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EL NARRATORIO

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EL NARRATORIO
ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL
AÑO 3 NRO 27 - MAYO 2018
ISSN
2591-3123

Edición y Diseño de tapa:


Renate Mörder

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Índice
EL LOCO DE LA JAULA RAÚL ARIEL VICTORIANO 7
NENAS PABLO VALLE 13
EL ASCENSOR PABLO LABORDE 19
EL LALÍN XIMENA PAZ CANDIA CORVALÁN 24
NOTICIAS DE LA SAGRADA CIUDAD DE ELELÍN
DANIEL FRINI 28
XYXY VA A LA GUERRA MAXIMILIANO PONCE 33
SUR LE CIEL DE PARIS ANA BUSQUETS FARIÑA 39
LOS HIJOS DE LA ARENA MUERTA HUGO HÉCTOR
MOREL 45
MARGARITA MIGUEL BARRIOS PAYARES 50
EL VIEJO OSVALDO VILLALBA 54
BESTIA TANIA HUERTA 59
HABÍA UN MURO DE GRANITO JUSTO AL FRENTE
ADRIANA M. LAMELA 62
CYCLON-2 CARLOS M. FEDERICI 67
LA CASA CON PIEDRITAS JUAN PABLO GOÑI
CAPURRO 78
SOLO TRES MESES YOLANDA Sa 81
EL ANGELITO DE LA CASA RICARDO BUGARÍN 83
ÉL LUIS FONTANA 85
EL HONORABLE ROBERT HOWELL OSWALDO CASTRO
ALFARO 88
OTRO DÍA EN OKEFENOKEE JORGE PRINZO 92
EL LIENZO VIVO LAURA FOLCH 95
EL AJUAR DE ANA SILVANA FERNÁNDEZ
MULATTIERI 100

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LOS VAGABUNDOS DAMARIS GASSÓN PACHECO 104
MI SILENCIO MARTA ROUSSEL PERLA 107
LA BORRASCA JOSÉ JUAN GARCÍA GONZÁLEZ 110
LO QUE OJEA A MIS ESPALDAS CARLOS ENRIQUE
SALDIVAR rosas 113
EL HOMBRE DE LAS MÁSCARAS LUIS RODRÍGUEZ
MARTÍNEZ 115
VISITAS O PARAFRASEANDO A CORTÁZAR CLARA
GONOROWSKY 119
NOSTALGIA RESTRINGIDA POR UNA PANTHERIS
FELIDAE SOFÍA LUDLOW CÁNDANO 121
UN PASEO POR EL CEMENTERIO EMILIO PAZ
PANANA 123
LA CATEDRAL DE ULRICO EISLEBEN ANA MARÍA
MANCEDA 127
COMPAÑÍA ÁLVARO MORALES 131
INFIELES GERARD KING 135
ARGONAUTAS FERNANDO BARBA 138
LA COCINERA MARINA SOSA 141
DESVARÍOS AMALIA RENGEL 143
LOS 400 METROS LLANOS ROLANDO DI LORENZO
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Mayo 1996

E l cielo de Buenos Aires está cargado de nubarrones. El Loco Gabriel


aparece mirando el espigón de pescadores de la avenida Costanera, en esta
mañana desapacible, envuelto en su impermeable sucio y gastado. Sostiene
con su mano derecha el armazón de alambre de una jaula, cubierta completamente por
una funda negra.
Arrastra los pies lentamente. Cruza la acera. Salpica con sus zapatones el
líquido de los charcos formados por retazos de lluvia y llega a la vereda de la
balaustrada. Pasa por el lateral del edificio de estilo normando situado en la entrada del
muelle. Enfila con paso decidido hacia el largo maderamen sostenido por una
estructura reticulada, sumergida en el agua, como las patas flacas de una araña
antediluviana fosilizada. Y recorre los doscientos metros, más o menos, que lo alejan
de la costa para hundirse en el río marrón.
Tilo lo observa. Está sentado en el borde de la Costanera, sobre el grueso muro
de hormigón perimetral. Tiene sujetas las rodillas contra el pecho, con ambos brazos.
La atención lo mantiene quieto, la ingenuidad le alisa la piel de la frente de su cara
pecosa. Está envuelto en una capa larga, de plástico transparente, con un gorro para
protegerse de la llovizna. Ha salido temprano de su casilla de la villa 31 para esperar la
aparición del Loco. Quiere estudiar sus movimientos y asistir a la ceremonia.
Tilo debería estar durmiendo. La llovizna intermitente le enfría los huesos, pero
ha venido hasta aquí empujado por su intuición: hoy va a venir Gabriel. ¿Cómo lo
sabe? Es un misterio. Percibe la oportunidad. El momento exacto está por llegar. Un
pulso de ansiedad palpita en su estómago. Tiene el instinto de la premonición,
sospecha que una especie de ritual va a desplegarse ante sus ojos.
Sus doce años cumplidos conservan intacta la avidez de la curiosidad. Tilo
coloca su atención en los movimientos extraños de esta ciudad, pero desde el lado
oculto, con la astucia de cazador ante la presa. Se interesa por las historias de los
alucinados, las prostitutas y las cirujas, los vagabundos y los ciegos, y también por los
que pintan grafitis indescifrables en los muros de los baldíos y en los cristales de los
edificios. La inocencia de su mente registra los detalles misteriosos de las calles fatales.
Gabriel se detiene en medio de las tablas desiertas, quiebra su cuerpo enorme,
se agacha y deja el bulto sobre los tablones de lapacho. Después se acerca a la baranda,
apoya en ella las dos manos y mira hacia arriba. La postura semeja a un científico o a
un meteorólogo. Luego observa con lentitud en derredor, comprueba su soledad y se
coloca de rodillas juntando sus palmas, como un monje tibetano.
Sus labios se mueven, tal vez esté rezando la plegaria de apertura de su culto

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privado. Su abdomen prominente expande hacia la desmesura su imagen y lleva a la
solemnidad las maniobras de la liturgia. Es un San Juan Bautista que va a detener el
giro de los planetas. Tilo ve, o le parece ver, un fogonazo iluminando los contornos de
la figura imponente, como si tuviese un sol ardiendo por detrás. Le recuerda a la
aureola sagrada del santo de la estampita, que le dio su compañera de banco, cuando
tomó la comunión en la parroquia de la villa.
El Loco mete la mano debajo de la funda, abre la pequeña puerta de alambre y
luego saca con cuidado el cuerpo leve de un gorrión dormido. Lo sostiene en la palma
y lo abriga con sus dedos, es un pichoncito desvanecido. Dice unas palabras acercando
su boca al plumaje ceniciento del pájaro. El aliento del discurso que sale de sus labios
se disipa en una neblina difusa.
Tilo lo observa, sentado a lo lejos, desde la orilla, por lo cual no puede escuchar
los susurros debido a la distancia, aunque la calma y el sosiego sean las sustancias que
constituyen la plenitud de la hora. Imagina, en cambio, que en este momento las agujas
de los relojes se detienen, las cosas se congelan, el aire se aquieta, ya no hay brisa ni
movimiento y toda la escena queda suspendida. Hay tanta tensión en el aire que el
aguijón de una avispa podría hacer temblar el universo. Pero a su edad no piensa con
estas palabras sino con otras más sencillas de similar significado. Lo conmueve la
simple contemplación directa de lo que se despliega ante él y lejos está de ser una
reflexión de su pensamiento.
Gabriel tiene la habilidad de hipnotizar a los gorriones, con su mirada azul los
adormece en su mano. Es un misterio cómo hace para tenerlos enjaulados y que no se
le mueran. Nadie sabe dónde los caza. Estos pajaritos no soportan el encierro,
agonizan hasta perecer en su aislamiento porque son silvestres, el cautiverio es una
condena que no pueden sostener.
Solo en el muelle, el Loco se pone de pie, se yergue en la tristeza de la
atmósfera ingrata, en la escollera mojada junto al río picado por la brisa e inquieto de
olas crispadas. Parado, frente a las aguas marrones, de cara al cielo plomizo, levanta
lentamente su mano con la palma hacia arriba, la mueve un poco para despertar al
gorrión y este levanta vuelo.
Se queda en esa posición mirando el aleteo del ave que se aleja, rozando casi las
gotas que se desprenden de la superficie de las olas, primero, y luego ascendiendo,
esquivando la garúa vertical que baja trazando líneas en el aire. Está convencido de
que, por medio de los pájaros, le envía mensajes a su mujer, hace años fallecida: «El
espíritu de ella está —piensa—, en parte en el océano, en parte en tierra lejana».

La historia, dada por cierta en los bodegones del Bajo, dice que la esposa era

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una joven hermosa, de origen canario. Su muerte fue una tragedia que él nunca pudo
admitir: un accidente de tránsito. Circulaban por esta misma avenida, era un día
lluvioso como el de hoy, él manejaba y el auto se estrelló contra la cola de un camión
de carga que iba al puerto.
Luego todo sucedió muy rápido: las luces intermitentes de la ambulancia, la
morgue del hospital, ella con el cuello lacerado por las chapas muriendo en el acto, él
reconociendo el cuerpo y, después, la locura, casi un año internado en el psiquiátrico
por la alienación en la cual lo hundió la culpa. Ella se merecía otra muerte, hubiese
sido mejor que se perdiera en la mar turquesa que baña la costa sudeste de su isla natal.
María del Pino, su mujer, había nacido en la soleada isla Gran Canaria y hablaba
siempre con nostalgia de ese lugar. Desde las ondulaciones sembradas de palmeras de
su pueblo llamado Los Corralillos, ubicado por encima del Trópico de Cáncer, había
venido a esta ciudad enorme y húmeda, situada por debajo del Trópico de
Capricornio. Solo Gabriel conocía los secretos motivos que la movieron a cambiar de
hemisferio buscando este destino.
El padre de María había sido pastor trashumante. Iba desde Los Corralillos a
Cortijo de Pajonales, de octubres a abriles, de inviernos a veranos. Se ausentaba por
temporadas. Cuando volvía de sus viajes solitarios, ella se deshacía de alegría, se
colgaba de su cuello con sus brazos pequeños. El duro oficio de él le daba mucho
tiempo para pensar. Dejaba los animales sueltos en los prados y se sentaba tranquilo a
esperar el crepúsculo.
Reconocía la ubicación de sus cabras por la orquesta de cencerros flotando en
el viento, podía saber así que la vizcaína estaba por aquí, que por los peñascos más
altos andaban las grillotas, que ocultas por los algodones de la bruma estaban las del
cascabel, y, además, aunque no la viera, sabía dónde se encontraba la habanera que, en
otra época, alcanzó a tener también en su rebaño. Y así pasaban sus días, con la
armonía de los golpes de las maderas de los badajos. En esos viajes tejía leyendas para
contarle a su hija.
Recorría los senderos de piedras blancas de los montes de la cadena del
Sándara, sus montañas, sus quebradas, acompañado por los olores de las cabras, los
silencios de los prados verdes, los macizos mudos de rocas secas, los aromáticos
pinares donde escondía su nido el pinzón azul. Caminaba bajo los soles y los
crepúsculos. Su piel se curtía como el cuero con los vientos alisios. Andaba entre los
tomateros, las viñas y los almendros. Durante los descansos en las cuevas, disfrutaba
de alimentos sazonados con especias, saboreando los quesos de flor.

La voz dulce de su esposa solía contarle estos recuerdos. Todos ellos relucen en

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la retina de Gabriel cada vez que viene a liberar, para María, uno de los sutiles
mensajeros. Se le llenan los ojos de lágrimas. Piensa que los pájaros le pasan sus
mensajes a ella, como la carta del amante a la amada. Poemas de gorjeos encriptados
en el lenguaje de las aves, dejados a la deriva, sobre el cuero bruno del río. Ondas de
agua dulce empujadas a la corriente fría del Atlántico, y luego olas de mar profundo
navegando hasta la Gran Canaria. Imagina que el espíritu de su mujer mora en su
tierra, en esa roca redonda cuya única frontera es el mar.
Se habían conocido jóvenes, él treinta y ella veinticinco. Él se había enamorado
de su sonrisa a primera vista. Ella se reía con el rostro completo. Era un sol. La pasión
les incendió de inmediato los corazones, pero al año todo quedó trunco por el
accidente, a él se le quebró la vida como una rama seca, se le enturbió la razón. Nunca
se recuperó de ese golpe tremendo.
Tilo no comprende, por ahora, por qué Gabriel viene a llorar su tragedia de
amor al agua infinita. Su inocencia no se lo permite, solo lo mueve la curiosidad de
observar su actitud, no alcanza todavía a comprender hasta qué punto quema tanto
dolor, hasta donde puede hundirse este hombre en su pena. Ha visto con asombro el
acto de contrición que ha venido a representar esa alma acongojada por la desgracia.
El Loco desanda el camino y sale del espigón de pescadores.
Tilo lo sigue, a una cuadra de distancia, en el recorrido de regreso. Quiere saber
a dónde va. Gabriel es una espalda vestida gris que se tambalea. Lleva la jaula colgada
de su mano cubierta con la funda negra. Camina adelante. Tilo, con su capa
transparente, lo sigue detrás. Abandonan la avenida transitada y se internan por la calle
Salguero.
Donde la calle Mugica se transforma en una cortada, el Loco dobla y, por el
rabillo advierte que alguien lo está siguiendo de cerca. Entonces empieza a caminar
más rápido, los faldones de su impermeable grasiento se agitan, los cabellos de su
melena se sacuden al ritmo de los pasos apurados. Más adelante se pierde entre los
cercos de chapas torcidas, los bultos desparramados, los galpones y los vagones
callados y solitarios de Saldías, la estación de cargas que se comunica con el puerto.
Ahí, Tilo, le pierde el rastro, o prefiere perderlo, porque se queda parado
contemplando la figura que se aleja. Las gotas de lluvia le resbalan por las pecas de la
cara. Tiene el rostro impasible. Luego de unos minutos, cuando la silueta del Loco ha
desaparecido por completo, y el silencio se apodera de estos terrenos alejados de todo,
baja la vista y se da vuelta.
Junta sus manos, se las acerca a la boca y sopla dentro de ellas para calentarse
un poco, porque es fría la mañana destemplada. Bosteza, se da cuenta de que tiene
sueño. Tiene ganas de dormir. Hace rato debería estar en la cama, ha estado toda la

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noche despierto, pero piensa que ha valido la pena venir hasta el muelle de pescadores
a ver lo que quería. Se ajusta la gorra, da un paso, luego otro y así comienza a
desandar, pensativo, el camino de regreso a la villa.

RAÚL ARIEL VICTORIANO


Argentina
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Q ué gran invento estos boliches que están abiertos las veinticuatro horas en
las estaciones de servicio, pensó Carlos. Tienen muy buena luz para leer.
Mucho ruido, también, pero todo no se puede. A él no lo distraían
fácilmente. Además le gustaba que lo distrajeran. Ver entrar y salir clientes
de los más diversos: taxistas, parejitas, trabajadores de turno noche. Le
gustaba mirar a la gente de paso. También ojeaba de vez en cuando el LED que
colgaba en una esquina, pero no mucho, no le interesaba el boxeo ni ningún otro
deporte que pudieran pasar a esa hora. Leía un rato, levantaba la cabeza cada tanto, al
azar, daba un vistazo a su alrededor y volvía a la lectura. Había desarrollado una
habilidad especial para desplazar la vista del libro y volverla a posar exactamente en la
misma línea, en la misma palabra. Como un juego.
En realidad, esa noche no tenía exactamente un libro sino un reader para e-
books. Estaba muy contento con el aparatito. Navegaba caprichosamente por los cien
libros que tenía cargados, en varios idiomas. Agrandaba la letra hasta que veía de lejos.
Subrayaba, tomaba notas. Se reía solo, para adentro, de su nueva manía, tanto se había
resistido. Y también había tardado un poco más en decidirse a salir a la calle con él,
por miedo de que se lo robaran, pero al final lo hizo. Era un barrio tranquilo, nunca le
había pasado nada raro, tenía que tener mucha mala suerte.
Llevaba una hora leyendo y mirando pasar gente. Era la una ya, y esperaba
quedarse un par de horas más, por lo menos. Otro sábado solitario, tratando de no
dejarse ganar del todo por la euforia pasajera del depresivo, que solía atraparlo
alrededor de la medianoche. Domingo, bueno, ya es domingo, pensó Carlos. El
pensamiento lo distrajo esta vez y volvió a levantar la mirada de su lectura flotante.
Fue cuando las vio.
Eran tres. Tres nenas. ¿Cómo no las había visto antes? Estaban sentadas
(bueno, dos estaban arrodilladas) en una mesa cercana a la entrada. Él se ubicaba
siempre en una mesa alejada. No siempre la misma, la que le gustaba, al lado de la
ventana, porque solía estar ocupada, lo cual era bueno para no alimentar otra rutina
obsesiva, una más. Tuvo que enfocar intensamente la mirada para entender lo que
estaba viendo.
La mayor de las tres tendría doce años, como mucho. Era rubia y se le notaba
que estaba empezando a desarrollar. Había otra más chica, digamos de diez, y otra
más, de ¿ocho? Quizás estas también eran rubias, pero resultaba difícil asegurarlo
porque tenían pelucas de juguete. Pelucas de juguete, pensó Carlos, qué significa eso.
Es que estaban disfrazadas, como si vinieran de una fiesta de cumpleaños. O fueran a
una, pero era demasiado tarde para eso. Llevaban vestidos muy coloridos, con faldas
llenas de ¿brillantina? Parloteaban en murmullos, incesantemente, él no llegaba a oír lo

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que decían. Pero cómo podía ser. Eran demasiado chicas para estar solas en ese lugar,
a esa hora. ¿Estaban solas?
Miró a su alrededor: no había nadie más. Eso no era inusual a partir de esa
hora, la una o las dos. Pero se sintió raro, como desprotegido. No las había visto
entrar. Tampoco a nadie más durante algún tiempo, no podía precisar cuánto. Si
estaban con alguien, ese alguien podía estar en el baño. Claro, eso tenía que ser. Un
padre que vuelve de llevar a sus hijas a un cumpleaños infantil y se para a cargar nafta
o vaciar la vejiga, o ambas cosas. Muy común, ya lo había visto antes. Volvió a leer,
pero algo más lo incomodaba.
La nena mayor lo estaba mirando.
Carlos intentó sonreírle, pero no pudo saber si lo había logrado. Siguió leyendo,
o fingiendo que leía. Demasiado tiempo para cargar nafta o ir al baño. Qué tipo
irresponsable, pensó, absurdamente. No había ningún tipo, era evidente. Las nenas
estaban solas. ¿Cómo podía ser? Pensó en levantarse y hablar con el muchacho que
atendía el bar, un flaco alto, no muy simpático, que siempre lo atendía de mala gana,
como si no lo conociera de tantas noches. Pero ¿qué le iba a decir? Buscó la
complicidad de su mirada; el flaco, por supuesto, ni lo registró, fingiendo a su vez estar
atareado en cualquier cosa.
Era mejor seguir leyendo, qué otra cosa podía hacer. ¿Tenía que hacer algo?
Qué tengo que ver yo, pensó Carlos. Serán nenas del barrio, estarán acostumbradas,
esperarán a alguien que se demoró. ¿Y si las habían abandonado? No parecían
asustadas. Cualquier cosa, menos eso. Algo tenía que hacer.
Volvió, nuevamente, pero con menos fe, a mirar su reader. No pudo
concentrarse. ¿O sí? Porque de pronto, con un sobresalto, notó unas sombras a su
alrededor, como salidas de la nada. Las tres nenas estaban allí, en su mesa. La más
grande, parada a su lado, casi rozándolo. Las otras dos, arrodilladas también, como
antes, en el asiento largo frente al suyo. No las había visto desplazarse hasta su sitio. Y
era un tramo largo. Acá el tiempo y el espacio andan mal, pensó, tontamente. Pudo ver
que tenían las caras pintarrajeadas con unos dibujos raros. Quién sabe por qué le
parecieron raros.
—¿Qué es eso? —preguntó la nena mayor, señalando su reader.
—Un aparato para leer libros.
Notó que apenas le salía la voz.
—¿Y dónde están los libros? —preguntó la nena del medio. Sí, era rubia, y
tenía unos ojos grises hermosos pero extrañamente vacuos. Las tres tenían los mismos
ojos.
—Adentro. En la memoria.

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—¿Como un celular? —la mayor.
—Algo así —dijo Carlos, ya definitivamente incómodo.
La nena más chica extendió sus manos, pringosas como las de todas las nenas,
hacia el reader. Lo recorrió delicadamente con el dedo índice. Carlos sintió otro
estremecimiento involuntario.
—¿Y cuántos libros hay adentro? —la del medio.
Antes de que Carlos pudiera contestar, la mayor se interpuso:
—Callate, nena, no molestes al señor. Y vos no toques nada.
Pero entonces extendió hacia Carlos su mano, donde sostenía una especie de
porra chiquita, brillante, y le acarició con ella la frente.
—Está transpirando —constató, asombrada.
Carlos miró hacia todos lados. No había nadie, pero nadie. Ni el flaco alto que
atendía el bar.
—Chicas —dijo—, ustedes no deberían estar acá a esta hora. ¿Qué están
haciendo? ¿Esperan a alguien?
Las tres se rieron con risas agudas, exageradas, sacudiendo la cabeza.
—¿Cómo que no? ¿Y qué hacen acá?
Las tres se encogieron de hombros, divertidas. Me están cargando, pensó
Carlos.
—¿Y cuántos libros hay adentro? —insistió la del medio.
—Muchos —contestó él.
—¿Tantos? —preguntó la chiquita. Esta vez se rieron las otras dos.
Era demasiado ruido para que nadie lo notara. ¿Y el encargado dónde está?
Carlos pensó, quizás por primera vez, en levantarse e irse. Pero se sentía pesado,
confuso.
—¿Y los leíste todos? —preguntó la mayor.
—Todavía no.
Ella pareció decepcionada. Pero solo fue un momento, porque enseguida se
recuperó y se sentó al lado de Carlos, apretándose cada vez más contra él.
—¿Cómo te llamás?
—Carlos.
—¡Carlos! ¡Carlos! —gritaron las otras dos, con una alegría misteriosa y
sacudiendo sus porras.
No supo cómo callarlas. Pensó que la algarabía se podía oír desde lejos y que de
vez en cuando, a esa hora, pasaba un patrullero, e incluso los policías bajaban a tomar
un café en el bar. Claro que él no estaba haciendo nada malo. Al contrario, mejor si
venía la policía. Entonces podría...

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—Lindo nombre —dijo la mayor, y le apoyó la cabeza en el hombro.
—¿De qué... de qué están disfrazadas? —preguntó, tartamudeando.
Las dos más chicas se callaron un momento y lo miraron, extrañadas. También
la mayor se despegó de su hombro y lo miró, según a él le parecía, con reproche. Pero
ninguna dijo nada. En cambio, la chiquita se subió a la mesa y se recostó sobre uno de
sus bracitos, como si se fuera a dormir. La ¿hermana? mayor intentó empujarla para
que volviera a sentarse.
—¡Maleducada! ¿No ves que molestás a Carlos?
Él no supo qué decir. Quizás si les ofrecía alguna gaseosa para tomar... Pero el
encargado no volvía. Claro que las bebidas estaban en las heladeras, autoservicio, solo
era cuestión de levantarse y agarrarlas. Ahí seguro que el flaco aparecía, para cobrarle.
Pero la chica mayor le obstruía el paso como un peso muerto, y Carlos no se atrevía a
tocarla para sacársela de encima.
—Bueno —dijo, por fin, con una nota falsa en la voz—. Encantado de
conocerlas, señoritas, pero tengo que irme.
Las dos más chicas empezaron a emitir un “Noooooo” estridente. Carlos trató
de moverse un poco. La más grande, que casi se había quedado dormida en su
hombro, se despabiló por su movimiento (pero más por los gritos) y se puso de pie.
—¡Basta! —gritó, con voz de mando—. Dejen tranquilo a Carlos, que se tiene
que ir.
Se veía triste. Las otras dos estaban a punto de llorar, hacían pucheros. Pero a
Carlos le pareció que estaban sobreactuando.
—Bueno, chau —dijo él.
Guardó el reader en su mochila, se levantó y fue hacia la salida. Por suerte ya
pagué, pensó, absurdamente. Salió. El aire frío le pegó fuerte en la cara y el cuello,
empapados de sudor. Cruzó avenida Gaona y después San Martín, en diagonal, hacia
la plazoleta. Era el camino que seguía siempre, pero ahora le parecía que había algo
raro allí, sentía como si lo estuvieran siguiendo. Le pareció más oscuro que otras veces,
pero seguramente se equivocaba. En lo que no se equivocaba era en que lo estaban
siguiendo. Las tres nenas. Al principio, en silencio. Después, reiniciando el bullicio de
siempre.
—¡Carlos! ¡Carlos! —gritaban las menores. Y la mayor esta vez las dejaba hacer,
con una sonrisa condescendiente, que él pudo ver bien a la luz de un farol, después de
volverse a constatar que no se estaba volviendo loco, que realmente las tres chiquitas
estaban detrás de él. Sintió que se descomponía.
—¿Qué hacen acá —alcanzó a preguntar—, por qué me siguen?
En la plazoleta, las chicas empezaron a hacer una ronda alrededor de Carlos.

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Las tres. Cantaban algo que él no alcanzaba a entender, una canción infantil
seguramente, pero en voz muy baja. Lo fueron llevando hasta un banco ubicado en
una zona mal iluminada, que él conocía bien porque muchas veces se sentaba ahí antes
de volver a su casa. Como resistiéndose a volver a su casa.
Las nenas abrieron un hueco en la ronda para indicarle que se sentara. Carlos
obedeció. Se sentía muy cansado, no veía bien. Quizás el reader también fatiga la vista,
no se puede confiar en la propaganda, pensó, confusamente. Las dos chicas más
chiquitas estaban enfrente de él. ¿Y la otra? ¿Detrás? Quiso darse vuelta para
comprobarlo, pero no pudo, tenía el cuello entumecido.
—¿Qué quieren?
Las chicas se rieron. A Carlos le pareció, sí, que otra risa venía de atrás. Una
risa más adulta. Seguramente la nena mayor. Seguramente. Sintió que el banco se
movía. No era solo una sensación, se movía. Se balanceaba hacia adelante y, cada vez
más, hacia atrás, empujado por las nenas desde el frente y por alguien a sus espaldas.
—Esto no es divertido, chicas —dijo—. Paren, por favor.
Nadie le hizo caso. Sintió que el banco, por fin, se volteaba del todo.
Carlos se aferró a la mochila con una mano como si eso pudiera servirle para
algo. Y con otra mano intentó amortiguar el golpe, pero no llegó.
Sintió que su cabeza golpeaba secamente contra el duro piso de tierra, detrás
del banco.
Sintió que alguien lo agarraba de los brazos (ya no tenía la mochila) y lo
arrastraba rápidamente hacia atrás, donde él sabía que había unos matorrales
descuidados, un pequeño basural y una pared descascarada.
Fue lo último que sintió.

PABLO VALLE
Argentina
Twitter: Paul_Valley
Facebook: Facebook/pablovalle
Blogspot: Valley of Tears / Borradores Finales / Kiosco-Pablo

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C amino por un barrio de casas bajas, treinta metros detrás de una chica más
o menos de mi edad. La brisa le levanta el vestidito, y ella va sin cuidado,
ignorante de mi cercanía. Nos acoge en su atmósfera secreta la siesta
veraniega, como una madre díscola que arropa a sus hijos en su lecho aún
tibio de lujuria.
La chica entra en el único edificio alto de la cuadra, el mismo donde en el
quinto piso atiende mi psiquiatra. Cuando llego a la entrada, ella le sostiene la puerta a
un viejito que sale. Mascullo algo inentendible, algo que pretende ser un
agradecimiento, y agarro el picaporte. Ella duda, me mira con reserva, pero cede la
entrada. Después, da la vuelta y recorre el palier hasta el recodo de la escalera.
Sigo sus pasos. Oigo sus sandalias golpetear en los primeros escalones, y no
puedo evitar asomarme al descansillo: se trata de una escalera abierta y en forma de U,
es decir, solo unos cuantos barrotes verticales separan un tramo del otro. Al levantar la
vista puedo ver hasta el último piso. Y veo con feroz nitidez esos tersos muslos
tensarse en el ascenso. Y también veo la pronunciada esfericidad de las nalgas, y el
redondelito blanco que asoma en medio.
Sin pensar, comienzo a subir lento y silencioso, agazapado como un artero
voyeur. Apenas llego al primer piso, acompaso mi ritmo con el de ella: cuando sube el
tramo derecho de la escalera, yo subo el izquierdo. Me deleito en esa sincronía con su
piel profunda.
De pronto, siento como si ella regulara el paso, como si accediera a que yo
“vea”. Sin duda, un dislate de mi mente afiebrada.
Se detiene en el quinto.
Celular en mano, me preparo para asimilar el encuentro, pienso una excusa que
justifique haber evitado el ascensor. Ella espera sentada en el primer escalón al sexto
piso, abstraída en su teléfono y ajena a mis elucubraciones.
—Hola —susurro, procurando disimular la agitación.
Por su posición de rodillas altas, la cara posterior de los muslos se ofrece
desnuda a primera vista. Acurrucado detrás de las pantorrillas paralelas, el montecito
blanco.
Al levantar ella la mirada, me siento pavorosamente expuesto: “No creerás que
subí por escalera para mirarte la bombacha…”.
—Hola —dice, seca, y vuelve al celular.
Me apoyo en la pared, no puedo sacarle los ojos de encima.
—Tenés hora —pregunta, con mirada esquiva.
Me toma de sorpresa.
—Hora —repite, y se hace dos golpecitos en la muñeca con el índice.

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—Las quince cuarenta y… las cuatro menos veinte —digo, y me acerco—.
Tenés terapia acá…
Asiente a desgano. Creo que me da conversación para disimular la incomodidad
que siente por tener que compartir la espera en el mismo piso. Percibo su nerviosismo,
es como si quisiera entretenerme, o por si acaso, tratarme bien. Pero de nuevo el
silencio agrieta nuestro endeble vínculo. Y siento que alguno de los dos explotará con
fútiles palabras por el mero hecho de aliviar la tensión. No me equivoco:
—Ya que no anda el ascensor —dice—, hacemos ejercicio.
¿No anda el ascensor?
—Ah… sí, sí —digo, exultante por la noticia del ascensor averiado.
Los movimientos de ella son eléctricos, siempre parece que va a decir algo, y
después calla. ¿Me tendrá miedo?
Mientras pienso esto, me doy cuenta de que casi no aparté la vista de sus
piernas. Claro, como para no temer. He logrado inquietarla, evidentemente: se mueve
y gesticula como dialogando consigo misma, hace de cuenta que maneja una vida
paralela dentro del celular. Se nota que mi presencia la perturba. Y mi mirada.
Asimismo, me cuesta asumir su inocencia acerca de su intimidad expuesta. Aunque no
sé, a lo mejor por la posición en que está sentada, de verdad ignora que se le ve todo.
Después de otro round de incómodo silencio, dice:
—¿Qué hora me habías dicho?
—Las dieciséis menos cuart… —digo—. Menos cuarto pasadas.
¿Las dieciséis menos cuarto? ¿Puedo ser tan imbécil?
Al guardarme el teléfono en el bolsillo, mi pene responde al roce con un
respingo notorio: sin llegar a estar erecto, ejerce cierto empuje contra mi flojo pantalón
de lino. Creo que ella lo advierte, porque se abraza a las rodillas. Y a mí el corazón me
da un vuelco.
Siempre me pasa lo mismo. Hace años que lo hablo con el puto psiquiatra:
frente a una mujer hermosa, quedo paralizado, pierdo lucidez. Tartamudeo, tiemblo,
me hiperventilo. Sin embargo, mis reflejos sexuales continúan intactos. De hecho, mi
sistema nervioso parasimpático pareciera ajeno al influjo de mi cerebro, el eterno
raptor de mi espontaneidad. Ya me ha pasado de conocer a una chica, y que incluso
conviniendo ambos mi timidez, siendo ella testigo de mi poca locuacidad, de mi
nerviosismo, asistiera estupefacta a mi contradictoria y manifiesta erección. Este tipo
de eventos mina sistemáticamente mi vida “sentimental”, pero nunca imaginé que
pudiera ocurrirme en la antesala de mi curador.
De todos modos, a pesar de los silencios incómodos y los diálogos forzados, he
logrado achicar la distancia: estoy a menos de dos metros de ella. Tan cerca, que puedo

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ver con detalle la sutil hendidura que se ha formado en el centro del redondelito
blanco. Una rayita casi imperceptible pero concreta que copia el relieve de su sexo.
Sexo que imagino pequeño, lampiño, rosado, y ahora, en virtud de esa hendidura,
abierto.
Tales pensamientos surten efecto inmediato: mi pantalón se abulta de nuevo. Y
esta vez estoy convencido de que ella lo ve, porque aparta la mirada y tuerce las
piernas.
—Por favor —balbuceo—. No creas que…
Niega con la cabeza.
—Está bien —dice, seria.
¿“Está bien”?
—Se ve que… —dice, mirándome de soslayo, como enojada.
—Qué —digo, desesperado.
—Nada…
—No —imploro—, decime.
—Nada…, se ve que venías pensando en algo.
Mis ojos se estrellan en el piso enceguecidos por la vergüenza. Pero agotado
por la ingobernabilidad de mi ser, levanto los párpados y me topo con su mirada verde
musgo y una expresión ambigua: veo aprensión; incluso miedo. Pero también percibo
su esfuerzo por querer entrar en “mi mundo”. Como si dijese: no me molesta, quedate
tranquilo, me gusta haberte provocado “eso”.
Esto que fantaseo de algún modo me condona, y me permito apreciar su
cuerpo: el diminuto piercing en la nariz, los labios entreabiertos, los senos abultando el
vestidito, los pezones punteando el tejido ligero.
—Qué hora es —dice.
Al sacar el celular, siento cómo una gotita desliza por mi pierna.
—Cuatro menos diez.
Ella contorsiona el cuello a uno y otro lado, intenta taparse estirando el vestido,
se ruboriza. Creo que acaba de advertir que desde hace rato se le ve la bombacha. En
cualquier caso, yo gano algo de seguridad. Y descubro, sin posibilidad de equivocarme,
algo que hasta hace un minuto no existía: una manchita gris del tamaño de una
aceituna que ha humedecido el algodón blanco. ¿Acaso ella y yo seremos dos caras de
una misma moneda?
Aprovecho el pico de autoestima, y aludo con desparpajo a la novedad.
—Se ve que venías pensando en algo —digo, robando sus palabras.
Se oye ruido de llaves. Ella me penetra con ojos encendidos. Se retuerce,
despega los labios, los humedece. Después, como si tomara una meditada decisión,

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apoya las manos sobre las rodillas, y se abre despacio las piernas.
—Por esto lo decís —dice, y agacha la cabeza para escudriñar esa humedad
delatora.
Al abrirse la puerta del consultorio, se levanta apurada, y planchándose la falda
sobre los glúteos, casi corre a guarecerse detrás de su terapeuta. A su vez sale un joven,
y se acerca al ascensor. Le informo que no funciona, pero oprime el botón de todos
modos, y el ruido de la fuerza motriz me contradice hasta el ridículo.
A espaldas de su psicóloga, ella espía, lasciva y graciosa, hasta que la puerta se
cierra.

PABLO LABORDE
Argentina
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24
N
o recordaba muy bien de dónde era, a veces decía que sus padres eran de
Melipeuco y que recordaba vagamente haber andado a caballo y haberse
bañado en el río Allipen. También decía que tenía cuatro hermanos más.
Los repartieron porque los Manque eran muy pobres, habían vendido su
campito y la plata no les duró nada. Se fueron pal bajo pero nada resultaba, así es que
solo la menor se quedó con los padres y los otros tres se fueron a casa de tíos.
Tiene un vacío, no recuerda.
Llegó a Santiago solo, a los doce años, aburrido de las tundas que le daba su tío
o supuesto tío. —Nunca fui muy habiloso —decía.— Y se me arrancaban los
animales, se me caían los sacos porque era muy flaco, pero lo peor es que no sabía
contar la plata. ¡Ahí sí que me llegaba firme! Una vez quedé sin conocimiento,
sangreando de la espalda, hecho pichí, me dolía toíto el cuerpo. Eso dijo juera y me
vine no mah poh! Pedí plata en la estación y monea a monea junté pal pasaje. Esa era
la historia que contaba a quien lo quisiera escuchar unos minutos. Nunca supo si
alguien preguntó alguna vez por él. No supo más de sus hermanos tampoco.
Ahora tenía cuarenta y dos años más o menos. Era bajo, moreno y su piel tenía
ese color rojizo que le daba un aspecto de recién insolado. No sabía explicar qué había
sido de él en ese gran período de tiempo. Había trabajado en jardines, en un montón
de ferias, descargando en Lo Valledor, hasta en el Club Hípico barriendo las
caballerizas anduvo. Decía que tenía muchos amigos, pero no recordaba el nombre de
ninguno. No pasó por la escuela —no tengo cabeza— era su explicación.
Pasaba sus días consiguiendo monedas para comprar algo de comer y la cañita.
Se ofrecía para barrer las veredas, cargar las bolsas de la feria, descargar los camiones
de las botillerías —lo que caiga— decía.
Últimamente, se quedaba a dormir en las botillerías de los alrededores. Donde
lo dejaran.
La gente del barrio le decía Lalín, no se le entendía muy bien si se llamaba
Edgardo o Eduardo. Lalín era más fácil para todos. Era el curaíto. Cuando andaba con
algo de conciencia, tenía buen humor y hacía reír a los demás con pasos de cumbia que
cantaba él mismo. Cuando andaba borracho, casi todas las tardes, perdía toda su
dignidad y se le encontraba tirado en el suelo, o apoyado contra alguna pared. La caída
parecía inminente siempre, pero rara vez alguien lo vio caer.
El barrio, una entelequia ahora inexistente, lo vestía y alimentaba en una
coordinación que no requería reuniones ni acuerdos. Simplemente sucedía. ¿Cuántos
años llevaba Lalín viviendo por ahí? Nadie sabía con exactitud, cinco, diez, hasta
quince años decían los cálculos.
Había celebración en la botillería de Doña Yolita. Aparecieron mesas y sillas. El

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ambiente era de fiesta: risas, música, sánguches variados y trago por litros y litros.
Lalín, andaba por ahí, cuando escuchó los sones de cumbia, gritos y risas.
Parecía una alucinación para él. Se acercó animado y feliz, comenzó a bailar y los que
estaban celebrando le regalaban una cañita por cada baile divertido. Lalín se meneaba
lo mejor que podía, sonaba El Bodeguero:
Bodeguero dame otra copa de champagne
Quiero ser muy feliz
Esta noche todo lo tengo que olvidar
Quiero ser muy feliz
Todos se sumaron al baile. Lalín estaba feliz, se reía y reía. Dijo a todos que los
quería, que nunca los olvidaría, todos le dijeron lo mismo a él.
Cayó fulminado. Todos rieron más aún. —¡Lalín! ¡Lalín! ¡Lalín! —Le gritaban y
nada. Llegaron a la conclusión que estaba dormido y lo arrastraron a la bodega. La
celebración siguió hasta el amanecer.
Cuando el hijo de Doña Yolita fue a cerrar la bodega, se encontró con Lalín
pálido. Se acercó para asegurarse de que respiraba. Salió gritando hacia la botillería —
¡Se murió el Lalín! ¡Se murió el Lalín! —Después de asegurarse de que la noticia era
real, los que todavía estaban allí de a poco comenzaban a reaccionar hasta que alguien
dijo —Hueones, ¡lo matamos! ¡Le dimos trago hasta matarlo!
Silencio total. Don Armando, dueño del almacén de la esquina que estaba triste
desde que su hijo desapareció el septiembre del setentaitrés y era la primera vez que
salía de su casa a compartir, comenzó a hablar. Dijo —yo me hago cargo del funeral, el
papeleo y todo. Es lo que he estado pidiendo hacer por mi hijo. Sé que está muerto,
pero no me lo entregan. ¡Estos desgraciados no me lo entregan! Este pobre al menos
murió feliz, aunque no le importaba a nadie. ¿Creen que alguien va a venir a preguntar
de qué murió? ¡Nadie! Tantas veces lo miré pensando por qué alguien como el Lalín
estaba vivo y mi hijo, mi único hijo, estaba muerto. Así es que se lo debo. —Comenzó
a llorar y muchos lloraron con él.
Don Armando cumplió. Al funeral asistieron muchos, por culpa con Lalín y
por solidaridad con Don Armando. El barrio estaba allí, colaborando con flores, sillas,
café, galletas, rezando, fumando.
Don Armando y su señora, antes vital y regañona, ahora una sombra,
simbolizaron con ese funeral el de su hijo desaparecido, vestidos de riguroso negro y
solemnes. La gente les daba el pésame como si se hubiera tratado de Omar. Un tipo de
veinticinco años, universitario, acaso el único del barrio. Bueno para la talla y malo
para vender. Fiaba todo. El 23 de septiembre de 1973 su ventana estaba abierta, las
paredes con sangre. No lo vieron más.

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XIMENA CANDIA CORVALÁN
Chile
Blog:https://nopoderdecir.blogspot.cl/

27
28
Uno

A
la sombra de un árbol al que los nativos llaman úten, tan parecido al
algarrobo que crece en los valles cercanos al mar Mediterráneo; está
tendido el cordobés Francisco de César, capitán del reino de España por
voluntad de Carlos Habsburgo. Intenta reponerse de las fiebres que dejan las aguas de
esta tierra extraña, mezcla de selva y desierto, imaginada por el diablo; y que tantos y
tan buenos soldados se ha llevado.
Apenas hace algo más de un año llegaron a esta parte de la tierra que Martinus
Hylacomilus ha llamado América, con la expedición de Sebastiano Caboto; y cons-
truyeron, bajo su mando, el fuerte de Sancti Spiritu; en el lugar donde el río que el
capitán general ha llamado Caracará desemboca en aquel otro que los nativos llaman
Paraná.
Cinco meses atrás, Francisco partió en expedición; y ahora está de regreso con
menos de la mitad de los hombres que lo acompañaron, y lo reciben los dos torreones
y las casas en ruinas, los almacenes saqueados y quemados, la empalizada caída y los
bergantines desfondados y hundidos a medias, a poca distancia de las barrancas que
zozobran en el río barroso. De los habitantes de la novísima colonia española han
quedado solo unas pobres osamentas, apenas cubiertas con restos podridos de ropa.
Imposible saber de quiénes se trata. No hay noticias de los indios yañás que tanto
ayudaron al nuevo poblado hasta hace unos meses.
En la ensoñación que deja el calor y la enfermedad, el capitán recuerda.

Dos
Son machaconas las noticias que han llegado a los españoles acerca de una
fabulosa ciudad; toda de oro, plata y piedras preciosas; que está hacia el poniente.
Desde las historias del grumete Francisco Fernández, que vivió con los charrúas
después que estos matasen al almirante Juan Díaz, hace unos diez años; hasta los muy
variados relatos de las muchas naciones indias —yaros, corondas, bartenes, mbeguás,
timbúes— con las que se ha tenido contacto. Todos hablan de un rey blanco, de una
sierra de plata, de mujeres cautivas, de las grandes riquezas que poseen los habitantes
de ese país legendario, y de la excelencia de las tierras regidas por esta ciudad, capaces
de cinco cosechas por año y de alimentar rebaños de ganado que se pierden en el
horizonte. Ni Caboto ni César son tontos. Saben de ciudades legendarias y de nativos
mentirosos; pero también saben del Cusco de Pizarro o el Tenochtitlán de Cortéz; y se
desvelan con conquistar su propio imperio en las Américas.
El capitán general le encomienda encontrar la ciudad mítica para gloria de
Nuestro Señor Jesucristo y del rey Don Carlos Primero de España.

29
Francisco de César reúne catorce hombres debidamente pertrechados y
montados, dos guías indios para que oficien de lenguaraces, cinco arcabuces, dos
pasavolantes y una lombarda; medio quintal de pólvora, diez cahíces de trigo, un
quintal de bizcochos y una buena provisión de vino y tasajo.
Suben por el Caracará, en jornadas agobiantes, hasta donde este nace; en la
unión de los ríos Chocancharaua y Ctalamochita; y guiados por los habitantes de esos
parajes, continúan bordeando este último. Algunos nativos les dicen que la ciudad está
al norte, otros le señalan el sur. Malogran días y provisiones en enredos inconducentes,
pero siempre vuelven al cauce que los salva de perderse de manera definitiva.
El río los lleva hasta las montañas, después de haber recorrido más de
doscientas leguas en idas y vueltas por ese laberinto sin paredes, casi tanto como ir
desde la bella Lisboa hasta Barcelona. Atraviesan bañados y llanuras calcinadas,
soportan lluvias bíblicas, soles a pique y vientos de arena pura que desafilan espadas;
hasta que al cruzar una cañada estrecha se ven rodeados por infieles con aspecto feroz,
que los desafían al grito de «¡Kom-chingôn!», que el lenguaraz traduce como «¡muerte
a los invasores!». Francisco sabe que puede acabar con ellos en un instante, pero que
eso no serviría de nada a su empresa. Decide, pues, capitular. Desmonta de su caballo,
arroja sus armas y con las manos en alto se arrodilla delante de ellos. Da resultado.
Después, los indios le dirán que se llaman henîa, que viven en cavernas; y le hablarán
del cerro Cha-ampa-ki, el más alto, aquel que tiene agua-en-la-cabeza, y desde cuya
cumbre puede verse, hacia donde se pone el sol, la ciudad buscada, en la que gobierna
el rey blanco Lin-Lin.
En la mañana, los españoles empiezan la caminata hacia la montaña que está,
casi azul, a lo lejos. Les lleva diez días llegar a su pie y tres más ascenderla, atravesando
un espeso manto de nubes que muy pronto queda debajo de ellos. Encuentran, arriba,
la laguna anunciada, pero las nubes no dejan ver el inmenso valle del otro lado, al pie
del cerro. Deben hacer noche en la cima.
El día siguiente, Viernes Santo, sin una nube en el cielo, el sol sale a sus
espaldas. A esa primera hora, el valle anhelado está todavía a oscuras en la sombra de
la sierra; y los españoles esperan con ansias que se ilumine de a poco. Luego, los
primeros rayos que sortean la montaña alumbran la maravilla.

Tres
A lo lejos, brillan las cúpulas de las torres y los techos de las casas, todos de oro
y plata. Divisan edificios suntuosos de piedra labrada y templos magníficos. Ven calles
brillantes, un inmenso rodeo de ganado que incluye altas ovejas del Perú; y sembradíos
que parecen de cebada, centeno y trigo; que se pierden más allá del horizonte, hasta

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donde no podría llegar un hombre a caballo en varias jornadas. Contemplan las altas
murallas y los profundos fosos, los revellines amurallados, las avanzadas fortificadas
que protegen el único camino de acceso y el puente levadizo que precede a la entrada,
por la que bien pudiera pasar una carabela con todo su velamen desplegado. Nada que
hubieran visto antes iguala la opulencia y majestuosidad que se les presenta, que
empequeñece cualquier prodigio inca, cualquier maravilla azteca.
Antes de bajar el cerro y emprender el camino a la ciudad, se saben ricos y
llenos de gloria, honra y nombradía.
Les lleva otros cinco días acercarse a las murallas.
En el camino, se encuentran con habitantes de la comarca, y pasan entre ellos
como si no fuesen vistos. Todos son altos, blancos, de ojos claros; y barbados los
hombres. Nadie puede distinguir su idioma, ni aún los indios que acompañan a los
españoles. Ven ollas, cuchillos y hasta rejas de arado de oro. De oro son, también, los
asientos en los que las bellísimas mujeres tejen espléndidas ropas de lana, más fina que
la mismísima seda de Sipán. Todos visten faldellines y camisetas, y cubren sus
hombros con una manta. Están engalanados con plumas de hermosos colores y
colgantes y pulseras de metales preciosos con insertos de turmalinas, zafiros, rubíes,
lapislázuli, ágatas y turquesas. Cada uno de ellos parece un rey.
Los españoles no ven armas de mayor tamaño que un puñal y saborean,
entonces, la riqueza fácil. Más por curiosidad que por codicia, levantan del suelo dos o
tres piedras de oro, del tamaño de una nuez y alguna verde como esmeralda.
Deciden acampar esa noche y atravesar la inmensa puerta, con gran pompa, en
las primeras horas del otro día. Satisfechos y sabiéndose seguros, se quedan dormidos.
El profundo sueño no respeta ni los turnos de vela.

Cuatro
El capitán Francisco de César recuerda muy bien todos y cada uno de los
detalles del sueño. Recuerda la visión de la última llama del fuego que los calentó esa
noche antes de cerrar los ojos. Recuerda, con sorpresa, la suavidad del recado que le
sirvió de almohada, y el hombre que le habló, y cuyas palabras entendió, aunque no las
conociera.
Era muy, muy viejo y casi transparente. Le dijo: «Te fue dado, Francisco,
conocer la maravilla; pero no te es permitido pisar sus calles. La ciudad será siempre
invisible para los que no la habitan y puede que los hombres la atraviesen sin darse
cuenta. En ella no hay enfermedad ni dolor; no existen pesares ni tristezas. Hoy la
ciudad será una, mañana otra, y serán dos, y serán tres; pero tu gente, los que te
seguirán y los que vendrán después de tu gente no podrán, siquiera, imaginarla. La

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ciudad irá al sur, al norte, a los confines donde mora el sol o se quedará en este valle;
siempre protegiendo a los suyos de la malicia, el terror, la codicia y la muerte. No
volverás a soñarla».

Cinco
Alto el sol, y como saliendo de una resaca, los españoles abren los ojos; y ya no
hay nada. Ni torres, ni edificios, ni templos, ni foso, ni muralla, ni ganado, ni campos
labrados. No hay gentes, ni oro, ni plata.
Desconcertados, caminan diez y veinte veces por donde debieran estar las calles
con adoquines dorados y donde ayer estaban trabajando las hermosas mujeres de ojos
claros. Solo encuentran pequeños montes aislados de talas, molles y espinillos. No
pueden creerlo y demoran el retorno esperando que la ciudad vuelva. Saben a ciencia
cierta que estuvo allí, porque lo atestiguan los guijarros de oro y las esmeraldas que
levantaran del riquísimo suelo, que ahora les ofrece solo piedras de granito y caliza. Ya
no hay riqueza ni gloria para ninguno de ellos.
Desalentados, tres días más tarde emprenden el regreso a Sancti Spiritu.

Seis
El capitán Francisco de César está tendido bajo un úten, intentando reponerse
de las fiebres que dejan las aguas de esta tierra extraña. Apenas pueda, él y los seis
hombres que volvieron, irán camino al Perú y contarán la historia de la fantástica
ciudad.
Vendrán miles a buscarla, desde el Cuzco al estrecho que Magallanes atravesó
hace pocos años, y desde el mar Atlántico hasta la Capitanía de Chile, pero la ciudad ya
no estará; y los buscadores volverán a sus tierras; derrotados, los de mayor ventura; los
de menor, quedarán para siempre en los valles y ríos innombrados.
El capitán, aunque no sepa cómo lo sabe, morirá en esta tierra a la orilla
izquierda del río Cauca, cerca de la mar Caribe. No le importa. Es más, lo anhela;
porque él sí la vio y tiene el secreto deseo de morir, y que le permitan, por fin, entrar a
la muy querida ciudad de Elelín.

DANIEL FRINI
Argentina
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32
33
E
ra el hada madrina de los golosos y los hiperactivos. La Reina de Oro que
inyectaba gotitas de euforia en los niños de consola y en las niñas de
balcón. Era Xyxy, la avispa revoltosa, y prometía sacudirte la modorra del
encierro con sus irresistibles globulitos de néctar —los Nectolitos— y sus
aventuras empalagosamente extremas. A la mañana, por la tarde, cuantas veces
quieras.
La veías en la tele… Cabeza negra de diosa egipcia, alas delgadas, cuerpo
estilizado que remataba en un aguijón de aspecto mortífero. Siempre temeraria,
siempre al borde del peligro. En un episodio se entretenía esquivando camiones en
una autopista, en el otro pinchaba la cola de un cocodrilo dormido. A veces
sobrevolaba volcanes en erupción. Así, todo el tiempo.
Y la veías en el supermercado, aunque en realidad, eras visto. Desde el instante
en que ponías un pie adentro ya eras de ella. Sus ojos te seguían a todas partes, como
esas coloridas holografías de la Virgen María. Te seguían mientras pasabas frente a los
húmedos cajones de la verdulería, te seguían por las oscuras bodegas de madera
silenciosa, te seguían entre las heladeras radiantes y zumbonas, hasta que por fin
hacían contacto y te atraían hasta su trampa, ubicada en una esquina privilegiada del
salón.
Su góndola era el altar donde los niños ofrendaban llantos y gritos. Se clavaban
frente a las cajas doradas, hipnotizados, y si se les negaba la compra hacían un
escándalo y había que arrastrarlos por la fuerza.
Yo tenía doce años cuando Xyxy llegó a casa. La caja brillaba a través de las
bolsas traslúcidas del súper. En la tapa, la avispa jugaba una carrera contra una bala y
ganaba. Xyxy tenía un rostro triunfante; la bala, lloraba. Una felicidad casi enfermiza
recorrió mi cuerpo. ¡Nectolitos para la merienda! Nunca los había probado y no sabía
qué esperar. Todos decían que eran crujientes, sabrosos, pero coincidían en que había
algo más y era ese algo más lo que yo no podía imaginar.
Abrí el paquete, agarré un puñado y me llené la boca. Mastiqué: una, dos veces.
Tuve que salir corriendo al baño y escupir en el inodoro. Las náuseas me treparon
desde la panza hasta el paladar. Los Nectolitos eran asquerosamente dulces, como
jarabe infantil para la tos. Y ese algo más no era otra cosa que un aromatizante
sintético, como la anestesia que usaba el dentista.
Durante varias horas mi lengua fue incapaz de reconocer otro sabor. Pero los
Nectolitos eran caros, y no me animé a expresar mi desagrado. Fingía comer y
disfrutarlos, igual que los niños rubios de la publicidad. En realidad me los guardaba
en los bolsillos, y aprovechaba cualquier oportunidad para tirarlos, a escondidas. El
problema era que apenas se agotaba un cartón aparecía en la alacena otro lleno. No

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importaba cuán rápido me deshiciera de ellos, había cajas infinitas de Nectolitos
esperando por mí. Me habían convertido en un consumidor fiel. Un adorador de
Xyxy.
Nueve meses sufrí esa tortura, mientras miraba sus aventuras cada vez más
osadas, con una mezcla de rabia y vergüenza. Una tarde estaba en casa solo, haciendo
los deberes, cuando apareció en la pantalla uno de sus comerciales. Enseguida noté
algo extraño. En vez de sonar la típica música festiva, todo estaba en silencio. Era una
publicidad muda, o casi, porque de fondo se oía un zumbido tenue…
La aventura de la tarde consistía en Xyxy sentada a una mesa a rayas negras y
amarillas, con un enorme tazón de leche frente a ella, y una caja de Nectolitos a su
lado. La caja era desmesuradamente grande. Xyxy miraba a través de la pantalla,
inmóvil. Sentí que me miraba a mí. Después, con ese gesto desafiante que exhibía
antes de cada locura, llenó su tazón de globulitos y empezó a comer con una cuchara
que mágicamente se materializó en su mano.
Llenaba su boca, pero parecía tener dificultades para tragar. Sin embargo, seguía
cargando la cuchara y llenando su boca. Sus ojos, bien abiertos, querían transmitir
placer y entusiasmo, pero los Nectolitos no bajaban y seguían acumulándose en su
buche, que cada vez era más grande. También el zumbido aumentaba de volumen.
Una sensación de terror inexplicable se apoderó de mí y me tapé los ojos. Cuando
levanté la vista, la escena y el zumbido habían desaparecido.
Esa noche no pude dormir.
A la semana siguiente el producto se esfumó de las góndolas y las aventuras de
Xyxy se dejaron de emitir. Dijeron que los fabricantes (una comunidad religiosa de los
Balcanes) habían recibido un «mensaje divino» y que cerraron las fábricas y volvieron a
su tierra. Dijeron que una niña había muerto intoxicada por una sobredosis de
Nectolitos en mal estado. Dijeron que un chico, siguiendo los pasos de su heroína, se
había arrojado al foso de los leones del zoológico, donde lo destrozaron como a un
muñeco de trapo. Dijeron que la canción de Xyxy, transmitida al revés, contenía las
instrucciones para fabricar un veneno o una bomba. Dijeron muchas estupideces,
como suele suceder cuando uno prende la tele y la deja encendida un buen rato.
En verdad, nadie sabía con certeza qué había ocurrido.
Los años pasaron y terminé olvidando por completo a Xyxy, sus aventuras y los
Nectolitos. Pero el tiempo ¡ay!, el tiempo no había atenuado la toxicidad de su veneno.
Solo había instalado un reconfortante vacío de amnesia entre aquel niño que devoraba
cereales con leche frente al televisor y el adulto responsable de hoy… El tiempo
transcurrido (pero esto lo supe más tarde) solo la había vuelto más agresiva…
Tal vez nunca hubiera resurgido si no fuera por el pequeño Alex, que aquella

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tarde no paraba de llorar. Tenía un brazo enyesado, pero no lloraba de dolor, sino de
fastidio, porque no podía manipular el joystick, y entonces hacía la vida imposible a
sus padres, es decir, a Yamila, porque el padre se había marchado hacía mucho tiempo.
El hueco de su ausencia había sido ocupado por mí, un extraño que llegaba por las
tardes, y últimamente también de noche, y que no se iba hasta el día siguiente.
¿Qué puedo decir? Me había encariñado con esa mujer cansada, y había
terminado por encariñarme también con el malcriado, a quien ya sentía como a un hijo
propio. ¿Cómo no darles todo lo que estuviera a mi alcance?
Así que esa tarde, cuando Yamila me pidió si podía comprar algo para
tranquilizar al pequeño, no me pude negar. Se levantó de la cama, mareada por un
dolor de cabeza, mientras repetía: «Hay algo que vio en la tele… Meteoritos…», y
caminaba hacia el tacho de basura, donde había tirado un folleto con la publicidad.
Una oleada de terror me invadió. Me adelanté y aplasté con la mano la tapa del
tacho, impidiendo que la abriera. Sí, conozco la marca, dije, esforzándome por
mantener la compostura. Supongo que mi rostro me traicionó, porque ella me lanzó
una mirada dura, como si no me conociera…
Era un domingo de enero, a las tres de la tarde, y en la calle soplaba una brisa
caliente y hedionda. Las calles estaban desiertas y también el estacionamiento del
supermercado, a excepción de unos pocos changuitos desparramados y detenidos en
extrañas trayectorias.
El sol me martillaba la nuca y los brazos mientras avanzaba por el centro del
estacionamiento. Bajo mis pies el asfalto parecía una pasta blanda. Por el calor todo
fluctuaba, humeaba, se combaba… Entonces, observé distraídamente las rayas del
estacionamiento pintadas en el suelo y caí en la cuenta del patrón amarillo y negro,
amarillo y negro… Simple casualidad, me dije, pero algo se había torcido en mi
interior.
Las puertas automáticas se abrieron con un chasquido y un aliento fresco me
sopló en la cara. El aire acondicionado estaba al máximo y se oía de fondo una
almibarada pista ochentosa. En el salón solo alcance a ver a una vieja con una canasta
de plástico, perdida en una góndola de salsas.
Bueno, ¿y venir hasta acá por un producto? Ni hablar. Compraría fiambres,
embutidos, chocolates importados, conservas exóticas… Conviene dejar los
Nectolitos para el final, pensé.
Elegí un changuito de buenas ruedas y me deslicé tranquilo por el pasillo de
entrada. Pasé junto a un mesón donde se exhibían golosinas navideñas a mitad de
precio, sobrantes de las fiestas. ¡Gran oportunidad! Pero las garrapiñadas eran duras
como perdigones y los turrones se habían reblandecido bajo el calor de los tubos

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fluorescentes. ¡Así cualquiera!, exclamé, exagerando mi indignación. Y entonces
comenzó…
Zzzzzzz…
No era nadie haciéndome callar. Tampoco el parpadeo errático de los focos o
el motor de las heladeras. Podía reconocer ese zumbido aunque estuviese escondido
en un enjambre furioso. Era su marca registrada. Había regresado.
Zzzzzzzzzzz…
Las luces bajaron de intensidad y el ambiente quedó bañado en una penumbra
anaranjada. Empujé mi changuito por el pasillo central, tratando de localizar algún
repositor, algún vendedor, pero la parte central del salón estaba desierta. Tampoco
había nadie en los puestos de carnicería y en la panadería. El zumbido se hizo más más
potente, y ahora también salía amplificado por los altavoces del local, machacando mis
tímpanos con su murmullo ensordecedor. Era un ruido que helaba la sangre, como el
aleteo de miles de murciélagos dentro de una cueva.
Zzzzzzzzzzzzzz…
Entonces comprendí. Xyxy me había picado. No tenía ronchas ni grotescas
reacciones alérgicas pero su veneno ya viajaba por mi sangre y embotaba mi cerebro
con sus fantasías perversas.
Durante todo este tiempo me había estado buscando y por fin me había
encontrado. El supermercado era su gran trampa mortal. Para tranquilizarme me puse
a pensar en Yamila, en el pequeño Alex, pero enseguida me di cuenta de que también
ellos eran secuaces de Xyxy.
Sus nombres, ¿no lo ven? Yamila y Alex, al revés son Xela y alimaY. La primera
y la última letra, ¿se dan cuenta? X-Y: XYXY. Se encontraban en un estado larvario,
pero pronto desarrollarían alas y aguijones. La avispa reina ya no trabajaba sola.
Un extraño resplandor provenía del último pasillo de góndolas. Tal vez
estuviera atrapado, pero lucharía hasta el final. Con el changuito como escudo avancé
a toda carrera. El piso se volvió resbaladizo, perdí el control y caí. El changuito siguió
de largo y se estrelló contra una pirámide de latas de durazno. No me podía levantar.
El piso estaba cubierto de una sustancia resinosa, una especie de melaza viscosa que
babeaba… Patinaba sobre el mismo lugar, inútilmente, como un insecto atrapado en
las fauces de una planta carnívora. Entonces vi su sombra, amenazante, gigantesca,
alzándose a mis espaldas y proyectándose contra el piso del que no podía escapar. Mi
visión se oscureció. No me atreví a girar la cabeza para ver…
Me arrastré a ciegas, con los codos, con las rodillas, me arrastré como un
gusano hasta que logré salir del pegajoso túnel. Corrí hacia la salida. En una de las
cajas, doblada sobre el mostrador, reconocí a la vieja de las salsas. Tenía el abdomen

37
monstruosamente perforado y la cinta deslizante, que no paraba de moverse, raspaba
su rostro arrugado. Los paquetes de salsa de tomate yacían desparramados alrededor.
Crucé la línea de cajas y corrí hacia las puertas automáticas, rogando que se
abrieran... En ese momento, todas las luces del supermercado se encendieron, como si
el salón fuera un inmenso estudio de grabación, y empezó a sonar una musiquita
conocida. En los altavoces, una enérgica voz masculina vociferaba:
¡Esta tarde, no te pierdas el último episodio de las aventuras de Xyxy!
¡XYXY… VA A LA GUERRA!
La avispa más intrépida viaja hasta el mar de Japón y revolotea entre misiles
teledirigidos y drones de última generación, mientras burla los poderosos radares
norcoreanos. ¡Sí, ahora con tecnología de realidad virtual! Raspá en el fondo del envase
y participá por el sorteo de un casco X-900 con seguimiento ocular infrarrojo y
audífonos binaurales de alta fidelidad.
NO TE OLVIDES: Hoy, a las cinco de la tarde, por canal 6.

Maximiliano Ponce
Argentina
Blog: http://una-isla-en-la-luna.blogspot.com.ar/
Facebook: /www.facebook.com/cmaximiliano.ponce

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39
"Para ser el paraíso terrenal solo le falta la presencia de Adán y Eva”
Gran Duque Alejo Alexandrovich, ante el altar de la ermita de Moserrat en Matanzas,
Cuba, marzo de 1872.

L a puerta del minúsculo apartamento se abre despacio. El muchacho que


entra lleva en sus manos un paquete con panes y otros alimentos. Puede
tener catorce o quince años. Se mueve silencioso, para no despertar al
hombre que dormita en el sillón de la esquina del salón, cercano a la ventana. El ruso
Alexei, Alejo para sus amigos parisinos, cabellos castaños poblados de canas, ojos
profundamente azules, de porte elegante y manos finas, se percata de la entrada del
chico, pero no abre los ojos.
—Le he traído algunas cosas. Se las dejo en la cocina. ¿Me ha escuchado?
—Sí, por favor, déjelas ahí
—¿No se levantará hoy del sillón? ¿No va a dar su paseo por el parque?
—Ya veré más tarde, ahora no estoy de ánimo.
—Bueno, estaré abajo, si me necesita solo llame.
El joven abandona el pequeño salón y se dirige a la puerta, pero la voz del
hombre lo detiene.
—Oye chico, ¿alguna vez te conté de mi cacería de bisontes en las praderas
americanas? ¿Te dije que fui invitado de honor en el Mardi Grass ? ¿Y de mi visita a
Cuba, te hable de eso alguna vez?
—Si, a veces me ha contado usted algo, pero ahora descanse si es que no va a
salir…
Cierra la puerta con sigilo para no molestar al viejo. Cacería de bisontes…el
anciano no deja de delirar. Es verdad que cuando cuenta aquellas historias hasta parece
que son irrefutables, ese viejo es el maestro del discurso, piensa el muchachito, ¡qué
manera tan sutil de hacernos creer sus delirios! Una vez me dijo que era tío del Zar
Nicolás II de Rusia, y todo eso con una cara tan circunspecta que en verdad me dio
trabajo contener la risa. Hay que ver a estos viejos rusos blancos que llegan a París a
gastarse todo su patrimonio y no hay uno que no diga ser miembro de la familia real.
El muchacho, sonriendo, sale a la escalera y comienza a bajar los escalones de
dos en dos.
Su Alteza Imperial, el Principe Alexei Alexandrovich de Rusia, sexto hijo del
Zar Alejandro II de Rusia y su cuarto hijo varón, desde hace unos años asentado en
París, se encoge en el sillón, acomoda sus edredones y vuelve a quedarse dormido.
Cuando asesinaron a su hermano, el Gran Duque Sergio, decidió mudarse a París. Ya
no soportaba seguir frecuentando los lugares donde su hermano más pequeño había
sido feliz, y puso tierra de por medio. Su casa en la Avenue Gabriel había estado
abierta siempre a la bohemia parisina. Escritores, pintores, actrices eran compañía

40
segura. Gertrude Stein y su cohorte de pintores y escritores de vanguardia, algunos que
solamente llegarían a la fama luego de su muerte, habían pasado por sus salones. En
esa época conoció a Cezanne, hombre de escasos amigos, y hasta hacía muy poco
había atesorado un óleo sobre tela del pintor que reflejaba la casa veraniega del padre
del artista, y que había logrado obtener por pura insistencia, dada la negativa de su
creador a venderlo. De Degas conservó durante un tiempo La Estrella, cuadro que
provocaba la envidia de cuantos acudían a sus salones, y que un día accedió a vender
ante la decadencia de su patrimonio. El anarquista Pissarro y su bella esposa Julie, o
Picasso con sus ideas comunistas, también habían sido asiduos de sus salones. La judía
Stein sabía elegir entre lo más notable de las artes y las letras en París. Y él siempre
había mostrado más interés por el arte que por las armas o la política. Conocía como
nadie la vida social parisina, sus amigos lo buscaban constantemente y las mujeres lo
amaban. Pero ese tiempo parecía ahora muy lejano. Aquí, en este pequeño
apartamento de alquiler en el Montparnasse de los annes folles, estaba condenado a
pasar sus últimos días. Piensa en Alexandra. En los años que estuvieron juntos, que
para él constituyen uno de sus mejores recuerdos. Hace un tiempo que ya no le
apetece salir ni hacer vida social. Ha perdido el gusto por la compañía, incluso por la
compañía femenina que tanto diera que hablar en su momento, porque hubo una
época que en Rusia, entre la más rancia burguesía se decía que él, el Gran Duque
Alexei, era “rápido con las mujeres y lento con los barcos” y eso le parecía un escarnio
con alguien que, como él, había sido nombrado jefe de la Guardia Naval Imperial y
miembro de la Marina Rusa. En esa época su vida se reducía por un lado a cruceros
por el Mediterráneo, viajes por el Volga y el Caspio, travesías por Constantinopla y las
Azores e incluso hasta un naufragio en el Mar del Norte, y por el otro a las mujeres de
la corte, o de fuera de ella. Alexandra no era aristócrata, cierto, era hija de una esclava
turca y un terrateniente ruso, por demás poeta, pero la amaba y eso era suficiente. El
viejo no puede definir si lo que nubla sus ojos son lágrimas. Hace mucho tiempo que
no llora.
Recuerda el año en que zarpó en viaje oficial a Estados Unidos en re-
presentación de la Armada Imperial Rusa. Era 1871. Tres fragatas: la Bogalye, la
Svetlana y el Almirante General; una corbeta, la Ignatiev, y la cañonera Abrek
formaban la escuadra rusa. Él viajaba en la Svetlana como teniente de a bordo y
realizaron la travesía a vela. La fragata era hermosa, aún le parece verla, con su enorme
palo mayor y sus blancas velas al viento, surcando el mar con destreza y elegancia.
Norteamérica no pudo resistirse al encanto ruso, como siempre sucedía. El propio
Ulysses Grant, el Presidente, lo recibió en el Salón Azul de la Casa Blanca,
acompañado por los más importantes Secretarios del gobierno, así como varios

41
generales.
El malestar le hace abrir los ojos. Hace tiempo que sus huesos, cansados quizás
por el frío y la humedad, le quitan el sueño. No debería sentirse así, solamente tiene
sesenta y tres años y muchas historias que relatar a cualquiera que las quiera oír,
aunque preferiría que fuera alguien que escuchara, no ese joven de los bajos, que viene
a ayudarle, cierto, pero que lo mira como a un bicho raro cuando pretende contarle
quién es y por qué está aquí. Las visiones de sus años dorados a veces le cambian el
hilo del pensamiento. La historia no debería de contarla cualquiera, piensa. Sus años
dorados en San Petersburgo, tan bella, con sus noches blancas y sus espectaculares
fuegos artificiales, y las velas escarlatas en el Neva adonde solía ir de paseo con las
chicas del Ballet Mariinski que animaban las noches. Los conciertos, el ballet, las obras
de teatro, la ópera y el amor de Alexandra, esas son cosas que nunca se olvidan.
Tampoco olvida a la preciosa Euphrosyne. La vio cantar un día de Navidad
durante su viaje a Nueva York y su presentación lo dejo cautivado. Su agradecimiento
llegó a la cantante en forma de brazalete de diamantes y turquesas, y qué decir de
Lotta, soberbia en su actuación en el teatro de Variedades de New Orleans durante la
celebración del Mardi Grass. Su encuentro con Lotta fue demasiado breve. Envió para
ella un brazalete de diamantes, perlas y ópalos que apenas podía competir con su
exótica belleza. No olvida a ninguna. No sabe si ellas lo recuerdan, pero él no he
podido olvidarlas.
Vuelve a refugiarse en el sueño, solitario, como casi siempre. Y comienza la
cacería.
El viaje es en tren, un tren especial con cocineros, guías, caviar y mucho
champaña. Como cicerone tengo a William Cody. Le regalé un abrigo carísimo y un
par de gemelos por enseñarme el estilo de montar en las llanuras con el caballo al
galope. Subo con el general Sheridan a un carro abierto, tirado por cuatro caballos.
Viajamos cerca de ocho horas hasta que levantamos campamento. Diez tiendas de
campaña ocupan los funcionarios y soldados. A mí me asignan tres tiendas. Camino
sobre alfombras orientales aunque estamos en el Medio Oeste. Tengo estufas y
cocinas que me ofrecen los mejores manjares, disfruto de caviar y champaña, de pieles
y abrigos. Mañana, bien temprano salimos de cacería. Mañana cumplo veintidós años.
El rebaño es enorme y los caballos, aunque están acostumbrados a cazar y
correr tras los búfalos, no pueden evitar que algunos monteros resulten heridos. Voy
cabalgando a Buckskin Joe, un caballo entrenado para montar al galope. Impresiona
verlos. Son cientos. Cuando rascan el suelo con las pezuñas parece que la tierra va a
temblar. La manada en su huida parece una nube carmelita hollando la yerba. Llevo
conmigo un cuchillo de caza ruso, un revólver americano y a “Lucrecia”, el rifle calibre

42
48 con el que Cody asegura que ha matado más de cuatro mil bisontes de llanura. De
ahí su apodo: Buffalo Bill. Al primer disparo el rebaño arranca en estampida. Es como
si el cielo se deshiciera en millones de truenos. La primera vez erré el tiro, pero en mi
segundo disparo derribé un macho enorme. Ese primer día de caza matamos más de
treinta ejemplares. Después brindamos con champaña.
Dormí mal esa noche. Tuve visiones de indios lakotas inhalando el último
aliento del bisonte que había caído bajo el impacto de mi bala. En sueños se me
apareció el bisonte blanco, rodeado de indios guerreros que lo veneraban. Desperté
agotado y sudoroso. Ese día partíamos rumbo a Pensacola. De ahí continuaríamos
viaje hacia La Habana.
Para asombro nuestro, tan acostumbrados a los rigores del invierno, por
aquellos años llegaban a La Habana numerosos cargamentos de nieve y hielo. El “Rey
del hielo”, Frederic Tudor, amasaba una fortuna envidiable enviando buques con hielo
y nieve al Caribe. El día de nuestra entrada al puerto estaban allí dos de ellos, el Brett y
el Almira Coombs, procedentes de Boston, cargados de hielo luego de diecinueve días
de navegación. Por aquella fecha la isla de Cuba estaba inmersa en una guerra contra
España, pero el Capitán General de la isla, el Conde de Valmaseda, nos recibió con
todos los honores. La guerra no había llegado a la capital, así que La Habana me
pareció hermosa. Era como una mujer morena, de ojos soñadores y mucha sangre en
las venas. Mientras estuvimos en la isla todas las noches se organizaron bailes a los que
asistían las familias más poderosas con sus bellas hijas casaderas, y los dueños de
grandes capitales, obtenidos en la industria de la caña de azúcar, haciendo ostentación
de sus riquezas. También hubo espacio para disfrutar de una buena ópera. El Gran
Teatro de La Habana se vistió de gala y un enorme coro interpretó el himno nacional
ruso al inicio de la función. Peleas de gallos y corridas de toros remataron nuestras
tardes habaneras. Visitamos el Canal en construcción que suministraría agua a la
ciudad, y al día siguiente salimos hacia el Valle de Yumurí, en la ciudad de Matanzas.
Pocos serán los poetas que puedan atrapar en sus versos la belleza de aquellos parajes.
La vista se extravía explorando el horizonte esmeralda. El esplendor del follaje, el
silencio de la campiña y el canto de los pájaros en medio de tanto verdor brindaban al
espíritu humano la paz que necesita.
Después vinieron Río de Janeiro, Ciudad del Cabo, Hong Kong, Shangai,
Nagasaki. La escuadra rusa llegó hasta el Lejano Oriente y de ahí zarpamos
nuevamente hacia Vladivostok, a casi un año y medio desde nuestra partida de
Kronstadt. Luego a San Petersburgo. Al fin de vuelta a casa. Al fin de regreso a la
pasión de los hermosos ojos de Alexandra.
El recuerdo de la mujer amada le hace despertar, aunque apenas consigue

43
moverse. La oscuridad le hace pensar que ha caído la tarde. Las luces de la habitación
continúan apagadas como casi siempre. El viejo ya no quiere encenderlas.

ANA BUSQUETS FARIÑA


Cuba

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45
E
xisten innumerables parajes desolados en la geografía terrestre, sitios
impiadosos sumergidos en el fino polvo del olvido y el horror de sus
destinos.
Solo algunas almas desencarnadas vagan por esos páramos y una y otra vez
vuelven a morir de tristeza infinita.
El riesgo no es penetrar en sus entrañas, cualquier distraído puede hacerlo, salir
sin arañazos infligidos por las afiladas espinas que esperan durante siglos a los
imprudentes es otra cosa muy diferente.
No fue la casualidad, fue su hermana la imprudencia quien me llevó de su mano
a adentrarme en sus entrañas muertas de toda muerte. Por esas conjunciones estelares,
divinas o malditas, si es que existen las primeras, un día hallé la “tierra prometida”.
El aviso decía que la tierra era apta para todo cultivo y el precio me pareció
razonable.
Ya en la región, a pesar de lo evidentemente desértico del lugar observé grandes
extensiones de olivares y eso me entusiasmó, el camino era arenoso y con serruchos
que el agua de lluvia había labrado en su lomo.
El dueño de las tierras era un tal Atilio Araoz quien me había informado que
me resultaría fácil encontrar su vivienda, me dijo: “Soy el único que tiene una
camioneta Ford de color blanco estacionada en el frente de una casa de color rosa”.
Era verdad, en el paraje había ocho casas y una de ella lucía su frente de color
rosa y bajo la sombra de un centenario árbol de mistol estaba estacionada la camioneta
Ford de color blanco.
Atilio aparentaba unos cincuenta años, gorra verde, camisa a cuadros
remendada con hiladas de diversos colores, su mujer, “la Mary”, era una criolla entrada
en años y en grasas, estaba embutida dentro de una calza de color rojo intenso que se
adhería sin prejuicios a su anatomía inferior.
Me invitó a ingresar a su casa, en el frente había un pequeño almacén con
productos de primera necesidad: vino, cerveza, gaseosas y cigarrillos.
Nos trasladamos a un patio de tierra blanca apisonada por el tránsito humano y
el riego de mil baldazos que desechaban las aguas servidas, procuré sin éxito no pisar
los regalos de las gallinas diseminados por doquier.
Había una antigua mesa de madera chueca que dejaba ver añosas pinceladas de
color celeste. La mesa estaba cubierta de pequeños frutos de mistol, frutos pegajosos
que la brisa derribaba sin cesar y caían como fino granizo rojo acumulándose a
montones sobre la mesa chueca y apenas celeste.
Atilio dio dos manotazos con el revés de su mano, arrojando los frutos al suelo
y me invitó a tomar asiento en uno de los bancos que rodeaban la mesa y que también

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estaban cubiertos de esos frutos maduros y viscosos.
A unos cinco metros dormía, en una mezcla de barro y estiércol, una cerda
enorme como un hipopótamo y que alguna vez fue de color blanco. La chancha estaba
rodeada de desperdicios que le arrojaba “la Mary” para que se alimente. El fétido olor
que me penetraba por las fosas nasales era ácido y pestilente, supuse entonces que el
gas mostaza se extraía de esa combinación.
Me distraje por un instante, tal vez por el olor penetrante y ácido que me
acercaba la brisa matutina y luego de unos segundos mi atención se centró en la
apariencia de Atilio debido a que unos minutos antes había conocido a sus hermanos,
eran criollos, morochos, era notorio que la sangre indígena se había impuesto sobre la
europea. El apellido Araoz era español pero eso no era garantía ni certificado de
origen. Atilio era rubio y de ojos verdes, tal vez por ese motivo me pregunté si su
apariencia sería un salto en el tiempo de genes ancestrales de antepasados vikingos o
tal vez algún forastero gringo había visitado aquellos parajes hacía unos cincuenta
años. Mi razonamiento lógico dio por verdadera la segunda opción.
Luego de contarme lo maravilloso de aquel lugar partimos a bordo de su
vehículo a conocer el campo en venta, después de unos cientos de metros salió del
camino principal y se adentró en un sendero serpenteante procurando evitar las largas
y afiladas espinas de los chañares que cercanos al sendero intentaban lastimar al
vehículo, Atilio no siempre conseguía esquivarlas y a cada momento se escuchaba el
rechinar de las afiladas púas que dejaban sus huellas digitales en la pintura,
continuamos atravesando antiguos olivares y vadeando profundas acequias secas y
arenosas.
Llegamos, eran solo dos hectáreas, muchísimo para quien viene de la ciudad,
lucían una alfalfa verde que contrastaba con el paisaje yermo circundante, había
algunos caballos pastando. Pregunté por el agua, me dijo que había en abundancia y
que corría a torrentes por las acequias desde el cercano embalse. Prometió ayudarme
con su tractor, arar la tierra, sembrar y asesorarme con sus conocimientos.
Ya imaginaba mis vides cargadas con vigorosos racimos de uvas Malbec, flores,
árboles frutales y también a mis nietos correteando por aquel vergel irreal.
Regresé a casa, casi no lo pensé, el precio era bajo, la tierra apta para el viñedo,
el agua correría por las acequias y lo convertiría en un paraíso. Lo compré.
No pensaba habitar en el lugar pero necesitaría un sitio donde pasar algunas
noches, entonces construí una modesta pero bonita cabaña de madera. Cuando al fin
estuvo terminada vi con asombro que la noticia se había desperdigado por el lugar y
emergían del monte circundante familias con sus hijos, jóvenes, viejos, todos se
acercaban a mirarla, solo unos pocos aceptaron mi invitación de ingresar a conocerla,

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los demás se conformaron con mirar a prudente distancia.
Una semana después, cuando quise perforar en busca de agua potable me
enteré que era imposible, la napa freática estaba a unos ciento cincuenta metros de
profundidad. Al día siguiente compré un tanque plástico de mil litros y lo coloqué en
un montículo de piedras detrás de la cabaña. Una semana después el tanque
desapareció, algún gnomo del monte se lo había llevado. Estaba descubriendo que no
todo era maravilloso como en mis sueños.
Sembré zapallos, en pocos días las semillas germinaron y comenzaron a crecer
las primeras plantas, un milagro para mis ojos. Pasadas unas semanas y cuando el
zapallar necesitó nuevamente agua lo solicité en la repartición pública encargada de
administrarla, me dijeron que habían cortado el suministro a las acequias para riego
debido a que el dique tenía bajo nivel de agua.
La mitad de los zapallos se secó, los más fuertes sobrevivieron gracias a una
lluvia esporádica. Hice los cálculos, apenas podría recuperar los gastos.
Uno de esos días apareció por el lugar un sobrino de Atilio, de nombre Martín,
de unos veinte años, cara de sonso, delgado, encorvado, sus ojos miraban siempre sus
zapatillas.
Después de la escasa cosecha Martín me dijo: “No se preocupe Don, en mi
casa hay un lugar con sombra, se los voy a cuidar, si los deja aquí seguro que se los van
a robar”. Me pareció bien y aunque ya dudaba de todos, Martin aparentaba ser algo
diferente. Trasladamos los zapallos a su casa y nos dimos la mano.
Quince días después regresé a su casa, golpee las manos, nadie me atendió.
Esperé en vano una hora, nadie se asomó. Sospechaba que en la casa había alguien,
alcancé a ver una sombra en su interior deslizándose con sigilo.
Oscuros pensamientos de venganza me invadían en el trayecto de regreso.
Nunca más tuve contacto con Atilio, “La Mary”, sus hermanos, Martin, los zapallos, la
chancha, el tanque, mis frazadas, vajilla, herramientas y el inodoro de la cabaña que
también se lo robaron.
Con el tiempo la tierra otrora verde se tornó nuevamente en un páramo
muerto, seco, solo algunas malezas adaptadas al infierno lograban emerger a duras
penas, aquí y allá.
Los olivares maravillosos que creí ver la primera vez, hacía años que estaban
muriendo lentamente por falta de riego, de lluvias y exceso de pestes. Los vi secarse
lentamente uno tras otro.
Se percibe la pena de los ilusos distraídos que se adentran en estos territorios en
el angustioso grito de los pájaros, en la lluvia que abruma con su ausencia, en el olivo
partido por un rayo. Aquí rige la sin principio y sin final ley de lo salvaje.

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Entonces pensé que no era casualidad el parecido entre los loros del monte y
los Araoz, vivían todos juntos, entre las espinas y haciendo todo el daño posible para
expulsar a ocasionales invasores.
Un día regresé a la soledad de la tierra yerma, ya no había agua, ni zapallos, ni
siquiera una jodida aceituna colgaba de las ramas de los viejos olivares en agonía.
Mientras tanto, el viento escupía con odio arena seca en mi rostro. Tal vez por eso
corrían algunas lágrimas por mis mejillas enrojecidas de sol y rabia.
El paraje sobrevive a todo, es inevitable, es más fuerte que cualquier mortal,
tiene millones de años de ventaja, no tiene apuro, es implacable, en poco tiempo los
olivos plantados por los inmigrantes morirán y el chañar salvaje será nuevamente el
rey, como debía ser, como siempre fue. Algunos pioneros primero, otros imprudentes
después, intentaron civilizar lo salvaje. Pobres ilusos, debajo de su piel de mansos
corderos los nativos nunca dejaron de ser predadores al acecho de presas
desprevenidas que se adentran en sus territorios.
Miro la tierra que labré con esperanza y pienso que no le pertenezco, me
expulsa con espadas de sol ardiente, púas afiladas y con los hijos que parió la arena
muerta.

HUGO HÉCTOR MOREL


Argentina
Facebook: https://www.facebook.com/hugohector.morel

49
50
E
stoy de pie, a su lado. El bus se marcha y crea una especie de neblina en la
calle, la única neblina con la que podré soñar; aquí no hay nieve, no hay
historias románticas y nadie nunca jamás bailará bajo la lluvia. Ella no sabe
mi nombre, el suyo es Margarita. Caminamos durante un rato, Margarita se mueve
como si estuviéramos enamorados. El cielo se rompe, primero las raíces plateadas y
luego el sonido seco. Lloverá, dice. Voy en silencio. Calle abajo. Cielo amarillento, ni
una sola estrella. Astorian Inc. Aquí, señala y se detiene. No me ha dicho que entre,
pero la sigo. Pasamos el hall de una recepción vacía. En el mostrador hay una cajetilla
de Marlboro. La tomo. Margarita me mira pero aparta la vista para que crea que no me
vio. Subimos escaleras hasta llegar al tercer piso. 302. Saca un manojo de llaves de
cobre y abre ¿No quiero entrar? Si ya estoy aquí. Sí, sí quiero. De las llaves cuelga un
Mickey Mouse descolorido y sin una pata, la otra pata lleva heridas profundas hechas
por dientes. Mickey me sonríe, me ve cara de imbécil, se mece y con su brazo
extendido me indica que siga mientras él, se queda concentrado en el trasero de
Margarita. Entro.

El apartamento es un desastre. Margarita se parece un poco a su apartamento.


Ella está afuera recogiendo al bebé. La vecina le dice algo. Lo de la leche. El niño está
comiendo como presidiario. Debe traer más. Me tiro al sofá, caigo sobre el control del
televisor. Lo uso. Primer canal: veinte muertos en Irak, otro suicida. Las mujeres, en el
video de Al Jazeera lloran. Celebraban la boda de un tipo gringo. El presentador se
lamenta. Tiene cara de llamarse Jerry. Su compañera es una latina de ojos grandes que
quiere conquistar la sección Medio Oriente de CNN. Al fondo, en un plano
desenfocado, dos mujeres se saludan. Jerry lee del telepronter. Se equivoca. Los
nombres del suicida son complicados, piensa Jerry. Pasa de inmediato a los deportes.

Canal dos: novela local. La misma tipa y el mismo tipo, es el primer


protagónico de ella. Salón grande. Escaleras de madera. La mujer es la empleada de
servicios domésticos. El tipo es el dueño, de la casa, claro. En diez capítulos
protagonizarán la escena de cama más brutal vista en televisión nacional. Por ahora él
solo le pide que le traiga un café. Puta, le digo. Ella me mira y quiere salir de la
pantalla. Lo hace por necesidad, quiere decirme. Tiene unas cuotas de un carro de
segunda mano por pagar. No le dejo seguir hablando.

Canal tres: La cara del bebé de Margarita se interpone entre el televisor y yo. Es
lindo. Háblale, dice ella. El bebé quiere llorar pero no lo hace. Se contiene. Ya comió.
Está a punto de dormir. Qué bueno. ¿Qué más le cuento? ¿De dónde venía? ¿Vivo
solo como ella? Que espere, dice. Ya regresa. Se quiere cambiar el uniforme. El bebé

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sigue en sus brazos. Se detiene y lo ubica en una silla cercana al televisor. El bebé
quiere matarme, tiene la mirada típica de los bebés diabólicos de las películas clase B.
Algo suena atrás. Está bien. No pasa nada. No debo preocuparme. Voy tras el sonido.
La puerta de la habitación está abierta. Margarita está de espaldas y solo lleva el
pantalón ¿Qué me pasa? ¿Qué me creo? El niño. ¿Qué va a pensar? Se gira. Se
descubre los senos antes cubiertos por sus brazos. Se tira sobre la cama desarreglada.
Cae sobre dos revistas vanidades del año anterior. En la portada de una, un chico
revelación de la actuación. En la otra, una chica parecida pero con un corte de pelo
más a la moda y la mirada más triste y vacía de la galaxia. Voy sobre Margarita. La
cama huele a alimentos de bebé, a moho y a salchichas. Me sacudo. Sus senos huelen a
mayonesa. La tomo de la mano. Le digo que mejor en el sofá. El niño está allá. Quiere
llorar. Si lo hacemos y él nos ve, me dice, eso quedará en su mente para siempre. Lo
vio en un canal de tv, la infancia es complicada. No me importa. Tiro de ella y me
sigue sin oponer ninguna resistencia. Pasamos al lado del bebé. Él sonríe. Me
acomodo en el sofá. Ella está frente a la pantalla del televisor. La luz choca contra su
cuerpo y sus perfiles se notan dorados. Retira el pantalón al mismo tiempo que sus
bragas. Su pubis está cubierto de vellos castaños y retorcidos. Piel blanca. Bajo mi
pantalón hasta las rodillas. Lo suficiente, creo. Ella me mira y por primera vez en la
noche la veo sonreír. Cae sobre mí. Se mueve, cabalga, gime. Un sonido suave y
profundo. Está sudada y brillante. El sudor de todo un día. La pobre carga el peso de
todo un McDonald’s. Su piel es salada. La sostengo de las caderas. El bebé ríe, lo miro.
La latina, presentadora de CNN lo carga. Mece al bebé y le dice cosas al oído. Hoy
Margarita ha entregado unas ciento cincuenta hamburguesas doble carne, doble
cebolla, todas con mucha mayonesa. El bebé parece divertirse con la situación.
Margarita mueve sus caderas más rápido. Se agita. La presentadora baila con el niño
por toda la sala.

Canal cuatro: Más noticias. Una española de cara redonda. Rubia. «Abuela
madrileña promedio pelea por la custodia de su nieto». El bebé ríe. La presentadora, el
bebé y la española conversan sobre la economía de los restaurantes de comida rápida.
Un mundo de mierda, dice la española. El bebé asiente y sonríe. La presentadora tapa
con el dedo índice los labios de la española. Margarita suda. Muerdo el pezón de su
seno derecho, ella se retuerce. Sigo. Sus senos son grandes y bellos pero huelen a
mayonesa. Supongo que no es su culpa. Aunque cada vez que coma hamburguesas
recordaré a Margarita, sin duda. El sudor le recorre toda la espalda hasta llegar a mis
piernas. El bebé lanza una carcajada. Margarita intenta mirarlo pero se arrepiente. Saco
su seno de mi boca pero con su mano me lleva de nuevo hasta él. La presentadora de

52
CNN me lanza un beso, esquivo su mirada. Deja al niño sobre la silla. Viene hacia mí
con cara de reproche. Tiro a Margarita a un costado. Me escabullo. Gime. Me levanto.
Subo mi pantalón y huyo. En el televisor está una mujer vendiendo una crema
reductora de celulitis. Margarita me quiere preguntar a dónde voy pero solo le alcanza
para jadear y susurrar palabras que no me interesa entender. El bebé comienza a llorar.
Mickey Mouse aún cuelga de la cerradura. La vecina de Margarita se llama Asunción,
lleva un pijama que parece una bolsa mortuoria, me mira, hace ese gesto-movimiento
que suele hacer la gente cuando cree que el mundo está perdido, como los boxeadores
antes de caer a la lona.

Callejón. Escaleras. Segundo piso. Escaleras. Callejón. Primer piso. En la


recepción está un viejo dormido. En su televisor está Bob Esponja preparando
hamburguesas para Calamardo. Bob me saluda y le guiño un ojo para dejarlo ir. Bob
contesta y las burbujas se escapan del televisor y llegan hasta el techo de la recepción.
El vigilante de la recepción se despierta y apaga el televisor.

Desde la calle, se nota la ventana del departamento de Margarita, luz amarilla,


cortinas rosadas. Carga al niño y se asoma. Me mira. El niño sigue llorando. Llueve.
Hay unos pocos anuncios de Neón. Saco la caja de cigarros pero están empapados a
causa del sudor de Margarita. Me dan ganas de volver pero Margarita desaparece de la
ventana y a continuación apaga las luces, Imagino que esa es su forma de decirme
adiós.

MIGUEL BARRIOS PAYARES


Colombia
Blog: Mangadelvalle
G+: Miguel Barrios Payares

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54
Más sabe el diablo por viejo que por diablo.
Refrán popular

-¿Q
ué carajo pasó? ¿Cómo nos pudieron sorprender así? —Los
gritos de Manolo, acompañados por puñetazos en la mesa nos
tiene a todos con las cabezas gachas, incapaces de sostenerle la
mirada— Mejor que piense que fue casualidad que alguien nos
entregó —continúa—, porque si llego a enterarme que hubo un buchón entre
nosotros y lo descubro, va a lamentar haber nacido.
Manolo es un líder indiscutido. De los treinta y cinco años que tiene, seis los
pasó en la cárcel, condenado por robo, homicidio en ocasión de robo, —la empleada
de la joyería—, más una condena adicional por intento de fuga. Salió con libertad
condicional hace dos años, mucho antes de lo que le correspondía. Dicen que
untó convenientemente a unos fulanos en el juzgado para que le consiguieran el fallo.
Me contaron que ahora es más duro e insensible que antes de caer preso. Con toda la
intención de seguir en la misma, apenas pisó la calle, reclutó gente para dedicarse
al único laburo que conoce, el afano. A más de uno, por incompetente, le tuvo que dar
la baja anticipada a causa de su obsesión por cuidar todos los detalles y no equivocarse.
Por eso la bronca que está descargando con nosotros en este momento, ante el
fracaso de anoche en el restaurante, donde había una mesa de policías comiendo.
Cuando empezaron los tiros, los tres que entraron salieron corriendo y rajamos en los
dos autos, uno a mi cargo y el otro con Manolo, sin hacerles frente. Él siempre nos
dice que solo nos enfrentemos si estamos acorralados. Algo le hace ruido con esa mesa
de policías; de ahí su enojo.
Hace poco más de un año que estoy en la banda. Me trajo el Paraguayo. El
Pampa y el Pelado completan el grupo. El Pampa es un tipo jodido, desagradable, de
los que no miran a los ojos cuando habla. Ya tuvimos un par de encontronazos. Si
bien soy el más viejo del grupo, todavía me da el cuero para ponerle los puntos a
cualquiera. El Pelado recién debe haber pasado los veinte. Es hijo de un tipo que
Manolo conoció en la cárcel. Es un buen pibe pero anda siempre muy fumado.
Siempre le decimos que para salir a laburar hay que estar limpio, con todos los
sentidos alertas, pero no sé si nos da bola. Me parece que necesita la droga para darse
coraje. Al Paraguayo lo conocí en la villa del Bajo Flores, cuando llegué del sur.
Enseguida empecé a meterle mano a los autos que levantaban unos pibes, para
hacerme ver, y él no tardó en darse cuenta que sabía de motores y me buscó para
conectarme.
—¡A mí me conocés hace una pila de años, Manolo! No sé si todos pueden

55
decir lo mismo —dice el Pampa, haciendo obvia referencia a mí.
—¿Y eso qué garantiza? —pregunto sin mirarlo, y para provocarlo.
Dirigiéndome a él, le digo— A lo mejor alguien encontró tu precio ahora.
—¡Te voy a cagar a trompadas, hijo de puta! —se levanta como una tromba,
haciendo caer su silla hacia atrás.
—Me gustaría que lo intentes —le digo pausadamente mientras me paro—.
Sería una buena oportunidad para que te hagas una dentadura nueva.
—¡Basta! ¡Siéntense los dos! —brama Manolo, golpeando la mesa por enésima
vez—. Se terminó la reunión. Salgan de a uno, con intervalos de veinte minutos, ya
saben.
Me siento y espero el último turno. Cuando me quedo solo con Manolo, le
digo:
—Si vos querés, se me ocurrió una forma de descubrir si hubo un buchón.
—Te escucho.
Cuando termino de explicarle mi plan, me dice:
—¡Es bueno! Solo que queda uno afuera…
—¡Sí, claro! Lo que pasa es que nadie está obligado a declarar contra sí mismo.
—¡Siempre tenés una respuesta! —dice sonriendo.
—Para eso uno acumula años. Si no se suma sabiduría también, ¿para qué se
vivió?.

II

—Los cité porque hay algo que resolver —dice Manolo, con la voz más grave
que de costumbre—. Anoche la brigada abrió un auto, que teníamos estacionado en la
cortada que da sobre las vías, en el que, supuestamente debían estar los fierros para el
próximo golpe. ¿Tenés algo para contarnos Pampa?
—¿Yo? ¿Por qué? ¡Si vos me dijiste que me ibas a avisar cuándo tenía que
buscarlo!
—¡Porque eras el único que sabía esa dirección! —grita poniéndose de pie—.
Los demás tenían otras direcciones.
—¡Es una trampa! —y dirigiéndose a mí— ¡Vos me la tendiste! ¡Te voy a
matar!
Se abalanza e intenta agarrarme del cuello. Me corro de costado dejándolo
pasar y le aplico una patada en las costillas haciéndolo caer.
El Pampa se levanta con intenciones de seguirla. Manolo se interpone y le grita
fuera de sí:
—¡Basta! ¡Nadie más que vos y yo sabíamos esa dirección!¡Andate! ¡Estás fuera!

56
El Pampa se levanta, me mira, hace un ademán como de cortarse el cuello y
sale. Mirando a los otros dos, Manolo les dice:
—Paraguayo, encárgate de él. Vos, Pelado acompañalo. ¡Con cuidado, que es
peligroso!

III

Me sirvo una copa de vino y busco el celular exclusivo que guardo en casa.
Creo que tuve un poco de suerte, pero además, el plan que le propuse era bueno.
Levantar tres autos, estacionarlos en distintos lugares y pasarle las direcciones a
Manolo. Lo que no pude saber es cuál vehículo le asignó a cada uno. El Pelado vino
solo a preguntarme cómo llegar a la dirección que le dio. Al Paraguayo, como
creyó que todos teníamos la misma información, le pregunté directamente si conocía
la zona. Por la descripción supe cual le tocó. De modo que, por descarte saqué cuál le
dio al Pampa.
Hago la llamada. Suena dos veces y atienden.
—Hola, Gutiérrez habla.
—Hola comisario. Soy yo. Tengo los detalles del nuevo golpe.
—¡Ah, bien! Lo escucho.
—Antes quiero agradecerle el operativo en el auto, salió redondo.
—Era fácil. Igual los muchachos se frustraron al no encontrar nada. Yo no les
dije que era un cebo. ¿Y lo nuevo?
—Va a ser el viernes, a eso de las 1500 hs, en un aserradero de Camino de
Cintura y Ruta 205. Después le paso bien la dirección por WhatsApp. Por lo que se
filtró, una constructora va a llevar un pago importante, en efectivo porque es en
negro. ¡Por favor! ¡Que sus muchachos no se apuren como en el restaurante! Vamos a
estar en dos autos. Yo voy a salir hacia Monte Grande por la 205, y el auto de Manolo
hacia la Ricchieri por Camino de Cintura. Con que nos esperen un poco más adelante,
no va a haber resistencia. El tipo más jodido ya no está.
—Buena data. Tranquilo. Solo tengo una inquietud personal. ¿Por qué tanta
dedicación por un pájaro de poco vuelo?
—Es una historia larga.
—Un jefe que tuve me decía que todo lo que hacen los hombres siempre es
por plata o por mujeres.
Alicia, mi hija, me sonríe desde la foto en la pared del cuarto. Sé que en el cielo
también estás sonriendo, mi amor. ¡Fue tan injusto que te pasara a vos! ¡No hacía
falta! ¡Ya le habías dado todo lo que había de valor en la joyería! ¡Nada va a hacer que
vuelvas, pero al menos este hijo de puta va a estar preso, aunque sea por otra causa!

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—Su jefe la sabía lunga, comisario. A lo mejor, algún día, lo charlamos.

OSVALDO VILLALBA
Argentina
Blog personal:
www.osvaldoevillalba.blogspot.com.ar
Twitter:@elbarba44

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59
P aso a paso, la ciudad apesadumbrada se ilumina, sus garras se hunden en
tierra sagrada en la que el dios hombre tiene su dominio. Se acerca sigilosa,
acechante, oliendo la carne grasosa de los habitantes, que inocentes aun al
peligro, viven su vida presurosos.
La nariz se le abre aspirando la carroña humana, su lengua colgando y jadeante
exhala saliva que cae en un chorro transparente, marcando sus pasos, en cada
respiración. Su hocico, cual oscura cueva, muestra orgulloso sus puntiagudos dientes
que desgarran hasta la propia vida.
La oscuridad del lugar la cubre, su cuerpo oscuro se funde entre paja y heno. La
pequeña granja duerme la hora nocturna, la hora perfecta.
Entra en el gallinero, el bullicio es inminente y exagerado. Las plumas vuelan
mientras las cabezas de gallinas, gallos y patos salen despedidas como fuegos
artificiales en días festivos. La sangre cubre el pelaje oscuro que queda marcado con un
brillo escarlata. Los cuerpos decapitados, sin devorar, corren sin destino, empujándose
unos a otros hasta caer esperando su momento de ser devorados.
Ínfima caza para una fiera colosal, pero necesaria para calmar sus bríos y su
fulgurosa sangre de adrenalina con esos meros seres inferiores.
Ahora se acerca, la presa más grande viene por su propio pie. Voltea a mirarla,
se aleja dejándola ir. Sería demasiado fácil.
La carretera, camino a la ciudad, se hace más sinuosa, como el cuerpo de una
mujer ardiente. Las patas de la bestia resonaban en el silencio de la noche cuando el
crujir del fuego lo hizo detenerse, levantar la monumental cabeza, oler el aire, la brisa
que traía la apetitosa novedad.
A unos metros, cinco cuerpos bailaban alrededor de una fogata, la música, el
rock del querido Axl, le daba la Bienvenida a la Selva. El olor a aquella planta alegre,
uno de los mayores placeres en tiempos modernos, la envolvía. El pequeño
campamento destiló miedo al primer rugido del grandioso monstruo, corrió con el
hocico abierto, la saliva salpicando su pelaje se perdía en el aire. La velocidad que
llevaba le hacía achicar los ojos al golpe del viento. El sonido gutural desde sus
entrañas, el rugido de todos los muertos que se digerían en su vientre, paralizó el
bosque, el tiempo.
No hubo tiempo ya de escapar. Las garras se hundían en espaldas y brazos. Los
dientes se aplastaban en caras y cráneos. Reventaban piel y salpicaban cerebros. El
cuero cabelludo colgaba de las cabezas de cuyas cuencas se escapaban los ojos.
La bestia se envolvía en intestinos, en nervios como rojas ligas que se perdían
entre su pelaje oscuro. Saltó sobre la fogata, nadie escaparía. Cayó sobre el pobre tipo
que, en un intento desesperado, quiso detener su hocico. Lo cerró sobre su brazo

60
cercenándolo, las arterias, cual cables pelados de electricidad, se agitaban salvajes
salpicando todo alrededor de sangre y plasma. El chorro sanguinolento llenaba su
hocico. La bestia, con los ojos en blanco, al sentir el sabor ferroso en la boca seguía
mordiendo, masticando y tragando.
El muchacho quedó sin rostro, reemplazado por una masa informe. Sin brazos,
sin vísceras, sin corazón.
La aurora tirana apareció. La bestia, dormida sobre su víctima como amante
exhausto después de la noche de placer más sádica, se despertó viendo sus grandes
músculos desaparecidos, su colosal figura reducida. Su fiero pelaje en pálida piel
convertido. Sus patas en brazos y piernas tornadas.
Se levantó, tomando algo de ropa con que cubrir sus partes nobles y como
escarlata figura, se perdió entre las hojas de otoño esperando el siguiente disco lunar.

TANIA HUERTA
Perú
Web: http://piesfriosenlaespalda.blogspot.pe/
Redes Sociales: https://www.facebook.com/piesfriosenlaespalda/

Ilustradora:
ABRIL CORTÉS SUÁREZ
México
Instagram: @lirbalam
Deviantart: https://lirbalam.deviantart.com/
Wordpress: https://abrilcortesblog.wordpress.com/

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62
V a hasta el umbral y respira profundo.
Antes, hizo añicos con su mano izquierda un papel amarillo que apareció
hace una hora en un sobre de madera con letras grandes; en el ángulo
derecho se leía “correspondencia privada”. Papel y sobre fueron arrojados sobre una
mesa repleta de otros papeles y libros, sobrevivientes de un desorden perenne.
Se toma las manos en un gesto de aseo y pierde la vista en el paisaje. Después,
levanta la vista y mira en dirección al muro del tercer bloque de departamentos. Un
muro de granito. Pasea los ojos sobre la superficie. Parpadea hasta cerrarlos.
Lentamente, vuelve a abrirlos. Después ensancha el pecho y observa un zorzal que
persigue a otro sobre el césped del jardín contiguo. Gargajea sin pudor y aguarda: oye
una llave muy cerca. Se dirige a la mesa donde reina el caos, pero se detiene un
segundo antes; se despereza, gira la cabeza y su perfil se refleja en el ventanal.
Permanece quieto, muy próximo al archivo. Abre el segundo cajón, busca sin mirar, se
detiene, busca y saca una bolsita de pana negra. Piensa que sería bueno dejar de
morderse el interior de su boca, ya en carne viva. Contrae las mandíbulas en un gesto
de dolor. Los ojos le lagrimean. “Hablo solo”, murmura. Ve su reflejo en el ventanal.
“Pequeño zorro, corazón caliente, ahora es cuando percibes lo negra que será la vida
sin ese roce de la piel; sin apenas sus olores”.
Se dirige al baño y frente al espejo, obsesivamente, choca la frente casi con
violencia. Aún sostiene la bolsita de pana en su mano derecha. Concluye que hay
mejores maneras de pasar el rato que aquélla: constatar que el muro vecino es de
granito y lo peor: dentro de veinticuatro horas será el decimoquinto aniversario.
La pava silbó justo cuando iba a insultar su demora; el teléfono interrumpió su
inspiración. Se mantuvo expectante. Ring…Ring…; tres, cuatro, ocho veces. Silencio.
…Contestador: Ahora no estoy. Cuelgue y llame en otro momento. “… dónde carajo
estás p…”.Shrrrrrr… Click. Silencio. Volvió sobre sus pasos y se dirigió hacia el
cuarto, a la mesa de noche, de hierro forjado.
Segundo cajón, debajo de uno, dos, tres sobres de papel madera con las letras
grandes en el ángulo derecho, correspondencia privada. Semiautomática. Cañón corto.
Dos barras de cereal, duras como piedra. Ring… el teléfono reincide. Tira del papel;
mejor, le hinca los dientes y regresa a la cocina. Continúa el Ring. Vuelca el agua desde
la pava a una taza de cerámica. Té de albaricoque. Edulcorante. Revuelve. Cesa el
Ring. Con la taza y la bolsita de pana colgando de su mano derecha, regresa al cuarto.
Levanta a la pasada su bata y toma el control remoto. Se oye a Emma en “La Notte
Etterna”, profunda, como si atravesara un túnel. Luego otra vez el teléfono y atiende.
Hable —Su tono es áspero y casual— salgo para Bahía en dos horas y no tengo
tiempo para jugar al psicólogo… No. Lo necesito. Y una dosis de efedrina para

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estimular la energía; tengo muchos pendientes. Además, leí el maldito documento y
me dio por burlarme de la chismosa del segundo…acá abajo. La-del-segundo-acá-
abajo… Claro que sí, hasta arriesgaría decir que no hago otra cosa —el cigarrillo ya es
pura colilla; cambia de oreja el tubo y lo apaga—. … me estaba quemando con el
pucho. No logro sostener el tubo entre el hombro y el cuello...jajaaj. Seguro me muero
de hambre como equilibrista. Sí, porqué no. Imaginate que lo estoy y mucho. Me
sobran razones para no estarlo, pero así soy yo y ni hablar de perder el sueño. Te haría
bien tomarte un descanso. Sobran motivos. Es cierto, y qué —mientras lo dice
maldice mentalmente—. Ajá. Insisto; así no funciona —súbitamente tose y luego
continúa con idéntica llaneza—. ¡Olvidate.! Me malinterpretaste. No, si oigo, pero se
pierde un poco. Ni idea. Aquello que hablamos en el verano ¿te acordás?, pero sin que
lo personal se mezcle. Para nada, no, solo lo elemental…Distancia, exacto. Y lo bueno
de esa hipocondría es justamente eso. Y excluida la certeza acerca de otras cuestiones,
vos tampoco, creo. Bueno, finíshela con el tema. Te lo advierto —entrecerró los ojos y
bostezando, buscó el atado de cigarrillos—. No es indiferencia. Es lo que hay. Jamás
dudé de tus excusas y no es broma. ¡Mierda! Aguantame… —En la cocina, el silbido
de la pava olvidada sobre el fuego después de servirse el té, ya taladraba su cabeza.
Apura; se quema…— ¡mierda! (si te quemabas había que pasarse la mano por el pelo
¡justo él que no tiene ni uno! Y si se lo pasaba por los del…). Pone los dedos bajo el
agua en la pileta y se dispone a regresar al cuarto. Ring, portero. Bufido.
Genial —masculla— Sí si ya vaaaaaa…—grita.

Con fastidio, continúa mojando los dedos. Cierra el grifo. Se dirige a la puerta.
Un muchacho bajo y rechoncho, con ropas que le quedan grandes, lo mira desde el
pasillo. Pelo negro y ojos enormes de un verde extraordinario.
—Buenas señor —le dice.
Y sin preámbulos continúa con el ya repetido discurso de “le acerco a su
puerta la palabra de Jesús; él nos ilumina con sus consejos…”. Le indica que tome un
folletín. Posee una exótica entonación en su voz. Él observa, casi en trance, los sucios
zapatos de charol que calza su interlocutor. Y este, continúa su disertación:
—No pretendo molestarlo. —Suspiró.
Portazo. Regresa al cuarto y toma el tubo del teléfono. -
—…te decía que mis emociones las estrujo como un trapo viejo. Sigamos más
tarde; tal vez mañana. No es el momento ahora, de veras. ¿Qué tal si nos encontramos
en ese Café, en la esquina de la sede del Club? No sé, el sábado. Obvio, y sí, que te
imaginabas. Bueno, perdón… Me distraigo fácilmente y no es solamente cuando
conversamos. Imaginate que recién tocó la puerta uno de esos canutos que predican o

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al menos reparten la palabra “del Señor Jesús”. Unos ojos verdes como el papagayo de
Evaristo, sí, el de la Distribuidora Brasilera y calzaba unos zapatos de charol muy
sofisticados pero imposibles de sucios. Son algo insólitos los caminos de la fe... Uffff.
—Se le cae el auricular; se acomoda en la cama. Repentinamente se siente agotado.
—Perdón, se me cayó el tubo, ¿Qué decías? ¿Con esta lluvia? Sin embargo,
antes lo disfrutabas… —apretó los párpados como resistiendo un impulso— Ya sabía.
¿Equivocado? Equivocado, ok. ¡Pero claro que no!... ¿qué?... Es lo que pienso, te guste
o no escucharlo —grita y no se arrepiente, aunque aleja el tubo de la boca en un gesto
de hartazgo.
Clic. Colgó
Antebaño. Grifo al máximo y las manos empapadas de agua helada se aferran a
su rostro. El espejo refleja su pensamiento; húmedo y determinante.
Regresa a la sala y busca los restos del correo que recibiera. Apoya el papel
sobre la mesa y pasa una mano a modo de plancha. Lee. El rostro imperturbable; el
azul de las venas de su frente se acentúa. Cierra los ojos un segundo y cuando los abre,
se instala en una de las sillas, frente al caos de papeles. Hay un rollo como de planos y
luego de quitarle la goma que lo sostiene, lo estira, colocando en cada punta los
objetos que se le presentan a la mano: tijera, cenicero, celular. Reanuda la lectura del
papel de carta amarillo. Se para; se apoya en el dintel de la puerta del balcón. Su
séptimo cigarrillo se consume entre el dedo mayor y el índice. Va a quemarse; no, justo
a tiempo, apunta y lo arroja hacia el vacío. Vuelta a la mesa. Arruga por segunda vez el
papel amarillo y lo deja caer en el cesto. La vista se le extravía en el desorden de la
mesa. Ahí está. Debajo de la carpeta roja; la de los pagos pendientes. Toma el
encendedor, se agacha sobre el cesto de la basura y aguarda: un fuego tenue, entre
azules y naranjas. Las cenizas que se elevan le recuerdan el hollín en la pipa de su
padre. Es un recuerdo a medias porque el papel chamuscado no huele tan bonito
como el tabaco inglés.
Impulsivamente, se levanta y recoge el celular. El rollo símil plano se enrosca
bruscamente y cae al piso. Lo ignora. Su atención está en otra cosa.
—Sí, soy yo… supuse que ya no estarías en casa se justifica luego de unos
segundos de silencio —… se me antoja preguntar, ¿si habías resuelto hacer eso, para
que mierda me lo decís y encima con tanta formalidad? Claro, que idiota. Elemental
¿no? El martillo del juez. No terminé de hablar. Vos y tu maldita costumbre de
esparcir culpas como si fuera el maíz para las gallinas. Por supuesto, pero no me da la
gana de soportarlo. ¿Ese es tu plan? Perfecto; hacete responsable, aunque dudo mucho
que tengas los hue… qué digo, los ovarios suficientes. Hartás con tu manera de
victimizarte. Hasta el mismísimo psiquiatra debe sentir deseos de putearte. Pará de

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llorar y agarrá tu agenda, la de plástico labrado que te regaló el infeliz de Ramón.
Abrila y desde la A en adelante, llamá a todos los giles que tenés anotados —hombres,
mujeres, niños, consultorios, enfermeros, oficinas y dependencias del Ministerio de
Bienestar Social, etc.— y contales tu versión. Dale, dale, echame la culpa de todo lo
que pasa; cubrí todos los flancos para que nadie tenga dudas que soy el único
responsable. ¡Pará de llorar che! Qué más da; muchos de mi especie nos vemos
condenados por el prejuicio del sexo fuerte. Total, tengo el corazón de madera, como
Pinocho. Para qué ahondar en que ser hombre no es impedimento para derretirse,
sudar y llegar al éxtasis sincero. ¿Ahora te reís? Fijate vos, parece que el tema cama te
cambia el ánimo; tu silencio es muy comprometedor, ¿te das cuenta?... Esto es
absurdo, digno de Hamlet. Dale, con onda. Seguí este consejo. Marcás cada número y
decís, señor, se acaba de comunicar con la Contadora más exitosa del Ministerio de
Bienestar Social, aprobada recientemente en el curso de “hacedora de cuernos,
artísticamente disimulados” ¿no es genial? y ahí nomás colgás. Clik.
Colgó.
Y otro pucho arrojado al vacío. Levanta del piso el rollo simil planos y con una
lentitud esquizofrénica, reacomoda los objetos —celular, cenicero— Mira una y otra
vez la plancha de papel; no ve. Solo las colillas del cenicero son nítidas. Lo toma y
vuelca el contenido sobre los restos de la fogata del cesto. Camina con parsimonia
hacia el balcón. El muro de granito sigue ahí. Impertérrito.
—Lluvia —dice, o mejor dicho llama a la lluvia.
Ring, Ring…
El último cigarrillo del atado sigue la ruta de sus compañeros; apunta, pega y el
vacío. Una pitada largamente inspirada es el paso previo. Después son varios otros
pasos; la meta es una mesita de luz de hierro forjado. Segundo cajón, debajo de uno,
dos, tres sobres de papel madera con las letras grandes en el ángulo derecho,
correspondencia privada. Semiautomática. Cañón corto. El ring, ring del teléfono
continúa; intercambia su agudo sonar con una detonación ahogada y breve. Ring, ring,
BANGG… ring.

ADRIANA MÓNICA LAMELA


Argentina
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67
Y
los ecos de las palabras finales del General se expandieron, monstruosos,
hinchados y deformes, hasta alcanzar las curvadas paredes del Universo.
Y su sonido (no las palabras en sí, ni tampoco el metal de la voz, sino más
bien los solapados símbolos y las implicancias horrendas que contenía el tono) retornó
aún más distorsionado, tras el choque contra los lindes, y Luis quiso gritar…
Pero no pudo. Sus manos ascendían hacia su cabeza, en un frustrado intento de
contener el tropel alucinado de imágenes que aquella conmoción provocara...
…Los minutos previos al despegue: su propio reflejo sobre el metal bruñido
(un manojo de agarrotados tendones, contenidos por la fibra extensible del astrotraje,
bailoteo de pupilas ansiosas tras las gafas antiglare); las diversas expresiones en su
torno: expectación, prepotente arrogancia, ciega determinación... y aquella angustia
irremisible en el fondo de los ojos verdemar de Laura...
…Laura, semanas antes:
—Pero, ¿por qué tú, Luis?... ¿Tan poco te importamos Martincito y yo? ¡Ah,
qué fiebre será esa, que te hace marchar una y otra vez al sacrificio en aras del Santo
Ejército Federal!
(Debió de estar muy trastornada para haber hablado así, se dijo Luis. Por lo
general lo aceptaba todo sin protestas…)
…E1 Coronel, exultante:
—¡Y llegó nuestra hora suprema, caballeros! ¡Por fin Latinoamérica saltará a la
cabeza! Velocidades ultralumínicas..., o incluso más allá, por qué no. ¡Ahora que nos
echen un galgo los del Norte!

...Titulares de prensa:

¡¡SE ABRE LA ERA ESTELAR!!


Proyecto Espacial Sin Precedentes
de las Fuerzas Armadas Surfederenses
Desmiente Eterno Mito
de Superioridad Anglosajona
“¡LAS ESTRELLAS ESTÁN A LA VUELTA DE LA ESQUINA!”, afirman nuestros
científicos.
CYCLON-2: UNA ANTICIPACIÓN DEL MAÑANA, ¡¡HOY!!
Balagua, 23 (WP). Nueva astronave de revolucionario diseño, propulsada mediante
el sistema Cyclon-2, lanzó hoy hacia Alpha Centauri el Ejército Federal de Nibalagua,
pequeño país miembro de la Surfederación Latinoamericana. El piloto, seleccionado
entre más de 2600 aspirantes, es un Teniente Ingeniero de 26 años, casado y padre de
una criatura de tres años. “Estoy ansioso por comenzar”, manifestó, minutos antes del
despegue, lleno de visible entusiasmo ante la magna empresa que estaba a punto de
acometer. Sin lugar a dudas, este 23 de julio de 2110 quedará grabado a fuego en los

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anales de la gran Historia del subcontinente […]

...El doctor Grauer:


—...sin duda pasmoso rendimiento, muy por encima de lo conseguido hasta la
fecha por los Estados Democráticos Norte Americanos, EDNA, con sus célebres
pilas impulsoras Torr-33, Torr-45 y Torr/Kamoto-105, de reciente fabricación este
último modelo... Nuestro proceso Cyclon-2 ha demostrado ampliamente que su
maravillosa eficacia no implicó en modo alguno erogaciones exorbitantes.
”A partir de principios enteramente divorciados de los métodos tradicionales
de propulsión —el Cyclon-2 emplea energohaces de cosmomagnetismo radial
dirigido—, resultará factible, de hoy en más, alcanzar velocidades tenidas por
quiméricas desde el punto de vista del “establishment” científico; y ello, además,
liberado de los inconvenientes comunes de contaminación ambiental y temperaturas
elevadas que caracterizan al sistema “rocket”; y, por sobre todo, recalco, demandando
únicamente una fracción de su costo...
…¡Ya sabes que todo eso es chino para mí! —Laura estrujaba a Martincito, al
filo del sollozo—. ¡Lo que me serviría es tu promesa de que vas a volver entero! ¡Y eso
no me lo puedes asegurar! ¿Verdad?...
…Un toque a los controles, el zumbido in crescendo, el chirrido exasperante,
enloquecedor, y después...
(¿Será posible describirlo? ¿Cómo rotular lo inimaginable?)
...Las notas altas eran rojo brillante, los sabores gemían o ululaban; la pintura de
las paredes, en derredor; el espacio cósmico, envolviéndole por fuera —las ardientes
estrellas convertidas en acres y retorcidas fajas fosforescentes—..., olían cada cual con
su aroma específico, derramando multiformes y explosivas emanaciones.
Una fracción de segundo paradójica, que abarcó de una a otra punta de la
Eternidad; una subida tan hacia abajo, que su materia, diluida en volutas intangibles, se
entretejió con la cerrada urdimbre del Universo...

…El profesor Silveira:


—Entraña, sí, cierto margen de riesgo, desde luego. No puede desconocerse la
posibilidad de que se presenten efectos... peculiares ante determinados trastornos del
Enrejado Dimensional... ¡Pero ni el científico ha de temer lanzar una mirada por
encima de las cabezas del vulgo, ni tampoco el soldado, lo sé, aventurarse en terra
ignota! ¡Esta es una proeza que nos inscribirá en la Historia, coronel! ¡Con letras de
oro y de fuego!...
...Y los salvajes rasgos de Serrano, eternamente evocados al fulgor movedizo de
las llamas; y su clamor de muerte:

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—¡Hay que exterminarlos a todos!
Despertó de repente, sin que le fuera posible determinar si el grito había
quedado inmerso en su ciénaga onírica, donde ningún oído ajeno pudiera recogerlo...
Se incorporó sobre un codo, mientras los morbosos matices de la pesadilla se desleían
en la noche.
Nada parecía moverse en el campamento… Suspiró.
Con el dorso de la mano quiso enjugarse la transpiración del rostro, y el
untuoso contacto le provocó un escalofrío. Trocitos de fogata se adherían al brillo
grasiento de la tez; dos diminutos facsímiles de llamas, ondulantes y rojos, habían
brincado para instalarse en lo más hondo de sus pupilas.
Girando la cabeza, comprobó que todo el mundo dormía; excepto, quizás, los
guardias, juramentados a velar en sus puestos hasta el alba. De todos modos, no
conseguía distinguir bien a ninguno de los atalayas, desde el sitio en que él se
encontraba.
La selva tropical los enfundaba con su cacofonía nocturna. Oyó la fuerte
respiración de Rija, sumida en profundo sueño, junto a él. Tenía una pierna pasada por
encima de él, y el peso del muslo caliente aplastaba la pelvis del hombre... Este se
sentía como mariposa clavada a una tabla.
Se volvió a mirarla. El magro pecho de ella subía y bajaba... Aquellos morenos
pezones se le antojaron, de pronto, un par de minúsculos obeliscos de desprejuicio.
Desvió la vista. Dios, ¡cómo había llegado a odiar cuanto representaban!
—¡Por mí, puedes seguir durmiendo hasta el invierno! —masculló.
Se dejó caer de espaldas otra vez. En los primeros tiempos le había costado lo
suyo habituarse al contacto directo con la tierra; pero finalmente llegó a superar su
instintivo temor de citadino a los insectos predadores o a las hierbas urticantes.
—Mis mejores amigos son piojos, hoy día —ironizó, entre dientes.
...Fue un cataclismo. Un verdadero tornado, que arrasó sin piedad con el Orden
Establecido en su cronología... Retrocedió a su infancia, casi en acción refleja, y allí
encontró un punto de apoyo. Había leído los clásicos: Verne, Wells, el Buen Doctor
Asimov e incluso Ray Bradbury... La línea divisoria se tornó imprecisa: logró aceptar la
irrupción de lo insólito en su sacudida cotidianeidad.
Una vez que estuvo bien claro que en realidad nunca había dejado la Tierra; que
el proceso Cyclon-2 no lo transportó, cual fuera lo esperado, a través de los golfos
siderales, sino, en cambio, a horcajadas del Tiempo, entonces le resultó factible erigir
una estructura básica a partir de la cual podría programar sus futuras acciones.
Soy Luis Lombrossi, Teniente de Ingenieros del Ejército Federal de Nibalagua.
Con breve antelación a esta hora, partí en la nueva astronave militar monoplaza, que

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desde luego piloteaba, rumbo a Alfa del Centauro. Yo tenía veintiséis años, una esposa
de cabello azul —adorable aunque poco comprensiva—, un nene rubio ceniza y una
promisoria carrera militar.
Nunca llegué a A.C. Ni duda cabe que esto es de nuevo la Tierra. Mi nave (tras
un paréntesis de delirante insanía), se ha convertido en un puñado de restos retorcidos;
pero yo, ¡vaya uno a saber por qué milagro!, sobreviví al desastre…
Sigo siendo Luis Lombrossi, y supongo que siempre cuento los mismos
veintiséis años de edad. Pero esta Tierra que ahora piso no es la que dejé. Ella sí que
ha envejecido, posiblemente alrededor de cincuenta, o tal vez sesenta años.
No se trató, por supuesto, de una labor enteramente deductiva. Su mentalidad
no trabajaba así. Es más, detestaba profundamente los imprevistos. Todo aquello que
rehusara encajar como debía en su nicho predispuesto acababa por sacarlo de quicio.
Por eso, suponía, era que se había sentido siempre tan a sus anchas en las filas.
Órdenes precisas, impartidas desde los niveles jerárquicos apropiados: con esto se
manejaba bien... Cuando menos hasta que el malhadado proceso Cyclon-2 desbarató
las reglas.
No había necesitado intuir cosa alguna, tampoco. Fue el propio medio el que se
le impuso, acometiéndole con tal violencia desde todos los rincones a un tiempo, que
ni siquiera dispuso de un precioso instante para aprestar sus defensas.
Algo como un retorno del pasado, llegó a decirse. Como redivivas eras de
romántica delincuencia (Morgan, Teach y el Capitán Kidd), ¡ya entrado el tercer
milenio! Barbas y melenas al viento, armas hasta los dientes, arcaica indumentaria color
aceituna y fulgores indómitos en las pupilas de pedernal. Helechos y raíces en vez de
olas espumosas; fuertes lianas a manera de jarcias de abordaje.
—¡Quieto ahí, espía!
—¡Si mueves una pestaña te...!
—¡Sujétenlo!
(Había una autoridad incuestionable en la nota final.)

Serrano era una leyenda viviente.


Media nación había temblado, por dos décadas, al oírlo aclamar por la otra
mitad. No en tiempos de Lombrossi, por supuesto; para él, Serrano surgía tan de
súbito como una erupción volcánica. Pero el condicionamiento castrense de Luis
acudió en su socorro.
En forma automática atinó a permanecer callado, aparentando indiferencia, por
anómalo que le resultara cuanto viera u oyera. Se las compuso, asimismo, para ocultar
de ellos la comprometedora placa de identificación, con aquella increíble fecha de

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nacimiento y el peligroso patronímico grabados en su bruñida superficie.
Poco a poco logró convencerlos de un cuento improvisado con infinita argucia.
Incluía deserción, vagos resentimientos reprimidos y una simpatía hacia los
“Libertadores” de Serrano latente desde mucho tiempo atrás. Consiguió diluir su
hostilidad en recelo; poco después se le aceptó como uno más del grupo.
El estado mental de Luis Lombrossi, entre tanto, resultaba paradójico: al filo
del colapso, mantenía, a pesar de todo (envuelto en gasas de estupor) un rescoldo
planificante, perennemente alerta.
¡Dios Santo!, se decía, mientras las fogatas del campamento rebelde agredían
con sañudo ardor sus ojos claros. ¡Sesenta y cinco años!... ¿En qué habrá parado todo
lo que conocí? Mi casa, Laura, Martín, mi... ¡Oh, Dios, Dios!
Tendido sobre el pasto, frente a él, Serrano —una magnífica bestia de renegrida
melena y rudas facciones de salvaje, la “X” de las cananas en doble bandolera clausu-
rando en su pecho los resabios finales de humana lenidad—, representaba su única
fuente de información. Pero no debía olvidar jamás la cautela: sonsacarle sin afán
visible, leer entre líneas sin que él lo notara...
—Uno hace cuentas —comentaba Serrano, con feroz destello en la mirada—,
¡y ya van para treinta años de lo mismo! ¡Tres décadas, chico! ¡Tres décadas de servirles
de limones con piernas al General Lombrossi y al gobierno títere de Acevedo!
Cualquiera pensaría que ya nos les queda gota por exprimirnos, chico, ¡pero te juro que
siempre encuentran un poco más de jugo que sacarnos!
Todo aquel rencor. Luis enterró su creciente temblor bajo el peso de una
resolución inquebrantable: si lograba continuar resistiendo hasta que se esfumara todo
atisbo de desconfianza, por enajenante que le resultara...
—El Pueblo jamás se rendirá —barbotó la ronca voz de Serrano, desde la
penumbra—. ¡Pero no habrá posibilidad de ningún Mundo Nuevo hasta que
exterminemos al último de esos cerdos uniformados!
Luis reculó entre las sombras, temeroso de que la indiscreción de las fogatas
revelase su recóndita e irreprimible repulsión.
“¡Locos!”, pensaba, con la sangre hecha hielo en las arterias. “¡Son psicópatas
todos, y el líder, el peor!... Hay que andarse con tiento.”
Planificar. Planificar indefectiblemente: Lección número 1, Primer Capítulo, del
Manual del Oficial Moderno. Apegarse al libro era la clave. Siempre había funcionado
en las maniobras, y ahora lo sacaría con bien.
Disimuló escrúpulos y se tragó aullidos e imprecaciones. Se autoanestesió
contra el horror de masacres, brutales sometimientos de campesinos recalcitrantes y
orgías desenfrenadas tras ocasionales victorias.

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Con sobrehumano esfuerzo se mostró impasible cuando le tocó presenciar la
ejecución de docena y media de soldados y cinco oficiales capturados al Ejército
regular: de rodillas, vueltas de alambre hendiéndoles las muñecas por detrás de la
espalda, un balazo dumdum en el occipital. (Sin necesidad del tiro de gracia, porque,
¿qué gracia habría en disparar sobre el fragmento de nada que dejó el primer impacto
devastador?)
Así debía ser. Por lo mismo, aparte de volver sus convicciones más arraigadas
de cara a la pared, replegó en mil dobleces el venerado recuerdo de Laura y de
Martincito y se obligó a aceptar, hasta las últimas consecuencias, los avances de aquella
inmujer, Rija, hedionda a pólvora, sudor rancio y trasnochado marxismo.
Por otro lado, aunque sin hacerse notar demasiado frente a los demás, siguió
cuidando ciertos aspectos de su aseo personal. Pisaba una faja de hielo quebradizo, en
equilibrio entre designios miméticos y escatológicos: su afán de camuflarse dentro de
la horda no debía hacerle perder de vista la feliz consecución de las etapas finales de su
plan de evasión...
...Todo seguía en calma. Algún animalejo, insecto, o cosa así, se hacía oír por
las inmediaciones; pero nada más que eso. No había luna, y Luis juzgó empresa
realizable eludir el salpicado resplandor de las hogueras.
Ahora o nunca, decidió.
En diferentes circunstancias, habría cabido en lo probable que hubiese llegado
a vacilar; pero la actual coyuntura no le dejaba alternativa.
Le admiró el despego con que finalmente se vio ejecutando lo necesario: sin
duda esa situación límite prescribía el anestésico moral. La mujer se debatió con
determinación, pero él se las compuso para sofocar sus gritos sin el menor rumor.
Todo terminó en pocos segundos.
Evitó volver a mirarla (algo en la forma de esa nariz le había disgustado desde
el principio: parecía personificar entera a Rija) y empezó a arrastrarse..., lento y si-
lencioso como un caracol consecuente.
Sabía bien qué dirección tomar. Con solo que consiguiera sortear la vigilancia...
(En un tiempo hubo termodetectores y alarmas, según supo Luis; pero la mitad se les
había descompuesto, y el resto fue cambiado por droga o armas.) Siempre se había
distinguido como “commando”; por lo demás, y gracias a su elaborada simulación, ya
ninguno de ellos lo custodiaba en forma personal.
Ahora veamos, se dijo. Siete kilómetros al este, siguiendo el curso del río.
Cruzar el vado, trescientos cincuenta metros hacia el sur y ¡quiéralo Dios!..., las líneas
del Ejército regular.
Era la vuelta a la cordura, al orden y a la lógica: tenía que hacerse y Luis lo hizo.

73
No pudo recordar nunca de qué medios se había valido, pero evitó que el cabo de
guardia lo acribillara, por vía de prevención. Después, entre empellones, apuntó a la
segunda fase de su plan: interviú con el General. (Si sus conclusiones, basadas en lo
que dijeran Serrano y sus compinches, habían sido acertadas, entonces...)
—¡El General! —demandó, ignorando los sacudones que le propinaba un
adusto suboficial—. ¡Es urgente que hable con el General Lombrossi!
—¿Por qué?¿Quién es usted?
—¡Cuestión de vida o muerte! —persistió—. ¡Acabo de escapármele a Serrano!
—Yo soy el General Lombrossi —y la alta figura, de espaldas a Luis y sus
custodios, en el centro de la tienda de plástico, se volvió a enfrentarlo—. ¿Qué es lo
que tiene que decirme?
Luis no pudo detener el choque de sus párpados. En la cálida semioscuridad
interior, una menuda imagen de tez sonrosada y rizos amarillos se agitó traviesamente.
—Había una vez un conejito astronauta… —dijo Luis, con suavidad, al tiempo
que abría los ojos para ver al General: patillas aceradas, una venilla azul de pulsante
bombeo sobre la sien izquierda, recia quijada de autoridad vigente; unos sesenta y
ocho, calculó. Lo justo.
—¿Qué dice usted? —inquirió fríamente el militar.
—...que se llamaba Luis, igual que papi —prosiguió Luis—. Y un buen día
subió a una astronave y partió lejos, leeejos..., porque quería llegar hasta las estrellas
más lejanas.
Se tambaleó. Los soldados que lo flanqueaban se apresuraron a sostenerlo por
los brazos; él, con ojos otra vez entornados, pugnaba por reconstruir, en base a
relampagueantes intuiciones, las etapas de un proceso vital que nunca le fuera dado
presenciar.
Martincito escolar, Martín adolescente, suboficial, coronel...
Sonrió fatigosamente. Más repuesto, avanzó hacia el cejijunto General.
—¿Cómo te va, Martincito? —le musitó—. ¿Cómo has estado, hijo?
Las duras manos del viejo hicieron presa en aquel sujeto andrajoso, sucio de
barro, maloliente, descalzo..., aunque paradójicamente lo bastante bien afeitado como
para que no se velasen sus facciones. Los rostros casi se juntaron por las narices.
Entonces, una vieja visión joven rebotó desde la médula del pasado.
—El conejito aquél —observó Luis—, nunca llegó a las estrellas.
—¿Qué... es lo que...? —el General palideció intensamente—. Usted... Usted
no...
—Soy yo, sí, Martín. ¡Tu papá está de vuelta!
—¡Mi padre desapareció hace más de medio siglo, en misión espacial! ¡Fue un

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héroe, y no permito que se profane su...!
Luis rió por lo bajo. Los soldados miraban con ojos desorbitados, oían sin
comprender.
—¡Solo faltaría que me hubiesen levantado un monumento!... ¡Ay, Martincito!
¿Por qué será que solo después de muerto se puede ser héroe? ¡Fíjate en mi placa! ¡Me
las arreglé para conservarla! ¿O quieres cotejar mis huellas digitales con las del archivo?
¿Te servirá el registro de mi voz? ¿O mi ADN?
—No... lo entiendo. Aquel viaje... El Cyclon-2...
Luis hizo una seña con la cabeza. Interpretando sus deseos, el General espetó
un gesto imperioso hacia los perplejos soldados. Ya solos, hubo un crucial intercambio
de miradas, y los rasgos del viejo militar se relajaron.
—Viajé a través del Tiempo —explicó Luis, con la mayor sencillez—, y no por
el espacio… Supongo que pudo haberse producido lo que los teóricos denominaban
“interposición dimensional”… Y ahora... ¡ahora me encuentro con un hijo que parece
mi abuelo! ¡General Lombrossi! —No pudo evitar que le temblara la voz—. Estoy
muy orgulloso de ti, Martín. ¡Has llegado muy alto, hijo mío!
El anciano le tomó las manos.
—Una larga odisea, la tuya —dijo, con una dulzura desconocida en él.
—Pero al fin —repuso Luis—, siento que volví a casa.
Ahora fue el galoneado quien vaciló sobre sus botas, de ordinario los pilares
más firmes sobre los que se sustentaban las Fuerzas Armadas Federadas. Luis,
descubridor asombrado de ternuras nuevas, lo ayudó a sentarse frente al escritorio de
campaña.
Bajo la límpida luz azulosa de los Photopacks, en medio de la pulcritud y el
orden que caracterizaban a la milicia, Luis se sintió a cubierto de la jungla. Una onda
de bienestar indescriptible le recorrió las entrañas. ¡Adiós, infierno! Henos de vuelta en
la civilización.
—¿Cómo lograste llegar hasta mí? —quiso saber el General.
—Serrano te mencionaba constantemente..., y de la peor manera. ¡Para ese
maniático eres una mezcla de Satanás con Moloch!
—¡Salvajes!... ¡Ya me imagino lo que habrás pasado entre esa caterva de
criminales!
Fue tras un prolongado lapso, cargado de mutuas reminiscencias, de menudos
secretos una vez compartidos, de comunes nostalgias inmarcesibles, que todo se
asumió por parte de ambos. Luis comenzaba a ambientarse en aquel mundo cuyos
giros perdiera durante tanto tiempo.
—El conflicto se agudizó en el cincuenta y siete —expuso el General—. Ya

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para mediados de la década del sesenta era imposible vivir en paz en estas tierras...
Serrano juntó un puñado de campesinos, al principio. Se refugiaron en lo profundo de
la jungla, ahí donde no pasa ningún tipo de rodado. No sé cómo se las habrá
arreglado, posiblemente por el terror y el asesinato de los recalcitrantes; pero la
guerrilla creció y creció... Incluso llegó a ponernos en apuros un par de veces —
añadió.
—¿Al Ejército regular? ¡Me cuesta creer que...!
El furibundo índice del General hendió el aire, como espada cimbreante.
—¡Les facilitan armas! ¡Hay potencias del Norte que están de su lado!... Sin ir
más lejos, el mes pasado confiscamos un contrabando de lasermashers que traía un
transporte de Jutland City... No, te aseguro que no hay que subestimarlos, por
desastrados que parezcan, o por estrafalarias que veamos sus ideas. ¡Son peligrosos de
veras!
—Algo de eso percibí —asintió Luis.
—¡Lo cierto es que lograron dividir a este subcontinente en dos bandos
opuestos..., como si hubiesen trazado una raya de tiza entre uno y otro!
Luis meneó la cabeza. Era duro aceptarlo, pensó.
—Dos bandos... ¿Y la gente de la calle, qué...?
—¡Nadie que tenga medio dedo de frente justificaría sus crímenes..., por
mucho que se oculten detrás de esas arengas políticas suyas! —El General respiró
profundamente, mordiéndose un labio—. ¡Las Fuerzas Armadas constituyen el último
baluarte de la democracia, y eso te puedo asegurar que no lo ignora nadie!
El noble semblante había enrojecido. Aureolados por los cabellos grises, los
ojos claros, transparentes aún, despedían brillos inspirados.
Luis dejó escapar un suspiro. ¡Se había perdido tanto! La infancia, el desarrollo
de su hijo. Pero, a cambio, pensó, ahora se le concedía disfrutar del esplendor de su
magnífica madurez… Aquel paréntesis entre los bárbaros asesinos quedaba atrás, se
dijo.—Te admiro, Martín—musitó con fervor, colocándole las manos sobre los
hombros.
—Cumplo con mi deber, eso es todo —repuso llanamente el militar—.
¡Volveremos a ser el gran país que una vez fuimos, papá! —añadió, emocionado—.
¡Ya lo verás!
La marmórea faz del anciano hijo se aproximó a la de Luis. Las manos,
jaspeadas de isletas parduscas, oprimieron al juvenil padre con exaltada presión, y
candentes fulgores brotaron de las pequeñas pupilas.
—Volveremos a ser Hombres, papá. —La voz se elevó, al influjo de su mismo
sonido—. ¡Pero antes…

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(…Y los ecos de las palabras finales del General se expandieron, monstruosos,
hinchados y deformes..., hasta alcanzar las curvadas paredes del Universo…)
...hay que exterminar de raíz a toda esa chusma sediciosa!
Y Luis quiso gritar..., pero no pudo.

CARLOS M.FEDERICI
Uruguay
Wikipedia: https://es.wikipedia.org/wiki/Carlos_María_Federici

Ilustración:Virgil Finlay

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78
M
e gritó “ahí, ahí”, pretendiendo que me detuviera. Hasta me sacudió un
hombro cuando trataba de hacerle entender que a esa altura la avenida
era ruta y que marchábamos por el carril de alta velocidad. Solo
conseguía demorarme, me impedía concentrarme en los letreros donde hallar una calle
que nos permitiera regresar. La culpa era suya, me había dicho al 12.100 y no habíamos
llegado al 11.500. La amiga, sentada inmóvil con la mirada triste colocada en otro
planeta, se dignó a calmarla cuando uno de los empujones de la otra provocó que diera
un giro imprevisto. ¿A qué tanto apuro?, la casa no se iba a mover, ni que fuera un
tipo. Y si quería perseguir tipos, que fuera con la policía.
Insultando en voz baja reduje la marcha, tras ubicarme en el carril correcto.
Encontré una calle y giré; ahora precisaba hallar otra que me permitiera volver.
Comprobé que la mujer, apoyada en el respaldo, continuaba nerviosa, se frotaba las
manos y sacudía la cabeza. Flaca, consumida, con una frente muy ancha y el pelo largo
cayendo por detrás de la oreja, en ese instante parecía una loca. Ni se me cruzó por la
cabeza que viviría tal experiencia cuando las recogí, frente a una casa de paredes con
piedritas, bien conservada. Subió tranquila, despacio, la amiga detrás; se la veía
contenta, como esperanzada. La otra era más baja, morruda, con una campera gruesa
de tela abrigada y cabello corto, como el de un varón; en ella no existía el menor
indicio de ansiedad. Me dieron la dirección y nada más. ¿Qué le había atacado?, ¿una
droga con efecto retardado?
Recorrí trescientos metros hasta dar con la calle correcta. La chica de pelo
corto, diez años más joven, lo menos, susurraba al oído de la flaca, que por entonces
se mecía como si fuéramos en un bote. Callado, maniobré entre camiones detenidos
en doble fila en plena descarga de frutas y cerveza, cráteres en el asfalto y peatones
descuidados, hasta que los números aislados que veía en las casas me indicaron que
debía retomar la avenida. Ella se dio cuenta, se estrujo las manos con más fuerza y
volvió a adelantarse en el asiento. La chica le pasó un brazo por el hombro,
sujetándola.
Dejé pasar una docena de coches hasta que pude sumarme al tráfico. Conduje a
mínima velocidad hasta arribar a la cuadra donde comenzara a gritarme. Pregunté
dónde era; ella señaló una casa de paredes agrisadas, junto a una verdulería. Estacioné.
Fue la otra quien me pagó la corrida; le desconté la vuelta que dimos, aunque no
correspondía. Ni las gracias me dieron por el descuento. Bajó la petisa y la flaca
continuaba pegada al asiento. La joven, de pequeños ojos negros, le insistió. Empecé a
mover el pie, tanto apuro y ahora me estaba haciendo perder dinero.
La puerta de la casa se abrió, salió una chiquilla de unos nueve años,
guardapolvos rosa y trenzas. La flaca sollozó y se cubrió la boca; la amiga vio a la nena

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y se metió en el coche. Detrás de la chiquilla asomó una mujer de treinta años, muy
bien vestida, del tipo exuberante. La nena corrió hacia ella, la rubia la alzó, le dio un
beso, la volvió a bajar y la tomo de una mano. No me atreví a voltearme ni quise mirar
por el espejo; oí con claridad los sollozos, murmullos que incluían “no, no” entre
frases ininteligibles, y una voz parca que repetía “tranquila Iris, tranquila”.
La rubia y la niña se subieron a un potente todo terreno, estacionado delante de
nosotros. Arrancó, aceleró y se perdió de vista. El asiento trasero del taxi era un mar
de lágrimas. Dejé de moverme. La joven cerró la puerta y me pidió que las llevara de
nuevo a su casa.
Hicimos todo el viaje sin hablar, la flaca envuelta en los brazos de la más joven.
Traté de pensar en los trámites que me esperaban por la tarde, para no especular con
esa fallida visita. Detuve el auto con suavidad frente a la casa de piedritas; la morocha
volvió a pagar cuando le leí la cantidad que marcaba el medidor. Bajaron sin saludar y
se dirigieron a la puerta; la flaca se apoyaba en la amiga, encargada de buscar las llaves
en la cartera. Aceleré y me fui en busca de otro cliente, de otra historia a medio contar.

JUAN PABLO GOÑI CAPURRO


Argentina
Blog: http://juanpablogoicapurro.blogspot.com/
Facebook: https://www.facebook.com/juanpablo.gonicapurro

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F ui feliz, los primeros tres meses. Durante el primero, la pasión liberada, en
ese hotel dentro de hectáreas de selva entrerriana, con aguas termales, canto
de pájaros y cocina autóctona; en el segundo, la confirmación, el secreto
compartido, el imaginar nombres; en el tercero, dar la noticia, que todos supieran que
era portadora de vida, de una vida que se integraría a la gran familia.
Después, el vacío, el no entender, el no querer recordar el diagnóstico ni la
mirada del médico, perdida en el ir y venir de los autos que se veían desde la ventana
de su consultorio, para escapar de la mía: incrédula, asustada, interrogante.
Dejé pasar los días, los meses. Los más cercanos conocían la verdad, para el
resto, mi embarazo iba pasando por las diferentes etapas del desarrollo esperado.
Mis piernas estaban hinchadas, el nonato era pequeño, pero en el séptimo mes
se hacía sentir. No soportaba la cama, quería que todo terminara ya. Caminé hasta la
esquina, mi vista se desvió, una vez más, hacia la vidriera donde se exhibía ropa de
bebé. La aparté enseguida. Ya tenía dos conjuntos: había elegido el algodón, los
botones, dibujado el molde y cortado la tela. La máquina de coser terminó el trabajo.
Los lavé y guardé en papel de seda. También tejí una manta al crochet, blanca, muy
suave, para que mi niño no pasara frío, en una realidad inventada.
Después del cuarto mes, algunos sabían que no iba a necesitar nada más. El
obstetra me dijo que había que esperar, completar las lunas hasta su nacimiento, era lo
mejor para mi cuerpo.
Crucé la avenida que me separaba de la plaza, tomé por una senda hasta llegar a
un banco de madera que estaba al sol. Me senté y cerré los ojos, lo sentí moverse,
algunas pataditas. Dentro de mí, vivía, se alimentaba y crecía. Los últimos estudios
descartaron toda esperanza. Sentí antojo de comer uvas. Me levanté y volví a caminar.
Algunos me sonreían, una mujer me pidió permiso para tocar la panza, dijo que le
traería suerte.
¿Y yo, la madre que había aprendido nanas, con pechos que se iban llenando,
con manos listas para acariciar? Yo, tendría que esperar otro tiempo.
¿Y si todo fuera un mal sueño? Si esa maldita palabra: hidro... hidro... había
caído equivocada en el informe. Quería tanto a ese hijo que mi amor tal vez podría
realizar un milagro.
Tomás nació, apenas se quejó y a las seis horas murió. Lo tuve abrazado a mi
pecho. Entraron varios médicos, el caso no era común, volví a escuchar
“hidrocefalia”. Mi marido lloraba como un niño.
YOLANDA SA
Argentina
Facebook: Yolanda SA
Blog: yolanda-sa.blogspot.com.ar

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E
n el carro de Deméter se están llevando los muertos. Lo vimos por la
ventana del fondo. Unos alzan las cruces, otros apilan las lajas.
Hay que mudar el cementerio, dijeron en el Concejo, porque un día van a
flotar los muertos. La cosa es que el río está cerca y cuando crece se le llega hasta la
primera línea de sepulcros.
El Deméter se había conseguido un buen conchabo, su carro era el más grande.
Los caballos de un empujón arrancaban nomás al trote.
En cinco o siete días, dijo el intendente, se habrá terminado y la necrópolis
nueva se verá que es un adelanto necesario.
Parece que se va a ir para un mes lo del traslado. El intendente le estuvo
pifiando.
El Deméter dice que hay mucho para hacer de papeles. Algunos aprovechan
para ordenar sus muertos. Otros no hacen reclamos. Nosotros nos trajimos uno, que
parece que no estaba ni anotado. El Deméter lo trajo en su carro una noche que
pasaba para el boliche. Lo metimos por la ventana del fondo. Lo tenemos acostadito
en el ropero, en su cajita oscura. Es el angelito de la casa.

RICARDO BUGARÍN
Argentina
Facebook:www.facebook.com/Ricardo-Bugarin-720309281351325/

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Y
a pagaron la fianza, pero debe haber algún error.
Ahora estoy esperando en la estación de trenes. Hace mucho frío. Me
imagino que iré a casa de mis tíos en el Chaco y debo calcular bien los
gastos, porque estoy con muy pocos ahorros.
Preferiría no pensar en nada.
Cada segundo que pasa, menos lo creo..., aunque a veces también dudo de mí mismo.
Invariablemente repaso todo desde el principio, para encontrarle a todo esto
algún sentido.
Empezó hace dos semanas, cuando volví por la noche de la Facultad.
Entré a casa, como siempre, y lo vi. Pensé que era algún amigo de mi hermano,
y lo saludé cordialmente. Pareció incomodarse, pero devolvió mi saludo con un
ademán suave. Tenía una bufanda marrón y un sobretodo negro, y no pude distinguir
bien su cara. Éramos bastante parecidos en tamaño y altura.
La cena fue bastante incómoda. Todos estábamos un poco distantes por
aquella nueva presencia en la casa, y preferí no hacer preguntas.
Luego de un rato de televisión, me fui a dormir.
Sus maletas estaban en mi cuarto y nuevamente opté por no hacer preguntas.
Me puse a leer un rato; unos momentos más tarde entró mi madre con él a la pieza.
Me molestó que no golpeara la puerta, como siempre hacía, pero tampoco dije nada.
—Será solo por unos días... —dijo, aunque no supe bien a quién le hablaba.
—Perfecto —contestó él, sin darme tiempo a nada.
Di vuelta hacia el lado de la pared, y tapándome con las frazadas me dormí.
Había en su comportamiento cierta confianza desde el principio, pero todos en
casa parecían sentirse a gusto con él. Esa noche preferí quedarme a dormir en lo de un
amigo, y no avisar nada. Pensé que de ese modo se preocuparían un poco más por mí.
Mi amigo pasaría ese fin de semana largo en su estancia en las afueras y decidí
irme con él unos días.
La estadía en la estancia se prolongó un tiempo, y eso fue mejor para mí. Cada
tanto hablaba a casa, pero al cortar invariablemente sentía una sensación extraña,
como de distancia en el trato.
Pero preferí no pensar en eso. Me aliviaba mucho saber que solo sería por
unos días, y que en poco tiempo todo volvería a la normalidad en mi hogar.
Pasaron cinco días, y volví.
Habían cambiado la cerradura; eso me fastidió bastante. Toqué varias veces el
timbre, y vi a mi hermano hablando por teléfono a través de la ventana. Preferí esperar
a que terminara, porque supuse que si no interrumpía su charla para abrirme, sería
seguramente por algo importante.

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Siguió hablando, y cada tanto me miraba.
Le hice una seña para que me abriera, pero parecía no notarlo.

—Vamos, deje de molestar... —me dijo el oficial de policía tomándome del


brazo— ya tenemos varias denuncias de esta casa.
—¿Qué pasa...? —le pregunté, tratando de zafarme.
El agente me apretó con más fuerza, y miró a su ayudante como dándole una
orden. El otro abrió la puerta de atrás del celular y entre los dos me obligaron a entrar,
sin darme explicaciones. Por alguna estúpida razón no dije nada, y opté por llegar a la
seccional para aclarar todo.
—¿Es este? —preguntó el agente a mis padres, que esperaban en la seccional.
—Sí... —contestó seriamente mi padre.
Mamá estaba como shockeada por toda esa situación. Yo, en cambio, ya estaba
más tranquilo y sonreía aliviado, porque era evidente que todo se solucionaría en
instantes.
Permanecí en silencio.
Me trasladaron a una celda cercana, y hasta me pareció divertido, porque yo
nunca había estado en una.
Desde ahí pude escuchar el relato de mi madre, ya un poco más tranquila, al
oficial que le tomaba declaración:
—“...y de repente apareció en nuestra casa. Al principio, por consejo de la
policía, lo tratamos como si nada ocurriera, porque corríamos el riesgo de que fuera un
sicópata...”
“Claro, —pensaba yo en la celda— el tipo estaba loco... Mis viejos actuaron
muy bien... prefirieron no decirnos nada para no crear pánico en casa”
Mamá continuó explicando:
—“Unos días después, repentinamente se fue a una estancia, y ahí decidimos
cambiar la cerradura. Bueno...el resto usted ya lo conoce.”

Alguien pagó la fianza, y pude salir.


He intentado volver a casa, pero en la puerta hay un patrullero de la policía,
custodiando todo el tiempo.
Ahora estoy acá, en la estación de trenes. Me voy al Chaco, a casa de unos tíos.
La verdad es que estoy preocupado...
Debe haber algún error.
LUIS FONTANA
Argentina
Blog: machofontanacuentos.blogspot.com.ar

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0 5:45 hrs:
Robert Howell despertó de mal humor. Los analgésicos y relajantes
musculares disminuyeron el dolor lumbar y aun así pasó la noche desvelado y
sin haber encontrado la posición antálgica. El insomnio le permitió recordar los
expedientes y ensayar los argumentos correctos para las sentencias. Antes del
desayuno se enfrascó en una discusión estéril con su mujer y la mañana se le
descompaginó de improviso. La compañera de su vida desoyó sus requerimientos
energéticos para la larga jornada y le restringió el tocino en los huevos revueltos.

07:15 hrs:
Robert Howell se despide de su mujer con un beso reconciliador y pone en
movimiento la maquinaria de ciento diecisiete años que lleva a cuestas. El martes de la
apelación final, así bautizó ese día, es la costumbre establecida en su corte desde hace
medio siglo. Al finalizar sus funciones como abogado militar en la Segunda Guerra
Mundial alcanzó el nombramiento en el juzgado de primera instancia. Tenía los
méritos para llegar a la Corte Suprema, pero se contentó con impartir justicia en la
Corte Superior y de ahí no lo movió nadie. En su juzgado los veredictos que
pronuncia son inapelables y sientan jurisprudencia. La justicia que imparte está basada
en la claridad de sus conocimientos y en la pureza de su alma.

08:00 hrs:
Robert Howell ingresa a la sala y el silencio se instala inmediatamente. Es
posible escuchar el golpe de una aguja contra el suelo así como el roce de su túnica al
acomodarla en el sillón. El asistente le alcanza los seis expedientes y un vaso con agua.
El juez observa a los acusados, demandantes, abogados y fiscales. Se acaricia el cabello
cano y distingue a Norma Jeane en la primera fila de bancas, al lado de su defensor. La
rubia tiene programado un careo después del mediodía. El personal de seguridad se
limita a un par de oficiales innecesarios, porque en la trayectoria de la corte nunca
nadie levantó la voz ni armó alboroto.

08:15 hrs:
Robert Howell indica al asistente que proceda con el primer caso. El reo
manifiesta sus generales de ley y soporta el juramento de rigor:
¿Jura por Dios y estos Santos Evangelios decir la verdad y nada más que la
verdad?
Sí, juro responde el cabo Fermín Ccapcha.
Si no lo hace, no será demandado por perjurio sino regresado a Pucayacu
para ser enterrado vivo al igual que los comuneros que ametralló.

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09:00 hrs:

Sí, juro responde Sir Percival Mc Pherson.
Si no lo hace, no será demandado por perjurio sino internado en el hospital
psiquiátrico, para continuar sufriendo las maldades de los celadores Stephen Ridell y
Gene Mac Leach, a quienes asesinó para escapar.

09:45 hrs:

Sí, juro responde Karl Radzinsky.
Si no lo hace, no será demandado por perjurio sino volverá a Treblinka para
horrorizarse con el sadismo del sargento Heinz Leichmann mientras viola a su esposa
e hijas.

El juez Robert Howell ordena un receso de diez minutos, bebe un café


preparado por la señorita Caroline Murray y estira las piernas para elongar el nervio de
su maldición. No tiene apuro, dispone del tiempo eterno y es el jefe supremo de las
decisiones.

10:45 hrs:

Sí, juro responde Joe, el mandingo.
Si no lo hace, no será demandado por perjurio sino encomendado a la
plantación algodonera para consumirse en el incendio que provocó en la casa del amo
Bernard Leblanc.

11:30 hrs:

Sí, juro responde el adolescente Ricardo Carrillo.
Si no lo hace, no será demandado por perjurio sino sodomizado por el
reverendo Francisco del Valle, envenenado por usted.

A la una de la tarde el calor de abril castiga el juzgado. El juez Robert Howell ya


sentenció los primeros casos, con el asistente verifica el papeleo y levanta la sesión
para almorzar y aliviar la ciática que le destroza la pierna izquierda. En su despacho
privado escucha las palabras cariñosas de su mujer y se reconforta pensando en las
galletas de avellana prometidas para el lonche. El almuerzo es frugal, come rápido y
cabecea media hora. La llamada del mayordomo lo despierta. Se incorpora del sofá, va

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al baño, micciona, se refresca la cara con agua fría y cepilla los dientes. Está listo para
enfrentar el caso programado para las dos de la tarde. Sale, toma asiento y reanuda la
audiencia.

14:05 hrs:
¿Jura por Dios y estos Santos Evangelios decir la verdad y nada más que la
verdad?
Sí, juro responde Norma Jeane.
Si no lo hace, no será demandada por perjurio sino por…
La puerta del juzgado se abre y Jack ingresa. Camina solo, pálido y desencajado.
Toma asiento en el extremo opuesto a donde está Norma Jeane. Los otros
encausados, con las apelaciones resueltas, ya abandonaron la sala y obtuvieron lo que
merecían. Al menos eso es lo que Robert Howell dictaminó antes del almuerzo. Los
cinco salieron satisfechos, enderezaron las sentencias, emergieron del infierno y
transitan con la paz obtenida. El veredicto les permitió alcanzar, en el juicio final de
sus vidas, el reconocimiento de sus desgracias y la redención de los delitos cometidos
para sobrevivir.
¿Jura por Dios y estos Santos Evangelios decir la verdad y nada más que la
verdad? Reinicia el asistente
Sí, juro responde Norma Jeane.
Si no lo hace, no será demandada por perjurio sino condenada a vagar en la
incertidumbre de la memoria…
No solo de la memoria interrumpe Robert Howell. El viaje por el
mundo medicamentoso será eterno y jamás encontrará el camino de regreso.
El presidente Kennedy mira a Marilyn y la rubia de sus tormentos le devuelve la
mirada dulce. En ella le expresa que su amor no la mató y que está lista para regresar al
cielo mentiroso de las fantasías hollywoodenses y que, al fin y al cabo, es tan real como
el de los que la precedieron en la corte del honorable Robert Howell.

OSWALDO CASTRO ALFARO


Perú
Facebook: https://www.facebook.com/oswaldo.castro.73

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D
esde su oficina en el último piso de un rascacielos de acero y cristal, Yim
mira preocupado al horizonte. Más allá de la ciudad ve las elevadas
serranías de los Apalaches. Hace poco empezó el día; el cielo nublado
difunde una luz gris que parece llegar de todas partes y de ninguna. Lleva un rato
pensativo, la vista perdida a lo lejos.
Delante de Yim, el cristal, y detrás su inmensa y lujosa oficina, escritorio,
sillones, mesa enorme para doce personas. Por doquier, caoba y marfil; cuadros
engalanan las paredes.
Algo está mal; muy mal. No lo incomodan el traje costoso o los finos zapatos
de cuero de verdad. Le duele el alma.
Hace tiempo, años quizás, que no sucedía algo opuesto a sus deseos.
Ahora sí.
Golpes en la puerta. Mientras busca algo entre las nubes ordena que entren.
Abre y pasa Yóu, su asistente. Yim no mira.
Lo tenemos, señor.
Tráiganlo.
Yóu le abre a dos matones que traen a un hombre desfigurado, sosteniéndolo
por los brazos.
Siéntenlo.
Lo dejan caer en un sillón y se quedan junto al apaleado, sujetándolo. Yim se
acerca y lo mira.
¿Olvidaste algo?
El apaleado hace un esfuerzo por dirigir la cabeza hacia Yim y abrir los ojos.
No dice nada.
Repito, ¿olvidaste algo importante?
Yo… no hice nada.
Hay más golpes de donde vinieron los anteriores. ¿Necesitás más?
Yo… no fui.
No, claro. Vos no fuiste. Te lo dije bien clarito: nadie venderá droga en los
colegios de Okefenokee, nadie salvo los que trabajan para mí. Y nadie, ni siquiera los
que trabajan para mí, venderá drogas en el colegio al que va mi hija. ¿Te olvidaste?
No… yo no vendí nada. Pero sé quién vende…
Qué interesante. ¿Y quién vende, que no sos vos?
En… en la media, del lado derecho. Ahí está.
El matón de ese lado, sin soltarle el brazo, revisa el interior de la media. Saca un
sobrecito de nylon que le entrega a Yim. El apaleado sonríe, o al menos lo intenta.

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¿Podés… reconocés la letra?
En el sobre, con letra infantil, dice “La preferida de Yim”. Lo escribió su hija
de diez años, no hay dudas. El paquete es muy prolijo; este año avanzó mucho en
Manualidades.
Llévenselo. Déjenlo afuera de la ciudad. Lo dejaremos ir, es inteligente y no
volverá más.
Se retiran los matones, arrastrándolo otra vez. Yóu sale detrás cerrando la
puerta despacito.
Yim vuelve al ventanal. Está más tranquilo. Nadie faltó a sus mandatos. En el
fondo de su corazón, siente eso de lo que alguna vez oyó hablar.
Orgullo paterno, o algo por el estilo.

JORGE PRINZO
Argentina
Twitter: @jorge_prinzo

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M icaela camina sin rumbo, sin horarios, sin saber si es de día o de noche.
Cual animal hambriento va en busca de su presa. Algunos carteles,
dentro de su cabeza, le indican cuando está llegando al límite, como lo
hacen las alarmas en los autos. Necesita comer algo, necesita droga, necesita alcohol.
El resto, es superfluo.
No le importa dormir en una cama mugrienta. A veces, no llega a levantarse
para ir al baño. Su ropa tiene ese olor nauseabundo que, hace unos meses, no percibe.
Esta noche, en su recorrido, pasa por un boliche under, camina dos o tres
metros. Su cerebro reacciona: desanda su marcha e ingresa. Baja por una pequeña
escalera, una bombita roja señala el camino al infierno. Se acostumbra de a poco a la
oscuridad.
Intuye que todos tienen sus ojos puestos sobre ella. Se queda inmóvil. Solo su
cabeza gira de derecha a izquierda mientras recorre mentalmente esa pocilga.
Un flaco alto, pelado, con barba, se levanta y camina a su encuentro.
Soy Alex ¿Qué onda?
Micaela no puede o no sabe qué responderle. Pero en cuanto la toma de la
mano y la conduce hacia su mesa, se deja llevar.
Alex está con dos tipos más.
“Parece que esta noche la ponemos…” le dice uno al oído.
Uno de ellos le sugiere al compañero dejar a los "tortolitos" solos.
Alex pide dos hamburguesas, papas fritas y cervezas.
Ella mira a Alex desde el abismo de su hambre físico pero también desde su
necesidad de consumir algo más que comida.
Él no va con rodeos, una vez que ve que Micaela devora las dos hamburguesas
y todas las papas fritas, le pregunta si quiere un whisky. Alex parece no estar
compartiendo nada con ella.
Micaela siente que vuelve a su cuerpo, lo sabe cuando el bajista de la banda en
vivo que “toca” en ese antro, le chinga a una nota y su oído absoluto la obliga a
taparse las orejas. Él aprovecha ese movimiento y la toma del brazo, acaricia
lentamente su piel.
Alex la invita a pasar la noche con él. Promete merca de la buena. La calle está
oscura y vacía, los autos parecen no existir. La sube a su moto, hace que se aferre a su
cintura y le aconseja que no se suelte.
En veinte minutos están en la entrada de servicio del edificio donde vive. No
quiere que nadie lo vea con semejante compañía.
No bien abre la puerta, conduce a Micaela hacia el baño. La ayuda a sacarse
toda la ropa. Parece una persona en situación de calle. Llena la bañera con agua tibia y

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apaga la luz del baño mientras enciende la del pasillo. Para Alex es una forma de
mantener el anonimato de su compañera. La ayuda a introducirse en el agua y,
amorosamente, toma una esponja y comienza a limpiar cada parte del cuerpo de
Micaela. Ella se deja, hace mucho tiempo que alguien no se ocupa de su persona.
Sabe que comida, baño y droga tienen un precio. Resuelve que será su esclava si
hace falta. Pero, a medida que su cuerpo se reconforta luego de comer y bañarse, se da
cuenta de que muy pronto recuperará la noción de realidad. Colabora, entonces, con
su limpieza y espera que Alex también se duche.
Ahora, ambos limpios, van desnudos hacia la cocina a buscar alcohol y
provisiones.
Ella lo mira, comprueba que su desnudez no provoca deseo en él. Tal vez es un
filántropo. En una de esas le hace recordar a alguien. En verdad, solo le importa
recibir su dosis de droga y dormir en un colchón limpio como su cuerpo. Elige el lado
izquierdo de la cama y, una vez recostada, comienza a frotar las plantas de sus pies
sobre las sábanas. Había olvidado algunas cosas buenas de la vida.
Él maniobra con jeringas, lazos de látex. Ella pide permiso para encender un
“flaco” que está sobre la mesa de luz. Alex aprueba con un movimiento de su calva
cabeza.
Pega una larga pitada, mantiene el aire en su estómago para disfrutar más la
sensación. Comienza a toser como una principiante. Alex se ríe y su sonrisa muestra
sus blancos dientes. Comparten unas pitadas. Micaela siente la necesidad de comer
algo dulce. Él abre el cajón de la mesa de luz y le da un chocolate blanco. Lo come
rápidamente y comienza a mirar a Alex, quien no da la impresión de querer tener sexo.
Solo le propone drogarse.
Puede ver el lazo que ata su brazo izquierdo, la vena se marca a medida que
pasa el tiempo. Alex, con precisión introduce la aguja y, lentamente, comienza a pasar
el contenido al cuerpo de Micaela.
Pone una mano sobre su corazón y lo siente latir como si hubiera recobrado la
vida. Lo último que ve es la sonrisa de Alex.
Las imágenes se agolpan en su cabeza. No puede hacer nada por detenerlas.
Algo llama su atención. Dos mujeres vestidas de luto en un salón antiguo conversan,
aunque no logra escuchar lo que dicen. Una luz tenue entra por una ventana. Percibe
humo. ¿Será una chimenea? ¿Algo se quema?
Luego se da cuenta de que está en un teatro. Solo hay dos espectadores, un
pibe con el pelo color Pikachu en primera fila y ella. Le cuesta mantener la vista en la
escena, siente que hay arena en sus ojos. Quiere frotarse para poder observar mejor,
pero no tiene manos. O al menos no siente su presencia.

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Se pide a sí misma mantener la calma y lo logra, por un breve tiempo. Cierra
sus ojos arenosos. Cuando vuelve a abrirlos cree estar en una muestra de Yayoi
Kusama. Aunque los múltiples lunares han mutado en telarañas. La iluminación está
especialmente diseñada para causar idéntica impresión de los locos puntitos cuando
visitó el Malba.
Despierta. Aspira un olor a tostadas recién hechas. Bandeja en mano, Alex se
acerca. Un festín de café, tostadas, manteca, dulce. Come casi como un animal, sin
modales. Un atracón.
Alex le da ropa limpia y una dosis extra. La acompaña hasta la puerta de
servicio. A la luz del sol parece otra persona. La mira de arriba a abajo y parece
satisfecho; la despide con un beso en la frente.
Vé sus pies envueltos en unas zapatillas de marca, en sus piernas un jean que
parece confeccionado a medida. Se agarra del marco de la puerta, compara la tibieza
del parquet con el contraste del frío mosaico del pasillo. Algo recuerda. Tal vez la casa
de sus padres…
La luz del sol golpea sus ojos. No siente resaca. No sabe dónde está. Camina
sobre sus limpias zapatillas y se anima a preguntarle a un kioskero cómo puede volver
a eso que ella llama casa. Camina casi cuarenta cuadras. Palpa la jeringa en el bolsillo
de su campera limpia y casi sin uso. Promete inyectarse no bien llegue.
Abre la puerta, al parecer recuperó su olfato. Hay olor a "de todo". Saca algo de
basura que había en el cesto.
Retira la sábana celeste de su cama, impregnada de todos los líquidos posibles y
se recuesta sobre el colchón. Evalúa la posibilidad de repetir la sensación de contacto
con un entorno aseado. Pero esa idea no prospera. Debe deshacerse de todo lo que la
rodea, lo sucio, la podredumbre, lo que ya no tiene utilidad.
Jura comenzar a hacerlo al día siguiente, luego de la dosis que porta en su
campera.
En el baño, se anima a mirarse al espejo. Su cara ha cambiado, el pelo brillante.
Le da curiosidad observar su reflejo. Parece una bella mujer.
De repente siente ardor en la parte trasera de su cuerpo. Comienza a rascarse
pero el picor no se va. Se saca la camisa y nota que tiene algo raro. Toma un espejo
pequeño que usa para cortar la cocaína y observa al enfrentarlo contra el espejo del
baño.
Toda su espalda es un cuadro. Dos cipreses, una luna llena, tintes de atardecer y
muchas estrellas como lunares de Kusama. Está untada con vaselina. Intenta rascar la
superficie para liberarse del cuadro pero solo consigue sentir más dolor.
Piensa en Alex, en su dedicación al momento de limpiarla, su falta de interés

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por el sexo. Decide no cuestionarse nada más, consume su dosis y ya verá qué hacer
cuando se despierte.
Durmió un día entero. El hambre ruge en su estómago. Se viste con la ropa que
le dio Alex. Roza sin querer su espalda ardiente pero igual se abotona la camisa.
Los carteles mentales comienzan a aparecer. Hambre de comida, hambre de
drogas, hambre de contacto amoroso asexuado. No le importa convertirse en un
lienzo caminante.
Al pasar al lado de una pared colorida sabe que está cerca, no recuerda mucho
más. Encuentra el boliche, baja la escalera casi en penumbras, busca la mesa donde
había comido hasta hartarse. Cuando se amiga con la oscuridad reinante lo ve. Su
cabeza calva, su barba. Está sentado con dos amigos, tomando cerveza. Micaela no
espera que venga a buscarla, lo encara directamente. Se sienta sin ser invitada.
Uno de los tipos de la mesa sugiere una partuza, entre los cuatro. Ella no
contesta, respira muy lentamente y con cara de poker, mira a su artista. Nota que está
incómodo con la propuesta.
Las palabras se convierten en gritos, solo se oyen voces de hombre. Ella
continúa quieta. Alex se levanta.
El más alto le pega un piña en la cara, luego un gancho directo al hígado.
Cuando Alex baja su cabeza por el dolor, el tipo le pega una soberana patada en la
cara.
Se encienden las luces que dejan al descubierto la suciedad, el horrible
decorado, las caras de los asistentes. La banda deja de tocar, alguien llama a la policía.
Micaela liga un botellazo de rebote, la sangre corre por su cuero cabelludo pero
continúa con cara de nada. Queda sentada en el piso, apoyada en una silla rota. Sus
ojos han perdido el humor acuoso, en ellos solo se reflejan la imagen de un tipo alto,
pelado, con piercings y tatuajes, vestido de negro tirado en el piso con sus rodillas
dobladas hacia arriba y sus brazos extendidos en forma horizontal, como un Cristo.
Casualidad o causalidad, artista y musa-lienzo comparten viaje en la morguera.

LAURA FOLCH
Argentina
Facebook: https://www.facebook.com/laura.folch.3

Foto: Eugenia Menéndez

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N o era la más hermosa, ni la más simpática del pueblo, pero era
inevitablemente atractiva. Nadie, ni los niños, eran indiferentes a su paso.
Por la causa que fuese, siempre llamaba la atención. No lo hacía a
propósito, simplemente pasaba.
Así la describía la abuela Chicha.
Ana no tenía ni los ojos, ni la boca, más lindos del mundo pero su mirada y su
voz eran inolvidables.
Entre agresiva y amable, la mezcla de opuestos que llevaba en lo físico y en lo
espiritual hicieron que desde niña, se destacara. Era la menor de cinco hermanas de
una familia que se llamaba a si misma “fundadora del pueblo”, eufemismo con el cual
querían decir que habían estado ahí desde que las vacas de los vecinos pastaban por
cualquier lado ante la falta de alambrados, sobre todo en la plaza del pueblo donde les
quedaba mucho más cómodo tomar agua de la fuente, que ir hasta el arroyo.
Lo cierto es que Ana había vivido allí durante toda su vida; y desde que todos
en el pueblo recordaban, había estado comprometida para casarse con Leopoldo.
Él no era del pueblo, es decir, no había nacido allí sino en una estancia cercana.
Desde muy chicos, nadie sabía exactamente desde cuando, Ana y Leopoldo,
eran novios.
La abuela Chicha contaba que el romance había comenzado probablemente
una tarde en el arroyo cuando Ana, junto a sus hermanas y su amiga inseparable,
había ido a sofocar el calor insoportable que sufría el pueblo durante el verano.
Casi siempre las acercaba allí su papá. Iban en una camioneta vieja con la parte
de atrás descubierta en donde, sentadas en el piso, se divertían con los golpes y
sacudones que recibían por culpa del camino lleno de pozos. Ana y su amiga
inseparable, se abrazaban fuerte para sostenerse una a la otra y se paraban de cara al
viento como desafiando el camino.
El día que conoció a Leopoldo, habían ido en bicicleta. Ya casi llegando al
arroyo, el camino se transformaba en un tobogán pronunciado que terminaba recién
en el puente de madera. Al comenzar la pendiente, Ana trató de frenar, la rueda
delantera de su bicicleta pasó por encima de una piedra y ella voló un par de metros
yendo a parar boca abajo sobre el camino.
Leopoldo fue el que llegó primero, la ayudó a levantarse, le limpió con su mano
la tierra y las piedritas que tenía incrustadas en los cachetes y le dijo: Llorá si querés,
yo te tapo para que nadie se burle.
Ana tenía trece años, Leopoldo un poco más, desde ese día para todo el pueblo,
y para ellos también, fueron novios.
En ese pueblo, como en todos, los noviazgos duraban un tiempo bastante

101
largo, pero siempre, sin falta, terminaban en casamiento. Aunque la abuela Chicha
recordaba un par de casos en los que el noviazgo había terminado en escandalosa
huida del novio, o en vacaciones por tiempo indeterminado de la novia en el campo…
para aclarar ideas decían las señoras del pueblo.
Con el tiempo, las hermanas de Ana crecieron, se pusieron de novias y se
fueron casando. Todas, menos la mayor que, como era inteligente eso decía la
abuela Chicha la mandaron a estudiar a la Capital y allá se quedó. No sé sabe bien
haciendo qué, decían que se había enamorado por error de un hombre casado y
terminó dedicándose por entero a cuidar un par de gatos que había llevado a su casa
una noche de tormenta cuando los encontró en la esquina volviendo del trabajo.
Cuando las hermanas de Ana preparaban sus “ajuares”, así le llamaban al
acopio de sábanas, manteles y ollas al que se dedicaban las señoritas para sus futuros
hogares, ella participaba de estos menesteres haciendo lo propio. Así es que, por lo
menos una vez al mes viajaba a la Capital con su amiga inseparable, para pasear por las
grandes tiendas y comprar platos para su vida de casada que venía demorándose cada
vez más. Luego de esos viajes, era cuando más feliz se la veía, contaba la abuela
Chicha.
Cuando sus padres insistían en fijar fecha para el casamiento, Ana respondía
que era muy pronto, no tenían apuro, aún eran jóvenes para dar el gran paso.
Leopoldo por su parte, parecía no querer contradecirla en nada. Tal era su
amor y admiración que estaba dispuesto a esperarla el resto de su vida si fuera
necesario.
Así pasaron veinticinco años y seguían de novios, habían fijado fecha para la
boda varias veces pero por una razón u otra, siempre la posponían. Que el trabajo de
Leopoldo, la enfermedad de sus padres, la boda de sus hermanas, no era cosa de
superponer las fechas.
Los padres de Ana se sentían incómodos de que todo el pueblo les preguntara
para cuando la boda de la menor, no fuera que la mimada y admirada de la familia
quedara solterona viviendo con sus padres. Un día cualquiera de los tantos que iba a la
Iglesia, la madre le comentó su preocupación al cura quien, muy comedido como era
para estas situaciones, se ofreció a conversar con ella y ver que el eterno noviazgo
tuviera final feliz.
El domingo siguiente, el cura y Ana tuvieron una larga conversación que duró
desde que terminó la misa hasta muy pasada la hora de la siesta. Cuando Ana se
levantó del banco y le dijo: Y eso es todo Padre, por eso no me puedo casar, el cura
cerró los ojos, y supo que pasaría la noche en vela rezando el rosario.
Así fue como el cura se enteró del secreto de Ana. Nunca pudo revelarlo, no

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solo porque precisamente era un secreto, sino porque lo supo por confesión y, por
más que le gustaba jactarse de conocer los pecados ocultos de todo el pueblo, esto era
demasiado. Por supuesto que nunca le dijo a la madre la verdad de lo que habían
hablado con su hija, la pobre no lo hubiera soportado. Es decir que el secreto de Ana
quedaría solo entre ellos dos. ¡Ah! … sí… y la amiga inseparable, quien ya lo sabía.
Leopoldo soportó y aceptó todas y cada una de la excusas de su prometida
pero cuando ya se acercaba a los cuarenta años, se vio obligado a casarse para salvar la
reputación de una de las tantas señoritas del pueblo de al lado con quienes desahogaba
el amor que Ana le negaba desde hacía décadas. Finalmente, iba a ser padre.
Ana hizo lo que correspondía, contó la abuela Chicha, lloró pública y
desconsoladamente durante un par de meses y luego volvió a sus viajes a la capital
acompañada siempre por su amiga inseparable. Ahora no iba a comprar el ajuar, iba a
despejarse del sufrimiento que le había causado el abandono de Leopoldo.
Poco tiempo después, sus padres murieron juntos en un accidente en la entrada
del pueblo, los arrolló el tren cuando volvían en auto desde la Capital donde habían
ido a consultar con una psicóloga, para ver si la doctora podía tratar el problema ese
que tenía Ana.
Luego del entierro, Ana volvió a su casa, preparó una valija chica con algo de
ropa, se fue a ver a la abuela Chicha, y le dejó las llaves de la casa familiar para que se
hiciera cargo de venderla, alquilarla o lo que le viniera en ganas.
Ella no podía ocuparse, al fin se iba a vivir su historia de amor a la Capital, sí…
con su amiga inseparable.

SILVANA FERNÁNDEZ MULATTIERI


Uruguay
Instagram :"sil_fernandezmulattieri"
Facebook: " SIL FERNANDEZ"

103
104
E
staba acostumbrado a verlos mas no a mirarlos, pues los vagabundos en
temporada de crisis proliferan como las palomas en las plazas. Suelen
revolver los tachos de la basura del edificio que están colocados en la calle,
dos pisos por debajo de la ventana de mi dormitorio, y era un sonido al que me tenían
acostumbrado los fines de semana, pero que ahora es diario. Mientras los escuchaba
me preguntaba cuál sería la sensación de ser un paria, sin trabajo ni techo seguro, sin
saber de dónde vendría la próxima comida, durmiendo en cartones en donde me
agarrara la noche ¿libertad o desesperación?
En ocasiones parecía que encontraban lo suficiente para comprar una botella
de licor y armaban reuniones ruidosas al lado de la basura, lo que ocasionaba que los
vecinos indignados llamaran a la policía para que los desalojaran y en otras, solo
escuchaba el murmullo de algunos cuantos compartiendo sus experiencias de lo que
ellos llamaban su vida real, de cuando tenían familia, empleo y obligaciones.
Empecé a notar una merma en la cantidad de vagabundos que frecuentaban la
basura, mas la crisis lejos de acabar recrudecía. A los que estaba acostumbrado
desaparecieron y empezaron a llegar nuevos, mas estos eran en extremo taciturnos y
llegaban muy tarde en la noche, lo sabía por el ruido de los recipientes de basura y por
el perro del conserje que no dejaba de ladrar hasta que se iban.
Una mañana, al abrir la puerta del edificio encontré al conserje vomitando al
lado de la basura, uno no puede pensar que este señor corpulento y sudoroso pueda
ser particularmente sensible a los olores de los desperdicios, pero me señaló lo que
encontró y yo también sentí un vuelco en el estómago y un ataque de arcadas que
pude controlar. Un gato muerto (vaya novedad) pero del gato en cuestión solo
quedaba el pelo, como si la carne y los huesos se hubieran licuado y hubiesen sido
consumidos. Nos miramos sin siquiera especular qué le habría podido pasar al pobre
animal y nos despedimos sin más, cada quien a lo suyo.
Al día siguiente le tocó el turno al pobre perro del conserje, y el hombre
además de devolver el desayuno estaba arrasado en lágrimas de pena y asco por el
hallazgo, en esta oportunidad me dijo: Amigo, creo que este desastre lo hicieron
esos malditos vagabundos que rondan por aquí de madrugada ¡Mi pobre chucho! Pero
que me aspen si sé cómo demonios pudieron hacer esto, este… Aurghhh.
Tranquilicé al hombre con unas palmadas en la espalda y algunas palabras de
consuelo y me retiré no fuera a ser que yo también vomitara el desayuno.
En la noche desperté tarde, pues escuché unas risas guturales que venían de
abajo. Me paré de la cama y me asomé por la ventana a ver quiénes podían reír de un
modo tan antinatural y mi corazón por varios segundos se paró al ver a uno de esos
seres ascender por la pared que daba debajo de mi ventana. No era posible que eso

105
fuera humano, se volteó hacia mí y lo que vi fue la cara de un demonio, cuando se
percató de que lo estaba viendo me sonrió, con dientes que parecían cuchillas y de los
que se derramaba un líquido oscuro que dudo mucho fuera chocolate. Me desmayé, y
cuando me levanté a cerrar la ventana no los vi. Por primera vez en años le pasé el
pestillo a la ventana y tomé algunos somníferos para poder conciliar el sueño, el que
tardó en llegar considerablemente.
Con todo y mi aturdimiento me paré en la mañana para ir a trabajar,
convencido en que había tenido la pesadilla más espantosa de mi vida, mas me extrañó
no ver al conserje. En la noche al regresar tampoco lo vi y pese a notar de nuevo los
murmullos y las risas grotescas no me paré de la cama, tomé la previsión de cerrar las
cortinas y de colocar unas tablas que clavé al antepecho de la ventana, pesadilla o no,
es mejor prevenir que lamentar.
Los murmullos y las risas seguían noche tras noche, y el edificio además
empezaba a tener un aspecto descuidado y abandonado. Los sonidos en otros
apartamentos cesaron y daba la impresión de que yo era el único habitante. Me di a la
tarea de tocar puerta por puerta, pero nadie abrió y ni siquiera el conserje había venido
a cobrar la mensualidad del alquiler. Acudir a la policía me parecía ridículo ¿Con qué
fundamento? Y empecé a considerar seriamente mudarme de ahí. Pasados unos días
sentí que tocaban a la puerta ¡Gracias a Dios, un ser humano! Exclamé Y abrí sin
precaución alguna, ante mi estaba el monstruo que había observado subir por las
paredes, no atiné a reaccionar, solo me sumí en una completa oscuridad.

II
Conseguí alquilar un apartamento de renta controlada que queda muy cerca de
mi trabajo, el edificio no es una belleza, pero está relativamente limpio y los vecinos
no son muy escandalosos. El conserje es un hombre particular, no habla mucho y
voltea por sobre su hombro a cada rato como si fuera un paranoico. En general me he
adaptado bien al ambiente, solo necesita una muy buena limpieza y una mano de
pintura, y por supuesto abrir la ventana del cuarto que por alguna loca razón está
claveteada como si la hubieran sellado. Lo único molesto son los vagabundos que
aparecen en la noche a revolver la basura, imagino que deben ser alcohólicos pues se
ríen mucho y murmullan sin cesar, como si estuvieran tramando algo muy divertido.

DAMARIS GASSÓN PACHECO


Venezuela
Twitter: La Dama @damarisgasson

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C uando era pequeña en la casa de papá solo había una cama.
Y es que los padres pueden dormir con sus hijas mientras no sean el mío.
Casa pequeña, comida barata y ropa prestada o heredada: la vida de mamá
era el paraíso entre semana.
Pero en casa de papá podía hacer cualquier cosa, no había normas. Beber Coca-
Cola, comprar chucherías y acostarme tarde entre piruletas y gominolas.
Y solo había una cama.
No había nanas ni cuentos. No había historias antes de dormir y las hadas solo
existían en los dibujos y en los libros, en los libros, en los libros.
Solo había una cama para esperar a que el sueño llegara con las bragas
apretadas en las manos. Y mi mente era mi refugio, era el lugar al que volver para
pasar las horas, igual que en el colegio, mi mente era mi santuario, donde los niños no
me señalaban con el dedo. El dedo de papá.
Y los niños se reían y me dejaban sola. Sola cada hora, cada día y cada año. Sola
con gente sola.
Con papá siempre me quedaba muda, tal vez por eso ahora tengo voz y no
sirve, tal vez por eso hablo pero las palabras no se distinguen del silencio.
Tuve un novio y una breve enfermedad que no llegó a abrirme los ojos. Le
decía que no cuando íbamos a la cama, le decía que me dolía, que esperara unos meses
a que se pasara aquel achaque, que parara por favor. Solo iban a ser unos meses, nada
más. Pero al parecer eso no importaba.
Me dolía y a él no le importaba, él no quería esperar a que me curara. Y al final
acababa abriendo las piernas: por amor o algo así. ¿Era eso una violación? ¿Nunca me
han violado porque siempre me he sentido entre la espada y la pared, porque nunca he
podido decir que no con la firmeza suficiente? ¿Decir “no” no tiene la fuerza
suficiente? ¿Acaso es eso decir que sí?
Me pregunto si mis palabras saben hacer ruido…
Recuerdo que una vez me contaron que el hermano de alguien forzaba a su
sobrina de seis años, me puse pálida, me estremecí deseando escapar, vomitar,
desaparecer. Los castigados no importan, no son personas: son juguetes rotos para los
monstruos. Y los monstruos tampoco son personas para aquellos que los señalan. Y es
fácil subestimar la ironía de la situación.
Yo también soy un monstruo.
Me masturbo y vuelvo a ser demasiado pequeña y los hombres abusan de mí,
me arañan, me muerden, me pegan, me penetran y me violan en el santuario de mi
mente mientras mis piernas lloran terror y deseo.
Y los titulares de los periódicos me provocan vergüenza, porque mi cuerpo me

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imagina en medio del dolor y se enciende, y no tengo modo alguno de acabar con esto.
El otro día estaba con mis amigas en el parque y una niña pequeña me sonrió,
se subió la falda y me enseñó su ropa interior.
Y no sé leer si eso es inocencia o el abuso de una familia desgraciada, porque
no pertenezco a este mundo, ¿puedo confiar en que no pasa nada? Ella parecía feliz y
yo nunca lo fui a su edad. ¿Sé algo de la felicidad?
Mi santuario se ha derrumbado y no recuerdo cómo volver a construirlo. En
una esquina entre sus ruinas, ese es mi lugar, sentada y aferrándome a mí misma,
escondiendo la tristeza en la cabeza. En un paisaje tétrico tejido por la culpa de ser una
mujer en este siglo y el terror a la oscuridad. El terror primitivo al que nos acogemos
todos al final, el que esconde las pesadillas que tengo cada noche de cada día de mi
vida.
Ustedes quieren criaturas terribles, terribles culpables, inhumanos y dignos de
las historias de terror más sórdidas y repugnantes. Alguien a quien acusar.
Pues bien, en esta historia el monstruo soy yo.
Porque no se puede engendrar con una pesadilla sin parir una abominación.
Ustedes no lo entienden, me miran y ven a una víctima. Y piensan que yo solo
podría ser un verdugo si hubiese abusado a mi vez de alguna otra persona, y piensan
que algún otro debe ser señalado con el dedo.
El odio solo es un amor equivocado al igual que la esperanza solo es el miedo
visto desde el otro lado.
Y por eso mi santuario caído es el monstruo mismo: está en el lado equivocado.
Solemos separar víctimas de verdugos porque queremos revelar a los
monstruos del cuento. El sufrimiento nos aterroriza y nos gusta pensar en el bien y el
mal allí donde solo hay gente corriente y vidas cotidianas. No queremos dirigir la
mirada a la causa, a la esencia de los monstruos. Nos avergüenza. Y por eso les
dejamos morir en prisiones, relatos y leyendas negras. No hay solución si no hay
problema.
Mientras, en mi santuario la ausencia de sonido hace daño en los oídos y la
soledad crepita bajo la piel. El mutismo allí resuena como un grito que marca todo mi
cuerpo y el pensamiento es una cadena que me retiene y ahoga contra el pasado.
Sí, solemos separar víctimas de verdugos.
Pero esas palabras son solo silencio.
Mi silencio.
MARTA ROUSSEL PERLA
España
Blog https://parafernaliablablabla.blogspot.ie/
Facebook:https://www.facebook.com/martaousselperla

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A
quel día me di cuenta. Tardé demasiado, pero lo vi claro. Eran las seis y
trece minutos de la tarde. Señalar esta precisión es importante: ese
momento quedará escrito en el testamento que solo heredarán mis cenizas.
Nadie más. Carmen me advirtió hace ya mucho tiempo, pero fingí escucharla. Ella se
percató. Resignada, encendió un cigarro. Mi falta de atención la perjudicaba más que el
tabaco, protestaba. Observé que se había alisado el pelo. La miraba hablar, pero no
podía escucharla. Su boca era una pieza teatral: la abría de forma histriónica con cada
vocal abierta; escondía los labios aguardando mi respuesta; aspiraba hacia dentro con
los dientes apretados cuando expresaba detalles delicados. Yo quise aplaudir, pero no
me arriesgué. “Lo dicho, chulo, tú sabrás”. Y se alejó con sus botas altas, sus medias
oscuras y su gabardina color burdeos. La vi irse mientras fumaba la pequeña colilla
encendida que me había dejado, marcada por el carmín de sus labios. En aquel
momento, cada calada era una aproximación a aquel beso que nunca llegó.
Apartando con mis pies descalzos la fina capa de nieve que cubría el pasillo, caí
de nuevo en una retórica supina personal. De tanto caerme, tengo un esguince de vida
grado dos. Este pronóstico médico me ha tenido de baja mucho tiempo. ¡Ni siquiera
he podido llenar de esperanzas el vacío! Pero eso ya viene de lejos… Como utópico
remedio, paseo por las calles buscando un flechazo. Lanzo una mirada de galán
descreído a todas las mujeres, esperando que alguna de ellas me devuelva una hermosa
sonrisa. La imagino recogiéndose el pelo detrás de la oreja, mientras gira la cabeza
levemente, clavando su mirada en mí y, sin saber por qué, confirmaría que soy el
hombre con el que tanto ha soñado; también he deseado que una catástrofe asole esta
ciudad: una pandemia, un meteorito de grandes dimensiones, una invasión zombie.
Cualquiera me valía. De alguna de estas tragedias nacería un ser heroico, dejando
marchar para siempre a este hombre cobarde y sumido en la tristeza. Al menos hasta
que todo se nublara de nuevo. Los anticiclones emocionales duraban poco.
Estando en la cocina, me sorprendió una ligera llovizna. Recostado en la silla,
me dejé llevar por la atmósfera delicuescente que inundaba el espacio. Cada pequeña
gota que caía sobre mí, apagaba un conato de ansiedad. El olor a humedad me hacía
pisar de nuevo la tierra mojada por la que caminaba con mi padre cuando lo
acompañaba a plantar. La felicidad era aquel momento. Escampó, y solo se escuchaba
el silencio. “¡Coge el móvil, estúpido!”. Sí, era Carmen, y aquellas eran las palabras que
estaría mascullando, Ad litteram, al otro lado de la línea. Hacerla esperar más de cinco
tonos la ponía realmente nerviosa. “¡Se está acercando, chulo! Ten cuidado.” Antes de
colgar, la oscuridad de la casa se vio diluida por una potente luz blanquecina. “Luego
te llamo”. 1. 2. 3. 4 segundos más tarde, las placas tectónicas del sonido se
superpusieron para dar lugar al mayor terremoto sonoro que haya hecho temblar mis

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oídos. Tal ruido duró la eternidad de una tortura ínfima. Parecía proceder del salón.
Luchando contra una gélida ráfaga de viento huracanado, conseguí llegar hasta él.
Atónito, contemplé como en apenas diez metros cuadrados, una fuerte tormenta,
acompañada de intensas lluvias, destrozaba lo que ella solía llamar, el cuarto de “estar
muy perro”.
Horas más tarde, un rayo de luz comenzó a curiosear por la ventana. La
tormenta se había disipado, y la claridad quedó invitada a contemplar conmigo aquel
desastre. El salón estaba totalmente inundado. Aquel temporal había entrado con
fuerza. No tenía ni idea de cómo anticiparme a la borrasca, ni cuando tendría lugar la
próxima. Me mostraba impotente ante aquello. Un recorte de periódico, arrastrado por
una corriente errante, encalló a mi lado. Lo recogí con cuidado debido al frágil estado
en el que se encontraba. Preso de la duda acerca de su contenido, me lo llevé a mi
habitación, intentando arrastrar mis piernas en aquella piscina doméstica. La nieve del
pasillo ya se había derretido. Tras esperar unos minutos a que se secara, lo tomé entre
mis manos. El retrato frontal de Carmen daba pie a la noticia: “C.M.O., de veintisiete
años, fue hallada muerta en un pequeño descampado de difícil acceso. Se dan por
finalizadas las labores de búsqueda y se procederá a su autopsia. El caso se encuentra
bajo secreto de sumario.” La fecha del titular databa del 12 de noviembre de 2003.
Volví a llorar su muerte tras muchos años sin hacerlo. Mi recuerdo seguía fumando
aquella pequeña colilla mientras la veía marchar por última vez. Miré el reloj. Eran las
seis y cuarto de la tarde, y el viento empezó a sonar con fuerza. Otra vez. “¡Coge el
móvil, chulo!”.

JOSÉ JUAN GARCÍA GONZÁLEZ


España

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I nmensas oleadas de perturbación surgen en mis lastimados nervios cuando
aquella cosa sin forma definida escruta a mis espaldas. No la veo, pero sé que
está ahí, atrás de mi persona; a veces logro darme cuenta de cómo sus largas
sombras crean una especie de tentáculos que pretenden cogerme, abrazarme,
para así aplastarme y absorber mi energía, con el fin de alimentarse de mí y después ir
en busca de un nuevo huésped.
Ni doctores ni chamanes han conseguido dar con la cura para este mal que me
aqueja y me consume, que en algún momento, de seguro, terminara con mi existencia,
aunque uno de estos últimos, un brujo, reconoció a la criatura que me atormenta. La
llamó Velmus o Lo que atisba hasta llenarse; una entidad peligrosa que nace de los
rincones más oscuros de las casas, calles, bosques u otros sitios donde las tinieblas
quepan: ¡es decir, cualquier lugar del mundo!, y se inserta detrás de un ser vivo para
mirar lo que este visiona. Así Velmus se nutre de lo que ve su huésped, cual parásito
de las penumbras que ha aparecido en mi vida para quebrantarla y ponerme en un
riesgo mortal e ignominioso.
No obstante, he resistido.
En general, solo le toma unos días al monstruo drenar los ojos de sus víctimas,
y luego el resto del cuerpo, para atisbar en las entrañas, en la mente y alma del
desdichado que tuvo la desgracia de tenerlo cerca.
¿Y cómo he aguantado estos años con la bestia acechándome día y noche? Muy
sencillo. Soy escritor y trabajo a diario. Lo hago en la noche, cuando llego a casa, tras
laborar en una empresa. En cuanto el sol empieza a ocultarse mi imaginación se
dispara y escribo un relato de terror: puede ser corto, de unas cuantas líneas, o puede
ser largo, este último lo redacto en pocos o en varios días. Ahora estoy creando
novelas y me está yendo muy bien, los ejemplares de mis libros se venden bastante y
mi editor me paga mucho dinero. A Velmus le encanta mi literatura; cada noche sale
de los espacios umbríos de mi pequeña casa (lo siento cuando se ubica atrás de mí) y
lee con atención las pesadillas que narro en mi laptop.
Escribo sin detenerme, azuzado por el temor de percibir sus numerosas
protuberancias sombrías que me rodean y se convierten en apéndices largos y
viscosos. Quiere tocarme, apretarme, aplastarme, drenarme, pero se resiste a actuar de
modo tan horrible, porque sabe que al día siguiente, por parte de mi creatividad, habrá
para él una nueva historia de miedo.
Cuando termino, aquello se aleja, satisfecho, sin hacerme el menor daño… por
ahora.
CARLOS SALDIVAR ROSAS
Perú
Página web: http://fanzineelhorla.blogspot.pe/
Facebook: Carlosenrique.saldivarrosas

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115
E
n un pueblo alejado de todo, donde no había lujos ni centros comerciales ni
nada, había un hombre famosísimo entre sus veintitantos compueblanos.
El pueblito, más bien dos callecitas sin embrear y un puñado de casuchas,
era el hogar de Paulo, el famoso. El hombre acostumbraba salir de su casa con una
máscara distinta cada día. Nunca, en todos los años que lo había hecho, había repetido
una máscara.
El panadero siempre alababa su buen gusto al seleccionar su atuendo. En las
mañanas, Paulo siempre iba a comprar su café bien cargado. Allí, recibía los halagos de
dos o tres personas más del pueblito. ¿Cómo hace usted para verse siempre tan bien?,
a menudo le preguntaban. El hombre nunca contestaba algo concreto, sino que le
atribuía todo el crédito a aquellas máscaras que había heredado de su familia. Era una
tradición ancestral.
Esa mañana, Paulo notó que le quedaba solo una máscara por estrenar. ¿Qué
me pondré mañana?, pensó enseguida. Sin embargo, la duda se despejó de su mente
tan pronto tuvo en sus manos la máscara que utilizaría. Esta era especial, estaba hecha
de una tela blanca, pulcra, y unos detalles en oro que lanzaban destellos al ser tocados
por el sol. La máscara resaltaba sus ojos saltones, se la colocó en su rostro y, en
seguida, se sintió distinto. Se sintió mejor. Amarró el broche que tenía la máscara en la
parte posterior y salió a la calle.
¡Qué hermosa máscara, don Paulo! exclamó Catalina, su única vecina
cercana. El hombre sonrió dentro de la máscara en respuesta.
Buen día Paulo, su cafecito bien cargado por aquí dijo el panadero al verlo
llegar.
Gracias.
Bonita máscara luce hoy el panadero entregó el café a Paulo al terminar la
frase.
Estoy preocupado. Resulta que esta mañana me he dado cuenta que esta es
la última máscara que tenía en el baúl. No puedo repetir las otras, ya no sirven para
nada Paulo lucía realmente acongojado.
No se preocupe hombre, si aquí todos le conocemos. Seguro mañana nos
sorprenderá otra vez.
Sí, algo haré dijo Paulo con desgano.
Paulo salió de la panadería e hizo sus quehaceres diarios, que eran más bien
exhibir su máscara. No había mucho que hacer en aquel pueblito olvidado por todos.
Fue a la pequeña plazoleta del pueblo así le llamaban a los tres bancos que había
justo donde se juntaban las dos calles al norte.

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Buenos días Paulo dijeron algunos hombre al unísono y con gran
entusiasmo.
Buenos días respondió el enmascarado.
Te queda de maravilla la condenada máscara admiró uno de los hombres.
Sí hombre, es como si te la hubiesen cosido puesta todos rieron
estúpidamente.
Paulo se cansó de escuchar a la gente de la plazoleta y se fue al único
restaurante del pueblito, en la otra calle. Se trataba de una fonda, pero todos le
llamaban restaurante. Al entrar, las pequeñas conversaciones se volvieron un gran
silencio que lo admiraba. Paulo se sintió mejor. Mejor que todos.
Me gusta su máscara, quiero una igual exclamó Gertrudis, la menor del
pueblo.
El hombre se sentó y ordenó su plato favorito para el almuerzo. Una suculenta
pasta con salsa llegó a su mesa. Buen provecho, deseó la mesera. Paulo comió sin
importarle su máscara. La gente del local dejó de mirarlo y cada cual volvió a lo suyo.
Al terminar, sintió que un poco de salsa había caído en la máscara. ¡Qué horror!
Salió despavorido hasta su casa, sabía lo que eso significaba. Aquella era la
última máscara que le quedaba. El resto de sus máscaras no servían para nada, pues ya
estaban usadas. Después de todo, ¿quién era Paulo sin sus máscaras? Decidió que no
saldría hasta el próximo día, si se atrevía.
Se encerró en su casita y no tuvo intenciones de salir. Vio caer la noche. El
pueblito se apagó y todos se fueron a dormir, menos Paulo. La mañana siguiente
estuvo llena de mucha pesadumbre. ¿Cómo iba a salir a la calle? Después de pensarlo,
decidió acoger la idea que había estado rondando en su mente desde la noche anterior.
Saldré sin máscara se dijo, tal vez nadie lo note.
Salió con timidez de su casa. La vecina no dijo nada esa mañana. En lugar de
vitorearlo, lo miró con extrañeza. Llegó hasta la panadería, pero no recibió su café
bien cargado en la entrada. Esto le pareció muy extraño.
Un café bien cargado, por favor.
Disculpe usted, ese se lo reservo a Paulo dijo el panadero. Tenía que ser
una broma.
¿No me reconoce? Yo soy Paulo explicó el desenmascarado.
Sí claro, y yo soy astronauta el panadero lanzó una carcajada.
No hombre, que hablo en serio. Yo soy Paulo.
Estás loco tú, Paulo no tendría una cara como la tuya. ¡Azaroso! exclamó
el panadero molesto.

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El hombre comprendió lo que ocurría con gran terror. Razonó que no había
sacado tiempo para mirarse en un espejo. Ya ni siquiera él recordaba su rostro. Se
levantó de la mesa sin discutir. Pensó ir a la plaza. De seguro, allí lo reconocerían.
Buenos días dijo al llegar.
Y este, ¿quién diablos se cree? murmuró uno por lo bajo.
¿No me reconocen? replicó Paulo molesto.
Yo no sé quién diablos tú crees que eres, pero yo nunca te he visto. Créeme,
una cara como la tuya no se olvida nunca todos volvieron a reír con la estupidez del
día anterior. Esta vez, Paulo no se sintió bien.
Paulo comprendió la gravedad del asunto. Nadie lo reconocía sin sus preciosas
máscaras. Decidió ir a su casa para ponerse una de las máscaras usadas. Necesitaba
remediar el asunto como fuera. En el camino tampoco recibió los elogios de antes. Se
sintió mal, muy mal.
¿Viste a ese hombre? Debería ser delito tanta fealdad murmuraron unos
jovencitos.
El hombre se sintió desesperado. Aquellas palabras lo habían herido, pero eso
se solucionaría cuando se pusiera una de sus máscaras. Al entrar a su casa, la vecina
miraba por la ventana al extraño que irrumpía en la casa del famoso. El hombre había
entrado con una sonrisa en su rostro, como si tramara algo. La vecina, aterrada,
decidió actuar. Salió de su casa y avisó a todos los hombres del pueblo. Después de
todo, el pueblo completo se recorría en minutos, y todos los hombres no eran más de
diez.
Los hombres, preocupados porque no habían visto a Paulo en todo el día, se
organizaron rápidamente y entraron a su casa. Al llegar a su cuarto, encontraron al
desagradable impostor buscando entre las máscaras de Paulo. Parecía que no se
decidía por cuál ponerse para cubrir su desaliño. Los hombres arremetieron contra el
ratero.
Soy yo, Paulo exclamaba el horripilante impostor.
Este es el mismo del café en la mañana dijo el panadero. Mátenlo.
Todos acataron la orden cual precepto divino. Los hombres del pueblo se
abalanzaron sobre el horrendo sustituto. El hombre de las máscaras murió
desenmascarado.

LUIS RODRÍGUEZ MARTÍNEZ


Puerto Rico
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Instagram: https://www.instagram.com/luis_rodmar/

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H oy te entendí como nunca, Julio, solo que yo no estoy dispuesta a tirar la
llave de esta casa tomada, la defenderé hasta mi último aliento.
Primero sentí apropiada el ala norte, cada aposento tenía su huésped, cada
cama su bello durmiente, cada sábana su tibia piel.
Yo, yo me quedé del otro lado, callada y palpitante.
Después le tocó el turno al ala este, incluía piscina, árboles y hasta el pobre
perro que corría sin parar tratando de explicarse lo inexplicable.
En cada zambullida de los usurpadores el agua salpicaba agotamiento,
transpiraba resignación.
Yo me había apretujado en los tres metros cuadrados de la cocina a la que
pensaba defender con uñas y dientes. Fue mi refugio durante largas horas, mi
trinchera.
Primero cerré la puerta de vidrio, las otras dos ya las había trabado el día
anterior; cuando visualizaba una silueta cerca, a través del esmerilado, acercaba una
silla para trabarla y aumentaba el volumen de la radio, no quería escuchar el mínimo
susurro.
Mientras tanto, pergeñaba un plan para deshacerme de los intrusos. No
alimenté resignación en ningún momento, todo lo contrario, a medida que me sentía
más invadida, más aguerrida me volvía.
Cuando salí de mi refugio y quise utilizar los sanitarios, comprendí que esta
sería una tarea infructuosa, también habían sido tomados; ni siquiera pude rescatar mi
cepillo de dientes ni el peine grande tipo rastrillo, ni esa prensa marrón de carey que
compré con tanto gusto.
Volví a mi refugio.
Los sentía reír a carcajadas, correr, golpear las puertas y yo me ovillaba al pie de
la mesa redonda, tapaba mis oídos y solo escuchaba el rechinar de mis dientes.
Hoy te recordé tanto, tanto, Julio, pero no me resigné, no, saqué la masa de
hojaldre de la heladera y empecé a pegarle con fuerza, con mucha fuerza mientras
diseñaba el plan de desalojo.

CLARA GONOROWSKY
Argentina
http://poesiadesdeelsentimiento.blogspot.com.ar

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C ierto es que el vivir te hace comprender, aprender, madurar y rectificar; te
enseña a olvidar, a recordar otra vez, a ignorar y renunciar o hacer lo
contrario.
Nuestras conversaciones eran un secreto entre las dos. Ambas en mi cuarto, intocables
por la realidad pasante.
Yo te decía: “No llores, se fuerte” cuando llegabas a mi regazo a pedir consuelo
y cariño. A pesar de que te lo otorgaba, las dos sabíamos que ambas teníamos miedo y
debilidad.
Las mariposas nacen de noche con la luna clara, ellas extienden sus alas
húmedas y bailan un waltz ancestral. Y ellas me hacen preguntar ¿dónde estás?
Tú puedes seguir tu camino, mi niña; porque la luz del perdón no me salvará
esta vez.
Yo te dije: “Perla Negra, te amo muchísimo”. Y así, te fuiste por tu cuenta y yo
fui la que se quedó sola.
Solitaria otra vez. Descanso mi cabeza contra el cristal frío de la ventana y
espero visitarte pronto, mi hija felina. Sí, estaré esperando.
No quiero olvidar, quiero olvidar... No, lo que quiero es dormir en paz y ver el
brillo de tus ojos verde perla afilados en tu carita redonda, peludita y negra.
Alguien me dijo la razón de por qué te habías ido y yo no podía ir contigo, “No
por ahora, pero pronto...”
Solo las memorias, tus memorias, pasan veloces en mis ojos húmedos. Por
favor, dime que aún me quieres. “Tratemos de aceptar, y entender, que las heridas no
se borran. ¿Cuánto tiempo más continuarán? No las queremos más.” Te oí decir una
vez.
Por favor, dime que es tu sonrisa de gato negro la que veo en la luna. Tu mirar
es dulce recuerdo en mí. Aún te puedo oír, sonriendo sin saber por qué.
En este momento un rumbo tendré que seguir, a un paraíso que habremos de
mirar. Tan lejos como esté, continuaremos juntas por el camino. No miraré esta
desolación sino a un paraíso, tan lejos como esté, continuaremos juntas por el camino.
“No mires hacia atrás, solo al frente avanzar, hasta que se marchite tu cuerpo al andar.
Y así el futuro, podremos vivir.” Esos maullidos son tan fáciles de identificar para mis
oídos, mi corazón y memoria.
Vaya desdén que siento; entonces la maldición del Perla Negra es cierta, pero
nadie se esperó que sería por una gata negra. Nadie se esperó que esa gata negra
cambiaría para bien la vida de muchas personas y menos la mía.
SOFÍA LUDLOW CÁNDANO
México
Twitter:@SofíaLuCa18
Blog: http://elmundodesofialabruja.blogspot.com.ar/

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123
V
plementan.
iernes cualquiera. Vida cualquiera. Marcelo se dispone a entrar en el bar del
viejo Carlos. Una cerveza, cinco cigarrillos, un diálogo como el de siempre.
Ambos son del mismo cerro en Comas. No se discriminan. Se com-

Se complementan como todo ser humano que es inhumano.


Están a cinco cuadras de la Plaza San Martín. Hay una manifestación y el
mundo se presenta como un golpe certero. Vuelven a la realidad y la cerveza ya parece
solo agua destilada. Marcelo no tiene tiempo para tanta poesía barata. Solo le apremia
el mundo que le espera en San Martín de Porres. Un mundo llamado Cecilia. Mujer
esbelta de veinticinco años.
Ambos se conocieron de la época de la escuela. Aunque él era tres años mayor,
no fue impedimento para establecer una relación. Ella era técnico superior y él era un
albañil de cuarta categoría. Y sí, era de dicha categoría no por gracia de la SUNAT sino
por gracia de la realidad que le tocaba. No había el suficiente trabajo en las calles. Las
plazas estaban copadas y su amante era la que paraba la casa. Él no tenía problemas
con ello. Los unía una pequeña de cinco meses, una nena que no tiene importancia
con su nombre. Esta no era su historia.
Marcelo se aproxima a la cuadra dos del Jirón de la Unión. Tiene que llegar al
paradero que está en Evitamiento. Ya se le hizo tarde y Cecilia debe estar molesta. Lo
primero que hará será olerle el aliento. No es celosa, es una buena mujer. Pero detesta
que su hombre gaste dinero en el licor y él ya lo sabe. Se incomoda y reniega, pero es
tan tierna su mirada en sus 165 centímetros de pasión. Y es que las noches de
reconciliación siempre eran buenas. Marcelo iba pensando en qué excusa colocar en
esta ocasión. Solo le quedaba decir que hubo otra marcha en donde concurrieron
tantas personas como siempre, pero que pocos sabían el motivo. Y es que, para él, la
sociedad era un batallón de hormigas que seguían a las que sabían liderar a la fila. El
hormiguero siempre tenía que estar protegido, aunque nadie poseyera libertad de
decisión. Para Marcelo, la sociedad ya se había vuelto un virus y así lo apreciaba en su
camino sereno por Jirón de la Unión.
Se había guardado unos cigarrillos. Bueno, en realidad, se los robó a Carlos.
Siempre había la oportunidad de robarle a su amigo. Y es que él le robaba el vuelto
cada vez que se le subía el alcohol a la cabeza.
Iba pasando tiendas, cuadras y ofertas. Ahora ya no había gente de provincia,
sino de la Venezuela que estaba partida. Ya no era lo mismo caminar por el Centro
Histórico. Ahora era una mixtura de dejos y gentilicios. Pero Marcelo era indiferente,
para él todo era lo mismo de siempre. ¿Qué diferencia podía haber con el cementerio?
Y es que hace una semana fueron al cementerio a ver su madre. Mujer

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provinciana de pura fibra. Orgullosa de sus raíces hasta la médula. Siempre renegando
del estúpido hijo que tuvo. Siempre renegando de su apego al licor y a la vida
mundana. Para Carmela, su madre, era necesario que su hijo sea un producto de la
tierra, un apu incendiado, un cóndor que volara alto. Pero Marcelo jamás quiso ser
como su madre. Para él era necesario ser diferente. Renegaba de sus raíces. No tenía
esa condescendencia con el pasado, con sus raíces, con la sangre que recorría sus
venas. Y es que era difícil pedirle orgullo. Su padre, Vicente, era un hombre salvaje que
siempre los golpeaba con la correa. Mujer fuerte, pero tonta. Años estuvo sumisa a los
pies de un imbécil. Y Marcelo supo darse cuenta de ello, pero no pudo hacer más. El
cerebro no le dio para estudios superiores y el dinero no alcanzó para lo técnico. Solo
le quedó ser albañil de cuarta categoría.
Maldita categoría que categorizaba a su propio desinterés por vivir.
Y mientras esos recuerdos iban y venían, sus pies seguían caminando. El
trayecto se había hecho largo. Había sido feriado y todo estaba repleto de personas.
Hasta las miradas se encontraban repletas de personas. Pasaban extranjeros, turistas y
exiliados. Pasaban peruanos, trabajadores y corruptos. Pero todos tenían algo en
común: tenían la mirada pegada al piso. Y es que ya era inseguro dar un paso en falso.
Siempre pasaba algo. Ya no era necesario tocar las puertas, estas siempre paraban
cerradas. En especial, las puertas de la Catedral. Y es que la fe ya resultaba cara y
Marcelo sabía ello. Por eso jamás pagó los sacramentos. Para él bastaba ser espiritual.
Igual, la muerte no mata el espíritu. Eso creía.
Ya llegaba para cruzar el famoso Puente de Piedra, puente histórico de Lima.
Un puente que ya no tiene miedo a los huaicos, pero un puente que envejece como
envejecen las personas. Algún día deberá caerse, pero hoy no era el día. Y Marcelo
debe elegir entre seguir directo al barrio San Lázaro o bajar por el Malecón del Río
para llegar al paradero. Igual, no tenía objetos de valor que le roben. Había salido a
tomar con los rifios que le quedaban y había dejado la tarjeta en la cómoda de la casa.
Ya pasa la ruta 35 B, la misma que pasa a la muerte de un obispo. La toma y se
retira. Debe llegar hasta el límite del Callao con San Martín. Y es una zona jodida, pero
es lo único que le queda. Es un cuarto el que alquila. Lo poco y lo más sencillo que le
permite el sueldo de albañil.
Y llega con la palabra lista, pero Cecilia lo espera y comienza el sermón de las
siete penitencias. Y sí, son siete, porque son las mismas siete frases que le repite
siempre. Y ella es una mujer entregada, pero muy semejante a Carmela: aceptando a un
imbécil por pareja.
Y Marcelo escucha con la misma atención con la cual escucha el sonido de las
bocinas de los carros. Es una noche típica. Al menos, cuando sea mañana, sabrá que

125
Carlos lo espera, con su cerveza y su charla de siempre. Eso le permite aguantar el
regaño de Cecilia.
Pero una llamada lo alerta: Carlos murió por un ataque al corazón.
Y Marcelo, callado, solo cuelga el teléfono. Cecilia lo abraza y dice que irán a
ver a su amigo. Curiosamente, es el mismo cementerio donde mora Carmela. Ya no
será tan distinto el ir a verlo.

Son las quince horas del domingo. El entierro ha sido rápido. No hubo
necesidad de narrar el velorio. Lo típico de siempre, lo típico de todo muerto sobre el
cual se gasta más dinero que cuando estuvo con vida.
Y Marcelo recorre el camino a casa. Y se quita la camisa negra. Y se echa en la
cama. Cecilia lo mira y va con la nena al mercado.
Entonces Marcelo queda solo. Mirando el techo y pensando en la fortuna de
Carlos y Carmela. No deben aguantar el regaño rutinario que recibe después de tomar.
Pero vale la pena. El alcohol, algún día, lo matará y podrá pasear por el
cementerio.

EMILIO PAZ PANANA


Perú
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126
127
S u presencia gótica, imponente, parecía burlarse del desprecio de los re-
nacentistas que la calificaron de bárbara. Ahí estaba desde el siglo XII y con
ella Ulrico, él sostenía sus muros, eran su creación, su luz para llegar a Dios. Si
uno dejaba elevar su espiritualidad podía ver que las torres casi tocaban el cielo. Los
siglos le fueron dando una pátina de nobleza que la hermosa campiña que la rodeaba
desde sus orígenes no pudo adquirir. Con el transcurso de los años, el paisaje original
fue reemplazado sucesivamente por la aldea, el pueblo, la ciudad. Los hombres
también cambiaron, los campesinos sumisos y religiosos, amantes de su monarca se
convirtieron en la nueva clase trabajadora explotada por gobernantes surgidos de una
alquimia única que formaron nuevas sociedades con el arribo a la comarca de
guerreros, comerciantes, tasadores y vendedores de tierras, banqueros, filósofos,
poetas, burócratas, prostitutas, proxenetas.
Ulrico Eisleben había proyectado la Catedral para testimoniar la presencia
Divina en la tierra. La sólida estructura de sus muros ampararía la soledad de los
hombres, los arcos ojivales significaban la elevación de la inteligencia hacia el cielo y
por los vitrales de exquisitas figuras coloreadas, entraba la luz del señor para despejar
las tinieblas de las almas. El artista entregó su vida a la obra, fue perdiendo a su mujer,
sus hijos, los primeros obreros pero él siguió con la construcción. No descansaba, no
conocía la fatiga, en el camino supo del altruismo de su gente y la perversidad de la
envidia en los ajenos, pero la emoción de los campesinos cuando alzaban sus ojos
hacia la monumental catedral le daba fuerzas para seguir. Cerca del final de la obra,
descubrió con horror que si terminaba todas las torres el suelo cedería, el derrumbe
sería total. El arquitecto deambulaba como un loco por las naves, oraba fijando su
mirada en Cristo, iluminado por las luces que entraban por los vitrales. Sus plegarias se
desplegaban como ecos y se confundían con el olor a incienso y el murmullo musical
de un milagro.
Un día cualquiera Ulrico Eisleben desapareció. La Catedral quedó incompleta,
faltaban algunas torres, pero siguió enhiesta en medio de la campiña, la aldea, las
ciudades, a través de los días, los años, los siglos. Solo sus muros conocían el secreto
de su naturaleza, el arquitecto, como plasma adosado a sus ladrillos, los sostenía con el
vigor de su Fe. Eisleben fue testigo de crueles épocas, en las cuales la maldad del
hombre, invocando el nombre de Dios, cometió las más atroces de las torturas a seres
que osaron con la alquimia llegar a la ciencia, paradojalmente estudios que segu-
ramente en el futuro salvarían la estructura edilicia. Los feligreses y el habitante de los
muros escuchaban desde la nave central ruidos de cadenas y gritos infernales que
llegaban desde los sótanos. Este estado de terror pretendía ser disimulado con la
ejecución de la maravillosa música del órgano o de voces humanas que homenajeaban

128
al Señor. Ulrico seguía allí, dando fervor a los verdaderos creyentes, sosteniendo con
su lealtad el templo para la posteridad.

El Ingeniero Augusto Della Ròvere quedó emocionado por la película sobre la


guerra de Vietnam que acababa de ver. Le trajo recuerdos de su vida de estudiante, la
juventud tan plena de ideales, las protestas en pro de la paz. Ahora estaba en la etapa
madura de su vida, era el momento óptimo para aceptar el cargo ofrecido como Jefe
del emprendimiento más ambicioso que tuviera la ciudad. El objetivo era agregar las
torres faltantes a la famosa Catedral y apuntalar toda la edificación, sería una obra
extraordinaria, un legado cultural para la humanidad. Antes de aceptar pidió re-
flexionar, estaba en juego su vida profesional prestigiosa. Desde ese momento la idea
lo obsesionó. Primeramente se documentó sobre la vida del artista que había ideado
tan magnífico producto de la arquitectura gótica y de su misteriosa desaparición.
Desde el quinto piso del edificio donde se encontraba su estudio, podía
observar la imponente catedral que se situaba justo enfrente, en el lado opuesto a la
plaza. Le fascinaba mirar la fachada principal, con su típico rosetón vidriado. Habían
pasado ocho siglos y no podía comprender qué había inspirado a esos albañiles para
ejecutar tan exquisito arte. El Ingeniero era agnóstico, ignoraba el poder de la Fe.
Una tarde se decidió a cruzar la inmensa plaza, cuya belleza acompañaba la
estética de la arquitectura circundante y hacer una visita a la Catedral. Cuando subió
por la amplia escalinata y traspuso los portones comenzó a sentir impresiones
especiales en sus oídos y en su piel. En todo momento percibió una energía que lo
elevaba a zonas espirituales que jamás había explorado su mente. La luz que atravesaba
los vitrales producía un ambiente irreal y allá Cristo, sobrio en su sufrimiento. Se
arrodilló para observar cada detalle, para oler cada siglo transcurrido, para que su piel
absorbiera la historia de cada ladrillo y sus oídos escucharan murmullos intemporales.
No tuvo percepción del tiempo pasado, cuando salió, ya de noche cerrada, con la
emoción pegada a sus sentidos, aceptó que accedería a realizar el proyecto, sabía que la
fuerza del pasado lo acompañaría.
Los años se sucedieron y los ciudadanos admiraban orgullosos las nuevas torres
que cumplimentaban la monumental obra. Como toque final se colocó un valioso
carillón que ejecutaría su melodía en homenaje a Dios.
El día de la inauguración se vistió de gala a la Catedral y sus alrededores;
iluminación, coros y miles de personas en la plaza. El Ingeniero ya anciano y algo
enfermo no podría concurrir, pero sí iba a disfrutar de la fiesta desde el ventanal de su
estudio. Se sentía en paz con su vida y con su obra. En el momento en que las luces de
láser enfocaron a la Iglesia, se escuchó el tañido de las campanas tocando armónicas

129
notas de gloria. Augusto Della Ròvere reconoció entonces el poder de lo absoluto, allí,
radiante, intangible entre la música y las luces, estaba Ulrico, dirigiendo con la fuerza
de los siglos su irrenunciable Fe.
Los párpados del ingeniero se fueron cerrando, sentía una emoción que lo
ahogaba, sin embargo antes de cerrarlos escuchó entre la música y los sonidos de la
fiesta, unas voces, venían de un túnel en penumbras. Luego llantos, gritos de cuerpos
torturados y una deslizable e infinita sensación de derrota.

ANA MARÍA MANCEDA


Argentina
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S iempre es difícil conseguir compañía en la ciudad. Pero a pesar de esto, seis
mujeres se acuestan conmigo todas las semanas en mi cama, junto a mí. Sus
caras maquilladas, sus senos portentosos, sus miradas lascivas, han sabido
monopolizar ms pensamientos. Esto es positivo ya que siempre he apreciado en una
mujer una buena dotación de senos, de pechuga..., de carne; y creo que podría decir
que las mujeres que menos me agradan entran en el rango promocionado como patrón
cultural de belleza. Un ejemplo de esto es la típica mujer de los desfiles de moda, farsas
absurdas y agobiantes, donde le muestran a cualquiera qué es lo que nunca va a usar en
su vida de una colección cuyas piezas reciben el trato de una obra de arte que luego
nunca será usada (como los imbéciles que se fuman un cigarrillo como si existiera una
“técnica del pitaje” y fuera una materia de algún curso de teatro, moviendo las manos
de acá para allá, haciendo malabares con el humo). Triste falacia que en los desfiles de
“moda” la ropa sea algo que alguna vez desfile. Porque lo que desfila en realidad es la
carne; carne casi que insípida. Siempre ganan las más huecas, las más estúpidas; o las
que tienen los más lindos ojos; o las que... Triste falacia también la de que por un lado
la sociedad promueva eventos de este tipo y por otro lado emita toda una jerga
dialéctica acerca de los derechos de la mujer, el feminismo y todo eso. Por un lado
“liberate mujer” y por el otro “sé estúpida, ten lindos ojos y triunfaras en la vida”.
Pero yo no me confundo. A pesar de todo esto, una mujer, por triste falacia que pueda
parecer, es pura carne, nada más. Toda carne. Y yo tengo seis para mí a lo largo de la
semana.
El lunes le toca a Andreita, esa morocha espectacular. Esas tetitas duras como
limones, como melones, como... La conocí en una discoteca (no hace falta dar
direcciones). Bailaba como una gata enjaulada, de acá para allá. La miré y con la mirada
le dije todo, ella me miró y me dijo que sí. Después se dio vuelta y continuó con su
baile alocado esperando a que fuera por ella, eclipsando imbéciles. Fue mucho más
fácil de lo que pensé: la invité a tomar algo a la barra y listo. A Andrea la veo los lunes.
Andrea la del pelo rizado, la morochita linda.
El martes es de Ernestina, la muchacha de la panadería de acá a la vuelta.
Desde el día en que la encontré de buen humor y le pagué los biscochos con
doscientos pesos y miró el billete y dijo: “¿Lo acabás de hacer? Porque parece recién
hecho”; y yo no supe bien qué decir y nos reímos los dos. Desde ese día quedó
entablado un buen trato. Yo siempre iba a comprar cerveza al quiosco de al lado y un
día la invité a tomar una. El resto fue un trámite, un poco con la comidita, otro poco
con la cervecita y listo. “Todos los martes Erne... ¿Te gusta?”. Y ella responde que sí,
que los martes está bien, que cualquier día de la semana que yo quiera está bien.
Ernestina es la que en forma cariñosa me dice “papi”.

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Susana se ha ganado el miércoles de todas mis semanas y no es para menos.
Susana es una bestia, pura carne, un poco venida a menos, gordita, pero hay para
agarrarse de todos lados. Susana es del barrio, amiga de la infancia de mi hermana.
Cuando ella se fue, Susana empezó a juntarse conmigo. Un día vino, las cosas se
dieron y listo, así de desapasionado. “¿Vamonos pa' la cama? Vamonos pa' la cama”.
Igual sufriría mucho si Susana no estuviera conmigo los miércoles. Sufriría mucho si
cualquiera de ellas no estuviera. Por eso hago copiosos esfuerzos por mantenerlas
bien. Todo mi tiempo libre está dedicado a ellas y a poder tenerlas a mi lado.
Parece una locura que un hombre ame a seis mujeres. Pues yo sí, yo las amo a
las seis. ¿Por qué no? Los prejuicios morales, estúpidos, ingratos, hipócritas, prohíben
la poligamia. ¿Pero por qué? La prohibición sexual impuesta por la iglesia, ¿por qué
debe de seguir siendo obedecida si ya nos dimos cuenta que dios no existe? ¿Tanto
miedo nos metieron en la sangre? Ahora en estos momentos recuerdo a aquel poeta
llamado “loco”, diciendo: “Tan pegado lo tenés en la sangre que la sangre te lleva al
lodo; nunca el fuego será buen horizonte para vos, porque en contemplación del fuego
se te quemarían los ojos y las manos”. Pero yo no tengo este tipo de problemas con
mis mujeres, con ninguna de las seis. Ellas están de acuerdo conmigo en la mayoría de
las cuestiones, incluida la del adulterio. Yo puedo ser suficiente hombre para las seis,
para todas ellas. De modo que me son fieles y yo ni tengo duda de ello.
El jueves es Miriam, la rubia imponente que me rechazó toda la noche y a la
que tuve que encontrar en otro lugar para que al no reconocerme me aceptara una
cerveza. Después como siempre, facilísimo. De vuelta con la bebida y a la cuchita.
Desde entonces que no me ha dejado y los jueves mi cama es de ella. Toda maquillada,
siempre con un peinado nuevo ya que su pelo es muy versátil, acude a mí y en las
ocasiones que me ha encontrado semidormido no me ha costado nada, en mi sueño,
imaginármela un ángel, con grandes y blancas alas curveadas hacia arriba.
El viernes viene Felicia (claro que lo de viene es un decir). No es muy de mi
agrado Felicia a pesar de que en efecto su nombre dice mucho de ella. Su sonrisa fue
algo que desde el primer momento me encantó (y la circunstancia de que me abordara
ella en la parada del ómnibus un día lluvioso hasta lo sublime, cosa que nunca antes
me había sucedido). Pero justo esta sonrisa torpe fue lo que me terminó separando de
su corazón. Dejo que aún se quede conmigo porque sé que todavía me ama. Pero ya
no le brindo el mismo trato que a las demás y confieso, por desagradable que pueda
sonar, que Felicia huele mal. Este aspecto es algo que contrasta mucho con lo que para
mí debería definir a una buena mujer: una mujer no debería de oler mal.
Creo que ha quedado claro que las mujeres y el afecto..., el amor por qué no
decirlo, es un aspecto muy importante en mi vida. Tal vez se deba a que no recibí de

133
chico todo el cariño que un niño necesita, sobre todo por parte de mi madre. Era una
mujer mezquina, arrogante y por completo desinteresada de sus hijos y de su marido.
De carácter fuerte, nadie nunca tenía razón cuando la razón era suya.
Otro de los aspectos importantes en mi vida ha sido los estudios. Me recibí
hace once años y desde entonces me he brindado a mi trabajo en forma apasionada
pues es lo que siempre quise hacer.
¡Camila! He dejado lo mejor para el final. ¡Cómo me costó Camila! Pero valió la
pena. "Al que quiere celeste que le cueste", dice algún dicho popular. Pero al final la
convencí. De ella son los sábados, sobre todo a la noche. Cuántos años siguiéndola,
casi que acosándola. Me paraba en la esquina de su casa en las frías noches de invierno
a observarla peinarse con lentitud, con pasmosa paciencia, del otro lado de la calle, a
través de su ventana siempre abierta, siempre atrayente e insinuante. Recuerdo las
largas caminatas en las plazas del centro, viéndola sonreír al primer idiota que le decía
algo. ¡Ay Camila!, tan ajena y tan mía. Mucho tiempo la tuve que cortejar hasta que
incluso llegó a insultarme. En una ocasión un amigo de estudios de ella me quiso
romper la cara pero solo me rompió un ojo. Nunca fui dado para los asuntos de
violencia y tuve que huir. Tiempo después conseguí que se tomara un té conmigo
(Camila no toma alcohol por lo que suspendimos la cerveza). Después como siempre,
todo facilísimo. Lo difícil siempre fue que se sentaran a tomar algo en mi compañía,
después caían. La misma táctica brillante: una pastillita en la bebida y después a la
cama.
Ella aún se queda conmigo también. En realidad todas lo hacen, solo que para
ser equitativo he repartido cada uno de los días entre nosotros siete.
Los domingos me los tomo libres ya que los alcoholes, el éter, el formol, y por
lo general los elementos con que trabajo, pueden llegar a apestar tanto el aire que este
se puede volver peligroso. De esta forma los domingos descanso, y abro las ventanas
para que entre aire. Mis mujeres también descansan, en el sótano, todas juntitas, con
sus pinturas y sus perfumes, aguardando impacientes mi regreso.
Once años trabajando en la morgue me han brindado ciertos conocimientos
que para el arte del amor no vienen nada mal. Como ya he dicho, siempre es difícil
conseguir compañía en la ciudad.

ÁLVARO MORALEs
Uruguay
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M
e siento como una detective; directamente sacada de las películas de
antaño de blanco y negro que veía mi abuelo. Sentada en la penumbra de
mi comedor en ropa interior, sosteniendo un cigarrillo en una mano y un
vaso de Vodka en la otra. Rodeada de fotografías que emanan erotismo puro, infieles
en todo su esplendor. Mi amor por la fotografía y el engaño de mi primer novio me
llevaron a tener esta profesión. La verdad es que lo disfruto mucho a pesar de los
riesgos y las demandas de acoso que se presentan en mi contra. Observar a dos
personas en su momento más íntimo pensando que solo existen ellos dos en el
mundo, olvidándose del esposo o de la esposa que prometieron amar y cuidar ante los
ojos de Dios.
“Rompe hogares” me llaman pero yo no soy la que metió el pene de otro sujeto
en mi interior, yo no soy la que decidió ascender a la secretaria por una hora de sexo
oral, yo no soy la que hizo sufrir a su pareja por años de engaños, yo solamente soy la
chica que entrega las fotografías. Es mi trabajo y lo amo.
Pero jamás pensé que el tiro me saliera por la culata cuando una esposa me
contrató para conseguir pruebas de la infidelidad de su marido ya que sospechaba que
la engañaba desde hacía tres meses. Pobre señora, la verdad era mucho peor; su
marido ya llevaba seis meses engañándola conmigo. En este momento él está en mi
cama leyendo una novela negra de Elmer Mendoza mientras que su esposa lo espera
en la casa con los niños.
Me siento asqueada, sucia e insultada por haberme enamorado de un mentiroso
de nuevo, de haberme acostado con un patán. Me gustaría decir que todos los
hombres son unos putos infieles pero la mayoría de mis “víctimas” son mujeres.
Cualquier feminista estaría diciendo un absurdo pretexto para justificar su putería pero
hay que ver las cosas como son: todos somos unos cabrones mentirosos que siempre
herimos a las personas que más queremos.
Me acabo el cigarrillo y dejo el vaso vacío encima de una fotografía. Camino
entre el humo que acabo de expulsar hasta llegar a mi habitación donde comparto una
sensual mirada con mi amante. Me pierdo en su sonrisa de galán y de manera
inevitable se la respondo. Le doy la espalda, sabiendo que contemplará en silencio las
alas que tengo tatuadas.
Observo mi cuerpo delgado y moreno en el reflejo del espejo que tengo
enfrente, preguntándome a mí misma por qué termine con un tipo como él, que no ha
hecho otra cosa más que mentirme desde el primer día que me conoció. Me inclino
hacia adelante para colocar de forma discreta mi celular para que nos grabe, después
de todo tengo un trabajo que cumplir.
De reojo veo como gatea hacia mí, como si fuera un bebé yendo por su

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juguete. Me pongo recta mientras que el desabrocha mi sostén, el cual dejó caer con
placer. Pega su cuerpo contra el mío a tal punto que puedo sentir su miembro erecto
en mis nalgas, tan caliente y jugoso. Empieza a saborear mi cuello como si fuera un
postre prohibido a la vez que estruja mis pechos con furor. Después aprieta y retuerce
mi pezón con la mano izquierda mientras que la derecha recorre mi cuerpo con
suavidad y ternura hasta introducirla en mi braga donde sus ásperos dedos afrontan mi
húmeda intimidad. Suelto gemidos ahogados de placer, dolor y vergüenza.
Cada beso es una mentira, cada caricia es un engaño y cada gemido es una
puñalada a mi corazón. Me susurra al oído que me ama, que me necesita en su vida y
que sin mí él no es nada; yo quiero creerle pero esas palabras solo me lastiman más y
más. Me aguanto las ganas de derramar mi decepción por mis ojos, empujo con fuerza
mis sentimientos hacia el oscuro rincón de mi corazón para así dejarme llevar
solamente por la ilusión de ser amada y deseada aunque sea por esta noche, porque
mañana será otro día donde tu esposa te quitará todo lo que tienes: la casa, los niños,
el dinero, te dejará sin nada, así que aprovéchame todo lo que puedas.
Eso es, apóyame en el espejo para que puedas ver mi retorcida sonrisa de placer
al momento en que me la metas. Eso es, rompe mi prenda mientras muerdes mi oreja,
juguetea con mis labios vaginales antes que me penetres con fuerza. Soy tuya y tú eres
mío por una noche más así que hazme gritar, hazme morder la almohada, hazme tocar
el cielo porque mañana te destruiré. Pero no te lo tomes personal, después de todo
estoy haciendo el trabajo por el cual me pagaron.

GERARD KING
México
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138
L
as profecías para eso se hicieron, para que se cumplan. Aunque la mayoría
piense que son para que las podamos evitar. —dijo el anciano.
—Entonces… ¿todo aquello que decían del 2012 no estaba equivocado?
—Te refieres a eso de que era el fin del mundo.
—Sí, a eso.
—A lo que se refiere es a un fin del ciclo, pero todo fin e inicio vienen
acompañados de cambio, si lo vemos como muerte y nacimiento, uno para morir tiene
que dejar de respirar y para nacer, después de contracciones y pujar, pujar y pujar,
nacer y luego de eso comenzar a respirar.
Lo que ha pasado en los últimos días ha sido toda la labor de parto, puedo
asegurarte que de alguna forma ya nació.
—Entonces… ¿todo volverá pronto a la normalidad?
—Dudo que sea pronto, las señales en el cielo indican que algo no anda bien.
Piensa que es lo que pasa cuando se nace y no se respira… hay que recibir una buena
nalgada para que lo hagas, eso es lo que está pasando, ya nació pero aún no respira, así
que habrá que sacudir.
Pasan unos cuantos días y otro terremoto de más de 8.0 sacude violentamente.
Le reclamo al anciano…Así como vamos, no quedará nada. Sería volver a
empezar como cavernícolas.
—A veces es mejor construir sobre ruinas, que sobre lo anterior, pero como te
dije la sacudida se requiere, es necesaria.
Una lluvia torrencial inició intempestivamente.
—Es el llanto. Es una buena señal.
—Entonces, ya pasamos lo peor.
—Puede ser, pero mientras no exhale lo anterior, algo puede manifestarse.
—¿Y cómo saber cuándo lo anterior termine de morir?
—No lo sé, las profecías son interpretativas, si no perderían el interés de ser
vividas.

Los movimientos de la Tierra no tuvieron piedad en muchos lugares del


mundo, muchas ciudades ante la imposibilidad de una reconstrucción fueron
abandonadas, la tragedia también sirvió para unir lo que estaba separado, así que la
parte esperanzadora de la profecía, en la que anunciaba una nueva era para la
humanidad, se dejó asomar tímidamente.

Meses después, las noticias que provienen de todas partes del mundo, resultan
preocupantes, hubo un incremento en uno de los gases que componen la atmosfera y
el argón en lugar de ocupar un porcentaje cercano al 1%, pasó a un porcentaje cercano

139
al 2%, en algunos lugares, lo que hizo cambiar la mezcla de 78% hidrógeno y de casi
un 21% de oxígeno, y los gases raros, por lo que resultó no apto para ser respirable
por los humanos y causa asfixia.

La muerte llega a través del aire. Inhalar es sentencia de muerte. No pasó


mucho tiempo para que la corriente trajera a una de las nubes tóxicas cerca de mi
ciudad, no hay forma de huir, lo de tapar ventanas y cualquier posible entrada de aire,
no resultó en otros lugares, contar con tanques de oxígeno, solo unos cuantos
afortunados, ya que escasearon rápidamente, así que esperar la muerte era la prueba
que había que afrontar.

Desconecto la luz, mi gato comienza a hacer ruidos extraños, a jalar aire y a


correr despavorido por todo el departamento, me relajo e inhalo y exhalo, el aire se
siente más pesado, un fuerte mareo y sigo aquí. Inhalo y exhalo, vomito y sigo aquí.
Inhalo y exhalo y la migraña es insoportable, pero sigo aquí. Inhalo y exhalo y se nubla
la visión. Inhalo y exhalo, pierdo el conocimiento.

No sé cuantas horas han pasado y sigo aquí, ya es de madrugada, salgo a la calle


y aunque hay gente muerta, otros se asoman como yo. Respiro nuevamente una gran
bocanada y el aire es semejante al que estaba acostumbrado a respirar, siento como si
estuviera naciendo, un llanto lo acompaña…

La profecía se cumplió, muerte y nacimiento. Nos llaman los argonautas por


haber asimilado y sobrevivido al argón.

FERNANDO BARBA
México
Página Web: www.facebook.com/bsfernandobarba

140
141
Cuento sobre el amor, la envidia, el miedo a que el otro crezca y nos abandone.

T
tocó.
odo mal con ella, viste. Tipo que es mi amiga pero rejodida. Tiene un
problema serio conmigo: No entiende. No entiende que no soy su hija ni su
madre, que tampoco lo fui en otra vida y que cada una tiene la madre que le

Se puso como loca cuando supo que iba a participar en el curso de cocina. Yo
acá soy la moza nomás y nunca demostré interés por el arte culinario, ni fuera del
restaurante ni dentro. Así que creo que la tomó de sorpresa. Yo tampoco lo esperaba
pero el otro dueño, el que viene poco, me dijo que necesitaba otra cocinera, que iba a
abrir otro negocio, aunque un poco más chico.
Eso sí, fingió ponerse contenta y me prestó algunas recetas (no todas, estoy
segura). Vas a rendir con Antonia, me dijo y a lo mejor va Rogelio también, si tiene
tiempo porque es chofer de una vieja ricachona a la tarde.
Vos anotate que yo te voy a decir unos secretos para que tengas en cuenta. Y
me los dictó. Ni se te ocurra contarle a Rogelio, solo a Antonia y a vos les voy a decir
porque este es muy chusma y le va a ir con el cuento al dueño. El dueño quiere que le
vaya diciendo cómo van y si me pesca dando recomendaciones me va a echar de una
patada en el culo.
Yo la quiero a pesar de todo. Entiendo que anda para aquí y para allá
preocupada por la hija que está enferma y no saben bien lo que tiene y por eso me
callo y no digo nada y prefiero que la cosa quede así. La verdad es que duele sobre
todo porque cien mil veces le pedí el secreto de la bechamel y me dijo que un poquito
de leche, que un poquito de manteca, que nuez moscada… Mil veces le pregunté
cuáles eran los pasos que había que seguir para el hojaldre porque no están detallados
en el libro del cocinero alado de Martu Cocana. No te van a preguntar eso. Vos leete
nomás lo que te di. Con eso alcanza. Además no me preguntes mucho que si el patrón
se entera, ya sabés.
El examen tuvo solo dos temas: el secreto de la bechamel y el procedimiento
para realizar el hojaldre.
Resultado final. Mamá es la cocinera y la nena sigue siendo la moza.

MARINA SOSA
Argentina
Facebook: https://www.facebook.com/marina.sosa.5243

142
143
1989…

S
iempre he hecho lo que me ha dado la gana. El mundo es una mierda de gente
que trata de ser diferente cuando en la realidad llevan la misma podredumbre
dentro de ellas.
¿O no es eso lo que somos?
Míreme acá. En la funesta encrucijada de mi vida, sin saber qué hacer... Y
mírese usted, allí... Tan callado. ¿No quiere un cigarro? Vaya es el último que me
queda.
Ahhh... ya siento este dolor de nuevo, como si quisiera arrancarme el alma.
Estoy cansado. Acá no hay nada. Una vegetación muerta, esta carretera polvorienta y
ese maldito pueblo abandonado que me ha hecho volver una y otra vez...
Solo este viejo árbol da sombra. ¿No le parece extraño que solo él viva en
medio de tanta muerte? Déjeme contarle como llegué aquí. Ah, déjeme inspirar un
poco el cigarro y le cuento...
Siempre hice lo que me dio la gana, así que ayer tomé el auto de mi padre y salí
a millón. Él me gritó algo como que estaba maldito pero eso no me importó.
Corrí por la carretera no sé cuánto tiempo... me tomé una botella de un ron
barato que compré junto con una Coca-Cola, un par de galletas y seguí andando hasta
que di aquí. Quise pasar lo más rápido posible pero el destartalado carro se apagó y
no prendió por más esfuerzos que hice. Revisé aceite, revolví cables y nada.
Me sentí derrotado…
Me detuve a contemplar el pueblo de casas vacías, mugrientas y terriblemente
terroríficas... El pueblo que se traga a los caminantes.
Así que me quedé en el auto, por nada iría a ese pueblo. Algo se sentía que
emanaba de él como un silencio que llamaba. ¿No ha sentido ese silencio de mierda?
No sabía qué hacer. Y tenía mucha sed. Busqué la botella de ron pero ya no
tenía nada y fue allí cuando se me ocurrió revisar el tanque de agua y estaba vacío.
Así que no tuve más remedio que irme al pueblo por agua. El calor era
insoportable y caminar por la carretera me llevó unos minutos, pero yo lo sentí como
años. Jamás en mi jodida vida había sentido esa sensación de terror que recorría mi
espalda, los vellos se me pararon y sentí pánico de lo que podía encontrarme. Caminé
buscando una botella vacía hasta que vi una tirada. Casi la busqué a tientas. Después
me fajé a buscar el agua. Pero en ese pueblo no hay nada… Existe solo algo maligno.
Mire como tiemblo. No puedo casi sostener el cigarro. Déjeme dar una
chupadita ¿sí? Creo que tengo frío o es esta fiebre que me atacó al caer la tarde...
Cada casa mostraba un aspecto realmente fatal. Era como si las personas de allí

144
hubiesen desaparecido de repente. Todo en su sitio como si la vida se hubiese cortado
sin más.
Me fui asomando apenas por las ventanas. Temiendo ver de repente un
fantasma. Con la extraña sensación de que me observaban. Así que en un impulso salí
corriendo como alma que lleva el diablo con la botella empuñada en la mano. Llegué al
carro todo sudoroso, polvoriento y con el sol quemándome la cabeza, fue allí cuando
me fijé en el camino que seguía paralelo al pueblo y me fui por él.
No sé cuánto caminé amigo. Sonríe usted. ¿Acaso también caminó por ese
sendero? Pues yo lo hice no sé por cuánto tiempo. Todo era un sepulcral silencio. A
veces sentía pasos detrás de mí, me volteaba volviendo de nuevo a sentir ese escalofrío
y las ganas de salir corriendo. La sed me estaba matando, los pies me hervían y mi
cabeza parecía un fósforo prendido.
Cuando ya estaba agotado me detuve cerca de este mismo árbol para darme
cuenta de lo más aterrador...
Había vuelto al pueblo... No podía entender como volví de nuevo a este
pueblo.
Me senté en el suelo y lloré todas mis desgracias. Odié a mi madre, a mi padre,
más aún... odié el día que mi madre se fue y me dejó sin importarle una jodida mierda
lo que me pasara…pero solo sentí el silencio responderme y entonces tuve más miedo.
Después de un rato medité hacia donde iba. Iba al otro poblado a una de esas
fiestas parroquiales donde encuentras chicas, baile y ron… Y me vino a la mente
aquella canción folklórica: No vayas para la fiesta te dijeron Juan Hilario, que en tierra
de Portuguesa hay un espanto desandando... Algo así dice…
Decidí tomar nuevamente el camino por donde había venido, recordé la botella
de Coca-Cola a medio terminar, estaba caliente y sin gas pero me la tomé de un solo
trago aunque no me reconfortó, me dejó un sabor dulzón que me provocó más sed.
Abrí la bolsa de chucherías y me comí las galletas de un golpe, tragué como una bestia,
tenía hambre, cuando terminé me sentí un poco más aliviado. Así que empecé a
caminar.
Ya era mediodía. Este maldito lugar parece detener el tiempo, sabe. Lo ha
detenido acá también, ¿no?
Pues caminé unos metros. Se me hizo largo y tortuoso el camino. El sol no me
dejaba mirar de frente. Así que iba con la cara baja. No había nada. Polvo y una
carretera infinita que se perdía entre una semimaleza seca, sin vida, sin viento, sin
nada. Voltear a ver y sentir la sensación de que me veían era una sola vaina, los vellos
erizados y el dolor en el estómago...

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Para luego empezar a oír sonidos... ruidos, voces, cantos...
Parecía como si el pueblo hubiese cobrado vida...Podía hasta oler a pan recién
horneado... oía las risas y algarabía. Sentí más miedo.
Así que eché a correr, quería alejarme de ese lugar. Corrí como el condenado a
muerte y de repente sentí que corrían detrás de mí y con más miedo corrí hasta
tropezar con una piedra que me hizo caer de bruces para dar con la cosa más
asquerosa. De un salto me levanté. Allí se encontraba el cadáver de un perro muerto,
con los ojos desorbitados, el cuello abierto de par en par y todas las tripas afuera, con
gusanos, moscas, su piel entre grisácea y medio peluda....
Me fui de arcadas vomitando lo que no tenía en el estómago. El hedor llenó
mis fosas nasales así como el miedo me había impulsado a correr. De repente estaba
en este maldito pueblo de nuevo..., Mis fuerzas ya estaban al límite. Joder, me sentía
morir. Allí fue cuando me comenzó esté terrible dolor de estómago que me corre
hacia el lado izquierdo y sube como taquicardia...
Antes de robarle el carro al viejo había estado en una fiesta, llegué a casa y quise
venirme a seguir festejando, mis amigos ya se habían venido por eso fue el peo con el
viejo, pedirle el carro prestado.
¿Qué si me arrepiento? De quitarle el carro al viejo, no. De mi triste vida, sí. De
las cosas que hice mal o de las que no hice...
Tengo mucha sed y ya no puedo caminar. Lo he intentado tantas veces pero las
tantas vuelvo al mismo lugar. ¿A usted le paso así?
Pues después que me recuperé me metí en el carro dejando las puertas abiertas.
El carro hervía por dentro y era peor. Estaba cayendo la tarde. Volví a salir, esta vez
me fui entre el desierto, de frente al pueblo. Si iba a morir que fuera lejos de esta
mierda.
Caminé entre la tierra seca. Todavía hacia algo de calor, ya el sol empezaba a
ocultarse. Me detuve viendo a lo lejos como se levantaba una polvareda que parecía un
tornado gigante que venía hacia mí. Desgraciado de mí. Sin saber pa dónde coger, di
media vuelta, regresé corriendo para volver acá... ¡Otra vez!
En una histeria me puse a correr por el camino de tierra por donde había
llegado una y otra vez... pero una y otra vez volvía al pueblo.
Llegó la noche y con ella todo mi miedo aumentó. Había algo terrorífico que
me mantenía acá. Me metí en el carro. Las horas aquí parecen pasar muy lentas. El
silencio se hizo más profundo y yo me sentía al borde de la desesperación. Mi
estómago gruñía del hambre y del dolor.
Me fumé un cigarro. Miré hacia el pueblo y le aseguró que veía movimientos,

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figuras que caminaban por la calle y volví a percibir olores a comida, a flores…
Sentí un frío que me helaba los huesos. Luego me di cuenta que era esta fiebre
y este dolor que corre por mi brazo izquierdo.
Siento que he perdido tanto en la vida…Cuando mi madre se fue yo tendría
como siete años y la vi recoger sus cosas. Había llorado después que el viejo le dio una
paliza. Ella lloraba y yo la veía sin decir nada. El viejo dormía una borrachera y ella
aprovechó para irse. Yo me quedé allí, como el jodido hijo de mierda que me volví.
Ya veo algo borroso. Será el cansancio... ¿Cómo llegue a hablar con usted?
Déjeme sacar el último cigarro, lo fumaré despacio. Déjeme disfrutar de la poca
cordura que me queda. Y no sonría así porque siento que se ríe de mí.
Como el día que mi madre se fue. Ese día lloré todas las malditas lágrimas. Ella
también lloró y me abrazó fuerte, me besó tantas veces como si se le fuera la vida en
ello, yo le decía que la quería, que me perdonara pero ella no me dijo nada...
Ya estoy cansado... Este frío que me mata, estas nauseas, los dolores de mi
brazo y de mi estómago...
Solo déjeme dormir y luego…

2018…
El hombre contempló al otro que yacía en cuclillas frente a la vieja y raída
cruz... Al ponerse de pie, lo vio secar una lágrima, su cabeza cabizbaja y esa expresión
de remordimiento...
Apenas venía a este remoto lugar a reseñar las fiestas patronales de uno de los
pueblos llaneros deteniéndose en la gasolinera del pueblo donde encontró al otro, el
cual le pidió un aventón... y ahora lloraba frente a una cruz a mitad de la nada.
Por el camino le dijo que iba a la tumba de su hijo pero lo que él creyó sería
una visita al cementerio se convirtió en una parada en medio de un paraje solitario
donde reinaba un gran Cedro y unas cuantas casas abandonadas que se veían a la
distancia.
El otro seguía cabizbajo, murmurando como una especie de letanía o plegaria.
El hombre observó la vieja cruz, alzó la mirada y la posó en un pájaro negro que los
observaba entre las ramas del árbol. Luego observó a lo lejos donde se divisaban unas
cuantas casas viejas, abandonadas y sin saber por qué sintió de repente un aire frío, un
silencio que le produjo miedo y un olor a flores...
El otro de repente alzó la vista y le dijo:
—Este era mi único hijo. Lo encontraron acá en una época de fiestas. Me robó
el carro y se vino, según cuentan estaba sentado al pie de este árbol, con un cigarrillo a

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medio fumar y la mirada detenida como si viera algo.
El hombre se sorprendió y sintió sus vellos erizarse, pero no dijo nada. Volvió
a contemplar la cruz.
—La realidad... es que nadie sabe qué pasó con él.
El hombre, algo intrigado le preguntó:
—Y… ¿está enterrado aquí?
—No amigo, el está en el cementerio del pueblo pero su alma quedó acá y es a
este lugar a donde vengo a pedirle perdón... No fui un buen padre. Vengo ante esta
vieja cruz cada semana buscando me perdone.
El pájaro voló cuando el anciano concluyó.
El hombre lo siguió con la mirada mientras se perdía sobre el caserío
abandonado y por un momento, solo por un momento, creyó ver la sombra de un
hombre caminar por el medio de las calles de tierras.

AMALIA RENGEL
Venezuela
Facebook: Amalia Rengel
Instagram: Amalia Rengel

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E
l viejo Peruzzi se paraba en la esquina de la avenida Mitre y la calle 105, al
lado del quiosco del gordo Gavio y desde allí, cruzaba la avenida, tratando
de alcanzar la vereda de enfrente, antes de que cambiara el semáforo. Era
una tarea difícil para él. A raíz de un accidente, tenía la pierna derecha soldada a la
altura de la rodilla, sin poder flexionarla. Así es que la arrastraba y se apoyaba en un
bastón, aunque en realidad era un palo de escoba que llevaba en la mano izquierda. Ya
no podía caminar sin él, porque además de su pierna inútil, se le sumaba la edad:
Matías tenía más de ochenta años.
Este hecho era un clásico de todas las mañanas. En cuanto se ponía la luz roja
que cortaba el tránsito, el gordo Gavio desde la ventana del quiosco, le gritaba:
— ¡Vamos Peruzzi, métale nomás!
Ahí se largaba el viejo a la calle, pero cada día le costaba más llegar a tiempo al
otro lado. Mientras hacía el esfuerzo, pensaba en otros tiempos, en los que había
corrido los 400 metros llanos y hasta había obtenido una medalla por su triunfo.
Todavía resonaban en su cabeza los estímulos de la gente que había concurrido a la
carrera:
—¡Déle duro, Peruzzi… No afloje, métale…Vamos, vamos Peruzzi! —
mientras seguía con el sacrificio de cruzar la avenida. Últimamente, cuando estaba por
llegar a la vereda de enfrente, ya abría el semáforo de nuevo, pero “como estaba
cruzando Peruzzi”, los automovilistas del pueblo lo esperaban, al tiempo que le
gritaban:
—Déle duro, Peruzzi… No afloje, métale… Vamos, vamos, Peruzzi— y esto
lo escuchaba el viejo y se le mezclaba con los gritos de la antigua carrera, que eran
iguales y lo confundían más aún. Solo algunos chicos, para divertirse, le pasaban con
las bicicletas rozando sus pantalones, lo que provocaba duras puteadas por parte del
viejo.
Muy cerca del quiosco, estaba sentado Don Carlo, un tano viejo, que ya no
caminaba y que siempre lo ubicaban en una silla en la vereda, con sol o con lluvia,
paraguas mediante. Nadie sabía si lo sacaban a la calle porque él quería o porque
molestaba adentro.
El hijo del quiosquero Gavio, intrigado, le preguntó al tano si sabía qué le
había pasado a Peruzzi en la pierna y cuándo había ocurrido. Él, por casualidad, le
había escuchado narrar la hazaña de los 400 metros, mientras cruzaba la avenida, cosa
que solo mencionaba entre dientes y con profundos resoplidos, pero que nunca había
relatado a nadie.
Don Carlo, conocedor de la historia del pueblo, le contó. Cuando eran chicos, a
Peruzzi, lo había atropellado un caballo desbocado y nunca pudieron arreglarle la

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pierna, lo habían enyesado de urgencia y como pudieron. Lo había hecho un
curandero amigo del padre y, aparentemente, se la había soldado mal, dejando la
pierna como si fuera de palo.
—Así eran las cosas antes, muchacho, así eran—, terminó Don Carlo.
Ahora, el chico estaba más confundido, porque él lo había escuchado a Peruzzi
mencionar lo de los 400 metros. Mientras volvía al quiosco de su padre, pensaba:
«Pobre viejo, además de inválido está medio loco».
Entretanto, Peruzzi, ya en la vereda de enfrente, se secó el sudor de la frente
con la manga del viejo saco marrón, se acomodó como pudo el pantalón medio caído
y se encaminó al bar. Aquel viejo bar lo conocía desde hacía mil años y aunque había
cambiado de dueño varias veces, era el mismo boliche de siempre. Con el bastón
apoyado en la vereda, Peruzzi levantó la vista y vio a la gente que lo aplaudía por la
medalla ganada, le lagrimearon los ojos, no lo podía creer, que luego de tantos años, le
siguiera pasando y que ellos continuaran estando allí, a su lado. Entonces, hizo un
mínimo gesto de agradecimiento, lo máximo que le permitía su cuerpo, y comenzó a
andar hacia la puerta del bar. Allí, el mozo, que le tenía afecto y que lo veía todas las
mañanas hacer esos gestos, le abrió la puerta y lo ayudó a pasar, lo acomodó en una
mesa del fondo y le sirvió el moscato, como siempre, como cada mañana.

ROLANDO JOSÉ DI LORENZo


Argentina
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