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Indudablemente, esta nueva condición de lo social, que implica la edificación de una cultura
sobre la cultura, la construcción de un sentido sobre el sentido, plantea el problema humano
de la supervivencia en función de una nueva incertidumbre con la que habremos de coexistir
de ahora en adelante. La existencia informática e informacional de esta nueva humanidad
finisecular en ciernes se basa, por consiguiente, en un nuevo ámbito de sociabilidad más
intenso, pero, por ello mismo, más opaco; tan inconmensurable e inabordable como se
presentaba al hombre primitivo ese mundo natural agresivo, incomprensible e incontrolable
que lo dominaba. Esta especie de supercultura cibernética de fines del siglo XX devuelve al
hombre, desde nuevos parámetros de coexistencia, al espacio de la duda primordial ante esa
angustia que representa el fracaso de lo que ha sido la pretensión moderna de exorcisar
universal y unitariamente los demonios de la contingencia vital. Desde esa perspectiva, el
hombre parece instalarse en una nueva prehistoria desde la que habrá de emprender una
nueva aventura de apropiación cimentadora de sí mismo. Es el comienzo -cito de nuevo a
Castells- de una nueva existencia y, en efecto, de una nueva era, la de la información, marcada
por la autonomía de la cultura frente a las bases materiales de nuestra existencia. Pero no es
necesariamente un momento de regocijo porque, solos al fin en nuestro mundo humano,
habremos de mirarnos en el espejo de la realidad histórica. Y quizás no nos guste lo que
veamos» (Castells, 1997: 514). Pienso que cabría preguntarse de manera radical por el
significado específico de ese verbo ver al que se refiere este autor. ¿A qué remite ese lo que
veamos»? ¿Al pensamiento crítico, a la conciencia, a la voluntad o, simplemente, a la pura
percepción? La cuestión no me parece baladí. Creo que de la respuesta que se ofrezca a este
interrogante dependerá esencialmente el sentido que habremos de dar a esa nueva forma de
existencia humana preconizada, a ese nuevo ser-en-el-mundo tecnológico, informático,
cibernético.
Sugiero, por tanto, dejar en suspenso las diversas proclamaciones que del fin de la historia se
han realizado en este siglo desde posiciones intelectuales diferentes: bien se trate de las
formulaciones atribuibles a los confusamente denominados autores posmodernos, bien nos
refiramos a declaraciones políticas oficialistas del tipo de la de Francis Fukuyama (1). Estimo
que el tema de fondo puede enfocarse desde diferente óptica. Propongo, pues, a cambio, una
aproximación a esa mirada, a esa voz singular que representa el pensamiento de Paul Virilio.
Éste, desde su posición inicial de urbanista y arquitecto, ha sido capaz, en mi opinión, de
plantear con una especial fuerza conceptual la situación que ocupa el hombre actual en el
marco de ese universo técnico pegajoso y envolvente que penetra todos los ángulos de su
existencia. Y es por ello que considero que en su obra pueden encontrarse muchas de las
claves que, aunque no sirvan como solución concluyente para los problemas que vengo
planteando, han de guiarnos en la reflexión hacia la que apunto.
Como pensador del espacio-tiempo, Virilio asienta las bases de su discurso en un lugar
específico como es el de la experiencia socialmente necesaria de la negatividad del progreso
técnico. Pero, lejos de situarse en una posición de pesimismo escatológico, coloca su análisis
de la negatividad en la perspectiva de un prudente optimismo basado en la idea de la
conservación de lo que se pueda valorar como positivo en el propio desarrollo tecnológico. No
hay ganancia sin pérdidas, éste es el principio que recorre toda su especulación. De este
modo, su análisis de lo social circula en torno a una categoría fundamental: el accidente.
Cualquier avance tecnológico conlleva constitutivamente el peligro, la amenaza de poderse
convertir en la contrapartida desastrosa de los fines que pretende cumplir. Sólo un
reconocimiento crítico del accidente potencial que incorpora la técnica hará posible la
satisfacción social de su previsible utilidad práctica.
Así, el problema filosófico de fondo al que remite la obra de Virilio es el de la idea ilustrada del
carácter esencialmente emancipador de la técnica. Ello nos obliga a preguntarnos: ¿podemos
seguir entendiendo hoy día la evolución tecnológica desde el ángulo de una racionalidad
instrumental que piensa los objetos técnicos como construcciones dominadas por el hombre
de cara a la satisfacción de sus necesidades y el cumplimiento de sus más altas promesas de
progreso y bienestar social? ¿O, por el contrario, la técnica en su actual estadio de desarrollo
telemático va dejando paulatinamente de ser medio para convertirse en fin en sí mismo? Es
decir, ¿es posible que lo que dé verdadero sentido a la existencia social del hombre del siglo
XXI habrá de ser su posición de defensa ante un futuro que ya sólo se percibe como amenaza?
Antonio Campillo considera que no es ya el hombre el que se sirve de la ciencia y de la política,
sino que son éstas las que se sirven del hombre para crecer a sus expensas. Es precisamente
de esta segunda naturaleza», de este organismo artificial creado por nosotros mismos, de
quien tenemos que defendernos ahora. El drama del doctor Frankestein es nuestro propio
drama» (Campillo, 1995: 78).
Creo, por una parte, que este drama tiene mucho que ver con los nuevos derroteros por los
que discurrirán las relaciones de poder en el seno de lo que se ha venido en
llamar globalización. Por otra, con el preocupante nuevo marco de proyección cognitiva,
perceptiva y emocional-afectiva que canalizará en adelante las relaciones atemporales del
hombre con su entorno social y natural. Virilio responde claramente a la cuestión. Para el
pensador francés el accidente que se nos viene encima, que ya está aquí, no es local, ni
puntual, es, ante todo, un accidente general, integral, que afecta a la totalidad del mundo: el
accidente del tiempo real de las redes de la telecomunicación informática. La conclusión es
inmediata. En tanto los fenómenos sociales tienen lugar a velocidad análoga a la que operan
los procesos informáticos, el tiempo local -el de los diferentes ritmos de los acontecimientos-,
se diluye en una nueva temporalidad universal y única: la de la conexión automática e
instantánea de un devenir que queda congelado. Esto convierte su negatividad, que presume
liberadora, en una cuestión, no ya de supervivencia material, sino de conservación del propio
ser. Pero Virilio no ve en el triunfo de este tiempo absoluto y totalizador el tan cacareado fin
de la historia. Él prefiere hablar de pérdida» (2). Virilio no presiente un fin, sino un nuevo
principio tan débil como paralizante. Y es que en todo esto subyace otra categoría elemental
del pensamiento de este autor que, en realidad, es el punto de partida del conjunto orgánico
de su reflexión: la velocidad. Virilio es, ante todo, un filósofo de la velocidad. Entendiéndola
como relación temporal entre dos fenómenos, la velocidad constituye, en principio, la
relatividad misma. Ésta, en tanto medio, en tanto vehículo, actúa como instrumento humano
de creación de la riqueza humana. Pero no sólo eso, sino que también se identifica con esa
actividad esencial que es el poder. La velocidad es el poder mismo», sentencia. (Virilio, 1997:
18). Esto configura una particular visión de lo político que se concreta, a la vez, en una
economía de la riqueza y en una economía de la velocidad. Ésta última significa la gestión, en
un grado creciente de centralización, de las posibilidades de control del espacio-tiempo y de la
sociedad en sí misma. Es lo que Virilio llama poder dromocrático».
Hoy día, la velocidad social ha alcanzado su límite, el límite de la luz, con el triunfo de las
transmisiones informáticas. Antes, las velocidades relativas de las sociedades humanas, como
la del caballo o el ferrocarril, significaban una relativización del poder. Ahora, la velocidad
absoluta, la del tiempo real de las ondas electromagnéticas, representa el poder y el control
social absolutos con rasgos cuasi-divinos: ubicuidad, instantaneidad, inmediatez. En Estética de
la desaparición, Virilio determina que el objeto de la conquista, o sea, el deseo del dromócrata,
es asimilado a la velocidad de la luz» (Virilio, 1998: 79). Se trata de la visión total,
del panoptismo (Foucault, 1992), que pone en tela de juicio la viabilidad de la democracia. Éste
parece ser, pues, uno de los grandes signos amenazantes delaccidente general. Si la
democracia es la democratización social de la velocidad, ¿será ésta posible desde la
perspectiva del desenvolvimiento cibernético de nuestra sociedad? En realidad, esta
preocupación fundamental de Virilio queda emparentada con una tradición en parte abierta
por la obra del canadiense Harold Innis, el cual estableció conexiones esenciales entre las
tecnologías de la comunicación y la distribución social del poder político. Ya, para Innis,
adelantándose al mismo McLuhan, el poder era un problema de control del espacio y tiempo.
En su obra de 1951, The Bias of Communication, apuntaba los peligros de la forma de
comunicación electrónica ligada al espacio -space-binding- por cuanto representaría una
monopolización del saber al servicio del poder absoluto antidemocratizador (Innis, 1951). Era
la llamada de atención sobre las dificultades de respuesta y discusión sociales que implicaría la
edificación de las tecnologías que se ponían en marcha. Virilio, recogiendo este modo de ver,
advierte, por consiguiente, del peligroso optimismo de todos aquellos que quieren ver en el
advenimiento de la velocidad absoluta un nuevo mito salvador (3). Pero, Virilio no pretende
caer en la trampa, en la falsa ilusión, asegurando que cada vez que se da un progreso de la
velocidad se nos dice que la democracia lo servirá, pero sabemos bien que no es así» (Virilio,
1997: 22) (4).
Así, Virilio no plantea la amenaza que sobrevuela sobre la comunidad democrática desde el
ángulo de deslegitimación discursiva en el que se situó Lyotard. Recordemos que éste,
en La condición postmoderna, hacía notar que en la sociedad y la cultura contemporáneas,
sociedad postindustrial, cultura postmoderna, la cuestión de la legitimación del saber se
plantea en otros términos. El gran relato ha perdido su credibilidad, sea cual sea el modo de
unificación que se le haya asignado: relato especulativo, relato de emancipación» (Lyotard,
1989: 73). Virilio, en cambio, no es un filósofo del discurso; es un pensador del movimiento,
del espacio. Por eso, para él, se trata, sobre todo, de la amenaza de la velocidad, de la
instantaneidad, de la ubicuidad, de la inmediatez, de la hiperpercepción, de la urbanización
telemática del tiempo real paralela a la desurbanización del espacio concreto, el de los lugares.
El verdadero peligro, ligado al gran accidente, es el de la absoluta desterritorialización de la
comunidad de los presentes en beneficio de la coexistencia virtual de los ausentes, los
internautas, los habitantes de una ciudad sin más rostros que los que se deslizan
fantasmagóricamente a través del ver, tocar y oír de los dispositivos multimedia. Virilio nos
sitúa, por consiguiente, en un plano de exploración sociográfica puramente trayectiva, en
tanto lo que está en juego es la organización de las relaciones humanas desde un ámbito
concreto de proximidad. Los trayectos informáticos, los de la temporalidad absoluta, afectan
de forma directa al individuo en la medida en que implican un verdadero trastorno
destopificador. El problema del ser se convierte, así, en reflejo de una problemática general
que tiene que ver con la conciencia, con la percepción del mundo. El resultado no es otro que
el de la identificación del mundo con el propio cuerpo. Las redes informáticas culminan en la
creación de una especie de hombre-planetaque deja de tener conciencia y sentido de la
distancia. Es lo que Virilio entiende como una pérdida mental de la Tierra, y, por tanto, de la
misma libertad, ya que concibe ésta directamente ligada a las propias dimensiones del mundo
(5). Pero éste se va reduciendo, estrechando, a través del triunfo de la telepresencia como
medio de encuentro virtual con el otro. La sociografía de Virilio se asienta, en resumidas
cuentas, sobre la base del concepto de corporeidad. Él considera que ésta se articula en torno
a tres ejes fundamentales: el cuerpo territorial -el mundo-, el cuerpo social -la alteridad-, y el
cuerpo humano, el cual se construye en relación directa con los anteriores.
Pues bien, el trastorno deslocalizador que detecta en el hombre de finales de este siglo tiene
mucho que ver con la pérdida del propio cuerpo, consecuencia directa de la desaparición de la
sociabilidad urbana física, tangible, real. Y es que para Virilio sólo la ciudad garantiza la
realización de los trayectos humanos. Éstos, sin embargo, en su originaria materialidad, se
desvanecen progresivamente ante el acoso de esa otra ciudad virtual de los flujos informáticos
planetarios. En la superficie plana de esta ciberciudad, de esta megalópolis electrónica, se
difuminan los perfiles de una comunidad que se ve desprovista de sus referencias territoriales
necesarias. Esto se concreta en un fenómeno global que Virilio resume así: Todo el problema
de la realidad virtual es, esencialmente, negar el hic et nunc, negar el "aquí" en beneficio del
"ahora". Ya lo he dicho: ¡ya no existe el aquí, todo es ahora! La reapropiación del cuerpo, para
lo que la danza supone la resistencia máxima, no es simplemente un problema de coreografía
sino un problema de sociografía, de relación con el otro, de relación con el mundo. De otro
modo, es la locura, es decir, la pérdida del mundo y la pérdida del cuerpo» (Virilio, 1997:
46)(6).
No hay razones, por tanto, para celebrar con entusiasmo la llegada de esa nueva forma de
sociabilidad doméstica telemática a la que alude Echeverría en esa obra de título tan revelador
como Cosmopolitas domésticos (Echeverría, 1995). Un cosmopolitismo, pues, que se traduce,
en definitiva, en la pérdida del espacio, del tiempo histórico, del cuerpo propio, de los demás,
de la ciudad, de la arquitectura... Todo esto constituye la receta del control total, del poder
absoluto que penetra todos los intersticios de la experiencia vital debido a su opacidad. Un
poder que en su estructura reticular prescinde de las localizaciones en favor de los flujos, como
también señala Castells en su ya citada Era de la información. Virilio, en consecuencia, propone
la construcción de una cultura técnica crítica, base de la discrepancia y la divergencia
necesarias. Pero no desde un negativismo absoluto -ya lo anuncié-, sino desde la convicción de
que no se trata de dar la espalda a la realidad, ni de desinventarla. Más bien de combatir ésta
superándola positivamente (10). ¿Cuáles serían, pues, los pasos para seguir? ¿Cómo salir del
confinamiento? Para Virilio sólo hay una vía: el reencuentro del contacto humano físico a
través del diálogo, de la palabra. Y es que él sabe muy bien que mientras que la imagen se
dirige directamente al mundo de la afectividad, a un tipo de pensamiento plenamente mágico,
el lenguaje verbal apela a un modo de discurrir más lógico y racional. La perspectiva
videográfica y numérica de los dispositivos informáticos anulan esa facultad esencial a través
de la cual el lenguaje permite la construcción de la subjetividad en el encuentro con los demás.
Esto no parece tener otra consecuencia que la desaparición del razonamiento y entendimiento
humanos en favor de la pura percepción. El muro infranqueable de la luz es para Virilio, según
expresa en Live Show, la frontera última de una intensidad energética que limita para siempre
la acción y la percepción humanas» (Virilio, 1994: 1). Imagen y velocidad no permiten otra
cosa. El tiempo absoluto es a la percepción, como medio de relación con la realidad, lo que el
tiempo diferido es a la razón, entendida como capacidad reflexiva, como distancia entre los
fenómenos y las decisiones. ¿Acaso no es y debe ser esto último la democracia? No creo, por
consiguiente, que sea plausible aceptar la imagen evocada por Alvin y Heidi Toffler de una
nueva civilización de la tercera ola» basada en una democracia electrónica que suponen
plenamente abierta a las minorías y asentada en el principio de lo que llaman democracia
semidirecta»: el paso -dicen ellos- de la dependencia de unos representantes a representarnos
a nosotros mismos» (Toffler, 1996: 124). Detrás de este panorama descrito, presiento, más
bien, la configuración, en cierto sentido, del 1984 de Orwell, no siendo mi intención la de
buscar refugio en un fácil tremendismo apocalíptico (11).
Jürgen Habermas, consciente de los peligros de una conciencia tecnocrática, basada en una
racionalización de los subsistemas de acción racional con respecto a fines, oponía a ésta una
racionalización objetiva y comunicativa que permitiera una mayor capacidad de autonomía e
interpretación de la realidad por parte de los individuos. Ello facilitaría el desbloqueo de un
sistema democrático amenazado por cuanto las manipulaciones psicotécnicas del
conocimiento pueden ya hoy eludir el rodeo que pasa por la interiorización de unas normas
susceptibles de reflexión» (Habermas, 1994: 105). Pero cabría preguntarse sobre las
posibilidades reales de este actuar comunicativo a escala social, debido a su carácter de
excesiva abstracción filosófica. Virilio, en cambio, es, por decirlo de alguna manera, más
terrenal. Le preocupa la proximidad, la cercanía. Por eso propone, frente a todo esto, la
resistencia provocada por el reencuentro con uno mismo y con el otro por medio del lenguaje;
pero en la ciudad en su propia materialidad, como espacio de configuración de las relaciones
humanas efectivas y cotidianas. Virilio, por consiguiente, nos habla de la necesidad de
recuperar urgentemente la ciudad física y real, el único lugar donde cabe la democracia. Él,
ante todo, evoca la rematerialización del cuerpo y el mundo, y, así, la recuperación de la
memoria, añadiría yo. En eso se basaría la conservación de lo que está casi perdido: el
auténtico sentido de la comunidad, de la vecindad. Virilio, en definitiva, se sitúa en un punto
equidistante del universalismo mundializador de un yo desfigurado, por una parte, y el
nacionalismo excluyente de los demás, por otra. Su inquietud por la supresión de las fronteras
no significa, antes al contrario, un rechazo a su apertura, a la posibilidad de abrir el
pensamiento a otros modos de entender la realidad. Él sólo presiente en los límites y
referentes geográficos las bases de la elaboración de identidades sólidas que nada tienen que
ver con las nacionales. Él únicamente propone el cara a cara real desde un sentido de
pertenencia nada excluyente ni segmentador. Un cara a cara real que configure la existencia
desde una territorialidad que devuelva la geografía y la historia al hombre. Una actitud que ni
tan siquiera me parece incompatible con el desarraigo emancipador de Gianni Vattimo
(Vattimo, 1990). Mientras tanto, como señala Finkielkraut, la humanidad se pierde en ese
estado angelical de ubicuidad e ingravidez que convierte al hombre en turista de sí mismo y
turista del otro» (Finkielkraut, 1998: 146).
Notas
(1). Para una aproximación general a los problemas filosóficos e históricos que este tema
plantea, cuya popularización y divulgación como moda cultural no creo que favorezca su
supuesta validez en tanto sistema teórico, resulta de gran interés la obra de Perry
Anderson, Los fines de la historia (Anderson, 1996).
(2). En El cibermundo, la política de los peor, nos dice: no evoco el fin de la geografía o el fin de
la historia. Digo "pérdida" queriendo decir "relativización". Después de la relatividad, la
velocidad es absoluta y supone un límite a la acción del hombre. La pérdida de la historia
significa que la inmediatez del presente lleva al pasado y al futuro. De este modo, surge la
posibilidad de una historia "hecha presente", llamada actualidad o news» (Virilio, 1997: 59).
(3). Tal sería el caso de actitudes como la de Pierre Lévy, verdadero entusiasta de las supuestas
excelencias de la creación de una presunta inteligencia planetaria que encontraría en las
autopistas de la información la consolidación de la última utopía, la de la democracia en
tiempo real (Lévy, 1994).
(5). Existe una clara conexión entre esta perspectiva de disolución cibernética del espacio físico
y la concepción que Marc Augé tiene del mundo actual. Éste concibe la sociabilidad de fines de
siglo desdoblada entre el espacio de los lugares y el espacio de los no lugares,
correspondiendo uno y otro a la modernidad ysobremodernidad, respectivamente (Augé,
1995).
(6). De la anulación del aquí en favor de un ahora absoluto también se hace eco Finkielkraut
en La humanidad perdida. En esta obra observa que los servicios inauditos que presta el
monitor total cambian radicalmente la relación con la realidad. A partir de ahora, el hombre
tiene lugar sin que el lugar pueda pretender ejercer sobre él la más mínima influencia. Su
presencia en la Tierra ya no es un domicilio fijo. Se creía condenado, para siempre, al hic et
nunc: con el reino del tiempo real y de la imagen instantánea, todo es ahora, la palabra aquí ya
prácticamente no quiere decir nada» (Finkielkraut, 1998: 146).
(7). Paul Ricoeur, refiriéndose a la naturaleza de la experiencia del tiempo, señala que ésta no
se despliega como temporal sino con la experiencia que Plotino llamaba diastasis y Agustín
distentio del alma, y que consiste en la escisión, que es la distancia por la que cada nuevo
presente, al sobrevenir, aleja de sí el presente reciente, el cual, a su vez, se hunde en el
pasado, aunque permanezca retenido por el nuevo presente, que de él se distingue. Sin esta
diastasis, esta distensión del alma, lo temporal no sería vivido. Pues nada sería anterior,
posterior, o simultáneo a la nada. A decir verdad, nada llegaría» (Ricoeur, 1979: 13).
(8). Estamos, por tanto, ante la huelga de los acontecimientos» a la que alude Baudrillard
cuando dice en La ilusión del fin que los acontecimientos no van más lejos que su sentido
anticipado, que su programación y su difusión» (Baudrillard, 1995: 39). Tendencia semejante
que Abel Jeannière, al tratar las estructuras patógenas del tiempo en las sociedades modernas,
ya advertía cuando afirmaba: Al mismo tiempo que la historia corre más veloz, el planeta se
estrecha y el mundo del hombre parece contraerse. Hay un campo en el que los efectos
combinados de una acumulación de fenómenos y de un aumento de velocidad han provocado
un impacto psicológico particular: es el campo de la información» (Jeanniére, 1979: 134-135).
En fin, como indica Castells, en nuestra sociedad, el espacio determina al tiempo, con lo que se
invierte una tendencia histórica: los flujos inducen el tiempo atemporal, los lugares se
circunscriben al tiempo» (Castells, 1997: 500).
(9). Javier Echeverría expresaba hace algún tiempo esto diciendo que los espacios públicos,
privados e íntimos se reestructuran por entero, apareciendo nuevas puertas (el teléfono, el
ordenador), nuevas ventanas (el televisor), nuevas escaleras (niveles de acceso a una red
telemática), nuevos pasadizos, caminos y carreteras (redes de cobre, cableados ópticos de
banda ancha), nuevos puentes marítimos y aéreos (satélites de comunicaciones, cableados
transoceánicos), hasta configurar todo un entramado tecnológico al que recientemente Al
Gore, vicepresidente de los Estados Unidos de América, ha bautizado como "IMI"
(Infraestructura Mundial para la Información)» (Echeverría, 1996: 67).
(10). En El cibermundo indica que no se combate un invento más que con otro invento. No se
combate una idea más que con otra idea, con otro concepto» (Virilio, 1997: 36).
(11). Pienso con Lyotard que si se presta atención a la generalización de los lenguajes binarios,
a la desaparición de la diferencia entre aquí-ahora y allí-entonces, que es el resultado de la
extensión de las telerrelaciones, al olvido de los sentimientos en beneficio de las estrategias,
en concomitancia con la hegemonía del negocio, se verá que las amenazas que se ciernen en
esta situación sobre la escritura, sobre el amor, sobre la singularidad, en su naturaleza
profunda están emparentadas con aquellas amenazas descritas por Orwell» (Lyotard, 1995:
109-110).
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