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Introducción
cabo por Varrón dista de ser definitiva. Algunos siglos más tarde Aulo Gelio se
pronuncia acerca de la “plautinidad”, al igual que Macrobio aún más tarde, en los
umbrales de los “tiempos oscuros”.
Semejante grado de plagio y falsificación resulta único en los anales de la
literatura. Nunca se oyó hablar de un apócrifo aristofánico, de un pseudo-Menandro o
de un pseudo-Terencio. El único parangón parece encontrarse en el Siglo de Oro
español, cuando se solía atribuir el nombre de Lope de Vega a manuscritos dramáticos
con el fin de aumentar su valor comercial. Desde este punto de vista, ni siquiera los
apócrifos de Shakespeare merecen ser tenidos en cuenta, dado que las falsificaciones no
llegaron a ser tan numerosas ni lograron convocar a tan vastas audiencias a los teatros,
como obviamente sí lograron hacerlo los nombres de Plauto y de Lope.
Tan sorprendente como la fuerza del nombre de Plauto resulta la durabilidad de
su comedia. Este fenómeno de vitalidad resulta evidente no sólo en las páginas de obras
como la crónica de “Reformulaciones posteriores” de Karl von Reinhardtstoettner, sino
en todos los escenarios donde floreció la comedia. El comediógrafo romano sigue vivo
en nuestros propios días. En 1962, una curiosa contaminatio de Pseudolus, Casina y
Mostellaria titulada “Algo curioso pasó en el camino al Foro” hizo las delicias del
público de Broadway a lo largo de casi mil presentaciones, repitió su éxito en otros
lugares del mundo y fue transformada en largometraje. Horacio puede haberse llenado
la boca diciendo que había creado un monumentum aere perennius (“un monumento
más eterno que el bronce”), pero Plauto creó una mina de oro perenne.
Y sin embargo pocos filólogos del último siglo se prestaron a examinar a Plauto
como lo que indudablemente fue, un fenómeno teatral. Mientras que eruditos antiguos
como Varrón (diligentissimus, tal como lo juzgara Cicerón por sus métodos de
investigación) le dieron su crédito al dedicarse a rescatar su nombre de entre los de
autores inferiores, el abordaje moderno ha pasado de la reconstrucción a la destrucción.
La comedia de Plauto se ha transformado en el niño del juicio salomónico. Desde
Friedrich Ritschl a mediados del siglo XIX hasta T.B.L. Webster a mediados del XX,
una posesiva familia de filólogos ha enfatizado el parentesco “puramente ático” del
comediógrafo romano, valorando a Plauto únicamente como testimonio de los modelos
griegos subyacentes a una cáscara de chistes, golpes, canciones y anacronismos.
Webster expresa su punto de vista en términos moderados, y unas pocas frases de su
libro Estudios acerca de comedia griega tardía bastan como epítome de la actitud de los
helenistas hacia la comedia romana en general. Comienza afirmando que “hubo gran
cantidad de imitadores romanos” y continúa:
Y Webster es mucho más objetivo que Gilbert Norwood, quien sostuvo que:
Los puntos de vista de Norwood no han pasado de moda. Y aunque los recientes
descubrimientos de Menandro no han hecho mucho para apuntalar el mito de la
“perfección de la comedia nueva”, muchos críticos siguen atribuyendo todos los logros
de Plauto a sus modelos y todas sus flaquezas a sus propios errores.
Pero no han faltado defensores de la causa del arte romano. El monumental libro
Lo plautino en Plauto de Eduard Fraenkel ha demostrado que, aun para satisfacción de
los helenistas, ciertos giros de las frases, cierta retórica e imaginería resultan únicamente
plautinos -y excelentes-. De hecho, el propio Webster reconoce su deuda hacia la
preceptiva obra de Fraenkel. Más aún, en los últimos años estudios importantes e
influyentes, en especial de D.C. Earl, Gordon Williams y John Arthur Hanson, han
señalado la finalidad dramática de muchos aparentes desaciertos romanos en las
comedias, orientando de este modo la investigación en la dirección que el autor de estas
páginas considera vital: la relación del dramaturgo con su público. Y sin embargo la
puja entre helenistas y latinistas sigue ocasionando argumentos extremos de ambas
partes. Así, en una apasionada defensa del arte de su compatriota, Raffaele Perna libera
completamente a Plauto de su anclaje griego y alaba “la originalidad de Plauto”.
Pero ¿en qué consiste exactamente la tan debatida originalidad? ¿En las “nuevas
frescas bromas” de las que se ufana Aristófanes? ¿En la “cierta novedad” que Boccaccio
presenta en cada uno de sus cien cuentos? Si la innovación constituyera el único criterio
de excelencia, Ubu Rey se llevaría las palmas de Rey Lear. Se trata a todas luces de una
noción tan alejada de los clásicos como inapropiada. Las antiguas teorías del arte se
basaban en la mímesis en el marco de los géneros tradicionales: una imitación de la
vida. A este principio platónico-aristotélico, los romanos agregaron un segundo
principio mimético: la imitación de los griegos. En su Ars poetica Horacio lo postula
como la primera regla de la composición artística. Pero esto había sido una práctica
romana mucho antes de convertirse en precepto horaciano. Se piensa en Catulo y Safo,
o -más al gusto de Horacio- en Virgilio y Homero, o del mismo modo en las propias
odas de Horacio. La consciente emulación de modelos griegos fue tradición en Roma
desde un comienzo.
Y para nosotros Plauto es el comienzo, el autor latino más antiguo que se
conserva. Después de todo, Livio Andrónico no es más que un par de versos y una
leyenda; Plauto es literatura. No hay nada que distinga su tratamiento de los modelos
griegos del de los artistas romanos posteriores. El Arte poética prescribe al poeta:
exemplaria Graeca ... versate manu (“manipulad modelos griegos”, vv. 268-269).
Plauto suele describir su técnica de composición de manera similar, por ejemplo
(Trinummus, 19):
partes –sean lo que sean estas partes: invenies etiam disiecti membra poetae
(“encontrarás también los miembros de un poeta descuartizado”)-.
No podemos negar el valor de estudiar las fuentes de un autor. Es interesante,
por ejemplo, saber que Shakespeare tomó la colorida descripción de Cleopatra en el
bote puesta en boca de Enobarbo directamente del Plutarco de North. El poeta la copió
casi palabra por palabra, alterándola más que nada para transformar (¿vortere?) prosa en
pentámetro. Pero, una vez en el texto, ¿resultan estos versos menos propios de
Shakespeare? ¿Les importó a quienes los escribieron antes? No hay duda de que a la
audiencia romana no le importó si lo que había escuchado era copiado o mezclado, en
tanto la había hecho reír. Como Shakespeare y Molière, Plauto pide, toma prestado y
roba de toda fuente concebible -él mismo incluido-. Pero debemos reconocer que, una
vez que la obra comienza, todo se vuelve “Plauto”, así como Plutarco se vuelve
“Shakespeare”.
No puede dejar de notarse otra circunstancia: las fuentes de Shakespeare llenan
varios volúmenes bien editados, pero no hay un solo original griego con el cual pueda
compararse la versión plautina. No hay siquiera una escena o un parlamento que
podamos cotejar con su contrapartida latina de la manera en que Gelio está en
condiciones de cotejar a Menandro con Cecilio. Pero sí tenemos unos veintiún mil
versos de Plauto, veinte obras que comparten muchos rasgos comunes, más allá de su
origen. Desde luego, nuestra visión de la comedia popular romana, al igual que la de la
comedia ática antigua, está bastante distorsionada, desde el momento en que
conservamos la obra de uno solo de sus muchos autores. Tal vez lo que digamos acerca
de Plauto en la páginas siguientes se aplicara también a la comedia de Nevio y de
Cecilio. Terencio, desde ya, representa una tradición completamente distinta: drama
destinado a un círculo aristocrático. La gente del período isabelino que pagaba su
penique en el Globe no hubiera asistido a las representaciones teatrales que se llevaban
a cabo en el refinado círculo de la condesa de Pembroke, como tampoco la turba romana
se detenía ante las fabulae statariae (“comedias tranquilas”) de Terencio. Aun si no
compartiera las conclusiones de este estudio, el lector no debería visualizar este libro
como un capítulo más del agón entre lo “plautino” y lo “ático”. Porque más allá de que
se insista en considerar a la comedia de Plauto de origen griego, o se la analice con tanto
detalle que termine definiéndosela como “greco-osco-etrusco-latina”, debe enfrentarse
un hecho innegable: Plauto los hizo reír y esa risa era romana.
lusit amabiliter...
Los más conocidos de estos festivales son, desde luego, los Saturnalia, que
tenían lugar en diciembre. Es muy probable que en un principio esta festividad se
celebrara en septiembre, es decir, en la fecha de los ludi Romani. Muchos estudiosos
ven incluso en el nombre Saturnus vestigios de una divinidad agrícola. Fowler hace
referencia a la frecuente incorporación de tradiciones invernales, “saturnales”, en
festividades de las cosechas -como los ludi Romani-.
Pero no estoy argumentando a favor de la influencia directa de determinadas
tradiciones festivas en la comedia romana. La relación importante radica en el hecho de
que “la ocasión festiva y la comedia constituyen manifestaciones parelelas de un mismo
modelo de cultura”. Partiendo de este punto, C.L. Barber ha abierto nuevas y brillantes
perspectivas para el análisis de la comedia de Shakespeare. Pero si las premisas de
Barber son válidas para el drama isabelino (que básicamente se llevaba a cabo a lo largo
de todo el año), cuánto más adecuadas resultan a la antigua Roma, donde las
festividades y la comedia no resultan meras “manifestaciones paralelas” sino
acontecimientos simultáneos. Literalmente, todo Plauto es “comedia festiva”, ya que los
diversos ludi constituían las únicas ocasiones para las representaciones dramáticas,
condición que seguía en pie incluso en los tiempos tardíos de Juvenal.
De acuerdo con Freud, el sentimiento festivo radica en la “libertad de hacer
aquello que por regla está prohibido”, un exceso temporario que implica restricciones
cotidianas. De manera similar, la comedia involucra una licencia limitada, una
transgresión momentánea de las reglas sociales. La íntima necesidad humana de
“portarse mal”, la tensión psicológica entre restricción y relajación, no son hallazgos de
Freud. Mucho tiempo antes Platón reconoció en este deseo inconsciente uno de las
instancias básicas de la comedia. Más aún, si hay alguna verdad en la afirmación de
Max Beerbohm de que “la risa se regodea en las ataduras”, de que el gozo provocado
por la relajación es exactamente proporcional a la severidad de las restricciones,
entonces la comedia romana debe haber dado lugar a una risa de liberación que ni
siquiera el arte de Aristófanes (aunque fecundissimae libertatis, “de fecundísima
libertad”, según Quintiliano) logró igualar.
Pues en época de Plauto las “ataduras” eran tanto literarias como sociales. La
comedia antigua griega se distinguía por su , aquella celebrada libertad de
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palabra que permitía incluso los más brutales ataques contra individios del más alto
rango. Pero las Doce Tablas romanas (aquellas tabulae vetantes, “tablas que prohíben”,
como las llama Horacio) prohibían la mera mención de un individio por su nombre
-incluso para elogiarlo-. Cicerón ser refiere a esto en su De republica (4. 10): veteribus
displicuisse Romanis vel laudari quemquam in scaena virum, vel vituperari (“a los
antiguos romanos les molestaba incluso que algún hombre fuera nombrado en escena”).
A fin de cuentas, la “censura” es una invención romana y originalmente involucraba
mucho más que la jurisdicción sobre las palabras. El censor romano era esencialmente
un guardián del comportamiento.
No debemos perder de vista que la época de Plauto fue también la de Catón el
Censor. De hecho, cuando se propone describir el período histórico de finales del siglo
III a.C., Aulo Gelio vincula los nombres del autor cómico y del autoritario censor en
una asociación que a primera vista resulta de lo más curiosa (Noctes Atticae, 17. 21. 46):
Plauto iniciaba su carrera teatral cuando la primera de estas leyes, la Lex Oppia,
entró en vigencia en 215 a.C. Y el año tradicionalmente atribuido a la muerte de Plauto
-184 a.C.- fue el famoso año en que Catón y Valerio Flaco asumieron la censura para
esgrimir su poder con una fuerza reaccionaria que había de transformarse en leyenda.
Plutarco registra que echaron a un hombre del senado por besar a su esposa en público.
El verdadero efecto de estas leyes sobre los romanos no afecta nuestros argumentos. La
medida en que adhirieron a ellas es menos importante que el hecho de que hayan sido
promulgadas; estaban allí. Y para apreciar el comportamiento de los personajes de
Plauto debemos tomar en cuenta qué era lo que los romanos contemporáneos
supuestamente no debían hacer.
Desde luego, por definición el conservadurismo anhela los buenos viejos
tiempos, y es bastante cierta la sesgada observación de Byron: “todo tiempo, si pasado,
es bueno.” Sin embargo, en Roma la conciencia conservadora era muy especial. Porque
los romanos habían creado un ideal imposible y lo habían transferido al pasado,
armando mitos en torno a sus antepasados. La obsesión de los romanos con sus
antepasados se resume en el célebre apóstrofe de Cicerón (Tusculanae disputationes, 1.
1):
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Estas mismas palabras se aplican a la definición del mos maiorum, las reglas
impuestas a los romanos por variadas figuras paternales, entre ellas las de pater Aeneas
(“padre Eneas”). Cada institución romana era un patriarcado sacro, cada familia un
estado en miniatura. Pero Eneas era un mito, y el ideal que encarnaba, un imposible. No
resulta llamativo que el mos maiorum se relacione con la gravitas. El superego es el
padre de la melancolía.
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Pero la comedia ha sido descripta por el psiquiatra Ernst Kris como “un feriado
para el superego”, y Plauto, reflejando el espíritu festivo, destierra la melancolía romana
invirtiendo por completo las actitudes cotidianas y los valores corrientes. Presenta un
caos propio de los Saturnalia a una sociedad dotada de una increíble compulsión por las
jerarquías, el orden y la obediencia. A un pueblo que veía la autoridad paterna con
reverencia religiosa y que era capaz de castigar cualquier transgresión con la muerte,
Plauto le presenta una audaz insolencia hacia los mayores. La atmósfera de su comedia
se parece a la de la Fiesta de los Tontos medieval (producto de otra sociedad altamente
restrictiva), que para algunos “proveía una válvula de escape a sentimientos reprimidos,
que de otro modo hubieran podido romper sus ataduras de manera más violenta”. Pero
no es preciso que enfaticemos la naturaleza catártica de la comedia plautina; sólo
debemos apreciar la fascinación que la violación de las reglas pudo ejercer sobre
personas tan reprimidas por ellas en su vida cotidiana. La mera referencia a lo que
Shakespeare llamó un “humor festivo” explica en buena medida el éxito inigualado de
Plauto.
Para comprender el conjunto de la tradición cómica popular, se debe visualizar a
Plauto desde una perspectiva adecuada y reconocer que su obra constituye un hito
importante. Si compararlo con Aristófanes parece excesivo, no olvidemos que Cicerón
lo hizo. Tampoco deberíamos dudar en comparar con Molière a un autor que se destacó
en “el gran arte de agradar”. El más apasionado defensor de Plauto dudaría de poner sus
logros en pie de igualdad con los de Shakespeare, pero ninguna persona razonable
negaría que Plauto fue como Noé: grande en su época. Su arte no genera una “risa
pensativa”, pero es probable que Meredith se equivoque al ver en esto un requisito de la
verdadera comedia. Pues la verdadera comedia debería desterrar todo pensamiento -de
mortalidad y moral-. Debería generar una risa capaz de librarnos por un rato del peso
del mundo, ya sea que lo llamemos “desazón”, melancolía o gravitas.
Plauto constituye para nosotros el único ejemplo de entretenimiento romano
popular, comedia “al gusto de ellos”. Sus veinte comedias nos muestran qué deleitaba a
una nación que estaba a punto de dominar al mundo, en la única época en que su teatro
vivió y floreció. Roma siguió construyendo objetos aún vivos y viables en nuestros días.
Los más obvios monumentos de su habilidad son los acueductos que todavía acarrean
agua, los puentes y las rutas que todavía pueden transitarse. Pero cuando, en el papel de
Pseudolus, el actor Zero Mostel recorría noche tras noche el camino al foro de
Broadway, también estaba transitando una ruta romana de sorprendente durabilidad.
[...]
Hemos revisado hasta ahora los aspectos de la comedia plautina que ponen en
escena la inversión del sistema de valores cotidiano de los romanos, propia de los
Saturnalia. Se ha visto cómo cualidades tan respetadas como la pietas (“respeto por los
dioses”) y la parsimonia son objeto de burla en un tono similar al de las festividades
medievales descriptas por E.K. Chambers, celebraciones basadas en el principio de la
inversión de las jerarquías. El objeto de este capítulo consiste en una versión bastante
más familiar de este mismo esquema cómico: el dominio del esclavo sobre el amo.
Desde luego, esta inversión difícilmente haya sido una innovación plautina. Se trataba
sin duda de uno de los viejos gags a los que se refería Xanthias al comienzo de las
Ranas. De hecho, inmediatamente después, el amo y el hombre aristofánicos recorren
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este mismo camino e intercambian en varias oportunidades sus roles, con la emergencia
del esclavo como el “mejor hombre”. Henri Bergson consideró a la inversión una de las
técnicas básicas de la comicidad:
Véase cómo para multiplicar sus bromas este hombre altera todo
el orden de la sociedad; con qué escándalo invierte las más sagradas
relaciones sobre las cuales ésta se funda, cómo transforma en objeto
de burla los respetables derechos de los padres sobre sus hijos, de los
maridos sobre sus mujeres, de los amos sobre sus esclavos. Hace reír,
es cierto, y eso no lo hace menos culpable...
Los tres primeros capítulos de este libro han demostrado ya la manera como
Plauto invirtió ciertas “relaciones sagradas” sobre las cuales se fundaba la sociedad
romana, pero a lo largo del tiempo los críticos lo han condenado ante todo por la
indecorosa presentación del vínculo entre esclavo y amo. Es lógico que cualquier
sociedad basada en la esclavitud haga un uso cómico de esta significativa distinción
social, pero este motivo es particularmente importante en Plauto cuando se toma en
cuenta la humilísima posición de los esclavos en la Roma contempránea.
Todos conocemos los argumentos griegos a favor de la “inferioridad natural” de
los esclavos. Para Homero un esclavo era “la mitad de un hombre”; para Aristóteles,
una mera “herramienta viviente”. El punto de vista romano de Varrón, que equipara al
esclavo con un instrumenti genus vocale (“una clase de herramienta dotada de voz”),
parece hacerse eco del filósofo griego. De hecho, el esclavo romano se consideraba un
mero objeto, clasificado junto con las restantes res mancipi (“posesiones”). El esclavo
carecía de derechos de cualquier tipo; su amo podía torturarlo, matarlo o disponer de él
sin sufrir el menor menoscabo. Un esclavo griego, si era maltratado, tenía algún recurso.
Podía refugiarse en un templo y, si sus quejas llegaban a comprobarse, se le acordaba un
“proceso adecuado”. Tal vez las palabras más reveladoras acerca del status del esclavo
en la Roma de Plauto se encierren en el famoso consejo de Catón el Censor en De agri
cultura, 2:
Según el parecer de Catón, los esclavos no sólo se ubican después de los bueyes
en el orden de importancia, sino que se los considera menos valiosos que carros y
herramientas. Aristóteles al menos, al juzgar al esclavo un instrumento, lo situaba por
encima de todos los restantes. La actitud mucho más peyorativa del romano hacia los
esclavos no debe perderse de vista a la hora de evaluar el modo como los esclavos de
Plauto “alteran todo el orden de la sociedad”. En las festividades religiosas medievales
un “asno” podía decir misa, y esto se veía, por supuesto, como un fuerte trastorno
carnavalesco. Pero en la comedia plautina el personaje que se transforma en dominus
festi (“amo de la fiesta”) se ubicaba en el sistema de valores normal dos escalones más
abajo que una bestia de carga. Más aún, no hay evidencia alguna de que en la
celebración de los Saturnalia romanos los esclavos se comportaran de manera tan audaz
como en la comedia plautina. Los festivales que Frazer describe en La rama dorada
tuvieron lugar siglos más tarde. Los de la época de Plauto se parecían más a la afable
comida descripta por Accio (cf. Macrobio, Saturnalia, 1. 7. 37). Suele aceptarse que
estas fiestas romanas significaban una temporaria “igualdad” para los esclavos. Pero la
igualdad está bastante lejos de la inversión. Los Saturnalia de los que gozan los
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Los esclavos se preocupan ante todo por el status, por el nombre con que se los
llamará. Y debe notarse que no reclaman la auténtica manumisión. Las demandas de
estos dos esclavos de Asinaria son absolutamente simétricas. Y la obsecuencia que
reciben se parece en cierto modo a la acordada a los serviciales compañeros de colegio
de Hamlet (II 2. 33-34):
Ambos esclavos desean recibir las humildes súplicas no sólo de su amo, sino
también de su querida (vv. 662 y 686):
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Cada esclavo reclama una buena cuota de epítetos cariñosos, endulzados con
amorosos diminutivos. Ambos, por ejemplo, solicitan ser llamados el passerculum
(“pajarito”) de la muchacha (vv. 666 y 694), cada uno recibe un obsecro (“te lo ruego”)
de la joven (vv. 672-688). La astuta simetría de la escena se pone de manifiesto ante
todo cuando el joven se vuelve hacia Líbano para suplicarle que le entregue la bolsa de
dinero (vv. 689-690):
Para ese entonces Argiripo sabe qué es lo que sus esclavos desean oír. Por propia
voluntad vuelve a reconocer la inversión del orden. En toda esta escena predominan los
verbos de súplica. Entre los versos 662 y 699 hay trece verbos de rogar, especialmente
orare (cinco veces), así como exorarier, obsecrare, petere y suplicare. La esclavización
del amo encierra la summa felicitas (“máxima felicidad”) para el esclavo plautino.
Los pícaros sirvientes escandalizan luego a su amo solicitando un beso de su
querida (vv. 668-669):
LEÓNIDAS: ¡Tómame de las orejitas, une tus labios con mis labios!
ARGIRIPO: ¿Que te bese, granuja? LEÓNIDAS: ¿Pero qué tan indigno te pareció?
Una muesta del arte de Plauto radica en que la solicitud de amorosa atención de
ambos sirvientes se siga de la inmediata respuesta airada del amo, que contiene alguno
de los epítetos comúnmente propinados a los esclavos, verbero y carnufex, recuerdos
momentáneos de las condiciones cotidianas, en las que conductas irreverentes de este
tipo serían severamente castigadas. Pero el joven Argiripo no tarda en reconocer que se
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encuentran en circunstancias saturnales y que los esclavos deben guardar cierta dignitas
(“dignidad”) (vv. 670-671):
LEÓNIDAS: Pero, por Hércules, no te llevarás nada hoy si no me abrazas las rodillas.
ARGIRIPO: La pobreza obliga a cualquier cosa: te las abrazaré. ¿Me das lo que te
pido?
LIBANUS: Vehes pol hodie me, si quidem hoc argentum ferre speres.
ARGYRIPPUS: Ten ego veham? LIBANUS: Tun hoc feras argentum
aliter a me?
ARGYRIPPUS: Perii hercle. Si verum quidem et decorum erum vehere
servom,
inscende.
LÍBANO: Por Pólux, hoy me cargarás, si en verdad esperas que te consiga este
dinero.
ARGIRIPO: ¿Que yo te cargue? LÍBANO: ¿Acaso podrías conseguir este dinero de otro
modo que de mí?
ARGIRIPO: ¡Soy hombre muerto, por Hércules! Ciertamente es correcto y adecuado
que un amo cargue a su esclavo... sube...
Como era de esperar, también Leónidas pretende ser venerado. El joven amo no
le niega el homenaje a ninguno de los dos (v. 718). Y así, elevados de la posición más
abyecta a la más elevada, los esclavos resultan deificados –y satisfechos-. El juego se
terminó, como indica Libanus, satis iam delusum censeo (“creo que ya lo he puesto
bastante en ridículo”, v. 713).
En el mundo de Plauto escenas saturnales como la que acabamos de describir
están a la orden –o al desorden- del día. El final de Epidicus merece citarse como otro
buen ejemplo. Aquí el viejo Perífanes ha sido burlado dos veces por el astuto esclavo
que, a diferencia de la amigable pareja de esclavos de Asinaria, fue su enemigo a lo
largo de toda la obra. Y sin embargo, tras dos humillantes derrotas a manos del astuto
Epídico, Perífanes reconoce públicamente que debería suplicarle a su esclavo: mi
orandum esse intellego (“pienso que debería rogar”, v. 721). En esta escena, como en
Asinaria, la palabra clave es orare (“rogar”). Lo que le agrega una enorme ironía a este
momento fundamental es el hecho de que el esclavo se encuentre atado de pies y manos,
y de que su amo deba pedir permiso para desatarlo. ¿Qué mejor ejemplo de la teoría de
lo cómico de Bergson como monde renversé? ¿Quién es, a fin de cuenta, el prisionero
de quién? Epídico le niega a su amo incluso el derecho de tocarlo (v. 723) y agrega (v.
724):
Como todos los inteligentes esclavos plautinos, Epídico desea ante todo oír un
miserable oro te de boca de su amo. Finalmente se aviene a la apasionada súplica del
viejo -pero con condescendencia (v. 730)-:
Así es que el joven de Rudens no está diciendo solamente “eres como un padre
para mí, Tracalio”, sino también “tú, Tracalio, ejerces una autoridad natural sobre mí y
me superas en rango”. Y esto se cumple más adelante, cuando el esclavo le ordena que
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lo siga y él contesta con un respetuoso duc me, mi patrone, quo libet (“llévame, patrón
mío, adonde te plazca”, v. 1280).
Son innumerables los pasajes de las comedias plautinas donde los amos jóvenes
garantizan una patria potestas (“patria potestad, poder propio de padre”) de este tipo a
sus esclavos. En Mostellaria Filolaques realiza una abierta declaración de dependencia:
in tuam custodelam meque et meas spes trado, Tranio (“me entrego a mí mismo y a mis
esperanzas en custodia tuya, Tranio”, v. 407). Anticipándose al Fígaro de
Beaumarchais, a esta afirmación de autosometimiento el esclavo inteligente plautino
responde que en la vida no importa quién ostenta el título de patronus (“patrono”) o de
cliens (“cliente”), sino quién posee el talento (vv. 408 sqq.). Citar todas las ocasiones en
que se produce esta transferencia de autoridad implicaría hacer referencia a la conducta
de todos los adulescentes (“jóvenes”) plautinos, con la única diferencia del grado que
dicho sometimiento alcanza. En Poenulus, por ejemplo, el joven Agorastocles no sólo
ofrece intercambiar roles con su esclavo, sino que se muestra incluso dispuesto a que
éste lo golpee (vv. 145-146):
LISIDAMO: Soy tu esclavo. OLIMPIÓN: Está muy bien. LISIDAMO: ¡Te suplico,
Olimpioncito mío, mi padre, mi patrón!
Captivi suele ponerse a un costado –y por encima- del resto del corpus plautino.
Lessing elogió esta comedia como “la pieza más bella llevada a escena en todos los
tiempos”, porque a diferencia de las demás obras de Plauto, posee una temática noble.
Sin embargo, desde la perspectica de lo que venimos exponiendo, Captivi pareciera
desplegar muchos rasgos típicamente plautinos, ya que todo su argumento gira en torno
del intercambio de roles entre amo y esclavo. Aunque el epílogo prevenga que no se
trata de una comedia ordinaria, sino de una que predica una moralidad más elevada
(v.1029), la obra abunda en la clase de discurso festivo que venimos analizando. Si
Captivi se distingue de las obras restantes es más bien por el contexto inusualmente
irónico en el que se inserta el habitual “discurso de la inversión”. Por momentos no hay
nada que distinga a esta obra de las demás, como por ejemplo cuando el joven Filocrates
expresa su gratitud a su esclavo Tyndarus y le ofrece llamarlo “padre”: pol ego, si te
audeam, meum patrem nominem (“Por Pólux, si me atreviera te llamaría mi padre”, v.
238).
Por supuesto, en Captivi Filocrates aduce algo más que estar “enamorado y
enduedado”. No se trata meramente de un prisionero del amor, sino de un prisionero de
guerra que permite que su esclavo asuma el papel de amo para escapar. En el diálogo
decisivo que mantienen estos hombres tras intercambiar papeles, Plauto introduce una
variación irónica en un tema obviamente familiar. Para convencer al viejo Hegión,
atento a cada una de sus palabras, de que él, Tíndaro -el esclavo disfrazado de amo-, es
en verdad el amo, le habla a Filocrates -el amo disfrazado de esclavo- en el lenguaje
festivo tradicional (vv. 444-445):
Salvo por el contexto especial, estos versos son ecos de típicas escenas plautinas
de inversión como las de Pseudolus, v. 119, Rudens, vv. 1265-1266 y Mostellaria, v.
409. Así pues, si asumimos que el viejo Hegión estaba familiarizado con los motivos de
la comedia popular romana (y no es inusual que los personajes plautinos sean
conscientes de la convenciones teatrales), a esta altura ya debía saber quién era el amo y
quién, el esclavo. De una manera o de otra la inversión amo-esclavo está siempre
presente en Plauto. Se trata, de hecho, del hilo conductor que conecta farsas tan livianas
como Pseudolus con otras comedias consideradas “elevadas”, como Captivi. Incluso
Amphitruo, cuya peculiaridad suele ser aún más enfatizada por la crítica, presenta
innumerables variaciones y comentarios irónicos acerca de la relación entre amo y
esclavo.
La segunda categoría de inversión es por mucho la más significativa. Aquí el
esclavo no es el dueño de la situación desde el comienzo. Por más que el amo joven le
haya transferido ya la patria potestas, queda otro grupo de personajes, que generalmente
incluye al padre del joven, que no reconoce su autoridad festiva. Estos líderes -ellos al
menos se entienden como tales- suelen pertenecer a la generación mayor y gozar de un
status elevado en la vida corriente (excepto el genus lenonium, “el tipo de los
proxenetas”). A diferencia de los amos jóvenes del la primera clase, estos hombres no se
prestan de buen grado a ser mandados por sus sirvientes y, por ende, deben ser
doblegados por las armas más poderosas de los esclavos, “sofisticados artificios y
refinadas tretas” (facetis fabricis et doctis dolis, Miles, v. 147). Esta activa campaña, la
18
¡Con qué sutileza me reí hoy de mi amo mayor, cómo me burlé de él!
Al astuto viejo con astutos engaños
lo cerqué y lo obligué a que me creyera todo.
19
Cerca del final de la obra, el viejo Nicobulo canta una larga canción donde
estalla contra las burlas festivas (vv. 1087 sqq.) que, anciano como es, lo han hecho
parecer stultissimus (“tontísimo”, vv. 1099-1101):
Perii, hoc servom meum non nauci facere esse ausum! Atque ego, si
alibi
plus perdiderim, minus aegre habeam minusque id mihi damno
ducam.
Pero a pesar de sus desdichas, resta un pequeño consuelo para Perífanes: la burla
de su colega Apécides, aún más respetado que él en asuntos de estado, le depara cierta
alegría ante la desgracia ajena (vv. 522-524):
durante el cual el país no conoció respiro de la guerra. Si aceptamos los años 220 y 190
a.C. como las fechas de su primera y última comedia respectivamente (haciendo un
cálculo sumamente cauteloso; la didascalia es muy precisa al asignar Pseudolus al año
191), encontramos a los romanos envueltos en cinco conflictos bélicos: la segunda
guerra ilírica (220-219 a.C.), la segunda guerra púnica (218-201 a.C.), la primera guerra
macedónica (215-205 a.C.), la segunda guerra macedónica (200-196 a.C.) y la guerra
contra Antíoco III (192-189 a.C.). Estas campañas forjaron la grandeza de Roma y
pusieron a prueba su poder militar. Sin embargo, los guerreros que pueblan la escena
plautina resultan en extremo anti-romanos. Pero es precisamente su anti-romanidad el
principio cómico que apuntala su caracterización. Como dijimos antes, Freud destacó
que la comedia apunta especialmente hacia aquellas figuras e instituciones que poseen
el mayor respeto en la vida ordinaria.
Desde luego, sería una grosera distorsión (o un argumento sin sentido) afirmar
que Plauto inventó el miles gloriosus. Encontramos este arquetipo no sólo en la comedia
nueva griega sino incluso, mutatis mutandis, en muchos personajes aristofánicos (por
ejemplo, el general Lamacos en Acarnienses). No obstante, como señala Hanson, la
frecuencia con que el soldado fanfarrón aparece en las comedias de Plauto indica una
predilección del autor, no un mero accidente de sus fuentes. Y, sin lugar a dudas, Plauto
le dio un lugar tan preeminente al personaje porque a su público le encantaba.
El comediógrafo romano no se permite la sátira personal al estilo de Aristófanes;
no hay ataques ad hominem (“contra el hombre”), dirigidos a un general en particular.
Sus soldados, al igual que sus gobernantes, son meros arquetipos autoritarios; y así
como los senadores cómicos contrastan tan vivamente con los verdaderos baluartes del
estado romano, también los militares invierten el ideal romano. Un crítico llega incluso
a afirmar que Plauto subvierte el noble concepto del dulce et decorum est pro patri mori
(“es dulce y apropiado morir por la patria”). Pero es de notar que los romanos de la
época de Plauto prohibían toda clase de fabulación relacionada con la virtud militar,
pecado en el que, evidentemente, todos los soldados de la escena plautina incurren.
El sometimiento carnavalesco de Pirgopolinices, el miles gloriosus (“soldado
fanfarrón”) mismo, constituye probablemente el deposuit más llamativo de todo Plauto.
No importa en realidad si el soldado es “griego” (como pretende T.B.L. Webster) o
“romano” (como sostuvo Hanson en época más reciente); lo que importa a los efectos
cómicos es que se trata de un líder militar. Su caracterización contiene innegables trazos
romanos, pero esto es lo menos que podemos esperar de un dramaturgo que crea
entretenimiento romano. Es posible que la pretensión del soldado de descender de
Venus (pretensión que le valdrá burlas posteriores) revele la popularidad contemporánea
de la leyenda de Eneas, cuya primera aparición en la literatura latina coincide
exactamente con la introducción del drama en Roma después de la primera guerra
púnica. Más aún, Nevio, el primer poeta en darle forma épica a la leyenda de Eneas, fue
el dramaturgo más importante de la generación anterior a Plauto. Y vale la pena
destacar que en Miles gloriosus ocurre una de las pocas alusiones a textos de otros
autores de la obra de Plauto, y precisamente a Nevio. Pero no hay necesidad de seguir
adelante con este tipo de análisis; baste señalar que los militares gozaban de gran
respeto y elevado status social entre los contemporáneos de Plauto, y que el
comediógrafo saca partido de esta circunstancia para producir la risa.
En la escena inicial, se establecen las “condiciones de líder” del miles o al menos
se permite que el personaje dé rienda suelta a sus pretensiones de fantásticas poezas.
Entre otras cosas, Pirgopolinices “admite” haber vencido a una armada cuyo imperator
summus (“máximo general”) era el nieto de Neptuno, haber espantado legiones con un
simple suspiro y otras hazañas épicas por el estilo (vv. 13-18). Su parásito Artotrogo
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sugiere que las cualidades del miles superan incluso las del dios romano de la guerra
(vv. 11-12):
El soldado se pinta, desde luego, con los trazos más gruesos y farsescos, y sus
hazañas más fabulosas resultan ser meros inventos del hambre de su parásito (offae
monent, “los bocados me hacen recordar”, v. 49). Como sea, Pirgopolinices es un oficial
lo suficientemente importante como para tener trato con el rey Seleuco de Siria, quien,
al menos según el soldado, “le ha suplicado con urgencia” (me opere oravit maxumo, v.
75) que le consiga merecenarios. Al término de la primera escena, esa breve pero
brillante muestra de la alazoneia (“fanfarronería”) del soldado, parte rumbo al foro. Las
últimas palabras que les dedica a sus acompañantes se corresponden con la imagen
hiperbólica que tiene de sí mismo. Se dirige a ellos como si se tratara de la comitiva de
un rey o príncipe, sequimini, satellites (“seguidme, guardias/comitiva!”, v. 78).
Pero a medida que avanza la trama, este gran líder se transforma gradualmente
en un vulgar acompañante, y por último en un cobarde suplicante. Después de un rato su
propio sirviente lo lleva de la nariz y la inversión se subraya en términos plautinos. Al
comienzo de la obra, Palaestrio, el brillante esclavo-estratega, ya está al mando de las
fuerzas contrarias. La confianza con la que da órdenes al viejo Periplectomeno y al
joven Pleusicles, su antiguo amo, es un sutil ejemplo del primer tipo de inversión festiva
que hemos descripto, la transferencia voluntaria de poder del amo al lacayo. En una
escena el esclavo envía al anciano que se escabullía rumbo al foro a cumplir un pedido
suyo (alquilar mujeres para su engaño), y luego se vuelve hacia Pleusicles para decir
(vv. 805-806):
PALAESTRIO: Ergo adcura, sed propere opus est! Nunc tu ausculta, Pleusicles.
PLEUSICLES: Tibi sum oboediens.
PALESTRIO: ¡Ocúpate pues, pero es necesario darse prisa! Ahora tú escucha, Pleusicles.
PLEUSICLES: Te obedezco.
largo del escenario (v. 1009), tal como éste se había dirigido antes a sus secuaces con un
imperativo sequimini satellites (v. 78):
Y aunque suelen alardear de hombres de estado, los esclavos se ufanan aún más
de ser jefes militares. De hecho, como sucede en la deliberación mental de Epidicus, los
esclavos-senadores suelen votar declaraciones de guerra: “Recomiendo este plan: el
asalto de la ciudadela del viejo” (Epidicus, 163). En Plauto hay innumerables ejemplos
de esclavos que actúan como generales; tal vez el más significativo sea el de Crísalo,
cuando se compara a sí mismo con el legendario rey de reyes homérico, Agamenón
(Bacchides, 944 sqq.). Fraenkel notó una notable similitud entre el discurso de Crísalo
(v. 1971 sqq.) y la tablilla del general vencedor Tito Sempronio Graco). Así, a los ojos
-y oídos- de la audiencia de Plauto, Crísalo era un conquistador a la vez homérico y
romano. El esclavo mismo no lo consideraría exagerado; de hecho, al reclamar una
superioridad no sólo militar sino también intelectual, declara ser a la vez un Agamenón
y un Ulises (Bacchides, 941, 949-950).
En la medida en que, gracias a la tragedia, diversas leyendas acerca de los héroes
homéricos gozaban de una gran popularidad en Roma, no es raro que muchos símiles
plautinos remitan a la guerra de Troya. Por ejemplo, la estrategia de Pséudolo se
compara, como la de Crísalo, con las astucias de Ulises (Pseudolus, 1063 y 1244). De
hecho, aunque Troya no se menciona a cada rato como en Miles, 1025, la rebeldía de los
esclavos suele presentarse como el asalto de una ciudad o ciudadela, como sucede en la
declaración de guerra de Epidicus, senem oppugnare (“sitiar al viejo”, v. 163),
mencionada antes, con el plan de Crísalo de erum expugnare (“sitiar al amo”,
Bacchides, 929) y el uso de términos similares para describir la campaña de Pséudolo
contra Ballio (Pseudolus, 585 sqq., 761 sqq.).
Los esclavos no sólo se comparan a sí mismos con los héroes homéricos, a veces
en desmedro de estos últimos, como ocurre en Pseudolus, 1244, sino que aluden
también a generales históricos. He aquí la apología de Tranio de sus propios hechos
(Mostellaria, 775-777):
las alturas olímpicas, o al menos la apariencia de divinidad a los ojos de su amo. Las
referencias a la divinidad de los esclavos pueden ser sutiles, como en Bacchides, donde
los dos jóvenes están angustiados, sin saber cómo encontrar una solución a su dilema.
Mnesíloco llega a la conclusión de que nada puede salvarlos y se propone salir de
escena cuando su camarada lo reconforta (vv. 638-639):
PISTOCLERO: Cállate tan sólo: algún dios se fijará en nosotros. MNESÍLOCO: ¡Tonterías! Adiós.
PISTOCLERO: ¡Quédate! MNESÍLOCO: ¿Qué pasa? PISTOCLERO: Veo aquí tu salvación, Crísalo...
A Epídico lo ayudan no sólo las huestes celestiales, sino doce divinidades más,
los titanes sin duda, como conviene a estas circunstancias rebeldes, saturnales. Nótese,
además, que los esclavos plautinos suelen expresar las más increíbles pretensiones de
divinidad (por no mencionar otras virtudes) sin sufrir menoscabo alguno, mientras que a
otros personajes anti-cómicos que se atreven a pedir cosas similares semejante hybris
verbal les vale un invariable castigo. El ejemplo más acabado es el de Pirgopolinices,
cuya virilidad se ve amenazada por haber pretendido ser “nieto de Venus” (Miles, 1413,
1421). Crísalo puede jactarse libremente de que deberían erigirle una estatua de oro
(Bacchides, 640). Ya hemos hablado acerca de la demanda de estatuas y cultos divinos
similares de parte de los esclavos en Asinaria. Y son muchos los casos en los que los
esclavos inteligentes sugieren tener el poder de los dioses, como Pséudolo, por ejemplo
(vv. 109-110):
Parece compararse con Eolo, poderoso amo de los vientos que ocupa un lugar
importante tanto en la épica griega como en la romana, y sus acciones siguientes
justifican estos pretenciosos reclamos. Más aún, esta clase de fanfarronería parece haber
formado parte del vocabulario corriente del esclavo a lo largo de toda la historia de la
comedia. Considérese, por ejemplo, cómo Fígaro se hace eco de la jactancia de
Pséudolo:
¡Oh! Tu parásito
es lo más precioso que haya caído del cielo,
no criado aquí en la tierra.