Documente Academic
Documente Profesional
Documente Cultură
Christian Ferrer
La sola suposición de que es posible regir, encauzar, incluso suprimir, una experiencia
tan escurridiza y caótica como la del soñar parece inviable, amén de inusitada, pero hay
científicos, laboratorios y agencias estatales que se esfuerzan en ello, y algo conseguirán. Cabe
recordar que hasta no hace tanto el ímpetu sexual era tratado como fiera insumisa a la que se
recetaban barrotes y hoy es indicio de buena salud, siempre y cuando se adecue a la prescriptiva
“correcta”. Tampoco la ciencia –Crary es insistente en esto– es sinónimo unívoco de búsqueda
de la verdad o de resolución de dramas sociales de larga data: lleva demasiado tiempo
sintonizada a las fuerzas del dinero, el poder, la industria armamentística, y los servicios de
inteligencia. Pero son muchas las prácticas cotidianas cuya “autonomía” y espontaneidad están
siendo amenguadas o bien reconducidas a las finalidades del capital, y este libro, escrito a
contracorriente, resulta ser un aviso de daños aún mayores que podrían descargarse sobre la
condición humana, en especial sobre la capacidad de inventar formas de uso del tiempo y de la
vida en común que no se remitan a la obligación de completar un sinnúmero de formularios, o
de emitir información cada tantos minutos, o de ocuparse de la administración narcisista de la
propia imagen, o de actualizarse infinitamente en cualquier ámbito donde uno haya sido
insertado. El tiempo, precioso e irrecuperable, es devorado por gestiones repetitivas, tareas
tautológicas, consumos rotativos, y por un remolino de mensajes que van desintegrándose ante
nuestra vista. Son cometidos que muerden la vida.
Se nos advierte entonces, que pronto no habrá más momentos de pausa, de detención,
una vez que los circuitos del trabajo, el consumo, el entretenimiento y la información se hayan
coaligado entre sí en una órbita centrípeta que sólo valora al ser humano como pieza laboriosa y
eficaz de una máquina impávida cuyo único interés es mantener el funcionamiento en marcha.
Dado que el “maquinismo” no es un ajuste sincronizado de aparatos, sino un modo de vivir, se
vive crecientemente en el interior de “parámetros de intercambio electrónico”: sus ritmos,
velocidades y formatos procuran convertirnos en optimizadores de los procedimientos de
inserción en esas mismas redes tecnológicas. Son carreteles que conducen la “comunicación”
–ubicua palabra de orden– por un cauce que propaga el ideal de la transparencia, no el del
misterio, que quizás sea más afín al lenguaje y la conversación. Sobre todo, incitan al individuo
“a centrarse exclusivamente en conseguir, tener, ganar, admirar, despilfarrar y burlarse, y lo
entrelazan a mecanismos de control que mantienen el carácter superfluo del sujeto y su falta de
poder”. En un mundo así, no existirían “afueras”, ni vida anímica, ni modos de compartir, que
no respondan al acicate de la productividad, a protocolos de planificación, y a una suerte de
fascismo simpático y apremiante que se ha ido avencindando en torno nuestro y con nuestra
aquiescencia, o bien inconsciencia. Tampoco puede ser de otra manera, dado que ese mundo
está sujeto a la metafísica imperante, el dinamismo energético, un molde en el que empalman
como pueden cuerpos, ciudades y naciones. Si no hubiera “afueras” tampoco hay escape
posible, puesto que los canales de fuga reconducen la eyección a su base de origen. Se diría que
los túneles ya están mapeados y algunos incluso desembocan en parques temáticos de la
rebeldía. De modo que, en el futuro, esconderse será una tarea muy laboriosa, casi proteica. El
proceso –el moldeamiento de un “hombre organizacional” activado por técnicas de gobierno de
la vida–, está abandonando su estadio experimental e ingresa en la etapa de movilización total.
Queda, de la lectura de este libro, la imagen de un gigantesco campo de entrenamiento para la
subjetividad cuyo objetivo aún no está a la vista. Se está desplegando, y nos arrea, y es
irresistible, una voluntad de voluntad. Crary lo percibe como una clausura de frontera, la
conquista final de la vida cotidiana. Aquí se bifurcan los senderos del pensamiento: donde los
entusiasmados ven un horizonte de oportunidades inagotables, el autor percibe un peligro, una
posibilidad pánica de la cual no habría retorno. La incautación del sueño sería un hito más –el
más importante– de una serie de desamparos que vienen cumpliéndose en todos lados: “El punto
clave de mi argumentación es que, en el contexto de nuestro propio presente, el sueño puede
representar la durabilidad de lo social y podría ser similar a otros umbrales en los que la
sociedad podría defenderse o protegerse a sí misma”. Una vez desmantelados sectores enteros
del “estado de bienestar”, se descargan sobre la población exigencias agobiantes y tenaces, una
suerte de deuda ininteligible y sostenida que termina por suscitar un terror difuso. Una
consecuencia dañina y contraproducente es la búsqueda de la “salvación individual”.
Contiene este libro una crítica social nada indulgente y también una potente advertencia.
La intención es a la vez analítica y preventiva. El autor disecciona los dispositivos de control y
dominio –técnicos y políticos– que abren una visibilidad constante y meticulosa: “Un mundo sin
sombras, el espejismo del capitalismo”. La misión que les ha sido encomendada es inspeccionar
la actividad y conducta de vastos aglutinamientos humanos para inmediatamente compelerlos a
instalarse en entornos desentendidos de la suerte de los otros y de anhelos de vida en común. La
vía regia de fiscalización sería la tecnología informacional, menos significativa como difusora
de entretenimientos o productos que de servicios e interconexiones que se transforman “en
modelos ontológicamente dominantes o exclusivos de la realidad social de cada uno”, y eso a
toda celeridad. En cuanto al propósito preventivo del libro, pretende propagar una inquietud,
casi un toque de rebato, que difícilmente encuentre una audiencia en estos tiempos de
admiración, sino de frenesí, por las “nuevas tecnologías”, siempre novísimas, pues se alternan
en una cinta sin fin y ya adquirirlas supone su próximo e inevitable descarte: tecno-basura,
obsolescencia planificada. Dicha inquietud está dirigida a exponer el amplio empeño puesto por
instituciones, empresas y otros poderes para neutralizar y anular toda imaginación e inventiva
política que no tienda a identificarse con los símbolos y cálculos de los vencedores del “juego
social”. El final de la Guerra Fría parece haber abierto una caja de Pandora que no sólo ha
liberado violencias fratricidas y guerras comerciales, también apremios intensos y acometedores
que están reorganizando la noción misma de vida, sobre la cual se aplican supervisiones,
señuelos, encarrilamientos, y un sinfín de obligaciones afectivas imposibles de consumar. En
suma, Jonathan Crary, cuyos libros anteriores, Technics of the Observer y Suspensiones de la
percepción, hacían foco en la construcción de una nueva cultura visual en los siglos XIX y XX,
en la preocupación social por hacer de los actos de vista objeto de control, y en la incipiente
instalación de un “circo romano” de pasatiempos y espectáculos, se desplaza en este libro lúcido
al estudio de la destrucción de las posibilidades existenciales y políticas vigentes hasta no hace
mucho tiempo.
El diagnóstico parece desfavorable, incluso oscuro, pero sólo si se lo lee con prejuicios
optimistas. La costumbre de apostrofar los daños colaterales causados por un proceso fáustico,
en esencia infausto, en este caso la ampliación de los ámbitos de mercantilización de la vida,
suele dejar intactas las causas que los posibilitan. Un corolario es la mengua de la imaginación
catártica o metamorfótica, y tal es el drama que las políticas progresistas o populistas o de
izquierda vienen padeciendo, con mayor o menos impotencia, desde hace décadas, y que se
acompaña de una convicción nociva reiterada una y otra vez, la de la inevitabilidad histórica de
lo que acontece, como si no pudiera cambiarse, como si cada persona que hay en el mundo
debiera rendirse ante fuerzas a las que se juzgan ineludibles y superiores. De allí la
preocupación de Crary por el aislamiento personal, por la frágil sociabilidad enchufada al flujo
de enlaces informáticos, y por la desestimación o pérdida de potencia de las políticas de grupo.
Todo conduce a la condición de usuario de alguna gran corporación o de beneficiario de algún
amparo estatal. En cambio, Crary instala una genealogía retroactiva distinta que enlaza al
utopismo social con el situacionismo de cien años después, y a la inventiva social del
sempiterno anarquismo con las demandas libertarias, en cuestiones de afectos, que se
intensificaron durante la década de 1960. Si bien hoy desechadas, por no decir escarnecidas, el
autor no las considera anacronismos inviables sino áreas de creatividad existencial que fueron
combatidas o cooptadas o dejadas en estado de suspensión y que pueden reverdecer. No serían
meros antecedentes, también semilleros de desafíos políticos a las fantasmagorías del capital y
las paranoias del control. Pero Crary no trae la rica tradición de la izquierda libertaria a colación
para pespuntear la nostalgia o espejear el futuro, sino para estaquear el presente, y para
diseccionarlo, y soportarlo. Sabe que el exceso de realismo político conduce a la resignación y a
seguir viviendo bajo una cúpula de ensueños de consumo, entretenimiento y marketing aunados
en pantallas diseminadas pero omnipresentes. En ellas se fomenta la fascinación por las
simulaciones que corroboran el estado de cosas reinante y se disuade cualquier orientación para
la vida que no se acople a tiempos y propósitos cuantitativos o adquisitivos.
El mundo al que Crary llama “24/7” no es una remodelación de lo ya existente, sino una
nueva configuración en ciernes, un salto cualitativo en la historia del diseño de la vida
equivalente a la agitación de los paisajes urbanos causados por la Revolución Industrial, pero
mucho más radical, ya que las separaciones temporales que mantenían zonas enteras de la vida
cotidiana ajenas a intrusiones y fiscalizaciones se están disolviendo a toda velocidad: “El
planeta se reimagina como un lugar de trabajo sin descanso o un centro comercial siempre
abierto de opciones, tareas, selecciones y digresiones infinitas”. El proceso es incesante y abarca
la colonización del tiempo de ocio por las así llamadas “redes sociales”; la compulsión a
permanecer en conexión y a no diferenciar entre público y privado¸ la sucesiva instalación de
necesidades que no remiten a objetos sino a servicios, imágenes, informaciones y
actualizaciones que a su vez suscitan un estado borroso de insatisfacción permanente, de no
estar al día, de temor a ser tildado de anacrónico; y asimismo la presión para que la existencia
personal sea modelada, narrada y experimentada únicamente en torno a conexiones electrónicas.
Prima el consenso universal en considerar al andamiaje de la comunicación –sus facultades se
han agigantado– la plataforma privilegiada de relación interpersonal, de modo que toda
actividad vital que no pueda acoplarse a ella sucumbe, o bien deja de ser atractiva. La tendencia
se hace tanto más impetuosa en tanto Internet aún mantiene su aureola original de “no man’s
land”, de “territorio liberado”, pero Crary la percibe como el aparato nervioso del capitalismo, y
como sensor universal que capta incluso las alteraciones más ínfimas de las preferencias de la
población, se diría de su “inconsciente”.
Los libros más arriesgados son los que no confirman la opinión de la mayoría. No tienen
la suerte comprada. Así ocurre desde antiguo, ya que las fantasmagorías resultan ser más
divertidas que las ruinas, quizás porque no dejan enseñanza alguna sobre el devenir de la
historia humana. El de Jonathan Crary es un libro premonitorio, crepuscular e insoportable:
nuestro presente queda comprimido en un panorama duro, despiadado, bien observado, con
escéptica y alerta curiosidad, sin fuga al pasado –sin nostalgia– y sin ilusión por primicias y
novedades –sin sobreexcitaciones–. Aunque su objetivo sea enrarecer el cartel publicitario del
futuro, su tema latente es el daño que se está causando a lo humano, la pregunta por “los costos
subjetivos de vivir en una realidad que constantemente está en proceso de cancelación y
demolición”. No es por lo tanto un libro de profecías, ni ha de ser inventariado en el rubro de las
“utopías negativas”, de larga prosapia en el siglo XX. Es sólo una visión desentusiasmada pero
intensa de la actualidad, la de alguien que no acepta los límites impuestos a la posibilidad de
concebir y construir otro porvenir, menos inhóspito, porque sabe lo que sucedería si se prosigue
por este camino. Es entonces la obra de un no creyente, y nunca ha sido fácil serlo. Libro
persuasivo, también desesperante, sea por exceso de razón, o por la dificultad de hacer algo con
su contenido. Es una perla de insomnio.