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EL HOMBRE EN EL CIELORRASO

Steve Rasnic Tem & Melanie Tem

Todo lo que estamos a punto de contarte es verdad.

No me preguntes si me refiero “literalmente”. Yo sé de lo literal. Lo


literal ha fallado miserablemente en explicar las cosas para las que realmente yo
necesitaba una explicación. Las cosas en tus sueños, las cosas en tu cabeza, no
distinguen lo literal. Y sin embargo allí es donde la mayoría de nosotros
vivimos: en nuestros sueños, en nuestras cabezas. Las historias allí, esas fábulas
y cuentos de hadas, son nuestra vida. Desde que era un niño quise averiguar los
nombres de los personajes misteriosos que vivían en esas historias. Los héroes,
los demonios, y los ángeles. Una vez que los nombrara, estaría un paso más
cerca de entenderlos. Una vez que los nombrara, serían más reales.

Cuando Melanie y yo nos casamos, elegimos este nombre, TEM. Una


palabra gitana que significa “país”, y también el nombre de una antigua deidad
egipcia que creó el mundo y todo lo que había en él, nombrando al mundo y
todo lo que había en él, que creó su propio ser divino poniéndose nombre a sí
mismo, parte por parte. Tem se convirtió en el nombre de nuestra relación, ese
país sin descubrir que siempre había existido dentro nuestro, pero que nunca
había sido real hasta que nos conocimos.

Mucho de nuestra vida juntos había estado ocupada en estos


nombramientos. Nombrar cosas, lugares y personajes misteriosos, sombríos.
Nombrarnos el uno al otro y lo que había entre nosotros. Hacerlo real.

Lo más perturbador acerca de las figuras de la literatura de terror para


mí es una especie particular de vaguedad en su forma. No importa cuán
claramente un autor pueda pintar una figura terrorífica, si este personaje
verdaderamente resuena, si refleja algún terror esencial dentro del animal
humano, entonces nuestra mente se niega a fijarlo en una forma. Las caras de
nuestros terrores reales cambian y se deforman cuanto más se acercan a
1
nosotros: el hombre lobo se vuelve el viejo de la cuadra se vuelve el carnicero
del barrio se vuelve el tío que recordamos viniendo en Navidad cuando
teníamos cinco. La cara del horror se congela pero brevemente, y tan rápido
como tomamos nota de los detalles, es otra cosa nuevamente.

Melanie solía despertarme en mitad de la noche para decirme que había


un hombre en la ventana de nuestro dormitorio, o un hombre en el cielorraso.

Yo tenía mis dudas, pero siendo un buen marido chequeeaba las


ventanas y checkeaba el cielorraso y trataba de tranquilizarla. Tenía razones para
saber que ella no iba a quedarse tranquila no importara lo que le dijese:
Habíamos pasado por esto las suficientes veces. Aún así lo intentaba cada vez,
dándole explicaciones demasiado razonables con respecto a la manera en que la
luz se quebraba con las ramas movidas por el viento afuera, o cómo el plafond
del cielorraso podía ser confundido con una cabeza humana por una persona
despertándose de repente de un dormir inquieto1 o un sueño intenso. A veces
mis cuidadosas explicaciones la irritaban enormemente. Todavía prácticamente
dormida, se preguntaba en voz alta por qué yo no podía ver al hombre en el
cielorraso. ¿Estaba jugando con ella? ¿Tratando de aplacarla cuando sabía la
horrible verdad?

De hecho, a pesar de mis intentos de razonar, yo creía en el hombre en


el cielorraso. Siempre lo había hecho.

Cuando era chico, era un mentiroso persistente. Mentía por confusión


y mentía por una profunda decepción. Una de mis mentiras más elaboradas
cobró forma durante la elección presidencial de 1960. Mientras el resto del país
estaba debatiendo los méritos relativos de Kennedy y Nixon, yo les explicaba a
mis amigos cómo yo había sido un gemelo siamés, y cómo mi hermano había
muerto trágicamente durante la separación.

1 Ojo acá lo volví a cambiar. Fijate!

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Esta fue, quizás, la mentira más sentida hasta hoy, porque, contando
esta historia me encontré haciendo el duelo por la pérdida de mi hermano, mi
gemelo. Había creado mi primer personaje creíble, y mi personaje me había
herido.

Más tarde reconocí que alrededor de esa época (yo tenía diez), el que yo
había sido estaba muriendo, y que estaba volviéndome lentamente el gemelo
que había muerto, o se había ido a alguna otra, mejor ficción.

Muchas de mis mentiras desde entonces, por las que me pagan, han
sido acerca de aquellos secretos, trágicos gemelos y sus otras vidas. Las vidas
que soñamos, y sólo recordamos a medias luego del primer impacto del día.

¿Así que cómo podía yo, más que nadie, dudar de la existencia del
hombre en el cielorraso?

Mi primer marido no creía en el hombre en el cielorraso.

Al menos, él decía que no. Él decía que nunca lo vio. Nunca tuvo
terrores nocturnos. Nunca vio las moléculas de los troncos de los árboles
moviéndose y sintió las distancias entre las partes de sí mismo.

Yo creo que él creía, sin embargo, y tenía demasiado miedo como para
nombrar lo que veía. Creo que pensaba que si no lo nombraba no sería real. Y
entonces, creo, el hombre en el cielorraso lo agarró hace tiempo.

En ese entonces, usualmente era una serpiente lo que veía, reptando


por el cielorraso, cayendo para enroscarse en mi cama. Yo me despertaba y
todavía habría una serpiente —enorme, vívida, sinuosa, totalmente hipnótica.
Yo gritaba. Pedía ayuda. Después de que mi primer marido hubiera venido de
mala gana un par de veces y no hubiera sido capaz de asegurarme que no había
una serpiente en el cielorraso, simplemente dejó de venir.

Steve viene siempre. Usualmente, él ya está ahí al lado mío.


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Una noche un hombre realmente trepó por la ventana de mi
dormitorio. Realmente se sentó en el borde de mi cama, realmente murmuró
incoherentemente y tanteó las sábanas, realmente parecía sorprendido y
confundido cuando me incorporé y grité. Creo que pensó que yo era otra
persona. Se fue, tropezando por la misma ventana del segundo piso.

Lo perseguí a través de la habitación, tuve la punta de su campera de


jean en mis manos. Pero lo dejé ir porque no podía imaginar que haría luego si
lo agarrara.

Para cuando fui abajo y le dije a mi primer marido, no había ningún


signo del intruso. Para cuando llegó la policía, no había evidencia, y ciertamente
nunca lo podría haber identificado. No podía ni siquiera describirlo de alguna
manera útil: oscuro, sin facciones. Murmurando sin sentido. Tan confundido
como yo. Claramente sin desearme nada malo, ni nada bueno, tampoco. Sin
desearme nada. Él pensó que yo era otra persona. Yo no tenía miedo. Él no
cambió mi vida. Él no era el hombre en el cielorraso.

Yo no creo que alguien en ese momento creyera que un hombre había


venido en mitad de la noche y se había ido otra vez. Steve me habría creído.

Sí, yo le habría creído. He llegado a creer en la realidad de todos los personajes


de Melanie. Y yo creo en el hombre en el cielorraso con todo mi corazón.

Porque una vez este hombre en el cielorraso se desprendió de la


oscuridad y fuera del sueño de nuestro matrimonio y se llevó a uno de nuestros
hijos. Y cambió nuestra vida para siempre.

Despierta.

Alguien en la habitación.

Dormida. Soñando.
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Alguien en la habitación.

Alguien en la habitación. Alguien al lado de la cama. Estirándose para


tocarme pero sin tocarme todavía.

Saco mi mano y Steve está al lado mío, sólido, respirando


tranquilamente. Me aprieto contra él, sin querer despertarlo pero necesitando
estar cerca de él lo suficiente como para estar dispuesta egoístamente a
arriesgarme. Puedo sentir el latido de su corazón a través de la frazada y la
sábana, a través de nuestros pijamas y nuestra carne, a través del despertar o del
sueño. Él está muy tibio. Si estuviera muerto, si fuera la figura fantasmal parada
al lado de la cama tratando de tocarme pero sin tocarme, su calor corporal no
se irradiaría hacía mí así, no me reconfortaría. Me reconforta intensamente.

Alguien me llama. Sólo escucho la voz, el tono de voz, y no el nombre


que usa.

Despierta. Hormigueo doloroso de las terminaciones nerviosas, el


corazón bombeando tan fuerte que duele. Nuestro gato dorado Cinnabar —
que suele dormir en mi pecho y alivia algo del miedo con su ronroneo, su
pequeño peso, su pequeño radiante calor corporal, por el absolutamente
milagroso contacto con alguna otra criatura viviente que permanece
fundamentalmente extraña mientras la tocamos con tanta seguridad—se aleja
ahora. Se mueve primero sobre el monte de la cadera de Steve, pero a él no le
gusta que esté sobre él y entre sueños hace un irritante movimiento de sacudida
que lo voltea. Cinnabar responde con una vibración irritante y salta de la cama.

Alguien llamándome. La puerta, siempre entreabierta para que pueda


oír a los chicos si tosen o llaman, se abre más ahora, baño amarillo de la luz del
hall sobre la nueva alfombra verde bosque de nuestro dormitorio, que hemos
remodelado para que sea una cueva en el bosque sólo para nosotros dos, un
santuario. Una figura en la luz amarilla, pequeña y sombría, no llamándome
ahora.

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Ni dormida ni despierta. Un estado de conciencia mitad-de-la-noche
que no es hipnagógico, tampoco. Meta-vigilia . Meta-sueño. Consciente ahora
de cosas que están siempre ahí, pero en la luz del día están oscurecidas por
pensamientos y planes, juicio e imprecisiones, palabras y preocupaciones y
obligaciones y sensaciones, y a la noche por sueños.

Alguien en la habitación.

Alguien junto a la cama.

Alguien viniendo a buscarme. Estoy demasiado asustada como para


abrir los ojos y ver quién está allí, y demasiado alerta como para volver a
dormir.

Pero lo convertimos en nuestro trabajo, Melanie y yo, abrir nuestros ojos y ver
quién está ahí. Para ver quién está ahí y nombrar a quien está ahí.

En nuestra vida juntos, parecemos buscarlo. Nuestros hijos, cuando se


convierten en nuestros hijos, ya conocen al hombre del cielorraso. Quizás todos
los chicos lo saben, en algún nivel primitivo, pero los nuestros lo conocen.
Concientemente, ya lo han identificado y nos han enseñado cómo hacerlo,
también.

Fuimos hacia la voz en la puerta, la forma en la habitación. No tanto


para encontrar los vampiros y los hombres lobo que habían sido vistos tantas
veces antes—que son seguros de encontrar porque ya nadie cree en ellos de
todas formas—sino para encontrar las figuras ocultas que acechan nuestra casa
y otras casas como la nuestra: el niño que sacude la cabeza vigorosamente
nonono, el niño que aparece y desaparece en mitad de un dormitorio
abarrotado, la niña muerta que controla a su familia con deseos y mentiras, el
niño llevado por su padre a un viaje de caza en el corazón más oscuro de la
ciudad, y el hombre que cuelga suspendido del techo esperando la oportunidad

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justa para descolgarse como un mensaje desde lo eterno. Para encontrar
demonios. Para encontrar los ángeles.

A veces encontramos esta figura justo en nuestro propio hogar,


infiltrándose en nuestra vida juntos, parados encima de las camas de nuestros
hijos.

“¿Mamá?”

Un niño. Mi hijo. Llamándome, “mamá”. Un nombre tan precioso que


nunca me acostumbro, emblemático de la alegría y el terror de esta relación
imposible cada vez que uno de ellos lo dice. Lo que sucede seguido.

“¿Mamá? Tuve una pesadilla.”

Es Joe. Quien llegó a nosotros hace un año y medio como un


indisciplinado, intensamente imaginativo niño tan asustado de volver a ser
abandonado que sólo recientemente ha estado dispuesto a decir que me quiere.

Si amás a alguien, te dejan. Pero si no amás a alguien te dejan, también.


Así que tu opción no es entre amar y perder sino sólo entre amar y no amar.

Esta es la primera vez que Joe ha venido por mí en la mitad de la


noche, la primera vez que ha estado dispuesto a poner a prueba nuestra
insistencia de que para eso están los padres, aunque creo que tiene pesadillas un
montón.

Me deslizo fuera de la cama y lo levanto. Es tan pequeño. Se mantiene


derecho, no se va a acurrucar contra mí, y sus grandes ojos azules están
mirando fijo algún lugar, pero no a mí. Pero su mano está en mi hombro y me
deja ponerlo en mi falda en la mecedora, y me cuenta sobre su sueño. Acerca de
un perro que se murió y volvió a la vida. Joe ama a los animales. Acerca de papá
y yo muriendo. Él muriendo. Anthony muriendo.

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Joe, que nunca conoció a Anthony, sueña con Anthony muriéndose.
Hace duelo por Anthony. Esta conexión me parece maravillosa, y un poco
atemorizante.

El hombre en el cielorraso de Joe ya tiene nombre, pues el sueño de


Joe es también acerca de cómo sus padres biológicos lo lastimaron. Lo dejaron.
Él no lo dice, quizás no es lo suficientemente grande para nombrarlo, pero
cuando sugiero que él debe haber sentido en ese momento que iba a morir, que
lo iban a matar, asiente vigorosamente, pulgar en la boca. Y cundo remarco que
no se murió, que todavía está vivo y puede jugar con los gatos y perros y cavar
en el pozo de barro y aprender a leer libros con capítulos e ir a la luna algún día,
sus ojos se vuelven muy grandes y asiente vigorosamente y luego se acurruca
contra mi hombro. Contengo la respiración para este momento trascendente.
Joe se duerme en mi falda.

Estoy completamente despierta ahora, sosteniendo a mi niño dormido


en mi falda y meciendo, meciendo. Las sombras se mueven en el cielorraso. El
hombre en el cielorraso está ahí. Él está siempre ahí. Y yo entiendo, en una
manera que no entiendo del todo y voy a haber perdido en su mayor parte por
la mañana, que me dio este momento también.

Nunca tuve miedo de morir, antes. Pero eso cambió después de que el hombre
en el cielorraso bajó. Ahora veo su sombra impresa en mi piel, como una
marca, y pienso en morirme.

Eso no quiere decir que sea infeliz, o que la sombra arrojada por el
hombre en el cielorraso sea una sombra de depresión. No puedo soportar a la
gente sin sentido del humor, ni puedo tolerar esta especie de fascinación
morbosa en las maneras y la coloración de la muerte que se muestran aún entre
la gente que dice que disfruta mi trabajo. Nunca creí que la literatura de terror
sea simplemente acerca de fascinaciones morbosas. Considero esa actitud
estúpida y aburrida.

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El hombre en el cielorraso le da un filo a mi vida. Me pone intranquila;
me aflige. Y sin embargo también me llena de asombro por lo que es posible.
Me avergüenza con sus vistazos dentro de la oscuridad de la crueldad del alma
humana, y me conmociona cuando veo pizcas de mi propia cara en la suya. Él
alienta una reverencia cuando contempla la inevitabilidad de mi propia muerte.
Y me sacude con furia, pena, y miedo.

El hombre en el cielorraso hace que signifique mucho más cuando mi


hija tiene fiebre, cuando mi hijo sonríe somnoliento en la mañana y saca la
lengua.

Entonces no me sorprendió cuando una noche, tarde, 2 AM o algo así,


luego de que haberme quedado despierto leyendo, empecé a sentir un cambio
en el aire de la casa, como si algo estuviera siendo añadido, o algo quitado.

Cinnabar se desenrolló y levantó la cabeza, su hocico arrugándose


como para testear el aire. Luego su cabeza se levantó lentamente sobre su
cuerpo, y sus ojos amarillos se volvieron plateados mientras echaba una larga,
inmóvil mirada fija dentro de la oscuridad más allá de la puerta de nuestro
dormitorio. En posición. Paralizado.

Bajé la mirada hacia Melanie durmiendo a mi lado. Podía ver las garras
de Cinnabar punzando la sábana y aún así Melanie no se despertó. Me incliné
sobre ella entonces para ver si podía convencerme de que respiraba. Melanie
respira tan superficialmente durante el sueño que la mitad del tiempo no puedo
distinguir si esta respirando en absoluto. Así que no es inusual encontrarme
posicionado sobre ella en mitad de la noche, como una ansiosa gárgola
envejeciendo, esperando para ver el ascenso y caída de las mantas que me hagan
saber que todavía está viva. No sé si este es un comportamiento normal o no—
nunca antes lo discutí realmente con nadie. Pero no importa cuán seguido
observo a mi esposa así, y espero, no importa cuán seguido veo que sí, ella está
respirando, todavía me encuentro considerando qué haría, cómo me sentiría, si
esa milagrosa respiración de hecho parara. Cada vez me preocupo con una
rutina imaginada de intentos fallidos de revivirla, de volver a meter la
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respiración adentro, de frenéticas llamadas a la noche tarde a cualquiera que
pudiera escuchar, rogándoles que me digan que debería hacer para volver a
meter la respiración adentro. Sería mi culpa, por supuesto, porque había estado
mirando. Debería haberla observado más cuidadosamente: debería haber sabido
exactamente qué hacer.

Durante estas rumias me vuelvo intensamente consciente de cuán


efímeros somos. A veces pienso que todos somos poco más que fantasmas de
una memoria, nuestra carne un pobre chiste.

También me vuelvo dolorosamente consciente de cómo, aún para mí


cuando estoy actuando la parte del escritor, es tan difícil dar con las palabras
correctas para expresar cuánto amo a Melanie.

A esa altura, el hombre en el cielorraso asomó la cabeza a través de la


puerta de nuestro dormitorio y miró directamente hacia mí. Giró, mirando la
forma casi-inmóvil de Melanie—y yo vi cuán flaco era, como una silueta
recortada de cartulina negra. Luego volvió a meter la cabeza en la oscuridad y
desapareció.

Salí suavemente de la cama, tratando de no despertar a Melanie.


Cinnabar elevó el lomo y me tiró un zarpazo. Me moví hacia la puerta, echando
una última mirada a la cama. Cinnabar me miró fijamente como si no pudiera
creer que yo de hecho estuviera haciendo esto, como si estuviera loco.

Porque tenía la intención de seguir al hombre en el cielorraso y


averiguar a dónde estaba yendo. No podía tomármelo a la ligera. Ya sabía algo
de lo que era capaz. Así que lo seguí esa noche, así como lo seguí todas las
noches desde entonces, dentro y fuera de las sombras, a través de sueños y
memorias de sueños, por la escalera de atrás y por el altillo, más allá del sueño
intermitente o pacífico de mis hijos, a través de los encuentros diarios con la
muerte, el perdón, y el amor.

Por lo general, él es esta sombra que he descripto, una silueta recortada


de las sombras, una sombra de la sombra. Pero estos son meramente los
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aspectos que estoy dispuesto a enfrentar. A veces mientras se desliza de la
oscuridad hacia la luz y hacia la oscuridad de vuelta, mientras entra y vaga a
través de los cuartos nocturnos y corredores de nuestra casa, vislumbro su
figura desde otros ángulos: unos labios súbitamente hinchados y llena de
dientes, ojos como los ojos del diablo como los ojos de mi padre, un puño
peludo con gruesos dedos, una mandíbula con mi propia barba adherida.

Y a veces sus cambios son más elaborados: hace brotar dientes de


aguja, dedos de navaja, o una boca como un embudo giratorio de metal.

El hombre en el cielorraso arroja sombras de carne, y a veces las


sombras cobran vida propia.

Muchos años después, la serpiente regresó. Yo estaba muy despierto.

Me habían ofrecido analgésicos y tranquilizantes para producir el


estado no muerto que suele pasar por duelo pero no lo es. Las rechacé. Quería
estar despierto. Los bucles de la serpiente caían del cielorraso y se elevaban
desde el piso—rebozando, escurriéndose, hasta que estuve totalmente
recubierto. La piel mudaba y mudaba otra vez dentro de mi propia piel. La
carne era dúctil alrededor de mi propia piel. El color del mundo desde dentro
de los rollos de la serpiente era de un verde creciente, tranquilizante.

“A salvo”, siseó la serpiente a mi alrededor. “Estás a salvo”.

Todo lo que te estamos contando acá es verdad.

Cada noche mientras sigo al hombre en el cielorraso dentro de las varias


habitaciones de mis hijos y lo observo mientras él se suspende sobre ellos, los
toca, besa sus mejillas con su lengua de lazo negra, Me imagino lo que les debe
estar haciendo, qué transformaciones puede estar orquestando en sus sueños.

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Lo imagino trepando hasta la cama de mi hija más chica, estirando sus
flacos dedos negros y como una navaja entran en su cráneo para que él pueda
cambiar las cosas ahí, cambiar de lugar las cosas, plantar ideas que puedan
florecer—mortales o curativas—en los años venideros. Ella tiene siete años, y
es una artista. Ya sus cuadros son pensados y detallados y no tiene miedo de
arriesgarse: gatos con forma de corazones, gente con pelo como plumas, rosas
hechas enteramente de arcos concéntricos. ¿Tiene el hombre en el cielorraso
algo que ver con esto?

Lo imagino metiéndose en la cama de mi hijo más chico, susurrando


cosas al oído de mi hijo, y de repente el carácter dulce de mi hijo ha cambiado
para siempre.

Lo imagino subiendo las escaleras del altillo y pasando a través de la


puerta al cuarto de mi hija adolescente sin hacer ningún sonido, escurriéndose
sobre su forma dormida tan gradualmente que es como si las luces de un auto
hubieran pasado y las sombras en el cuarto se hubieran desplazado y ahora el
hombre del cielorraso está besando a mi hija e infectándola con un deseo que
jamás se sacará de encima.

Me lo imagino volando fuera de la casa del todo, dejando atrás una


sombra de su sombra que no es menos peligrosa de lo que es él, volando lejos
de nuestra casa para encontrar a nuestro perturbado hijo mayor, llenando su
cabeza con pensamientos que él no va a poder controlar, llenando su cerebro
con alucinaciones que él no va a tener que inducir, apresándolo para siempre
donde ahora está preso.

Imagino al joven que no llega a ser nuestro hijo y es muchísimo más


que nuestro amigo, que vive gran parte del tiempo en alguna otra realidad, que
quiere tan desesperadamente creerse extraño, elegido, destinado a cambiar el
mundo puramente en virtud del hecho de que se siente tan solo. Él escucha
voces—me pregunto si las voces en su cabeza lo ayudan a ignorar su hombre
en el cielorraso, o si son las voces del hombre en el cielorraso.

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Cada noche desde esa primera noche en el hombre en el cielorraso se
bajó, lo he seguido cada tarde de esta manera: en mis sueños, o incorporado en
la cama, o descansando en una silla, o posicionado enfrente de la pantalla de
una computadora tipeando obsesivamente, esperando que se revele a sí mismo
a través de mis palabras.

Nuestra hija adolescente tiene terrores nocturnos. Yo sospecho que siempre los
tuvo. Cuando llegó a nosotros, una pequeñita y aterrada niña de siete años, creo
que los terrores estaban en todos lados, noche y día.

Ahora ella tiene dieciséis, y todavía tiene miedo de muchas cosas. Su


fuerza, su sabiduría más allá de su edad, está en ir hacia lo que la asusta. La
observo hacerlo, y estoy fascinado. Se preocupa, por ejemplo, con los asesinos
seriales, y entonces ha leído y releído todo lo que pudo encontrar acerca de Ted
Bundy, Jeffrey Dahmer, John Wayne Gacy. Tiene miedo de la muerte, en parte
porque es seductora, y entonces quiere tener una funeraria o ser fotógrafa
forense—meterse dentro de la muerte, ver lo que hace que un cuerpo muerto
esté muerto, registrar la evidencia. Ir tan cerca del miedo como puedas. Ir tan
cerca del monstruo. Conocerlo. Reclamarlo. Nombrarlo. Asimilarlo.

Ella tiene miedo del amor, entonces se enamora seguido y


profundamente.

Ahora sus terrores nocturnos toman con mayor frecuencia la forma de


una dama de blanco sin cara que está parada al lado de su cama con un cuchillo
e intenta matarla, trata de robar su aliento de la manera que solían decir que
haría un gato si lo dejabas al lado de la cuna. La dama no desaparece ni siquiera
cuando nuestra hija despierta, se sienta en la cama y prende la luz.

Nuestra hija quería algo vivo con qué dormir. Los gatos la traicionaron,
no estarían confinados en su cuarto. Entonces le conseguimos un perro. Ezra
estaba abandonado, también, o perdido y nunca encontrado, y está mucho más
preocupado que ella, lo que no creo que ella haya creído posible. Él duerme con
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ella. Él duerme bajo las mantas. Él dormiría en su almohada, cubriendo su cara,
si ella lo dejara, y ella lo dejaría si pudiera respirar. Ella dice que la dama no ha
venido ni una vez desde que Ezra ha estado aquí.

No sé si Ezra va a mantener los terrores nocturnos lejos para siempre.


Pero, si ella confía en él, él le hará saber si la dama es real. Ese no es un regalo
pequeño.

Nuestra hija tiene miedo de muchas cosas, y la entristecen muchas


cosas. Ella acepta el dolor mejor que la mayoría de la gente. Ella asimila el
dolor. Creo que ahora su desafío, su aventura, es aprender a aceptar la felicidad.
Eso da miedo.

Entonces quizás la dama a los pies de su cama no intenta matarla


después de todo. Quizás tiene la intención de enseñarle cómo asimilar la
felicidad.

Lo que es, supongo, una especie de muerte.

Yo sé que la mujer al lado de la cama de mi hija es real, pero esto no es algo que
he decidido compartir con mi hija todavía. He visto a esta mujer en mis propios
terrores nocturnos cuando era un adolescente, así como he visto el diablo en mi
habitación una noche en la forma de una cabra gigante, casi dos metros de alto
a la altura de los hombros. Me senté en mi cama y observé el cuerpo de la cabra
desaparecer despacio, una capa de pelo y piel por vez, dejando ojos gigantes,
inyectados, humanoides, los ojos del diablo, suspendidos en el aire donde
permanecieron por varios minutos mientras yo jadeaba buscando un grito que
no vendría.

Tuve terrores nocturnos por años hasta que empecé a experimentar


con el control de sueños y aprendí a extenderme directamente dentro de un
sueño donde podía reorganizar sus piezas y hacer que las cosas pasaran como
yo quería que pasaran. A veces cuando escribo ahora es como si estuviera en el

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medio de este terror nocturno y estoy frenéticamente usando poderes de la
imaginación que ni siquiera estoy seguro de que me corresponde organizar sus
piezas y hacer que todo resulte de la manera en que debería, o al menos de la
manera en que creo que está destinado.

Si el hombre en el cielorraso fuese solamente otro terror nocturno, Yo


debería tener las herramientas suficientes para pararlo en seco, o al menos para
desviarlo. Pero he seguido al hombre en el cielorraso noche tras noche, he visto
lo que le hace a mi esposa y mis hijos. Y ya se ha llevado a uno de nuestros
hijos.

Acuérdense de lo que les dije al principio. Todo lo que les estamos


contando es verdad.

Seguí al hombre en el cielorraso por el altillo de nuestra casa, mi


linterna quemando partes de su cuerpo que volvían a crecer tan pronto como se
movía más allá del haz de luz. Lo persigo por tres tramos de escaleras hacia el
sótano donde se esconde entre la ropa sucia. Mis manos se vuelven como
remos frenéticos que desparraman la ropa y ya estoy pensando acerca de cómo
le voy a explicar el desastre a Melanie a la mañana cuando él se desliza como un
charco de aceite bajo mis pies y se va hacia la esquina del sótano donde mis
hijos guardan sus juguetes. Me imagino el borde de su mejilla en una muñeca
tamaño gigante, sus maravillosamente filosos dedos bajo los capots de los autos
Matchbox de mi hijo.

Pero el hombre en el cielorraso es una historia y yo sé algo de historias.


Algún día voy a descifrar “de qué la va” este hombre en el cielorraso. Él es un
personaje en el sueño de nuestras vidas y él puede ser cambiado o matado.

Siempre me pone fastidioso que me pregunten “de qué se trata” una historia, o
quiénes “son” mis personajes. Si pudiera decírtelo, no tendría que escribirlo.

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A menudo escribo acerca de gente que no entiendo. Maneras de estar
en el mundo que me desconciertan. Quiero saber cómo la gente ubica las cosas,
qué se dicen a sí mismos, cómo viven. Cómo se nombran ellos mismos a sí
mismos.

Porque la vida es dura. Aún cuando es maravillosa, aún cuando es


hermosa—y lo es la mayor parte del tiempo—es dura. A veces no sé cómo
cualquiera de nosotros logra sobrevivir el día. O la noche.

El mundo tiene: Chicos lastimados o asesinados por sus padres, que


dirán que lo hicieron por amor. Chicos cuyos amados padres, tíos, hermanos,
primos, madres los aman también, se enamoran de ellos, dicen cualquier cosa
que le hagamos a nuestros cuerpos está bien porque nos amamos, pero no le
digas a nadie porque sino voy a ir a la cárcel y ya no te voy a querer más.

Amor pervertido.

El mundo también tiene: Chicos cuya única chance de crecer es en


prisión, porque tienen miedo de confiar en el amor afuera. Chicos que mueren,
no importa cuánto los ames.

Amor impotente.

Y el mundo también tiene: Hombres Lobo, cuya furia irrefrenada los


transforma en algo no humano pero tampoco inhumano (la psiquiatría
moderna a veces encuentra al “otro” bestial en la personalidad múltiple).
Vampiros, cuya necesidad desenfrenada de experimentar los lleva a succionar a
otros hasta secarlos y aún así no están satisfechos. Zombies, los aislados
crónicos, gente que no va a sentir nada porque no están dispuestos a sentir
dolor. Fantasmas.

Escribo para entender estas cosas. Escribo fantasía oscura porque me


ayuda a ver cómo vivir en un mundo con monstruos.

Pero un día de la semana pasada, haciendo un trasbordo en una parada


de colectivo atestada y fría del centro, tarde como siempre, Estaba buscando
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irritada en mi bolso por mi pase, que no estaba allí, y después por ninguna
razón y ciertamente sin un propósito consciente mi mirada se levantó
abruptamente y siguió las elevadas líneas del edificio de vidrio perlado del otro
lado de la calle, arriba, arriba, hacia el cielo azul-Colorado, y fue hermoso.

Fue trascendentalmente hermoso. Una epifanía. Un avance


momentáneo en la dimensión de lo divino.

Por eso escribo, también. Para estar disponible para los avances en la
dimensión de lo divino. Que suceden en el mundo todo el tiempo.

Creo que siempre escribo acerca del amor.

Me casé con Melanie porque ella usa palabras como “divino” y “trascendente”
en la conversación cotidiana. Amo eso de ella. Me asusta, y me avergüenza a
veces, pero aún así amo eso de ella. Yo era un hombre reservado y asustado,
quizás como la mayoría de los hombres, cuando la conocí. Y ahora a veces
incluso palabras como “trascendente”. Todavía estoy trabajando en lo de
“divino”.

Y a veces escribo sobe el amor. Ciertamente amo a todos mis


personajes, por más que sean un miserable montón. (Otro escritor una vez me
preguntó por qué escribo sobre “nebbishes”. Le dije que quería escribir sobre
“el hombre común”) A veces incluso amo al hombre en el cielorraso, tanto
como lo odio2, por todas las cosas que me habilita ver. Cada tarde, llevando mi
linterna, lo sigo a través de todos los cuartos oscuros de mi vida. Él no necesita
una luz porque se aprendió esos cuartos tan bien y porque él lleva su propia luz;
si lo mirás cuidadosamente vas a notar que su sonrisa brilla en la noche. Lo sigo
porque necesito entenderlo. Lo sigo porque siempre tiene algo nuevo para
mostrarme.

2 Ojo, alguno de los dos es “odio”? Porque me suena raro, me debo haber
equivocado, no tengo el libro.
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Una noche lo seguí hasta una esquina alejada de nuestro altillo.
Aparentemente acá es donde dormía cuando no estaba aferrado a nuestro
cielorraso o acechando en los cuartos de nuestros chicos. Se había hecho un
nido con fotos viejas masticadas y sus emulsiones escupidas como una pasta
para mantener unidos pedazos de ropa que ya quedaba chica y el relleno
destripado de los muñecas y osos de peluche desechados. Yacía enroscado, sus
grandes lados oscuros jadeando.

Apunté la linterna hacia él. Y entonces ví sus alas.

Eran cosas patchwork, las secciones separadas moldeadas de papel de


diario quemado. Lencería antigua, carteles de ruta de metal, y redes de pescar,
cosidas juntas con cordones y Bubble Yum, pegadas y nervadas con lágrimas,
hollín, y ceniza. El hombre en el cielorraso dio vuelta su cabeza de obsidiana y
me tiró un beso de humo.

Me quedé perfectamente quieto con la luz en mis manos apagándose


mientras él agotaba su brillo. Entonces el hombre en el cielorraso era de hecho
un ángel, un mensajero entre nuestro ser mundano y—sí, lo voy a decir—lo
divino. Y me molestaba que no había reconocido su naturaleza divina antes.
Debería haberlo sabido, porque ¿no son los fantasmas nada más que ángeles
con alas de memoria, y ángeles vampiros con alas de sangre?

Todo lo que estamos tratando de decirte acá es verdad.

Y hay toda clase de verdades para decir. Está la verdadera historia


acerca de cómo el hombre, el ángel, en el cielorraso mató a mi madre, y lo que
hice con su cuerpo. Está la historia acerca de cómo mi hija adolescente se
enamoró del hombre en el cielorraso y huyó con él y no la vimos por semanas.
Está la verdadera historia acerca de cómo traté de convertirme en el hombre en
el cielorraso para entenderlo y terminé aterrorizando a mis propios hijos.

Hay tantas historias verdaderas para contar. Tantas posibilidades.

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Hay tantas historias para contar. Podría contar esta historia:

Melanie le sonrió al bebé parado contra el respaldo del asiento enfrente


de ella. No se estaba sosteniendo de nada, y su boca descansaba peligrosamente
en la barra de metal del asiento. Su madre no podía tener más de diecisiete, por
lo que Melanie dedujo de su elaboradamente inflado perfil de nariz respingada,
rouge, y ojos con sombra brillante; Melanie tenía la esperanza de que fuera su
hermana mayor hasta que lo escuchó llamarla “Mamá”.

“Mama”, siguió diciendo. “Mamá. Mamá”. La chica lo ignoró. Su


parloteo se volvió cada vez más fuerte y más agudo hasta que todos en el
colectivo lo estaban mirando, excepto su madre, que tenía su cabeza girada lo
más lejos posible de él. Estaba haciendo globos con el chicle.

El crepúsculo era hermoso, color durazno y púrpura y gris, hecho más


hermoso por las grietas de tierra en la ventana del colectivo y por el contraste
de los brillantes lunares blancos de las luces delanteras de los autos, y los
brillantes lunares rojos de las luces de atrás moviéndose por todos lados bajo
aquél. Cuando pasaron despacio sobre la Autopista Valley, Melanie vio que las
luces eran exquisitas, y casi sin moverse en absoluto.

“¡Mamá¡ ¡Mamá! ¡Mamá!” El niño pivoteaba torpemente hacia su


madre y estiraba ambas manos hacia ella justo cuando el conductor pisó el
freno. El pequeño niño cayó de costado y se golpeó la boca con la barra de
metal. Una pequeña mancha de sangre apareció en su labio inferior. Hubo un
momento de silencio estupefacto de parte del niño; su madre—todavía mirando
para otro lado, auriculares en sus oídos, todavía haciendo globos
rítmicamente—obviamente no se había dado cuenta de lo que había pasado.

Entonces él chilló. Finalmente interrumpida, giró furiosamente hacia él,


un epíteto a mitad de camino en su boca de niña-vampiro, pero cuando vio la
sangre en la boca de su hijo colapsó hasta la casi-histeria. Aunque ella lo agarró
y le limpió la cara con sus dedos de uñas largas, estaba claro que no sabía qué
hacer.

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Melanie consideró darle un pañuelo, sermoneándola acerca de la
seguridad de los niños, aún—ridículamente—llamar a servicios sociales. Pero
esa era su parada. Enfurecida, siguió a la mujer con el pelo blanco hasta los
hombros por los escalones y hacia la tarde, que estaba teñida de durazno y
púrpura y gris por la caída del sol de dudoso origen y, no menos bellamente,
rojo y blanco del cartel de Camino Seguro.

El hombre en el cielorraso se ríe de mí mientras se mantiene siempre justo


fuera del alcance de mi entendimiento, flotando arriba mío con sus alas en
capas, diciéndome cómo, algún día, todos los que amo van a morir, y cómo
después de que muera, nadie va a recordarme no importa cuánto escriba,
cuánto revele desvergonzadamente, peinando sus dedos filosos contra el
empapelado y dejando profundos surcos en la pared. Él corre la cortina y me
muestra el cielo: color durazno y púrpura y gris como los colores de sus ojos
cuando los abre, como los colores de su boca, los colores de su lengua cuando
se ríe aún más fuerte y se dirige a la puerta abierta del cuarto de uno de mis
hijos.

La mujer de pelo blanco estaba siempre en este colectivo. Siempre vestía el


mismo abrigo hasta los tobillos cuando estaba lo suficientemente frío para usar
abrigo. De cara seria y siempre con ceño fruncido, pero con ese pelo cristalino
cayendo suavemente sobre sus hombros.

Siempre se bajaban en la misma parada, esperaban en el cruce que


cambiara el semáforo, caminaban juntas una cuadra y media hasta que la mujer
entraba al edificio de estuco de estilo español que alguna vez había sido una
iglesia—todavía tenía “Jesús es la luz del mundo” inscripto en un arco sobre la
puerta y un hermoso patio cerrado al que miraban altas ventanas hechas como
para contener vitrales. En ese momento, la casa de Melanie estaba todavía a dos
cuadras, y ella siempre simplemente seguía caminando. Ella y la mujer de pelo

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blanco nunca intercambiaban palabra. Quizás algún día ella pensara cómo
empezar una conversación. No esta noche.

Esta noche, como la mayoría de las noches, ella simplemente quería


estar en casa. A salvo y evidentemente amada en el alboroto de su familia. A
menudo, descreída, ella contaba para sí el número de criaturas vivas discretas
cuyas vidas ella compartía, y le encantaba cómo cambiaban los totales: esta
noche era Steve, y cinco chicos, cuatro gatos, tres perros, incluso veintitrés
plantas. Exhausta del trabajo, ella podía casi siempre contar con sentirse
revitalizada cuando iba a casa.

El hombre en el cielorraso gira y me grita hasta que siento mi carne empezando


a hacerse jirones. El hombre en el cielorraso pone sus dedos filosos como
navajas en mis articulaciones y tuerce, y oprimo mis puños y muerdo el interior
de mis labios tratando de no gritar. El hombre en el cielorraso sonríe y sonríe y
sonríe. Clava sus dos manos dentro de mi panza y arranca mis órganos y se
ofrece a decirme cuánto tiempo tengo de vida.

Le digo que no quiero saber, y entonces se ofrece a decirme cuánto


tiempo va a vivir Melanie, cuánto tiempo cada uno de mis hijos va a vivir.

El hombre en el cielorraso repta dentro de mi panza a través del


agujero que hizo y se enrolla sobre sí mismo para convertirse en un cáncer
descansando contra mi espina dorsal. No puedo caminar más y me caigo al
piso.

El hombre en el cielorraso se eleva hacia mi garganta y ya no puedo


hablar más. El hombre en el cielorraso flota dentro de mi cráneo y ya no puedo
soñar más.

El hombre en el cielorraso repta fuera de mi cabeza, sus filosos talones


negros perforando mi lengua mientras sale de mi boca.

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El hombre en el cielorraso empieza a devorar nuestros muebles un
pedazo a la vez, batiendo sus grandes alas de conglomerado con frenesí
orgásmico, liberando pequeños regalos de putrefacción en el aire.

¿Cómo podría explicar por qué gente supuestamente buena puede


imaginar esas cosas? ¿Cómo podría explicar cómo puedo sentir tal pasión por
mi mujer y mis hijos, o por los más simples actos de vivir, cuando tales criaturas
viajan en manadas a través de mis sueños?

Es porque el hombre en el cielorraso es una historia real que encuentro


a la vida infinitamente interesante. Es a causa de esos ángeles oscuros,
trascendentes en cada una de nuestras casas que somos capaces de amar.
Porque debemos. Porque es lo único que hay.

Los narcisos estaban floreciendo alrededor del porche de la casita


amarilla ubicada lejos de la vereda. Melanie paró, maravillada. No habían estado
ahí ayer. Su perfume duraba hasta la esquina.

Un año Steve le había dado una tarjeta de San Valentín de cinco pies de
largo y tres de alto con una enorme bandada de pingüinos, todos iguales, y de
entre la multitud dos de ellos con corazones rosas sobre sus cabezas, y la
leyenda: “Estoy tan feliz de habernos encontrado”. Era, por supuesto, un
milagro.

Cruzó la calle y se metió en su propia cuadra. El atardecer estaba


empalideciendo ahora, y la luz era plateada al final de la calle. Un truco de la luz
lo hacía parecer como si la colina donde estaba su casa se hubiera aplanado.
Melanie sonrió y se preguntó que habría dicho Matilda McCollum, que había
hecho construir la casa en 1898 y había hecho construir la colina para que fuera
más grandiosa que la casa de su hermana al otro lado del camino, por lo demás
idéntica. Una enorme, sólida, extendida casa Victoriana enraizada en hiedra de
Engelmann tan expansiva como para estar casi sobrecrecida, la casa era
majestuosa sobre la colina. Grandiosa. Firme. Matilda había tenido razón.
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El hombre en el cielorraso abre su boca y empieza a comer la pared de la
escalera. Primero tiene que probarla. Apoya los agujeros oscuros que han sido
perforados como fosas nasales contra el empapelado texturado y aspira décadas
de ruido, conversación, y plegarias. Luego desliza sus dientes sobre los bordes y
lo arranca de la pared, empujando el papel crujiente dentro de sus fauces
oscuras con los dedos curvados como garras. Pequeñas hileras de lepismas
chorrean por la pared expuesta antes de que el hombre en el cielorraso los
devore también, luego su lengua abrasiva recoge el yeso que se despedaza de las
vigas de madera y minutos después ha empezado con el armazón mismo.

Impotente para detenerlo, observo mientras sorbe el sueño de mi vida.


De repente tengo dieciséis otra vez y esta vida que he escrito para mí mismo
está toda por delante, y tremendamente fuera de mi alcance.

Melanie estaba mirando para la izquierda al árbol de catalpa entre la vereda y la


calle, preocupándose como lo hacía cada primavera que esta vez realmente no
fueran a salir las hojas y ella descubriera que estaba muerto, que había muerto
durante el invierno y ella no se había dado cuenta, que había estado de hecho
secretamente muerto, cuando giró a la derecha para subir los escalones de su
casa. Se tropezó. Casi cayó. No había escalones. No había colina.

Miró para arriba. No había casa.

Y ella sabía que nunca había habido.

Nunca había habido una familia. No había tenido hijos.

Ella de alguna manera había inventado: al dulce y perturbado


Christopher, Mark que escuchaba voces y veía las moléculas bailando en los
troncos de los árboles y la mayor parte del tiempo estaba contento, Verónica y
su magnífico pelo castaño y su corazón estallando dolorosamente de amor,
Anthony, cuya risa había sido como caracoles marinos, Joe, para quien el
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mundo era una aventura sin fin, Gabriella, que sabía cómo ir adentro de sí
misma y sabía cómo decirte que estaba haciendo allí: “Yo estar calma”.

Ella había inventado al gato dorado Cinnabar, que viene a ronronear en


su pecho y calmar el dolor. Ella había inventado la flor de cera que daba
improbables flores blancas de un tallo maderoso sin hojas bien adentro del
comedor.3 Ella había inventado los arco iris en las paredes de la cocina de los
prismas que colgó en la ventana sur.

Ella había inventado a Steve.

Nunca había habido amor.

Nunca había habido milagro.

Ángeles. Nuestras vidas están llenas de ángeles.

El hombre en el cielorraso sonríe en el medio del vacío, sus alas


batiendo pesadamente contra las nubes, sus dientes del color del frío que estoy
sintiendo ahora. Melanie solía preocuparse tanto cuando salía tarde a la noche a
comprar leche, o helado para los dos, que necesitaba llamarla de una cabina si
pensaba que iba a tardar más de los cuarenta y cinco minutos que tardaban en
hacer efecto su ansiedad y sus fantasías acerca de todo lo que le podía pasar a la
gente. A veces ella fantaseaba acerca de la policía apareciendo en la puerta para
hacerle saber acerca del terrible accidente que yo había tenido, o a veces
simplemente yo no volvía—conseguía la leche o el helado y simplemente no me
detenía.

No puedo decir que siempre era útil. A veces le decía que tuve que
volver a casa porque el helado se derretiría si no lo metía en el freezer en
seguida. No estoy seguro de que eso sea demasiado reconfortante.

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Lo que trataba de no pensar es qué si nunca podía encontrar mi camino
a casa, qué si las cosas no eran como yo las había dejado. ¿Qué si todo había
cambiado? Una noche me perdí en el extremo sur de la ciudad después de una
película a la noche tarde y anduve a la deriva por una hora o algo así
convencido de que mis peores fantasías se habían vuelto realidad.

El hombre en el cielorraso sonríe y empieza a devorar mi sueño del


cielo.

Un hombre sabio me pregunta, cuando le he contado otra vez esta historia de


mi casa desapareciendo, “¿Y después qué?”

Lo miro. Se supone que me tiene que entender. “Qué querés decir?”

“¿Después qué pasa? ¿Después de que descubrís que tu casa y tu


familia desaparecieron?”

“No desaparecieron”, señalo de manera irritada, “nunca existieron”

“Sí. Nunca existieron. ¿Y después qué pasa?”

Nunca pensé en eso. El nunca-han-existido parece lo suficientemente


terminal, lo suficientemente horrible. No puedo pensar en nada para decir,
entonces no digo nada, esperando que él lo hará. Pero él es sabio, y sabe cómo
usar el silencio. Él simplemente se sienta ahí, estando calmo, hasta que
finalmente yo digo, “no lo sé”.

“Quizás sería interesante averiguarlo”. Sugiere.

Entonces tratamos. Me relaja hacia un leve trance; estoy ansioso y


altamente sugestionable, y confío en este hombre, así que mi conciencia se
altera fácilmente. Me guía a través de la fantasía una y otra vez, usando mis
propias palabras y algunas suyas. Pero siempre me detengo en el punto donde
vuelvo a casa y no hay ninguna casa. El punto donde miro para arriba y mi vida,
mi amor, no está ahí. Nunca ha existido.
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No sé lo que pasa después. No puedo imaginar qué pasa después. ¿Me
muero? ¿El hombre en el cielorraso me lleva dentro de su casa? ¿Vuela
conmigo a un cielo sin fin? ¿Me ayuda a crear otra vida, otro milagro?

Por eso escribo. Para averiguar qué pasa después.

¿Entonces qué pasa después? Esto podría pasar:

Después de que el hombre en el cielorraso devora mi vida me lo


imagino de vuelta: relleno las paredes, las entradas de las puertas, los cuartos
vacíos con colores y muebles diferentes de, pero similares a, los que imaginé
que habían estado ahí antes. Nuestras vidas están llenas de ángeles de todas las
clases. Entonces llamo a alguno de esos otros ángeles para recuperar mi vida.

Me escribo a mí mismo una vida, y es muy diferente de los que tenía


antes, y sin embargo bastante igual. Cometo errores diferentes de los que
cometí con mis hijos antes. Amo a Melanie de la misma manera en que lo hice
antes. Maravillosas cosas diferentes pasan. Los mismos tristes, maravillosos
eventos pasan.

El hombre en el cielorraso sólo me sonríe y hace de estas nuevas


imaginaciones su postre. ¿Entonces qué pasa después? En una clase diferente
de historia quizás saque un machete y lo corte en pequeños pedazos de sombra.
O quizás lo haga estallar en luz del día con una ametralladora. Quizás lo empape
con fluido para encendedores y le prenda fuego.

Pero no escribo esa clase de historias.

Y además, el hombre en el cielorraso es un ángel necesario.

Hay tantas verdades para contar. Existen vidas tan diferentes que
podría soñar para mí mismo.

¿Qué pasa después?

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Hay tantas historias que contar. Podría contar esta historia:

El hombre en el cielorraso estaba esperando a Melanie detrás del cerco


(un feo, desnudo cerco hecho de alambre tejido y alambre de gallinero, no el
cerco de hierro forjado trenzado con rosales que ella había hecho), donde su
hogar nunca había existido. Le hacía señas. La llamaba por nombre, su nombre
especial para ella, un nombre al que ella nunca se acostumbró no importa cuán
seguido lo dijera, lo cual era seguro. Él se extendía hacia ella tratando de tocarla
pero sin tocarla del todo.

Ella podría haber girado y huido de él. Él no la habría perseguido. Sus


brazos no se habrían desplegado lo suficiente ni articulado imposiblemente para
capturarla al final de la calle. Sus dientes no se habrían empujado a sí mismos
fuera de su boca en colmillos gigantes y segmentados para cortarla por las
rodillas, para arrancarle la cabeza de un mordisco. No habría chupado su
sangre.

Pero él la habría continuado llamando, usando su nombre especial para


ella. Y él habría escalado sus ventanas, se habría soltado de su techo, arrastrado
a través de su cielorraso otra vez esa noche, y todas las noches por el resto de
su vida.

Así que Melanie fue hacia él. Tendió sus brazos.

Hay tantos sueños diferentes. Ese era de Melanie. Este es mío:

Me siento en la mesa de la cocina. El hombre en el cielorraso yace en


mi plato, colapsado y doblado prolijamente en el centro. Lo rebano en cientos
de pequeños pedazos aceitosos que pongo en mi boca un bocado a la vez.
Muerdo sus alas patchwork. Mordisqueo su corazón negro. Mastico bien sus
largos, finos dedos. Lo convierto en mi comida diaria de oscuridad.

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Hay tantas historias para contar.

Y todas las historias son verdad.

Esperamos por lo que sea que va a suceder después.

Nos mantenemos disponibles.

Le damos nombre para hacerlo real.

Fue difícil para nosotros escribir esta pieza.

Para empezar, escribimos de manera diferente. Mis historias tienden


más hacia el realismo mágico, las de Steve más hacia el surrealismo. Realismo,
en ambos casos, pero discutimos con respecto a la forma: “¡Esta no es una
historia! ¡No tiene una trama!”

“¿Qué querés de una trama? Pasan cosas importantes, y se mueve de A hacia


B.”

En nuestra ficción, los monstruos de Melanie son, básicamente,


derrotados o aceptados, mientras que al final de mis historias usualmente te
enterás de que la oscuridad de alguna forma o de otra vive una y otra vez. No
hay escapatoria, y cuestiono si deberías tratar de escapar en primer lugar.

Dado que las palabras pueden sólo aproximar tanto a los monstruos como a la
victoria, nos escribimos mutuamente notas preocupadas en los márgenes de
esta historia.

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“No sé si realmente podemos usar la palabra “divino””

“Si alguien mirara dentro de tus sueños, ¿verían realmente sólo oscuridad?”

Fue difícil para nosotros escribir esta pieza.

“Esto me angustia”, diría Melanie.

Steve asentiría. “Quizás no podemos hacerlo”

“Oh, tenemos que hacerlo”, Yo insistiría. “Hemos ido demasiado lejos


para detenernos ahora. Quiero ver qué pasa.”

Esta pieza es acerca de la escritura y el horror y el miedo y de amor.


Estamos completamente separados uno del otro, por supuesto, sin embargo
hay un país que compartimos, un lugar rico y maravilloso, un lugar divino, y lo
creamos nombrando cada una de sus partes, todos los ángeles y todos los
demonios que viven ahí con nosotros.

¿Qué pasa ahora?

Hay tantas historias para contar.

Podríamos contar

Otra historia:

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