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¿Y DESPUÉS DEL POSMODERNISMO?

REFLEXIONES Y DIRECCIONES TENTATIVAS*

Marta B. Calás y Linda Smircich

Resumen

En este artículo, primero haremos una reflexión sobre el impacto positivo y


significativo que el posmodernismo tuvo en la teorización organizacional durante la
última década del siglo XX; a través de varios ejemplos, destacaremos las
contribuciones que las perspectivas postestructurales han aportado a este campo.
Finalmente, consideraremos cuatro tendencias teóricas contemporáneas (teorización
feminista postestructuralista, análisis poscolonial, la teoría del actor-sistema y los
enfoques narrativos del conocimiento) como los herederos (aparentes) del giro
posmoderno en la teorización organizacional posterior al posmodernismo.

Diversas perspectivas teóricas, desde finales de la década de 1970, influyeron


en las ciencias sociales, incluyendo los estudios organizacionales. Estas
perspectivas apelan al poder de reflexión sobre la conformación de la “teoría”
y los aspectos institucionales, sociales y políticos de dicha constitución. El
término “posmoderno” se ha utilizado para identificar muchas de estas
perspectivas ya que parecen compartir algunas características que incluyen
una preocupación por el lenguaje y su representación, así como una
reconsideración acerca de la subjetividad y el poder.
En tiempos más recientes, el “giro posmoderno” ha estado bajo un
creciente escrutinio, aun por algunos de sus defensores y partidarios (v. gr. J.
Buttler y J. W. Scott, 1992; V. Leitch, 1996). En cuanto al cuestionamiento de

*
Tomado de “Past postmodenism? Reflections and Tentative directions”, en Marta B. Calás y Linda Smircich,
Academy of Management Review, 1999, pp. 649-671. La traducción es de Mónica Portnoy.

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los enfoques convencionales a la teoría del desarrollo que las perspectivas
posmodernas permiten, se argumenta que esta teoría provee análisis incisivos
que evidencian el funcionamiento interno y las bases hipotéticas de dichas
teorías. Sin embargo, de la misma manera, lo escurridizo de la teoría bajo las
premisas posmodernas evita que los que articulan dichas premisas teoricen
acerca de otras ideas alternativas, pues carecen de “bases sólidas” sobre las
cuales hablar.
Una respuesta típica a un encuentro con un análisis postestructuralista o
una lectura deconstructivista en nuestro campo es la siguiente: “Sí, pero…”
que significa: “Sí, entiendo cómo el lenguaje del texto repite aquello que
busca suprimir y excluye a otro devaluado” (véase Martin Kilduff, 1993;
Joanne Martin, 1990; o las lecturas deconstructivistas de Dennis Mumby y
Linda Putnam, 1992, sobre el concepto de racionalidad limitada de Simon), o
también: “Sí, entiendo cómo el poder/conocimiento funciona en el desarrollo
de las prácticas de la administración de recursos humanos (ARH) y los marcos
de administración estratégica” (véase Barbara Townley, 1993 o David
Knights, 1992 y sus perspectivas foucaltianas sobre ARH y administración
estratégica, respectivamente). Después continúan con: “Pero, una vez que se
ha deconstruido, ¿qué sigue? ¿Cómo se reconstruye o cómo se obtiene algo
positivo?”
De hecho, simpatizamos con esta reacción, que en general proviene de
un deseo por marcar una diferencia en nuestra academia. Sin embargo, no
compartimos la idea de que “no se obtiene algo positivo”; más bien, haríamos
hincapié en la importancia que el giro posmoderno ha tenido sobre la
transformación en la manera de teorizar contemporánea, respecto a las
ciencias sociales en general y en los estudios organizacionales en particular.
Es decir, queremos subrayar la relevancia que el paso por estas corrientes
intelectuales ha tenido para la teorización contemporánea.

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Por lo tanto, en este artículo analizamos el impacto del posmodernismo
como una contribución relevante y positiva para la teorización organizacional
durante los últimos diez años aproximadamente. Sostenemos que su
trascendencia reside en las oportunidades que ofrece para la reflexión sobre la
producción de teoría en tanto género y en tanto actividad institucional y
cultural. Al llamar la atención sobre la textualidad de las teorías
organizacionales, observamos que el posmodernismo ha abierto espacios para
diferentes formas de crítica (véase N. Fondas, 1997; K. Golden-Biddle y K.
Locke, 1993; J. Van Maanen, 1988; J. Van Maanen, 1995a; J. Van Maanen,
1995b). Ver la teoría como una forma de representación, trae a la palestra
decisiones sobre “para qué” y “para quién” hablamos en el núcleo de nuestra
academia (véase S. Deetz, 1996; K. Ferguson, 1994; M. J. Hatch, 1996; L.
Putnam, 1996; J. Van Maanen, 1996; A. C. Wicks y R. E. Freeman, 1998).
Preguntas como: “¿Quién es el sujeto de las teorías organizacionales?” y
“¿Qué se representa y qué no en la teorización organizacional?” pueden
considerarse como temas por resolver en las configuraciones textuales mismas
(véase D. K. Mumby y L. L. Putnam, 1992; S. M. Nkomo, 1992). Lo que tal
vez sea más importante es que estas preguntas han posibilitado la aparición de
diferentes formas de escribir la teoría y han permitido el surgimiento de
diferentes “voces” teóricas. El giro posmoderno ha abierto “los márgenes” de
los estudios organizacionales para que se “escriban” por y para aquéllos cuya
voz teórica rara vez ha sido representada en nuestra academia (M. B. Calás y
L. Smircich, 1991; D. Shallenberg, 1994).
Ampliamos las reflexiones anteriores de la siguiente manera: primero,
ubicamos la entrada de las perspectivas posmodernas a los estudios
organizacionales durante el final de la década de 1970 y los inicios de la
década siguiente y las relacionamos con los trabajos sobre el estatus
multiparadigmático del campo. Segundo, revisamos las preocupaciones clave
de la teorización posmoderna y observamos cómo se hacen evidentes en los

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estudios organizacionales. Al utilizar varios ejemplos como referencia,
destacamos las contribuciones que las perspectivas posmodernas y
postestructuralistas han aportado a los estudios organizacionales tal y como se
encuentra el campo en la actualidad. Finalmente, consideramos cuatro
perspectivas contemporáneas sobre la teorización organizacional y las
contribuciones presentes y potenciales para estos estudios, a la luz de los
argumentos presentados con anterioridad: 1) la teorización feminista
postestructuralista, 2) los análisis poscoloniales, 3) la teoría del actor-sistema
y 4) los enfoques narrativos al conocimiento. Afirmamos que éstos pueden
considerarse como los herederos (aparentes) del giro posmoderno dado que
cada uno ofrece aportaciones específicas a la teorización organizacional
después del posmodernismo y que aún no se han materializado a suficiencia.
Antes de avanzar, debemos reconocer que estamos escribiendo desde un
ámbito situado en Estados Unidos y en una facultad de administración de
negocios. Sin dudas, esta localización influye sobre nuestra forma de entender
algunos temas de discusión sobre estudios organizacionales. De igual forma,
mientras escribimos estas líneas y el resto del artículo, batallamos con los
mismos problemas de representación y forma que analizaremos más adelante
como temas posmodernos. En el nivel más inmediato, escribir este artículo
como un comentario y una crónica de algunos temas, tanto pasados como
actuales, sobre este campo, es hacerlo de una manera modernista que traiciona
nuestra ubicación asumida como intelectuales posmodernos. En tanto críticos,
tomamos la posición del autor que narra este “conocimiento”, aunque
mientras escribimos, sabemos que al hacerlo, bajo la premisa de esta
publicación especial, de antemano ya se especifican algunas limitaciones para
nuestro quehacer. Asimismo, podemos anticipar a nuestros lectores que no
hemos descubierto una “salida” para estas múltiples contradicciones, pero en
tanto posmodernistas ciertamente no esperaríamos que la hubiéramos
encontrado.

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Modestamente esperamos que mediante este artículo podamos mantener
un diálogo a través de un tipo diferente de acuerdo que no requiera debatir
respecto a la supremacía de nuestros puntos de vista sobre los de otros. En
palabras de Barbara Townley, y de acuerdo con Foucault, algo de lo que esto
conllevaría para los autores sería: que debieran especificar los aspectos del
mundo con el que trataran de involucrarse y el por qué; situar el conocimiento
y desmaterializarlo; hablar de una forma que tome posesión de sus
argumentos, y ser responsables por las decisiones tomadas. “Postula una base
de interrelación diferente, que es recíproca y no jerárquica. Es un llamado para
escribir en armonía” (Townley, 1994b, p. 28).

Posmodernismo y estudios organizacionales

Se ha escrito mucho acerca del posmodernismo y del postestructuralismo en


las ciencias sociales (Z. Bauman, 1992; M. Featherstone, 1988; M. A. Rose,
1991; R. M. Rosenau, 1992) y nos sería imposible revisarlo todo en este
artículo. Nuestro objetivo, en cambio, es resaltar aquellos argumentos y temas
(como la incredulidad sobre las metanarrativas, la incertidumbre del
significado, la crisis de la representación y la problematización del sujeto y
del autor) que influyeron de manera distintiva en la teorización
organizacional, cuando ésta se tornaba en una construcción del conocimiento
más reflexiva.
Una preocupación central para quienes comenzaron a experimentar con
el giro posmoderno en los estudios organizacionales es lo que Lyotard
identificó como “incredulidad ante las metanarrativas” (J. F. Lyotard, 1979).
Para Lyotard, la visión modernista acerca de la universalidad de lo verdadero,
lo bueno y lo hermoso dejó de ser defendible y aparecieron otras visiones
contrastantes que cuestionan no sólo la veracidad de las filosofías de la

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Ilustración, sino también su estilo de “gran teoría” par teorizar y que
promueve una visión unitaria de la ciencia y de la sociedad.
Lyotard, al seguir a Wittgenstein, ubica las condiciones actuales del
conocimiento como “juegos de lenguaje”. En tanto que estos juegos continúen
con la intención de aniquilar o cooptar, forzarán un acuerdo sobre una visión
dominante donde no puede haberla. Más bien, Lyotard propone que el
conocimiento legítimo bajo condiciones posmodernas, sólo puede ser
inherente a “petit récits”. Es decir, que éste solamente puede producirse en
“relatos breves” o en “narrativas modestas”, siempre que presten cuidado a su
lugar en tiempo y espacio y que sean capaces de adaptarse o desaparecer
según sea necesario. Si reconocemos que la creación de relatos breves es
teorizar, entonces esto se convierte en un juego de lenguaje temporal que
asume la responsabilidad por sus reglas y derivaciones, en tanto poder.
El “relato” de Lyotard se asemeja de manera inverosímil al modo en
que las condiciones del conocimiento en los estudios organizacionales se
transformaban en esa época. Mientras Lyotard escribía, surgieron los primeros
argumentos respecto a la existencia de múltiples paradigmas ontológicos y
epistemológicos dentro del análisis organizacional (véase W. G. Astley y A.
Van de Ven, 1983; G. Burrell y G. Morgan, 1979; R. Evered y M. R. Louis,
1981; G. Ritzer, 1975; G. Ritzer, 1981); asimismo surgió un gran interés por
la cultura organizacional y por el simbolismo, así como por la investigación
cualitativa (por ejemplo, Administrative Science Quarterly, 1979;
Administrative Science Quarterly, 1983; Y. Allaire y M. E. Firsirotu, 1984; P.
Carter y N. Jackson, 1987; P. Frost, L. Moore, M. R. Louis, C. Lundberg y J.
Martin (comps.), 1985; B. Gray, M. Bougon y A. Donnellon, 1985; Journal of
Management, 1985; L. Pondy, P. Frost, G. Morgan y T. Dandrige, (comps.),
1983; B. Turner, 1986). Otros juegos de lenguaje, como las perspectivas
interpretativas y críticas, desafiaron el paradigma dominante del positivismo y
del funcionalismo.

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Sin embargo, la aparición de paradigmas antagónicos per se, no
transforma las condiciones del conocimiento de moderno a posmoderno. En
tanto que cada paradigma siga constituyendo una visión antagónica en busca
del conocimiento fundamental, sentará las bases para toda una edificación de
entendimiento universal que trascenderá la cultura y la historia (véase R.
Bernstein, 1983; R. Chia, 1996). La conciencia multiparadigmática
simplemente facilita una argumentación metateórica aún muy moderna, que se
centra en estos temas de discusión: ¿Qué filosofía del conocimiento está
detrás del “conocimiento verdadero”? Cada paradigma constituye un llamado
fundacional (una metateoría) acerca de la posibilidad del conocimiento
verdadero y cada uno por tanto ofrece un camino que lleva a un entendimiento
o a una explicación del mundo en que vivimos más completos. Cada una
afirma ser la mejor visión del mundo que hay y ninguna da cuenta del juego
lingüístico en el cual todas podrían estar integradas.

Preferencia por la reflexión

Estas condiciones cambiantes en el conocimiento organizacional ya


anticipaban la aparición de la teorización posmoderna al tiempo que varios
académicos del campo dirigieron la mirada al interior. Los diálogos que se
enfocaban en la cuestión de cuál paradigma era más verdadero o legítimo se
transformaron en una preocupación más reflexiva. ¿Cuál era la importancia de
tener diversos paradigmas en los estudios organizacionales? A nuestro
parecer, la relevancia de este giro es que fomentó la reflexión en cuanto a la
tarea de “la construcción del conocimiento” en sí (véase R. D. Whitley, 1984).
En primer lugar, la complicidad de la conciencia autorreflexiva del
investigador/teórico en la constitución de sus objetos de estudio empezó a ser
aparente. El enfoque de Kuhn (1962) sobre las comunidades científicas y los
cambios en los paradigmas científicos resultaron ser de gran influencia. Aun

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más importante, la cultura organizacional y la investigación de los
simbolismos que tenían una orientación fenomenológica necesitaban explicar
la relación entre lo investigado y el investigador debido a su posición
constructivista social ontológica (P. H. Mirvis y M. R. Louis, 1985; A.
Peshkin, 1985; Van Maanen, 1988). Es posible que haya sido esta academia la
que señaló con mayor claridad el carácter constitutivo de la tarea de
investigación en relación con los fenómenos que pretendía estudiar. Los
estudios sobre la sociología de la ciencia también desempeñaron un papel
importante en este sentido (véase K. Knorr-Cetina, 1981; S. Woolgar, 1988).
En segundo lugar, también surgieron discusiones acerca de la naturaleza
sesgada de la construcción del conocimiento (A. Connell y W. R. Nord, 1996;
M. V. H. Rao y W. A. Pasmore, 1989; R. Stablein y W. Nord, 1985). Un buen
ejemplo de esto es la así llamada guerra de los paradigmas, debido a que lo
que está en juego no es sólo la idoneidad de teorías específicas, sino cómo es
que los diferentes “contendientes” establecen la veracidad detrás de dichas
teorías (L. Donaldson, 1996; B. Hining, S. R. Clegg, J. Child, H. Aldrich, L.
Karpik y L. Donaldson, 1988; J. Martin y P. Frost, 1996; Organization, 1998).
Más aún, se ha debatido el pragmatismo que está detrás del reducido número
de paradigmas “aceptables”; cabe mencionar, por ejemplo, que en los trabajos
más recientes de Pfeffer (1993, 1995); Van Maanen (1995a, 1995b) y
Mckinley y Mone (1998), entre otros, no se avocan tanto en señalar cuál
paradigma es el correcto. Más bien, tratan acerca de por qué es bueno para los
estudios organizacionales limitar o no coartar su proliferación y cómo llevarla
a cabo. Todas estas acciones y los trabajos que las ejemplifican, representan
un entendimiento reflexivo de teorización de los estudios organizacionales
como un proceso político más que como simplemente una operación neutral
de búsqueda de la verdad (véase A. A. Canella y R. L. Paetzold, 1994; W.
Kaghan y N. Phillips, 1998; Martin y Frost, 1996; A. G. Scherer, 1998; J. C.
Spender, 1998).

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También surgió otra inquietud reflexiva. ¿Cómo define la conformación
específica de nuestros escritos (su textualidad) la naturaleza de nuestro
conocimiento? ¿Cuál es “el arte” de la construcción del conocimiento?
(véase W. G. Astley, 1985; K. Golden-Biddle y K. Locke, 1997; M. J. Hatch,
1997; J. M. Jermier, 1985; J. Martin, 1992; Martin y Frost, 1996; N. K.
Mauws y N. Phillips, 1995; Van Maanen, 1998). Desde nuestro punto de
vista, esta última preocupación completa el ciclo de reflexión requerido; sin
embargo, el surgimiento de estas reflexiones, en su conjunto, fue lo que marcó
una separación radical en la construcción del conocimiento dentro del campo.
Ocurrió un salto ontológico/epistemológico que abrió espacio para la
“teorización” posmoderna. Cualquiera que se haya interesado en este salto
pudo observar, por ejemplo, las diferencias entre el foro especial para la
creación de teoría en la Academy of Management Review de 1989 y la
publicación especial de esta revista sobre nuevas corrientes intelectuales en
1992. Los estudios organizacionales estaban, en verdad, experimentando la
“condición posmoderna”.
Desde este punto de vista, el posmodernismo ofreció una contribución
importante desde las humanidades hasta las ciencias sociales contemporáneas
y estudios organizacionales (M. N. Zald, 1996). La contribución fue la de
brindar una ocasión para la reflexión que permite un examen crítico de la
forma en cómo el conocimiento moderno (paradigmático o fundacional) se ha
constituido, sin necesidad de proveer un conocimiento alternativo.

Postestructuralismo: ¿“sin bases sólidas” para el conocimiento?

No obstante, la reflexividad por sí misma quizá no cambie mucho, en especial


si las reflexiones se expresan de manera irreflexiva. Esto es, en la actualidad
la complicidad del lenguaje en la construcción del conocimiento llega a ser
parte de “la conversación”, por eso el “tono” debe cambiar. El problema es

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cómo articular las operaciones del conocimiento moderno sin quedar atrapado
en las redes de la representación irreflexiva que insinúan la modernidad. El
postestructuralismo proporciona formas de acercamiento para articulaciones
como éstas. Es a través de los preceptos postestructuralistas que los estudios
organizacionales, al igual que muchas otras ciencias sociales, la antropología
(G. Clifford y G. Marcus, 1986), la sociología (Rosenau, 1992), la psicología
(J. Shotter y K. J. Gergen, 1989), las ciencias políticas (W. E. Connelly, 1993)
e incluso la economía (D. McCloskey, 1986), fueron capaces de involucrarse
por completo en la conversación posmoderna.
Las relaciones entre el postestructuralismo y el posmodernismo se
expresaron en diversas formas (véase, por ejemplo, Bauman, 1992 y H.
Foster, 1983,). Para nuestro fin, preferimos la interpretación de Huyssen del
postestructuralismo como una teoría del modernismo en su agonía:

Pero si el postestructuralismo puede verse como el retorno del modernismo a


manera de teoría, entonces sería precisamente eso lo que lo hace posmoderno.
Es un posmodernismo que [...] en algunos casos está muy consciente de las
limitaciones del modernismo y de sus fallidas ambiciones políticas (A.
Huyssen, 1986, p. 209).

Sin embargo, nos gustaría especificar más a fondo la importancia del


prefijo “post” en el postestructuralismo. Las referencias de Huyssen al
postestructuralismo como una teoría que resalta el agotamiento modernista se
relaciona con las expectativas que se tenían en las humanidades y la teoría
social francesas respecto de que un nuevo paradigma derivado de la
lingüística estructural –esto es, el estructuralismo– proveería un “estatus
científico” de peso, del que había carecido las ciencias humanas. Esta
esperanza provino de la visión del lenguaje que la lingüística saussuriana
ofrecía (F. Saussure, 1918; F. Gadet, 1989).

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La semiología, como se conoció a la ciencia de los signos de Saussure,
desplazó a los enfoques lingüísticos que se centraban en la sustancia o el
significado para considerar al lenguaje como un sistema estructural de
relaciones y diferencias. La independencia de la estructura respecto al
significado que, sin embargo, daba cuenta de la relación entre ambos, se
convirtió en un precepto estructuralista general que se transfirió de la
lingüística a otras disciplinas durante las décadas de 1950 y 1960. Desde la
antropología (Lévi-Strauss) hasta la literatura (Barthes) y la filosofía
(Althusser), el estructuralismo ofrecía una respuesta muy específica al
subjetivismo excesivo y a la intencionalidad de la fenomenología y del
existencialismo, así como al excesivo determinismo social y económico del
marxismo convencional. No obstante, las expectativas de legitimización
científica que el estructuralismo alcanzaría en las ciencias humanas no se
materializaron del todo. El interés científico pronto dio paso a un nuevo
entendimiento del estructuralismo, conocido como postestructuralismo.
Los análisis postestructuralistas demuestran cómo la significación
ocurre a través de un constante desplazamiento del significado de un símbolo
lingüístico a otro. En su forma más básica, los enfoques postestructuralistas
sugieren que no hay un núcleo de significado estable u original y por lo tanto
carece de bases o fundamentos y no tiene una estructura estable sobre la cual
el significado pueda descansar. Este precepto afecta, en particular, a aquellos
significados que aseguran ser universales o que están en un proceso
progresivo hacia la universalidad, tal como las concepciones sobre el
conocimiento y la ciencia que se tenían en la Ilustración.
Por ejemplo, consideremos cómo sería buscar un significado en un
diccionario que invariablemente lo mande a uno a otra palabra, en un
movimiento sin fin entre palabras y sin la posibilidad de encontrar un
significado final que detenga este proceso. Con este ejemplo es posible
reconsiderar el entendimiento común sobre un mundo de objetos e ideas que

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existen de manera independiente de los símbolos lingüísticos (significantes), a
los cuales hacen referencia. Más bien, los objetos y las ideas a las que
prestamos atención inexorablemente han sido mediados por los significantes y
por su capacidad de diferenciación, así que no existe una esencia sobre la cual
basar el significado, sólo hay diferencias entre significados.
De manera muy profunda, estas ideas socavan cualquier posibilidad de
conformar un conocimiento legítimo en el sentido moderno (paradigmático).
Se supone que el conocimiento moderno (teoría) se refiere a una clase de
fenómenos estables que existen fuera de su representación. Por ejemplo,
cuando leemos un artículo en una publicación, asumimos que representa
fenómenos existentes en algún otro lugar, se hayan observado éstos
empíricamente o sean especulaciones. No obstante, los argumentos
postestructuralistas proponen que lo único que existe como conocimiento es la
representación en sí misma, del mismo modo que lo material del texto sobre el
cual se escribe el “conocimiento”. Más aún, las representaciones textuales
carecen de significados fijos; el texto está constituido por significantes cuyos
referentes constantemente pueden deslizarse hacia otros. Las palabras siempre
pueden reinterpretarse por medio de otras.
El conocimiento moderno también presupone que aunque haya disputas
sobre la interpretación, en todo caso se puede apelar a la autoridad del
escritor. Siempre podríamos preguntarnos: “¿Cuáles eran las intenciones del
autor? ¿Qué quiso decir?” Sin embargo, desde una perspectiva
postestructuralista, la noción de autoría resulta sospechosa, en tanto
receptáculo de significados estables. De igual forma, en primer lugar se
sospecha de la autoría en cuanto a sus intenciones. El escepticismo hacia las
intenciones del autor se deriva de una crítica posmoderna a las ideas de la
filosofía moderna sobre la subjetividad. La filosofía moderna considera que
los seres humanos son individuos autónomos cuyos intereses y deseos les
resultan transparentes, y además ambos son independientes de los de otros. Si

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se niega la autonomía del “ser” se podría cuestionar de quién son las
intenciones representadas en el texto del autor.
El postestructuralismo entiende al autor como parte inherente de un
contexto social y relacionado a otros (una comunidad de académicos, por
ejemplo). Él o ella es una “función-autor” (M. Foucault, 1977) cuyo nombre
tan sólo opera para autorizar otra versión nueva de la tradición de esa
comunidad. De ahí que invocar la “intención”, activa sobre todo una cadena
de significantes que son los diversos autores y escritos que se encuentran
detrás de esa tradición. Estos significantes que ya están interpretados y
reinterpretados quizá tengan muy poca relación con el cuerpo real del texto o
las posibles intenciones “del autor”, quien ahora se encuentra al final de la
cadena. Más bien, estas múltiples interpretaciones ya han constituido al autor.
Para hacer hincapié en este punto, considérese, por ejemplo, la función de las
citas en la conformación de la teoría y las múltiples interpretaciones que se le
han imputado a los trabajos de autores que se citan con frecuencia.
El postestructuralismo también cuestiona la posición del autor en
relación con el significado, ya que el autor crea su obra para otros, pero en el
momento en que ésta deja sus manos se convierte en un documento público
cuyo estatus como obra se sustenta sólo en relación con la posibilidad de que
sea leída. El documento tiene significado únicamente porque puede ser leído
por otros y cuando esto sucede, el autor pasa a ser un intérprete más entre
otros lectores. Aun en el caso de que el autor dialogara con los lectores para
aclarar sus intenciones, se trataría de otro texto, sujeto también a una
interpretación más extensa. Piénsese en los diversos textos que se producen
como comentarios de cualquier obra, incluyendo las respuestas del autor a
dichos comentarios. Lejos de ponerle fin a la interpretación acerca del
significado original del texto, el hecho de recurrir al autor produce una mayor
cantidad de significados nuevos.

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A pesar de estas especulaciones, se puede argumentar que estamos
rodeados de textos significativos de conocimiento cuyos autores han logrado
reconocimiento por sus ideas, las cuales pueden ser puestas en práctica en “el
mundo real”. “¿Cómo es esto posible, si dicho conocimiento tan sólo está
constituido por un lenguaje inestable, por representaciones ilusorias y por
funciones-autor?” Esta pregunta nos remite a otro tema de discusión sobre las
operaciones mediante las cuales se obtiene el significado. Como ya hemos
analizado, el precepto lingüístico básico que dio lugar al estructuralismo y
después al postestructuralismo, fue que el lenguaje es un sistema de
diferencias. Si observamos cómo expresamos nuestras ideas, vemos que en
todo momento estamos decidiendo entre las palabras que articulamos y
escribimos y las que no, siendo estas omisiones “lo otro” (la diferencia) de lo
que estamos diciendo. Por ejemplo, al momento de escribir estos signos en la
página, intentamos construir algo que tenga significado para una comunidad
de lectores en particular y lo hacemos dejando atrás o no escribiendo una serie
de otros signos posibles que pueden no pertenecer (todavía) a esta comunidad.
Es interesante examinar cuáles signos se expresan y cuáles no. Los que
no se expresan también conforman el texto con su ausencia, debido a que
hacen factible limitar o contener lo que se dice. De esta forma se puede
apreciar cómo ocurre la fijación del significado. Ésta es la operación mediante
la cual se afirma la veracidad de los textos y de los autores expertos, y ocurre
cuando lo que se dice oculta a su otro; es decir, a lo que no se dice. En otras
palabras, cuando escribimos (cualquiera de nosotros) nos involucramos en un
juego lingüístico que a la larga conforma un arreglo jerárquico: aquello que es
visible (y aparece en el texto como autosuficiente) y aquello que lo visible
hace invisible (pero sin lo cual lo visible no puede aparecer).
Así, mientras tomamos decisiones que hacen legible este texto para una
determinada comunidad, también dejamos de decir otras cosas que podrían
hacerlo ilegible para esa misma comunidad. Al suprimir unas palabras y

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utilizar otras, contribuimos a la perpetuación de este ciclo, puesto que
limitamos el vocabulario potencial del campo y excluimos otros significados.
Por eso, en el nivel más básico e inmediato, es posible ver cómo la
estabilización del significado se forma dentro de un sistema de relaciones de
poder, un sistema de inclusión y exclusión que define como aceptables o
inaceptables a los signos que aparecerán en la página como conocimiento.
Todos, al intentar tener significado, somos partícipes de la activación de estas
relaciones de poder. Quiénes somos, cómo nos introyectamos, qué decimos a
otros, etcétera, son producto y efecto del poder/conocimiento.
En los párrafos anteriores parafraseamos varios temas que se han vuelto
muy conocidos dentro del lenguaje tanto del posmodernismo como del
postestructuralismo: el fin de las metanarrativas, la incertidumbre del
significado, la crisis de la representación y la problematización del sujeto y
del autor. Cada uno de ellos y sus relaciones con el otro apuntan a las
operaciones de legitimación del conocimiento y de la teoría, que se
constituyen a través de un sistema inestable de significación. Nuestro “sentido
común” sobre la producción del conocimiento en realidad no es tal, más bien,
se trata de un gran esfuerzo por controlar la significación.
De igual importancia, aunque tal vez admitido con menos frecuencia, es
que estos temas de discusión también están ligados a la política institucional
de la construcción de conocimiento. Como Lyotard observó, la cuestión del
lenguaje en la conformación del conocimiento no es sólo una cuestión estética
o epistemológica, es también un tema sobre las relaciones entre las
instituciones que definen lo que el conocimiento es y determinan al lenguaje
mediante el cual se genera el conocimiento. La reflexión sobre cómo se
conforma el conocimiento, que ha penetrado la condición posmoderna, ha
impulsado la articulación de estas relaciones. Sin embargo,
postestructuralismo ha contribuido a demostrar que a estas relaciones no las
determina ni un imperativo estructural ni tampoco las define algún orden

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superior de poder o de autoridad. Más bien, ocurren cuando seguimos dando
significado y proporcionamos un nuevo significado a nuestro entorno social
una y otra vez.
Las obras postestructuralistas resaltan estos temas de discusión, pero no
a través de comentarios en “lenguaje común” como lo hacemos (o intentamos)
aquí, sino que lo hacen al violar las normas y al desestabilizar el cómo y el
qué se puede decir. En palabras de Lyotard:

El texto [que el escritor posmoderno] escribe, el trabajo que [sic] produce, no


están en principio gobernados por reglas preestablecidas y no pueden ser
juzgados [...] aplicando categorías familiares al texto o trabajo [...] De ahí que
el trabajo y el texto tengan el carácter de suceso (1984, p. 81).

Teorización organizacional posmoderna

En la actualidad, el posmodernismo y el postestructuralismo están bien


representados en los estudios organizacionales. En diversos libros, artículos y
capítulos de libros, los académicos describen estas tendencias intelectuales y
analizan cómo podrían desempeñarse y cuáles serían las implicaciones de este
desempeño (por ejemplo, Baack y T. Prasch, 1997; D. M. Boje, R. P. Gephart
Jr. y T. J. Thatchenkery, eds., 1996; G. Burrell, 1988; M. B. Calás y L.
Smircich, 1997a; R. Cooper, 1989; R. Cooper y G. Burrell, 1988; J. Hassard,
1993; J. Hassard y M. Parker, eds., 1993; N. Jackson y P. Carter, 1992; P.
Jeffcutt, 1993; M. Kilduff y A. Mehra, 1997; K. Kreiner, 1992; H. Letiche,
1992; S. Linestead, 1993; M. Schultz, 1992). Pese a la importancia que
adquieren estas tendencias para familiarizar a la comunidad académica con las
ideas primarias subyacentes al posmodernismo, nos sentimos en deuda, sobre
todo con los análisis postestructuralistas –trabajos y textos con el carácter de
un suceso– porque desafían a este campo académico a pensar y a actuar de

16
forma diferente. Para ilustrar este punto hemos seleccionado artículos que
representan el análisis genealógico de acuerdo con los trabajos de Foucault
(1979; 1980) y las deconstrucciones, inspiradas por la obra de Derridá (1974;
1982), ya que estos enfoques son los que aparecen con mayor frecuencia en
los estudios organizacionales. Resaltaremos la manera en que estos ejemplos
se desempeñan, en tanto analítica postestructuralista, dentro de estas dos
perspectivas.
Estamos conscientes de estar sobre una línea muy delgada, ya que al
separar estos “trabajos ejemplares” también excluimos otros que funcionarían
igualmente bien. Al mismo tiempo, estaríamos “fijando” aún más “la
significación”, si es que nuestros comentarios se leyesen como una afirmación
de que estos trabajos son un ejemplo a seguir y no como una invitación para
otros a escribir fuera de los márgenes. Pero resultaría aún más peligroso
esperar que presentáramos un “método”: cómo hacer genealogías o
deconstrucciones. Sin embargo, aunque hay ciertos aspectos de estos análisis
que podrían llamarse metodológicos, la cuestión del método como una
garantía para obtener información correcta que pruebe un punto es, de hecho,
parte de la lógica modernista que el postestructuralismo aborda. Para aclarar,
el asunto no es que en estos análisis “todo se valga”, pues en realidad son
argumentos textuales cuidadosamente confeccionados; más bien, la situación
es que se diseñan en relación con una crítica específica que se quiere plantear
y, como tal, son ejercicios de la imaginación teórica. Los denominadores
comunes –como la teoría y el método–, ya sean conceptuales o empíricos, no
pueden aplicarse a este tipo de trabajos. Por lo tanto, advertimos a nuestros
lectores que tal vez no digamos lo que esperan.

Análisis genealógicos. Las genealogías de Foucault son una “historia del


presente” que rastrea conexiones en lo arbitrario más que en lo intencional, en
lo accidental más que en lo planeado, en la constitución histórica de las

17
prácticas contemporáneas. Estas conexiones desnaturalizan las actividades e
instituciones cotidianas que damos por hecho y, al mismo tiempo, las
conexiones no se presentan como determinadas por, digamos, relaciones del
estilo de dominante/dominado, como lo haría un análisis de teoría crítica. En
cambio, se exponen como redes de prácticas, discursos e instituciones que se
han adoptado, imitado y transformado a tal grado que se convierten en
conocimiento y en sentido común que muchos repiten sin acordarse de su
propósito original, de ahí, la noción de poder/conocimiento.
Por ejemplo, podríamos preguntarnos: “¿Qué tienen en común una torre
de observación de una cárcel y las prácticas de la administración de calidad
total (ACT)?” (véase G. Sewell y B. Wilkinson, 1992). O también: “¿Cómo se
relacionan un censo de población y las prácticas de la administración de
recursos humanos (ARH)?” (véase Townley, 1993). En ambos casos, se puede
responder que tanto la torre de la cárcel como el censo han contribuido al
surgimiento de una clase particular de subjetividad contemporánea. Es
concebible que exista algo normal acerca de las prácticas de ARH y ACT, sólo
porque en nuestra sociedad damos por sentado el entendimiento del “yo”.
Sewell y Wilkinson (1992) hacen un recuento de la historia de la
administración justo a tiempo (JAT) y el control total de la calidad (CTC), no
como un desarrollo avanzado de prácticas de producción más eficiente, sino
en relación con la lógica de vigilancia del panóptico de Bentham de 1700.
Foucault (1979) describe al panóptico como una torre en el centro de una
prisión con celdas construidas alrededor. Desde esta torre, el guardia siempre
podía observar sin ser visto, porque las celdas estaban iluminadas a contraluz
en relación con la torre para que los prisioneros se comportaran, ya que no
podían saber si el guardia los vigilaba o no. Como señala Foucault, el
panóptico fue sólo un caso muy concreto entre muchos que siguieron la lógica
de la vigilancia, la cual impulsaba a la gente a practicar la autodisciplina,
estuviera el supervisor presente o ausente.

18
Al llevar esta lógica a los estudios organizacionales contemporáneos
que aseguran dar a los empleados mayor control sobre su trabajo, Sewell y
Wilkinson argumentan que la administración a través del JAT y del CTC

propicia que el trabajador sea más visible para el control de la organización al


tiempo que la mecánica del control se vuelve más invisible. La arquitectura
más abierta de la fábrica, el trabajo en equipo que crea más presión por parte
de los colegas, la aparente descentralización, que al mismo tiempo ha sido por
instrucciones más detalladas y por un monitoreo computarizado, todo esto ha
sido remplazado por la jerarquía, por la mirada inquisitiva del supervisor y por
cualquier artimaña (inventarios o tiempos muertos) mediante la cual los
empleados pudieran “esconderse”. Gracias a estos cambios, el poder se ha
tornado más disperso e invisible.
Pero más allá de la existencia del panóptico, los prisioneros se hicieron
más dóciles debido a una medida disciplinaria más inmediata: la codificación
del conocimiento que, como un censo, hizo posible su distribución en clases,
lo cual permitió que fuesen más gobernables tanto por otros como por ellos
mismos. Así, resultaba más probable que un prisionero con una clasificación
de alta peligrosidad estuviese sujeto a una mayor vigilancia, situación de la
cual él estaría al tanto. En palabras de Foucault: “Las disciplinas caracterizan,
clasifican y especializan; distribuyen a lo largo de una escala o norma y
jerarquizan a los individuos en una relación recíproca y, de ser necesario,
descalifican e invalidan” (1979, p. 223; también citado en Townley, 1993, p.
530).
Townley (1993) analiza la ARH desde esta perspectiva; su trabajo lleva
al lector en un recorrido por el sentido común detrás de la ARH (también véase
B. Townley, 1994a), subrayando la conexión entre las investigaciones de
Foucault y la ARH en tanto disciplina académica y como una práctica de
relaciones de poder en el lugar de trabajo. Provee una genealogía muy
detallada del surgimiento y desarrollo de las prácticas de personal a manera de

19
dispositivos que, al igual que el censo, carecen de una lógica clara que los
sustente, a no ser por la creencia en el poder clasificador y normalizador de la
ciencia moderna.
Townley desfamiliariza la ARH para poder verla como un conjunto muy
extraño de prácticas que simplemente se ha acumulado con el paso del tiempo
y que se volvía más creíble al tornarse más específico en cuanto a su habilidad
de transformar en cuerpo y mente, a los individuos, en “sujetos de (la)
disciplina”. Al igual que el censo, la ARH nos hace creer que somos
distinguibles y también nos hace creer en la posibilidad de que somos
asignados al lugar donde pertenecemos. Gracias a estas creencias, estamos
dispuestos a comportarnos de cierta forma y no de otra y, esperamos que esos
comportamientos nos lleven a donde deseamos llegar. Al igual que los
prisioneros, “nos” estamos vigilando para asegurar nuestro mejor
comportamiento.
Esta breve incursión a través de las genealogías de Foucault, por medio
de dos artículos sobre estudios organizacionales, también ilustra la relación
que la genealogía guarda con el postestructuralismo, como ya se había
mencionado. Las genealogías desestabilizan el significado y nos permiten
concebir de otra forma el sentido común, sin implicar que la narración
propuesta por la genealogía sea la mejor. A diferencia de la “historia” –que es
una narrativa del origen, la causa y el efecto con flechas direccionales bastante
claras–, las genealogías demuestran que la historia es posible sólo porque no
contamos otros relatos que harían sospechosa la lógica de origen, de causa y
de efecto. Las genealogías también descentran “al sujeto” que consideramos
“ser” en relación con nuestras instituciones. Lejos de ser el origen, nuestra
subjetividad está entrelazada como creadora y como efecto de una complicada
red de narrativas y prácticas, las cuales algunas veces son más visibles que
otras, pero que siempre son más inestables de lo que pensamos.

20
Otros ejemplos excelentes de análisis inspirados por las genealogías de
Foucault incluyen a Du Gay y Salaman (1992) sobre la cultura del
consumidor; Salosky (1992) acerca de los procesos laborales; Pye (1988),
Knights (1992), Willmott (1992), Jacobson y Jacques (1997) y Jacques (1996)
en cuanto al conocimiento de la administración y de las prácticas gerenciales;
Fox (1989) sobre el aprendizaje de la administración; y Holloway (1991)
sobre el comportamiento organizacional.

Deconstrucción. Como ya mencionamos, la obra de Jacques Derridá participa


de las sensibilidades postestructuralistas en cuanto a significado,
representación y autoría. Sin embargo, su enfoque es muy diferente al de
Foucault; la historiografía, que en buena medida caracteriza su trabajo, no está
presente en las deconstrucciones. Éstas son, más bien, meditaciones
filosóficamente trazadas por una cuidadosa lectura de textos específicos.
Dichas lecturas consideran al lenguaje en el texto y a aquellas áreas donde el
lenguaje se traiciona. Por ejemplo, las deconstrucciones con frecuencia
prestan atención a lo que el autor pone “en el margen”, tal como las notas al
pie de página que se separan como parte no integral del punto central del
texto. No obstante, es común encontrar que el texto principal contradice los
puntos centrales, precisamente en estos espacios marginales. Por lo tanto, en
una inversión característica, el margen se convierte en el centro (de atención)
para los análisis de Derridá. Asimismo, el estilo de la deconstrucción no es
una crítica convencional, ya que esto implicaría que el crítico “sabe más”
(pues posee un conocimiento fundacional) que el autor sobre quien se hace la
crítica. En cambio, la deconstrucción desarma la textualidad para señalar
cómo, a pesar de un esmerado control de las representaciones textuales, el
lenguaje siempre sobrepasa el control del autor.
Los análisis deconstructivistas se acatan a ciertas “reglas” generales.
Identifican áreas del texto donde se privilegia una palabra o frase en particular

21
como fundamental para el significado del texto. El analista busca “otro
término” opuesto, que la expresión privilegiada haya podido ocultar y lo saca
a la luz. Esta operación descentra al término central que se suponía era
autosuficiente y, a la larga, logra que ambos términos se vuelvan
intercambiables para que otros significados puedan constituirse en el texto.
Por ejemplo, en la primera oración de esta parte escribimos la palabra
“participa de”, y al buscar sinónimos en la computadora encontramos que
puede significar compartir y también dividir. Cuando contemplamos estos dos
significados, nos preguntamos: “¿Qué es lo que estamos diciendo?” ¿Es que
acaso esta deconstrucción se une a otras de la grey del postestructuralismo
para compartir con esa comunidad intelectual? O ¿desune las tendencias
intelectuales conocidas como postestructuralismo a tal grado que no quedan
puntos de encuentro para formar una comunidad? ¿O se trata acaso de ambas
cosas?
La obra de Martin Kilduff Deconstructing Organizations (1993) ilustra
de manera excelente y compleja este enfoque en los estudios organizacionales.
Sus relecturas de este famoso libro ponen de manifiesto cómo el texto se ubica
para llenar vacíos en la literatura. En particular, este texto da cuenta de las
quejas acerca de la administración científica de Taylor y sobre su alegato de
haber sustituido al trabajador autómata por uno que toma decisiones de
manera racional. Sin embargo, Kilduff pronto centra su atención en la
dinámica de presencia y ausencia que Derridá identificó como una operación
necesaria para componer un texto creíble (ya sea literario, científico o de
cualquier otro género). Kilduff expone cómo Simon y March excluyen
escritos anteriores como los estudios de Hawthorne, que ofrecen otra
concepción de los trabajadores. En palabras de Kilduff:

22
Organizations no hace mención alguna sobre el recuento concluyente de
Roethlishberger y Dickson (1939) de 12 años de trabajo experimental.
Reconocer la existencia de este texto sería tanto como admitir que el vacío
que March y Simon dicen estar tratando de llenar, ya se ha cubierto (1993, p.
16).

Kilduff resalta la manera en que Organizations siempre regresa a lo que


rechaza. La producción textual de alguien que toma racionalmente decisiones
se posiciona como lo opuesto al obrero autómata de Taylor. No obstante, la
deconstrucción demuestra cómo el texto denuncia y celebra al mismo tiempo
el modelo de máquina, para terminar reinscribiendo el modelo jerárquico de la
organización. El cambio de Organizations ha sido únicamente el de sustituir
una noción mecánica de trabajo por otra, utilizando el lenguaje de
“programas” para seguir representando al trabajador como incapaz de manejar
otra cosa que no sea una simplificación.
Aunque no tan populares como los análisis basados en el trabajo de
Foucault, las deconstrucciones han aparecido en textos de contabilidad (C. E.
Arrington y J. R. Francis, 1989; C. Cooper y A. Puxty, 1994; J. S. Nelson,
1993), de manejo de la información (C. M. Beath y W. Orlikowsky, 1994), de
mercadotecnia (A. F. Firat y A. Venkatesh, 1993; E. Fischer y J. Bristor,
1994) y más en general, sobre teoría organizacional (D. M. Boje, 1995; M. B.
Calás, 1993; Calás y Smircich, 1991; R. Cooper, 1986; Cooper y Puxty, 1989;
K. Gergen, 1992; Martin, 1990; J. Martin y K. Knopoff, 1997; Mumby y
Putnam, 1992).
Ahora bien, ¿cuál es el valor de todos estos estudios organizacionales?
Sostenemos que la problematización acerca de la teorización fundacional
planteada por los análisis postestructuralistas ofrece una pausa y un buen
espacio para reflexionar sobre la constitución del conocimiento en cualquier
campo disciplinario. En particular, los análisis postestructuralistas nos

23
permiten pensar “lo impensable”, movernos “fuera de los límites” y dar por
hecho las operaciones involucradas en la creación del conocimiento bajo
sorprendentes premisas muy diferentes. En sus partes más sorprendentes,
estos análisis promueven un estado temporal de “escepticismo”, el cual puede
hacernos concebir al conocimiento y a la producción de conocimiento como
empresas muy distintas –“el fin de la inocencia”, en términos de Flax (1992,
p. 445)–. Los análisis genealógicos, que ofrecen documentación histórica muy
detallada de lo que de otra manera se hubiera vuelto natural, proporcionan
alternativas importantes para repensar las cuestiones actuales en la literatura
organizacional. Las genealogías no redundarán en mejores teorías si se las
evalúa con las premisas instrumentales. Lo que las genealogías hacen mejor es
reposicionar el conocimiento convencional y demostrar cómo lo que se
entiende por conocimiento en realidad es una embarazosa relación de poder,
en la cual está implicada mucha gente. Desde esta perspectiva no existe nada
fuera del poder/conocimiento. Es decir, dado que todos somos “efecto” del
poder del discurso, nos movemos de una red discursiva a otra, estableciendo
siempre relaciones de poder. Las genealogías, sin embargo, ofrecen
posibilidades para las teorías de resistencia (por ejemplo, no reconocernos “a
nosotros mismos” en algunos discursos de conocimiento) y, en consecuencia,
para volver a concebir una teoría o un área de investigación de maneras
inesperadas, incorporando diferentes perspectivas al campo de estudio.
De igual forma, las deconstrucciones, en tanto lecturas escrupulosas que
llevan al entendimiento de la composición del conocimiento textual, trabajan
en el lado ciego que todos, tanto lectores como escritores, somos incapaces de
controlar durante el proceso de escribir teoría. Puede sorprendernos o
molestarnos leer ensayos académicos que, por ejemplo, analicen la noción de
la mercadotecnia sobre las relaciones de intercambio como invadidas por
relaciones de poder y patriarcado (Fischer y Bristor, 1994); demuestran cómo
el liderazgo carismático es en los estudios organizacionales un sustituto para

24
la burocracia (Calás, 1993) y además revelan cómo un texto sobre desarrollo
de sistemas que defiende abiertamente la facilidad de utilización por parte del
usuario vuelve a insertar relaciones de control y dependencia (Beath y
Orlikowsky, 1994), o que pone de manifiesto la complicidad y las prácticas de
exclusión de conocimiento de los “grandes libros” del campo de la
administración (por ejemplo, Calás y Smircich, 1991; Martin y Knopoff,
1997). Podríamos pensar que las interpretaciones de estos autores son
excesivas; sin embargo, las lecturas deconstructivistas prestan tal atención al
lenguaje, que resulta difícil no escuchar o leer de manera diferente cuando ha
trastornado a tal grado nuestra forma común de interpretar/leer. Lo eficaz de
gran parte de este trabajo proviene de los efectos que tiene en nosotros cuando
experimentamos al lenguaje conocido como algo artificial. Al menos,
diríamos que los escritos deconstructivistas suministran un enfoque para
aprender y enseñar el funcionamiento interno –el modo de existencia– de la
teorización convencional (histórica, retórica y política) y para evidenciar
cómo es que todos existimos “dentro” de éstas.
En general, el análisis posmoderno nos ayuda a entender las exclusiones
sobre las cuales los escritores se basan para representar el “conocimiento
positivo”. Lo que resulta más importante es que nos hacen más conscientes de
esas exclusiones y de las consecuencias potenciales de las textualizaciones en
apariencia inocentes. Al descentrar el “conocimiento verdadero”, estos
análisis pueden ayudarnos a aceptar la posibilidad de “otros conocimientos”
que de otra manera podríamos ignorar o bien considerar ilegítimos, o sea,
“marginales”. Además, otra contribución muy importante de este tipo de
teorización es que nos proporciona un lenguaje distinto con el que podemos
tratar temas convencionales (Gergen, 1992). Como tal, hace posible “ver” a
las teorías convencionales desde otra perspectiva y además escribir el
conocimiento de forma diferente.

25
En un tono más “práctico”, lo que tal vez nos parezca más significativo
a los académicos que nos dedicamos a la construcción del conocimiento, es
que los análisis postestructuralistas pueden trabajar directamente sobre lo que
damos por sentado en las instituciones donde laboramos, o sea, en la “casa del
conocimiento”. Tanto histórica como retóricamente, los argumentos que
escuchamos en la actualidad sobre “cómo son las cosas” en la universidad
(por ejemplo, R. D’Aveni, 1996) requieren un análisis riguroso para demostrar
que “como son las cosas” no necesariamente debieran ser (Bensimon, 1994) y
el “cómo son” puede interpretarse de otra manera. Todos nosotros, como
académicos organizacionales, estamos en posición excelente para hacer
genealogías y deconstrucciones sobre la “lógica” de nuestras instituciones
porque la construcción de instituciones es el objeto primordial de nuestras
teorías. Durante el proceso, aprenderíamos cómo enseñar a otros a hacer lo
mismo en sus propias organizaciones, lo cual sería una integración inmediata
de la teoría y la práctica, si es que alguna vez fue posible.
Desde nuestro punto de vista, todavía hay muchas cosas que el análisis
posmoderno puede hacer por los estudios organizacionales, aunque es posible
que sea ya muy tarde. Algunos críticos consideran que el posmodernismo se
ha agotado, cuando menos en parte (por ejemplo, U. Eco, 1992; E. A. Kaplan,
1988; Leitch, 1996; M. Parker, 1993). De ahí que los estudios
organizacionales hayan llegado más allá de lo “post” con muy pocos logros.
No muchos trabajos sobre estudios organizacionales en realidad se han
involucrado en la dinámica seria que estos análisis proponen, en especial
cuando se trata de extender las consecuencias de la reflexión lograda. Es más,
nos preguntamos hasta qué punto lo “post” ha impulsado las carreras del
cuerpo académico tradicional dedicado a la construcción de conocimiento y
hasta dónde se ha vuelto una forma para que las voces marginales del campo
puedan hablar. Aun así, la posibilidad de formular e intentar responder estas
preguntas podría ser un legado importante de lo “post” para los estudios

26
organizacionales, como al parecer lo ha sido para otros campos. Además, es
concebible que la contribución más grande del posmodernismo sea,
precisamente, que se ha agotado en forma parcial, ya que el hecho de estar
parcialmente exhausto ha abierto espacios para que otros enfoques teóricos
aparezcan.

Recuperación del terreno: después de lo “post” en la teorización


organizacional

A pesar de las preocupaciones por las bases inestables de la teoría, o tal vez
gracias a ellas, el giro posmoderno ha engendrado nuevos enfoques teóricos
en las ciencias sociales y las humanidades, como la teorización feminista
postestructuralista, los análisis poscoloniales, la teoría del actor-sistema y los
enfoques narrativos del conocimiento. Algunos de éstos surgieron como
respuesta ante las limitaciones del posmodernismo y otros, muy similares al
postestructuralismo y del que también se beneficiaron, están recuperando
cierto “terreno” sobre el cual construir sus proyectos. Sin embargo, muchos de
estos enfoques critican de manera específica al posmodernismo por carecer de
un compromiso contundente con la política y por su lejanía del “mundo real”.
Estas tendencias teóricas, ya sea que estén en favor o que se deslinden
de la analítica posmoderna, comparten las siguientes preocupaciones: primero,
todas destacan la relación entre “poder” y “conocimiento” en el comienzo de
la “teoría”; es decir, cada uno de estos enfoques articula relaciones entre
quienes generan conocimiento y el conocimiento creado; cada uno apunta a
las subjetividades que se conforman a través de la teoría, y cada uno toma en
serio la política de la construcción de conocimiento e incorpora a sus escritos
las preocupaciones introspectivas. Segundo, todos comparten una
preocupación y una ambivalencia ante la forma en que “el conocimiento de
los otros/los otros conocimientos” pueden representarse, al tiempo que

27
puntualizan sobre la necesidad de hacerlo. Los problemas de representación y
forma –la poética de la construcción de conocimiento– se vuelven el centro de
los experimentos textuales.
Dado que éstos también forman parte de las inquietudes de los escritos
postestructuralistas, no debiera haber mucha diferencia entre los “herederos” y
sus “ascendientes”. No obstante, aquí termina la semejanza familiar. Estos
enfoques también comparten la ambivalencia ante los principios
antiesencialistas del postestructuralismo y las implicaciones que tienen en la
creación de teorías que puedan involucrarse con el mundo “fuera del texto”.
Finalmente, cada uno considera necesario adoptar una postura ética como
parte de la tarea de construcción de conocimiento, como parte de la labor de
escribir teoría. Al menos todas se preguntan: “¿A qué intereses sirve la
teoría?” y “¿para quién es buena?” Semejante postura sería difícil de sostener
sobre bases postestructuralistas “menos firmes”.
De forma más general, estas tendencias teóricas crean puentes entre “el
texto” y “el mundo”. Sin embargo, el mundo que re-presentan quizá sean muy
diferente al que la teoría organizacional enfrentó antes del posmodernismo.
Algunos de estos trabajos pueden clasificarse como conceptuales y otros como
empíricos, pero tal vez resulta intrincado mantener estas definiciones
tradicionales. Habrá que resaltar que seguimos destacando el término análisis,
ya que es el punto focal de estos enfoques. La “evidencia” puede provenir de
las palabras de otro texto, de la reseña literaria, de reseñas etnográficas, de
cuestionarios, de experimentos de laboratorio, o de todos los anteriores y de
otros más; pero cada uno de ellos utiliza la evidencia para producir
interpretaciones y comentarios críticos que desnaturalizan más las ideas
convencionales y que incluso pudiesen propiciar un activismo social. Ésa es
su postura teórica. Más adelante, revisaremos brevemente estos enfoques y
privilegiaremos las intersecciones actuales con la teorización organizacional.

28
Teorización organizacional feminista y posmodernismo

Es irónico que la teorización feminista en los estudios organizacionales haya


ganado fuerza en la década de 1990 gracias a la popularidad del
postestructuralismo (por ejemplo, M. B. Calás y L. Smircich, 1992, 1997b; L.
Calvert y J. V. Ramsay, 1992; Fondas, 1997; J. Hearn y W. Parkin, 1993;
Martin y Knopoff, 1997; véase también una nueva publicación llamada
Gender, Work and Organization). Las teorías feministas siempre son políticas,
sin importar sobre qué filosofías fundamenten sus reclamos. Ya sea liberal,
radical, marxista, socialista, psicoanalítica o sobre cualquier otra filosofía, las
teorías feministas en general son acerca del cómo y el porqué sucede la
exclusión y la opresión de la mujer y cómo remediar esta situación (para
conocer reseñas actuales sobre esta literatura, véase M. Alvesson y Y. D.
Billing, 1997; M. B. Calás y L. Smircich, 1996). Muchas de estas teorías han
estado presentes por más de tres décadas sin haber recibido mucha atención
por parte de los académicos organizacionales. De modo específico, a pesar del
énfasis en el género que ha puesto la literatura sobre mujeres en la
administración, la mayor parte ha evadido el tema de la teoría de desarrollo
del género específico; así que los académicos han continuado con sus
investigaciones basándose en la teoría organizacional tradicional (M. B. Calás
y R. Jacques, 1988).
No obstante, el postestructuralismo abrió el espacio para considerar el
género de manera teórica, independientemente del sexo del cuerpo. Este giro
lingüístico desplazó las inquietudes de la teoría feminista del cuerpo de la
mujer al cuerpo del texto y las derivaciones de este cambio resonaron en los
estudios organizacionales. Por ejemplo, ahora se puede preguntar: “¿Cómo se
escribe el género en la teoría organizacional?” (verbigracia, Calás y Smircich,
1992) y poner atención (de manera deconstructivista) en cómo el lenguaje de

29
nuestras teorías podría construir entendimientos del mundo que representen
los intereses y las preocupaciones de determinados grupos de población y no
de otros, a pesar del manto de neutralidad que cubre a las teorías
organizacionales (por ejemplo, Martin, 1990; Mumby y Putnam, 1992). De
igual importancia es el hecho de que a partir de entonces fue posible teorizar
acerca de las “relaciones de género” y observar cómo hombres y mujeres, de
manera conjunta, conformaban “condiciones de género” que daban como
resultado enmarañadas redes de poder/conocimiento.
Los académicos de los estudios organizacionales quizá le hubieran dado
una mejor acogida a los análisis feministas postestructuralistas que a cualquier
otra de las tendencias de la teoría feminista, pero la conjunción del feminismo
con el postestructuralismo no fue tan bien recibida por muchas académicas
feministas que estaban fuera de los estudios organizacionales. Se consideró
que la separación del “sexo” (en tanto un marcador biológico) y del “género”
(una construcción social, discursiva e institucional) debilitaba cualquier
agenda política que se elaborase en favor de las mujeres. Considerar las
teorías desde la perspectiva de género podría ser un ejercicio académico
interesante y complejo pero, ¿cómo contribuiría a la lucha contra la opresión
de la “gente real”? ¿No fue ésta otra postura elitista más típica de los
“patriarcas”? Algunos, aún más desafiantes, cuestionaron la razón por la que
los enfoques postestructuralistas ganaban relevancia, al mismo tiempo que por
fin se tomaban en cuenta seriamente a más teorías feministas críticas en el
entorno académico.
En resumen, la relación entre las teorías feministas y el
postestructuralismo ha sido, a lo sumo, incómoda. Las feministas
postestructuralistas aceptan los méritos de la deconstrucción y de las
genealogías porque ponen en evidencia la devaluación de lo femenino en las
teorías “universales” y en las prácticas discursivas (J. Flax, 1987). En
particular, aprecian la forma en que los “márgenes” interrogan al “centro” por

30
medio de estos enfoques analíticos. Los críticos, sin embargo, toman nota de
los efectos de despolitización que estos enfoques antiesencialistas tienen al
momento de reclamar participación y darle poder a la representación. La
problemática del sujeto y la incertidumbre del significado se interponen en la
formación de alianzas políticas positivas (por ejemplo, M. Alvesson y S.
Deetz, 1996; L. J. Nicholson, 1990).
Estos temas no han escapado a la atención de los académicos
organizacionales interesados en el feminismo y el posmodernismo. Con una
sólida argumentación que reconstruye los “tabúes organizacionales”, Joan
Martin (1992) adopta el “giro lingüístico” y hace un análisis incisivo de las
trampas del discurso de un presidente-director general de una empresa, que
dice ser sensible a las necesidades de las empleadas. Al mismo tiempo, resalta
las limitaciones de la deconstrucción y aun las de sus propias
“reconstrucciones”, si la autora permaneciera simplemente en el nivel del
texto. Así pues, vuelve a asociar los temas concretos organizacionales y los
temas sociales con el texto reconstruido. Observa cómo la segregación de
tareas y las inequidades de género, en cuanto al pago, se materializan en vez
de mitigarse a través de pequeñas reformas organizacionales, por lo que hace
un llamado hacia un “reordenamiento fundamental de las políticas
gubernamentales en relación con la familia y el mercado” (1992, p. 356).
También resalta el hecho de que su análisis es cómplice al silenciar otras
voces en el texto, puesto que privilegia la historia de una empleada de alto
rango. Por tal motivo, la deconstrucción, por sí sola, no es suficiente para
analizar “las intersecciones del género y la clase con la raza y la etnicidad”
(1992, p. 354).
Ahora es posible atender dichas inquietudes, de las cuales las
reflexiones de Martin son un buen ejemplo. Varios enfoques procesales sobre
la teorización feminista han surgido como producto del encuentro entre las
teorías feministas socialistas, el feminismo negro y el postestructuralismo.

31
Estas posturas comparten la crítica de la subjetividad en el
postestructuralismo, pero consienten una “posición del sujeto” menos dispersa
aunque socialmente constituida, estatuida mediante ubicaciones históricas y
culturales, así como por medio de relaciones de poder. En estos enfoques, los
académicos han reconsiderado la separación del sexo y del género en la
teorización y han llegado a la conclusión de que la postura antiesencialista
también permite incluir otras formas de opresión en los análisis.
Las intersecciones del género, etnia, raza, clase y sexualidad figuran de
manera prominente (por ejemplo, A. Hurtado, 1989). Aquí, el énfasis no es
simplemente en los cuerpos que constituyen estas intersecciones, sino en las
subjetividades que se forman y transforman dentro de estos marcadores
sociales. Además, el género en estos análisis ya no se refiere a la mujer, ya
que ahora se puede hablar de “masculinidades” y “de teorías gays” como
posturas analíticas productivas para entender condiciones específicas de
personas diversas en el mundo (J. Butler, 1990; J. K. Graham, 1996). Esto
también es válido para las condiciones que hemos ayudado a crear con nuestra
actividad académica. Las cuestiones más generales de las que este texto trata,
son las siguientes: ¿cómo podrían los análisis ayudarnos a cambiar nuestra
perspectiva de la gente con quien nos relacionamos? ¿Cómo podrían estos
escritos acerca de las intersecciones contribuir a un mejor entendimiento y a
efectuar cambios en las relaciones opresivas? Pero formulamos estas
preguntas no con la intención de dar respuestas permanentes o universales. En
todo caso, las respuestas son un poco narrativas y que se presentan como
intervenciones para cambiar condiciones opresivas específicas que alguien
podría experimentar en la actualidad.
Algunas de estas intersecciones teóricas ya han inspirado ciertos
estudios organizacionales (por ejemplo, Bell, Denton y Nkomo, 1993, sobre
raza y género; Calás y Smircich, 1993, sobre género, raza, clase y
globalización; Calvert y Ramsay, 1995, acerca de la condición de ser blanco,

32
los privilegios y el género; Collinson y Hearn, 1994, sobre los hombres de
clase trabajadora y la masculinidad; Nkomo, 1992, para la introducción del
elemento racial en la teoría racial; Shallenberger, 1994, acerca de
profesionalismo y sexualidad; véase también Organization, 1996). Así, se
puede apreciar que las teorías feministas en general y, en particular la crítica
feminista del posmodernismo, han contribuido brindando sólidas visiones
interdisciplinarias que aportan múltiples visiones teóricas y enfoques
metodológicos a los estudios organizacionales.

Análisis poscoloniales

Estas tendencias teóricas, que ahora están representadas tanto en las


humanidades como en las ciencias sociales, surgieron directamente de
académicos del Tercer Mundo que extendieron las perspectivas del
postestructuralismo hasta sus consecuencias lógicas (por ejemplo, Bhabha,
1988; Radhakrishnan, 1996; Said, 1989; Spivak, 1988). Si el saber moderno
occidental (es decir, las nociones sobre conocimiento y ciencia propias de la
Ilustración) ha silenciado a las voces “marginales” –de “los otros”–, ¿qué
pasaría si ellos respondieran como “sujetos cognoscibles”? De forma más
directa, el postestructuralismo es, en términos generales, una crítica a la
epistemología occidental, en tanto sistema de exclusiones; aunque los análisis
postestructuralistas también representan una crítica de la modernidad en el
Occidente hecha por el propio Occidente y, por necesidad, excluyen otras
formas de conocimiento.
En su forma más inmediata, el análisis poscolonial (o, lo que algunos
llaman neocolonial) comparte algunas de las objeciones de la teorización
feminista postestructuralista sobre la descentración de la subjetividad y los
problemas de representación. Aunque, a manera de respuesta, prestan atención
primero a la forma en que la academia occidental crea categorías de análisis

33
que, aún en su punto más crítico, son incapaces de ver su propio
etnocentrismo (por ejemplo, Chambers y Curti, 1996). Por ejemplo, incluso
las categorías críticas como género, raza y clase, tal vez asuman un
universalismo sin complicaciones que con frecuencia se asocia a la idea de
“un núcleo humano”. ¿Qué pasaría si categorías como “clase” no tuvieran
contraparte en otras sociedades, si la raza como marcador social fuera
irrelevante, si el género representara a una “mujer” universalizada que sólo
exista conceptualmente como el cuerpo de cierta mujer occidental?
La crítica poscolonial también se extiende a las narrativas de “origen”,
en las teorías occidentales. Éstas pueden volver a contar la historia “del otro”,
que estuvo ahí desde “el comienzo” y que pudo haber sido excluido o
devaluado en la versión occidental del “relato” teórico por medio de
marcadores, tales como “tradicional”, “primitivo” y “menos desarrollado”. Al
mismo tiempo, no son narrativas nostálgicas que buscan regresar a un pasado
primigenio mejor, sino que se acercan más a las genealogías de Foucault que
aportan una “historia del presente” distinta (y su configuración en el
poder/conocimiento), en tanto relaciones específicas entre “el Occidente” y
“el resto”.
Además, los académicos en el campo de los estudios poscoloniales
analizan las intersecciones entre las teorías y las instituciones occidentales
como una política de conocimiento. Conceptos, como por ejemplo “procesos
de modernización”, ocultan otras formaciones sociales y otros asuntos
importantes para las poblaciones que tales conceptos aseguran representar.
Los estudios poscoloniales combaten estas conceptualizaciones
proporcionando categorías analíticas y enfoques representacionales con el fin
de que los otros se representen a sí mismos “en sus propios términos”. Por
ejemplo, nociones conceptuales como la hibridez y la hibridización (García-
Canclini, 1990; Pieterse, 1994) hacen comprensible y único lo que los “ojos
occidentales” (Mohanty, 1991) con frecuencia describen como “desarrollo

34
desigual” o como “modernización paradójica” de varios países del Tercer
Mundo. “La frontera” y las “tierras fronterizas”, como geografía y metáfora,
se han convertido en espacios productivos y no en líneas divisorias, para
teorizar subjetividades complicadas y relaciones sociales que responden a
ideologías dominantes (por ejemplo, Anzaldúa, 1987; Saldivar, 1997).
Asimismo, la “diáspora” y el “desplazamiento” se han vuelto articulaciones de
las experiencias de los inmigrantes que se trasladan desde el “resto hacia el
Occidente”, así como de las políticas de etnicidad que han evolucionado
alrededor de los temas de cultura e identidad nacional (por ejemplo, Gilroy,
1993).
Muchas de estas posturas han abordado el tema de la representación con
respecto a la ubicación del investigador. A diferencia de los argumentos sobre
la posición del sujeto en las teorías feministas, en los que el académico afirma
poder hablar sólo desde su ubicación, los investigadores en análisis
poscolonial quizá consideren sobre todo la posición privilegiada que el
académico tercermundista ya ocupa y, por tanto, asuman la responsabilidad de
utilizar tal posición en nombre de otros. No obstante, deben recordar que al
dar voz, también silencian muchas otras voces. Por esta razón, existe un
segundo movimiento de representación relacionado con la cuestión del
silencio. ¿Qué otras voces existen que la articulación académica, sin importar
su persuasión, es incapaz de representar? (Spivak, 1987). Algunos textos
experimentales rompen con el estilo lineal al incluir imágenes, prosa, poesía,
etcétera, que producen “intersticios de silencio” en el texto (por ejemplo,
Trinh T. Minh-ha, 1989), para así representar la ausencia de otras voces.
Como lo ejemplifican estos párrafos, las preocupaciones
postestructuralistas acerca del significado, la representación y la subjetividad
aún forman parte de la teorización poscolonial. Sin embargo, gran parte de
este trabajo ha conseguido recuperar las deconstrucciones postestructuralistas
mediante conceptualizaciones afirmativas. Uno de los más creativos es, tal

35
vez, el “esencialismo estratégico” (Spivak, 1987) que promueve el rescate de
la identidad esencial de un grupo como un gesto estratégico temporal con el
fin de apropiarse de la lucha, sin importar cuán dispersas sean las identidades
de los miembros. También se ha invocado el concepto de afinidad de Haraway
(1985) para dar a entender la posibilidad de alianzas entre personas que quizá
no compartan herencia, etnia ni género, pero que descubren que pueden estar
de acuerdo en temas críticos que deberían hacerse escuchar. En este caso,
quién habla por quién no es la cuestión, el punto es que en determinado
momento alguien debe ser capaz de expresar a todos. Más aún, al prestar
atención a la cultura popular, a los movimientos sociales y a los escritos
testimoniales, los teóricos poscoloniales representan lo que otras voces
académicas podrían estar silenciando, ya que, como algunos afirman, es en
estos lugares donde las configuraciones particulares de identidad, apropiación
y organización aparecen y se transforman bajo los procesos de globalización
contemporánea (por ejemplo, Álvarez, Dagnino y Escobar, 1998).
¿Cuál es la importancia de estos análisis y estas conceptualizaciones
para los estudios organizacionales? Desde nuestro punto de vista, los procesos
de globalización en su forma más convencional, pertenecen a las
inmediaciones de nuestras disciplinas. Las preocupaciones sobre el
etnocentrismo en nuestras teorías sobre administración “internacional” ya han
sido manifestadas (por ejemplo, Boyacigiller y Adler, 1991). Sin embargo,
¿hasta qué punto están listos los académicos de estudios organizacionales para
aceptar los conocimientos extraños de “los otros”? Por ejemplo, ¿hasta qué
punto la suposición de la convergencia mundial de conocimiento
administrativo presta atención sólo a una élite cosmopolita que no es tan
diferente? ¿Qué diferencias no se representan en estas suposiciones? ¿A
cuántas personas en el mundo dejan fuera de estas teorías? ¿Cuáles son las
consecuencias?

36
Por otra parte, ¿qué complicidad mantienen las teorías occidentales
organizacionales y de administración internacional con las instituciones
transnacionales cuyas políticas y prácticas tienen un impacto en las
condiciones materiales de millones de personas en el mundo, tanto “en casa”
como en el “extranjero”? (por ejemplo, Appadurai, 1990; Dirlik, 1994; Hall,
1985). Existe una creciente conciencia respecto de que las concepciones
occidentales sobre globalización, el desarrollo y el mercado están
estrechamente ligadas a los intereses del capital global, el mismo del que las
teorías organizacionales se hacen cargo y defienden. No obstante, aún los
“capitalistas globales” e instituciones como el Fondo Monetario Internacional
se muestran ahora ambivalentes ante políticas que en el pasado apoyaban y
cuestionan su impacto a largo plazo en la supervivencia de un mundo
capitalista razonable (por ejemplo, Soros, 1998). Entonces, ¿cómo podemos
considerar de manera diferente estos asuntos?
Las historias escritas en gran parte de la teoría organizacional, nuestros
conceptos y representaciones, sin importar qué tan globales sean (o
precisamente por ello), refieren la forma de pensar de ciertas personas y
excluyen las de otras. Estas representaciones teóricas han mostrado una gran
complicidad al cegarnos ante las circunstancias globales de la actualidad. Por
lo tanto, si realmente pretendemos involucrarnos en una conversación global,
las teorías poscoloniales constituyen un excelente lugar para que empecemos a
aprender cómo escribir con voces teóricas que abran espacios para que “el
otro” pueda “responder” (véase, por ejemplo, Alvarado, 1996; Calás, 1992;
Mir, Calás y Smircich, 1999; Radhakrishnan, 1994).

La teoría del actor-sistema y el después

Mejor conocida por su acrónimo, TAS, la teoría del actor-sistema apareció por
primera vez en los estudios sociales de ciencia y tecnología (por ejemplo,

37
Callon, 1980, 1986; Latour, 1987, 1988a, 1993; Law, 1994), pero se ha
transformado con el paso de los años y todavía es objeto de debate (por
ejemplo, Callon, 1997; Callon y Law, 1995; Latour, 1997). De acuerdo con lo
señalado recientemente por Law (1997a, b; también véase Law y Hassard,
1999), la TAS se ha convertido en un conjunto de relatos modestos cuyas
narrativas han pasado de ser grandes historias con un orden cronológico a
convertirse en muchos relatos breves que forman un patrón sin cronología
posible. No obstante, desde el punto de vista de Law, éste es el valor teórico
actual de la TAS puesto que, a pesar de muchos intentos, la “teoría” del actor-
sistema nunca ha podido materializarse en una perspectiva teórica coherente,
en el sentido modernista.
Los orígenes de la TAS están mezclados, pues incluyen la semiótica/el
estructuralismo, la fenomenología y la etnometodología, por nombrar algunos
elementos, pero ahora se puede encontrar en ella algunas similitudes con las
nociones de Foucault sobre poder/conocimiento ya que las relaciones de poder
se producen mediante “actores” que llevan a cabo los discursos y las prácticas
disponibles. Incluso se puede invocar la noción de autor-función, pero en este
caso los “autores” son humanos y no humanos (por ejemplo, Latour, 1988b).
Coincidentemente, nociones como rizomas, desterritorialización, nomadismo
y otras similares acuñadas por Deleuze y Guattari (1988), se pueden asociar a
la idea de “sistema”, en tanto cadena muy dispersa y descentrada de continuas
actividades mutantes (por ejemplo, Lee y Brown, 1994). Así, se concibe al
“sistema” como topografía y como desempeño, más que como un estado final
u original.
En los primeros estudios de la TAS, ésta incluía ideas sobre las redes en
tanto estructuras analíticas, en las que la estructura en verdad la construía el
analista. Estas redes estructuralistas y constructivistas eran de material
heterogéneo e incluían actores sociales, técnicos y naturales. Todos los
elementos del sistema eran actores, ya que podían interactuar entre sí.

38
También los autores de los primeros estudios sobre el actor-sistema tenían
más interés en cómo se centraban las cosas, cómo se conjuntaban y se
ordenaban como una red. En tiempos más recientes, los académicos prestan
atención no sólo en cómo las cosas se centran, sino también en cómo se
descentran (por ejemplo, Singleton, 1996) y en los movimientos y las
oscilaciones que ocurren. El concepto de coreografía ontológica expresa esta
última idea (por ejemplo, Cussins, en prensa).
La TAS resalta cuando menos dos temas de discusión; primero, el actor
y el sistema no están ahí tan sólo para que el investigador pueda verlos o
apreciarlos. Más bien, el actor-sistema es en sí al marco conceptual, o sea una
forma de entender los procesos sociales y técnicos. Segundo, pensar en
sistemas requiere concebir las relaciones entre las cosas de una manera
particular. Algunos estudios sobre el actor-sistema representan también
exploraciones sobre las formas de desarrollar un vocabulario que permita
conceptualizar dichas relaciones (por ejemplo, Akrich y Latour, 1992). El
académico de la TAS concibe a los sistemas como redes constituidas por
guiones; por ejemplo, las máquinas siguen guiones que asignan papeles que
deben desempeñar otros en el mismo sistema. No obstante, la red es precaria,
ya que requiere mucho esfuerzo mantener la “inscripción”. Por lo tanto, desde
esta perspectiva, las redes son procesos o logros y no relaciones estables o
estructuras estáticas. La traducción representa los movimientos del sistema
(Callon, 1980; Law, 1997a).
Es difícil describir la TAS como una tendencia teórica, sin enfatizar sus
aspectos metodológicos; la TAS es reflexiva porque constituye y describe su
objeto de interés. Los estudios pueden llevarse a cabo por medio de la
investigación etnográfica en un laboratorio, por ejemplo; pero tanto la forma
como se ven “las cosas afuera” y la manera en que se reportan, contribuyen a
la constitución de esas mismas cosas “allá adentro”. Existe una ironía detrás
de esto. Los críticos del positivismo, muchos constructivistas sociales y todos

39
los postestructuralistas dirían que esto es exactamente lo que cualquier otro
estudio empírico haría. Sin embargo, los académicos de la TAS no niegan que
sea así, más bien lo toman como punto de partida y llegada. Así, la TAS aporta
una forma muy útil de relatar historias sobre “lo que pasa afuera” que les
familiariza lo que de otra forma daríamos por hecho. Dos ejemplos recientes
de esta perspectiva son la obra de Latour, Aramis (1996), en la que cuenta una
historia heterogénea acerca de un proyecto tecnológico e incluye la “voz” de
la tecnología, y el trabajo de Bowker y Stars (1996) en donde hacen el análisis
de clasificación y estandarización como proyecto político de tecnociencia.
Estos enfoques aún no se han visto muy reflejados en las publicaciones
organizacionales de Estados Unidos. Pero las tendencias teóricas y los
argumentos metodológicos de la TAS han estado presentes en la sociología
organizacional y en los estudios organizacionales en Europa desde hace varios
años (por ejemplo, Brown, 1992; Kaghan y Phillips, 1998; Latour, 1986; Lee
y Brown, 1994; Stars, 1995; también véase,
http://www.comp.lancs.ac.uk/sociology/ant.html#ear para una excelente
compilación bibliográfica).
El enfoque de la TAS, orientado a la doctrina de la irreductibilidad y la
relacionalidad y no hacia los hechos y las esencias, puede llegar a ser un
ejercicio útil para oponerse a los “relatos teóricos” convencionales en los
estudios organizacionales. De forma más inmediata, mientras que los estudios
organizacionales se enfrentan a las tecnologías modernas en una
reconfiguración del tiempo/espacio en las organizaciones, la “red” y la
“virtualidad” se vuelven parte de nuestra existencia diaria y conforme la
interacción con máquinas define cada vez más nuestras experiencias de vida,
la TAS provee formas para navegar y representar estas (dis)locaciones, al
tiempo que desplaza al pensamiento “organizacional” más convencional. En
palabras de Law:

40
Cómo manejar y defenderse de las simplicidades implícitas en un mundo en
el cual: “Tener una teoría, que se difundirá” facilita el progreso intelectual y
político. Cómo resistirse a las singularidades que son tan comunes en los
actos de nombrar y conocer. Cómo desafiar la presión abrumadora sobre la
producción académica para suministrar conocimiento simple, transparente,
singular y prescrito… Bueno, el “después” en la teoría del “actor-sistema y el
después” todavía promete (1997b: 7).

No precisamente al final (del posmodernismo)

El análisis de estas tres tendencias teóricas (la teorización feminista


postestructuralista, el análisis poscolonial y la teoría del actor-sistema) nos
remonta al tema inicial en nuestro recuento del posmodernismo: a la
incredulidad ante las metanarrativas o narrativas maestras y al
cuestionamiento continuo sobre cómo escribir conocimiento legítimo en la
época posmoderna. Para Lyotard, así como para muchos otros académicos
analizados antes, el conocimiento legítimo sólo se puede escribir en relatos
breves o narrativas modestas (véase también Haraway, 1997), siendo
cuidadoso de la ubicación en el espacio y el tiempo y teniendo la capacidad de
desaparecer si es necesario. El conocimiento legítimo tendría la forma de
juegos de lenguaje temporales y al reconocerse como tales, dichos juegos
“asumirían” la responsabilidad por sus reglas y por sus derivaciones como
poder. Esto nos lleva a la que tal vez sea la noción más radical en este artículo.
¿No deberíamos empezar a escribir nuestras teorías de otra forma? ¿No
deberíamos reconocer de manera explícita la textualidad de la construcción
del conocimiento y convertirnos en narradores reflexivos en y de nuestros
relatos teóricos?
Si bien no afirmaríamos que todos los investigadores organizacionales
debieran detener su trabajo y empezar a hacer teorización feminista

41
postestructuralista, análisis poscolonial o teoría del actor-sistema, sí nos
gustaría que cada uno tomara como ejemplo estas tendencias teóricas y
problematizara la constitución de nuestras teorías en su forma más inmediata:
en la forma como escribimos y en el lenguaje que usamos.
¿Cómo se verían esos escritos? Indudablemente, diferentes. Ya sea que
estemos involucrados en la etnografía o en una intensa investigación
estadística, que escribamos acerca de teoría institucional, la ecología
poblacional, la justicia organizacional, las fusiones corporativas o sobre
cualquier otra cosa, sin importar qué tema en específico o qué métodos se
utilicen, siempre procedemos de manera metódica en nuestros escritos y
secuencias de relaciones (tramas/guiones/modelos/mapas causales), al juntar
las piezas y al seleccionar y decidir a qué poner atención y a qué no. No
importa qué “seamos” –hombre, mujer, del Tercer Mundo o no, estudiosos de
las ciencias o las humanidades o de ninguna de ambas disciplinas–: en
nuestros escritos fijamos la significación, puesto que excluimos, incluimos y
ocultamos; asimismo, favorecemos a algunas personas, temas, preguntas,
formas de representación y ciertos valores. ¿Podemos escribir de tal forma que
estemos “conscientes” de nuestras “decisiones” y al mismo tiempo seamos
capaces de reconocer que ni siquiera somos seres autónomos, pues tan sólo
somos producto de múltiples discursos antagónicos y que tendremos mucha
suerte si alguna vez llegamos a ser funciones-autor? Pero, ¿por qué habríamos
de querer escribir de dicha forma?
Para un lector que desea permanecer anónimo, esto sugiere una
regresión infinita: al pensar en mí mismo reflexionando acerca de mi pensar
[...] me paralizaré. Como respuesta, podríamos referirnos a la sugerencia de
Karl Weick en su alegoría para los estudios organizacionales “tira tus
herramientas” (Weick, 1996). La historia cuenta que unos bomberos que
estaban en peligro no tiraron sus herramientas pesadas para poder correr sin

42
peso; por lo tanto murieron en aras de la seguridad. El mensaje “tira tus
herramientas” iba en contra de su identidad y prácticas.
Para nosotros como académicos, la escritura es una de nuestras
herramientas más importantes: es la llave para el éxito y la identidad. Dejar mi
(forma preferida de) escribir, las herramientas que pasé tantos años
aprendiendo a usar [...] podría dejarme sin habla. Tal vez no sería tan triste,
tómate un descanso [...] ¿Estás bromeando? ¿Disminuir el ritmo de mi
producción? Ésa sí es una sugerencia peligrosa. Tengo que publicar más y no
menos, los estándares se vuelven más estrictos, la presión del cargo aumenta,
algún día tengo que ser catedrático y ¡ahora hay más restricciones para
conseguir la plaza!
Linda Putnam expone muy bien el reto de escribir de manera diferente:

Los investigadores organizacionales necesitan formas para abrir el texto a


lecturas múltiples; para descentrar tanto al autor como a las figuras de
autoridad y para involucrar a los participantes, los lectores y las audiencias en
el proceso de investigación. Un camino para lograr estas metas es buscar
formas alternativas de presentar los reportes de investigación, desafiar las
modalidades convencionales, basar la investigación en procesos históricos,
fomentar la reflexión y abrir el texto a una infinidad de significados (1996, p.
386).

En otras palabras, ¿podemos escribir de tal manera que “fijemos la


significación” de forma tentativa, dejando espacio para otros? ¿Seguiría
siendo investigación?
Incorporar la incertidumbre del significado, la crisis de representación y
la problematización del sujeto y del autor a nuestros escritos, ubica la
responsabilidad moral del investigador, quien no puede alegar inocencia
respecto a la fuerza de la representación que le proporciona al texto
(Czarniawska, 1995, 1997, 1998). También implica renovar nuestras nociones

43
de autores –siendo nosotros mismos agentes que observamos las formas en las
que nuestras narrativas teóricas se incorporan a las instituciones que nos
escriben tanto como nosotros a ellas. Junto a Czarniawska, otros han escrito
sobre los enfoques narrativos al conocimiento en los estudios organizacionales
(por ejemplo, Barry y Elmes, 1997; Deetz, 1996; Hatch, 1996; Polkinghorne,
1987; Putnam, 1996; Richardson, 1994; Van Maanen, 1996).
Conocemos algunos escritos experimentales que eliminan los límites
entre teoría y método (por ejemplo, Burell, 1997, Calás, 1987; Goodall, 1989;
Jacques, 1992; Richardson, 1998; St. Pierre, 1997), así como otros trabajos
que presentan las ilusiones de la multivocalidad (Linstead, 1993; Linstead y
Grafton-Small, 1992). Muchos de éstos trazan un vínculo explícito entre la
exclusión de la ética y las relaciones de poder en el lenguaje de nuestras
teorías y en las convenciones de “escribir teoría”; puesto que es detrás de
estas convenciones donde la ética y los valores de nuestras instituciones se
esconden; es detrás de ellas también que los intereses de una minoría se
presentan como la realidad de la mayoría. Uno de los trabajos favorito para
nosotros, por acercarnos la ética, es el recuento de Denny Gioia (1992) sobre
su experiencia como gerente de devoluciones para Ford Motor Co., durante la
época en que el modelo Pinto presentó riesgo de incendio. ¿Debería el defecto
en un Pinto tratarse como una fotografía escondida o como cálculos de
análisis costo-beneficio? ¿Podemos, debemos, usar las teorías que atesoramos
para explicar nuestra (falta de) acción?
Si comenzamos a escribir y hablar de manera distinta, ¿en qué consiste
la diferencia? Si comenzamos a escribir y hablar de manera diferente, ¿qué
más habrá?
Al inicio de este texto, nos comprometimos a presentar cuatro posturas
de la teorización organizacional contemporánea siendo el último el enfoque
narrativo al conocimiento. Como el lector ya habrá adivinado este último
enfoque, en esta parte del texto que más o menos se ejemplifica a sí misma, al

44
igual que los demás, contiene el mensaje que más deseamos, que más nos
sentimos obligados a expresar. ¿Cómo están implicados los temas de
representación y forma en el mantenimiento de las relaciones de poder
subyacentes a nuestras teorías e instituciones? En nuestra opinión, encontrar
formas de responder a esta pregunta representa una tarea importante que todos
podemos llevar a cabo después del posmodernismo.
Esperamos que estas páginas, escritas coloquialmente, hayan presentado
una faceta optimista y productiva para superar al posmodernismo en los
estudios organizacionales. Hemos analizado las contribuciones del giro
posmoderno, que trajo reflexión a nuestro quehacer de construcción del
conocimiento, al igual que las contribuciones del postestructuralismo a través
del análisis de las genealogías de Foucault y las deconstrucciones de Derridá.
También hemos examinado brevemente algunas de las perspectivas teóricas
contemporáneas que, influidas por el posmodernismo aunque también críticas
de algunos de sus argumentos, ofrecen otras conceptualizaciones y formas de
representación positivas para los estudios organizacionales.
Otro punto general es que las perspectivas posmodernas
posfundacionales, ya nos han inspirado a muchos en los estudios
organizacionales. Tal vez algunos de nosotros hayamos sido turistas en la
tierra del posmodernismo y no quisiéramos quedarnos a vivir ahí, pero este
encuentro nos ha “afectado” o cambiado. No podemos borrar el trastorno que
estos encuentros han causado, ya que han dejado rastros en nuestra forma de
juzgar tanto a la teoría como a nosotros mismos. Connell y Nord (1996)
sostienen que los practicantes de estudios organizacionales ahora están más
dispuestos a aceptar la incertidumbre y a reconocer que los intereses o los
valores han sido y continúan siendo uno de los factores decisivos en la
conformación de lo que constituye el conocimiento en nuestro campo.
Esperamos que tengan razón.

45
También estamos conscientes de que podemos escribir estas palabras en
este momento y en esta ubicación porque nuestras instituciones también han
cambiado. La “conversación posmoderna” se ha dejado sentir en nuestras
revistas, nuestros programas de estudio e incluso en la forma que pensamos
sobre nosotros mismos en tanto como académicos y educadores. Algunos
colegas quizá debatan sobre cómo preservar “la pureza de nuestro
conocimiento”, pero si miran a su alrededor se darán cuenta de que en la
universidad, las divisiones entre disciplinas ya no existen. Todos somos causa
y efecto de lo posmoderno y se nota (por ejemplo, véase Aronowitz y Giraux,
1994; Readings, 1996).
En resumen, la totalidad de nuestro texto gira alrededor de la pregunta:
¿Podemos hacer teoría de otra forma? ¿Cómo hacerla? En ese sentido, nuestra
búsqueda por la relevancia se ha enfocado en “hacer teoría” como una práctica
específica de nuestra comunidad, sin tener un interés directo por articular el
contenido de las teorías para otro grupo. Sin embargo, dado el tipo de
argumento sobre el que nos hemos enfocado, este ejercicio también ha sido
una forma de llamar la atención por la ausencia de ciertas voces y ciertos
temas de discusión en nuestras teorías. Nuestro argumento ha sido “poder o
poderes” de la teorización. ¿Cómo dirigir y desplegar los poderes de la
comunidad? ¿Bajo qué ética y bajo qué valores continuaremos las prácticas de
nuestras instituciones? Éstas son preguntas que, desde nuestro punto de vista,
los teóricos organizacionales no pueden seguir evadiendo. Así, al final, la
nuestra no es una teoría (o una propuesta) que pretenda ser probada: se trata
del recuento de una historia muy breve que esperamos resuene en otros.

46
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS Y HEMEROGRÁFICAS

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