciones de la
ensoñación primera no sólo son transcritas: son interpretadas y mo­
dificadas. La cuarta Ensoñación, que reivindica el derecho a la fic­
ción (que es inocente y no puede ser equiparada a la mentira en tan­
to en cuanto no haga mal alguno a nuestro prójimo), tiene el valor
de un indicador y de una confesión. En ella Rousseau reclama para
la memoria reduplicadora el privilegio, exorbitante sin lugar a du­
das, de ser creadora sin dejar de ser verídica. No nos costará tra­
bajo aplicar a las propias Ensoñaciones lo que Rousseau nos dice de
sus Confesiones: «Las escribia de memoria; esta memoria me fa­
llaba a menudo o no me suministraba más que recuerdos imperfec­
tos y yo llenaba dichas lagunas mediante detalles que imaginaba co­
mo complemento a dichos recuerdos, pero que nunca les eran contra­
rios...»4. Asi, en vez de reconocer en la distancia entre el sentimien­
to actual y el sentimiento pasado el signo de su diferencia irrevo­
cable, en lugar de ver el anuncio de un fracaso en la heterogeneidad
de la escritura y de su esquivo objeto, Rousseau saca partido de un
doble éxito: el pasado (explorado a partir del presente) no será
traicionado, y el presente (vivificado por el recuerdo) será expresa­
do en su verdad. «Al entrégame al mismo tiempo al recuerdo de la
impresión recibida y al sentimiento presente trazaré doblemente el
estado de mi alma, a saber: en el momento en que ocurrió el aconte­
cimiento y en el momento en que lo describí»5. Como consecuencia
del singular privilegio que le confiere (privilegio que, a nuestro en-

5 Réveries, primer Paseo, O. C., I, 1000-1001.


4 Réveries, cuarto Paseo, O. C., I, 1035.
5 Ebauches des Confessions, O. C., I, 1154.

345
tender, es el de la «literatura», o, mejor dicho, el de la poesia) la
palabra escrita, en vez de estar condenada a seguir siendo inadecua­
da, va a mostrarse doblemente adecuada. La conciencia se arroga
asi el derecho a inventarse, sin salir nunca de su verdad. Rousseau
está convencido de que la imaginación puede arrebatarse hasta el
delirio sin hacerse nunca expresamente culpable de mentira. Según
él, la imaginación se pone, más bien, al servicio de una veracidad
multiplicada.

Asi pues, leer las Ensoñaciones es introducirse en la corriente ca­


si continua de una ensoñación segunda. Ésta nos remite a una suce­
sión de acontecimientos bastantes dispares, situados de forma diver­
sa en el paisaje del pasado: acontecimientos que constituyen su ma­
terial y su apoyo. Unas veces, la ensoñación segunda se desarrolla
como la superficie perfectamente lisa en la que viene a reflejarse la
imagen de una ensoñación primera cuya amplitud ha alcanzado sus
limites últimos (quinto Paseo); otras veces, describe en tono irónico
una ensoñación interrumpida con demasiada rapidez (herborización
de La Robaila y descubrimiento inesperado de una fábrica de me­
dias); unas veces, enumera las actividades sustitutivas que suplen el
agotamiento de la ensoñación fabuladora y de la fantasía afectiva;
otras veces, al evocar un acontecimiento que tuvo como consecuen­
cia el retraso de la redacción de las Ensoñaciones, Rousseau vuelve
a trazar de forma inolvidable un éxtasis accidental, experimentado
en la pasividad desfalleciente de un despertar (segundo Paseo); y,
sin descanso, la ensoñación segunda vuelve a las circunstancias que
le obligan a buscar fuera del mundo humano una atmósfera que le
sea respirable: vuelve a trazar, con el fin de conjurarlas, las ma­
quinaciones de la liga universal, el gran complot que tiene como de­
signio apresar a Jean-Jacques. Como vemos, el trabajo de la enso­
ñación segunda consiste en volver a captar y en dominar elementos
tan poco comensurables y tan poco homogéneos como sea posible
para retomarlos, disolverlos y conducirlos en su propio flujo, al rit­
mo regular de un pensamiento que se desprende de los maleficios y
que se asegura de su invulnerabilidad. Así pues, la función de la en­
soñación segunda consiste en reabsorber la multiplicidad y la discon­
tinuidad de la experiencia vivida, inventando un discurso unificador
en cuyo seno todo llegaría a compensarse y a igualarse. A partir de
ese momento, la unidad asi reconquistada puede proyectarse retros­
pectivamente sobre toda la existencia, hasta el punto de que para la
memoria creadora el pasado se reestructura con el fin de parecerse a

346
la obra emprendida con objeto de recibir su ritmo regular, la tran­
quila continuidad marcada por la alternancia regular de los paseos:
«Toda mi vida no ha sido sino una larga ensoñación dividida en
capítulos por mis paseos de cada dia».
Esta simplificación y este tránsito a la unidad sólo son posibles
al precio de un esfuerzo de transmutación. Es necesario que la con­
ciencia transforme su entorno y horizonte transformándose a si mis­
ma. A decir verdad, si la ensoñación, en forma de fantasía fabula­
dora, es una transmutación de imágenes dirigidas por las exigencias
del deseo, también puede prescindir de imágenes y desplegarse co­
mo una transmutación del sentimiento mediante una especie de as-
cesis o empobrecimiento; en una forma aún más abstracta, con el
tono de la reflexión o de la meditación, partirá de la idea de la si­
tuación experimentada (producto ella misma de la imaginación) pa­
ra no hacer otra cosa que transmutar progresivamente el sentido y
el valor de esta situación. En todos los casos, la transmutación sigue
siendo el móvil esencial que conduce a la conciencia ensoñadora.
Pero no basta con hablar de transmutación: el gusto por la me­
tamorfosis es el denominador común de todos los soñadores. Hay
que definir de modo más preciso el carácter especifico de la ensoña­
ción según Rousseau: es una transmutación clarificadora. Ya tome
como objeto figuras imaginarias, sentimientos o ideas, el yo
siempre es su protagonista, y el trabajo psíquico de la ensoñación
consiste siempre en pasar de un estado de inquietud y conflicto a un
estado de límpida simplicidad. Aqui encontramos el elemento inva­
riable, el denominador común de las formas más diversas de la en­
soñación. Desde esta perspectiva, la ensoñación segunda equivale a
la ensoñación primera; no le es inferior, con la salvedad de que la en­
soñación primera opera en caliente, en el instante presente, mientras
que la segunda opera en frió, en el universo de las «segundas inten­
ciones», es decir, en el recuerdo o la nostalgia de las imágenes ama­
das, en la representación diferida de los sentimientos. Por lo demás
esta distinción no es absoluta, pues la ensoñación primera, en sus
éxtasis más intensos, recurre constantemente a la reflexión para to­
mar distancia con respecto a las etapas inferiores de la aventura
mental; hay que abolir y relegar al pasado las imágenes y los senti­
mientos sobre los que se eleva el pensamiento para acceder a la trans­
parencia: hay, pues, que continuar pensando lo que fue, para gozar
mejor, por contraste, del éxtasis presente. La ensoñación segunda,
por el contrario, no se desarrollaría si no tuviese en su origen un
sentimiento actual (de malestar, de angustia, de incertidumbre, etc.)
que le incita a buscar ayuda en una realidad distante: el pasado

347
fuera del alcance, los éxtasis pasados, las delicias imposibles, el fan­
tasma de las emociones, el viejo proyecto de escribir. No se desarro­
llarla si no tuviese como meta crear aquí mismo, en las palabras que
encadena, la convicción agridulce de la serenidad reconquistada.

Un largo parágrafo del primer Paseo —en el que Rousseau in­


tenta definir la intención que le anima— nos suministrará a la vez
un ejemplo consumado de ensoñación segunda y de transmutación
clarificadora.

A partir de ahora todo cuanto me es exterior me es extraño.


Ya no tengo en este mundo ni prójimo, ni semejantes, ni hema-
nos. Estoy en la tierra como en un planeta extraño en que hubiese
caído desde aquel en que habitaba. Si alguna cosa reconozco a mi
alrededor no son sino objetos entristecedores y desgarradores para
mi corazón, y no puedo poner los ojos en lo que me afecta y me
rodea sin encontrar en ello siempre algún motivo de desdén que
me indigne o de dolor que me aflija. Alejemos pues de mi espíritu
todos los objetos penosos de que me ocupara tan dolorosa como
inútilmente. Solo para el resto de mi vida, puesto que sólo en mi
encuentro consuelo, esperanza y paz, no debo ni quiero ocuparme
ya más que de mi mismo. Tal es el estado en que emprendo la
continuación del examen severo y sincero que llamé hace tiempo
mis Confesiones. Consagro mis últimos dias a estudiarme a mi
mismo y a preparar de antemano las cuentas de mi mismo que no
tardaré en rendir. Entreguémosnos por completo a la dulzura de
conversar con mi alma, puesto que es lo único que los hombres no
me pueden arrebatar. Si a fuerza de reflexionar sobre mis senti­
mientos interiores consigo ponerlos en mejor orden y corregir el
mal que pueda quedar en ellos, mis meditaciones no serán com­
pletamente inútiles, y aunque yo ya no sirva para nada en la
tierra, no habré perdido completamente mi últimos días. Los
ocios de mis paseos cotidianos estuvieron a menudo llenos de con­
templaciones encantadoras cuyo recuerdo lamento haber perdido.
Fijaré por escrito aquellas que aún puedan ocurrírseme; cada oca­
sión en que las vuelva a tener me devolverá el goce de esos mo­
mentos. Olvidaré mis desgracias, mis oprobios y a mis perseguido­
res pensando en la recompensa que habia merecido mi corazón6.
Este parágrafo reproduce abreviadamente el movimiento general
del primer Paseo: éste, recordémoslo, comienza por las siguientes
palabras: Heme aqui pues solo en la tierra... y concluye con la espe-*

* O. c„ I. 999.

348
ranza «de gozar de mi inocencia y de terminar mis dias en paz a pe­
sar de eilos». Por lo demás, otros parágrafos se desarrollan entre una
misma constatación originaria y un mismo punto de llegada, par­
tiendo de la evocación de la soledad y de la denegación de justicia
para desembocar en la promesa de paz interior. El curso de la enso­
ñación se compone de olas sucesivas, todas las cuales van en el
mismo sentido y repiten casi siempre el acto mágico de la transmu­
tación clarificadora. La parte es, en este caso, la imagen abreviada
del todo.
Desde muchos puntos de vista, en el primer Paseo siguen siendo
válidos los preceptos tradicionales de la retórica clásica. Ésta
prescribe examinar el estado (status, stasis) de una cuestión defini­
da; recomienda que se considere la persona del orador, después la
persona en cuestión y por fin la persona del oyente (juez, pueblo,
público en general). ¿Quién soy yo para hablar de tal tema ante tal
auditorio? Es la cuestión de principio que Rousseau había converti­
do en el preámbulo del Discurso sobre la Desigualdad. La cuestión
es replanteada en esta ocasión, pero desde la perspectiva del audito­
rio interior que es la propia de la ensoñación. Rousseau define su si­
tuación y a continuación expone los motivos por los que será a la
vez el autor, la persona en cuestión y el destinatario de su palabra.
Pero en el camino se perfila una gradación particular: de la exte­
rioridad a la interioridad, de la extrañeza a la intimidad, de la opaci­
dad a la transparencia, del malestar a la euforia. Este largo monólo­
go deliberativo no anuncia un discurso orientado hacia el mundo,
sino una palabra reflexiva sobre el yo y, en el acto mismo de anun­
ciar esta palabra sin auditorio exterior, la realiza ante nosotros que
constituimos su auditorio rechazado.
La primera frase del párrafo establece pausadamente la diferen­
cia hiperbólica entre el yo y el mundo exterior. Vuelve a desarrollar
el gran tema estoico de la adiaforia, modificándolo patéticamente.
El ser se circunscribe; no menciona la totalidad de los objetos exte­
riores más que para anularla por decreto. Pues la expresión me es
extraño no expresa la pura constatación: la sucesión de atributos
(«...me es exterior, me es extraño») nos hace asistir a una transmu­
tación negativa. Es la conciencia la que, en el acto predicativo, deci­
de sobre el tránsito del sentido espacial (exterioridad) al sentido mo­
ral (ausencia del relación). Desde el sujeto (todo lo que me es exte­
rior) hasta el predicado (extraño), el atributo ha tomado un sentido
agravado, pero sostenido por el propio verbo es y por el pronombre
personal en dativo (me es) en el que se marca la subjetividad concer­
nida y la persistencia del poder de reflexión interpretativa. La

349
expresión adverbial a partir de ahora termina de dar a la frase su di­
mensión subjetiva, pero sin disipar la ambigüedad entre lo objetivo
y lo subjetivo que impregna toda la frase. Aparentemente no se tra­
ta más que de certificar una situación irrevocable. Debido a un va­
lor de connotación que le viene a uno de sus usos más frecuentes, a
partir de ahora implica un acto voluntario, una decisión que se apo­
ya en el presente y lo convierte en la linea de demarcación entre una
conducta pasada y una nueva época de la existencia. La decisión no
aparece en el verbo, se disimula en su modificación adverbial. De
este modo, la constatación se prolonga en una vaga previsión y en
una voluntad sorda, hasta el punto de que el valor objetivo de la
constatación se halla debilitado y parece corresponder menos a un
verdadero estado de hecho que a una operación decretada por la
conciencia. Rousseau no está solo, se aísla, crea su soledad; la resig­
nación abrumadora suscita la situación de extrañeza. El sentimiento
dispone secretamente de los hechos. De todos modos, Rousseau no
se declara responsable, y ésta es la razón por la que da preferencia
a las formas objetivas, en las que la situación se enuncia como si­
tuación que se sufre y no se quiere.
Las frases siguientes explicitan esta situación de hecho. Nos en­
contramos con expresiones como en este mundo y en ia tierra, con
toda seguridad tomadas del lenguaje de la espiritualidad y que por
su significado de exilio refuerzan la idea de separación especificán­
dola. Asi definido según las normas de la topología religiosa, el es­
pacio circundante parece desplazarse progresivamente y no compor­
tar ya más que presencias inhumanas cargadas de hostilidad. Se pa­
sa de la evocación (negativa) del prójimo a la de los objetos entriste-
cedores. La imagen del plante extraño nos propone, de paso, una
expresión hiperbólica de la «dislocación» espacial. Los alrededores
concretos —el horizonte terrestre— provocan el estupor. La idea de
la calda («... en donde había caído») suscitan una impresión de algo
repentino e irreversible. En un planeta extrafio los objetos ya no
tienen el sentido familiar y reconfortante que Ies viene de un pasado
vivido en común. Se ha producido una ruptura súbita. En lo sucesi­
vo, todo lo que proviene del exterior («lo que me afecta y me ro­
dea») no sólo es extraño, sino que provoca dolor.
De la primera frase a la cuarta se ha pasado de un tono de resig­
nación a uno de queja. Conjuntamente cada frase ha tomado ma­
yor amplitud que la precedente. Un sufrimiento cada vez más vehe­
mente invade el alma, se desarrolla un crescendo y la cuarta frase
culmina con las vocales agudas que estallan en affligeants y déchi-
rants, para volver a caer con una especie de suspiro en las relativas

350
breves (de dédain qui m ‘indigne ou de douieur qui m'a/flige) que
retoman y prolongan en forma de eco no sólo uno de los vocablos
(affligeants, afflige) sino nuevamente las íes agudas del punto álgido
del período. El alma conmovida se ha dejado llevar por un arrebato
de humor sombrio. El sentimiento de pena se ha despertado, se ha
henchido como inducido por la palabra resignada y por la constata­
ción de la soledad: Rousseau se ha enternecido con el sonido de su
propia queja.
Pero, una vez alcanzado este grado de desesperación, el trabajo
verbal de la ensoñación clarificadora va a poder intervenir en senti­
do inverso. Entre la cuarta y la quinta frase se produce un cambio
brusco. La sombría ensoñación da paso a un movimiento psíquico
que tiene como meta restaurar la integridad de la existencia perso­
nal amenazada. En este sentido, el primer gesto consiste en rechazar
activamente el mundo hostil. «Alejemos, por tanto, de mi espíritu
todos los objetos penosos...» El imperativo señala aqui el carácter
casi mágico del decreto de la voluntad. El mundo no contará para
nada. Dicho con más precisión, la conciencia ejerce soberanamente
uno de sus poderes fundamentales: la facultad de separar... De los
dos términos en conflicto —el mundo y el yo— uno (el mundo) va a
ser aniquilado por efecto del otro (el yo), que será el único que per­
manezca en escena. El conflicto no es más que un recuerdo. Pero el
conflicto constituye la condición necesaria de la ensoñación repara­
dora, al igual que es el oscuro punto de partida que precisa la trans­
mutación clarificadora, por lo que sigue siendo evidente que persis­
te sordamente en el trasfondo de la perturbación conflictiva. De
hecho, incluso cuando Rousseau se propone «olvidar sus desdichas»
continúa mencionándolas. El proyecto de olvidar no es el verdadero
olvido. Y cuando, en la frase final del primer Paseo, Rousseau
hable de la paz en que terminarán sus dias, no podrá dejar de
contrastar esta beatitud con los esfuerzos impotentes de sus enemi­
gos: «...en paz a pesar de ellos». Así pues, los «objetos penosos»
no desaparecen: el esfuerzo que los aleja más que anularlos los de­
niega. No pierden su carga hostil sino que la agotan a distancia.
Rousseau desarma su punta agresiva decretando que en los sucesivo
se sitúa fuera de su alcance. La conciencia descubre que se sustrae
al mundo hostil a partir del momento en que deja de ocuparse de él.
En efecto, es mediante la repetición del verbo ocuparse [a) «los ob­
jetos penosos de que me ocuparla tan dolorosa como inútilmente»;
b) «no debo, ni quiero ocuparme ya más que de mí mismo») como
se marca la conversión decisiva en la que el pensamiento gira sobre
el eje desde la extraversión dolorosa hasta la introversión feliz.

351
Del mismo modo en que la topología religiosa contribuía a cons­
tituir el sentido del espacio exterior (definido como el aquí abajo de
la «tierra» y de «este mundo»), las nociones religiosas del «con­
suelo», de la «esperanza» y de la «paz» intervienen ahora para legi­
timar la atención dirigida hacia sí mismo. ¿Es necesario insistir en
la desviación que opera Rousseau en su favor cuando tratada a su
propio yo una fuente de gracias que el creyente sólo encuentra en
Dios? ¿Es necesario igualmente subrayar el efecto de disminución
que operan estos tres sustantivos yuxtapuestos en un mismo plano
sintáctico? Son ellos lo que confieren a la frase de Rousseau su
tranquila abundancia (que no supone redundancia); por su sentido
beatífico contrastan con las otras triadas que aparecen en la segun­
da y en la última frase del párrafo; a) «Ya no tengo en este mundo
ni prójimo, ni semejantes, ni hermanos»; b) «Olvidaré mis des­
dichas, mis oprobios y a mis perseguidores». Más importante aún es
señalar que la triada del consuelo, de la esperanza y de la paz señalan
la conciliación del alma con las tres dimensiones del tiempo: el pa­
sado (por el consuelo), el porvenir (por la esperanza) y el presente
(en la paz) vuelven a ser habitables.
Aunque en este caso la ensoñación se desarrolla dentro del estre­
chamiento espacial, aunque el yo se sustrae al mundo, en com­
pensación se otorga un libre poder de expansión temporal. En dos
frases sucesivas Rousseau señala primero el deseo de continuar la
empresa anterior de la autobiografía y después la espera de la próxi­
ma comparecencia ante el tribunal de Dios. Ocuparse de si mismo
será, en primer lugar, restablecer la continuidad interna. Uno de los
desplazamientos capitales operados por la transmutación clarifi­
cadora consiste en desgajarse del espacio hostil, en el que el ser es
atacado por todas partes, y buscar refugio en una temporalidad per­
sonal cuyo curso puede el pensamiento remontar unas veces y des­
cenderlo otras sin obstáculo. A partir de este momento podrá des­
plegarse un nuevo espacio: un espacio temporalizado, centrado en
el yo, animado y poblado por la expansión del sentimiento. Éste es el
espacio del paseo... Por el momento, en el instante en que Rousseau
escribe la página que leemos, la continuidad interna aún no se en­
cuentra restablecida efectivamente: no es más que un proyecto que
se perfila en el seno de la ensoñación y que tiende a adquirir valor
de realidad, del mismo modo que poco antes la imagen de la aliena­
ción total había cobrado dimensión de realidad para la convicción
intima.
Ocuparse de si mismo. La ensoñación se apodera de esta idea
para desarrollarla y aclararla de diversas maneras. Por asi decir va a

352
experimentar las diversas acepciones de esa idea. En la segunda par­
te del párrafo, el pensamiento ensoñador va a considerar las múl­
tiples finalidades que puede asignarse a la conversación consigo
mismo. En primer lugar, el conocimiento de sí mismo: examinarse,
estudiarse. Pero el autoconocimiento está inmediatamente subordi­
nado a una escatología personal: ésta va a permitir establecer de un
modo más fiel las cuentas exigidas por el juez supremo. ¿Se deten­
dría aquí la ensoñación? Rousseau va a esbozar otras intenciones.
Una finalidad moral más próxima: enmendarse, corregir las propias
disposiciones interiores. De todos modos, la idea de no «servir ya
para nada en la tierra» desarticula casi de modo inmediato la finali­
dad moral. Se diría que a lo largo de su recorrido la ensoñación
abandona sucesivamente los fines que acaba de asignar a su acti­
vidad futura. Los evoca uno tras otro para avanzar más lejos. Y es
que quiere acceder a un punto que se sitúa más allá del reino de los
fines y sustraerse a aquello que en todo fin subordina el ser a una
instancia exterior. Ofrecerse a la mirada de Dios, o enmendarse, sig­
nifica seguir estando aún sometido a la exigencia de Otro, o a la exi­
gencia moral, que rige la acción entre los otros; y hasta el autocono­
cimiento, cuando es elaborado como un saber, supone la diferencia
interna que separa la conciencia que conoce y el ser conocido. La
ensoñación de Rousseau se esfuerza por borrar esta exterioridad y
absorber esta diferencia. Conversar consigo mismo no será un me­
dio con vistas a un fin ulterior y lejano: será el fin supremo, la meta
insuperable, y la escritura que fija la ensoñación será el soporte de
este encuentro de lo mismo con lo mismo. El último término alcan­
zado por la transmutación clarificadora consiste en la perspectiva
de un goce indefinidamente repetido por la lectura. El lector habrá
observado, de paso, la gradación de los términos que señalan la
progresiva iluminación del alma en el curso de esta secuencia de
pensamiento: «dulzura de conversar»; «contemplaciones encanta­
doras»; «me devolverá su goce»... A todas luces, esta feliz oleada
alcanza su cima en el momento en que la conciencia espera volverse
hacia su imagen inmovilizada para reconocerse en ella. La redupli­
cación y repetición indefinidas que espera esta nueva lectura abren a
la conciencia la posibilidad de una pura posesión de si misma, sus­
traída tanto a la alteración del cambio como a la agresión del mun­
do hostil. El trabajo psíquico de la ensoñación anuncia al mismo
tiempo el reino del recuerdo reavivado y del olvido fácil; profetiza
utópicamente el fin de todo trabajo, un regreso a la edad de oro
personal, hecho de absoluto abandono, pasividad y relajamiento de
las energías internas. Sin esfuerzo alguno disfrutará Jean-Jacques

353
de la perpetua presencia de las contemplaciones pasadas; sin esfuer­
zo alguno se alejará de sus desdichas, escapará a la malicia de sus
perseguidores. Esta suspensión del tiempo, este presente salvaguar­
dado más allá de toda duración es la paz de que hablaba Rousseau
unas lineas más arriba, tras haber nombrado a la esperanza (orien­
tada hacia el futuro) y al consuelo (con el rostro vuelto hacia el pa­
sado). Plenitud de la presencia interior, distancia infranqueable con
respecto al mal exterior: éstos son los privilegios que espera Rous­
seau. No los posee aún, y ésta es la razón por la que la ensoñación
se esfuerza por conquistarlos en el anhelante impulso en que se los
anuncia.
De hecho, ninguna de las nueve Ensoñaciones siguientes nos
ofrecerá la imagen pura, fijada del natural, de una «contemplación
encantadora» que haya ocurrido de imprevisto en el curso de un pa­
seo reciente. Ninguna de ellas se desarrolla desde el principio hasta
el fin en un clima de continuada felicidad. Los instantes felices,
como ráfagas de luz, se destacan siempre sobre un fondo oscuro,
según el ejemplo que nos acaba de dar el primer Paseo. Parece co­
mo si en su primer momento la ensoñación tuviese siempre necesi­
dad de una confrontación con el mundo hostil y los «objetos peno­
sos». Rousseau lo dice muy claramente en el preámbulo del octavo
paseo:

Los diversos intervalos de mis cortos períodos de bienestar no


me han dejado casi ningún recuerdo del modo íntimo y perma­
nente en que me afectaron y, por el contrario, en todas las calami­
dades de mi vida me sentía constantemente embargado por senti­
mientos tiernos, emotivos y deliciosos que, al verter un bálsamo
saludable sobre las heridas de mi afligido corazón, parecían con­
vertir su dolor en voluptuosidad...7.

Convertir el dolor en voluptuosidad: tal es, con toda seguridad,


la fórmula más exacta con que se puede definir esta alquimia del de­
seo a que hemos dado el nombre de transmutación clarificadora. La
oscuridad y el dolor constituyen su materia prima. La ensoñación
no se exalta, no se acentúa y no se vuelve memorable sino a través
de su contrastación con un dato opresivo del que se esfuerza por li­
berarse. La inestabilidad «atmosférica» que hace que las tinieblas y
los claros se sucedan en el alma de Jean-Jacques no proviene sola­
mente de la labilidad del sentimiento y de la fragilidad de una felici­
dad cuya propia acuidad convierte en efímera: también proviene del

7 O. C., 1, 1074.

354
hecho de que esta felicidad encuentra su alimento y sumerge sus raí­
ces en el suelo de un sentimiento de desdicha. Rousseau tiene necesi­
dad de volver a sumergirse en el dolor para elaborar activa y volup­
tuosamente su liberación del dolor.
Ninguno de los diez Paseos aporta el testimonio de un pleno ol­
vido del mal y de un apaciguamiento total; sin duda, Rousseau al
releerlos nunca habrá sentido el goce perfecto que había esperado.
En ellos el mal hace irrupción por todas partes, a través de la ambi­
gua función de una inquietud que viene a ofuscar la felicidad y de
un pretexto necesario para la operación de exorcismo de la ensoña­
ción clafiricadora. Por lo demás, obsérvese que las Ensoñaciones,
que quizá sean «paseos» por el propio recorrido de su escritura, sin
embargo, no son desde ningún punto de vista un acta levantada en
vivo, un «diario»8 (aunque sea «informe») que rinda cuenta inme­
diatamente del acontecimiento del día. Aunque la interpretación, y
la emoción surgida de la interpretación, ocupan actualmente el alma
de Jean-Jacques en el momento de la redacción, el acontecimiento o
la sensación interpretadas en raras ocasiones son los de las horas
antecedentes. Pertenecen a un pasado ya lejano. El pensamiento in­
terpretativo de Rousseau precisa una cierta distancia con respecto a
aquellos hechos cuyo sentido deduce. Lo ha repetido en innume­
rables ocasiones: es en la reminiscencia donde el acontecimiento se
reviste de su significado (significado retocado o, incluso, libremente
creado por Jean-Jacques). El acontecimiento más reciente que
Rousseau menciona expresamente en una de sus Ensoñaciones es la
lectura del Elogio de Mme. Ceoffrin, acaecida tres dias antes de la
redacción del noveno Paseo. Entre tanto, Rousseau ha puesto en or­
den todos los detalles de la circunstancia y los ha sometido a su exé-
gesis... La única ocasión en que Rousseau dice con precisión hoy es
al comienzo de la décima Ensoñación, para situar exactamente la
fecha de la redacción de la misma con respecto al acontecimiento
capital acaecido cincuenta años antes: el encuentro con Mme. de
Warens. La última Ensoñación se alimenta del recuerdo de la entre­
vista milagrosa con que concluyó la huida de Ginebra, paseo inau­
gural de la existencia de Jean-Jacques. La distancia entre el hecho
vivido y su eco mediativo es extrema.
Asi pues, la página que acabamos de leer anuncia un proyecto
que sólo será realizado de manera imperfecta. La suspensión del
tiempo, la existencia duplicada en su reflejo intemporal, la felicidad
fijada en la imagen escrita de la felicidad: tales son los postulados

8 Primer Paseo, O. C.. I, 1000.

355
del deseo, las metas que la ensoñación proyecta más allá de la con­
fusión y de la imperfección del momento presente y que ella nunca
termina de querer alcanzar. Es significativo que el estado supremo
«en que el tiempo no sea nada» para el alma sea evocado en la
quinta Ensoñación por un hombre situado en un tiempo opresivo y
que se vuelve nostálgicamente hacia su pasado. Utiliza el imperfecto
y el pretérito perfecto: «Tal es el estado en que me he encontra­
do»... En el momento en que escribe esta frase el autor de las Enso­
ñaciones se encuentra respecto al contemporáneo estático de la isla
de Saint-Pierre en la misma relación de deseo y separación que Or-
feo mirando tras de si para ver a Eurídice que le sigue y que desapa­
rece para siempre.
Posiblemente estas observaciones habrán contribuido a definir el
trayecto de la transmutación clarificadora. A partir de su fondo
sombrío, hecho de angustia y de agresividad desgraciada, la enso­
ñación produce y despliega simultáneamente la cadena de los razo­
namientos, de las imágenes y de los sentimientos, pero para anular
todos los razonamientos, todas las imágenes y todos los sentimien­
tos a excepción de uno: el sentimiento de una presencia inalterable y
límpida.
Sentimiento de la existencia, gran Ser, perfecta suficiencia del
yo... Desde luego, en su significado más estricto estas nociones no
son equivalentes: pero si Rousseau puede hacer de ellas términos in­
tercambiables es porque todas ellas designan el punto en que cesa el
movimiento de la transmutación. Todas ellas designan lo que no
transmuta: lo que a partir de entonces no puede modificarse en el
curso del devenir o en el trabajo del pensamiento; lo que, en la pro­
fundidad de la conciencia o en lo más secreto del mundo, es a la vez
la fuente de todo poder y lo que subsiste tras la abdicación de todo
poder.
Asi como en Rousseau la reflexión se esfuerza por superar el
desdoblamiento reflexivo y por alcanzar un lugar último en el que la
conciencia se posee y se abandona en el seno de la inmediatez no
reflexiva, así también la transmutación clarificadora desarrolla esas
metáforas con objeto de llegar a lo inmutable, cuyo deseo la orienta
y la anima. Pero «todo está en un flujo continuo en la tierra». Ape­
lar con tanta insistencia a la paz, la transparencia y el reposo
equivale a consagrar al ser al infinito esfuerzo de la pacificación, al
incansable movimiento hacia el imposible no-movimiento: la pasión
de lo inmutable exige que se vuelva a empezar de nuevo perpetua­
mente la ensoñación.

356
SOBRE LA ENFERMEDAD DE ROUSSEAU1

Había nacido casi moribundo y tenian pocas esperanzas de


que viviese. Traje conmigo el germen de una incomodidad que los
años han reforzado y que ahora no me concede descanso en algu­
nas ocasiones más que para dejarme sufrir más cruelmente de otro
modo. Una hermana de mi padre, mujer amable y sensata, tuvo
tamo cuidado de mi que me salvó12*.

Pero el autor del Emilio muestra menos solicitud hacia los niños
débiles:

Aquel que se hace cargo de un alumno enfermo y valetudina­


rio cambia su función de preceptor por la de enfermo; pierde en
cuidar una vida inútil el tiempo que destinaba a aumentar su va­
lor... No me haría cargo de un niño enfermizo y cacoquímico
aunque hubiese de vivir ochenta años2.

En el segundo Discurso la rudeza con respecto a los débiles es


idéntica: al enunciar las grandes normas del estado de naturaleza,
Rousseau nos dice sin la menor sombra de remordimiento que la
«naturaleza se comporta» con los niños «como la ley de Esparta
con los hijos de los ciudadanos; hace fuertes y robustos a aquellos
que están bien constituidos y hace perecer a todos los demás»4.

La oposición entre estos textos es sorprendente. Rousseau nos


habla unas veces como un enfermo de nacimiento y otras como el

1 Texto publicado en el n.° 28 (1962) de Yate French Studies.


2 Confessions, lib. I, O. C„ I, 7-8.
2 Émile, I, O. C., IV, 268.
4 Discours sur l'lnégatilé, O. C., III, 135.

357
apóstol de una selección natural implacable. En el primer caso sólo
vive de milagro y toda su existencia no es más que un precario apla­
zamiento de la muerte. En el segundo acepta con tranquila indife­
rencia (o más bien con una especie de admiración aprobatoria) ver
cómo se sacrifica a los enfermos como si ignorase que él mismo se
habría encontrado entre el número de las victimas.
Pero a fuerza de simetria, estos dos aspectos antitéticos de
Rousseau terminan por ordenarse en el ámbito de un solo y único
problema vivido: es la doble expresión de un único tormento. Re­
curriendo por comodidad al lenguaje del psicoanálisis hablaríamos
de estructura sadomasoquista: la queja dolorida del enfermo se in­
vierte, según una perfecta complementariedad, y se convierte en fría
y cruel severidad hacia los menos aptos. El desprecio por la debili­
dad se convierte en una razón suplementaria para deplorar una exis­
tencia marcada desde su origen por la enfermedad. Pero si bien hay
en Rousseau una evidente satisfacción de sentirse y proclamarse
sufriente, no es menos sincero cuando se convierte en el anunciador
de una salud absoluta (al precio de la supresión de los débiles). De­
jando aparte incluso el turbio goce que Rousseau pudiese experi­
mentar en ser herido o en ser hiriente, podemos admitir que su fra­
gilidad fisica le incitaba a imaginar una salud ideal que estuviese a
la medida misma de la carencia padecida. He aquí un hombre que,
viviendo en el perpetuo temor de la recaída, no pudo prescindir
mucho tiempo de las sondas; en la mayoría de las ocasiones su ama
fue para él una enfermera; hecha esta experiencia, terminó por des­
pedir a todos los médicos, pero su rechazo definitivo de la medicina
no es más que la imagen invertida del ansioso apresuramiento con
que antes buscaba el socorro de los hombres del oficio (piénsese tan
sólo en el viaje de Montpellier): ¿cómo no habría formulado para sí
mismo el anhelo de una plenitud intacta? ¿Cómo no habría de so­
ñar con un estado sencillo en el que las fuerzas espontáneas del
hombre y las de la naturaleza circundante, cómplices y milagrosa­
mente conciliadas, hubiesen bastado para mantener el cuerpo bien
dispuesto, sin que el goce de la salud se viera alterado por la preocu­
pación de conservarla y la conciencia de su precariedad? Que por si
mismo, sin ningún paliativo tomado del arte, el organismo asegura­
se su conservación y el simple placer de existir, esto constituía para
Rousseau algo lo suficientemente raro como para que figurase entre
los privilegios irrecuperables del estado de naturaleza: un aspecto de
ese tosco pero verdeante paraiso perdido en el que el ser ignora el
temor a la muerte, porque aún no se ha entregado al vértigo de la
reflexión. Desde el momento en que el hombre superó esta felicidad

358
animal y renegó de esta despreocupación estúpida supo prevci, se
previno a sí mismo muriendo y la muerte se introdujo en su con­
ciencia para no abandonarla más. Al mismo tiempo aprendimos a
imaginar, pero al querer satisfacer nuestras necesidades imaginarias
perdimos el equilibrio primitivo: todas las necesidades artificiales
son fuente de enfermedad. Y asi es como lo imaginario, que podría
no ser más que una inocente anticipación de la vida, se convierte de
hecho en una anticipación de la muerte...
Vivir como el animal, en el instante y en la discontinuidad de los
instantes sucesivos, es habitar la salud esencial, es ignorar en bloque
la inquietud del amor-propio, la inquietud de la mirada de los de­
más, la inquietud del trabajo y de la acumulación para el dia si­
guiente; en una palabra, toda la superfluidad de la que se compone
a la larga la conciencia de nuestro destino mortal. No se ha señala­
do suficientemente que es en nombre de una exigencia de salud co­
mo Rousseau pronuncia la famosa condena de la reflexión:

Si la naturaleza nos ha destinado a estar sanos, casi me atrevo


a afirmar que el estado reflexivo es un estado antinatural y que el
hombre que medita es un animal depravado.

¿Qué es lo que cree demostrar? Creo que pretende menos emitir


una condena contra la reflexión (poder ambiguo al que convierte en
otro lugar en uno de los garantes de la espiritualidad del alma) que
hacer valer las posibilidades vitales del hombre natural, incapaz aún
de ejercer su razón. Puesto que, al mismo tiempo que sus benefi­
cios, la reflexión y la imaginación nos hacen sentir sus propiedades
tóxicas, no existe razón alguna para temer su ausencia. El hombre
de la naturaleza no carece de nada. Por muy desprovisto de técnica
e instrumentos que se encuentre, puede subsistir indolentemente en
un justo equilibrio en el que la conciencia no se desgaja de la volup­
tuosidad del sueño más que el tiempo de desear y recoger inmedia­
tamente los frutos ofrecidos abundantemente por el bosque primiti­
vo. A este deseo que no conoce el exceso corresponde un bienestar
que nada altera. Ningún poder moral, ninguna vergüenza refrena la
espontaneidad del deseo; pero, a su vez, el deseo no excede los lími­
tes compatibles con la permanencia de una felicidad siempre re­
novada. Felicidad limitada y que hubiese podido ser eterna si el
hombre no hubiese sobrepasado sus limites. Al igual que la salud
primitiva no tiene de si más que una conciencia oscura y confusa,
carece de historia. El hombre de la naturaleza permaneció idéntico
durante millares de años, hasta que las «circunstancias» vinieran a

359
provocar a la dormida perfectibilidad. Entonces comienza la aven­
tura de la reflexión, de la imaginación y del trabajo humano; la his­
toria es un estado de enfermedad. ¿Pero cómo curarse de la histo­
ria? En todo caso no será rechazando la historia. La respuesta se
encuentra en el Emilio y en el Contrato Social, obras en las que el
hombre (individuo o comunidad) está destinado a un porvenir regi­
do por el arte.

En el mito que se ha construido alrededor de la persona de Rous­


seau, los elementos que acabamos de evocar han intervenido con
toda seguridad de manera determinante. La conciencia colectiva en
Occidente, y en otros lugares, rodea de un singular respeto a la fi­
gura del curandero sufriente. La imagen de Cristo, que>el libro de
P. M. Masson nos recuerda fue evocada a menudo a propósito de
Rousseau (lector de la Imitación)5, no es a este respecto más que
una de las múltiples expresiones de un arquetipo universal. Una hu­
manidad atormentada por la angustia y la enfermedad desea que la
palabra saludable y el mensaje liberador les sean dirigidos por un
hombre a quien el dolor ha estigmatizado y separado. Un poderoso
carisma se encuentra unido a la separación extrema, y la profun­
didad del sufrimiento favorece esta consagración. Es uno de los
aspectos de Dionisos; y esto es posiblemente lo que en Rousseau
sedujo a Hólderlin, poeta de Dionisos. En el fondo del mito del cu­
randero sufriente se encuentra la convicción de que la separación
más dolorosa constituye el precio que se paga por conquistar la pre­
sencia más poderosa, la proximidad eficaz. Como es sabido, los
chamanes no se convierten en curanderos más que después de haber
atravesado en soledad la enfermedad-iniciación que a veces dura
años. El sorprendente prestigio conquistado por Mary Baker Eddy
proviene en gran medida de la prueba previa de la parálisis. Pero
hay innumerables ejemplos... Nadie podría tener la desfachatez de
pretender que Rousseau haya tratado de imponer esta imagen de si
mismo conscientemente. Esta forma de prestigio no se calcula; se
construye a través de una especie de ciega connivencia' con las ex­
pectativas del público. Una vaga esperanza anónima, vivida en el
denso tejido de la experiencia colectiva, experimentada como la es­
peranza de los demás y a la vez como una llamada personal, obse­
siona con antelación a aquel que poco a poco le dará respuesta en-

5 P. M. Masson, La Religión de J.-J. Rousseau (Parts, Hachette, 1913, 3 vol.).

360
carnando de forma cada vez más visible y más clara el modelo ideal
del salvador estigmatizado6. En todo caso es seguro que Rousseau
fue visto y querido como un hombre de dolores por una gran parte
de sus admiradores. Desde el fondo de su debilidad y de sus falleci­
mientos es aquel que anuncia, a la vez, el castigo de una sociedad
culpable y la «curación de las enfermedades»; todo lo que viene a
golpear su carne se transforma en una extraña y radiante soberanía;
y, a la inversa, como en el éxtasis del camino de Vincennes, las in­
tuiciones intelectuales más brillantes le imponen al cuerpo una som­
bría derrota, entre lágrimas, inquietud y estupefacción.

Pero el historiador quiere saber más sobre la enfermedad de


Rousseau. Empresa arriesgada, que sólo tiene sentido si nos resig­
namos con antelación a la posibilidad del fracaso o de la incerti­
dumbre. Si pretendemos que los documentos nos contesten con un
sí o un no, conseguiremos que digan lo que nosotros queramos y no
habremos avanzado casi nada.
Confieso que no me gusta nada la curiosidad que tan a menudo
se profesa hacia las enfermedades de los hombres ilustres. Eran
hombres, tenían un cuerpo y murieron: motivo por el cual pertene­
cen al común de los mortales. Quizá sólo quisieron ser arte y pa­
labra, disimularse tras la obra perfecta. Vana pretensión: bien les
alcanzó la muerte. Siempre nos está permitido considerarlos desde
el punto de vista de la muerte, y esto es lo que hacemos al escrutar
sus males: sus dientes se cariaban, digerían mal, tosían, la espiro­
queta les corrompía. La posteridad toma la revancha solapadamen­
te, vuelve a encontrarse con la obscena presencia de la viscera y es­
tudia estas miserias. Ya se ha admirado bastante, ya se ha echado
bastante incienso, hay que comprender, dicen hombres circunspectos
protegidos tras sus batas. Y os ponen esos cadáveres sobre la mesa
de operaciones para hacer la autopsia, como si se dispusiesen a des­
cubrir en algún parénquima dañado la causa secreta de obras que
fueron realizadas un día por hombres vivos y libres. Algunos «pató-
grafos» cayeron en esta ingenuidad: para ellos Baudelaire se explica
por la sífilis, Chopin por la tuberculosis, el Greco por el astigmatis­

6 La actitud se encuentra ya claramente trazada en la carta al pastor Jean Per-


driau del 28 de noviembre de 17S4: «Si el desinterés de un corazón que no se preocu­
pa ni por la gloría, ni por la fortuna, y ni siquiera por la vida puede hacerle digno de
anunciar la verdad, me atrevo a creerme llamado a esta sublime vocación», Corres-
pondance genérale, DP, 11, 135; L, 111, 59.

361
mo. Admirable nivelación. Nos viene a la mente de la forma más
natural una pregunta: ¿por qué no tienen genio todos los enfermos?
El artista deja siempre unos despojos; pero no llegaremos nunca
hasta su arte a través de sus restos.

¡Cuántas controversias en torno a la enfermedad de Rousseau!


Y es que no se trata únicamente del amor propio que se pone en
juego al formular un diagnóstico retrospectivo. Casualmente, según
la importancia que se conceda a este diagnóstico, se modifica una
pieza capital del sumario del proceso permanente que la historia ins­
truye contra Jean-Jacques. Si, como repitieron hasta la saciedad los
autores bíen-pensantes de finales del siglo XIX, es cierto que Rous­
seau es un «degenerado», que lleva consigo el estigma congénito de
la «constitución neuropática», o incluso de la insania moral, enton­
ces el asunto queda claro: queda desacreditada toda su persona, es
un «genio mórbido», su obra se encuentra viciada de principio a
fin, corrompida en su propia fuente. Se admite su interés en cuanto
sintoma, pero es indigna de ser escuchada y seguida. Esto deja en
buen lugar a Robespierre quien habia apelado a Rousseau... He
aquí el otro alegato: la enfermedad no ocupa en él esta posición
central y primordial: es una herida sobreañadida, una sombra acci­
dental, una calamidad venida desde el exterior. Se nos invita en­
tonces a separar los papeles que corresponden respectivamente al
Rousseau auténtico y a otro hombre a quien la uremia progresiva
trastorna y ensombrece. El escritor admirable, el reformador social
y el pedagogo, éste es el verdadero Rousseau; el perseguido, el obse­
sionado, es el que sufre la infección urinaria, el que es intoxicado
por la nefritis ascendente; las locuras de su juventud no son más
que las consecuencias psicológicas de una malformación uretral;
ciertamente, en ciertos momentos de la vida de Rousseau se da el
delirio, pero él no es responsable de dicho delirio. Diagnóstico: deli­
rio tóxico de forma interpretativa. Para el doctor S. Elosu7, esto
constituye una certeza absoluta. La hipótesis fue acogida apresura­
damente por todos aquellos que deseaban disculpar a Rousseau.
La preocupación de pleitear falsea completamente las cosas. ¿Es
necesario que tras examen médico se tenga necesariamente que zan­
jar la cuestión: culpable o no culpable? Por supuesto el propio
Rousseau intentó imponernos esta alternativa. Fue él quien recurrió

7 S. Elosu, La Maladie de Rousseau (París, Fischbacher, 1929).

362
al veredicto de un tribunal póstumo. Y los médicos de buena volun­
tad se sienten embargados por una grave alegría ante la idea de re­
presentar el papel de experto ante un tribunal. Si existe pasión en
este asunto fue el propio encausado quien marcó la tónica. Aún a
riesgo de ser infiel a Rousseau, más vale escapar de esta trampa.
Los diagnósticos opuestos que acabamos de evocar pecan, tanto
uno como otro, de un error fundamental: le confieren a la enferme­
dad una esencia masiva, hacen de ella un ser independiente. Sólo es­
tán en desacuerdo con respecto al lugar que hay que asignarle. Unos
la ven en el centro de la personalidad, como una alteración central,
los otros la consideran como algo radicalmente extraño que se ha­
bría sobreañadido al igual que un parásito que el organismo debe
soportar contra su voluntad. Esto supone olvidar que el nombre de
la enfermedad no es más que un ser de razón y que la única realidad
concreta es el comportamiento del hombre enfermo. Se cree formu­
lar un veredicto científico y no se hace más que recubrir con un con­
cepto gnoseológico «moderno» una realidad confusa que elude toda
definición de este tipo. En este caso lo «moderno» es lo más ines­
table que existe. Véase la lista bastante grotesca de los diagnósticos
que pretendieron pronunciar el veredicto inapelable sobre el caso
Rousseau tanto en lo que concierne a sus perturbaciones urinarias
como a su «estado mental»: antes de morir, Rousseau se defendía
contra la imputación de melancolía en el sentido médico del térmi­
no89; se creyó acertar más al hablar de lipemanía o de monomanía
triste’; en cuanto que estuvieran de moda los términos de neurosis y
de degeneración le fueron aplicados a Rousseau101; después vinieron
las nociones de delirio de interpretación y de paranoia"; Pierre Ja-
net ve en Rousseau un psicasténico ejemplarl2; cuando la clínica se
complazca en abigarrar sus diagnósticos se oirá hablar de «neuras­
tenia espasmódica obsesiva, arteriesclerosis y atrofia cerebral pro­
* «Me suponéis desgraciado y consumido por la melancolía. ¡Oh, Señor, cuánto
os equivocáis! Era en París donde estaba asi; era en París donde una bilis negra de­
voraba mi corazón...», primera carta a Malesherbes, O. C., I, 1131.
9 E. Esquirol, Des Maladies Mentales, Bruselas, 1838, 2 vol.. t. I, p. 212. El
diagnóstico de melancolía se le aplica al mismo tiempo a Mahoma, Lulero, el Taso,
Catón, Pascal, Chatterton, Alfieri y Gilbert. Se encuentra ya a Pascal en la galería
de los melancólicos de Pinel.
10 C. Lombroso, L ’Homme de génie, trad. fr., París, 1889.
11 P. J. MObius, Rousseaus Krankheitsgeschiehte, Leipzig, 1889. El autor especi­
fica: se trata de la forma combinatoria del delirio de interpretación. Ésta es, igual­
mente, la opinión del doctor Chatelain, La fo lie de J.-J. Rousseau, Neuchátel,
1980. Rousseau ilustrará la «variedad resignada del delirio de interpretación», en el
libro de P. SErieux y J. J. Capgras, Les folies raisonnanles. Le délire d ’interpreta-
lion. París, 1909. Nosotros mismos habíamos recurrido a la noción de paranoia en la
presente edición de este libro.
12 Pierre Janet, De 1‘angoisse á l ’extase, París, 1928, 2 vol., passim.

363
gresiva con un fondo de neuroartritismo1314; el concepto de es­
quizofrenia era lo suficientemente vago y propicio como para que se
pretendiese incluir dentro de él los sintomas de Jean-Jacques u; para
el psicoanalista René Laforgue, Rousseau se caracteriza por su
homosexualidad latente, con obsesiones y reacciones histeriformes15;
se incriminará a la intoxicación urémica y Mme. Elosu —como vi­
mos—, se quedará en el diagnóstico de delirio tóxico con forma
interpretativa16; expertos más recientes se inclinan por el «delirio
sensitivo de relación» tal como fue definido por E. Kretschmer1718.
¿Y la enfermedad urinaria? Son muchos quienes creen en la reali­
dad orgánica del estrechamiento, causa de retención. Sería necesario
saber aún dónde situar la malformación. ¿Se trata de una fuerte fi-
mosis? ¿De un estrechamiento de la uretra prostática? ¿De una mal­
formación valvular a la altura del orificio vesical de la uretra? Para
Poncet y Leriche, cuya comunicación '* sirve de base al libro de
S. Elosu, «el estrechamiento debia encontrarse a la altura de la re­
gión bulbo-membranosa, que es uno de los lugares predilectos de
este vicio de conformación». Y otras tantas posibilidades que los
textos dejan entrever, pero que escapan a toda verificación. Los co­
mentadores más aventurados llegan hasta a afirmar que Rousseau
tenía hipospadias19: ninguno de los cinco hijos que hizo depositar
en la asistencia pública eran de él, y posiblemente Teresa simuló
sus embarazos únicamente con el fin de atraerse mejor a Jean-
Jacques... Pero la tesis del espasmo funcional no carece de defen­
sores; ya en el siglo xvin se sospechó que en Rousseau las per­
turbaciones en la micción eran puramente «nerviosas»: neuropatía
urinaria dirá Régis; en cuanto a los psiquiatras que adoptan la tesis
de la paranoia, las quejas de Rousseau les revelan en lo esencial la
fase hipocondriaca que precede generalmente a la aparición de la
manía persecutoria: en efecto, desde el momento en que adquieren
preponderancia las ideas delirantes, en que se convierte en obsesiva
la convicción del complot, se oye hablar menos de micciones difíci­
les y de sondas repetidas20.
13 E . Rég is , «Elude médicale sur J.-J. Rousseau», Chronique mídicale, 1900,
números 1, 2, 3, 5, 7, 12. 13.
14 V. Demole, «Analyse psychiatrique des Confessions de J.-J. Rousseau»,
Schweizer Archiv fü r Neurologie und Psychiatrie, II, 2, pp. 270-304, Zürich, 1918.
15 R. Laforgue , «Étude sur J.-J. Rousseau», Revue Frangaise de Psycho-
analyse, noviembre de 1927. Retomado en Psychopathologie de l ’échec, París, 1944.
16 S. Elosu, La maladie de Rousseau, París, 1929.
17 E. Kretschmer, Der sensilive Beziehungswahn, Berlín, 1918.
18 A. Poncet y R. Leriche, «La maladie de Jean-Jacques Rousseau», Bulletin
de l’Académie de Médecine (sesión del 31 de diciembre de 1907).
19 F. Mac Donald, La Légende de J.-J. Rousseau, París, 1909.
20 En última instancia, la oscilación psicosomática desemboca en el delirio.

364
Tantas opiniones y diagnósticos diversos podrían muy bien ins­
truirnos sobre la evolución de las ideas médicas desde 1800 a 1970;
por el contrario, nuestro conocimiento sobre Rousseau casi no pro­
gresa gracias a ellos. Como era de esperar, vemos a los partidarios
de la somatogénesis oponerse a los defensores de la psicogénesis: se
ve como multiplican las concesiones y acercan sus puntos de vista a
fin de salir al paso de la objeciones inevitables. Las perturbaciones
urinarias tienen su origen en una malformación, dicen unos, pero
no excluyamos una fuerte «sobrecarga cortical»; son de origen psí­
quico, replican los otros, pero un hombre que se sonda cotidiana­
mente, aun en el caso de que no tenga ninguna lesión orgánica, ter­
mina por infectar sus vias urinarias...

Volvamos a los textos. Pero no para intentar formular un diag­


nóstico más feliz. No tendremos más éxito que tantos médicos exce­
lentes. Lo que hay que comenzar por admitir es que el expediente
médico de Rousseau, por rico que pueda ser, no contiene nada más
que las declaraciones del paciente. Toda verificación nos está veda­
da. El mejor «olfato clínico» no vale nada cuando el recurso a los
hechos es imposible: sobre los contumaces no se puede construir
más que hipótesis.
¿Pero qué podemos hacer? En primer lugar preguntarnos qué
fue la enfermedad para la propia conciencia de Rousseau. No basta
con conocer con precisión las enfermedades que sufrió un hombre.
Lo importante es saber cómo las soportó, si convivía bien o mal con
el sufrimiento, si se complació en él o si pretendió ignorarlo. A falta
de un diagnóstico exacto, siempre nos podemos preguntar cómo vi­
vió Rousseau su enfermedad, cómo influyó ésta en su existencia y
en su escritura.
He aquí una primera constatación: por lo que a su estado men­
tal se refiere le encontramos prácticamente anosognósico: apenas si
se le ve en alguna ocasión, al comienzo de su evolución «perse­
guida», volver sobre alguna de sus ideas delirantes y acusar a su
imaginación alarmada. En lo esencial, el Rousseau de los últimos
años manifiesta las convicciones más aberrantes sin sospechar ni
por un solo instante su carácter patológico. El caso es completa­
mente distinto en cuanto a su enfermedad urémica: es un mal minu­
ciosamente observado, descrito numerosas veces, exhibido al primer
llegado y casi mimado. ¿De dónde proviene tanta atención prestada
al mal, y sobre todo, tanto apresuramiento en dárnoslo a conocer?

365
Después de todo, otros sufrieron los mismos tormentos disimulán­
dolos: la uretra de Boileau se encontraba ciertamente más afectada
que la de Rousseau; un testimonio indirecto nos lo hace saber: pero
ni una sola palabra en la obra misma. Por su parte, Rousseau se
narra. ¿Por qué? ¿Por un capricho exhibicionista? ¿Para imitar a
Montaigne que no nos ocultó nada sobre sus cálculos? El prece­
dente literario probablemente no carece de importancia. No obstan­
te, no es más que un motivo bastante superficial. He aquí algo que
parece mejor fundado: al confesar bruscamente sus miserias más ín­
timas, Jean-Jacques ofrece pruebas de su sinceridad. Si tiene la cí­
nica valentia de descubrir asi sus llagas, si cuenta crudamente sus
locuras y sus malas acciones (la cinta robada, sus gustos masoquis-
tas, los hijos abandonados), entonces no tenemos ningún motivo
para sospechar de él en cuanto a los detalles menos comprometedo­
res: con mayor razón podemos confiar en él cuando nos habla de
sus inteciones siempre puras y de sus sentimientos benévolos y tier­
nos. Las confesiones difíciles dan la medida de la veracidad de todo
lo demás. ¿Si hubiese tenido otros «crímenes» u otros motivos de
vergüenza sobre su conciencia qué pudor o qué hipocresía le hubie­
sen retenido? Lleva tan lejos la indecencia que se puede estar seguro
de que se ha pintado por entero, intus et in cute. Ahora bien, es de
esto de lo que quiere convencernos: las Confesiones son el alegato
de un hombre acorralado que siente, con razón y sin ella, que pesan
sobre él acusaciones terribles. La obra debe restablecer para la pos­
teridad la imagen del verdadero Jean-Jacques, momentáneamente
suplantada por la imagen monstruosa que los hombres del complot
intentan imponer al universo entero.
¿Qué dicen los acusadores? Remitámonos al libelo anónimo que
Voltaire hizo circular contra Rousseau, al Parecer de los Ciuda­
danos:

Reconocemos con dolor y enrojeciendo que es un hombre que


lleva todavía las marcas funestas de sus desenfrenos, y que disfra­
zado de saltimbanqui arrastra tras de si de Pueblo en Pueblo y de
Montaña en Montaña a la desgraciada cuya madre hizo morir y
cuyos hijos abandonó a la puerta de un hospital...

Como se ve, la calumnia y la denuncia son perfectamente reales;


sólo que la imaginación de Rousseau las amplificará hasta conver­
tirlas en un clamor universal dirigido contra él. Ante esto, una sola
respuesta: revelar en sus más mínimos detalles la naturaleza exacta
de su enfermedad, la razón por la que lleva a todas partes su provi­

366
sión de sondas, los motivos por los cuales tuvo que volver a vestirse
con el traje de armenio. Rousseau hace publicar a su editor de París
el panfleto injurioso (que atribuye erróneamente al pastor Jacob
Vernes de Ginebra), añadiéndole notas de rectificación:

Quiero hacer con sencillez la declaración que parece exigir de


mi este articulo. Nunca mancilló mi cuerpo ninguna enfermedad
de aquellas de las que habla aquí el Autor, ni pequeña ni grande.
La que me aqueja no tiene la menor relación con eso; nació con­
migo, como saben las personas que cuidaron de mí cuando era
niño y que aún viven. Esta enfermedad es conocida por los seño­
res Malouin, Morand, Thyerri, Daran y el hermano Come; les
ruego que me desmientan si se encuentra en ella la menor señal de
desen freno.

Ya en su testamento de 1763, escrito con anterioridad al Parecer


de los Ciudadanos, Rousseau habia tenido cuidado de rechazar
con numerosos detalles, la imputación de enfermedad venérea.
Merece la pena citar extensos fragmentos de este singular docu­
mento:

La extraña enfermedad que me consume desde hace treinta


años y que según todas las apariencias terminará con mis dias es
tan diferente de todas las demás enfermedades de la misma clase y
con las que los médicos y cirujanos la han confundido siempre
que creo que es de interés para la utilidad pública que sea exami­
nada tras mi muerte en el lugar mismo donde se asienta. Éste es el
motivo por el que deseo que mi cuerpo sea abierto por personas
hábiles si es posible y que se observe cuidadosamente el estado del
foco de la enfermedad cuya nota adjunto aquí para información
de los cirujanos. Las partes enfermas deben estar afectadas de
modo muy extraordinario puesto que desde hace veinte años todo
lo que hicieron los más hábiles y sabios especialistas para aliviar
mis males no hizo más que irritarlos constantemente. Por añadi­
dura, declaro no haber tenido nunca ninguna de las enfermedades
que a menudo dan lugar a las de esta especie, por lo que no puedo
felicitarme más que de mi buena suerte; esto que aquí afirmo es
cierto e insisto en esta afirmación porque algunos médicos y ciru­
janos se negaron a creerme sobre este punto y no tuvieron razón.
Conviene que no busquen la causa del mal allí donde no se en­
cuentra... Hace veinte años me atormenta una retención de orina
de la que incluso tuve accesos desde mi infancia y que atribuí du­
rante tiempo a la piedra. Al no haberme podido sondar nunca ni21

21 Correspondance génératek DP, XII, 366 y ss.

367
M. Morand ni los más hábiles cirujanos, permanecí en la incerti­
dumbre sobre la causa de esto, hasta que por fin el hermano Come
consiguió introducir una algalia muy fina con que se aseguró de
que no habla ninguna piedra.
(Interrumpamos por un instante nuestra lectura: el lector se dará
cuenta de que si bien la mayoría de los médicos no consiguen llevar
la sonda hasta la vejiga, por su parte tampoco las autosondas de
Rousseau debieron ser completas nunca.)
Mis retenciones nunca son ataques como las de aquellos que
tienen la piedra, los cuales orinan colmadamente o bien no orinan
en modo alguno. Mi mal es un estado habitual. Nunca orino col­
madamente y tampoco la orina desaparece nunca por completo,
sino que su curso se encuentra solamente más o menos entor-
percido sin ser nunca totalmente libre, de manera que siento una
inquietud y una necesidad casi continua que nunca puedo satisfa­
cer bien. Observo, sin embargo, en tales desigualdades un progre­
so constante mediante el cual el chorro de la orina disminuye de
año en año, lo que me hace pensar que tarde o temprano termina­
rá por desaparecer por completo.
Me pareció que el obstáculo... se internaba cada vez más en la
vejiga de manera que fue necesario emplear de año en año cande­
lillas más largas y al no encontrar en los últimos tiempos unas que
lo fuesen suficientemente he intentado alargarlas.
Los baños, los diuréticos, todo lo que aporta ordinariamente
alivio a esta clase de males nunca hizo más que aumentar los míos
y nunca la sangría me procuró el menor alivio. Sobre mi mal, los
médicos y cirujanos nunca hicieron más que razonamientos vagos,
mediante los cuales intentaban mucho más consolarme que ins­
truirme; a falta de saber curar el cuerpo han querido inmiscuirse
en curar el espíritu. Sus cuidados no fueron más provechosos para
el uno que para el otro; he vivido mucho más tranquilo desde que
he prescindido de ellos.
El hermano Come dice haber hallado la próstata muy gruesa y
muy dura y como cirrosa; es, por lo tanto, ahi donde hay que diri­
gir sus observaciones. El foco del mal se encuentra ciertamente en
la próstata o en el cuello de la vejiga o en el canal de la uretra y
probablemente en los tres. Es ahi donde al examinar el estado de
dichas partes se podrá encontrar la causa del mal.
No hay que buscar esta causa el efecto de alguna antigua
enfermedad venérea. Pues declaro no haber tenido nunca enfer­
medad alguna de este tipo. Se lo dije a los especialistas que me
cuidaron. Pensé que muchos de ellos no me creían. Se equivo­
caron22.
“ O. C., I. 1223-1225.
368
Rousseau quiere ser una excepción en todo. Su enfermedad es
sin par, como su carácter, como su destino. La naturaleza ha roto el
molde. Pero que no se vaya a insinuar, sobre todo, que es un disolu­
to: ante esta acusación, que le obsesiona visiblemente, responderá ha­
ciendo en las Confesiones la relación minuciosa de sus amores y de
sus aventuras: se verá que casi no puede alardear de sus conquistas.
Mientras que otros autores de memorias se jactan de sus victorias.
Rousseau se ocupa más bien de la defensa y de la ilustración de su ti­
midez. Al narrar sin vergüenza sus prácticas autoeróticas y sus fra­
casos con las mujeres (su extraño comportamiento en Venecia con
la encantadora Zulietta), demuestra que nunca corrió el riesgo de la
impureza. Si en una sola ocasión se acercó a otra cortesana con más
éxito, inmediatamente se cree contaminado y corre a consultar al ci­
rujano quien le tranquiliza declarándole que se encuentra «confor­
mado de un modo particular que impide que pueda ser contagiado
fácilmente»23. El defecto congénito que se singulariza y le condena
a largos sufrimientos le ayuda a rechazar las acusaciones infaman­
tes. Contra aquellos que le declaran «podrido por la sífilis», Rous­
seau convierte a su enfermedad en un aliado. El mentis que opone a
sus enemigos llega hasta un secreto consentimiento con la impoten­
cia y la enfermedad.
Pero hay más. No se le acusa solamente de ser sifilítico; tiene el
convencimiento (véanse los Diálogos) de que se le describe por to­
das partes como un sátiro que viola a las mujeres que caen en su po­
der; está persuadido de que le reprochan una virilidad agresiva y
brutal. Por violenta que haya sido la animosidad de los adversarios
de Rousseau, esta acusación nunca fue formulada contra él: se la
inventa completamente para refutarla larga y concienzudamente.
Pienso que de esta forma pone al descubierto la angustia que, para
él, se encuentra unida a todas las manifestaciones de la satisfacción
sexual directa. ¿De dónde le viene esta angustia? Sin duda, data de
su infancia ginebrina: antes de cualquier otra cosa le enseñaron que
el amor físico es una cosa repugnante:

No solamente hasta mi adolescencia nunca tuve ninguna idea


precisa de la unión de los sexos, sino que esta idea confusa nunca
se me presentó sino bajo una imagen odiosa y repugnante. Sentía
hacia las mujeres públicas un horror que nunca se ha borrado:
pues la aversión hacia el libertinaje llegaba hasta ese punto desde
que yendo un dia al pequeño Sacconex por un camino encajonado
vi a los dos lados unas cavidades en la tierra en las que me dijeron

23 Con/essions, lib. VII, O. C.. 317.

369
que esas gentes realizaban sus apareamientos. Lo que había visto
de los de las perras me venia casi siempre a la imaginación y el co­
razón se indignaba ante este solo recuerdo24.

Una severa prohibición condena de antemano el deseo y su reali­


zación carnal: toda la satisfacción de los sentidos es ilegitima y cul­
pable. ¿Qué hacer? Entre la casta obediencia a la ley rigurosa y el
cinismo de la transgresión hay soluciones intermedias más o menos
conscientes de ser males menores: los amores imaginarios, las con­
ductas perversas, las satisfacciones «parciales», la conversión del
deseo, la agresividad que se vuelve contra uno mismo. De ahí la pa­
sividad, el onanismo, las fugas y el exhibicionismo; de ahi también
esos rasgos «femeninos» que han llevado a concluir que se trataba
de una «homosexualidad latente». El alma sensible, que sueña y pa­
dece más de lo que actúa, encuentra en la enfermedad una excelente
excusa para su aislamiento y para su introversión. Hasta se ha llega­
do a decir que los repetidos sondeos revelaban un «erotismo uretral
receptivo»: hipótesis que no hay que apresurarse a considerar ridi­
cula25. Como minimo Rousseau exhibe una enfermedad tan física
como psicológica, que le asegura una coartada con respecto a los
actos culpables que hubiese podido cometer. Más bien que ser sos­
pechoso de haber obrado mal, prefiere mutilarse simbólicamente o
hacerse pasar por un amante lamentable. Se ofrece de antemano
—cadáver que consiente— al escalpelo que descubrirá su vicio de
conformación. Quiere sufrir la agresión, la apertura.
Como vemos, aunque la enfermedad urinaria hubiese tenido al
principio una causa orgánica, Rousseau la utiliza para expresar su
rechazo y su angustia. Desea batirse en retirada ante la sexualidad
«normal», y la enfermedad, providencialmente, le obliga a ello. Ya
lo hemos señalado: es en la «sociedad», y sobre todo en presencia
de las mujeres, cuando su polaquiuria le hace sufrir más.

Esta enfermedad era el motivo principal que me tenia alejado


de los circuios y que me impedia ir a encerrarme en casas de muje­
res. La sola idea del estado en el que esta necesidad podía poner­
me era capaz de producírmelo hasta el punto de encontrarme mal
a menos de un escándalo al que hubiese preferido la muerte26.

24 Confessions, lib. I, O. C., I, 16.


25 Sobre las perturbaciones urinarias de Rousseau, el lector que desee conocer el
punto de vista psicoanalitico se remitirá a la obra de Hans Christoffel, Trieb un
Kultur (Bále, Benno Schwabe, 1944).
26 Confessions, lib. VIII, O. C., I, 379.

370
La enfermedad aparece claramente como la expresión somática
de un rechazo altivo y angustiado. Observemos además que los
accesos agudos de Rousseau sobrevienen casi siempre cuando entra
o corre el peligro de entrar en una situación de dependencia social:
al comienzo de su estancia en Venecia donde tiene que obedecer las
órdenes de un embajador caprichoso y tiránico; cuando M. de
Francueil, recaudador de impuestos, le propone que se convierta en
su cajero; cuando ha de ser presentado al rey para recibir de ¿1 una
pensión: en cada ocasión, Rousseau, que no acepta ningún compro­
miso, ni ninguna servidumbre, dice que no con todo su cuerpo. Nos
damos cuenta de que en este caso la enfermedad es mucho más que
un pretexto: es una conducta. La micción imperiosa y el rechazo de
una dependencia intolerable no son más que la misma cosa. En el
caso de Rousseau, el cuerpo es casi siempre el primero en hablar.
Releamos estas lineas extraordinarias que Rousseau proyectaba en­
viar al marqués de Mirabeau:

Todavía me estremezco al imaginarme en un circulo de muje­


res, forzado a esperar que un redicho haya concluido su frase, sin
atreverme a salir, sin que me pregunten si me voy, encontrando en
una escalera bien iluminada a otras bellas damas que me retrasan,
un patio lleno de carrozas en continuo movimiento, a punto de
aplastarme, a camareras que me miran, a los señores lacayos que
bordean los muros y se burlan de mí; sin encontrar una muralla,
una bóveda o un desgraciado rinconcito que me venga bien; en
una palabra, sin poder orinar más que dando un espectáculo y
sobre alguna noble pierna con medias blancas27.

El uso que un hombre ha hecho de su enfermedad no nos lo


puede revelar ningún dato anatómico. La autopsia de Rousseau,
por su decepcionante insuficiencia, es una de las más instructivas
que puedan existir. En Ermenonville, el 3 de julio de 1778, al día si­
guiente de la muerte de Rousseau, los médicos proceden a la apertu­
ra del cadáver. ¿Qué encuentran de anormal?

Una cantidad muy considerable (más de ocho onzas) de serosi­


dad expandida entre la sustancia cerebral y las membranas que la
recubren.

Correspondance générale, DP, XVII, 3-4.

371
Rousseau, no les cabe duda, murió de una «apoplejía serosa»:
este diagnóstico ha desaparecido desde hace tiempo de nuestros ma­
nuales. ¿Y el árbol urinario? He aquí el protocolo:

No hemos podido encontrar ni en los riñones, ni en la vejiga,


los uréteres y la uretra, así como tampoco en los órganos y cana­
les seminales ninguna parte, ni ningún punto enfermizo o antina­
tural; el volumen, la capacidad y la consistencia de todas las par­
tes internas del bajo vientre se encontraban perfectamente sanas...
Por ello hay razones para creer que los dolores en la región de la
vejiga y las dificultades para orinar que el S. Rousseau habla ex­
perimentado, sobre todo durante los primeros años de su vida,
provenían de un estado espasmódico de las partes próximas al
cuello de la vejiga o al propio cuello, o a un aumento del volumen
de la próstata que se disiparon al mismo tiempo que el cuerpo se
fue debilitando y adelgazando al envejecer28.

Sin lugar a dudas, la técnica empleada debió ser rudimentaria.


«Toda la historia patológica de Rousseau protesta contra un proto­
colo necrósico tan negativo», exclaman Poncet y Leriche. Pero toda
la historia afectiva y moral de Jean-Jacques admite esta incerti­
dumbre. Un ser único se convierte siempre en un muerto banal29.

a Le Bégue de Preste, Relation ou note des derniers jours de Monsieur Jean-


Jacques Rousseau, Londres, 1778, pp. 18-19.
® Las circunstancias de la muerte de Rousseau han suscitado todo un delirio de
interpretación; la tesis del suicidio y la del asesinato (por Teresa) encontraron obsti­
nados defensores. Un hombre como Rousseau no puede morir sin dar lugar a las
proyecciones más contradictorias; era difícil admitir que «el hombre de la naturale­
za» pudiese morir de muerte natural.

372
BIBLIOGRAFÍA

OBRAS DE ROUSSEAU

OEuvres complétes, edición publicada bajo la dirección de Bernard Gagne-


bin y Marcel Raymond, París, Bibliothéque de la Pléiade, 19S9. Han
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La obras que aún no figuran en la edición de la Pléiade son citadas por:

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J.-J. Rousseau, XII (1918-1919) y XIII (1920-1921).
Essai sur ¡‘origine des langues, texto fijado y anotado por Charles Porset,
Burdeos, 1968 (hay traducción castellana del Ensayo sobre el origen de
las lenguas, Madrid, Akal, 1980).
Lettre á M. d'Aiembert sur les spectacles, edición critica por M. Fuchs, Gi­
nebra, 1948 (hay traducción castellana de la Carta al Señor D ’Aiembert;
forma parte de los Escritos de combate, Madrid, Alfaguara, 1979).
Correspondance générate de J.-J. Rousseau, anotada y comentada por
Théophile Dufour, editada por Pierre-Paul Plan (DP), París, 1924-1934,
20 volúmenes.
Pierre-Paul P lan , Table de la correspondance générale de J.-J. Rousseau,
con una introducción y cartas inéditas publicadas por Bernard Gagne-
bin, Ginebra, 1933.
Correspondance compléte de Jean-Jacques Rousseau, edición crítica fijada
y anotada por R. A. Leigh (L), Ginebra, Instituí et Musée Voltaire, 1965
(han aparecido 12 volúmenes).

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380
IN D IC E D E N O M B R E S

Agustín, san, 30, 174, 228 Eddy, Mary Baker, 360


Amiel, Henri-Fréderic, 129 Elosu, S.. 362, 364
Aulard. A., Il9n. Engels, F., 42, 44
Epicteto, 65
Esquirol, Jean-Étienne, 363n.
Bachelard, Gastón, 313n.
Baudelaire, 361
Becher, Johann-Joachim, 313 Francisco de Asís, san, 148
Belaval, Yvon, 142 Franquiéres, A. M., 97n., 98n.
Bernardin de Saint-Pierre, Jacques-Hen- Freud, Sigmund, 145
ri. 189, 190, 205, 246
Boileau, 366
Burgelin, Pierre, I8n., 89, tlOn., 127, Goethe. 33. 91, 92, 287, 288
128. I83n„ 189n., 221n., 268n. Gouhier, Henri. 30n.
Bulor, Michel, 3l5n. Greco, 361
Grímsley, Ronald, 60n.
Guihenno, Jean, 277
Capgras. J., 363n.
Cassirer, Ernst, 31, 44, 45, 183n.
Coleridge, Samuel Taylor, 200n. Hegel. 36, 41, 49, 118, 241, 245, 249,
Condillac, 38, 39n„ 185, 254, 29. 280 320- 324, 325, 341
Herder. J. G. von, 112
Hcsnard. A., 200
Chopin, 361 Holbach, P. H. Dietrich d’, 94
Christoffel. H.. 370n. Hdderlin. Friedrich, 25, 178, 192 206
321- 323. 325, 360
Horacio, 13n.
Demole, V„ 364n. Hume, David, 167, 168, 170, 197
Derathé. Roben, 55n. Hyppolite, Jean, 242
Descartes, Rene, 56
Didcrot. Denis, 56, 66. 69, 167, I84n.,
308. 333 Janet, Pierre, 363
Dionisio Areopagita, 148 Jouben. Joseph, 54n„ 31n„ 316
Kafka, Franz, 277 Platón. 26n„ 32n., 183
Kant, 4!, 44, 45, 57, 98, 140, 144, 145, Plutarco, 77
254 Poncet, A., 364. 372
Kierkegaard, Sóren, 49, 53n., 60 Poulet, Georges, 38n.
Kretschmer, Ernst, 249n., 364 Proust, Marcel, 290

Lacan, Jacques, 307n. Raymond, Marcel, 70n., 77, 78, 142n..


Laforgue, René, I73n., 364 I84n., 315n., 323n., 342, 345
Le Bégue de Presle, 372n. Régis, E.. 364
Rougcmont, Denis de, 143
Leriche, R., 364, 372
Rousseau, Jean-Baptiste, 12
Locke, John, 175, 254, 259
Lombroso, Cesare, 363n.
Sartre, Jean-Paul, 172
Schelling. F. W. J„ 321
MacDonald, Frederika, 364n. Schiller, Friedrich, 94, 115, 117, 140
Malebranche, 56, 95. 174 Schopcnhauer, Arthur, 332
Marx, Karl, 36 Séneca, 52, 297
Masson, Pierre Maurice, 90n., 360 Sérieux, 363n.
Merlcau-Ponty, Maurice, 210n. Sócrates, 87-89, 93, 221
Móbius, P. J., 363n.
Montaigne, 30, 52, 69, 76, 228, 232, 298
Montesquieu, 27n. Tasso, Torquato, 77
Munteano, Basil, 75n., 296n.
Vernes, Jacob, 367
Voltaire, 34, 51, 165, 300n., 366
Ncwton, 141 Vossius, Isaac, 186
Novalis, 321
Wahl, Jean. 57n.
Weil, Eric, 46n.. 128n„ 145
Osmont, Roben, 150 Wirz, Charles, I60n.

382
IN D IC E

A dvertencia .............................................................................. 7
P refacio ...................................................................................... 9

I. D iscurso sobre las ciencias y las artes

«Las apariencias me condenaban»................................... 15


El tiempo dividido y el mito de la transparencia........ 20
Saber histórico y visión poética...................................... 24
El Dios G lauco................................................................. 25
Una teodicea que disculpa al hombre y a D io s............ 31

II. C rítica de la sociedad

La inocencia g en eral........................................................ 37
Trabajo, reflexión, orgullo.............................................. 39
La síntesis por medio de la revolución....................... 42
La síntesis mediante la educación............................... 44

III. L a soled ad

«Fijemos de una buena vez por todas mis opiniones» 62


¿Pero es natural la un id ad ?............................................ 65
El conflicto in terio r......................................................... 71
La m a g ia........................................................................... 76

383
IV . L a ESTATUA VELADA

C risto ............................................................................................... 87
G a l a t e a ............................................................................................. 90
T e o ría del d e s c u b r im ie n to ....................................................... 93

V. L a N u e v a E l o ís a

L a m ú sic a y la t r a n s p a r e n c i a ................................................ 112


E l s e n tim ie n to e l e g i a c o ............................................................ 115
L a f i e s t a ........................................................................................... 118
L a i g u a l d a d ...................................................... ............................ 124
E c o n o m ía ...................................................................................... 132
D ivin izació n ......................................................................... 140
L a m u e rte d e J u l i e ..................................................................... 143

t '

V I. L o s MALENTENDIDOS

El r e g r e s o ........................................................................................ 158
« S in p o d e r p r o fe rir u n a so la p a l a b r a » ............................. 170
El p o d e r de los s i g n o s .............................................................. 173
L a c o m u n ic a c ió n a m o r o s a ..................................................... 207
El e x h ib ic io n is m o ........................................................................ 210
El p r e c e p t o r .................................................................................... 218

V IL L o s PROBLEMAS DE LA AUTOBIOGRAFÍA

¿ C ó m o p u ed e u n o p i n t a r s e ? .................................................. 230
D ecirlo to d o ................................................................................. 233

V III. La en ferm edad

L a reflex ió n c u l p a b l e ................................. 253


L os o b stá c u lo s ............................................................................ 268
El silencio ...................................................................................... 275
In a c c ió n ........................................................................................... 281
L a s a m ista d e s v e g e ta le s ............................................................ 287

384
IX . La r e c l u s ió n a p e r p e t u i d a d

L as in te n c io n e s c u m p l i d a s ....................................................... 294
L o s d o s t r i b u n a l e s ...................................................................... 308

X. La t r a n s p a r e n c i a d e l c r is t a l

Ju ic io s ............................................................................................. 319
«A sí p u e s, h em e a q u í so lo en la t i e r r a » ............................. 325

T res ensayo s sobre R ousseau

R o u sse a u y la b ú s q u e d a d e los o r í g e n e s ........................... 331


E n s o ñ a c ió n y t r a n s m u t a c i ó n .................................................. 342
S o b re la e n fe rm e d a d d e R o u s s e a u ...................................... 357

B ib l io g r a f ía ............................................................................................. 373
Í n d ic e o n o m á s t i c o ................................................................................. 381

385

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