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EL MITO DE

LA MOTIVACIÓN

III
Introducción

IV
Introducción

REINHARD K. SPRENGER

EL MITO DE LA MOTIVACIÓN
Cómo escapar
de un callejón
sin salida

Con ilustraciones de Thomas Plaßmann


Traducción: Augusto Gely Alonso

DIAZ DE SANTOS

V
Introducción

Título original: Mythos Motivation. Reinhard K. Sprenger.


© Campus Verlag GmbH, Frankfurt Main, 2002

Reservados todos los derechos.

«No está permitida la reproducción total o parcial de este libro,


ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna
forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico
por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso
previo y por escrito de los titulares del Copyright.»

© Ediciones Díaz de Santos, S. A., 2005


Internet: http://www.diazdesantos.es/ediciones
E-Mail: ediciones@diazdesantos.es

ISBN: 84-7978-657-4
Depósito legal: M. 3.419-2005

Diseño de cubierta: Ángel Calvete


Fotocomposición: Fer
Impresión: Edigrafos
Encuadernación: Rústica-Hilo

Impreso en España

VI
Prefacio

ÍNDICE

Prefacio VII

Introducción 1

PARTE PRIMERA
Enfocar

Capítulo 1
La práctica, nuestro punto de partida 7

Capítulo 2
La confusión lingüística sobre la “motivación” 11

Capítulo 3
La comodidad personal y el ocio como valores supremos 19

Capítulo 4
La acción motivadora: una tecla bastante ineficaz 27

Capítulo 5
La sospecha como cultura empresarial 37

Capítulo 6
La gramática de la seducción 55
VII
Índice

PARTE SEGUNDA
Desenmascarar
Capítulo 7
Sísifo: recompensar y sobornar 69

Capítulo 8
Elogiar, un cinismo de los dominadores 83

Capítulo 9
Los sistemas de incentivo como juegos
de suma cero 101

Capítulo 10
Doping 127

Capítulo 11
Las ideas dan dinero. ¿Da el dinero también ideas? 137

Capítulo 12
La pasividad como concepto directivo 153

Capítulo 13
Pasando revista a la devaluación 161

Capítulo 14
Contrarréplicas 181

Capítulo 15
Management de la retribución 193

PARTE TERCERA
Dirigir

A
Capítulo 16
Exigir en vez de seducir 219
VIII
Índice

Capítulo 17
Digresión: dirigir mediante el diálogo 233

B
Capítulo 18
Evitar la desmotivación 239

Capítulo 19
Relaciones petrificadas 245

Capítulo 20
Falta de confianza en la capacidad ajena 253

Capítulo 21
Pedir menos de lo debido a la capacidad
de rendimiento 265

Capítulo 22
La división del trabajo 275

Capítulo 23
La carencia de espacio libre como causa de
la imposibilidad del rendimiento 285

C
Capítulo 24
Epílogo: ensayo sobre el respeto a sí mismo 307

IX
Prefacio

PREFACIO

El mito de la motivación
Diez años después

Comenzar. Ese es el destino del individuo. Comenzar siempre


de nuevo. Lo queramos o no, vivimos en la libertad de la auto-
determinación, estamos obligados a encontrar nuestro propio
camino a través de una maraña formada por fines, intereses y
opiniones. Y en ello, como ya sabía el poeta, hay algo de ma-
gia. La misma que en un timo. Pues ¿quién podría realmente
empezar de cero? Incluso quien empieza a escribir está ya con-
testando a algo que le ha pasado antes, a algún contratiempo,
a un suceso que le apremia como si fuera una pregunta.
El mito de la motivación respondía probablemente a una
idea que yo había leído en un antiguo libro de pedagogía que,
años después, volvió a caer por casualidad en mis manos.
Decía: “No creo que se pueda motivar a los alumnos”. Yo (¿fui
yo realmente?) había subrayado la frase con un fino trazo... y
era evidente que a continuación la había olvidado. Pero no del
todo: no pudo convencerme por completo ni una sola de las
teorías de la motivación con las que tuve que bregar en mis
años de estudiante. Eso es precisamente lo que me parecían:
demasiado... “teóricas”. Más tarde, durante mi etapa de prácti-
cas en el centro escolar, tuve ocasión de conocer las “fases de la
motivación” y la “presentación motivadora” que debía abrir
cualquier plan para el aula. La idea era quizá que el profesor
tenía que colocarse una nariz postiza, ponerse de un salto fren-
XI
El mito de la motivación

te a los alumnos y entusiasmarles exclamando: “Y hoy.... ¡la


Constitución de la República de Weimar de 1919!”; ante lo
cual los alumnos, hasta entonces repantingados con desidia en
las sillas, reaccionarían saltando electrizados encima de las
mesas, dándose golpes en el pecho y recitando con ardiente
mirada: “¡Capitán, mi capitán!”... En fin, algo así se suponía
de todos modos. Cuando hice al respecto una observación es-
céptica, preguntando por qué no podía uno olvidarse simple-
mente de todo aquello, lo cual no quería decir en modo algu-
no que hubiera que dar clases aburridas, la directora de mi
departamento contestó secamente: “Eso es lo que llevo 30
años pensando”.
Por último, en el mundo empresarial he sido testigo de va-
riadísimos intentos para estimular el rendimiento de los cola-
boradores, darles impulso o mantener de algún otro modo su
buena disposición. Ante todo, al prestar servicios externos.
Estaba claro que, tácitamente, muchos colaboradores espera-
ban que yo hiciera algo para que ellos estuvieran motivados.
Luego me ocurrió lo mismo cuando, como director de semi-
narios, tuve que enfrentarme constantemente a la pregunta de
los directivos: “¿Qué debo hacer para motivar a mi gente?” Me
contenía para no contestarles con otra pregunta: “¿Qué es lo
que ha hecho usted para des-motivarla?” Pronto comprobé que
quienes no dejaban de preguntar por nuevas fórmulas de mo-
tivación eran sobre todo los malos directivos: los que ni que-
rían dirigir ni eran capaces de ello.
En aquella época surgió el presente libro. Cuando se publi-
có en 1991, yo no tenía en absoluto la sensación de estar tra-
tando un tema de especial actualidad. Simplemente, estaba fu-
rioso por las leyendas sobre la motivación y los problemáticos
intentos de elevar el rendimiento de los colaboradores por me-
dio de incentivos externos. Hoy, diez años después, el tema no
ha perdido nada de su actualidad; incluso puede decirse que ha
ganado mayor frescura provocativa. Pues, respecto al asunto
que nos ocupa, en conjunto hay más retroceso que progreso:
apenas nadie cuestiona ya la “retribución según el rendimien-
to” –ni siquiera en las administraciones públicas, los hospita-
XII
Prefacio

les, las escuelas–; los vendedores ambulantes de la industria de


la consultoría van ofreciendo por cualquier parte “planes de
remuneración según resultados”; es ya un lugar común hablar
de la “motivación como tarea de management”. En este senti-
do, el éxito del libro tiene carácter sintomático. Es la expresión
de un problema general serio. Lo que está claro es que el oscu-
ro horizonte ante el cual despiertan interés ideas como estas
no ha surgido de la nada.
Esta reedición (17ª en alemán), por tanto, aparece en un
momento en el que se está planteando con especial insistencia
la cuestión de los fundamentos motivacionales del rendimien-
to. La constante demanda demuestra que el libro resulta “im-
prescindible” para muchas personas. Se ha convertido en un
“clásico”. De ahí que me haya parecido conveniente liberarlo
de lo que estaba demasiado condicionado por el momento en
que se hizo. En cualquier caso, he conservado su estructura
básica, tal como fue surgiendo a vuelapluma cuando lo escribí
entonces. Y ello ha causado que se conserve igualmente su
modo de exposición ejemplar-narrativo, no estrictamente sis-
temático. He eliminado algunos desarrollos excesivos, intro-
duciendo asimismo algunas observaciones nuevas (por ejem-
plo sobre las stock options) y completando la bibliografía. Pero
incluso en aquellos pasajes que yo hoy reformularía de manera
más tajante, he respetado la versión primitiva.
Por lo demás, en lo que respecta al contenido no hay razón
alguna para rectificar el análisis que realiza el libro. Al contra-
rio: hasta donde yo sé, la investigación más reciente sobre la
motivación ha confirmado mi análisis casi punto por punto
(Cfr. Frey/Osterloh 2000). El profesor de Harvard Alfie Kohn
escribe: “No se ha publicado en ninguna parte del mundo es-
tudio alguno que haya demostrado un aumento duradero del
rendimiento por medio de sistemas de incentivos”. Hoy, aun
más que en el momento en que se escribió este libro, estoy
convencido de que existe una relación negativa entre incenti-
vos extrínsecos (basados en el dinero) y rendimiento intrínse-
camente motivado: motivar destruye la motivación. Y bajo la
bandera de la “retribución por rendimiento”, lo único que ha-
XIII
El mito de la motivación

cemos es tratar síntomas, no la enfermedad. Al hacerlo, no so-


mos capaces de ver los efectos a la larga y secundarios, cuyos
costes puede que recaigan en terceras personas, o incluso en
todos nosotros como “sociedad”. Esa inteligencia que solo ha-
ce remiendos pone aquí en escena su aparente activismo, para
no tener que resolver el auténtico problema: una dirección pa-
siva e inconsecuente.
Que numerosos sectores del management hagan oídos sor-
dos, negándose a darse por enterados de estas relaciones de
causa-efecto, prueba una vez más el hecho de que las empresas
serán muchas cosas, pero de ningún modo organizaciones
guiadas por los principios racionales de la explotación econó-
mica.
En bastantes de sus partes esenciales, El mito de motivación
es un informe sobre casos prácticos. Podría decirse que se ges-
tó en el asiento delantero de los automóviles, mientras “mis”
colaboradores en la prestación de servicios externos conducían
de un cliente a otro y yo trabajaba con mi cuaderno de notas y
mis papeles sobre las rodillas. Se completó por medio de mis
experiencias como director de seminarios, como compañero
de fatigas y circunstancias de mis colegas managers, como pa-
dre de dos niños y, también, como un damnificado directo de
actuaciones motivadoras que ha tenido que pasar por más de un
tormentoso intento ajeno de controlar su voluntad... Por lo
cual, como se ha observado en algunas reseñas, la obra puede
leerse también como contribución a una “filosofía del arte de
vivir”. Como libro procedente de la práctica y destinado a la
práctica, su argumentación da rodeos en dirección a la teoría,
pero sin pretender teorizar. Si es válido que, como sentenció
Bertrand Russell, resulta imposible combinar inteligibilidad y
exactitud, yo (¡así lo espero!) me he decidido por la inteligibili-
dad. En algunos de sus pasajes, se trata también de un libro
polémico, de un escrito de combate en el mejor sentido de la
expesión. Y, en ciertas ocasiones, provocar y justificar la carca-
jada, que me pareció que era la respuesta que más convenía a
lo absurdo del asunto examinado.

XIV
Prefacio

De las abundantes reseñas del libro, quiero asumir un mo-


tivo crítico: no expuse en él suficientemente cuál sería la ma-
nera “correcta” de proceder en el asunto de la motivación. En
efecto: en las dos primeras partes del libro tienen preponde-
rancia las consideraciones críticas, o, si se prefiere decir así, las
“malas noticias”. Reconozco que confié demasiado en la fuerza
positiva del pensamiento negativo. Omitir cosas me pareció
muchas veces más convincente que añadirlas. Y, por otra par-
te, es claro que tampoco conseguí que en la tercera y última
parte del libro aparecieran las “buenas noticias” tal como debía
haber sido. El impulso crítico de las dos primeras partes del li-
bro quizá se haya impuesto excesivamente en la percepción de
muchos lectores. Por ello diré aquí una vez más: la parte
Dirigir es mi respuesta a la pregunta: “¿Cómo mejorar enton-
ces?” A quien quiera profundizar en ello le recomendaría mis
libros El principio de la auto-responsabilidad y La rebelión del
individuo.
Essen, mayo de 2001

XV
Introducción

Introducción

as empresas petroleras “Super” e “Hyper” organizan todos


Lsiguiendo
los años una regata entre embarcaciones de ocho remeros,
el ejemplo de las universidades de Oxford y
Cambridge. Los últimos años, el equipo de “Super” ha perdido
siempre. En vista de ello, la dirección ejecutiva de la empresa
acuerda analizar los vídeos de la última prueba: se ve a ocho re-
meros y un timonel en la embarcación de “Hyper”; pero, para
sorpresa general, en la de “Super” se ve a ocho timoneles y solo
un remero. “¿Qué podemos hacer al respecto?”, pregunta el di-
rector ejecutivo al jefe de personal. Y este contesta: “¡Motivar!
¡Motivar mejor a ese hombre!”
Esta historia se ha propagado mucho en las diversas versiones
que ha llegado a tener. Nos está señalando algo que, claramente,
muchos de los que colaboran en nuestras empresas perciben de
manera similar. Y en ella, como en un foco, confluyen también
muchos de los aspectos que habrán de ser desarrollados y funda-
mentados en el presente libro.
Me gustaría mostrar que el sendero, bien conocido para
todos nosotros, por el que se intenta motivar a los colaborado-
res es un camino que no lleva a ninguna parte. Me gustaría
mostrar que esa práctica propulsora que recibe el nombre de
“motivación” y que, por más astucias y máscaras que emplee,
consiste en estimular a los demás es algo que no funciona. Y
“no funciona” quiere decir que trae consigo muchos efectos se-
cundarios y consecuencias a la larga contraproducentes, que
anularán el resultado al que se aspiraba: elevar el rendimiento.
1
El mito de la motivación

Desarrollaré la tesis de que quien motiva se asemeja a un


empresario que, como hechizado, no quitará la vista de la as-
cendente curva de ventas, pero sin dedicar ni una sola mirada
a la evolución de los costes. En ese contexto, yo presto mi
atención a las consecuencias que, en forma de comportamien-
tos, tendrá más tarde cualquier acción motivadora que en
principio parezca “exitosa”: me refiero a esos efectos secunda-
rios psicosociales que los entusiastas de la motivación se nie-
gan a ver. Mostraré que la práctica de motivar a los demás ig-
nora relaciones de causa-efecto en el ámbito de la ecología del
comportamiento, obstaculizando así de modo permanente la
motivación interna del individuo; y que la habitual sospecha
de que en los otros la disposición para el rendimiento muestra
carencias o debe ser incrementada tiene implicaciones que lle-
gan hasta muy lejos. En pocas palabras, mi tesis es:

Todo motivar es desmotivar

En efecto, se invierten cantidades considerables de energía


en técnicas de dirección y sistemas de motivación que, en con-
junto, dañan a la empresa en vez de serle útiles. Además, la mo-
tivación proporciona un modelo de conducta en virtud del cual
ya no se exige, sino que solo se mima, y este veneno se extiende
por toda la cultura organizativa: en ella, todo con-ducir se
convierte en un se-ducir.
Esta es una sentencia que habrá que fundamentar. Pues, de
hecho, son legión los psicólogos, pedagogos, investigadores
del comportamiento y teóricos de la organización que se han
ocupado del análisis de la motivación humana y de su influen-
cia sobre los orígenes del rendimiento; de hecho, es irrebatible
que, a través de sistemas de incentivos, los colaboradores pue-
den ser “impulsados” a la conducta deseada; de hecho, el ramo
de los incentivos está viviendo un boom; de hecho, hoy, y des-
de hace ya largo tiempo, las retribuciones variables para “ele-
var la motivación de cara al rendimiento” siguen gozando de
una coyuntura favorable.
2
Introducción

Pero quien aspire a llegar a un terreno nuevo tiene, en pri-


mer lugar, que romper intelectualmente con el medio al que
nos hemos acostumbrado desde hace mucho, el gabinete de
espejos de la motivación. Pues aquí son nuestros propios siste-
mas los que nos están impidiendo avanzar en cualquier direc-
ción. Volveremos a encontrar las huellas que nuestros planifi-
cadores de sistemas dejan por donde pasan, planteándonos
una necesidad de adaptación tras otra. Y si aun así consegui-
mos abrirnos camino hasta las profundidades de la lógica de la
motivación, nos veremos forzados a pensar sin cable salvavi-
das. Y me gustaría invitarles a ello.
Mi intención principal no es exponer una serie de casos
más o menos anecdóticos que prueben la solidez de mis refle-
xiones, tal como prefieren hacer muchos de mis colegas norte-
americanos. Procediendo así, no llegaríamos a penetrar lo sufi-
ciente en los problemas que nos ocupan. Tampoco en este
libro se trata de técnicas que indiquen cuál es entonces el mo-
do “correcto” de motivar a los colaboradores. No existen res-
puestas tajantes a la pregunta: “¿Cómo conseguir que mi cola-
borador haga algo que no quiere hacer por propia iniciativa?”
Pues ninguna técnica directiva va nunca más allá del plano
instrumental, y, precisamente por ser una “técnica”, los demás
en seguida la conocen a la perfección y la contrarrestan.
De lo que se trata más bien es de una actitud interior que
interprete de otra manera las aplicaciones instrumentales; pa-
ra ello, las técnicas de motivación no serán más que patrones
de conducta observables en el plano de las apariencias. Pero
no se puede aprender a dirigir, si por tal se considera solo un
conjunto de trucos, desatendiendo así el requisito básico so-
bre el que todo descansa, es decir, las actitudes, los valores, los
rasgos de carácter, en una palabra: la personalidad del directi-
vo; y del mismo modo, poco podremos entender acerca de la
mecánica de la motivación si fijamos la vista solo en el plano
instrumental.
Por lo tanto, habrá que discutir también sobre la eficacia
funcional de los sistemas incentivadores. Habra que discutir
sobre las presuposiciones fundamentales que están detrás de
3
El mito de la motivación

los procedimientos de motivación. Habrá que discutir sobre


las consecuencias psicosociales que resultan de las amables-si-
niestras artes de seducción de muchos directivos-seductores.
Habrá que discutir –¡más todavía!– sobre la desmotivación.
Pero no por eso se trata en este libro de una “humaniza-
ción del mundo del trabajo” sobre bases morales. Aunque
acerca de este tema también habría que hablar. Pero se trata
ante todo de productividad, rentabilidad, tipos de fluctuación,
presencia y ausencia físicas y psíquicas en el puesto de trabajo,
calidad y cantidad del rendimiento; se trata de un comporta-
miento espontáneo y creativo más allá de las expectativas de
rol. Se trata, en último término, del beneficio.
Y para ello, sin embargo, se deberá hablar también sobre
qué imagen tenemos del ser humano, aunque esto lleve apare-
jado el riesgo de que entonces lo demás quede envuelto en
cierta dudosa penumbra.
Mientras escribía, los lectores que yo deseaba eran esas per-
sonas que, cuando alguien las “motiva”, perciben, como un so-
plo helado, que no las toman en serio, que las manipulan y,
ocultamente, las desprecian; a ellas es a quienes este libro po-
dría decirles algo. Pero también pretendo que llegue a quienes,
trabajando en el mundo empresarial, se han decidido a llevar a
la práctica una imagen distinta del ser humano, quizá porque
saben, más por intuición que con certeza, que el mundo está
al servicio de los actos de nuestra voluntad. Y no al revés.

4
Introducción

Parte primera

Enfocar

5
Introducción

Capítulo 1

La práctica, nuestro punto


de partida

a “motivación” es un arma arrojadiza en las disputas inter-


L nas de la empresa: “¿¡Quizá usted no ha motivado bien a su
gente!?” ¿Pregunta? ¿Afirmación? En cualquier caso, un pro-
yectil certero tomado del arsenal para atemorizar managers.
Aunque el concepto “motivación” tiene connotaciones positi-
vas para casi la totalidad de los directivos, observamos una y
otra vez cómo en seguida se echa mano de él para denigrar la
tarea de la dirección (sin que tal asociación esté justificada, co-
mo veremos más adelante). Como un disco rayado se repite
también la pregunta correspondiente: “¿Cómo motivar a los
míos?” Pero en cuanto que alguien, sea libremente, bajo pre-
sión o en virtud de un sistema de asignación de roles, acaba de
asumir la responsabilidad por la motivación de los colabora-
dores, la delega a su vez en otro tan pronto como le sea posi-
ble.
Consideremos un ejemplo aplicado al training. Un direc-
tor de ventas puso en mis manos a su personal de servicios ex-
ternos con estas palabras: “¡Motívemelos bien de una vez!”.
Era irritante: ¿pretendía que un training hiciera lo que él no
conseguía en contacto con sus colaboradores? Y en mis oídos
aún resuenan las desesperadas lamentaciones de un directivo
en un congreso de management: “¿Cómo vamos a motivar a
nuestros colaboradores, cuando desde arriba destruyen todos
los días nuestra propia motivación?” No hay duda: los directi-
7
El mito de la motivación

vos se sienten responsables de la motivación de sus colabora-


dores (y en cierta manera lo son, aunque no del modo que
quieren hacernos creer en tantísimas reglas de oro), pero sue-
len enfrentarse a esta tarea sin recursos, por sólidos motivos
que tendremos que precisar más de cerca.
Otra de las extrañas situaciones observables en la práctica
que me llevaron a abordar el asunto “motivación” son los es-
tragos que está causando la fiebre del pago por rendimiento y
de los incentivos, que, en forma de planes de stock options, ha
terminado por alcanzar también los más altos niveles, inclui-
dos el control de gestión y el departamento de personal, tareas
siempre de resultados difícilmente cuantificables. Fue conver-
sando con directivos de estas áreas como me quedó claro que
la introducción de cualquier iniciativa con la esperanza de in-
gresos extra conduce a toda una serie en cadena de paradójicos
efectos secundarios, que me llevaron pronto a dudar de la sa-
biduría de tales sistemas: los mismos directivos decían que el
ambiente entre los compañeros se enrarecía, las bonificaciones

DEP.
II
DEP.
I DEP.
III

8
La práctica, nuestro punto de partida

individuales imposibilitaban una acción cooperativa, se agui-


joneaba el egoísmo de los departamentos en una medida des-
conocida hasta entonces (¡“departamento” tiene que ver con
“apartarse”!). Con ironía apenas encubierta, un directivo de
área de un importante grupo químico me contó cómo la nor-
ma de su empresa era estipular primas para objetivos y proyec-
tos realizados hacía ya mucho tiempo: easy money... que solía ir
a parar, justamente, a manos de esos managers que defienden
con vehemencia que los incentivos de cualquier tipo actúan
elevando el rendimiento.
En el ámbito de la dirección pueden hacerse, además, otras
dos observaciones adicionales. Ante todo, son los directivos
más débiles quienes se interesan por los consejos y las mañas
para motivar a los colaboradores; pero los que alcanzan más
éxito se comportan de distinta manera: ¡no motivan! Se mues-
tran más bien escépticos frente a los sistemas de incentivos, y
jamás se dan en ellos comportamientos propulsores.
Tambien las empresas consultoras, tradicional foco de
charlatanes de la acción motivadora, parecen guardar cierta
prevención al respecto de los sistemas de incentivos. En mis
viajes con colaboradores de servicios externos, me han dejado
clara innumerables veces, hablando en voz baja, la secreta ine-
ficacia de los sistemas de bonificación: pues los planes de bo-
nificación, según me contaron, se negocian de tal manera,
que gracias a ellos no hay que dar “ni un palo al agua” más de
lo necesario. Maravillado, supe de los innumerables trucos
que pueden llegar a guardarse en la manga para eludir los pla-
nes. El cinismo era el remedio más extendido para combatir
el más que frecuente efecto desmotivador de las llamadas “lis-
tas de resultados”. La gente ha aprendido a vivir con la acción
motivadora, se han adaptado a ella. Cuando en la conversa-
ción se tocaba el tema, no podía dejarse de oír un silencioso
desprecio.
Lo que causó mi curiosidad no era mi oposición a alguna
postura teórica, sino mi experiencia práctica. Tenía que existir
alguna explicación para estos fenómenos paradójicos, pues de
hecho una gran parte de la industria está organizada según los
9
El mito de la motivación

esquemas mentales de las teorías de la motivación. Seguí la


pista de estas contradicciones a través de entrevistas y viajes en
compañía, observando a mi alrededor y en encuestas a equipos
de trabajo. Para mí, ahora está claro que “motivar” no quiere
decir más que estas cinco cosas: recompensar, elogiar, sobor-
nar, amenazar, castigar. Para mí, ahora está claro que dirigir,
bajo el sol frío de los sistemas incentivadores es siempre “sedu-
cir” y no “conducir”. Y para mí es un hecho irrefutable que to-
da acción motivadora consigue con mecánica seguridad su
contrario: la desmotivación.
Lo cual se intentará demostrar.

10
Introducción

Capítulo 2

La confusión lingüística sobre


la “motivación”

otivar... ¡pero no de cualquier manera!”, “Cómo moti-


“Mvar con éxito”, “Recursos prácticos para la motivación”:
títulos así pertenecen al arsenal literario, que llenaría ya bas-
tantes estanterías, compuesto por los libros editados sobre el
tema “motivación de los colaboradores”. “Experiencia en mo-
tivar equipos” es uno de los requisitos indispensables más exi-
gidos en las ofertas de trabajo para directivos.
Por tanto, no hay duda de que “saber motivar” se cuenta
entre las destrezas fundamentales del management. Apenas
quedará algún training en cuyo foco de atención no estén las
teorías de la motivación, consideradas desde el punto de vista
de la teoría del aprendizaje o de la psicología; apenas habrá al-
gún sistema de dirección, algún artículo sobre la dirección que
no dedique un epígrafe a los “Procedimientos propulsores pa-
ra elevar el rendimiento” que aplicará el personal superior.
Distintas versiones de un mismo mito.
Elevar el rendimiento: he ahí el fin de tales esfuerzos. Se
presupone que hay algo que elevar y que es muy conveniente
hacerlo. A veces, esto hace florecer especies grotescas: las
“Cassettes hipnóticas de motivación” de un proveedor muni-
qués prometen al usuario que gracias a “la motivación selectiva
del subconsciente conseguirá (...) los fines que se haya propues-
to”. A gusto del consumidor: “liberarse de los sentimientos de
culpa”, “¡alto a la caída del cabello!”, “quiero ser amado”. Desde
11
El mito de la motivación

entonces, en la zona de despachos directivos ondean las mele-


nas al viento, se oyen los susurros de los juramentos de amor...

Un sinónimo de dirección

“Motivación” es hoy una palabra clave; directamente, un


sinónimo de “dirección”. La idea de fondo es que existe un al-
go latente (o sea: la motivación), como un barco inundado
que se limita a cabecear, hasta que una intervención adecuada
(la dirección) lo “incita”, para después volver a sumergirse en
la fase de latencia, pues el caso es que el ser humano tiende a
descender a un estado de reposo.
Por lo tanto, los significados de “motivar” vienen a ser es-
tos:
1. Equipar a alguien con motivos que antes no tenía.
2. Descubrir las motivaciones que tiene cada uno y ofre-
cerle posibilidades para alcanzarlas.
3. Conseguir que ciertas conductas adquieran significado
y/o importancia subjetivos.
4. Desatar el entusiasmo.
5. Estimular.
Si dirigir significa guiar a un equipo en dirección a un fin,
su conexión con motivar está también probada etimológica-
mente (lat. movere = mover). Y, sin embargo, esta cercanía es
algo que lleva a error, tanto si conscientemente la damos por
buena, como si la pasamos por alto pudorosamente. Pues la
motivación es un concepto complejo y polisémico.

Motivación y acción motivadora

Bien pueden los norteamericanos aprovechar la palabra


motivation; pero su adaptación a nuestra lengua es causa de
imprecisión: el término se refiere a las razones de una acción,
entendidas como respuesta al “porqué” de la conducta. “De
cualquier manera en que pueda definirse la motivación, se re-
12
La confusión lingüística sobre la “motivación”

ferirá siempre a aquello existente dentro de nosotros y en torno


de nosotros, que nos lleva, nos impulsa, nos mueve a compor-
tarnos así y no de otro modo”. Así lo expone un manual. Y, en
esta línea, la reflexión llega a remontarse incluso hasta llegar a
uno de los documentos más tempranos de la investigación
motivacional: la Biblia.
Los actuales expertos en psicología de la organización e in-
vestigadores del comportamiento preguntan: “¿Por qué una
persona elige para trabajar esta empresa y no más bien aquella
otra?” “¿Por qué esta persona se implica en esta tarea, pero no
tanto en aquella otra?” “¿Por qué el Sr. Meier ha dejado de es-
forzarse, cuando le sigue esperando el incentivo de un viaje tu-
rístico tan atrayente?”
Por tanto, lo que en primer término se entiende por moti-
vación es el estado de un colaborador cuya disposición para reali-
zar una determinada conducta está activado. Si el colaborador
consigue un alto rendimiento es porque se interesa por el tra-
bajo en sí mismo (intrínsecamente). Esto es la auténtica “mo-
tivación” en el sentido propio de la palabra. Si seguimos la pis-
ta del origen del término (lat.: in movitum ire = entrar en
aquello que mueve [al ser humano]), podemos, sin duda, in-
terpretar este “entrar” como un “comprender” receptivamente
las razones de la acción. Pero también puede interpretárselo
como un “apropiarse” guiado por intereses, como un “aprove-
char”, de lo cual entonces uno derivará no solo la posibilidad,
sino, lo que es más, la necesidad de una dirección efectiva y
consciente de su responsabilidad.
Y es justo en este punto cuando, de un salto y maullando,
aparece el gato que había encerrado: mientras que los psicólo-
gos de la motivación dan vueltas y más vueltas al “porqué”, los
managers se preguntan ansiosos por el “cómo”. “¿Cómo conse-
guir de mi equipo el máximo rendimiento?” “¿Cómo prevenir
el despido interior?” “¿Cómo motivar a mi gente para que ha-
ga horas extras?”
Así pues, al manager no le interesa tanto por qué ocurre al-
go, sino cómo puede influir en la conducta de los demás. Con
este propósito, y en una época de situaciones motivacionales
13
El mito de la motivación

sensiblemente distintas, el manager se ve obligado también a


introducirse en las hondonadas del “por qué”, para desde allí,
en contacto con el individuo, elevar con mayor eficiencia su
rendimiento; lo cual hace las cosas aún más complejas. El re-
sultado es la fuerte demanda de ofertas de training del tipo
how to.
Y, sin embargo, la búsqueda de fórmulas del éxito tiene
que fracasar: son más que demasiado rígidas para un entorno
en permanente transformación. Todas ellas ignoran el presu-
puesto esencial: la personalidad individual del directivo. Lo
único que este puede ganar de ahí es poderío verbal, algo que,
en todo caso, los participantes del seminario recibirán encan-
tados como una gran ayuda. Y además estas fórmulas —last
but not least— prenden la mecha de todos los efectos secunda-
rios de una acción motivadora con “éxito”.
Por lo tanto, como motivación se entiende también la ac-
ción de crear, mantener y elevar la disposición para realizar una de-
terminada conducta, y ello a través de los superiores jerárquicos o
bien por medio de incentivos. En esta concepción, el rendimiento
se consigue porque el colaborador ha sido incentivado desde
fuera (extrínsecamente), o simplemente: porque se le paga. Para
denominar este control ajeno sobre la voluntad de una persona
utilizo el término “acción motivadora”, delimitándolo con clari-
dad frente al control del individuo sobre sí mismo.
Así pues, la motivación es a la acción motivadora lo que el
porqué al cómo. Ambas cosas son interdependientes, y de ahí
que no pueda considerárselas por separado. Tengo pocas espe-
ranzas de que esta distinción lingüística consiga imponerse.
Pero, para lo que sigue, es irrenunciable.

Insinuaciones

“Motivación”...: un ropaje lingüístico que nos deja adivinar la


cercanía de una idea, pero sin revelárnosla. Desde muy pronto
presentí que el término estaba destinado a pasar por situacio-
nes penosas.
14
La confusión lingüística sobre la “motivación”

En efecto, de un modo tan pudoroso como característico,


el uso de la palabra encubre el núcleo del problema: el lengua-
je habitual mete en el mismo saco la actitud interior del dirigi-
do y la acción plenamente intencional de quien dirige (acción
que, desde este punto de vista, es lo único que puede producir
motivación). El fin y los medios se convierten en una y la mis-
ma cosa.
El uso impreciso o ambiguo de un concepto no ofrece re-
sistencia alguna frente a malas utilizaciones. Pero, además,
quienes se niegan con desprecio a precisarlo, tal como vemos
en los libros de management, no solo fomentan aún más su
mala utilización, sino que saben perfectamente lo que hacen o,
cuando menos, están seguros de las sólidas razones que lo jus-
tifican. Una de estas razones apunta al modelo clásico del di-
rectivo que siempre tiene éxito. Del mismo modo en que la
actividad del directivo que motiva, que propulsa hacia adelan-
te, queda sin más metida en el mismo saco que la actitud del
colaborador, este modo de pensar nos insinúa que la consecu-
ción de los fines es una evidencia inatacable: “El superior no
tiene más que hacer algo motivador, y entonces aparecerá ne-
cesariamente la motivación de los miembros del equipo”. Se
supone que la competencia para alcanzar objetivos se transmi-
tirá a los demás desde el directivo de primera categoría, el cual,
por su parte, encontrará el medio y la vía necesarios, pero ne-
gándoles cualquier valor propio. En este modo de pensar, el
directivo se asemeja al carnicero que ve ya las salchichas donde
aún están los cerdos vivos.
Yendo más allá, el lenguaje habitual nos dice: “¡Como di-
rectivos, sois responsables de la motivación de vuestros colabo-
radores!”, lo cual, a su vez, corresponde a la popularísima ima-
gen del manager que “actúa” (y no, por ejemplo, del que
“piensa”). Lo que se está pidiendo aquí es un manager que “sa-
que” lo mejor de su equipo, con lo que —así se cree— conse-
guirá resultados positivos para su empresa.
Ahora está ya claro por qué el manager percibe algo así co-
mo sentimientos de culpa ante un equipo desmotivado: debe
de ser que ha “hecho” demasiado poco o que no ha “hecho” lo
15
El mito de la motivación

correcto. Pero un directivo volverá siempre a fracasar mientras


no capte la doble naturaleza de la “motivación”, mientras no
entienda que la confusión lingüística de la “motivación” encu-
bre la diferencia entre el control de la persona sobre su propia
voluntad y ese control ejercido por otros.
Por lo tanto, se debe diferenciar con claridad entre:

• “Motivación”, con la que se describe el control del indi-


viduo sobre sí mismo y que, por consiguiente, es cosa
exclusivamente suya, no pertenece a nadie más que a él.
• “Acción motivadora”, entendida como una acción ple-
namente intencional de un superior jerárquico o como
efecto de sistemas incentivadores en funcionamiento; y
que, por ello, es necesario que interpretemos como un
control ajeno sobre la voluntad del individuo.

Acción motivadora y manipulación

Los libros de management evitan la expresión coherente,


“acción motivadora”, como el diablo el agua bendita. Pues, en
efecto, la intención totalmente consciente a la que se refiere
quedaría así relativamente al descubierto, haciéndose demasia-
do patente su afinidad con el control ajeno sobre la voluntad
de otros, con la manipulación.
Manipulación, sí. Por más vueltas que le demos, la “acción
motivadora” es y seguirá siendo controlar la voluntad ajena, se-
guirá siendo manipulación (término latino que significa: mo-
ver algo con la mano). La intención de manejar a otro es clarí-
sima. Incluso aunque uno se defienda por sistema hablando y
hablando sin ir al asunto. Y al afirmar esto, no estamos aún en
principio pronunciando ningún juicio sobre su validez moral.
Manipular es influir con éxito sobre la conducta de otro
(pero no necesariamente en perjuicio suyo) por medios más o
menos ocultos. Con sus artimañas, el manipulador lleva a
otros a prestar algún servicio sin provocar su oposición directa.
Proporciona informaciones conscientemente alteradas, exage-
16
La confusión lingüística sobre la “motivación”

radas, embellecidas, limitadas o falseadas para disponerlos a


que se comporten como él desea.
“La motivación es la facultad de hacer que una persona ha-
ga lo que queremos, cuando queremos y como queremos... pe-
ro que lo haga porque ella misma quiera”. En realidad, lo más
que hace este soberbio canto a mayor gloria de la manipula-
ción debido a Dwight D. Eisenhower —un lugar común en
los manuales de management— es maquillar a duras penas,
por medio de una paradoja aparentemente lingüística, la pér-
dida de control sobre los propios actos. La idea es “utilizar” al
otro para satisfacer nuestras propias necesidades. Pero eso no
se dice expresamente. Para legitimarlo, suele decirse que es un
“mal necesario”, con el fin de que la influencia ejercida sobre
el colaborador redunde también –y como por casualidad– en
beneficio suyo. Pero ¿en qué consiste ese beneficio? Eso lo de-
cidirá el manipulador. Lo importante en todo esto es que el
manipulador tiene que haberse hecho cierta idea de las ocultas
apetencias, necesidades y debilidades de su víctima.
Hoy, dando por concluido en apariencia el furioso comba-
te que desde hace ya decenios sostenían la (legítima) motiva-
ción y la (despreciable) manipulación, se ha impuesto una de-
licada atención a los motivos del colaborador con vistas a
seducirlo. Para denominar esta práctica, una mente ingeniosa
(Rolf Balling) acuñó el término “motipulación”. Una ironía,
sí, pero que en último término sigue siendo una manera de es-
cabullirse frente al dilema planteado por un modo de pensar
incoherente.
Pues quien diga que hay que profundizar en la situación
motivacional del colaborador para dar campo libre a sus moti-
vos dice algo verdadero y falso a la vez. Algo falso, porque nin-
guna empresa, ninguna sociedad puede salir adelante si nadie
dirige, y dirigir implica controlar los actos de otros. Pero eso
no tiene que ver con motivar en el sentido de “mover-algo-
con-la-mano”, sino con la abierta exposición de los intereses,
con la negociación, con la claridad y la coherencia. Volveremos
sobre ello más adelante.

17
Introducción

Capítulo 3

La comodidad personal y el
ocio como valores supremos

El desentendimiento

Un fantasma recorre nuestras empresas: el fantasma del “de-


sentendimiento”. La rotunda expresión de Reinhard Höhn
(una actualización de la tradicional “ley del mínimo esfuerzo”)
para definir a los colaboradores que trabajan con la cabeza
siempre puesta en asuntos extralaborales forma hoy ya parte
del vocabulario básico del manager.
En ningún caso podrá decirse que este fantasma sea una
mera imaginación de gente que reaccione frente a lo que no
entiende poniéndole un nombre a la ligera o que, con un buen
“golpe”, quiera dejar marcados a los renegados de la sociedad
competitiva. No es un espectro que se dedique a pegar sustos
solo durante las innumerables reuniones de alto nivel, durante
los congresos y seminarios que estudian, denominan, clasifi-
can y estigmatizan todo aquello que se niega a amoldarse a los
acostumbrados mecanismos de los sistemas motivadores.
Directivos que no parecen tener en común más que la hora en
que viven se alían para acabar con el fantasma. Pues hace que
todos salgan perdiendo: quien en su mesa sueña que está en
Hawaii no está ni en su mesa ni en Hawaii.
Vista desde fuera, la conducta del colaborador desentendi-
do interiormente viene a ser esta: ha perdido cualquier interés
19
El mito de la motivación

en discutir y analizar, convirtiéndose en la típica persona que


dice sí a todo. Como el encargado de un paso a nivel, está es-
perando a que toque el timbre. Ya no hace propuestas, y sigue
mostrando una resistencia bien dosificada antes de aceptar las
decisiones de su jefe, en particular las que invaden el ámbito
de competencia propia. Verdad es que todavía acaba expo-
niendo su opinión en ciertas situaciones, pero en seguida da su
brazo a torcer en cuanto el jefe insista en que mañana lloverá
hacia arriba. Su lema vital reza: “evitar los fallos”. Con fre-
cuencia se toma “descansos” por enfermedad. El interés en su
carrera profesional se ha desplomado en beneficio de alguna
apasionada actividad extralaboral.
En el caso del director de un gran departamento, la cosa
suena así: “Hace ya algún tiempo, presenté a mi jefe mi desen-
tendimiento. Cumpliré las tareas de rutina que me correspon-
dan cada día, no volveré a ponerme nervioso, seré puntual, pe-
ro sobre todo para irme a casa, y me dedicaré a mi vida
privada, es decir, a mi familia y a mis hobbies”.
Pero no por eso esta autojubilación mental limita necesa-
riamente la carrera profesional. Al contrario: en vez de en-
tender ese cambio en la conducta como una señal de alarma,
muchos directivos creen que han “domado” al testarudo cola-
borador, y ascienden al antes inadaptado en retribución de un
rendimiento que se debe a ellos mismos. Los que se implican en
el trabajo sacan de ahí la enseñanza de que, en último térmi-
no, se consigue más trabajando “a medio gas solo lo impres-
cindible”.
La consecuencia para la empresa: la “prejubilación en acti-
vo” se extiene como una enfermedad altamente infecciosa.
Organizaciones enteras pueden hallarse bajo la influencia del
desentendimiento. Se reconoce en el modo en que te saludan
al recibirte, en el tono con que tratan a la gente en el vestíbulo
y en la centralita, en las conversaciones con los conductores de
empresa, en cómo los colaboradores hablan de la empresa a
terceras personas, en el diseño impersonal de los lugares de
trabajo, en la falta de quejas y en la falta de humor: “La vida
empieza a las 5 de la tarde”.
20
La comodidad personal y el ocio como valores supremos

Igualmente, hace ya largo tiempo que el ambiente de tra-


bajo en los despachos directivos tampoco goza ya de buena sa-
lud. Ante todo, parece que han surgido conflictos en la rela-
ción que la nueva generación de directivos mantiene con el
concepto de carrera profesional y con los objetivos de empresa
tradicionales. Hoy, apenas algún directivo de la nueva genera-
ción estaría ya dispuesto a vender su tiempo vital a cambio
únicamente de dinero y status.
Entretanto, las bases de datos sobre el desentendimiento
rebosan de información; aterradoras y vertiginosas, las cifras
sobre trabajadores que practican el desentendimiento a tiem-
po completo, media jornada o por horas obligan a plantearse
oficialmente: “¿Qué hacer?” La misma vieja historia: cuando
los aprendices de brujo ven, azorados, que el agua les llega al
cuello, y sigue subiendo, llaman a gritos al viejo mago para
que devuelva las cosas a su debido curso: ¡para que motive! Y a
nadie se le ocurre pensar que la misma mecánica de la motiva-
ción podría ser causa del desentendimiento. Sucede al contra-
rio: el “¡tenéis que motivar correctamente a los equipos!” vuel-
ve a gozar de una coyuntura favorable. Nuevas ideas, nuevas
máscaras mágicas para hacer invisible la sonrisa seductora del
propulsor. Pero, salta a la vista, la oferta de estímulos materia-
les e inmateriales se vuelve más ineficaz cada día. Las promesas
y pretensiones de la motivación no arrojan ya un balance equi-
librado. La imaginaria estabilización se tambalea. Una de las
explicaciones para ello se llama: “el cambio de valores”.

El cambio de valores

Ya en 1975, tronaron varias voces de Casandra profetizando


que la “ley del mínimo esfuerzo”, aplicada en el trabajo por al-
gunos, se estaba convirtiendo en una amplia tendencia a la ne-
gación. El sociólogo estadounidense Daniel Bell pronosticó
que se impondrían “la comodidad personal y el ocio como va-
lores supremos”, y que se rechazaría el trabajo que exigiera dis-
ciplina. La palabra latina industria (diligencia) parecía haber
21
El mito de la motivación

perdido cualquier valor intrínseco. Desde entonces, Elisabeth


Noelle-Neumann se ha mostrado especialmente incansable a
la hora de aportar datos que certificaran esa actitud negativa
respecto al trabajo y a la actividad profesional. Y, hasta donde
yo sé, fue también la primera que desligó de las condiciones
marco internas a la empresa el supuesto descenso de la disposi-
ción al rendimiento laboral, para fundamentarlo con la cate-
goría sociológica del “cambio de valores”.
“Cambio de valores” es un concepto cuyo significado se
vuelve menos sólido cuanto más intentamos fundamentarlo.
No hace referencia a los valores en sí mismos, sino más bien a
las actitudes de las personas frente a ellos y a las acciones resul-
tantes de tales actitudes. La literatura sociológica que sopesa el
cambio de valores hasta en sus más pequeñas ramificaciones
sociales ha ido creciendo hasta resultar hoy inabarcable. Y lo
mismo ocurre con sus conclusiones.
Para entender cómo ha cambiado la actitud frente al traba-
jo y al rendimiento, resulta interesante intentar comprender
desde dentro las transformaciones de la mentalidad habidas des-
de los años 50 del siglo XX. Los límites entre trabajo, ocio y
formación se han ido difuminando cada vez más hasta el pre-
sente, en que la aspiración es una nueva totalidad, una vida no
compartimentada.
En correspondencia con ello, los centros de gravedad del
reconocimiento social han experimentado intensos desplaza-
mientos: hasta los primeros años 70, ante todo son decisivos
al respecto “retribución” y “prestigio”; a partir de comienzos
de los 80 cobran además mayor importancia la calidad del
trabajo y las posibilidades de desarrollo personal. La nueva
capacidad crítica (iniciativas ciudadanas), las ideas sobre la
democracia de base, el feminismo y el movimiento ecologista
no se detienen en las puertas de las empresas. Ante todo, los
años 90, en la estela del boom de Internet, mostraron que mu-
chos, entre los que predominaban personas muy jóvenes y al-
tamente cualificadas, volvían a entender la “empresa” en un
sentido completamente literal: en el sentido de emprender al-
go por uno mismo, siendo creativo, fundando la propia com-
22
La comodidad personal y el ocio como valores supremos

pañía... en vez de incorporarse a una gran organización. Las


personas de alto potencial emigraban en masa a trabajar en pe-
queñas empresas de internet recién fundadas, más allá de las
jerarquías de una carrera profesional planificable. Y ello asu-
miendo con frecuencia —en principio— retribuciones clara-
mente inferiores y cargas de trabajo casi siempre mayores. Y
aunque después se haya mostrado que una denominación co-
mercial terminada en dot.com, tres estudiantes de empresaria-
les y un garage no forman por sí solos lo que se llama una em-
presa, quedó claro —también para muchos managers— en
qué medida tan elevada se aprecia hoy en la vida laboral la
posibilidad de decidir por uno mismo. Las personas buscan
hoy una actividad cuyos objetivos puedan aceptar, en la que
puedan reconocer un sentido y que esté llena de significado
para la propia vida.

¿Un descenso en la moral laboral?

¿Podemos descubrir en estas tendencias una caída de la


disposición al rendimiento? Hoy sabemos con seguridad sufi-
ciente (y sigo aquí en gran medida las investigaciones de
Helmut Klages) que la disposición al rendimiento en sí misma
permanece intacta, y que lo único que ocurre es que las posibi-
lidades de realización de valores ofertadas por el mundo labo-
ral no sintonizan con las nuevas actitudes. Empresas que en el
pasado reaccionaban rápida y certeramente a las transforma-
ciones del mercado no reaccionan casi ante la transformación
de las nociones valorativas de sus colaboradores, o bien, con
demasiada frecuencia, reaccionan tarde.
Si, recapitulándolos para nuestro tema, intentamos resu-
mir los resultados de los informes realizados por los diversos
organismos investigadores, tendremos que tomar nota de los
siguientes hechos:

• La “profesión que me gusta” y la “actividad de ocio que


me gusta” reciben una valoración semejante.
23
El mito de la motivación

• En porcentaje que tiende a crecer, los trabajadores quie-


ren asumir “más responsabilidad” en su vida profesional,
prefiriendo hacerlo en puestos de “segunda fila” con más
frecuencia que antes.
• Las personas que responden “sí” a la pregunta: “¿Cree
usted que lo más hermoso sería vivir sin tener que traba-
jar?” son apenas unas pocas más que hace cuarenta años.
• De modo significativo, las personas están más satisfechas
cuanto más amplio sea su ámbito de acción durante el
trabajo.
• Para quienes ejercen una profesión, un “trabajo diverti-
do” es tan importante como unos ingresos superiores.
• Un “trabajo que tenga sentido” adquiere una importancia
significativemente creciente frente al estatus y la carrera
profesional.

Por ello, no resulta nada claro que los valores relativos al


trabajo estén siendo sustituidos por valores de ocio sobre una
base más o menos hedonista. Antes bien, la persona, como in-
dividuo, espera hoy con más intensidad tener oportunidades
de ponerse en juego a sí misma con todo el potencial de su
personalidad, es decir, oportunidades para ser aceptada en se-
rio como un todo, para ser tomada en serio, para que se la tenga
en cuenta y se la reconozca.
Es especialmente importante lo siguiente: ya no se hace una
diferencia esencial entre la esfera laboral y los demás ámbitos
vitales. La esfera laboral y la esfera del ocio pierden su posición
de aislamiento. Nuestros colaboradores están cada vez menos
dispuestos a que sus actitudes ante la vida y sus orientaciones
valorativas se queden en el vestíbulo de la empresa por la ma-
ñana. En una medida creciente, exigen que la política de la
empresa tenga en cuenta que sus colaboradores ahora ven las
cosas de otra manera.
Por otra parte, es innegable que ideales propios del ocio,
como la diversión, el sentirse activo y el desarrollo de uno mis-
mo, ejercen cada vez más influencia sobre el comportamiento
en el puesto de trabajo. El “trabajo ideal” con el que se sueña
24
La comodidad personal y el ocio como valores supremos

coincide casi exactamente con lo que muchos de los trabajado-


res practican ya de hecho en su tiempo libre.
Así pues, resulta patente que, a pesar de una creciente
orientación vital por los valores del ocio, no se está dando
ese tan temido negarse a rendir en la vida profesional. Sino
completamente al contrario: la necesidad de prestar en la em-
presa un servicio que tenga sentido y sea divertido es mayor
que nunca.

Incompatibilidades

Nuestras consideraciones han alcanzado así un punto en el


que, despejado el paisaje, podemos volver a valorar esa masiva
tendencia al desentendimiento que tantos observadores inter-
pretan como una deriva de los valores sociales en dirección a
una orientación hedonista basada en el valor del ocio. Resulta
claro que, en principio, las nuevas orientaciones valorativas se
aplican indistintamente a todo el entorno de la persona, y, en
consecuencia, también a la esfera laboral. Sin embargo, es pa-
tente que el mundo laboral no sintoniza lo bastante con ellas,
de manera que esas energías libres se desvían hacia el tiempo li-
bre..., donde, claro está, encontrarán más fácilmente posibili-
dades de desarrollo, tal como por ejemplo da a entender —una
confirmación entre muchas otras— el buen momento que dis-
fruta el “turismo activo”. La “dimensión subjetiva del trabajo”,
de la que ya hablaba Juan Pablo II en su encíclica Laborem
Exercens, es descubierta ahora en un plano más amplio. Ya no
satisface la oposición entre mundo laboral y cultura del ocio.
Los conceptos del trabajo como recurso económico y como
cumplimiento del deseo humano de configurar la vida y de
rendir un servicio vuelven a aproximarse el uno al otro.
Este, por tanto, es el núcleo del cambio de valores: poner
en práctica durante el ocio los propios valores de un modo,
por así decir, “involuntario”, como compensación.
Pero, suspicaces, los paladines de la acción motivadora
nunca pierden de vista la disposición al rendimiento. Persisten
25
El mito de la motivación

en ignorar el cambio en los juicios de valor. Recupera sus dere-


chos la figura del colaborador “indolente”, y se lo investiga
pensando en su “motivabilidad”. El nuevo lazo para atraparlo
se llama “individualización” de los mecanismos retributivos.
Por regla general, la creciente obligación de motivar encuentra
como respuesta el correspondiente refinamiento de los siste-
mas incentivadores clásicos (dinero y estatus). Por su parte, las
empresas más “progresistas”, arrastradas por la ola de la iden-
tidad corporativa, desencadenan una tras otra infinitas medi-
das para la gestión del ámbito del sentido, pero sin desviarse ni
un centímetro del principio de deslumbrar y sobornar al per-
sonal. El ademán del seductor continúa ahí. El espíritu de la
acción motivadora sigue haciendo ondear las banderas de los
incentivos. No se está tomando realmente en serio al trabaja-
dor.
Y a casi nadie se le ocurre la sencillísima idea de que posi-
blemente sea la acción motivadora misma lo que no cesa de
insuflar nueva vida al fantasma del desentendimiento; la senci-
llísima idea de que esa íntima falta de lealtad a la empresa sea
justamente efecto y resultado de las prácticas motivadoras. Mi
tesis: la acción motivadora es seducir en masa hacia el desenten-
dimiento.

26
Introducción

Capítulo 4

La acción motivadora:
una tecla bastante ineficaz

n la práctica puede observarse por doquier que allí donde


E hay que motivar suele ser ya, sin embargo, demasiado tar-
de. Volver a hacer del “empleado no empleado” un auténtico
“empleado” es un negocio sobremanera difícil. ¿Qué tecla pul-
sar? Casi todas las técnicas motivadoras pulsan teclas perte-
necientes a la esfera laboral. Pero incluso aunque todas las
condiciones relativas al puesto de trabajo se dejaran configurar
de modo óptimo, con ello habríamos satisfecho en todo caso
un requisito necesario, pero no suficiente. Pues, simplemente,
estaríamos pasando por alto el hecho de que la motivación de
un equipo se nutre de innumerables influencias, de circunstan-
cias y hechos diversos, que en grandísima parte no pertenecen
a la esfera laboral. Teclas bastante inefectivas, por lo tanto.
La situación laboral de un colaborador es todavía controla-
ble, en cierta medida, por su superior a través de elementos
como el contenido de las tareas, la estructura organizativa, los
presupuestos, el acceso a la información y la dirección. Pero
incluso en este nivel resulta complicado ejercer esa posible in-
fluencia, porque, según hoy sabemos, hay que partir de des-
motivaciones grupales, sobre todo cuando se ha producido un
incumplimiento de expectativas a muy largo plazo. Con ello
nos estamos refiriendo a situaciones de desmotivación amplia-
mente extendidas que, a través de canales de comunicación
formales e informales, dejan profunda huella en las disposicio-
27
El mito de la motivación

nes y actitudes favorecedoras de la formación de grupos. Las


célebres “asociaciones de descontentos” son los fenómenos
más conocidos de este tipo, de veloz dinámica infecciosa.
Resta mostrar ahora qué límites tan estrechos dejan para
los intentos de acción motivadora estas esferas de influencia,
únicas de que disponemos.

El individuo

El análisis de la motivación humana para el rendimiento y su


influencia sobre las decisiones han ocupado a los teóricos de la
organización tanto como a los filósofos y psicólogos. Al res-
pecto, entre las constantes presentes en toda la teoría de la or-
ganización se cuentan estas dos afirmaciones: que los motivos
de la acción no pueden ser reducidos a motivos meramente ex-
ternos a la persona, y que, en particular, los motivos puramen-
te económicos se han mostrado por completo insuficientes pa-
ra explicar las distintas conductas humanas. Si con frecuencia
las cuestiones relativas a tales elementos externos son tratadas
por separado (también, y en particular, aislando el factor eco-
nómico y concediéndole preferencia), ello se debe a prejuicios
filosóficos heredados.
Hoy existe un acuerdo relativamente general sobre cuál es
el punto de partida: en las decisiones conducentes a la acción
se entrelazan unos con otros elementos éticos, psicosociales y
económicos, y además lo hacen siempre de modo muy deter-
minado por el individuo y, en parte, de modo extraordinaria-
mente distinto según la situación. Numerosos estudios han
demostrado que no es válida la concepción según la cual los
“factores motivacionales” de Herzberg llevan a un rendimien-
to cada vez más elevado, pues habría también variables situa-
cionales que desempeñarían un papel esencial. De ahí que pa-
ra los directivos partidarios de la acción motivadora aparezca
un nuevo problema: sondear cuidadosamente la situación mo-
tivacional de cada uno de sus colaboradores, observar eventua-
les desplazamientos a medio plazo e, incluso, atajar con las co-
28
La acción motivadora: una tecla bastante inefizaz

rrespondientes contramedidas rechazos condicionados por la


situación. Y, de hecho, en la literatura especializada vemos có-
mo se insiste en exigir la individualización de los sistemas de
incentivos, cómo se eleva a virtud cardinal del directivo la fa-
cultad de captar empáticamente cada específica situación mo-
tivacional en la que se encuentre el colaborador.
“¡Imposible!”, oigo gritar a la mayoría de los altos cargos.
“Para eso, todos nosotros tendríamos que hacer ahora la carrera
de psicología, y, además, una jornada de 25 horas”. Entonces,
la escapatoria está en leer los informes de investigación que se
publican regularmente sobre la situación motivacional gene-
ral. Y según la escuela del autor, unos datos probarán la orien-
tación material de los trabajadores, mientras que otros mos-
trarán cómo alborea en el horizonte la era de la sed de
placeres reacia al rendimiento. Los estudios plantean alguna
pregunta: “Si usted pudiera elegir entre más tiempo libre (con
el mismo sueldo) y más sueldo (con el mismo tiempo libre),
¿cuál sería su elección?” De allí salen entonces cualesquiera
porcentajes, que se supone describen con suficiente seguridad
la situación motivacional general de los trabajadores. Se iden-
tifican ciertos “tipos”, formas mixtas de ellos, según la edad y
el sexo, y formas mixtas de formas mixtas; para uno no vale
nada lo que es importante para el otro; el método práctico ge-
neral de “dar-siempre-trato-personalizado” va dando banda-
zos sin dirección de un tratamiento motivador a otro. Poco
queda que no haya ido a parar al saco de la individualización
integral; el autor respira de alivio agarrándolo y concretándo-
lo en forma de conclusiones que, se supone, suministran
exactas instrucciones para manejar los mecanismos de la ac-
ción motivadora.
Desde luego, los investigadores son conscientes de la impre-
cisión de sus datos. Y, sin embargo, las más de las veces los di-
rectivos, a los que se supone que estos resultados deberían pro-
porcionar orientación para actuar, pasan por alto las
matizaciones y toman el resultado como si fuera “la verdad”.
Ahora bien: desde hace algún tiempo, en la metodología del
diagnóstico social se sabe que los motivos que explican la ac-
29
El mito de la motivación

ción (señalados después de la acción) no son necesariamente los


mismos que los que dirigen la acción (activos antes de la acción).
Las explicaciones —es también cosa sabida— son racionali-
zaciones posteriores de procesos decisorios, casi todos in-
conscientes, que, además, intentan ponerse en armonía con
lo habitual. En su mayor parte, los motivos que realmente
han dirigido la acción permanecen en la oscuridad.
Por lo tanto, cierta precaución es precisa si se quieren ex-
traer conclusiones significativas de las publicaciones que regu-
larmente aparecen sobre el “estado motivacional de la nación”.
Nos suministran indicaciones, pero no más. Lo que debemos
retener es que las causas intrapsíquicas de la elaboración de de-
cisiones son de una complejidad extraordinaria y —como ya
demostró Hawthorne en los años 30 del siglo pasado en el ca-
so de Western Electric— se articulan de modo imprevisible-
espontáneo en una proporción considerable. El directivo que
bajo el lema “todos quieren siempre lo mismo”, aplique para
todos los trabajadores sin distinción la misma política motiva-
dora estará en realidad tendiendo un cebo equivocado para
muchos peces a la vez.
Pero aquel otro directivo que, con sensibilidad psicológica,
intente entender desde dentro las motivaciones (cambiantes
en cada caso) de sus colaboradores tendrá no solo que emplear en
ello un tiempo considerable (lo cual tendría aún su justifica-
ción, por más que el problema se acentúe dada la tendencia a
proliferar de los márgenes directivos). En la mayoría de los ca-
sos, este otro directivo —según todo lo que hoy sabemos acer-
ca de la psicodinámica humana— tendrá que contar con una
gran imprecisión que afectará a sus análisis, una imprecisión
que seguirá creciendo aún más debido a la proyección, tan fá-
cil como peligrosa, de las propias necesidades sobre el colabo-
rador.
Así pues, ¿quién se sorprenderá de que los colaboradores,
en razón de sus diferentes estructuras motivacionales, no re-
accionen igual ante los instrumentos empresariales de canali-
zación? Todas las formas de conducta retraída, así como un
desasosiego muy característico, son las costosísimas conse-
30
La acción motivadora: una tecla bastante inefizaz

cuencias de un sistema motivador que el individuo percibe co-


mo “inadecuado” para él. Quien pretenda basar aquí su actua-
ción estará, por tanto, obligado a apoyar la completa indivi-
dualización de los estímulos para el rendimiento. Lo cual,
desde luego, no va a ahorrarle tiempo. Y es dudoso que vaya a
funcionar.

La familia

Otro ámbito que influye en la motivación del colaborador para


el rendimiento es, sin duda, la familia. Los “problemas de pare-
ja” son un significativo freno de la productividad. Igualmente,
la valoración que los miembros de la propia familia concedan a la
profesión del trabajador, a su empresa y al trabajo que le dedica
(como causas por las que él pasa tiempo sin ellos) tiene gran
importancia para la autoestima.
En último término, los motivos que llevan a nuestros cola-
boradores a colaborar en nuestra empresa no son accionados
por la empresa, ni tampoco guardan relación con ella. Están
determinados por otras instituciones; en concreto, y en una
porción completamente esencial, por la familia. En ella se de-
sarrolla la dotación motivacional que el trabajador lleva consi-
go a la empresa. Y también en ella los mecanismos sanciona-
dores actúan con todo su rigor manifiesto. Tales sanciones
pueden estar enraizadas en el ámbito de los valores, como, por
ejemplo, cuando el trabajo en la industria nuclear choca con
una protesta generalizada en el interior de la familia. En otros
casos, por ejemplo en sectores laborales de (a primera vista)
elevada carga ética, el trabajo goza de un apoyo integral. Pero
las sanciones pueden también referirse, simplemente, a la en-
vergadura puramente cuantitativa de la actividad, o bien a las
exigencias de movilidad planteadas por el mercado de trabajo
a la forma de vida del trabajador, exigencias que pueden con-
vertir al padre en un “tío lejano” del que apenas nadie se acuer-
da ya, poniendo así en peligro la estabilidad de la cohesión fa-
miliar.
31
El mito de la motivación

Por ello, las empresas van dedicando una atención cada vez
mayor al entorno familiar de sus colaboradores (es bien cono-
cida la imprescindible foto de familia sobre los escritorios de
los jefes estadounidenses, con lo que se mantiene la fachada
incluso cuando lleven ya largo tiempo sin verse). Cada vez
más, se introduce a los cónyuges en la vida profesional, con
idea de “transmitirles la sensación” de que la empresa piensa
también en ellos (aunque, por supuesto, piensa en ellos solo
indirectamente, como si se tratara de un mal necesario; el ob-
jetivo final es mantener el compromiso del colaborador y ele-
var su rendimiento). Las posibles teclas que puede pulsarse pa-
ra contrarrestar el potencial de frenado que posee el cónyuge
son bien conocidas: vales por una comida para dos, programas
familiares, incentivos en forma de viajes, fiestas de empresa en
las que se cuente con la pareja..., hasta llegar a enfocar la cultura
empresarial como una campaña de relaciones públicas.
También se ofrecen a las esposas cursos para adquirir una
formación adicional. El lema de todo ello: “El éxito no da la
felicidad, pero la felicidad produce el éxito”.

El entorno social

Al igual que ocurre con su trasfondo familiar, la psicodinámica


del individuo, con todas sus necesidades, deseos y expectativas,
está encapsulada en el marco formado por toda la sociedad,
circunstancia que pone límites y más límites a la “motivabili-
dad” de los colaboradores. Un análisis sereno de esta esfera
extralaboral de influencia debe partir de las siguientes reflexiones:

• Ciertamente, el primado de lo político sobre lo econó-


mico no parece ya tener casi ninguna oportunidad de
imponerse; pero, por otra parte, la esfera económica está
obligada a rendir a la sociedad contraprestaciones a tra-
vés de diversos canales.
Quien quiera encontrar aquí alguna tecla motivadora
debe saber esto: cada vez son más los colaboradores que
32
La acción motivadora: una tecla bastante inefizaz

comparten las legítimas aspiraciones de la opinión pú-


blica a atribuir a la actividad económica una responsabi-
lidad muy amplia. Y esta circunstancia causa ya por sí
sola que la vida empresarial se politice, que adquiera
implicaciones de valor, cuando menos en el sentido de
que los escrúpulos frente a ella tienden a acentuarse (por
ejemplo, en el caso de procesos de fabricación contami-
nantes, productos ecológicamente dudosos, desatención
de necesidades locales).
La mala fama de una empresa es una desventaja com-
petitiva en esa carrera cuya meta es conseguir la apro-
bación de la propia plantilla; difícilmente podremos
nunca dar demasiada importancia a esta desventaja (y
difícilmente encontraremos alguna “tecla” para contra-
rrestarla). Y de nada sirve aquí ninguna “filosofía” em-
presarial impresa sobre papel satinado. Pero, además, en
la característica lucha por quedarse con los mejores de
cada promoción, es cada vez más importante para una
empresa disfrutar por principio de aprobación pública
dentro del clima de opinión de su entorno. Una vida
que permita que profesión y tiempo libre se rijan por
idénticas orientaciones de valor se está convirtiendo en
el objetivo ideal que guía la acción de cada vez más per-
sonas (sobre todo jóvenes). Los trabajadores no se dejan
ya a la entrada de la empresa sus actitudes ante la vida.
Y motivar en contra de estas actitudes es tarea ardua
y poco fructífera, y siempre a largo plazo. Pero ya a cor-
to y medio plazo producirá un entorpecedor conflicto
de valores, impidiendo que surja lo único que, por sí so-
lo, basta para que se trabaje realmente con éxito: el entu-
siasmo.
• Esta evolución que acabamos de mencionar es paralela a
un fenómeno al que, seguramente no en vano, se le ha
dado el nombre de “nueva capacidad crítica”. Los traba-
jadores actuales han crecido en un relativo bienestar, dis-
frutando de una educación infinitamente mejor que las ge-
neraciones anteriores. A ello se añaden cambios en las
33
El mito de la motivación

condiciones de socialización: cada vez más jóvenes cre-


cen en hogares monoparentales, como hijos únicos con
un alto grado de responsabilidad propia y una indivi-
dualidad muy marcada. A causa de la vertiginosa evolu-
ción tecnológica, con sus muy diversas exigencias profe-
sionales, los jóvenes suelen recibir una formación como
especialistas altamente cualificados (de modo que, en
particular, muchos managers de más edad se enfrentan a
comprensibles problemas).
Y tanto el bienestar como la educación cambian la
actitud ante la vida, dando a las personas más capacidad
crítica. Para el asunto que estamos examinando, lo im-
portante es que de esta situación surgen personas a las
que interesa particularmente la sinceridad, la credibili-
dad y la participación estable en un proyecto. Credi-
bilidad, autenticidad e integridad personal son las cuali-
dades más deseadas, ante todo por los trabajadores
jóvenes. Con solo echar un vistazo a la gerontocracia
que predomina en muchos departamentos de dirección,
resultará clara la fuerza explosiva de la dinámica de los
nuevos valores: solo unos pocos altos directivos están
hoy a la altura de este nuevo reto.
En la despierta conciencia crítica de las generaciones
recientes, no veo qué tecla podría pulsarse para motivar
con éxito a largo plazo. Y no la veo, en particular, consi-
derando que en los despachos directivos prevalecen la
falta de credibilidad, la carencia de sensibilidad social y
la pose de general en jefe. Lanzar cortinas de humo será
un remedio solamente provisional. No existe habilidad
para dar rodeos, no existen falsedad ni hueco patetismo
que escapen a los avezados ojos de estos jóvenes indivi-
dualistas. Y es precisamente a los mejores de ellos, a las
personas de alto potencial, a los que no se puede engatu-
sar ni seducir. Quieren que se les tome en serio.
Las cifras sobre la evolución de la población son ine-
quívocas: va a haber cada vez menos jóvenes. Incluso a
fecha de hoy, las memorias anuales de los grandes gru-
34
La acción motivadora: una tecla bastante inefizaz

pos están llenas de quejas acerca de que muchos puestos


no pueden ya cubrirse con el deseado nivel de calidad.
Bajo el dictado demográfico de la escasez, sería desidia
no tomar en serio a estos pocos de los que se dispone.
De otra manera, la derrota es el único resultado posible
en la competición para ganarse a la minoría excelente.
Que, por lo demás, haya o no que pulsar teclas en las
personas... depende de la imagen que se tenga del ser
humano.

35
Introducción

Capítulo 5

La sospecha como
cultura empresarial

efinir un problema quiere decir plantearlo. Al hilo de los


D siguientes planteamientos de un mismo problema, el lec-
tor podrá revisar sus reacciones personales y reconocer sus im-
plicaciones. El problema es este: “Las personas no hacen por
propia voluntad lo que deberían hacer”.

1. “El ser humano siente un rechazo innato hacia el trabajo,


e intenta escapar de él siempre que puede. Lo que busca
es placer sin esfuerzo. Por ello, para hacer que la persona
preste su contribución para conseguir los fines de la or-
ganización, es necesario someterla a presión, coerción,
amenazas de castigo y control”. Siempre que el proble-
ma quedaba “planteado” así, era necesario pulsar algu-
na tecla en el colaborador “incentivándolo” a trabajar.
El único problema de la empresa era lograr la docilidad
del colaborador.
Más tarde, se reformuló el problema, planteándolo
ahora como un resultado de la mentalidad hedonista de
la época: “¡Se acabó el gozo de trabajar!” Entonces, la
empresa se consideró responsable, pero por la sola ra-
zón de que dirigía todos sus esfuerzos a la heroica tarea
de inculcar en sus colaboradores un decidido “¡no!” a la
mentalidad de la época, o bien a influir sobre esta mis-
37
El mito de la motivación

ma mentalidad por medio de relaciones públicas de to-


do tipo.
2. Pero el problema puede ser descrito también como si-
gue: “Emplear en el trabajo sus energías corporales y
anímicas es tan natural para el ser humano como jugar
y descansar. Cuando la persona ve un sentido a su tra-
bajo, cuando los fines de su trabajo son también sus
‘propios’ fines, entonces está dispuesta a rendir por sí
sola y a controlarse a sí misma. En un marco de condi-
ciones adecuado, el ser humano no solo está dispuesto
a asumir responsabilidad, sino que, incluso, la busca.
La aversión a la responsabilidad no es innata, sino con-
secuencia de malas experiencias. El ser humano es por
naturaleza inventivo y creativo, solo con que se le deje.
Y, sin embargo, en el puesto de trabajo ni se exigen es-
tos potenciales, ni se los utiliza”.

De cada una de estas dos maneras de formular el problema


resulta una imagen que puede o no gustar... en corresponden-
cia con el sistema de valores de uno mismo. El planteamiento
que reformula el problema negándolo será rechazado al ins-
tante, pero, por regla general, sin que tal rechazo se funda-
mente en una imagen del ser humano, sino recurriendo a
pruebas científicas, entiéndase por prueba “científica” lo que
se quiera.

La pregunta básica

En el trasfondo de la acción motivadora encontramos un


planteamiento semejante del problema. La pregunta básica del
directivo reza así: ¿Cómo obtener de mis colaboradores toda su
fuerza de trabajo?
Esta pregunta esconde una presuposición tácita: por sí so-
los, mis colaboradores no prestan el rendimiento que debe-
rían, al que se han comprometido por contrato y por el cual se
les paga. Dándole un giro antropológico: en el fondo, los seres
38
La sospecha como cultura empresarial

humanos no quieren trabajar, prestar un rendimiento; aspiran


a un placer sin esfuerzo, a la relajación y no a la tensión vital.
Y para darle una formulación más aguda: en el fondo —tal
es la suposición implícita—, todos los colaboradores tienden a
ser embaucadores. Embaucan al empresario escamoteándole
una parte de la fuerza de trabajo por la que les paga.
A duras penas creía yo que alguien pudiera llegar a afirmar
tal cosa con semejante radicalidad... cuando el viejo maestro de
la teoría del management me desengañó, pero para peor: “Si us-
ted es jefe, entonces su colaborador está empeñado en embau-
carle”. Así se pronunció Peter F. Drucker, o bien proyectando
sus propias experiencias, o bien no esforzándose mucho en ver
las cosas más de cerca.
“Algunos, como temían ser engañados, han inculcado en
otros el engaño”, algo que ya sabía Séneca. Proyección, sí: des-
confiados son sobre todo aquellos que sufrieron una decep-
ción, aquellos a los que la vida jugó una mala pasada. La des-
confianza es la inteligencia de los que han sufrido daño. Y ya
en los años 50 del siglo pasado, Morton Deutsch demostró
que un superior se inclina a desconfiar de sus colaboradores
sólo y exclusivamente cuando desconfía de sí mismo: un jefe
que sospecha de sí mismo abrigará las expectativas correspon-
dientes, con lo cual pondrá en marcha el círculo vicioso “des-
confianza-control-maniobras para eludir el control-descon-
fianza”. Probablemente, a Peter F. Drucker nunca se le pase
por la cabeza que haya que cargar en la cuenta del directivo la
parte en que este contribuye al comportamiento del colabora-
dor.
Pero la pregunta propiamente interesante es justo esa: ¿En
qué contribuye el directivo a que el colaborador se comporte como
se comporta?

El origen de la acción motivadora

De este modo, por tanto, hemos identificado el origen de toda


acción motivadora: el origen de toda acción motivadora es un
39
El mito de la motivación

déficit, supuesto u observado, entre el rendimiento posible y el


rendimiento real.
La acción motivadora, pensada para cubrir este déficit, su-
pone por ello una conducta cuyo principio axiomático lo for-
man, ostensiblemente, la sospecha y la desconfianza.

El sistema de la acción motivadora es


la desconfianza hecha método

La fosa de la desconfianza

Llegados a este punto de nuestras reflexionaes, queda ya defini-


tivamente claro (¡y ello ha de aplicarse también a este libro!)
que cualquier cosa que se diga sobre la motivación arrastra con-
sigo (tácitamente las más de las veces) la imagen del ser huma-
no que tenga quien habla en cada caso, esa amalgama en la que
intervienen suposiciones antropológicas básicas, experiencias
individuales y la mentalidad de la época, y que determina las
distintas variaciones personales e históricas del tema. Discutir
sobre motivación significa directamente discutir sobre imáge-
nes del ser humano.
Imágenes pesimistas, casi siempre: en las encuestas, la mayoría
de los directivos clasifica incluso a sus más íntimos colaboradores
como reacios al trabajo, y afirma que se dejan impulsar solo
mediante incentivos materiales y disciplinar solo mediante
controles. Resulta interesante, sin embargo, que también sean
mayoría los directivos que valoran su propia disposición al ren-
dimiento como varias veces más elevada. Y, por el contrario, en
lo que respecta a sus relaciones con sus superiores jerárquicos,
los managers —en la medida en que son subordinados— parten
del principio de igualdad. En porcentajes no pequeños, estiman
que incluso aventajan a sus superiores en creatividad, flexibili-
dad y disposición para innovar.
Por mi parte, puedo aducir aún una experiencia de mu-
chos seminarios y congresos de management. A la pregunta:
40
La sospecha como cultura empresarial

“¿Con qué tanto por ciento de su posible rendimiento laboral


realiza usted su trabajo?”, los directivos de todos (¡!) los nive-
les jerárquicos responden unánimemente que con cerca del
100%. Es decir: la imagen de uno mismo y la que se tiene de
los otros son, con toda claridad, inconciliables. Y, entonces, a
la pregunta: “¿Cómo le gustaría a usted que su superior le
motivara?”, los directivos, casi sin excepción, reaccionan con
una negativa, mientras que, muy significativamente, conside-
ran imprescindible motivar a sus colaboradores... Una actitud
algo grotesca, teniendo en cuenta que casi todos los directivos
son simultáneamente, a su vez, colaboradores de otros directi-
vos.
“Al factor productivo ‘hombre’ hay que hacerlo sudar
bien”, dijo Wolfgang Röller siendo jefe del Dresdner Bank.
Pero ¿quién se encargará de hacer sudar a Wolfgang Röller? Se
diría que el mirar esquinado de la sospecha nunca se dirige a la
jerarquía... sino hacia “abajo”, donde se encuentran los objeto-
res laborales, los autojubilados. Una fosa donde va acumulán-
dose el absurdo de la desconfianza.

La cultura de la sospecha

Aquí vemos bosquejarse ya dos hechos. Primero: pertenece a


la esencia del motivar su aplicación asimétrica, solo de arriba
abajo. Segundo: con ello se revela la ambigüedad inmanente
de la acción motivadora, que solo resulta posible si se pone en
parte a favor del mal que parece combatir.
Los efectos que ello tiene sobre la cultura de cualquier empre-
sa son innegables. Hasta el punto de que cualquier labor con-
junta dentro de una empresa se ve hoy forzada a aceptar los
“servicios” de la desconfianza, pues ha llegado hoy a consti-
tuirse en oferta casi única y sin competencia. Ahora que en
tantos seminarios se explica que la filosofía del Dirección por
Objetivos es tan convincente desde el punto de vista ético, co-
mo efectiva en cuanto a fines y a conducción, bien puede un
equipo de expertos introducir en la empresa un sistema direc-
41
El mito de la motivación

tivo de MbO que garantice la transparencia; pero incluso en


ese caso se seguirá “estimulando” y “seduciendo” sin descanso.
¿Por qué? Por la única y sencilla razón de que, tanto antes co-
mo después, la desconfianza domina la relación de la direc-
ción con los dirigidos. El resultado: una organización de la
sospecha.
Fui testigo de una conversación entre los altos directivos
de una organización de distribución. Un jefe de área decía: “A
ver si de una vez agarramos por los... al servicio externo”. Todo
esto hablando más que nada en susurros. Pero es que también
el susurro es, sin duda, el tono habitual para tratar sobre ac-
ción motivadora. Hay muchas cosas que no pueden decirse en
voz alta. ¿La palabra “incentivar” dicha de modo que se la oiga
en toda la sala? Lo más frecuente entre directivos es echarse
miradas de tácito acuerdo cuando alguien manifiesta su opi-
nión de que, en general, los colaboradores son apáticos y rea-
cios a tomar la iniciativa (con lo cual no están reparando en
que la aparente confirmación que recibe cada día esta imagen
del ser humano puede explicarse en buena parte como efecto
de una profecía que se cumple por sí misma).
Aquí está de nuevo: la profecía que se cumple por sí misma.
La desconfianza, según el sociólogo de Bielefeld Niklas
Luhmann, posee la invencible tendencia de confirmarse y
acentuarse en la convivencia social. Si soy desconfiado, mis te-
mores se cumplirán. Entonces crearé un sistema de control
que, sin embargo, funcionará solamente hasta el momento en
que los demás encuentren el modo de escapar a mi control. En
español se dice: “Pensar la ley, pensar la trampa1” (entender la
ley significa descubrir sus fallos). Y Robert K. Merton apoya
esta tesis: “Los superiores desconfiados comprobarán siempre
que los colaboradores se comportarán después de manera que
se confirmen las sospechas”. Si los directivos tienen a sus cola-
boradores por torpes, apáticos y faltos de autonomía, estos se
comportarán entonces así. O, cuando menos, los filtros per-
ceptivos no permitirán ningún otro juicio al respecto. Se ma-
1
En español en el original (N.d.t.).

42
La sospecha como cultura empresarial

nifiesta entonces el desdoblamiento tan típico de la acción


motivadora: por una parte, aspira a cubrir el “déficit motiva-
cional”; por otra parte, ella misma sabotea este propósito, pues
prevé que va a ser engañada por una voluntad ajena.
También se suele hablar, ciertamente, de “márgenes de
control”, una expresión oportuna y certera en el marco de la
acción motivadora, ya que una cultura empresarial edificada
sobre la sospecha determina que entre el jefe y sus colaborado-
res se dé una correspondiente relación de control. Por el con-
trario, a medida que la pirámide jerárquica se ensancha por la
base, habrá que prescindir de la palabra “control”, reempla-
zándola por “margen de confianza”. Si ciertas organizaciones
comparables por su estructura —orquestas, iglesias, hospita-
les, empresas formadas por socios— funcionan a pesar de
unos “márgenes de confianza” que suelen ser extremadamente
amplios, ello se debe a que se fundamentan en valores que to-
dos los implicados conocen y practican. Es decir: cuanto más
amplia la base de la pirámide, más importancia adquiere una
cultura empresarial construida sobre la confianza.
Pero lo propio de la imagen pesimista del ser humano es
pensar que la naturaleza humana abandonada a sí misma no
merece en esta vida ni optimismo ni confianza. Este modo de
pensar pretende ser positivista al respecto. Sus argumentos
remiten a la experiencia. Los casos de gente que engaña son
aducidos como prueba de a dónde le lleva a uno volverse
sentimental y ceder ante las “ideologías de moda”. Sin pre-
guntarse desde un principio por causas ni efectos, ciego com-
pletamente para el carácter autorreferencial de sus fenómenos,
quien piensa así toma nota de que las personas con bastante
frecuencia se comportan rompiendo lo acordado, llevadas por
la codicia y en contra de los intereses de la comunidad. Sí, por
eso el abuso de confianza era y es tan sumamente importante
para la teoría conservadora del management: porque aporta la
prueba definitiva para una concepción pesimista del ser hu-
mano, la cual constituye a su vez la base de una reglamenta-
ción autoritaria o de una acción motivadora con propósitos
de seducción.
43
El mito de la motivación

Por tanto, desde este punto de vista existen ya por natura-


leza personas embaucadoras, apáticas y que se niegan a rendir
en el trabajo... exactamente del mismo modo en que existen
árboles, animales y estrellas. Pero al pensar así se ignora que el
ser humano se convierte en lo que llega a ser socialmente. Que
conozcamos de hecho a personas mentirosas, codiciosas o apá-
ticas no prueba aún nada acerca de lo que son por su esencia.
La universalidad de un fenómeno no es, en principio, una
prueba de que, por ejemplo, tenga una base genética (y, del
mismo modo, tampoco sería una prueba contra la existencia
de una base genética el que encontrásemos tal excepción o tal
otra a la regla universal). Pues el ser humano no está, por de-
cirlo así, programado para ninguna conducta. Lo único innato
en él es nada más que un rastro cianotípico en un papel secan-
te, y es preciso que se produzcan en el entorno unos factores
concretos en momentos concretos para que de ahí surjan unas
características personales distintivas. Al pensar así, se ignora
que, inmerso en procesos en red altamente complejos, el pro-
nóstico de la desconfianza se autocumplirá siempre. Y se igno-
ra, ante todo, que uno mismo forma parte de la piedra del es-
cándalo: el “déficit motivacional” pasa de ser “supuesto” a ser
“observado”.
Como consecuencia de este modo de pensar, se produce
en muchas empresas una cultura de la sospecha, en la que la
desconfianza, presta a saltar, acecha a la vuelta de cada esqui-
na. Un clima, que, sometiendo la responsabilidad a un régi-
men de oligopolio, entorpece la iniciativa y el desarrollo de las
ideas; un clima en el que la información deficiente, las decisio-
nes unilaterales y la formación de camarillas fijan el orden del
día; un clima en el que para todo hay que poner reglas y
–constantemente (¡y justo por la misma razón!)– motivar. De
inmediato se pone en marcha una mentira para que la descon-
fianza del directivo parezca interés por el rendimiento. Y así to-
do queda sumido en esa media luz que caracteriza más de una
empresa actual: sospechas de engaño por todas partes, la des-
confianza como principio, directivos que, al no confiar en sí
mismos ni en nadie, proyectan en otros el engaño que es posi-
44
La sospecha como cultura empresarial

ble que ellos mismos estén cometiendo; en pocas palabras, esa


situación en la que los embaucadores llaman embaucadores a
los embaucadores.
¿Qué queda de todo esto? La doctrina de la sospecha. Su
punto de partida es que a la gente no le gusta por principio
hacer su trabajo, por lo que hay que aguijonearlos para que lo
hagan. Y tal imputación es la obertura que anuncia la intermi-
nable serie de confirmaciones que recibirá, creándolas ella
misma, la profecía que se cumple por sí misma. Una de ellas es
que, de hecho, existen “inempleados” sin ganas, víctimas del
desentendimiento. Pero no se partirá entonces de que es gente
en el fondo dispuesta a trabajar, pero desmotivada por alguna
razón. Antes bien, se les imputará justo lo contrario: que por
principio no les gusta trabajar, por lo que hay que suministrar-
les razones adicionales para que... ¿Nos encontramos ante una
cuestión de fe? Por mi parte, estimo que existen buenas razo-
nes para pensar que la reflexión optimista al respecto crea cier-
tos problemas y tiene sus puntos débiles, de modo que una
cultura empresarial fundada en ella seguiría siendo imperfecta.
Pero una empresa que tome como base la suposición pesimista
se encontrará sobre las arenas movedizas de una irresoluble pa-
radoja. Y eso nunca funciona. Un libro de teoría de la direc-
ción varias veces reeditado dice al respecto con todo el aplomo
posible: “Unos colaboradores motivados son el resultado, no
el punto de partida de la acción directiva”. ¡No! Mi intención
es mostrar que, al contrario, los colaboradores motivados son
el punto de partida, y los colaboradores desmotivados, el re-
sultado de esta manera de pensar. En una palabra: todo moti-
var es desmotivar.

Modelos, teorías

Lo que me ocupa aquí son los efectos de la acción motivadora.


Para ese propósito, sería completamente innecesario perdernos
en la maraña de las teorías pseudorracionales de la motivación.
Vienen y se van... tan efímeras como casi todos los modelos
45
El mito de la motivación

diseñados en el campo del management. Calzaferri lo expresó


con este caos hilarante: “Trabajamos en estructuras de ayer,
con métodos de hoy, en problemas de mañana y, principal-
mente, con personas que construyeron las estructuras de ayer
sobre cimientos culturales de anteayer y que pasado mañana
ya no trabajarán en esto”.
Podríamos poner todo nuestro empeño en distinguir entre
“factores motivadores” y “factores higiénicos o de manteni-
miento”, aquella proeza lingüístico-creativa de Frederick
Herzberg; podríamos resucitar la vigencia de la teoría “X” y la
teoría “Y” (Mc Gregor), o bien de la teoría “Z” (Ouchi); po-
dríamos lanzarnos carretera adelante montados en los más pe-
regrinos esquemas sobre la satisfacción de las necesidades basa-
dos en un Abraham H. Maslow simplificado hasta la
caricatura (¡la persona como un manojo de necesidades dis-
puestas jerárquicamente!)... Pero eso me parece muy irrelevan-
te por lo que respecta a la lógica de la acción motivadora
(cuando, además, la llamada pirámide de Maslow, cuya insos-
tenibilidad quedó científicamente demostrada hace ya largo
tiempo, sigue siendo celebrada por asesores de todo el mundo
como la clave para motivar a los colaboradores, lo cual quizá
se deba a que resulta tan “elegante” y “comprensible” y tan se-
mejante a la pirámide jerárquica de las organizaciones. En ese
sentido, sería interesante investigar hasta qué punto este mo-
delo se relaciona con la concepción dominante de un vértice
supremo ocupado por directivos motivados que despliegan to-
da su personalidad y una base de colaboradores apáticos que
vegetan en su ínfimo nivel de necesidades y a los que, por tan-
to, hay que motivar).
E incluso aunque recientemente se dé preferencia a la “teo-
ría del valor esperado” de las ciencias de la conducta, el hecho
es que las infinitas variaciones de la teoría de la acción motiva-
dora, ninguna de las cuales aporta nada nuevo bajo el sol frío
de la técnica de la seducción, parecen proceder de acuerdo con
la concepción de la ciencia de Paul Feyerabend: todo vale.
Todas se caracterizan por su alto porcentaje de arbitrariedad y
capricho. Su reputación científica es más que penosa —por
46
La sospecha como cultura empresarial

más aires cientifistas que lleguen a darse—. Y ninguna “fun-


ciona”, por una parte, porque trasladar al mundo laboral mo-
delos de este tipo presupondría unas condiciones organizativas
semejantes, por ejemplo, al modelo de la burocracia ideal de
Max Weber en su coherencia y su racionalidad utópicas. Y no
funcionan, por otra parte, porque ven en el colaborador una
máquina manipulable estímulo-respuesta, en vez de conside-
rarle un interlocutor adulto y con iguales derechos; no funcio-
nan, porque no toman realmente en serio al trabajador como
interlocutor en una negociación; no funcionan, porque su nú-
cleo sigue siendo el que era: desconfianza y manipulación. Y,
ante todo, no funcionan por ignorar los efectos a la larga y se-
cundarios de su aplicación. Y de ello nada dicen tantos miles
de páginas.

¿Satisfacción de las necesidades?

¿Tendremos todavía que perder mucho tiempo con Maslow y


sus sucesores? Dado que siguen siendo innumerables los exper-
tos de la acción motivadora que buscan apoyo en él, haremos
solo unas breves observaciones.
Cualquier psicología de la motivación parte de que los
seres vivos aspiran a satisfacer necesidades. La acción motiva-
dora viene luego a trabajar sobre ese campo trazado por la pro-
ducción humana de deseos. Las escuelas de pensamiento más
antiguas, que no por ello han perdido actualidad, se basan en
la idea de que el ser humano, que se considera a sí mismo algo
muy carente de sentido, es un ser en el que casi no hay nada
más que necesidades; por medio de ellas y ofreciéndole satisfa-
cerlas, puede llevársele a que haga prácticamente cualquier co-
sa, con la única condición de no actuar contra ninguna de sus
necesidades. Dicho con ese tono cínico-provocativo que se tie-
ne por inteligente: “Todo se compra y se vende; la cuestión es
solo el precio”. La teoría consiguiente puede expresarse me-
diante esta ecuación: necesidad comprobada + estímulo corres-
pondiente = conducta deseada.
47
El mito de la motivación

Esta ecuación no es un espantajo que yo me haya inventa-


do para propinarle golpes más espectaculares, sino que es de
hecho una manera de pensar que ha influido intensamente
hasta hoy en las estrategias directivas de un amplio sector de la
industria.
Para vencer la repulsión que el hombre común siente hacia
su propio trabajo, el directivo se conduce conforme al lema
“palo y zanahoria”. Al advertir que la zanahoria siempre acaba-
ba imponiéndose al palo, se intentó perfeccionar con atracti-
vos adicionales el arsenal incentivador original, que permitía
pocas variaciones combinando ingresos y estatus. La pirámide
de las necesidades de Maslow y la teoría de los dos factores de
Herzberg no pudieron aparecer más oportunamente para sim-
plificar contextos tan complejos. Solo que dichas concepcio-
nes no pudieron resistir mucho tiempo sometidas a examen
científico. Y así surgieron cosas nuevas. Por ejemplo:
n
M = IVb + P1 × [IVa + Y (P2i × EVi)]
i=1

¿No les dice nada? Pues se trata tan solo de la ecuación


motivacional para la “teoría de la vía y el fin” de la dirección.
O sea (espero que puedan seguirme): “Hoy debemos partir de
una pluralidad de necesidades concretas que dirigen la acción,
las cuales constituyen el fundamento de un repertorio indivi-
dual de disposiciones conductuales (¡!) que, sobre la base del
surgimiento de diferentes intensidades motivacionales a causa
de experiencias de socialización tempranas —léase: previas a la
vida profesional—, y contando con el agregado de las compo-
nentes ambientales antes desatendidas, evoca en el individuo
una expectativa de esfuerzo-resultado-gratificación que ha de
ser captada por la empresa como corresponde y que tiene como
consecuencia la individualización de los perfiles estimulativos
como principio configurador general de la dirección”.
¿Todo claro? Con su sintaxis algo sádica, esta frase descri-
be (por supuesto que de manera completamente insatisfacto-
ria) el “último grito” de la psicología motivacional: la “teoría
del valor esperado”. Así, ¡resulta fácil identificarse con un au-
48
La sospecha como cultura empresarial

tor que escribe que “motivar a los colaboradores es tarea nada


fácil”!

Maniobras de reconocimiento

En la práctica, con menos ambiciones, lo normal ha sido dedi-


carse a “despertar” necesidades, lo cual terminaba convirtién-
dose en una campaña intrapsíquica de relaciones públicas cuya
tendencia a la seducción era más que clara. El punto de parti-
da era la presuposición de que todas las necesidades se hallan
potencialmente en la persona, por lo que solo hay que incitar-
las y actualizarlas, y todas se desatarán entonces con entusias-
mo.
Los directivos que pretenden dirigir así gozan en su inten-
to de la complicidad de la psicología. Y la psicologización de
todas las relaciones vitales ha contribuido también a que se ge-
neralice la cultura de la sospecha, al sostener nada menos que
la existencia de un meta-nivel desde el cual un “en-el-fondo”
controla ocultamente las voluntades tras los fenómenos obser-
vables. Y saber localizarlo, así se piensa, es el arte de la direc-
ción. Para ello, esas tipificaciones que la psicología ofrece con
todos los matices posibles y los directivos cogen al vuelo agra-
decidos parecen ordenar la compleja y desesperante variedad
de las mentalidades de los colaboradores, disponiéndolas en
una gama comprensible y, ante todo, manejable. Una vez que
el caos de las individualidades está por fin concretado en tipos
que lo hacen abarcable, entonces ya podemos darles un “trata-
miento” (una palabra harto elocuente) aplicando también cri-
terios completamente típicos.
En no pequeña medida, las raíces de la elevada receptivi-
dad que tantas personas muestran hacia todo tipo de modelos
psicológicos de las necesidades se encuentran en las culturas
del osito de peluche y en los endémicos debates sobre las nece-
sidades de la generación del 68. Se trata de algo que conoce-
mos de sobra. El hambre de sentido de dicha generación bien
puede también haber sido lo que preparó el terreno a la especí-
49
El mito de la motivación

fica “labor motivacional” de nuestras empresas. Pero incluso


aun cuando estos clichés resultaran demasiado simplificadores,
el hecho es que la psicología sigue siendo una gran ayuda cada
vez que se presenta con modelos de necesidades jerarquizados.
Ya se sabe: “cada colaborador vive en un mundo propio”; lo
que quiere decir que hay que saber conectar con las necesida-
des más diferentes. Y de aquí sale el célebre “método-búscale-
en-su-mundo-propio”, con la idea de identificar en qué medi-
da puede influirse sobre la motivación de cada colaborador y
controlar su voluntad.
El directivo puede, pues, concebir esperanzas, en un mo-
mento en que se encontraba completamente desesperado al
ver que sus diferentes colaboradores nunca aceleraban a la vez,
nunca reaccionaban del mismo modo a los instrumentos esti-
muladores y de canalización de la empresa. La individualiza-
ción radical de los perfiles de estimulación promete conseguir
las reacciones deseadas. Ahora el superior no tiene “nada más”
que empatizar sensiblemente con el estilo de vida, metas y
motivos de cada uno de sus colaboradores, y seguir el rastro a
la cambiante situación de las necesidades de cada uno, o po-
dría decirse: seguir el rastro a cada uno de esos manojos de ne-
cesidades en su volubilidad, simultaneidad y fluctuante inten-
sidad.
Podemos hacernos una idea bastante aproximada de estos
directivos, de cómo se sientan en sus despachos y se pasan todo
el santo día mirando por sus telescopios las galaxias del interior
de sus colaboradores. Consiguiendo pasar más o menos desa-
percibidos, observan en qué “nivel de necesidades” se encuentra
cada uno en ese momento. Entonces el directivo se repasa toda
la taxonomía de tipos psicológicos, y ya sabrá exactamente có-
mo hay que impulsar hacia delante a este colaborador; al mo-
mento prepara el aperitivo correspondiente, y se lo da a oler.
Por su parte, la “entrevista motivadora”, un procedimiento
menos disimulado, se asemeja a una maniobra de reconoci-
miento, en la cual (en palabras de Rolf Balling) “examinare-
mos cada recodo del terreno para terminar encontrando cuál
tuerca está aún sin apretar en la motivación del colaborador”.
50
La sospecha como cultura empresarial

Aquí se hace valer la convicción de que solo hay que encontrar


la tuerca correcta (la necesidad correcta) en el colaborador, pa-
ra poder ajustar su motivación a las propias ideas —y que el
mal jefe será quien no lo consiga—. Tan “sencillo” como eso, y
además en una época de crecimiento de los márgenes directi-
vos y bajo los dictados del ajetreo cotidiano. ¿Quién podrá to-
marse el tiempo necesario para esta continua observación de
los colaboradores? ¿Quién seguirá estando dispuesto a prestar
atención a las necesidades en permanente cambio, cuando en
el márketing hace ya tiempo que se conoce a ese cliente “para-
dójico” que apenas muestra ya unos hábitos de consumo uni-
formes y tipificables? ¿No tendremos igualmente que pensar
en un colaborador “paradójico”? Pues, de hecho, también por
lo que respecta a juicios de valor y actitudes ante la vida la ve-
locidad de transformación ha aumentado mucho, ante todo
en la generación joven y, más débilmente, también en la gene-
ración de más edad; de modo que ya no podemos, como an-
tes, partir de unos juicios de valor constantes que, una vez
analizados, constituyan el fundamento estable de la acción
motivadora. Y sea cual sea el modo en que se entienda lo que
se llama “estilo de dirección cooperativo”, ¿es así como se tra-
tan recíprocamente las personas que cooperan?
Hoy en día, se celebran seminarios de training sobre “cono-
cimiento de las personas como requisito para la interpretación
de la personalidad y el comportamiento” (y entonces aparecen
siempre directivos a los que no hay quien saque de los estímu-
los basados en el dinero y el estatus. Con ellos, uno sabe bien
lo que se trae entre manos; y es que “tiran” de cualquiera). En
ello hay una verdad: no puede dirigirse de la misma manera a
todos los colaboradores. Con seguridad, lo adecuado es una
“dirección situacional” según el grado de madurez del colabo-
rador. Pero ¿interpretación de la personalidad y el comporta-
miento? ¿Una maniobra psicológica de reconocimiento?
¿Andar revolviendo entre los perfiles de necesidades? Una úni-
ca observación acerca de estos trainings: “Sé mucho sobre ti” es
una de las afirmaciones menos favorables para el entendimien-
to que puedan existir. Saber sobre... produce la certeza de la
51
El mito de la motivación

propia superioridad; produce y mantiene el dominio sobre los


otros, en vez de buscar un modo de relacionarse con ellos aspi-
rando al entendimiento. “Y, sin embargo, si quiero tratar co-
rrectamente a alguien tengo que entenderle”: tratar a alguien,
sí, he aquí algo completamente distinto. Aunque siempre haya
y seguirá habiendo bastantes personas que consideren la red de
un matamoscas como un modelo de pensamiento.
Pero, entonces, ¿cómo puede uno acercarse a las necesida-
des de sus colaboradores? “Cualquiera sabe que existe algo que
pone en movimiento sus decisiones; qué es ese algo, no puede
saberlo nadie. Cualquiera sabe también que en su interior hay
una fuerza que le impulsa; de qué clase es esa fuerza y de dón-
de viene, eso tampoco lo sabe nadie”, nos dice el viejo psicólo-
go Séneca, anticipando así en cierta medida lo que hoy está
volviendo a ser de dominio público: que los motivos de los
que nos ocupamos (pues rechazo conscientemente hablar de que
“dirigen nuestra voluntad”) son realmente diversos y contra-
dictorios, a veces de igual rango y a veces jerarquizados, a veces
simultáneos y a veces no simultáneos. ¿Pueden coexistir con
cierta armonía?
Sí, ¿por qué no? En el interior del ser humano casi nunca
se da la claridad absoluta, sino la discrepancia, la diversidad,
una confusión de distintos impulsos. Y nada cambia en ello
porque algunos colaboradores declaren, por ejemplo, que su
insatisfacción y su desasosiego se deben a unas retribuciones
de categoría relativamente baja. Ni tampoco porque los resul-
tados de encuestas publicados regularmente muestren un empe-
ño irritante en demostrar a toda costa que el aumento en la re-
tribución es un instrumento motivador. Pero si contrastamos
estas estadísticas con otras, numerosos colaboradores se nos
aparecerán de repente como personas intrínsecamente motiva-
das que, ante todo, buscan un sentido en su actividad. La sen-
sible diferencia entre unos resultados y otros —hoy lo sabe-
mos con la suficiente seguridad— depende en gran medida de
cómo estuvieran planteadas las preguntas de la encuesta.
Además, ¿qué es eso de la “satisfacción”? ¿Son las necesidades
—el presupuesto fundamental de la psicología de la motiva-
52
La sospecha como cultura empresarial

ción— algo a lo que en general pueda uno dar “satisfacción”


más o menos definitiva? Cuando corremos en pos de la satisfac-
ción, aún no la tenemos. Cuando la obtenemos, se desvaloriza
rápidamente. Una vez alcanzado el objetivo del que se trataba,
la satisfacción deja de ser satisfacción. Se convierte en cosa del
pasado. ¿Dónde está, entonces, el futuro?
Ninguna satisfacción es tan perfecta como para que no la
hubiera podido superar la que es un poco más intensa, otra
distinta o, simplemente, alguna satisfacción que aún no se ha-
ya inventado. Así que ¡vamos allá!, ¡superémosla! Pero ¡un mo-
mento! ¿Qué satisfacción es esa que, apenas ha llegado, estamos
al momento desplazándola al futuro? Siempre está alejándose
de aquel que acaba de alcanzarla. “Detrás del horizonte, el ca-
mino continúa”, cantaba Udo Lindemberg, uno de los últi-
mos filósofos alemanes de amplia repercusión pública.
Trastocando una frase de Freud muy citada, podría decir-
se que en la creación del mundo no estaba prevista una capa-
cidad humana de satisfacer realmente las necesidades. Las ne-
cesidades satisfechas son fenómenos episódicos de carácter
esencialmente efímero. La idea de una satisfacción de las ne-
cesidades aproximadamente estable es una pura ilusión, cuan-
to más teniendo en cuenta que la producción de deseos co-
menzó en la infancia a causa de experiencias carenciales de
tendencia neurótica. Si intentamos edificar sobre esa base, di-
rigir se convierte en jugar a la sorpresa escondida: nunca se
sabe lo que vamos a encontrar ahí dentro.
Recapitulando, la imagen que la acción motivadora tiene
del ser humano viene a resultar más o menos esta:

• Los seres humanos tienden a ser objetores laborales.


• Los seres humanos son un manojo de necesidades esca-
lonadas jerárquicamente.
• Los seres humanos son máquinas estímulo-respuesta.

53
Introducción

Capítulo 6

La gramática de
la seducción

Las cinco grandes reglas motivadoras

¿Cómo cubrir, por tanto, los déficit motivacionales? De acuer-


do con lo que llevamos dicho, podemos comenzar precisando
la “pregunta fundamental” del directivo que nos sirvió para
entrar en materia. Ahora quedaría así: ¿Cómo conseguir que un
colaborador haga algo que, si por él fuera, nunca querría hacer
por iniciativa propia?
La respuesta es: por medio de estrategias motivadoras.
Tales estrategias consisten en esas combinaciones de diversos
procedimientos con las que muchos directivos dirigen a sus
equipos y los padres educan a los hijos o amaestran al perro.
Pueden reducirse a seis palabras:

Haz esto, y tendrás aquello.

En las empresas se ha ido formando toda una gramática carac-


terizada por las cinco grandes reglas motivadoras:

• Recompensar.
• Elogiar.
• Sobornar.
• Amenazar.
• Castigar.
55
El mito de la motivación

En lo que sigue, desarrollaré los tres patrones combinato-


rios básicos más usuales, caracterizándolos en su forma extre-
ma. Aunque, de hecho, al ser aplicados en la práctica, estos pa-
trones se mezclan entre sí e interfieren con otros de muy
diversas maneras (en parte, seguiré el apreciable intento de es-
tructurar esta materia llevado a cabo por Rolf Balling).

Estrategia “por la fuerza”

En este caso, el superior jerárquico típico es el “aprieta-tuercas


por la fuerza”. Es el que grita a su colaborador: “¡Haz lo que
digo, o te castigaré!”, o bien, en forma de una promesa formu-
lada positivamente: “¡Cumple tu función, y así seguirás ente-
ro!” Las técnicas motivadoras aquí son ante todo: amenazar y
castigar. Podemos añadir, por ejemplo, la “disuasión motiva-
dora” (nunca he sabido a qué podría referirse el término). Tal
superior está dispuesto a aceptar la reacción de sus subordina-
dos —miedo y rabia—, con tal de conseguir el rendimiento
laboral que ha planeado al milímetro. Si observa temor, eso es
para él una señal de estabilidad. Lo importante es que la acti-
tud interior de los colaboradores, lo que piensan y sienten, no
le interesan nada, ya que no desempeñan papel alguno para el
rendimiento maquinal al que aspira.
La efectividad de la estrategia “por la fuerza” depende de si
tenemos a nuestra disposición castigos a los que el colaborador
tema tanto que prefiera mostrar la conducta que deseamos.
Así las cosas, el colaborador intentará, por supuesto, trabajar
lo menos posible y burlar la coerción que se le aplica, y, llega-
do el caso, “huirá”. Hay que instalar un sistema de control vi-
sual y otro para impedir fugas. La nada novedosa estrategia
“por la fuerza” lo tiene difícil cuando:

a) La posibilidad de huida no puede impedirse usando vio-


lencia, leyes, contratos o excluyendo mejores alternativas.
b) El rendimiento laboral que se desea no es exactamente
medible y/o asignable a una sola persona.
56
La gramática de la seducción

El rendimiento de un ingeniero que, desempeñando labo-


res de garantía de calidad, evita fallos futuros mediante una ac-
ción preventiva es muy difícilmente medible. Igual que el ren-
dimiento del director económico de personal. En una cadena
de producción de tubos catódicos, ¿cómo podrá determinar la
instancia de control final cuál de los 20 operarios que intervie-
nen en el proceso ha inutilizado este tubo dándole un golpe?
Los sistemas de control no admiten casi ningún perfecciona-
miento adicional con un gasto razonable, y fue ante todo por
esta razón por lo que hubo que desarrollar una segunda estra-
tegia: “Hoy en día hay que motivar a la gente. Ya no sirve limi-
tarse a rugirles”.

Estrategia “cebo”

Los directivos típicos de esta clase son los que llamo “aprieta-
tuercas por bonificaciones”. Siempre tienden a la amabilidad.
Su lema: “Haz lo que digo, o te perjudicarás a ti mismo”. Su
promesa: “¡Esfuérzate, y así conseguirás lo que te correspon-
de!” Los instrumentos de los que se ayuda principalmente esta
acción motivadora son el pago directo y el castigo indirecto;
pero un pago y un castigo que se autorregulan, es decir, siguen
un sistema que funciona sin intervención del directivo, a par-
tir solamente de la iniciativa del colaborador: si este se esfuer-
za, conseguirá automáticamente una recompensa previamente
calculada; si permanece pasivo, desaparece la recompensa. En
este sistema, la recompensa está en principio descontada por-
centualmente de la retribución total en concepto de “cebo pa-
ra el anzuelo”; oficialmente se la considera “cuota variable” o
“bonificación”, y podríamos decir que es “reembolsada” solo
en el caso de que se alcance el rendimiento fijado. Si el rendi-
miento ha sido extraordinario, pueden incluso aparecer en el
horizonte incrementos reales en la retribución.
Análogamente a como ocurría en la estrategia “por la fuer-
za”, la actitud interior del colaborador resulta aquí irrelevante.
Pero su gran ventaja desde el punto de vista del directivo es es-
57
El mito de la motivación

ta: el sistema se regula por sí mismo; el colaborador tiene un


amplio margen para decidir él solo cuánto va a trabajar y car-
gará con las consecuencias... para lo bueno y para lo malo.
El sistema se ve en dificultades (lo cual no es raro que lleve
a la restauración provisional de la estrategia “por la fuerza”)
cuando:

a) Es posible hacer trampa en el sistema de bonificaciones


o eludirlo de algún modo.
b) Un número elevado de los colaboradores no reaccionan
de la misma forma frente a los estímulos, que son los
mismos para todos.
c) Las inevitables injusticias crean malestar entre los cola-
boradores.
d) El rendimiento laboral no es cuantificable.

Es en particular la última condición —cada vez más traba-


jos exigen un rendimiento que solo es valorable en términos
cualitativos— la que nos ha brinda la tercera estrategia:

Estrategia “seducción”

El “aprieta-tuercas moral” es aquí el jefe típico. Clama a su co-


laborador: “Haz lo que digo... ¡pero disfruta!” Su promesa:
“¡Sé mío, y te sentirás estupendamente!” Es como si introduje-
ra “de contrabando” sus propios fines en la personalidad del
colaborador, sin que este se dé cuenta. El objetivo es “que se
identifique”; el lema: Esté bien o esté mal es mi empresa.
Las correspondientes técnicas motivadoras son: sobornar,
recompensar, alabar. Cito a Balling: “Lo que aquí se pretende
es crear partidarios capaces de estabilizar su sentimiento de au-
toestima a través de su pertenencia y adhesión a este sistema.
Suele intentarse tal cosa con promesas de este calibre: ‘Somos
el número uno en el mercado, y tú también serás el más gran-
de si te identificas con nosotros’. O bien: ‘Nuestro producto es
fantástico, y tu serás fantástico si lo vendes’. (...) Un sistema
58
La gramática de la seducción

así ofrece posibilidad de identificarse con algo grande a un yo


débil, del que espera un comportamiento creativo a su misma
altura. En el plano psicológico, esta oferta se traduce como:
‘Sígueme/síguenos, te utilizaremos, pero te ahorrarás los es-
fuerzos de hacerte adulto”.
He aquí la importante diferencia respecto a las estrategias
“por la fuerza” y “anzuelo”: la actitud interior de los colabora-
dores ya no es indiferente, sino decisiva. Se exige veneración. Y
no es precisamente raro que, bajo la máscara mágica de la pro-
gresista corporate identity, lo que se desee en realidad sean tra-
bajadores dispuestos, como adolescentes, a tatuarse para siem-
pre en el brazo el logotipo de la empresa.
Pero esta cultura del fan usada por la estrategia “seducción”
será inefectiva cuando la prometida grandeza resulte vana y se
rompa en pedazos; por ejemplo, cuando los productos resul-
ten un fiasco, cuando se critique a la empresa en la opinión
pública o, simplemente, cuando la conducta de la dirección
no merezca crédito (“¡Por sus hechos los conoceréis!”). El siste-
ma “por la seducción” es esencialmente incapaz de aprender:
comete errores, sin duda, pero no los reconoce, ya que podrían
perjudicar la identificación con la entidad. Resulta ejemplar
comprobar cómo de numerosas quiebras empresariales se de-
duce que allí se negaron a ver los errores hasta que ya fue ine-
vitable percibirlos. En la cultura del fan, cualquier crítica se
vive como un insulto a la propia familia.
Particular interés ofrece el comportamiento de estas orga-
nizaciones frente a “desertores” e “inadaptados”. Son empresas
(por aducir un ejemplo algo remoto) como los Rolling Stones:
“¡En los Stones, nadie se larga; se le echa!”, decía con idigna-
ción un Mick Jagger profundamente insultado por la dimisión
voluntaria del virtuoso de la guitarra Mick Taylor. La aspira-
ción totalitaria no tolera deserciones. Sin duda, este o aquel de
los que se han quedado envidiarán semejante “valor”, pero sa-
brán hacerse pagar su perseverancia: “Yo renuncio a algo (a
largarme), ¡así que tú también vas a tener que renunciar a al-
go!” (la estructura básica de cualquier conflicto: nada resulta
más insoportable que la libertad que otro se ha tomado). El re-
59
El mito de la motivación

negado es etiquetado como “traidor”, y tendrá que contar, lle-


gado el caso, con la inmisericorde venganza del sistema. Y si el
desacarriado intenta regresar, estas empresas nunca reacciona-
rán alegrándose por la vuelta del “hijo pródigo”, sino —aun
cuando ello les suponga pérdidas económicas objetivas por
tratarse de especialistas muy solicitados— con manifiesto re-
vanchismo: El Imperio contrataca.
En tales empresas, los inadaptados tienen la vida difícil. Y
eso que el sistema los crea necesariamente. Pues la sensación de
ser “mejor que la competencia” es muy difícil de mantener a la
larga. El espejismo termina por disolverse. Un globo de aire ca-
liente necesita en todo momento más aire caliente. O, dicho
de otro modo: aire cálido. Y, en esta lógica, cualquier interrup-
ción en su marcha significa una “crisis de identificación” del
colaborador. Y cuando, a pesar de todo, el colaborador deja de
andar a trompicones ciego de entusiasmo tras los colores de su
equipo —e incluso aunque siga implicándose en su trabajo—,
surge el conflicto. En un primer momento, aumenta la presión
sobre este “excéntrico”, “cabezota” o “listillo” para que se adap-
te. Si se resiste, se formará una burbuja a su alrededor, se le ais-
lará y se le rechazará una vez tras otra. Podrá salvarse despi-
diéndose. Pero si permanece “fiel”, terminará abandonándose
al cinismo –en mi opinión, la actitud predominante en la ac-
tual generación de managers.

Estrategia “visión”

Los grandes grupos multinacionales han comprendido espe-


cialmente bien que ya no pueden “motivar” a sus colabora-
dores aplicando (solamente) los antiguos métodos. Hay que
tomar nota de la transformación de los juicios de valor, dota-
dos ahora de fuerza centrífuga. Además, es preciso diseñar
un escenario creíble en el que se pueda “superar”, o al menos
reinterpretar bajo una luz consoladora, tantas pequeñas conce-
siones forzosas, tantas desvalorizaciones y derrotas cotidianas.
Cuando el individualismo, avanzando a grandes pasos en pos
60
La gramática de la seducción

del sentido, hace crujir las necesidades organizativas y las estruc-


turas que lo limitan, hay que conseguir mostrar la majestad de
esa idea en virtud de la cual se limitan las posibilidades del desa-
rrollo individual. “Motivar”, por tanto, sigue siendo el objetivo
de estas empresas, solo que ahora han refinado su instrumental.
Ha de venir una nueva verdad empresarial. Examinemos, pues,
uno de los métodos más progresistas (y, con ello, a la vez uno
de los más disimulados) de la acción motivadora moderna: la
visión. ¿Veremos luz al final del túnel? ¿O veremos un túnel al
final de la luz?
Cuando los incentivos materiales dejan de mostrar el efec-
to deseado, se reclama la presencia de la “idea”, el poder de su-
gestión de unas posibilidades excitantes que se propaguen hasta
el más pequeño rincón de la empresa, en último término: vi-
sión dividida. El objetivo es alcanzar la “completa identifica-
ción”: “¡La empresa podrá con ello!” Una empresa forjada “de
una sola pieza” (y solo se forja desde arriba). Mirada más de
cerca, esta exigencia tiene un filo totalitario que nos permite,
sin mayores problemas, ubicarla en el disperso territorio de los
adversarios de la libertad humana. El colaborador se convierte
en “adepto”. La “identificación” estimula una “cultura de fans”
de rasgos profundamente adolescentes, un tentador “¡Hazte
mío! ¡Serás grandioso!”, que difícilmente podrá despertar una
“lealtad” adulta (que es la que yo preferiría por definición).
Esta distinción no es, en absoluto, una sutileza lingüística,
sino que tiene una enorme utilidad práctica, pues, de hecho,
con la mente puesta en la “identificación” y en un clima verda-
deramente fanático y proselitista de camaradería varonil, toda
crítica recibe la etiqueta de “derrotismo”. Amenazados cons-
tantemente por el desentendimiento y por las distracciones ex-
ternas, los colaboradores tragan ahora vorazmente la insípida
poción de los valores empresariales supremos, y están listos pa-
ra rechazar no ya a quienes critiquen tan dudoso placer, sino
incluso a aquellos a los que, simplemente, no les gustaría sen-
tarse a esta mesa. Así se evita, bien es verdad, la erosión que
causan las críticas, pero la organización pierde al mismo tiem-
po su capacidad de aprender. Pero ¿y si —como suele ocu-
61
El mito de la motivación

rrir— las decisiones cotidianas, mínimas, no comparten el es-


píritu de la visión, y si surge un vacío en la credibilidad de la
empresa, arraiga la duda, y si, incluso, asoma amenazante la
desmotivación...? ¡Una mano de pintura de filosofía empresa-
rial para disimularlo todo! Ya no se trata de impulsar a las per-
sonas hacia adelante, sino de tirar de ellas (push and pull); como
Bennis y Nanus dicen sintómaticamente, se trata de “proporcio-
narles la sensación de hallarse en el centro de actividad del orden
social”. Aquí la tenemos de nuevo: esa pose de generosidad que
(¡astuta ella!) se contenta con proporcionar al colaborador una
“sensación” —creada de alguna manera con fines de manipula-
ción—, en vez de esforzarse seriamente para crear las condicio-
nes en las que pueda verificarse la participación activa en el de-
venir de la empresa. Dado que los antiguos motores para
controlar la voluntad —la recompensa y el castigo— siguen
aún en funcionamiento, la acción motivadora ha llegado a con-
vertirse en una locuaz fórmula mágica que, con el objeto de
producir ciertos estados de ánimo, mezcla profecías de un futu-
ro dorado, amenazas de castigos y promesas halagadoras.
“Atrapar el interés de las personas mediante una visión”
que aúne las energías, proyectando y transmitiendo la imagen
de un futuro realista, creíble y atractivo para la organización,
la imagen de un futuro que arrastra en pos de él, movilizando la
fuerzas disponibles: esta es la imagen que intento empañar. Y
no porque yo no crea que la acción empresarial ha de tener un
rumbo para atraerse a los colaboradores y aglutinarlos. “Si no
existe visión, el pueblo se corrompe”, decía ya el rey Salomón.
Pero la espesa pócima que la literatura más reciente amasa mez-
clando Context-Management, Management by Vision, New Age,
Light Age y la nueva conciencia ética de la actividad económica
(aunque, en la realidad, la ética del estamento directivo no
piensa más que en la “rentabilidad de la ética”) tiene algo que
por sí mismo es paternalista-autoritario, incluso, sí, totalitario.
Para mí, la cuestión esencial es el camino que se ha seguido:
quién y cómo ha contribuido a modelar la visión. Volvemos a
encontrar los mismos patrones de conducta paramilitares: ahí
tenemos a un general solitario que, con gesto de caudillo, mira
62
La gramática de la seducción

a sus tropas, hambrientas de objetivos y de un rumbo vital, y


entonces les aclara con un discurso arrebatador qué sentido
tiene lo que hacen. Su verdad es la única. La nueva moda de la
energetización de los colaboradores se caracteriza por recla-
marse sucesora de las grandes sagas de emprendedores: el pri-
mero de todos, John F. Kennedy con su visión de los viajes a la
luna, seguido de Alfred P. Sloan de General Motors, Lee
Iacocca de Ford y Chrysler, Steve Jobs de Apple, Edwin Land
de Polaroid, hasta llegar al “hoy tengo un sueño” de Martin
Luther King. Son los sueños de estos grandes hombres lo que
les pone en camino, se supone que absorbiéndolos, electrizán-
dolos... para luego rechazarlos y olvidarlos cuando dejen de
moverse por allí cerca en trance, cuando ya no les ciegue el en-
tusiasmo ni les hipnotice un ideal que no es el suyo. Y, sin em-
bargo, esto no tiene por qué ocurrir siempre ni necesariamente.
Esos hombres podrían llegar a asumir en parte el ideal, pero es
asunto de negociación, no de hipnosis.
Por el contrario, la visión no se modela entre todos, sino
por decreto supremo. No se interesa por el individuo con su
propia verdad tan concreta, ni por la manera tan individual en
que planea su vida. La visión no se interesa por la capacidad que
el trabajo tiene de formar a la persona, permitiéndole desarro-
llarse y encontrar su propio significado. La visión pretende es-
tablecer un significado universal. Macro, en vez de micro.
Planes generales, en vez de verdad individual. Una rapsodia lí-
rica preñada de identidad corporativa, en vez de una negocia-
ción para equilibrar intereses.
En la actualidad —un standard de innumerables semina-
rios—, suele recurrirse a una frase de Antoine de Saint-
Exupéry para ilustrar con relativo refinamiento el poder suges-
tivo de una visión. Con qué inocencia nos interpela: “Si
quieres construir un barco, no convoques a los hombres para
conseguir madera, distribuir tareas y organizar el trabajo, sino
enséñales a anhelar el ancho mar infinito”. Pero... ¿de quién es
el anhelo? Y ¿de quién es el barco? El (quizá demasiado) subli-
me arte de influir en los demás puede revestirse de cuantos or-
namentos poéticos desee, pero eso en nada cambia el hecho de
63
El mito de la motivación

que quien aquí “enseña” está encubriendo sus intereses pri-


mordiales, está usando “trucos” y seduciendo a otros, contro-
lando su voluntad para que trabajen. Los hombres que cons-
truyen el barco son los tontos de esta historia. Seducidos para
su vergüenza. Y además: ¿quién va a viajar en el barco? Es pro-
bable que, como castigo, los obreros no puedan participar en
el viaje. Y además: ¿por qué por el mar? No se ha planteado
discusión alguna sobre el fin concreto al que se aspira.
Pero, incluso considerado como una indicación práctica
para directivos (“dirigir mediante una visión”), la imagen de
Saint-Exupéry tiene un significado ambiguo, y, lo que es peor,
al mirarla más de cerca descubriremos en ella un núcleo de ci-
nismo. La imagen no da ninguna respuesta a la natural pre-
gunta de los capitanes de la industria: “¿De dónde me saco yo
un mar en cuanto lo necesite?”
El ejemplo se volvería completamente malévolo si, contra
lo esperado, los hombres pudieran finalmente embarcar, y en-
tonces el capitán de la industria se viera obligado a sacarse de
la chistera otra visión más. Sería una visión más vieja, y pensa-
da más bien para los malos tiempos, pero no ha perdido aún
nada de su efecto seductor: “Todos estamos en el mismo bar-
co”, se le oye ahora clamar al capitán, armonizando así todos
los intereses individuales incómodos (algo parecido a: “en for-
mación por medio de la información”), limando todos los
conflictos internos, fundiendo en una “comunidad de desti-
no” a todos los inadaptados y pensadores transversales. Eso es
manipulación. Visión: la acción motivadora después de la ac-
ción motivadora.
¿Cómo defenderse? La “tripulación”, con humor, sabe algo
al respecto. Rápidamente, el barco se convierte en galera:
“¡Todos a los remos! ¡El jefe va a hacer esquí acuático!”

Buscadores de éxitos/Evitadores de fracasos

Las estrategias que acabamos de esbozar representan en con-


junto un enorme gasto de energías cognitivas e instrumentales
64
La gramática de la seducción

para cubrir ese déficit que, según diagnostica la desconfianza


hecha método, existe entre el rendimiento real y el rendimien-
to posible de los colaboradores. Aunque se nos presenten de
muy diversas maneras, estas estrategias comparten una cons-
tante: la sospecha. Ahora bien, ¿es el déficit motivacional algo
meramente supuesto, o existe realmente?
En lo que sigue, examinaré ambas posibilidades. Para ello,
estableceré dos tipos de colaborador, concentrados y simplifi-
cados; representan los dos modelos fundamentales para los co-
laboradores de cualquier empresa, y probaré en ambos los
efectos de la acción motivadora.
1. A aquellos colaboradores en los que no existe el déficit
motivacional, sino que, completamente motivados, bus-
can en su trabajo el éxito y la satisfacción, les llamaré
“buscadores de éxitos”.
2. A aquellos colaboradores en los que existe de hecho el
déficit motivacional y que, cada cual en su propio grado
de desmotivación, “despachan” sus tareas dosificando es-
fuerzos e intentando en la mayor medida posible no
lllamar la atención por sus fracasos, les llamaré “evita-
dores de fracasos”.
Pongamos en marcha los mecanismos de la acción motiva-
dora aplicados a ambos tipos: para los evitadores de fracasos,
preferentemente amenazas y castigos; para los buscadores de
éxitos, preferentemente sobornos, recompensas y alabanzas.
Lo habitual son formas mixtas que intentan actuar sobre ambos
tipos de colaboradores a la vez y “de un solo tiro”. Se trata de
motivar aún más intensamente a los buscadores de éxitos (o,
cuando menos, de mantener su buena disposición), ya que,
en efecto, podrían tener un poco más de éxito, lo cual a su vez
—he aquí un punto importante— ¡nos lleva a pensar que es-
tán dejando de prestar cierto rendimiento y que existe un défi-
cit motivacional! Y en cuanto a los evitadores de fracasos, se
trata de convertirlos en buscadores de éxitos. ¿Lo conseguire-
mos? Investiguemos qué resultados tiene la acción motivadora
en ambos casos.
65
El mito de la motivación

Mi tesis es esta: los buscadores de éxitos se convertirán


—con una sola vez que se los haga pasar por el rodillo de la
acción motivadora— en evitadores de fracasos. Los déficit
motivacionales, que no existían originalmente, se harán rea-
les. Y con los evitadores de fracasos se conseguirá solamente
sumirlos aún más en su desmotivación. En pocas palabras:
este sistema pierde siempre.

66
Introducción

Parte segunda

Desenmascarar

67
Introducción

Capítulo 7

Sísifo:
recompensar y sobornar

Toda acción motivadora se caracteriza


por la insolubilidad del dilema de Sísifo

¡Recompensar! Es la palabra mágica que enseguida nos saca-


mos de la manga cuando pretendemos que los motivados bus-
cadores de éxito lo encuentren todavía un poco más. Y no es
tarea fácil, bien es verdad: la recompensa “justa”, con la cuan-
tía “justa”, en el momento “justo”, y además todo hecho “co-
rrectamente”. “Usted debe poner alguna recompensa a la vista
de su equipo” sigue siendo, sin embargo, el sempiterno conse-
jo que promete un crecimiento instantáneo..,. consejo que,
conforme al dicho popular en su sentido más verdadero, “se
vende caro” si a lo que se está refiriendo es, por ejemplo, a pri-
mas, pluses e incentivos. Además, es un consejo que, una vez
puesto en práctica, “ayuda” de hecho. En apariencia. La curva
de ventas describe un ligero ascenso. Por poco tiempo, desgra-
ciadamente. En el instante en que uno va a abrir las primeras
botellas de champaña, la curva toma un suave descenso. Y
ahora, qué ¿Quejarnos sobre lo poco fiables que son nuestros
colaboradores? ¿Empezar a jugar otra vez? ¿Que las primas
queden acopladas para siempre como motores auxiliares al
eterno sigamos-así? Comienza un absurdo baile de refina-
69
El mito de la motivación

mientos por ambas partes, sin que suela saberse si en realidad


no es el cazador el que está siendo cazado.

Incentivos: en bote neumático por el desierto

En este juego, las “apuestas” no están sujetas a un límite máxi-


mo: si hace tres años bastaba con una bicicleta de carreras, un
año después tenía que ser ya un viaje de una semana al Tour de
Francia. El año pasado, para que los colaboradores moviliza-
ran todas sus fuerzas, se los estimuló con una vuelta al mundo.
Y para el año que viene se piensa ya en ganárselos sacando de
la reserva todo un catálogo de premios gordos. Oferta número
uno: en bote neumático por el desierto.
En este campo, como en otros, la oferta se personaliza para
adecuarse a los gustos más refinados: la cadena de hoteles
Marriot, por ejemplo, ofrece viajes individuales programados
a medida, en los que el ganador puede señalar por sí mismo a
dónde y en qué condiciones viajará. En el National Premium
Incentive Show (NPIS), en Chicago, las ofertas empezaban
por una licencia para conducir tranvías, seguían con la cons-
trucción de cabañas en las Bahamas, danzas en tumbas faraó-
nicas egipcias y extinción de fuegos en Manhattan, y termina-
ban en cenas con los caníbales de las Islas Fidji o en un
desayuno en un hotel de Singapur con un auténtico gorila
sentado a la mesa. Más rápido. Más lejos. Más grotesco. ¿Y
cuando eso ya no propocione el suficiente push? Entonces,
¡más de lo mismo!
La cumbre del disparate se debe a la mente de un conocido
metalúrgico del sur de Alemania. Demostrando una creativi-
dad manifiestamente anómala, se ha permitido inventar los
“incentivos negativos”. Bajo el lema “nadie va a salir de aquí
con las manos vacías”, ofrece a los grupos de ventas con poco
movimiento cosas como un tour en bicicleta por el macizo de
Hunsrück durante las lluvias torrenciales de noviembre (si lu-
ce el sol, el viaje se anula), con lo cual se pretende estimular a
los empleados a elevar su rendimiento para ganar, el año que
70
Sísifo: recompensar y sobornar

¡La próxima vez van a tener


que ponerle un poco más
de imaginación!

viene, diez días en Mallorca. ¿Simple tontería? En todo caso,


un diez en la escala de los incentivos, que aún permite califica-
ciones más altas.
¿A dónde llevará todo esto? A poco más que al boom del ra-
mo de los incentivos. ¡En este boom y en los costes que origina
a las empresas sí que son realmente cuantificables las conse-
cuencias de la acción motivadora! Los nuevos incentivos están
haciendo su agosto. Como todos los analgésicos. Pero el ramo
es cínico, y lo sabe: los incentivos no van a llegar muy lejos.
Pues cualquiera entiende que solo puede motivarse al precio
de tener que volver a motivar permanentemente. La recom-
pensa, quizá inesperada la primera vez y apreciada sincera-
mente como un merecido agradecimiento, se transforma, mira
al frente y avanza en dirección al soborno: toda prima se con-
vierte en un derecho adquirido, pues lleva en sí la promesa de
que, al prestar servicios semejantes, entonces habrá otra vez que...
y ¡ay cuando la recompensa no aparezca o sea menor de lo que
se esperaba!
71
El mito de la motivación

Los estímulos al rendimiento ofrecidos en los programas


de incentivos se van acumulando año tras año. Pero la fascina-
ción que despierta este soborno disminuye con cada nueva
ronda. Su utilidad marginal desciende. Se ofrece cada vez más
a cambio de un rendimiento que relativamente es cada vez
menor (por no hablar —¡ganancia valorable en dinero!— de
los problemas fiscales. Para evitar las cargas impositivas de los
incentivos en forma de viajes, se declaran como eventos de
formación continua dentro de un programa-marco). Por con-
tra, en el caso de incentivos manifiestamente peregrinos, surge
en más de un colaborador la pregunta: “¿Cuánto estará ganan-
do la empresa conmigo cuando se puede gastar semejantes
cantidades en incentivos?” ¿Son quizá motivadoras semejantes
reflexiones?

El problema de la justicia

Todo lo contrario. Pues, por lo que respecta a los colaboradores


de servicios externos, estos muestran en el mejor de los casos
una mentalidad muy permeable, que, tras adaptarse, acepta to-
do lo que pueda aceptarse. En un caso algo peor, los efectos son
desmotivadores: comienzan a alimentar la sospecha de que no
participan adecuadamente de los resultados empresariales. Y en
el peor de los casos, los efectos son catastróficos: en primer lu-
gar, para los colaboradores que se vayan de vacío. Pues en una
de cada dos empresas que organicen este tipo de competicio-
nes, solo uno de cada diez conseguirá el anhelado billete. Los
que no lleguen a “paladear” el incentivo considerarán injusto
el sistema, para lo cual tienen razones subjetivamente sólidas y
bien comprensibles. Pero las recompensas tienen que ser valora-
das como justas por la mayoría de los colaboradores, incluidos
aquellos que no las han obtenido. Esto no suele ocurrir. Y quien
conozca cómo se plantea un plan de incentivos sabrá que, en
ellos, el problema de la justicia es irresoluble.
Un trabajo de Sísifo. Un sueño de la impotencia. Hay
quien, imperturbable, intenta ascender hasta una cima a la
72
Sísifo: recompensar y sobornar

cual le arrastra la fuerza de una prometida salvación. Pero a es-


te ser imperfecto no le está permitido experimentar ese mo-
mento: y nunca la alcanza. ¿O lo alcanza, quizá, cuando por
un instante se le nubla la conciencia al recibir la placa de algún
premio? La comparación constante produce criterios de medi-
da y escalas de valor; cualquier punto alcanzado es relativo, ja-
más será realmente una cima. “Pero ¿y el empuje que eso da a
la motivación...?” Sí, de acuerdo: “empuje” viene de “empu-
jar”, y si a usted lo que le interesa son colaboradores a los que
siempre haya que andar empujando...
Una imagen del eterno querer y no poder: al igual que
aquella piedra que Sísifo jamás conseguía transportar hasta su
objetivo, a la tuerca de los nuevos incentivos siempre, siempre
—en cuanto se la haya empleado una sola vez— habrá otra
vuelta que darle. Sea con sensibilidad psicológica y un buen
entrenamiento, como hacen los directivos aprieta-tuercas mo-
rales, sea lanzando el anzuelo abiertamente, tal como en este
caso hacen los aprieta-tuercas por incentivos.
Pero sigue abierta esta cuestión: ¿quién aprieta a quién?
Como si de Douglas Fairbanks se tratase, los directivos van
dando saltos entre las jarcias de los incentivos, con el sable de-
senvainado, a veces vencedores, a veces vencidos, a veces pro-
pulsores, a veces impulsados por una fuerza ajena, sin que pue-
da preverse cuándo caerán dándose el planchazo en el océano
de la manipulación. Y no, no me conmueve la respiración en-
trecortada de los retóricos de la acción motivadora cuando se
lamentan de la inflación en las pretensiones de sus colaborado-
res y de cómo estos se hacen adictos a los mimos. Pues en cada
uno de ellos, tras la aparente racionalidad de la teoría de la acción
motivadora, puede descubrirse un núcleo dogmáticamente
irracional.
De este modo, queda identificado otro elemento caracte-
rístico de la acción motivadora: tiende a una contradicción in-
soluble, lleva en sí un trabajo de Sísifo. Las arenas movedizas
de la cultura del estímulo: todos los participantes se hundirán
en las traicioneras dunas de los viajes incentivadores, tanto
más cuanto con más fuerza pisen.
73
El mito de la motivación

¿Son motivadoras las recompensas?

¿Cómo puede explicarse este dilema? ¿Qué fuerzas psíquicas


están actuando detrás de todo esto? La investigación eto-
lógica ha sacado a la luz del día datos muy notables al res-
pecto.
Un anciano recibía a diario las burlas y los insultos de los
niños de los vecinos. Un buen día, recurrió a un ardid.
Ofreció a los niños un marco si volvían al día siguiente para
repetir sus insultos. Los niños acudieron, le hicieron rabiar y
se llevaron a cambio su dinero. Y el anciano les prometió de
nuevo: “Si volvéis mañana, os daré cincuenta céntimos”. Y
acudieron otra vez y, tras insultarle, fueron pagados. El ancia-
no les animó a seguirle haciendo enfadar al día siguiente, pero
esta vez a cambio de 20 céntimos, y los niños se indignaron:
no iban a insultarle por tan poco dinero. Y desde entonces el
anciano vivió tranquilo.
El psicólogo social estadounidense Alfie Kohn, del que he
tomado esta historia, confirma con ella toda una serie de estu-
dios psicológicos recientes que parecen refutar una ley funda-
mental del aprendizaje: la recompensa no es el mejor medio
para elevar el rendimiento. En nuestra historia, los niños esta-
ban al principio motivados intrínsecamente para enfadar al
anciano. Pero luego le hacían enfadar tan solo porque ello te-
nía una recompensa: su motivación intrínseca quedó destruida
por obra de la acción motivadora, transformándose en una
motivación extrínseca. Y habían desaparecido la emoción, la
tensión, la curiosidad.
Al ofrecer a estudiantes universitarios la posibilidad de ele-
gir entre tareas fáciles y difíciles, se deciden mayoritariamente
por las difíciles. Pero cuando se les habla de recompensas mo-
netarias, eligen casi exclusivamente las tareas simples y fácil-
mente medibles (Shapira 1976). De manera estereotipada, se
repite la conducta que siempre ha funcionado, la conducta
que, conforme a la experiencia hasta entonces acumulada,
promete un éxito rápido y directo. La innovación y la creativi-
dad se quedan por el camino.
74
Sísifo: recompensar y sobornar

En otro estudio, se pidió a unas muchachas que enseñaran


un nuevo juego a niños más pequeños, prometiéndoles una
entrada gratis para el cine siempre que la “clase” tuviera éxito.
La misma tarea se le propuso a otro grupo de muchachas, solo
que sin que pudieran pensar en recompensa alguna. El sor-
prendente resultado: fueron mejores “profesoras” las que lo,
habían aceptado trabajar, por así decirlo, “de balde”.
Otros experimentos de diseño semejante confirman este
resultado: cuando se gana a los niños con recompensas para
que realicen una tarea, pierden rápidamente el interés, empie-
zan a sentirse insatisfechos y alcanzan logros bastante menores
que los de aquellos que se han encargado de una tarea sin que
se les prometiera recompensa. La razón de ello: ya no actúan
porque le encuentren sentido a su acción, sino porque para
ellos una recompensa “reemplaza” el sentido.
“Niños, sí, ¡pero ellos aún no están corrompidos!”, oigo
objetar al escéptico; “pero quien tenga a sus espaldas toda una
carrera profesional de recompensas, ese ya no hace nada sin in-
centivo adicional”. ¡Qué hermoso es que esta persona se equi-
voque! Todavía recuerdo muy bien a un colaborador de un
grupo del sector electrotécnico que vendía con gran éxito a
otras empresas un sistema para la selección de personal. Un
día, la dirección de la empresa le entregó un cheque de más de
5.000 marcos. Según se leía en la tarjeta de agradecimiento
adjunta, la prima iba unida a la esperanza de que él siguiera
aplicándose con la misma intensidad para vender el sistema.
Ipso facto, el colaborador cesó en sus esfuerzos.
Puede que este no sea el caso habitual, es cierto. Pero lo
que nos debe hacer reflexionar es el hecho de que las primas
atraen sobre todo cuanto tocan la maldición del desencanta-
miento. Y, en particular, tratándose de un trabajo hecho con
entusiasmo e iniciativa. “A veces, el dinero es como una patada
en el trasero”, dice en Wall Street el padre con mono azul a su
hijo broker que, después de una subida bursátil, quiere devol-
verle más dinero del que le había prestado. Pero incluso acep-
tando que el colaborador del que hablábamos antes quizá “no
tenía por qué” haber reaccionado así, una cosa es segura: cual-
75
El mito de la motivación

quier entusiasmo por el ideal se disuelve en las primas como


en un líquido corrosivo.
Los incentivos devalúan a todos los equipos de trabajo en
conjunto, hasta convertirlos en una horda de “niños” a los que
ya no les importa lo que hacen, sino solamente la recompensa
que vendrá después. Todos pasan a hallarse profundamente
determinados por la voluntad ajena.
Y aun cuando tratáramos con adultos menos egocéntricos,
las cuentas nos saldrían solo en apariencia. Pues independien-
temente de que sea verdad o mera suposición que sin el incen-
tivo motivador nuestro colaborador “adulto” no habría llegado
a comportarse tal como deseábamos, el estudio biológico del
comportamiento ha revelado con toda claridad que el ser hu-
mano se habitúa rápidamente a niveles de estimulación cada
vez más altos, y que, por tanto, en la práctica no tarda en mos-
trar una menor disposición al rendimiento si no media algún
estímulo “adicional”.

El dilema de Sísifo

En este contexto, resulta interesante tomar del estudio bioló-


gico del comportamiento el principio de la “cuantificación
doble”, en virtud del cual una acción se explica por la rela-
ción entre dos variables, la “intensidad del impulso” (moti-
vación) y la “intensidad del estímulo” (acción motivadora).
Dada una intensidad de estímulo concreta, se requiere un
autoimpulso relativamente menor para que la acción se desa-
te; y cuanto más elevada sea la intensidad del estímulo, se re-
querirá una intensidad del impulso tanto menor. Ahora
bien: puesto que, como es bien sabido, los estímulos pierden
intensidad rápidamente, tienen que acumularse cada vez
más, lo cual lleva a esa inflación en las pretensiones que cau-
sa estragos en todas partes. Y el autoimpulso va descendien-
do en esa misma proporción. De estos hechos se deriva una
ley a la que doy el nombre de “el dilema de Sísifo” de la ac-
ción motivadora. Reza así:
76
Sísifo: recompensar y sobornar

Toda acción motivadora destruye


la motivación

Tal ley —inabarcable en la riqueza de sus consecuencias— ha-


ce que los que eran colaboradores, de una motivación sin ta-
cha, se transformen, con mecánica seguridad, en esa legión
que puebla nuestras empresas, formada por desmotivados evi-
tadores de fracasos. Si hasta el momento siempre se había afir-
mado que existía un déficit motivacional entre el rendimiento
laboral registrado y el posible —afirmación que es el origen de
la idea de una acción motivadora—, ahora ese déficit es ya un
hecho. En una palabra: la acción motivadora es la enfermedad
que ella misma cree curar.
Es en virtud de esta misma ley como aparece en los consu-
midores una actitud en la que se mezclan la constante insatis-
facción y un negligente estar a la expectativa; la actitud del
consumidor que espera el pusher/puller que lo estimule, sa-
biendo que terminará por venir siempre que uno persevere lo
suficiente. Las personas se han acostumbrado a que las mi-
men. En el salvaje oeste, el cazador de recompensas espera has-
ta que el dinero que dan por el asesino ascienda a una cifra lo
bastante elevada; del mismo modo, hoy no tiene uno más que
echarle aguante, esperando hasta que los managers se ahoguen
por la presión del tiempo y tengan que recurrir al anzuelo de
las primas. Esta mecánica produce la exigencia de seducción
que tantos trabajadores plantean a sus managers y que han
ejercitado hasta llegar a acostumbrarse a ella de tal modo, que
parece que ya no le llama a nadie la atención. Y si los managers
entonces, correspondiendo a la expectativa, ceden a la exigen-
cia de seducir, están produciendo justamente aquello que tra-
taban de evitar y eliminar: la desmotivación. Cada vez más
pretensiones. Cada vez menos iniciativa propia. Esperar la re-
compensa en vez de asumir responsabilidad sobre uno mismo.
Jadeantes, los managers corren tras las siempre renovadas exi-
gencias. La jauría acosa al cazador.

77
El mito de la motivación

La insatisfacción, consecuencia de los mimos

Causa un efecto directamente grotesco ver cómo en la misma


medida en que se está destruyendo la iniciativa, el compromi-
so con uno mismo, en una palabra: la motivación, se escriben
disparates en papel satinado acerca del carácter emprendedor
interno, la intrapreneurship, la autorresponsabilidad. Como si
con palabras y palabras quisieran ahora desenterrar lo que de-
jaron bien sepultado.
Y esto no es todo: dado que, al elevarse la intensidad de los
estímulos, el individuo recurre nada más que a una cantidad
mínima de su propia energía impulsiva, van a permanecer inu-
tilizados diversos potenciales de la acción humana; por ejem-
plo, la gozosa disposición de ver cómo salen los planes adelan-
te, de poner en marcha algo y, ante todo, la creatividad y la
curiosidad. La consecuencia: frustración, aburrimiento agresi-
vo, pretensiones en constante ascenso, desvío de energía para
dedicarla a la crítica y a las lamentaciones. Corriendo en el va-
cío, el virtuosismo estimulador propio de la mecánica incenti-
vadora produce –¡ironía de las cosas!– un latente carácter que-
jica, la insatisfacción como consecuencia típica de los mimos.
Combustible para las asociaciones de descontentos en nuestras
empresas. Eso son los beneficios que se consigue invirtiendo
en la continua renovación de los incentivos.
En este contexto, la ingratitud de nuestros colaboradores
no solo es irremediable desde el punto de vista de la ecología
del comportamiento, sino que también está justificada moral-
mente. ¡Pues, desde luego, no tienen nada que agradecernos!
Los incentivos y las bonificaciones se van convirtiendo progre-
sivamente en parte integrante del salario, en una retribución
dineraria presupuestada de antemano que solo “injustamente”
podríamos luego negarles. Además, hay que contar con que
los incentivos son usuales entre la competencia. Así pues, por
lo menos jugaríamos limpio no intentando hacer creer a nues-
tros colaboradores que los incentivos son una prestación “adi-
cional”. Se trata de costes salariales y de márketing calculados
de antemano. No hay razón para el agradecimiento.
78
Sísifo: recompensar y sobornar

No abrigo demasiadas esperanzas de que el manager de


nuestros días quede ya en condiciones de modificar su con-
ducta solo por haber tomado conciencia del dilema de Sísifo
de la acción motivadora. Mis dudas se basan en la estructura
del sistema del management. Pues el planteamiento incentiva-
dor es un complemento esencial de una cultura directiva que
tiende financieramente a plazos cortos, éxitos rápidos, veloz
rotación laboral y a una mentalidad de después-de-mí-el-dilu-
vio. Las indudables ganancias en control de la voluntad que
los incentivos generan a corto plazo alimentan análogos pun-
tos de vista y conductas a corto plazo. La mecánica que se ori-
gina de ello podría describirse como una privatización del be-
neficio y una socialización de los costes (indirectos).
En caso necesario, los aprieta-tuercas mediante incentivos
siempre podrán consolarse con la interpretación que daba al
mito de Sísifo Albert Camus, el cual reconocía en el héroe mí-
tico el arquetipo de hombre heroico que asume consciente-
mente lo contradictorio y absurdo de la vida. ¡Adelante, pues!

Plateaued employees
(Empleados no promocionables, estancados)

Examinemos brevemente un efecto secundario del dilema de


Sísifo, que constituye una importante prueba a favor de la te-
sis de que toda acción motivadora destruye de forma persis-
tente la motivación.
Ahora que las jerarquías se han nivelado y la “cebolla” ha
reemplazado a la pirámide, los directivos deletrean una nueva
palabra: heterarquía. Y en el marco de la proliferación de már-
genes directivos, que son la consecuencia de la racionalización
de los planos jerárquicos acometida bajo la consigna de acortar
los canales de comunicación (y ahorrar costes), cobra inespera-
da actualidad la vieja pregunta: “¿cómo motivar a mi gente?”
De súbito, se han hecho más pequeños los pasos adelante pla-
neables en la carrera profesional. Parece que no queda ya ni
una sola vuelta que dar a la tuerca de la acción motivadora. Y
79
El mito de la motivación

ello origina en las empresas un nuevo y gigantesco problema:


los plateaued employees. Son aquellos colaboradores y directivos
que, en las circunstancias apropiadas, habrían alcanzado el si-
guiente nivel jerárquico, hoy desaparecido, y a los que, sin em-
bargo, se les niega su potencial para asumir un nivel aún supe-
rior de responsabilidades, o bien, por razones de cultura
organizativa, se considera que no debe seguírseles ascendiendo.
He aquí el fruto maldito del pecado (de la acción motivado-
ra): durante decenios se ha venido motivando extrínsecamente a
los colaboradores con la promesa de una carrera, utilizando al-
tas retribuciones y muy notorios signos honoríficos para que
los puestos superiores atrajeran sus ávidas miradas de reojo... y,
de repente, se proclama que todo aquello es un anticuado fan-
tasma del ayer. Empleados con ganas de hacer carrera forman
ahora masas de desmotivados “inempleados”: una generación
de frustrados. ¿Cuál es la nueva meta? “La organización tiene
que ampliar los criterios de éxito de forma que la mayoría que es-
tá estancada sientan que son ganadores”.
Difícil ser más cínico: “sentirse ganadores...”. Un agitado
movimiento defensivo, pero siguiendo los mismos antiguos
patrones. Hábilmente se prepara un nuevo disfraz para los sis-
temas de acción motivadora, forzando los lateral moves (movi-
mientos laterales) entre las unidades de la empresa, repensan-
do los títulos jerárquicos, organizando trainings dilatorios,
ampliando el espectro del prestigio simbólico (en el que ahora
se incluye la “medalla de oro a la trayectoria en meseta”). Un
activismo como táctica de disimulo, derrochador pero trans-
parente en sus manejos, que solo en rarísimas ocasiones conse-
guirá si acaso lo que pretende hacernos creer: energía e inicia-
tiva; en una palabra: motivación.
Los aprendices de brujo no pueden ahora deshacerse de
los espíritus a los que se ha despertado. Durante decenios, las
siempre renovadas gratificaciones extrínsecas han ido minan-
do la motivación intrínseca sin un momento de reposo. Y
hoy es necesario seguir apretando la tuerca. Y a casi nadie se
le ocurre todavía que, si alguien hace algo, es porque quiere
hacerlo.
80
Sísifo: recompensar y sobornar

El primer paso para volver a liberar esta fuente de energía,


sepultada pero latente en cada pecho, lo daríamos siendo cla-
ros, abordando abiertamente la situación y renegociándola. El
segundo paso consistiría en encerrar de nuevo en la botella al
espíritu de la acción motivadora y desmontar los instrumentos
de estimulación, pues, en otro caso, volverían a servir para ati-
zar el fuego de unas expectativas que ya no pueden ser satisfe-
chas. Sin duda, algo así resulta difícil tratándose de costum-
bres muy arraigadas. Pero también la más larga marcha
comienza con un primer paso.

81
Introducción

Capítulo 8

Elogiar, un cinismo
de los dominadores

“Y ¿cómo conseguiste acabar con él?”


“Elogiándolo…” (E. Kishon)

Fue ya Abraham Lincoln quien formuló este principio para los


manuales de management: “Todos somos muy receptivos para
los halagos, es verdad. Todos queremos reconocimiento, y ade-
más reconocimiento que salga del corazón, y el hecho es que
lo encontramos muy raras veces. Todas las personas tienen un
hambre de reconocimiento que las reconcome y que nunca se
calma. Pero algunos pocos consiguen de hecho calmar este
hambre en los demás, y solo esos pocos son los que tienen po-
der real sobre las personas; al morir uno de ellos, le llora inclu-
so el enterrador”. Frases de Lincoln: uno debe leerlas con toda
atención. Entonces se le revelará la extraña tensión mental que
contienen y que, partiendo de un reconocimiento que “sale
del corazón”, llega hasta una necesidad que significa “poder
sobre las personas”.
Vaya por delante: este capítulo está dirigido ante todo a di-
rectivos “progresistas”. Si algunos puntos de mi análisis reci-
ben el apoyo de algunos hardliners, tan solo puedo asegurar
que cualquier conformidad con ellos me desagradaría profun-
damente.
83
El mito de la motivación

La atención, una necesidad básica

Que no solo de pan vive el hombre es cosa bien conocida des-


de hace mucho tiempo. Ante todo, el reconocimiento es algo a
lo que ningún hombre puede renunciar si no quiere vivir inse-
guro, amargado e infeliz. Raramente tenemos bastante de ello,
a lo que se añade que bastantes personas son como si dijése-
mos “déficits de reconocimiento andantes”, por lo ahorrativas
que ellas mismas y quienes las rodean suelen ser con dicha
mercancía. Absorben por todos los poros de su ser el cálido
sentimiento de la aprobación.
La necesidad básica de atención y reconocimiento ha sido
un particular y constante objeto de investigación para la psi-
quiatría infantil. Como otros estudiosos antes que él, René A.
Spitz ha señalado que, incluso siéndoles favorables las demás
circunstancias, los lactantes que no reciben atención a través
del contacto corporal, siendo levantados en brazos y mediante
un tono de ternura en la voz, retroceden en su desarrollo y se
hacen más propensos a enfermar, pudiendo incluso llegar a
morir. Y sucede absolutamente al contrario en el caso de los
niños que, siéndoles desfavorables las demás circunstancias
(faltos de higiene, infraalimentados), crecen en contacto con
personas que les dedican atención.
Según la opinión científica más aceptada, el niño de entre
tres y seis años, que posee todavía pocos criterios para hacer o
no hacer, necesita perentoriamente el elogio de sus padres co-
mo pauta de comportamiento. Por nuestra parte, no discutire-
mos aquí el asunto; elogiar a los niños hace hoy, con demasia-
da frecuencia, las funciones de una atención fast food para la
generación de la falta de tiempo.
Lo seguro es que los niños, cuando no reciben atención
positiva, se la buscan de algún modo negativo. Con otras pala-
bras: un niño al que no se le dedica atención, o solo una aten-
ción insuficiente, prefiere llevarse palabras y miradas de enfa-
do, o incluso golpes, a que no se le haga absolutamente
ningún caso. Este reflejo parece funcionar bien, como de-
muestra un estudio británico: los niños investigados de aquel
84
Elogiar, un cinismo de los dominadores

país tenían como promedio diario una “cosecha” de 412 co-


mentarios negativos ¡y solo 37 positivos!

La economía del reconocimiento

Los adultos, es evidente, también necesitamos nuestras “do-


sis” de “caricias”. Una cita de la conversación de un manager:
“Si le doy vueltas a por qué me levanto por las mañanas, no
es porque tenga que ganar dinero, sino porque espero que en
algún momento habrá alguien que me diga: ‘eso lo has hecho
bien’”.
Pero el concepto de “dosis” de caricias remite ya a un mane-
jo instrumental, mecánico. Precisamente en nuestras empresas,
una “administración ahorrativa de las caricias” —es decir, un
enfoque económico del reconocimiento— es lo que está dan-
do pie a tantos “juegos psicológicos” en torno a la atención y
la cercanía. Las encuestas de colaboradores no cesan de certi-
ficar un déficit de reconocimiento en las organizaciones, el
cual suele ser percibido como un lastre. Pues aunque tenemos
a nuestra disposición un número ilimitado de “dosis de cari-
cias”, se han convertido en un bien escaso a consecuencia de
la forma de trato interpersonal que usualmente se practica:
bastantes para mi pareja y mis hijos; algo menos ya para mis
amigos; aún menos para mis colaboradores, etc. La atención
que unas personas dedican a otras y el caso que se hacen no
pueden sobrepasar ahora unos límites artificales, y se convier-
ten así en un recurso muy moldeable para la manipulación
y que me sirve —como el tuteo— para dosificar distancia y
cercanía.
Este gesto de generosidad es también propio del elogio: el
elogio es algo que uno “dispensa” a otro. Aunque solo sea por-
que despierta expectativas materiales inmediatas, según saben
tantos directivos por propia experiencia.

85
El mito de la motivación

Elogiar está in

Cuando hemos hecho un trabajo y otra persona nos dice que


le parece bueno, eso por lo general nos da alegría. Nos senti-
mos reconocidos, y tenemos más ganas y más ánimos para se-
guir trabajando así. Pero si todo lo que hacemos es aceptado
sin más como algo evidente, o también si toda nuestra labor es
objeto de crítica, perdemos entonces las ganas, el ánimo y, a
largo plazo, también la autoconfianza. O así parece, en cual-
quier caso.
De ahí que el “elogiar” como técnica directiva haya gozado
de una coyuntura favorable en la teoría del management de es-
tos últimos años. Elogiar está in. Desde el momento en que las
armas del arsenal de los tiempos de la guerra fría directiva (la
coerción, la amenaza) se quedaron ya romas y mohosas, elo-
giar al colaborador pasa por ser una forma de trato laboral re-
cíproco especialmente humana, “solidaria”. Las organizaciones
son hoy más “de carne y hueso”. Análogamente al lema de
Baden Powell para los boy-scouts: “una buena acción al día”, la
fórmula suprema de la sabiduría directiva se supone que es:
“Elogiarás a tu colaborador una vez al día”.

¡Y DEBO RECORDARLE QUE HOY NO HA


ELOGIADO TODAVÍA A SU COLABORADORES!

86
Elogiar, un cinismo de los dominadores

En estas circunstancias, los estilos de dirección cooperati-


vos, más entronizados por todas partes que practicados real-
mente, no han cesado de sutilizar y desarrollar la “técnica” del
elogio, creando así la figura del manager “elogiador” como su-
prema encarnación de los procedimientos directivos enfocados
a equipos de trabajo. Se supone que el elogio “motivador” es
como apretar directamente una tuerca moral dentro de los co-
laboradores, liberando allí energías insospechadas... aunque
más de un manager ha comprendido enseguida que manejar
por sistema el elogio diario consigue rápidamente el efecto
contrario al esperado.
El problema está en que los consejos concretos se convier-
ten en instrumentos usados de forma mecánica desde el mis-
mo momento en que se decide aplicarlos. Aquí, esto significa
establecer “intervalos para el elogio”. Se empieza a “llevar
cuentas” de los elogios. Managers que eran auténticos ogros
aparecen de repente como máquinas de disparar elogios,
mientras que a su paso los colaboradores dejan que caiga tam-
bién en saco roto este nuevo capricho de la técnica directiva,
comentando con un meneo de cabeza: “Ya ha estado en otro
seminario”.
Lo concedemos: muchas personas sienten un déficit de re-
conocimiento en sus puestos de trabajo, y ello les resulta peno-
so, pero la cuestión es: ¿sienten también un “déficit de elogio”?
El escepticismo parece aquí oportuno. Pues, examinado más
de cerca, elogiar resulta ser un procedimiento pérfido y con-
tradictorio consigo mismo, cuyos fatales efectos tardan en salir
a la luz. Y además, en ciertas circunstancias, el daño que causa
en la relación entre superiores jerárquicos y colaboradores es
mayor que los beneficios que pueda producir. Debemos acla-
rar esto.

El dilema del elogio

Sin duda, existe un dilema del elogio: si el superior nunca elo-


gia, los colaboradores se quejan; si elogia con demasiada fre-
87
El mito de la motivación

cuencia (el famoso “agobiar a elogios”), el elogio deja de ser to-


mado en serio. Pero ¿qué frecuencia da lugar a la “demasiada
frecuencia”? Podría variar mucho dependiendo del colabora-
dor y de la situación. Y, además, más de uno ha visto cómo le
criticaban duramente un trabajo del que estaba muy orgullo-
so, mientras que le ponían por las nubes por haber hecho otro
trabajo en el que él mismo apenas veía nada de particular. Pero
quizá es que habría que establecer algún “intervalo para el elo-
gio”...
El problema de la justicia del elogio es igualmente irresolu-
ble. Lo que en uno llama la atención y es elogiado pasa desa-
percibido tratándose de otro. “Con cada título que concedo
consigo noventa y nueve envidiosos y un ingrato”, decía ya
Luis XIV. Es muy difícil salir de uno de estos círculos del tipo
“haga lo que haga, me equivocaré”. Algo sabía de esto otro de
los grandes psicólogos de la dirección: Jesús nunca elogió a
quienes le seguían.

Usos manipuladores

Actuar de manera justificable y leal presupone que la acción


se desarrolla en un ámbito fidedigno, previsible. Pero desde el
momento en que, bajo la influencia de la acción motivadora,
dirigir ha degenerado en seducir, la manipulación acecha
siempre atenta y la credibilidad ha desparecido de amplias
parcelas de la vida económica, puede estar emponzoñado in-
cluso el elogio más bienintencionado, más de corazón: es y
seguirá siendo sospechoso de tener una intención manipula-
dora.
Esta es justamente la cuestión: en nuestras empresas, se da
al elogio un uso manipulador en muy alto grado. Más de uno,
tras una entrevista verdaderamente agradable, con muchos
elogios y dosis de caricias, se habrá sorprendido a sí mismo
sintiéndose tenso y presionado de una manera indefinible, o,
sencillamente, no sintiéndose bien. La explicación es de lo
más sencillo que puede pensarse: lo han manipulado por me-
88
Elogiar, un cinismo de los dominadores

dio del elogio sin que lo notara. Aplicando el lema: “acariciar


fuerte al principio, y solo después sacar el conejo de la chistera
(o sea, la negativa o la crítica, ¡pero ‘constructivas’, por su-
puesto!)”
Este método tiene su tradición. “Elogio y reproche”, como
expresión ya hecha, han pertenecido desde siempre el uno al
otro. Es más, se supone que el elogio incluso acrecienta la efec-
tividad del reproche, tal como podemos leer en una obra sobre
teoría de la dirección: “Solo en los superiores que elogian co-
bra el reproche todo su valor”.
Después, quizá el “reproche” pareció ya demasiado vetus-
to, y se modernizó convirtiéndose en “crítica”. El “elogio”, cla-
ramente menos sospechoso, siguió siendo lo que era: la “parte
buena” del palo y la zanahoria.
“Elogio y crítica”, como se dice ahora, pertenecen insepa-
rablemente el uno al otro. El resultado es patente: una mani-
puladora política de bandazos, la cual aporta sin duda cierta
variedad al sumir en la niebla el hecho de que el colaborador
sigue dependiendo de hacia dónde se incline el pulgar del jefe,
pero que en nada mitiga tal estado de cosas, por no hablar ya
de sustituirlo por claridad. El elogio degenera en una obertura
que anuncia la crítica “constructiva” que se aproxima. Suavizar
con jabón como táctica para las entrevistas. Una táctica, por
regla general, que el otro capta rápidamente y que, con ello,
pierde todo valor propio.
Por eso resulta tan habitual la imagen de un colaborador
lleno de impaciencia mientras aguarda que pase la mecánica
introducción elogiosa, pues bien sabe él que “después de todo
eso” empezará “lo bueno”, lo realmente importante. Es como
una rampa de lanzamiento para las interminables discusiones
sobre quién tiene o no la razón.
Y resulta aún más claro cuando se trata de un “elogio a la
trayectoria”. Aquí, como en una caricatura, el carácter mani-
pulador del elogio se transforma en su rasgo distintivo. Lo
mismo ocurre cuando se procede con toda intención a hacer
un “elogio del enemigo”, que tantas veces ha sido la introduc-
ción de un descenso oficial de categoría. Quienes se sientan en
89
El mito de la motivación

los consejos de administración de las grandes empresas saben


el extraordinario peligro que corren cuando el presidente los
elogia antes de una gran reorganización.

Variante: el elogio “compensatorio”

Algunos lectores conocerán también esa situación en la que


uno querría rechazar un elogio porque procede de una persona
que, según el elogiado, carece de la capacidad necesaria. O
porque intuya que suele honrarse a quien se deja utilizar. O por-
que el jefe deforme de tal manera lo que uno ha propuesto,
que el elogio parezca casi una burla. Quizá el así elogiado haya
desenmascarado la alabanza, comprendiendo de manera intui-
tiva e inmediata que se trataba de un elogio compensatorio, pero
seguramente no lo habrá rechazado por faltarle el valor para
ello. Ha obedecido este mandamiento: ¡jamás rechaces un elo-
gio, ni siquiera cuando no lo desees! ¡Cómo vamos a herir el
amor propio de alguien que seguramente estará hablando “con
toda su buena intención”!
Pero justo así es como puede ser empleado el elogio: por-
que restringe la libertad de acción del colaborador. Lo cual
ocurre a partir del momento en que se le ha “cubierto” a uno
de elogios. ¿Quién sabrá entonces defenderse del elogio?
Manipulado y avergonzado, ahí tenemos indefenso y privado
de su libertad a quien ha recibido las alabanzas. “Podemos de-
fendernos si nos atacan; somos impotentes contra el elogio”
(S. Freud).

El elogio acaba con la libertad

Un instrumento muy poderoso y pérfido. Muy poderoso,


por lo inocente que parece.

90
Elogiar, un cinismo de los dominadores

Variante: el elogio “táctico”

Ante el predominio alcanzado por la estrategia de manipula-


ción a través del elogio, muchas personas, con moderación
prácticamente inofensiva, reaccionan rechazándolo “avergon-
zadas”: “Pero no se podía hacer otra cosa”. O bien: ”Pero si só-
lo cumplí mi deber”. Con seguridad, una de las causas de que
los afectados se resistan es que, sometidos desde su infancia a
las reglas de la “economía de las caricias”, no han tenido ape-
nas ocasión de aprender a enfrentarse a este procedimiento
(una tradición reflejada en el matiz despectivo del verbo “li-
sonjear”). Con igual seguridad, ello también se debe a que cap-
tan instintivamente la intención manipuladora y desconfían:
“Eso lo dice solo porque quiere algo de mí”.
Y es verdad: hay directivos que guardan el elogio como en
conserva, para “distribuirlo” en “caso de necesidad” —es decir,
cuando se espera del colaborador una “prestación extraordinaria”
y se le dispensa el elogio, por así decir, “en pago” por ella—. Las
primas también son empleadas como si se tratara de “elogios”. Y
quizá las tres primeras veces el colaborador elogiado salga co-
rriendo radiante y consiga las cosas más increíbles, pero a la cuar-
ta vez tendrá sus reservas, y a la quinta dirá en voz baja: “no”. Ha
captado el propósito ajeno y ya no está tan animado.
Además, los elogios exagerados, rotundos, también plantean
de manera subliminal ciertas exigencias de cara al futuro, ex-
presadas en no pocos casos en el “¡sigue así!” que se les añade.
Y también aquí la falta de claridad resulta contraproducente.
Especialmente si se trata de evitadores de fracasos, lo que se
consigue es que aumente su miedo de no estar a la altura de lo
que se les exige. Ante elevadas expectativas, muchos colabora-
dores se quedan agarrotados e intentan ponerse a cubierto. Los
efectos deseados se evaporan.
O bien la idea puede ser esta: hay que avergonzar a los va-
gos y a los inútiles por lo poco que rinden a la empresa, mien-
tras que a los buenos y eficientes hay que ponerlos sobre un
pedestal donde se les vea de sobra, para que sirvan de ejemplo
a la plantilla. Por lo demás, se produce una considerable canti-
91
El mito de la motivación

dad de envidia social, que une a los colaboradores (excepto a


los elogiados) en su común resentimiento —lo cual no es des-
preciable como cemento social para una época como la nues-
tra, en la que se supone que el arrogante individualismo ha de
ser sacrificado a la corporate identity (identidad corporativa)—.
Así pues, tras el elogio compensatorio, identificamos ahora
un elogio táctico, proceder que, entre managers con experien-
cia de acción motivadora, culmina en esta máxima directiva:
“Hay colaboradores a los que, sencillamente, solo se puede
impulsar a fuerza de elogios”. Pero eso ya lo sabe el proverbio
desde hace mucho tiempo: “El elogio es un medio para hacer
que una persona llegue tan lejos como merece”.
Entonces, ¿qué hacer en la empresa con los críticos, con
los inoportunos que se han dado cuenta del juego? El director
de área sonríe: “Sencillísimo: matarlos a elogios. El elogio que
demos nosotros, los dominadores, es algo que acabará siempre
con todos los críticos. Los presentes pensarán que si somos ca-
paces de elogiar a nuestros adversarios más duros por su im-
portante labor, las cosas no pueden estar tan mal”. ¿Comu-
nicación franca? Nada más lejos. En vez de ella, ese seductor
canto de las sirenas en forma de elogios.
De este canto puede decirse que sus fuerzas llegan a ser
tanto más seductoras cuanto más secretas sean y mejor escon-
didas estén. Quien ha caído en su trampa está a la vez enton-
tencido y avergonzado. Y eso que las sirenas no se limitan sen-
cillamente a despedazarlo a uno, sino que además le hacen
burla por haber escuchado sus melodías sin resistirse a ellas.
En el elogiado siempre hay vergüenza. Porque se ve a sí mismo
en situación expuesta. Porque la vergüenza es la penosa sensa-
ción de haberse quedado al descubierto sin estar preparado pa-
ra ello. Es un hecho: el elogio avergüenza.
Con cuánta persuasión seduce el canto de las sirenas en
forma de elogio lo muestra el hecho (que podemos ilustrar
con ejemplos clásicos) de cómo su música, recordándonos
nuestra infancia, nos llena de una aspiración sin sosiego posi-
ble; cómo nos hace desear afanosamente no un resultado de
nuestra acción, pues se diría que lo pasa por alto, sino más
92
Elogiar, un cinismo de los dominadores

bien el anhelado elogio: hasta el punto de que su objeto termi-


na siéndonos casi indiferente. Séneca lo expreso admirable-
mente: “No se elogia tales cosas porque sean deseables, sino
que se las desea porque se las elogia”.
¿Y en la vida profesional? En ella, la racionalidad del resul-
tado del trabajo desaparece frente a la posible aprobación de
alguna autoridad. La consecuencia es la desesperante “cultura
de la presentación” de tantas empresas. Ya no es el asunto lo
que importa, sino que le guste al jefe. Y, entonces, la esperanza
del elogio es lo que motiva las numerosas “actuaciones especia-
les” que se reservan para el jefe. Hasta que este, un día, recibe
al colaborador con la cínica pregunta: “¿Cree usted que su tra-
bajo podría gustarme?”

El campeonato de los marrulleros

A quien motiva elogiando le castigan anunciándole éxitos. Esto


podría ser aún aceptable en el caso de que así quedara satisfecha
la dependencia del elogio en los individuos, pero por lo demás
se consiguiera aguijonear a los colaboradores para que alcancen
los objetivos con más rapidez y eficiencia. Pero el peligro de
que los éxitos anunciados sean falsos es grande: puede tratarse
de timos de todo tipo que juegan con los rótulos, las estadísti-
cas, las genialidades repentinas, o de un activismo errático de
efectos inconstatables. Al descubrir el truco, el jefe que ha ido
repartiendo elogios lamenta ahora, profundamente insultado,
el egoísmo y la trapacería de sus colaboradores... teclas que él
mismo, un momento antes, quería tocar en su propio beneficio.
¡Mala suerte en el campeonato de los marrulleros!
En el fondo de todo esto adivinamos la absurda suposi-
ción de que pequeños ambiciosos, deseosos de elogios y bien
conscientes de cómo hacer carrera, persiguen objetivos en
gran parte idénticos a los de la empresa. Quizá esto pueda
aplicarse al principio, pero... una vez que unos cuantos éxitos
les hayan sido elogiados, la situación se invierte por comple-
to: el ambicioso utiliza la empresa para labrarse un perfil pro-
93
El mito de la motivación

pio. Todo es ahora para él un material con el que presentarse


a sí mismo forzando el aplauso general. Las consecuencias
que de ello se derivan para la empresa son dudosas en el me-
jor de los casos.

Monopolistas de la interpretación

La reflexión precedente nos proporciona ahora un nuevo enfo-


que: resulta claro que el elogio está siempre precedido de un
proceso valorativo que, al juzgar una prestación o un compor-
tamiento, no está referido propiamente a la persona como tal,
sino a algo que ella ha hecho. De ahí que pueda reconocerse
claramente un carácter de objeto de intercambio: elogio a
cambio de prestación.
Con ello se relaciona íntimamente una característica esen-
cial del elogio: el hecho de que siempre está afirmando que exis-
te un monopolio de la interpretación. Esto es, tenemos a alguien
autorizado a decir qué está bien y qué es lo correcto, y a otro
obligado a aceptar que este juicio se le aplique. El elogio es una
categoría jerárquica. Se elogia de arriba abajo (por lo demás,
igual que ocurre con el silencio, solo que en sentido contrario:
se mantiene silencio de abajo arriba). Así, el elogio determina
un “arriba” y un “abajo”, dicho crudamente: una relación amo-
esclavo. Schiller lo dice en Gang nach dem Eisenhammer: “El
conde elogiará a su servidor”.
Y el elogio, es más, no solo lleva indirectamente a ser jefe,
sino que también se lo utiliza activamente para alcanzar posi-
ciones superiores. Van Leyden, el personaje de Peter Sloterdijk,
dice con agresivo empuje: “Me pregunto quién se arrogará el
derecho de juzgar allí donde solo tiene permiso para mirar.
Pues juzgar significaría proclamar la aspiración de que se está
por encima...” Así hay cartas laudatorias de amplia distribu-
ción que a quien “ensalzan” es ante todo al que las escribe. Y a
todos —aparentemente— les llegará algo de aquello. Y así hay
jefes que por esta razón (y de manera más intuitiva que cons-
ciente) tienen siempre el brazo ligeramente alzado, listo para
94
Elogiar, un cinismo de los dominadores

una carantoña en la mejilla, y la boca ya con el halago bien


preparado. Es cosa sabida: el esclavo hace al amo.

En alemán esta relación está recogida en el verbo be-lobi-


gen, en el que aparece todavía con claridad que la comunica-
ción se establece en dirección “de arriba abajo”, ya que el prefi-
jo be– suele describir un “desde, hacia afuera”. Según esto, el
elogio viene de arriba, de una benévola posición paternal que
se dirige a un niño dócil que lo recibirá agradecido.
También el lenguaje corporal expresa este poder unidirec-
cional: en el gesto de la “palmada en el hombro”. Suele signifi-
car “reconocimiento”, y sin embargo no deja de ser, expresa-
mente, un golpe, un gesto de arriba abajo. Simboliza poder
(¿da usted palmadas en la espalda a su jefe en señal de recono-
cimiento?). La palabra inglesa stroke ha mantenido el doble
significado de elogiar verbalmente y de palmear la espalda no-
verbalmente: por una parte, significa “acariciar” con ternura;
por otra, también significa “golpear, enojar”.
Elogiar a un superior jerárquico tiene, por tanto, un matiz
irritante. Es percibido como algo despectivo e insolente. “Aquí
hablo yo, aquí elogio yo”.
95
El mito de la motivación

El elogio, por tanto, se basa esencialmente en dicha unila-


teralidad y asimetría de la relación. Produce relaciones pater-
no-filiales, creando —también, y especialmente, en las empre-
sas— legiones enteras de niños sin autonomía dependientes
del elogio: irresponsables, con carencias notorias, adaptados.
¿Son estos los emprendedores que todo el mundo busca? ¿Es
esta la excelencia que va a asegurar y afianzar nuestra posición
competitiva con su espíritu pionero y su creatividad?
Al contrario: ¡el elogio impide la excelencia! Quien depen-
de del elogio se esforzará solo hasta el momento en que obten-
ga lo que busca. Se esforzará hasta alcanzar la “barrera del elo-
gio”. Y tomará como criterio de su excelencia el elogio del jefe
y, con él, sus criterios valorativos.
¿Puede una empresa contentarse con eso? Así jamas ha na-
cido nada extraordinario. Solo quien presta su completa aten-
ción a un asunto, quien entusiasmado pone manos a la obra
sin que lo distraigan posibles elogios tiene derecho a que se le
califique de “excelente”. Hablamos, pues, de aquellos que, sin
depender de la aprobación ni del rechazo, emprenden una
marcha briosa y resuelta y no necesitan hacer que los elogien.
Estas personas que se entregan de lleno a su tarea (y no los
acróbatas que actúan para hacerse su perfil) son los verdaderos
pilares de la empresa.
Mucho más preocupantes todavía son, con todo, los efec-
tos que el elogio ejerce sobre el individuo. Pues al depender de
algo resulta fácil perder el equilibrio. Da igual lo maduros que
podamos ser: si las personas miran con franqueza en su inte-
rior, muchas encontrarán que desean una instancia materna o
paterna que las mantenga y proteja (una de las razones por las
que tantos superiores aplican sin más en la dirección de sus
equipos los principios de la educación infantil). Desde la in-
fancia, muchas personas llevan dentro la necesidad insatisfe-
cha de que otros les den fuerzas. Por fuera, bien puede su con-
ducta hacer creer que se trata de personas maduras en muchos
aspectos. Y, sin embargo, nunca han conseguido aceptar un
hecho decisivo de la existencia humana, a saber: que el centro
de gravedad de una persona no está en ninguna parte más que
96
Elogiar, un cinismo de los dominadores

en sí misma. Muchos, tácitamente, esperan de su entorno que


les proporcione lo que ellos, equivocándose, creen no poseer
por sí mismos: confianza en sí mismos, en el sentido más ver-
dadero de la expresión; la fuerza vital del auténtico yo. En la
dirección contraria, el elogio educa para sentirse sin fuerza.
Si estos sentimientos rigen nuestra vida, determinando
nuestro modo de existir y convirtiéndose en el impulso decisi-
vo de todos nuestro actos, entonces nunca seremos indepen-
dientes. Aquel cuya vida esté regida por estos principios sufri-
rá, en el sentido estricto del término, un trastorno de su
personalidad que le hará depender pasivamente de algo, uno
de los trastornos psíquicos más frecuentes en nuestra cultura
tecnológica. Lo que M. Scott Peck dice acerca de la dependen-
cia de la persona amada puede aplicarse también al elogio: “Es
lo peor que usted puede hacerse a sí mismo. Sería mejor para
usted ser adicto a la heroína. Mientras le quede alguna, la he-
roína nunca le abandonará y siempre le hará feliz. Pero si us-
ted, en cambio, espera de otra persona que le haga feliz, su de-
cepción será inexorable”.
Quizá más de uno considere esto una exageración. Una
cosa es segura: quien esté en condiciones de elogiar a alguien
estará autorizado también a hacerle reproches. Y quien sea de-
pendiente del elogio de otros vivirá con la continua angustia
de no recibirlo. Siempre saldrá perdiendo: si no llega el elogio,
perderá su autoestima; si llega, perderá su respeto a sí mismo,
ya que ahora depende del juicio ajeno y su seguridad es “de-
pendiente”, como ocurre con la seguridad infantil.
En su avidez de que el entorno les aplauda, muchos van
haciéndose mayores, pero nunca adultos.

Elogio de ida y vuelta

¿Hay que evitar el elogio? En primer lugar, era importante pa-


ra mí destacar que el elogio tiene varios significados. Yendo
más allá, también sería perfectamente posible discutir sobre el
elogio con los colaboradores, ajustar expectativas, no aceptan-
97
El mito de la motivación

do sin más su deseo de elogios, sino fomentando que tomen


conciencia de la situación. Sin duda, conforme a sus condicio-
namientos educativos y a la tradición, muchos de nuestros co-
laboradores esperan que su superior les elogie, incluso cuando
ello les obligue a una infantil actitud adaptativa. Les invadirá
la inseguridad cuando se vean frustradas sus expectativas, sus
esperanzas de elogio. El elogio, por lo menos, deja clara una
cosa: que el jefe está de acuerdo. Y, por lo tanto, es mejor que
una reacción inexistente o poco clara. Además, podría objetár-
senos que la cuestión siempre depende del modo y el tipo del
elogio: una cosa es que el jefe, sin más pretensión, encuentre
algo “fenomenal”, y otra cosa distinta ocurre cuando cualquier
afirmación proporcionada queda como recubierta por una me-
laza entontencedora porque el jefe quiera elogiar a toda costa o
someter al halagado a una verdadera exhibición pública.
Repito, ya que para mí es importante ser bien comprendi-
do: en el contexto de las superioridades y subordinaciones je-
rárquicas, incluso el más magnánimo gesto está bajo sospecha
de albergar una intención manipuladora. Eso no podemos eli-
minarlo de la discusión remitiéndonos a la existencia del elo-
gio “sincero”. Pues la valoración que hagamos del elogio de-
pende siempre de las condiciones del entorno. En las
empresas, por regla general, el elogio se usa como compensa-
ción o como táctica. Solo unas pocas relaciones superiores-co-
laboradores son tan simétricas y abiertas que hacen posible un
elogio auténtico, libre y no-manipulador. Y aún eso es poco
más que un espejismo bajo un sistema de poder. Solo cuando
—a la inversa— el colaborador esté en condiciones de elogiar
también a su superior (y sin que este, por su parte, se vea obli-
gado a concebir la sospecha de que se trata de un elogio estra-
tégico), solo entonces podríamos considerar el elogio como
una forma de atención positiva, de la cual todos estamos tan
necesitados, sin anzuelos ocultos. Así, puede valer esto como
regla: ¡Elogia solo cuando el elogio pueda realmente ser de ida y
vuelta!
Pero tampoco importa tanto: el elogio es y seguirá siendo
second best. En su lugar, me gustaría proponer otra manera de
98
Elogiar, un cinismo de los dominadores

actuar, para la que “reconocimiento” y “tomar en serio” resul-


tan seguramente denominaciones aún imprecisas y provisio-
nales.

Percepción, dedicación, deferencia

El primer mandamiento del reconocimiento suena más bien


trivial: ¡compartir las alegrías ajenas! Alegrarse por el éxito del
colaborador. Y expresarlo abiertamente, con gestos corporales
y faciales... algo que les resultará difícil a esos directivos que
experimentan el éxito de sus colaboradores como una amenaza
para su autoridad jerárquica.
El segundo mandamiento es independiente de los logros
alcanzados. Dice así: ¡percibir al colaborador! Muchos colabo-
radores comparten la sensación de que no se les ve, no se les
percibe, la sensación de que en la práctica se les “pasa por al-
to”. Sus propuestas e iniciativas no encuentran eco alguno. El
superior apenas demuestra alguna reacción ante su mera pre-
sencia, o bien solo una reacción ligerísima que además casi le
distrae de esas “cosas más importantes” que está intentando
hacer en ese momento. “El reconocimiento es una planta que
crece sobre todo en las tumbas”, escribió Robert Lemke.
Captar la reacción del otro, mantener el feedback... nadie
lo ha expresado con palabras tan sencillas y claras como las de
Botho Strauß: “Vas detrás de alguien que tú sientas que ha
percibido que existes. Alguien a quien le hayas parecido algo
tan serio. Por lo demás, siempre someras miradas de mala fe,
crepitantes chispas de un observar impreciso. Aun así, ser per-
cibido: ahora sientes como un apacible desahogo ese proceso
inexorable que ya ha empezado su curso para agotar, vaciar,
consumir las fuerzas de tu persona”.
El “reconocimiento” y la “atención positiva” se exteriori-
zan, además, por medio de la gentileza y la deferencia, aplica-
das como principio y de modo permanente. Se exteriorizan
por medio de la dedicación, verbalmente y no-verbalmente, por
medio de un interés real por los colaboradores, en el sentido de
99
El mito de la motivación

“estar entre” (latín: inter esse), por medio del carácter amistoso
del contacto cotidiano.
Tal actitud de gentileza y dedicación no debería —lo repi-
to— estar ligada a condiciones relativas al rendimiento ni
tampoco tomar como referencia un logro concreto y elogiable
del colaborador, sino que debe aplicarse a la persona como tal;
debería serle ofrecida a todos los colaboradores. Por la única y
exclusiva razón de su “existencia” como miembros de la comu-
nidad empresarial.
Hoy en día, solo unas pocas personas podrán concebir la
idea de que tienen un derecho a que se les preste atención po-
sitiva, a recibir deferencia y reconocimiento, y no porque ha-
yan “hecho” esto o lo otro, sino solo... por estar “aquí”. Para
mostrar esta aspiración humana, Hans Jonas ha recurrido a la
imagen arquetípica del niño recién nacido dirigiendo a su en-
torno un irrecusable llamamiento para que le preste atención y
se encarge de él.
“Bien, bien”, oigo decir a más de un lector; “pero ¿eso tam-
bién para el trabajo diario?” Yo mismo pude experimentarlo
en una ocasión. Acababa de entrar hacía unos meses en 3M
Alemania, y una tarde, tras un largo y agotador día de reunio-
nes, estaba sentado en la sauna junto a un superior “muy por
encima de mí” en la jerarquía. Casi de pasada, me hizo esta
observación: “Me alegro de que esté usted entre nosotros”.
Muchos elogios los he olvidado. Pero estas palabras, no.

100
Introducción

Capítulo 9

Los sistemas de incentivo


como juegos de suma cero

La práctica de los incentivos en las empresas


produce la enfermedad que ella misma
cree curar

El color del dinero

“¡Porque todo corre tras el dinero, todo depende de él!”


(Goethe). “Los 100 managers que más ganan” (una revista de
economía). “How to win the money game” (un best-seller).
“La disposición para el rendimiento es única y exclusivamente
una cuestión de cuánto se paga” (un empresario).
Uno podría llevarse ya la impresión de que a los hombres
de éxito les mueve siempre lo único: el dinero. El dinero mueve
el mundo. Y cualquiera hace cualquier cosa por él (lo cual su-
pondría de hecho la solución del enigma: no habría más que
pagar sueldos más elevados al personal improductivo, y ya les
tenemos saltando de un resultado récord al siguiente).
Pero resulta que las encuestas, con tendencia creciente,
confirman justo lo contrario. Según ellas, disfrutar y divertirse
trabajando, desarrollar una actividad variada y que nos plantee
retos, trabajar determinándose uno a sí mismo, recibir una
101
El mito de la motivación

formación, o bien perfeccionar la que se posee, y contar con


una dirección participativa son, en todos los casos, factores
mucho más importantes que una retribución atractiva.
Pero independientemente de las modas en la dinámica de
los valores: que el dinero tiene solo un efecto mínimo como
“motivador” es una verdad de perogrullo de la psicología in-
dustrial. El tiempo de vida media “motivadora” de un aumen-
to de sueldo es de 48 horas. Solamente bajo las condiciones del
periodo que se extendió desde la posguerra hasta bien avanza-
da la década de los 70 podía tomarse como punto de partida
que, en virtud de la latente demanda reprimida de bienes ma-
teriales, las personas tendían a dejarse “mover” con dinero. Y
esta condición se viene abajo hoy en día, cuando, a principios
del siglo XXI, las necesidades materiales de los países occidenta-
les industrializados se hallan cubiertas más que de sobra.
Para que no se me malentienda: todos quieren ganar mu-
cho. No estoy diciendo que por medio de dinero no se pueda
animar a las personas —por lo menos a medio plazo— a hacer
un esfuerzo adicional. Y muchos managers que precisan éxitos
a corto plazo se agarrarán a ello como a un clavo ardiendo. De
aquí puede sacarse un refrán: en el mejor de los casos, el clavo
ardiendo de la acción motivadora se apagará siempre muy pronto
(y las más de las veces es otro quien cargará después con las
consecuencias). Ahora bien: muchos indicios apuntan a que
—más allá de tantas tesis como continuamente aparecen sobre
el cambio de valores— el dinero está dejando cada vez más de
ser suficiente para compensar a largo plazo los déficit de senti-
do, la ausencia de espacio libre y una desmotivadora cultura
empresarial. Apenas queda hoy ya quien venda su tiempo a
cambio solo de dinero.
Los mensajes que recibimos de la investigación empírica,
sin embargo, no son uniformes. Y seguirán sin serlo. Los valo-
res, los estilos de vida, las corrientes sociales se han vuelto frag-
mentarias. Vivimos en una sociedad de múltiples opciones, tal
como la ha llamado John Naisbitt; una sociedad en la que los
individuos, los grupos y las corrientes no dejan de diferenciar-
se progresivamente, creando así una “nueva incomprensibili-
102
Los sistemas de incentivo como juegos de suma cero

dad” que no solo causa quebraderos de cabeza a los estrategas


de márketing de las empresas. El éxito y el empuje de empresas
sin ánimo de lucro como Greenpeace, Amnistía Internacional,
la Cruz Roja, diversas instituciones eclesiásticas y, ante todo, la
enorme organización y capacidad asociativa que exigen los de-
portes populares muestran que la cuestión no es únicamente el
dinero: los participantes trabajan como voluntarios o a cambio
de retribuciones comparativamente bastante bajas... pero con
resultados excelentes no pocas veces.
Por supuesto, las empresas de negocios no son clubs de na-
tación, ni siquiera son algo como la Cruz Roja. Y aun así segui-
mos teniendo que plantearnos si aquellas no podrán aprender
todavía algo de estas. Como poco, esto: el rendimiento no
puede comprarse solamente con dinero, y hoy menos que
nunca. El dinero quizá atraiga a muchos, pero no “motiva” de
forma duradera para elevar el rendimiento. Si una empresa no
está a la altura del trabajo que desean sus empleados, un traba-
jo más lleno de sentido y de resultados reales, más divertido,
serán justamente los mejores colaboradores los que se marchen
de ella. Así es: los colaboradores más valiosos suelen estar en
condiciones de cambiarse a la competencia en cualquier mo-
mento. Los que se queden serán, por el contrario, aquellos a
los que ninguna otra empresa pagaría tanto por lo que están
dispuestos a hacer y son capaces de hacer. De ello se deduce:
una buena retribución puede llegar a ser incluso factor de una
selección negativa de los colaboradores (aunque esto no “tenga
razón” aplicado a otros ámbitos, muy amplios, de la empresa).
Un indeseado efecto selectivo, que favorece justamente a los co-
laboradores con “la comodidad personal y el ocio como valo-
res supremos”. Los que dicen que el dinero es la única solu-
ción no tienen solución.

La motivación como instrumento de poder

El nuevo manager tendrá que saber aceptar a la vez varias


verdades que, aparentemente, se contradicen entre sí. Ya el
103
El mito de la motivación

físico atómico Niels Bohr señalaba que ninguna teoría es la


única exacta. Sin embargo, la voluntad directiva que intenta
dominar la motivación de los colaboradores elimina la
complejidad de lo real en su afán de conseguir “comprensi-
bilidad”. Quien piensa linealmente está obligado a inven-
tarse realidades simples, libres de contradicción, para po-
nerse en condiciones de actuar linealmente. Solo eso parece
asegurar el poder.
ció fi-
ca oni
n
B

De este modo, en una sociedad de relatividad valorativa y


con tan extremas diferenciaciones, cobra nueva, incluso dra-
mática actualidad la antiquísima fuente de esos mecanismos
estimuladores que se autorregulan: la idea, desagradable en al-
guna medida, de que existe en el colaborador una motivación
ininfluenciable, brusca y caprichosa. Una motivación que pa-
rece escaparse a la influencia del directivo y, con ella, a toda
calculabilidad. Y cuando alguien intenta cubrir esta variable
incalculable e inconstante con una red de estímulos conduc-
tuales, eso es poco más que un intento de racionalizar lo irra-
cionalizable y hacerlo controlable. Un intento que nace del
104
Los sistemas de incentivo como juegos de suma cero

miedo a perderse en la jungla de lo individual y lo imprevisi-


ble, en el caos que, de alguna manera, nos amenaza.
Para garantizar que la situación sea calculable y manejable,
estas personas acuerdan unas simple truths, algo que asegurará
una motivación duradera y que, claramente, todos buscan: el
dinero. El presupuesto es este: la motivación puede comprarse.
Pero en esta época turbulenta, en la que se acelera el ritmo de
las transformaciones y coexisten juicios de valor divergentes
unos junto a otros, justo un modo de pensar como este, supues-
tamente “pragmático”, puede resultar dañino para las empresas.
Y si aun así, con el mismo o incluso con mayor afán todavía,
sigue recurriéndose a la “acreditada” receta de ofrecer dinero,
eso ocurre porque subsiste el deseo de tener poder sobre/a tra-
vés de la motivación de los colaboradores. Cuanto más deso-
rientada se halla la mentalidad del factótum ante la compleji-
dad del presente, más perentorio y enérgico resulta el recurso a
lo aparentemente “acreditado”. El recurso al dinosaurio de la
acción propulsora: los sistemas de bonificación.

Todos quieren lo único

Hasta ahora hemos venido hablando más bien sobre las inter-
pretaciones y los presupuestos que constituyen la base de un
modo de pensar, pero ahora examinaremos las estructuras ma-
teriales correlativas de estas ideas. Los sistemas de bonificación
son la forma mecánico-institucional que toma el deseo de do-
minar y manejar la motivación de los colaboradores. No habrá
duda de que, en todas partes, la era del taylorismo está tocan-
do a su fin, pero con los sistemas de bonificación sigue exis-
tiendo una confianza incansable en la imagen mecanicista del
ser humano: son recetas mágicas de una acción motivadora
entendida como algo matemático, y pretenden engatusar de
modo manifiesto. Su presuposición incuestionada es que la
persona es un “aparato estímulo-respuesta”.
Y, sin embargo, los sistemas de bonificación no hacen nin-
guna diferencia entre los distintos colaboradores al verter so-
105
El mito de la motivación

bre ellos sus seducciones y castigos. ¿Ya hemos atrapado otra


vez a los mecanismos de bonificaciones jugando a la gallina
ciega? En efecto: los directivos aprieta-tuercas mediante boni-
ficaciones se asemejan a niños jugando a la gallina ciega, como
si anduvieran con los ojos vendados dando golpes sin control
por aquí y por allí con la esperanza de que en el colaborador-
gallina en el que acaban de pegar exista la debida necesidad de
dinero. Olvidan —en su afán de “comprensibilidad”— el sim-
ple hecho de que el perfil incentivador puramente económico
y el perfil de las necesidades individuales suelen divergir consi-
derablemente. Y para saberlo no hace falta remontarse al tan
citado cambio de valores, sino que ¿quién se sorprenderá de
que los colaboradores, en razón de los diversos motivos de ca-
da uno, no reaccionen de la misma manera frente a los instru-
mentos de canalización de la empresa? Esto sería, sí, muy la-
mentable, si los sistemas de bonificación no consiguieran más
que buenos resultados (o sea: motivación) en las personas que
reaccionan frente a ellos de manera positiva (posibilidad que tra-
taremos de examinar más adelante). Pero en aquel al que deja
frío el reclamo de su jefe al agitar el billete, un sistema de in-
centivos que él sienta que no se “ajusta” a su personalidad ten-
drá costosísimas consecuencias: desarrollará todo tipo de con-
ductas retraídas, así como un marcado desasosiego. Y, cuando
menos, una desidentificación gradual con el trabajo y con la
empresa.

Un castigo “negativo” basado en la sospecha

Lo que sigue nos va a llevar a la zona candente de mis reflexio-


nes. No todos querrán seguirme hasta allí... hasta el núcleo de
lo que significan los sistemas de incentivo. Hagamos memo-
ria: el origen de toda acción motivadora es la sospecha. Y esta
sospecha dice: “Si yo no tengo la posibilidad de retener algo de
tu dinero, tú no trabajarás con todas tus fuerzas”. Con ello se
está presumiendo que también el colaborador retiene una par-
te de su posible rendimiento laboral, de modo que surge un
106
Los sistemas de incentivo como juegos de suma cero

déficit motivacional entre el rendimiento real y el rendimiento


posible de su trabajo. La acción motivadora se inventó para
cubrir este déficit. Representada gráficamente, la situación vie-
ne a ser así:

Rendimiento real Déficit motivacional

0% Rendimiento acordado 100%

Y es justo por este gráfico como se orienta quien planea las


bonificaciones. Una escasez fingida: se crea una situación de
carencia que debe estimular al trabajador a hacer especiales es-
fuerzos. Se establece conforme al plan empresarial un sueldo
que corresponde al cien por cien del rendimiento laboral acor-
dado; a continuación, se le sustrae una parte de los ingresos,
que queda identificada como “parte variable de la retribu-
ción”. Así, el bonus es en realidad un malus que para disimular
se viste lingüísticamente como “bueno”, lo cual suena mejor
(pues ¿a quién le gustaría un “sistema de penalizaciones”?).
Si lo expresamos con el mismo gráfico anterior, queda así:

Fijo Bonificación

0% Retribución debida 100%

Con ello se ve a plena luz la lógica del sistema bonifica-


dor: en esta variante, la bonificación no es otra cosa que una
retención a cuenta por desconfianza, una penalización basada
en sospechas, encubierta previamente y, como si dijésemos,
negativa. “Ingresos dependientes del rendimiento”, se dice.
“Ingresos dependientes de la desconfianza”, es lo que se pien-
sa. La expresión dice: “No te creo cuando dices que quieres
aportar el rendimiento laboral acordado. Pero si respetas el
acuerdo, tendrás todo tu salario. Si no, te estarás perjudi-
cando a ti mismo”.
107
El mito de la motivación

Uno de los fallos esenciales de la dirección es que con es-


ta bonificación-palo se destruye el compromiso adquirido
consigo mismo por el colaborador para cumplir los objetivos
acordados. Pues, en el oculto plano de lo social-psicológico,
la penalización basada en sospechas tiene no efectos motiva-
dores, sino precisamente desmotivadores. Hay que partir de
que los colaboradores, por propia decisión, se emplean a fon-
do, con disposición al rendimiento y capacidad para tomar
acuerdos (y esto solo lo niega la penetrante forma de mirar
de la desconfianza). Pero, entonces, la bonificación sería ab-
surda y contraria a la exigencia individual de un pago justo.
Por ello, en la conciencia del colaborador la parte de la boni-
ficación pertenece por completo a su salario, y ¡a quién no le
parecerá denigrante correr tras una porción salarial a la que
en toda justicia tiene derecho! El difuso revanchismo conse-
cuencia de este menosprecio es algo de lo que aún he de ha-
blar.

¿Es calculable? ¿Es justo?

Hace años que las encuestas realizadas entre colaboradores cer-


tifican que más del 95% de ellos califican de “alta” su moral la-
boral. Así, resultaría completamente absurdo por parte del
managemet querer poner en duda estas cifras o incluso indicar
en el colaborador una carencia de disposición al rendimiento.
En la situación del mercado confluye una suma tan inabarca-
ble de variables, que solo rarísimas veces puede conseguirse
aislar el factor “disposición al rendimiento” en el caso, por
ejemplo, de una disminución en el volumen de negocio. El co-
laborador tenderá siempre a percibir una injusticia cuando no
alcance el salario conforme al plan empresarial (es decir, el fijo
más la bonificación), siendo totalmente irrelevante que el ma-
nagement sea de otra opinión al respecto. Aunque la parte va-
riable de la retribución se calcule con toda exactitud, siempre
quedará en ella cierto déficit de legitimación, una inseguridad
que después se intenta “parchear” echando mano de bonifica-
108
Los sistemas de incentivo como juegos de suma cero

ciones de garantía, bonificaciones fijas, bonificaciones míni-


mas, pool de bonificaciones, bonificaciones reconocidas adi-
cionalmente, etc. Cualquier “pago a posteriori” caerá en saco
roto. De ninguna manera impedirá que los beneficiados pien-
sen que se les está dando lo que se les debe, al tiempo que se
quejarán por que les parece arbitrario el cálculo de la cuantía
de las bonificaciones.
Por otra parte, existen empresas que no solo recompensan
los rendimientos de ventas, sino también el cumplimiento
exacto de las previsiones. En estos casos, la cuota de participa-
ción en las ganancias puede ascender rápidamente hasta alcan-
zar el hito del 100% para quienes hayan cumplido lo planea-
do. Pero esto presupone que las condiciones marco de las
actividades no cambiarán durante el transcurso del periodo
planificado, lo cual recuerda a las premisas ceteris paribus de
los economistas nacionales: es hacer como si no existieran en
absoluto turbulencias en el mercado. Y hoy, sin embargo, en ra-
zón de la permanente fluctuación de las condiciones del merca-
do, resulta corriente que solo dos semanas después de haberse
diseñado los planes de bonificación, los datos del pronóstico
hayan sufrido una transformación tan profunda, que desapa-
rece así la condición fundamental de los sistemas bonificado-
res: la calculabilidad del rendimiento.
Así —por nombrar un ejemplo tomado de las organizacio-
nes de distribución—, el punto de partida, de una u otra ma-
nera, suele seguir siendo este: tenemos unos mercados regio-
nales que se corresponden con los límites de nuestras áreas
comerciales; por lo tanto, la gestión de ventas puede asignarse
individualmente con exactitud. Pero las redes comerciales que
actúan en ámbitos suprarregionales convierten esto en pura
ilusión. Asimismo, la creciente influencia internacional de las
llamadas ventas fuera de la frontera reduce a la nada el requisito
de cualquier retribución variable: la correspondencia indivi-
dual y directa entre rendimiento y volumen de ventas.
Dos equipos de servicios externos de la misma empresa de
tecnología médica se hacían la competencia recíprocamente
debido a la regulación de las bonificaciones: el equipo A, que
109
El mito de la motivación

distribuía dentro del hospital a precios inferiores, quería seguir


ocupándose de los antiguos médicos hospitalarios que se habían
establecido por su cuenta. El equipo B, que visitaba a los mé-
dicos establecidos por su cuenta ofreciéndoles precios supe-
riores, quería asegurarse las nuevas cuotas de bonificación
trayendo a su redil a estos otros médicos... Y los médicos —
con lo que la situación se hizo crítica— comenzaron a jugar
todos de común acuerdo.
Así son las cosas: al imponer un sistema de bonificación
siempre se tendrá mala conciencia. Porque da lugar a inmen-
sos problemas de justicia. Porque rara vez podrá diseñarse una
descripción de objetivos adecuada y que refleje con suficiente
detalle la complejidad del mercado. Esta constatación se halla
en manifiesto contraste con la opinión de muchos managers,
que —al contrario— ven el “pago por objetivos” como algo
particularmente justo: “Cuando aportes tu rendimiento, ten-
drás tu dinero. Si no lo aportas, ganarás menos en esa misma
proporción”.
En principio, esto suena plausible, suena a juego limpio, al
principio de rendimiento, a economía de mercado: y, sin em-
bargo, lo único que consigue es calmar en cierto grado una sed
de venganza. La necesidad arcaica del ojo por ojo se cuenta en-
tre los elementos que constituyen y mantienen el poder en las
culturas primitivas. Y tiene la inmensa ventaja de que el casti-
go se autorregula de modo mecánico: ¡el improductivo se cas-
tiga a sí mismo! Y eso proporciona al agraviado completa satis-
facción.
Pero lo que así se está creando es una sensación falsa de
justicia. Tales sistemas punitivos autorregulados ponen al “de-
lincuente” fuera de la ley sin contemplaciones... y se conten-
tan con ello. Empiezan por no preocuparse en absoluto del in-
trincadísimo contexto causal que forman el mercado, su
coyuntura, los precios, el producto, la competencia, la política
directiva, y reducen toda esta complejidad a un único paráme-
tro: la disposición al rendimiento del colaborador. No inten-
tan averiguar causas. No dan soluciones. Tan solo empeoran
los problemas que se supone deberían solucionar.
110
Los sistemas de incentivo como juegos de suma cero

De este modo, en un complejísimo comportamiento del


mercado, no se desarrolla con los colaboradores una relación
basada en la responsabilidad, sino que se los “castiga”. No es
que sea una equivocación. Pero tiene sus consecuencias. Pues
cuando se pone a alguien fuera de la ley, él querrá por su parte,
y con seguridad mecánica, poner fuera de la ley a ese “otro”, al
“sistema”. Por más técnicas de penalización que puedan llegar-
se a inventar, siempre serán vistas como algo injusto. En el
más estricto de los sentidos, jamás será demostrable la “rela-
ción directa” entre rendimiento y facturación, el princpio
constitutivo de todos los planes de bonificación. La conse-
cuencia es el tantas veces cantado blues de la justificación.
Desmotivación y deseos de revancha.

Una “ventaja”: costes flexibles

Se ve y no se cree: managers que soportan impasibles las nego-


ciaciones más maratonianas y a los que no hay manera de dar
gato por liebre no prestan la más mínima atención al núcleo
irracional de los sistemas bonificadores. Inclinan la cabeza an-
te las absurdas contradicciones de tales mecanismos, una carta
magna de la desconfianza. Pero los estrategas tampoco están
completamente convencidos de que con el descuento salarial
por desconfianza hayan encontrado la tuerca correcta para po-
ner en funcionamiento al colaborador, pues en tal caso nadie
se quedaría ya nunca —en primer lugar— por debajo de los
objetivos previstos, es decir, siempre se cumpliría con la previ-
sión, y —en segundo lugar— bastaría con darle más dinero a
los colaboradores para que el éxito fuese ya imparable.
Pero lo que convence de la bondad probada de los sistemas
bonificadores, obligando aparentemente a su aplicación, es
una ventaja mecánica de otro tipo, una razón profunda: al no
haberse alcanzado los objetivos previstos (las cifras de ventas,
por ejemplo), los costes salariales también descienden, auto-
máticamente, por causa de la porción no abonada de las retri-
buciones (calmando así —como describimos antes— una re-
111
El mito de la motivación

torcida necesidad de desquite). Desde el punto de vista del


empresario, esto es una ventaja. Pero sigue una lógica que bien
puede calificarse de peregrina. Pues si la retención a cuenta de
una parte de la retribución —tal como se supone— libera de he-
cho energías y actúa con efectos motivadores, entonces unas
cifras bajas de ventas tienen que deberse más bien a la influen-
cia de otras magnitudes del mercado, influencia de la que, por
regla general, apenas podrá responsabilizarse a los colaborado-
res.
Pero precisamente aquellos que tienen en su retribución
una elevada cuota variable son los que tienen que pagar el
pato y hacerse cargo de los gastos... con parte de su sueldo.
Al disminuir el volumen de negocio, los costes de personal
descienden también, ya que el riesgo empresarial recae ahora
sobre los colaboradores. Y más aun: un problema de previ-
sión social se cierne sobre esos mismos colaboradores que
durante su vida profesional han recibido en proporción alta
bonificaciones variables dependientes del rendimiento, ya
que estas no cotizan para la pensión. ¿Es justo? Cuando me-
nos, cuestionable.

Un castigo “positivo” basado en la sospecha

Como ya se ha dicho: al imponer un sistema bonificador


siempre se tendrá mala conciencia... si no fuera un arma que
se puede emplear de dos maneras:

1. Bonificación (propiamente malus, y no bonus) como


castigo negativo basado en la sospecha, aplicado a
aquellos cuya disposición al rendimiento creemos fingi-
da y a los que amenazamos con rebajar sus ingresos en
caso de que no cumplan los objetivos.
2. Bonificación (en el sentido propio de la palabra) como
castigo basado en la sospecha pero, por así decir, “posi-
tivo”, aplicado a aquellos cuya disposición al rendi-
miento creemos sincera y a los que pretendemos dar
112
Los sistemas de incentivo como juegos de suma cero

oportunidad de que, empleándose más a fondo, ganen


más allá del salario debido.

Representada gráficamente, la situación viene a ser así:

Fijo Bonificación Déficit motivacional

0% Rendimiento acordado 100% 120%

Suena bien: poder ganar más empleándose más a fondo


para rendir mejor. Pero, antes que otra cosa, no se trata más
que de una seducción que sigue un modelo bien conocido. En
primer lugar, se utiliza este sistema para hacer creer que los
sueldos son altos, en el caso de que la situación del mercado de
trabajo obligue a elevar el nivel salarial. En segundo lugar, ve-
mos cómo aquí nos sonríe de nuevo tentadora la cabeza de
Jano del viejo e insensato principio de la sospecha. Su boca ca-
carea: “La realidad es que, si tu quisieras, tu rendimiento po-
dría superar el acordado 100 %. Pero esa parte de tu disposi-
ción al rendimiento te la reservas conscientemente, y solo estás
dispuesto a ofrecerla si te dan una recompensa adicional por
ella”. Por tanto, también este colaborador es en realidad un
mentiroso. Aparenta ser incapaz, y por ello se le impone una
especie de castigo basado en la sospecha, pero “positivo”. Un
soborno conforme al lema: “Si haces además tal o cual cosa
(que en circunstancias normales no estás dispuesto a hacer),
obtendrás esta o aquella recompensa”. De ahí resultan dos po-
sibilidades:

1. Se trata efectivamente de un embaucador, que, al es-


conder conscientemente su capacidad de rendimiento,
tan solo estaba negociando con habilidad para obtener
una ventaja competitiva (de modo semejante a como
ocurría con el antiguo sistema para medir el handicap
en el tenis). En la obra del profesor de Harvard
Thomas v. Bonona, podemos leer así la cuestión:
113
El mito de la motivación

“Cuando usted piense que tiene ya en sus manos una


cuota de mercado del diez por ciento, prometa usted
ocho, ya que su retribución depende de en qué medida
sobrepase la prestación debida, no de lo que haya con-
seguido realmente [y tampoco, en modo alguno, de lo
conseguible, R.S.]. Porque usted no va a dejar que se le
escape ninguna bonificación, ¿no es verdad?” Surge así
el absurdo campo para un juego de disfraces y engaños.
Solo hay que ser espabilado.
2. No es un embaucador, pero podríamos elevar su rendi-
miento. Mediando el estímulo correspondiente, podría
movilizar una especie de reservas para el rendimiento.

En el primer caso, vale el mismo análisis que expusimos


más arriba. En el segundo, tenemos el clásico caso de doping. Y
sobre ello diremos más en el próximo capítulo. Antes, quisiera
mostrar todavía algunas aberraciones que trae consigo la apli-
cación de sistemas bonificadores.

Los mix de productos y sus consecuencias

Está muy extendida la práctica de controlar la evolución co-


mercial de algunos productos agrupándolos en un mix, forma-
do mediante la bonificación de determinados productos o
grupos de ellos. Existen dos alternativas: o bien dividir cuotas
de bonificación entre grupos de productos, en diferentes pro-
porciones según los objetivos fijados (split de bonificaciones);
o bien —un procedimiento mucho más complejo— fijar para
productos concretos, según sus valores respectivos, unos coefi-
cientes que, multiplicados por el volumen de ventas, arrojarán
las cuotas de bonificación (regulación por coeficientes).
No es momento de discutir si la ganancia de control a la
que se aspira con ello no podría conseguirse sobre la base de
acuerdos claros (una idea, en cualquier caso, que parece no
ocurrírsele a nadie). Pero el conjunto se vuelve absurdo cuan-
do, en las sesiones de coordinación, los expertos de márketing
114
Los sistemas de incentivo como juegos de suma cero

se quejan desesperados sobre la pésima situación del mix de


productos, pretendiendo que la dirección de servicios externos
se preocupe también de vender los productos no bonificados.
Al momento se activan nuevos sistemas con el objeto de recu-
perar los espacios de distribución perdidos.
Esta es la consecuencia fatal de la mala acción anterior: re-
sulta directamente esquizofrénico vincular la retribución del
colaborador a la venta de productos concretos, para en seguida
enojarse porque el colaborador entonces se concentra solo en
aquellos productos de los que depende su retribución.
El absurdo llega a ser completo cuando echamos un vista-
zo a la didáctica de los trainings de ventas. En ellos se prescin-
de ya ampliamente de la antigua mentalidad del vendedor in-
sistente, pues en la actualidad se entrena, con derroche de medios
audiovisuales, para los “procedimientos estratégicos de venta”,
el soft selling, el “asesoramiento” y la “fidelización” a largo pla-
zo del cliente, pero sobre todo —un standard de todos los
trainings de ventas— para un análisis sobrio de las necesidades
del cliente durante la entrevista de venta. Pues tales necesida-
des se supone que son el instrumento básico de sondeo para el
profesional de ventas. Así, se proyectan escenas de vídeo en las
que una y otra vez las necesidades del cliente son averiguadas,
confirmadas y finalmente captadas mediante la oferta corres-
pondiente... y a continuación se envía al vendedor al frente
de batalla con el “bonificado” encargo de colocar en el merca-
do tantas o cuantas unidades de tal producto. Y por supuesto
que lo consigue, toda vez que, para subrayar la importancia
de su misión, ha vinculado a ella gran parte de sus retribucio-
nes variables. Ridículo. Y tiene sus consecuencias, ya que ge-
nera cinismo.

Faltas de concentración

Las reflexiones precedentes dejan claro que aquí hay algo que
no encaja: o bien es que los estrategas del training entrenan sin
tener en cuenta la práctica, limitándose a escenificar para el
115
El mito de la motivación

colaborador de servicios externos una ficticia actividad seria y


orientada al cliente; o bien puede resultar que el control de los
mix de productos mediante bonificaciones sea una reliquia,
completamente superada, de la época del hard selling.
Es facilísmo deducir cómo resolverá este dilema el vende-
dor: orientando su acción no a las necesidades del cliente en
primer término, sino a las de su plan de bonificaciones.
Concentrará sus energías en satisfacer las condiciones impues-
tas que garantizan sus emolumentos. Tal es el resultado de los
sistemas de bonificadores: un modo de pensar que intenta
cumplir planes, y no un carácter emprendedor.
Esto recuerda un informe del politburó emitido por
Jrutschov a comienzos de la fase de desestalinización acerca de
la situación de la industria soviética: las fábricas rusas, decía,
habían sido víctimas de las autoridades centrales de planifica-
ción, de sus cifras de producción y de los objetivos fijados, los
cuales dejaban poco campo de acción. Para las fábricas de
muebles, refiere Jrutschov, las cifras de producción habían si-
do dadas en rublos. De no alcanzar los objetivos del plan, se
cernía sobre los directores la amenaza de Siberia (en los mejo-
res casos), o bien de algo peor si mediaban sospechas de ma-
quinación contrarrevolucionaria. Ahora bien: se conseguía
cumplir el plan más fácilmente produciendo sillones hechos
del material más caro posible. En consecuencia, los almacenes
estaban llenos hasta el techo de gigantescos sillones que no ca-
bían en ninguna vivienda social, mientras por todas partes se
carecía de sillas corrientes. Y algo parecido pasaba con las lám-
paras. Faltaban por todas partes, ya que las cuotas de las fábri-
cas de cristal habían sido fijadas por el peso, y el cristal produ-
cido era, lógicamente, muy grueso, inutilizable por tanto para
lámparas.
Pero no nos hace ninguna falta rebuscar en el desván del
socialismo de otros tiempos. Un director de ventas de un gru-
po empresarial organizado en divisiones me contó que, por re-
gla general, cada vez que su gente de servicios externos entraba
en pequeñas tiendas de comestibles del sur de Alemania, poco
faltaba para que los propietarios, nada más ver la tarjeta de vi-
116
Los sistemas de incentivo como juegos de suma cero

sita, los apedrearan y los mantearan: hacía años, los servicios


externos de otra división de la misma empresa habían vendido
a los pequeños comercios cantidades inmensas de esponjillas
de limpieza del hogar (y seguro que cosecharon con ello eleva-
das bonificaciones).
En los Estados Unidos, una compañía aérea intentaba me-
jorar la puntualidad en la salida de los vuelos. Fijando como
criterio el momento en que el avión abandonara la sección de
embarque, vinculó cuotas de la retribución de las tripulaciones
a la obtención de determinados objetivos. En vista de ello, las
tripulaciones hacían embarcar puntualmente a los pasajeros, el
avión abandonaba puntualmente el embarque... y entonces
aguardaban en la pista de espera, muchas veces durante horas,
a que llegara el permiso de despegue. Lo cual, como era de espe-
rar, encolerizaba considerablemente a los pasajeros, encogidos
en los estrechos asientos. ¿Orientación al cliente?
Lo esencial es esto: los sistemas motivadores mecánicos,
como resulta patente, llevan a que los colaboradores se concen-
tren en calcular y manipular la parte variable de su retribu-
ción, en lugar de preocuparse por el cliente y la competencia.
Su energía fluye hacia adentro (al salario), en vez de hacia
afuera (al mercado).
Incluso quienes han empleado sistemas de este tipo duran-
te años se muestran inseguros acerca de sus efectos positivos.
Su experiencia es que las reacciones reflejas adquiridas suelen
aparecer ya al poco de haberse alcanzado en condiciones ópti-
mas el objetivo de las bonificaciones, y la conducta práctica
que resulta de ello no es en absoluto la esperada intensifica-
ción del esfuerzo, sino, por ejemplo, un continuo tomar y de-
jar tales o cuales retenciones, lo cual normalmente termina
convirtiéndose para la empresa en un juego de suma cero. Los
sistemas de retribución por objetivos suelen seducir a los cola-
boradores a ver solo el éxito a corto plazo, para así embolsarse
su buena suma a fines de año o del trimestre.
¡Y si aún pudiera hablarse de “éxitos” reales! Las facturas se
extienden por acuerdo a día 31, para anularlas el día 1. Justo a
finales del ejercicio es cuando todos “agarrarán” lo que pueda
117
El mito de la motivación

agarrarse para tener derecho a disfrutar de las bonificaciones.


El colaborador externo correrá bajo presión a ver a “buenos
amigos” y, presionándolos, les colocará todavía unos cuantos
productos por pura amistad. Los vidrios rotos habrá que pa-
garlos durante el siguiente ejercicio: estancamiento en los pe-
didos, devoluciones, abonos. O también puede ser que, no te-
niendo ya oportunidades de entrar en la categoría top ten de
las bonificaciones, se “ahorre” para el año próximo. Cualquier
vendedor lo sabe: ¡nada mejor que un mal año anterior! Pues,
dado que, efectivamente, estos sistemas penalizarán el año que
viene por el éxito de este año (el 120% de este año será el
100% del año próximo), hay que pintar un futuro lo más
sombrío posible, ya que hay “¡problemas enormes!” en el mer-
cado, nos esperan difíciles fluctuaciones en la competencia...
La cuestión es atrincherarse para que la tuerca de las bonifica-
ciones no siga apretándose hasta el infinito. Los colaboradores
se guardan de vender mucho, ya que ello tendría una influen-
cia desagradable en la discusión sobre las bonificaciones para
el año próximo. ¡El sistema bonificador impide las ventas! Yo
mismo conozco un pequeño departamento de ventas de ins-
trumental médico especializado que lleva ya años poniendo
todo su afán en postergar negocios por esta razón. ¿Retri-
bución orientada a resultados? Como consecuencia, la práctica
ha revelado que, durante el diseño de un sistema de incenti-
vos, el 20% del tiempo aproximadadmente es dedicado al sis-
tema mismo, y el 80% restante a cómo prevenir abusos.
El plan de bonificaciones determina lo que hay que hacer.
Esto origina una tendencia a la indiferencia y el desinterés res-
pecto al cliente, una actitud que luego debe ser contrarrestada
tanto más insistentemente con lemas del tipo “el cliente man-
da”. Quita y pon, y vuelve a quitar. Una comedia bufa.

Adicción a la recompensa

Esto nos lleva a una reflexión de base aún más profunda y que
dentro del mundo laboral adquiere una fundamental impor-
118
Los sistemas de incentivo como juegos de suma cero

tancia: el papel que las expectativas individuales desempeñan


en el comportamiento humano. En tal sentido, conviene dis-
tinguir cuidadosamente entre dos tipos diversos de expectati-
vas individuales. La primera categoría agrupa las nociones que
uno tenga acerca de si su esfuerzo o trabajo le llevarán a objeti-
vos y resultados absolutamente concretos, y bajo cuáles cir-
cunstancias lo harán. Se trata de la expectativa esfuerzo-resulta-
do:

EAR

Anexo, en cierta medida, a esta expectativa se halla otro


modo distinto de anticipar idealmente los acontecimientos, el
cual puede ser denominado expectativa resultado-recompensa:

R A R’

Por tanto, la cadena completa de la expectativa quedaría


así:

E A R A R’

Los sistemas de recompensas tienen un efecto condicio-


nante que se ejerce sobre el ser humano en tanto que trabaja-
dor, dirige su comportamiento y termina influyendo también
sobre la organización (por ejemplo, cuando buscamos colabo-
radores que se interesen “de corazón”, que sean más o menos
maduros, equilibrados y capaces de asumir responsabilida-
des... y apenas los encontramos). Si, en caso de que existan
partes variables de la retribución, el esperado salario total
anual resulta potencialmente incierto o susceptible de aumen-
tar, la experiencia enseña siempre que la energía y la concen-
tración se desplazan, desviándose del contenido y los resultados
del trabajo hacia la recompensa.
La cuestión ya no es: “¿Qué tengo que hacer para crear la
máxima utilidad con mi trabajo?”, sino: “¿Qué tengo que ha-
cer para conseguir la mayor recompensa posible?” Este colabo-
119
El mito de la motivación

rador, por así decir, se “salta” el proceso de su trabajo, pero,


más aun, el valor del trabajo prestado, con la vista puesta en la
insinuante recompensa:

E R R’

“Haz esto, y tendrás aquello” hace que la persona se va-


ya concentrando cada vez más en el “aquello” y no en el
“esto”. Esta es la razón por la que tantos colaboradores dan
su aprobación al principio “¡yo trabajo para vivir!” y, por
tanto, comienzan su vida verdadera solo a partir de las 5 de
la tarde. La consecuencia es que se trabaja por la recompen-
sa. Que se trabaja para financiar el tiempo libre. Un gigan-
tesco programa de reeducación no para impedir, sino para
producir que la comodidad personal y el ocio sean los valo-
res supremos. Así es como nuestro personal se convierte en
“trabajadores extranjeros”.
Cuando el interés en el trabajo mismo se ve completamen-
te superado por el interés en la retribución, no se asume la res-
ponsabilidad por la utilidad que pueda crearse, por el resulta-
do del trabajo. El “para...” desvía las energías (por supuesto, se
trata de un hábito practicado desde muy pronto: “Cuando ha-
yas dejado el plato vacío, podrás ver la tele”. O: “Cuando en-
tres en la universidad, entonces ya podrás llegar a la hora que
quieras”. Haz esto para...).
Esta mediación del “para...” se convierte también en el cri-
terio para establecer distintos niveles retributivos por medio
de aumentos en el salario. El sistema bonificador recomienda
hacer algo para obtener la bonificación. Seduce con una re-
compensa que es la consecuencia de resultados del trabajo. El
sistema de salarios es más inflexible; pero en esa inflexibilidad
radica una ventaja crucial: el colaborador puede centrar sus
energías en el “contenido” de su trabajo con intensidad
muchísimo mayor. El trabajo no está entonces directamente
ligado desde un principio a la recompensa, y la relación con el
dinero no es un reflejo inmediato de recompensas o penaliza-
120
Los sistemas de incentivo como juegos de suma cero

ciones. Muy al contrario, las energías pueden concentrarse en


el trabajo mismo.

TI-
MO
V - N
A
CIÓ

Volvemos a escuchar al empresario al que citamos antes:


“La disposición al rendimiento es única y exclusivamente una
cuestión de la paga. Si la garantizamos y empeñamos nuestra
palabra en ello, el rendimiento tendrá lugar. Absolutamente
nadie hace horas extraordinarias voluntarias. Todo colabora-
dor intenta que su ámbito de responsabilidades siga siendo lo
más reducido posible. La iniciativa propia viene a ser algo ine-
xistente en la práctica”. ¿...? Asombra oír que a los colaborado-
res solo les interesan estatus y dinero. Pero bien puede ser ver-
dad: porque se les ha impedido por sistema tener interés por los
contenidos de su mismo trabajo. Por sistema, con sistemas boni-
ficadores. Cuando el pensamiento, por condicionamientos es-
tructurales, gira en torno a la bonificación, la persona solo se
interesará por la bonificación. Como uno de esos círculos clá-
sicos de la profecía autocumplida.
Este es el efecto represivo: el interés por la recompensa repri-
me el interés por la verdadera tarea. La acción motivadora (ex-
trínseca, procedente de fuera) reprime la motivación (intrínse-
ca, procedente del interior). La conexión entre motivación y
121
El mito de la motivación

acción motivadora no tiene —como suele presuponerse— la


forma de una suma, sino la de una resta.

Símbolo del menosprecio

Las grandes organizaciones se dirigen a través de símbolos y ri-


tuales. El sistema de bonificaciones es uno de ellos. Bonificar o
no bonificar: la cuestión es la imagen que se tenga del ser hu-
mano. Si alguien percibe un salario, es que se le considera ca-
paz de negociar y tomar acuerdos; se le acepta como verdad su
disposición al rendimiento. Si alguien percibe una retribución
variable “dependiente del rendimiento”, es que detrás ese ren-
dimiento hay un signo de interrogación. No se puede menos-
preciar a alguien más a las claras.
Siguiendo una tendencia general (y muy aceptable, desde
mi punto de vista) a la individualización y la flexibilización, se
ofrecen ahora las llamadas concepciones “autoservicio” como
una innovadora política de remuneración. ¿Qué significa eso?
Motivar, por supuesto: el prospecto de un seminario sobre el
tema “Retribución del management” promete “intensificación
de la motivación para el rendimiento”. Y también: ¡“incentivos
económicos como instrumentos de dirección”! Aquí nos que-
damos sin aliento: ¿es eso dirigir? El remate, en tono más bien
avergonzado: “Costes más ventajosos configurando la remune-
ración por rendimiento”. Luego, de modo manifiesto, la sos-
pecha de que es posible no alcanzar los objetivos es ya una pie-
za más del mecanismo. Cuanto más desorientada se encuentre
la mentalidad del factótum, y cuanto más íntimamente desee el
control sobre la motivación de los colaboradores, tantos más
ámbitos de la empresa se verán atrapados en el vértigo de las
“retribuciones flexibles”. “Más de lo mismo”: así es como se ri-
za el rizo de la neurosis.
Hasta ahora, la gestión de los sistemas de incentivos había
absorbido ya gastos enormes (¡y todo el mundo se queja de la
proliferación de controles burocráticos!); pero ahora estos gas-
tos van a crecer no solo en términos cuantitativos, sino tam-
122
Los sistemas de incentivo como juegos de suma cero

bién cualitativos, en busca de nuevos sistemas, criterios de ren-


dimiento, normas y descripciones de objetivos. “Las tradicio-
nales diferencias salariales” —dice un prospecto de las
Jornadas de la Sociedad Alemana para la Dirección de
Personal (Deutsche Gesellschaft für Personalführung, DGfP) so-
bre el tema ‘Remuneraciones variables para directivos’— “se-
rán en el futuro menos reveladoras. Más bien, lo importante
será encontrar criterios de valoración para cada una de las
componentes elementales de la remuneración total, criterios
que posibiliten establecer diferenciaciones en las retribuciones
y permitan una mejor gestión y control de las mismas”. Para
los convocantes de las Jornadas, el sistema de incentivos es in-
cluso un incentivo para atraer candidatos: “En el futuro, las
retribuciones se configurarán siempre con carácter variable,
pues los sistemas de incentivos por rendimiento son un factor
competitivo decisivo para las empresas a la hora de encontrar
una nueva y cualificada generación de directivos”. Dudo que
las empresas vayan a hacer una buena jugada con los candida-
tos que atrapen así.
Cada vez con más frecuencia, suelo leer: “Remuneración
parcialmente variable por objetivos como instrumento de mo-
tivación para directivos”. Esta enormidad parece que ya no es-
candaliza a nadie. ¿Cómo van a seguir los directivos siendo di-
rectivos si ni siquera a ellos se les cree cuando dicen estar
dispuestos al rendimiento? Si ni siquiera puedo confiar ya en
mis directivos, ¿en quién voy a confiar entonces? Esto no tiene
nada que ver con una imagen idealista del ser humano. Es tan
solo una cuestión práctica: ¿están justificadas estas dudas a la
hora de seleccionar directivos? En tal caso, ahí radicará segura-
mente el problema, y no podremos remediarlo aguijoneando
la disposición al rendimiento.
En estos últimos años, la llamada remuneración “depen-
diente del rendimiento” ha llegado a extenderse hasta alcanzar
el top management. Y aquí la cuestión es: ¿quién determina el
rendimiento, quién lo mide? So capa de remuneraciones de-
pendientes de objetivos o rendimiento, las retribuciones de los
manager durante los años 90 han ascendido hasta cifras que,
123
El mito de la motivación

en la cumbre, causan auténtico vértigo. “Es conforme al mer-


cado”, se dice, como si con remitirse al “mercado” quedara de-
finitivamente resuelto cualquier debate sobre legitimidad y
justificación. Con todo, quienes se benefician de esto son, en
no pocos casos, los mismos managers que fijan las bases para
medir las bonificaciones, las pagas extraordinarias y las stock
options.
Con esto sale a la luz del día, y con muchísima claridad,
un segundo efecto, el cual es característico de todos los siste-
mas de acción motivadora, solo que aquí, al darse en un nivel
superior, puede por eso mismo causar perjuicios superiores: la
actividad de los managers se dirige a conseguir los objetivos
bonificados. Pues resulta evidente que a ello puede ayudar la
“contabilidad creativa”, con la que pueden registrarse los lo-
gros a corto plazo y escamotear los costes.
Quede claro en este momento: nada se está diciendo en
contra de una participación general en las ganancias empresa-
riales. Cierto es que induce a la cortedad de miras. Pero si se
ha trabajado bien, es que todos han trabajado bien. ¿O acaso
de repente deja de tener aquí importancia esa disposición para
el trabajo en equipo exigida en todas partes? Extraño contra-
sentido: oímos, por un lado, cómo se habla en voz muy alta de
conceptos de equipo, cooperación, comunicación. Vemos có-
mo se invierte en training y en campañas de relaciones públi-
cas internas, para conseguir dentro de la empresa una “con-
viencia” más fluida y más productiva. Vemos cómo se descubre
el “pensamiento en red”, para intensificar la responsabilidad
individual respecto al todo de la organización. Pero, por el
otro lado, sigue hablándose a favor de atribuir rendimientos
individualmente; se recompensa el rendimiento individual
(sea lo que sea esto hoy), y, con lemas como “la competencia
aviva el negocio”, se echa leña al fuego de la competitividad
interna por distinguirse de los demás y exponer los propios
servicios, hasta llegar al extremo de la dirección causando im-
presión. Dado que los factores menos rígidos (equipo, comuni-
cación) son manejados por regla general sin salir del nivel de
los llamamientos y los buenos discursos, mientras que con las
124
Los sistemas de incentivo como juegos de suma cero

recompensas individuales por rendimiento se trata de hechos


“duros” de consecuencias estructurales, bien puede adivinarse
lo que resulta de ahí: ambigüedad y ausencia de credibilidad.
Incluso han llegado a “enriquecerse” con prácticas compe-
titivas y sistemas bonificadores los departamentos de personal,
ante todo en grandes empresas estadounidenses. En un semi-
nario, el Director de una sección central de Human Resources
Development en un gigante informático norteamericano ex-
plicaba al respecto, sin inmutarse, que, ante este absurdo, él
había respondido con otro absurdo semejante: “Hice que me
bonificaran por todos los proyectos de los dos últimos años
que estaban ya cogiendo polvo en los cajones de mi mesa. Fue
un dinero fácil de ganar”.

La realidad deja en ridículo los planes

Las personas han aprendido solo en raros casos a querer hacer


su trabajo ante todo por el trabajo en sí mismo, y se las puede
seducir con dinero. El aprovechamiento cínico de estas cir-
cunstancias fortalece la ilusión de que por medio de retribu-
ciones parcialmente variables puede “crearse” motivación y
conservarla permanentemente y puede “comprarse” la disposi-
ción al rendimiento, asegurando así con efecto duradero una
conducta que disminuye costes, incrementa la facturación y
multiplica las ganancias. Pero la realidad deja en ridículo los
planes. Los sistemas bonificadores bloquean lo que quieren
hacer creer que fomentan: la motivación centrada en el trabajo
mismo.
“Anunciar lluvias lo sabe hacer cualquiera. Construir un
arca...: eso es lo que cuenta”. Así, seguimos sin contestar a la
pregunta: “entonces, ¿cómo mejorar?” En este momento, solo
puedo decir: la supresión de los sistemas bonificadores aparece
una y otra vez ligada a ciertos presupuestos que a su vez están
ligados a otros presupuestos ligados a otros presupuestos...
“Sistemas de incentivos sí o no” no es para mí una cuestión
para intentar experimentarla en la práctica, sino, en último
125
El mito de la motivación

término, una cuestión de la voluntad. Me parece más adecua-


do decidirme claramente a favor de una cultura empresarial
del acuerdo entre personas adultas. Contando con que los
acuerdos pueden revisarse. Siendo así, las cosas se plegarán a la
voluntad. Pues si quiero superar los retos del futuro necesitaré
personas voluntariosas, capaces de tomar acuerdos y conscien-
tes de sus responsabilidades; personas a las que les guste parti-
cipar a nuestro lado y que, en el marco de acuerdos y reglas de
juego comunes, se autoexijan, desarrollándose y poniéndose
sus propios límites, pero que siempre manden sobre sí mis-
mas. Que les guste participar significa que participen por vo-
luntad propia. A personas de esta clase tendré que tomarlas en
serio en todos los aspectos, pues de otro modo les estaré cor-
tando el suministro del “combustible para la motivación”. Y a
personas de esta clase no podré clavarles la espina de mi des-
confianza por medio de remuneraciones variables, sistemas bo-
nificadores o cualesquiera otros sistemas de incentivos cuya in-
tención es crear una conducta refleja. Pues, en todos los casos,
lo que resulta de ello para la empresa es un juego de suma cero.

126
Introducción

Capítulo 10

Doping

stá bien documentado el dicho de un conocido industrial


E alemán sobre un manager separado: “Mire usted, si este
hombre no es fiel a su familia, yo tendría que ser un idiota pa-
ra pensar que va a ser fiel a la empresa. Así que tarde o tempra-
no tendré problemas con él”. No es este el sitio para hablar de
las carencias de tal comparación, pero sí, decididamente, del
fondo tan cínico como falto de inteligencia que descubriremos
al examinarla más de cerca. Supongamos que alguien, para
asegurar a su familia un nivel de vida adecuado, trabaja tanto
que apenas le queda tiempo para dedicarse a ella, tal como se-
ría el caso de quien pasa nueve meses al año en viajes de nego-
cios, o de quien trabaja en una empresa que mide el grado de
rendimiento y la productividad en términos puramente cuan-
titativos guiándose por el tiempo empleado en el lugar de tra-
bajo. Pues bien: si así ocurre, el resultado será con frecuencia
que la vida familiar se resienta (y precisamente quienes claman
en pro de la armonía familiar suelen ser los mismos que, sin
guardarle ahora consideración, exigen un estilo de vida con-
forme al mercado de trabajo y con los correspondientes requi-
sitos de movilidad).
Para que no se me malentienda: no ignoro la autorrespon-
sabilidad del individuo para aceptar los sistemas de elogios e
incentivos o para resistirse a ellos. Tampoco estoy llamando a
la conciencia empresarial para que renuncie a ejercer esa pre-
127
El mito de la motivación

sión abusiva sobre el rendimiento o para que deje absoluta-


mente de seducir a sus colaboradores, como tampoco remito a
un deber asistencial por parte de los superiores jerárquicos (y
no es que aquí fuera superflua una argumentación ética, sino
que tan solo temo que no surtiría —aún— su efecto). El pro-
blema que estoy tratando es el de si a la empresa le interesa es-
timular continuamente un gasto de energías sobredimensiona-
do por medio de primas, incentivos o bonificaciones, plantear
exigencias por encima del límite fisiológico, trabajar “en alerta
roja”. Pues nadie puede hacer esto impunemente durante mu-
cho tiempo. Tensión y relajación son los dos polos de cual-
quier todo viviente. Pero el propulsor no fuerza a los demás a
la tensión, sino a la sobretensión, a un estado de contracción,
la cual nunca hasta hoy ha fomentado el rendimiento.
Aquí nos resultará de ayuda una comparación con el em-
pleo del doping en el deporte; no en vano, a menudo se embe-
llecen los sistemas de bonificaciones y primas con metáforas
del mundo deportivo y de la competición. Para ello, en lo su-
cesivo tomaré como punto de partida el tipo del buscador de
éxitos, un colaborador completamente motivado que no ha
andado todavía manipulando los límites de su rendimiento
medible; un tipo de colaborador en el que no existe el déficit
motivacional, pero que está siendo atrapado por la omnipre-
sente acción motivadora, y que, con el debido incentivo, po-
dría aún poner de su parte “una miaja más”, movilizando una
especie de reservas para el rendimiento.

¿Incansable?

En el ser humano, tan solo en torno al 80% de su capacidad


máxima de rendimiento resulta utilizable con un empleo nor-
mal de su fuerza de voluntad. Este 80% es el umbral de lo
bien equilibrado, que cada uno percibe en sí mismo. Max
Hulber, profesor de medicina: “Cualquier persona tiene esta
sensación de nivelación individual, un estado personal de
equilibrio en su conducta productiva que no puede ser sobre-
128
Doping

pasado impunemente durante un espacio prolongado de tiem-


po”. Con esto se está describiendo también ese rendimiento
que el individuo está dispuesto a prestar por voluntad propia,
durante un espacio prolongado de tiempo y con una sensación
de equilibrio interior; un set point, más allá del cual solo puede
motivarse a corto plazo y que, sin embargo, permanece estable
a largo plazo. El 20% restante de la capacidad máxima de ren-
dimiento se encuentra al margen de la disponibilidad volunta-
ria, y se conoce como “reservas autónomas protegidas”. Estas
reservas son accesibles solo en situaciones extremas (peligro de
muerte, ira, miedo intenso).
Normalmente (¡y hay muchísimo sentido en ello!), el acce-
so a estas reservas resulta “bloqueado” por la sensación de can-
sancio y la disminución del rendimiento que lleva asociada.
Por tanto, desde tal estado de cansancio hasta el agotamiento
completo queda aún un “stock de seguridad”. Las sustancias
dopantes rompen la barrera de acceso a las reservas autónomas
protegidas. Por esta causa, el deportista siente señales de can-
sancio solo después de haber empleado las reservas para el ren-
dimiento, es decir: al hallarse ya en estado de agotamiento. Al
demorar la aparición de los umbrales del cansancio, el precio
pueden ser estados de agotamiento latentes o agudos y, en el ex-
tremo, colapsos circulatorios con resultados mortales. En el
deporte igual que en los negocios.

La acción motivadora es como el doping


en el deporte: deja de sentirse el dolor

Gracias a la acción motivadora/doping se hace posible una


sobrecarga por encima del límite fisiológico que puede resultar
muy perjudicial para la salud. Instrumentos de doping como
primas, incentivos, elogios y bonificaciones dejan disponibles
unas reservas para el rendimiento que, en circunstancias nor-
males, están protegidas por el dolor. Y precisamente a estas re-
servas es a donde apunta la acción motivadora, que quiere esti-
129
El mito de la motivación

mular para un rendimiento mayor del usual, regulado en con-


trato e, incluso, en el “contrato de familia” (véase más arriba).

El riesgo del burn out


(El riesgo de estar quemado)

El estímulo, como una espina que queda clavada, duele, y de-


ja tras de sí un rastro de sangre. Bajo la casi dictadura del be
positive, de la ideología del “sonríe siempre” y de los mecanis-
mos incentivadores, legiones de managers han dicho “sí” aun-
que lo que de verdad querían decir era “no”. Tras la fachada
de su ajetreada gravedad, se han ido quemando poco a poco
hasta consumirse como bengalas. Primero intentaban atrapar
el dinero con la salud, y después la salud con el dinero. Como
si de una manada en migración se tratara, han terminado to-
dos en el llamado burn out (“estar quemado”), ese moderno
síndrome de los directivos, un típico resultado del propulsar-
se y ser propulsado del que se alimentan los invernaderos de
la industria del outplacement.
Pero este síndrome del burn out no es, en modo alguno,
consecuencia de una carga laboral cuantitativamente elevada.
Es, antes bien, un resultado de la actitud interna frente al
propio trabajo, del modo en que uno vive su trabajo. Quien
se identifica plenamente con su tarea vivirá una carga laboral
elevada como un “reto” en todo caso, pero no como algo “es-
tresante”. Desde el punto de vista que hemos adoptado aquí,
la acción motivadora obliga oficialmente a que el significado y
el resultado del trabajo retrocedan en la conciencia del colabo-
rador, dejando su lugar a la expectativa de una recompensa y a
su búsqueda sistemática. Lo importante no es ya aquello que
llamo “mi tarea”, sino cumplir unos requisitos como medio
para alcanzar la recompensa. La consecuencia es una desiden-
tificación. Y esa es la verdadera raíz del estrés. Por tanto, puede
decirse que la identificación con la propia tarea disminuye en
el mismo grado en que intervenga la ación motivadora. De es-
te modo, existe un vínculo, que perfectamente podemos cali-
130
Doping

ficar de mecánico, entre el fenómeno burn out y los efectos de


la acción motivadora. La indemnización por los daños podrá
ascender aún a cuanto se quiera; los daños seguirán ahí.
Y la lista de damnificados crece cada día. El típico colabora-
dor quemado siente que se le exige de modo permanente en to-
da la esfera de su existencia, y es cada vez mayor la amenaza de
que se pierda entre tanta exigencia. Percibe que su ser una mera
pieza del mecanismo no se limita a la empresa, sino que prosigue
en casa; que vive en un mundo lleno de otras piezas; que el reco-
nocimiento que se le presta no va dirigido a él como ser huma-
no, sino nada más que a su función y a su posición, y que así su
humanidad se va atrofiando progresivamente. Tiene entre 45 y
50 años, trabaja permanentemente en “alerta roja”, sufre arrit-
mias cardiacas, una primera úlcera de estómago, colesterol alto;
se agarra a lo que queda de su matrimonio vacío, pues los niños
nunca son muy rentables; apenas mantiene ya amistades. La fa-
milia, si es que existe aún algo que pueda llamarse así, ha pagado
un elevado precio (en todo caso, mucho más elevado de lo que
los interesados estarían en general dispuestos a reconocer): sue-
len ser poco más que la infraestructura para la carrera profesio-
nal de este hombre. Como dice certeramente la pintada: “Una
mujer de un directivo es una viuda cuyo marido vive todavía”.
Ha dejado sin cesar que lo motivaran (sin parar de que-
jarse del “estrés”), asumiendo por su parte la responsabili-
dad por la motivación, por la disposición al rendimiento de
sus colaboradores, desoyendo las señales de alarma de su
cuerpo, pero llevando a todas partes su rebosante agenda co-
mo si fuera una condecoración. Finalmente —como usando
un freno de emergencia, pero sin resultado—, todavía ha
participado en el top hit de los trainings de la conducta,
“¡Aprende a decir no sin remordimientos!”... y, con todo,
van a trasladarlo ahora, “con todas las recomendaciones”,
desde la primera línea hasta la periferia de la empresa, a un
enormemente importante puesto de caridad en el que —so-
bre-estimulado y sobre-motivado— ya no tendrá que acer-
tar mucho, pero tampoco podrá fallar en mucho. La cima
de su carrera: un ataque al corazón.
131
El mito de la motivación

Incentivados hasta que se han quedado sin ningún incenti-


vo: quemados y moralmente arruinados, ven ante sí no solo el
montón de escombros en que se ha convertido su carrera, sino
que sufren además secuelas físicas, exprimidos hasta el agota-
miento.
¿Es esto, al menos, bueno para la empresa? En esta cuenta,
como en todas las de la acción motivadora, hay también mu-
chos costes. Los costes de un manager quemado que no deja
de ser un capítulo de gastos en la contabilidad, un directivo
que comete errores de graves consecuencias, llegando incluso
al sabotaje; que funda asociaciones de descontentos, difunde
comentarios cínicos y “arrastra” consigo moralmente a todos
los que le rodean, para terminar siendo trasladado a un puesto
irrelevante en la periferia de la empresa. Y esto con una enor-
me remuneración que ya no se corresponde ni por aproxima-
ción con su capacidad de acción real, relevado de cualquier
responsabilidad sobre otros colaboradores, reducido al silen-
cio. Aún habría que examinar si son más elevados los costes
del puesto de caridad o los del outplacement. En contraste con
muchos otros ámbitos empresariales, en los que hay que pagar
constantemente el precio de la acción motivadora por la única
razón de que va ocultamente incluida, apenas perceptible en
los gastos generales de explotación, la contraproductividad en es-
te otro caso es patente, casi cuantificable. Y ahora solo hay que
echar la cuenta.
Este precio tan alto que todos deben pagar resulta más cla-
ro, más tangible hasta extremos casi macabros, en aquellos sec-
tores que han de preocuparse por las conductas de riesgo de
sus trabajadores en puestos con peligro de accidentes. Así, por
ejemplo, en la minería el rendimiento sigue midiéndose por me-
tros excavados, y las primas otorgándose conforme a ello. De
ahí que solo pueda conseguirse una retribución alta asumien-
do un riesgo físico comparativamente alto. El ascenso de las
cifras de accidentes es, además, particularmente amenazador al
tratarse de plantillas muy ajustadas. Por ello, las empresas se
ven llevadas a ocuparse cada vez más del tema “seguridad”.
Ofrecen con creciente insistencia seminarios sobre la seguri-
132
Doping

dad en el trabajo, para que esforzados trainers intenten lograr


con fórmulas mágicas lo que las condiciones estructurales im-
piden completamente. Absurdo y caro.

Los submundos de la adicción

Pero ¿qué ocurre si a través de los años, y los decenios, se ha


ido formando una dependencia de los sistemas de incentivos y
la exigencia de seducción sigue planteándose en voz bien alta?
¿Podemos dominar la técnica de la acción motivadora que no-
sotros mismos hemos creado? De hecho, la acción motivadora,
con sus incentivos, bonificaciones y primas, no cesa de produ-
cir nuevas dependencias de este sistema, una dinámica que nos
empuja siempre en la misma dirección y que parece privarnos
de toda decisión libre. En un proceso casi forzoso, los colabo-
radores se convierten en pacientes crónicos enganchados al go-
teo de la acción motivadora.
La acción motivadora hace que la empresa se defina como
un submundo de adictos, y los instrumentos del doping, “pri-
ma, incentivo, bonificación”, como drogas. No es casual que
se hable de “inyecciones” de motivación. En ese programa
educativo llamado “recompensar y sobornar” se crean necesi-
dades que solo podrán ser satisfechas por poco tiempo, pero
nunca en grado suficiente. Los efectos de la droga “recompen-
sa” resultan excitantes y estupefacientes a la vez, y el “placer”
que proporciona puede llegar a hacerse tan importante para
quien la necesita, que creerá no poder seguir viviendo sin las
sensaciones estimuladas por la droga. La dependencia es el re-
sultado. Si se le retira temporalmente la droga (al no haber lo-
grado los objetivos), ello produce síndrome de abstinencia,
síntomas de enfermedad psíquica y la intención de emplear
cualquier medio para procurarse droga de nuevo (¡algo que vi-
vimos a diario en nuestras empresas!). Al volver a disfrutar de
ella, los síntomas de abstinencia desaparecen rápidamente, pe-
ro no de forma duradera. Dado que —como se sabe— los
efectos de la droga se debilitan paulatinamente si la dosis se
133
El mito de la motivación

mantiene constante, Sísifo emprende su tarea: traficantes y


consumidores elevan la dosis para conseguir... ¡el mismo efecto
que antes!
Cuando al adicto, por las razones que fuese, le resulta im-
posible procurarse la droga por vías (de rendimiento) legales,
se resigna emigrando al mundo de la desmotivación o bien de-
dicando una energía, criminal en ciertos aspectos, para granje-
arse la recompensa subrepticiamente. En razón de la doble
moral de la empresa motivadora, el adicto que se haya granjea-
do suplementos con métodos prohibidos pagará directamente
por ello recibiendo un castigo impuesto por otras personas,
pero también castigándose a sí mismo en forma de inquietud,
sentimientos de envidia, angustia, enfermedades psicosomáti-
cas y pérdida del respeto a sí mismo.

Deshabituar

No existen drogas inofensivas. Todo consumo de drogas, tam-


bién si se trata de los mimos hechos con incentivos y primas,
no es nada más que autodestrucción. La destrucción de la mo-
tivación. De ahí que el directivo tenga que decidir si lo que
quiere es invertir continuamente en nuevas drogas para man-
tener la moral de sus colaboradores o atenuar sus síndromes de
abstinencia, o bien si lo que va a apoyar es la autorresponsabi-
lidad y la disposición a correr riesgos. Si la acción motivadora
es la huida autoculpable frente a las duras exigencias de la au-
torresponsabilidad, entonces se trata de un camino reversible.
A quien crea que los “mejores” de los suyos le abandonarían si
les negase primas e incentivos le ofrezco un modo de reexami-
nar los criterios con los que juzga la situación. ¿Son de verdad
los “mejores” los que se despedirían por la sola razón de que
no se les ofreciera primas?
Una vez que los colaboradores han dado ya unos cuantos
pasos hacia el desentendimiento, la experiencia enseña que el
dinero ya no servirá nunca para sacarlos del valle de las lamen-
taciones. Al preguntarles por las razones de su insatisfacción,
134
Doping

la mayoría de los colaboradores echa mano de lo más inmedia-


to y de lo que menos explicación requiere: “Más dinero nos
motivaría ahora”. Y, de nuevo, la profecía se cumple a sí mis-
ma: ¿quién diría “no” a una prima en perspectiva? De este mo-
do, las nuevas recetas motivadoras frente a la propagación del
desentendimiento siguen siendo las de antes. Más de lo mismo.
No me parece atrevido considerar que la rotación a que
daría lugar la ausencia de incentivos y primas supondría in-
cluso una selección positiva de personal. Comparativamente,
resultaría fácil de soportar la marcha de personas a las que
siempre hay que andar aguijoneando (y que reaccionan desa-
rrollando una actividad frenética y profunda dedicación, au-
toexponiéndose a los otros y fingiendo que trabajan). No tan
insatisfactorio, y seguramente también más exitoso a largo
plazo, sería en cualquier caso trabajar con colaboradores que
—sin esperar más estímulos— hacen lo que hacen sobre la
base de condiciones marco fruto de un acuerdo claro.
Colaboradores para los que signifique algo el resultado de su
propio trabajo —y no la recompensa que pueda seguirle—.
Colaboradores que hacen algo porque esa es “su tarea” (dicho
sea de paso: examinar si se da esta actitud hacia el trabajo es el
cometido más importante de los procesos de selección de per-
sonal. Pues la claridad, si llega tarde, suele resultar cara... para
ambas partes).
Ya sé que todo esto suena sumario y terriblemente simpli-
ficador, pero ¿no será que el asunto es terrible de por sí?
Repito: esto no es un apasionado discurso contra la participa-
ción en los beneficios. Ni tampoco contra el establecimiento
de distintos niveles de retribución sobre la base de acuerdos
claros acerca del rendimiento. Y, para que no se me malentien-
da, tendré que volver a decirlo una y otra vez: esto no es abso-
lutamente ningún discurso en contra del principio del rendi-
miento. El problema que trato es si en conjunto trae cuenta
para la empresa la “retribución por objetivos a largo plazo” y,
en especial, la sobreestimulación del colaborador para que
preste un rendimiento que no aportaría sin estímulo adicional
y que le fuerza a abandonar su estado individual de equilibrio
135
El mito de la motivación

productivo. Nadie ignora impunemente durante un espacio


prolongado de tiempo esa sensación individual de nivelación
interior, en la que los procesos que suministran energía y los
que la consumen vienen a contrapesarse mutuamente. In-
centivar permanentemente hace que las personas estén “sobre-
estimuladas”. El penoso prurito de sobrepasar los objetivos
planificados las enferma.
Esto es algo que han comprendido los responsables em-
presariales de la política retributiva. Por ello han desarrollado
una graduación en las bonificaciones, en la que el valor de la
cuota bonificada asciende bruscamente poco antes y poco
después del 100% de las cifras de producción previstas, para
luego, al alcanzar en torno al 120%, acodarse hasta alcanzar
la horizontalidad. A partir de ahí, trabajar todavía más ya casi
no “compensa”. Por ello, la idea es impedir que la cuota de bo-
nificación se dilate en exceso y que, como consecuencia —y
contando con la reacción a las realidades del mercado— , el
colaborador se “queme”. Esto es tratar solo los síntomas. No
altera nada en el principio del soborno, en la relación entre el
asno y la zanahoria.

136
Introducción

Capítulo 11

Las ideas dan dinero.


¿Da el dinero también ideas?

l poder de lo fáctico, ese “¡siempre lo hemos hecho así!” o


E el “¡pero otros también lo hacen!”, suele interponerse ante
nuestra mirada a la hora de examinar lo que tenemos delante.
¿Sigue resolviendo los problemas para los que fue inventado
en su momento? El Buzón Empresarial de Ideas [Betriebliches
Vorschlagswesen] (BEI) es también un patrón para resolver pro-
blemas acordado por personas en condiciones históricas deter-
minadas. Se basa —sigue basándose hoy— en el deseo de volver
a hacer dialogar los dos “campos” separados de la planificación y
la ejecución, ya que, de hecho, teoría y práctica suelen tomar
direcciones distintas.
Las primeras raíces del BEI podemos localizarlas en los años
80 del siglo XIX: unos astilleros suecos y el célebre Reglamento
General de Alfred Krupp abrieron el camino. De ahí que re-
sulte muy útil dirigir nuestra vista al problema organizativo
originario para el que entonces fue inventado e institucionali-
zado el Buzón Empresarial de Ideas. Sus términos venían a ser
aproximadamente estos:

• La tradicional separación entre “planear” y “hacer” ha


traído consigo fenómenos de ineficiencia.
• En el conjunto de los colaboradores se esconde una in-
gente reserva de creatividad.
137
El mito de la motivación

• Voluntariamente, los colaboradores no ponen dicha crea-


tividad a disposición de la empresa.
• Hay que instituir incentivos para que los colaboradores
hagan propuestas de mejora y su experiencia práctica se
refleje en la planificación.
• Hay que crear una institución que juzgue las propuestas
y las recompense conforme a su eficacia en la optimiza-
ción.

Arriba y abajo

El punto de partida para este modo de pensar era la unidirec-


cionalidad de la corriente motivacional en la empresa. En el
caso de los directivos (los motores inmóviles), se da por evi-
dente, y por ello se les paga, que se dediquen a la constante
mejora de productos, procedimientos y condiciones laborales,
mientras que en el extremo inferior de la jerarquía se hallan los
que aún están por movilizar. “Allí abajo”, la motivación para
mejorar algo tiene poco o absolutamente ningún anclaje. Por
ello, a los de allí hay que “ponerlos en marcha”, “darles un em-
pujón”, ordenarles “paso ligero” o como quiera que expresen el
dinamismo las imágenes lingüísticas ideales.
Pero lo que en realidad está impulsando este sistema de
intención tan propositiva no es más que el menosprecio: un
denigrante intento de soborno dirigido a aquellos de quie-
nes en la empresa, “hablando a las claras”, no se espera que
lo hagan.
Hoy como ayer, el viejo esquema tecnocrático para termi-
nar con todos los problemas del mundo estableciendo un arri-
ba y un abajo es lo que forma la columna vertebral del BEI,
que sigue sosteniéndose de esta manera sin demasiadas moles-
tias, aunque con cierta escoliosis. Lo principal es tener un
“procedimiento” que hace calculable la creatividad y ahorra así
la verdadera comunicación humana, que, por serlo, fomenta-
ría realmente la creatividad. El paradigma antihumanístico del
control: ideas, sí; pero, por favor, con moderación, con orden
138
Las ideas dan dinero. ¿Da el dinero también ideas?

y en fila. ¿Transmitir responsabilidades a los colaboradores?


¿Dirigir dialógicamente en redes holísticas de asociados?
¿Desarrollar en común proyectos en el marco de una “organi-
zación inteligente”? ¡Chatarra social postmoderna! No, no, eso
nosotros lo hacemos de muy otra manera. Mimamos y elogia-
mos, estrechamos manos y acariciamos cabezas, repartimos di-
nero y hacemos regalos con altanería (y, si no fuera así, enton-
ces sí tendríamos que cambiar muchas cosas para que todo
siguiese igual).

Tener ideas/Expresar ideas

Nos resultará muy útil representarnos el desarrollo de una pro-


puesta de mejora como un proceso con dos pasos:

• Tener ideas de mejora


• Proponer las ideas de mejora

Tener ideas de mejora: ¿alguien se cree en serio que el aci-


cate de la “prima” puede hacer que las personas se vuelvan
realmente creativas?
Sean cuales sean nuestros conocimientos sobre la fuente de
la creatividad, lo seguro es que nunca puede inducírsela desde
fuera. El palo y/o la zanahoria consiguen (por lo menos a cor-
to plazo) que las personas trabajen con más cuidado o más ra-
pidez, pero nunca que sean innovadoras. La creatividad res-
ponde siempre a una motivación intrínseca: se basa en la
curiosidad y en la alegría sentidas al hacer algo.
La atención que reclama de por sí una tarea no puede in-
tensificarla ninguna recompensa (que, procedente de afuera,
no se halla en la cosa misma). No podemos esforzarnos para ser
creativos. Las ideas de mejora “suceden”, llaman la atención;
un interés reforzado con dinero no obra absolutamente nin-
gún efecto sobre la capacidad de prestar un rendimiento creati-
vo. La creatividad no puede ni mandarse ni comprarse. Al
contrario:
139
El mito de la motivación

Las recompensas destruyen la creatividad

Hasta la fecha, contamos con dos docenas largas de estu-


dios científicos que demuestran sin sombra de duda que una
recompensa impulsa a las personas a conceder su preferencia a
tareas simples, rápidas y de carácter cuantitativo. De ese mo-
do, las personas sienten cada vez menos inclinación a asumir
riesgos por cuenta propia, a sondear nuevas posibilidades, a
interesarse por procesos complejos y de largo desarrollo. John
Condry, de la Universidad de Cornell, lo resume así: las re-
compensas son los “enemigos de la curiosidad”. Las ideas dan
dinero. Pero el dinero no da ideas.
La segunda cuestión está en si la idea de mejora llegará
también a ser dada a conocer: ¿en qué condiciones abrirá la
boca el colaborador? En un primer momento, parece que aquí
una prima sí podría ser un apoyo. Y oiremos montones de gri-
tos de júbilo al respecto: “Desde que tenemos un BEI, el nú-
mero de ideas presentadas se ha multiplicado por tres”.
Mi opinión: la mayoría de las cifras son fruto de la pura
imaginación. En los ejemplos de éxitos “tomados de la prácti-
ca”, el deseo y la realidad, las mediciones esperadas y las medi-
ciones tomadas suelen ir mezcladas sin ningún pudor. En par-
ticular, el cálculo de las ganancias de productividad no es más
que fantasía.
Además —y esto tiene mucha más importancia—, no me
siento capaz de compartir la euforia que causan tales anuncios
de “éxito”. ¿Es que soy el único al que, en un caso así, el júbilo
se le queda atravesado en la garganta? ¿Están todos tan cegados
como para no darse cuenta ni por un momento de lo desme-
surado de semejante “éxito”? Pues la cultura empresarial jamás
podría recibir una respuesta más catastrófica que esta. Es un
testimonio sobre la dirección, sobre unas relaciones laborales
desmotivadoras, sobre el modo en que se comunican los jefes
y sus colaboradores. ¡Este éxito es toda una declaración en
quiebra de la cultura empresarial!
140
Las ideas dan dinero. ¿Da el dinero también ideas?

O bien —en caso de que exista ya un BEI en la empresa—


alguien conversando plantea una reflexión acerca de suprimir
las primas, y se le responde: “¡Entonces las propuestas descen-
derán un 40%!” Repito: ¡jamás podrá usted encontrar otra en-
cuesta a sus colaboradores más efectiva! Pues, de hecho, ese
descenso en las propuestas está revelando los problemas de los
que realmente se trata. ¿Hasta dónde llega la lealtad de los co-
laboradores? ¿En qué grado se implican, en qué grado se iden-
tifican con la empresa? ¿Qué idea se han formado de su fun-
ción? ¿Qué es lo que impide el despliegue de la creatividad?
¿Qué cultura de la comunicación tiene usted en su empresa?
Para aprovechar las reservas de creatividad y para movilizar
los cerebros, el BEI apuesta por establecer primas, con lo cual
están siendo ampliamente ignoradas las condiciones que permiti-
rían ese tipo de rendimiento. Por eso, el BEI se limita a tratar
síntomas, conservando sin embargo la situación que obstaculi-
za la innovación y la implicación del personal. El BEI es, así,
una anticuada instancia de reparaciones, un “apaño” para ir ti-
rando, un arreglo para descargar tensión. Y un sistema de in-
movilidad resignada para poder permanecer pasivo. Se grita
victoria sin comprender que se está perdiendo el combate.
Como tantas veces ocurre en la empresa, si tampoco aquí
llega a buen término lo que se ha planeado con la mejor inten-
ción es porque, a partir de un modo de pensar erróneo, se pone
en movimiento una energía que, dejando de lado sus objetivos
originales, acaba produciendo resultados no queridos. Mientras
tanto, sea por puro frenesí de intervención o sea por costumbre,
los bienhechores activistas son incapaces de ver cómo los auto-
máticos efectos a la larga y secundarios van boicoteando sus in-
tenciones. Examinemos algunas de estas consecuencias.

Adicción a la recompensa

La investigación etológica nos ha enseñado que el aumento del


nivel de estimulación (acción motivadora procedente de “afue-
ra”) trae consigo la disminución del impulso propio (motiva-
141
El mito de la motivación

ción desde “dentro”). Sin una gratificación extrínseca adicio-


nal, en poco tiempo el individuo dejará de ejecutar su acción.
Al procederse así, el peso del interés se desplaza desde la
tarea misma hacia la recompensa. La única creatividad que se
consigue con ello es la creatividad para aprovecharse del siste-
ma. El director técnico de un grupo químico me contó que
en los meetings los participantes aguardaban hasta que el inge-
niero decía algo, y entonces, disculpándose o interrumpiendo
la reunión, corrían a sus despachos y lo difundían en la intra-
net como si fuera una idea propia. ¿Trabajo en equipo?
¿Cooperación?
En un folleto empresarial interno sobre el BEI puede leerse:
“... con cada propuesta de mejora, el colaborador da testimo-
nio de su interés por la empresa”. ¡No! Está dando testimonio
de su interés por la prima. Está diciendo: “¡Quiero dinero!” El
efecto secundario: “¡Sin ingresos extra aquí no funciona nada!”
Gracias al Libro Guinness de los Récords tenemos noticia
del británico John Drayton, que durante su vida laboral en los
ferrocariles de su país llegó a proponer 31.400 mejoras, de las
cuales unas 100 (¡!) fueron puestas en práctica. Prescindiendo
de que un activismo semejante supone un gigantesco progra-
ma contra el desempleo de los examinadores, con lo cual ha-
brá generado gastos inmensos, es razonable temerse que el Sr.
Drayton habrá tenido que permitirse ir descuidando cada vez
más su trabajo habitual... siempre a la caza de la prima suple-
mentaria. La extendida práctica de elegir como criterio de éxi-
to el número de propuestas de mejora produce, inequívoca-
mente, enormes exageraciones. Quien se dedique a cazar
nuevos récords de propuestas bien podría calcular cuándo los
costes que acarrea procesarlas superarán las ganancias en efi-
ciencia.
El activismo de las mejoras: la experiencia nos muestra
que, en los sistemas de primas, la energía y la concentración
siempre se alejan de los contenidos del trabajo, para dirigirse
hacia la posibilidad de recompensa. Así, según declaraciones
de personas muy experimentadas, existen no pocos colabora-
dores que dedican entre el 20 y el 30% de su tiempo de traba-
142
Las ideas dan dinero. ¿Da el dinero también ideas?

jo a averiguar dónde y cómo puede hacerse otra mejora más. Y


sí en algunas empresas resulta usual hacer presión, por así
decir, sobre los programas de primas por medio de la pasivi-
dad. La gente espera el tiempo necesario hasta que sale la
superbonificación, y entonces saca de la cartera las peticio-
nes aparcadas y se embolsa el dinero. Y también a muchos
directivos les agrada verse en el papel del pariente mayor
que regala bombones. Una forma simpática de entrar en la
espiral adictiva que terminará en lean motivation.
El BEI no solo falla el disparo, sino que apunta a nuestra
propia portería.

Cultura persecutoria

El personal de fabricación, podría decirse, aguarda impaciente


a que los planificadores cometan fallos que, entonces, ellos po-
drán explotar por medio de propuestas, pues comunicarlos di-
rectamente supondría desperdiciar primas. De modo especial
en empresas con fabricación en serie —en las que la tradicio-
nal distancia social entre el pensamiento y la práctica es espe-
cialmente grande—, el BEI suele ser una válvula de escape pa-
ra personas frustradas. Si en su pasado quedan aún antiguas
cuentas sin cerrar, el planificador sabe que en algún momento
le van a dar un buen repaso en toda regla. Como consecuen-
cia, los planificadores intentan, cada vez más y en todas partes,
asegurarse frente a cualquier contratiempo: “Si no, nos ma-
chacan”.
Otra cita más, tomada de un documento de BEI: “Nuestra
empresa se alegra de que la propuesta de mejora pueda llegar a
ser examinada por los superiores”. Pero es siempre una cues-
tión del punto de vista desde el que uno lo vive: “¿Es que pue-
de ser bueno que la central incite a los colaboradores a inmis-
cuirse en los asuntos de su jefe?”, dicen los unos. “Cuando se
entra en materia, todos los jefes sienten como si los estuvieran
calumniando”, dicen los otros. Y tienen razón: toda pro-pues-
ta pro-pina un golpe. Y los golpes duelen. En particular, cuan-
143
El mito de la motivación

do el colaborador intenta jugarle al jefe una mala pasada por


medio del BEI: mostrarle un “¡soy mejor que tú!” sin tener que
decirlo. En particular, igualmente, por el hecho de que la ima-
gen ideal de la profesión está por tradición profundamente an-
clada en las autoimágenes de rol de los directivos. Y así la pro-
puesta del colaborador cobra un filo de desprecio. El jefe se
siente criticado o, cuando menos, postergado: “¡Ya podía ha-
ber hablado conmigo antes!” Por lo demás, la acumulación de
propuestas podría dar lugar a la opinión de que algo no fun-
ciona en el departamento.
Ambientes persecutorios. El modelo ganador/perdedor ce-
lebra su inesperada resurrección (constituir entonces una co-
misión neutral o recurrir a un experto no hace sino aplazar el
problema para más tarde, pues el hecho es que en algún mo-
mento el superior tendrá que enterarse de la propuesta de me-
jora de su colaborador).
¿Qué deberá hacer ahora el superior/examinador? Según el
manual, deberá en principio demostrar neutralidad frente a
los diversos intereses, independencia, una óptima distancia
respecto al remitente y al destinatario de la propuesta. Ya es
bastante difícil, pero es que además, bajo las circunstancias
hoy prevalecientes, podría decirse que la propuesta empuja al
examinador a un delirio interpretativo: aceptarla es un menos-
precio para el jefe; rechazarla es un menosprecio para el cola-
borador. Ante todo, y partiendo de elementales consideracio-
nes de derecho laboral, el examinador deberá trazar un claro
límite entre la prestación extraordinaria y el ámbito de tareas
del colaborador, dado que solo en ese caso estaría justificado el
abono de una prima.
En cuanto a la comunicación jefe-colaboradores, esto sig-
nifica volver a insistir en otro aspecto valorativo más, en vez de
lo que tendría mucho más sentido: insistir en fomentar esa co-
municación como desarrollo de la capacidad de rendimiento.
Y sería cínico que el dilema valorativo planteado estructural-
mente por el BEI lo individualizásemos apelando a la capaci-
dad del directivo para afrontar conflictos y sin cuestionarnos
la estructura como tal.
144
Las ideas dan dinero. ¿Da el dinero también ideas?

A ello se le añade un dilema de la psicología de las organi-


zaciones: por una parte, la descripción de puestos de trabajo
para proteger al colaborador encauza la iniciativa de este a tra-
vés de las tareas que se le han asignado; pero por otra parte, se
le está insinuando al oído: “¡Sáltate los límites y serás recom-
pensado!” Esto es un ejemplar químicamente puro de doble
juego: o bien me quedo en mi terreno, y entonces la propuesta
de mejora entra dentro de lo evidente y yo no tendré prima; o
bien sobrepaso los límites de mis atribuciones (porque solo así
cumpliré el requisito para las primas), y entonces invadiré co-
mo un furtivo el territorio del otro miembro de mi equipo, de
mi compañero de mesa, de mi compañero o de mi jefe, pero
conseguiré mi prima y, automáticamente, estaré haciendo del
otro un perdedor: “Bueno... ¡la próxima vez pon más aten-
ción, estimado compañero!”

El BEI supone legalizar y premiar la denuncia


como método para los asuntos internos de
la empresa

La rivalidad como cultura empresarial. Así no se fomenta


precisamente que las personas asuman una responsabilidad
por el conjunto de la organización. En vez de ello, se insiste en
un modo de pensar departamental-delimitador. Pues cual-
quier compañero es para mí un perseguidor potencial. Y si se
la he jugado anticipándome con una propuesta de mejora, lo
más seguro es que él espere solo a que llegue una oportunidad
de vengarse. Simultáneamente, la última ola de la identidad
corporativa proclama la “sensación del ‘nosotros’”, el “compa-
ñerismo” y la “disposición para la ayuda mutua”. Su único re-
sultado es una sonrisa amarga. Sea cual sea la opinión que nos
merezcan la organización “flexible”, la empresa “ilimitada” y el
“pensamiento en red”, el hecho es que de este modo nadie po-
drá jamás trazar en el interior de la empresa unos límites cons-
tructivos, elásticos y dignos de confianza.
145
El mito de la motivación

¡Ah, sí, lo de la disposición para la ayuda mutua! Muchas


personas experimentadas informan de que es usual montar al-
gún numerito para boicotear la competitividad interna alenta-
da por el BEI. Por ejemplo —ahora que nadie nos oye—, puede
sacársele el jugo al sistema de una manera sencilla, intercam-
biando propuestas de mejora con alguien de otro sector: te doy
la mía y tú me das la tuya. Requisito cumplido, la prima ya
viene, todo a pedir de boca. Esto es dejarle el campo abierto a
legiones enteras de actores y embaucadores de las propuestas.
Pero es, simplemente, coherente con lo demás, aunque quie-
nes precisamente alaban en su propio provecho los efectos vi-
vificantes de la distribución de primas serán los que ahora, in-
dignados, censurarán esta forma de cooperación como un
abuso. El sistema tiene lo que merece. Mientras, los marrulle-
ros no pueden aguantar la risa.

Insolubles problemas de justicia

La burocracia del BEI está profundamente graduada: “redac-


tar-presentar-examinar-valorar-seleccionar-planificar su puesta
en práctica-responder-activar las task forces-poner en práctica-
evaluar”. El planificador piensa: “¡Peones de albañil!” El traba-
jador piensa: “¡Calientasillones!” Pero, ¿qué ocurre cuando la
propuesta resulta rechazada? El colmo del absurdo es, en algu-
nas empresas, la posibilidad de reclamar entonces una “revi-
sión”, haciendo así posible que una tercera instancia realice un
nuevo examen.
Pues, en contraste con la filosofía japonesa de la dirección,
para la cual ninguna propuesta de mejora es tan insignificante
como para no tomarla en serio, las exigencias planteadas en
Alemania para concederle una prima a la propuesta tienden a
ser más elevadas. Esto tiene como consecuencia dos efectos. En
primer lugar, muchas propuestas de mejora no llegan a presen-
tarse por el temor a ser rechazadas. Y, en segundo lugar, mu-
chas propuestas se ven, efectivamente, rechazadas. Entonces,
¿qué ocurre cuando se rechaza una propuesta?
146
Las ideas dan dinero. ¿Da el dinero también ideas?

Supongamos el caso de que el examinador/superior jerár-


quico es de esta opinión (justificada o no): la propuesta es una
fruslería. “Eso lo sabemos ya desde hace mucho...”, “¿de ver-
dad tengo que informar sobre esto?”, “¿para qué ocuparnos
con estas tonterías?” Y la rechaza. Él mismo sentirá su déficit
de legitimación para hacerlo. También la inseguridad que le
queda después. ¿Y el colaborador? Lo que a uno le parece im-
portante no vale nada para el otro. La resistencia es especial-
mente intensa cuando se da preferencia a premiar y poner en
práctica las propuestas que elevan la eficiencia, pero no las que
mejoran las condiciones laborales. El colaborador siempre per-
cibirá el rechazo como injusto, dando absolutamente igual que
el examinador sea de otra opinión. Sobre todo si la propuesta
ha sido después enviada al miserable teatro de la pasarela pú-
blica. Y cuando alguien siente que le tratan injustamente, que-
rrá, con seguridad mecánica, demostrar que el “otro” ha come-
tido actos injustos. Se vengará cada día un poco.
La aparente justicia basada en el carácter de transacción de
la prima es ilusoria. Igualmente, las sistematizaciones, a veces
impresionantes, del Buzón Empresarial de Ideas emprendidas
en algunas empresas llevan tan solo a una racionalización apa-
rente de la injusticia. Una victoria pírrica.
Probablemente, es en la prima misma donde podemos encon-
trar una razón esencial del tratamiento, tan costoso en dinero y en
tiempo, que se dedica a las propuestas de mejora. Se trata del in-
tento desesperado de lograr justicia otorgando y midiendo las pri-
mas: es como caer de rodillas ante la engañosa esperanza de que
un premio es tanto más justo cuanto mejor se lo pueda calcular.

¡No a las drogas!

Pregúntese usted a sí mismo: ¿debería existir el Buzón


Empresarial de Ideas? Cualquier persona que piense sobria-
mente estará de acuerdo en que sería mejor que pudiésemos
renunciar por completo a este sistema de una inteligencia que
se conforma con arreglos superficiales.
147
El mito de la motivación

Por tanto, ¡suprimamos el Buzón Empresarial de Ideas!


Cuando menos, creemos las condiciones marco para que se
vuelva superfluo este hijo de la crisis y de la desconfianza. Aquí
hay una oportunidad real de reducir costes. Ahorrémonos esta
gigantesca y equivocada inversión que se limita a gestionar la
carencia y que, por el simple hecho de existir, impide una au-
téntica participación en procesos creativos (y no crea usted que
podríamos agarrarnos al BEI “solo de momento”, durante una
especie de fase de tránsito. Ocurre como en la fractura de un
hueso: el entablillamiento también puede estar fijando una
postura viciada).
Dejemos ya de convertir nuestras empresas en una cultura
del mimo con esa costosísima política del anzuelo. Bien puede
ser que, sin primas, algunas propuestas no lleguen nunca a ver
la luz (al menos no en este preciso momento). Pero esas pro-
puestas ¿valdrían tanto como sus gigantescos costes, a los que
hay que añadir especialmente los muchos y desastrosos efectos
secundarios? La única razón por la que las empresas se aferran
al BEI es la de vanagloriarse con vertiginosas cifras de pro-
puestas (lo cual tienen por buena señal), llegando a cuantificar
con mucho aparato incluso el ahorro de costes que suponen.
Pero, entre tanto, no dedican ni un solo momento a los efectos
a la larga y secundarios que esta política adictiva ejerce sobre la
vida interna de la empresa. Si es verdad que las propuestas, tal
como se pronostica, van a descender en torno al 40%, ello se-
ría —en primer lugar— un interesante indicio sobre el estado
de la cultura empresarial, y por tanto un llamamiento a la ac-
ción, y —en segundo lugar— no tendríamos que apenarnos,
como poco, por la mitad de esas propuestas perdidas, pues de
cualquier manera no habrían tenido más que un valor como
entretenimiento.
Pero ¿qué ocurre entonces con el otro 20% de las que sí con-
tribuirían a minimizar costes en la empresa? Eso sí es un asunto
esencial. Desde mi punto de vista, el Buzón Empresarial de
Ideas es un camino falso hasta el absurdo para hacer aflorar las
reservas creativas de los colaboradores. Y eso está en conexión
con una concepción, completamente superada, que es un fun-
148
Las ideas dan dinero. ¿Da el dinero también ideas?

damento del BEI. Para esa concepción, la propuesta de mejora


es un número extra al alcance de pocos colaboradores, algo en
realidad fuera de lo corriente, inesperado (en la industria quími-
ca, por ejemplo, tan solo un promedio del 8% de los trabajado-
res participan en el Buzón Empresarial de Ideas). Un servicio
extraordinario, además, ensalzado moralmente: muchos llama-
mientos a la participación están formulados en tono tan peren-
torio, que quien no quiera tomar parte en este torneo de exhibi-
ción andará por la empresa con muy mala conciencia. Todo esto
es un modo de pensar propio de la primera época industrial.
Una vez más, centrémonos en el problema organizativo
originario: la cuestión es conseguir que el colaborador creativo
se considere responsable para ayudar a resolver problemas
constantemente. La cuestión es integrar la creatividad y la me-
jora permanente en el proceso directivo diario. La cuestión es
crear las condiciones marco para que la mejora sea cotidiana,
para que sea exactamente esto:

• No la excepción, sino la regla.


• No un deber moral, sino algo evidente.
• No algo para unos pocos, sino para todos. ¡Que todos
asuman la dirección!

El BEI delega una de las tareas directivas, el “aprendizaje


en común”, en manos de un sistema de incentivos. Así, los di-
rectivos no necesitan afrontar la responsabilidad, pudiendo
permanecer pasivos.
Consideremos como ejemplo la seguridad laboral, asunto
sobre el que, por regla general, versan un tercio de las pro-
puestas. No puede ser verdad que las mejoras en este área, que
devora cada año miles de millones en costes, las integremos en
una política del anzuelo, gratificándolas como servicios extra-
ordinarios y, para rizar el rizo, recubriéndolas con un barniz
moralista. Aquí, por el contrario, hay que asumir activamente
la dirección. Aquí la dirección tiene que formular expectati-
vas claras y conseguir un acuerdo para alcanzar objetivos.
Aquí hay que lograr que las iniciativas de mejora y la creativi-
149
El mito de la motivación

dad —que por ello quedarán vinculadas a la valoración gene-


ral del rendimiento— se conviertan en un elemento irrenun-
ciable del proceso directivo diario.
Eso sería la buena y vieja tarea directiva a pie de obra, una
tarea que —tomada en serio y puesta en práctica de forma co-
herente— funciona, ahorrando a la empresa más costes de los
que se pueda ganar por medio de todo el activismo motivador.
Que, siguiendo la moda, haya que llamarlo “kaizen” o
“KVP”2, eso bien puede decidirlo cada uno. Lo importante es:
todos los colaboradores pueden y deben participar, indepen-
dientemente de si trabajan solos, en equipos especiales kaizen
o en círculos de calidad. Lo importante no es la propuesta de
mejora, sino mejorar sistemáticamente. No es la repentina idea
brillante lo que hay que premiar, sino el trabajo común, aje-
rárquico y dialógico en los procesos cotidianos de optimiza-
ción. Se trata del continuo intercambio de experiencias por
parte de todos los implicados.
Debemos dar la razón a Guido Sandler, miembro del
Consejo de August Oetker: “Si los colaboradores se mantienen
en contacto con sus jefes y mejoran entre todos trabajando en
grupo, no me hace falta ningún Buzón Empresarial de Ideas”.
Eso es: la cuestión es tener creatividad para resolver infinitos
problemas, grandes y pequeños, para encontrar muchas posi-
bilidades de mejora. Mejor es una mejora permanente y no-
burocrática hecha entre todos, que no una mejora excepcio-
nal, burocrática y costosísima hecha por individuos.

Invertir en creatividad

Cualquiera lo sabe: si fuésemos más innovadores podríamos


olvidarnos tranquilamente de todas las llamadas “desventajas
regionales”, desde los costes salariales accesorios hasta los pro-
cedimientos de autorización. Si hemos de sobrevivir económi-
camente con un alto nivel en nuestra región (Alemania), será
2
KVP = Kontinuerlicher Verbesserungsprozess, Proceso de mejora continua (N.d.t.).

150
Las ideas dan dinero. ¿Da el dinero también ideas?

solo gracias al desarrollo del conocimiento y a la alta velocidad


para poner en práctica innovaciones. ¿Es para ello el BEI el ca-
mino adecuado?
No: el BEI es la quintaesencia de la anticreatividad. Un
pozo fétido de la primera época industrial, que intenta reme-
diar la falta de competencias de los colaboradores por medio
de recompensas, desatendiendo así las condiciones que permi-
ten la prestación de un rendimiento. Pero la creatividad no se
deja incentivar con dinero. La creatividad surge de divertirse
aprendiendo, y florecerá solo en una cultura de la confianza
que sea tomada realmente en serio. Para el comportamiento
directivo, esto significa: ¡no ceder a la presión, no justificarse!
Bajo la obligación de tener que justificarse, no prospera nin-
guna creatividad.
¡Invirtamos en la capacidad de rendir creativamente de
nuestros colaboradores, en lugar de remirar con desconfianza
su disposición al rendimiento! Así, me parece que merece más
la pena que nos ocupemos con mayor intensidad del tema “cre-
atividad” y de las condiciones para ella, por ejemplo en works-
hops. Hoy ya se discute parcialmente sobre esto bajo la rúbrica
“organización inteligente”. Pero Organización Inteligente y
Buzón Empresarial de Ideas son como el ratón y el gato.
En 3M —una de las empresas más innovadoras del
mundo—, se ha suprimido el BEI no hace mucho. Por la
razón de que resultaría anacrónico seguir recompensando
adicionalmente la creatividad a comienzos del tercer mile-
nio y en una empresa cuya existencia ha dependido tradi-
cionalmente, y depende cada día más, de su capacidad in-
novadora.
Pero al examinar el BEI, lo primero que debemos hacer es
“des”-aprender algo: esa capacidad nuestra de aferrarnos a una
equivocación y darle nuestro consentimiento hasta el extremo
de identificarnos completamente con ella.

151
El mito de la motivación

Buzón Empresarial de Ideas Innovation Management

Desconfianza: los colaboradores Confianza: los colaboradores


se guardan conscientemente sus quieren ser creativos.
reservas de creatividad.

Propuestas relativas al ámbito de Propuestas relativas al propio


competencias de otros. ámbito de compentencias.

Propuestas como excepción. Mejora como comportamiento


usual.

Llamamientos moralizantes. Práctica habitual natural.

Pocos participantes. Participantes: toda la plantilla.

Interés centrado en irregularida- Interés centrado en procesos


des concretas. orientados al cliente.

Propuestas, por regla general, Mejora en equipo (cooperación).


planteadas por individuos.

Directivos “no tenidos en cuenta”. Directivos tenidos en cuenta.

Primas. No hay primas.

Redactar propuestas en vez de Actuar en vez de redactar pro-


actuar. puestas.

Gran aparato burocrático. Pragmatismo no-burocrático.

Valoración realizada por una Innovación y creatividad como


instancia central (retrocesión de tareas directivas.
la responsabilidad directiva).

152
Introducción

Capítulo 12

La pasividad como
concepto directivo

Para el directivo, el recurso a sistemas


de incentivos autorregulados es una
declaración de insolvencia

“¡La motivación de los colaboradores es la clave del éxito!”


Así se anuncia un libro sobre “La motivación de los colabo-
radores. Métodos-Concepciones-Ejemplos de éxitos”. De
acuerdo. Pero entonces viene una frase digna de notarse: el
libro, dirigido “tanto al empresario como al manager, tanto
al director de un departamento como al profesional liberal”,
se ha fijado como tarea “mostrarles métodos y ejemplos con-
cretos de cómo pueden motivar a sus colaboradores con toda
efectividad... y, aun así, seguir siendo una persona”. ¡Vaya!
Parece entonces que alguien ha percibido una particular co-
nexión entre el peligro de la deshumanización de los directi-
vos y la tarea (que ellos se arrogan) de motivar a los colabora-
dores.
Motivar y, al tiempo, seguir siendo persona parece un
problema. ¿Acaso será que motivar no es un trabajo más o
menos limpio? La revista suiza de management “IO” lo tiene
muy claro: “¡Desarrolle usted su sistema salarial convirtiéndolo
en un instrumento de dirección altamente efectivo! Descubra
153
El mito de la motivación

las reservas de motivación del actual esquema retributivo”. Este


es el modo de insinuar la “utilidad” que los directivos saca-
rán de esos sistemas motivadores que parecen “autorregula-
dos”. Pues, además de la automática regulación de costes y
de la consiguiente sensación de haber actuado con justicia,
los sistemas de incentivos formal-organizatorios ofrecen me-
cánicamente una tercera ventaja: los directivos pueden per-
manecer pasivos. Pueden sentirse exentos de la incómoda ta-
rea de tener que hablar claramente con sus colaboradores
sobre algún fallo en su rendimiento, pues estos ya se están
perjudicando a sí mismos. En lugar de decir a las claras:
“¡No estoy contento con su rendimiento!”, queda instalado
un refinado instrumental de incentivos para tapar el “aguje-
ro motivacional”, observado o meramente imaginario, entre
dirigentes y dirigidos. Las bonificaciones como estrategia
para evadirse de los conflictos. No hacer nada como concep-
ción directiva. Una herencia completamente malentendida
de la ideología del “pensar en positivo” –“elogiar siem-
pre”–“dirigir sin conflicto”.
Bajo esta óptica, en la solicitud de instrumentos motivado-
res se hace reconocible una simple concepción basada en la pa-
sividad. El deseo de técnicas motivadoras se debe muchas ve-
ces nada más que a la necesidad de esquivar la comunicación
abierta y el peso de los conflictos.
Esquivar, una conducta que adoptan gustosamente esos
directivos que quieren evadirse de prestar atención directa a
los demás y de cultivar intensamente las relaciones interperso-
nales. Pero, por otra parte, esquivar es también una manera de
rehuir un problema que se haya presentado, olvidándolo, sin
querer afrontarlo o, simplemente, no atreviéndose a resolverlo.
Y el problema se llama... dirigir. Dirigir en el sentido más
completo de la palabra. Los superiores traspasan su autoridad al
sistema de incentivos. En la solicitud de sistemas de estímulos
podemos reconocer el intento de muchos directivos (sobre to-
do los débiles) para no hacer precisamente aquello por lo que
les pagan. Pues parece que así la cosa se dirige por sí misma. Y
eso tiene sus ventajas.
154
La pasividad como concepto directivo

La exculpación del directivo

Una de las ventajas ya la hemos mencionado: el sistema pena-


liza y recompensa sin que tengamos que intervenir. Otra es
que: el directivo mismo deja de estar en el punto de mira co-
mo posible causa de la desmotivación de sus colaboradores. El
directivo recurre a sistemas de incentivos para mantener lejos
de sí dos cosas: sus colaboradores y sus tareas directivas.
Dispone la situación de manera que él nunca pueda equivo-
carse. Nunca será responsable. En todo caso, será que el siste-
ma de incentivos no está ajustado correctamente.
La ausencia de riesgos de este proceder se oculta a ojos de
todos. Quedan ocultos problemas que están en conexión con
el comportamiento de estos directivos como tales, con su frial-
dad social y sus carencias a la hora de prestar atención a los de-
más. En pocas (malas) palabras: exculpación del directivo e in-
culpación del sistema.
Dado que uno mismo no entra en consideración como
causa, no necesita entonces hacer nada al respecto. En vez de
ello, tratamos solo los síntomas de la enfermedad. Se hace como
si no existiera el capítulo de gastos “estilo directivo”. También
puede ser que al superior le disguste la mentalidad del aprieta-
tuercas, o que el interesarse con sensibilidad y atención perma-
nente por la situación motivacional del colaborador le robe
demasiado tiempo o le parezca algo demasiado confuso; pero
en ese caso, también para este directivo se aclarará la situación:
¡el dinero gobierna el mundo! Sin adornarlo más, se apuesta
por la virtud “preventiva” de las retribuciones flexibles y de la
retención a cuenta por desconfianza (el malus), en lugar de in-
vestigar más seriamente las causas. El problema directivo pare-
ce resuelto; el déficit motivacional deja de ser una preocupa-
ción; la desmotivación está superada gracias a una falsa acción
directiva.
Pero los sistemas de incentivos no superan nada; eluden.
Son una compensación de las verdaderas causas de la desmoti-
vación y de la conducta retraída. Más aún, tienden a reempla-
zar a la dirección: son —tan simplemente como parecen fun-
155
El mito de la motivación

cionar— (co-)responsables de que hoy se dirija de un modo


tan poco activo.
Hemos dicho al comienzo de este libro que los directivos
asumen la responsabilidad de algo que de ninguna manera for-
ma parte de sus competencias: la motivación de sus colabora-
dores. De esta manera, se hallan sobreresponsabilizados, es de-
cir: cargan con la responsabilidad por la motivación de otros, y
entonces —¡extraña paradoja!— sienten que los sistemas de
incentivos les alivian agradablemente el lastre y el gasto de
tiempo de actuar dirigiendo activamente. En este sentido, se
comportan de manera infraresponsable: sobre todo ante las
consecuencias de los sistemas de incentivos, que —como ya
mostramos— radican en los efectos secundarios y a la larga de
la acción motivadora, de la infantilización, del no tomar en se-
rio a las personas. Para el directivo, el recurso a sistemas de in-
centivos autorregulados es una declaración de insolvencia.
Entre los mecanismos internos de la pasividad y de la acti-
tud esquiva frente a los problemas se halla el ya descrito me-
nosprecio en todas sus manifestaciones: menosprecio del pro-
pio directivo (“¡No sé cómo dirigir!”), del colaborador (“¡No
eres un asociado al que pueda tomarse en serio ni con quien
pueda llegarse a acuerdos!”) y, también, de la situación proble-
mática concreta del mercado. Con mucha frecuencia compro-
bamos en la práctica cómo las generalizaciones lingüísticas sir-
ven para rehuir la solución de un problema concreto
“hinchándolo”: por ejemplo, cuando la discusión sobre la men-
gua en el rendimiento de un colaborador desemboca en la
cuestión de si el dinero hoy sigue o no motivando, de si vivi-
mos o no en una sociedad competitiva... Las alternativas para
resolver el problema son desestimadas, menospreciadas.

Una lógica contraria al rendimiento

“Pero la evolución del mix de productos hay que controlarla


mediante bonificaciones...” Sobre las consecuencias de este
enfoque ya me he pronunciado antes. Lo que me interesa en
156
La pasividad como concepto directivo

este punto es algo distinto: el proceso por el que se disocia de


la remuneración base una parte variable para considerarla co-
mo retribución por objetivos sigue una lógica condicional
que, fundamentalmente, podría decirse que es contraria al
rendimiento. Supongamos el caso de un director de grupo
que liga su retribución variable a la realización de determina-
dos proyectos. Su directivo le está diciendo de manera implíci-
ta: “Si consigues realizar los proyectos (cosa que en principio
no me creo), entonces obtendrás este dinero”. La auténtica
enormidad radica precisamente en el hecho de que el directi-
vo acepte por un solo momento esa condición “si..., enton-
ces...”. De un modo absurdo, la duda implícita redefine la
consecución de los objetivos como algo dependiente del libre
albedrío del colaborador, el cual, sin embargo, acaba precisa-
mente de comprometerse a ella por un acuerdo hace solo un
momento.
La tarea de un directivo es dirigir a una persona o grupo
conforme a unos objetivos y una situación. Para ello, llega a
acuerdos. En tal caso, debe perseverar en que esos acuerdos se
respeten. Pues un acuerdo es un acuerdo. Sin condiciones y
sin peros. Un acuerdo que no haya que tomar en serio y que
no esté tomado en serio no es un acuerdo.
Estas reflexiones dejan al descubierto el fundamento con-
trario al rendimiento: resulta patente por completo que estos
mecanismos no tienen nada que ver con la dirección de una
empresa conforme a unos objetivos, sino, antes que cualquier
otra cosa, con simples amenazas de castigo y con la satisfac-
ción de un sentido de la justicia totalmente desorientado que,
en conjunto, no hace avanzar ni un solo paso en dirección a
los objetivos empresariales. El directivo se contenta con la pe-
nalización, satisfaciendo así cierto sentido de la justicia, pero
acepta por lo demás que el colaborador no va a conseguir los
objetivos. La consecución de los mismos aparece en la segunda
parte, después de la amenaza.
Pero esto no puede ser lo que realmente se pretende. Los
directores de grupo están ahí para dirigir grupos. Los directo-
res de departamento están ahí para dirigir departamentos.
157
El mito de la motivación

¿Qué clase de directivos son estos, que dejan que mutuos com-
promisos adquiridos y tratos claros degeneren hasta carecer de
significado y perder su carácter vinculante? Quizá pudiera de-
cirse en favor de los sistemas de incentivos que funcionan co-
mo una ayuda y un apoyo para directivos débiles: pero incluso
siendo así, quien haga de ese efecto el verdadero objetivo de
los sistemas de incentivos autorregulados estará proclamando
públicamente que abdica de cualquier tarea directiva. Ya no
será un directivo; será una marioneta de la acción motivadora
de la empresa. El (relativo) éxito no deja ver las consecuencias de
la autodesvalorización. Tanto en un caso como en otro: cual-
quier acción motivadora externa destruye la motivación inter-
na.
En sus últimas consecuencias, por tanto, la institucionali-
zación de sistemas de incentivos autorregulados equivale al
menosprecio de sí mismo por parte del directivo. En vez de
construir una cercanía respecto al colaborador, es un sistema
lo que queda instalado entre jefe y colaborador. Eso produce
distancia. De modo análogo a como los sistemas motivadores
generan entre los trabajadores pasividad y actitud consumista
(“¡Sin bonificación aquí no funciona nada!”), su resultado en-
tre los directivos es que estos esquivan la comunicación abierta
y automutilan sus funciones. Entonces ya no queda más tarea
directiva que mirar y estimular.
Pero la pasividad no es solo una cámara de reposo para di-
rectivos. Pues también los colaboradores experimentan las pe-
nas que causa el no querer hacerse responsable. A veces son los
productos defectuosos, a veces es que no resulta la colabora-
ción con el departamento de márketing; ahora los coches de la
empresa se han puesto imposibles, ahora la información es de-
masiado escasa, la libertad de acción demasiado restringida, las
remuneraciones demasiado bajas, las demasiadas horas extras.
Y es que, oiremos decir, el sistema jerárquico convierte por
principio a todos en perdedores, no da a la persona casi ningu-
na oportunidad de desarrollar su individualidad, reprime sin
misericordia a los outsiders y luego... que tal como va el aguje-
ro de ozono, en 20 años aquí no quedamos ninguno. Además,
158
La pasividad como concepto directivo

que la mayoría de los directivos son completamente incapaces.


Ni por una sola de vez terminan de conseguir... motivarme.
“Mentalidad de niños malcriados”, se dice el superior a sí
mismo. Y, en efecto, la actitud de mantenerse a la expectativa
con ese “ahora-motívame-bien” caracteriza a muchos colabo-
radores. ¡Se está tan bien no queriendo responsabilidades!
Creen que no entra en sus competencias y se remiten a “los de
arriba”, a procesos irremediables o a la “situación”. Sustra-
yéndose a las exigencias de la autorresponsabilidad, entran en
acción a duras penas... pero siempre entre lamentaciones. Lo
nefasto de ello para el colaborador es que así se está perjudi-
cando a sí mismo: pues quejarse y mantenerse pasivo, no hacer
nada constructivo para arreglar el asunto son actitudes que tri-
turan a la persona y dañan la propia autoestima. Y lo hacen de
una forma apenas perceptible, pero por eso mismo tanto más
permanente.

Desertores

Por tanto, los sistemas de incentivos autorregulados pueden


conseguirlo: los directivos desertan en masa de sus verdaderas
tareas y buscan entre la maquinaria de la acción motivadora. A
la razón instrumental no le queda ya más que un fin, a saber:
poder mantenerse pasivo y no tener que responsabilizarse. No
creo que esto sorprenda a nadie, dado que ha sido mediante
mecanismos motivadores cómo la mayoría de los directivos
han sido estimulados para asumir una tarea señalada por el di-
nero y el estatus que proporciona. Raramente están ahí porque
realmente quieran dirigir, porque les divierta tratar con las
personas. Suele bastarles con el poder, con exhibir el número
de sus colaboradores como insignia de su estatus; por lo de-
más, les atrae poder seguir resolviendo problemas de su espe-
cialidad sin que les molesten. Y, de este modo, la empresa sue-
le encontrarse dos problemas a la hora de nombrar directivo a
uno de sus trabajadores: pierde un buen gestor especializado y
gana un directivo débil. Al observar cuánto tiempo están los
159
El mito de la motivación

directivos dispuestos a invertir en tareas de auténtica dirección


(y no de mera gestión de grupos) me resulta cada vez más cla-
ro que los directivos ganan dinero a cambio de algo que no ha-
cen en absoluto: dirigir. Tales managers agradecerán que los
sistemas autorregulados les priven de gran parte de aquello
que ellos entienden como tareas de dirección (o sea: ¡moti-
var!).
Por tanto, mientras continuemos empleando incentivos
para hacer atractiva la “dirección” como un fin profesional y
sigamos creando directivos como hasta hoy, tengo pocas espe-
ranzas de que podamos dejar atrás estos sistemas que formen-
tan la pasividad y cuyos hijos son estos mismos directivos. Y
los directivos no renunciarán a los mecanismos de la acción
motivadora mientras esta les prometa alguna ganancia en pasi-
vidad.
Mi propósito, en cambio, es que la dirección sea asumida;
mi propósito es sacarla de ese estado de flaqueza del que ella
misma es responsable. Mi propósito es que la tarea directiva
vuelva a ser la tarea directiva. Que las personas se alegren y se
diviertan con lo que hacen antes de las cinco de la tarde. Y no
solo después de las cinco. Cómo puede conseguirse tal cosa,
cuál es la opción “positiva”, lo sabremos en la parte tercera,
Dirigir (hasta ese momento pido al lector con prisa que tenga
aún algo de paciencia).

160
Introducción

Capítulo 13

Pasando revista
a la devaluación

La devaluación genera costes que anulan


el efecto al que se aspiraba

Llego ahora al argumento central contra la charlatanería de la


acción motivadora en nuestras empresas. Así que en este mo-
mento hago sonar una irónica campanilla y reclamo toda la
atención del auditorio. Ya introduciendo el tema, reconocí
que la acción motivadora tiene “éxito” a corto plazo al adap-
tarse el colaborador al sistema de seducción, pero señalé los
efectos a la larga y secundarios de tal “éxito”. He comparado al
directivo motivador con un empresario que, como embrujado,
no puede apartar la vista de la curva ascendente de ventas (los
resultados en la adaptación de los colaboradores), pero sin de-
dicar una sola mirada a la evolución de los costes. Y si actúa así
es, ante todo, porque los costes, que se están generando per-
manentemente, solo serán reconocibles —si es que llegan a
serlo— con efectos retardados, e incluso entonces muy difícil-
mente podría nadie remontarse en sus causas hasta hallar el
origen.
Al llegar a este punto debatiendo con managers, suelen ob-
jetarme que tal variable, no siendo medible, tampoco puede
ser una guía para la acción. Yo entonces respondo que lo real-
161
El mito de la motivación

mente decisivo para un manager bien puede ser reflexionar so-


bre si un factor es importante, pero no sobre si es medible. Hay
que prestar atención a lo importante, también cuando tenga-
mos que renunciar a registros cuantitativos. Sería simplemente
absurdo no darse por enterado de algo importante tan solo
porque se escapa a una medición exacta. El directivo que lo ig-
nore se asemejaría al hombre que perdió sus llaves por la no-
che y se puso a buscarlas cerca de un farol. Otro que pasaba
por allí, ofreciéndose a ayudarle, le preguntó: “¿Y por dónde
han caído las llaves?” “Por allí”, le respondió el hombre, “pero
allí no hay nada de luz”.
Me dispongo a tratar ahora mismo estas consecuencias
ocultas, estas formas de reaccionar frente a la acción motiva-
dora que no son medibles y que se manifiestan a la larga y
como efectos secundarios. Y pretendo llegar hasta su influen-
cia en la totalidad de la cultura empresarial, que, bajo la du-
dosa luz de la acción motivadora, se convierte en una cultura
de la devaluación. En ese sentido, la mirada se centra espe-
cialmente en el desmotivado evitador de fracasos, ese colabo-
rador que está sacando adelante el programa “seguridad ab-
soluta” y que, de manera mecánica, es más tarde o más
temprano el resultado de la acción motivadora. Aplicaremos
en lo que sigue una argumentación más bien psicologista,
como medio de bondad probada para desvelar esa acción
oculta.

Máquinas estímulo-respuesta

Como ya se expuso antes, muchos directivos parten de que so-


lo con inventarse un instrumental lo bastante refinado bastará
para llevar a las personas a hacer lo que no harían voluntaria-
mente (siendo usual que, además, esperen no solo que los co-
laboradores lo hagan, sino que —debidamente “motivados”—
también les guste hacerlo). La presuposición que se esconde
tras ello es que las personas tienden a ser objetores laborales y a
escamotear al empresario una parte del rendimiento acordado,
162
Pasando revista a la devaluación

y esto representa ya de por sí una devaluación. Si además se re-


curre a teorías motivadoras que ven al ser humano como un
manojo de necesidades escalonadas jerárquicamente y que re-
comiendan controlar su voluntad conforme a nuestros objetivos
manejando la perspectiva de la satisfacción de esas necesidades
(“¡todo se puede comprar!”), entonces no puede haber ya nin-
guna duda sobre qué imagen tenemos del ser humano. “Los
colaboradores son máquinas que hay que ‘engrasar’ para po-
nerlas en marcha”. Un cinismo que suscitará la burlona apro-
bación de todos aquellos que se han incorporado al pelotón de
la devaluación tan desvergonzadamente, que se ven en cabeza
al término de cada etapa.
Pero no queda ahí la cosa: el modo mecanicista de pensar
ve a las personas como máquinas estímulo-respuesta, compa-
rables a perros de Pavlov a los que se les hace la boca agua en
cuanto se da la señal con una campanilla. La teoría del cuerpo
animal como un autómata, formulada por el filósofo René
Descartes (1596-1650), celebra con ello su feliz resurrección.
Descartes imaginaba estos autómatas como seres sin sentido
cuyo funcionamiento planteaba tan solo el problema del “có-
mo” (la típica pregunta de los managers, recordará el lector),
pero no el del “para qué”. Cuerpos huecos, sin interioridad de
ninguna clase. La pura finalidad de estos animales-máquina es
su funcionamiento, en el que los inputs determinan forzosa-
mente los outputs según las leyes de la mecánica: estímulo-res-
puesta-estímulo-respuesta, etc.
La acción motivadora se basa esencialmente en este bien
conocido modelo ideal, denominado trivial machine por el
teórico de sistemas Heinz v. Foerster: si aprieto a este botón de
aquí, se encenderá la luz allí. Y si aun así seguimos a oscuras,
entonces nos encontramos ante algún trastorno que habrá que
investigar y remediar según el mismo esquema. Por lo tanto,
todo es completamente sencillo. ¿Libertad humana? ¿Autode-
terminación? ¿Los seres humanos como sistemas altamente
complejos en su búsqueda del sentido? ¡Paparruchas!
Para componer sus cebos, los correspondientes mecanis-
mos motivadores recurren (antes exclusivamente, hoy todavía
163
El mito de la motivación

en la mayoría de los casos) al arsenal de la economía. Se supone


que estimulan el dinero, los coches, un poder bien visible. Pero
lo económico —como J. Lopez ha demostrado plausiblemen-
te— pertenece a los condicionamientos externos de la acción
humana. El ser humano, sin embargo, al sentir, querer y ac-
tuar, está marcado muy esencialmente por condicionamientos
internos como los valores, los ideales y la moral. La acción
motivadora externa ignora ese ámbito, y todo lo que puede te-
ner un sentido para el ser humano lo reduce a lo que se supo-
ne que posee validez para todos: lo económico. Y con ello está
aceptando pagar un alto precio.
Que esta manera de pensar devalúa resulta evidente. Algo
de esta devaluación oculta se hace aún tangible cuando pre-
guntamos a empleados en puestos de gestión si les gusta que
otros les motiven aplicando técnicas de alguna clase (¡prué-
benlo!). En esa situación, como por encanto, ¡cuánta orienta-
ción idealista vemos aparecer, cuántas acrobacias metafísicas
con los valores, cuántas ideas de autorrealización y modelos de
sentido! No quieren que otro los motive; están, o quieren estar,
motivados. Pero eso (¡naturalmente!) no puede aplicarse a los
colaboradores tomados en conjunto; porque, ya se sabe, hay
que...
Con que la salchicha que se pone ante la nariz del colabo-
rador se haya tostado hasta estar lo bastante crujiente, con que
la zanahoria que se balancea ante los ojos turbios del asno pa-
rezca lo bastante jugosa, entonces —¡hop!— ahí tenemos al
colaborador, que antes se arrastraba con pereza, alzándose aho-
ra vibrante hasta insospechadas cotas de rendimiento. En los
anuncios a doble página de una empresa automovilística ale-
mana, conocida mundialmente por su dinámica imagen y por
la “alegría de conducir”, leemos así esa misma idea: “El modo
más moderno de promocionar a su personal. Leasing motiva-
cional (...) Su colaborador recibirá un vehículo para viajes de
empresa y para uso privado. Por un momento, compare sere-
namente este modelo motivacional con un sustancial aumento
de sueldo. Con el mismo gasto para la empresa, el valor neto y
el efecto motivador desde el punto de vista del colaborador
164
Pasando revista a la devaluación

son incomparablemente más elevados. (...) No hay duda, este


modo de promoción libera energías adicionales. En forma de
una implicación y una identificación con su empresa aún más
intensas. Como el propio término lo dice: leasing motivacio-
nal”. En un cálculo comparativo directamente grotesco, la
empresa tiene la frescura de dar un valor del 44% para el
“efecto motivacional” de un aumento retributivo de 670 mar-
cos brutos al mes, mientras que al leasing de un coche de em-
presa de serie media superior se le calcula un “valor motivacio-
nal” de exactamente el 76%. Hay que pensar que los
consumidores son declaradamente lerdos para creer que se po-
drá hacerles tragar estos —me atreveré a decir— métodos de
flautistas de Hamelín (pero el problema rara vez son los flau-
tistas, sino las ratas).

El reembolso (pay off)

Esta problemática se plantea todavía con mayor claridad en el


caso de colaboradores presa del desentendimiento. Apenas na-
die se ocupará seriamente de las razones de su dimisión moral.
Apenas nadie preguntará cómo es que aún aguantan ahí. Apenas
nadie se esforzará seriamente por ser de alguna ayuda. En el
caso preciso de los evitadores de fracasos, no habrá manera de
llegar a ellos si nos limitamos a considerar que su ausencia de
disposición al rendimiento tiene la culpa de su desmotivación,
pero hacemos como si no existieran condiciones marco des-
motivadoras. Bien pueden los directivos hablarles y darles pal-
maditas en la mejilla con la mayor amabilidad posible: el défi-
cit motivacional (¡aquí nadie dejará de verlo!) ha surgido por
alguna razón, por una razón que rara vez podremos encontrar
en las malas intenciones o en la vaguería “innata” de los cola-
boradores. Cuando en un colaborador no se cumplen las ex-
pectativas de rendimiento, quizá sean estas las que primero ha-
ya que someter a prueba. Acaso sea que su incorporación
despertó expectativas que luego no se han cumplido. Acaso el
colaborador está infra/sobreexigido. Acaso se le ha colocado en
165
El mito de la motivación

el sitio equivocado, en un trabajo quizá que él en realidad no


quiere. A estas personas no podré llegar usando la acción moti-
vadora ni reflotando su disposición al rendimiento, pues en
ese caso estaré hundiéndolos más en la desmotivación. Pues
esto tiene su importancia: cuando solo se tratan los síntomas,
tanta más rudeza se pone en el tratamiento. El efecto llega a
convertirse en causa. Y así puede uno quedarse pasivo. Nunca
terminan las discusiones sobre la cuantía de la “indemniza-
ción”. Pero es al contrario: no tomarse en serio las causas de la
desmotivación, pretendiendo vadear así el déficit motivacional
solo con amenazas y castigos, significa no tomarse en serio a la
persona, lo que a su vez significa hacer más profunda la des-
motivación.
Muy pocos de los afectados son conscientes de que esta
forma de pensar supone una devaluación. Pero en nosotros
existe un órgano muy sensible que registra con exactitud todas
estas pequeñas devaluaciones, este mirar a los demás solo de
pasada, este no-tomar-realmente-en-serio: este órgano se llama
“autoestima” (más adelante volveré sobre ello). Es capaz de
percibir incluso cosas apenas perceptibles. Desvela lo que la
psicología denomina “transacciones veladas” (esto es, informa-
ciones transmitidas junto a la información “patente” o por de-
bajo de ella). Lleva una contabilidad meticulosa y exacta de si
aquel que tenemos enfrente nos respeta realmente, nos toma
realmente en serio, o de si su intención es echarnos el anzuelo,
seducirnos y “jugárnosla”. Lo esencial del asunto es que la per-
sona lo capta. Lo sabe en lo profundo de sí, sin ser siempre
consciente de ello. Sabe que va recolectando y acumulando
sensaciones inquietantes, coleccionándolas como bonos de
descuento.
Pero esta parte inconsciente de nuestra identidad también
actúa: de modo igualmente velado, o bien abiertamente, se
venga, se resarce —medie o no reflexión— de que la hayan
“engañado” usando algún hábil truco. Se cobra el descuento,
una vez acumulados todos los bonos. Consigue que el mani-
pulador expíe su culpa. En una paradójica inversión, los moti-
vados convierten en víctimas a los motivadores: hacen que se
166
Pasando revista a la devaluación

les reembolse por la pérdida autoculpable de su dignidad. En


psicología esta reacción se denomina pay off...: reembolso.
Las situaciones de pay off son puestas en escena con gran
astucia: empezando por el sutil rechazo a cooperar, la factura
por gastos de viaje manipulada, las “deducciones” privadas
de material de oficina o de productos, las habituales “vaca-
ciones” por enfermedad, la asociación de descontentos en el
que se “mata” el tiempo con sentimientos legítimos, el des-
vío de energías hacia actividades ajenas al trabajo, y termi-
nando en el extremo de la autojubilación. A primera vista,
resultaría difícil establecer una relación causal reconstruible
entre estos reembolsos y la devaluación precedente. Y, sin
embargo —y según todo cuanto sabemos al respecto—, tie-
nen “mucho sentido” como reacciones de la autoestima ame-
nazada.

Acción motivadora desenmascarada

Más consecuencias aún aparecen en el caso de que la acción


motivadora no actúe de modo manifiesto, pero sí transparente
para los colaboradores: el sentimiento de autoestima responde
—de modo completamente normal— desarrollando una reac-
ción defensiva manifiesta o latente.
Gracias a Christian Badura conozco el ejemplo de aquella
madre a la que no bastaba que su hijo sacase la basura solo
cuando ella se lo ordenaba. Quería conseguir como fuera que
él lo hiciese por iniciativa propia y, además, que hacerlo le gus-
tara lo más posible. ¡Qué no llegó a ocurrírsele para conseguir-
lo! Después de que fracasaran sus intentos, leyó libros sobre
educación infantil y discutió con expertos, sin dejar de probar
y probar nuevos trucos. Pero su objetivo seguía siendo mera
ilusión. En cuanto le ordenaba que sacara la basura, el chico lo
hacía... a veces a regañadientes y murmurando, pero lo hacía.
Con gusto y por iniciativa propia, eso sí, no lo hacía jamás.
Cuanto más astutos los trucos de la madre, más fuerte se vol-
vía la resistencia del hijo.
167
El mito de la motivación

El problema de la basura es el material del que deducen la


justificación de su trabajo legiones de asesores —pedagogos,
psicólogos, sociólogos y otras autodenominaciones—. Por to-
das partes se ofrecen sin cesar nuevas teorías, interpretaciones y,
sobre todo, remedios (“Las diez reglas de oro de la motiva-
ción”). Pero la primera impresión no engaña: cuanto más arma-
mento acumula una parte, más fuertes se vuelven las resistencias
por la otra. Toda acción sobre alguien genera su reacción. De
modo comparable, podemos observar cómo las nuevas técnicas
del jefe recién llegado de vuelta de un seminario encuentran co-
mo respuesta desconfianza y resistencia. Una reacción com-
prensible. ¿A quién le gustaría convertirse en balón para que
jueguen con él los más recientes métodos motivadores?
Imagínese usted la siguiente escena: el lunes, con la más en-
cantadora de las sonrisas, su jefe le pone a usted sobre la mesa
un buen montón de trabajo. “Usted es el único que podría te-
nerlo listo para el viernes, y el hecho es que la semana pasada
rindió usted tan extraordinariamente...” Suena bien, ¿o no?
Usted sabe que muy difícilmente podrá tenerlo listo para el vier-
nes; pero dice “sí” aunque está pensando “no”. ¿Quién podría
resistirse a tanto encanto? El miércoles se pone usted furioso
(con su jefe, y no —como sería lo correcto— consigo mismo).
El jueves quiere usted telefonear al jefe y... Pero uno tiene que
mantener su palabra. El viernes por la tarde, con el rostro con-
traído de furor, arroja usted el trabajo terminado sobre la mesa
de la secretaria de su jefe (él está ya de fin de semana). Usted ha
aprendido esto: ¡nunca me volverá a pasar nada parecido!
Y usted va a cobrarse el reembolso: en adelante, comienza
por bloquear todo lo que otros pidan. Usted niega su coopera-
ción, se pone muy pronto a la defensiva, dice rápidamente
“¡no puedo!” (en vez de “¡no quiero!”). Se vuelve profundísi-
mamente desconfiado frente a las siniestras artes de seducción
de ese jefe tan entrenado. Usted lo sabe: gracias a la ventaja de
su ejercitada retórica, él volverá ventajosamente a retardar la
aparición del conflicto, pase lo que pase.
Los colaboradores a los que se ha seducido son niños que
se hicieron una quemadura. Debido a la creciente madurez ge-
168
Pasando revista a la devaluación

neral, un buen colaborador se deja hoy manipular nada más


que una vez, si es que se deja. Moraleja: con que se haya sedu-
cido solo en una ocasión, resulta ya imposible cualquier acuer-
do en términos claros. La técnica conversacional, una vez de-
senmascarada, desmotiva con efectos rotundos y duraderos. La
autenticidad del encuentro entre personas queda destruida, el
interlocutor pierde toda credibilidad. El directivo, el “conduc-
tor”, se ha dado a conocer como “seductor”.
Esta seducción muestra como una urgencia por destruir;
hasta tal punto, que se hace casi tangible el menosprecio sub-
yacente: tal es el efecto aniquilador de eso que llaman “técnica
directiva”. Y cuando los trucos y añagazas, poco después de
atizar un fuego que se apaga rápidamente, no son capaces ya
de volver a conseguir la deseada elevación del rendimiento, a
nadie se le ocurre pensar que la semilla del desastre se encon-
traba ya en el gesto manipulador, en un modo de ejercer la di-
rección que, en su raíz, se alimenta del no-tomar-en-serio al
colaborador.

Des-identificación temprana

Con bastante frecuencia, la cadena de la devaluación oculto


comienza ya en la selección de personal (por sus muchas con-
secuencias, la tarea más importante de entre las del manage-
ment). La empresa quiere “motivar” a los candidatos estrella a
que firmen el contrato, y despierta en el peticionario expecta-
tivas de alta tensión. Ya las ofertas de trabajo, en las que por
sistema se busca colaboradores con capacidad directiva, jóve-
nes, dinámicos, altamente cualificados, capaces de imponer
sus puntos de vista, conscientes de su responsabilidad, dotados
para trabajar en equipo, etc., contribuyen a generar la expecta-
tiva de que a los candidatos les aguardan tareas incitantes y ri-
cas en desafíos. Durante la estricta criba de los procesos de se-
lección, sigue dándose pábulo a tales expectativas. En la
entrevista de presentación, la actividad que se ofrece es embe-
llecida, y los problemas silenciados.
169
El mito de la motivación

Y, a continuación, los nuevos colaboradores suelen regresar


al suelo y verse en una actividad que ofrece mucho de rutina,
pero solo muy poco de reto y de posibilidades para la iniciati-
va. El trabajador de servicios externos encuentra por sí mismo
los puntos débiles del producto, sobre los que no se le había
informado hasta entonces. En razón de “circunstancias impre-
visibles”, los presupuestos no resultan tan abundantes como
estaba prometido. La mujer de márketing traduce al alemán
solo prospectos.
En este momento tan temprano puede ya estar comenzando
la des-identificación, la separación “yo/estos”. El colaborador
califica a la empresa de embaucadora, y a sí mismo de embauca-
do. Y eso justifica de ahí en adelante todo cuanto él quiera ha-
cer en perjuicio de la organización. Cuando sea descubierto
embaucando al embaucador, se le estará haciendo algo que, a
su vez, él volverá a utilizar para justificar un futuro ataque a la
organización. Comienza la espiral de la desconfianza recípro-
ca.Terminará arruinándolo todo.
Y no hay absolutamente ninguna razón para ello. Pues un
experimento realizado en una sociedad aseguradora estadouni-
dense llamó la atención sobre tres efectos en virtud de los cuales
un reclutamiento realista influye favorablemente en el proceso
de integración:

a) una mejorada autoselección de los candidatos;


b) los candidatos desarrollan “fuerzas de resistencia inter-
nas” que amortiguan la aparición de efectos secundarios
negativos de su actividad (“efecto vacuna”);
c) quien, a pesar de informaciones negativas, se ofrece pa-
ra un puesto desarrolla una vinculación más intensa y
se siente comprometido con más fuerza (pues se ve “to-
mado en serio”) que otro candidato que se haya decidi-
do por un puesto basándose solo en informaciones po-
sitivas.

Lo contradictorio tiene su atractivo: los más listos de entre


los mecánicos de la acción motivadora querrán integrar esto
170
Pasando revista a la devaluación

también en su sistematización, utilizándolo para sus fines. Los


hay que no aprenderán nunca.

La conferencia anual de clasusura

Para ilustrar los efectos que el menosprecio oculto tiene sobre los
colaboradores, elegiré escenas representativas tomadas de la gran
celebración litúrgica de las organizaciones de ventas: la confe-
rencia anual para clausurar el ejercicio.
Un manager de 3M Alemania me contó al respecto la in-
creíble historia siguiente: “Me alojaba en un hotel de Múnich,
y a punto ya de irme a dormir fui un momento al bar a tomar
una copa. Allí había muchos colaboradores de una gran asegu-
radora alemana, que debía de estar celebrando en ese hotel su
conferencia anual de clausura. Al poco rato me llamó la aten-
ción un hombre de pelo entrecano que, con un séquito de
acompañantes, iba hablando con unos y con otros, dejando
tras de sí una estela de muy buen humor. El séquito se me
acercaba, y pude oír algunos retazos de las conversaciones: se
trataba de cifras récord, de resultados anuales, del glorioso fu-
turo. Justo acababa yo de haber comprendido bien la situa-
ción, cuando el del pelo entrecano me echó el ojo; irradiando
alegría, puso rumbo hacia mí, me cogió la mano, me palmeó
en el hombro como señal de reconocimiento y dijo con la risa
más triunfal: ‘también me gustaría felicitarle a usted por su re-
sultado anual tan completamente extraordinario. Sé de las di-
ficultades que existen precisamente en su área; por eso, su ren-
dimiento merece un reconocimiento tanto mayor. ¡Gracias
por su esfuerzo! ¡Gracias por su éxito!’”

Orgías de agradecimiento

¿A nadie se le ha ocurrido todavía pensar que nadie se toma en


serio las orgías de agradecimiento de las conferencias anuales
de clausura? Y lo que es más: ¿nadie ha pensado que estas ma-
171
El mito de la motivación

nifestaciones de agradecimiento provocan en el colaborador


sospechas de que el director gerente quizá tenga, efectivamen-
te, algo por lo que tiene que mostrarse agradecido con toda la
razón del mundo, es decir: algo que va más allá de lo acordado
por contrato, pero algo de lo que solo él saca provecho, mientras
que el colaborador tiene que contentarse con las gracias? Pues
por hacer mi trabajo no merezco una bonificación en forma de
agradecimiento. ¿No es verdad?
Para que no se me malentienda: contra lo que estoy ha-
blando es contra el agradecimiento impersonal en fórmulas
rotundas, el agradecimiento universal; contra el agradecimien-
to cuyo propósito es manipular, adormecer como a un niño;
contra el agradecimiento escenificado nada más que con bue-
nas formas; contra un agradecimiento para despachar a las
personas con las manos vacías, un agradecimiento que, como
sustituto de un claro intercambio honesto, pretende no com-
partir la ganancia conseguida entre todos (lo cual es compren-
sible) y encubrir este hecho (lo cual tiene sus consecuencias).
Si se ha trabajado bien, entonces es que se ha trabajado bien
entre todos, y resulta superflua la división que el agradecimien-
to presupone entre quien da las gracias y quien las recibe. De
ningún modo estoy hablando aquí contra el agradecimiento
personal por un servicio individual digno de agradecimiento.
Pero eso no tiene nada que ver con las conferencias anuales de
clausura.
Al enfrentarse a la habitual retórica motivadora, la mayoría
de los colaboradores —lo sabremos si les preguntamos a solas
y con tranquilidad— o bien no la oyen, o bien se la toman a
beneficio de inventario con una sonrisa torcida. En el mejor
de los casos, los colaboradores externos más experimentados,
curtidos en numerosas tormentas motivadoras, aceptan como
si tal cosa que se les intente convertir repitiendo una y otra vez
el “sois los más grandes”. Apenas conceden ya ningún crédito
a esos consabidos “dirección de personal orientada por valo-
res“, etc., que fluyen de boca del orador como la saliva de los
perros de caza. Es un potaje verbal que desde siempre llevan
saboreando hasta hartarse. Comentario: “Lo único que me
172
Pasando revista a la devaluación

motiva de todo esto son esos incentivos rubios por la noche en


la barra”.

II
P.
DE OIS
S
¡ OS ES!
L R
JO
ME

DEP. V
¡SOIS
LOS
MEJORES!

Pero en los casos menos buenos, las cosquillas en el amor


propio y los truquillos retóricos muestran muy pronto efectos
desmotivadores. Cunde la sospecha: ¿no estará sirviendo esta
retórica para darnos gato por liebre o para encubrirnos una
falsedad?
Acción motivadora mediante retórica: una equivocación.
¡Lo que yo quiero son directivos que digan sin rodeos de qué
se trata, con palabras simples, pero sinceras, incluso aunque se
atasquen al hablar! Los colaboradores y los compañeros cap-
tan rápidamente si en eso que se les expone con tanta destreza
hay credibilidad y no doble fondo, si tiene sustancia y validez
más allá del instante solemne. ¿Está dicho en serio y está di-
cho tomándonos en serio? Sócrates jamás tomó en serio a los
interlocutores que se rebajaban a ser meros repetidores de fór-
mulas. Los ciudadanos de Atenas le condenaron a beber la ci-
cuta.

173
El mito de la motivación

¡El cliente manda!

Para animar la actitud de servicio de los colaboradores no hay


año en que falte alguna conferencia anual de clausura que to-
ma como lema del ejercicio uno de las consignas más ambi-
guas que existen: ¡El cliente manda! Ambigua, porque expresa
algo correcto y, sin embargo, tiene efectos muy desdichados.
Expresa algo correcto, pues sin duda hay que fomentar que
se establezca con el cliente un trato íntimo, es decir: que toda
la actividad económica esté pensada desde el punto de vista
del cliente y organizada para él. Es a la vez trivial, porque el
trabajo, si es que quiere ser legítimo, ha de tomar como refe-
rencia siempre a otras personas. Trabajar es siempre trabajar
para otros. No obstante, en su esencia, el lema del cliente al
mando es de naturaleza histórico-feudal: es un “decreto” del
top management. Y estos, por regla general, son gente que tie-
nen relativamente poco contacto con el cliente y que en muy
raros casos declararán su obediencia a ningún cliente; aún
más, son gente que con bastante frecuencia, cuando hablan
entre ellos, describen al cliente como un mal necesario. Son
gente que nunca se aplica realmente a sí misma su propia con-
signa.
Sin embargo, plantan en la cara del colaborador el someti-
miento a la voluntad absoluta del cliente como el ideal de con-
ducta al que se debe aspirar. Con este tipo de frases se ha lanzado
a generaciones enteras de vendedores a un devoto comporta-
miento adaptativo, a una actitud, por lo demás, que desde hace
largo tiempo ya no encuentra acogida en los clientes: ¡el servi-
lismo es hoy una desventaja competitiva! Vemos emplear
enormes sumas en medidas de training para fortalecer en los
colaboradores de servicios externos el sentimiento del propio
valor. Y vemos al director de servicios externos quejarse de có-
mo sus colaboradores se dejan doblegar por el cliente que se
aferra a un precio, pero...: el cliente manda.
Con tales frases en su equipaje, el vendedor nunca conse-
guirá andar derecho, cosa que necesita para que pueda recono-
cérsele como “asociado” del cliente. Pues el vendedor quiere
174
Pasando revista a la devaluación

vender algo; pero el cliente quiere también comprar algo, lo


cual define, desde un primer momento y por principio, una
relación simétrica, sin ningún grado de sometimiento.
Sobre este asunto me basta solamente con apuntar de nue-
vo que las personas a las que se ha exigido autodevaluarse se
cobran el reembolso. Y eso no trae ventajas ni para el cliente ni
para el empresario. Un precio elevado por los pequeños gestos
del no-tomar-en-serio.
Un colaborador externo sumido en la rutina me dijo una
vez: “Si el cliente es el rey, entonces yo soy el emperador”.

El trabajo como olimpiada

El intento de comprar sin más el rendimiento ajeno suele ma-


quillarse haciendo referencia a la “vena deportista” que hay en
todo ser humano, a un comportamiento competitivo, aparen-
temente innato, que nos lleva a querer comparar y medir el
rendimiento. Es como si tal argumentación aspirase a una vali-
dez “antropológica”. Ahora bien: todo el que tenga la más mí-
nima noción sobre el deporte (y quizá haya practicado tam-
bién personalmente alguna vez un deporte competitivo) sabe
que nadie todavía ha ganado en los Juegos Olímpicos porque
pudiera esperar tal o cual cantidad de dinero.
El extendido vicio de hacer del trabajo una competición
olímpica es, además, un ejemplo suplementario de la devalua-
ción oculta en la acción motivadora. “Todos contra todos”: esa
es la idea fundamental con la que las direcciones de las empre-
sas pretenden traducir a su actividad económica lo que ellas
ven como una característica esencial del deporte moderno. Y
lo hacen en la esperanza (sigo aquí a Georg Wolff ) de conse-
guir así mejorar el rendimiento laboral individual. A la vez (¡!)
pretenden con ello una elevación del rendimiento conjunto de
la empresa. En cuanto se desea controlar algún aspecto concre-
to, o incluso instituir una “olimpiada permanente”, se convo-
can competiciones, se crea el top ten club, se publican “listas de
ganadores”. Aparecen colgadas tablas de clasificación, como
175
El mito de la motivación

las de la página de deportes de los diarios, que reflejan cifras


de ventas, retrocesos en el número de reclamaciones, captacio-
nes de nuevos clientes o el número de propuestas de mejora.
El “colaborador del mes” recibe su premio (de manera total-
mente conforme al modelo socialista). En caso de que falten
datos sólidos para configurar estos “ejercicios libres”, se recurre
a la bonita acrobacia de las propuestas entre compañeros, y así
comienza un animado “yo te hago propuestas, tú me haces
propuestas”. Se recomienda una autoexposición buena: para
no perder comba o para llamar la atención, hay que presentar-
se, por lo menos un día de cada dos, en los canales de comuni-
cación desde el nivel directivo medio para arriba atascándolos
con un memorándum: “Aquí Fulano de Tal a toda la tripula-
ción: ¡Rápido! ¡Urgente! ¡Importante!” Entonces es coronado
como “héroe del trabajo”, condecorado con un cheque y pues-
to en exposición en la revista interna para los colaboradores.
¿Motivador? ¡Denigrante! Nadie puede creer en serio que
los colaboradores vayan a aumentar a largo plazo su rendi-
miento por estar midiendo sus fuerzas “unos contra otros” —y
esa es la esencia de la competición— en una especie de olim-
piada interna permanente. Quizá a corto plazo tenga lugar la
reacción esperada. Pero ¿debería alegrarnos? Un experimenta-
do director de ventas me dijo: “Al colaborador externo que al-
cance el 120% solamente si es en una competición, lo que
tendría yo que hacer es despedirle”. Y de éxitos pasajeros no
puede vivir hoy ya ninguna empresa. A lo que se añade que
pagará por ello un alto precio: habrá que idear algo nuevo
continuamente. El conjunto se convierte en una gran trampa,
de modo que incluso el último de los colaboradores acaba
comprendiendo, más tarde o más temprano, que solo se la es-
tán intentando jugar una y otra vez con nuevos anzuelos.
Como ya se ha dicho: el colaborador compensará de alguna
manera oculta esta devaluación. La pretensión de obtener un
“complemento por toxicidad” más alto se convertirá en una
exigencia permanente.
El ideal de la competición deportiva se vuelve absurdo al te-
ner como telón de fondo el concepto de equipo que la empresa
176
Pasando revista a la devaluación

impone en todo momento. El “principio de vencedores/perde-


dores” del moderno deporte competitivo se halla en una insosla-
yable contradicción frente a ello. Sencillamente, no concuerda
que, por una parte, se exija a todos la cooperación y el trabajo
en equipo y, por otra, se escenifique por sistema y se recom-
pense el “unos contra otros”. El “ideal lúdico” es algo comple-
tamente distinto.
Análogamente, no todas las personas han interiorizado de
la misma manera el principio agonal, combativo, de la compe-
tición deportiva. No todas salen disparadas con entusiasmo ca-
da vez que esté en juego la victoria en alguna competición.
Hoy (¡como antiguamente!), la inmensa mayoría disfruta como
espectador deportivo, prefiere el sillón a la pista. Y también los
deportes populares están cada vez más determinados por mo-
tivos como “diversión”, “salud” y “cooperación”. Desde la es-
cuela, decimos que nos “rompen el juego” aquellos a los que la
idea lúdica del “unos contra otros” no les dice nada.
Sencillamente, no participan. El impulso motivador de la
competición no encuentra en ellos un punto donde ejercerse.
Porque prefieren jugar “todos juntos”. Quizá en ocasiones pue-
da atraerles la competición: pero incluso en ese caso competirán
empleando una considerable energía para vencer su resistencia
interna. Y esa energía que debe desviarse sería más efectiva
aplicada de otra manera, además de que así no se estará preci-
samente fomentando la identificación con el “sistema” de la
empresa. Pero la competición acaba gastándose a la larga tam-
bién entre los colaboradores más dados a una conducta com-
bativa. Es más: considerando la cuestión en conjunto, la
competición deportiva tiene efectos contraproductivos para la
empresa. Un estado de competición permanente llega en se-
guida al management by terror. En la olimpiada permanente
—como en el deporte real—, son muy difíciles de evitar los
gastos psíquicos considerables (de hecho, el deporte competi-
tivo está limitado a un grupo mínimo de personas que solo al-
gunas veces al año demuestran su máximo rendimiento, para
el cual se han preparado concienzudamente el resto del tiem-
po). A ello se añade que, sencillamente, el problema de justicia
177
El mito de la motivación

no puede resolverse. Los “eternos segundones”, el grupo de los


“standards” y, no en último lugar, los “farolillos rojos”, a los que
también todos ven siempre en los “listados”, suelen tener bue-
nas y comprensibles razones para explicar cómo es que no
pueden llegar a los puestos de cabeza. Perciben como algo in-
justo el sistema en su totalidad, no referido a sus propias per-
sonas. ¿Motivador? Más bien todo lo contrario. La consecuen-
cia: unos pocos ganadores y legiones enteras de perdedores
desmotivados.
Por último, ahí tenemos a los “corredores estrella”, los que
han competido hasta ganarse un lugar bajo el sol gracias a sus
buenos resultados, a la suerte o a su activismo a la hora de au-
toexponerse: naturalmente, quieren “hacer valer” su clasifica-
ción. Y para ello, a más de uno le parecerá bien cualquier me-
dio de manipulación; probablemente, serán más bien las
cualidades “equivocadas” las que obtengan recompensa; ade-
más, poner fuera de juego al contrincante “interno” puede ab-
sorber mucha energía —una energía que estaría bastante me-
jor empleada dirigida, tal como se debe, al cliente y al
competidor “externo”—. Resulta patente lo absurdo de pensar
que los objetivos de un colaborador en el combate por diferen-
ciarse y destacar dentro de la empresa son idénticos a los obje-
tivos de esta. “La competencia es vida para el negocio”, se dice.
Yo tengo mis dudas al respecto por lo que se refiere a la com-
petencia enfocada hacia adentro.
Una vez más: el trabajo no es una competición olímpica. Y,
vistas en conjunto, las listas de ganadores son más desmotiva-
doras que motivadoras. Resulta en cierto modo ingenuo creer
que se puede aguijonear la ambición del individuo elevando
además a la vez el rendimiento conjunto de la empresa en una
lucha de “todos contra todos”. En la factura final, las indemi-
nizaciones ocultas y, en su caso, las reacciones defensivas de los
colaboradores contrarrestarán el buscado aumento del rendi-
miento: la devaluación oculta provoca un reembolso igual-
mente oculto que, muy pronto, anula el efecto buscado.
Por lo demás, habría aún que investigar si la mala imagen
que tenía y tiene el vendedor en nuestro ambiente cultural no
178
Pasando revista a la devaluación

se deberá a efectos, igualmente ignorados como tales, de estos


mecanismos motivadores. Si es verdad que el 50% de todos
los vendedores fracasan por su escasa fuerza de convicción, por
las carencias con que interiorizan su capacidad de entusiasmar
y por la falta de confianza en sí mismos, entonces seguramente
resultará muy difícil que una práctica propulsora, con su deva-
luación oculta, vaya a conseguir un giro a mejor de estos défi-
cits de personalidad, que son el verdadero problema. Lo que
en un trabajo de vendedor se necesita para desarrollar sus posi-
bilidades son precisamente esa fortaleza del yo, esa seguridad
al orientarse y esa autorresponsabilidad cuyo aprendizaje se ve
constantemente socavado por los mecanismos-anzuelo y el
menosprecio que implican. La contradicción entre las prome-
sas económicas y materiales y las sobreexigencias psicosociales
que, como efecto secundario de aquellas, se imponen al indivi-
duo se transforma en su propia negación. A nadie extrañará
que, en una situación así, vacile la creencia de que la acción
motivadora es una varita mágica que siempre vuelve a sanar las
heridas que ella misma ha causado.

179
Introducción

Capítulo 14

Contrarréplicas

“ Todo motivar es desmotivar”. Esta idea central recorre mi


argumentación como el hilo que le da su sentido, y puede
que este hilo se convierta rápidamente en una maldición para
muchos. Sería ingenuo pensar que uno pueda quedar impune
tras cuestionar un “saber cierto” estructuralmente que ha con-
seguido parecer moralmente neutro y cuyo “éxito” está demos-
trado; sería ingenuo pensar que uno, empleando su despierta
conciencia crítica, pueda quebrar y sacar a debate acuerdos tá-
citos de tanta magnitud y la seguridad que proporcionan. Si
no me equivoco, en casi todas las organizaciones el pensa-
miento disidente se encuentra sometido a la instrucción de un
juicio por falta de amor al orden, por (al pie de la letra:) enso-
ñaciones antieconómicas, por haberse alejado valientemente
del grueso de la tropa. Sin embargo, hay discusiones en las que
me parece que el especial celo con que se rechaza un examen
crítico de la acción motivadora es un intento de hacer como si
no existieran la propia asfixia y la disponibilidad a someterse
que existen bajo el cinismo motivador. ¡Igualitarismo por aba-
jo! ¡Abjurar del principio del rendimiento! ¡Colaboracionismo
con el letargo! Y tantos otros sambenitos igual de generosos
que recaen sobre quien intenta pensar hasta el final la lógica de
la acción motivadora. No faltan, incluso, quienes creen olfatear
el olor a azufre de una revuelta socialista. Contra esto, el único
181
El mito de la motivación

reproche de radicalismo salvaje que yo haría valer aquí sería el


reproche en nombre del rendimiento.
Es natural: desde tiempos inmemoriales, los seres huma-
nos siempre han percibido lo antiguo como lo verdadero, y lo
nuevo como dudoso. Además, todos tenemos nuestra expe-
riencia al respecto. Manifestarse en contra de la testaruda re-
sistencia de costumbres inertes y puntos de vista confirma-
dos, en contra, sobre todo, de prejuicios que se presentan
como tesis antropológicas; manifestarse, en resumen, contra
una imagen desconfiada del ser humano es un negocio difí-
cil, en particular para quien se dispone a dialogar con las ma-
nos casi vacías, nada más que con un apasionado discurso en
favor del mejor argumento. Escuchemos algunos argumentos
en contra:
“¿Acaso no aparecería la desidia si renunciásemos a los siste-
mas de incentivos?” Al respecto nadie da ninguna garantía.
Pero, si la hubiera, sería inutilizable, pues alguien que pregun-
ta algo así no cree ya en las garantías. Pues, en primer término,
una nutrida mayoría de los colaboradores seguirá queriendo
rendir en el futuro pase lo que pase. Siempre habrá muchos
que todavía se diviertan trabajando y que lleven a cabo sus
proyectos con maestría a pesar de todas las acciones motivado-
ras-desmotivadoras. Son estos precisamente los que estarán fi-
nanciando en último término los costes de la acción motiva-
dora: las remuneraciones de los convulsivos buscadores de
éxitos y de los frustrados evitadores de fracasos.
Queda entonces pendiente un problema de cierta dificul-
tad en el ámbito de la economía de la empresa: los costes que
una organización dedique a los sistemas de incentivos no po-
drán exceder los del aumento de la productividad que inten-
tan conseguir. Precisamente aquí es donde tiene sus raíces la
antigua intuición de que son las ganancias las que miden la ca-
lidad de una empresa. Pero las ganancias concebidas siempre
como la diferencia entre el valor producido y el valor de los
incentivos necesarios para el proceso productivo. Estas ganan-
cias así entendidas estarían expresando en qué medida esta
empresa permite que las personas desplieguen en ella su moti-
182
Contrarréplicas

vación. ¡Un dato importante a la hora de diseñar una cultura


empresarial!
De todas formas, lo que sabemos no basta, desde luego,
para encontrar una respuesta definitiva. En cualquier caso, la
cuestión es si debemos valorar las ideas por su capacidad de
predicción, o más bien por su capacidad creadora: por su capa-
cidad para estimular el debate, ir al fondo de los asuntos que
ya se dan por hechos y ofrecer nuevas pespectivas vitales a
nuestra empresa.
“¡Pero el hecho es que la acción motivadora funciona!”
Lo que aquí parece un “hecho” está solo “dado” por hecho.
Por supuesto que las personas son manipulables. Por supuesto
que usted, con algunos billetes o con un atractivo viaje, puede
seducir a sus colaboradores para que presten un rendimiento
“adicional”. Y por supuesto que, además, se ha vuelto chic ha-
cer como que se minusvalora el papel que el dinero desempeña
en la alegría de producir. En este momento, no es necesario
que hablemos de esas trivialidades acerca de que todo el mun-
do quiere ganar un buen dinero pero también, y sobre todo,
un poco más de otra cosa. Pero la cuestión es: el colaborador
¿trabaja mejor (conscientemente no digo “más”) cuando se le
promete un dinero adicional? Y —una vez que el colaborador
se ponga efectivamente manos a la obra con mayores áni-
mos— ¿cuánto tiempo aguantará el empujón motivacional?
La remuneración tiene que ser adecuada, eso seguro. Pero el
tiempo de vida media “motivadora”, estimulante, de un au-
mento en la remuneración es corto. Incluyamos en la factura
los efectos secundarios y las consecuencias derivadas que he-
mos descrito: ¿resulta bueno para la empresa? Lo que usted
conseguirá es un rendimiento adaptativo de poca duración.
Humo de pajas. Pero ¿qué pasará después? Pues “asumir la di-
rección” significa también no dejarse engañar por la primera
impresión, no contentarse con lo aparentemente seguro, sino
arriesgarse a un segundo examen. Es todo un absurdo de eco-
nomía de la empresa aplaudir solo el ascenso de la curva de
ventas, mientras que se cierra los ojos ante los costes a la larga,
secundarios y derivados: y estos costes son inmensos, por más
183
El mito de la motivación

ocultos que puedan llegar a estar. Pero quien mira solamente


una mitad del asunto no encontrará más o menos la mitad de
la verdad, sino que se equivocará íntegramente: la acción mo-
tivadora es la causa de los fenómenos que están socavando
nuestras empresas por dentro.
Así pues, la misma acción motivadora es la enfermedad
que ella misma cree curar. Y por eso este será un libro discuti-
ble y discutido: es una salida frente al asedio obstinado, inase-
quible a la provocación, al que nos tienen sometidos esos me-
canismos motivadores que, con el grito de guerra “¡pero el
hecho es que funciona!”, siempre consiguen maquillar los per-
juicios derivados de su actuación, convirtiéndolos en base para
la legitimidad de renovadas acciones motivadoras.
“¡Pero el hecho es que la gente quiere que la seduzcan!”
¿Seguro? En primer lugar, reafirmarse en esta opinión suele
ser, con bastante frecuencia, precisamente eso: reafirmarse. Un
modo de ver las cosas “desde arriba” y, por lo demás, muy inte-
resado, ya que la recompensa parece un medio insustituible de
control, y raramente alguien busca qué hay en verdad detrás
de ella. La disposición psicológica de los colaboradores que,
supuesta o realmente, se vuelve cómplice del sistema motiva-
dor es una parte de ese mismo sistema, no su disculpa. La gi-
gantesca medida de reeducación que, por medio de la acción
motivadora, convierte a todos los colaboradores en drogadic-
tos, consiguiendo así el control sobre sus voluntades, está fé-
rreamente calculada. Uno encuentra por todas partes la causa
del efecto de la causa del efecto...
“¡Pero el hecho es que la gente no conoce otra cosa! ” Entonces
ha llegado el momento de hacerse adulto. ¿Qué le impide a
usted discutir con sus colaboradores sobre la situación que
estamos tratando aquí? ¿Qué le impide crear conciencia al
respecto? ¿Y asumir la dirección? Aceptar esta contrarréplica
significaría de hecho negar al ser humano la facultad cognos-
citiva. Y, en último término, siempre ha sido y será una clara
decisión de management el que una empresa quiera realmente
o no trabajar con personas completamente lábiles, adictas a la
recompensa.
184
Contrarréplicas

“¡Pero el hecho es que tenemos tanto éxito!” He aquí ese orgu-


lloso agarrarse a la rentable tradición, una insistencia que no
mostrará el menor interés por conceder al pensamiento disi-
dente el derecho a participar en el debate. Cuando el análisis y
la experiencia se contradicen mutuamente, quien vence, por
regla generalísima, es la experiencia. Mi respuesta al respecto
tiene tres partes. En primer lugar, una tesis, una provocación:

1. Usted no tiene éxito gracias a la acción motivadora, ¡si-


no a pesar de ella! Naturalmente, esto es indemostrable.
A personas que viven siempre en habitaciones cuadra-
das es imposible contarles cómo es vivir en habitacio-
nes redondas. E igualmente dudoso resulta, de entre los
muchos parámetros responsables del éxito, entresacar
con todo cuidado justo aquel —a saber: la acción moti-
vadora— que sería su causa principal. Sería una racio-
nalización que no ganaría claridad alguna por más que
la gente vuelva a efectuarla una y otra vez. Yo creo, an-
tes bien, estar en condiciones de razonar que las empre-
sas que proceden así son víctimas de su éxito. Mi con-
trapregunta, entonces, rezaría así: “¿Cuánto éxito
habría tenido usted si no hubiese hecho...?” A quien es-
to le resulte demasiado hipotético le ofrezco una segun-
da respuesta:
2. Nada pone más en peligro el éxito de mañana que el éxito
de ayer. “Solo la experiencia propia tiene la preferencia
de la completa certeza”, dice Schopenhauer evitando sa-
biamente el término “verdad”. “Y, en correspondencia
con ello, esta certeza se refiere solo al pasado”, debemos
completar la frase. Pero los managers (y no son los úni-
cos) tienden con el tiempo a considerar como el único
posible el comportamiento que tuvo éxito en el pasado.
Sin embargo, las reglas tomadas de la experiencia se
convierten en un lastre una vez han dejado de existir las
condiciones del entorno bajo las cuales surgieron –dice
el filósofo Henri Bergson. Lo mismo que ocurre con un
buen slogan sucede con los éxitos rotundos: puede blo-
185
El mito de la motivación

quear la reflexión durante 20 años. Pero al surgir turbu-


lencias en el mercado, muchas empresas reaccionan in-
tensificando sus anteriores procedimientos, en un méto-
do psicótico de “más de lo mismo”: más publicidad, más
servicios externos, más incentivos... sin entender que
han cambiado las reglas de juego y los parámetros com-
petitivos. Una de las mayores dificultades comunicativas
en el interior de la empresa es la que se presenta cuando
hay que abordar los problemas con criterios propios del
presente, no enfocados hacia el pasado: “¡Pero si eso
siempre lo hemos hecho así!” Y estas energías de inercia
echan raíces tanto más profundas cuanto más éxito haya
tenido la empresa hasta entonces.
Seguramente sea un ejemplo inolvidable de la
trampa del éxito el seguimiento que Bussiness Week,
en colaboración con McKinsey y Standard & Poor’s
Compustat Services Inc., llevó a cabo sobre aquellas
empresas que Peters y Waterman había calificado con
un excellent en su libro En busca de la excelencia. En el
capítulo Oops! se llegaba al resultado de que al menos
14 de las 43 empresas antes premiadas habían decaído
en solo dos años (¡!) hasta el fracaso. Causas principa-
les: dormirse en los laureles del pasado; aplicar de cara
al futuro las mismas prácticas de bondad confirmada;
falta de sensibilidad para desarrollarse en su entorno
social. Sí, la experiencia del éxito es el mayor enemigo
del cambio. Howard Ruff dio en una ocasión con la
frase justa para expresarlo: No llovía cuando Noé cons-
truyó el Arca.
3. Mi tercera “respuesta” es una pregunta: ¿a qué éxito se
refiere usted? ¿Al éxito entendido exclusivamente como
resultado de explotación representado con cifras? ¿O
también al éxito como calidad de vida, diversión, creci-
miento personal? Y los miembros de la organización,
¿en cuánto cifran ellos esas cifras, a cuánto asciende el
precio anímico y corporal que ellos pagan? Por último
¿hay algunos que paguen más que otros?
186
Contrarréplicas

Si con éxito se quiere decir el puro resultado en cifras, nos


estaremos moviendo en el terreno de una lógica corta de mi-
ras, aunque sea la que hoy prevalece. Pero existen otras dimen-
siones del éxito. ¿Qué ocurre con el capítulo de gastos “estilo
directivo”, en el que los colaboradores depositan sus pagos ca-
da día? ¿Qué ocurre con los costes psicosociales consecuencia
de la devaluación que se esconde tras los sistemas de la descon-
fianza? ¿Cuánto cuesta la pérdida del respeto a uno mismo? ¿A
cuánto ascienden los costes ecológicos que apenas aparecerán
en la cuenta de pérdidas y ganancias de las industrias, pero por
los que tendrá que pagar la “otra” sociedad? De acuerdo: nin-
gún balance toma en cuenta a cuántas personas se ha hecho fe-
lices o infelices. Y los discursos vacío-formales sobre el-ser-hu-
mano-lo-primero son siempre una especie de jarana. Pero para
las empresas, en la creciente turbulencia y complejidad del en-
torno es necesario y vital encontrar personas que sean capaces
de “actuar para resolver problemas de forma original y sor-
prendente en cada situación” (Rieckmann), personalidades au-
torresponsables y capaces de autorregulación. Los mejores co-
laboradores, por su parte, en estos tiempos de veloz dinamismo
en los valores y de disminución del relevo generacional, busca-
rán, más que nunca, aquellas empresas que les posibiliten un ba-
lance personal satisfactorio y en cuya buena fama esté implícita
la “calidad de vida”. Así, este modo “blando” de ver las cosas
vuelve a convertirse en un argumento de peso para la econo-
mía de la empresa. Pues tales colaboradores nos plantearán es-
te tipo de preguntas.
“Pero ¿acaso no habrá que motivar en el caso de tareas desa-
gradables?” Eso tampoco vale. Desde nuestra perspectiva, el
asunto está así: si hay alguien que haga esa tarea con dedica-
ción, entonces bien. Si no lo hay, entonces tendremos que
cambiar la tarea, reorganizarla o suprimirla. “Pero eso suena
demasiado simple”, pensará alguno. Y con razón. Pero no veo
otra alternativa, si es que queremos abandonar el círculo vicio-
so de la acción motivadora. Está en un error quien crea que
con un truco va a poder escaparse de las consecuencias de la
acción motivadora. Pero quien crea que la alternativa que he
187
El mito de la motivación

propuesto no es realizable en la práctica debería conocer el


precio que tendrá que pagar.
“La crítica de la acción motivadora se aplicará quizá a los
trabajadores de corbata, ¡pero no a los de mono azul!” En efecto,
se aplica con toda validez en el caso de managers y especialistas
altamente cualificados que se encargan de tareas más bien
complejas. Pero ¿por qué no también en el caso de los (y las)
que trabajan de azul? ¿Tienen menos respeto por sí mismos?
¿Son menos susceptibles a la desmotivación? ¿No tienden a
cobrarse el reembolso? ¿Resulta más barato no tomarlos en se-
rio? ¿No se estará expresando en esta pregunta esa mirada des-
deñosa “desde arriba”, que reclama para sí dignidad y sensibili-
dad, pero que a las personas del otro extremo de la jerarquía
las percibe nada más que como una masa inconsciente, amor-
fa, como “laborales” manejados por control remoto? Un profe-
sor de economía, el suizo Hans A. Wüthrich me contó una ex-
periencia que tuvo en Delta Airlines, en los Estados Unidos.
Al analizar un vídeo en el que se veía caer un avión de la com-
pañía, una empleada de limpieza que se encontraba allí casual-
mente rompió a llorar. Nada podía consolarla de que “su” em-
presa fuera responsable de la pérdida de vidas humanas. ¿Lo
valoraremos en poco?
“Pero ¿qué ocurre si trabajo en una empresa en la que duran-
te decenios se ha motivado extrínsecamente?” A partir de un de-
terminado nivel, los managers se ven siempre enfrentados a
sistemas integrales y a problemas globales, no solo a ámbitos
problemáticos particulares como cuestiones financieras, már-
keting o producción. De ahí que deban pensar al mismo
tiempo en el efecto simbólico de su actuación, en los efectos a
la larga y secundarios que se deriven para la totalidad de la
empresa, sin olvidarse de los efectos simbólicos dispersos que
puedan ejercer sobre la cultura empresarial las decisiones me-
nos importantes e incluso las más nimias. Además, su cometi-
do no es solamente resolver los problemas actuales, sino ima-
ginar situaciones nuevas y mejores, previendo o creando
oportunidades y temáticas. En ese sentido, los managers co-
bran por “nada”: por algo que (todavía) no existe. No cobran
188
Contrarréplicas

por gestionar el status quo, ni por la cómoda aplicación de re-


cetas ya comprobadas, sino por configurar activamente un fu-
turo incierto, por tentar e intentar posibilidades. Mientras no
lo hayamos intentado, eso, que podría llegar a ser una realidad
mejor que esta, seguirá escapándose (todavía) a nuestro cono-
cimiento. Solo una vez que nos hayamos atrevido, todas estas
reflexiones, sometidas al test de la realidad viviente, quedarán
refutadas o confirmadas, y deberán acatar la sentencia. Es un
riesgo. Pero una empresa sin riesgo no es una empresa.
Y por más que algunas circunstancias de nuestras empresas
lleguen a preocuparnos, quien, como individuo, sienta aquí al-
guna responsabilidad por el conjunto deberá poner cuidado para
no deprimirse o, incluso, convertirse en un Michael Kohlhass.
Con demasiada fuerza de fijación actúa ya la inercia de aquellos
que prefieren callarse sobre lo aparentemente comprobado, antes
que hablar sobre lo incierto. Es posible que en el futuro todo
vaya a ser vivamente discutido, y, por lo tanto, tomado en se-
rio. No faltarán quienes piensen que estoy exagerando para
provocar. Mi exposición es unilateral, dicen, pero lo es porque
ellos mismos son unilaterales. Algo intentarán otros para rela-
tivizar y trivializar mis afirmaciones esenciales. O bien teme-
rán cualquier movimiento porque si no, supuestamente, todo
se vendría abajo.
Como quiera que sea, tendremos que unirnos a otras perso-
nas para, entre todos, iniciar (de nuevo) la discusión sobre esa
estructura sistemática de la acción motivadora que determina
previamente toda actuación en nuestras empresas. Despertarnos
—lo ha señalado Robert Spaemann—, despertarnos significa
ver toda la realidad. Las dudas sobre la capacidad funcional del
sistema no caerán en el olvido una vez que hayan aparecido
por vez primera.
Pero ¿qué haremos si no encontramos partidarios? Aun así:
¡comenzar! Dar un paso al frente ante nuestros colaboradores
y decirles: “¡No estoy aquí para motivarles a ustedes! ¡No estoy
aquí para mantener alta su moral!” La desesperación y la inefi-
ciencia de la acción motivadora se han manifestado ya con de-
masiada claridad. Da igual el grado de habilidad o de disimulo
189
El mito de la motivación

con que se emplee el instrumental incentivador: sometida a la


acción motivadora, toda dirección, toda con-ducción de perso-
nas se transforma en se-ducción. La tarea de dirigir-conducir se
transforma en la tarea de se-ducir. El colaborador se convierte
en la marioneta de las necesidades accionadas por otros. Su re-
lación con ellas es la del asno con la zanahoria.
Pero ¿no estaremos presuponiendo en esta crítica la ima-
gen ideal de un ser humano autónomo que “hace lo que hace”
sin que le influyan en absoluto las condiciones marco de su ac-
ción? ¿La imagen ideal de un ser humano que da lo mejor de sí
porque eso es lo mejor para ella misma? ¿Un ser humano que
no necesita ningún incentivo, ninguna recompensa, ningún
reconocimiento, ningún elogio? ¿Un ser humano que hace su
trabajo exclusivamente por el trabajo mismo?
No. En cualquier caso, no lo presuponemos en principio.
Para mí se trata ante todo de mostrar las consecuencias de las
prácticas motivadoras y evaluar el elevado precio que, en forma
de efectos a la larga y secundarios, pagan por ellas cada día los
colaboradores, los directivos y la empresa entera. Pues es un
error pensar que el problema del desentendimiento podrá re-
solverse siempre mediante una renovada acción motivadora. La
verdad es que ella misma es la que lo desencadena. Por esta ra-
zón, la imagen de una personalidad ideal que hemos tratado
antes no tiene por qué ser considerada aquí como un argumen-
to a favor de una dirección de empresas completamente libre
de acción motivadora. Y por supuesto que los seres humanos
son influenciables. Precisamente algunas de las formas más em-
páticas de ejercer influencia –ayudar, cuidar, amar– no están,
en modo alguno, libres de manipulación, poder, seducción y
egoísmo. Y tampoco existe nadie que preste sin interrupción
un rendimiento siempre sobresaliente. Cualquiera tiene alguna
vez una “pájara”. Sin valle no hay montaña. Aquí no es cues-
tión de exigir en términos de “todo o nada”, pues ya nos adver-
tía Aristóteles: “La esencia de la tragedia política radica en ha-
cer de lo perfecto un enemigo de lo bueno”. Y el antropólogo
Robert Ardrey señaló que “mientras aspiremos a lo inalcanza-
ble, estaremos impidiendo la realización de lo posible”.
190
Contrarréplicas

De esta manera, lo que precede no es ningún llamamiento


a la pasividad, a perseverar inactivo esperando el advenimiento
del nuevo ser humano automotivado e ininfluenciable. Esto
tampoco supone el final de cualquier tarea directiva. Pero se
trata de que rompamos la fuerza paralizante de la seducción
por medio de la fuerza unitiva de las relaciones racionales.
Veamos, por tanto, qué es lo que podemos hacer.
La verdad es que tampoco nos será muy difícil despedirnos
de la acción motivadora: ¿dónde estarían esos paraísos cuya
pérdida podríamos lamentar?

191
Introducción

Capítulo 15

Management
de la retribución

¡Desvincule usted “dinero” y “motivación”!

El dinero es importante. Es el resultado de las mejores fuerzas


que hay en uno mismo y simboliza las estimaciones de valor
de los participantes en un intercambio. Ciertamente, en todas
partes se ha vuelto chic hacer como que se minusvalora el sig-
nificado del dinero para la satisfacción laboral; podríamos re-
mitirnos a los cada vez más numerosos estudios que, como
contestación a la pregunta “¿Qué es importante para usted?”,
señalan para el factor ‘dinero’ un lugar entre los puestos me-
dios y bajos. Pero eso no cambia nada en el hecho de que el di-
nero atraía y atrae sobre sí un gran interés. Un testimonio no
menor de ello es la discusión sobre el tema “retribución por
objetivos”, debate en el que hoy ha llegado ya a participar la
sociedad entera.
Sin embargo, esta discusión —lo cual con bastante fre-
cuencia resulta pasado por alto o silenciado— es cada vez me-
nos una polémica sobre los fundamentos motivacionales de la
dirección de empresas, sino que más bien ha nacido de la pre-
sión ejercida por los costes, o sea, es una consecuencia de la
falta estructural de libertad: si uno no puede desprenderse de
los trabajadores flojos en rendimiento, al menos querrá “casti-
garlos” de alguna manera. En primer término, a los elementos
193
El mito de la motivación

“variables” que se quiere introducir en la remuneración se les


pone una nueva etiqueta como elementos “dependientes de
objetivos”. Sencillamente, suena mejor. Pero la segunda inten-
ción tiene un filo personal: quien rinda poco deberá recibir
también menos. Con lo cual bajan los costes. Amenazando
con penalizaciones en caso de disminución del rendimiento ¡se
pretende aumentar el rendimiento! Hasta la fecha, no ha fun-
cionado nunca.
¡Y si por lo menos se tratase realmente del “rendimiento”,
de los “objetivos”! Si preguntamos a los apologetas de el-rendi-
miento-tiene-que-volver-a-valer-la-pena qué rendimiento es
ese por el que con tanta elocuencia abogan para nuestra región
económica alemana, veremos cómo el concepto de rendimien-
to estrecha sus márgenes rápidamente hasta convertirse en un
binario “conseguido”/”no conseguido”. No hay más pregun-
tas, señoría. No, eso que pretendían que debería volver a valer-
nos la pena es el “éxito” simple y llano. La polisemia del con-
cepto de rendimiento no les interesa. Y aún menos el proceso
de la prestación del rendimiento, pues para eso los señores di-
rectivos tendrían que remangarse la camisa. Por lo tanto, a lo
largo de la discusión no se trata del rendimiento, sino de éxi-
tos recompensados, fracasos penalizados y del “respiro” que
ello da a los costes de personal. Según mi experiencia, vaya es-
to por delante: al diseñar nuevos sistemas de retribución, en lo
que se piensa normalmente es en reducir o redistribuir la suma
total de retribuciones de explotación. Entonces, la pregunta
que hay que responder ahora vendrá a sonar así: ¿quién deter-
mina qué rendimiento hay que retribuir y con qué cuantía?
Adivina adivinanza. Si en la década de los 80 las remuneracio-
nes de los altos ejecutivos eran aproximadamente doce veces
más altas que el promedio, hoy ascienden aproximadamente a
40 veces el promedio. Antes de que aparezcan los acomodado-
res ideológicos con sus camisas de fuerza del mercado libre, me
apresuro a asegurar algo: no estoy defendiendo en absoluto co-
mo principio justo —¡todo lo contrario!— una participación
equivalente en los beneficios sea cual fuera el diseño que si-
guiese. Estoy discutiendo sobre casos extremos: ¿cuándo se
194
Management de la retribución

desvanece la legitimidad y cuándo la identidad colectiva que


mantiene a una empresa unida como una sola empresa?
Otra cuestión completamente distinta es la de si puede
“comprarse” la motivación. En lo que antecede, me he esforza-
do en contestar esta pregunta con un decidido “no”. El profe-
sor de Harvard Alfie Kohn ha mostrado que no se ha publica-
do en todo el mundo un solo estudio que hubiera probado un
aumento duradero del rendimiento por la aplicación de siste-
mas de incentivos (Punished by Rewards)... en lo cual debe su-
brayarse la palabra “duradero”. Por supuesto que con dinero
pueden conseguirse empujones motivacionales de corta dura-
ción (con las correspondientes consecuencias contraproducen-
tes a largo plazo).
Las fuentes de una motivación permanente son otras: libre
campo de acción, oportunidades de aprendizaje, tareas que plan-
teen retos, amplia información, colaboración en completa con-
fianza, relaciones satisfactorias, casi de amistad, con el jefe y los
compañeros, la sensación de poder prestar una contribución ple-
namente significativa en un entorno laboral totalmente respe-
tuoso y en el que tenga importancia la alegría. En la práctica, es-
to solo puede significar: ¡Desvincule usted “dinero” y “motivación” !

Problemas fundamentales para el moderno


management de la retribución

Entonces, ¿cómo diseñar un sistema de remuneraciones?


Quien intente dar respuesta a esta pregunta saldrá siempre es-
caldado. Pues no existe un sistema que pudiera reunir todas
las cualidades y evitar todos los puntos de crítica. Siempre
tendremos sistemas mixtos más o menos “sucios”, respecto a
los cuales cada uno, según sus criterios valorativos, podrá na-
da más preguntarse si tal o cual de ellos recoge una mayoría
de las cualidades deseables. Se tratará siempre de una mezcla
entre manejabilidad metódica y equilibrio de intereses.
¡Y aquí no existe la justicia! (lo que no quiere decir que de-
ba permitirse todo). La exigencia de mayor justicia salarial
195
El mito de la motivación

puede sin duda contar con el aplauso seguro del público, pero,
como vacía fórmula programática no resuelve ninguno de los
problemas de método conocidos desde hace largo tiempo. No
se trata de justicia; se trata de llegar a acuerdos manejables. A
lo más que podemos aspirar en todo caso es a la menor injusti-
cia posible. E incluso eso es ya tarea bastante ardua. Y que
cualquiera dará siempre a su propio rendimiento una valora-
ción más alta que al de su compañero es un lugar común ya
tradicional en esta discusión.
Busquemos, entonces, un sistema que arroje el menor nú-
mero posible de efectos negativos. Para ello, deberemos exami-
nar cuestiones en tres distintos planos lógicos:

• Coparticipación o control.
• Predominio del corto o del largo plazo.
• Resultado individual o resultado en equipo.

Resulta claro que la elección de un sistema de retribución


no podrá usted desvincularla del conjunto de la cultura di-
rectiva de su empresa. Las tradiciones, los sistemas de perso-
nal y el grado de madurez de los directivos desempeñan un
papel no despreciable. Por esta misma razón, ningún sistema
de retribución puede adaptarse simplemente de una empresa
a otra.
En primer lugar se plantea esta cuestión: ¿qué quiere us-
ted, pagar por rendimiento o por resultados? Rendimiento y re-
sultado —aunque siempre se lo suponga tácitamente— no son
lo mismo en modo alguno. En caso de que quiera usted pagar
por rendimiento, deberá tener presente todo el entrelazado de
interrelaciones entre disposición al rendimiento, capacidad
de rendimiento y posibilidad de rendimiento. Deberá tener en
cuenta su propia aportación como directivo al rendimiento
del colaborador. Deberá hablar con él sobre rendimiento.
Sobre causalidades, sobre las posibilidades que su colaborador
tiene de influir en los procesos. Todo esto resulta agotador. Y
eso que aún no se trata de cuestiones de dirección, sino, sim-
ple y llanamente, de retribuciones.
196
Management de la retribución

Así que mejor por resultados. Ahora bien: el enfoque por re-
sultados implica expresamente una perspectiva a corto plazo.
Además, los resultados —cualquier controller lo sabe— son, en
último término, una prestación de las habilidades contables. A
lo que se añade que está ampliamente desvinculado de conjetu-
ras causales. Pero aun así: concentrémonos en el resultado, y, en
consecuencia, hablemos en lo sucesivo de pago por resultados.

La ley básica

Recordemos la estructura básica de la acción motivadora:


“¡Haz esto, y tendrás aquello!” Hace que la persona se concen-
tre prontísimo en el “aquello” en vez de en el “esto”. Por tanto,
comencemos nuestra reflexión con la ley básica del dinero en
una cultura directiva responsable y activa:

Pague usted a los suyos bien y en regla.


Y después haga todo lo posible para que
se olviden del dinero

Esto es lo más importante. Preocúpese de que sus colabo-


radores se concentran en su trabajo, en el cliente, en lo que in-
teresa para la supervivencia de la empresa a largo plazo. Y no
en el dinero. Solo así asumirán una responsabilidad de calidad
y duradera por el resultado de su trabajo. Y esto significa que
usted debería dar preferencia a un sistema de retribuciones lo
más sencillo posible. Cuanto más aparatoso, detallado y comple-
jo sea el sistema de remuneración, más energías de los colabo-
radores absorberá. Los sistemas-autoservicio, por ejemplo —y
prescindiendo aquí de precisiones técnico-fiscales sobre la op-
timización del valor monetario neto—, son programas de fo-
mento del empleo para los especialistas que los diseñan.
Así la energía se concentrará hacia dentro, fluirá directa
hacia la retribución, ocupada en todas las estrategias de mani-
197
El mito de la motivación

pulación posibles (“¿cómo obtendré la bonificación más al-


ta?”); una energía que echaremos de menos para avanzar en el
mercado y de cara al cliente. Tales sistemas fomentan ante to-
do la capacidad de probar el rendimiento. Optimizan la inteli-
gencia para sacarle partido a la empresa, pero no las oportuni-
dades de negocio. Y cuanto más estrecha sea la ligazón del
dinero con el resultado del rendimiento, mayor será el daño.

Diversificación de las remuneraciones

¿Qué significa entonces “bien y en regla”?


Bien: según mi experiencia, resulta de ayuda comparar las re-
muneraciones de empresas comparables. Compare usted sus
remuneraciones con las de empresas del mismo sector, de di-
mensiones parecidas, etc. No compare usted denominaciones
de los puestos de trabajo, sino sus cometidos. Un director de
departamento en la empresa X no será nunca equiparable a un
director de departamento en la empresa Y. A continuación, di-
vida por tres las remuneraciones más altas de entre las compa-
radas, y pague usted en torno al margen inferior del tercio supe-
rior de la comparación. Ahí está el punto que absorberá menos
energía. Es lo bastante elevado como para evitar conductas re-
flejas de huida condicionadas por la retribución, pero no tan
elevado como para que los colaboradores se aferren a la empre-
sa por el dinero como causa principal. Si usted paga muy por
encima del nivel del mercado, se quedará para siempre con los
colaboradores flojos en el rendimiento, ya que en ninguna
otra parte obtendrán esas remuneraciones por su rendimiento.
En regla: no espero contar con demasiada aceptación si
propongo que la remuneración tenga en cuenta la evolución
del rendimiento personal del colaborador. Por lo tanto, me
quedan los otros cuatro elementos de una retribución justa. En
primer lugar, el valor del puesto de trabajo (valor que tiende a ir
asociado con el rango jerárquico y que, con cierto chiste, suele
concretarse en virtud de la cuantía máxima por perjuicio que
pudiera resultar en caso de rescisión). Siguiendo la concepción
198
Management de la retribución

lean, muchas empresas han rebajado el número de rangos la-


borales, ampliando a la vez considerablemente en cuanto a nú-
mero de colaboradores los rangos conservados. Así se reducen
los efectos de diversificación. Junto al volumen de los posibles
perjuicios, tienen aquí también su importancia los acuerdos de
convenios colectivos y la máxima cualificación adquirida.
El valor en el mercado laboral se rige por la oferta y la de-
manda en los mercados laborales interiores y exteriores. Si solo
existen diez personas que puedan ofrecer el rendimiento reque-
rido, esta magnitud será alta, lo cual puede dar lugar (en casos
excepcionales) a que la retribución de un colaborador sea supe-
rior a la del jefe. Por el contrario, si se produce un exceso co-
yuntural en la demanda, muchas empresas, al contratar a nue-
vos colaboradores, tienden a bajar esta magnitud, es decir, los
compran “baratos”. ¡Una astucia muy corta de vista! Pues el co-
laborador se dará cuenta en seguida de que está infrarremune-
rado en comparación con los más antiguos; sentirá que le han
embaucado. Y se vengará. En silencio e inadvertidamente.
El mayor problema actual está en la circunstancia de que
se piensa que el valor que un puesto de trabajo tiene en el mer-
cado laboral seguirá una línea siempre ascendente a lo largo de
una vida laboral. Pero con la creciente flexibilización de las es-
tructuras empresariales (por ejemplo “directivos contratados a
plazo”), resulta también pensable un descenso temporal de es-
te criterio de valoración. En conjunto, el valor en el mercado
laboral tiene un grado de influencia cada vez mayor en el dise-
ño de una buena política de remuneraciones.
De muy distinta manera ocurre con la antigüedad (tanto
por edad como por pertenencia a la empresa). Un criterio pe-
liagudo. Los valedores de una concepción binaria del resultado
han conseguido recubrir este criterio con una atmósfera ana-
crónica y polvorienta. Y tienen sus buenas razones para ello;
no hará falta ahora que dediquemos nuestra atención a la
Administración Pública, una zona que con frecuencia sigue
aún estando “libre de rendimiento”. En la actividad económica
también conocemos de sobra los sistemas de antigüedad.
Cuando un colaborador se queda mucho tiempo en una empre-
199
El mito de la motivación

sa, no es raro que saque un provecho desmedidamente mayor


de su pertenencia a la organización que de su rendimiento real.
Pero el problema es resuelto hoy de otro modo: “Si los co-
laboradores están aquí mucho tiempo, deberíamos pagarles
una buena cantidad. Pero ya no están aquí”. Este cinismo re-
mite a la práctica usual de mandar para casa a los colaborado-
res cada vez más pronto. Cada vez me encuentro con más em-
presas en las que no puede verse ya a ninguna persona de 60
años, e incluso tampoco de 50.
Uno corre el peligro de que le metan en el mismo saco con
todos los archirreaccionarios de este mundo si —como yo—
piensa que una organización que no honre los años de alguien
por ser tales años tendrá inmensas desventajas. En una organi-
zación semejante, usted no podrá encontrar la confianza nece-
saria para complejas relaciones de cooperación. Además, me
he ido haciendo cada vez más escéptico acerca de que el acti-
vismo que despliegan los colaboradores jóvenes con miras a
hacer carrera marche en una dirección esencialmente igual a la
de los intereses de supervivencia de la empresa. Vemos cómo
se organizan muchos torneos de exhibición que pretenden,
ante todo, hacer brillar al mismo activista. La benévola resig-
nación de algunos de sus compañeros más antiguos tiene tam-
bién una buena porción de serenidad, lo cual puede resultar
un importante fermento en tiempos de turbulencias. Quede
claro: de ninguna manera estoy abogando por absolutizar la
antigüedad como en Japón o como en nuestra Administración
Pública (“Con tiempo, subdirector. Con más tiempo, direc-
tor”). Pero sí me gustaría saber que este elemento de una retri-
bución justa es tenido en cuenta cuando los demás elementos
son comparables.
Como último elemento de la diversificación de las retribu-
ciones nos queda el rendimiento. Mensaje para los apóstoles
del rendimiento: Dios os mantenga la gracia de que no viva-
mos en la llamada sociedad competitiva, basada solo en el ren-
dimiento. La gracia de que junto a él rijan aún otros valores,
como la pertenencia a algo, la solidaridad, la edad, el respeto a
la ley. También usted será viejo alguna vez. Y quizá entonces,
200
Management de la retribución

conforme a los criterios de su empresa sobre el rendimiento, se


contará usted ya entre los marginal performers. Quién sabe.

¿Puede medirse el rendimiento?

“Rendimiento” es una palabra que hace babear a los profetas


de las crisis como las golosinas de colores a los niños.
“¡Tenemos que pagar por rendimiento!” Pero al preguntarles
qué es el rendimiento (¡hágalo usted alguna vez!), vemos apa-
recer algo así como sangre, sudor y lágrimas. Se quitarán de
encima el hecho de que las condiciones marco en las que debe
ser prestado el rendimiento contribuyen de modo completa-
mente esencial al resultado del mismo, pues según ellos es una
magnitud despreciable o lleva a confusión. Recompensar y
castigar: de eso es de lo que se trata. Como cuando educamos
niños.
La medibilidad del rendimiento es un mito que, probable-
mente, no conseguirían eliminar del todo ni unos cuantos de-
cenios más de investigación racional. Desde hace ya largo
tiempo, se sabe que los aspectos cualitativos del rendimiento
no pueden medirse. Igualmente, se ha discutido ya largo y
tendido sobre el hecho de que, hoy más que nunca, todo de-
pende de los aspectos cualitativos, no medibles, del rendi-
miento: ¿cómo podré medir el valor de un “ideal”?
El problema se acentúa una vez que la predominante orien-
tación al mercado interior y la optimización de grandes volú-
menes han sido reemplazadas por una intensificada orientación
al mercado exterior y por la optimización cualitativa. ¿Cómo
podré “medir” la calidad que se deriva de las expectativas del
cliente? ¿Cómo podré medir la optimización de la fiabilidad?
¿Y la flexibilidad? ¿Y la conducta comunicativa?
Pero también el rendimiento de volúmenes, más cuanti-
ficable, seguirá dependiendo siempre de las expectativas. La
cuestión es el límite de la medición del rendimiento. Y, co-
mo bien se sabe, ese límite puede ser manipulado por abajo
hasta donde se desee. De esa manera, podré crear rendi-
201
El mito de la motivación

mientos aparentes que, en último término, estarán optimi-


zando la utilidad del sistema, pero no las oportunidades en
el mercado.
“¡Pero una previsión de 98 es algo objetivo!” ¿De verdad?
Entonces dirá alguien: “¡En el contexto de la evolución del
mercado, 98 es un rendimiento excelente!” Y otro dirá: “¡2 por
debajo de la previsión! ¡Un drama!” Y un tercero: “Tenemos
que mejorar nuestras estimaciones actuales”. Y un cuarto: “La
planificación lo único que hace es sustituir la casualidad por el
error”. Una cifra, cuatro observadores, cuatro “mediciones”.
Porque también las cifras están sometidas a interpretación
subjetiva. Y eso por no hablar del rendimiento de departa-
mentos de logística o de pura tramitación, cuya contribución
a los resultados de negocio jamás podrá exponerse en cifras. La
medibilidad del rendimiento es una ilusión. Los sistemas que
la ponen en práctica no recompensan el rendimiento, sino el
grado en que se haya alcanzado objetivos. En la práctica, esto
quiere decir:

¡Valorar en vez de medir!

Si, con todo, quiere usted absolutizar el principio del ren-


dimiento, le propongo una remuneración en negociación per-
manente. Lo que tiene lugar al comenzar una relación coopera-
tiva, es decir: la negociación de la remuneración, ¿por qué no
seguir haciendo eso mismo después, a intervalos regulares (por
ejemplo anualmente o cada dos años)? Nos liberará del tema
del dinero, dejándonos la cabeza libre para la tarea, y además
se basa en un fair exchange que ambas partes volverán a revisar
en plazos prefijados: ¿sigue habiendo equilibrio entre lo que se
da y lo que se toma? Si se pregunta a los colaboradores:
“¿cuánto quiere usted ganar?”, anunciándoles al mismo tiem-
po una revisión recíproca y en fechas prefijadas de la remune-
ración acordada, mi experiencia es que suelen comportarse
con un extremo realismo. ¡Dé usted a sus colaboradores la res-
ponsabilidad por la remuneración que reciben!
202
Management de la retribución

En muchas secciones de la empresa de parafarmacia dm,


las remuneraciones son fijadas de nuevo cada año en entrevis-
tas en grupo. Las bandas de guía son cinco parámetros-bisagra
en los que tareas concretas tienen asignadas las remuneracio-
nes respectivas. Si un grupo es bueno en la medida en que
consiga integrar a su miembro más débil, ¿por qué no repartir
el dinero disponible mediante un proceso común de reflexión?
Solo la libertad hace responsables a las personas.

Un rendimiento impreciso

Una remuneración en negociación continua resulta hoy im-


practicable en muchos casos en virtud del derecho laboral y de
los convenios colectivos. Entonces, tal negociación —espero
que usted haya seguido mi escepticismo frente a los sistemas
de incentivos autorregulados— queda en manos del monopo-
lio interpretativo del jefe. Él es quien tendrá que diversificar se-
gún las contribuciones al rendimiento y exponerlas también
en la entrevista. Y aquí debemos introducir una reflexión que
podría ser de fundamental importancia para cualquier direc-
ción empresarial de colaboradores:

El concepto de rendimiento es impreciso:


¡en esa imprecisión radica su eminente utilidad!

La gran mayoría de los colaboradores no ven ningún pro-


blema en que el jefe estime en un valor u otro el rendimiento y
—quede claro: según criterios puramente subjetivos— haga
los correspondientes ajustes de onda larga en las remuneracio-
nes. Pero si usted, presionado por los abonados a la objetivi-
dad y a la justicia, desmenuza el concepto de rendimiento en
términos binarios, matemáticos, entrará en un delirio analítico
que ya no podrá curarle ningún médico no especialista. Y, an-
te todo, usted en ese caso no podrá ya salir de la orgía de la
203
El mito de la motivación

justificación. Enarbolando la bandera de la máxima compren-


sión y de la transparencia, se pone aquí en marcha una objeti-
vidad ficticia que producirá denigrantes espectáculos en las
dos partes que han de valorar el asunto.
Cuanto más diversificado esté el sistema de valoración del
rendimiento, tanto más ajeno a la práctica y más impractica-
ble será el concepto de rendimiento. Por tanto (y lo subrayo
conscientemente): ajustar las remuneraciones con talante feudal
es exactamente lo que mejor se corresponde con la impreci-
sión del concepto de rendimiento. Seguramente será de ayuda
fingir que se está empleando un parámetro-bisagra para los
ajustes como si fuera una banda de guía. Pero no es más trans-
parencia lo que hay que exigir al decidir las remuneraciones;
no, lo que hay que exigir es menos transparencia.
Más aún: si usted, adoptando una práctica muy extendida,
vincula un sistema de objetivos acordados y un sistema de re-
tribuciones, estará influyendo, con efectos extraordinariamen-
te condicionantes, en los procesos valorativos que dirigen el
comportamiento. En esa situación uno viene a pensar más o
menos así: “Si llevo tres sacos de objetivos alcanzados, obten-
dré cuatro sacos de aumento de sueldo”. En consecuencia,
existe el inmenso riesgo de que los colaboradores se agarren a
los objetivos acordados. Para no tener que asumir cargas eco-
nómicas, las personas se concentran entonces exclusivamente
en los fines acordados, ignorando corrientes y posibilidades de
negocio nuevas e imprevisibles; el apoyo a otras áreas es desa-
tendido y desciende la flexibilidad en la percepción de las pro-
pias tareas. El resultado final es la introducción de un concepto
de rendimiento, lo cual, sencillamente, no hace justicia a la rea-
lidad empresarial, e incluso más bien puede dañarla.
Durante un seminario, invité a los managers de una em-
presa a que pusieran en común sus objetivos acordados, y a
continuación les pedí que pensaran en grupo qué pasaría si to-
dos alcanzasen ni más ni menos que sus objetivos. En un cuar-
to de hora, el resultado estuvo claro: la empresa entera se ven-
dría abajo. Con aquellos managers, la empresa tenía a su
disposición un espectro de rendimientos mucho más amplio
204
Management de la retribución

de lo que puede reflejar un sistema de acuerdos. Y ¿acaso no es


también un rendimiento el carácter constantemente amistoso
de un colaborador con el que sus otros compañeros y los de-
más departamentos trabajan a gusto? Por tanto: acuerde usted
el menor número posible de objetivos (cinco como máximo),
y este sistema ¡desvincúlelo del sistema de remuneraciones! Que,
aun así, el grado de consecución de los objetivos influirá en el
ajuste de las remuneraciones pasando por el jefe, eso es eviden-
te. Pero es precisamente en esta falta de transparencia donde
radica esa gran ventaja práctica para la vida que solo se niegan
a reconocer, obstinadamente, los que vuelan a ciegas guiándo-
se por la llamada “objetividad”.
Si se vincula aquí el sistema de remuneraciones, al tratar de
cómo ha de juzgarse el rendimiento se estará hablando solo
de dinero, y ya no de rendimiento. Se llegará a una prioriza-
ción condicionante, que hará que las conversaciones no se
centren ya en el proceso de creación de rendimiento, de coo-
peración, de fomento del desarrollo, sino que quedarán defini-
das como una lucha por el reparto.
Los acuerdos sobre objetivos sirven para aunar energías, para
crear rendimiento; son lo primero que habría que tener en cuen-
ta para valorar resultados –¡si es que se debe valorarlos en general!
Al hablar sobre rendimiento, usted se interesa por cómo surge o
no surge el rendimiento, usted toma en consideración influencias
que no son responsabilidad del colaborador, usted habla sobre
cómo fomentar el desarrollo, usted se ve a sí mismo como una
parte del proceso por el que su colaborador presta un rendimien-
to. Y entonces usted está tomándose en serio su tarea como direc-
tivo. Es absurdo que, al terminar un periodo de cooperación,
echemos en cara a un colaborador un incumplimiento de objeti-
vos. Las desviaciones respecto a los objetivos no son fallos, sino
importantes informaciones para nuestro futuro proceder, para la
cooperación, para fomentar el desarrollo de los individuos.
Subrayemos esto, pues para mí es importante: orientarse
hacia el objetivo como único criterio puede bloquear los pro-
cesos de aprendizaje. Esa orientación fomenta más bien una
mentalidad monocolor muy limitada. Así, al vincular a la re-
205
El mito de la motivación

muneración la consecución de objetivos definidos se estará


obstaculizando que las personas piensen, valore, juzguen y
asuman responsabilidades por sí mismas, que es lo que desde
el otro lado nos están reclamando furiosamente. La desviacio-
nes intencionadas respecto al objetivo son lo que diferencia a
los colaboradores listos de los robots. Tales desviaciones tienen
siempre sus razones, sea una valoración inadecuada de la situa-
ción en la que el colaborador tiene que actuar, sea una altera-
ción en los criterios para medir su acción.
Un procedimiento creativo para la ejecución satisfactoria
de tareas, independientemente del tipo de actividad de que se
trate, tiene tres características esenciales generales:

• crea continuamente nuevas categorías,


• está abierto a nuevas informaciones,
• es consciente de que hay más de una sola perspectiva.

Sin embargo, los acuerdos sobre objetivos suelen desembo-


car en el método pinta-por-números. En lugar de dar al cola-
borador la posibilidad de que, en su ámbito de trabajo, desa-
rrolle nuevas ideas y las ponga a prueba en el ámbito de su
propia experiencia, se sugiere que el objetivo material esté a la
vista de todos, así como los medios para alcanzarlo. Con toda
seguridad, algo no es este método: motivador.

Valoración del rendimiento

A la pregunta: “¿aplicar la diversificación de las remuneracio-


nes también a los directivos?”, respondo, por consiguiente,
con un “sí”. Los sistemas de incentivos autorregulados llevan a
trazar unos límites demasiado estrechos al concepto de rendi-
miento y a enfatizar los aspectos cuantitativos de los objetivos,
lo cual resulta, sencillamente, muy poco práctico y, en las em-
presas, demasiado reduccionista. Si los objetivos cualitativos
han de tener una importancia particular, entonces debe refor-
zarse la posición del directivo como instancia interpretativa.
206
Management de la retribución

Si, aun así, usted persistiera en acoplar mecánicamente va-


loración del rendimiento y sistemas de retribución, será impor-
tante que deje caer, al menos para ir introduciendo el tema, la
imprecisión del concepto de rendimiento. Concretando: ¡no se
someta usted a sistemas de retribución sofisticados! Limítese a
elegir tres categorías valorativas: rendimiento no aceptable-ren-
dimiento aceptable-rendimiento más que aceptable, y deje a los
jefes que utilicen el campo de juego que les ofrecen sus presu-
puestos.
Todos los sistemas valorativos tienden a distinguir, al co-
rrer de los años, tan solo a los colaboradores excelentes. A ello
contribuyen el consenso aplastante de los igualitaristas, el de-
sánimo, la carencia de escrúpulos y el abuso de la valoración
del rendimiento para manipular la remuneración. Lo cual
lleva, por ejemplo, a que no esté teniendo lugar una auténti-
ca diversificación retributiva por rendimiento. Dado que el
pastel se reparte entre demasiadas personas, los performers ex-
celentes siempre obtendrán a la larga una retribución similar
al promedio.
Un ejemplo: un colaborador estuvo durante 23 años reci-
biendo valoraciones extraordinarias, hasta que en la empresa
se decidieron por diseñar una valoración más fidedigna; an-
tes de dos años, se desprendieron del colaborador aplicando
la cláusula de rescisión. El colaborador, que ya tenía 53
años, se despidió con estas amargas palabras: “Si ustedes me
hubiesen dicho esto claramente hace diez años, aún habría
tenido una oportunidad de buscarme un trabajo en alguna
otra parte...”

¿Control o coparticipación?

La cuestión central es: ¿qué es lo que pretendo con la diversifi-


cación retributiva por rendimiento? Esencialmente se trata de
las funciones “control” y “coparticipación”, entre las cuales, si
bien no una distinción tajante, sí puede establecerse una dife-
renciación bastante clara:
207
El mito de la motivación

1. Control

En el contexto de los argumentos aportados en este libro, pue-


de deducirse que sería un camino equivocado el pretender
controlar el rendimiento por medio de recompensas/castigos.
Con eso no resolverá usted el problema. Controlar el rendi-
miento es asunto de la dirección. Si un colaborador no presta
a largo plazo el rendimiento requerido, tendrá usted que bus-
car otro puesto en la empresa donde este colaborador se sienta
productivo, donde pueda poner en juego sus capacidades. Por
lo tanto, usted tiene un problema de empleo del personal.
¡Encuentre para este colaborador una tarea con un valor me-
nor de puesto de trabajo! El problema siempre puede crecer
hasta obligar a una separación... si bien es cierto que las difi-
cultades de este tipo tienen su verdadera causa en el desánimo,
la incoherencia y la dejadez en la selección del personal, difi-
cultades que, luego, y de manera completamente inadecuada,
se pretende parchear por medio de los sistemas de remunera-
ción.
Si el colaborador muestra a largo plazo un potencial más ele-
vado de lo exigido en su actual ámbito de tareas, tendrá usted
que encontrar un puesto que pueda absorber ese potencial, pues
en otro caso el colaborador terminará a largo plazo emigrando
hacia la desmotivación. Con una inyección de dinero no resol-
verá usted el problema de la infraexigencia. Por tanto: ¡reaccione
actuando! ¡Resuelva el problema de empleo del personal!

2. Coparticipación

Atribuir individualmente resultados y rendimientos resulta


hoy altamente problemático en todos los mercados. Además,
el clima cooperativo se enrarecerá si usted, con los sistemas
de remuneración, convierte en competidores a los miembros
de una misma cadena. Por consiguiente, en la era del trabajo
en equipo y en red tiene una validez cada vez mayor el prin-
cipio: si se ha trabajado bien, es que todos han trabajado
bien. En tal caso, ha prestado su contribución cualquiera que
208
Management de la retribución

haya colaborado con la empresa. No puedo, por un lado,


conjurar el espíritu de equipo, mientras que, tratándose de
los hechos “duros” de la retribución, insisto en lo individual.
Al respecto, encontramos en las empresas con mucha fre-
cuencia increíbles reglamentos expresos que muchos colabo-
radores perciben como paradójicos y paralizantes. Quien exi-
ja trabajo en equipo no puede fomentar la guerrilla
individual a la hora de diseñar las remuneraciones. El siste-
ma retributivo suele ser la piedra de toque para la credibili-
dad de la dirección de una empresa y su compromiso con el
ideal del trabajo en equipo. Por tanto, lo mejor es: una parti-
cipación general en los resultados de la empresa.

Asociados en ganancias y pérdidas

Aunque en el asunto de la distribución sigan predominando,


todavía hoy, posturas ideológicas trasnochadas, en el marco de
la competencia entre regiones económicas desaparecen las
oposiciones de intereses entre trabajo y capital. De ahí que yo
simpatice con una coparticipación que nos permita vivir la
empresa como una comunidad solidaria, como un grupo de
asociados para el rendimiento en ganancias y pérdidas.
Así, el dinero que los asociados reciban de la empresa, in-
dependientemente de los resultados no sería más que una re-
tribución mínima. Los salarios y las remuneraciones no ten-
drían ya qué elevarse mecánicamente cada año. Los costes por
remuneraciones reflejarán entonces parcialmente la evolución
de la rentabilidad de la empresa. En caso de un mal resultado
empresarial, esto puede cobrar importancia como válvula de
escape para responder a la crisis: ¡antes disminuir la cuota de
coparticipación que despedir a nuestra gente! Pasada la crisis,
y permaneciendo estable la plantilla, se producirá una ganan-
cia adicional en costes y continuidad.
La decisión de si —dándose un resultado positivo— se de-
be redistribuir la cuota de coparticipación con criterios jerár-
quicos dependerá de la propia escala de valores. En cualquier
209
El mito de la motivación

caso, la cuota de coparticipación no puede llegar a ser tan ele-


vada respecto al total de la retribución, que, en caso de no ser
abonada, la existencia material resulte amenazada. Y, por otra
parte, tampoco puede ser tan baja que resulte ridícula (por
ejemplo, para un manager de alto rango). Un enfoque sobrio
del asunto nos recomienda más bien una distribución gradua-
da. Pero en ningún caso estas coparticipaciones deberán estar
reservadas solo para directivos, ni siquiera solo para empleados
con funciones de gestión. Eso, ciertamente, concuerda con el
modelo jerárquico clásico, pero pasa por alto que los directivos
solo obtienen resultados a través de sus colaboradores, que el
resultado de los directivos es indirecto. Dejar a los colaborado-
res con las manos vacías es, simple y llanamente, absurdo.
Una indicación práctica más: ha demostrado ser de mucha
ayuda no dejar que el total coparticipado “se pierda” al mez-
clarse con los habituales pagos fraccionados por meses. La co-
participación tiene también que ser percibida. Además, no de-
beríamos minimizar previamente su efecto óptico practicando
en ella retenciones. Es recomendable una entrega de la suma
total acentuada simbólicamente (por cheque/acompañándola
de un escrito/por transferencia especial).
Ahora bien: una coparticipación general en los resultados
empresariales es inseparable de una política informativa inten-
siva y permanente. La dirección de la empresa debe informar a
todos los colaboradores permanentemente acerca de su evolu-
ción comercial. ¡Las cifras más relevantes de la empresa deben
comunicarse, por lo menos mensualmente, en intranet! Solo
así podrá impedirse que al cierre del ejercicio se tenga una impre-
sión de arbitrariedad o, incluso, de engaño.
Por principio, debe aplaudirse la circunstancia de que el
capital no se aleje mucho de los fines empresariales. Viéndolo
por la otra cara: redistribuir el aumento de productividad por
el simple procedimiento de elevar los salarios planteará cada
vez mayores problemas. Un camino practicable sería aumentar
el nominal de los salarios hasta compensar los efectos de la in-
flación, y, en caso de darse una buena situación coyuntural,
pagar una parte de la retribución como cuotas de participa-
210
Management de la retribución

ción por beneficios en la capacidad productiva de la empresa.


Otro camino serían las acciones de personal, aunque no sea
siempre valorado positivamente por el llamado “sector obrero”
institucionalizado. Muchos comités de empresa ven cómo con
estas acciones se desvanece la oposición amigo-enemigo que
les resulta útil políticamente.
Un plazo de suspensión que prohíba la posible reventa por
al menos cinco años, o mejor diez, garantiza la responsabilidad
del titular por las consecuencias a largo plazo. Análogamente,
y por lo que respecta a las remuneraciones del consejo de ad-
ministración, se han conseguido buenas experiencias retrasan-
do los pagos (deferred compensation).

Stock options: inefectivas y caras

Las stock options están permitidas en Alemania desde mayo de


1998, y disfrutan de creciente preferencia. Casi todas las em-
presas Dax-30 y más de la mitad M-DAX ofrecen stock options
a sus consejeros y altos directivos.
Pero un absurdo no es menos absurdo porque todo el
mundo hable mucho de él.
Los argumentos a favor de este tipo de sistemas retributi-
vos son: la creciente internacionalización de los mercados; el
problemático acoplamiento con la práctica retributiva nortea-
mericana en las fusiones transatlánticas; capacidad de atrac-
ción en mercados laborales afectados de escasez; ventajas fisca-
les. Pero el modelo general económico en el que se basa este
método tiene raíces más hondas: de nuevo, el punto de partida
es el problema de la motivación. Según parece, el trabajo es al-
go realmente horrible; el aumento del valor de las empresas es
un camino de la pasión plagado de espinas, y solo podremos
llevar por él a los altos ejecutivos indemnizándoles adicional-
mente por los “perjuicios”. Los intereses de los propietarios
(los accionistas) y los de los directivos, se dice, son distintos en
este momento, pero gracias a las stock options podríamos con-
ducirlos en una misma dirección y con el mismo rumbo. Y, al
211
El mito de la motivación

fin y al cabo, de eso se trata en esto del management (debe de


haberse vuelto muy sencilla esta disciplina, me parece). Todo
esto supone una alegría para los analistas financieros: en sus
recomendaciones para la inversión, se obstinan en valorar los
planes de acciones positivamente, y su ausencia, como señal de
atraso empresarial.
¿Quizá ha empezado ya la reacción de los accionistas?
Entre tanto, contamos con un rico material de investigación
(Frey/Osterloh 2000) para formarnos una visión sinóptica de
los años 90. Los resultados no podrán sorprender al sano sen-
tido común. Los estudios demuestran, sin excepción, que las
stock options no cumplen las elevadas expectativas depositadas
en ellas. Dicho breve y bruscamente: no pasa nada, y encima
son caras. Ni un solo estudio aporta indicios de que las stock
options ejerzan efectos reales para una gestión de negocio exi-
tosa. Incluso en los casos en que el valor de la empresa ha cre-
cido a la par que las stock options, la relación de causalidad no
es clara. Con frecuencia, las empresas de éxito se limitan a pagar
a sus altos ejecutivos, sencillamente, retribuciones elevadas.
Incluso quien durante mucho tiempo ha sido el más combativo
paladín de los instrumentos orientados a incentivar, el
norteamericano K.J. Murphy, reconoce en su última publica-
ción que no existen indicios de que “el auge de los incentivos
basados en acciones haya hecho que los consejeros delegados
trabajen más duro, más rápido y más en interés de los accionis-
tas”. Para las subidas en la cotización existen antes otras razones
más plausibles: circunstancias externas, crecimiento económico,
manipulación de las cotizaciones (recompra de acciones, re-
corte de dividendos), e incluso la profecía que se cumple a sí
misma (la introducción de planes de opciones es interpretada
por los mercados financieros como una expectativa optimista
de futuro). Las cotizaciones suben sin que la causa haya sido
una gestión de negocio exitosa. En cualquier caso, los datos
del mercado de capital no demuestran que las stock options
sean plenamente eficientes como incentivos.
Aún más: hacer depender de stock options la motivación de
los colaboradores puede llevar a un fatal desplazamiento en las
212
Management de la retribución

prioridades. Los consejos de administración se ven llevados a


alimentar permanentemente los mercados de capital; no tie-
nen ojos más que para la cotización, trátese de las acciones que
fuera; compran para provocar alzas; intentan embellecer sus
cifras con trucos contables, o bien emiten comunicados alcis-
tas ad hoc. Y descuidan su auténtico negocio. Lo que en época
de alforjas llenas quizá funcione se volverá contra la empresa en
los tiempos difíciles. Los clientes pueden presionar sobre los
precios porque saben con cuánta urgencia necesita la empresa
un pedido para no decepcionar las expectativas bursátiles.
Managers esclavos de la bolsa. Fracaso de la acción motivadora
químicamente puro.
Pero si las stock options no pueden justificarse con el argu-
mento de su efecto motivador, ¿por qué entonces están tan ex-
tendidas? Noam Chomsky ha explicado así el mecanismo: Las
malas ideas quizas no sirvan para los “objetivos expresados”,
pero típicamente se convierten en buenas ideas para sus princi-
pales artífices. Ha habido muchos experimentos en el desarro-
llo económico de la era moderna, con regularidades que es di-
fícil ignorar. Una es que los diseñadores tienden a conseguir
una situación bastante buena para sí mismos. Por lo tanto, la
explicación es completamente simple: porque los top managers
lo quieren. Los planes de opciones rara vez reemplazan una
parte antes fija en la retribución, sino que son un suplemento
a lo que ya se gana. Así es como hay que explicar por qué los
aumentos retributivos de los managers norteamericanos han
llegado a rozar el absurdo durante los últimos años.
Pero también si las bolsas flojean (y en muchas empresas
se vuelve a las remuneraciones fijas o bien a los antiguos mo-
delos profit-sharing), estos directivos saben cómo apañárselas:
con instrumentos finacieros derivados o mediante recipring
de las opciones tras pérdidas en la cotización se reducirá el
riesgo de pérdidas. Y también los standards contables le vienen
muy bien a este comportamiento verdaderamente “empresa-
rial”: dado que los costes de los planes de opciones no pueden
ser contrapuestos a las ganancias de las empresas, así puede
uno generarse inadvertidamente unos ingresos adicionales.
213
El mito de la motivación

Por no hablar de las ventajas fiscales en el caso de stock options


incondicionales. Charlie Munger, director del ya legendario
holding financiero Berkshire Hathaway: “Los métodos para in-
cluir las stock options en el balance como elementos integrantes
de la remuneración son defectuosos, corruptos y polémicos”.
¿Cosas de los malvados top managers? No, son personas
normales que intentan maximizar su remuneración. Hacen lo
que todos harían si les fuera posible. Reprochárselo sería, en
cierta medida, poco inteligente. Quien quiera impedir algo así
tendrá que cambiar el sistema. Y eso solo pueden hacerlo los
accionistas. Pero no se defienden. Al contrario: siguen creyen-
do ciegamente en la conexión entre los planes de opciones y la
motivación de los managers. Una conexión que, en efecto,
existe: gracias a las opciones, los top se hacen con enormes pa-
trimonios a costa de los accionistas.
Pero si nos tomamos en serio el tema de la motivación,
deberemos tener en cuenta los efectos que la creciente distri-
bución retributiva ejerce sobre la disposición al rendimiento
de la totalidad de los colaboradores. Por investigaciones muy
recientes, sabemos que actuar en un medio en el que se juega
limpio y se da un comportamiento correcto es un importante
factor motivacional. Percibir que se juega limpio influye so-
bre la motivación intrínseca. Cuando este juego de equili-
brios se disloca desproporcionadamente, ello tendrá conside-
rables efectos sobre la actitud y el comportamiento de los
colaboradores. Deberían pensar en ello esos managers que
proclaman convencidos su deseo de “tirar de la misma cuer-
da” con sus colaboradores y exigen un esfuerzo y una identifi-
cación “en común”. Con las stock options están rescindiendo
esa comunidad. Por tanto, espero que lleguen tiempos en los
que los analistas financieros reciban la introducción de planes
de opciones con un “¡vendan ustedes!”. La lógica económica
estaría de su lado.
Esto ha sido lo que yo debía decir sobre el tema “dinero”.
Lo manejen de una manera u otra, siempre se cumplirán las
palabras de Otto Rehagels: “El dinero no mete goles”.

214
Introducción

Parte tercera

Dirigir

215
Introducción

Capítulo 16

A. Exigir en vez
de seducir

Que cada cual esté motivado


es el orden natural de las cosas

“De un ser humano, ¿qué podemos... esperar? Cúbrale usted


con todas las riquezas de la tierra, húndalo usted en la dicha
hasta que le cubra las orejas, hasta que le cubra la cabeza, de
modo que en la superficie de la dicha, como en un estanque,
solo se vea llegar las burbujitas que suben; asígnele usted una
dotación pecuniaria para que no tenga que hacer nada más
que dormir, tragar pastelillos y preocuparse por el progreso de
la humanidad... Pues bien, este hombre, este mismo hombre,
en ese mismo momento, por pura ingratitud... le jugará a us-
ted una mala pasada”. Dostojevskii, para Nietzsche el mayor
psicólogo de todos los tiempos, escribió estas palabras, ya co-
nocidas de antes para la sabiduría popular: “Nada es más difí-
cil de aguantar que varios buenos días seguidos”.
En medio de la aspiración general a los mimos y al placer
sin esfuerzo, ha caído no pocas veces en el olvido algo que no
se ha cansado de proclamar la voz, ayer y hoy desoída, de la
etología: que las personas son seres motivados. Bajo las condi-
ciones de principios del siglo XX y desde el punto de vista de
F.W. Taylor, quizá pudo parecer como si existiera “un instinto
217
El mito de la motivación

innato y una inclinación del ser humano a no trabajar más de


lo estrictamente imprescindible”. Las investigaciones de, entre
otros, K. Lorenz, I. Eibl-Eibesfeldt y F.v. Cube (que, por lo de-
más, no se ocupan solo del comportamiento de percas, gaviotas
lacustres y macacos rojos) ya no autorizan tal suposición: to-
dos los seres humanos disponen por naturaleza de una energía
creativa que apremia para desplegarse. Los seres humanos dis-
ponen de un elevado potencial de acción, por lo que hay que
entender una capacidad y una disposición esencial para el tra-
bajo.

Resultados de la investigación
sobre comportamientos

Antropológicamente estamos constituidos para realizar una


actividad dirigida a algún objetivo. Como seres humanos, pose-
emos elevados potenciales de acción que buscan irse descargan-
do... si no queremos que se transformen en agresión y tedio. El
comportamiento inquisitivo para resolver problemas, la “curio-
sidad”, caracteriza la verdadera naturaleza de nuestra especie.
Activar nuestra curiosidad, sentir la alegría de descubrir algo y el
placer de estar actuando: eso es lo que queremos, aunque en
ocasiones estas fuentes de nuestra energía parezcan sepultadas.
La voluntad de rendimiento está dentro de todos los seres
humanos. Así, los investigadores del comportamiento han des-
crito casos de niños que, a los pocos días de habérseles permiti-
do jugar sin interrupción durante la jornada lectiva, querían
por propia voluntad volver a tener clase, ya que esa diversión
monocolor se les había hecho demasiado aburrida. Cuando se
propone a los monos ciertos ejercicios de habilidad difíciles, el
interés de tal ocupación les hace olvidar al momento el hambre
y la comida que se les ha ofrecido. Animales a los que, en los
laboratorios, se les deja elegir entre lograr su comida por sí mis-
mos mediante determinadas acciones (por ejemplo, presionan-
do una pequeña palanca) y, simplemente, recibirla, prefieren
siempre trabajar por ella.
218
A. Exigir en vez de seducir

Martin Seligman, de la Universidad de Pennsylvania, cita


en su trabajo de la “competencia” una investigación según la
cual los bebés ríen cuando consiguen poner en movimiento
un objeto que cuelga de un hilo, y, sin embargo, no ríen si
no son ellos los que han causado el movimiento. Según
Seligman, esto ocurre porque la capacidad para dominar la
situación (nosotros la llamaríamos “voluntad”) hace que apa-
rezcan la alegría y el placer de estar actuando. Lo mismo en
la vida profesional: a los vendedores, por ejemplo, les alegra-
rá especialmente un pedido por el que hayan tenido que lu-
char. No hay ninguna duda: todos buscamos tensión en
nuestra vida.

Autoevaluación: la moral laboral es alta

“Imagínate, hay trabajo y nadie lo quiere”. Esta frase de una


canción de comienzos de los años 80, que parodiaba el au-
mento del paro en la República Federal de Alemania, era hu-
morística solo hasta cierto punto. Pues, aunque solemos ha-
blar de “ofrecer” y “aceptar” trabajo, los enfoques de la
etología han demostrado la imprecisión de tales denominacio-
nes, desenmascarando ese engaño de decir “prestación” mien-
tras se estaba pensando en la “contraprestación”: el trabajador
no toma trabajo, sino dinero; el trabajo lo toma el supuesto
“dador” del trabajo, el empresario. El nuevo enfoque radicaba
en reconocer que las personas no solo toman dinero, sino que
también quieren dar su trabajo. Hans Thomas escribe con to-
da razón: “Aquellos que pretendían prestar un servicio a la dig-
nidad humana exigiendo que el trabajo fuera cada vez menor
han llegado hasta el límite en el que se enfrentan a los que
quieren más trabajo del que tienen. Se encuentran ante un di-
lema: quieren abogar por un derecho fundamental al trabajo,
pero, al tiempo, desean cada vez menos trabajo”.
Reacapitulando los resultados de la investigación del com-
portamiento, obtenemos: la práctica de la acción motivadora
parte de una suposición fundamental falsa. ¡El déficit motiva-
219
El mito de la motivación

cional no existe en principio! Y la ignorancia de este hecho eto-


lógico trae consigo graves consecuencias.
Pero por supuesto que los técnicos motivadores saben bien
de qué hablan, pues, en efecto, nadie puede negar la existencia de
esas multitudes de colaboradores desmotivados. Pero ¿dónde
está la causa y dónde el efecto? Lo que yo pretendo recalcar es
que son víctimas de su propio éxito. Y, una vez que lo han si-
do, entonces por supuesto que tienen, finalmente, razón. Se
atribuye a Pavlov la frase: “La motivación es la nueva forma de
la explotación”. Solo muy en parte comparto ese punto de vis-
ta. “La motivación es la nueva forma de mimar”. Esto me pa-
rece más adecuado.
En este punto, habrá lectores que no den crédito a lo que
están leyendo: la postura que he presentado aquí, ¿termina de-
fendiendo que dirigir es hacer restallar un látigo basándose en
los hallazgos de la etología? ¿Es esto una restauración bajo
cuerda del brusco “el-colaborador-puede-si-le-da-la-gana”?
De verdad que me resulta sorprendente: no he visto aún
una sola encuesta a colaboradores en la que un enunciado del
tipo “Yo calificaría mi moral laboral como elevada” no haya si-
do contestado afirmativamente en más del 90% de los casos,
incluso habitualmente por encima del 95%. En las encuestas
que tengo delante ocupa, con mucho, el primer lugar entre to-
dos los resultados positivos. Y, sin embargo, sigue motivándo-
se sin descanso. ¿Tan descomunal esfuerzo solo para cubrir un
déficit motivacional de menos del 10%? ¿Cargar al 90%, y
más, de todos los colaboradores con la sospecha de la descon-
fianza, solo para volver a meter en vereda a menos del 10%?
Pero la sospecha ha calado demasiado hondo en los valedores
de la cultura incentivadora, como para que ahora concedan cre-
dibilidad a los resultados de estas encuestas. “¡Una coartada!”,
dicen (dando quizá a entender, involuntariamente, algo verda-
dero: es posible que, de hecho, los colaboradores pretendan
“escapar” a los esfuerzos motivadores de sus jefes), y luego:
“¡Es una verdad subjetiva!”
En efecto, es una verdad subjetiva. Pero la palabrería que la
pone en duda está presuponiendo que hay alguien que sabe
220
A. Exigir en vez de seducir

“objetivamente” o “mejor que nadie” qué es “realmente” la


moral laboral. Alguien que define la “verdadera” moral laboral
alta, situándola por regla general un poquito más alta de don-
de la sitúa el encuestado. Esta actitud, de modo no expreso,
acusa a los encuestados de una autoevaluación falsa, y está se-
gura de poseer el verdadero criterio de medida.
Eso tiene sus consecuencias. Como poco, la de poner en
marcha un mecanismo que transmitirá al colaborador la idea
de que la disposición al rendimiento que acaba de manifestar
es algo con lo que no se puede contar y que tendrá que recibir
siempre nuevos estímulos. Pero ¿de verdad cree alguien en se-
rio que un número significativo de colaboradores va a dejarse
convencer de que su autoevaluación es errónea y de que sus
afirmaciones tienen solo una validez relativa? ¿De verdad cree
alguien en serio que los colaboradores dejarían que, impune-
mente y a largo plazo, se les motive hasta más allá de lo que
ellos perciben subjetivamente como el umbral de una moral
laboral alta? Que cada cual esté motivado es el orden natural de
las cosas. Esto será difícil de reconocer para más de uno. Pero
no solo por razones etológicas se nos plantea esta cuestión: ¿no
tendría mucho más sentido creer, sin más, a los colaboradores
cuando manifiestan su disposición al rendimiento y a conti-
nuación... exigírsela?
Consideremos una vez más el fenómeno de las empresas sin
ánimo de lucro, cuyos responsables, de hecho, suelen realizar
un trabajo excelente. Estoy pensando en Greenpeace, Amnistía
Internacional, la Cruz Roja, en tantas otras iniciativas caritati-
vo-eclesiásticas y, sobre todo, en los millones de ciudadanos
que trabajan como voluntarios, con dedicación muchas veces
intensísima, en la organización de deportes populares. Son
ejemplos de la esencial voluntad de rendimiento que muestran
las personas... cuando encuentran un campo de acción en el
que tenga sentido para ellas una dedicación completa. A estas
organizaciones no les faltan ni miembros, ni pegada, ni éxito.
Como es patente, ponen a disposición de las personas “cam-
pos de juego” en los que resulta divertido “jugar” y en los que
siempre puede casi palparse la respuesta a la pregunta por el
221
El mito de la motivación

“¿para qué?” Daniel Goeudevert, antiguo miembro del conse-


jo de administración de Ford y de Volkswagen, refiere la frase
del representante de una gran organización caritativa de los
Estados Unidos: “Antes exigíamos poco a nuestra gente por-
que les podíamos pagar poco. Hoy no les pagamos absoluta-
mente nada y les exigimos mucho”.

Dimensiones del rendimiento

Consideremos ahora las tres dimensiones cuya suma da lugar


al rendimiento:

• Disposición al rendimiento
• Capacidad de rendimiento
• Posibilidad de rendimiento

Si distribuimos estas tres dimensiones entre la responsabi-


lidad del colaborador y la del directivo, la etología es inequívo-
ca al respecto: la disposción al rendimiento —que es la que la
acción motivadora dice elevar— cae esencialmente dentro de
la responsabilidad del colaborador. Como si dijésemos, este la
trae “de casa”.
Pero incluso aunque la etología no hubiera llegado a resul-
tados concordantes con esto, habría llegado también el mo-
mento de que el management tomara una clara decisión, el
momento de la voluntad de configurar la debida cultura em-
presarial. Y ello porque toda acción motivadora acaba quitán-
dose el disfraz y revelándose como desmotivación: la disposi-
ción para rendir es asunto de cada uno de los colaboradores,
no del directivo.
Por supuesto, el directivo también ejerce cierta influencia
sobre la disposición al rendimiento de su colaborador (y, por
desgracia, una influencia más bien negativa, como habremos
de demostrar). Sin embargo, mal aconsejado estará si piensa
que es su deber estimularla o, lo que es más, que puede mante-
nerla en un nivel superior a través de un periodo prolongado
222
A. Exigir en vez de seducir

de tiempo y contra la libre voluntad de rendir por parte del


colaborador. Cuando el directivo se crea obligado a asumir
“motivando” responsabilidades por la disposición al rendimien-
to, estará invadiendo un ámbito que no es de su competencia,
lo cual consumirá sus fuerzas y, por lo tanto, tendrá efectos
desmotivadores. Ya lo hemos demostrado. En todo caso, es
cierto que la motivación del colaborador se esfuma en la medi-
da en que el directivo ponga en duda la disposición al rendi-
miento de aquel e intente aguijonearla. Este es el preciso senti-
do en el que afirmamos que hay que descargar al directivo de
la tarea de una acción motivadora siempre renovada.
El fracaso de la acción motivadora salta a la vista de manera
particular cuando uno repara en que el rendimiento se produ-
ce siempre por la acción conjunta de las tres dimensiones,
mientras que la acción motivadora —¡y esto es de una extraor-
dinaria importancia!— apunta nada más que a una de ellas, a
saber: la disposición al rendimiento. Un gasto gigantesco para
un pequeño objetivo. No podré nunca decirlo con la claridad
suficiente: toda acción motivadora apunta exclusivamente a la
disposición al rendimiento. ¡Sus instrumentos no captan las
otras dos dimensiones del rendimiento!
Pero cuando, en caso de rendimiento débil, las causas radi-
can en la carencia de capacidad de rendimiento o, incluso, en
la ausencia de posibilidad de rendimiento, todo el aparato mo-
tivador funcionará a toda marcha sin conseguir el menor efec-
to. En sentido positivo, no cambia nada en la situación. Al
contrario: destruye —como hemos mostrado— incluso aque-
llo que quizá siga todavía intacto: la disposición al rendimiento.
A veces resulta difícil no escribir sátira.

Exigir

Hay que recordar algo que yace sepultado bajo los escombros
de la acción motivadora: el derecho del directivo a plantear
exigencias claras, llegar a acuerdos y controlarlos. El directivo
tiene el derecho a que los acuerdos y los contratos laborales sean
223
El mito de la motivación

respetados, y a exigir rendimiento sobre la base de unos objetivos


definidos. Tiene el derecho (¡y el deber!) de reclamar y criticar
abiertamente en caso de que alguien no mantenga lo convenido
(“abiertamente” significa “con claridad” y “sin subterfugios”, de
ningún modo ”jugando sucio” o “con grosería”). Tiene el dere-
cho a sacar consecuencias y actuar al respecto. Pues no puede
ser que una empresa, al producirse rendimientos débiles, se
contente con satisfacer un torcido sentido de la justicia por
medio del automatismo de los bonus/malus, primas no abona-
das u otros sistemas autorregulados de penalización. Es tarea
del directivo averiguar cómo es que no se ha prestado el rendi-
miento acordado (incluyéndose a sí mismo como posible fac-
tor inhibidor del rendimiento). Si no, ¿cómo justificarán los
directivos su existencia?
Además, un directivo —y esto creo que debe ser especial-
mente enfatizado— puede acordar con el colaborador que este
preste un rendimiento que, propiamente, no quiere prestar
voluntariamente y por propia iniciativa. Pero no debería “se-
ducir”, no debería, en palabras de Eisenhower, intentar enga-
ñar al colaborador haciéndole creer que él mismo es quien “lo
quiere”.
Viendo la cuestión en conjunto, me parece que una clara
relación de exigencia entre directivo y colaboradores está consi-
derablemente más orientada al rendimiento y es más coherente
que los sistemas autorregulados de recompensa-castigo. Es
más coherente en interés del rendimiento. Estaríamos enten-
diendo literalmente la palabra “dirección”. Si alguien cree que
mi propuesta desembocaría en una suerte de apostolado social
y en formas sociales de difuso igualitarismo, no ha comprendi-
do nada. Lo que me interesa, antes bien, es el restablecimiento
de la dirección como dirección. Todos quieren que el directivo
sea un activo emprendedor. Pues bien: al emprendedor se le
llama emprendedor porque emprende algo, y no porque per-
manezca pasivo.
También W. Bennis y B. Nanus, en su muy citado libro
Directivos, describen como ejemplo a los que no miman, sino
que retan. Como testimonio de ello citan a Edwin Land, fun-
224
A. Exigir en vez de seducir

dador de Polaroid: “Lo primero que uno hace por naturaleza


es dar al interesado la sensación de que la tarea de que se trate es
muy, muy importante y casi imposible de dominar... Ese el
aguijón imprescindible para hacer fuertes a las personas y po-
nerlas espiritualmente en el camino acertado”. Pero ¡no! Así
no. En estas palabras continúa viviendo el mismo espíritu del
engaño, del proceder a dos bandas, de la seducción. No es una
exigencia clara, sino simple y llana mentira. Dicen también
Bennis y Nanus: “La confianza es el lubricante que mantiene
en marcha las ruedas de una organización”. Sí. Pero en cual-
quier caso: del modo antes citado, jamás sería posible la clari-
dad entre directivo y colaborador, jamás sería posible la con-
fianza en unas exigencias realistas y adecuadas como base para
acordar el rendimiento.
Por tanto, me parece que es mucho lo que ganaríamos
reemplazando por una clara relación de exigencia esa práctica
motivadora, con su oculta devaluación y sus numerosos y
desconocidos efectos secundarios que la hacen contraprodu-
cente.

Tomar acuerdos

Dirigir es difícil. Sobre todo, cuando no se reconoce con exac-


titud este hecho. En tal caso, suele echarse mano de manuales
de dirección del tipo How to... Y casi siempre decepcionan.
Pues han sido escritos renunciando a tener en cuenta el requi-
sito más importante: la personalidad individual de todo direc-
tivo. Y no existen mil páginas de teoría de la dirección en las
que quepa ni de lejos la complejidad del día a día directivo. En
este, no hay consejos a priori buenos o malos. Lo que funciona
para uno, y por tanto es “bueno”, se convierte para el otro en
un paso en falso. Todo lleva en sí mismo su propio contrario;
todo tiene sus lados oscuros, todo tiene consecuencias no de-
seadas. Mi opinión es que resultará mejor en cualquier caso
intentar una estimación previa del comportamiento individual
del directivo en cualquier situación, llevándola lo más lejos
225
El mito de la motivación

posible (hasta un segundo y un tercer nivel de repercusión). Y


entonces, decidir conscientemente. Me parece que exactamen-
te ahí radica el arte de la dirección. Entonces, las cosas aconte-
cerán tal como yo he elegido que acontezcan. Y hay algo que
ya no podré hacer en ningún caso: quejarme de que dirigir es
difícil.
Dado que no suele prestarse atención a esto, van ya escritas
entre tanto unas cuantas bibliotecas sobre la dirección de empre-
sas. Entre las publicaciones habrá, seguramente, mucho digno
de saberse y útil. Mi escepticismo lo despiertan los llamados
estilos directivos y las técnicas directivas. Al elaborar los proce-
dimientos, cargados con una alta eficiencia económico-ética,
que se ofrecen bajo tales títulos, suele haberse pasado por alto
que, en un abrir y cerrar de ojos, se volverán imitables, como
si dijésemos “de libre elección”. Los estilos directivos reciben
entonces un manejo no muy diferente al de cintas de vídeo:
uno las pone en el aparato, las mira por encima y, si le gustan,
“sigue”. Ahora bien: si es que hay un asunto en general del que
se ocupen intensamente los directivos, ese es, por condiciona-
miento profesional y a partir de una edad aproximada de 30
años, el saber sobre la comunicación y la dirección de personas
—en una edad en la que muchas maneras de comportarse están
ya sólidamente acuñadas y en la que los patrones de conducta
que hasta el momento se hayan manifestado como “exitosos”
(¡pues así es como se ha ascendido!) estarán cargados con una
gran energía inercial—.
Si a ello añadimos que la idea de un estilo directivo presu-
pone en cierta manera un “modelo único” de colaborador, que
naturalmente no existe jamás, entonces resulta claro que limi-
tarse sin más a copiar estilos de dirección no puede hacer justi-
cia ni a las individualidades del directivo y del colaborador ni
a la complejidad de la realidad.
Y, para mí, muchas de estas cosas nos “dirigen”, al pie de la
letra, “demasiado lejos”. Lo que yo pretendo desarrollar ahora
y en lo sucesivo es considerablemente más sobrio y limitado
(¡aunque no más fácil!) que la mercancía ofrecida al asombro
general, sobre todo en la literatura de management norteameri-
226
A. Exigir en vez de seducir

cana. Pues he ido llegando cada vez más a la convicción de que


—si por una vez prescindimos de lugares comunes como la
amabilidad y la cortesía— solo está justificada una dirección
que se reduzca a algunas funciones estrictamente delimitadas,
y toda dirección que sobrepase esta frontera lesiona la digni-
dad humana y, por tanto, es inadmisible. Y a la convicción de
que esta dirección de mínimos tiene tanto éxito como razón.
Aunque ahora en algunos lugares hagan sonar las campa-
nas por el “fin de las estrategias”, entre estas pocas funciones
me parece que ha sido y es la más importante esta: llegar a
acuerdos sobre el rendimiento y controlarlo. Una y otra vez, re-
sulta grotesco contemplar a directivos quejándose de la falta
de rendimiento de sus colaboradores (en la mayor parte de los
casos se están refiriendo a su disposición al rendimiento),
cuando solo en casos muy raros son capaces de formular en
términos positivos cuál vendría a ser realmente el rendimiento
elevado que ellos exigen. ¿Qué significa eso de un 100% del
rendimiento acordado? Además, hay estadísticas que demues-
tran que los directivos de todos los niveles jerárquicos tienden
a valorar como elevado el propio rendimiento y a minusvalo-
rar el de otros colaboradores, pues creen haber prestado una
contribución decisivamente mayor al éxito de la empresa.
Paradójicamente, siguen alimentando la creencia, todavía muy
extendida pero carente de todo fundamento, de que existe una
conexión entre trabajo, rendimiento y remuneración: de ma-
nera que, en efecto, las remuneraciones altas motivan para rea-
lizar particulares esfuerzos.
El rendimiento no es un absoluto. El rendimiento está en
función de las expectativas. El éxito de una campaña de ventas,
por ejemplo, depende mucho de cómo resalten los resultados
efectivamente alcanzados frente a las expectativas de la direc-
ción de la empresa. Tales expectativas debe definirlas el directi-
vo y acordarlas con el colaborador. Y lo mismo da que se trate
de “hechos duros”, en términos de cifras de ventas u otros as-
pectos similarmente cuantificables, o de hechos “blandos”, co-
mo conductas u otros elementos accesibles a una estimación
más bien cualitativa: lo que necesitamos son procesos de co-
227
El mito de la motivación

municación y negociación que funcionen generando de conti-


nuo acuerdos aceptables por igual para ambas partes. Desde es-
te punto de vista, los departamentos de personal, que suelen ser
poco más que la oficina del censo de la empresa, tienen ante sí
la tarea de crear estructuras que permitan un acuerdo lo más
individualizado posible sobre prestaciones y contraprestacines.
“Ya me lo sé; nosotros lo hacemos desde hace mucho.
Nosotros lo llamamos MbO —Dirección por objetivos—, y es
algo muy viejo”. Sí, así es: algo muy viejo. Pero jamás he teni-
do la experiencia de que, acordando con un colaborador mío
algunos objetivos y llegando entre ambos a un compromiso
claro, me haya surgido alguna razón para motivarle adicional-
mente. O bien me tomo a mis colaboradores en serio, y en-
tonces son capaces de tomar acuerdos; o bien no me los tomo
en serio, y entonces no necesito ningún acuerdo y puedo aho-
rrarme el esfuerzo de discutir.
Pero la dificultad se halla en otra parte: se dice “dirigir
consensuando objetivos”; pero lo que eso suele significar es “di-
rigir ordenando objetivos”. Los directivos en la cúpula empre-
sarial suelen imponer a sus directivos de nivel medio objetivos
financieros a plazo extremadamente corto. De esta manera, lo
único que en realidad consiguen es traspasarles los costes de
sus urgentes aspiraciones a un resultado visible en forma de di-
nero, responsabilidad que irá pasando de mano en mano. Al fi-
nal no suelen quedar más que órdenes de alcanzar ciertas cifras.
“Nuestro director de grupo llega a la sesión de planificación
con una cifra de ventas inamovible que tenemos que conseguir
como grupo. A su vez, él la ha recibido de su superior. Lo que
nosotros todavía podemos negociar es cómo repartirnos la cifra
total. Nuestras experiencias en el mercado no tienen ninguna
importancia a la hora de confeccionar la cifra del plan”. Palabras
de un experimentado colaborador externo que, encogiéndose de
hombros, acepta todo esto como parte del juego. ¿Motivador?
Prefiero en este punto no entrar en los procesos técnicos,
puesto que lo que me interesa ahora ante todo son los efectos
de objetivos puramente “superiores” en cuya formación no ha
intervenido el colaborador. En cualquier caso, nunca se esti-
228
A. Exigir en vez de seducir

mará demasiado la importancia de tales efectos. En el nivel


psicológico se está expresando con ello una minusvaloración,
un no-tomar-en-serio, que devalúa al colaborador y, además,
tampoco se detiene ante el directivo, que se convierte en un
mero capataz.
Quien como directivo crea que debe limitarse a ordenar
objetivos, sin negociarlos con su colaborador como asociado,
tendrá que cargar con las consecuencias. El objetivo que consiga
así será quizá un rendimiento adaptativo del colaborador. Pero
jamás obtendrá su completa aprobación a estos objetivos, un
“sí” íntegro, que salga del corazón, pues eran y seguirán siendo
los objetivos del jefe, no los suyos. El colaborador quizá diga
“sí”, aunque quiera decir “no”. Esto y solo esto es la raíz de to-
do estrés, de toda des-identificación. Así surge de hecho el défi-
cit motivacional.

Management consensual

Decidir significa separar unas posibilidades de otras. Quien


crea que debe decidir a solas estará, con demasiada frecuencia,
separándose de sus colaboradores. En lugar de eso, lo que ne-
cesitamos es un management consensual, decisiones que se
apoyen en el consenso, no en el poder. “Con-senso” significa
“sentido compartido”. Lo que necesitamos son directivos que
se tomen en serio como asociados a sus colaboradores, pudien-
do llegar con ellos a un consenso, a un compromiso; directivos
que no polaricen, sino que integren; que no excluyan, sino que
incluyan. Componer en vez de imponer.
Lo cual significa, seguramente, prolongados procesos deci-
sorios con grandes gastos de tiempo y energía, en los que ha-
brá que tener en cuenta el mayor número posible de puntos de
vista, para así decidir sobre la base de un consenso amplio. A
quien diga que se gastará demasiado tiempo en ello, le contes-
taré que, sin este consenso, lo único que estaríamos haciendo
es demorar el momento de emplear el tiempo, que tras la deci-
sión deberemos invertir en quejas y lamentos y en arreglos di-
229
El mito de la motivación

versos, por esta sencilla razón: ¡una acción sin la completa


aprobación de todos los afectados se desarrollará en peores
condiciones!
Un juego abierto con un final abierto, en el que actores so-
beranos cierren recíprocamente contratos libres o entren en re-
laciones de intercambio: tal parece ser el futuro de las relacio-
nes en una organización. Con ello quiere decirse tomar
acuerdos sobre objetivos en un proceso a contracorriente, que
ni aprueba los objetivos de manera puramente democrática, ni
tampoco los ordena autoritariamente desde arriba, sino que
los acuerda como resultado de un enfoque elaborado en co-
mún. Si existen acuerdos claros de este tipo, no hay problemas
de motivación.

230
Introducción

Capítulo 17

Digresión:
Dirigir mediante el diálogo

omunicación” ha llegado a convertirse en un lema muy


“Cpresente en nuestra sociedad moderna. Todos hablan de
ella —también los directivos—, aunque con demasiada fre-
cuencia están refiriéndose solamente a la “información”, una
comunicación a medias, una versión unidireccional de la au-
téntica (y bidireccional) comunicación. Y, dado que hablar
“unos con otros” resulta realmente tan dificultoso, podemos
aprender “tecnicas” de comunicación en los correspondientes
trainings... lo cual es un afán sin demasiado sentido si uno se
limita solamente a eso sin tener en cuenta su actitud interior al
respecto.
Para hacer más tangible qué es esta disposición interior, re-
sulta de ayuda pensar en el par lingüístico “monólogo-diálogo”.
Monólogo significa, según el mismo término, hablar consigo
mismo; diálogo significa hablar varios, o aún mejor: hablar
dos. Esta es una determinación más bien formal. Todavía no
expresa nada sobre una disposición interna, “dialogante”.
Esta significaría en principio: comprender mejor el lugar
donde se halla el otro al escucharle atentamente. Max Frisch
dice sobre ello: “Todo intento de darse a otro en comunica-
ción puede resultar solamente con la benevolencia del otro”.
Se trata, por tanto, de un escuchar “benevolentemente”.
Pero quedarse ahí supondría dejar que la cuestión siguiera
dentro de lo puramente formal. La ciencia de la comunica-
231
El mito de la motivación

ción ha demostrado convincentemente que mucho de lo que


llamamos realidad se escapa de la observación del individuo.
La verdad es lo que nosotros tomamos como verdad. De ahí
que todos vivamos en provincias interpretativas, con ciertos
patrones de comportamiento que no son diferentes a los que
siguen los niños cuando decimos que “extrañan”. El miedo a
lo extraño excluye esa parte de la realidad que un otro está
ofreciendo.
Una disposición dialogante real significa reconocer que el
individuo nunca puede percibir como verdadera más que una
sola porción de la realidad.
Pero no solo la percepción, también todas nuestras valora-
ciones son siempre demasiado profundamente subjetivas y es-
tán determinadas a partir de experiencias personales. Nunca
forman más que una sola parte de la “verdad”. Según mis ob-
servaciones, sin embargo, aquellos superiores que insisten en
recalcar su individualidad, la singularidad del individuo (mien-
tras que, con más que demasiada frecuencia, se están refirien-
do a la perseveración en sus rutinas), lo que hacen es justa-
mente aferrarse a criterios de valor “objetivos”, válidos para
todos. La mejor condición para que surjan malentendidos:
todos son como yo. Todos perciben como verdadero lo mis-
mo que yo. Todos lo valoran también como yo... Exponer
una opinión como tal opinión ya es bastante difícil de por sí,
pero exponerla además como la única correcta... cae ya en la
ridiculez.
Disposición dialogante significa, por tanto, reconocer la
fundamental diversidad de dos seres humanos al percibir y va-
lorar y convertirla en punto de partida de la conversación.
Partiendo de esta disposición, la contribución del otro a la
conversación es entonces una oportunidad, aunque —o preci-
samente porque— quizá no coincide en absoluto con mi pro-
pio modo de ver las cosas. Una contribución a la perfecta inte-
gridad de la imagen general: un enriquecimiento. El diálogo
amplía nuestra imagen del mundo. No por casualidad, la ex-
presión griega “di-a-logoi” se traduce también como “origen
del mundo”: por medio del diálogo surge el mundo.
232
Disgresión: dirigir mediante el diálogo

Un comportamiento dialogante

Significa tener curiosidad, afán de algo nuevo; significa pensar y


hablar incluyendo, permitiendo. Significa, cuando menos, no
quitarnos de encima el modo ajeno de ver las cosas con la obser-
vación “¡Pero mírelo usted objetivamente!” Significa también no
acudir a una reunión con una opinión preconcebida (que equi-
vale ya a una decisión “inamovible”). Significa no querer imponer
la “única” solución “posible” de algún problema. Significa estar
esencialmente abierto a posibilidades de acción alternativas.
Puede que además de las alternativas A y B haya otra alternativa
C. Deponer una actitud interna escondida, a saber: “¿Cuándo
saldrá por fin de ti pensar y actuar como a mí me gusta?”
Quien como directivo quiera imponer el propio modo de
ver las cosas como el único que lleva a la “salvación” habrá se-
parado esta de las demás posibilidades... con lo que quizá se
habrá separado también de su colaborador. No es ni bueno ni
malo, sino que tiene sus consecuencias, pues reduce las posibi-
lidades económicas sin que sea necesario. Debido a la comple-
jidad de nuestro mundo vital y a la velocidad de su incremen-
to (¡sabemos menos cada día!), los espacios vacíos que surgen
son presa para la obligación de poner etiquetas, a la que solemos
enfrentarnos con prejuicios de esos que exponemos hinchando
los carrillos. En conjunto, la proporción de prejuicios presentes
en las decisiones está aumentando dramáticamente. Pero yo
también puedo ampliar mi horizonte decisorio. Dialogando.
Tomando en cuenta muchos modos diferentes de ver las cosas.
Me parece que las empresas no pueden evadirse de la tarea de
distribuir mejor el saber para que así haya más cabezas impli-
cadas en la búsqueda de soluciones; incluyendo aquellas a las
que hasta ahora no se confiaba tradicionalmente ninguna de-
cisión porque se pensaba en téminos de cualificaciones.
Quiero decir claramente que manifestarse a favor de un
pensamiento y una acción dialogante no se debe a ninguna
suerte de “apostolado social”, sino que se trata de eficiencia y
productividad, incluso, quizá, de nuestra supervivencia
económica. Con todo, solo hay que dar un pequeño paso para
233
El mito de la motivación

burlarse del gasto de tiempo que supone el ideal del diálogo.


Pero quien lo discuta debería reparar en que hay que añadir en la
cuenta el tiempo que se pierde por conversaciones no manteni-
das. Así, no es infrecuente que el tiempo ahorrado en decisiones
rápidas y tomadas a solas haya que reinvertirlo luego en gastos
de reparaciones. Malentendidos, transmisiones de información
defectuosas, cumplimiento insatisfactorio de tareas debido a la
poca claridad de los objetivos, trastornos y malos humores en la re-
lación jefe-colaborador son otras consecuencias adicionales de
una rapidez solo eficiente a primera vista. Pero, ante todo, algo
no se conseguirá así: ¡un auténtico compromiso! Una costosa pér-
dida de tiempo. Y ¿quién tiene hoy tiempo que perder?
De esta manera, otros modos de ver las cosas son situados
por la disposición dialógica dentro, no fuera, de su propio terre-
no; esta disposición vive del abierto intercambio comunicativo
y fomenta resoluciones tomadas sobre un consenso amplio. La
disposición dialógica concentra todas las energías para compo-
ner: y no está obligada a agotarse en el imponer. De ahí que, en
el nivel de las conductas, dirigir dialogantemente signifique:

• Invitar a la conversación. Ir a buscar al otro; ser su hués-


ped. Y plantear las preguntas acertadas.
• Respetar la simetría formal en la conversación.
• Desarrollar una comunicación reversible: “Yo puedo de-
cirle lo que usted también puede decirme a mí”.
• Tener en cuenta el mayor número posible de modos de
ver las cosas.
• Tomar resoluciones basadas en un consenso amplio.

¿Cuándo, entonces, puede usted estar seguro de que se ha da-


do un auténtico diálogo? Cuando usted salga de la conversación
siendo distinto de cuando entró en ella. Tal es el criterio de bondad
del diálogo. Un diálogo del que usted salga sin haber cambiado no
ha sido diálogo. Pues nadie tiene arrendada para sí toda la verdad.
En la entrevista de admisión, algunos candidatos dicen:
“He aprendido a resolver problemas yo solo”. Si se dirige de
forma dialogante, tendrán que reaprender.
234
Introducción

Capítulo 18

B. Evitar la desmotivación

Respecto a la disposición al rendimiento,


solo podemos obstaculizarla

Las personas están motivadas. La motivación no puede au-


mentar sin inmensos costes a la larga y secundarios para todos
los implicados. Cuando el colaborador no presta el esperado
rendimiento, entonces algo le ha desmotivado. O puede que la
carencia esté en la capacidad de rendimiento o en la posibili-
dad de rendimiento. Pero ¿qué hacer cuando las agencias de
viajes ya no puedan ofrecer más destinos atractivos para los
“tours-soborno”? Respuesta: ¡cambiar el billete y emprender el
vuelo con el pensamiento! Y, por ello, la cuestión es distinguir
entre lo que destruye una fructífera cooperación en la empresa
y lo que sirve para que la vida se desarrolle en ella. Pues la ac-
ción motivadora llega siempre demasiado tarde. No se puede
motivar al desmotivado. Solo se puede hundirle aún más abajo
en su descontento. Mejor sería tomarle en serio, preocupándo-
se por las razones de su desmotivación. Por eso me gustaría in-
vitar a un cambio de enfoque: de la acción motivadora a la ac-
ción desmotivadora.

235
El mito de la motivación

Por ejemplo

Primero me gustaría dedicarme a los vendedores. Los buenos ven-


dedores quieren, como es natural, ganar un buen dinero. Pero,
además, vender es para ellos un reto, una motivación interna.
Conforme a mi experiencia, en el modo en que se comportan
los vendedores realmente buenos uno percibe que están con-
vencidos de prestar un servicio al cliente, de ofrecerle algo
bueno a cambio de su dinero. Cuando estos vendedores ceden
en sus rendimientos de ventas, suele plantearse la cuestión del
ajuste “correcto” de sus incentivos: ¿mayor o menor remunera-
ción fija? ¿Primas individuales o bonificaciones en grupo?
Tales preguntas casi nunca dan en el blanco del auténtico pro-
blema, es decir, en la desmotivación, consciente o inconsciente,
de los vendedores: no tienen nada bueno que vender. No están
convencidos de la calidad de la mercancía que deben vender.
Básicamente, no quieren vender. Quizá el dulce látigo de las
bonificaciones consiga que el vendedor coloque en el mercado
una mala mercancía: pero, aun así, a largo plazo los resultados de
este proceder son para la empresa, cuando menos, cuestionables.
Para un buen vendedor, es una pesadilla tener que vender al-
go de lo que no está convencido. Aquí surge, de hecho, un défi-
cit motivacional. Si alguien cree poderlo cubrir con incentivos al
rendimiento, que nada tienen que ver con el auténtico problema
(y que, de un modo u otro, apuntan a la disposición al rendi-
miento), no está tomando en serio el temple ético-laboral de esta
persona. Y eso tiene sus consecuencias. Pues motivar a un des-
motivado es tarea muy penosa. Casi imposible: intentará manipu-
lar a la baja los límites de ajuste del rendimiento, para alcanzar sus
objetivos sin esfuerzos especiales. Y se hará pagar su reembolso
por no tomársele en serio, por la falta de interés en las causas re-
ales de su desmotivación. Captará que se le quiere seducir... y se
llevará lo que haya que llevarse. Por eso no va a cambiar nada en
la situación. ¡Preparados para el próximo asalto!
Por poner otro ejemplo, recuerdo a un general manager lo-
gistic que, en unas pocas semanas, pulverizó por completo la
motivación de sus colaboradores. Por una reestructuración or-
236
B. Evitar la desmotivación

ganizativa, había recaído sobre ellos una mayor carga laboral,


que su jefe compensó con primas. En lugar de negociar recolo-
caciones, quiso ganar puntos adicionales ante la dirección eje-
cutiva y demostrar su sensibilidad para los costes. Se había
comprometido en una reunión: “¡Lo conseguiremos sin re-
fuerzos de personal!” Cuando el ánimo entre los colaborado-
res, a pesar de las primas, descendió perceptiblemente, cuando
se amontonaban las bajas por enfermedad, la cuota de errores
adquiría dimensiones dramáticas y se elevó una queja general
de que así ya no era divertido, el directivo actuó elevando las
primas.
O bien este: las grandes empresas están intensificando sus
esfuerzos centrados en el tema “salud”; por una parte, para sa-
tisfacer la creciente sensibilidad de sus plantillas ante las ame-
nazas para la salud, pero, por otra parte, seguramente también
para dar un buen maquillaje a la imagen pública de la empre-
sa. En el peliagudo campo de la industria química, por ejem-
plo, Bayer AG ha implementado un amplísimo programa de
salud en colaboración con la dos veces campeona olímpica
Ulrike Meyfarth: un centro de asesoramiento sanitario, pro-
yectos de prevención, seminarios para la prevención del estrés,
muy diversas ofertas de ocio en el ámbito deportivo, gimnasia
en el lugar de trabajo. Contra ello, seguramente, nada hay que
objetar. Pero se oye decir en voz baja que sería más provechoso
para la salud de los colaboradores que la empresa respetara to-
das las disposiciones de seguridad laboral. Y fomentaría más la
autoestima de la mayoría de ellos que depositara menos sus-
tancias perjudiciales en el medio ambiente.
Y aún otro: cuando en los seminarios se indaga por los te-
mas con los que los directivos se queman la cabeza realmente
día a día, nunca falta la lógica pregunta: “¿cómo motivar a mi
gente?” Sin embargo, jamás preguntan: “¿Qué es lo que he he-
cho para desmotivarlos?” Esa sí sería una pregunta que —co-
mo habremos de ver— realmente valdría la pena investigar.
Pero eso, claro, significaría “reconocer” los propios puntos dé-
biles, o por lo menos mirarse en un espejo en el que aparecería
la “imagen de otro”. Y, sin embargo, si además el directivo cree
237
El mito de la motivación

que podrá motivar a la contra de una relación destructiva jefe-


colaborador (y los ejemplos antes aducidos no son más que
fruslerías comparados con este), acabará completamente atra-
pado en el lazo de contradicciones irresolubles. El espectáculo
que ello produce se parece al del teatro del absurdo. Aunque,
de hecho, el teatro del absurdo pretende reflejar la “vida real”...
Más adelante volveremos sobre ello.
Por eso me gustaría enfocar la atención del lector a los nu-
merosos factores desmotivadores que obstaculizan la disposi-
ción a la dedicación y la riqueza de ideas del colaborador. Al
respecto hay muchas cosas que hacer... y muchas otras que de-
jar de hacer.

¿Entrevistas motivadoras? ¡Entrevistas


des-motivadoras!

Si por sus abundantes consecuencias contraproductivas, resul-


ta patente que “es posible motivar”, también vale asimismo el
principio: “¡es posible des-motivar (con mucho éxito)!”
Si la motivación es el libre fluir de nuestra energía innata,
entonces la desmotivación es energía bloqueada, sin movi-
miento. En ese sentido, dirigir es fomentar que la energía fluya
dentro de la empresa. Y eso significa ante todo rastrear el ori-
gen de los bloqueos de energía, de la desmotivación. Donde
quiera que haya energía bloqueada, tendremos que encontrar
vías para liberarla. ¿Por qué medios? Observar y preguntar.
Observar lo que ocurre en la empresa, identificar patrones y
estructuras, “escanear” energías, respirar ambientes (pues la
desmotivación suele ser grupal), desarrollar un sexto sentido
para captar el descontento laboral, abordar problemas y con-
flictos a cara descubierta, no cubriéndolos.
Y preguntar. Dialogando sobre aquello que desmotiva, so-
bre lo que quizá día a día nos esté llevando pendiente abajo.
Pero mi experiencia es que no se pregunta por las razones de la
desmotivación, sino que se prescinde de ellas. Cuando el rendi-
miento de un colaborador disminuye visiblemente, son en par-
238
B. Evitar la desmotivación

ticular los directivos de alto rango jerárquico, alejados en esa


misma proporción del día a día laboral del afectado, los que en
seguida creen conocer la raíz del mal: falta de disposición al
rendimiento. Más raramente se pregunta por la capacidad de
rendimiento, y casi nunca por la posibilidad de rendimiento.
“Presionar” apunta siempre a la disposición al rendimiento.
No, preguntar resulta pesado, preguntando podrían también
salir a la luz cosas desagradables, irremediables a corto plazo;
preguntar obligaría, incluso, a renunciar a nuestras expectati-
vas. Y así, a pesar de todo, uno prefiere seguir proyectando su
propia imagen del ser humano.
No tiene demasiado sentido especular sobre los factores
desmotivadores. El directivo solo puede hacerse con algunas
explicaciones al respecto por medio de entrevistas directas y
regulares, face to face, con sus colaboradores. Entrevistas que
habría que mantener continuamente en todos los niveles, por
lo menos en las grandes empresas. Mi experiencia es que, en
este punto, la realidad es bastante deplorable, tanto por lo que
respecta a la frecuencia como, sobre todo, al modo de condu-
cir las entrevistas. Pero ese no es ahora mi asunto.
Con todo, la denominación ya es desenmascaradora: “en-
trevistas motivadoras”, se las llama en no pocos casos. Más
bien son maniobras para reconocer el terreno, en las que se va
mirando detrás de cada arbusto hasta dar con la tuerca acerta-
da para motivar a cada colaborador. De este modo, Humm y
Gurlit recomiendan: “Las entrevistas motivadoras deberían es-
tar basadas en los perfiles motivacionales”. Imaginémonos la
escena: antes de cada entrevista, el jefe saca la carpeta que con-
tiene el perfil motivacional. El colaborador desmotivado, co-
mo un neumático vacío que hay que hinchar, recibe del jefe
“nueva energía de efecto inmediato” a intervalos regulares, es
“montado” de nuevo en su sitio y aguanta durante un tiem-
po... hasta la próxima gasolinera.
En lugar de eso, yo propongo entrevistas que se concen-
tren en lo desmotivador. En ellas sería mucho más probable
que lográsemos identificar esos elementos que están absor-
biendo energía y que el pujante activismo motivador no consi-
239
El mito de la motivación

gue sino encubrir. La pregunta del directivo a su colaborador


debería ser: “¿Qué le desmotiva a usted? ¿Qué está obstaculi-
zando que usted preste su rendimiento con alegría?” Esta pre-
gunta debe ser planteada en dos planos fundamentales:

• lo condicionado por la relación;


• lo condicionado por la estructura laboral.

Ambos planos se solapan de muy diversas maneras, hasta


el punto de que no existen buenas razones para separarlos, con
independencia de si se hallan inmediatamente o no en la esfe-
ra de influencia del directivo. Los he diferenciado por razones
expositivas, pero no siempre con la conciencia tranquila al res-
pecto.
En el marco de medidas para el desarrollo organizativo, he
realizado en distintas empresas investigaciones con el objeto
de analizar los factores desmotivadores o, en su caso, los ele-
mentos del descontento laboral. Las 418 declaraciones recogi-
das en total pueden condensarse en unos pocos complejos de
factores distinguibles entre sí. Los explicaré a continuación.

240
Introducción

Capítulo 19

Relaciones petrificadas

Dirigir es ante todo evitar la desmotivación

Jefe y colaborador miran la gráfica de la curva de ventas, que


se desplaza horizontalmente durante todo el año exceptuando
una acentuada extrasístole hacia arriba en verano. “¡Es el mes
en que usted cogió las vacaciones, señor director... !”
La historia es de hace mucho. Pero atrapa de un fogonazo
algo que sigue sin ser suficientemente reconocido en su tras-
cendencia para la vida en nuestras organizaciones, para la po-
lítica de empresa y, ante todo, para la formación del ma-
nagement: la mayor influencia desmotivadora sobre los
colaboradores la ejerce su superior inmediato. Ningún otro fac-
tor de relevancia empresarial desmotiva con mayor intensi-
dad. Incluso otras investigaciones que —siguiendo, por ejem-
plo, la concepción de Herzberg— intentan todavía asignar al
superior una influencia también positiva— “motivadora” dan
para el coeficiente desmotivador una cifra entre tres y cuatro
veces mayor. En las investigaciones realizadas por mí, el factor
“Relación con el superior inmediato” resulta responsable de
un total del 56% de todos los casos de desmotivación. Un co-
nocido chiste lo expresa con tono irónico-amargo: en las empre-
sas hay dos tipos de personas, las que signan y las que se resignan.
El problema no es en principio, por tanto, la insuficiente mo-
241
El mito de la motivación

tivación de los colaboradores, sino el comportamiento des-


motivador de muchos directivos.
La relación con el superior inmediato es el talón de Aquiles de
la satisfacción laboral. Esto ya no sorprenderá al lector, una vez
identificado el comportamiento propulsor “motivador” como
un impulsor esencial de la desmotivación. En cualquier caso,
nuestra imagen de la situación termina por completo de estro-
pearse (antes aludí a ello) cuando, con los resultados de estas
encuestas como telón de fondo, recordamos el eterno retorno
de la pregunta de los directivos: “¿qué tengo que hacer para
motivar a mi gente?” Justamente aquí se demuestra que la pre-
gunta está completamente mal planteada.
Lo absurdo queda tan cerca, que apenas se lo ve. En vez de
—como sería lógicamente de esperar— empezar reflexionan-
do sobre posibles razones para la desmotivación, en vez de in-
vestigar por qué los colaboradores se han despedido interior-
mente o demuestran poco rendimiento, lo que estos directivos
pretenden es “hacer” algo de inmediato. Intentan buscar los
caminos por los que se podría “recuperar” a este colaborador.
Quieren saber cómo pueden volver a “motivarle” (y no es raro
que las respuestas giren monótonamente en torno al diseño de
los sistemas retributivos). En su modo de comportarse, tales
directivos parecen amantes rechazados que le dan vueltas a có-
mo podrían recuperar a la mujer anhelada, y no a por qué se
ha ido.
Más aún: a muchos directivos no les importan en realidad
sus colaboradores, que al fin y al cabo es la empresa la que los
ha puesto en sus manos. Lo que les importa ante todo es su
propia imagen como directivos, su cualificación para dirigir, su
soberanía en el control de los trabajadores. En pocas palabras:
les importa el poder. Parece que temen más el reproche de que
su gente se les haya ido “de las manos” que el que un empleado
pagado por la empresa se sumerja dentro de sí mismo.
¿Qué supone esta actitud para el colaborador desmotivado
y con rendimiento bajo, para ese al que hemos denominado
“evitador de fracasos”? No hay duda: esta actitud le devalúa.
Le deja tan desmotivado como estaba. No se toma en serio las
242
Relaciones petrificadas

razones de su insatisfacción. Y resulta patente que estas se en-


cuentran con demasiada frecuencia en el directivo mismo. Por
tanto, la pregunta debería evidentemente plantearse así: “¿Qué
es lo que he hecho yo para desmotivar a mi gente?”

Los colaboradores son desmotivables

Pero, además, casi podríamos decir que es un delito de impru-


dencia por parte de la empresa el ignorar otra importante cir-
cunstancia: bajo la perspectiva de la acción motivadora, todo
directivo, como motivador, es también un desmotivador en
potencia. Si hay directivos que, por medio de su acción o dis-
poniendo incentivos, logran generar en el colaborador un ren-
dimiento adicional, eso implica a sensu contrario que la ausen-
cia de dichos incentivos, e incluso la recepción de una
influencia percibida negativamente, actuarán con efectos des-
motivadores. Ahora bien: de esta forma de dependencia se
desprende para la empresa un enorme problema de gobierno:
si quiere colaboradores motivables, entonces serán también
desmotivables.
Y en estos tiempos de pujante miseria de la dirección, ig-
norar esta circunstancia sería de una comicidad directamente
trágica.
No vayamos a formarnos una idea equivocada: no pocos
directivos son analfabetos en comunicación, siempre aferrados
a la manía de tener “razón”, de hacer prevalecer sus puntos de
vista, de imponerse, de manipular a otros, de exigir aplauso,
de actuar de cara a la galería. Acróbatas del ritual de la delimi-
tación y la diferenciación. En comparación, preocuparse por la
desmotivación de sus colaboradores sería poco espectacular.
¿Qué saco yo a cambio? Montantes millonarios son deposita-
dos cada día en el capítulo de gastos “personal directivo”: hay
que cargar en su cuenta más desmotivación que en todos los
demás factores de relevancia empresarial. Y la causa de ello está,
seguramente, en que muchos colaboradores viven su depen-
dencia del jefe de un modo que podríamos decir “existencial”.
243
El mito de la motivación

En la cercanía diaria y en la frecuencia del contacto, surgen si-


tuaciones de alta densidad psicológica: cuando el jefe tiene “fi-
chado” a alguien, esto puede convertise para él en un auténti-
co infierno. Y si entonces el colaborador se hace pagar su
“reembolso” y, con sutileza o completamente a las claras, se
venga de quien le desmotiva, tendremos como resultado eso
que se llama “psicoterror” o mobbing. Fenómenos no precisa-
mente raros en nuestras empresas.
Echemos al respecto un rápido vistazo a la ciencia de la co-
municación. Esta nos dice: el plano relacional de la comunica-
ción prevalece siempre sobre el plano del contenido. Cuando
falta el “hilo adecuado” entre jefe y colaborador, las perturba-
ciones en la relación actúan como un filtro que no deja pasar
muchas señales comunicativas de la colaboración diaria, de
manera que esas pérdidas de comunicación pueden terminar
deformando por completo los contenidos expresados: no se
dice lo que se piensa. No se oye lo que se dice. No se entiende
lo que se oye. No se está conforme con lo que se entiende. El
directivo que se solivianta: “¡Eso se lo he dicho a usted ya cien
veces!” tendría que partir de que, por su parte, el colaborador
lleva otras cien veces sin haberlo oído. Si la relación entre jefe
y colaborador queda perturbada, podemos estar seguros de
que para un “equipo” así será muy difícil trabajar de manera
óptima.
Por lo tanto, si es cierto que dirigir es ante todo evitar la
desmotivación, entonces una tarea directiva de la más alta prio-
ridad será la de clarificar la dimensión relacional dentro del
equipo. Puede llegarse así a plantear expresamente todo aque-
llo que obstaculiza a diario la motivación del colaborador. En
el ambiente pesan las numerosas conductas casi impercepti-
bles, los numerosos y mínimos gestos no verbales con los que
uno no hace caso a otro, le oye sin escucharle, le desprecia.
Suelen ser casi siempre inconscientes, pero para el directivo,
no para el colaborador que las conoce y las sufre a diario. A al-
gunos de estos jefes podríamos considerarles “asesinos” de la
motivación, pues están dotados de una mentalidad verdadera-
mente persecutoria. Pero aun en el caso de que actúen con
244
Relaciones petrificadas

buena intención respecto a los demás, son incapaces, con de-


masiada frecuencia, de ver las consecuencias de sus comporta-
mientos: y la razón está en que no escuchan, no exigen feedback,
no se interesan realmente por conocer su propio “punto cie-
go”, se han petrificado a fuerza de guardar la distancia, están
melancólicamente enamorados de las dimensiónes y la dureza
de su autoimagen (¡si solamente la fuerza que necesitan para
separar y guardar las distancias la emplearan en unir y en com-
prender con benevolencia...!)
Más allá de esto, el requisito básico de motivar lleva al di-
rectivo a obligaciones de rol muy concretas. Con la fatalidad
de haber asumido la responsabilidad de motivar a sus colabo-
radores, se hace propenso a sentir una excesiva presión, cuyo
contrapeso no es la serenidad, sino, con demasiada frecuencia,
el abatimiento, la incomprensión que le lleva a acusar sin más
a sus colaboradores por su “ingratitud”. Es muy común esa vi-
va atención cuyo propósito, ante todo, es asegurar la “posi-
ción” propia. Se trata de la posición del motivador que es due-
ño de la situación, que domina el asunto, que tiene en sus
manos la motivación de sus colaboradores. Ese es el lugar des-
de el que emiten sus órdenes los “tipos duros” conscientes de su
influencia. Pero en toda presión excesiva se está vehiculando
una querencia de seguridad. Y eso nos señala una falta de con-
fianza y de autoconfianza, un afán angustiado-sensible de
grandeza; eso significa, de modo activo o pasivo, autoprotec-
ción y reacción defensiva. La persona presionada no pregunta.
Prefiere adoptar alguna actitud. Pues quien no quiere oír sabe
cómo hacer que los otros se lo noten.
Resulta interesante comprobar cómo la mayoría de los direc-
tivos sabe llamar por su preciso nombre el comportamiento des-
motivador de sus jefes. Pero es raro que se les ocurra pensar que
exactamente lo mismo está sucediendo entre sus colaboradores.
Quien, además, sigue viéndose a sí mismo como un jefe que
no desmotiva está moviéndose ya en lo imposible, y de ahí
que una imposibilidad más no le llame particularmente la
atención. A un directivo así sería exactamente al que aquí
nos estamos refiriendo.
245
El mito de la motivación

Cuando los superiores se dedican a “hacer polvo” a sus co-


laboradores, la manera en que estos viven el proceso sigue
siempre idénticos patrones básicos:

• El jefe puede y sabe siempre más que su colaborador.


• Las decisiones se toman a solas en el castillo del señor
feudal.
• El jefe habla mal del colaborador a sus espaldas.
• La crítica es exagerada, altanera, falta de objetividad, pú-
blica, referida a características personales.
• El jefe desarrolla una conducta dominante dinámico-
pública: quita al colaborador continuamente la palabra
de la boca, atrayendo en segundos la conversación hacia
sí y dominándola.
• El colaborador es pasado por alto, se prescinde de él, es
tratado como si no existiera.
• El colaborador recibe una información insuficiente, uni-
lateral, atrasada o referida tan solo a su ámbito de traba-
jo inmediato.

Nada nuevo, por tanto. Y, sin embargo, en el material que


estoy manejando destacan particularmente tres aspectos.

Pedantería

En primer lugar: la pedantería del jefe. Sin duda, encabezarían


la lista su compulsivo amor al orden, su fanatismo de la exacti-
tud y su inútil detallismo. La pedantería entorpece cualquier
colaboración creadora y viva. Desgasta en silencio. Y, en estas
descripciones, suele ir vinculada a un supuesto terror del jefe
ante la mayor competencia técnica de su subordinado, ante la
pujante vitalidad del más joven.
Suena plausible: “Nada nos sirve mejor para escondernos
que la exactitud”. Lo escribió Hubert Fichte. El afilado lápiz es
más poderoso que el texto. El alma funcionarial consigue que
sus ideas del orden se conviertan en obligatorias sin más para
246
Relaciones petrificadas

todos: porque para eso se es jefe. Y así no hace falta exponerse a


una discusión objetiva sobre el mejor argumento. Ahora bien:
desde Freud sabemos que el orden simpre mira “hacia atrás”,
es una especie de compulsión de repetición que ya no necesita
justificarse en ningún momento. Y la compulsión de repeti-
ción nace del instinto de muerte... En fin, una de las vías más
seguras para convertir a implicados colaboradores en pasivos
figurantes laborales.
Para que no se me entienda equivocadamente: no estamos
hablando de respetar unas reglas de juego, sino de descartar
posibilidades alternativas sin examinarlas, sin pensarlas y sin
excepción; estamos hablando de esa respuesta refleja: “¡Está-
fuera-de-consideración!” Pero siempre que se trata de cuestio-
nes de principio, las organizaciones racionales funcionan de
manera bastante irracional en cualquier caso.

Falta de credibilidad

En segundo lugar: falta de credibilidad. Por lo que parece, la


imagen de rol del manager de éxito terrorífico, siempre ágil,
como suspendido en un túnel aerodinámico —no mostrar
sentimientos, no tener puntos débiles, por no hablar ya de
“admitirlos”— se encuentra en plena bancarrota. Muchos co-
laboradores perciben como extremadamente desmotivadores
esa retórica del “sois-los-más-grandes” y lo excesivamente
transparente de las técnicas propulsoras. No son pocas las refe-
rencias a que los principios directivos, cuando uno piensa en
su propio jefe, tienen menos valor que el papel en que están
escritos. Constantemente mencionada: la franqueza verbal
combinada con una gran rigidez en los comportamientos. La
política a bandazos del “palo y la zanahoria” destruye la credi-
bilidad per se.
Aquí están involucradas una conciencia acentuada y un
nuevo talante crítico venido “desde abajo”, que están exigien-
do credibilidad. Como si fueran sismógrafos, los colaborado-
res detectan comportamientos “inauténticos” en los directivos.
247
El mito de la motivación

Un colaborador escribe: “Mi jefe solía repartir entre muchos


de nosotros artículos de determinadas revistas en los que podían
leerse muchas cosas dignas de pensarse y bastante progresistas.
Yo siempre los leía todos, y conservaba los más importantes.
Pero cuando un día, durante una discusión, aludí a uno de
esos artículos, cuya tesis principal me parecía justo lo contra-
rio de como se estaba comportando mi jefe, él me contestó
amigablemente: ‘Pero mi querido amigo... eso no es más que
papel. Y usted y yo sabemos que la vida es muy de otra mane-
ra’”. Mucho más útil resultaría apostar por la credibilidad, la
integridad y la claridad para enfrentarse a los propios senti-
mientos —incluidos los de la duda y la impotencia—, y así los
directivos serían comprendidos también por sus colaboradores
y no necesitarían motivar adicionalmente en medio del caos
del día a día.
En tercer lugar, pero lo más importante: falta de confianza
en la capacidad del colaborador. A ello debemos dedicar un ca-
pítulo propio.

248
Introducción

Capítulo 20

Falta de confianza en
la capacidad ajena

Si usted considera que sus colaboradores


no son autónomos, nunca lo serán

Quien motiva devalúa. No cree en la disposición al rendimiento


de la otra persona. Ahora bien: quien no se dé cuenta por sí mis-
mo de esa devaluación, quien no lo quiera admitir, estará ha-
ciendo que la fatalidad de sus efectos sea aún mayor. En este
sentido, los directivos que se creen en la obligación de motivar a
sus colaboradores suelen negarse a reconocer los efectos que es-
tán ejerciendo sobre su plantilla. Ellos, los desconfiados, los que
devalúan, los de las expectativas limitadas, solo someten a valo-
ración el comportamiento de sus colaboradores, poniéndoles
nombres y graduándolos mediante clasificaciones. Pero no están
dispuestos a plantear ni por un momento que ellos mismos ha-
yan podido ser los causantes de ese comportamiento.

Self-fulfilling prophecy
(La profecía que se cumple por sí misma)

J. Sterling Livingston describía, hace ya decenios, el “efecto


Pigmalión” de la tarea directiva: los seres humanos tienden a
249
El mito de la motivación

comportarse como creen que se espera de ellos. Self-fulfilling


prophecies: previsiones que son la causa de su propio cumpli-
miento. La actitud de expectativa por parte de los superiores
ejerce en la práctica una poderosa influencia en la evolución y
el rendimiento de la mayoría de los colaboradores. En cualquier
caso —¡y esto es importante!—, los directivos demuestran
mayor capacidad de persuasión al transmitir expectativas ma-
las que expectativas buenas... por más que la mayoría de ellos
crea justamente lo contrario. Volviendo la vista atrás sobre su
viejo artículo, Livingston dice, significativamente, que hoy
otorgaría mucha más atención al efecto Pigmalión negativo.
En las recogidas de datos que he llevado a cabo, el bloque
de criterios “falta de confianza en la capacidad” ocupa el pri-
mer lugar en la escala de factores desmotivadores dentro de la
relación jefe-colaborador. Resumiendo, este bloque recoge as-
pectos como:

• expectativa muy pequeña de rendimiento;


• desprecio de la competencia técnica;
• falta de confianza en la capacidad para desarrollar un
trabajo con responsabilidades propias (al jefe suele gus-
tarle inmicuirse);
• el jefe siempre sabe y puede más;
• control exagerado.

La ciencia de la comunicación puede enseñarnos cómo


tiene lugar el mecánico proceso del circuito desmotivador.
Suele empezar al no aceptarse el modo y manera en que un
colaborador se comporta o hace su trabajo, o, incluso, al no
aceptarse su aspecto exterior. El modo de ser del colaborador
no se corresponde con la imagen de cómo debería ser, con có-
mo al jefe le gustaría que fuese. El colaborador no correspon-
de a las expectativas del directivo en cuanto a rendimiento. El
ciclo desmotivador, por tanto, empieza siempre en el directivo
mismo, por más que este rara vez esté dispuesto a reconocerlo.
Las limitadas expectativas se transmiten a través de mu-
chas señales comunicativas —verbales y no verbales, en parte
250
Falta de confianza en la capacidad ajena

inconscientemente y sin proponérselo—. Mínimos actos de


desdén, cosas poco dramáticas: uno “olvida” responder a una
iniciativa del colaborador, “no ha oído” su propuesta; un enco-
gerse de hombros ligeramente despectivo, una sonrisa dulce
pero muy expresiva; al discutir el asunto, gestos de rechazo y
de estar ocupado; instrucciones a las que le sobra un poco de
concisión, interrupciones malhumoradas... Todo esto genera
en el colaborador una base anímica desmotivada.
En virtud de la tendencia, presente dentro de todos noso-
tros, a desarrollar un comportamiento conforme con nuestro
entorno social, el colaborador empieza paulatinamente a com-
portarse de tal modo, que resulta cada vez más justificada la
convicción de que su capacidad de rendimiento es limitada.
Pero incluso aunque el colaborador haga algo que se desvíe de
las expectativas del jefe, este no suele darse cuenta (percepción
selectiva). O bien lo reinterpreta para incorporarlo a su con-
vicción negativa. El directivo va reuniendo razones y testimo-
nios del bajo rendimiento del colaborador. Y entre ellos, nada
que se refiera al directivo mismo.

Sin expectativas

Algunos ejemplos tomados del material que estoy manejando:

• Un directivo se despidió de una conocida empresa ale-


mana de seguros porque sentía que, durante años, solo
le habían sido asignados los colaboradores de menor
rendimiento. El rendimiento de su grupo no cesaba de
descender. Al tener que enfrentarse a su renuncia, el jefe
de este directivo, tras negarlo (¡todavía!) repetidas veces,
terminó confesando que sus expectativas en este colabo-
rador nunca habían sido más que limitadas.
• Un colaborador de un grupo farmacéutico dejó, durante
años, de esforzarse por alcanzar un alto rendimiento, ya
que creía que su jefe no le concedía ninguna libertad de
acción real por haberle sido impuesto obligatoriamente
251
El mito de la motivación

tras una absorción empresarial. Esto se había ido mani-


festando porque el jefe no le prestaba atención, le dedica-
ba un tiempo mínimo y ni una sola palabra personal, le
encomendaba tareas poco exigentes, se inmiscuía conti-
nuamente en el ámbito de competencias del colaborador
y le decía a menudo: “Usted tendrá su experiencia; pero
yo tengo la responsabilidad aquí”.
• Especialmente desmotivadora le resulta a un directivo la
actitud indiferente de su superior, el cual no ahorra pre-
cisamente palmadas en el hombro ni proclamas de gran-
des expectativas, pero sin embargo favorece regularmen-
te a otros a la hora de asignar presupuestos.
• Una empleada en un laboratorio químico escribe que se
ha vuelto desconfiada porque su jefe no ha parado de in-
tentar aguijonear su rendimiento con promesas del tipo
“Si-usted-hace-X-entonces-tendrá-Y”. La cosa ha llega-
do hasta tal punto, que ella lo ha interpretado como una
exigencia encubierta para que se despida.
• El mismo Livingston describe un interesante examen de
eficiencia llevado a cabo entre los directores de las filiales
de un banco de la costa oeste norteamericana. Debido a
elevadas mermas en los ingresos, se les limitó su atribu-
ción para conceder créditos. Para prevenir más recortes
en sus atribuciones, los directores empezaron por otorgar
solo créditos “seguros”. Esto llevó a pérdidas de negocio,
de las que se beneficiaron entidades de la competencia.
Además, descendieron los depósitos y las ganancias en las
sucursales. Para invertir el proceso, pasaron al extremo
contrario, recomendando ahora créditos baratos y asu-
miendo riesgos directamente descabellados. Este compor-
tamiento tenía su origen menos en una falta de sensatez
que en su voluntad de evitar más riesgos para su autoesti-
ma y para su carrera. Self-fulfilling prophecy: las limitadas
expectativas de sus superiores llevaron a pérdidas aún
mayores en las operaciones de crédito.
La expectativa de un rendimiento bajo provoca un rendi-
miento bajo. Si los directivos consideran que sus colaboradores
252
Falta de confianza en la capacidad ajena

rinden poco, rendirán poco. De ahí que los directivos tengan


que ser en todo momento claramente conscientes de qué ex-
pectativas expresa su comportamiento y cómo influye eso en
sus colaboradores. Y, entonces, ajustar cuentas consigo mis-
mos al respecto, mejor si es junto con sus colaboradores. Ha-
blar sobre el asunto, poner las cartas sobre la mesa y asumir la
responsabilidad de las propias expectativas: esa es la única po-
sibilidad para romper el círculo vicioso de la desmotivación.
En caso de que no haya manera de poner de acuerdo las ex-
pectativas recíprocas, lo mejor será, seguramente, separarse.
Pues, por desgracia, una aplicación positiva del efecto Pig-
malión —“cualquiera puede rendir más solo con que su jefe lo
quiera”— no es algo que se produzca con intensidad siquiera
comparable. De ello es responsable ante todo un desplazamien-
to psicológico en la percepción de estos efectos: la mayoría de
las personas son considerablemente más sensibles frente a cual-
quier forma de desdén y menosprecio que frente a valoraciones
positivas. Una mínima observación despectiva, un ligero movi-
miento de reprobación con las manos se graban en nosotros con
acción más profunda y duradera que cualquier manifestación de
reconcimiento. El menosprecio no tiene fecha de caducidad.
Ciertamente: hay quienes han crecido para poder vestirse
el traje que otros han pensado para ellos, y las obras de mana-
gement (sobre todo las norteamericanas) no dejan de informar-
nos sobre esos heroicos managers que consiguen movilizar so-
lamente con su pura presencia (como tan bellamente se dice)
“reservas de rendimiento tenidas por imposibles” en sus cola-
boradores. Yo no me creo ni una sola palabra de ello. Pienso,
antes bien, que lo que hacen estas películas es individualizar y
glorificar una actuación económica muy racional (la elimina-
ción de obstáculos desmotivadores, por ejemplo), terminando
por expresarla en los términos de la ideología, tan americana,
del great man. Y poco consigo ver ahí que pueda servir de mo-
delo a un directivo normal en las oficinas de una empresa ale-
mana cualquiera. Aplicado aquí, el poder del pensamiento po-
sitivo, por provechosas que puedan ser tales concepciones en
otros contextos, me parece que acaba convirtiéndose en una
253
El mito de la motivación

especie de “discurso de borracho”. De seguir esta tendencia de


pensamiento, al directivo le bastaría con aplicar los conocidos
trucos técnicos para sacar de la chistera, con la mayor credibi-
lidad posible, una actitud expectante positiva respecto a su co-
laborador, y al momento veríamos a este rompiendo todas las
barreras que hasta entonces habían obstaculizado su rendi-
miento. Pero ¿de dónde tomar esta actitud básica positiva?
Pues, en realidad, la actitud expectante de los managers —in-
mersa en un círculo psicológico— tiene preferentemente su
origen en aquello que ellos piensan sobre sí mismos, sobre sus
capacidades para seleccionar a sus colaboradores, exigirles y
promoverlos. La actitud expectante depende del respeto que se
tengan a sí mismos. Confiar en que los colaboradores aspirarán
a la calidad por propia iniciativa presupone grandeza interior.
Lo que los managers piensan de sí mismos influye de modo
sutil en las expectativas que se forman sobre sus colaboradores.
“Estudia a los seres humanos, no para engañarlos con astucia
ni para aprovecharte de ellos, sino para despertar lo bueno que
hay en ellos y ponerlo en movimiento”, escribió una vez
Gottfried Keller. Suena simpático. Pero ¿qué es lo bueno? Sin
duda, lo que tenga por tal quien juzga, quien sea el jefe. Otra
vez, la profecía que se cumple por sí misma. Pero estamos ha-
blando ya de todo un programa de autoconocimiento.
A ello hay que añadir que el directivo tendría que preocu-
parse en todo momento de seguir manteniendo la zanahoria al
alcance del asno y nunca más allá, puesto que la motivación
del colaborador volvería a desaparecer por completo en cuanto
la probabilidad de éxito se desviara del 50%, como ocurriría
en el caso de expectativas que apunten demasiado alto. Nos lo
dice la psicología desde hace ya algunos años. Y, para el día a
día de la tarea de cualquier directivo “normal”, me parece con-
siderablemente más práctico (aunque menos espectacular)
concentrarse en el efecto desmotivador de unas expectativas de
rendimiento limitadas y reflexionar de cuál colaborador no se
espera nada o poco más que nada, pero, eso sí, sabiendo que él
lo nota y toma sus medidas al respecto. Y entonces: hablar de
ello con el colaborador.
254
Falta de confianza en la capacidad ajena

El jefe más influyente

A pesar de todo (“¿Dónde queda lo positivo...?”): hay un caso


en el que considero que una actitud básica positiva es el requi-
sito imprescindible —¡pero no suficiente!— para un rendi-
miento elevado: cuando la empresa está empleando a una nue-
va generación de gente joven. Pues es probable que ningún
otro jefe ejerza tanta influencia sobre una persona joven como
su primer superior; puede marcar toda su futura carrera.
Cuando los directivos no muestren la capacidad o la voluntad
de relacionarse con los nuevos colaboradores guiándose por un
pronóstico optimista y promoviéndoles cuanto sea posible, es-
tos se impondrán a sí mismos unos standards personales de
rendimiento más bajos de lo que corresponde a su potencial.
Su autoimagen estará siendo dañada. “Nuestro potencial indi-
vidual tiene su origen directo en el respeto que nos mostramos
a nosotros mismos. Este respeto consiste en una buena sensa-
ción con respecto a uno mismo. Si desarrollamos un mayor
respeto de nosotros mismos, comenzamos a esperar más de
nosotros...”, dice Irwin Federman, Presidente de la empresa
estadounidense de high tech Monolithic Memories.
Por tanto, si los primeros superiores avanzan al encuentro
de su nuevo colaborador con expectativas elevadas y positivas,
estarán poniendo —en la medida de lo posible— los pilares de
un alto rendimiento, un alto potencial y una carrera exitosa.
Con esta gran influencia del jefe más influyente —del primer
jefe— como telón de fondo, resulta patente que los primeros
superiores del nuevo colaborador ¡habrán de ser los mejores de
toda la empresa! (y “los mejores” son en esta circunstancia los
que formulan sus expectativas con claridad y ajustándolas con
sus colaboradores).
Si ahora volvemos a dirigir la atención al punto de partida
de nuestras consideraciones y tomamos conciencia del in-
menso potencial desmotivador que puede originarse en el su-
perior inmediato, quizá resulte plausible plantear: ¿por qué
no emplear a los directivos a plazo? Por refinados que puedan
llegar a ser los métodos para el diagnóstico de personal, nadie
255
El mito de la motivación

puede juzgar a priori si alguien realizará o no cumplidamente


sus tareas directivas. Sin embargo, un nombramiento equivo-
cado podrá tener efectos fatales a largo plazo para la empresa
por la gravedad de sus consecuencias. La miseria de la acción
motivadora describe círculos. Pues muchos de los empleados a
los que empleando la acción motivadora se ha seducido para
desempeñar tareas directivas se revelan como lastres vitalicios
en sus efectos desmotivadores. Los costes ocultos e indirectos
de un paso en falso en el nivel directivo son... imprevisibles.
De ello se siguen tres cosas:

1. La selección de directivos es una de las decisiones más


importantes —quizás la más importante— que puede
existir en el management.
2. Esta decisión debe ser reexaminada regularmente y a
conciencia.
3. Esta decisión debe ser revocable sin mayor problema.

Y esto da problemas. ¿Qué criterios de examen? ¿Qué mé-


todos de examen? ¿Qué hacer con aquellos que “suspendan”?
Además, las dificultades de los sistemas rotatorios son bien co-
nocidas. Pero así, sin duda, la autoselección de los candidatos
mejoraría, y el compromiso interior con las dimensiones cuali-
tativas de las funciones directivas concretas sería tomado más
en serio. Siendo lo importante el rendimiento, queda abierta
la cuestión de si realmente podemos permitirnos la práctica,
habitual hasta ahora, de solo en algunos casos relevar de las
responsabilidades de personal a los managers completamente
incompetentes, para “desterrarlos” en puestos decorativos bien
pagados en la periferia de la empresa.
En último término, no es sino una cuestión de cultura
empresarial el que declaremos como principios fundamentales
de ella la elegibilidad de los cargos y, con ella, también de las
destituciones, incorporándolas así a la normalidad. Una nor-
malidad en la que nadie quede estigmatizado por no ser apro-
piado como directivo. Y que ofrezca numerosas posibilidades
profesionales en igualdad de condiciones. Y se trata también
256
Falta de confianza en la capacidad ajena

de que comprendamos los efectos de la equívoca acción moti-


vadora, que dota de gran atractivo todas las tareas directivas en
bloque. Una acción motivadora que, en el marco de decisiones
difícilmente reversibles, estructuras rígidas y patrones ordena-
dores, permite que al final surja algo así como una “estrategia
de arreglos”, pero que impide ver el origen de la situación: ese
sistema de recompensas que no convierte en directivo a quien
actúa sobre su equipo promoviendo y permitiendo el flujo de
energías, sino a quien ostenta los máximos índices de crecimien-
to, la puesta en escena más decidida, la capacidad de imponer
sus puntos de vista bien consciente de cómo usar los codos. Esta
práctica es la que me parece insostenible a la vista del elevado
potencial desmotivador de los directivos.
El problema, por tanto, no es en principio la insuficiente
motivación de los colaboradores, sino el comportamiento des-
motivador de muchos directivos. En este sentido, Hörst Rückle
los compara con conductores de autobús: “Si conducen mal,
los colaboradores se bajarán”. Y, entonces, se sumergirán en el
desentendimiento o se marcharán de la empresa... y ambas al-
ternativas son caras para ambas partes.

No hacer, sino dejar hacer

Así pues, en este sentido hay que invertir el planteamiento


motivador acostumbrado: no más “¿Qué debo hacer (moti-
vando y como complemento)?”, sino: “¿Qué debo dejar ha-
cer?” Cuando los directivos perciben que en la relación con sus
colaboradores faltan viveza, lealtad y sinceridad, la compren-
sión de su propio rol suele prescribirles un “hacer”. Antes o
después no podremos ya ignorar que toda nuestra hiperactivi-
dad, nuestros constantes ejecutar, intervenir y manipular no
son sino una grotesca especie de inmovilidad resignada con la
que lo que hacemos es atraer sobre nuestras cabezas el desen-
tendimiento de muchos colaboradores. Propongo, no que ha-
gamos más, sino menos. El directivo debería dejar de hacer las
cosas que obstaculizan la motivación de sus colaboradores e
257
El mito de la motivación

impiden el desarrollo de unas relaciones naturales en su vida


empresarial. Y, en primer término, esto se refiere a motivar.
La parte más importante del remedio para la enfermedad
consiste, por tanto, en no emplear las medicinas; la otra parte,
en investigar medicinas que ayuden más de lo que perjudican.
Dejar hacer no significa solo dejar atrás un determinado modo
de ver las cosas, sino también abandonar el comportamiento
práctico correspondiente a ese punto de vista. Así, “dejar ha-
cer” significa también abandonar una disposición interna se-
gún la cual todo proceso que emane del directivo presupone o
representa obligatoriamente un “hacer”.
Muchos directivos están, lo que podría llamarse “poseídos”,
por ideas de cómo deberían ser “en realidad” sus colaborado-
res. Apenas se les pasa entonces por la cabeza el pensamiento
de que así están declarando subrepticiamente sus propios cri-
terios como vinculantes para todos los demás (¿con qué dere-
cho? ¿Con el que da ser jefe?). Pero dejar hacer significa permitir
que la personalidad del colaborador sea la que es, y significa
dejar de hacer todo lo que podría desmotivarle. A las personas
solo puede aceptárselas tal como son, no como a uno le gusta-
ría que fueran (lo cual no quiere decir de ninguna manera no
acordar rendimientos y controlarlos).
Al igual que el buen innovation management (en completo
contraste con la salvaje estética de creatividad de su fase inicial)
comienza hoy por plantearse qué prácticas, lisa y llanamente,
habría que abandonar, también la dirección puede ahora con-
sistir ante todo en una renuncia sistemática. Quien lo haya
comprendido actuará con mucha mayor solidez que aquel que
sigue empuñando la pala cada vez con más brío hasta que le
abandonan las fuerzas. Y eso le hace creerse más fuerte.
No hacer, sino dejar hacer: una desacostumbrada perspec-
tiva para los managers, a los que al fin y al cabo les pagan por
hacer, no por dejar hacer. Y así, en un congreso de manage-
ment, me tuve que enfrentar al argumento: “Si nuestros direc-
tivos ‘dejan hacer’ más, la suerte nos ‘dejará’ a nosotros en se-
guida”. De acuerdo. Pero toda fuerza puede convertirse en
debilidad, exactamente del mismo modo que toda debilidad
258
Falta de confianza en la capacidad ajena

puede llegar a ser fuerza. “La razón se hace absurdo, los bue-
nos actos se hacen plaga”, como ya sabía Goethe acerca de las
ambigüedades del pensamiento consecuente-lineal. Lo que yo
defiendo es que los directivos, en la relación con sus colabora-
dores, “dejen” atrás el comportamiento desmotivador y “de-
jen” actuar al gozo de cumplir una función, a la curiosidad ac-
tiva, a la persona que fomenta su propio desarrollo. Sobre esto
último hablaré en el próximo capítulo.

259
Introducción

Capítulo 21

Pedir menos de lo debido a la


capacidad de rendimiento

Todo jefe termina teniendo los


colaboradores que se merece

Viajes, premios y primas hacen que los consumidores dedi-


quen su atención a ciertos mensajes y “motivan” a los colabo-
radores a prestar determinados rendimientos. Este es el enfo-
que habitual de la cuestión. A un hallazgo interesante al
respecto se llegó gracias a una pregunta planteada por Bernd
H. Feddersen: “¿Qué lleva a los concursantes a participar en
los concursos?” Respuesta: el tipo de prueba es significativa-
mente más importante que el tipo de premios. Como puede
reconocerse, la tarea es lo que está exigiendo un rendimiento al
consumidor.
¿Una sutileza de márketing? Para nuestro asunto, más que
un simple indicio: un preludio de lo esencial.

Ausencia de “móviles” para la acción

Hoy sabemos que en el programa genético del ser humano si-


gue estando inscrito un potencial de atención adaptado a una
existencia activa y esforzada como cazador y recolector en un
261
El mito de la motivación

entorno natural. Unos cuantos milenios de civilización son


irrelevantes para la historia de la especie. Pero si no existen
“móviles” que nos muevan, nos exijan, no tendremos tampoco
la posibilidad de conocer nuestra capacidad de resolver proble-
mas, nuestra creatividad.
A la mayoría de las personas, sin embargo, les resulta extraor-
dinariamente difícil soportar el aburrimiento. Si este se presen-
ta, tienen que inventarse problemas para superarlos y poder
experimentar así sus propias capacidades. Podemos estar bien
seguros de que la gente hace exactamente eso. Lo usual es que
acaben provocando algún drama en su vida: promueven una
disputa por una nadería, intrigan, sabotean o (el caso más fre-
cuente) invierten sus energías en lamentarse. Suelen ser cons-
cientes de que con eso no cambia nada la situación. Pero, al
menos, ahora ya no es aburrida.
Esto quizá pueda sorprendernos en principio, y, sin embar-
go, lo podemos vivir cada día en nuestras empresas en forma
de luchas por el territorio, rivalidades, trifulcas verbales por
cuestiones jerárquicas y asociaciones de descontentos. Y tam-
bién en nuestras calles, en forma de agresividad creciente, “ba-
tallas” en los estadios de fútbol o en sus inmediaciones, aburri-
miento agresivo entre los jóvenes. Por lo tanto, mimar y
seducir no tienen como única consecuencia que las pretensio-
nes y los estímulos sean cada vez más elevados, sino también
un atasco de la acción y un aumento del potencial agresivo.
Mucho de lo que hoy en nuestras empresas se clasifica como
“despido interior o desentendimiento” se debe, en último tér-
mino, al mimo y a la infraexigencia. Y no a ninguna sobrecarga
de trabajo ni a la sobreexigencia. Con más que demasiada fre-
cuencia, lo que faltan son exigencias en el sentido de retos.

• En una investigación de gran alcance realizada por Public


Agenda Forum entre trabajadores norteamericanos, una
mayoría aplastante del 75% declaró que podría rendir
muchísimo más de lo que rendía en ese momento.
• Una encuesta de la Academia de Management de
Múnich dio este resultado: el 58% de los managers y el
262
Pedir menos de lo debido a la capacidad de rendimiento

63% de los trabajadores técnicos querían pensar y actuar


en sus puestos con más autonomía de lo que habían po-
dido hasta ahora; se sentían, por tanto, desaprovechados
en sus facultades intelectuales.
• Según un estudio norteamericano, el porcentaje de di-
rectivos que declara “infraexigencia” como motivo para
cambiar de empresa no baja nunca del 17%. Tal desper-
dicio de talentos es una práctica cara... en estos tiempos
en los que el cambio demográfico hace que la busca y
captura de jóvenes altamente cualificados adquiera en
parte dimensiones dramáticas.
• Stroebe/Stroebe citan un estudio según el cual el grado
de aprovechamiento del potencial profesional en la eco-
nomía norteamericana es estimado entre el 30 y el 40%.
Así, por ejemplo, existe en nuestras organizaciones —
por nombrar solo un grupo— una alta cifra de mujeres
muy capacitadas a las que se emplea por debajo de su va-
lor. Muchas de ellas están, en el más verdadero sentido
de la palabra, “ocupadas” como secretarias, un verdadero
callejón sin salida para el desarrollo profesional. Wolff/
Göschel se remiten a una encuesta en la que el 35% de
las encuestadas se sentían infraexigidas en sus trabajos.
La tasa de infraexigencia puede describir pronunciados
descensos de una empresa o de una administración a
otra, dependiendo en cada caso de si al personal joven se
le encarga o no desde muy pronto tareas integrales. De
cualquier modo, la queja al respecto nunca deja de oírse
en mis seminarios.

“La capacidad trae consigo la necesidad de usar esta capa-


cidad”, dice Szent-György, bioquímico y premio Nobel de la
paz. La sensación de estar infraexigido causa los efectos des-
motivadores correspondientes. La infraexigencia lleva a tras-
tornos corporales y anímicos semejantes a los de la sobreexi-
gencia. Un trabajo simple en el marco de un nivel bajo de
exigencia lleva a la monotonía; esta produce aburrimiento e
insatisfacción laboral; y esto tiene como consecuencia, a su
263
El mito de la motivación

vez, largas ausencias, rotación de personal y disminución cua-


litativa y cuantitativa de los outputs emitidos. Pero plantear
exigencias determinantes al potencial personal es de una extra-
ordinaria importancia desde el punto de vista de la ecología
del comportamiento, pues en otro caso la energía fluye hacia
la lamentación.

Desarrollo del personal

Lo que necesitamos, por tanto, es una imprescindible trans-


formación en la disposición interior de los directivos: no que
“expriman” ni “propulsen” a pasmarotes sin autonomía, sino
que planteen exigencias y retos a agentes creativos. Que vayan
más allá de lo que se ve en este momento, aprovechando hasta
el fondo y ampliando los potenciales individuales. Un proceso
por el que dirigidos y dirigentes sigan desarrollándose recípro-
camente. Con ello, la dirección fomentará a los dirigidos en su
personalidad íntegra: para empezar, en y para su ámbito de ta-
reas tal como, por ejemplo, constan en la descripción de pues-
tos de trabajo. No se limitará a poner en marcha. Creará con-
diciones marco que descubran facultades ocultas. Posibilitará
la alegría de confirmar su existencia. Liberará el talento y el ex-
cedente subjetivo que todo individuo lleva consigo a la empresa
y al que tan raramente suelen planteársele exigencias.
“No vayan ustedes a desanimarse solo porque las cosas no
marchen como ustedes habían pensado”, fue el mensaje de
Alfred Herrhausens a un auditorio de aprendices; “la actividad
y el desarrollo de su propia personalidad los llevarán al éxito”.
Más de un manager descubrirá al respecto qué bien le marcha
todo una vez que se concentre en exigir y fomentar la compe-
tencia de sus colaboradores en contactos discutidos y aproba-
dos por todos. Y en ello va también incluida la supresión de
un falso deber asistencial, fruto de una disciplina jerárquica
exagerada. Así, cuando por ejemplo surge una crítica sobre el
trabajo de un colaborador, suele aplicarse el principio catarata
y ser desviada hacia su superior, que tendrá que cargar con ella
264
Pedir menos de lo debido a la capacidad de rendimiento

(y se producirán los consabidos daños en la comunicación). Se


“protege” al colaborador, que llevará una vida poco responsable
lejos de primera línea, sin poder responder por su error ante la
instancia competente. Le está siendo arrebatada la responsabi-
lidad. Mimar en vez de exigir. Y el hecho es que, dependiendo
siempre del grado de madurez del colaborador, sería mucho
más “exigente” que el jefe le pusiera en contacto directo con el
crítico: una oportunidad de crecer. Bien mirado, el argumento
de que la comunicación establecida “sin pasar por” el superior
inmediato socava la posición de este no tiene valor alguno. Por
una parte, el jefe puede hablar con sus colaboradores sobre las
ventajas e incovenientes de unos canales de comunicación más
cortos, y así hacerles tomar conciencia de ello. Por otra parte,
el superior inmediato puede (y debe) estar informado sobre
ese contacto directo. Pero además, por último, las pirámides
jerárquicas de base cada vez más amplia no permitirán en el
futuro casi otra forma de comunicación que no sea la directa.

La presión del mercado

Examinemos brevemente esta cuestión: ¿por qué los colabora-


dores cambian de empresa? La tesis presentada en Bochum
por Walter Jochmann atrapa al responsable inequívoco de ello:
la falta de acceso a proyectos, formación y desarrollo personal
que supongan un desafío para el trabajador. En particular, los
managers de mayor cualificación no están dispuestos a conten-
tarse por espacio de varios años con el mismo campo de tareas.
Por lo tanto, las empresas que deseen retener a sus directivos
tendrán que ampliar sistemáticamente los retos planteados a la
responsabilidad y la capacidad de rendimiento de aquellos a
los que quieren cortejar
Y los directivos saben que les están cortejando. Las empresas
—es algo que poco a poco ha ido pasando de boca en boca—
van a encontrarse con una escasez creciente de directivos, cua-
litativa y cuantitativa. Transmitir con más fuerza una imagen
pública, el márketing interno y la formación interna de gene-
265
El mito de la motivación

raciones de relevo están convirtiéndose en exigencias. Además,


las empresas tienen que intentar evitar los altos costes deriva-
dos de la contratación y el adiestramiento de nuevos colabora-
dores. Y es para ellas igualmente importante mantener la vin-
culación con sus directivos cualificados durante el mayor
tiempo posible.
Con este objeto, parece tener un significado sobresaliente
la oportunidad para adquirir nuevas capacidades o para poner-
las a prueba en nuevos ámbitos. De hecho, algunas empresas
muy conocidas, como por ejemplo Unilever, Coca-Cola o
Procter & Gamble, siempre han estado en condiciones de
atraerse talentos estrella, incluso cuando no podían prometer-
les ninguna oportunidad de ascenso. Eran precisamente los
candidatos jóvenes los que veían en estas empresas buenos
campos para ejercitarse y valiosos cimientos para su carrera.
Hoy más que nunca, la cuestión va a ser retener a esta gente.
Desafíos cambiantes y crecientes en el marco de una “organi-
zación inteligente”...: quizá esa sea la solución.
Y no solo por razones de márketing interno: cuanto más
amplia es la formación de las personas, en tantos más puestos
se las podrá emplear y tanto mayor será la capacidad de adap-
tación de la empresa en tiempos de turbulencias generalizadas.
Capacidad de adaptación significa capacidad de supervivencia.
Conforme a la máxima la estructura sigue a la estrategia, una
organización de alta capacidad adaptativa queda diseñada de
tal modo, que, con sus colaboradores polifacéticos, puede
mantener permanentemente móvil su estructura, siempre de
manera provisional, experimental, innovadora, arriesgada.
Y esto no significa sino que el directivo, junto con sus co-
laboradores, tiene ante sí la tarea de identificar talentos indivi-
duales, fomentarlos y emplearlos. Con ello, el directivo de-
sempeña un papel clave en el proceso del desarrollo del
personal.
Desarrollo del personal: no quiere decir solo training, coa-
ching y puestos rotatorios. Dirigir grupos de proyectos o parti-
cipar en ellos fomenta la capacidad de coordinación y coope-
ración, así como el desarrollo de la creatividad. Las tareas
266
Pedir menos de lo debido a la capacidad de rendimiento

especiales fomentan la capacidad de resolver problemas, la


destreza para manejar la complejidad y el adiestramiento en
contextos interdisciplinares. Los trabajos en el extranjero fo-
mentan la flexibilidad y la competencia comunicativa en otras
lenguas. Para algunos sería muy provechosa una estancia como
oyentes en el departamento de personal, e incluso un trabajo
como “trainer a plazo”. Eso fomenta la inteligencia comunica-
tiva y social y enseña a preparar contenidos teóricos de forma
metódica y didáctica.
Todo lo dicho equivale a una elevación y ampliación de la
capacidad de rendimiento del colaborador. Probablemente, se-
guirá siendo una propuesta inaudita esta de tachar de nuestro
diccionario de uso la expresión “motivar a alguien”. Pero yo no
la tacharía si con ella nos refiriésemos a posibilitar a nuestros
colaboradores la actualización y el desarrollo de sus talentos.
Por tanto, en vez de darle más vueltas a la disposición al rendi-
miento de los colaboradores, lo que yo ofrezco es que nos con-
centremos en su capacidad de rendimiento.

Corresponsabilidad del colaborador

“Un puesto de trabajo seguro, un trabajo que sabes hacer bien:


corazón de empleado, ¿qué más puedes desear?” Quizá no sea
terriblemente excitante. Pero cuando el trabajo se vuelva de-
masiado insípido, siempre puede uno salir indemne agarrán-
dose a su pequeño, seguro y bien amueblado hogar, porque al
fin y al cabo —¡gracias a Dios!— para eso puede permitírse-
lo... ¿Es así realmente?
Un colaborador que vea su camino profesional también co-
mo un camino vital, como un camino de crecimiento personal,
no siempre querrá buscarse un directivo “cómodo” con el que
sea posible aguantar hasta llegar a ser “el abuelo” de la empresa.
Buscará, antes bien, a uno que le ayude a arriesgarse, que le
plantee retos y que, incluso, le exponga a la posibilidad de fra-
casar. Ahí está la dignidad del valiente. Se trata de librarse del
falso anhelo de una armonía sin tensión y de una fácil superfi-
267
El mito de la motivación

cialidad. En esta vida, nunca se trata de la comodidad, sino de


estar más vivo. Se trata de atreverse a vivir. Se trata del riesgo.
El crecimiento personal solo se produce al sobrepasar los lími-
tes de seguridad autoimpuestos y arriesgarse al fracaso (como
un requisito necesario para el éxito).
Trabajar —entendido como “vivir”— significa un perma-
nente conocer, rectificar y refundir los caminos trillados, las
actitudes de seguridad y las rutinas que usamos para creer en-
gañosamente que estamos más vivos. Desde mi punto de vista,
por tanto, el colaborador es corresponsable de su capacidad de
rendimiento. Bien aconsejado estará si busca afanosamente ta-
reas que supongan un desafío, si promueve por iniciativa pro-
pia medidas de desarrollo.
Quien espere que sea su jefe quien le “desarrolle” podrá, en
según qué circunstancias, esperar mucho tiempo. Pues, hoy
como ayer, muchos directivos siguen cultivando con completa
dedicación una imagen de sí mismos completamente anacró-
nica, en virtud de la cual siempre tienen que saber hacerlo to-
do un poco mejor que sus colaboradores. Viven una vida es-
tresante. Una vida de “jefe de cocina”: ¡Aquí lo cocina todo el
jefe en persona! Una vida que por fuerza acaba en drama: pues
la creciente complejidad de los ámbitos técnicos, el creciente
nivel educativo de sus colaboradores y los equipos interdisci-
plinares (task forces) están poniendo en duda su derecho a
“mandar” en el trabajo de sus llamados “subalternos” e, inclu-
so, a comprenderlo.
Esta es la verdad: todo jefe termina teniendo los colabora-
dores que se merece. Y sin embargo, al enunciar la tesis (que
admito es provocativa) “¡El buen manager es el que se hace
prescindible!”, suelo cosechar, en un primer momento, protes-
tas e incomprensión. Lo que quiero decir es: tal manager no
logra la mayor efectividad posible por medio de lo que él sabe,
sino por medio de las facultades y destrezas ajenas. Delega en
su gente, exigiéndola y fomentándola, trátese del asunto del
que se trate. Al tomar cualquier decisión, piensa también so-
bre los efectos secundarios en las posibilidades de desarrollo de
sus colaboradores. Se preocupa por formar cuanto antes a re-
268
Pedir menos de lo debido a la capacidad de rendimiento

presentantes suyos, a posibles sucesores, de manera que la empre-


sa no tenga que temer que, de faltar él durante algún tiempo
por vacaciones, enfermedad o incluso algo peor, su ámbito de
responsabilidades se tambalee acercándose al caos.
Me resulta, por ejemplo, completamente incomprensible
que, en las jornadas de clausura, los directivos tengan que estar
permanentemente localizables por teléfono: directivos así su-
fren el síndrome de imprescindibilidad. No han organizado su
ámbito de tareas, descuidando así en último término una par-
te importante de su trabajo. Más aún: son un peligro para la
empresa.
Todos los departamentos de desarrollo del personal buscan
con desesperación directivos de los que se sepa que a su alrede-
dor crecen y florecen personas de alto potencial jóvenes y espe-
ranzadores; buscan managers para los que tenga importancia
su tarea de contribuir al desarrollo del personal. En nuestros
sistemas de evaluación del rendimiento seguimos calificando,
es cierto, el aprovechamiento de los equipos o, incluso, los
métodos de trabajo, pero no consideramos digno de nuestra
atención el rendimiento de un directivo para desarrollar cola-
boradores capacitados, o bien, en el mejor de los casos, trata-
mos este aspecto solo muy marginalmente; mientras sigamos
actuando así, las cosas no dejarán de ser como son ahora.
La infraexigencia —se exige solo una fracción de lo que al-
guien sabe y puede, sus capacidades y destrezas permanecen
inutilizadas— tiene mucho que ver con la estructuración del
trabajo y, especialmente, con la división del trabajo.

269
Introducción

Capítulo 22

La división del trabajo

Fue al dejar de verle sentido a nuestro


trabajo cuando empezamos a hablar
de motivación

Para el psicólogo de las organizaciones Burkhard Sievers, la ac-


ción motivadora es un método “que fue creado en el momen-
to en el que se perdió en gran medida todo lo que fuera un
sentido del trabajo en nuestras grandes organizaciones indus-
triales, ya que el trabajo está tan escindido y fragmentado en
pequeñas partes, que difícilmente podrá todavía alguien esta-
blecer relaciones significativas con el producto final, con la
empresa, con el entorno y con su propia vida a través de su
propia actividad, a través del producto parcial que elabora o de
la función parcial que desempeña”.
En el pasado, efectivamente, se quiso aumentar el rendi-
miento total dividiendo el trabajo en partes cada vez más pe-
queñas. Este enfoque podía aspirar a seguir teniendo validez
durante la primera mitad de nuestro siglo, caracterizada aún
en gran medida por formas de trabajo manuales con el apoyo
de máquinas. Hoy, por el contrario, la progresiva desmembra-
ción del trabajo y la consiguiente unilateralidad del desarrollo
del potencial humano están alcanzando unos límites psicoló-
gicos y, por lo tanto, indirectamente, unos límites también
271
El mito de la motivación

económicos: los contenidos del trabajo son cada vez menos es-
tandarizables y, donde sí lo son, están automatizados en la ma-
yor medida posible. La infraexigencia respecto a capacidades y
destrezas jamás es satisfactoria ni para el individuo ni para la
empresa. Cuando la propia contribución al producto final no
puede ya determinarse apenas, la autoestima del individuo es
la de “una ruedecilla en la máquina”.

Incapacidad lingüística

La identificación con el conjunto de la empresa como un


asunto común a todos no resulta ya posible, sino que ha des-
cendido hasta el nivel del “departamento”, donde se cierran fi-
las y uno se siente en su hogar; y no es raro que su identidad
frente al exterior sea mantenida simbólicamente a través de
una sutil renuncia a cooperar con otros departamentos. Esto
requiere un enorme esfuerzo de coordinación. La consecuen-
cia es una incestuosa cultura del meeting. Meteóricos gastos ge-
nerales. La energía se dirige hacia el interior, en vez de hacia el
mercado y el cliente. Los problemas para establecer una inter-
faz entre los departamentos nos hacen dudar con frecuencia de
la sensatez de la segmentación.
Directamente tangibles resultan las consecuencias de la divi-
sión del trabajo cuando los especialistas de los diversos ámbitos
de la empresa se reúnen para un asunto o una tarea común en
revisiones de formación o task forces. Normalmente, no puedo
evitar la impresión de que estos especialistas trabajan en em-
presas completamente diferentes. Han desarrollado patrones
interpretativos de alta especificidad, y viven en contextos com-
pletamente distintos. Se aferran a sus territorios perceptivos,
haciendo casi imposible alcanzar algún consenso sobre lo que
es importante y valioso para la empresa. Es más: de vez en
cuando se rinde culto piadoso al mito de “las trincheras” entre
distintos ámbitos de la empresa, con el fin de no tener que
abandonar el terreno seguro de la propia región de sentido. Los
representantes del departamento “Investigación y Desarrollo”
272
La división del trabajo

custodian el grial de la teoría pura, y temen que su trabajo se


vea profanado, es más: ensuciado, por las exigencias del mer-
cado; la gente de márketing impone en todas las discusiones la
utilidad del éxito rápido, mientras que los de distribución
echan pestes de lo alejados de la práctica que se encuentran los
otros dos. Se desvanece la capacidad de conversar con benevo-
lencia, comprendiendo y asintiendo. Aún más: apenas podrá
percibirse la más mínima inclinación al consenso. Las pérdidas
por fricción son escandalosas. Las pérdidas de comunicación
se acumulan hasta formar auténticos muros. Y no son solo los
términos especializados, puestos en escena sin expresión pero
con mucho efecto, los que dejan claro que estas personas ya no
van a hablarse por regla general en “el mismo idioma”.
Ante este telón de fondo, surge para el departamento de
desarrollo del personal una tarea a la que hasta ahora se presta-
ba una atención demasiado escasa: puede, y debe, elevar la ca-
pacidad lingüística interdisciplinar, posibilitando la búsqueda
de un común horizonte de entendimiento y ensamblando en
una conexión significativa las regiones de sentido especializa-
das. Más allá de toda formación especializada y técnica, esto es
una formación continua en el estricto sentido de la palabra.

Diversión por decreto

Algunas investigaciones sobre la organización laboral señalan


particularmente que la falta de un concepto unitario, la infrae-
xigencia y los daños en la autoestima, todos ellos efectos se-
cundarios de la profunda división del trabajo, provocan en el in-
dividuo sensaciones de vacío interior y de extrañamiento. Y
tanto más, en la medida en que el cambio de valores, con su exi-
gencia de un concepto unitario, de significatividad y de una vida
“integral” regida por valores, ha dinamizado en conjunto las as-
piraciones a un trabajo acorde con estos criterios. Desde el punto
de vista de la ecología del comportamiento, los seres humanos
reestablecen su equilibrio por medio de agresión, retraimiento,
huida, enfermedad, renuncia a colaborar y todas las formas del
273
El mito de la motivación

“reembolso”. El gozo de rendir disminuye en el individuo. Las


consecuencias para todos los afectados son las imaginables.
“Al dejar de verle sentido a nuestro trabajo, fue cuando
empezamos a hablar de motivación”. Esta frase ingeniosa lo
plantea muy certeramente: la pulverización del trabajo y, con
ella, la deplorable carencia de sentido son lo que se pretende
compensar por medio de la acción motivadora. Y ya tenemos
a los mecánicos de la motivación activos de nuevo, poniendo
en marcha una medida de gestión del ámbito del sentido detrás
de otra: comienzan por la cultura empresarial “por decreto”
(entrégame uno el lunes) y la identidad corporativa entendida
como proyecto para el diseño de un membrete; continúan con
los principios directivos “dictaminados” por una comisión de
expertos y con el arrebatador “estamos-orgullosos-de-vosotros”
de una cacareada visión que atrapará a todos; y se termina lle-
gando a ese ridículo topmanager a la moda que, desde hace po-
co, concluye todas las reuniones con la frase hecha ¡diviértete!
Diversión por decreto. En la medida en que se van agotando las
tradicionales fuentes de sentido laboral, se conjura la “diversión”
como nueva metáfora compensatoria. Nadie ve un problema en
el desmenuzamiento de las tareas, que es lo que más esencial-
mente está echando a perder la diversión. Así, inadvertidamen-
te, la “diversión” queda sometida a la presión del rendimiento:
“divertirse” y “ser majo” pasan a ser un “rendimiento” en la ima-
gen individual que pretenden transmitir los nuevos managers. El
trabajo de la diversión, en vez de la diversión de trabajar.

Encontrar el sentido

“Quien exige rendimiento ha de ofrecer sentido”, se dice ro-


tundamente por ahí, en la estela de Viktor Frankl. Y ese senti-
do que se pretende ofrecer es un sentido unívoco predetermi-
nado, autoritario. Pero el sentido no puede ser “ofrecido”, sino
que tiene que ser encontrado por cada colaborador de manera
completamente individual. En todos los casos se aplica lo si-
guiente: si alguien rinde, es porque ve sentido en ello.
274
La división del trabajo

El directivo puede, únicamente, crear las condiciones de posi-


bilidad para que los individuos encuentren el sentido por sí mis-
mos (condiciones que lo serán a la vez de un desarrollo óptimo
del rendimiento). Cualquier otra cosa sería arrogante y supon-
dría un concepto de dirección extralimitado, al asumir también
responsabilidades por aquello de lo que la dirección no puede
ser responsable —por ejemplo, la disposición al rendimiento—.
Apoyándonos en Manfred Antoni, el trabajo es percibido
como satisfactorio por la persona cuando cumple los siguien-
tes criterios:

• Es una actividad física y espiritual; siendo irrelevante en


principio que se desempeñe una actividad física o espiri-
tual. Lo importante es tan solo que haya una correspon-
dencia íntima entre la planificación y la ejecución, para
que así pueda experimentarse vitalmente el placer de
cumplir tareas. La separación entre pensar y hacer recibe
un rechazo creciente. La satisfacción intensa se deriva,
las más de las veces, de tareas que pueden ser realizadas
por uno mismo —solo o en equipo— desde el princi-
pio hasta el final y que, por tanto, conforman una uni-
dad cerrada, por ejemplo: “controlling para filiales, desa-
rrollado e introducido con éxito”.
• Es una actividad creativa; por medio de su trabajo, las
personas quieren cambiarse a sí mismas y su entorno;
para ello, tiene que poder darse satisfacción al compor-
tamiento humano de la curiosidad; para ello, tienen
que respetarse los derechos de su potencial productivo y
creador.
• Es una actividad productiva; es decir, la relación entre
energía empleada y energía resultante debe ser lo más
equilibrada posible.
• Es una actividad interactiva; la mayoría de las personas
buscan, y usan, las posibilidades que su puesto de traba-
jo les ofrece para establecer muy diversos contactos so-
ciales; quieren que se les preste atención, buscan el inter-
cambio y les alegra colaborar.
275
El mito de la motivación

• Lo completaré así: es una actividad con alguna orienta-


ción; el sentido nace de una obra que disfrute de vigencia
y reconocimiento en el entorno, en un servicio prestado
a la comunidad. Por ello, trabajar es siempre “trabajar
para otros”, es decir: para el individuo, el destinatario de
su trabajo tiene que ser tan reconocible como la utilidad
que su rendimiento produce para este. Por su etimolo-
gía, la palabra Sinn (“sentido”) pertenece en antiguo al-
toalemán a la familia del verbo sinnan, y significa “mar-
char por su camino hacia un fin”. El ser humano, por
tanto, no solo quiere producir, sino también poder pen-
sar en el fin de su acción. Conforme a ello, una de las tare-
as directivas es crear condiciones marco que hagan posible
experimentar el propio trabajo como trabajo para otros.

Los hallazgos de la ciencia laboral testimonian que la au-


sencia de una o más de estas dimensiones de un concepto uni-
tario del trabajo causa insatisfacción, aburrimiento, infraexi-
gencia en una palabra: desmotivación, siendo así responsable
en gran parte de la discusión que se origina entonces acerca
del estilo directivo “correcto”, acerca de la acción motivadora
“correcta”. Dice Herbert Kubicek, profesor de informática en
la Universidad de Bremen: “En el camino marcado por la bu-
rocratización y la mecanización, las transformaciones en las es-
tructuras organizativas, los sistemas de control y los conteni-
dos del trabajo destruyen más motivación y más identificación
de la que pueda generar psicológicamente la acción de los su-
periores, por hábil que sea”. Por ello, una tarea directiva no
poco importante sería desarrollar con criterio totalmente prag-
mático un programa de recuperación para las desmotivadas
víctimas de un trabajo vacío de sentido.

Remuneraciones “sucias”

¡Con cuánta frecuencia puede oírse: “Si la remuneración es la


correcta, el rendimiento será también correcto”! Como en
Dinner for one: ‘Same procedure as every year’. De hecho, es una
276
La división del trabajo

idea muy extendida la de que la implicación de los colaborado-


res puede comprarse con dinero. Es más: incluso en los casos
de poco rendimiento, la indignación ante ellos se acrecienta en
virtud del reproche de que, a cambio de su remuneración por en-
cima de la media, esta persona debería rendir también por enci-
ma de la media. En contra de esto, muchas investigaciones de
los últimos años coinciden en demostrar que justamente los co-
laboradores eficientes y con un rendimiento siempre alto no
trabajan en primera instancia por el dinero, sino que su inten-
ción es experimentar su trabajo como algo con sentido y eficaz.
Ciertamente: la remuneración tiene que ser la correcta. Ahora
bien: la implicación activa, la creatividad y la iniciativa no pueden
comprarse. La dirección debe “posibilitarlas”, creando un entorno
en el que se “encienda” la motivación propia del colaborador. El
directivo debe ser un “posibilitador” más que un “productor”.
Por tanto, está abordando el problema por el extremo equi-
vocado quien no cesa de intentar compensar perentoriamente
con dinero u otros “motivadores” la división del trabajo, la fal-
ta de potencial para la exigencia y el sin-sentido de tantos
puestos de trabajo, en vez de organizar la actividad de manera
que volviese a ser reconocible como un todo unitario conecta-
do claramente con el rendimiento total de la empresa. Esto
podría llevar a revisar el principio estructural de la delegación.
Pues no es casualidad que el ir delegando hacia abajo, hasta
llegar a las más pequeñas ramificaciones organizativas, corra
en la misma dirección que los fenómenos de atomización del
trabajo. En el polo opuesto se halla la transmisión integral de
la responsabilidad. En el marco de su plan “dirigir asociativa-
mente”, Christian Dräger traspasa amplias responsabilidades,
desde muy pronto, a los aún aprendices en los Talleres Dräger.
Estoy oyendo la objeción: “¡Pero la responsabilidad no es divi-
sible!” En W.L. Gore & Associates Inc. (Gore-Tex) se aplica es-
te principio: sea quien sea el que haya asumido un commitment
(competencia en un asunto y cumplimiento de lo prometido),
sobre él recaen dos cosas: la decisión y la responsabilidad.
Casi un fenómeno marginal: colaboradores a los que les
gusta incluso ser ellos mismos los que presentan “a los de arri-
277
El mito de la motivación

ba” sus propios proyectos y los resultados de su trabajo. Y los


“mejores” jefes dejan de conceptuarse a sí mismos como centrales
de bombeo para el circuito de la delegación. Y renuncian a apro-
piarse los laureles ajenos. Si reunimos todo el conjunto, quizá
tengamos que replantearnos la misma palabra “colaborador”.

Consumar la obra

En este momento, algún directivo se habrá puesto a revisar


mentalmente las estructuras de los puestos de trabajo de sus
colaboradores, buscando posibilidades de mejora. Y eso es, se-
guramente, muy útil, además de algo que debe exigirse. Pero,
aun así, me gustaría recordar una vez más que el sentido no
puede manerjarse como si fuera un “anzuelo metido en la ofer-
ta” (Neuberger), sino que se trata de un rendimiento muy per-
sonal, que tiene que ser hallado exclusivamente por el indivi-
duo. Jürgen Habermas ha dicho al respecto las palabras
precisas: “No existe la creación administrativa del sentido”.
Además, es poco útil “aclarar” al colaborador el sentido de su
actividad, tal como se ha escrito con bastante frecuencia. Del
mismo modo, resulta problemático repartir entre todos los co-
laboradores de manera indiferenciada las bendiciones de este
concepto unitario del trabajo. Puede que para más de un cola-
borador, la íntima correspondencia mutua entre todas las di-
mensiones del trabajo no sea forzosamente el requisito necesario
para su satisfacción laboral. Quizá, por ejemplo, la ausencia de
frecuentes contactos sociales pueda no ser percibida como des-
motivadora en ningún sentido.
Las reflexiones y discusiones en torno a la cultura directiva
de BMW han devuelto a nuestra conciencia un concepto que
era ya casi arcaico: la “obra”. Concepto que fue completado
con los adjetivos “perfecta”, “terminada” y “llena de sentido”.
El punto álgido llega en esta exigencia: “Una tarea especial de
los directivos consiste, a nuestro parecer, (...) en proporcionar
al colaborador la sensación de haber culminado, o de poder
culminar, una obra”. Para mí, esto se queda corto. Pues el len-
278
La división del trabajo

guaje es traicionero. Ahí la tenemos de nuevo: esa pose del que


da algo, contentándose (astutamente) con una “sensación” del
colaborador, sin importarle con cuánta manipulación lo haya
conseguido, en vez de esforzarse intensamente por las condi-
ciones que hagan posible “culminar la obra”.
Y esas condiciones de posibilidad significan ante todo:
ampliación de las posibilidades de elección; fácil reversibilidad
de las decisiones que afecten a la carrera profesional; transpa-
rencia en los itinerarios profesionales; colocación de los direc-
tivos ligada a fases estratégicas y en correspondencia con sus
rendimientos e inclinaciones; mayor diversidad de posibilida-
des de carrera escalonadas de manera menos jerárquica (de
modo que “dirigir” no parezca importante solo por el dinero y
el prestigio); en pocas palabras: preparación de numerosos y
diversos campos de experiencia. Pues la autorrealización no
debe entenderse como si ese “auto” existiera ya antes de la “re-
alización”, ya que, antes bien, es solo actuando y probando
posibilidades como llega a poder ser percibido.
Se consiguen buenas experiencias cuando el individuo o
también grupos enteros son incluidos en el proceso de confi-
guración de los procedimientos laborales de la organización
del trabajo y de sus ámbitos. Y de gran ayuda es preguntar:
“¿Qué hay en su puesto de trabajo que impida su entusiasmo?
¿Cómo podemos entre todos hacer su trabajo más cabal? ¿Qué
pediría usted?” No todo lo relativo a una totalidad laboral uni-
taria será realizable; pero, normalmente, el terreno de la fanta-
sía ofrece posibilidades inagotables.

279
Introducción

Capítulo 23

La carencia de espacio libre


como causa de la
imposibilidad del rendimiento

Todo lo que quieren los seres


humanos es poder elegir

“¿Trabaja usted para vivir o vive usted para trabajar?” Al ofre-


cer a los participantes en los seminarios la oportunidad de
fundamentar su filosofía personal sobre esta cuestión, mues-
tran tendencia a decidirse por la primera alternativa. En la dis-
cusión que sigue suele quedar claro que el tiempo de trabajo es
percibido como un tiempo controlado por voluntad ajena, des-
individualizado y, no pocas veces, como “vida vendida” (siendo
proporcionalmente elevadas, en ocasiones, las aspiraciones a
una “indemnización”).
Como particularmente desmotivadora se percibe la falta
de espacio libre para el individuo, la falta de posibilidad de
rendimiento. El “éxito” consiste entonces en que las energías
correspondientes son desviadas hacia la esfera privada, dejan-
do a un lado la empresa, de modo que el enrevesado “para...”
se convierte en un factor determinante de la mentalidad: tra-
bajar para (después) vivir.
Todas las investigaciones empíricas de los últimos años
apuntan a que estos fenómenos no representan pereza, cansan-
281
El mito de la motivación

cio o carencia en la disposición al rendimiento, sino una adap-


tación, por así decir, “con mucho sentido” frente a una situa-
ción laboral opresiva (y, por tanto, también un desafío para la
renovación del entero ámbito de la “política de personal”). Es
de una extraordinaria importancia reconocer que si muchas
personas están desmotivadas, declaran su desentendimiento y
emigran hacia el tiempo libre, ello no ocurre porque los nue-
vos valores sean valores del ocio, sino porque se reclama que
sean válidos indistintamente en todo el entorno de la persona.
Y dado que en el mundo laboral no pueden ser vividos sufi-
cientemente, se los orienta hacia la esfera del tiempo libre. La
investigación social habla de una “realización compensatoria
de los valores” durante el ocio.
Pero tampoco aquí tenemos una imagen unívoca. Pues, por
las noticias que llegan del sector de los asesores de personal, re-
sulta claro que son cada vez más los directivos que rechazan
ofertas de puestos relumbrantes y cargados de prestigio, para
decidirse por otros que les dejan mayor libertad para determi-
nar sus propias actividades y sus propios caminos. La “segunda
fila” tiene un atractivo inesperado. Hacer carrera, sí; pero no a
cualquier precio. Un manager que despreció la posibilidad se-
gura de una posición en la cúspide de una gran empresa dejó
dicho: “¿Top manager en una jaula dorada de representación y
formalismo? Eso para mí no es vivir, sino des-vivir”. Por esta
razón, es cada vez más urgente para las empresas despedirse de
toda regulación burocrática y abrir más espacio libre para la
autorresponsabilidad en todos los niveles. Esto atrae a los me-
jores talentos y los retiene.

Vivir durante el trabajo

Nunca deja de demostrarse: todo lo que quieren los seres hu-


manos es poder elegir. Sin embargo, echando un vistazo gene-
ral a la investigación, constatamos que la “sensación de ser li-
bre e independiente en las decisiones profesionales” ha
descendido claramente en todos los círculos profesionales de
282
La carencia de espacio libre como causa de la imposibilidad…

la República Federal. Según un estudio de Lutz von Rosen-


stiels, solo el 54% de los encuestados creía poder participar en
las decisiones relativas a su propio trabajo y a su propio puesto
laboral. Esta evolución explica más que de sobra la tendencia a
una decreciente satisfacción por el trabajo en conjunto. Esta
tendencia gana en dinamismo por la innegable pujanza de los
llamados “valores de autodesarrollo”: para una mayoría de las
personas, la posibilidad de autodesarrollo en su vida laboral es-
tá vinculada al espacio libre de que dispongan para actuar y
decidir. Quienes echan de menos esos espacios libres están sig-
nificativamente más insatisfechos con su trabajo. ¿Cómo po-
dré dedicarme a un asunto con entusiasmo, cuando continua-
mente se me está intentando “manejar” desde arriba?
Esta tendencia se corresponde con los resultados de las en-
cuestas que tengo delante, con la precisión de que la carencia
de espacio libre es claramente percibida como más desmotiva-
dora por los trabajajadores más jóvenes, de menos de 40 años,
que por los mayores. Estas personas más jóvenes están, como
promedio, esencialmente mejor y más ampliamente formadas
y —lo cual parece tener particular importancia— individuali-
zadas en gran medida. No distinguen ya, como antes, entre es-
fera laboral y esfera de ocio. Del trabajo de hoy esperan, ade-
más, mayores oportunidades para poder implicarse con toda
su personalidad, para ser tomadas en serio, tenidas en cuenta
como personas. Les gustaría poder emplear su capacidad de
autoorganización y de actuación autónoma. Vivir durante el
trabajo: eso quieren. Característica de ello es la coyuntura fa-
vorable, antes descrita, del concepto de diversión. Del mismo
modo que la moderna civilización industrial necesita ámbitos
más amplios, el colaborador también necesita hoy espacios li-
bres en cuya amplitud pueda desarrollarse.
Pero las empresas parecen vehículos cisterna: sus huellas de
frenado tienen varios kilómetros, esto es, la evolución de las
estructuras organizativas apenas puede mantener el paso de di-
chas tendencias sociales. La mentalidad de la exacta descripción
de las tareas laborales, excesiva aunque seguramente también
útil en ciertos momentos y circunstancias, ha terminado per-
283
El mito de la motivación

mitiendo que muchos puestos de trabajo se vuelvan aburridos,


mecánicos, rutinarios, sin atractivo. La consecuencia son po-
tenciales de acción desperdiciados por falta de exigencia, y
tampoco suele darse una vivacidad que entusiasme y se entu-
siasme. Sigue teniéndose mala opinión acerca de sobrepasar
los límites. Los terrenos heredados son defendidos con mucho
gasto de energía: no es raro que se llegue a la guerra interna. Y
el colaborador tiene que quedarse en su rincón, léase: coto. Así
estarán protegidos los demás cotos... mientras que las vallas
que los separan se cubren de oportunidades desaprovechadas.

Mengano-busca-un-Menganito

A ello se añade que los detentadores del poder ejecutivo están


todos resueltos a no admitir nada que no se adapte a su concep-
to de buen colaborador y, ante todo, a lo que son ellos mismos.
El mejor ejemplo de ello es el síndrome “Mengano-busca-un-
Menganito” en la selección de personal: el candidato “bueno” es
el que más se me parece, pero, eso sí, un poquito más débil.

¡ALGUIEN COMO USTED ES LO


QUE YO ANDABA BUSCANDO!

284
La carencia de espacio libre como causa de la imposibilidad…

Lo que en la vida privada pasa por ser particularmente dig-


no de esfuerzo, lo individualista, lo extravagante, lo único, pe-
ro también lo autónomo, el corazón, la energía, han sido y son
cualidades muy poco solicitadas en las empresas, ya que pare-
cen amenazar la estabilidad de la organización. De ahí que la
innovación, cada día más necesaria, provenga casi solo de out-
siders inconformistas que gustan bien poco a los que se consi-
deran a sí mismos insiders. Es frecuente que estos pioneros
tengan que vencer resistencias durante años, un periodo para
imponer sus ideas durante el que son motejados de fantásticos,
testarudos, sabihondos, y a veces, incluso, de renegados. Pero
los peldaños del reconocimiento en la empresa se llaman: per-
secución, ridículo, aislamiento, siempre lo habíamos dicho,
principio básico empresarial. Branco Weiss dijo en un congreso
de management en Zúrich: “Innovación significa ver lo mismo
que todos y pensar al respecto del modo más diferente posible”.

El pequeño arte de la desobediencia


constructiva

En la práctica, “espacio libre” y “organización” parecen excluir-


se mutuamente por la lógica misma de los conceptos. La psico-
logía de las organizaciones ha analizado fríamente que las per-
sonas que tomen parte en ellas han de ser “intercambiables” y
“elásticas”. Intercambiabilidad: hay que conseguir que el perso-
nal sea previsible, de confianza, planificable y controlable. El
objetivo es “autonomía limitada” (¿?), “fantasía disciplinada”
(¿?), etc. Elasticidad: el personal debe ser capaz de adaptarse y
ser dócil. Lo cual significa también: ¡tiene que ser “motivable”!
Por otra parte, renombrados teóricos del management lle-
van ya mucho tiempo señalando que, en muchas empresas,
junto a las estructuras lineal-delegativas existe además algo así
como una cultura informal autoorganizativa. En unas oficinas
pude leer: “No tendremos espacio, pero lo aprovechamos”. Sí,
se diría que esa es la única causa de que muchas empresas fun-
cionen. Las órdenes no son obedecidas, o no al pie de la letra.
285
El mito de la motivación

Las mejoras son incorporadas a los planes, pero sin discutirlas.


Se saca provecho de las ambigüedades, las contradicciones y
los vacíos en el reglamento: una micropolítica, una especie de
pequeño arte de la desobediencia constructiva. Los Principios
Directivos de la BMW se permiten al respecto una picardía
muy significativa: no se dice solo que las decisiones deben ser
ejecutadas, sino también, “ejecutadas con inteligencia”.

Zona de juego

La única organización para la que trabajamos todos se llama


“yo”. Sin embargo, las empresas no suelen ofrecer una zona
de juego para poner a prueba este “yo” y llevar una vida feliz
también en el trabajo: la posibilidad de vivir autodetermi-
nándose, autoorganizándose y autocontrolándose, que es,
por tanto, la mayor aventura que existe, la de conocer la pro-
pia personalidad y sobrepasar los propios límites mediante el
aprendizaje.
“Busco zona de juego para mi motivación”: es el encabeza-
miento que una joven licenciada en empresariales puso en su
solicitud de empleo. Y es una expresión completamente certe-
ra: lo que todo el mundo busca es una zona de juego, un con-
texto en el que se encienda la motivación, en el que al indivi-
duo le merezca la pena esforzarse. Y, según esto, dirigir
significa crear posibilidades de desarrollo para la motivación
del colaborador, la cual le pertence solo a él. Que él haga algo
porque es bueno para él mismo. Un trabajo en beneficio propio.
La mayoría de las empresas siguen dando un valor demasiado
pequeño a este “fomento de la personalidad”. Lo que necesita-
mos es una política empresarial sin ambiciones de dar sentido
a la vida de nadie. Necesitamos una política empresarial que
permita al individuo la búsqueda de sus verdades personales,
una política sin ningún patetismo de filosofía empresarial y sin
ese lirismo preñado de identidad corporativa. No la gran metá-
fora totalitaria de la “visión”, sino la insistencia, modesta pero
muy ambiciosa, en el crecimiento individual a través del traba-
286
La carencia de espacio libre como causa de la imposibilidad…

jo. No son la obediencia ni la fidelidad nibelunga, sino el desa-


rrollo lo que tiene que convertirse en principio supremo de la
cooperación.

Espacios libres

“Espacio libre” es, sin embargo, una palabra tornasolada, des-


bordante. Aquí significa:

1. El grado de posibilidades de elección, el grado de auto-


determinación y espacio libre para decidir que se posea
dentro del propio ámbito de tareas; muchos resultados
laborales pueden ser alcanzados de maneras distintas,
pero igualmente satisfactorias; las posibilidades de elec-
ción pueden ser concedidas en lo que respecta al méto-
do, a los instrumentos, a la actividad y a la sucesión
temporal de las partes de una tarea.
2. El grado de desregulación del trabajo al suprimir las di-
rectrices, políticas y ordenanzas que no sean totalmente
imprescindibles.
3. La porción de tiempo para una actividad autónoma y
creativa.
4. Tareas y proyectos más allá del ámbito de tareas prefija-
do que al colaborador le resulten especialmente intere-
santes en razón de sus talentos e inclinaciones.
5. Las exigibles actividades de aprendizaje.

Yo siempre he visto a la gente vivir en un casilla del organi-


grama. Pero en las casillas del organigrama no se crece. Se atri-
buye a Lew Lehr, manager en 3M, esta frase sobre la estrechez
de la mentalidad encasilladora obediente al organigrama. Y
también convendría que todos supiesen el hecho de que, en-
tre tanto, esta empresa llega hoy a conceder a sus investigado-
res una porción de tiempo de libre disposición de hasta el
25% para que se desarrolle libremente su alegría de investi-
gar: “zona de juego” para la motivación de cada uno.
287
El mito de la motivación

¿Comerciantes? ¡Mercachifles!

Como contraejemplo, ha quedado en mi memoria el caso de


un alemán, director ejecutivo de un grupo británico de la
electrónica, que quiso encasquetar en una empresa recién ad-
quirida el corsé de la organización y de la descripción de los
puestos de trabajo de la sociedad matriz británica. Entre los dos
controllers de la empresa antes independiente se había confor-
mado a través de largos años una división de tareas por mu-
tuo acuerdo; ambos se complementaban estupendamente,
asumiendo cada cual tareas parciales que correspondían pro-
piamente al ámbito del otro. Llevaba años funcionando sin
problema, con el visto bueno de ambas partes. Pero el nuevo
director ejecutivo era del tipo “alumnos modelo con mentali-
dad de listarlo todo”. Difícilmente le habría convencido el
principio de los teóricos de sistemas: “cuanta más libertad,
más orden”. Sin más tardar, prohibió esos acuerdos que
sobrepasaban encasillamientos y exigió una organización “clara”
y “más limpieza” en las descripciones de tareas y en los límites.
La víctima fue la motivación de ambos controllers. Como ya se
ha dicho: la disposición al rendimiento podemos solo obstaculi-
zarla, por ejemplo, recortando la posibilidad de rendimiento.
Con ello llegamos al fondo de la cuestión de por qué tantas
empresas no están dispuestas a permitir espacios libres de ac-
ción autoorganizados con un alcance relevante: porque eso sig-
nifica (en apariencia) renunciar al poder. ¡No por casualidad,
“angosto” —lo contrario del espacio libre— tiene la misma eti-
mología que “angustia”! Los espacios libres hacen a las organi-
zaciones menos dominables, controlables y manejables, y a las
personas menos dóciles; léase: menos motivables. Ya se sabe, la
idea es que la gente haga por su libre voluntad lo que otros
quieren. Pero, a pesar de la retórica, por encubridora que pue-
da llegar a ser, se hace cada vez más reconocible que el énfasis
no está tanto en “libre” como en “voluntad”. El poder aquí vie-
ne del hacer. Se refiere ante todo al poder sobre sí mismo. Y to-
das las sensaciones de felicidad tienen algo que ver con el difu-
minarse de algún límite. Límites que, ahora, puedo sobrepasar.
288
La carencia de espacio libre como causa de la imposibilidad…

Límites trazados en torno a la estrechez de mi trabajo. Y, casi


siempre, es más fácil pedir disculpas que pedir permiso.

Objetivos individuales/Objetivos económicos

Participar a gusto supone tener libertad de elección. Así podrían


todos ser los ganadores. Y no se trata de asegurar la autodeter-
minación y el propio control sobre sí mismo porque eso fuese
“más humano”. Se trata de eliminar el potencial desmotivador.
Hay que comprender de una vez que cualquier persona busca la
tarea que la hace avanzar personalmente, y que, si ocurre de otro
modo, habrá dado ya un paso en el terreno del desentendimien-
to. En la actual situación, lo importante es, ante todo, unas tare-
as con un alto grado de libertad de elección, autodeterminación
y autocontrol. Quien quiera alcanzar unos objetivos económicos
tendrá que alcanzar unos objetivos individuales, que a su vez solo
son posibles a través de éxitos económicos que se basan en éxitos
individuales, que a su vez solo a través de éxitos económicos...
“Las personas mejores y más inteligentes se sentirán atraídas
hacia las empresas en las que puedan realizar sus objetivos perso-
nales”, dice la primera de las “Diez tesis para la reorganización
de una empresa”, en Naisbitt/Aburdene. La cuestión es dar es-
pacio de juego a la inteligencia, la creatividad y el entusiasmo de
cada uno de los colaboradores, para así poder sobrevivir frente a
la competencia internacional. Las organizaciones ganan (¡y de
eso es de lo que se trata!) con el “excedente de subjetividad”, co-
mo han señalado Krell/Ortmann. Las personas son atractivos
factores de producción precisamente a causa de sus actos espon-
táneos, inexigibles e improgramables. Así puede lograrse un ver-
dadero consenso sobre el objetivo, y después libertad de acción.

El circuito del fracaso

Con espacios libres mínimos, los colaboradores entran rápida-


mente en un desmotivador circuito del fracaso. Al no tener
289
El mito de la motivación

apenas posibilidades de elección (sobre niveles de dificultad,


cuestiones de método, empleo de instrumentos, organización
de su tarea, de su tiempo de trabajo, etc.), tampoco podrán
basar en las propias capacidades el exitoso cumplimiento de
sus tareas y las propias capacidades. Saben que la reglamenta-
ción establece una probabilidad de éxito de casi el 100%.
Saben que si han sido elegidos para esta tarea, esto suele deberse
a que su superior o la dirección de la empresa les han estimado
un rendimiento bajo. Por lo tanto, cumplir con éxito la tarea
no reforzará una imagen positiva de sí mismos, ni contribuirá
apenas al desarrollo de un sentimiento de autoestima basado
en el “propio” rendimiento... lo cual es condición suficiente
para que en lo sucesivo les sigan siendo confiadas tareas poco
exigentes.
Las actividades autorresponsables, por el contrario, mo-
vilizan la capacidad de aprendizaje de todos los colaborado-
res y, con ello, la capacidad de adaptación y supervivencia
de la empresa. De ahí pueden resultar innovaciones que serán
ventajas competitivas. Se trata de algo bien conocido en algu-
nas organizaciones de nuestra sociedad industrial, por ejem-
plo en el ámbito universitario. Algunas empresas también ga-
rantizan tales espacios libres en sectores parciales de su
actividad. Pero en conjunto —si recurrimos de nuevo al estado
de opinión que nos transmite la estadística—, resulta patente
que en nuestras empresas se concede a las decisiones persona-
les un margen de acción organizativa demasiado escaso.
Un futuro empresarial mejor, es decir: menos desmoti-
vador y más rentable para todos los interesados, sería, por
tanto, aquel en el que aumentaran las posibilidades de elec-
ción, los espacios libres. Pero ¿qué significa esto para la di-
rección?

Des-regulación

En este sentido, dirigir significa revisar constantemente en qué


medida los límites internos de la organización muestran estas
tres cualidades:
290
La carencia de espacio libre como causa de la imposibilidad…

• flexibilidad;
• permeabilidad;
• modificabilidad.

Todos tienen su justificación en su momento, y todos de-


ben ser revisados constantemente al objeto de comprobar si
están obstaculizando o fomentando el libre flujo de energías.
Esto sería el principio fundamental.
En la actual situación, esto tiene para la dirección una pri-
mera consecuencia, más bien modesta: des-regulación.
Cuanto más estrechamente se ciñan las empresas el corsé de
reglamentos y ordenanzas, orientaciones directivas y políticas,
más rápidamente los managers se quedarán, literalmente, sin
aire que respirar. Cuanto más estrictamente estén reglamenta-
dos los métodos de rendimiento, más marcada será la tenden-
cia a adaptar al nivel mínimo exigible la calidad y la cantidad
de las prestaciones. Así no surgirá ese rendimiento espontáneo
y creativo, requisito para la eficiencia de la empresa, que va
más allá de las expectativas de rol prefijadas. Y eso es también
desmotivación. Pues los reglamentos crean orden, pero cohe-
sión raras veces.
En nuestras empresas, sin embargo, se da una conducta
mágica para invocar ritualmente la presencia de aquello tan
apasionadamente anhelado: en un estado casi de trance chamá-
nico, se recitan las plegarias de la “empresa dentro de la empre-
sa”... con la misma tenacidad con la que se pretende reglamentar,
organizar, ordenar, jerarquizar, purificar y ofrecer al ídolo
“control” de todo lo que está vivo.
¿Realmente tiene que ser tan tupida esa red de comproba-
ciones y balances? Según todas las investigaciones presentadas
hasta la fecha, el bien supremo para los vendedores es su auto-
nomía profesional, el ser realmente los “jefes de su zona”. Pero
se están anquilosando cada vez más, convirtiéndose en una es-
pecie de funcionarios de ventas. En muchas empresas ya no les
empiezan pidiendo el volumen de ventas, sino que rellenen
como niños buenos informes diarios (que luego nadie va a le-
er), que respeten la cifra mínima de contactos con los clientes
291
El mito de la motivación

(sin que importe en absoluto lo que salga de ahí), que detallen la


cuenta de gastos con tanta minuciosidad como en una investiga-
ción criminal, y que, por lo demás, se adapten del modo más
obediente a la opinión de su superior. La cuestión no es hacer lo
que se debe, sino hacerlo como es debido. Eso supone la auto-
destrucción interna de todo lo vivo de una empresa. No por ca-
sualidad los elementos de juicio se llaman elementos de “juicio”.
Desde hace ya largo tiempo, la productividad sufre por la
obcecación con la que la dirección se aferra una y otra vez al
esquema de la semana de 40/39/38... horas. En el marco del
conflicto vida familiar-profesional, la notoria mala conciencia
de muchos colaboradores no está fomentando precisamente el
gozo de trabajar. El testarudo aferrarse a patrones laborales in-
flexibles, a monótonos modelos de carrera profesional que no
armonizan con los ritmos vitales de las familias; un concepto
de la justicia completamente anticuado, y un sistema de esti-
mación del rendimiento que, al medir la productividad por
horas, confunde el gasto con el resultado: todo esto hace que
hoy resulte cada día más difícil encontrar gente lo bastante
buena que estén dispuestos a hacer los sacrificios tradicionales
por su carrera profesional. En el grupo farmacéutico Merck se
llegó al siguiente resultado: los padres que percibían la política
de la empresa como poco favorable a la familia y poco com-
prensiva, se quejaban de estrés más que los restantes, se ausen-
taban con más frecuencia del trabajo y se mostraban menos sa-
tisfechos con su posición. Apple Computer gestiona un jardín
de infancia propio para los niños de sus trabajadores. DuPont
facilita dinero y espacio para la construcción de una guardería.
Los colaboradores de Kodak Eastman pueden elegir entre ta-
bajo a tiempo parcial, trabajo compartido y horario flexible va-
riable según la situación. Rodgers/Rodgers señalan que, en
cuanto al trabajo a tiempo parcial, muchos trabajadores no lo
prefieren en forma de media jornada, sino, con la misma fre-
cuencia, en forma de semana de cuatro días o bien de 30 ho-
ras. En la lucha por los mejores de cada promoción, pero ante
todo por las mujeres, la empresa que quiera seguir siendo com-
petitiva tendrá que flexibilizar las regulaciones tradicionales.
292
La carencia de espacio libre como causa de la imposibilidad…

¿Debe haber una norma (aunque sea oficiosa) para vestir?


Un tipo como Thomas Gottschalk3, ejemplo para millones de
personas, no sería ni siquiera jefe de grupo en un departamen-
to de producción, con sus botas vaqueras y sus orejas agujerea-
das. En el sector bancario y de seguros, el encargado de perso-
nal le colocaría inmediatamente en el archivo. No es extraño
que para muchos, y con frecuencia para las mejores cabezas, el
trabajo productivo equivalga a normalización y a adaptación
vacía de sentido.
¿Hay que dedicar tan enorme esfuerzo para montar todo
un código legal sobre las dietas de viaje? ¿Tan importante es
que un hotel pueda costar 150 o 250 marcos? ¿Hay que poner
atención en que, durante los viajes de trabajo, las llamadas te-
lefónicas a casa no duren más de cinco minutos? ¿Hay que
comprobar constantemente las facturas, las cajas de gastos, las
dietas de alojamiento? ¿Todo por atrapar al 5% de ovejas ne-
gras y al 95% restante tenerle observado y reglamentado cada
vez más de cerca? Ricardo Semler, presidente de Semco S/A, el
mayor fabricante brasileño de maquinaría, pregunta: “Si no
podemos confiar nuestro dinero a las personas ni fiarnos de su
criterio, ¿por qué entonces las enviamos por todo el mundo
para hacer negocios en nuestro nombre?”
¿No habría que permitir a todos los colaboradores acceso
permanente a los libros de cuentas? ¿No sería mejor que tuvie-
ran en todo momento una noción de cómo marcha la empre-
sa? ¿Por qué no habrían los colaboradores de acordar entre
ellos la hora de entrada por las mañanas? Incluso el llamado
“horario laboral flexible”, que muchos perciben como un pro-
greso, tiende a establecer criterios de juicio, un “tiempo” de
trabajo puramente cuantitativo, socavando así involuntaria-
mente la autoorganización, el autocontrol y el pensamiento
cualitativo. Algunas empresas han llegado a desarrollar de este
modo una cultura de eficiencia por puntos, en la que el rendi-
miento se mide por horas extras, no por un output cualitativo.
Por supuesto que la función encomendada a un puesto de tra-
3
Famoso showman de la televisión alemana (N.d.t.).

293
El mito de la motivación

bajo debe ser cumplida en sentido estricto. Pero ¿siempre y ex-


clusivamente de esta misma manera? ¿De la manera que el jefe
estime como la única correcta? ¡La mejor manera de hacer las
cosas de Taylor no ha existido jamás! ¿No sería más aconsejable
centrarnos en resultados en vez de en procedimientos? ¿Acaso
no es la valoración de la “metodología laboral” un vestigio,
completamente anacrónico, de una concepción taylorista de la
empresa? Dirigir, en este sentido, no significa que yo dirijo sin
más mediación al señor X o a la señora Y ocupando en cada
caso su lugar, sino que preparo un espacio en el que el señor X
y la señora Y puedan colaborar responsabilizándose cada uno
de sí mismo. Esto es: del modo y manera que ellos personal-
mente perciban correcto y acuerden como tal. “Dirigir sin di-
rigir”, se dice, y la expresión, en su enrevesamiento paradójico,
produce más confusión que claridad; pero, aplicada aquí, dice
algo verdadero.

Dejar que las energías fluyan

De nuevo, dirigir puede significar aquí tanto un “dejar hacer”


como un “hacer”: permitir que las energías fluyan sin ser obs-
taculizadas y que el carácter emprendedor individual pueda
abrirse camino, pero también suprimir bloqueos reglamenta-
rios, barreras, atascos que absorben la energía. La supresión de
más de una directriz fomentará la permeabilidad; sería parecido
a un lavado de las vías energéticas esclerotizadas en el interior
del organismo empresarial. Simultáneamente, habría que exigir
una actitud interior de “serena permeabilidad”. No necesita-
mos colaboradores que se apresuren por ser los primeros en
obedecer a sus superiores o a cualesquiera normas, sino cola-
boradores que sirvan a la empresa con inteligencia y prepara-
dos para la crítica y el riesgo. Necesitarán, entonces, espacio li-
bre en el que tomar impulso y ejercer su espíritu pionero;
necesitarán “aire para respirar”.
Al hablar contra las directrices, no estoy reclamando que
todas las directrices sean anuladas, sino que permanentemente
294
La carencia de espacio libre como causa de la imposibilidad…

se las revise para comprobar si tienen o no sentido. Las regula-


ciones formales no tienen por qué ser tabú. ¿Prestan realmente
el rendimiento que se supone que prestan? ¿Con qué efectos
secundarios contraproducentes hay que contar? Ricardo
Semler escribe: “Todo el mundo sabe que ninguna gran orga-
nización puede ser dirigida prescindiendo de cualquier regla,
pero todo el mundo sabe también que la mayoría de las reglas
son pamplinas. Es raro que sirvan para resolver algún proble-
ma. Al contrario, lo usual es que entre las normas haya algunas
bastante oscuras que, además, legitiman cosas que solo se les
podrían haber ocurrido a las personas más obtusas”. A ello se
añade que las normas tienen un alto potencial desmotivador.
Pues bien: las normas son directrices de conducta aprobadas
por las personas provisionalmente, y en su mayor parte son
hijas de la crisis, un origen que luego suele olvidar su carácter
provisional. Pero las directrices también pueden volver a ser
cambiadas por las personas, cuando impiden hacer lo correcto
en el momento correcto. Algunas directrices pretenden también
ser “motivadoras” (¡de hecho es una hija de la crisis!), y sin embar-
go casi nunca se las percibe más que como una traba.

Un ejemplo

En el caso de la filial alemana de un gigante químico nortea-


mericano, conocí de primera mano un ejemplo de cómo la
planificada acción motivadora del servicio externo se tornó en
desmotivación, ya que las posibilidades de elección fueron li-
mitadas hasta un punto difícilmente justificable o se las vincu-
ló a modos de pensar completamente agotados. Siguiendo un
conocido y antiguo patrón, la empresa había diseñado su polí-
tica de automóviles para los servicios externos como si pasara
por una mala época, fingiendo escasez. Asoció las grandes ci-
lindradas a las posiciones jerárquicas, en la esperanza de que
los colaboradores pondrían un ánimo especial en su trabajo no
solo por el posible ascenso a directivo, sino también con la vis-
ta puesta en ese coche más grande y de tanto prestigio.
295
El mito de la motivación

La empresa que había planeado esta acción motivadora se


merecía lo que consiguió con ella: nunca habría podido lo-
grarse que aquella jerarquización resultara comprensible para
el servicio externo, cuyo principal instrumento de trabajo es,
precisamente, el automóvil. Los vendedores se retorcían en ca-
jas de cerillas sin aire acondicionado durante cientos de kiló-
metros, mientras los directivos del servicio interno, viviendo
quizá a solo diez minutos de las oficinas centrales, disfrutaban
de las comodidades de la gama superior.
Sin embargo, la cuenta de gastos de la empresa reveló que
un coche de gama media-superior, que no estaba disponible
para el servicio externo y que solo un número relativamente pe-
queño de managers estaba autorizado a conducir, era, y con di-
ferencia, el coche que más económico le resultaba a la empresa.
En ese momento, seguramente nadie se hizo ya la ilusión de
que el mundo empresarial se rige siguiendo consideraciones de
racionalidad económica. Tras algún toma y daca, el coche si-
guió reservado a esos pocos directivos (¿cómo iba uno a haber-
se esforzado tantos años para eso? ¡Hay que mantener las dife-
rencias!) Naturalmente, el servicio externo se enteró del
asunto, sobre el que hubo discusiones tan acaloradas como se
puede suponer; discusiones que, por lo demás, seguían la mis-
ma lógica de la escasez fingida que lleva a que en las reuniones
de los servicios externos muchas veces parezca no existir más
que un tema: los coches.
Los escépticos objetarán ahora que siempre ha ocurrido
así. Puede ser, pero seguramente no siempre con esta energía:
y entonces una energía que tendría que orientarse hacia el
mercado y los clientes o hacia las relaciones internas de coope-
ración es absorbida sin necesidad por un tema que no aporta
lo más mínimo a los resultados de la empresa. En el ejemplo
descrito, se terminó anotando en cuenta la decisión, con un
encogimiento de hombros, como un testimonio más de la ig-
norancia del servicio interno. Lo que pretendía motivar se tor-
nó en desmotivación.
¿Por qué, entonces, no elegir con (mayor) libertad y no
calcular sobre la base de unos criterios económicos? Esta pre-
296
La carencia de espacio libre como causa de la imposibilidad…

gunta no significa estar hablando en favor de ninguna especie


de igualitarismo social-romántico. Pero sí que debemos, con
toda nuestra resolución, revisar sin miramientos la potencia
desmotivadora y contraria al rendimiento que pueden tener to-
das las directrices, reglas y normas, y también, en particular, las
del principio jerárquico, y probar a corregirlas una y otra vez.

¿Personas para un trabajo? ¡Un trabajo para


las personas!

No es raro que la ausencia de espacios libres sea el resultado de


una específica mentalidad delegativa que extrae de la cantera
de responsabilidad del superior algunos bloques de piedra
exactamente medidos y los pone en manos del colaborador
para que los mejore. Y ¡ay de él si busca piedras preciosas en
otra mina!
En este aspecto, dirigir significa dejar atrás la estrecha
mentalidad encasilladora y las estrecheces que produce. Signi-
fica exigir que los límites sean sobrepasados. ¡Y dejar hacer! Sin
denunciar la iniciativa como falta de disciplina. Las dificulta-
des que las descripciones de “puestos” de trabajo causan a mu-
chos colaboradores (que las malentienden, no pocas veces, co-
mo si se tratara de descripciones de “personas” y ven en ellas
una minusvaloración, al no reconocerse a sí mismos como
“personas” en el “puesto”) nos están señalando algo importan-
te: en lo sucesivo, ¿podemos permitirnos, como hasta ahora,
buscar “personas para un trabajo”, dejando escapar así el exce-
dente subjetivo de muchos talentos polifacéticos? ¿No tendría
mucho más sentido crear “trabajos para las personas”, es decir,
diseñar los trabajos de forma muy individualizada, dotándolos
de unos límites flexibles y modificables e integrando “perso-
nalmente” a los colaboradores en la empresa? Eso significaría
“incorporarnos” intensamente los objetivos personales del co-
laborador.
Una consideración adicional me interesa particularmente.
Por desgracia, los superiores suelen entender el proceso de in-
297
El mito de la motivación

corporación de nuevos colaboradores como un mero proceso


“de adaptación”. Solo muy raras veces aprovechan el impulso
crítico que el recién llegado puede ofrecer a la empresa desde
su punto de vista “ingenuo”, aun no cegado de pura actividad.
Al nuevo colaborador, por tanto, debería reclamársele que hi-
ciese propuestas propias sobre la organización de su trabajo y
de su campo laboral. Pues, al fin y al cabo, el objetivo de la in-
corporación es un colaborador con iniciativa propia y auto-
rresponsabilidad. ¿No es así?
Por supuesto: los espacios libres no dejan de ser espacios, y
los espacios tienen límites. Pero dentro de ellos debería reinar
la libertad de elección. Una vez más: la función encomendada
a un puesto tiene que ser cumplida. Pero proyectos nuevos,
más allá de esa función, suponen una variación emocionante.
Se debe reflexionar sobre si los jefes no deberían liberar a sus
colaboradores con una frecuencia mucho mayor, permitiéndo-
les así trabajar en sus proyectos preferidos. Hoy estamos vien-
do ya abrirse por sí solos muchos campos de acción a causa de
las crecientes turbulencias del mercado. Permitir y apoyar que
la energía fluya en esa dirección: eso sería una dirección que ha
comprendido las consecuencias de la mentalidad encasilladora
y sus efectos desmotivadores.

Mano ancha

En los pasados años, muchos directivos han cargado sobre sí


un pesado “lastre gerencial”. Muchos son los que pretenden
reflejar la imagen ideal del “perfecto” directivo que tiene todo
“bajo control”. En el colaborador, eso frena el libre desarrollo
de su autoimplicación en espacios libres buscados por él mis-
mo y de los que él se autorresponsabiliza. Además, los siste-
mas directivos y de personal han llegado a alcanzar hoy un
grado de complejidad del que apenas pueden ya hacerse una
idea ni siquiera los expertos. La dependencia generada por
sistemas y controles ha liquidado también muchas cosas que
estaban vivas. Por tanto, a alguien beneficia, y no poco, que el
298
La carencia de espacio libre como causa de la imposibilidad…

colaborador disponga de espacio libre: al directivo mismo.


Quien tiene mano ancha con los demás queda, él mismo, libre.
La medida en que se deba abrir la mano debe, seguramen-
te, ser determinada según los individuos y la situación especí-
fica. Y en la libertad siempre hay también en juego un cierto
atrevimiento. Sin embargo, las más de las veces se responde a
esta cuestión de un modo demasiado precavido o, incluso, con
un innecesario pesimismo. Lo cierto es, en cualquier caso, que
la idoneidad del colaborador para moverse responsablemente
en sus espacios libres se desvanece en la medida en que el di-
rectivo intenta hacerse allí el gobernante, con lo cual está olvi-
dando que su primera tarea es proteger este espacio libre. Y así
alcanzamos una concepción transformada de la dirección: si
algo hay que “hacer”, no es ya asumir la responsabilidad por la
motivación del colaborador, sino responsabilizarse por la pro-
tección su espacio libre.

Imperativos

Si traducimos este modo de ver la cuestión al proceso empre-


sarial de toma de decisiones, obtendremos que, hoy como
ayer, ha de exigirse que la decisión se tome sobre una base con-
sensual lo más amplia posible. Ahora bien: tal cosa no será
siempre posible en el ajetreo operativo cotidiano. En ese caso,
este será el postulado válido: “Decide de tal manera que los es-
pacios libres de tu colaborador sean después más amplios de lo
que eran antes de tu decisión”.
Tal principio, puramente formal, tampoco podrá ser siempre
puesto en práctica; de ahí que sea más precavida, más realista,
esta exigencia: “Decide de tal manera que los espacios libres de
tu colaborador no sean después menores de lo que eran antes
de tu decisión”. Por su parte, el mínimo exigible de sabiduría
directiva debería formularse: “Sé bien consciente de que tus
decisiones tendrán consecuencias sobre los espacios libres de
tu colaborador, y calcula el precio que él y, de modo indirecto,
también tú mismo pagaréis por ello”. Y ese precio puede llegar
299
El mito de la motivación

a ser extraordinariamente alto para ambos: la diversión y la


alegría de vivir mientras —precisamente mientras— se traba-
ja. Así pues, aquí resulta válido:

La motivación es, innegablemente, asunto


del individuo. Proporcionarle espacio
libre es asunto de la dirección

Tomando como apoyo el dicho de Karl Jaspers, “lo que es el


ser humano, lo es en virtud de aquello que él convierte en asun-
to suyo”, hay que llevar a los hechos la tan invocada “empresa
dentro de la empresa”. Lo cual significa crear espacios libres,
libertad de movimientos, y suprimir los desmotivadores blo-
queos (reglamentarios) de las energías y las voluntades de de-
sarrollarse. Eso implica levantar el tabú que pesa sobre las re-
glamentaciones formales, decidiéndonos a plantear
problemas. Eso quiere decir fomentar permeabilidades, elevar
posibilidades de elección. Es verdad: delante del éxito, los dio-
ses colocaron la diversión. Necesitamos, así pues, una cultura
empresarial en la que los colaboradores reconozcan en el res-
peto que se les dispensa una oportunidad para encargarse res-
ponsablemente de su propio espacio de acción constructiva.
Así podré convertir ese asunto en mi asunto. Y solo entonces
estaré “metido” por completo en el asunto. Solo entonces tra-
bajaré con pasión en mi tarea. ¿Entusiasmo? Sí. Pero entusias-
mo por mi asunto, ya que solo puedo entusiasmarme por un
asunto mío. Todo lo demás es ilusorio. Y también el Mito de la
motivación.
“Convertir un asunto en asunto mío” es, al mismo tiempo,
una llamada a la autorresponsabilidad del colaborador (y casi
todos los directivos son simultáneamente, a su vez, colabora-
dores subordinados). Cuando las carreras profesionales están
perdiendo su seguridad y el futuro de las empresas se vuelve
imprevisible, las personas pueden —y, hoy en día, deben—
asumir la responsabilidad por su propia vida laboral. Eso se
300
La carencia de espacio libre como causa de la imposibilidad…

aplica a la hora de elegir empresa. Eso se aplica a la hora de


elegir un puesto de trabajo. Pero eso se aplica también para los
espacios libres dentro del trabajo. Nadie puede hoy seguirse
permitiendo quedarse, sencillamente, esperando a que las co-
sas por sí solas se vuelvan mejores, más justas, más llenas de
oportunidades. El espacio libre no es, como sucede en todas
partes, algo cuya existencia haya que postular donde no se da
en absoluto, sino algo que hay que conquistar. Pues difícil-
mente una empresa, por propia iniciativa, dará al individuo el
espacio libre que él necesita. Tiene que empezar por tomárselo
él mismo.

301
Introducción

Capítulo 24

C. Epílogo:
ensayo sobre el respeto
a sí mismo

La vulneración fundamental de la dignidad


humana es el delito más frecuente en la
vida económica

Las personas, con más que demasiada frecuencia, son tratadas


en nuestras organizaciones como si fueran niños, no adultos.
Fuera de las empresas, los que trabajan en ellas son hombres y
mujeres que eligen y revocan gobiernos, dirigen proyectos en
sus comunidades, organizan clubs deportivos, fundan fami-
lias, educan niños y toman, a diario y de forma responsable,
decisiones referidas al futuro. Pero en el momento en que se
cierran tras de ellos las puertas de las empresas, parece como si
dejaran en la entrada su edad adulta. La empresa los degrada a la
condición de adolescentes: y ellos lo permiten. Jovencitos a los
que se recompensa, alaba, soborna, amenaza y castiga. Las po-
sibilidades de elección se reducen; la determinación de las pro-
pias acciones resulta posible solo dentro de unos límites estre-
chos, reglamentados. Distintivos jerárquicos, insignias de
estatus, filas de a uno, relojes para fichar, tarjetas de acceso,
instrucciones que hay que seguir sin preguntar, decisiones que
hay que rectificar porque el jefe lo quiere de otra manera, di-
303
El mito de la motivación

rectrices en las que nadie puede ver ya un sentido, reglas sin


excepciones, disposiciones, normas de vestir, dietas de viaje je-
rarquizadas, controles. No puede negarse: la vulneración fun-
damental de la dignidad humana es el delito más frecuente (y
más cargado de consecuencias) en la vida económica. Apenas
nos llama ya la atención de tanto como nos hemos acostum-
brado a ello.
Al ir poniendo por escrito estos pensamientos y experien-
cias, fui siendo cada vez más consciente de que mi crítica de la
acción motivadora gira en torno a las consecuencias de esta in-
fantilización, este menosprecio y esta degradación de categoría
que tienen lugar en la empresa, mientras que, por el contrario,
la concepción directiva que estaba ofreciendo se situaba al lado
de conceptos como autoestima, respeto de sí mismo y digni-
dad. Las consecuencias de la devaluación ya las he descrito.
Pero ¿qué es el respeto a uno mismo?
El respeto a sí mismo es, sin duda, un concepto abstracto
que, sin embargo, se aclara por sí solo en cuanto le prestamos
atención. Muchos lo sienten, seguramente, como algo lejano,
temiendo su afectada seriedad. Tampoco parece, en principio,
venir muy a cuento en un libro para managers. Y, sin embar-
go, en lo profundo de nuestra vivencia interior es algo muy
concreto, cercano, y muy digno de consideración en cuestio-
nes directivas.
En el sentido del intento de aproximación de Sullivan, el
respeto a sí mismo es esa instancia, siempre presente en
nuestro interior, que, registrando como un sismógrafo todas
las señales comunicativas relativas a nosotros, tasa su ten-
dencia valorativa. Ese órgano, por tanto, que percibe con
sensibilidad incluso lo apenas perceptible y registra también
datos incoscientes. Ese órgano cuya viva atención incansa-
ble rastrea, al modo de un detective, e incluso en las interac-
ciones más ocultas, esa tendencia que está diciendo algo
acerca de cómo el emisor del mensaje nos aprecia, valora o
desprecia.
Ese sí mismo que se autorespeta es bastante más que el in-
flado ego que, tras tomar a discreción cuantos disfraces desea
304
C. Epílogo: ensayo sobre el respeto a sí mismo

en la sastrería del teatro de las identidades, se imagina des-


pués ser algo, a saber: esa imagen de sí mismo. Es más que el
ciego afán de aprobación que, aterrorizado y a la vez ardiendo
de orgullo, bebe el aplauso por todos sus poros. Es también
más que la “conciencia de sí mismo” basada en los propios
éxitos, tal como se usa la expresión coloquialmente. Y guarda
relación con algo más que con las capacidades propias, los in-
tereses, opiniones, sentimientos y necesidades que surten al
“yo soy”.

***

Si el respeto a sí mismo queda marcado en cada uno por su


educación e historia individuales, y si, por tanto, se encuentra
ya en el individuo en mayor o menor medida, es una cuestión
para la que aún no hay respuesta. Pero una cosa sí se sabe con
certeza: que ese respeto a sí mismo podemos destruirlo, y que
esa destrucción significa lo mismo que la completa rendición
personal. Además, parece asegurado lo siguiente: las personas
son conscientes del respeto a uno mismo en diferentes grados.
Y con el correspondiente mayor o menor grado de conciencia
es como anotamos en cuenta la tendencia valorativa presente
en lo que nos dicen y lo que se dice sobre nosotros, o bien en
el trato que recibimos. Lo que percibimos ante todo (ya señalé el
desplazamiento psicológico del efecto) es la devaluación:
cuando alguien desconfía de nosotros, no nos presta atención,
no nos ha visto, no nos ha oído, nos desprecia, no nos toma en
serio, no confía en nuestra capacidad.
El respeto a sí mismo —¡y esto es importante!— me pare-
ce la verdadera fuente de toda motivación. Es el requisito de
un “sí” integral ante un asunto que convierto en asunto mío.
Se hace tangible en la libertad de acción y de elección, en la
autodeterminación y la posibilidad de elegir. El menosprecio
(la ignorancia del respeto a uno mismo) se revela así como la
fuente de toda desmotivación. Lo que es hecho con idea de
motivar, atenta contra la dignidad. El gozo de prestar un rendi-
miento muere.
305
El mito de la motivación

Una espina clavada

El sentido de la acción motivadora es un sentido que devalúa.


Está diciendo:

“No te creo cuando dices que, por propia iniciativa y libre-


mente, vas a hacerlo lo mejor que puedas; por eso tengo que
motivarte”.
“No eres digno de confianza, ni alguien con quien se pue-
da negociar tomándole en serio”.
“No eres capaz de proponerte objetivos realistas ni de
mantener lo que hayas acordado”.
“Debes dejar que te aguijonee con recompensas y castigos,
para que yo pueda conducirte más fácilmente”.

Un aguijón es una espina clavada. Duele. Eso no es ni bue-


no ni malo en principio; simplemente, tiene sus consecuen-
cias. A saber: la acción motivadora va socavando el respeto a
uno mismo de forma tan sutil como plenamente efectiva.
Cuanto más sistemática la acción motivadora, tanto más siste-
mática la demolición. Con cuanto más “éxito” los sistemas, ca-
da vez más sutiles, consumen la obra de la acción motivadora,
tanto más infaliblemente estarán, en contra de su propósito,
estorbando el que se alcance el objetivo por el que fue puesto
en marcha todo el proceso. Paso a paso, con seguridad mecá-
nica, los refinados medios cobran una existencia independien-
te contraria a sus fines.
Tales instrumentos, como es bien sabido, suelen ser emple-
ados de manera especialmente sistemática entre los vendedo-
res, el objetivo predilecto de los mecánicos de la motivación.
En el Wall Street Journal pudo leerse que más del 50% de to-
dos los vendedores no es capaz de superar una gran falta de
confianza en sí mismos. ¿A alguien le parecerá increíble o le
sorprenderá? ¿Alguien se sorprenderá de que el contrasentido
integral de la acción motivadora muestre unos perfiles aún
más definidos visto ante el telón de fondo del respeto a sí
306
C. Epílogo: ensayo sobre el respeto a sí mismo

¡SOLO CON QUE NOS TOMARA


EN SERIO ALGUNA VEZ!

ÓN
SI
VI

S
NU OS
BO LUS TIV
M A EN
INC

ELOGIO

mismo? ¿A quién puede sorprender a estas alturas que las bo-


nificaciones, incentivos, elogios y reproches, la guerra psico-
lógica decretada por los superiores y el adiestramiento militar
en los trainings no consigan casi nunca más que crear en el
vendedor una actitud adaptativa infantil; a quién puede sor-
prenderle que ese instrumental que conforma la miseria de la
“motivación” esté socavando cualquier standing en los trabaja-
dores de servicios externos? Es forzoso que lo socave. ¿Dan “su
brazo a torcer” en cuanto se les dirige una sola objeción de
cierto peso? ¿A quién puede sorprender que aquellos a los que
se ha engañado y seducido sean luego los que engañan a la
empresa? Pues, simplemente, están dando un solo paso más
por el camino que emprendieron con la bendición y para la
bendición de la dirección de la empresa: aplican hacia aden-
tro los mismos instrumentos (un proceso psicológicamente
correcto). ¿Y a quién puede sorprender a estas alturas que la
limitación arbitraria de las posibilidades de elegir, la lógica de
la escasez ficticia, sean percibidas como un ataque a la propia
dignidad?
307
El mito de la motivación

Que se las perciba consciente o inconscientemente no es aquí


la cuestión, pues el sensor interno del respeto a uno mismo reac-
ciona en cualquier caso. Dice Robert Degré: “Todo es memoria.
(...) El ser vivo percibe y almacena. El organismo no olvida nada
jamás”. El respeto a uno mismo capta también la lógica implícita
en el complicado juego de la acción motivadora, que, mostrando
un rostro aparentemente amable al recompensar y elogiar, inten-
ta hacer creer que lo que hace precisamente es reforzar el respeto
de la persona a sí misma. ¡Pero el elogio da ánimo! ¡Pero las re-
compensas son un apoyo para la autoestima! ¡Pero una bonifica-
ción es algo bueno, como indica la propia palabra...!

Dependencia

La esencia de la devaluación radica en algo más profundo.


Radica en el hecho de que una persona haya elegido por sí
misma depender de los bandazos del propulsor. Por ello, la
esencia de la devaluación está dentro de cada uno: si alguien
puede motivarme, puede también desmotivarme. Y entonces es-
toy invitando a todo el mundo a decidir cuál va a ser mi vida.
Entonces estoy entregando a otros un poder sobre mi respeto
a mí mismo. Si consigo mi bombón, me va bien; si no lo
consigo, mal. Si esto es verdad, ¿por qué me hago daño así?
Quien depende de algo pierde fácilmente el equilibrio. Ese
equilibrio al que se llama “motivación” y que es, en realidad, el
respeto a uno mismo. Y eso entraña, también para las empre-
sas, perjuicios de considerable gravedad. Buscando colabora-
dores motivables... consiguen colaboradores desmotivables.
Pacientes crónicos dependientes del suero motivador, ya que la
cultura empresarial está edificada sobre la desconfianza. Una
desconfianza que pretende venderse como “experiencia”, pero
que luego no se encuentra más que con su propio resultado: la
desmotivación. Y esa es la consecuencia de un trabajo vacío de
sentido, un trabajo sin exigencia, sin autodeterminación, sin
espacio libre ni posibilidades de elegir: un trabajo que no per-
mite “vivir” el respeto a uno mismo.
308
C. Epílogo: ensayo sobre el respeto a sí mismo

El “no-tomar-en-serio” de la acción motivadora es una de-


valuación. Sobre muchos cimientos podrá edificarse una em-
presa, pero no sobre esta. Así estarán construidas sobre arena.
Sobre arenas movedizas: cuanto más pisen las empresas sobre
la acción motivadora, más se estarán hundiendo en la acción
desmotivadora. Pero si los emprendedores son necesarios en
todos los ámbitos para la supervivencia de nuestras empresas,
de nuestro nivel de vida y de nuestra posición competitiva en
el mercado, se trata de personas con ideas propias y con una
identidad muy viva en su centro. Y a esas personas no puede
clavárseles la espina de la desconfianza. No se puede exigir li-
bertad en una sociedad libre, vivir la libertad, preservar la liber-
tad, mientras que al tiempo se arrebata a las personas la res-
ponsabilidad por su propia motivación.
O mejor dicho... sí se puede. Y tiene sus consecuencias.
Una organización basada en la desconfianza y en los incenti-
vos, una cultura empresarial contaminada por la sospecha, ele-
va los costes hasta lo inconmensurable. Y no solo los costes vi-
sibles. Ante todo, los invisibles.

El trato con otros

Las empresas, por tanto, tienen que decidir si lo que quieren es


seguir invirtiendo en drogas nuevas, o bien dejar vía libre para
que el respeto a sí mismo sea algo vivido y vivible. Vía libre para:

• estructuras organizativas que hagan justicia a personas


“adultas”;
• directivos que confíen tareas y confíen en las personas;
que exijan, fomenten y tomen en serio;
• colaboradores que vean en el respeto a sí mismos su bien
supremo y que salgan adelante sin constantes palmadas
en el hombro.

El respeto a uno mismo, por tanto, está siempre referido al


trato con los otros. El respeto a uno mismo capta si el otro le
309
El mito de la motivación

hace “justicia”; y ese jamás es el significado de la actitud mani-


puladora y seductora que hace del colaborador un objeto “que
ha de ser movido”. La única actitud que le hace “justicia” es la
que le respeta en su forma de ser, le toma en serio en su subje-
tividad y le percibe como un individuo.
Hay que empezar, por tanto, por un cambio de disposi-
ción interna: por una disposición para captar, tomar en serio,
aceptar y dejar hacer al individuo, con sus estados de ánimo y,
también sus épocas bajas de forma o de rendimiento. Esta dis-
posición interna toma en cuenta a la persona no solo como un
potencial de rendimiento, sino como una persona en su inte-
gridad. Alguna vez habrá por fin que comprender realmente
qué significa tomarse a sí mismo y a los demás en serio, en la
individualidad y la profundidad de la persona. Y esto significa:
abandonar la intervención motivadora. Averiguar qué es des-
motivador y prescindir de ello. Permitir el libre juego de ten-
sión y relajación. Reconocer la tensión y la distensión como
dos polos de un todo viviente.
Sin embargo, en nuestras empresas la dirección se ve in-
ducida a tomar en serio al colaborador solamente en su sig-
nificado funcional para los objetivos empresariales, pero no
en su profunda aspiración personal-existencial. Eso tiene sus
consecuencias, pues —repito— todos desean una tarea que
les haga avanzar personalmente, reforzando así su respeto a sí
mismos; de lo contrario, habrán dado ya un primer paso en
el terreno del desentendimiento. La nueva forma de pensar
que se requiere aquí supone un esfuerzo mucho mayor de lo que
comúnmente se acepta. Con las disculpas presentadas bajo el
lema “la-persona-es-lo-más-importante”, o con las medidas
de gestión del ámbito del sentido tomadas por una “cultura”
empresarial obstruida desde arriba, se habrá hecho en reali-
dad tan poca cosa como con sermones dominicales sobre el
“colaborador-como-nuestro-capital-más-importante” (¡mu-
cho mejor es tomar el lunes decisiones para ampliar su cam-
po de acción!).
Si las empresas se deciden a tomar realmente en serio a sus
colaboradores, muchas formas de trato practicadas en ellas
310
C. Epílogo: ensayo sobre el respeto a sí mismo

abandonarán la oscuridad de esos enfoques que llevan implíci-


to un menosprecio consciente o inconsciente, y quedarán aho-
ra bajo una nueva luz. Para la dirección, esto significa que ten-
drá que decidir si elige entrar por la puerta principal de la
exigencia, la negociación y el acuerdo, o si, por el contrario, va
a continuar introduciéndose de puntillas en la casa por las es-
caleras traseras de la seducción con destrezas psicológicas.
Tendrá que elegir entre el espíritu del respeto a sí mismo y el
fantasma de la acción motivadora.
“Donde reinan los fantasmas, comienza el tiempo de la
psicología”, dice Peter Sloterdijk. Por provechoso que sea todo
lo que la psicología puede decirnos acerca de la comunicación,
el hecho es que no deja de ser una fuente de molestias bajo el
signo dominante de la acción motivadora. Y también la psico-
logía se halla constantemente al borde del peligro de convertir-
se en un lubricante en la gran máquina del menosprecio. Pues
cuanto más se compromenten los directivos con la acción mo-
tivadora, tanto más tienen que buscar sus armas en los arsena-
les de la psicología. En la dudosa luz de los recíprocos propósi-
tos de engaño, dirigir se convierte así en un campeonato de
marrulleros. Y la psicología entonces no puede ayudar a dar ni
un paso más allá de los problemas a los que se enfrente. Es
más: al enmascararlos mejor, los hace incluso más profundos.
Está “re-dirigiendo” el menosprecio con otros medios.
Y, de este modo, es probable que los directivos “trafican-
tes” de “drogas” estén entendiendo de manera puramente ins-
trumental el planteamiento alternativo que se ofrece aquí para
una nueva concepción directiva. Intentarán abordar de mane-
ra puramente técnica esos defectos en la actitud interior, pre-
tendiendo incorporarlos a su técnica directiva desde un punto
de vista meramente pragmático, es decir, orientándolos a un
mejor funcionamiento. Quizá comiencen ya, con el mismo
ánimo manipulador, a “construir” en sus colaboradores el res-
peto a sí mismos, “dándoles” la conciencia de su dignidad y su
autodeterminabilidad. Pero así no estarán escapando a las con-
tradicciones de una dirección que socava con los medios el fin
que desea. Malentenderán algunas de mis afirmaciones como
311
El mito de la motivación

trucos directivos útiles (pero esperarán a que sus colaboradores


respondan abierta y honradamente). En ese caso, lo aquí di-
cho se convertirá en algo desesperadamente opuesto a lo que
se quería decir. Las “técnicas” directivas actúan así como ven-
dajes provisionales, proporcionando al directivo la capacidad
de perseverar en sus defectos de actitud interior con un “éxito”
mayor, pero transitorio. Es posible “tomar en serio”, pero no
“jugar” por algún tiempo sin ser descubierto. Los colaborado-
res captan si los directivos los aceptan tal como son, o si lo
único que se pretende es que funcionen de un modo prefijado.
Pero mientras los directivos, en virtud de una convicción in-
terna, no perciban, tomen en serio y acepten a sus colaborado-
res en toda su personalidad, no serán directivos. No tendrán
ningún derecho a dirigir.

El trato consigo mismo

Esto es, por tanto, lo que se exige: una dirección que sitúe co-
mo centro de su comprensión el respeto que uno se debe a sí
mismo, la dignidad humana; una dirección que tome en serio
y respete... a los demás, pero ante todo a sí misma. Y eso signi-
fica empezar por... resistirse: resistirse a ese cinismo rampante
que, con una mueca de dolor, sigue riéndose de la lucidez de-
sengañada, la decepción y la falta de ilusiones. El cinismo —y,
a mi modo de entender, son legión los managers que han emi-
grado allí— no es otra cosa que la devaluación de uno mismo.
El cínico ha dejado de tomarse a sí mismo en serio. Se las da
de experimentado, maduro, inmune a los deslumbramientos,
desencantado, casi con un buen humor permanente: se ha
despedido de pamplinas idealistas que no son más que un im-
pedimento para quien quiere alcanzar poder e imponerse. Es
casi su último cartucho. Demasiado profundo es el abismo en-
tre los valores de ayer y la falta de ilusiones de hoy. Los puen-
tes levadizos de la comunicación han sido levantados como
medida de protección contra ataques insoportables. Las ideas
de un presente mejor han sido arrojadas por la borda. O quizá
312
C. Epílogo: ensayo sobre el respeto a sí mismo

es que se han encogido tanto, al ponerse traje y corbata...


Demostrar públicamente que uno es imprescindible actúa co-
mo último baluarte para la dignidad. Una melancolía amorti-
guada por medios intelectuales planea sobre los cementerios
de los anhelos envejecidos y los sueños abandonados. La ima-
gen despectiva del ser humano se desprecia a sí misma. Pero se
comporta como si se tratara de experiencia, de un saber que
hace poderoso. Esta persona poseerá, sí, la lucidez, pero sigue
pasiva, viendo la situación desde fuera. La relación entre el as-
no y la zanahoria se refiere siempre a los demás. No queda más
que hacer que analizar agudamente la situación. El precio de
este cinismo es el de la devaluación de uno mismo: la pérdida
del respeto que uno se debe a sí mismo, de la percepción de la
propia dignidad. La “ganancia” consistirá en ir recorriendo to-
das las enfermedades del síndrome psicosomático correspon-
diente.
Resistirse: a autoexplotarse bajo los excesivos requerimien-
tos del eterno “sí”; a renunciar a los ideales cambiándolos por
un arte de “pillar” óptimamente; a la omnipresente infantiliza-
ción obrada por estructuras oganizativas que desprecian a la
persona; a la destrucción de la vitalidad por las tentaciones de
la comodidad; a aceptar lo que solo en apariencia es inevitable;
a la desconfianza que, bajo los párpados entornados, acecha
siempre dispuesta a saltar, mirando de reojo en busca de fallos;
a hacerse ricos gracias a la inteligencia pero en la medida en
que se renuncia a ella.
Pues de algo estoy profundamente convencido: el mayor
precio que puede pagar una persona es la pérdida de su respeto a
sí mismo. Ahora bien: no existe nada ni nadie, ningunas cir-
cunstancias de fuerza mayor ni ningún poderoso individuo,
que sean capaces de arretabarle a la persona su respeto a sí mis-
ma. Solamente ella puede permitirlo. Y es su propia responsa-
bilidad. Solamente ella puede arrebatarse su respeto a sí misma.
Y no mediante un grandioso, dramático gesto de victimismo,
sino mediante los numerosos y mínimos actos de automenos-
precio que irremisiblemente traen consigo el adaptarse al siste-
ma de la acción motivadora: al hacerse dependiente del arre y
313
El mito de la motivación

el so de los que incentivan y estimulan, de los sutiles intentos


de soborno, las atractivas recompensas y el adictivo elogio, en
resumen: de todas las drogas utilizadas en la con-ducción de
personas entendida como se-ducción, drogas nacidas todas,
sin excepción, del desprecio y de la falta de confianza en la ca-
pacidad ajena. Si obra así, estará dejando que otros determinen
cuál ha de ser su vida. Estará convirtiéndose en la pelota con
que jugarán los intereses de otros. Ya no será quien se siente al
volante del automóvil de su vida, sino que estará dejando que
otros conduzcan. Y se sorprenderá de verse en el asiento de
atrás, arrojado de un lado a otro.

Automotivación

El episodio más breve en la historia de las aventuras del barón


de Münchhausen es a la vez, curiosamente, el más conocido,
aquel en el que consigue sacarse del pantano a sí mismo y a su
caballo tirando de su propia coleta.
Esta imagen y su atractivo enigmático nos lleva, en nuestro
asunto, a plantearnos lo siguiente: ¿qué significa “motivarse a
uno mismo”?
No significa reemplazar los propulsores externos por otros
internos. No significa un llamamiento al postulado moral de
un deber proveniente de “fuera”. No significa colorear de rosa
la gris realidad valiéndose de la autosugestión positiva. No ne-
cesitamos aquí ningún método del pensamiento en positivo,
ningún halago como técnica de supervivencia. La cuestión es,
antes bien, llegar a ver claro el hecho de la libertad de elección
de los seres humanos. La situación, tal como está ahora, la he
elegido yo, y yo puedo también revocarla. Y cargar con las
consecuencias. Tal libertad de elección es la fuente de mi res-
peto a mí mismo. Y lo primero que esto significa es: dejar de
quejarme de situaciones que no son siempre como a mí me
gustarían; asumir la responsabilidad de configurar mi vida cre-
ativamente, diciendo sí a los vaivenes de la vida y aprovechán-
dolos como oportunidades para aprender; una disposición in-
314
C. Epílogo: ensayo sobre el respeto a sí mismo

terior que acepte como algo humano las fluctuaciones en el


rendimiento, sin pervertirse convirtiéndose en un permanente
“estar arriba”. La automotivación, por tanto, solo puede signi-
ficar: asumir uno mismo la responsabilidad de la motivación y
la disposición al rendimiento. Ese es el asunto “interno”. A la
empresa le corresponde decidir si invierte en la libertad de
elección de sus colaboradores, en su autocompromiso... o en
nuevas drogas.
Los seres humanos no son independientes. Pero son libres.
Son libres para elegir las condiciones, normas y alternativas
bajo las que quieren vivir y trabajar. Y, de este modo, cada uno
juega en el terreno que él mismo ha elegido. Y por eso puede
siempre en principio revocar esta elección, por más que la pre-
sión de las llamadas “situaciones sin elección” parezca, muchas
veces, impedirle esta fundamental libertad de elegir. Algunas
empresas son —más que otras— campos de juego que dejan
en manos de los individuos la responsabilidad de la propia
motivación y cuya arquitectura interna toma al ser humano
más en serio de lo que hacen otras organizaciones. Él puede
dirigirse a ellas. Pero también puede vivir y hacer vivible su
respeto a sí mismo en el terreno de juego en, que ahora se en-
cuentre. Y también esta última elección ha de tomarla cada
uno por sí mismo.

315
Elogios, primas, bonificaciones, incentivos, retribuciones variables
dependientes del rendimiento: todos los trucos y artimañas practica-
dos en las empresas para motivar a los colaboradores son contrapro-
ducentes. Reinhard Sprenger muestra cómo puede usted conseguir
que su personal rinda con alegría y que no le abandonen los buenos
colaboradores.

“De manera inteligente y, a menudo, humorística, el autor desenmas-


cara la engañosa lógica de los sistemas de recompensas (y de casti-
gos) en las empresas”
Der Spiegel

“Las ideas de Reinhard Sprenger son revolucionarias para la dirección


de equipos de trabajo. Quien quiera configurar en el futuro el manage-
ment y la cultura directiva empresarial deberá haber leído El mito de la
motivación”.
Rainer Goldammer
Director de Recursos Humanos, 3M Europa

“El recomendabilísimo libro de Reinhard Sprenger trata una de las


cuestiones más importantes de nuestra época”.
Rupert Lay
Autor de Die Macht der Moral (El poder de la moral)

ISBN 84-7978-657-4

9 788479 786571

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