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Los primeros retratos de la historia fueron esculturas. Las mismas fases que acompañan la
evolución de la producción de un retrato desde la producción infantil a la edad adulta se
encuentran también en la historia del arte. Los cráneos humanos encontrados en Jericó,
donde los rasgos se recrean con yeso y los ojos con conchitas, manifiestan la voluntad de
reconstruir la persona del difunto, pero son retratos plenamente intencionales, en cuanto que
están ligados a esquemas del todo genéricos, a pesar del auxilio de la estructura ósea
subyacente. Seguramente las primeras representaciones humanas tenían las implicaciones
mágicas y sagradas hacia las que se representaban. La creencia de que la imagen se une
indisolublemente con aquello que retrata y que permanece por ejemplo en el ámbito negativo,
como en aquellos ritos que se reservan a las imágenes de los adversarios tratamientos
funestos, según supersticiones aún vivas en los retazos de civilización campesina y pastoril.3
El Antiguo Egipto es un ejemplo típico de cultura que, teniendo plenos medios técnicos, evitó
la producción de retratos fisonómicos, al menos durante la mayor parte de su historia artística.
Muchas figuras indicaban, a través de la aposición de diversos nombres, personajes diversos,
comprendidos los retratos de los soberanos, en los cuales el nombre tenía un valor
significativo que valía por los rasgos fisonómicos, mientras que no faltan ejemplos de
soberanos representados como toros o leones. El realismo se veía como algo bajo y
contingente, adaptado a las escenas de la vida cotidiana de las clases inferiores. El retrato
«tipológico» permanece en auge, aunque con algunos acentos de diferenciación fisonómica
debida al particular procedimiento de los escultores de elaborar a partir de máscaras en yeso
modeladas con relieve en creta con los rasgos del difunto.4 Sólo en el Imperio Nuevo, tras la
reforma religiosa de Amenofis IV, se produjeron en Egipto auténticos retratos fisonómicos, con
acentos psicológicos, como los numerosos retratos de Akenatón y Nefertiti. Este paréntesis se
cierra de repente con la vuelta a la tradición y a los retratos por «tipología». Durante la
tardía dinastía saíta (663-525 a. C.) se produce una nueva vuelta al retrato verídico, pero es
una adecuación fisonómica superficial, ligada más al virtuosismo técnico que a la presencia de
valores que expresar. Tras la conquista griega el retrato egipcio perdió las características
propias para entrar en la corriente helenística.
También dentro de la escultura cabe el autorretrato. El primer artista del que se conoce el
nombre es el escultor del faraón egipcio Akhenatón Bac (hacia el 1365 a. C.), si bien se cree
que los autorretratos son tan antiguos como el arte
rupestre.
La gran personalidad de Lisipo y las cambiantes condiciones sociales y culturales hicieron que
se superaran las últimas reticencias hacia el retrato fisonómico y se llegase a
representaciones fieles a los rasgos somáticos y del contenido espiritual de los individuos en
época helenística, como puede verse en los retratos de Alejandro Magno. A Lisipo o sus
seguidores se atribuyen los retratos de Aristóteles, el reconstruido de Sócrates del tipo II, el
de Eurípides de tipo «Farnesio» en los que está presente una fuerte connotación psicológica
coherente con los méritos de la vida real de los personajes.
Entre los siglos II y I a. C. se desarrolló ampliamente el retrato fisonómico, no reservado sólo a
soberanos y hombres destacados, sino también a simples particulares. Se difundieron el
retrato honorífico y el funerario.
El arte del retrato floreció en las esculturas romanas, en las que los retratados demandaban
retratos realistas, incluso si no les favorecían. El origen de estos retratos está probablemente
en la época helenística. en el arte romano se distingue entre el retrato honorífico público y el
privado, ligado al culto de los antepasados.