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La objetividad y la Historia

José Luis Ibáñez Salas 17/06/2018 OPINION, Tribuna libre Dejar comentario

El filósofo de la Historia neerlandés Chris Lorenz es uno de los grandes refutadores de


las teorías posmodernistas. Con motivo de sus “reflexiones sobre la verdad y la
objetividad en la Historia”, usa como arma de autoridad lo escrito por el historiador
estadounidense Thomas L. Haskell en un libro suyo de 1998 titulado Objectivity Is Not
Neutrality: Explanatory Schemes in History.

Para Haskell, existe una crucial diferencia entre objetividad y neutralidad, pues luchar
por la una no es lo mismo que hacerlo en pos de la otra. La objetividad sería para ambos
(las palabras son las de Lorenz) “el resultado colectivo de respetar las reglas
metodológicas de la disciplina, imparcialidad, desapego, crítica mutua y ecuanimidad”.
Buscar la objetividad, en ese sentido, no tiene que ver con ser neutral, siendo de hecho
compatible esa indagación con fuertes compromisos políticos y sociales.

Objetividad, honestidad

Bueno, a eso que Lorenz con Haskell llama objetividad es a lo que yo prefiero llamar
honestidad. Lorenz comienza su acercamiento a la objetividad y a la verdad de los
historiadores con la distinción que hace un posmodernista, el historiador neerlandés
Frank Ankersmit, entre dos clases de entidades lingüísticas a la hora de establecer una
comprensión filosófica de la escritura de la Historia. Ankersmit diferencia entre, por un
lado, “enunciados singulares, descriptivos y referenciales” (del tipo Francisco Franco
murió el 20 de noviembre de 1975), que “no presuponen teorías y cuyo valor de verdad
puede ser decidido de manera independiente de otros enunciados”, y, por otro,
“complejas entidades lingüísticas no descriptivas, no referenciales, desprovistas de todo
valor de verdad” (nociones como feudalismo, Ilustración) a las que el historiador
neerlandés llama sustancias narrativas o representaciones históricas. Estas últimas,
únicamente “generan puntos de vista, o perspectivas, desde los cuales podemos mirar al
pasado, pero no pueden ser hallados en el pasado, no pueden ser fijados a nada en el
pasado”. Sin embargo, los enunciados singulares, descriptivos y referenciales sí pueden
ser fijados al pasado.
Tal y como lo entiende Lorenz, la filosofía de la Historia necesita incluir los dos puntos
de vista confrontados desde la década de los 70 del siglo pasado: el objetivismo, que
considera el conocimiento histórico sólo desde la óptica epistémica del observador
(distante); y el relativismo, que tiende a ver el conocimiento histórico únicamente desde
la perspectiva del actor (involucrado). La filosofía de la Historia “necesita analizar el
pasado histórico y el pasado práctico en sus conexiones e intersecciones”.

El oficio del historiador, que siempre se enfoca hacia el conocimiento de un pasado real,
cierto, tiene pretensiones de verdad. Y no sólo lo dice Lorenz, pero es a él al que voy a
seguir en su profundización en lo que de verdad hay en la Historia a través de su propio
concepto de realismo interno.

La Historia y el realismo interno

El objetivismo enmascara un “realismo ingenuo”, pero rechazar la objetividad de la


Historia no es rechazar el realismo ni adscribirse al idealismo o al esteticismo. El
realismo que por su parte Lorenz defiende es un tipo de realismo cuyo nombre ya fue
usado por el pensador estadounidense Hillary Putnam: el realismo interno. Para él, para
Lorenz, hoy en día existe el enfrentamiento claro entre los dos tipos de historiadores ya
expuestos: de un lado, los objetivistas, centrados en la óptica distante como sabemos,
que creen que la Historia se basa en pretensiones de verdad; de otro, los relativistas,
atentos sólo a los actores de la Historia, involucrados en ella, para quienes “sólo hay
ciencia cuando existe consenso sobre los hechos y sus relaciones explicativas”, y, dado
que en la Historia no se da ese consenso, para ellos ésta es una mera “expresión de
cultura” sin pretensión de verdad. Pero hay un tercer camino que supera a ambos, tanto
al objetivismo como al relativismo, y ese camino es el realismo interno de Putnam. Voy
con él.

El conocimiento histórico es una reconstrucción, no es una construcción, “descansa


sobre ciertos presupuestos básicos: primero, que la realidad existe independientemente
de nuestro conocimiento de ella; y segundo, que nuestros enunciados científicos —
incluyendo nuestras teorías— refieren a esta realidad de existencia independiente”. El
punto de partida del realismo interno “es la visión de que todo nuestro conocimiento de
la realidad está mediado por el lenguaje”, es decir, “la realidad siempre es realidad
dentro del marco de una cierta descripción”. Y “las descripciones expresan puntos de
vista o perspectivas desde las cuales se observa la realidad”. Esas perspectivas
“pertenecen al marco de descripción y no a la realidad misma”. Los historiadores
construimos “una perspectiva basada en perspectivas”, de manera que “esto es lo que
explica por qué la elección de una perspectiva en las ciencias sociohistóricas genera el
problema de las ficciones militantes”. Lorenz concluye para explicarnos lo que es en
definitiva ese tercer camino distinto del objetivismo y del relativismo:

“Damos así cuenta siempre de la realidad dentro de un marco específico de descripción:


eso es el realismo interno”.

Y, así, no habrá jamás garantía de consenso en Historia, mientras distintos estados de


cosas sean tenidos por hechos por distintos historiadores y que éstos continúen
refiriéndose a distintos enunciados como verdaderos. Dicho esto, “los méritos de cada
pretensión de verdad particular en Historia no son juzgados por la filosofía del Historia
sino por los propios historiadores”. Tanto los hechos como los valores se suponen
separados por un abismo infranqueable; las discusiones fácticas resultan decidibles por
medios racionales mientras los debates relativos a juicios son presentados como
esencialmente irracionales”. Pero, para el realismo interno, este abismo no existe,
porque elimina “la tentación de disfrazar los juicios normativos como enunciados
fácticos”.

Concluyo: la imparcialidad

Creo que es buena idea ir rematando este artículo con las acertadas apreciaciones que la
historiadora española Cristina Gómez Cuesta hace al respecto:

“La función del historiador no es ofrecer doctrina, sino construir posibilidades


interpretativas. No se trata de ser apolítico o neutro, sino que la orientación política no
se anteponga a la disciplina profesional. Tenemos la tendencia a desvelar la ideología
del adversario, pero no la que nos condiciona a nosotros mismos. Por eso, la primera
tarea del historiador debe ser descubrir y descubrirnos las posiciones desde las que
enunciamos nuestras construcciones del pasado, así como las consecuencias que se
derivan de ello. El historiador debe ser imparcial pero no necesariamente neutral, puesto
que como todo científico tiene derecho a interpretar”.
Para finalizar con cuanto me interesa resaltar sobre este asunto de la objetividad, regreso
un momento a la palabra compromiso, y lo hago de la mano del historiador francés
Antoine Prost, para quien el compromiso personal “permite ir al historiador más rápido
y más lejos en la comprensión de su objeto, pero asimismo puede apagar su lucidez por
la efervescencia de los afectos”. De hecho, “la distancia que crea la Historia [no sólo
respecto del paso del tiempo] es así también una distancia en relación a uno mismo y a
sus propios problemas”. “El historiador debe aclarar sus propias implicaciones”,
argumenta Prost, y yo añado que debe aclarar ‘a los demás’ y aclarárselas ‘a sí mismo’
de forma que recapacite sobre sus propios prejuicios para ejercer la crítica absoluta
sobre su objeto de estudio.

La objetividad “no puede proceder de la perspectiva adoptada por el historiador, pues se


halla necesariamente situado, es decir, es necesariamente subjetivo”.

Estoy con Prost: no existe en la Historia la objetividad. “Más que de objetividad, mejor
sería hablar de imparcialidad y de verdad”, que son las metas que ha de conquistar el
esfuerzo del historiador y “aparecen al término de su trabajo, no al inicio”. Para Prost,
para quien “la Historia dice la verdad pero sus verdades no son absolutas, son relativas y
parciales”, la Historia jamás podrá alcanzar la objetividad, aunque la pretende y tiende
hacia ella: “Más que de objetividad, deberíamos hablar de distancia e imparcialidad”.

El historiador, al igual que un juez, no puede ser objetivo pero sí imparcial, evitando las
perspectivas unilaterales. Esa imparcialidad es el resultado de una “actitud moral e
intelectual”, nos advierte Prost, pues la necesaria apelación a la honestidad y al rigor del
historiador, cuya pretensión es la de comprender, no la de “dar lecciones o moralizar”,
es de orden tanto moral como intelectual.

En la Historia, “la verdad es aquello que está probado”. El historiador dispone para la
administración de la prueba de muchos métodos, bien sean de investigación (para
establecer los hechos, las secuencias, las causas y las responsabilidades, es decir, las
pruebas factuales) o bien de sistematización (cuando el historiador “enuncia verdades
que se refieren a una suma de realidades, tales que individuos, objetos, costumbres,
representaciones…, o sea, las pruebas sistemáticas, normalmente validadas
estadísticamente). Del rigor con que se usen esos métodos para la administración de la
prueba depende el régimen de verdad de la Historia.

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