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Creación literaria
A memoria de:
Luis Arturo Hernández Olivares,
mi mejor amigo
No sé desde cuándo estoy muerto. Sólo sé que tus lágrimas apagan la luz de mi
vela, y cuando se apaga me da miedo quedarme a oscuras y encerrado en estas
cuatro paredes frías, gastadas por el olvido en que me tienen. Todos los días me
acompaña el taladrante sonido de los gusanos comiéndose mi carne. Aún siento el
agudo zumbido de la mosca que se metió en mi caja. Llega vibrante a mis oídos,
como una onda en espiral que tortura mis adentros. Creo que tengo mucho tiempo
guardado en este ataúd que se ha vuelto mi único refugio. A través del viento me
llegan las angustias ajenas. No murieron de muerte, sino de olvido. Al parecer, lo
único que me queda es la conciencia de mi inexistencia.
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Luis Ricardo Palma de Jesús
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anteriores: zapatos de charol bien boleados del número siete, camisa blanca de
manga larga, cinturón con estoperoles y de hebilla gruesa que su abuela le había
obsequiado el día de su cumpleaños. Para llegar a su trabajo no había necesidad
de tomar transporte. Caminaba despacio, dando lentos pasos singulares y
medidos, con las manos metidas en los bolsillos, disfrutando de la puesta de sol
que se dibujaba en el cielo herido de nubes rojas. Los pájaros, en bandada
turbulenta, volaban en círculos repetitivos, buscando dónde dormir. Se acomodó la
corbata, y justo cuando esquivó la mirada hacia el horizonte, se topó con un
recuerdo remoto que le dejó un sabor amargo en la mirada.
En una mesa, cerca del tocadiscos, una pareja celebraba su aniversario de bodas,
en compañía de sus amigos mejores. De pronto, se escuchó un grito estrepitoso
afuera del bar. Las puertas de una camioneta polarizada y de rines cromados se
abrieron bruscamente. Cuatro hombres descendieron, con botas de cuero y
polainas de oro. Tres de ellos entraron en el bar.
–Nadie se mueva, o a todos les vuelo la cabeza –dijo uno de ellos mientras
desenfundaba su escuadra nueve milímetros. Las mujeres, aterradas por una
esquizofrenia delirante, permanecían en el suelo, con las manos en la nuca, la
cabeza gacha y las piernas metidas en el pecho. La voz socarrona de Alfredo –
uno de los más jóvenes, y cuya perspicacia la llevaba hasta los límites de su
imaginación– era capaz de intimidar hasta al más valiente. Nadie quería alzar la
mirada. Y en un momento cortante, rígido, empezaron a subir a todos los
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empleados a la camioneta. Los golpeaban a cachazos en la nuca para que
sintieran y experimentaran el horror en carne propia.
– Pues tráiganlo, qué esperan. Ese hijo de perra me va a pagar todas las
que me hizo –dijo el jefe en un tono exasperado. –Y preparen todo, porque esta
noche verá las estrellas de otro universo.
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Benavides fue bajando de la camioneta a los empleados; el motor de la
camioneta se detuvo.
Mi abuelo está junto a mí. Me habla en voz baja: es bueno saber que ya no estoy
solo en esta tierra húmeda. Prefiero ignorarlo para no sentirme muerto. El
recuerdo de esa noche me ahoga, me asfixia. No podía respirar. Mis manos
estaban atadas; mi cabello húmedo de sudor. Tengo tierra en los ojos. Están
llenos de lodo. El mundo se me cayó encima. ¡Tengo frío, mucho frío! La sábana
de mi cuerpo se quemó en el recuerdo. Sabía que me mataría. Pero yo le dije que
no tenía la culpa de nada. Yo sólo trabajaba. Tengo familia. Ahora tengo una
enfermedad que no tiene cura. A todos nos mataron. Me tiraron en el polvo seco
de terracería. Jamás volví a ver a mi familia. A mi hijo. Cuando uno vive le tiene
miedo a la vida; cuando uno muere sigue teniendo miedo a la vida. Peque, deja de
hablar, nadie te escucha. Mírame a mí. Tengo la frente arrugada. Los años no
pasan en vano. Tendrás el cuero escurrido en unos días; pero tus huesos
mantendrán esa humedad. No te aflijas. La muerte no es tan severa como la vida.
No soporto. Los oídos me reventarán de tantas palabras muertas que sólo los
muertos escuchamos.
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Todos fueron colocados en fila india. Antes del que el gallo anunciara el día,
los cuerpos iban cayendo poco a poco, embarrados de un lodo rojo que corría
como un río de agua sórdida por los huecos de la tierra. Sin embargo, uno de
ellos, con varios hoyuelos en la cabeza, se levantó del suelo y comenzó a caminar
tambaleante, con las manos aún atadas y los labios resecos. Y de pronto se
desvaneció en una ráfaga de balas hasta producir una estela de vapor y humo
grisáceo que volátil se desvanecía en la gravedad del aire. En un pozo de tierra
con gusanos fueron depositados todos los cuerpos, cerca del almendro. Las hojas
de otoño resbalaban lentamente de las ramas hasta alfombrar el suelo del color
rojo y café; colores del recuerdo.
Las canciones han muerto. Aquel día será recordado. Los innumerables huesos
de nosotros quedarán hechos polvo en unos años. Nadie cantará con nosotros los
días de agosto. Los gorriones se mudaron de la barandilla; su gorjeo quedó
suspendido en gotas musicales. Mudó sus alas. Estoy muerto. Eso es inevitable.
Mi madre sigue llorando por mí. Le dije en sueños que ya no lo hiciera porque mi
vela se apaga con sus lágrimas. Cuando uno muere no queda más que resignarse
a su propia muerte, y a renunciar a los placeres terrenales. Estoy en medio de
estas hojas muertas que vagan todas las noches buscando consuelo. Lo he
pensado: la muerte sirve para que el hombre se desprenda del cascarón de agua
blanca que lo ata al destino.
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