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colección Por un entierro simbólico

HEMOS DECIDIDO DEJAR DE IGNORAR ESTE HECHO / 2 del colonialismo Achile Mbembe

Prometamos
igualmente dejar de
erigir estatuas, sea a
quien sea. Y que,
al contrario, florezcan
por todos lados biblio-
tecas, teatros,
talleres culturales,
en definitiva, todo
lo que alimentar
la creatividad cultural
del mañana.
Por un entierro
simbólico del
colonialismo
Imaginario y espacio público en África

Achille Mbembe

colección
HEMOS DECIDIDO DEJAR DE IGNORAR ESTE HECHO / 2
Publicado en 2008 Le Messager (Duala, Camerún)
Traducción: oozebap.org
La actitud de los nacionalismos africanos
poscoloniales, en relación a las reliquias del
colonialismo, no ha sido ni simple ni uniforme. Se
han dado varias respuestas: en primer lugar, en los
conflictos relacionados con la descolonización, o
especialmente en los cambios políticos de los años
setenta y ochenta, un cierto número de países
intentaron liberarse de los símbolos del dominio
europeo e imaginar otros modos de organización de
su espacio público. Para destacar la nueva condición
en el seno de la humanidad, empezaron por el
abandono de esos nombres que la conquista y
ocupación les otorgó.

El "nombre propio"

Se trataba de que, al empezar por el nombre,


volverían no sólo a ser propietarios de sí mismos,
sino también propietarios de un mundo expropiado.
Además, reanudaban las líneas de continuidad con
una larga historia que el paréntesis colonial había
interrumpido. Al otorgar a la antigua entidad
colonial de la Costa de Oro (Gold Coast) el nuevo
nombre de Ghana (antiguo imperio oeste-africano)
o pasando de Rhodesia a Zimbabue, o del Alto Volta
(Haute Volta) a Burkina Faso, el nacionalismo
africano buscó, ante todo, reconquistar los derechos
sobre sí mismo y sobre el mundo.
Pero sabemos igualmente que esta
preocupación por el "nombre propio" no se produjo
sin ambigüedad. Por razones más o menos
aparentes, Dahomey (el nombre de un antiguo reino
esclavista de la costa del África Occidental), por
ejemplo, se convirtió en Benín. Otros países
buscaron redibujar sus paisajes urbanos
rebautizando algunas de sus ciudades. Salisbury se
convirtió en Harare, de Fort Lamy se pasó a
Nyadema, Fort Fourreau fue Kousseri, etcétera.

De manera general, sin embargo, se


conservaron las grandes referencias arquitectónicas
del periodo colonial. Así, podemos pasearnos
actualmente por la avenido Lumumba en Maputo
admirando los edificios que constituyen la perfecta
expresión del Art Déco transplantado en su colonia
por Portugal. La catedral católica es, por su parte, el
indicativo de una aculturación religiosa que no
impidió la emergencia de un sincretismo cultural de
los más notorios. En Maputo, por ejemplo, Karl
Marx, Mao Tse Tung y Lenin conviven con
Nyerere, Nkrumah y otros profetas de la
liberación negra. Si bien la revocación de los
símbolos coloniales tuvo lugar, ésta fue selectiva.

Pero es en el ex Congo belga que el encaje de


las formas coloniales y nacionalistas ha llegado al
más alto grado de ambigüedad. Aquí, el "nativismo"
se ha substituido por la lógica racista recuperando,
de paso, los idiomas principales del discurso colonial
y disponiéndolos en la misma economía simbólica:
la de la adoración mortífera al potentado -pero esta
vez, al potentado poscolonial-. En primer lugar, bajo
pretexto de autenticidad, el país fue llamado Zaire.
Paradójicamente, los orígenes de este nombre se
deben buscar, no en ninguna tradición ancestral,
sino en la presencia portuguesa en la región.

Seguidamente, para penetrar el universo


onírico de sus sujetos con el fin de atormentarlos
mejor, el potentado poscolonial decidió que debía,
como el Bula Matari (el Estado colonial) que lo había
precedido, ser petrificado y esculpido. El culto laico
al autócrata no ha tomado solamente la forma de
enormes estatuas, formas grotescas fundidas en un
metal de crueldad. También se ha traducido por la
puesta en marcha de una economía emocional,
mezcla de seducción y de terror, modulando lo viril
y lo amorfo, lo verdadero y lo falso, empleando el
ojo y el oído como orificios cuya función es la de
abrir, de modo visceral, el cuerpo entero al discurso
de un "poder africano" habitado, como el poder
colonial, por el espíritu-perro, el espíritu-cerdo, el
espíritu-chusma.

Otra configuración, mezcla de creatividad e inercia,


es Sudáfrica, el país sin duda más urbanizado del
continente, y donde ha ejercido con rigor, hasta
recientemente, el último racismo de Estado del
mundo tras la Segunda Guerra Mundial. Desde el
fin de la supremacía blanca de 1994, los nombres
oficiales de ríos, montañas, valles, aldeas y grandes
metrópolis apenas han cambiado. Ocurre lo mismo
con las plazas públicas, los bulevares y las avenidas.
Todavía en la actualidad, uno puede dirigirse a su
trabajo remontando la avenida Verwoerd (el
arquitecto del apartheid), cenar en un restaurante
del bulevar John Vorster, circular por la avenida
Louis Botha, asistir a misa en una iglesia situada en
la esquina de dos calles que llevan los nombres de
lúgubres personajes de los años de hierro del
régimen racista, etcétera. Montados sobre enormes
caballos, los sinistros Kruger, Cecil Rhodes, Lord
Kitchener, Malan y otros, disponen de estatuas en
las grandes plazas de las ciudades. Desde
universidades a pequeñas aldeas llevan sus
nombres. Sobre una de las colinas de Pretoria,
capital del país, se erige todavía el Vortrekker
Monument, especie de mausoleo tan barroco como
grandioso erigido a la gloria del tribalismo boer y
que celebra el matrimonio de la Biblia con el
racismo.
En realidad, no existe ni un sólo pequeño
aventurero blanco, buscador de oro o de diamantes,
pirata, torturador, cazador, ex encargado en la
administración bantú o ex gerente de prisión, que
no disponga de una callejuela con su nombre en una
u otra de las numerosas aldeas del país. Todas esas
almas verdaderamente infames y perversas,
acostumbradas en vida a guiarse constantemente
por lo más bajo y despreciable (el racismo), hoy en
día aparecen por todo el país como almas errantes.
Todos han dejado sus trazas aquí, tanto en los
cuerpos de los africanos a base de quemaduras y
flagelaciones (un ojo arrancado por aquí, una
pierna rota por allá, además de las mutilaciones,
represiones, encarcelaciones, torturas y masacres),
como también en la memoria de las viudas y
huérfanos que han sobrevivido a tanta violencia y
brutalidad.

La toponimia es tal que, si nos guiamos por


los nombres de ciudades y de numerosas aldeas,
pensaríamos que no estamos en tierra africana, sino
en algún oscuro lugar de Holanda, Inglaterra, Gales,
Escocia, Irlanda o Alemania. Una parte de los
motivos arquitectónicos posteriores al apartheid
prolonga esta lógica de la desorientación, como
bien lo indica la obsesión por los modelos pseudo-
toscanos. Peor todavía, muchos otros nombres
constituyen, literalmente, insultos contra los
habitantes originarios del país (Boesman, Hottentot,
Kaffir y compañía). La gran humillación de los
negros y su invisibilidad se escriben todavía con
letras de oro sobre toda la superficie del territorio, e
incluso en algunos museos.
Paradójicamente, mantener esos viejos
bastiones coloniales no significa ausencia de
transformación del paisaje simbólico sudafricano.
De hecho, este mantenimiento va de la mano con
una de las experiencias contemporáneas más
impactantes de trabajo sobre la memoria y la
reconciliación. De todos los países africanos,
Sudáfrica es, efectivamente, allí donde la reflexión
más sistemática sobre las relaciones entre memoria
y olvido, verdad, reconciliación con el pasado y
reparación ha llegado más lejos. La idea, aquí, no es
de destruir necesariamente los monumentos cuya
función, en otra época, era la de disminuir la
humanidad de los otros, sino de asumir el pasado
como una base para crear un futuro nuevo y
diferente.

Esto supone que los verdugos, que antaño


fueron ciegos al terrible sufrimiento que
provocaron, se comprometen actualmente a decir la
verdad de lo que ocurrió -y, por consiguiente, a
renunciar explícitamente al disimulo, el rechazo o a
la negación del perdón-. Por otro lado, esto supone,
por parte de las "víctimas", aceptar que la
reafirmación de la fuerza de la vida en la cultura y
en la práctica de las instituciones y del poder es la
mejor forma de celebrar la victoria sobre un pasado
injusto y cruel.
Este es, en definitiva, el sentido del proceso
de memorialización que se está llevando a cabo. Se
traduce por la sepultura apropiada de los esqueletos
de aquellos que murieron luchando; el
levantamiento de estelas funerarias sobre los
mismos lugares donde cayeron; la consagración de
rituales religiosos tardo-cristianos destinados a
"curar" a los sobrevivientes de la ira y del deseo de
venganza; la creación de muchos museos (el Museo
del Apartheid, el Hector Peterson Museum) y de
parques destinados a celebrar una comuna
humanidad (Freedom Park); la floración de las artes
(música, ficción, biografías, poesía); la promoción
de nuevas formas arquitectónicas (Constitution
Hill) y, especialmente, los esfuerzos de traducción
de una de las constituciones más liberales del
mundo en acto de vida, en cotidianidad.

Podríamos añadir, a los ejemplos anteriores,


el de Camerún, Tomado por una conmoción
orgásmica desde más de un cuarto de siglo, este
país representa, por su parte, el antimodelo de la
relación de una comunidad con sus muertos y,
especialmente, aquellos donde la muerte es la
consecuencia directa de los actos por los cuales se
esforzaban a cambiar la historia. Es el caso, por
ejemplo, de Ruben Um Nyobè, Félix Moumié,
Ernest Ouandié, Abel Kingue, Osende Afana y
muchos otros. Aquí, la conciencia del tiempo
supone la última preocupación del Estado, incluso
de la misma sociedad. Apresurados por los
imperativos de la supervivencia y minados por la
corrupción y la deshonestidad, muchos no ven que
esta conciencia del tiempo y de la historia
constituya una característica fundamental de
nuestro ser humano. No ven que un país donde los
muertos "no importan" es incapaz de alimentar
una política de la vida: sólo puede promover una
vida mutilada, una vida en suspenso.

Pensar y luchar

La memoria de la colonización no fue una memoria


feliz. Pero, contrariamente a una tradición arraigada
en la conciencia africana del victimismo, en la obra
colonial no hubo sólo destrucción. La misma
colonización está lejos de ser una máquina infernal.
Es evidente que fue construida por líneas de fuga.
El régimen colonial dedica la mayoría de sus
energías tanto a querer controlar sus fugas, como
a utilizarlas como una dimensión constitutiva,
decisiva, de su autorregulación. No se puede
comprender el modo en que el sistema colonial fue
instalado, cómo se desarticula, cómo fue
parcialmente destruido o metamorfosea en otra
cosa si no se toman esas fugas como la forma
misma que cobra el conflicto. Esto lo
comprendieron, en su época, aquellos que el
potentado colonial ha relegado a la condición de
"rebeldes", "muertos excedentes de la historia" (Um
Nyobè, Lumumba y otros) y privados de sepultura
digna de llamarla así.
Hoy en día, la cuestión es saber cómo
precisar los lugares desde los cuales resulta todavía
posible pensar y luchar. Como hemos visto en
Sudáfrica, esto empieza por una meditación sobre la
forma de transformar en presencia interior la
ausencia física de aquellos que se han perdido.
Debemos pues meditar sobre esta ausencia y dar,
haciéndolo, toda su fuerza a la cuestión del sepulcro,
es decir, del suplemento de vida necesario a la
rehabilitación de los muertos, en el seno de una
nueva cultura que no debe, jamás, olvidar a los
vencidos.
Por nuestra situación actual, una gran parte
de esta lucha lleva, necesariamente, a la crítica del
orden general de las significaciones dominantes en
nuestras sociedades. Pues, en la holganza, es fácil
descalificar a quienes se aferran en pensar de forma
crítica las condiciones de realización de la existencia
africana, bajo el pretexto que se debe priorizar la
nutrición de los hambrientos y curar a los enfermos.
La gestación de una nueva conciencia dependerá,
efectivamente, de nuestra capacidad en producir,
cada vez, nuevas significaciones. Debemos retomar
pues, como labor central de un pensamiento siempre
abierto al futuro, la cuestión de los valores no
mesurables, del valor absoluto -aquel que nunca
puede reducirse al equivalente general que
representa el dinero o la pura fuerza.

Lo que, paradójicamente, nos enseñan la


colonización y sus reliquias, es que la humanidad del
hombre no viene dada: se crea. Y no se debe ceder ni
un centímetro en la denuncia de la dominación y la
injusticia, especialmente cuando ésta se comete por
ella misma -en la era del fratricidio, es decir, esta
época donde el potentado poscolonial no propone
otra cosa que la evidencia desnuda de una existencia
descarnada. Así pues, no podemos menospreciar lo
simbólico y político de la presencia de estatuas y
monumentos coloniales en los lugares públicos
africanos.

¿Qué hacer? Propongo que en cada país


africano se proceda inmediatamente a una
recolección tan minuciosa como posible de las
estatuas y monumentos coloniales. Que se reúnan
en un único parque, que servirá al mismo tiempo de
museo para las generaciones futuras. Este parque-
mueso panafricano se usará como sepultura
simbólica al colonialismo de este continente. Una
vez realizado el entierro, que nunca más nos sea
permitido utilizar la colonización como pretexto
para justificar nuestras actuales desgracias.
Asimismo, prometamos igualmente dejar de erigir
estatuas, sea a quien sea. Y que, al contrario,
florezcan por todos lados bibliotecas, teatros,
talleres culturales, en definitiva, todo lo que
alimentará la creatividad cultural del mañana.
Achille Mbembe nació en Camerún en 1957. Es
profesor de Historia y Política e investigador en el
Wits Institute for Social and Economic Research
(WISER) de la Universidad Witswatervand de
Johannesburgo (Sudáfrica). Ha dirigido el Consejo
para el Desarrollo de la Investigación en Ciencias
Sociales en África (CODESRIA), con sede en
Dakar. Autor de numerosos artículos, ha publicado
también el influyente libro 'De la postcolonie, essai
sur l'imagination politique dans l'Afrique
contemporaine' (Karthala, 2000; segunda edición:
2005; edición inglesa: 'On the Postcolony', 2001).
colección
HEMOS DECIDIDO DEJAR DE IGNORAR ESTE HECHO/ 2

es una frase de Frantz Fanon en


Los condenados de la Tierra. Partimos de la necesidad
de dejar de obviar ciertas dinámicas históricas y
culturales en nuestras sociedades.

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