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LA EXTRANJERIZACIÓN DE LA TIERRA
Rodolfo Martin Irigoyen
01.03.2019
Hay temas conflictivos que atañen al conjunto de nuestra sociedad, pero que por su
transversalidad, no encuentran solución por la vía electoral. Suelen ser de contenido
ético o religioso (despenalización del aborto, erección de estatuas religiosas en
lugares públicos, etiquetado de alimentos transgénicos), pero también los hay
instalados fuera del ámbito de la moral individual, involucrando aspectos
trascendentes de nuestra identidad nacional. Uno de estos temas es el de la
extranjerización de la tierra.
¿Y porqué esto es "un problema" que genera tantas controversias? Es obvio que la
condición de extranjero per se no implica ningún demérito (salvo algún brote de
xenofobia del que ningún país está libre) en particular en Uruguay, un país donde
"todos somos nietos de emigrantes". La buena acogida que damos actualmente a los
miles de venezolanos y cubanos que llegan así lo demuestra.
Otra cosa es el juicio que nuestra sociedad emite sobre los extranjeros cuando eligen
nuestro país para invertir en él. Puesto en jerga económica: cuando el extranjero
aporta "el factor trabajo", es en general recibido con beneplácito, cuando lo que aporta
es "el factor capital" automáticamente entra, por lo menos, en la categoría de
sospechoso. Con frecuencia se lo considera directamente un usurpador de nuestras
riquezas, y se lo suele caricaturizar con parche en el ojo y garfio en lugar de mano.
El primero, con hasta, digamos, 200 dólares por hectárea, se lo debe tipificar como un
predio de subsistencia, de muy baja productividad. Un segundo nivel, con una
capitalización del entorno de los 1.000 dólares por hectárea, puede definirse como un
predio ya de mediano porte (en la escala uruguaya), económicamente viable en un
régimen de libre competencia por los factores productivos.
Finalmente, el mismo campo, pero con una dotación de capital del orden de los 5.000
dólares por hectárea, puede constituir una gran empresa rural. El primero estará
condenado a una ganadería extensiva de baja productividad, el segundo podrá ser
una empresa ganadera eficiente, el tercero podrá elegir o combinar los rubros de
mayor productividad y mejor resultado económico.
Planteadas así las cosas, como país deberíamos tener claro cuál es la opción política
que preferimos: la del crecimiento y el desarrollo que, con altibajos, hemos recorrido
en el último cuarto de siglo, con la condición sine qua non del aumento de la
extranjerización de la tierra (y del conjunto de la economía inherente a la globalización
de la misma) o el retorno al país de hace 25 años, más "soberano" según la óptica de
los que reclaman el combate a la extranjerización.
Se impone entonces una evaluación de las consecuencias que dicha elección tendría.
Si se elije libremente, se debe asumir responsablemente las consecuencias (aunque
este ejercicio haya caído en desuso) de esa elección. La facilita mucho el hecho de
que conozcamos los dos modelos: el actual, con 16.000 dólares de ingreso per
cápita y el de un cuarto de siglo atrás, en la que ese ingreso solo alcanzaba a 5.000
dólares. Aunque la cifra actual sea en cierta medida consecuencia del atraso
cambiario, en términos reales, su poder de compra no debe ser menos del doble del
anterior.
Y una muestra del modelo anterior lo seguimos teniendo a la vista con el Instituto
Nacional de Colonización, "modelo productivo" que podríamos asimilar,
aproximadamente, con el primer nivel de capitalización del predio en el ejemplo
anterior. En él, se priorizan absolutamente los aspectos sociales por sobre los
económicos de la tenencia y propiedad de la tierra, con muy bajos niveles de
capitalización y por consiguiente de productividad, pero con propiedad nacional
(estatal) y usufructo a través de arrendamientos a pequeños productores a precios
subsidiados (a la mitad o menos del valor de mercado) y por supuesto, sin extranjeros
a la vista.
En la comparación de nuestra sociedad actual con esa otra anterior de, digamos, no
un tercio pero si la mitad del ingreso real actualmente disponible, debemos imaginar
un país con mayores carencias en infraestructura, con una educación, una salud, una
seguridad con la mitad de los recursos de los que dispone la sociedad actual. Y lo que
se aplica al gasto social, extendámoslo al de las familias. Adiós a los 20.000 "Cero
km" anuales, menos viajes, mayor desocupación, salarios y jubilaciones muy
disminuidos. Pero eso sí: ¡"tolerancia cero a la extranjerización"! Cuando se discute el
tema que nos ocupa, estas implicancias no pueden quedar afuera del análisis.
Para finalizar, párrafo aparte merece el gran hito extranjerizante que está hoy sobre la
mesa, y que tanto ilusiona pero a la vez complica al gobierno nacional, al chocar con
su discurso tradicional de rechazo a la extranjerización, que su "ala dura" no deja
pasar un minuto sin recordarle. Y que también (relictos del pasado) divide las aguas
de la oposición: la planta de UPM2.
Como que los finlandeses tuvieran un gen de maldad. Ocurre que tienen ojos, y ven.
Ven el estado calamitoso de nuestra infraestructura vial, ven la pasividad (cuando no
complicidad) oficial ante el chantaje sindical que padece, por ejemplo, la industria
láctea uruguaya, ven el nivel de precios y la calidad de los servicios que brindan los
monopolios estatales, ven, en fin, la burocratización, el ausentismo, las carencias en
educación básica y técnica. Y saben que así, las cosas no funcionan, por eso exigen
(sí, exigen, no dejemos de recordar que planean invertir miles de millones de dólares)
que esos problemas los solucione quien corresponda, o la inversión no se hace.
Al menos quien esto escribe, no ha visto ninguna solicitud finlandesa pidiendo que esas soluciones no alcancen a los empresarios
uruguayos, seguro si llegaran a todos, también las empresas extranjeras saldrían beneficiadas. Pedir "que se nos dé a los
uruguayos lo mismo que a los finlandeses" es una ingenuidad, porque no es un tema de nacionalidades, es de modelos macro
económicos: para que eso ocurriera, tendría que cambiar el nuestro, dejando de priorizar el consumo para pasar a privilegiar la
competitividad.
Y eso implicaría darle oxígeno a la economía pero, nada más ni nada menos, que a costa de alejarse de los votos, es decir del
poder. Y esos sacrificios se hacen excepcionalmente, solo cuando el que lo "solicita" pone sobre la mesa de negociación un