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Revista Digital de Reflexión Cultural

Creación literaria

“El hombre de las hojas muertas”

Luis Ricardo Palma de Jesús


Licenciatura en Literatura Hispanoamericana
Universidad Autónoma de Guerrero

La ola se detenía, y después volvía


a retirarse arrastrándose, con un
suspiro como el del durmiente
cuyo aliento va
y viene en la inconsciencia.
Las olas, Virgina Woolf

A memoria de:
Luis Arturo Hernández Olivares,
mi mejor amigo

No sé desde cuándo estoy muerto. Sólo sé que tus lágrimas apagan la luz de mi
vela, y cuando se apaga me da miedo quedarme a oscuras y encerrado en estas
cuatro paredes frías, gastadas por el olvido en que me tienen. Todos los días me
acompaña el taladrante sonido de los gusanos comiéndose mi carne. Aún siento el
agudo zumbido de la mosca que se metió en mi caja. Llega vibrante a mis oídos,
como una onda en espiral que tortura mis adentros. Creo que tengo mucho tiempo
guardado en este ataúd que se ha vuelto mi único refugio. A través del viento me
llegan las angustias ajenas. No murieron de muerte, sino de olvido. Al parecer, lo
único que me queda es la conciencia de mi inexistencia.

Antes de ir a su primer día de trabajo, Luis Arturo se despidió de su mamá con un


beso en la frente. Traía puesto el mismo pantalón negro de franela de sus trabajos

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anteriores: zapatos de charol bien boleados del número siete, camisa blanca de
manga larga, cinturón con estoperoles y de hebilla gruesa que su abuela le había
obsequiado el día de su cumpleaños. Para llegar a su trabajo no había necesidad
de tomar transporte. Caminaba despacio, dando lentos pasos singulares y
medidos, con las manos metidas en los bolsillos, disfrutando de la puesta de sol
que se dibujaba en el cielo herido de nubes rojas. Los pájaros, en bandada
turbulenta, volaban en círculos repetitivos, buscando dónde dormir. Se acomodó la
corbata, y justo cuando esquivó la mirada hacia el horizonte, se topó con un
recuerdo remoto que le dejó un sabor amargo en la mirada.

–Tengo que ponerme a trabajar y dejarme de pendejadas –pensó mientras


sacudía la cabeza tratando de despejar aquella imagen intacta desde hacía mucho
tiempo.

Llegó al vestíbulo y, antes de checar su entrada, lanzó una mirada furtiva


hacia fuera, a la oscuridad de los callejones solos y destemplados. Sin más
preámbulos se fue a la barra a comenzar su trabajo. Con sus manos adiestradas
en el arte de mezclar bebidas, y con una parsimoniosa clarividencia, preparó un
vodka con jugo de limón. Mientras tanto, los clientes decrépitos se ahogaban en
las calles húmedas del aguardiente, al ritmo de un bolero que sonaba impasible.
Cuando parecía tener un momento de sosiego, un cliente de cara ancha y nariz
chata se acercó a la barra y pidió una copa.

–Sírveme un tequila, amigo. Del mejor que tengas.

–Claro que sí. Tome asiento, por favor –respondió Arturo.

El hombre, cuyas botas de piel parecían dos sombras atrapadas en sus


pantorrillas, y cuyo porte reflejaba un indómito carácter de dictador, se bebió de un
solo trago el tequila, carraspeó la garganta enseñando sus dientes de mazorca y
de un golpe seco dejó caer la amargura sobre la barra.
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–Dame otro tequila, amigo.

No me puedo mover. Mis manos están calladas, inmóviles, muertas; ya no cantan


las corcheas nocturnas, las síncopas melódicas, los acordes armónicos que
aprendí en la escuela. Ahora mi música es de silencios que nadie escucha.
Quisiera llorar; pero no puedo. Después de la muerte nadie tiene derecho a llorar.
Uno se ahoga en su mar de lágrimas. Tengo los huesos tristes, los ojos secos, la
mirada sin color. Gris como este cielo. Extraño las tardes lluviosas inventadas de
nubes. He olvidado fumarme los recuerdos, beberme las nostalgias. La luz pálida
e intermitente de las luciérnagas me trae a la memoria recuerdos que no quiero
recordar. Me duele mi cuerpo. Me sabe a muerte. Siento lastimada mi piel, mis
brazos, todo mi cuerpo. Creo que quiere brotar la poca sangre que me queda en
las venas, hilos huecos que quedan suspendidos en el dolor. ¡Me duele! ¡Me
duele!

En una mesa, cerca del tocadiscos, una pareja celebraba su aniversario de bodas,
en compañía de sus amigos mejores. De pronto, se escuchó un grito estrepitoso
afuera del bar. Las puertas de una camioneta polarizada y de rines cromados se
abrieron bruscamente. Cuatro hombres descendieron, con botas de cuero y
polainas de oro. Tres de ellos entraron en el bar.

–Nadie se mueva, o a todos les vuelo la cabeza –dijo uno de ellos mientras
desenfundaba su escuadra nueve milímetros. Las mujeres, aterradas por una
esquizofrenia delirante, permanecían en el suelo, con las manos en la nuca, la
cabeza gacha y las piernas metidas en el pecho. La voz socarrona de Alfredo –
uno de los más jóvenes, y cuya perspicacia la llevaba hasta los límites de su
imaginación– era capaz de intimidar hasta al más valiente. Nadie quería alzar la
mirada. Y en un momento cortante, rígido, empezaron a subir a todos los

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empleados a la camioneta. Los golpeaban a cachazos en la nuca para que
sintieran y experimentaran el horror en carne propia.

–Te vamos a matar– intimidó Benavides, cuyo rostro deforme y vapuleado


reflejaba las cicatrices de la tortura. Todos iban amarrados de pies y manos con
cinta industrial; la boca también estaba callada del color gris. Un joven que
trabajaba de mesero, a quien apodaban “peque”, estaba bocabajo, con las manos
hacia atrás, soportando el peso de unas veinte personas. –Las palabras se me
secarán en la garganta; pero no sólo eso, también la vida y mis sueños –murmuró
sin poder mover ningún músculo.

Dentro de la camioneta escuchaban el crepitar de las llantas sobre el asfalto


mientras un leve viento se metía por las ventanas que se retorcían de espasmo.
Peque trataba de abrirse un mínimo espacio para respirar; sin embargo lo único
que conseguía era el sudor caliente que escurría de su cabello; un líquido viscoso,
gelatinoso. Los pulmones se hacían ciruela pasa. Lejos de alcanzar la claridad de
las estrellas que fulguraban en la noche, se iba hundiendo en la oscuridad de la
muerte. Los cuatro hombres bajaron murmurando palabras que nadie entendía. El
eco de sus voces rebotaba en los cristales empañados de vapor. Un remolino de
polvo se hizo tras las ráfagas de aire caliente que se producían en el camino de
terracería. Los hombres entraron en una casa. Eran aproximadamente las dos de
la mañana.

– ¿Encontraron al dueño del bar? –preguntó Armando, el jefe supremo.

– Claro, jefe. Lo traemos en la cajuela –respondió Benavides con los ojos


pálidos, y haciendo una reverencia pulcra y ensayada.

– Pues tráiganlo, qué esperan. Ese hijo de perra me va a pagar todas las
que me hizo –dijo el jefe en un tono exasperado. –Y preparen todo, porque esta
noche verá las estrellas de otro universo.
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Benavides fue bajando de la camioneta a los empleados; el motor de la
camioneta se detuvo.

Mi abuelo está junto a mí. Me habla en voz baja: es bueno saber que ya no estoy
solo en esta tierra húmeda. Prefiero ignorarlo para no sentirme muerto. El
recuerdo de esa noche me ahoga, me asfixia. No podía respirar. Mis manos
estaban atadas; mi cabello húmedo de sudor. Tengo tierra en los ojos. Están
llenos de lodo. El mundo se me cayó encima. ¡Tengo frío, mucho frío! La sábana
de mi cuerpo se quemó en el recuerdo. Sabía que me mataría. Pero yo le dije que
no tenía la culpa de nada. Yo sólo trabajaba. Tengo familia. Ahora tengo una
enfermedad que no tiene cura. A todos nos mataron. Me tiraron en el polvo seco
de terracería. Jamás volví a ver a mi familia. A mi hijo. Cuando uno vive le tiene
miedo a la vida; cuando uno muere sigue teniendo miedo a la vida. Peque, deja de
hablar, nadie te escucha. Mírame a mí. Tengo la frente arrugada. Los años no
pasan en vano. Tendrás el cuero escurrido en unos días; pero tus huesos
mantendrán esa humedad. No te aflijas. La muerte no es tan severa como la vida.
No soporto. Los oídos me reventarán de tantas palabras muertas que sólo los
muertos escuchamos.

Un humo carbonizado ascendía a las nubes, cuyo color fue palideciendo en la


negrura espesa de la noche. Después de varios minutos de incansable tortura, el
dueño del bar fue ahorcado en el almendro. Lanzaba patadas, tratando de zafarse
de la soga. Su cuerpo parecía un gusano que moría lentamente. Tenía un resuello
atorado en la tráquea. Seguía respirando un vapor amargo. Y en un espasmo
muscular se hundió en el sopor de la muerte. El hedor de la sangre fresca se
esparcía por todo el patio. El frío corazón de la metralla de Alfredo giraba
lentamente, mientras las balas salían disparadas en una nube de humo de pólvora
quemada.

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Todos fueron colocados en fila india. Antes del que el gallo anunciara el día,
los cuerpos iban cayendo poco a poco, embarrados de un lodo rojo que corría
como un río de agua sórdida por los huecos de la tierra. Sin embargo, uno de
ellos, con varios hoyuelos en la cabeza, se levantó del suelo y comenzó a caminar
tambaleante, con las manos aún atadas y los labios resecos. Y de pronto se
desvaneció en una ráfaga de balas hasta producir una estela de vapor y humo
grisáceo que volátil se desvanecía en la gravedad del aire. En un pozo de tierra
con gusanos fueron depositados todos los cuerpos, cerca del almendro. Las hojas
de otoño resbalaban lentamente de las ramas hasta alfombrar el suelo del color
rojo y café; colores del recuerdo.

Las canciones han muerto. Aquel día será recordado. Los innumerables huesos
de nosotros quedarán hechos polvo en unos años. Nadie cantará con nosotros los
días de agosto. Los gorriones se mudaron de la barandilla; su gorjeo quedó
suspendido en gotas musicales. Mudó sus alas. Estoy muerto. Eso es inevitable.
Mi madre sigue llorando por mí. Le dije en sueños que ya no lo hiciera porque mi
vela se apaga con sus lágrimas. Cuando uno muere no queda más que resignarse
a su propia muerte, y a renunciar a los placeres terrenales. Estoy en medio de
estas hojas muertas que vagan todas las noches buscando consuelo. Lo he
pensado: la muerte sirve para que el hombre se desprenda del cascarón de agua
blanca que lo ata al destino.

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