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Diez

años después de la caída del muro de Berlín en 1989, una nueva


generación de escritores cubanos nacidos a partir de 1959 sobresalen en la
vida literaria de la isla e intentan explicarse, a sí mismos y a sus lectores, los
últimos cambios que han vivido. Por primera vez una antología ofrece una
visión completa de los mejores cuentos de autores que residen tanto en la isla
como en el exilio. Para ello Michi Strausfeld ha realizado una selección que
reúne los relatos más destacados de la literatura cubana actual y que
constituye un caleidoscopio de estilos y temas, técnicas e innovaciones, que
pone de manifiesto la vitalidad del género y nos permite concluir que «la
literatura cubana es una».

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AA. VV.

Nuevos narradores cubanos


Edición a cargo de Michi Strausfeld

ePub r1.0
Titivillus 22.03.2019

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Título original: Nuevos narradores cubanos
AA. VV., 2000
Selección, prólogo y notas biobibliográficas: Michi Strausfeld
«Retrato de una infancia habanaviejera», incluido en Traficantes de belleza, Zoé Valdés;
«Historias de Olmo», Rolando Sánchez Mejías; «Las aguas del abismo», Félix Lizárraga;
«¿Por qué llora Leslie Carón?», Roberto liria; «Corazón partida bajo otra circunstancia»,
Alberto Guerra Naranjo; «Clemencia bajo el sol», Adelaida Fernández de Juan; «El
tartamudo y la rusa», José Manuel Prieto; «Greenpeace», Eduardo del Llano; «El día que no
fui a Nueva York», Mylene Fernández Pintado; «Un arte de hacer ruinas», Antonio José
Ponte; «No hay regreso para Johnny», David Mitrani; «La guagua», Alexis Díaz-Pimienta;
«Fallen Angels», Joel Cano; «Cosas esenciales», Jorge Luis Arzola; «Lobos en la noche»,
Ángel Santiesteban; «El regreso», Rodolfo Martínez; «Diana Cazadora and Colorado
Springs», Alberto Garrido; «Esperando a Elio», Ana Lidia Vega; «Un poema para Alicia»,
Karla Suárez; «La causa que refresca», José Miguel Sánchez (Yoss); «El retrato», Pedro de
Jesús; «enki», Daniel Díaz Mantilla; «La verticalidad de las cosas», Ronaldo Menéndez; «La
reja», Waldo Pérez Ciño; «El viejo, el asesino y yo», Ena Lucía Portela
Fotografía de la cubierta: Detalle de una fotografía de Hans-Joachim Ellerbrock, Bilderberg

Editor digital: Titivillus
ePub base r2.0

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Índice de contenido

Cubierta

Nuevos narradores cubanos

La literatura cubana es una

Nuevos narradores cubanos

Retrato de una infancia habanaviejera

Historias de Olmo

Las aguas del abismo

¿Por qué llora Leslie Caron?

«Corazón partido» bajo otra circunstancia

Clemencia bajo el sol

El tartamudo y la rusa

«Greenpeace»

El día que no fui a Nueva York

Un arte de hacer ruinas

No hay regreso para Johnny

La guagua

«Fallen Angels»

Cosas esenciales

Lobos en la noche

El regreso

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«Diana cazadora and Colorado Springs»

Esperando a Elio

Un poema para Alicia

La causa que refresca

El retrato

enki

La verticalidad de las cosas

La reja

El viejo, el asesino y yo

Notas biobibliográficas

Notas

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La literatura cubana es una
«Hay muchos discursos cubanos, no un discurso único», afirma José Miguel
Sánchez (Yoss), un joven escritor que reside en La Habana. Sin embargo,
«sólo existe una literatura cubana», dice Roberto Uría, exiliado en Miami. Y
los escritores, que radican hoy tanto en Perú como en París, en México como
en Madrid, en Alemania como en Almería, están de acuerdo: «Sí, somos los
escritores cubanos del exterior, pero nos buscamos, nos leemos, visitamos a
nuestros familiares en Cuba, intentamos encontrarnos donde podemos para
mantener el diálogo, la información, los vínculos», comentan.
Esta antología ofrece una visión tripartita de lo que escriben hoy
veinticinco autores cubanos nacidos a partir de 1959. Catorce de ellos
provienen de la isla (Alberto Guerra Naranjo, Adelaida Fernández de Juan,
Eduardo del Llano, Mylene Fernández Pintado, Antonio José Ponte, David
Mitrani, Ángel Santiesteban, Ana Lidia Vega, José Miguel Sánchez [Yoss],
Pedro de Jesús, Daniel Díaz Mantilla, Ena Lucía Portela, Jorge Luis Arzola y
Alberto Garrido), cinco de la diáspora (José Manuel Prieto, Joel Cano, Karla
Suárez, Ronaldo Menéndez y Waldo Pérez Ciño), uno comparte isla y
diáspora (Alexis Díaz-Pimienta) y cinco viven en el exilio (Zoé Valdés,
Rolando Sánchez Mejías, Félix Lizárraga, Roberto Uría y Rodolfo Martínez).
Las biografías de todos estos escritores presentan una enorme variedad.
La mayoría de ellos han nacido en Cuba, pero aparecen también Moscú
(Eduardo del Llano) o San Petersburgo (Ana Lidia Vega). En cuanto a su
formación hay que señalar que, si bien todos estudiaron una carrera
universitaria, se observa que eligieron materias muy diferentes. Así, podemos
destacar la presencia de un biólogo, como es el caso de José Miguel Sánchez
(Yoss), una médico (Adelaida Fernández de Juan), un economista (Rodolfo
Martínez) y cuatro ingenieros (José Manuel Prieto, Antonio José Ponte, David
Mitrani y Karla Suárez), pero también la de varios historiadores (Alberto
Guerra Naranjo y Ronaldo Menéndez), filólogos (Zoé Valdés y Roberto Uría)
y dramaturgos (Félix Lizárraga y Joel Cano). Algunos de los narradores
seleccionados además son guionistas de cine (Alberto Guerra Naranjo y
Antonio José Ponte) o están cada vez más vinculados con él (Ángel
Santiesteban y Eduardo del Llano). La mayoría de ellos ha tenido un
aprendizaje literario, pues participaron en los talleres que se crearon en todo
el país a partir de los años setenta. Allí discutían y analizaban los libros,
escribían sus primeras poesías o cuentos, allí obtuvieron tal vez un primer
premio literario. Los premios son otro dato que destaca en estas biografías.

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Todos los han acumulado: enumerar cinco o más premios y menciones no es
nada inhabitual. ¿Qué significa esta fiebre de los premios?
Para todos estos escritores existe una fecha emblemática en la historia
reciente del país: 1989. Este año marca, con la caída del muro de Berlín y el
posterior derrumbe de la URSS, el principio de una nueva etapa, denominada
oficialmente «período especial en tiempos de paz» y familiarmente «período
especialmente duro», pues supone un cambio social hacia formas de
economía de mercado, que, unido a la dolarización y a la fuerte escasez de
divisas, así como a la necesaria apertura al turismo de masas, ha generado no
pocas contradicciones y nuevos problemas. Para los autores jóvenes,
impacientes por darse a conocer, esta transformación de los usos cotidianos
representó un corte brutal en las posibilidades de publicar. Durante la década
de los ochenta existía una importante industria estatal del libro, que alcanzó
en esta etapa una producción anual de unos 4.000 títulos, lo que equivale a
50-60 millones de ejemplares publicados, incluidos los libros escolares.
Cuatro años después, cuando Cuba dejó de obtener subvenciones de la
antigua URSS y ayudas de los países del ex bloque comunista, la industria
editorial cubana tocó fondo: debido a la muy difícil situación económica del
país, se retrocedió a los modestos niveles de 1959. Los cubanos, que durante
cuatro décadas adquirieron un sorprendente hábito de lectura, nunca habían
tenido suficiente oferta de títulos y tiradas, pero siempre podían conseguir
libros a bajo precio. Sin embargo, de repente, se vieron privados de uno de
sus pasatiempos favoritos: leer.
Desde 1996 se ha asistido a un lento crecimiento de la producción
editorial. A pesar de todos los esfuerzos, con 200 novedades y 5-6 millones de
ejemplares, con cooperaciones, joint-ventures y ayudas institucionales de
otros países, rehacer la industria cubana del libro es un proceso muy lento
tanto para los lectores como para los escritores. Los premios Casa de las
Américas, por ejemplo, se conceden en la actualidad sólo cada dos años en las
diferentes categorías; las tiradas de libros y revistas se han reducido
drásticamente; los libros de cuentos y novelas son casi siempre muy delgados,
entre otras cosas para ahorrar papel. Pero, a pesar de todo, reina un cierto
optimismo, pues se observan algunos avances y cada año aparecen unos
cuantos libros más, aunque el número total de títulos es deprimente. La
editorial Letras Cubanas, que publica narrativa y poesía, sólo pudo ofrecer, en
1999, 78 novedades.
Hay que tener en cuenta estos datos para tratar de imaginar la angustia de
los escritores cubanos, sobre todo de los jóvenes. Poder publicar resulta ser

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una tarea de Sísifo, pues la lista de espera es inmensa y el resultado, incierto.
Debido a su brevedad, el cuento puede vencer más fácilmente esta carrera de
obstáculos, aunque siempre se llegue a la misma conclusión: existe una
enorme oferta de buenos manuscritos, pero una escasa posibilidad de
publicar.
Los años ochenta marcan un giro decisivo en la vida política e intelectual
cubanas. Tal vez el hecho más destacado sea el éxodo a Miami, en 1980 de
unas 125.000 personas desde el puerto de Mariel. Este grupo, conocido como
«los marielitos», constituye la segunda ola de refugiados (la primera dejó el
país nada más triunfar la Revolución). Entre ellos se encuentran escritores
como Reinaldo Arenas, Carlos Victoria, Guillermo Rosales o los hermanos
Juan y Nicolás Abreu, que lograron fundar en 1984 la revista Mariel, donde
reunieron la obra de los exiliados. A partir de entonces siempre se habla de
dos literaturas cubanas enfrentadas: la de la isla y la del exilio. Así
comenzaba la polémica sobre dónde vivían los mejores escritores: dentro o
fuera.
En 1994 surgió una crisis, en gran parte fruto de la penuria material del
«período especial» y de la continua falta de libertades políticas. Esta vez
lograron emigrar 35.000 «balseros» en condiciones dramáticas. Fue la tercera
gran ola de refugiados, y con ella el exilio de Miami tomó «color», debido al
gran número de mulatos y negros. Desde entonces muchos escritores
empezaron a salir con becas o invitaciones como profesores o estudiantes de
posgrado. De esta manera se ha formado la diáspora, que aumenta de año en
año, con lo que se puede hablar ahora de tres literaturas cubanas.
La nueva cuentística cubana se inicia en 1990 con un relato de Senel Paz
(nacido en 1950): «El lobo, el bosque y el hombre nuevo», que recibió el
premio Juan Rulfo de Radio France Internationale y que más tarde sirvió de
guión para la película Fresa y chocolate. Constituyó una clara ruptura
temática y estilística y se convirtió en el traspaso de la voz literaria a una
generación más joven. En 1993, en pleno «período especial», apareció un
libro que dio a conocer a esta nueva generación: la antología de los novísimos
cuentistas cubanos (Los últimos serán los primeros, Letras Cubanas, La
Habana 1993) elaborada por Salvador Redonet, que ofrecía textos de treinta y
siete escritores nacidos a partir de 1959. El impacto de esta compilación
constituyó un verdadero terremoto literario. A partir de entonces han
aparecido diez antologías más en La Habana, lo cual da una idea del alcance
de su cuentística contemporánea. Todas ellas presentan sólo textos de autores
que residen en la isla, lo que constituye una falacia, pues la fluctuación es

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grande. La presente antología, en cambio, intenta reunir por primera vez
cuentos y relatos de autores que residen hoy en la isla, en el exilio o que
pertenecen a la diáspora.
Vivan donde vivan, publicar es difícil para todos. Ya se han mencionado
las dificultades de la industria editorial en la isla: en el exilio de Miami las
cosas tampoco se presentan bien. Carlos Victoria (nacido en 1950 en
Camagüey y hoy exiliado en Miami) describe las «insatisfacciones» en su
reciente artículo «De Mariel a los balseros» (Encuentro, n.º 15, Madrid,
invierno de 1999-2000, págs. 70-74), donde dice a modo de conclusión: «No
puedo ni quiero enumerar los libros que han ido apareciendo en las editoriales
de Miami, con escasas posibilidades de distribución (…); las revistas del
exilio en Estados Unidos se esfumaron; el único concurso que nos dio una
esperanza, el Letras de Oro, hace ya tiempo que desapareció; en su gran
mayoría los libros de todos estos escritores han pasado sin dejar ni la más leve
huella, muchos tal vez porque lo merecían, pero otros por una maldición
política y geográfica (…). Cuba es una isla y Miami también».
A los autores cubanos que residen en países de habla hispana tal vez les
resulte más fácil publicar, aunque la diáspora tampoco sea una vida de rosas:
abundan las espinas. Los lectores de sus obras son cubanos, pero los libros no
llegan ni a Cuba ni a Miami. Los lectores de los países donde residen
prefieren normalmente a sus autores o las traducciones extranjeras. Sin
embargo, en los últimos años se ha notado un mayor interés por parte de
algunas editoriales españolas y, en menor medida, mexicanas: un dato
revelador es el número de manuscritos cubanos que llegan hoy a todos los
concursos literarios, provenientes tanto de la isla como de otros países. Varios
autores cubanos han ganado estos premios de gran o relativa importancia
(Jesús Díaz, Leonardo Padura, Eliseo Alberto, Zoé Valdés, Alexis Díaz-
Pimienta, Karla Suárez y Ronaldo Menéndez) y otros han sido publicados sin
premio pero con éxito (Abilio Estévez o Pedro Juan Gutiérrez).
Finalmente, quisiera mencionar a los escritores que pueden publicar en
otra lengua, pero no en la propia (Joel Cano y Jorge Luis Camacho en París);
otros saltan de Miami a Francia, pero no a España (Carlos Victoria). Esta
curiosa lista se podría ampliar fácilmente. Publicar en España sigue siendo La
Meca para todos, pues significa movimiento y reconocimiento, posibilidad de
crítica y venta, es decir, dinero.
Hoy resulta muy difícil para los escritores cubanos tener una visión
amplia de lo que se escribe dentro y fuera, ya que las «islas» —Cuba y Miami
— no permiten un contacto fácil y acceder a los textos de quienes residen en

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tantos países es complicado. Las dificultades abundan, por tanto, para todos
los escritores cubanos incluidos en esta antología, provengan de la isla, del
exilio o de la diáspora. Sus textos, sean cuentos breves, relatos largos o
minihistorias, reflejan la presencia de muchos de sus problemas, y el dominio
de las diferentes técnicas narrativas y su diversidad temática, a través de todos
sus registros, es extraordinario: hay crítica y humor, parodia y poesía,
reflexión y parábola. Esta antología constituye, pues, la última expresión
literaria de un pueblo dividido y a la espera. Pero leyendo estos cuentos, poco
a poco, descubriremos un caleidoscopio que prueba tanto la vitalidad del
género como la variedad de sus preocupaciones, y comprenderemos por qué
el credo literario de los autores es correcto: «La literatura cubana es una».

Michi Strausfeld

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Nuevos narradores cubanos

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Retrato de una infancia habanaviejera
Zoé Valdés

¿Y por qué tendría que negarlo? Sí, soy de La Habana Vieja, y a mucha
honra, vaya, ¿quién les dijo a ustedes que voy a avergonzarme por mis
orígenes? Yo pertenezco al casco histórico, ¿y qué, tú, qué pasó con eso?
(Todo esto lo digo con las manos partidas, en jarra, una pierna cruzada sobre
la otra, el pie descansando en punta, una sonrisa cubanísima, de exportación,
los hombros desnudos y acentuados hacia adelante, desafiantes como los de la
Cecilia Valdés en la novela de Cirilo Villaverde; la pobre mulatona fue una
jinetera del siglo XIX, allá en la Loma del Ángel; todo el bendito tiempo
empinando hombros, boca y culo, ¡oyéee, con el dolor que da eso en la
cervical! Mi caso es algo diferente, yo no soy exclusivamente negra, ni tan
siquiera cuarterona, ni china, ni rubia, ni trigueña aindiá, ni jabá. Yo soy más
bien un ajiaco de todo ese rebumbio, y más.) Pues sí, mi niño, como
mismitico te iba diciendo, yo me crié, desde que abrí los ojos al cielo azul
tropicalísimo, estos ojitos que se va a tragar el fango, ¡ay, tú, no, solavaya!,
pues di mis primeros pasos, gateé por los adoquines de la ciudad monumento,
patrimonio de la humanidad y de todas esas sanacás que inventa la Unesco.
¿Que qué? Ay, mijito, habla claro, con ese acento no se te entiende ni pitoche.
¿Que usted es fotógrafo? Eso ya lo sé, mi vida linda, óyeme, ¿tú crees que soy
ciega o bizcorneá? Si desde que te vi con la cámara colgando del cuello me
pegué a ti. ¡Claro, corazón de melón, a mí me encanta que me tiren fotos! No,
pa que tú veas es la primera vez que a mí me retrata un turista, un gallego.
¡Aaaah! ¿Que tú no eres gallego? ¿Y se puede saber de dónde tú vienes,
cosita rica? Porque extraterrestre sí que no, qué va, tú no tienes ni una
pizquita así de marciano. ¿De Portugal, y resides en París? ¡Eso está fuerte!
Ay, tú estás un poquito raro. Bueno, y qué importa, a ver, ¿cómo quieres que
me ponga? ¿Ya? ¡Contrá, qué rápido tú eres, ni los cupets te hacen ná! Niño,
los cupets son los garajes nuevos donde venden gasolina en fulas. En fin, no
te demoro más con cuentos del más allá, fíjate, yo soy nacida y criada en un
palacio colonial, ¡un palacete chico! Pero de palacio ya no le queda ni el
nombre. Ahora se llama solar, vaya, para ser más concreta, en la calle Muralla
160, entre Cuba y San Ignacio. No te puedo enseñar el edificio porque se

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derrumbó, hace un tongón de años, ¡quién se acuerda de aquello! Yo era
chiquitica así. Mira, mi abuela me estaba dando la comida, ¡no, y menos mal
que todo el mundo estaba en la calle, trabajando, o haciéndose los que
trabajaban!, pues mi abuela se dio cuenta de que en el plato estaba cayendo
como una boronilla del techo, y cual endemoniá recogió lo principal, es decir,
yo y veinte fulas que había comprado en el mercado negro; ¡qué luz la de mi
abuela, virgen de la Milagrosa, alabao sea san Lázaro! No bien salimos del
edificio, ¡cataplún! Piedra y polvo na má, igualitico al Partenón ese de los
griegos que vi en un libro prestado. Luego de la catástrofe nos albergaron dos
años; más tarde, bien tarde, nos dieron un apartamentico, ¡no, pero ahí todavía
queda gente esperando porque le den casa! Imagínate, en ese albergue de la
calle Monserrate hay mujeres que se han hecho viejas pellejas. Nosotras
navegamos con suerte porque la presidenta del consejo de vecinos es
tremenda chivatona y tenía un contacto que nos resolvió. Nos otorgaron un
apartamentiquito, como ya te dije, muy modesto él, en la calle Empedrado
número 505 entre Villegas y Monserrate. La calle Empedrado es famosísima
por La Bodeguita del Medio, a la cual no puede ir ningún cubano si no es
acompañado de un extranjero. Pero no te vayas a equivocar (miro a todos
lados), cuidadito ahí, a mí me priva este país, ¡aquí somos requetefelices y
palanta y palante! Hace un calor del carajo, pero mira cómo hay playas y
arrecifes, las playas pa los turistas y los dientes e ’perro pa los nativos. Pinta
pallá, ahí viene Maruja, la señora del pañuelo en la cabeza y el bastón, la
viejita de la jaba. ¡Ay, verdad, qué torpe, si todas las viejas llevan jabas!
Chico, esa que camina apoyándose en la puerta de latón de la bodega. Esa
viejuca es de lo más mortalítica, quiere decir superchévere. Ella es hija de
isleños, de los de Canarias, pero nació aquí, esa pobre señora se pasa la vida
en las colas, del cuarto a la bodega y de la bodega al cuarto. Un día se paró en
la esquina, miró a la profundidad, al abismo interior de la jaba vacía y dudó:
Ay, mi madre, Cristo bendito, qué memoria la mía, estoy ya tan
arteriosclerótica que ya no sé si es que voy o vengo del mercado. Con eso te
lo digo todo. ¿Qué cosa, mi chino, que cambie el tema? Sí, sí, sí, yo sé que a
ustedes los fotógrafos les amargan estos temas. A mí lo que me entristece es
ver cómo en las fotos la pobreza se ve así, tan bonita. ¡No, mi amor, eso yo no
te lo voy a negar, aquí sí hay pobreza, y mucha! Escúchame bien, ¿ves a esa
mujer sentada con el perro, y al otro tipo que mira pallá, y al negro de punta
en blanco que hasta la cabeza la tiene blanquita en canas? —dicho sea de
paso, ese negro debe de ser viejo como loco, porque pa que a un negro se le
vean las canas es porque es de un siglo de antes de nuestra era—, pues ese

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conjunto de personajes tú los ves y los fotografías y ya, y luego te largas a tu
país, pero lo bueno de la foto, lo que tú te pierdes, es ese más allá que hay de
la puerta padentro, detrás del niche canoso. Por esa puerta padentro hay una
lobreguez que le para los pelos de punta al más pinto. ¡Una miseria que ya
quisieran las favelas venezolanas o brasileñas! Cállate boca, ahí llegó la fiana,
brigada central. A propósito, ¿allá por donde tú vives no pusieron en la
televisión Brigada central? Es un serial español, donde actúa Imanol Anas, el
que hizo de Leonardo Gamboa con Daisy Granados haciendo de Cecilia
Valdés. Yo lo conocí, ¡niño, estáte tranquilo!, ¡más decente! Me firmó un
autógrafo y todo, en la plaza de la Catedral. ¿Te quedaste botao, no
entendiste? Bueno, desmaya el chisme. ¿Y cuál es el cuento con estos dos
policías que se aproximan como quien no quiere la cosa? ¿Qué sucede,
compañero? Usted mismo el de la camarita. Aquí hay mucha dignidad pa que
lo vaya sabiendo. ¿La joven lo está molestando? No, porque por acá pululan
una cantidad de muchachos malcriados, escoria, vaya… ¿Cómo dijo, una
foto de nosotros? ¿Los dos juntos? Estamos trabajando y nos puede costar
caro, bien, dale, métele ahí rápido, ¿cómo nos colocamos, nos reímos? Mejor
no nos reímos. Chácata. Ya usted sabe, aquí estamos para servirle. Cuba es
un eterno verano, venga a vivir una tentación. A mí me han dado un revirón
de ojos, se ve que no les gustó que estuviera renguinchá de ti, fotógrafo. Sí,
aquí hay mucha dignidad, demasiada, sobra, pero la dignidad no se come,
cariño, en fin, el mar… Hablemos de los peces de colores. ¡Apunta pallá, no
te las pierdas, ay qué niñitas tan monas, una en el velocípedo, y la otra con
perrito de lo más chulo! Ah, ya las habías visto, por supuesto, el fotógrafo es
el que ve más rápido, más hondo y mejor. Cualquiera diría dos típicas
habaneritas, graciositas, ahorita te preguntan la hora a ver si eres yuma,
primero pa pedir chicles, luego que las saques del país… Pa que tú veas, la
gente engaña, ellas sólo querían una foto, ya tú ves, todavía quedan niños
educados. Yo también lo soy, que se sepa que tengo trece años nada más, mi
chino, y ni sé en qué etapa de la vida estoy, aquí una se hace tembona en un
pestañazo, pero al mismo tiempo no conozco na de la vida. Pa mí el mundo es
La Habana Vieja, cuanto más Centro Habana. Una vez me desplacé hasta el
Vedado, pero el transporte está en llamas, en candela, vaya, no hay quien se
empate con un camello, nombrete que les hemos puesto a las guaguas en la
actualidad. ¿A pie? ¡Mi cielo, no hay jama, no hay proteína pa tanto! Tú sí
que puedes porque tú estás ranqueao en las grandes ligas con respecto a
carnes, vegetales y frutas. Pero aquí una ni ve pasar la carne. Yo, en la vida he
visto una vaca viva. ¡Ah, no, espérate!: una vez vi una en el noticiero de las

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ocho de la noche por el Canal Seis. Sí aquí tenemos sólo dos canales, el Seis,
que es el de la novela, y el Dos, que es el de la pelota y los discursos. Desde
que tengo uso de razón veo la telenovela brasileña, es una cosa que me priva,
en un televisor marca Caribe, en blanco y negro, pero de que la veo la veo,
¡cómo no! En un futuro no muy lejano, a lo mejor mi mamá, o yo misma,
consigamos un aparato a color… ¡No, no, no, tú no te me puedes negar, tienes
que hacerle una foto a ese que vie-ne por ahí! Te presento a mi padrino, él es
palero, abakuá, y todo lo que tú quieras y mucho más, ¡a su prenda hay que
decirle usted! Cuando lo necesites él te puede hacer un buen trabajo, amarrar
a tu mujer pa que no te deje nunca, envolver a tu jefe pa que te aumente el
sueldo, lo que tú pidas por esa boca él lo logra, ¡es un puñetero volao!
Padrino, no se asuste, quieto ahí que lo van a retratar, vas a salir publicao en
el mundo entero. El mundo entero, el imposible. Ya se aleja indiferente,
cantando un bolero, trafucándole la letra. Ahí se va mi padrino, ajustándose la
gorra sudá. Te voy a contar un poco de mí, fotógrafo, dime si te interesa,
claro. Yo siempre me he destacado por ser tremenda pandillera, pero sana, sin
hacerle daño a nadie. A mí lo que me gusta es estar en la calle,
mataperreando, jodiendo, riéndome, de marimacha, arrecostá en cualquier
pared viendo a los turistas pasar. Debe de ser extrañísimo eso de ser
extranjero, ustedes van por la vida así, tirando fotos como en una película, sin
inquietarse por si llegó el huevo, o que si la leche se cortó con el calor y por
eso no la despacharon. A mí, cuando me preguntaban de chiquitica que qué
quería ser cuando fuera grande, respondía que extranjera. A veces odio ser yo,
pero otras lo que siento es deseos de seguir aquí, sin hacer ná, mirando a todo
el mundo pasar. ¿Estoy despeiná? No, es que no soporto salir desarreglá en
las fotos, qué dirán por ahí después, mira a esa chiquita con las pasas paradas.
A mí me fascina verme bonita en los retratos, sucede como con las casas, es
cierto que aquí la ciudad está desbaratá, pero todavía quedan algunos lugares
más o menos elegantes. Lo que es esta zona del casco histórico la han
restaurado de manera b-a-s-t-a-n-t-e acogedora, pero lo que es de ahí pallá, pa
envuelta de la iglesia de la Merced, de Muralla hacia Paula, lo que son las
calles Santa Clara, Luz, Acosta, Jesús María, Merced, San Ignacio, Muralla,
Inquisidor, Habana, Cuba, Aguacate, Villegas, todo eso está en ruinas. Por ahí
anda un chiste que dice que los americanos deciden bombardear Cuba de una
vez, ya, pa que Quien Tú Sabes no se llene más la boca diciendo que los
americanos quieren agredirnos y que esto y que lo otro. Entonces envían un
cazabombardero pa acabar con nosotros, pero en el momento de tirar la
bomba, el piloto mira para la ciudad, toca con el codo al copiloto

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preguntando: «Oh, Scott, ¿quién se nos habrá adelantado?». Y sin embargo, la
vida tiene cada cosa, porque así y todo la ciudad luce simpaticona. Yo he
chancleteao este barrio que tú no tienes ni una idea, de cabo a rabo, este niño,
no hay familia decente ni bandolero que yo desconozca. Soy socia, ambia,
vaya, hasta de los curas de la iglesia de la Merced y del Espíritu Santo. Si
supieras la suerte que tengo para las amistades mayores. Mi madre trabajaba
en una pizzería que acaban de cerrar, en la calle Obispo, ahora se dedicará a
fundar una Paladar, es decir una pizzería en fulas, semiclandestina. La
ayudaré, por supuesto. ¿Los materiales? Los ingredientes querrás decir, ¿que
de dónde voy a sacarlos? A mí sí que no me preguntes sobre esa situación, yo
qué sé. De por ahí. En una ocasión comí gato, sin enterarme, unas albóndigas
de miau. ¡No, ahí sí que no, mi vida linda, los perros son sagrados en este
país! Tú no ves que los perros pertenecen a san Lázaro, que es un viejito muy
santo, milagrosísimo él. Desde que soy gente asisto cada diecisiete de
diciembre al Rincón, donde se encuentra el santuario del viejito que me
protege, ¡y de rodillas, de r-o-d-i-l-l-a-s, ni ná ni ná! Porque yo soy de lo más
devota. ¿De quién, a quién tú mencionaste? Por favor, cariño, no pronuncies
ese nombre que trae mala suerte. Yo me considero única y
desinteresadamente devotísima de Babalú Ayé, que no es otro que san Lázaro.
A mí nadie me obligó, con ese don se nace, es muy natural. Aquí el que no
tiene de congo tiene de karabalí. Acto seguido podrás interpretar que a todo lo
largo y ancho de esta islita, por delante, por detrás y por los cuatro costados,
toditos tenemos nuestra cosa hecha, su cuestión preparada. ¿El qué? ¿El
comucuánto? ¡Oye, mira que tú eres cómico! Pues él, ¿el comunismo me
dijiste? Él, ahí, de lo más bien, encantado de la vida, saludable y
alimentadísimo, como si con él no fuera, haciéndose el de la vista gorda.
¿Qué otras cosas lindas podría contarte? Vaya, para que te lleves una
excelente imagen de este país. ¡Ya sé! Pues, tengo una amiguita que vive
muerta con el circo, encandilada con los payasos y con los elefantes y con los
trapecios y todo cuento. Sí, me confesó que sueña con ser trapecista. Yo,
antes, quería ser gimnasta, como aquélla, la Nadia Comaneci, ¿la recuerdas?
Pero clausuraron el CB deportivo de la calle Mercaderes, las instalaciones se
jodieron por falta de mantenimiento. Ya no quiero ser gimnasta. ¡El CB, niño!
¿Tú no sabes lo que es un CB deportivo? No, para nada, no es se ve, se
escribe C y B. ¿Cómo, igual a esa tarjeta? En mi vida había visto yo carta tan
brillosa. No seas mentiroso, tú. ¿Que con esa postalita se puede pagar? ¡Qué
va, pa su escopeta, ni me la acerques, no quiero cuentos con trucos raros!
(Ahora me alejo, haciéndome la brava, la rebelde, la salvajona, pero esto de la

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foto me llene trastorná; él se detiene en una esquina, el vecindario lo aborda;
retrata a todos cuantos se meten delante del lente, después regala las pruebas
que van saliendo, ha alborotado al barrio; le sacó una al tipo que le dicen el
cosaco, debido al sombrero y el bigotón, el socio estaba en tremenda pea, con
un ojo entretenido y el otro comiendo mierda, manda un feo que ni malanga,
pero ¿quién lo iría a decir?, resultó ser superfotogénico, quedó bonito y todo;
en la parada sobreviviente de guaguas fotografió a Pepito, quien regresaba del
policlínico con una placa de los pulmones en la mano, toda la luz del universo
atravesaba la radiografía; sin contención ni remilgos vuelvo a engancharme
de mi amigo el fotógrafo, aquí estoy, pegá como un moco, pero él es de lo
más cariñoso, pareciera cubano. ¿Que qué? Ya empezó de nuevo, es tremendo
preguntón.) ¿Que por fin qué voy a ser cuando sea mayor? (Me la puso en
China, ya le conté que me decepcioné con la gimnástica.) Ay, chico, todavía
tengo tiempo, no le he dado mucha cabeza a ese asunto. Como soy medio
marimacha a lo mejor va y me dedico a técnica de bicicleta. (De súbito,
descubro a Lola, la lavandera, sentada en un banco cagao por los sinsontes del
parque de la plaza de Armas, ahí está más solita que la soledad misma, con un
suetercito rojo, sucio que da grima, con el calor que se está mandando; yo que
siempre ando en chores bien corticos, a punta de nalga, sin ná pa arriba,
porque como aún no he desarrollao bien. Lola fija la vista en la luna de
Valencia, anda por Belén con los pastores, acariciando a otro perrito
abandonado, a quien ella de seguro acaba de recoger, es una perrera de
ampanga.) Pues, oye lo que te voy a decir, mi curucucucho de mamey, si se
pone más dura la situación me dedicaré yo también a lavar pa la calle, o a
mirar pa los celajes, igual que Lola, o a recoger perros, o a las tres cosas
juntas. ¿No te parece una buena idea? Tal vez, pensándolo mejor, si esto se
arregla, si cambia, vaya, quién sabe. ¿Tú de verdad tienes fe en que esto se
compondrá algún día? ¿Crees que yo pueda llegar a ser fotógrafa? Sí, como
tú.

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Historias de Olmo
Rolando Sánchez Mejías

Viaje a China

Olmo se abrocha los zapatos, va a China, vuelve de China y se desabrocha los


zapatos.

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Periplos

Olmo viaja de La Habana a París, de París a Barcelona y de Barcelona a


Feldafing. En Feldafing toma el tren equivocado y en vez de ir a Erding,
como era su idea, va a Tutzing. En el trayecto se le ocurre que quiere visitar la
estación de Hackerbrücke. Le gusta la palabra Hackerbrücke. Pero le tiene
miedo. Dice: «Hackerbrücke: palabra que te parte los dientes». También le
gusta la palabra Mühltal, otra estación. «Palabra que parece una vaca.»
Finalmente se queda dormido en el tren. Ya es tarde para ir a Erding. Pero
piensa que algún día irá a Erding. Y a Gauting. Y tal vez a Eching. Y vuelve a
quedarse dormido soñando con la palabra Pasing.

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Decepción

Olmo llega muy abatido, se sienta en el sofá y explica su decepción con el


lenguaje. Explica que las palabras ya no sirven para nada:
—¿Qué es la palabra calabaza sino una calabaza vacía?
Dice también acerca del lenguaje:
—De acuerdo. Es una escalera para subir a las cosas. Pero una escalera
con defectos. Subes y te caes.
Se ve muy abatido. Entonces a la abuela de Olmo se le ocurre la idea de
cantarle una nana y Olmo se va quedando dormido y tiene un sueño muy
bonito en un mundo sin palabras.

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Blatta orientalis

Olmo quiere suicidarse y escoge un hotel barato. Se sube a la cama y hala la


lámpara del techo por si se cae y ve una cucaracha en la pared. ¡Olmo siente
por las blatta orientalis un terror ancestral! Ahora la cucaracha está dentro de
uno de sus zapatos al pie de la cama y Olmo no sabe qué hacer. Se acuesta sin
hacer ruido y se tapa de pies a cabeza y se hace el muerto mientras imagina
un mundo sin blatta orientalis.

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De la soledad de los acontecimientos

Cuenta Olmo:
—Ningún acontecimiento está solo en el mundo, señores. Verán. El
taimado Gordolobo es mi vecino. Si pego el oído puedo sentir a Gordolobo
apretarse contra la pared y cantar con voz espantosa y vestido de campesina
bávara operetas lascivas. Cuando nos cruzamos Gordolobo me sonríe porque
sabe que yo sé de su abyecta naturaleza.
Ningún acontecimiento está solo en el mundo. Napoleón veía venir un
zorro desde el campo enemigo y sabía que la batalla estaba perdida. Una vez
una rata se coló por la cañería de mi apartamento. Gordolobo había
conseguido expulsar a los filipinos del entresuelo porque los domingos hacían
«curas de risa».
Pues bien, materia nigra, narratio brevis: la rata, la rata traída a colación,
llevaba en la boca el brazo de una muñeca. ¡Ninguna rata viene del infierno,
señores! Y mi rata provenía —¡lo aseguro!— del piso de los filipinos.
Gordolobo tampoco ama a los perros. Ni a las flores. Deja que se sequen en la
ventana como una advertencia para todos.

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Olmo no puede pensar

Olmo llega muy sobresaltado y dice que no puede pensar. Que le han echado
una brujería en la puerta de la casa —«¡una gallina muerta con un lacito rojo
amarrado a una pata, oh!»— y que no puede pensar. Nadie sabe qué hacer con
Olmo que se sostiene la cabeza con las manos y repite todo el tiempo lo
mismo: que no puede pensar.

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Del uso de las metáforas

El día es tan bello que un amigo de Olmo se siente perturbado. Piensa que el
sol es una naranja que rebota en el horizonte. En eso se topa con Olmo que
viene pensativo. El amigo le dice a Olmo: «¡Olmo, fíjate qué día más bello, el
sol es una naranja que…!». Olmo lo mira como si hubiera visto al diablo y
echa a correr mientras grita: «¡Necio, necio!».

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Pruebas

Cuenta Olmo:
—A veces esperas que la realidad se te vuelva una lámina. Entonces crees
que la tienes. Pero no la tienes. Pues no basta con laminar la realidad.
Tampoco basta con que enciendas un cigarro en busca de profundidad. A
veces en busca de profundidad se pierde en realidad. Y viceversa. Una vez un
filósofo le dijo a otro filósofo que era probable que en la sala donde estaban
hubiera un rinoceronte. Que de la realidad podía esperarse cualquier cosa.
Que era probable que en la sala donde estaban hubiera un rinoceronte y que
no faltarían pruebas para tal aseveración. El otro filósofo le contestó que no
había suficientes pruebas para tal aseveración. Que de la realidad no podía
esperarse cualquier cosa. Que no había un rinoceronte en la sala donde
estaban y que no faltarían pruebas para tal aseveración.
Cuenta Olmo mirando a la profundidad de la sala.

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Escritor

Olmo se topa con un escritor que se jacta de no escribir. «¡Veinte años sin
escribir!», rechina los dientes el escritor muy cerca de la cara de Olmo. El
escritor arranca un pedazo de papel, hace unos garabatos y se lo da a Olmo:
«¡Esto es lo único que tendrán de mí!». El escritor enciende un cigarro y dice
más calmado: «Deberían darme un premio por mi silencio». Fuma y susurra:
«Pero yo no aceptaría el premio». Se queda observando el humo del cigarro:
«O no iría a recogerlo».

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Aqueronte

Algunas noches Olmo recibe la visita de Eulalia, su tía muerta. Ella suele
hacerlo por lo general cuando Olmo intenta dormirse. «Ay Olmo, hijo mío,
qué mala cara tienes, cariño.» Ella se sienta en la cama junto a Olmo y se
pinta las uñas de las manos: «Rosado. Uno de mis colores preferidos», dice
alargando las manos. Luego revisa las gavetas de la cómoda: «Olmo, mi
amor, ¿cuándo aprenderás a doblar los calzoncillos, corazón?». Luego revisa
los apuntes de Olmo sobre la mesa y lee en voz alta: «No tengo sustancia
interior… y remo en el Aqueronte… como si de la vida se tratase… ¡Ay
Olmo, por Dios, que te vuelves loco, mi vida!». Se pinta otra vez las uñas y
dice estirando las manos: «Morado. Uno de mis colores preferidos».

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Instrucciones para bajar una escalera

Olmo descubre una mañana que no sabe cómo bajar la escalera. (Sabe cómo
subirla: ha leído un Manual de Instrucciones para subir una escalera. Pero no
sabe cómo balarla.) Olmo retrocede aterrado y busca en el librero algún
Manual de Instrucciones para bajar una escalera. No lo halla. Sin embargo
halla uno de cocina paquistaní y se hace una tortilla al curry un poco
chamuscada pero en general bien.

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La Convención

Una vez Olmo se asomó a la ventana y vio un pájaro mecánico posado en una
rama. Sus piezas acoplaban perfectamente incluso al levantar vuelo. En los
días siguientes Olmo vio otros pájaros mecánicos. Sobre su mesa de comer o
volando en la lejanía. También en forma de puntos, instalados en el horizonte.
Olmo se rascó la cabeza: «Culpa de La Convención». ¿Qué Convención? No
lo sabía. Pero le fascinaba la idea de que Detrás de Todo Aquello se Ocultaba
La Convención. Fue una dura época para Olmo, donde no escasearon las
mayúsculas ni los pájaros mecánicos.

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Turcos

Olmo quiere visitar H. pero le aconsejan que no vaya a H., que allí matan a
los turcos. «¡¿Turcos?!», se sorprende Olmo. «¿Y yo qué tengo que ver con
los turcos?» Se mira en el espejo. Nada especial en la cara. No, las orejas no.
Los ojos tampoco. Ni la boca, se relaja Olmo. De pronto: la nariz. Olmo se
queda estupefacto: «¡Dios mío, la nariz!». No que la nariz fuera turca pero.
Había algo. Tal vez la punta. O la curva. Sabía Dios. «¡La nariz!» Olmo
retrocede espantado, se mete dentro de la sábana y se tapa de pies a cabeza.

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Sistema inflacionario

Olmo tenía entre sus planes escribir alguna vez un libro acerca del sistema
inflacionario de las ratas en sus madrigueras. Decía de los machos: por lo
general son rapaces, díscolos y mentirosos. De las hembras alababa
especialmente su zalamería, su vaivén gramatical, su contoneo «espirituoso»
entre las inmundicias acumuladas.

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Perspectivas

Visto de espaldas, Olmo produce la trágica impresión de un acromegálico que


mira a la lejanía. Visto de frente: una bola, una bola cómica que rueda a ras de
los acontecimientos.

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Las aguas del abismo
Félix Lizárraga

Waiting to take you away


Beatles

Las hordas de los perros del hortelano, implacables e innúmeras, desertaron al


fin la biblioteca; la temporada de la caza de exámenes había terminado; pude
volver tranquilo a la sala grisblanca con algo de templo y de sepulcro, colocar
mi carpeta sobre una mesa a dos —a la última de a uno acababa de
adelantárseme una vieja, pisándome de paso con un tacón como una daga—;
entregué mi pedido a la bibliotecaria de cara de vinagre, me dispuse a esperar
en el sofá mullido del vestíbulo, encendiendo un cigarro que, bien lo sabía yo,
iba a multiplicarse por tres o cuatro mientras venían los libros, siempre traídos
por sabe Dios qué sádica tortuga; extendí el pie adolorido, me eché atrás, me
puse a ver pasar la variopinta fauna de biblioteca (pido disculpas por lo de
variopinta; es palabreja que abunda en las usuales traducciones del ruso tanto
como escasea en la literatura de lengua castellana, del Mio Cid a la fecha,
supongo por las mismas, recónditas razones; la apunto sólo porque se me
ocurrió allí mismo, nunca para dar pie a comentario alguno a posteriori o
margen, literarias malicias a las que soy ajeno; ojalá se vacíe alguna mesa
sola, pensaba yo también; he entresacado, a modo de ilustración
circunstancial, un par apenas de las mil y una cosas que me vinieron a la
mente durante los minutos de la espera; constatar siquiera una centésima parte
de su total es tarea a la que renuncio de antemano; aun cuando la memoria lo
conservase todo —como dicen que hace en realidad, lo que sucede es que no
poseemos, al menos todavía, la llave que abre esa pandórea caja— no me
hace falta alguna ese conocimiento incluso ahora, que me afano en reconstruir
un par de horas escasas de una tarde invernal; necesitara en caso tal
seiscientas páginas para cada minuto, no las menos posibles en que intento
apretar esta historia; sin contar con que el tiempo, la memoria, sinónimos
acaso, no son eso que el vulgo entiende como tales —pero cierro el paréntesis
—); así sentado, fumaba yo, esperaba; un viento repentino —maldito invierno

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— hacía hablar el metal de las persianas, ululaba allá afuera, anacrónico coro
de plañideras árabes; me arrebujé en mi abrigo —maldito— sin resultado —
invierno—; de este modo llegué al segundo cigarro; mi caja de fósforos
callaba (pero yo hubiera jurado que estaba llena), y hube de recurrir a mi
recién vecino de espera; admiré unos instantes, tras prender mi cigarro, el
viejo encendedor, pesado, de un metal oroviejo, delicados relieves figurando
uno como dragón que vomitaba asiático florescencias de fuego; lo devolví a
su dueño —ojos claros, mi edad, suéter rojogastado de rombos arlequinos,
poco que ver con el objeto que parecía pedir para hacer juego algún señor
maduro de traje y portafolios—; regresé a mi cigarro; una de las ventajas
indiscutibles del cigarro es que permite colmar o fabricar las pausas que uno
quiera, cuando uno quiera; yo, por qué no confesarlo, casi siempre las quiero;
no soy tímido, pero tampoco especialmente sociable; en general prefiero
fumar a conversar, aun con aquellas personas que prefiero; eso me ha hecho
ganar reputación de tipo comprensivo, lo que tampoco es especialmente
cierto; y de discreto, cosa que sí es verdad, aun cuando no lo sea por
convicción especial, sino, más bien, por pura indiferencia (todo este análisis
de personalidad, tal vez exacto, no lo he hecho yo, lo que fuera un estímulo
aunque un esfuerzo que no haría por mí mismo, sino Martha, con el agravante
de que poco a poco, con el paso del tiempo, ha ido volviéndose su tema
favorito, a cualquier hora; al principio a ella le encantaba, por ejemplo, que yo
fumara despaciosamente después de cada amor; le parecía muy chic, muy
cosa de película —ella no fuma, claro—; ahora ha dado en decir que el humo
le da alergia, lagrimea y se frota la nariz para demostrarlo, lo cual, amén de
ser una burda artimaña, pone en peligro de extinción la poca nariz que tiene; a
mis observaciones sobre el particular, ella responde que no hay motivo para
preocuparse, ya que yo tengo suficiente nariz para los dos, y sobra; etcétera;
pero lo que a ella le molesta, a pesar de sus campañas antinicotínicas, no es el
cigarro —sería lo de menos—, sino lo que me hace fumar, que es como decir
que le molesto yo; cuando se lo insinúo, monta infaliblemente en cólera —
feroz cabalgadura—, llora y protesta que estoy cansado de ella y que por eso
invento —yo— cosas como ésa; la calmo, la consuelo; hacemos el amor; más
tarde fumo; vuelve el ciclo a empezar); todo este paréntesis interminable no
es más que una intentona, algo excesiva, es cierto, por dejar claro que no soy
el lobo estepario, pero que no me gusta conversar; por lo menos, no
especialmente; y que el fumar me sirve de coraza o caracol como a otros de
trampolín, enlace o contraseña —¿tiene fósforos?, por ejemplo, y de ahí a
charlotear de cualquier cosa, desde pelota a sexo—; y, en fin, que no veo por

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qué tendría que ser de otra manera; lo que la gente llama conversación no es
hablar de verdad, sino cambiar palabras, o darse mutuamente la oportunidad
de reforzar los egos respectivos por medio de abundosas excreciones verbales,
que al otro no interesan; o soltar y escuchar palabras para no pensar; o
sentirse, de tal modo, cointegrantes de algo, como el círculo de humoristas del
cuento que tenían ya todos sus Justes sabidos y numerados, torciéndose de
risa en cuanto alguno citaba el diez, o el veintidós; o cualquier cosa, en fin,
excepto una conversación verdadera, entendiendo por conversación verdadera
el intento de comprender a sí mismo y al otro con ayuda del verbo —y esta
definición es pobre y es oscura, pero me extiendo demasiado y necesito contar
una historia, ceñirla paso a paso para entenderla, y a cada paso me aparto del
camino en pos de alguna de mis ideas fijas (afirma Martha, a propósito, que
soy esquizoide, y además obsesivo; ella debe saberlo, pues estudia Psicología,
esa carrera demencial); las ideas fijas, que son como mariposas y como
señuelos que van tentando fuera de su camino al narrador—; acabando de una
vez con digresión tanta diré que, para asombro mío y escándalo del universo,
los libros que pedí me fueron entregados antes de terminar el segundo cigarro;
cojeando me dirigí a mi mesa, no sin antes comprobar que ninguna de a uno
estaba libre —la vieja del tacón volvía hacia mí un cráneo que brillaba,
ceroso, bajo unas greñas grises cuidadosamente presilladas—, fumé lo que
quedaba del segundo cigarro, abrí un libro, empecé a leer; no hay sedante que
iguale —ni siquiera el suave movimiento, el ballet en ralentí de los peces de
acuario tras el vidrio— a la prosa geométrica de un ensayo francés, aun
traducido; está todo tan en su lugar como en la fachada del Petit Trianon, y el
efecto es el mismo; el de algo armonioso, preciso, no muy imponente, es
cierto —la imponencia es virtud sajónica—, un poco de juguete, pero
calculado hasta la millonésima de fracción; busqué, a tientas y
mecánicamente, el cigarro tercero y la caja de fósforos que bostezó vacía
cuando la abrí (pero yo hubiera jurado que estaba llena); mi recién vecino de
mesa me tendió una fosforera metálica, pesada y oroviejo con un reptil
llameado que reconocí al tiempo de intentar, vanamente, prenderla; ardió al
instante sin embargo, de un chispazo esmeralda, en manos del vecino; le
brindé otro cigarro; gracias, dijo, no fumo; yo volví a mi lectura; ¿Medusa y
Cía?, preguntó al rato; ¿qué?, dije yo; Medusa y Cía, repitió, que si es lo que
estás leyendo; le dije que sí; no es mal libro, dijo; lo miré; tenía tanta cara de
habérselo leído como yo de San Juan Evangelista; en lugar de eso le pregunté
si lo había hecho; sí, hace tiempo, no está mal, pero no acaba de gustarme,
aunque contiene una idea muy interesante, o más bien la sugiere; ¿cuál?, le

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pregunté, ya resignado, esperando llegase pronto en mi socorro alguna de las
avinagradas bibliotecarias y nos mandase callar; la idea de la naturaleza como
imaginación, sonrió mi vecino con los ojos verdes, gatofelinos; Caillois
encuentra analogías entre la actividad natural —verbigracia, dibujos del
mármol y las mariposas, ocelos y danza de la mantis— y la humana —
pintura, mascaradas rituales de las edades líticas— (se veía absurdamente
joven, mi vecino, pronunciando palabras como aquéllas con su tranquilidad);
natura naturans, natura naturata, indecisión, indefinición, mtercambiabilidad
de ambas; luego esa idea tiene como un segundo encanto, y es que podemos
invertirla, virarla del revés como un bolsillo, y encontrar en su reverso una
idea no menos interesante, la de imaginación como naturaleza, le dije que eso
de virar las ideas del revés no parecía un procedimiento precisamente
respetable, ni muchísimo menos; al contrario, me afirmó mi vecino, es ésa la
piedra de loque de las ideas; las ideas que perecen, tripas al aire, al ser viradas
del revés son las ideas pulpo, las ideas sin verdadero agarre natural; pura
dialéctica, mi socio; en este caso, de todos modos, no veo la relación, un poco
molesto, aunque ya interesado; ¿cómo que no?; la imaginación como
naturaleza, es ya una idea platónica, por no ir más lejos y remontarnos al
maya hindú o al hugalaya de los tibetanos; son cosas muy distintas, dije yo;
tan sólo en apariencia, dijo mi vecino de suéter arlequinado; el mundo como
emanación aparencial del topus uranus, pleroma o sefirot, y el mundo como
tejido de apariencias o rueda de metamorfosis ilusorias nos viene resultando,
a estas alturas, el mismo perro con distinto bozal; una fuente de imágenes, el
soterrado trípode de las madres o ménades —mónadas, perdón— crea y
contiene en sí, en tales concepciones, todo lo que percibimos en duración,
duración incluida —el tiempo es, sin duda alguna, la mayor ilusión—, o sea,
como dirían los físicos, nuestro continuum espacio-temporal, el mundo;
dejando a un lado, como cosa ociosa, las connotaciones ontológicas y el
llamado problema último de las filosofías, esta idea arroja fecundas
iluminaciones sobre la cultura humana, pues ¿qué es esa cultura, sino una
segunda naturaleza, creada, creadora, la cual, sirviendo de habitación al
hombre, espacio segregado, constituye por tanto la natura más importante y
vital para él?; si invertimos la famosa sentencia de Thomas Browne, según la
cual todas las cosas son artificiales, pues la Naturaleza es el Arte de Dios,
tendremos que todas las cosas son naturales, puesto que el Arte (techné o
poiesis, actividad creadora) es la Naturaleza del Hombre, idea de una mayor
fertilidad desde este punto de vista; las ideas, pues, son tan naturales como un
plátano o como este cigarro que, dicho sea de paso, se ha acabado; tendió su

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fosforera y yo, de manera mecánica, el cigarro, la llama se elevó
verdeprofundo; ¿qué gas tiene esa cosa, pregunté, que ha dejado al cigarro
como un sabor de azufre?; eso se le pasa, dijo mi vecino; el azufre, en este
caso, es sólo una señal; ¿una señal de qué?; el vecino se reía con ojos
verdelucientes, ¿de qué hablábamos?, dijo, de la imaginación, creo yo, le
respondí; tenemos entonces que la imaginación resulta el ser más preciado, el
ser del hombre y su natura —naturata y naturans, y perdona que insista en
tales latinajos, pero me gustan tanto—, precioso más que el alma misma; le
pregunté qué entendía por el alma, y me dijo que era un viejo concepto,
demodé y en desuso, pero muy interesante, lástima no pudiéramos hablar
ahora un poco sobre el tema porque había recordado que tenía una cita, que
otro día nos veríamos, levantándose, mi nombre es Ofiel; Efraín, dije yo; su
mano era fría, mano de gente muy blanca; se alejó, ancha espalda, suéter
rojogastado, cojeando un poco; afortunadamente, la vieja del tacón se había
ido, Dios sabe cuándo o cómo; ocupé feliz su asiento junto a la ventana de
persianas metálicas que el viento ululante estremecía; al sentarme toqué algo
con el pie dolorido; una polvera antigua, de un metal como bronce; supuse
que, de seguro, se le cayó a la vieja; me miré en el espejito ovalado, y decidí
peinarme; aquí termina lo normal del relato; cuando volví a mirarme en el
espejo, vi en el lugar del mío un rostro de muchacha —miré atrás; miré el
espejo; me miré yo (sin espejo); lo acerqué bien (el espejo); la muchacha tenía
ojos verdiamarillos; vestía un como ropón basto, atado a la cintura con un
cordón trenzado; en los cabellos largos, oscuros, revueltos, llevaba flores,
muchas flores, flores sin orden ni ganas de adornar, sencillamente flores,
amarillas y verdes, enredadas dondequiera; no estoy seguro de que fuese
hermosa; parecía muy cansada; permanecía de pie, centinela descalza, junto al
gran espejo; me echó los brazos al cuello, me miró de muy cerca, ojos
verdedorados, ven, es la hora; nos cercaba una tiniebla profunda, cavernosa,
total, y el resplandor verdehumo del espejo, ¿venía de tras de mí o del mismo
espejo, adonde ella señalaba, ven conmigo?; eso no es una puerta, es un
espejo, dije; no es un umbral, dijo ella, es una puerta de luz, te lo ruego, amor
mío, recuerda; es la hora de buscar, ¿de buscar qué?, la hora de buscar, buscar
la fresa, buscar la copa, da igual, es lo mismo, se iba echando hacia atrás,
fresa de piedra, vaso de dulce carne, o yo estaba cayendo sobre ella, néctar es
sangre, íbamos a caer abrazados sobre el espejo, sima es cima, que ahora era
como una mesa, soma es soma, y como una gema fulgurante, summum sum!;
ven, es la hora, sabemos lo que somos, mas no sabemos lo que podríamos ser,
caíamos ya; algo, un repeluzno, me hizo desasirme bruscamente de sus

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brazos, recuerda, amor; la polvera cayó al suelo con sonido metálico y
pesado; una saeta última de sol dio sobre la tapa y vi brillar un áureo instante,
borrosa pero allí, las escamas de la sierpe de luego.

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¿Por qué llora Leslie Caron?
Roberto Uría

El Instituto de Meteorología ha dicho que hoy será un día cálido y soleado. Y


luego de hacer sus respectivas acrobacias con las probabilidades y porcientos
de lluvia, vientos y oleaje, ha concluido que las temperaturas máximas en la
tarde oscilarán entre veintinueve y treinta y dos grados centígrados. Habrá
sido un día cálido y soleado, pero yo he amanecido con frío, un frío que nace
en el abdomen, y con mucho viento, y un oleaje de espanto me recorre todo el
cuerpo. Estoy casi lluvioso. Invernal.
Después que me hicieron nacer, hubo grandes disputas familiares por mi
nombre. Héctor contra Alejandro; Enrique contra Jorge. Que si Hugo, que si
Javier. Al final, triunfó Francisco. Pero todos estos años he venido siendo
Panchito y, en ocasiones, Panchy con «i» griega para que sea más sexy…
Sólo que yo he llegado a preferir, por sobre todos los nombres, el de Leslie
Caron. Es tan musical, tan europeo. Además, mis compinches admiten que
entre ella, la actriz, y yo, existe un gran parecido, la misma gracia y la misma
condición etérea…
Pertenezco a una familia «sagrada», de esas que ya no vienen más, casi
perfectas. Con una madre, un padre, adorable hermanita, un perro y muchas
plantas, resulta ser un clan apretado y ajeno. La casa, por supuesto, es el
clásico nidito decorado y decoroso. En fin, que al parecer yo termino siendo
la única nube gris que empaña la prosperidad de tal cielo azul.
Porque hay que admitir que en mí la dialéctica funcionó mal; o tan bien
que no se ajusta a las imperfecciones de nuestros tiempos. No sé. El caso es
que los miembros de mi familia, como casi todos, son «entes productivos»,
«social-men-te-ú-ti-les», asalariados del progreso y la concordia, santos y
vírgenes bastiones de la economía… Y yo, por mi triste parte, me siento solo
como una mariposa o una caracola: soy una bella parásita. Me preocupo de
embellecerme y alegrarme hoy, y no pienso en el tan venerado mañana, que
cada vez más promete ser atómico o neutrónico o qué sé yo…
No he seguido estudiando porque me aburre sobremanera que durante
cinco o seis horas diarias haya especialistas que me atiborren de esquemas,

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prejuicios, sucesión de calamidades y errores, falsas perspectivas y
redundancias. Me harté, simplemente. Y el futuro al carajo.
¿Y dónde podría ganarme «la sal» con el sudor de mi frente? ¿Dónde sin
perecer calcinado en el frío horno de los horarios y las reuniones? ¡Qué
tiempos tan bárbaros éstos!, diría Atila.
Yo prefiero ejercer de «alegre». La alegría más volátil es la mía; cada
trozo de calle o de ciudad es mi escenario, y yo soy la más cotizada vedette.
Me sepulto bajo una montaña de lentejuelas y luces de mercurio, no vaya a
ser que perezca ahogado por el peso de mis propias luces… Por esto, adoro
las paradas de guaguas, los parques, las tiendas y los mercados, las colas de
los cines. Eso sí, jamás he tenido un baño público en mi currículum. Soy
demasiado hipocondríaca y romántica todavía.
Lo mío son las flores, la música —Barbra Streisand es mi ídolo—, los
helados, y la playa con el sol, la espuma del mar y las gentes; sobre todo las
gentes, ¡cielos! Casi casi desnudas. ¡Qué paisito éste! Es la isla mágica de los
hombres lindos. Todo el mundo es bello. Por todas las partes me cercan y me
devoran hombres jóvenes, fuertes, de todas las formas y colores. Son
mamutes que te aplastan con tanta vitalidad. Me cercan —como «un collar de
palpitantes ostras sexuales», diría Neruda—, pero tan pocos me pertenecen
alguna vez. Porque si mirar es bueno, tocar es mejor.
Tocar: perecer. Un instante, un golpe de ala y a volar a lomos de un
tiempo implacablemente epidérmico. ¡Qué manera de perjudicarnos! Pero en
fin…
El caso es que me paro frente al espejo y me veo siempre y termino
preguntando: ¿qué será de esta loca? ¿Qué puedo hacer contigo, Leslie
Caron? ¿Por qué habré tenido que ser así? He intentado cambiar, pero no
logro hallar nada que verdaderamente me interese. Nada ni nadie. La mayor
parte de las gentes me inspira lástima; son vacíos, tan falsos; se mueven a
través de los estrechos márgenes de los esquemas que les imponen. Yo he
optado por esta esclavitud. No me he elegido a mí mismo, mas acepto las
cartas servidas y hago mi juego mortal como cualquier otro. Es como el color
de los ojos; no me gusta éste, sin embargo, no queda otra alternativa que
utilizarlos para ver. ¡Y qué cosas he visto y veo!
He visto a un padre que trabaja demasiado y que «se reúne» todavía más;
que cuando no pesca con los socios, anda con las queridas; un padre que
jamás ha recordado qué día nacieron los hijos.
He visto a una madre que también trabaja como una mula; que se
encarcela en su propia piel siempre atiborrada de coldcream; que cuando no

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sufre las machangadas del marido, pone al hijo a peinar sus pelucas y luego
va a olvidar las penas. He visto a una hermana que se casa con un tipo sólo
porque tiene una casa en Miramar y un carro y una videocasetera y un
etcétera larguísimo; una hermana que se va y deja sin ajuar, casi desnuda, a la
loca del hermano. ¡Y cómo la envidian todos! Sí, veo claramente.
Y veré a un pobre pájaro alicaído, arrugado, solo, sin familia ni amigos
reales; tal vez, rodeado de algunos cómplices tan fantasmas y viejos como él.
Un pájaro esperando que algún día termine esta concatenación de muertes
cotidianas a las que se ha sometido. No me hipoteco el futuro ni dramatizo y
ojalá que no sea del todo así. Pero: ¿qué hacer? ¿Qué golpe milagroso podría
cambiar el curso de estas visiones?
Y hay veces que mando al carajo la fobia a las arrugas y me dejo cobrar
un precio exorbitante y —créanme— lloro y lloro como una niña. Sí,
amanezco frío y lluvioso, y me vengo, así, de la utilería tan perfecta de un día
cálido y soleado y de las realidades sádicas…
Y si alguien preguntara: «¿Por qué llora Leslie Caron?», sólo respondería:
«Porque la vida es una cabrona».

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Corazón partido bajo otra circunstancia
Alberto Guerra Naranjo

Para E. Cordero

Desde niño me obsesiono con ciertas imágenes, ésta me persigue en los


últimos tiempos: Una mujer corre desnuda por un campo de flores al
amanecer. Quizás haya salido de algún filme impreciso o de alguna lectura
que ya no recuerdo, lo cierto es que se instaló en mi cabeza y de ella no sale.
La veo correr (a la mujer, por supuesto) pero cuando no aparece me invento
su carrera. De tanto imaginar, lo que al principio resultó placentero (la
desnudez del cuerpo, el pelo en armonía con los pasos, sus senos saltando sin
maldad, el sol a contraluz, el campo de flores) se ha ido convirtiendo en su
contrario. Una mujer corre desnuda por un campo de flores al amanecer,
resulta una imagen infeliz, precisamente, por estar plagada de felicidad. No
puedo resignarme a tanto idilio. El amanecer, las flores, el sol a contraluz, me
ofrecen el tono de la cámara lenta. Para el espectador más simple, fuera de
encuadre debería esperarla otro joven con los brazos abiertos. Siempre es así,
en el cine y en todas partes. Al principio era yo mismo ese joven, durante un
tiempo me fue reconfortable recibirla desnudo y hacerle el amor entre las
flores. Luego, cuando me ganó el aburrimiento, opté por sustituirme. Como
buen voyeur puse a otro en mi lugar hasta que se gastó la imagen.
Debo aclarar que cuando pienso en la mujer desnuda por el campo de
flores al amanecer, a continuación tejo una historia y convivo meses con ella
en mi cerebro. De un tiempo a esta parte me cuestiono ese campo de flores, lo
encuentro cursi, manido. La última vez, por simple omisión, con sólo agregar
una bolsa de nylon a la mujer, logré sustituirlo. Lo que me resultaba idílico,
casi irreal, de golpe quedó convertido en una imagen difícil. Una mujer corre
desnuda en el amanecer con una bolsa de nylon, ya es otra cosa. Con sólo
agregar bolsa de nylon, paso de mi placer habitual a un estado de angustia
inquietante. Entonces, mientras la veo correr en mi cabeza, presiento que se
llama Laura Miranda, o que por lo menos, así le dicen. Con otro nombre me
hubiera sido imposible hilvanar la cadena de hechos que proporciona el

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cambio. Laura Miranda, llamarse así, resulta paladeable, fértil,
completamente opuesto a Julia Pérez Pérez, por ejemplo. La imagino vestida,
joven, vital, saliendo apurada de algún sitio importante. Pudiera ser de una
empresa o de algún ministerio.
Pero cuando me la invento tan común ocurre que después no me apasiona,
se pierde entre papeles o entre la multitud y ya no puedo atraparla. Por otra
parte, llamarse Laura Miranda no me parece apropiado para oficinistas ni para
ingenieras, el nombre se malgastaría puerilmente en la oficina. Prefiero, por
ejemplo, utilizarlo en la radio. Laura Miranda pudiera ser una notable actriz
de radionovelas que con cierta prisa acaba de salir de la emisora. La imagino
discreta, cotidiana, ausente del mundo exterior, pidiendo el último en la cola
del camello. No resulta complejo, al menos para mí, concebir a una mujer de
nombre Laura Miranda esperando impaciente en una cola que aborrece y que
a la vez tiene en cuenta. Supongo, entonces, que la palabra ensimismada
podría ser la ideal para definirla durante su estancia en la cola. Digamos que
está pensando en regresar al trabajo. Un angustiante motivo para quien
espera el camello es concebir la palabra «regreso» cuando aún no se ha
partido. Además, «regreso», encierra otra interrogante: ¿por qué?
Imaginándola en el borde de la acera, viendo los autos pasar hacia
occidente, le propongo la siguiente coartada:
Laura Miranda debe regresar al trabajo porque esa noche se celebraría,
por todo lo alto, un homenaje a Félix B. Caignet. Hace señas, detiene su
mirada en los carros con chapas estatales, maldice su poca suerte cuando los
choferes continúan impasibles, o cuando responden con otra seña pretextando
que van cerca. El padre universal de la radionovela, es decir, Félix B. Caignet,
artista sumamente olvidado, resucita otra vez gracias al talento de Laura
Miranda. Por azar, por esos malabares que contiene la palabra azar, ella dio
con uno de sus guiones inconclusos y, finalmente, lograba imponerlo. De la
noche a la mañana, ante los ojos incrédulos de numerosos colegas, dejó de ser
la simple actriz de papeles secundarios para convertirse en la mejor
realizadora. En silencio, forcejeó con sus palabras y las del maestro,
adecuando Corazón partido a las nuevas circunstancias, y después, ya con el
título y el guión adaptado, se dedicó en alma y cuerpo a convencer al director
de la emisora. Una maniobra tan difícil como detener un carro a esa hora de la
tarde. En corto tiempo los televidentes, como por arte de magia posmoderna,
volvieron a convertirse en oyentes devotos de las radionovelas, gracias a
Félix B. Caignet y al esfuerzo de Laura Miranda. Incluso, una corporación de
equipos electrónicos aprovechó ese éxito para inundar la ciudad con unos

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radiecitos baratos marca Sonido. A pesar del ligero contratiempo en la parada
la imagino feliz imaginando el giro que ocurriría en su vida, cuando unas
horas más tarde regresara al trabajo. Corazón partido es un éxito rotundo y de
ninguna manera ella, Laura Miranda, la precursora del éxito, podía perderse la
fiesta donde la felicitaría el propio Ministro de Cultura.
He aquí la razón por la cual Laura Miranda ha marcado en la cola del
camello. Imagino su insistencia en detener algún carro, el calor sofocante, el
dedo atento, un sinnúmero de ideas taladrando su mente de artista atrapada.
Debía llegar, bañarse, comer algo, cerciorarse de que todo marchaba bien con
la vieja Amalia, y luego volver. Los únicos veinte pesos que tiene en su
cartera están reservados para alquilar algún carro si la coge un poco tarde.
Laura Miranda, en el borde de la acera, podría pensar que conociendo al
Ministro de Cultura, la televisión y el cine la recibirían con los brazos
abiertos. Dios no daba muchas oportunidades, pero le había dado ésa.
Corazón partido es el mayor escándalo cultural del país y todavía ella, Laura
Miranda, no cuenta en su currículum con un minuto de televisión. Nadie me
conoce, se dice, pero a partir de esta noche me van a conocer demasiado.
Luego, de pie, apretujada, con la cartera delante para evitar carteristas,
continúa sus reflexiones en el vientre del camello. La imagino dichosa,
aferrada a la cartera, asegurando su mano al espaldar de un asiento. Como si
no fuera el causante de su dulce existencia permito que actúe, la dejo ser la
libre protagonista de mis sueños, aunque de vez en vez, me permita un
torcimiento en su historia. Por la ventanilla observa el desconsuelo de quienes
no pudieron tomar ese camello, comprueba que afuera ha empezado a llover
y, de paso, como si no estuviera en planes advertirlo, descubre el reflejo de su
rostro en el cristal. Laura Miranda es una mujer fea, delgada, con demasiada
nariz para los protagónicos, pocos con ese rostro se arriesgarían en el cine o
en la televisión. Ella lo sabe, supongo que lo sabe, pero desde su infancia
cuenta con un viejo coro de famosos narizones como atenuante. Los
descubrió en las películas del sábado. En numerosos instantes depresivos, ese
coro, unas veces dirigido por Barbra Streisand y otras por el pequeño Dustin
Hoffman, canta en su oído que los feos también tienen su oportunidad sobre
la tierra. Si por lo menos contara con un par de senos similares a los de la
rubia que viaja a su lado, o con menos nariz, y unos labios carnosos donde
mostrase la pintura a plenitud, entonces las cosas marcharan de otro modo.
Qué carajo, piensa, entonces no fuera yo misma sino esa mujer, rubia, alta,
con uñas listas para la lima en cualquier parte, y no habría existido Corazón
partido, ni Félix B. Caignet habría dejado de ser un artista olvidado. Lo

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importante es no detenerse, se dice Laura Miranda, y de repente, como si
dialogara consigo misma, escucha su propia voz en otra parte.
Un pasajero al final del pasillo trae un radio entre sus manos, dichoso,
como si con ello estuviese prestando un gran servicio al país. El pequeño
radio de pilas marca Sonido permite a su alrededor que todos estén pendientes
de la voz de Laura Miranda. Pronto comprende que no es ése el único radio
marca Sonido que propaga su voz, porque al otro lado de la rubia alguien con
portafolios también extrajo el suyo, permitiendo a los oídos de una señora
regordeta con jabas, de varios escolares de secundaria básica y de la propia
rubia que estén al tanto de los sinsabores y desgracias de la protagonista. En
el camello hay mucha gente alrededor de esos radios marca Sonido, gracias a
Laura Miranda. Pero la radio es otra cosa, en la radio lo importante es la voz,
y ella, la mejor actriz de su maldita emisora, de ese antro de envidias, de ese
espacio frustrante y de cargas negativas, se siente muy mal. No la soportan,
los mediocres no soportan el éxito de nadie, se dice. Y recuerda que Roque, el
director de la emisora, le había dicho hacía un rato:
—Laurita, las cosas no son como tú piensas.
—¿Y cómo son, Roque, si puede saberse?
—Despacio, para que camines rápido.
—¿Todavía más despacio?
—Yo en tu lugar no me quejaba tanto. Eres una gente con suerte. ¿Sabes
cuántos pasan por aquí buscando un chance con sus guiones bajo el brazo? Tú
lo lograste.
—No me convences, Roque, de verdad que no.
—Dale despacio, actúa con cautela.
Cautela mierda, Roque, piensa, cuando su mano está a punto de soltar el
espaldar del asiento. Bordean la rotonda de la Ciudad Deportiva y la curva
remueve a la compacta multitud que se aplasta contra Laura Miranda. Faltó
poco para que cayeran al suelo los dos radios marca Sonido que mantienen
viva su voz en el camello. Con cautela Caignet estuviera olvidado y la
emisora no fuera la de mayor audiencia. Corazón partido es un éxito, Roque,
hay que retransmitirlo si los oyentes lo piden.
—Pero yo sólo soy el director, Laurita, no te olvides de eso. Nada más
que el director.
—La radio es mierda, Roque, efímera, una máquina de moler instantánea.
Aprovechamos ahora o nos jodemos para siempre.
—Corazón no puede salir dos veces al aire —dijo Roque, entretenido con
el bolígrafo.

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Ese cabrón nunca me mira a los ojos, se dice Laura Miranda. Pocos en la
emisora se atreven a mirarla de frente. Quizás el C. V. P., en su afán de
cerciorarse del personal que entra y sale, o Digna, la recepcionista, que le
brinda café fuerte en pomo de medicinas a cambio de que le escuche uno de
sus cuentos de ladronzuelos asechando turistas, o los del violador que desde
hace meses se ha convertido en un látigo para las mujeres de la ciudad. Puros
cuentos, salidos por esa boca con aliento a café, acentuados hasta el delirio
para emular con su talento y el de Caignet y terminados con una frase cortante
de recepcionista, que la mira fijamente a los ojos. Pero el resto del personal,
comenzando por Roque, prefieren jugar con los bolígrafos y pensar que
mientras en un camello haya dos tipos con radio marca Sonido, permitiendo
en su vientre la radionovela, todo marcha muy bien en la ciudad.
—¿Y las cartas, Roque, no me digas que yo inventé las cartas?
—Ahora tengo reunión, pero esto lo seguimos hablando en la fiesta,
porque tú vienes a la fiesta, ¿verdad?
Claro que viene a la fiesta, claro que voy a la fiesta, se dice Laura
Miranda, a punto de bajar del camello, ¿quién sino yo tiene más derecho a esa
fiesta? ¿Quién sino ella tiene más derecho a esa fiesta? Corazón partido se
retransmite aunque me deje de llamar Laura Miranda. Luego escucha su voz
en los dos radios y se siente feliz, es una artista con éxito, con mucho éxito.
Observa cada uno de los rostros atentos al destino trágico de su personaje y
sonríe. Aunque ninguno de esos seres, sus oyentes, la reconoce, se sabe
admirada, gracias al talento de Félix B. Caignet y a la suerte de haberse
topado con su guión inconcluso.
Las piernas de Laura Miranda evitan los charcos, atentas al menor
resbalón. No lleva tacones, pero sabe que debe cuidarse. Camina por la acera
del bar de la esquina, ensimismada, reflexiva, sin ánimos para comprobar,
como siempre, a los habituales tomadores de ron concentrados en la suerte de
los personajes de Corazón partido. Muchas veces al bajar del camello se ha
detenido en el rostro del barman, en el sinfín de codos sobre el mostrador, en
los vasos con mugre de alcohol pendenciero, en quien ordena silencio al que
llega gritando. Pero esta vez, esta única vez, no tiene en cuenta a la gente del
bar. De haber mirado hubiese visto, como siempre, su cuerpo en el espejo, los
mismos borrachos, y a un nuevo inquilino con barbas, mochila y trago en
mano, que concentrado en la radionovela, al mismo tiempo, examina las
piernas de las varias mujeres que acaban de bajar.
A tal punto la mente de Laura Miranda permanece en la conversación, a
tal punto el bolígrafo de Roque todavía bailotea en su cerebro, que, justo en el

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cruce de la línea del tren, un hombre en bicicleta le grita una barbaridad para
que atienda. Los planes, las palabras pensadas al Ministro, los aplausos, el
diploma que iría a recibir, de no ser por la esquiva del hombre, y por los
buenos frenos de la bicicleta, hubiesen quedado truncos junto a un cuerpo
adolorido por el golpe.
Es curioso, a partir de ese grito, del gesto del hombre, del asombro de ella,
mi insistencia en la imagen de Laura Miranda pierde interés. La siento
distante, como si nunca me hubiese inventado una mujer con ese nombre.
Permito que camine junto al grupo que se bajó del camello, sin mayores
contratiempos. Es una más perdida entre la multitud que esquiva charcos
dejados por la lluvia. Al llegar a ese instante, la historia se vuelve
incontinuable. Regreso, simplemente, a la imagen del campo de flores,
tratando de empezar otra vez. Pero es en vano, llego al cruce de la línea del
tren, le gritan a Laura Miranda, y luego me enquisto.
Sin embargo, hace unos días encontré una brecha en mi cerebro, en vez de
continuar la trayectoria de Laura Miranda, me detengo en la imagen que
ofrece ese hombre en bicicleta. Empiezo a configurarlo empleando el mismo
método y las cosas me cambian, sobre el enquistamiento prevalece la fluidez.
Invento a ese hombre con un viejo pulóver, prominencia de estómago, mocho
de tabaco apagado entre los dientes y dos latas de salcocho en la parrilla.
Pedalea lento, hago que eluda guaguas, peatones diversos, otras bicicletas,
mientras deja atrás el cruce de la línea del tren y el grito que dio a la mujer.
Por supuesto, desconoce que se trata de Laura Miranda, la famosa
protagonista de Corazón partido, aunque de ello pudiera enterarse unas horas
después.
En ocasiones resulto excesivo construyendo su imagen. Pero en los
últimos tiempos, con simples pinceladas, he logrado ser preciso. Verlo
pedalear en mi cabeza me permite esbozarle su asunto inmediato:
llegarse al hospital donde trabaja Yunaisy, recoger el salcocho, comprar
un litro de ron y alimentar los puercos de la casa. Creo prudente imaginar que
los puercos no sean suyos, ni tampoco la casa. Por primera vez los muslos de
Yunaisy lo serán,
podría llamarse Navarrete y desde los tiempos de la guerra de Angola ser
la sombra de su jefe, ahora gerente de una Corporación,
como el jefe no está, Navarrete garantiza la vida de los puercos y de paso
cuida la casa en compañía de los muslos de Yunaisy,
Yunaisy, pantrista del hospital, comenta con los enfermos Corazón
partido, pero desde la ventana se interrumpe cuando ve a Navarrete en

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dirección al patio,
Navarrete sumerge sus manos en los latones del Hospital y Yunaisy,
dichosa, lo espera junto al par de bicicletas, porque van a pasar un buen día,
imagino los codos de Navarrete con restos de arroz con frijoles, las latas
de salcocho rebosantes, el mocho de tabaco equilibrado, peste, mucha peste,
cuando acomodan la carga en la parrilla,
ahora pedalean sobre la humedad del pavimento, Navarrete compra ron en
el bar, Yunaisy, mucho más joven que él, lo espera, lo ve venir satisfecho por
la compra, guarda la botella en la cajita de madera de su propia parrilla y
protesta porque ya está repleta,
Navarrete, descamisado, sudoroso, sin mocho de tabaco en la boca, voltea
el salcocho en el corral, acomoda la comida con sus manos, acaricia los
puercos, acompañado por dos perros pastores, y es feliz imaginando el par de
muslos de Yunaisy,
Navarrete, desde el patio, todavía con los codos embarrados, adivina lo
que está cocinando Yunaisy, adivina lo que guarda entre sus muslos Yunaisy,
y los perros, babeados, con sus grandes colmillos al asecho, se recuestan al
muro,
Navarrete, convencido de que no hay ladrón que salte ese muro, lo
observa mejor para sentirse tranquilo y toca el bulto que tiene en la
entrepierna, porque es la primera vez que va a gozar con Yunaisy,
Yunaisy, cocinando, escuchando por enésima vez el cassettico con
Corazón partido que le prestó un paciente, es todo llanto por las lágrimas de
Laura Miranda, mientras Navarrete, impertinente, sin sentimientos, con
maldad parecida al malhechor de la novela, se le acerca, le levanta el vestido
y a pesar de su vientre, la conecta con furia por atrás.
Esas imágenes mundanas me permiten continuar con la historia de Laura
Miranda. Inexplicablemente, vuelvo al cruce de la línea del tren. Navarrete le
grita, A ver por dónde caminas, comemierda, y ella cae en la cuenta de que
poco faltó para que la aplastaran con esa bicicleta. Pero no sólo ella cayó en
esa cuenta, desde el bar cercano a la línea, por el espejo, varios ojos pudieron
apreciarlo. Entre ellos, los del hombre barbado y con mochila, que, dejando el
capítulo de la radionovela inconcluso, acabó de un trago el medio vaso de ron
y empezó a caminar detrás de Laura Miranda. Mejor dicho, detrás de la rubia
que bajó del camello junto a Laura Miranda. Para el hombre, desde el mismo
instante en que las vio aparecer, las piernas de esa rubia le proporcionaron un
indescriptible cosquilleo, una erección incalculable, un deseo de seguir tras

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sus pasos sin medir las consecuencias. Y si detectó la presencia de la otra, es
decir, la de Laura Miranda, fue por causa del grito del hombre en bicicleta.
Dos cuadras después, mochila al hombro, alcohol de mala muerte en la
cabeza, él continúa su persecución placentera. La boca salivea imaginando
muy cerca esas piernas, el peso de la mochila no existe, las gotas esporádicas
de lluvia no caen sobre su cuerpo cansado, a Laura Miranda jamás le han
gritado desde una bicicleta. Laura Miranda, como todo lo demás, es un simple
espejismo. Nada existe para el hombre barbado, salvo la belleza de esas
piernas. Los tres se alejan en la misma dirección, cada uno ensimismado en
sus propios pensamientos. Para el perseguidor, sin embargo, habrá un instante
favorable. Tiene que haberlo. Apelando a un filoso cuchillo esa rubia tendrá
que aceptar y ser suya. Lo sabe, por eso siente confianza, camina despacio,
sin tener en cuenta a esa otra que avanza a su lado. Todo es cuestión de ganar
la otra cuadra. Pero, contrario al pronóstico, por azar, por esos malabares que
contiene la palabra azar, alguien, capa en mano, sale al encuentro de la rubia,
la abraza, besa su boca con total espaviento, brinda protección inesperada,
dejando al pobre hombre, barbado, con mochila y cuchillo dispuesto, sin
saber dónde meter sus pretensiones.
La ve partir bajo la capa, bajo el brazo del aparecido, y siente deseos de
llorar. El mundo vuelve a ser el mundo otra vez, las aceras vuelven a tener
charcos de agua, la noche está a punto de caer y la mujer delgada a quien
gritaron comemierda, en la línea del tren, vuelve a ser Laura Miranda. Por
supuesto, él no conoce su nombre, y tampoco pudiera imaginar que esa enjuta
figura pertenezca a la actriz que le apasiona los sueños. Queda unos segundos
jadeante, con las gotas de lluvia resbalándole en la cara, las piernas de la rubia
en el cerebro y la erección dispuesta. Pero no todo está perdido, piensa el
hombre catando ese cuerpo, aferrando sus dedos al filoso cuchillo, caminando
de prisa, apretando ese cuello. No todo está perdido, gracias al azar, a esos
malabares que contiene la palabra azar.
Para Laura Miranda el vaho cercano de ese hombre resulta inexplicable,
amenazante, mucho más el cuchillo. Quiere obedecer como Dios manda, pero
el hilo de su orina resbala por las piernas y encharca sus zapatos. Camina o te
pico, putica, mi putica, escucha en el oído con dureza de alcohol y con vaho.
Siente el brazo encima de su hombro tan familiar como el del hombre que
esperaba a la rubia, y sin saber cómo, se va alejando de los charcos, las
guaguas, los camellos, las calles, la ciudad, la vida. La hoja de un cuchillo, a
cada instante, le recuerda que pertenece por entero a ese hombre. Toma por
trillos, por ciertos caseríos, bordea las paredes de un muro alto que protege

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una gran casa, siente perros ladrar del otro lado, siente la voz de un dueño que
controla, siente puercos, siente su propia voz en Corazón partido, sin poder
avisar a sus oyentes que ella es Laura Miranda y se acaba de orinar en sus
zapatos. Quiere gritar a cuatro vientos que por culpa de un hombre y de un
filoso cuchillo se va cortando el cuello cuando el desnivel del camino lo
propicia. Pero detrás queda la posibilidad de auxilio, el accidente, el tropiezo
con alguien capaz de comprender, a simple vista, lo imposible que es la
relación de un tipo con ese estalaje y una mujer que acaba de salir de una
emisora.
En un rincón de una antigua escuela primaria se ve desnuda, amarrada,
muy cerca del vaho y de todo el rencor de ese hombre. La humedad dejada
por la lluvia, sin embargo, la salva un poco del sometimiento, le permite
respirar, oler a tierra recién removida. Pero de inmediato descubre, a menos
de dos metros, el hueco proporcional a su tamaño donde va a ser enterrada.
Laura Miranda, con la mordaza impidiéndole el grito, suelta lágrimas para
aplacar la cercanía de ese hueco. Comprende el final del guión inconcluso que
es su vida. Llora. Maldice haber tomado el camello, maldice al mismísimo
Ministro de Cultura, maldice a Félix B. Caignet y a Corazón partido, maldice
a la vieja Amalia. Siempre digo que va a durar más que yo y miren esto,
piensa. Laura Miranda podía haber quedado en la emisora hasta la hora de la
fiesta, soportando los cuentos de la recepcionista, entibiando sus labios con
café fuerte en pomo de medicinas, esquivando miraditas rabiosas de colegas
en celo, editando, calculando sus palabras al Ministro. Pero Amalia, la vieja
Amalia, siempre, desde una ancha butaca, le exige su vuelta de agregada.
¿Acaso cuando me muera no te vas a quedar con todo esto?, gánatelo
entonces, le dice. ¿Quién la mandó a ella, a Laura Miranda, no haber nacido
en uno de esos hospitales de La Habana? ¿Quién la bautizó con sus problemas
de vivienda? ¿Quién la sacó del pueblecito, la puso en un tren a probar suerte
y luego dejó caer ante sus ojos el maldito guión de Corazón partido?
Por el momento llorar es un consuelo. Mientras, el hombre se da un trago
de alcohol, sin apuro, convencido de que es el dueño de la noche y de Laura
Miranda. A su lado está el cuchillo, filoso, ofreciendo seguridad de culpable;
más cercanos, el pico y la pequeña pala que permitieron abrir ese hueco.
Laura Miranda vuelve a mirar el hueco. Tanto desgastarse con las palabras de
Félix B. Caignet, sus giros lingüísticos, las mudas temporales, la vieja
Amalia, rufianes y señoritas prudentes adaptados a los tiempos que corren,
para, finalmente, terminar en un húmedo hueco. Su llanto aflora incontenible,
se siente perdida, pero el propio instinto de vivir hace que no pierda de vista

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cada gesto del hombre. Lo observa, le siente el olor a larga ausencia de baño,
el silbido fúnebre, la sonrisita maliciosa cuando le mira el sexo. Lo ve
rascarse la barba y darse otro trago, como si estuviera en el medio del monte,
de campismo.
—Vas a gozar de lo lindo, cabroncita —dice, cuando le toca el sexo, pero
no siente erección acariciándolo. Hubiera preferido cualquier otro. Tiene que
pensar en las piernas de la rubia para sentirse a gusto. Por más que la mira,
con ella, con Laura Miranda, los deseos no aparecen. Mientras la toca, quizás
revise en su memoria la colección de buenas piernas que ha tenido, y de paso,
las veces que luego de alcanzar el placer, sin más remedio, apenado, casi
llorando, ha pedido un humilde perdón a esas mujeres antes de acuchillarlas.
Para él, cualquiera de aquellas piernas resultan superiores a la carne de gallina
que ahora acaricia, y cuando sus dedos recorren con desgano ese cuerpo,
quizás esté augurando su última vez. Por eso, y por su mala figura, nada en
ella le resulta apetecible, pero el azar, esos malabares que contiene la palabra
azar, la puso en su camino para su mala suerte. El daño ya está hecho,
cabroncita, dice, sólo falta que éste se pare, y de rodillas aproxima su cuerpo
a la carne de gallina de Laura Miranda. Repasa cada parte sonriendo, frotando
el pantalón en la entrepierna, pero su esfuerzo es inútil. Entonces, prefiere
ganar tiempo, abrir con cuidado la mochila, extraer una bolsa de nylon, un
radiecito marca Sonido, un farol que prende al instante y unos panes con
pasta.
Ella lo ve comer recostado a la pared de la escuelita, eructar como un
puerco, sintonizar el radio, prender un popular humedecido, darse un largo
trago y saborearlo satisfecho. Digna, la recepcionista, no se equivocó cuando
advertía la presencia del tipo en la ciudad. Sus cuentos, de tanto repetirlos,
parecían argumentos de películas del sábado. Nadie en la emisora soportó
esas historias con la misma paciencia de Laura Miranda. Las víctimas eran
personajes cercanos, vecinos de la recepcionista, amigos de amigos de amigos
que cobraban forma gracias a su lengua con aliento a café. Niñas, jovencitos y
mujeres violadas, descuartizadas, enterradas, de manera increíble pasaron por
su boca, como mismo ella pasaría cuando alguien topara con su cuerpo,
convertido en una pasta hirviente de gusanos, y después transmitiera la
noticia.
—Cabroncita, tú eres una cabroncita —dice el hombre desnudo, ya
conseguida la erección, el cigarro a medio terminar, arrodillado otra vez entre
las piernas de Laura Miranda. La repasa con fuerza y no siente la carne de
gallina en la mujer, porque se le ha convertido en la rubia. Esas piernas que

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toca son las de la rubia. El bajo vientre que escupe, tratando de lubricar una
carne imposible, es el de la rubia. La penetración furiosa, el vaho
alcoholizado y las palabrotas que suelta cuando gime, se pierden en el cuerpo
de la rubia. Pero quien se estremece, muy cerca de un hueco, es Laura
Miranda, la actriz principal de Corazón partido, alguien que sufre como sus
personajes y se siente morir bajo la torpeza de un hombre. Goza cabroncita,
le grita desesperado, y la taladra, la muerde, la destroza, mientras ella
concentra el pensamiento en el amarre de sus manos. Lo importante es vivir,
Laura Miranda, alejarte un buen tiempo de ese hueco, continuar con Corazón
partido, retransmitirlo las veces que los oyentes sugieran, conseguir casa
propia, convencer a Roque, al Ministro, llegar de una vez y por todas al cine y
a la televisión. Suficientes motivos para lacerar su carne con la soga, sentir el
rasguño en la piel, la lágrima que rueda en su mejilla. Lo importante es vivir,
Laura Miranda, aunque barbado y satisfecho, ese hombre se incline gritando a
cuatro vientos: Goza esto, cabroncita, para después caer exhausto sobre el
cuerpo imaginado de la rubia, como un niño al cumplir con sus deberes.
Desde hace algún tiempo me cuestiono esas lágrimas de Laura Miranda.
En vez de permitir que ellas afloren, muy contenida, la pongo a respirar en la
humedad. Sin que el hombre barbado despierte tratará de escurrirse para
luego intentar la carrera. Pero antes, deberá forcejear con un nudo. A tientas,
con mucho vaho y aliento de alcohol pendenciero, lo tendrá que intentar. La
imagino nerviosa, sudando, como si hubiese disfrutado de la fornicación. Ese
hombre dormido sobre ella, con todo el tiempo del mundo a su favor, dentro
de poco la enterrará para siempre. Sólo podrá impedirlo si vence el amarre.
Todas sus fuerzas las concentra en descifrar ese amarre. Los relojes del
universo detienen su marcha para que Laura Miranda desate un amarre. Pero
sus nervios no lo tienen en cuenta, la traicionan. El nudo es mayor que su
deseo. La intención, superior a la confianza. Desde el radio marca Sonido
escucha las palabras del viejo Estanislao, la voz de la emisora, su emisora,
que le llegan como si fuese un milagro. Ese viejo, con múltiples disculpas,
informa a los amables radioyentes que en lugar del programa acostumbrado,
transmitirán otro especial con la presencia del Ministro. Laura Miranda se
concentra en la voz. Tiene que hacerlo. El ronquido del hombre barbado no
impide que pueda imaginar a ese otro, ojeroso, con su saco dril cien de
ceremonias oficiales, dichoso por su ausencia. Ella debía estar allí, en la
emisora, impidiendo que el viejo locutor le gane espacio, pero el azar, esos
malabares que contiene la palabra, la ha puesto muy cerca de un hueco. Laura
Miranda forcejea con el nudo, llora, es la figura principal, y no ese viejo

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mediocre. Bastante ha sufrido por su histórica voz. Buches que resultaron
amargos por su causa. Habladurías. Chismes de pasillo. Maquinaciones para
que Corazón partido se frustrara bajo cualquier circunstancia. Laura Miranda,
muy cerca del Ministro, le intenta explicar su problema de vivienda, los
sinsabores, sus angustias, el anhelo de llegar alguna vez al cine o a la
televisión. Pero sus nervios, como siempre, la traicionan. Balbucea palabras
inexactas y el Ministro comprende, da palmaditas en su hombro y la invita a
caminar por la emisora. Laura Miranda es una artista feliz, Roque también es
feliz, un director de emisora feliz. Ella va a decirle, mire, Ministro, necesito
que usted, pero las palmadas continúan en su hombro. No tiene tiempo de
hablarle porque el viejo locutor también lo asedia. Y Roque, y el C. V. P., y la
recepcionista y todos los que jamás imaginaron su presencia en la emisora.
Laura Miranda tiene al Ministro delante y no le salen las palabras. Pero del
nudo, esa trampa que el azar le interpuso, ha logrado zafarse. Sólo queda
intentar, discretamente, un buen desplazamiento. Luego, correr, perderse para
siempre del rencor y del vaho.
—Estimados radioyentes —repite el locutor, y el hombre barbado
despierta. El hilo de saliva que une su boca con el cuerpo de Laura Miranda
se corta cuando comienza a moverse. Ha descubierto que en el radio las cosas
no marchan como siempre y tarda unos segundos concentrado en las palabras
del viejo Estanislao. Luego comprende.
—Ahora tocaba Musicalia —dice—, parece que no la van a poner.
Siempre es lo mismo.
Despegándose de Laura Miranda bosteza todavía agradecido, la mira con
malicia y se lamenta otra vez por la ausencia de la rubia. Recostado a la
pared, maldice las palabras del viejo locutor, prende un cigarro y se da un
largo trago. Por el modo casi brutal con que empina la botella llego a intuir
que la necesita demasiado para sentirse a gusto. Su méntula, muerta por el
reciente goce, descansa muy encogida entre las piernas. Pero gracias al efecto
del alcohol, dentro de poco, la tendrá tiesa nuevamente. Él lo sabe, la toca, la
rasca con cierto placer y luego mira al radio.
—Lástima que hoy no pongan Musicalia —dice, dispuesto a conversar,
gesticulante, como si se encontrase en un inmenso teatro y Laura Miranda no
fuese la única espectadora asustada. Entonces, parlanchín, rasca su
entrepierna, explica con lenguaje tropeloso que él es medio romántico, tú
sabes, enfermo a Musicalia, que la hubieran pasado mejor con canciones
románticas, gozado de verdad, mi cabroncita, porque no hay nada como
templar con buena música, que por él no había quedado, que, como dice la

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canción, quiero que pases bien tu última noche, pero quitaron Musicalia, que
el Ministro en persona felicita a esa gente, que mira si están en alza con esa
novela, que debe ser tremenda esa Laura Miranda, que seguro tiene pesos
cantidad, que es la directora, la escritora, la artista principal, y a la que más
entrevistan por el radio, que quién lo viera con Laura Miranda, que si a ella,
cabroncita, le gustaba esa novela, que él es buen observador, que le ve cara de
culturosa, nariz larga como las putas, que se burlan de quienes oyen novelas,
que quién lo viera, caramba, con Laura Miranda, que va y un día se pone a
esperar cuando salga y la trae hasta aquí, que le hizo una pregunta y no había
respondido, que lo perdonara, que con ese trapo en la boca no hay quien
responda, que ya vamos entrando en confianza, que fíjate bien, que voy a
quitarte ese trapo, que si gritas te jodes, que aquí nadie te oye, ¿me
entendiste?, que si te gusta esa novela, recoño.
—Claro que me gusta —dice Laura Miranda y le parece que es la voz de
una muerta la que escucha. Pero tiene que hablar, entretenerlo, contemplar
cómo se gasta en la botella, esperar a que duerma.
—Esa Laura Miranda es del cará —insiste el hombre sin dejar de mirarla
—. Tiene revuelto hasta al propio Ministro. Él dirigía antes la UNECA, yo me
acuerdo, eso está en el Vedado.
—La UNEAC —dice Laura Miranda.
—¿Cómo dijiste?
—Que no es la UNECA, es la UNEAC —ella se anima desde el suelo—.
La Unión de Escritores y Artistas de Cuba.
—Da lo mismo, cabroncita, todas esas cosas son iguales —dice el
hombre, y otra vez le aparece la erección, pero prefiere escuchar las palabras
del Ministro, cuando felicite a los actores de Corazón partido. Aún el viejo
Estanislao, con música de fondo, engola su voz, y el hombre, pensativo,
concentrado en la botella, siente cómo el radio comienza a fallar. Son las
pilas, se dice, son las pilas. Quita su mano de la méntula tiesa y decide
cambiarlas. Busca en la bolsa de nylon, vuelca sobre el suelo, húmedos
cigarros, mugrientos carneses plasticados, viejos recortes de periódicos y dos
pilas bien envueltas. Pero, por mucho que se emplee en su maniobra, no
olvida la última frase de Laura Miranda, sonríe, se siente adivino, casi
sicólogo por su descubrimiento. En asuntos de siglas, no todo el mundo es
capaz de establecer las diferencias.
—Ves, en eso yo nunca fallo, tú eres culturosa. Quién quita que seas un
peje importante, y uno todavía sin saberlo. ¿A ver, dime cómo te llamas?
—Laura Miranda —dice Laura Miranda.

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El hombre casi suelta el radio con semejante noticia, las pilas caen, se
riegan por el suelo, pero las deja para mirar a la mujer, profundamente.
Luego, sin poder evitarlo, intenta contener la carcajada:
—¿Así que tú eres Laura Miranda? ¿La de Corazón partido?
—La misma.
—Chica, tú piensas que yo soy comemierda.
—Si quieres te cuento la novela —dice Laura Miranda—, te digo lo que
pasa al final con la muchacha.
—Tú no tienes vergüenza. Con lo mala que estás ya quisieras ser la uña de
Laura Miranda.
—Aunque no lo creas, soy Laura Miranda.
—Cabroncita —dice el hombre cavilante, incrédulo, burlón, detectivesco,
con las pilas otra vez entre los dedos— más fácil se coge al mentiroso que al
cojo.
—Pregúntame lo que quieras —suplica Laura Miranda.
—No, si no voy a preguntar —él estira su mano, tantea la cartera, registra,
encuentra el carné de identidad, abre páginas, lee, se muere de la risa—. Así
que Laura Miranda, no me jodas.
—Ése es mi nombre artístico.
—Aquí dice Julia Pérez Pérez y esto no falla, comemierda.
—Te digo los nombres de todos los actores, el del operador de sonido, el
del C. V. P. Hace cinco años que conozco a esa gente. Yo soy Laura Miranda.
—Mhija —dice el hombre, etilizado, burlón—, de poco te sirve ese
cuento. Hoy en día todo el mundo quiere ser Laura Miranda. Hasta yo voy a
hacerme esa idea. Tú eres Laura Miranda.
Imagino a ese hombre, varios minutos después, acomodándose sobre Julia
Pérez Pérez, como si lo hiciera sobre Laura Miranda. Me lo invento, además,
mordiendo su boca, como el malvado de la radionovela, repasando su carne
de gallina, ya convertida en la mejor de las carnes, gracias al alcohol
pendenciero, para después desgarrarla con el poder de su méntula. Mientras,
el Ministro, desde el radio, entrega diplomas al valioso colectivo de Corazón
partido, y los oyentes del país, junto al personal de la emisora, son testigos de
sus exhortaciones a enfrentar con el espíritu en alto los desafíos de la Cultura
para el próximo milenio.
—Porque la Identidad Nacional, compañeros —explica el Ministro—,
hoy, a cada instante, nos pone a prueba, y ustedes, este abnegado colectivo,
con su entrega total, ayuda a consolidarla.

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Aplausos, palabras del Ministro, movimientos que taladran. Aplausos,
palabras, movimientos. Lágrimas. Voz del locutor. Café fuerte en pomo de
medicinas. Dedo viejo amenazante de Amalia. Ojos escrutadores de C. V. P.
Bolígrafo de Roque. Piernas de la rubia. Dientes manchados de la
recepcionista. Palmaditas en el hombro. Movimiento. Aplausos. Palabras.
Promesas. Movimientos. Y una enorme gota salada que comienza a rodar por
la mejilla de la mujer más triste del mundo. Julia Pérez Pérez es un pedazo de
carne ensalivada por el vaho de un pobre hombre. Llora, se siente morir, tiene
encima un cuerpo exhausto que yace satisfecho, mientras los aplausos ahogan
las últimas frases de un Ministro. Los ronquidos del hombre no impiden la
resonancia del discurso. Ni las palabras del viejo Estanislao, anunciando que
la normalidad continúa en la emisora, destruyen su nudo en la garganta. Julia
Pérez Pérez suplica para que el vaho de ese hombre se convierta en un sueño
profundo. Necesita de un sueño profundo. Mira telarañas imprecisas en el
techo, en espera de un sueño profundo. Mira cómo el farol chino comienza a
pestañear, deseando ese sueño profundo. Mira el cuchillo, la bolsa de nylon,
su cartera. Empezará despacio el sutil desplazamiento. Tendrá que imaginar,
como si no estuviera bajo un cuerpo pesado, muy cerca de un hueco, que
también sus palmadas forman parte del coro que aplaude. Debe pensar de ese
modo. Tiene que pensar de ese modo. Es una más en la emisora para decir
que fue bueno el discurso. Con suma discreción, aparta un brazo del hombre.
Camina entre el tumulto de colegas que también la felicita. Logra quitar su
cabeza de la cabeza del hombre. Debe hablar con el Ministro. Otra vez se
parte el hilo de saliva conectado a su hombro. Está casi en la calle. Está casi
fuera del hombre. Roque y los demás dirigentes rodean al Ministro. Sólo
quedan sus piernas atrapadas en las piernas del hombre. La recepcionista
brinda café, le enseña el pomo. Sólo tiene una pierna atrapada entre las
piernas del hombre. El Ministro, antes de marcharse, hace señas, la saluda.
Ella contiene un suspiro muy cerca del hombre. El Ministro se siente turbado,
no se explica la mirada de angustia de Laura Miranda. Ella intenta acercarse,
quiere decirle que no es Laura Miranda. Él la mira. Ella siente desnudo su
cuerpo de Julia Pérez Pérez. El Ministro se siente turbado, no se explica esas
manchas de sangre y esperma en una artista tan fuerte. Ella yace nerviosa, a
un costado del hombre. El Ministro la mira tocándose el pelo. Ella intenta
explicar que está muy cerca de un hueco. El Ministro no entiende. La
recepcionista muestra su pomo, grita que siempre lo ha dicho. El Ministro no
entiende. Ella quiere llorar, ella sabe que no puede llorar, pero Roque sonríe,
Estanislao sonríe, la recepcionista sonríe, la vieja Amalia sonríe. El Ministro

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contempla su embarre por última vez; dice adiós desde la ventanilla del auto.
Ella también dice adiós. Lo ve partir inclinada en el borde del hueco. Respira
hondo. Siente la pequeña escuelita al revés. Su cabeza está a punto de estallar.
Todo da vueltas. Todos sonríen.
Pero el hombre barbado, totalmente borracho, extraña la ausencia de
mujer bajo su cuerpo, tantea, la encuentra, la vuelve a acomodar y la penetra,
balbucea palabras inconclusas, maldice la vida, se incorpora también a las
vueltas que agobian a su víctima, como si en la penetración una extraña
descarga pudiera transmitir ese mareo, pero a diferencia de ella, se trata de un
hombre feliz, encima de la mujer que pensaba escaparse, borracho, pero feliz,
inseguro, pero feliz, babeante, pero feliz, con el poder de una méntula tiesa
para garantizar esos golpes, con el poder del alcohol pendenciero para no
arrepentirse, con el poder de una lista anterior de mujeres, con el poder de un
inmenso cuchillo, y se siente feliz, y se duerme otra vez, y otra vez volverá la
mujer a intentar la escapada, y otra vez el jalón hacia abajo del cuerpo, y otra
vez esa méntula en las mismas entrañas, otra vez, y otra vez, y otra vez,
nueve, diez, catorce veces durante la noche.
La emisora dejó de transmitir desde hace mucho y el radio emite ruidos
como prueba de su lamentación. Amanece, los gallos cantan, a lo lejos se
escuchan automóviles y Julia Pérez Pérez, ausente de todos los ruidos, insiste.
Su cuerpo logra salir de ese cuerpo otra vez. Luego, casi sin fuerzas, de pie,
mira al hombre barbado totalmente borracho. Necesita correr y no puede.
Necesita ser Laura Miranda y no puede. Necesita bordear discretamente ese
hueco y no puede. Necesita dejar de pensar en la sangre que corre por sus
piernas y no puede. Necesita no ser puro nervio, y mareo, y esperma, y no
puede. Sólo apoya el cuerpo a la pared, contiene el llanto, descubre al hombre
en su eterno tanteo, casi despierto, y con torpeza, sobrepuesta a la náusea que
la agobia, toma la bolsa de nylon como si fuese su cartera, sabiendo que ha
perdido mucho tiempo.
Una mujer corre desnuda por un campo de flores al amanecer, para que
Félix B. Caignet, antes de partir, con saco dril cien y bigotico de los años
cincuenta, cansado de esperar, no aplaste su cigarro todavía. El amanecer, las
flores, el sol a contraluz, indican que Félix B. Caignet, pudiera quedarse un
rato más fuera de encuadre, y la mujer, descrita por la voz engolada del viejo
locutor, se idealice en la mente de cada radioescucha, apareciendo feliz, entre
aplausos, griticos y emociones, en el capítulo final de la novela. Pero en este
ordinario amanecer no son posibles las flores, ni la cámara lenta, ni la voz
engolada, ni el mismísimo cigarro de Félix B. Caignet, cuando su zapato lo

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aplasta con estilo de los años cincuenta. La mujer no aparece, y el artista, otra
vez olvidado, con todo el clamor de la tristeza en su garganta, acomoda para
siempre su saco dril cien, y se marcha. Nadie puede resignarse a tanto idilio.
El amanecer, las flores, el sol a contraluz, desaparecen con Félix B. Caignet,
porque esa misma mujer, desmida, corre con una bolsa de nylon, y eso ya es
otra cosa. Con solo agregar bolsa de nylon, del placer habitual se transita a un
estado de angustia inquietante. El jadeo, la sangre, la esperma, el mal aliento,
un filoso cuchillo, se imponen brutalmente en la memoria, y también la
desnudez de ese hombre barbado, dispuesto a silenciar toda la imagen. Ella lo
intenta borrar con una torpe carrera. Resbala. Cae. Se levanta. Vuelve a caer.
Pero no suelta la bolsa de nylon. Su cartera quedó junto a un hueco y la bolsa
tiene dentro el pasado del hombre: húmedos cigarros, recortes de periódicos,
carneses que pudieran hundirlo para siempre en su miseria. Él lo sabe. Pero
ella no piensa ni en bolsas ni en carteras. Sólo quiere vivir, apartar para
siempre el rencor de un cuchillo. Imagen lacónica, triste, alejada de su origen
plañidero, cuando se pudiera imaginar que ese hombre barbado conoce que al
final del camino, un muro alto protege a una gran casa y pondrá límites a
tanto jadeo. Por eso él corre con cierta confianza. Ese muro, como si fuese la
muralla de un gran feudo, cuando aparezca ante su vista, será el punto final de
la carrera. Un final de cuchillo en el vientre de la protagonista confusa por la
trampa de un muro, alto, bordeante, protector, dueño de todos los límites
cuando se acerca un cuchillo.
Pero el azar, esos malabares de la palabra azar, hace que Laura Miranda,
por un instante, deje de ser Julia Pérez Pérez, para que también la buena
suerte le acompañe. La buena suerte desde lo alto del muro, convertida en un
grupo de personas expectantes, que le gritan, No te puedes morir Laura
Miranda. Si te mueres, si te matan, quién nos contará buenas historias para
olvidar las otras, quién nos venderá los sueños que sólo tú puedes, quién
ocultará las frustraciones, los baches de las calles, las colas, los derrumbes, la
muerte, la tristeza, si te mueres, si te dejas matar. No te puedes morir Laura
Miranda. Desde lo alto, sentados y en profunda tensión, el Ministro, Roque, la
recepcionista, el viejo locutor, el hombre del radiecito en el camello, el del
portafolios, la rubia, la viejita con jabas, los estudiantes de secundaria, el
grupo de clientes del bar y el mismísimo Félix B. Caignet gritan, señalan,
apuntan con sus índices hacia el único hueco del muro, para que en la inercia
de la propia carrera esa muchacha, desnuda, no pierda el impulso y se apoye,
se alce, se sienta escapar, como un ángel de cuentos de hadas, cuando esté a
punto de entrarle el cuchillo.

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Sus admiradores, frenéticos, nerviosos, envueltos todavía en la pasión del
comentario, son testigos del salto de Laura Miranda. Gracias al punto de
apoyo, la vieron caer del otro lado, como si no fuese Julia Pérez Pérez. Para
ellos, nunca será exacta esa altura, ni el tamaño del filoso cuchillo, ni la
angustia, ni el jadeo del hombre barbado, que maldiciente, resignado,
sumergido también en el asombro, vuelve sobre sus pasos, antes de que
alguien lo advierta desnudo y con cierto cuchillo. Fin de tragedia feliz.
Cuando se piense en su suerte, podría suponerse que todas sus culpas las
tendrá que pagar como buen malhechor de novelas, porque Laura Miranda
jamás ha soltado la bolsa de nylon. Fin de tragedia feliz. La recepcionista lo
comenta con el viejo locutor, y Roque y el Ministro lo aprueban moviendo
sus cabezas. Caignet, resignado, después de tanta angustia, toma su saco dril
cien y se marcha. Éstos no son tiempos de él, sino de Laura Miranda. Desde
el muro, conmovidos, todos lo ven marchar con su tristeza y un telón de mala
muerte comienza a caer. Fin de tragedia feliz, de no ser por el ladrido de unos
perros. Con la tensión de la carrera se olvidaron de los perros.
Pero Navarrete, impertinente, sin sentimientos, con maldad parecida al
malhechor de la novela, dueño de toda la confianza, porque no hay ladrón que
salte ese muro, continúa conectado a las carnes de Yunaisy, por enésima vez.
Yunaisy, ojerosa, satisfecha, equilibrada en la méntula tiesa, todavía es todo
llanto por las lágrimas de Laura Miranda. Ambos casi rompen la silla cuando
escuchan el ladrido de los perros. No esperaban el ladrido de los perros.
Tampoco ese ruido en el corral de los puercos. Chillan los puercos. Ladran los
perros, y vienen hacia Laura Miranda. Van a destrozarla con sus dientes
babeados. Chillan los puercos. Ella intenta correr. Ladran los perros. Tiene
que ganar esa puerta. Corre. Chillan los puercos. Llega a la puerta del patio.
Cierra primero. Llega primero. Entra primero. Ladran los perros. Y Navarrete
se siente culpable con su méntula muerta. Tiene en la silla a Yunaisy desnuda
y se siente culpable. Dos mujeres desnudas y se siente culpable. Una, dichosa
por la orgía de la noche, y esa otra, marcada para siempre, que tiembla y se
cae.

7 de septiembre de 1998

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Clemencia bajo el sol
Adelaida Fernández de Juan

A L. Koldenkova

Evangelina de las Mercedes Concepción de los Montes y Carvajal, razón por


la cual me dicen Cuqui. No me atormente, señor, déjeme decirlo todo a mi
manera. Sí, yo maté, aunque mi intención no era tanta, a Mireya, la querida de
Reyes. El día usted lo sabe y la hora también. A Reyes lo conozco desde hace
quince años; lo sé con exactitud porque ésa es la edad de Volodia, el hijo que
tuvo con Ekaterina, la rusa. ¿Que eso no importa? Usted verá que sí. Ya estoy
condenada, déjeme hablar, hablar hasta por los codos y las rodillas, que buena
falta me hace.

Reyes y Ekaterina vinieron a vivir en el cuarto de al lado cuando él terminó


de estudiar en Rusia. Sí, en aquel entonces se decía Unión Soviética, pero
como mi tío, el que me crió, aquel calvo que está en el último banco, siempre
dijo Rusia, pues así digo yo cuando no estoy con mi hijo Miguel, porque a él
no le gusta así. ¿Mi hijo? Catorce años, uno menos que Volodia. Sí, él sabe
que yo maté a Mireya, y está un poco atemorizado, aunque en el fondo sé que
está orgulloso de mí. Soy soltera, señor, y tengo compromisos en plural no
sólo con hombres, que eso es lo de menos, sino con otras personas y sobre
todo con varias cosas que supongo que se llamen ideas, no sé mucho del
lenguaje.
Le decía que Reyes y Ekaterina eran mis vecinos. Le seré franca. La
primera vez que la vi, a Ekaterina, me pareció insoportable, estirada, era una
rusa de la cabeza a los pies, tan blanca que dejaba pasar el sol por sus ojos,
con el pelo rubio medio enredado, y era delgada como una caña tierna, y para
colmo venía preñada. Parecía un fideo con un nudo en el centro.
Lucía orgullosa, respingada, y entró en el pasillo sin saludar, hasta
molesta cuando Reyes empezó a repartir besos y abrazos. Imagínese, usted
sabe cómo somos nosotros, por más que le pese, usted también debe ser así.

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La curiosidad puede más que la decencia, y en cuanto tuve oportunidad me
metí en el cuarto de Reyes. Eso fue a la semana de haber llegado ellos. Desde
que me asomé (con el plato de arroz con leche en la mano, para disimular)
sentí ese olor a nuevo, a tienda, que tienen los cuartos cuando se visten por
primera vez. Sí, porque Reyes y Ekaterina trajeron todo de Rusia, parece que
para hacerse la idea de que seguirían viviendo allá. Figúrese usted, con tanta
bulla, tanto calor y tantas moscas, ¿cómo iban a lograrlo? Pero bueno, de eso
se encargó el tiempo. Ella se puso de pie cuando me vio, a la defensiva, como
hacen las gallinas cuando una perra olfatea la jaula, pero yo le extendí el plato
y sonreí, con mis veintiséis años de mulata, y ella me dejó pasar.
¿Que eso no tiene relación con la occisa? ¿Qué occisa? ¡Ah, la muerta!
Pero, por favor, déjeme hablar, claro que tiene relación mi historia con esa
puta que maté sin querer. Tenga paciencia, ya me declaré culpable,
escúcheme y que todos me oigan también, a ver si de alguna manera nos
limpiamos un poco.
Ekaterina no sabía ni papa de español, me di cuenta aquel día. Quería
darme las gracias, y no podía. Yo puse el dulce encima de la mesa, y le tomé
las manos. Cuqui, dije yo, ¿y tú? Estaba desesperada, pobrecita. Entonces
puse su mano encima de mi pecho y repetí: Cuqui. Así varias veces, hasta que
ella, porque era inteligente la muy cabrona, se dio cuenta y dijo: Cuqui.
Luego hice lo mismo con mi mano en su pecho, diciendo Ekaterina,
Ekaterina.

¿Reyes? No, hijo, Reyes estaba en el trabajo, si llega a estar allí, no


habríamos logrado ni una palabra. Ustedes los hombres son tan torpes que lo
complican todo y lo echan a perder. Busqué una cuchara y le di a probar el
arroz con leche, que óigame, difícil que la mujer de usted lo haga como yo,
con cascarita de naranja dulce y canela molida por encima, sin que se ensope
el arroz, y con la leche… perdón, ahora sí me parece que me desvié un poco.
Es que ¿sabe usted? fue así como Ekaterina aprendió español. Yo le iba
diciendo Arroz, señalándolo, Leche, Azúcar, cogiendo los granitos con los
dedos, vaya, como se dice, de forma audiovisual, y mientras tanto la barriga
de Ekaterina creciendo.

Todavía mi hijo Miguel no existía, así que yo tenía tiempo de sobra. Mi tío
salía desde temprano para la tabaquería, y yo iba a la bodega a comprar mis

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cosas y las de Ekaterina, luego cargaba agua para las dos, y ya al mediodía
empezábamos las clases.
¿Que por qué lo hacía? ¿Será usted bruto, con perdón, o es la estupidez
propia de los hombres? Para mí era una diversión inmensa, me hacía la idea
de estar viajando, tenga en cuenta que yo no he salido más allá del túnel de La
Habana. Ella me iba diciendo poco a poco su historia, a medida que agarraba
las palabras que yo le daba. Un día extendió un mapa enorme encima de la
cama y me fue señalando dónde nació, dónde estudió, el lugar en que conoció
a Reyes. Decía: Gusta mucho, Rey. Ella le decía Rey, y se ponía una corona
de aire en la cabeza. Claro que entendí. Para ella era como un rey. Yo le dije:
No, Ekaterina, todos hombres ser cabrones, ser diablos. No sé por qué le
hablaba así, como los indios de los muñequitos. El caso fue que nos
acostumbramos a estar juntas. Yo comí por primera vez en su casa sopa de
remolacha, col y yogur, ella me explicó que se llamaba borsch, y óigame, los
cubos de té que me daba eran imponentes.
No, yo nunca le presenté a Osvaldo, el padre de mi hijo, ni él tiene nada
que ver con este asunto. Es más, no voy a decir sus apellidos ni su dirección,
él es casado, y aunque es el hombre que más me ha gustado en esta vida (y he
tenido unos cuantos), tiene la cobardía natural que yo me conozco de ustedes;
no creo que soporte una sola pregunta. En aquellos días Osvaldo iba mucho a
mi cuarto, y en un descuido mío quedé embarazada. Cuando me di cuenta ya
era tarde, y no me arrepiento, Virgen Santa, Miguel es lo mejor y casi lo
único que tengo en esta vida.
¡Cuqui, venir, venir! fue como Ekaterina gritó cuando se puso de parto.
Reyes estaba para las minas y no llegaba hasta dos días después. Pasé las de
Caín ayudándola a bajar la escalera de caracol de la cuartería, y en la calle no
había ni un gato. Al fin capturé a un policía en moto que nos hizo el favor de
llevarnos al hospital. Volodia nació flaco y transparente como su madre, y si
usted la hubiera visto, llorando y diciéndome: spasiva Cuqui, spasiva. Bueno,
aquello fue del carajo. Dice mi tío que eso se llama el alma rusa, pero yo creo
que era algo más.
Me encargué de hablarle en español a Volodia; Ekaterina y Reyes sólo
hablaban en ruso, y figúrese, ese angelito tenía que aprender de mí, y
buenísimo que resultó cuando creció. Como a los ocho meses de nacer
Volodia, llegó el día de mis dolores de parto.
Le pedí a Ekaterina que cuidara a mi tío, que yo iba sola al hospital.
Miguel fue un tronco desde el primer día, tragón, grande y hermoso como su
padre. ¿Y sabe usted una cosa? La única visita que tuve fue la de Ekaterina.

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Llegó bajo la lluvia, y cuando la vi, ensopada hasta los talones, con un termo
de té y un pozuelo de arroz con leche, no sabía si echarme a reír o a llorar.
¿Quién ha visto a una rusa haciendo dulces criollos?
Nuestros hijos crecieron juntos, con decirle que Miguel tiene delirio con
el té, y Volodia, Dios mediante, debe seguir enviciado con el café carretero
que yo hago.
A Mireya la vi por primera vez en el cuarto de Reyes y Ekaterina, hará
cosa de cinco años. Reyes la llevó allí porque, según dijo, era una famosa
alergista y quería que viera a Volodia, por la tos del niño. Me dio mala espina
desde que la vi. Llamé aparte a Ekaterina y le dije: No es buena, no la dejes
estar aquí en el cuarto. ¿Por qué, Cuqui? Haz lo que te digo, rusa, y no
preguntes tanto. El caso fue que Mireya empezó a visitarlos todas las
semanas, y hasta llegó a preguntarme si yo aceptaba que ella le pusiera
tratamiento a Miguel, que de vez en cuando tosía por la noche. No señor,
siempre supe que los niños tosen en La Habana Vieja por el polvo de las
paredes, eso se les quita cuando crecen, yo sí la espanté rápidamente, y un
buen día dejó de ir por allá.
Ekaterina consiguió trabajo como traductora. Eran los años en que el ruso
estaba de moda. Llevaba los escritos para el cuarto y en una máquina de
escribir rarísima, de esas del tiempo de Nana Seré, pasaba horas y horas
traduciendo. Yo me encargaba de llevar los niños a la escuela, y de todo lo
demás. ¿Yo? ¿De qué yo vivo? De lo que gana mi tío, de las visitas de
Osvaldo, y de vender arroz con leche. No es mucho, pero me las arreglo,
señor, y Ekaterina me ayudó mucho, muchísimo. También vivo de la ilusión
de lo que he leído, a mí no me apena decir que he leído a los rusos.

Todo empezó cuando ella consiguió libros traducidos para ayudarse en su


trabajo, y me animó a leerlos. Yo le advertí que no resultaría, que yo no
llegaba ni al final de los periódicos, pero ella insistió tanto que empecé.
Óigame, yo creía que los hombres rusos eran toscos y brutos como los osos,
con los dedos cuadrados y los muslos fofos de no usarlos como es debido,
hasta que leí Ana Karenina. ¡Válgame Dios! Eso sí que es una novela, no las
de la televisión. ¿Y qué me dice de Chejov? Era el preferido de ella. Me
acuerdo que siempre que terminaba La dama del perrito se echaba a llorar. El
alma rusa, decía mi tío, pero yo creo que era ella misma la que lloraba, no el
alma.

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Las cosas que habían comprado se fueron destiñendo en el cuarto, y ella se
ponía furiosa con cada cucharón de madera que se partía, con los relojes en
forma de llave del Kremlin que se detenían, cansados para siempre, oxidados
por el salitre, y sobre todo cuando se despegó la foto inmensa de la catedral
de San Basilio, que los niños usaron para papalotes.
A mí todo eso me pareció natural, siempre le dije que las cosas rusas eran
una mierda, pero comprendía su dolor, y déjeme decirle, a mí también me
daba pena. Estábamos tan acostumbrados a los relojes de pulsera que pesaban
una tonelada y a los zapatones que parecían de ladrillo que, cuando de pronto
desaparecieron, no sabíamos qué hacer. ¿Y qué me dice de la carne enlatada?
No, no voy a bajar la voz, yo no tengo pelos en la lengua ni horchata en las
venas, mucha hambre que matamos con la carne rusa y con las manzanas de
pomo. Es verdad que sabían a rayo encendido, pero ¿ahora qué? Ahora ni
trueno ni rayo ni la madre que los parió.

Pobre Ekaterina. No eran sólo sus cosas las que se desmoronaban. Reyes
empezó a hablar en voz alta, y a gritar también, en ruso siempre, y Volodia,
angelito, salía corriendo y se metía en mi cuarto. No fueron pocas las noches
en que durmió con Miguel. Yo me quedaba muy preocupada, pero al día
siguiente Ekaterina seguía tecleando y Reyes volvía a las minas, a veces por
toda una semana.
Uno de esos días, mientras yo vendía mi arroz con leche en el parque, vi a
Mireya. Me preguntó primero por Miguel, luego por Volodia, y al fin por
Reyes: que si yo sabía algo de él. ¿Para qué lo buscas?, dije yo. Para
saludarlo, nada más. Eso dijo, y entonces supe que se había acostado con él.
Recogí mis cantinas y me fui.
Tuve por primera vez la seguridad de que todo se acababa. Yo también
preguntaba por Osvaldo cuando se me perdía más de la cuenta. No, no es
igual, no se vaya a creer que Mireya y yo tenemos algo en común por estar
con hombres casados.
Mira que se lo dije a Ekaterina: ¡Muchacha, deja esa bobera de hablar en
ruso todo el tiempo con Reyes!, cuando te acuestes con él tienes que decirle
Papi riquísimo, me vuelves loca. Ella se reía y se reía y se ruborizaba como
una niña; no me hizo caso, y mire, ahí tiene el resultado.
Hace más de un año que fue por última vez a mi cuarto. A mí me extrañó
verla tan tarde, con el último vestido ruso que le quedaba y que sólo se ponía
cuando iba a entregar las traducciones en el Palacio de las Convenciones.

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No sabía cómo decirme que se iba. Empezó por recordar el primer arroz
con leche que le llevé, el día que nació Volodia, los fines de año que
festejamos juntas, abrazando a los niños por el frío. ¿Es que vas a escribir tus
memorias o qué diablos te pasa? Que me voy, y que me llevo a Volodia, y
que no vuelvo más, y que apenas puedo aguantar los deseos de llorar, y con la
misma se me echó al cuello, con una fuerza que, óigame, yo le digo a usted
que no nos caímos por puro milagro.
No despiertes a Miguel, no puedo despedirme de él. Luego tú le explicas.
Y ya se iba corriendo por la escalera de caracol, cuando yo, todavía
asombradísima, le caí atrás y le grité: ¡Oye, Ekaterina! ¿Te hace falta algo?
¿Te puedo ayudar? Sí, me gritó, suerte, deséame suerte, Cuqui. Y se largó. El
llanto de Volodia todavía lo tengo clavado aquí, en el mismísimo centro del
pecho, y el recuerdo de su carita de angustia a través del cristal del taxi
todavía me despierta por la noche.

Todo lo ruso se fue. Yo ya estoy cansada de lo que viene y se va. Se puede ser
fuerte, pero existe un límite; no hay que exagerar. Ya ve, yo también lloro, y
eso que no tengo el alma rusa que dice mi tío.

¿Cómo? Sí, señor, ya estoy terminando. No habían pasado ni tres meses


cuando Mireya llegó y se instaló en el cuarto de Reyes, con el desparpajo de
una mujer que está de vuelta de todo. Empezó por hacer una limpieza general,
y fue sacando uno a uno los muebles para el pasillo, y los restregaba con un
cepillo así de grande, y tiraba agua y más agua, pero qué va, el olor de
Ekaterina y de Volodia estaba allí todavía, y a una le parecía que en cualquier
momento iban a aparecerse por detrás de la puerta pidiendo café acabado de
colar.
Mireya lo sabía, y estaba desquiciada con la tiradera de agua, que ya era
por paredes y ventanas, hasta por el techo, que también cogió su ramalazo de
jabón. Yo soporté todo aquello en silencio, me repetí muchas veces que no era
asunto mío, más me dolía la tristeza de Miguel que la alegría de Reyes, pero
usted comprenderá que no me era fácil.
Reyes cambió mucho. Yo creo que del trabajo lo botaron porque siempre
estaba allí con ella, ayudando a renovar el cuarto. Me llamó la atención
cuando empecé a verlos con bultos y maletas saliendo y entrando, pero traté
de tranquilizar mi encabronamiento repitiéndome que no era problema mío.

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Pues resulta que estaban vendiéndolo todo, y por dólares, fíjese usted, yo lo
supe varias semanas después cuando estaba en mi sitio del parque con mi
cazuela de arroz con leche, y los vi, tres bancos más allá, exponiendo las
cosas sobre el césped, como si fueran gitanos. La gente se detenía y cogía
cada objeto para examinarlo y a mí se me estrujaba el corazón reconociendo
desde lejos los primeros zapaticos de Volodia, la bata de maternidad de
Ekaterina, el velocípedo en que rodó mi hijo Miguel, el juego de cazuelas
esmaltadas con flores rojas. Hasta las matrioshkas estaban allí en hilera, de
mayor a menor, como las ponía Ekaterina encima del televisor. Y yo allí,
viendo cómo se evaporaban los recuerdos, una parte de mi vida. Para serle
franca, fue allí, en el parque, donde me nació la idea de golpear a Mireya. A
Reyes también, pero me acordé de Ekaterina poniéndose la corona, y lo dejé
pasar. Tarde o temprano Ekaterina se va a enterar de todo, y sé que no me
perdonaría si yo destimbalo al desgraciado ese, que bien vistas las cosas es
hasta más culpable que Mireya.
El cucharón con que sirvo el arroz con leche, regalo de mi tío, pesa más
que el carajo. Esa mañana llegué al parque bien temprano. Yo nunca me fijo
en el sol ni en las nubes, pero ese día sí, qué curioso, ¿verdad? Había un cielo
azul claro, clarísimo, tan claro que se parecía a los ojos de Ekaterina, y yo no
sé por qué le sonreí al viento, plenamente satisfecha.
Le di tres golpes en la cabeza, con toda la fuerza que tienen mis brazos de
mujer. Yo sé que usted no me lo va a creer, pero no estaba en mis planes
matarla, lo único que quería era castigarla como se merecía la muy puta. ¿Qué
dice? No, no me arrepiento. ¿Qué quiere que le diga? Mire, si algo tengo que
lamentar, es que la sangre de la puñetera esa salpicara tan irremediablemente
los libros de Tolstói y de Chejov que estaban, tirados en la hierba, como
esperando clemencia bajo el sol.

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El tartamudo y la rusa
José Manuel Prieto

La idea que nos servirá de tema para nuestro próximo relato nunca se anuncia
como tal desde un primer momento. Incluso no creo que exista el criterio que
nos permita desecharla o aceptarla como buena. Sencillamente hemos oído o
visto algo que le ha dado otra «vuelta de tuerca» a determinado aspecto del
mundo que conocemos y lo masticamos lentamente sin poder determinar su
naturaleza. Esa nube, amorfa y sin sabor, es sometida a análisis.
Entreabriendo los labios dejamos escapar algo de ella para observarla a
trasluz: ajá, una historia de amor. ¿Una interesante historia de amor? ¿Un
vulgar triángulo tal vez?
A partir de aquí iniciamos un cotejo inconsciente con todo lo que sabemos
y recordamos al respecto. Se verifica, para expresarnos más claro, un proceso
de búsqueda de un modelo literario (o modelo adquirido por medio de la
lectura) que nos permita acercarnos con mayor o menor acierto a esta nueva
experiencia y valorarla a la luz del conjunto de criterios y situaciones
previamente formalizadas que lo conforman.
Si damos con el modelo adecuado, el problema —en la mayoría de los
casos— deja de interesarnos: nos limitamos a comprobar su identidad con
alguno conocido (pueden ser necesarias ciertas aproximaciones que tengan en
cuenta las especificidades del caso) y se le nombra.
De no hallar uno que «cubra» o responda adecuadamente a nuestra
historia surge un segundo problema que puede denominarse como «Problema
de la formación de un modelo primario». Un análisis de este proceso y de la
posterior utilización de los modelos ya existentes comportaría un especial
interés pues quizá permitiría develar las causas que nos impulsan a escribir.
Así, es la falta del modelo adecuado lo que nos lleva —una vez
convencidos de que no conocemos alguno semejante— a conformar uno
personal para explicarnos mejor una situación nueva, una historia, o, de
resultar esto imposible, al menos formalizarla: convertirla en una unidad o
bloque asociativo estable con el que nos sea más fácil operar sin «perdernos
en la variedad»[1].

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También es cierto que el modelo casi siempre existe porque ¿es acaso
posible que en los muchos siglos de literatura no hayan surgido modelos
universales, abarcadores de casi toda la experiencia humana? Resulta
entonces una suerte que una vida normal no alcance para leerlo todo. Aunque
dudo realmente que esto llegase a limitar a algún escritor muy leído pues
siempre se registran mutaciones capaces de alterar la fidelidad del modelo.
(Existen, no obstante, ciertas invariantes relacionadas con nuestra condición
de humanos que fácilmente pueden ser explicadas por unos pocos modelos
literarios y no literarios, pues los primeros no son sino reflejos de los
segundos, vigentes desde siempre.)
A veces el modelo es tan ajustable al problema que nos ocupa, que si
alguna locación o algún nuevo matiz capaz de introducir un error de
aproximación nos tientan a conformar uno propio, nos remuerde la conciencia
y escribimos «como ocurre en un cuento de Poe», «una idea tomada de
Chéjov», etc. Los exergos y citas no son sino eso: referencias al modelo
literario que más se acerca a lo que uno mismo quiere decir.
Esta historia del tartamudo y la rusa —para la cual no pude hallar en mi
memoria un modelo ya listo— la oí de labios de un hombre que una noche me
confundió con mi hermano mayor, médico de profesión.
La contaré sin trampas, sin ocultar nada a pesar de haberme «visto de
perfil»[2] en más de un momento mientras la escuchaba. Esa noche un tal
Jorge Torres, tomándome por médico, me pidió ayuda, facultativa para su
esposa y espiritual para él. Esta última era la que yo estaba más posibilitado
de dar y resultó ser, a fin de cuentas, la única necesaria en aquel caso. Digo
que la contaré sin trampas porque quiero exponer el modelo que me conformé
y tratar de hacer ver al lector qué paralelos encontré en mi memoria para
determinados episodios a medida que iba escuchando y tiempo después por
obra de pensar en ello. Esas llamadas que calzan el texto son como las fuentes
de este trabajo y para ampliarlo habría que acudir a ellas. Por ejemplo cuando
escribo «otra vuelta de tuerca» el lector enterado sabe a qué me refiero y qué
idea debe asociarse a esta «pieza» de mi construcción. Así, y del mismo
modo, todo lo demás. Tal vez sea muy joven para poder de otra forma: no he
vivido casi y en cambio he leído mucho. Pude haber empezado in media res
para azuzar el interés del lector, pero no lo quise por no alterar la lógica de lo
que iba a exponer; porque primero medité extensamente sobre los modelos,
luego sobre su posible utilización, y así lo he expuesto. La historia de amor, el
tratamiento dramático también aparecerán, pero ya limpio de disquisiciones
teóricas. A partir de aquí este es un cuento como cualquier otro.

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I

La sala está casi a oscuras porque he olvidado encender la luz y continúo


leyendo con la claridad que entra por la ventana. Afuera llueve y, sea porque
la luz es ya tan tenue que no consigo distinguir lo escrito, sea porque me atrae
el rumor de la lluvia, levanto la vista y sigo así, atento al freír de las gotas
contra mi ventana. Al rato me envuelve una total oscuridad, he cerrado el
libro y dejo que la brisa bañe mi espalda.
Cuando por fin me dispongo a encender la lámpara, oigo el «chas» de
unos pasos junto a mi verja. Pienso que es alguien que tiene prisa en llegar a
su casa aguijoneado por el mal tiempo, pero no, los pasos vuelven, escucho
que se abre la verja y tocan a mi puerta. Grito: «entre» sin haber prendido
todavía la luz y mi visitante, que no me puede ver, al franquear el umbral se
detiene en seco, asombrado ante mi habitación a oscuras.
Acciono por fin el interruptor y lo invito a pasar. Le pregunto a quién
busca. Quiere contestarme, lo veo boquear, levantar la cabeza y tensar el
cuello como un asmático falto de aire y pienso que sufre uno de esos fuertes
ataques que provoca la humedad de este mes del año.
—Siéntese, ahora se le pasa —le digo tomándolo todavía por un asmático,
y sólo cuando lo oigo balbucear con gran trabajo «¿Ud. es el doctor?» caigo
en la cuenta de que se trata de un gago o tartamudo que al parecer, por el
esfuerzo que le cuesta articular las palabras, está dominado por un gran
nerviosismo.
Como no se hace entender, me indica por señas que salga al portal: no es
él quien necesita ayuda, sino su mujer, «mi mujer» acaba por decir y repite:
«mi mujer, mi mujer». Una amiga suya, su novia, sabe Dios quién, yace sin
conocimiento en el portal. Tiene el vestido desgarrado y está descalza.
Entre los dos la entramos a la casa.
—¿Qué le ha ocurrido? ¿Un accidente?
El hombre niega con la cabeza.
—¿Un ataque?
—No, doctor, un desmayo.
Lo miro sorprendido porque se ha expresado sin dificultad y le pregunto:
—¿Un desmayo? ¿A causa de qué?
—¿A causa de qué? De que le he estado pegando como media hora y ella
sin decir palabra… Morirse es lo que debería.
Le doy un vaso de agua para que se calme y le pido que tome asiento
mientras me ocupo de su mujer. Como me ha llamado «Doctor» comprendo
que me ha tomado por mi hermano mayor, el médico, que alguien debe

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haberle dicho que vive en esta casa. No intento sacarlo de su error porque la
lluvia ha arreciado y, como al parecer, no es nada grave, la presencia de un
verdadero médico no es necesaria.
Le tomo el pulso a la mujer que sigue sin volver en sí, con una sonrisa en
los labios. No parece que el marido le hubiese pegado mucho como dijo: no
descubro hematomas grandes ni enrojecimientos, más bien parece un
desmayo provocado por la tensión nerviosa.
Estoy de espaldas a mi visitante, junto a su mujer, cuando una segunda
voz me interfiere y, por un momento, pienso que alguien más ha entrado a la
sala. No es la voz que me ha dicho entrecortadamente «mi mujer, mi mujer»,
ni tampoco la que ha silabeado ceceando: «morirse es lo que debería». Ésta es
una voz grave, la voz de otro hombre.

II

Estuve por decirle que su historia no me interesaba. Pero dejé pasar el instante
intrigado por el milagro de su nueva voz y cuando quise deshacerme de
aquella historia que no quería oír, comprendí que de hacerlo cometería un
crimen con ese hombre que necesitaba desahogarse con alguien.
La historia se abría en un vuelo a once mil metros de altura[3]. Entre él,
Jorge Torres, que asistiría a unos cursillos en la URSS, y una bella mujer
sentada al otro lado del pasillo se había establecido una corriente de simpatía:
sorpresa fingida ante el complicado cierre del cinturón de seguridad, falso
brindis por el suave despegue… Por fin ella hizo una pregunta que el aire
algodonado de a bordo se tragó y Jorge, obligado a responder algo, se preparó
a capturar al vuelo el asombro que provocaría su respuesta. Tardó un segundo
en hacerlo, le sonrió de nuevo (lo había estado haciendo desde que notara las
piernas de su vecina) y suspirando dijo por fin:
—Yo soy gago, señora. Discúlpeme si no logra entenderme.
Si era gago ¿para qué le había estado sonriendo a su simpática vecina?, se
quejó ahora, ¿buscándose el problema? Balbucear «soy gago señora» (soy un
desgraciado) era una petición de indulgencia, una vieja maniobra suya para
incitar la lástima.
Me dijo Jorge Torres que al momento se sintió bien bajo la mirada
ligeramente estrábica de su interlocutora, porque sus ojos no lo miraron con la
fijeza escudriñadora a que estaba acostumbrado, sino que flotaron frente a él
como buscando alguna parte de su cara en la que posarse y, al no encontrarla,
fueron a esconderse tras la banda de pelo rojo que cubría la mitad de su

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propio rostro. Después fueron sus manos las que puso en movimiento y,
medio rostro cubierto aún por el pelo, sacándolas de sí como lo haría un
hombre envuelto en un hábito, tomó las de Jorge entre las suyas y le dijo sin
mirarle:
—No se preocupe por eso, la tartamudez no es nada anormal.

Al contarme esto, Jorge Torres se incorporó de un salto y haciendo un gran


esfuerzo (de pronto se había alterado) me dijo:
—¿Se puede usted imaginar que ya en el avión usó esas palabras: «la
tartamudez», y no fui capaz de cortar ahí mismo nuestra conversación?
Lamentarse ahora no tenía sentido. Cualquiera hubiera cometido el mismo
error; además, la mujer era rusa. Hablaba el español bien pero con un acento
que un año de estancia en La Habana, adonde había viajado para
perfeccionarlo, no había eliminado.
Jorge me enseñó una foto que llevaba consigo en la billetera. Una postal
muy nítida hecha en un estudio de Moscú, con una dedicatoria en diagonal al
reverso[4].
Luego debía tener en cuenta aquel viaje en avión —su primer viaje en
avión—, la suerte de encontrar una mujer que a las primeras palabras dichas
con la inseguridad provocada por experiencias similares, le estrechó las
manos e hizo el ademán de llevárselas a su regazo. Porque él registró ese
ademán, ese gesto que no evolucionó porque aún no se conocían bien y que
tiempo después llegó a serle tan familiar que ahora, al rememorar aquella
escena, esbozó una sonrisa que resumía todo lo trágico —él se empeña en
verlo así— de la historia de ellos.

Una vez en tierra, ya amigos, tomaron un taxi que los llevó hasta Moscú. No
sabía si volvería a verla otra vez pero era suficiente lo poco que ya tenía de su
lado: el recuerdo del contacto con la piel suave de sus manos, el brillo de sus
ojos y de su pelo rojo, lo muelle del asiento del taxi en el que viajaba relajado,
hablando sin oírse, tan feliz que el mismo problema de su tartamudez, al que
tantos disgustos le debía, no se le antojaba ahora digno de atención.
Se acercaban a la ciudad. Las siluetas de los edificios se recortaban contra
el fondo gris del cielo. Kilómetro a kilómetro se iba desvaneciendo el
equilibrio que había surgido entre ellos dos, los abedules al borde del camino
y las casas de campo entrevistas al paso con sus huertos y animales. El resto

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del viaje lo hicieron en silencio. Como él mismo expresó, «ya había dejado de
gaguear alegremente». Estaba convencido de que esa ciudad fría y
desconocida se la tragaría irremediablemente y le entró el temor de que se
separarían y no volvería a verla jamás[5].
Se despidieron en los bajos del hotel con un apretón de manos. Ella debía
apresurarse para no alarmar a quienes la esperaban; pero mañana, bueno, hoy,
lo llamaría a su habitación para saber cómo se había instalado.

—¿Era agosto o julio? —le pregunté a Torres desde la cocina adonde había
ido a preparar una limonada.
—Agosto. Allí son muy frescas las noches en agosto, se siente bastante
frío. Estuve parado en la acera hasta que el taxi se perdió de vista. Entonces
entré al vestíbulo del hotel que a pesar de lo avanzado de la hora encontré
lleno de gente: varios árabes que identifiqué por la manera de vestir, un grupo
de italianos que parecían haberse reunido allí abajo con el propósito expreso
de gastarse bromas y tres circunspectos ancianos de nacionalidad indefinida
que regresaban de algún paseo y, esperando el elevador, estudiaban el
comportamiento de los italianos con la vista fija, como científicos que
observaran un fenómeno raro sin la menor simpatía.
A los quince minutos ya estaba en mi habitación preparándome para
dormir. Me senté en el borde de la cama frente a una gran ventana panorámica
que permitía ver gran parte de la ciudad. Aquí y allá titilaban las vallas de
neón y las luces de los apartamentos. Veía también la franja acerada de un río.
¿El Moskvá? Me caía de sueño. Busqué la frazada tanteando, sin volverme y
apagué la lámpara de mesa. Ya debía estar bien lejos dentro del sueño cuando
el timbre del teléfono me hizo desandar el tramo recorrido.
Levanté el auricular.
—Oigo, ¿quién habla? —no me acordaba de nada y me hacía en mi casa,
en Cuba.
—¿Es usted, Jorge? Es Elena quien le habla. ¿Ya está durmiendo? Me
alegro, así sé que no tuvo problemas. Le volveré a llamar mañana. ¡Que
duerma bien! ¡Chao!

III

Traje de la cocina una jarra con limonada y salimos al portal para no despertar
a Elena. La había acostado sobre el diván de la sala, arropado con una manta,

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y ahora dormía profundamente. Afuera había cesado la lluvia. Torres
prosiguió su historia:
—Al día siguiente, al despertarme, descubrí a mi compañero de cuarto.
Un hombre delgado, de unos treinta y cinco años, que ocupaba una cama
junto a la mía. La noche anterior lo había sentido llegar como una hora
después de la llamada de Elena y, aunque ya era hora de desayunar, seguía
durmiendo. Lo zarandeé y volvió hacia mí una cara angelical por la paz del
sueño. A mí me intrigó esa cara de justo que, como supe después, no tenía
nada en común con su dueño. Pasados unos días, cuando sentado en el hall
junto a Elena trataba de convencerla para que subiera a mi habitación, ella me
preguntó con quién compartía el cuarto. Yo comencé a contarle sobre el cara
de ángel y su vocación de playboy, cuando aquel pasó por nuestro lado
haciendo correr su vista dos o tres veces de las piernas de Elena a su cara y
limitándose a saludarme en voz alta pero sin mirarme.
A ella pareció caerle bien porque le sonrió en respuesta. Me dijo:
«Apuesto a que en Cuba trabaja en una cafetería (resultó ser cierto: estaba en
Moscú como premio por su buen trabajo). ¿No ves lo bien peinado que va?».
No acababa de decírmelo y ya el hombre se estaba rehaciendo el peinado
frente al mármol reluciente de una de las columnas del hall. Se volvió para
mirarnos: ¿lo estábamos viendo hacer? y, acodándose frente a la
recepcionista, puso en juego con otra sonrisa angelical su atractivo
irresistible.
Elena me dijo: «Hasta aquí me llegó el olor de su colonia. Un hombre
muy atractivo como quiera que lo mires. ¿Treinta y cinco años? Ni gota de
grasa, rostro angelical como tú mismo dices: mi amigo es un lovets duch
(pescador de almas)».
Parece que en ruso la frase le sonaba mucho más convincente, porque
Elena siempre la repitió en ruso. Yo, por mi parte, nunca la había oído y me
pareció muy afortunada para Ángel (era su verdadero nombre) y así lo hemos
seguido llamando entre nosotros.
Nos reímos los dos, pero a mí me desagradaba esa atención de ella por
cosas ajenas a nosotros. Ella, simplemente, estaba igual de nerviosa; pero yo
pensé que trataba de desviar el curso de la conversación y no acceder a subir
conmigo al cuarto. Sentía mi cabeza como a dos palmos de mi tronco. Ésa era
la sensación: como si la tuviera desprendida del cuerpo. Sería una victoria
pírrica (hay cosas más difíciles que llevar una mujer a la cama), pero cuando
uno se lo ha propuesto llega a ofuscarse con ello y no quiere saber de nada
más.

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—Yo esperaba su respuesta muy exaltado —había tenido un día completo
para imaginármela— pero en su rostro ya se hacía visible cómo al empuje de
mi vehemencia iban cayendo uno tras otro los tabiques que la separaban de
mí. Se había recostado a mi hombro; yo sentía el olor de su pelo, el calor que
emanaba su cuerpo, la flacidez agradable de sus brazos desnudos. Era la
segunda entrada de aquel motivo casi musical de la primera vez, en el taxi; lo
sentía ir llegando y se alegraba mi alma. Alrededor nuestro, en el hall, no
había nadie, o por lo menos así me parecía, ya incapaz de percibir otra cosa
que no fuera ella. Entonces, en el momento en que, aunque nada había
ocurrido físicamente, «ya era mía», le tomé las manos y el ligero chasquido
de una descarga eléctrica se dejó escuchar nítidamente.
—Nos miramos asombrados. Yo no sabía qué explicación darle a esa
descarga eléctrica, porque es algo que no ocurre aquí. Ella sin embargo
conocía su origen nada sobrenatural y a pesar de esto, como después llego a
confesármelo, asoció esa pequeña descarga eléctrica a una presencia
demoníaca que se dio a conocer, informó allí de su presencia, de esta manera.
Era como si se nos hubiera advertido «nada bueno saldrá de esto». Pero ¿qué
podía pasarme? No estaba para pensar en fantasmas y ella no podía dar
marcha atrás aun queriendo. Fuimos a tomar el elevador. Allí estaba también
mi vecino esperándolo y, como nos resultaba violento estar ahí, frente al lift,
sin decir palabra, Elena dijo:
—¿Cuándo acabará de bajar el lift?
A lo que mi vecino reaccionó sorprendido:
—¡Ah! ¿Pero se dice lift? ¿Se llama lift en ruso?[6]

Sobre la mesita de portal sudaba la jarra con la limonada. Jorge tenía los pies
extendidos y sorbía su limonada lentamente. Yo lo mismo y pensaba
vagamente en lo que me había contado. Consideré que podía cortar su relato
allí porque él ya estaba calmado y a mí, a decir verdad, me daba igual. No
había logrado interesarme y le continuaba oyendo más bien por cortesía.
Claro que no me había cogido por el cuello de la camisa y dicho en un
susurro, como para abrirme el apetito: «Le voy a contar algo realmente
extraordinario, algo sobre lo que nunca oyó hablar». Simplemente, el pobre
gago, pasando miles de trabajos, me refería su historia que yo escuchaba
aparentando interés porque, para no confundirles, a los tartamudos se les
presta una atención desmedida, que no observamos con un interlocutor
normal. Esto genera escenas cargadas de misterio, alarmantes, como la visión

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que una vez tuve de una plática en la que uno de los interlocutores era
tartamudo, detalle que yo desconocía. Conversaban un hombre joven y una
muchacha con el torso inclinado hacia adelante y el oído vuelto hacia él,
como el que está oyendo. Pero como en ese justo instante no estaba oyendo
nada en realidad debido a los grandes intervalos de silencio entre frase y
frase, se daba la situación única de estar oyendo sin oír. La vista de esta
escena me recordó esos cuadros de pintura galante en los que uno de los
personajes está «hablando» y el otro «oyendo». Mas de un cuadro no se puede
esperar sonido alguno y yo aquella vez estuve cosa de un minuto sin saber a
qué atribuir aquel silencio.

IV

Fue todo amor los cinco días que estuvo en Moscú, me dijo. ¿Moscú la
ciudad blanca, la capital asiática? ¿Las almenas kirguizas del Kremlin?[7]
Nada de eso. Le quedó muchísimo por ver de Moscú. Ahora lo único que
contaba eran los paseos largos que se dio con Elena por sus calles.
Elena era una mujer muy bella, de una belleza que sugería esplendidez y
no frivolidad ni perfidia. Me la hizo ver sentada frente a él, vistiendo una
blusa blanca tiesa por el almidón, sus antebrazos descansando en la minúscula
mesilla de un café.
¿Cómo podía suponer que aquella mujer buena era el amor de su vida? La
escuchaba sin tomarla mucho en cuenta. Muy enamorado, eso sí, cualquiera
haría lo mismo, pero sin interesarse por la primera vez que ella había visto el
mar, ni por nada que no fuera saber que hoy estaba sentado frente a ella
acodado a la minúscula mesilla del café.
Elena le contó que uno se acostumbra tanto al invierno que al sexto mes
de ver caer nieve y soportar heladas la existencia del trópico, del ecuador, se
antoja un fino engaño, semejante a la fe en la resurrección y en la vida del
más allá en la que cifra todas sus esperanzas el creyente. De modo que los
reportajes de la TV que mostraban los países cálidos adquirían el inseguro
valor de la estampa que en el texto religioso ilustra la vida regalada que se le
reserva al justo, al paciente, al que sabe esperar.
A Dios gracias no había que esperar toda una vida. En marzo aumentaban
las horas de sol y la nieve comenzaba a fundirse en las aceras. Carámbanos
del grosor de un brazo se desprendían de los aleros y se estrellaban con fuerza
contra el pavimento, el fragor del hielo al fragmentarse llenando el aire. (Los

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largos paseos y las pláticas tocaban a su fin: él viajaría a otra ciudad para
asistir a unos cursos.)
La víspera del viaje ocurrió un incidente que le abrió los ojos a Jorge
Torres. Ese día, al querer entrar en la habitación, usualmente abierta a esa
hora, se le hizo esperar unos minutos[8]. Cuando por fin cedió el picaporte
encontró a Elena y a Ángel sentados junto a la ventana. Los observó llevar su
conversación ficticia, saludarlo sin querer terminar la falsa…
Jorge Torres me miró fijamente a los ojos a través del humo del cigarro
para ver la impresión que esta parte del relato causaría en mí. Yo debía saltar
intrigado y aventurar una suposición de esa índole: «¿Lo había estado
engañando?» o bien: «¿Qué hacía esa mujer encerrada con aquel hombre
cuando Ud. no estaba?». Torres esperó en vano la pregunta y aquello terminó
por agradarle. Yo no habría entendido nada de haber formulado tal pregunta,
me habría quedado tras el primero de los círculos concéntricos de su relato.
Esa pregunta, tal conjetura, estaba excluida. ¡Qué fácil todo si se hubiera
podido encontrar una pregunta así, una conjetura así para esta historia!
Por fin descubrió una camisa nueva que le proporcionó la clave del
misterio y se quedó «mudo de asombro». Desconocía cómo habían podido
averiguar la fecha de su cumpleaños (Ángel le había estado dando el visto
bueno a aquella camisa de regalo para Jorge).
—¿Estaba siendo traicionado por aquel hombre, por Ángel?
—Precisamente, y eso era lo grave. Perdí los estribos. Le pregunté qué
pretendía con aquello, le grité que no tenía madre y que se merecía que le
pegara.
No intentó defenderse. Comprendía muy bien la gravedad del hecho.
¿Aconsejándola en lo de la camisa? Sí, muy buena justificación. Gracias. Esa
mujer lo que andaba buscando era que yo cargase con ella. ¿Acaso no se daba
cuenta? ¿No lo sabía?
El bueno de mi vecino sólo atinó a responderme con una de sus sonrisas
de ángel: ¡Pero ella es tan buena!
Mejor hubiera dicho «de una virtud ejemplar» y esa hubiera sido la frase
exacta. ¡Qué miedo sentí! ¡Nunca había sentido tanto! Amar significa un
compromiso tan grande que la mayoría de las gentes se desentienden de él,
despavoridos.

—Al día siguiente partí para la ciudad del Volga donde recibiría mis clases.
Subí al tren, y al verla llorosa junto al pescante, me dije que no la vería nunca

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más[9]. Ahí se quedaba en Moscú entre la niebla y el gentío agitando un
pañuelo de despedida. Conmigo viajaba ahora un representante de la fábrica
que había organizado los cursillos. Un ruso taciturno amigo de hacer chistes
inextricables con la mayor seriedad del mundo.
Yo viajaba al encuentro de la Rusia que conocía por los libros: mozos
membrudos de cabellos descoloridos, los tártaros de rostro impasible, el
kazajo de las revistas ilustradas con radio transistorizado, sus arqueadas
piernas enfundadas en flamantes jeans. La multitud que cascaba indolente
pepitas de girasol… Mi oído captaba sonoridades siglo XIX, de literatura
clásica rusa: Kostromá, Riazán, Saratov… A Saratov iba yo.
Llegamos al día siguiente. Descendí al andén y respiré hondo. Habíamos
cruzado un puente, avistado un río, los remolques avanzando trabajosamente
corriente arriba, tirando de barcazas. ¿Qué me esperaba en aquella ciudad?
¿Qué otra Elena? No, ninguna otra. Di media vuelta tocado por la certidumbre
de que la vería ahora mismo y, efectivamente, allá venía corriendo,
desbocada, muy alegre de haberme hallado.

—¿Increíble?
—Para Ud. y para mí tal vez sí. A ella no le había costado nada tomar esa
decisión. El misterio de la mujer. (¿De la mujer rusa?[10]) No había dudado un
segundo, al verme ir tan feliz en el tren, de que me seguiría. Compró un
boleto de avión, cubrió cientos de kilómetros. Allí estaba. ¿No me alegraba de
verla?
Aquello me emocionó, no pudo disgustarme. La besé amigablemente,
atraje su cabeza y aspiré el aroma de su pelo.
¡Estaba en casa!
Ella tomó mis manos, se las llevó al regazo y fijó en mí unos ojos aún
secos que no tardaron en cubrirse de lágrimas…
Salimos caminando seguidos del ruso que no dio muestras de asombro. Al
llegar a la parada del trolebús se limitó a preguntarme si sabría encontrar el
hotel. Le aseguré que sí, y yo y Elena nos fuimos a pasear por un maleconcito
junto a aquel mismo río que había visto desde el tren. Nos habíamos
encontrado de nuevo. ¿Qué significaba esto? ¿Para toda la vida? ¿Había
venido a encontrar mujer a miles de kilómetros de casa? ¿Acaso me quería
tanto? ¿Acaso se puede querer tanto a alguien?
Yo tenía veinticinco años y nunca le había preguntado si me quería o no,
si me amaba o no. Se tiene esa edad y se estudia uno siempre como desde

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afuera, ¿qué tal me veo? ¿No estoy haciendo el ridículo? A veces se montan
unas escapadas y se vive despreocupadamente, se permite uno hacer piruetas
en público, gaguear a gusto, imaginarse libre por un momento; pero nunca se
deja engañar por estas fugaces vacaciones y, en general, somos aburridos y, lo
que es peor aún, pusilánimes. Ser así nos salva de dar pasos en falso, pero lo
trágico de esta actitud sin discernimiento es que te guarda lo mismo de lo
bueno que de lo malo. Y cuando alguien te quiere de verdad y le preguntas:
¿Me quieres? Su respuesta no te interesa nada porque al oír: «Sí, te quiero»,
se es tan pobre de espíritu que uno piensa para sí, ¿y a quién más quieres con
esas piernas que tienes?
Ese día, allí en el corazón de Rusia, mi pregunta de siempre recibió una
respuesta que dejó mal la estimación que me tengo, que todos nos tenemos.
—¿Acaso te dije alguna vez que te quería? —me respondió—. Yo no te
quiero, ni «te aaamo», para que lo entiendas mejor. Me he guardado muy bien
de hacerlo porque me gustas y no quiero buscarme ningún otro hombre ahora
que te he encontrado, pero estás muy enfermo para permitirme el lujo de
quererte. Perdóname que te sea sincera, pero al oírte preguntar esto pensé que
te podía perder. Créeme, sé muy bien lo que digo. ¡Te presto mi cuerpo para
ponerte a flote y me vienes con esa pregunta! Perdóname, pero me asustaste
tanto que debo decírtelo así. Si quieres puedes pensar que te quiero y para ti
será verdad. Mucha gente vive con menos que eso y les va bien.

Yo me le reí a Jorge en la cara:


—No me digas que le creyó. Lo estaba engañando como a un niño.
—Yo también pensé lo mismo. Pero un engaño así, de existir, tiene la
misma fuerza que la verdad porque no me lo decía sólo para aparentar. Una
actitud así, aun siendo falsa, es llevada por el orgullo hasta sus últimas
consecuencias, al menos en ese momento yo la creía capaz de eso y también
me asusté.

—Vivimos en esa ciudad tres meses. Lo que para mí no representaba nada


parecía ser mucho para ella. Me quedé de una pieza cuando comprendí que se
casaría conmigo en cuanto se lo propusiese. Así fue. No me dijo nada, ni gritó
de alegría, ni hizo un gesto. El ligero estrabismo de su mirada se acentuó más
por un momento. Parpadeó una o dos veces, y como siempre ocurría, sin
transición visible en su rostro, los ojos se le llenaron de lágrimas. Al momento

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me arrepentí de haberlo hecho. Su comportamiento era imprevisible. Una
mujer demasiado frágil para mí. Nunca llegaría a entenderla. Estoy seguro de
que Ud. tampoco podría, y conozco a pocos hombres capaces de hacerlo. He
pensado mucho en esto. Es horrible. Ese mismo día le pegué.
No soy un degenerado ni un alma negra (al menos quiero creerlo). Cuando
por fin vinimos a vivir a Cuba, pensé que eso se acabaría, pero me engañaba.
Mientras más hacía por mí, más le pegaba.
Aprendí a hablar de nuevo a los veinticinco años porque ella no quiso que
yo siguiera siendo un gago sin remedio. Pasé meses con un logopeda y ya
podía pedir algo en la calle sin que la gente se fijara en mí. Me recogía
piedrecitas para llenarme la boca y me daba conversación por las noches para
que mi lengua aprendiera a moverse sin tropiezos. Me enseñó a cocinar muy
bien. A veces invitábamos a nuestros amigos y yo preparaba el almuerzo.
Ángel venía a vernos. Seguían siendo los buenos amigos de siempre. Él con
una mujer nueva cada vez. Se quedaban conversando en la sala y yo me
llevaba a su amiga a la cocina para que no se aburriera sola en la terraza.
Alguna pensaría que yo era un triste gago consentidor.
Con todo, al margen de esos domingos apacibles, se perdían muchas
cosas, pero ya yo no sabía si eso podía interesarme o no. Ella me había
tomado como objeto de su servidumbre y era feliz sirviéndome[11]. No era
que me compadeciera. Todos padecemos de algo y todos podemos ser
compadecidos por algo. La única diferencia consiste en que mi defecto es más
visible, o audible, si se quiere; pero esa entrega total, esa comprensión total
que no objetaba nada me desconcertaba[12]. Como si con su inteligencia de
mujer hubiese dado con la verdad de los mártires. Nunca me reprochaba los
días y las noches idas en refriegas y discusiones. Para ella esa era su vida y no
tenía sentido eludirla. Me exasperaba. Le pegaba, le pego fuerte por cualquier
cosa hasta hacerle sangre y le dejo grandes hematomas que se mantienen por
semanas enteras.
Una noche la maniaté después de haberla golpeado. La alcé en vilo y la
tiré en la cama. Lloraba como siempre, sin sollozos, y me preguntaba con un
hilo de voz: «¿Pero qué estás haciendo? Tú eres bueno. ¿Por qué?».
Salí dejándola amarrada. La hubiera matado ese día. Si hubiera estado
seguro de que nadie se enteraría, de que hubiese podido desaparecer su cuerpo
por ahí, arrojarla al mar sin ser visto, no habría dudado en hacerlo. Caminaba
por la calle muy alterado, a grandes trancos, pronunciaba en alta voz su
nombre. La mataría. ¿Qué hacía esa rusa aquí? La mandaría de vuelta lo más
rápido posible. Le había pegado poco; debía haberle roto sus bellos dientes,

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fracturado un brazo. De pronto, parándome de golpe, grité: «¡Por Dios Elena!
¿Qué he hecho contigo?» y me lancé a correr hacia mi casa. La luz del cuarto
estaba apagada y pensé que se habría ido a algún lado. «¡Y yo corriendo!»,
me dije. ¿Qué hace esa mujer sola por La Habana, vejada por mí? Busqué
algo con qué pegarle cuando volviera. Junto a la verja escondí un palo que
encontré en el jardín.
Abrí la puerta. Encendí la luz y entonces la vi sobre la cama, dormida con
las manos amarradas aún sobre la espalda. «¡Elena! ¡Elena!» Le desaté las
manos, me tomó la cabeza y la llevó a su regazo.
No dijo nada. Seguía llorando con mis manos entre las suyas. Yo me
arrodillé frente a ella. Sentía tanta vergüenza que no sabía qué hacer, qué
decirle. Empecé por prometerle que aquello no se repetiría jamás. Ella me
escuchaba sin decir palabra. Me puse de pie y le dije que después de lo
ocurrido no podíamos seguir juntos, que ella debía irse, yo no era el hombre
que le convenía. Le pegaba. Mañana mismo reservaríamos su pasaje…
Entonces me dijo que lo que yo quería era deshacerme de ella. Que era lo que
buscaba y que lo veía bien claro.
No pude creer aquello. ¡Estúpida! Pensé en el palo de junto a la verja,
pero no corrí por él. De un puñetazo la senté en la cama. Se cubrió el rostro
con las manos y le pegué hasta que me dolieron los nudillos. ¡Estúpida! No sé
qué hacer con ella.

—¿Cuánto tiempo hace de eso?


—Cosa de un año pero todo este tiempo ha sido así. Hoy ha vuelto a
suceder. Ahora se desmaya a los primeros golpes. Le he dado mil vueltas en
la cabeza a esto. No nos hacen falta las mujeres virtuosas. La virtud no es para
degenerados como Ud. o como yo. Todos somos unos degenerados y usted,
por ejemplo, lo sabe bien.
—Quizá tenga razón… Sí, seguramente… —me interrumpí porque vi a
Elena junto a la puerta. Había comenzado a amanecer.
—Oiga, Torres, tengo que decirle algo. Yo no soy médico. Es mi hermano
mayor. Él vive aquí pero hoy…
Jorge Torres se paró y avanzó hacia ella mientras me hacía un gesto con la
cabeza: «¿Qué importancia tenía eso ahora?». Se veía de nuevo frente a una
historia que al contarla tal vez habría creído acabada.
Recostada al marco de la puerta Elena lo miraba a los ojos. Él fue hasta
ella y, tomándole las manos, le dijo en voz baja: «Vete al baño y péinate.

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Ahora mismo nos vamos».
Cuando Elena se internó de nuevo en mi casa, le dije a Torres:
—No tiene por qué sentir pena de haberme contado todo eso, quiero que
sepa…
—¿Pena? —me replicó Torres sonriendo—. ¿Pena?
Elena volvió en ese instante, tomó a Torres por el brazo y, con la cabeza
apoyada en el hombro de él, ambos salieron caminando hasta la verja.
Antes de perderse por la esquina, ella volvió su rostro hacia mí y sonrió.
Su pelo rojo brillaba al sol.
—¿Pena? —me había dicho Jorge Torres—. ¿Pena por qué?

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Greenpeace
Eduardo del Llano

Rigoberto Molina, alias Gravilla, Prisciliano Jiménez, alias Sangre’e mono y


Bárbaro Casas, alias Negroemierda, estaban acurrucados y mustios en un
rincón de la celda cuando un agente que parecía una mezcla de los tres abrió
la puerta y se hizo a un lado para dejarme pasar.
—Si hay algún problema, grite —me advirtió—, yo estaré aquí cerca,
viendo la telenovela. Anoche se acabó buenísima.
Dije que sí y el policía se retiró. Moví una silla hasta ponerla frente a los
detenidos, me senté y los miré solidariamente. Ellos me contemplaron con La
expresión huidiza de tipos en cola para hacerse un espermograma.
—Mi nombre es Nicanor O’Donnell —anuncié—, soy el abogado que va
a defenderlos. Quiero que me lo cuenten todo sin ocultar ningún detalle, como
se lo contarían a un amigo.
Ninguno habló durante un par de minutos. Claro, habrían reaccionado
ante el instructor, porque un oficial es un poder invulnerable, y es mejor
avenirse con lo que no puede ser derrotado; mi cortesía, en cambio, estaría a
sus ojos tiznada de debilidad, y en el débil uno puede vengar lo que el fuerte
le hizo. Encendí un cigarro y les brindé la cajetilla. Sangre’e mono aceptó el
convite, y me introduje por esa brecha.
—¿Los han tratado bien?
—Nos han tratado como a delincuentes —dijo Gravilla, en un tono
vibrante que no dejaba dudas acerca de la injusticia implícita— y nada de lo
que usted haga les quitará esa idea de la cabeza. El juicio va a ser una farsa,
como siempre.
—Debo entender que ustedes se consideran inocentes.
Me miraron, belicosos.
—¿Y usted no?
—Yo lo único que sé es que los acusan de atentado al patrimonio cultural,
sabotaje, distribución de propaganda enemiga, intento de sacrificio ilegal de
ganado, agresión física al administrador de una granja estatal y usurpación de
funciones, para empezar. Tienen que convencerme de que no son culpables,
para que yo pueda convencer al juez.

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—¿Qué quiere decir usurpación de funciones?
—Que estaban vestidos de milicianos cuando iban a matar a la vaca.
—¡No estábamos matando a ninguna puñetera vaca! —chilló Sangre’e
mono—, ¡al revés, queríamos salvarla! ¡Lo que pasa es que basta que vean a
tres tipos disfrazados entrándole a golpes a otro, de noche, en la manigua y
con una vaca al lado, para que piensen que los tres tipos son los malos!
Convine en que la gente es muy superficial y dada a llevarse por las
apariencias.
—De todas formas, sigo sin entender —añadí con sinceridad—, ¿por qué
no me lo cuentan desde el principio? Yo no tengo apuro. Pueden coger todos
los cigarros que quieran.
En definitiva lo hicieron. Gravilla no se mostró muy convencido de que
valiera la pena, pero Sangre’e mono y Negroemierda estaban locos por
reconstruirlo todo de nuevo, con la elocuencia que el oficial instructor les
fragmentó y piloteó en el interrogatorio. Y yo, que había aceptado el caso de
puro oficio y a desgana, comencé a descubrirme fascinado con el relato.
Incluso le di algún dinero al policía para que fuera a comprar unos tabacos.

Tres meses antes, Gravilla había citado a los otros dos en su barbacoa.
Sangre’e mono había estado preso por tenencia ilegal de divisas, cuando
tener divisas era ilegal. Y negroemierda pasó una noche en la tercera estación
por darle dos pescozones en público a una mulata. Sin embargo, ninguno de
ellos era un delincuente de raza. Los tres se habían desentendido de sus
empleos y se ganaban la vida en el invento, es decir, vendiendo pulóveres,
jabones y cassettes. En el barrio todo el mundo bacía lo mismo.
Belén es una de esas vecindades en que se diluyen los silogismos y las
fronteras. En cierto modo, nadie está al margen de la ley, y todos lo están.
Geográficamente situada en la zona más densa de la ciudad, no ha perdido el
espíritu de aldea. La habita la gente más pobre, y a un tiempo la más alejada
de la naturaleza, pues no hay árboles ni flores ni agua suficiente. Es una
barriada histórica, pero se vive al día. Y Sangre’e mono y negroemierda, con
todo y ser folklóricamente incapaces de llegar puntuales a cualquier reunión
social, se encontraron con Gravilla cinco minutos antes de lo acordado.
—¿Cuál es el misterio, Gravilla? —preguntaron simultáneamente,
después de una ronda de alcohol que en el contexto equivalía al five o’clock
tea.

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—No es un negocio —aclaró Rigoberto—, es otra onda. Se los digo para
que no se vayan afilando los dientes.
Los demás no comentaron nada. Eran amigos desde antes de aprender a
caminar, y durante todo ese tiempo Gravilla se había ganado entre ellos una
indiscutida reputación de ideólogo. Viniera con lo que viniera, valdría la pena
escucharlo.
El anfitrión fue hasta la ventana y regresó con una maceta en la que
campeaba un arbusto marchito. Posicionó el tiesto en el centro del corro y
miró gravemente a los demás. Hubo un silencio especulativo.
—¿Mariguana? —preguntó Sangre’e mono, con las membranas de la
nariz vibrando como hocico de curiel.
—No seas verraco —dijo Gravilla—, es un helécho. Bueno, un helecho
muerto. La vieja lo cultivó y me lo dejó, y una semana después de partirse ella
se muere el helecho.
Los otros se miraron. Ya le habían dado el pésame a Gravilla en tiempo y
forma. Por el fallecimiento de la madre, naturalmente.
—¿Religión? —aventuró Negroemierda—. ¿Quieres decir que el alma de
la vieja estaba enlazada con la de la matica esa?
—Por algo te dicen Negroemierda. Coño, ¿ustedes no vieron la televisión
anoche? No hubo apagón ni descarga ni motivito ni nada, así que tuvieron que
verla.
—¿La novela?
—No. El programa sobre la destrucción del medio ambiente.
Los invitados pestañearon, inseguros.
—Yo lo vi —asintió Sangre’e mono— pero no le hice cráneo. ¿Por qué
no te explicas de una vez, Gravilla? ¿Quieres vender helechos a los
extranjeros?
—Quiero —dijo Gravilla, con especial resonancia— fundar un Comando
Ecológico.
Aquello fue como una reunión del Consejo de Seguridad de la ONU en
plena huelga de traductores simultáneos. Negroemierda se quedó incólume,
pero Sangre’e mono saltó y corrió hacia la puerta.
—¿Tú estás loco, asere? Yo no quiero volver al tanque, y mucho menos
por candelas políticas. Si vas a poner bombas o regar papeles, gózalo tú solo.
Voy echando.
—Siéntate, Prisciliano —ordenó Gravilla—, o acaba de ponerte en cuatro
patas y comer yerba. Un Comando Ecológico no tiene nada que ver con la
política.

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Desconcertado al oírse llamar por su nombre de pila, Sangre’e mono
obedeció, no sin persignarse furtivamente.
—Oigan, y entiendan. Una de las cosas que le juré a la vieja antes de
partirse fue precisamente que no iba a acercarme al tanque ni para que me
cogieran las medidas. No, yo tampoco quiero meterme en rollos, ni pasarme
la vida vendiendo jabones o toreando una alemana. No, caballero, hay cosas
más importantes, vaya, que le atañen a todo el mundo. ¿Saben ustedes que
todos los días desaparecen miles de animales y plantas?
—¿Se los roban? —infirió Negroemierda.
—No, seboruco, se mueren, se extinguen. ¿Desde cuándo ustedes no ven
una cotorra suelta? Ya no quedan ni en Isla de Pinos. Mi abuelo cazaba
venados en el monte, miren a ver si encuentran uno ahora. ¿Y jutías? Y eso
que en Cuba no estamos tan mal. Ya casi no hay ballenas, por ejemplo. Ni
tigres, ni ese tipo de oso chino, blanco y negro con una mancha en el ojo, no
me acuerdo cómo se llama. ¿Les parece puerco el río Almendares? Bueno, así
está el mar dondequiera.
—Es verdad —admitió Sangre’e mono—, el domingo fui a la playa y
había un mojón flotando.
—¿Se dan cuenta? ¿Y los árboles? Sin árboles no va a haber aire, va a
crecer el hueco ese del ozono y nos vamos a achicharrar todos. Coño, la
muerte de la vieja y del helecho me puso a pensar. En lugar de vivir en la que
se cae, hay que pensar en cosas grandes, caballero, o el mundo se te hace muy
chiquito.
Negroemierda llevaba más de un minuto moviendo la cabeza de arriba
abajo, y siguió haciéndolo. Sangre’e mono encendió un cigarro, gesticuló
como un rapero y soltó una andanada de objeciones.
—¿Y qué carajo vamos a hacer nosotros tres, Gravilla? Eso es cosa del
gobierno. Aquí todo tiene que estar controlado; si armas un grupúsculo,
aunque sea de tomadores de refresco con pajita, te miran atravesao. ¿Y de qué
vamos a vivir, si nos pasamos todo el tiempo en lo del Comandado
Escatológico?
—Ecológico. La ecología es la ciencia que estudia cómo hacer que los
animales y las plantas no se mueran. Ahora en todo el mundo hay mucha
gente preocupada por eso. Se llaman los Verdes, y tienen hasta partidos.
—¿Partidos? ¿Y me estás diciendo eso para tranquilizarme? Candeeela…
—Déjame hablar, cojones. Miren, nosotros no vamos a hacer nada malo.
Dondequiera que alguien amague con tumbar una mata por gusto, le caemos y
discutimos con él. Si un tipo piensa echarse un animal o lo hace sufrir, le

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bajamos una muela. El gobierno no tiene que enterarse. ¿Y de qué vamos a
vivir? Chico, por el momento, de lo mismo. Tú puedes convencer a un tipo de
que no tumbe un pino, y después venderle un pulóver. No hay ningún
conflicto ideológico en eso. Lo importante es saber que estamos haciendo
algo útil para que los helechos no se mueran.
Dicho esto, Gravilla les pasó la botella de alcohol. Negroemierda bebió
con parsimonia, y luego le palmeó el hombro al anfitrión.
—Chico, lo que es a mí, ya me tocaste la bomba. Coño, si parece una cosa
linda, como cuando éramos pioneros. Y hasta podemos conseguir una pincha
decente y salir de una vez del giro de los jabones. ¿Tú crees que haría bien si
voy y hablo en la fundición, a ver si tienen algo para mí?
—Claro —dijo Gravilla.

El primer Comando Ecológico independiente del país, o de la ciudad, o por lo


menos del barrio de Belén, se proyectó a la vida social el domingo siguiente.
En los días que mediaron entre la reunión constitutiva y el fin de semana,
Negroemierda, elegido jefe de Información, recortó y archivó cuanto artículo
sobre el tema le cayó en las manos, incluyendo una vieja edición de Robin
Hood. Partiendo de lo que se decía en aquellos textos, era indudable que los
ecologistas constituían una fuerza noble y pujante en el mundo civilizado, y
que Greenpeace, su blasón, contaba con barcos y aviones y oficinas. Sangre’e
mono sugirió ponerle un nombre al Comando, cualquier nombre menos
inquietante que Comando, y lanzó algunos, que iban desde El rayo Verde
hasta José Martí, pasando por un verso de Lorca. Gravilla dijo que no, que el
nombre no hacía falta, y Negroemierda, que era un tipo influenciable, estuvo
de acuerdo.
El domingo, a guisa de debut, Gravilla convocó a una ofensiva para
ayudar a los animales callejeros. Recogieron cincuenta gatos, dieciocho
perros, cuatro ratones, una jicotea, doce lagartijas, seis gallinas y alrededor de
noventa cucarachas. Concretamente fue Sangre’e mono quien trajo las
cucarachas, y Gravilla lo amonestó en el seno de la organización.
—No seas animal. Las cucarachas son bichos dañinos.
—¿Y qué? Tú no pusiste límites. Dijiste que hay que proteger a todos los
animales. Las cucarachas no tienen la culpa de ser cucarachas y de que les
guste posársele encima a la gente.
—Bueno, pero hay prioridades. Las jicoteas pueden extinguirse, pero
nunca he leído que se extingan las cucarachas. Al contrario, cada vez hay

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más. Suéltalas. Y échale los ratones a los gatos.
—Eso plantea un dilema ético —dijo Negroemierda, que había leído
muchísimo en los últimos días—; ¿vamos a propiciar la muerte de los
ratones? A lo mejor los gatos se los comían, a lo mejor no, pero si se los
echamos seguro que se los comerán, y es del carajo que seamos nosotros los
que alteremos el equilibrio ecológico causando la muerte de cinco roedores.
—Está bien. Dales un poco de ventaja. Ponlos a un metro de los gatos y
suéltalos. Y ya que hablaste de dilemas éticos, devuelve las gallinas.
—Eran gallinas callejeras —se defendió Negroemierda, pero los demás lo
miraron de arriba abajo y cedió un poco—, bueno, casi, casi. Había una
posada en la cerca.
En definitiva, se pusieron con cincuenta pesos cada uno —cotización
mensual, según Gravilla—, compraron dos libras de leche en polvo y se la
dieron a los perros y los gatos y los reptiles. Estos últimos, en franco
desprecio por la iniciativa Verde, echaron a reptar y se escaparon, pero los
demás agradecieron el alimento, si bien un gato arañó a Sangre’e mono.
—Y ahora, ¿qué? —preguntó el herido—, ¿vamos a vender pulóveres
para mantener a los perros y los gatos cada semana?
—Éste es un acto simbólico, animal. Somos un Comando, y hacemos lo
que podemos.
—No vuelvas a decirme animal, asere. Se supone que los estamos
defendiendo, no podemos usarlos como insulto.
Negroemierda empezó a trabajar de sereno en la fundición, y se llevó
todos los libros para leerlos en su puesto. A la semana le contó a los otros que
Buda prohibía matar cualquier cosa que alentara, y que los budistas se habían
agotado en polémicas seculares para dirimir si un discípulo de Siddharta tenía
derecho a pisar hormigas a su paso, toda vez que podía aplastar a un sabio
reencarnado. Para no chapotear en el mismo pantano lógico, Gravilla dispuso
considerar especies protegidas a los animales mayores de cinco centímetros,
principalmente mamíferos y aves, domésticos o no, siempre que no fueran
vectores de enfermedades o no los estuvieran criando para el fin de año. Y
ésta fue, a grandes rasgos, la política que siguió el Comando en lo tocante a la
fauna local.
La flora preocupaba especialmente a Gravilla. Su devoción
conservacionista nació de un helecho con valor filial; así, al domingo
siguiente llevó a sus mesnadas a una cuadra del Vedado en que se planificaba
podar arbustos con trabajo voluntario. La encendida filípica con que
fustigaron a los irresponsables devolvió como secuela una inesperada

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acusación de saboteadores del trabajo del CDR, y la consecuente amenaza de
llamar a la policía. El Comando optó por una retirada táctica, pero esa misma
noche, bajo los ronquidos de la guardia cederista, desenterraron los arbustos
mutilados, los llevaron al Bosque de La Habana y los plantaron allí.
Dos meses después de la asamblea fundacional, la ejecutoria del Comando
incluía operaciones tan sonadas como las que se relacionan:
1. Concienzudo vapuleo de un viejo, dueño de un coche y un caballo, por
montar treinta niños —a dos pesos per cápita— en cada vuelta recreativa a la
manzana, con innegable perjuicio físico y, presumiblemente, moral para el
equino. En lo adelante, el anciano montó a sólo diez niños, bien que a seis
pesos el boleto. Los padres de los niños se quejaron, el viejo delató al
Comando, pero la cosa no pasó de ahí porque el caballo pereció ese mismo
día, de una hernia monstruosa.
2. Excursión a un balneario costero para recoger latas y desperdicios. La
basura, en seis grandes bolsas de nylon, fue acarreada por los tres miembros
del Comando y otras tantas muchachas, conocidas ocasionales de la playa,
hasta un vertedero clandestino en medio del barrio. Después se prendió fuego
al vertedero, con el saldo colateral de dos tendederas chamuscadas y tres
gatos absolutamente carbonizados; entre ellos, el agresor de Sangre’e mono.
Los cadáveres fueron llevados subrepticiamente al Zoológico y arrojados
como ofrenda en la jaula de los tigres.
3. Trasquilado de un perro de raza husky, mascota de un vecino, en
consideración a lo que debía sufrir un animal oriundo de Alaska en plena
canícula habanera. El dueño del perro intentó protestar; se le dieron una
explicación y un puñetazo, aunque no en ese orden. Después, para
compensarlo, se le vendió un pulóver barato.
4. Siembra de árboles en zonas excesivamente urbanizadas y polutas,
como el propio barrio de Belén. En vista de que no había mucho espacio ad
hoc, el Comando decidió romper algunos tramos de acera, traer tierra vegetal
de un solar yermo, cegar con ella los huecos y plantar ahí las posturas.
Helechos, ante todo. Los niños sorprendidos arrancando los retoños fueron
inmediata y drásticamente reprimidos.
Etcétera. Un largo etcétera.
Al cabo de los dos meses, Negroemierda perdió su trabajo, y los demás no
habían conseguido uno. El subatendido negocio de los pulóveres y jabones
apenas si bastaba para cotizar. En cambio, la pasión ecologista había subido
en la columna de mercurio. Hacer el bien social es un virus de acción rápida,

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y la enormidad del mal que se ha retado exige y encandila. Basta, si no, mirar
el planeta desde cualquier ángulo.
—Estuve pensando —dijo un día Negroemierda, devenido el verdadero
teórico del movimiento, en tanto que Gravilla se ocupaba cada vez más del
plano operativo—: coño, todavía no hay nada que nos identifique. Hay que
jugar al duro. Esto viene desde los ascetas, pasando por Robin Hood,
Rousseau y los hippies. Todos ellos volvieron a la naturaleza. Al verde.
Nosotros somos Verdes. Tendríamos que adoptar un uniforme, para vestirlo
durante las acciones ecológicas.
—Un uniforme… —reflexionó Sangre’e mono—, bueno, yo puedo
resolver unos metros de poliéster verde con un socito, pero nos va a salir caro.
—No hace falta —dijo Gravilla— caballero, con tres uniformes de
miliciano resolvemos. Yo tengo dos mudas, de cuando me movilizaban por la
Reserva.
—Y yo tengo otro —anunció Negroemierda—, ¿ven? Es lo que yo digo,
hay que empezar por la imagen. A los uniformes les bordaremos un almiquí
en el bolsillo. También podríamos dejarnos el pelo largo y meternos a
vegetarianos. La onda natural, ya saben. Pero de nada servirá si no subimos la
parada. Hay que hacerse sentir de verdad, lograr que la gente hable de
nosotros.
La propuesta de restringir la alimentación a lo aportado por el reino
vegetal no tuvo buena acogida, pero las otras sí. Durante el tercer mes, unos
locos peludos y barbudos, vistiendo uniformes verde olivo recientemente
entallados, empezaron a hacer leyenda en la ciudad. Sobre todo después de
que alguien dijo haberlos visto rondando por allí la noche antes de que
apareciera un helecho arborescente, de diez metros, trasplantado en medio de
la Plaza de la Catedral.
La barbacoa fue rebautizada Cuartel General, y abrió una oficina de
atención al público. Cualquiera podía ir allí y denunciar un caso de crueldad
con animales o plantas, de irresponsable deterioro del entorno. Gravilla y
Negroemierda intentaron matricularse en un Taller Internacional de Política
Ecológica, convocado por la Academia de Ciencias, pero, quién sabe por qué,
ambas solicitudes fueron rechazadas. Sangre’e mono asumió entonces la tarea
de contactar activistas extranjeros, pero a la segunda noche hubo una redada
frente al hotel y logró escabullirse a duras penas.
El Comando no era una facción política. Pero eso sólo lo sabían ellos.
Cuando escuchó planes para bloquear con hormigón las tuberías que
desaguaban en el Almendares y con mierda la chimenea de una fábrica de

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accesorios plásticos, la mujer de Sangre’e mono lo dejó, vaticinándole un
porvenir enrejado. En el barrio, la gente dejó de saludarlos, tomándolos por
informantes o provocadores. En respuesta, el trío distribuyó carteles
manuscritos con la leyenda PARA VIVIR EN ESTE PAÍS, PRIMERO HAY
QUE LIMPIARLO.
Entonces, en el clímax underground, un simpatizante, que los había,
acudió al Cuartel General a contarles del oscuro contubernio entre el
administrador de una granja estatal y unos delincuentes ahí para sacrificar una
que otra vaca a su cuidado, a cambio de un rotundo porcentaje. Y les dijo que
la noche siguiente iban a matar una Holstein, lechera recordista.
—Tenemos que salvarla —dijo Gravilla, exultante—; vale más una sola
vida que todas las posesiones del hombre más rico de la tierra.
Y esa noche hicieron un juramento de sangre y Gravilla dijo que
Negroemierda tenía razón, que había que ser vegetariano, e incluso debían
buscar una forma de no comer tampoco vegetales, porque un verdadero
ecologista debía superar a Buda. Y meditaron, y casi levitaron, y después se
fueron a la vaquería y sorprendieron al administrador y le cayeron a
trompadas pero en eso llegó la policía, porque el simpatizante, que era el
dueño del cabrón gato que arañó a Sangre’e mono y luego murió
achicharrado, les había tendido una trampa, y basta que vean a tres tipos
disfrazados entrándole a golpes a otro, de noche, en la manigua y con una
vaca al lado, para que piensen que los tres tipos son los malos, abogado.

Eran las tres de la mañana, y Negroemierda se fumaba el último tabaco.


—La desgracia fue vestirnos de verde —concluyó—; ahí nos volvimos
locos. Pero coño, abogado, es que hay tanto por hacer… ¿Dónde jugarán los
niños? ¿Lo ha pensado?
No contesté. Gravilla, vuelto hacia la pared, parecía dormir. No había
pronunciado palabra durante el largo relato de sus cómplices. Sangre’e mono
lloraba sin pudor.
—¿Podría hacer algo por nosotros? —preguntó, sorbiendo ruidosamente
por la nariz.
—Algo —dije—, pero va a ser difícil.
El policía asomó en el umbral.
—¿No está aburrido, abogado? Descanse un poco. Oiga, se perdió el
mejor capítulo de la telenovela.

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—Ya voy —dije, y miré en silencio a los tres ecologistas. Tres marginales
sin vínculo laboral, con cargos suficientes para diez vidas. La imagen
rampante de la derrota. Me incorporé.
—Si necesitan alguna cosa de momento, quizás pueda resolverlo. ¿Más
cigarros?
No contestaron. Fui hacia la puerta. Cuando iba a salir, escuché la voz de
Gravilla.
—Hay algo que quiero pedirle.
Me volví. Gravilla tenía una expresión indefinible, entre suplicante y
divertida.
—Si está a mi alcance… —repuse.
—Seguro que lo está. Un helécho. ¿Puede conseguirme un helecho? Uno
pequeñito.
Dije que ya vería, y me fui.

4 de julio de 1996

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El día que no fui a Nueva York
Mylene Fernández Pintado

A Sonia: Versión moderna del hada de los deseos

DEAR MRS. FERNANDEZ: YOU ARE INVITED y en el membrete de la


hoja la dirección del HUNTER COLLEGE: LEXINGTON AVE. AND 68
STREET, NEW YORK, NUEVA YORK. Levanté la vista hacia los
rascacielos de la Gran Manzana, donde dicen que no da el sol en las calles, y
me encontré con la luz cegadora de La Habana al mediodía.
Empecé a soñar. A ir a Nueva York. Y Paseo se convirtió en Fifth Avenue
y el Almendares en Central Park. El Malecón era simbiosis del Hudson y el
East. El art déco «López Serrano» el Empire State y La Torre el mirador del
World Trade Center y desde allí, en la noche, el Vedado se hizo Manhattan.
Y pensé que, hasta ese día, mi vida había sido una serie de actos
preparatorios de este viaje porque Nueva York me estaba esperando desde la
primera postal y porque algo en mi persona vivía allí desde siempre. Y que si
mi alma se conciliaba con algún otro espacio era con Nueva York. Una
ciudad repleta de personas que dicen ser newyorquinas. Que tolera el
enjambre y recibe a todos sin saludar a nadie. Donde todos son extranjeros y
los turistas se sienten en casa. La ciudad. La que hicieron los inmigrantes para
mostrarla al resto del mundo.
Dejé de vivir. Dividí mi tiempo en actos racionales y dementes. Entre los
primeros solicité mi permiso de salida, insistí day by day hasta tenerlo. Llené
mis planillas y las envié a la Sección de Intereses. Y me dediqué a desesperar.
Comencé a vivir una vida prestada. Días que sólo tendrían sentido por ser
los anteriores al viaje. De día era un robot haciendo movimientos mecánicos
mientras mi cabeza hacía planes, itinerarios, cambiaba de metros y gritaba en
las calles (dicen que en Nueva York se puede hacer todo y nada es causa de
asombro) porque era intensamente feliz. Y Woody Allen tocaba clarinete en
mi oído, mientras Sinatra y Liza Minelli cantaban New York, New York.
Pero las noches eran fascinantes. Inmóvil entre la ansiedad y el terror,
pensaba en New York y cada pedazo de mí se estremecía en la espera. La

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ciudad me aguardaba y yo iba hacia ella. Y había en esto deseo, lujuria y
todas las sensaciones se aglomeraban y mezclaban. Mundana, peligrosa,
atrayente, sabia, snob, culta, naif, marginal, famosa. A un amante no se le
podía pedir más. Quería zambullirme en las luces y la gente y que la ciudad se
tragara mi persona con sus pequeñas vanidades en modesto sacrificio a esta
diosa pagana.
San Juan de Letrán se parece a St. Patrick. Sobre todo el altar de la
derecha, donde está Dios con los dos ángeles. Nunca voy a estar más cerca de
Nueva York que en esta esquina blanca, oscura y gótica. Y pedí: no salud, ni
bienestar, ni prosperidad, ni paz. Bendiciones abstractas y duraderas. Sino
algo muy concreto. Ir a Nueva York, aunque sólo pudiera caminar por las
calles como una vagabunda. Miré a Dios para asegurarme de que me
escuchaba. Yo nunca pido nada material. No es el síndrome del viaje que
padecemos en esta isla sin fronteras, es algo más, me urge ir. Te prometo que
si voy te llevaré flores a St. Patrick aunque tenga que robar los tulipanes de
Park Avenue.
Old New York. Uno de los trece estados originales que primero se llamó
New Amsterdam y fue rebautizado en 1674 por el duque de York. Dentro:
New York y allí Manhattan.
Manhattan: mía y de Woody Allen, el psicoanálisis y la anhedonia. Con
su gente apurada, sus yellows cabs y sus taxi drivers árabes, el
embotellamiento y todo su mundo subterráneo de metros, reggae y hard rock.
Conglomerado de modernas lombrices de tierra con bufanda y portafolio
violando la dermis de la ciudad from uptown to downtown, to Chinatown con
los chinos que conocen Pekín y Shangai por las historias gastadas de sus
abuelos. To Little Italy con su Carrusel napolitano de Spaghettis y Tarantelas.
¿Y si no voy? ¿Y si esto es una jugarreta del destino para probar mi
estabilidad emocional, mi capacidad para enfrentar la decepción? No puede
ser, toda la fuerza de mis estrellas, astronómicas y astrológicas, dibuja una
constelación y lo que veo en el cielo es la hemorragia de luces de la siempre
insomne.
Descendí una escalera improvisada, sin pasamanos. Junto al río se levanta
un boceto de casa, en esta parte el agua no es sucia. Me siento en un banco
que alguien seguramente botó por estar roto y me siento Mariel Hemingway o
Diane Keaton in the bank of the river. Mientras, observo hipnotizada las
manos apergaminadas que sostienen la baraja y me miran para que mis ojos le
digan más de lo que ven y las cartas comienzan a hablar de lo que vendrá. La
Sota de Espadas: un viaje. El As de Bastos: firmeza y luego, uno detrás de

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otro: 5 de Oro, 3 de Copas y 3 de Oro. De nuevo un viaje. ¿Seguro? Inquirí
sintiéndome recoger mi equipaje en el Kennedy. Casi. Sota de Copas: Santa
Bárbara, que será primero funcionaria de inmigración, luego de la Sección de
Intereses y al final aeromoza que me llevará allá.
Improvisé mi pequeño altar con flores y velas y a solas pedí, supliqué,
rogué, imploré, mandé, ordené, exigí, requerí: Quiero ir a Nueva York. Y
miré a la santa guerrera que en mi estampita tornasolada andaba el camino del
destino. Tú sabes que no es Roma la Ciudad Eterna, sino esta, donde dicen
que todo el mundo está loco. Claro, hay que ser muy insensible para
permanecer cuerdo allí, inmerso en tanto superlativo sin caer en el estado de
gracia de la demencia. O el caminito de la imagen se me antojaba Broadway,
atrevidamente sinuosa entre tanto trazado perfecto de calles y llena de teatros
con entradas carísimas para ver antológicas puestas en escena de El Fantasma
de la Ópera o Los Miserables.
Nueva York: colmo de todo, coctel de verbos, actriz de cine, mezcla de
olores, sabores, cosmopolitismo con mayúsculas. Novia de todos y ciudad de
nadie, que tiene el pasado en el MET, el presente en las calles y el futuro en el
celuloide.
¿Y si de veras voy? ¿Y si se convierte en asfalto bajo mis pies y sus
edificios en techo para mi cabeza llena de sueños, y el metro sólo en un
simple servidor encargado de llevarme rápido de un lugar a otro? ¿Qué hace
uno cuando los sueños se convierten en realidad? ¿Dónde guardo mi fantasía,
mis cientos de New York acumulados para que estén a buen recaudo? ¿Cómo
preservar la ciudad imaginada en mi cabeza y en mi corazón? Nunca la
realidad ha superado los sueños y siempre la víspera ha sido mejor que el
mañana. Entonces, cuando nos veamos, la habré perdido para siempre porque
será la de todos y habrá quedado aprisionada en el vulgar lente de una cámara
fotográfica: arquitectónica e inmóvil. Y se habrá acabado el platonismo, lo
inalcanzable y ya no voy a poder amarla porque sólo se ama eternamente lo
que…

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Un arte de hacer ruinas
Antonio José Ponte

Para Reina María Rodríguez

«Cuando necesitas aumentar el tamaño de tu casa y no hay patio donde


construir más, ni jardín que ocupar, ni siquiera balcón, cuando necesitas
ampliarte y vives con la familia en un apartamento interior, lo único que te
queda es elevar los ojos al cielo y descubrir que en tanta altura de techo bien
cabría otro piso, una barbacoa. Descubres, en suma, la generosidad vertical de
tu espacio, que permite levantar otra casa allá adentro.»
«Cuando ya has fabricado la barbacoa y vives, si así puede decirse, en
cierta comodidad con la familia, si tu suegra y una sobrina de tu mujer vienen
de provincias, dispuestas a pasar en tu casa una temporada tan larga como la
vida misma, lo único que te queda es hacerle la visita al psiquiatra. Porque
odias ya tanto a la madre de tu mujer (por no hablar de la sobrinita) que no
puedes sentarte a la mesa con ella. Y también porque, apiñados como viven,
te has vuelto incapaz de acostarte con tu esposa y eso te llevará al divorcio,
que es lo de menos, por no decir a la locura y el suicidio.»
«El psiquiatra va a preguntarte entonces si estás dispuesto a obedecer a
todo cuanto él te indique, no importa cuán taro parezca. Y tú dices que sí
porque quieres curarte, porque ya te consideras enfermo. ¿Tiene manera de
conseguir un chivo?, te pregunta. Un chivo vivo, aclara. Sí, respondes.
Cómprelo y llévelo a su casa, es lo que te ordena. Y que vuelvas por la
consulta en dos semanas.»
«Criar un chivo en una barbacoa puede ser menos raro que vivir con la
suegra. Regresas al apartamento con el animal (dentro de sus casas tus
vecinos crían cerdos y patos y gallinas) y lo pones a vivir en familia. Aunque
vivir con él se hace imposible enseguida. Para empezar se ha merendado el
forro de todos los muebles, un maletín de la suegra y una bata de casa. Caga
por todas partes, huele a chivo, y de noche no deja dormir. Tú resistes un día,
al segundo le pegas una buena tunda al animal, y al tercero regresas al
psiquiatra mucho antes del plazo convenido.»

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«Tiene que estar más loco que los locos que vienen a su consulta. ¿Qué
clase de tratamiento es éste?, gritas ante sus ojos. Y resulta que el tratamiento
empieza ahora, como declara él. ¿Ahora qué va a mandarme?, le preguntas
con lágrimas. Saque ese chivo expiatorio de su casa, dice.»
«Obedeces de nuevo, revendes el dichoso animal (una transacción tan
rápida no te permite ganar nada) y al otro día estás de nuevo en la consulta.
Pues dormiste, de madrugada te despertó tu mujer, tuvieron sexo tan bueno
como antes, y a la hora del desayuno, la familia completa a la mesa, te has
dado cuenta del cariño con el que tu suegra te echaba más café en el café con
leche. Comprendiste de pronto que la vida sin chivo puede ser maravillosa.»
Yo quería encabezar así mi tesis sobre las barbacoas. No lo había
inventado ni leído, se trataba de un caso real. Me lo había contado el
psiquiatra.

«¿Sabes qué quiere decir tu apellido?», me preguntó quien todavía no era el


tutor de mi tesis, los dos sentados en un banco de la estación de trenes.
«Constructor», respondí.
«Le envidié siempre ese apellido a tu abuelo.»
Él llevaba gafas oscuras para esconder sus ojos de la luz.
«Vas a ser urbanista en una familia de urbanistas.»
La voz de los altoparlantes anunció que en unos minutos arribaría el tren
que él esperaba.
«¿Y tu padre no puede servirte?»
Mi padre trabajaría hasta fines de año en una universidad extranjera.
«Me imagino que pensaste en mí como hubieras pensado en tu abuelo, de
estar vivo.»
Yo asentí.
«Pero llevo tanto tiempo retirado de la facultad que deberías buscarte otro
tutor.»
«¿Por qué una tesis sobre las barbacoas?», preguntó.
El tren hizo entrada ruidosamente.
«¿Hacia dónde está creciendo esta ciudad?», le dije por encima del
estrépito. «Hacia adentro, en barbacoas.»
Él se puso en pie para examinar a los que pasaban.
«Hacia adentro.»
Descubrió entre el montón de gente a uno, y se apuró en ayudarlo con el
equipaje. Debió presentarme como estudiante o como el nieto de su mejor

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amigo. En cambio, de aquel hombre no me dijo nada.
«Tengo el carro aquí cerca», le ofreció.
Salimos de la terminal y los vi subir al viejo automóvil soviético del
profesor.
«Intentémoslo», dijo antes de que el motor impidiera cualquier
conversación. «Ve por casa.»

En la facultad hacía años que lo daban por fallecido y parecían satisfechos


ahora de que volviera a su departamento.
«Explícame de qué se trata», me pidió, dispuesto a entrar en materia.
Las ventanas de su apartamento permanecían completamente cerradas. La
piel y los dorados de algunos lomos de libros brillaban a la luz artificial en
pleno día, y la temperatura era la que podría encontrarse dentro de una
caverna. De niño yo visitaba a mi tutor en otro apartamento, ese mismo con
las ventanas abiertas.
«Una idea valiosa», consideró.
Evidentemente gozaba de aquel momento en que todavía éramos libres.
«Luego vendrá el trabajo», me advirtió. «La falta de alegría, la redacción,
el acabamiento, un sistema.»
Todavía en aquel encuentro la corriente podía arrastrarnos hacia cualquier
sitio, nadábamos como dos borrachos. Mi tutor recordó todas las ciudades que
iba a ser esta ciudad. Hubo un momento en que sentí que, de abrir una
ventana, no la encontraríamos allá afuera.
A solas en el estudio, alcancé a examinar un plano antiguo colgado entre
los libros. Representaba la parte más vieja de la ciudad y llevaba una fecha:
1832. Sentí, mientras leía esa fecha, que una sombra cruzaba hacia el fondo
de la casa. Y pensé entonces en el hombre bajado del tren.
«Había cólera ese año», explicó mi tutor al regresar de la cocina, «y en
una bodega en la esquina de Cuba y Lamparilla vendían esos planos».
Aquel plano describía el itinerario del cólera, el avance de la muerte por la
ciudad.
La leche formó una nube en la taza de té. Quise preguntar si estábamos
solos en el apartamento, pero no me atreví. Al despedirme reparé en el cuenco
de monedas junto a la puerta. Siempre que mi abuelo me traía yo sacaba una.
Habían monedas de todas partes del mundo y la que eligiera podría servirme
de destino.
También mi tutor sonrió por los recuerdos.

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«Por última vez», accedió.
Metí la mano en el cuenco y saqué un botón metálico con un ancla a
relieve.
«De un uniforme de Marina. No vale, saca una moneda.»
Removí el contenido del cuenco y elegí una áspera.
«Vamos a ver a dónde te lleva.»
Al tacto parecía una pieza sin terminar.
«A mí me ronca arriba», llegué a leer antes de que me fuera arrebatada.
Al final del pasillo, en una de las habitaciones del apartamento,
relampagueó una luz muy grande. Mi tutor escondió la moneda.
«No es más que un juguete», intentó convencerme. «No sirve de nada.»
Abrió la puerta del apartamento y se apuró en sacarme.

La sombra en el apartamento, la moneda y el fogonazo que brilló detrás de


una de las puertas: todo era misterioso. Devoré los primeros libros, preparé
notas y una semana más tarde, a la hora convenida, toqué el timbre de su casa.
Al centro de la puerta se abría un ojo mágico y alguien lo usó sin decidirse
a abrir. Pulsé otra vez el timbre, y quienquiera que fuera se marchó. Iba a
bajar las escaleras en el mismo momento en que mi tutor llegó con una bolsa
de la que sobresalía un mazo de vegetales marchitos. Pidió disculpas por su
tardanza, ya no tenía con él a su criada de siempre.
Las ventanas se encontraban tan cerradas como en mi visita anterior, tras
la puerta del final del pasillo no brillaba luz alguna. Y me asombré de hallar
en su lugar de siempre el cuenco.
«Rincón», me dijo al entregarme un vaso de agua.
Yo no entendí.
«La bodega donde vendían planos del cólera… Bodega de Rincón, en
Cuba y Lamparilla.»
Bajamos a buscar su auto y dentro del auto me interesé por la moneda.
«Nunca te llamó la atención que hubiera de distintas épocas», empezó a
decir. «De niño la geografía apasiona mucho más que la historia. Otros países
importan más que otras épocas… Será que todavía no tenemos que empezar
nuestros viajes en el tiempo.»
«Claro», acoté sin comprender qué relación habría entre esa conversación
y la moneda.
«El cuenco de casa está lleno de dinero de muchas partes y de muchas
épocas.»

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«Sí.»
«Uno no sabe a dónde va a parar. Sales a comprar vegetales una mañana
cualquiera…»
Se interrumpió frente a una señal de calle cerrada por reparaciones.
«Un momento», me pidió al bajar del auto.
Habló con alguien de la cuadrilla que trabajaba en la calle, echó una
ojeada a un registro subterráneo destapado y regresó al auto.
«Sales a comprar vegetales en una mañana cualquiera, y descubres que el
cólera recorre la ciudad. Saliste a mil ochocientos treinta y dos, sin tiempo
para asombrarte. De momento necesitas una moneda, porque sabes que en la
bodega de Rincón, en Cuba y Lamparilla, te la cambian por un plano que va a
guiarte en ese laberinto.»
«¿De cuándo es la moneda que saqué?», corté sus divagaciones.
«Era un juguete, tal como te dije. Para uno de esos juegos donde compras
y vendes propiedades.»
Tuvo que hacer otro desvío por obras en la calle.
«Ya no eres el niño que tu abuelo traía a casa. El tiempo, como deben
haberte enseñado, es un espacio más. Ahora te toca explorarlo.»
Sentí que lo más importante me había sido escamoteado. Mi tutor detuvo
el auto y resultaba increíble el silencio.
«Quiero que conozcas a alguien», dijo.

El edificio adonde entramos había sido declarado inhabitable y nadie parecía


vivir en él. Era el lugar menos pensado para hacer una visita. Encontramos a
dos hombres que retiraban madera de un apuntalamiento y la cargaban hacia
los pisos de arriba. Mi tutor llamó a una puerta con candado. En la puerta se
abrió una puerta más pequeña y una mano salida a través de ella abrió el
candado.
Pasamos a una sala que podía ser trastienda de algún anticuario. Un sofá
cama era la única concesión hecha a una casa. Se ofrecían bancos de parque
en lugar de muebles, el espacio estaba subdividido por pedazos de rejas. Las
lámparas eran enormes faroles de portales y en las paredes colgaban rótulos
de calles. Hallamos a un hombre a quien mi tutor preguntó por su salud.
«El profesor D», me fue presentado.
«Ex profesor.»
Resultaba irreconocible aunque lo había visto durante mis primeros años
de carrera. Ahora fumaba sin parar, daba paseos entre sus pertenencias y

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llamó nuestra atención hacia un vaso de cristal lleno hasta el borde.
«¿Lo ven?»
No fue lo menos raro allí hasta que el agua se agitó como si la removiera
una mano invisible.
«Explosiones subterráneas», dictaminó.
La brigada con que nos tropezáramos tendía el cable coaxial para
teléfonos, la construcción del metro había sido abandonada…
«Refugios antiaéreos», supuse.
El líquido dejó de estremecerse y mi tutor sacó un paquete.
«Verde», declaró. «No había negro.»
«El verde es bueno para el esmalte.»
Tenía los dientes manchados de fumar, puso la mano del cigarro en uno
de mis hombros.
«¿Ves todo esto?», me dijo. «Ya no encuentra sitio en esta ciudad. Lo
saqué de donde no va a levantarse nunca, y ni yo mismo supe en qué iba a
convertirse mi casa cuando traje las primeras.»
No aclaró en qué se había convertido, si en un rastro o en un basurero.
Tuve que evitar que la ceniza me cayera encima.
«En mi edificio una mujer empezó por un perro abandonado y va por
quince ya.»
Me miró como si no entendiera. En el piso de arriba empezaron a dar
martillazos.
«No hago té porque no hay gas», convino.
Dejaron de clavar.
«Barbacoas por arriba y explosiones por debajo.»
«Un milagro seguir vivos», murmuró mi tutor.
«El escándalo de todos los congresos de urbanistas», sostuvo D. «Una
ciudad con tan pocos cimientos y que carga más de lo soportable, sólo puede
explicarse por flotación.»
Se dejó caer en el sofá.
«Estática milagrosa.»
Volvieron a martillar en el piso de arriba y mi tutor se acercó el vaso del
experimento a los ojos.
«Creí que era agua», reconoció.
«Un poco más denso, profesor. El ron de marzo.»
La superficie de aquel ron estaba cubierta de polvo del techo. Mi tutor
miró hacia arriba.
«Quiero que le prestes tu libro a este muchacho», pidió al fin.

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Sentado en medio de sus arqueologías, D miró a la punta encendida del
cigarro.
«Pero él no me ha contado qué busca.»
Así que empecé por lo del chivo en el apartamento.
«Muchas de esas cosas las robó antes de que les llegara la hora del
derrumbe», dijo mi tutor a la salida.
«Que no se enteren en la facultad», me advirtió del libro.
Era un volumen mecanuscrito de unas trescientas páginas. Su autor, el
entonces profesor D, lo había titulado Tratado breve de estática milagrosa.

Me preocupé de llegar a la próxima cita con una hora de antelación. Sin ser
visto, espié los movimientos de mi tutor en la estación de trenes. Lo
acompañaba el mismo tipo que había venido a recoger unas semanas antes y
el tipo le entregaba algo que supuse dinero. Mi tutor lo tomó, se despidió de él
y fue hasta su auto. Allí buscó un cuaderno donde escribió durante un rato. Y
cuando el tren salió de la estación fue a sentarse en un banco, decidido a
esperarme.
Sin embargo, toda mi prevención de llegar antes y espiar fue desarmada,
porque él reconoció que le alquilaba un cuarto de su casa a aquel hombre.
Ambos tenían una relación de negocios, no había ningún misterio. Estiró las
piernas como si le llegara una felicidad repentina y preguntó por mi lectura
del tratado.
Yo había encontrado en aquel libro un término que podía serme útil.
«Escribes tugurización en tu tesis», anunció mi tutor, «y…».
La gente podía copar un edificio hasta hacerlo caer. Se hacían un espacio
donde no parecía haber más, empujaban hasta meter sus vidas. Y tanto intento
de vivir terminaba casi siempre en lo contrario.
A nuestro alrededor se abrazaban y despedían, se ayudaban con sus
bultos.
Y estaba, por otra parte, el empeño de esos edificios en no caer, en no
volverse ruinas. De modo que la perseverancia de toda una ciudad podía
entenderse como lucha entre tugurización y estática milagrosa.
Llegó otro tren repleto.
Pero si lo que yo quería era conseguir mi título de urbanista, no había oído
hablar de nada de eso, porque un jurado de la facultad no querría saber de
derrumbes. La ciudad tenía los mismos bordes fijos, no daba seña ninguna de
extenderse. Donde caía una edificación no levantaban otra. Salíamos del

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derrumbe del modo más barato, con la construcción de un parque, de un
espacio vacío. Las parejas hallaban los rincones que podían, las mujeres
quedaban preñadas en aquellas citas, las salas de maternidad se repletaban, los
muertos demoraban en morirse…
Mi tutor y yo veíamos cómo se vaciaba otra vez la terminal de trenes,
cómo arribaban a la ciudad oleadas de tugures.

Una semana más tarde recibí la visita del profesor D. Iban a publicarle su
libro y venía a buscarlo, y esta esperanza hizo que se extendiera a hablar de
proyectos. Encendía con un cigarro el inicio de otro y conversaba de los libros
que vendrían. Prometió que esperaría a mi graduación para sumarme a sus
investigaciones, quería también que mi tutor entrara en ellas. Habló de formar
un equipo de trabajo como el que había tenido alguna vez. Luego, sin causa
aparente, se desanimó, dejó de hacer planes, y descreyó incluso de la
publicación prometida.
Fue entonces que le oí hablar de los tugures. El cigarro en la boca o lo
sombrío de su ánimo impedía a veces entender sus palabras, pero aquí está lo
que alcancé:
Los más viejos edificios de la ciudad llamaban la atención de los tugures.
No pasaba mucho tiempo hasta que un primer tugur se iba a vivir al edificio
merodeado. Ese primero conseguía traer a otros y poco a poco lo llenaba todo
con su gente. Reunidos en el edificio (mientras más alto mejor y mejor
todavía mientras más soberbio), sacaban de una habitación chiquita cuatro
habitaciones, de un piso hacían dos. Horadaban las paredes para meter las
vigas de sus barbacoas. Y parían sin piedad las mujeres tugures, y llamaban
cada vez a parientes más lejanos.
Cada noche al acostarse, dejaban caer sus cabezas en la almohada con
deseos de dar el último golpe sobre la tierra. Buscaban el derrumbe por todos
los medios. Y no para morir, pues un tugur legítimo propiciaba la caída de un
edificio sin que se le posara encima ni el polvo de un ladrillo. Sus triunfos
consistían en regresar a casa y no encontrarla en pie. Había que verlos
entonces entre quienes de verdad sufrían, haciéndose contar, con la más
hipócrita de las expresiones en la cara, cada uno de los pormenores del
desastre.
«¿Para qué?»
D no pareció entenderme.
«¿Para qué echan abajo los edificios?», concreté mi pregunta.

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«Son de sombra ligera, tienen sangre de nómadas», me dijo. «Y es duro
ser así en una isla pequeña.»
«Piensa en que el horizonte se alcanza enseguida. Das dos pasos, llegas a
la costa, y todas las promesas que te fue ron hechas como nómada resultan
nada. Lo que la sangre te dicta en cada anochecer es cuento de camino si la
tierra no sigue.»
«Pero si no puedes salir, entonces entra», recomendó. «Quieto no vas a
quedarte.»
Su entusiasmo había vuelto a la carga.
«Cuando no encuentras tierra nueva, cuando estás cercado, puede
quedarte todavía un recurso: sacar a relucir la que está debajo de lo
construido. Excavar, caminar en lo vertical. Buscar la conexión de la isla con
el continente, la clave del horizonte.»
Encendió el último cigarro que le quedaba. Hicimos silencio durante unos
minutos.
«Nada es como que se derrumbe el edificio donde vives», soltó.
«Si tu casa se viene abajo, te queda todavía la propiedad sobre la tierra. Te
queda tu rincón y puedes empezar de nuevo.»
Miró el estado de mi apartamento y pareció encontrarlo demasiado sólido.
«Pero cuando cae el edificio donde has vivido toda tu vida», agregó,
«descubres que hasta entonces no has tenido más que aire, más que el poder
de flotar inconscientemente a cierta altura del suelo. Y perdido ese privilegio,
ya no te queda nada».
Consumió su cigarro hasta que labios y mejillas no pudieron sacarle más
humo.
«Entonces las circunstancias hacen de ti un tugur», fue lo último que dijo,
y una o dos horas antes del amanecer se marchó.

«¿Tienes contigo el tratado?», tuvo que repetirme esa misma tarde la voz de
mi tutor en el teléfono.
Miré el reloj sin ver la hora, me aclaré la garganta para decirle que el libro
ya estaba devuelto.
«D vino anoche y hablamos toda la madrugada… Me acabo de despertar
ahora mismo.»
«Discúlpame, pero esta mañana D murió en un derrumbe.»
Eran casi las cinco de la tarde.
«Le cayó encima el techo de su casa.»

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Prometí que estaría en el apartamento de mi tutor cuanto antes. Y todavía
sin recuperarme de la noticia, recordé a aquellos tipos que desmontaban
madera de un apuntalamiento y clavaban encima del techo de D.
Había sido el único en morir.
«Le construyeron una barbacoa encima.»
«Más bien parece un suicidio», dijo lleno de calma mi tutor. El edificio
estaba declarado inhabitable y él quiso correr el riesgo de seguir adentro.
«Hablé con su ex mujer en el reconocimiento del cadáver. Será mejor no
remover las cosas.»
Ex mujer, ex profesor… Ya estaba de lleno en el tiempo que parecía
corresponderle.
«Voy a hacer un café», consideró mi tutor.
Yo me fui al baño. Algo que no sabría explicar, una sospecha, hizo que
empujara otra puerta, y entrar a la habitación del final del pasillo fue como
entrar a otra casa.
El piso había sido levantado y era apenas de cemento sin frotar. En una
esquina se alzaba un horno hasta la altura del techo y en otra quedaba la vieja
mesa de dibujo de cuando mi tutor era estudiante. Al avanzar, con cuidado de
no hacer ruido alguno, una cuerda rodeó mi cuello.
Tendida de pared a pared, colgaban de ella papeles humedecidos que la
oscuridad me dejó reconocer como billetes. Junto al horno encontré una
maleta llena de monedas como la que yo había sacado del cuenco. Hechas de
la misma aspereza del piso de la habitación, habrían salido de aquel horno. Mi
tutor alquilaba el cuarto al hombre de la terminal no precisamente como
dormitorio.
Oí ruidos de afuera y sólo tuve tiempo para guardarme unas monedas. Los
billetes húmedos, raros también seguramente, quedaron en la tendedera.
«Fue una trampa lo del libro», dijo mi tutor al entregarme la taza.
Si le habían prometido publicárselo, quienquiera que le hubiera hecho tal
promesa quería el libro hundido en el derrumbe, debajo de los escombros,
sepultado. Razonaba ahora con las razones de su amigo muerto.
«Quiero mostrarte algo», me indicó en voz baja.
Metí una mano en el bolsillo y palpé las monedas robadas. En un estante
de libros, junto al extraño plano del cólera, él guardaba un cuaderno de lomo
de tela. Le puso un dedo encima y estuve a punto de creer que el estante se
abriría a un corredor secreto.
«Si algo pasara», me confió, «aquí están mis notas de lecturas. Es lo único
que queda de ese libro».

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«¿Qué puede pasar?», pregunté con sonrisa poco verosímil.
El viejo profesor expulsó todo el aire de sus pulmones.
«Un accidente cualquiera.»
Se sirvió otra taza de café, como nunca acostumbraba.
«No lo sabía», me dijo. «Cuando te llevé allá, quiero decir. Cuando te lo
puse en las manos.»
Pregunté qué era lo que no sabía entonces.
«Los que han estado cerca de ese libro han terminado mal», dijo.
Enumeró personas y accidentes. Todo el equipo del profesor D había
encontrado finales poco halagüeños. Pero hasta hace unas horas el autor de
aquel libro vivía y lo ocurrido podía tomarse como una cadena de
casualidades.
«Ahora quedamos tú y yo.»
El asesinato perfecto derrumbaba, con el muerto, la escena del crimen.
«Perdóname.»
Pregunté qué debía hacer con esas notas en caso de que sucediera algo.
«Salvarte», ordenó mi tutor.
En la calle, a la luz de la tarde, revisé las monedas. «A mí me ronca
arriba», estaba inscripto en una de sus caras. «A mí me ronca abajo», se leía
al voltearlas.

De noche, cuando el derrumbe dejó de ser atendido por curiosos, estuve allí.
Un perro daba vueltas y se coló entre los escombros, en busca de algo.
Después alguien silbó, unos pedazos de pared se removieron, y el perro salió
del túnel que había excavado. Al fondo, como en esos juguetes de niñas a los
que se les abren las fachadas, la única pared en pie conservaba los rótulos de
calles del profesor D. Y me acordé del título de un libro que él planeaba
escribir: Un arte de hacer ruinas. Entre volverse un tugur o ser un muerto,
había elegido lo segundo.
Después de la muerte de D, lo primero que hacía cada mañana era
asegurarme de que mi tutor se encontraba sano y salvo. La tesis avanzaba
lentamente y la puerta de la habitación del fondo no volvió a estar abierta.
Una tarde en que estuve solo en el estudio, mientras hojeaba el cuaderno de
lomo de tela, vi reflejado al huésped de la habitación del fondo en un cristal y,
al volverme, no lo encontré ya.
A la siguiente mañana nadie levantaba el teléfono de aquella casa.
Hallaron a mi tutor sentado en una de las butacas de su estudio, muerto. La

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luz entraba por las ventanas como hacía mucho tiempo. En la biblioteca
faltaba el cuaderno y la habitación del fondo guardaba solamente una mesa de
dibujo. Ni rastro del horno y la tendedera de billetes falsos.
«Infarto del miocardio», dictaminó el forense.
La muerte parecía haberlo encontrado en su butaca mientras reposaba. No
se le había desplomado el techo encima y no se percibían señales de violencia
en el cadáver. Tenía puestas sus gafas de leer sin libro alguno a mano,
hojeaba seguramente el cuaderno robado.
«Salvarte», me había aconsejado.
Yo guardaba en un bolsillo las únicas pruebas del extraño trabajo
clandestino en la habitación del fondo, y no tenía claro qué participación
había sido la de mi tutor en ello.

Durante semanas mantuve la vigilancia por los alrededores de la estación de


trenes, me vi obligado a abandonar el trabajo en mi tesis. Una tarde, a punto
de desistir ya, vi bajar de un tren al antiguo huésped de mi tutor.
Cargaba la maleta que ya le conocía y hablaba con una mujer que lo
sobrepasaba en estatura. A diferencia de otros recién llegados, no llevaba
prisa. Fuimos de aquí a allá en paseos inútiles. Por lo nimio de sus
ocupaciones sospeché que esperaba la hora de una cita.
Ya de noche lo seguí por una avenida sin iluminar. Los árboles hacían
más oscuro el sitio y él se detuvo ante la boca de un túnel que debía ser
refugio antiaéreo. Miró hacia todos lados sin conseguir verme, abrió una reja
y entró.
Un auto iluminó por un instante el sitio y estuve a punto de convencerme
de que nada era real, ni la reja sin cierre en la boca de un túnel, ni la pared de
piedra detrás de los árboles. Yo seguía a un desconocido sin saber bien para
qué.
Dentro del túnel, demoré en descubrir claridad suficiente. Abrí una
cuchilla que llevaba conmigo y traté en vano de escuchar pasos. La poca
altura obligaba a avanzar encorvado. Pronto el piso se volvió de cemento y
llegué a la intersección con otro túnel completamente a oscuras, de diámetro
más grande.
Unos tablones de madera indicaban la continuación del camino, por el
suelo corrían hilos de agua.
«Un ramal del metro que no será», me dije.

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Aumentó la pendiente, el cemento rugoso se agarraba a las suelas de los
zapatos. Me pareció escuchar pasos, me detuve, pero al silencio que hice no
lo interrumpió nada. La iluminación empezó a ser brillante y descubrí que el
camino desembocaba en una gran luz. Debía tratarse de otra intersección, esta
vez iluminada. Cuando un brazo me detuvo, dejé caer la cuchilla.
Detrás de los barrotes de una de las paredes, una mujer me extendía su
brazo. Miré el tinte encendido de su pelo, la cuchilla en el piso y la luz del
final, más allá de la cual no parecía haber nada.
«A mí me ronca arriba», pronunció con la mano extendida.
Apilaba monedas como las que yo guardaba en mi bolsillo. Hizo un gesto
de impaciencia y lo aplaqué, dejé una de esas extrañas monedas en su mano.
«A mí me ronca arriba», repitió sin dejarme pasar.
«A mí me ronca abajo», completé la contraseña.
Si a tantos metros bajo tierra se abría una taquilla, el espectáculo que me
esperaba tendría que ser muy raro. Di un paso atrás y la cuchilla ya no se
encontraba. Al final del túnel la luz brillaba más que en un día soleado. El
espacio, una vez que se entraba a tanta claridad, era enorme. Reflectores
dispuestos en el techo no permitían imaginar que existiera techo alguno. Un
cielo de playa, de radiante verano, se abría sobre mi cabeza.
Pocas cosas ocupaban ese espacio que parecía no tener fin. No se veía a
nadie y la desolación de tan gran lugar no invitaba a avanzar. Sería tan
aburrido como recorrer un sol. Luego percibí unas líneas, un plano de ciudad
trazado a escala natural. Y no demoré en ver, aquí y allá, distantes unas de
otras, algunas edificaciones. El entendimiento, lo mismo que la vista en
medio de tanta luz, se abriría poco a poco a certidumbres que prefería no
tener. Así que intenté el regreso.
Pero me fue imposible hallar salida. Había llegado a una ciudad de
pesadilla y no sabía despertarme. Saqué las monedas en espera de algo que no
ocurrió y me acordé, sin razón, de la esquina de Cuba y Lamparilla. O con no
menos razón que la de estar en aquel sitio bajo tierra.
De no salir inmediatamente, tendría que reconocer que allí existía una
ciudad muy parecida a la de arriba. Tan parecida que habría sido planeada por
quienes propiciaban los derrumbes. Y frente a un edificio al que faltaba una
de sus paredes, comprendí que esa pared, en pie aún en el mundo de arriba, no
demoraría en llegarle.
Se trataba del edificio del profesor D levantado de nuevo. Yo tendría que
cruzar su entrada y buscar la puerta que contenía una puerta más pequeña,
tendría que cerciorarme de que era en todo igual. Sólo así, más entrampado

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aún que al atravesar una taquilla y meterme en tan gran luz, habría llegado a
Tuguria, la ciudad hundida, donde todo se conservaba como en la memoria.
«Mi pensamiento está muy lejos, en la soledad de Bethmoora, cuyas
puertas baten en el silencio, golpean y crujen en el viento, pero nadie las oye.
Son de cobre verde, muy bellas, pero nadie las ve. El viento del desierto vierte
arena en sus goznes, pero nadie llega a suavizarlos. Ningún centinela vigila
las almenadas murallas de Bethmoora, ningún enemigo las asalta. No hay
luces en sus casas ni pisadas en sus calles. Está muerta y sola más allá de los
montes, y yo quisiera ver de nuevo a Bethmoora pero no me atrevo.»
Le escuché muchas veces a mi abuelo esta frase. Aprendí sus palabras sin
comprenderlas del todo, sin saber si aludían a una ciudad real o imaginaria. Y
como ocurre con tantas citas de la memoria, su momento definitivo le llegó
tiempo después, inesperadamente.

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No hay regreso para Johnny
David Mitrani

Aquí estar yo, ¿qué querer ustedes?, nos ha desafiado el gigante. Huevi y yo
nos miramos sorprendidos, asustados, escépticos. No es el mismo. Se asemeja
pero no es el mismo. A mucho estirar le llega al pecho mi depilada testa, y
Huevi, algo más corpulento que yo, es un fleco de borlas comparado con el
descomunal rubio de las huestes norteñas. Antes nos pareció un hombre de
talla mediana, de fuerza mediana, de cólera mediana, y ahora ha evolucionado
a pivot de la NBA, con la caja torácica dilatada, queriendo zafar los botones
de la camisa, señalándonos con un dedo grueso como palo de escoba. Se ha
convertido en un guerrero de la edad media, con músculos curtidos por
innumerables batallas, con parsimonia de veterano gladiador. No es el mismo.
Doscientas libras y pico distribuidas mayormente en el tren superior, un
temible melón con patas que antes parecía derrotable por cualquiera de
nosotros, y ahora verificamos que ni siquiera cayéndole juntos nos bastamos
para arañarlo, que una trompada suya, asestada sobre nuestros pómulos,
provocaría hematomas, derrames, consultas con el oculista, burlas,
remordimientos.
Hace un rato —balbucea Huevi—, usted maltrató a un amigo nuestro.
¡Ah!, amigo suyo, ¿no? —ironiza el pivot, sobrevalora sus fuerzas, se arrasca
la nuca, contrae intencionalmente el bíceps derecho, saborea el temblor vocal
de mi amigo, y agrega: A mí eso importarme una pinga. Nos impresiona que,
pese al acento inglés, domine la semiótica del arrabal, la secular jerga asere;
que parado ahí, acechando desde el umbral de cemento, apriete las patas
delanteras, y adopte postura de imponente gorila. Nos impresiona que no
tiemble una sola de sus facciones, que sólo haya abierto las aletas de la nariz
y los ojos azules, y que, mostrando desprecio hacia nosotros, simples mortales
antillanos, haya puesto boca de pez.

Con Lila yo pasarla bien, gozar de verdad. Negrita buena, bonita. Mujeres
cubanas no ser igual que las nuestras. Las nuestras mezcla con saxons, fríos,
tiesos… y acá, cubanas, mezcla con españoles, árabes, africanos. You are

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different, yes. Lila camina, baila, mover cin-tu-ra, manos: Celia Cruz, yes,
Celia Cruz. Ustedes ignoran eso porque están dentro y no darse cuenta. A
Cuba, falta money, a lot of money. If I had… eh… Si yo tengo money, hacer
tiendas, muchas, and hotels en playas, muchos, and… ustedes ver pros-pe-ri-
dad. Esto es país lindo, de gente linda and hot, I mean… fuego, yes, caliente.
Yo algún día veo gran cosa aquí. Nosotros, I mean, mis amigos, creo en lo
futuro ser buen país esto. Cada vez yo vengo a Cuba, traigo ropas para
ustedes, para niños, porque allá sobrar. Personas echan en basura algo que
ustedes pueden usar. Allá preguntan a mí ¿servir esto a cubanos, Johnny? Yes,
yes, yo decir, everything, todo servir. Siempre sueño venir a esta isla. Mi
abuelo estar en La Habana en mil-ocho-cientos-noventa-ocho, con ejército
nuestro, and… siempre hablarme de acá. Como yo ser niño, imagine, yes…
imagino jugar con soldaditos, carritos, que yo vengo a combatir contra
españoles. Yo tengo risa hoy, antes no, era una ob-se-sión. Después yo
crezco, estudio historia de ustedes, saber de Maceo, the battles… eh… los
mujeres que él tiene, los hijos… Ése ser el más grande de Cuba. Tiene valor,
y ser hombre fuerte, muy fuerte.

¡Ay, mamá, claro que es igual que con un cubano! Existen detalles. Por
ejemplo, él siempre habla en inglés pero a veces lo hace en español, sobre
todo ciertas palabras… Tú sabes, las que a una se le escapan cuando está volá.
Sí, vieja, ¿no me digas que tú no las decías con papi? Bueno, esas mismas, las
grita, con acento, claro, pero con una fuerza que llega a gustarme más que si
las dijera un cubano. Tampoco imagines que todo es color de rosas. A veces
se manda una peste en los sobacos, de dios me libre con dios me ampare. Al
principio ni muerta se lo confesaba, pero ahora, sin pena ninguna le digo:
Juega agua, papi. Y él, pobrecito, se va derecho al baño sin decir ni pío. ¿Y tú
crees que se le quita? ¡Qué va! Siempre le queda un tufito, muy leve, pero
más molesto que el de un baño público. Sin embargo los europeos son peores.
¿Qué si sí? Jean Pierre se mandaba un grajo. Menos mal que nuestra relación
duró sólo dos semanas. Gato al agua, aquel francés. Entraba al baño, se
afeitaba, se echaba desodorante, perfume, y ya se creía limpio. Para mí que no
tenía olfato. Cuando estaba con él, sí, en la pisadera, vieja, me entraban unos
mareos y unas ganas de vomitar. También se le ocurrían cada cosas. Si veía,
vamos a suponer, a un hombre pidiendo para San Lázaro, se acercaba a él y se
ponía a conversar como si estuviera hablando con el historiador de la ciudad.
¿Sería comemierda, anormal, o qué? Johnny no. Tú lo has visto. Es parecido a

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nosotros en el sentido del humor y en la forma de comportarse. Lo mismo
hace un cuento de Pepito, que baila casino, como el día de la fiestesita, ¿te
acuerdas? Aunque, de verdad, verdad, una no llega a sentir la misma conexión
que con un cubano. Con mis primeros novios yo conversaba muchísimo,
sobre cualquier bobería: de las fajazones en el barrio, de la shopping, de la
telenovela brasileña… Pero a partir de que me empaté con el primer yuma,
empecé a aburrirme porque hablan mierdas cantidad. Encontrarme con
Johnny ha sido, en parte, una suerte. Él no es lindo. Una, guiada por las
películas que ve, piensa que el yuma del ligue tiene que parecerse a los
protagonistas, y olvida que en el mundo, ya sea en Cuba o en el yanki, hay
tonga de calvos, dentusos, orejones. Tú dices que Johnny se parece al hombre
lobo, es tu opinión. Nunca has tenido buen gusto. El único defecto que le veo
son las piernas. El otro día estaba en cueros, peinándose frente a la luna de la
cómoda, de espaldas a mí, y pude vacilarlo sin que lo notara. Tiene músculos
por toda la espalda, así, hasta las nalgas, que son peluitas, y duras como las de
un bailarín. Hasta ahí estaba perfecto. Ahora, me puse a mirarle los muslos, y
son flacos, y las rodillas dos pelotones gordos, y las canillitas parecen que van
a partirse. Sí, sí, lo vacilé cuanto me dio la gana. Hasta que se viró y me
sorprendió mirándolo y me preguntó: ¿Qué, yo estoy bien? Respondí sin
fijarme en sus piernas, mirando siempre al pecho, al abdomen: Riquísimo,
papi, riquísimo.

La pegada que carga en ambas manos está garantizada. Con la víctima


reciente ha hecho de las suyas, tal vez por eso su mano izquierda parezca el
guante de un cirujano lleno de aire, o más bien, la ubre de una vaca Holstein.
Porque flageló a sus anchas el semblante del anterior oponente, porque,
insensible al dolor, sació totalmente su furia, la dejó salir de su cuerpo como
un fluido más, como si el río sanguíneo: hirviente, tempestivo, drenara en
forma de puños contra el quejoso borracho. Hasta que llegaron los vecinos y
lo rodearon y el yuma se dio a la fuga porque algo grave iba a ocurrir.
Después, asistido por los espectadores, el apaleado se incorporó, subió a su
camión y terminamos el viaje. En medio de un animado grupo que vino a
recibirlo, descendió finalmente el colchón en casa de la prometida de Huevi.
Antes de perderse de nuestra vista, antes de acelerar el vehículo, el camionero
nos había conmovido cuando molesto por nuestra pasividad nos acusó de
cobardes, llamándonos pencos, ratones, pendejos; nos acusó de apóstatas, de
pro-norteamericanos, llamándonos guatacas, hueleculos. Salimos, entonces, a

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la captura del fugitivo norteño. Fue difícil encontrar su madriguera. Primero
regresamos al lugar de los hechos pero nadie supo de él. Los vecinos,
suponiendo estrechos nexos entre el camionero y nosotros, nos encuestaron
con sincera preocupación. Va mejorando, los tranquilizó Huevi. Rastreamos
Habana Vieja y Centro Habana, indagando, enfrentando miradas
desconfiadas, respuestas inútiles, evasivas. Casi nos damos por derrotados
antes de investigar en Diez de Octubre, y bueno, hallamos este tallercito
cercano a la esquina de Toyo donde divisamos el Chevrolet azul del cincuenta
y siete con su puerta abollada, y supimos que habíamos encontrado al yuma.
Estamos agotados por el viaje. Desde las diez de la mañana hasta las cinco de
la tarde, cabalgando en una bicicleta china, pedaleando urgidos de venganza,
turnándonos el pedaleo y la parrilla, porque Huevi ya no es el de antes, que no
se cansaba, ahora, después que una horda de parásitos tapizó su intestino, está
más débil y teme constantemente que la poderosa válvula anal ceda ante el
empuje de la osmótica diarrea. La idea no ha sido feliz, me enrolé equivocado
en este barco, porque yo iba hacia un territorio menos conflictivo, a ver a mi
abuelita, cuando Huevi, lobo feroz, me interceptó, rogó que lo ayudara, que el
colchón lo disfrutarían él y su novia después de la boda, que yo sería testigo,
que me bebería una cuantas cervezas gratis. Con tales argumentos no pude
negarme. La misión era trasladarlo a casa de sus suegros y para ello había que
hallar el transporte adecuado. En la Virgen del Camino, por la cuadra delgada
que ladea el restaurante Terry, emergió aquel camión verde churrioso,
parqueado solito, como esperándonos. Yo no soy casado, la casada es mi
mujer, pude leer en el extremo superior del parabrisas. El chofer dormía,
roncaba, se babeaba. Nos asomamos a la ventana: Eh, mi tío —aparto el
pompón del retrovisor, lo toco por el hombro—, ¿alquila? El camionero de
mala gana, como si mascara una croqueta cruda, nos informa que si no
aflojamos cincuenta pesos no va el negocio. Hoy me siento sin ganas de coger
el timón, añade cruzándose de brazos, si no quieren pagar se van pa’l carajo.
Nos miró con ojos henchidos de cerveza, torció la boca y escupió por la
ventanilla, haciendo volar un plomizo gargajo por encima de nuestras
cabezas, humedeciéndonos el rostro con el rocío de la alcohólica saliva. Sin
embargo, pese a nuestra estrechez económica y al desagrado sensorial que nos
brindaba el conjunto chofer-cabina de camión, aceptamos la tarifa. Está bien,
se resignó Huevi, y me preguntó si podía prestarle veinte para completar,
contesté que sí, que por gusto no iba a ser testigo de su boda. Decidimos subir
el vetusto colchón matrimonial. Para sostenerlo con mayor firmeza introduje
la mano por uno de los agujeros, agarré una pareja de muelles, y tiré hacia

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arriba. Huevi y el camionero empujaban desde abajo. Primero subió una
mitad. Saqué la mano del hueco, y, sin poder evitar romper la tela, lo halé por
una de las esquinas y la mitad restante cayó sobre la cama del camión.
Montamos los tres en la cabina, y en la primera curva, apenas por un azaroso
corte del volante, el beodo evitó atropellar una lenta y escuálida motocicleta
Karpaty. Ya desde entonces comenzó a preocuparnos la ebriedad del
camionero. Mientras recuerdo esto, Huevi, sin mediar palabras, respondiendo
al desafío del yanki, ha echado mano a un tubo galvanizado de media pulgada
que le queda cercano, y yo, por mi parte, me apodero de una llave española
treinta y seis.

Johnny no va a aprender español nunca, Lilita. Si continúa reuniéndose con tu


primo Tato y con los del solar, va a terminar hablando como ellos. Ayer le
escuché decir las primeras groserías, y hoy, en cuanto bajó del carro, soltó
otra. Le dio una patada a una goma porque se había ponchado y dijo: ¡Pinga!,
sin importarle un comino que lo escucharan los que andaban por ahí. Al
parecer lo hace para congraciarse porque los que estaban en la acera se
echaron a reír y al final él también se rió. Como quiera que sea cae simpático
y desde que trajo los regalos se ha echado al solar en un bolsillo. Ese gesto no
lo hace cualquiera, fíjate que no se olvidó de nadie: a Tato le trajo las
cuchillas de afeitar, a Nelsa un par de blúmeres, hasta Felipe el bobo
enganchó una gorra… Igual que la forma que tiene de relacionarse con los
vecinos. Mira si no mide en ponerse a hablar con la gente que el otro día, el
martes, cuando se quedó aquí contigo, me levanté por la mañanita para lavar y
tender la sobrecama, y lo sorprendo conversando con Meña. Me dio una risa.
Tú sabes que Meña está medio loca. Ella quejándose como siempre, de que si
falta la leche, de que si el apagón, y él —para que tú veas lo que son las cosas
— empezó a hablarle de lo mismito que habla Fidel, de que si los hospitales
son gratis, de que si las operaciones allá cuestan miles de dólares y aquí hasta
uno de nosotros puede hacerse una. Hasta de Martí habló. Meña quedó
calladita sin saber qué decir primero pero ya como vencida contestó: Bueno,
tú puedes explicarme y requetexplicarme, yo sólo sé que hay mucha
hambre… y con la misma, se metió en su casa, y allá adentro siguió hablando
sola. Johnny es un vacilón. Pero si Tato insiste en enseñarle esas chusmerías,
el día menos pensado nos va a hacer pasar un bochorno. Anteayer oí que tu
primo le decía que para invitar a un trago a una muchacha tenía que
preguntar: ¿Quieres templar, mi cielo? Y que en vez de decir: Tengo ganas de

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dormir, dijera: Me apena dejarlos solos, señores, pero me estoy… No te voy a
repetir la grosería pero es grande. ¿Tú imaginas eso, Lilita? No te rías. Suerte
que tú siempre andas con él y lo salvas de pronunciar esas cochinadas. ¡Ojalá
no se le ocurra soltarlas delante de alguien importante!

Este Chevrolet, así, costar mucho dinero allá, lo que yo pedir. Con piezas
originales y no tiene nunca choque, vale mucho. Cuando yo abro y veo motor
brillante, it looks wonderful, then yo querer alquilarlo porque siento bien
manejar auto viejo, porque yo estoy en otro tiempo, ir para atrás, yo pongo
música: Nat King Colé, Frank Sinatra, even Elvis Presley… and then, eh…
sueño, amigo, sueño. Así gusta a mí la vida. Hoteles, piscinas, restaurants son
shit, mierda. Mejor entre ustedes, tomo ron, como chicharrones, juego
dominó, y Lila conmigo siempre para dar besitos. Ustedes no saben que ser
felices. Mi país no es humano, sino máquina, no amar, sino piensa en dinero.
Ustedes ser so-cia-bles. Allá no. Gente decir: calor entrar en el alma igual que
frío. It’s bull shit. No es cierto. Calor no es sol, no aire, no mar, no playa, no
ron. ¿Entienden? It’s culture, yes, cul-tura, rumba, idioma, mezcla pieles,
religiones, ¡yes!, mezcla como sustancias, y reaccionar y surgir calor. No sé
decir en español. ¿Exo-ter-mis-mo? ¿No? También calor viene de ustedes, de
risa, de cuentos.

No creo que lo haga. El yuma debe esperar a que seamos nosotros quienes
ataquemos aunque yo, por mi parte, aguarde a que sea Huevi quien tome la
iniciativa. El mecánico ha encendido la antorcha, el acetileno brota inflamado,
complejo de ángel le ha entrado a este mulato que cuida su negocio como el
hortelano a las flores, que mantiene distancia de advertencia. Antes nos ha
amenazado, si había problemas no los iba a tolerar, y arrimó la llama a mi
rostro, quemándome casi. Sé lo que se traen pero si arman bronca voy a
intervenir, concluyó. Huevi había prometido que no. Sólo quería que el tipo se
disculpara. Lo mismo me había prometido antes, hace unas horas, cuando el
borracho lo insultó y él lo conminó a bajar del camión. No te fajes Huevi —le
aconsejé—, recoge el colchón y lo llevamos caminando, ya estamos cerca,
asere. Mi amigo se disponía a entender cuando el camionero abandonó en son
de guerra su asiento y vino hacia nosotros. Ora manoteaba a la altura de la
barbilla de Huevi y hacía como si se limpiara las manos con violencia, ora
escupía en el piso, ora gritaba improperios con apasionada y vulgar prosa: te

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despingo y te piso la cabeza, so yegua. Huevi al fin lo golpeó. Recto al
mentón y cayó de rodillas el ofendido timonel. El hombre volvió a pararse y
Huevi combinó mejor: izquierda, derecha recta, swing de izquierda para
rematar, y le partió ligeramente la nariz, y el hombre cayó sentado. Luego
intervine. Aplaqué los ánimos. El borracho ofendió con saña demoledora a
Huevi: hijueputasingaoporculo te voy a picar las nalgas
maricóndelcoñoetumadre, y no sé cómo logré que volviéramos a subir los tres
al vehículo, y continuáramos viaje entre los recovecos de La Habana Vieja. El
borracho siguió soltando malas palabras, decía que nosotros lo habíamos
metido en una pendejera de calles que nadie entendía, que la comemierduría
se pegaba, que por ende, nosotros éramos unos traga mojones. Huevi tragaba
en seco, contenía el enfado, y yo, temiendo que por segunda vez el camionero
se negara a llevarnos, guiñaba un ojo pacificador a Huevi, y le sonreía. No
como ahora, claro. Ahora le sonrío para que desista del combate desigual. El
rubio se ha puesto en guardia, pero no como un púgil principiante, sino con la
seguridad y elegancia que exhibiría Rocky Marciano en sus mejores tiempos.
Extiende su mano zurda hacia delante, lista para, cual serpentino látigo,
fustigar en jab nuestros entrecejos. El poderoso puño diestro permanece al
acecho, como resorte comprimido, a la altura del mentón. De modo que el
yuma parece esculpido en bronce, un coloso invencible, y nuestras armas
podrían poco contra él. Sí, mejor sería batirse en retirada ahora mismo y
decir: Nos equivocamos, mister, adiós.

Mira, hija, no es para ponerse brava. Verdad que Johnny ha sido muy bueno
con nosotras, con Tato, con la familia en general, y también con los del
barrio. Pero hay que entender a la gente. Cuando tú saliste de la casa, lo peor
había pasado, no viste nada. Aquel hombre ni se defendía. Verdad que estaba
borracho como una cuba pero ¿quién hoy no se emborracha? Tu primo Tato
lo hace diariamente ¿y por eso merece una paliza? Sabes que no. Tu novio es
muy impulsivo, mi hija. Salió como una fiera a comerse al pobre hombre.
Comprendo la obsesión que tiene con ese carro, que desde que lo vio le cayó
al dueño con la picuita y hasta que no se lo alquilaron no estuvo tranquilo.
Siempre fregándolo, pasándole el trapo como si fuera de él, y buscando la
mejor música para su cacharrito. A mí también me hubiera gustado tener uno
así, me recuerda al que tenía tu abuelo, aunque el del viejo era un Ford que
vendió antes de morir… Cuando vi que el camión aquel dobló como un
cohete la esquina, me horroricé, cerré los ojos, y ya cuando los abrí, había

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chocado. Jamás pensé que Johnny se fuera a las manos con el camionero, no
había razón para tanta agresividad. Lo mejor que puedes hacer, mi hijita, es
arreglarte con la gente. Llama a cada uno de los vecinos, discúlpate con ellos.
¿Qué tú querías que hicieran? Si al menos Johnny se hubiera contentado con
los portazos, pero no, tuvo que bajar al infeliz, agarrarlo por el pescuezo y
caerle a piñazos. Bastante aguantó la gente, Lilita. Si demoras un poco más,
no sé qué hubiera ocurrido. ¿Te fijaste cómo renqueaba el pobre hombre
cuando fue hasta su camión, o nada más viste lo que te convino? Y todavía
dices que se iba a bajar para fajarse con Johnny. No fastidies. Si ese hombre
de soplarlo nada más se caía, Lilita; y, además, se notaba que era un alma de
dios, cuando chocó lo primero que hizo, de la vergüenza que sentía, fue poner
la cabeza sobre el timón y lamentarse como un muchacho. Si Johnny no llega
a trabarle la pierna con la puerta estoy seguro de que se hubieran arreglado,
porque el camionero no parecía malo. Iba a bajarse para explicar, como es
costumbre. El animal de tu novio —sí, porque es un animal— agarró la
puerta, y pámpata, pámpata, contra la pierna del infeliz. No, chica, no, la
gente fue más que buena. ¿Para qué tenías que insultarlas? Lo mejor que
hiciste fue aconsejarle a tu novio que se perdiera, porque después, tú viste,
que cuando vieron bien los moretones que tenía el camionero y oyeron los
quejidos que daba, unos cuantos querían cogerle el lomo a Johnny. Dos de
ellos, los que venían en el camión, creo, regresaron hace un rato por aquí
buscándolo. Dios quiera no lo encuentren porque yo le tengo cariño a él y me
disgustaría que le pasara algo… Arréglate con la gente, Lilita. Si cantidad de
veces le advertí a Johnny que no parqueara ese carro aquí, en esta cuadra, no
sólo por los ladrones, sino porque estas calles son muy estrechas, y el
accidente no avisa.

Lo quiero, mami. Sí, no te rías. ¿Piensas que, porque me burlo de él, no lo


quiero? Me ha hecho persona. Antes, cuando estaba en el Pre, las blanquitas
me miraban por en cima del hombro y me acomplejaban. Tú las veías
moviendo el pelo, hablando de que si tal champú daba caspa, de que si tenían
que ir a la playa a solearse, de que si tal bronceado!… Me acomplejaban. ¿Y
en doce grado? Peor. Éramos tres negritas, Nelsa, Katiuska, y yo, y había dos
mulatas de pelo bueno que no se juntaban con nosotras. Las tres éramos
igualiticas, tímidas a más no poder… En otras aulas no pasaba igual, las
negras formaban sus grupos y se la pasaban bonchando a las blanquitas y las
berreaban con facilidad… ¡La vida hubiera dado por estar en aquellas otras

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aulas! Cuando me embullaste a que empezara la Universidad creí que
mejoraría. La cultura ayuda mucho, pensé. Pero ¡qué va! Las únicas negras,
como digo yo, de pura cepa, éramos una congolesa, que ni recuerdo cómo se
llamaba, y yo. Para colmo, aquella muchacha se pegó a mí como una ladilla.
Tú has visto esos perritos callejeros que de pronto empiezan a perseguirte y a
mover el rabito y se quieren hacer tuyos a la tuerza. Bueno, era igual. Yo
quería cortar con ella pero se sentaba a mi lado en las conferencias y después
también en las clases prácticas. Te darás cuenta cómo me sentí cuando la
gente empezó a llamarnos las congolesas. Mi peor deseo realizado. Encima el
solar distrayéndome, sacándome de paso. La propia Nelsa se dedicó al bisne,
y me daba envidia que se echara arriba buena ropa y yo con aquel vestido
verde, ¿te acuerdas? Y los tenis negros llenos de etiquetas tapando los huecos,
¿qué parecería cuando entraba a la facultad? No, mami, tú no tenías culpa.
Nunca te he reprochado nada. La vida es así. Mira ahora la cara que pone la
gente cuando me bajo del carro con Johnny. Me miran y hacen lo indecible
por saludarme. Hasta Katiuska, el otro día, que yo iba con él a la tienda, se
acercó de lo más efusiva, y a sacarle fiesta, hablándole en inglés y todo. Me
dio una risa por dentro. ¿Ella no quería ser médico? ¡Ah! Que se joda.
Cuando más embullada estaba le corté la conversación y, dándole una envidia
espantosa, me fui con mi rubio. Antes por nada del mundo yo hacía algo
semejante. Cuando dejé la Universidad, hasta Katiuska me viró la espalda
considerándome una fracasada. A partir de que conocí a Johnny mi vida
cambio. Empecé una relación verdadera. Yo misma empecé a verme distinta,
a descubrir mis virtudes, a darme valor… Por eso me preocupa lo que pasó el
otro día, y a la vez me jode, porque Johnny, incluso con sus defectos, es más
buena gente que nosotros. Él pudiera venir a Cuba sólo a disfrutar su dinero, y
no lo hace. Siempre preocupándose por ayudar, por unirse a nosotros. Tú
recuerdas la vez que me puse bravísima porque no me dio dinero para
comprar el cuartico que Nelsa vendía, y en cambio se gastó una millonada en
traer el aparato de oxígeno para el policlínico, bueno, aquella vez lo traté que
ni a un perro, y fue cuando supe cuánto me quería ese hombre. Me regaló un
relojito de pulsera más lindo, y dos cerditos de peluche con una banderita que
decía: Amigos para siempre. Me llegó al corazón aquel día. Por eso después
le perdoné que hubiera ido a trabajar al campo con los comuñangas. Tú no lo
sabes, pero estaba tan embullado que no faltó nada para que me arrastrara con
él. Menos mal que la sangre no llegó al río, y me quedé, y fueron aquellos
días en que me enredé con Giacomo y Vittorio. Cuando Johnny regresó
después de un mes, tenía tierra por todas partes: en las orejas se podía sembrar

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un boniatal, y las uñas parecían pezuñas de puerco. Le di un baño con
estropajo que lo dejé más oloroso que a un bebito. Menos mal que no se le
ocurrió repetir esa locura y se dedicó más a las donaciones.

Huevi ha demostrado que tiene huevos tan desmesurados como los de Maceo.
Yo no, yo, mientras él avanza, he ido retrasándome precavidamente, y será
porque mis huevos son de tamaño normal, y porque pienso que, total, la idea
fue de Huevi, y que él debe llevarla a cabo. Aun así me aflige que mi amigo
avance hacia nuestro adversario solitariamente, y que el mecánico, neutral
hasta hace un rato, se apreste a cortarle el paso con la flamígera arma,
mientras yo, penquísimo, siento fatiga por una insólita hipotensión, una
reacción vagal diría el médico, fatiguita dirían los socios del barrio, pendejitis
aguda diría mi papá. Se nublan los personajes, y a la vez me da lástima que el
Huevón, como le decíamos en el Pre, sea tan valiente que ni siquiera me
obligue a imitarlo. Y me adelanto llave en mano —vikingo blandiendo su
maza, mordiéndose la lengua, afeando los rasgos— hacia el temible melón
con patas, el aberrado amante del Chevrolet. El yanki me observa, abre los
ojos conmovido, como si fuera yo la pequeña copia de Frankenstein, y abre
también las manos y las alza en señal de rendición, y dice: Okay, I give up,
qué querer ustedes. El mecánico se aparta. Sorpresivamente el gigante
empequeñece. Yo, disculparme con ustedes, dice, yo crazy porque amigo de
ustedes romper auto, y ese auto no ser mío, yo prometer cuidarlo… Mientras
habla dedica una triste mirada a la puerta del Chevrolet. Y sigue hablando,
casi lloroso: Mi vida ser muy feliz hasta hoy, mirar ustedes ese auto, mirar la
puerta, un desastre (la voz le vibra), yo sentirlo por su amigo, yo… Baja la
cabeza, se pasa la mano por la frente. Huevi, algo más atrás que yo, amenaza
inflexible: Te despingamos si no sueltas el fula, oíste, las disculpas no bastan.
Amenaza, mueve la tubería, enarca las cejas Huevi. El yuma no entender, no
saber qué pretender nosotros. Hay que indemnizarnos, digo yo. Mueve la
cánula letal mi compañero de lucha, un touche con tal armamento promete
lesión y quién sabe qué más. Me muerdo otra vez la lengua, método
Stanislavski, ser matón, gángster, pendenciero, miro atravesado. ¿In-dem-ni-
what? No comprender el rubito que nuestro amigo ya no podrá trabajar por
unos cuantos días, que necesita dinero, sí, dólares para comprar aceite,
malangas, jabón, y, con el menudo, chupa-chupas. No comprender que
nuestro amigo ser padre de cinco niñitos, y que él, ponerlo fuera de combate,
que él desfigurarle el rostro, partirle el tabique, sacarle un diente, y eso

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sancionarse por la ley como en todas partes del mundo. ¿Dinero? Sí, por lo
menos quinientos, exige Huevi. No por gusto tiene un par de macrotestículos.
El arma ahora es un implemento deportivo, un liviano bate, y Huevi un
bateador impaciente por abatir al pivot de la NBA reducido a pícher de
Grandes Ligas. Okay, yo darte cuatrocientos. Mete mano en el bolsillo al ver
que deponemos las armas, y el rubio sorprenderse con los cubanos cada día,
aunque los cubanos perdonen cariñosamente mientras paga peaje por haber
transitado sus innobles puños por la jeta del camionero; aunque los cubanos
estrechen la mano como si fueran amigos de siempre; aunque cubanos sonrían
y digan: Zenkiu, y él responda: You are welcome.

Maestro, yo soy hombre a todas. ¿Tú no te has fijado en la guampara que


tengo en mi camión? Tiene un filo que al que me cuquée mucho, no digas tú
la mano, hasta la cabeza le arranco. Jamás me meto con nadie pero quien me
busca me encuentra, y dios ampare a quien me haga una mierda porque no
perdono. ¿Te acuerdas de aquel mulato que me jorobó el dedo que hasta yeso
hubo que ponerme después? Por poco lo mato. Lo que pasó es que luego vino
y se disculpó, que había sido sin querer, y lo perdoné porque está casado con
una media prima mía y tiene un chama de dos años, y a mí a los chamas no
me gusta dejarlos huérfanos. De todas maneras el dedo me sanó y la mano
quedó como nueva. Todavía es y cuando me acuerdo de aquello hay que
aguantarme. Como el otro día que después de darme unos tragos fui a
buscarlo a su casa y le salvó que no estaba porque si no, hoy, ya estuviera
enterrado. Yo soy peligroso, maestro. Tú ves que estoy lleno de magulladuras,
bueno, es porque no le paso una a nadie. La última vez me di tremenda enredá
con un yuma. El tipo, porque le choqué el Chevrolet, cogió un vértigo, y a
querer coger mango bajito conmigo. Si tú lo ves. Era un escaparate, cada
brazo parecía un muslo mío. Idéntico el tipo, ¿tú sabes a quién?, a este actor
yanki que hizo de Rocky, ¿cómo se llama? Bueno, le soné un gaznatón que le
viré la cara. Como era de piel muy blanca, los cinco dedos se los dejé
marcados. Ya lo tenía en punto de mate cuando me cayó la pandilla de
jineteros que andaba con él y me pelaron a golpes, pero yo también di, y a
uno de ellos le partí la nariz y le soné una patada por el estómago que lo dejé
sin aire. Después salió la puta que andaba con el yuma, una negra que parecía
un macaco, y también cogió lo suyo. Lo que armé allí fue terrible. Me dejaron
la pierna izquierda trozada y me fracturaron la mandíbula, es verdad, pero te

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juro que no me quedé dado. En firme te lo digo, y tú, si quieres, no me creas:
a mí hay que respetarme o mamármela, maestro, así flaco como me ves.

Mami, lo hemos defraudado. Imagínate, la gente que él tanto quería se puso


de parte de aquel borracho que ni agradeció nada ni un carajo. Ayer lo noté
muy triste, no quiso ni entrar a la cuadra, me dejó en el parque de la terminal
y me dijo: Nos vemos aquí, mañana. Habíamos almorzado juntos y me había
dicho que se iba dentro de una semana y que no pensaba volver. Está
decepcionado. No lo ha dicho con esas palabras pero me doy cuenta. Si se va
no vuelve, mami. La tapa al pomo se la pusieron los dos que salieron a
buscarlo. Johnny estaba hecho un manojo de nervios cuando me lo contó. Dos
delincuentes, mami, con cabillas y cuchillos, por poco lo matan, suerte que un
hombre salió y lo defendió porque si no… Los cuatrocientos fulas que me iba
a dejar para el televisor tuyo se jodieron, mami, se los tuvo que dar a los
delincuentes. Pero no te preocupes, mañana busco al irlandés que ayer me
presentó Nelsa y en menos de un mes tú estás viendo la telenovela en colores.

El mecánico observa pacífico el canje: perdón por dinero. Nos retiramos.


Miramos por última vez al yuma. Caminamos en silencio sin creer que lo
hayamos logrado, regresamos a la Habana Vieja, hablamos del asunto por
primera vez. Se admira de mi valor Huevi. Yo estaba cagado, confiesa. Se
arratonó gracias a ti, agrega. Eres un pingúo, grita. No hago comentarios. Lo
invito a tomar cervezas. Los hombres como tú, así, de poco hablar, son los
más valerosos, se franquea conmigo. Yo soy penquísimo, se autocritica.
Tomamos cerveza, nos dividimos el dinero discretamente sentados en la mesa
que está pegada a la pared. Temblando de emoción mis manos capturan el
botín. ¿Por fin te operaron alguna vez del agua en los huevos?, le pregunto.
Responde que sí, claro, pero los huevos no variaron su tamaño. ¿No te
molestan?, vuelvo a interrogarlo. Jamás me he sentado arriba de ellos,
contesta serio. Parecían mameyes cuando estábamos en la beca, rememoro.
Me han dado tremenda suerte con las jevas, se defiende. Pensarán que tienes
más leche que nadie, comento. No creo que sea eso, ¿no te gustan a ti las tetas
grandes? Río y bebo un trago largo. La jevita esa, la que salió detrás del
yunta, fue novia mía, me confiesa Huevi y añade, fue hace tanto tiempo que
ni ella ni la loca de su madre se acordaron de mí.

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La guagua
Alexis Díaz-Pimienta

Calle Monte, llegando a Belascoaín. Sudo en el calor de una 15 que se detiene


en el semáforo. Ventanillas cerradas porque afuera llovizna. Sudo por los
demás y ellos por mí. Quizás un solo cuerpo provoca esta asfixia, quizás si
hubiera un cuerpo menos dentro de este rectángulo enlatado el aire alcanzaría
para refrescarnos a todos. Esa cuota de aire que consume el anónimo pasajero
n.º X, sería suficiente para no respirar el sudor ajeno, el dióxido carbónico de
otros. «Pero acaso yo sea el que sobra», pienso, y me trago el deseo de culpar
a alguien que a su vez piensa que pudiera ser él y se traga el deseo de
culparme a mí. Estoy casi en la puerta, detrás de una muchacha que me roza,
un blando nalgatorio que amenaza mi estabilidad sobre el pie izquierdo; me
balanceo cuerdaflójicamente, evitando rozarla y que me rocen, porque no
puedo voltearme a ver qué tengo atrás, una rodilla, un codo, un portafolio.
Comprimido y ahogándome. Hundido aquí el Grenoille de Süskind se hubiera
asfixiado. Y de pronto un tufillo de comida de ayer, un tufillo sin dueño y
silencioso, el colmo, la apoteosis. Hay rabillos de ojo sospechando de todos.
Forcejeo enconado por el aire. Vuelvo a culpar a alguien que a su vez culpa a
otro que a su vez me culpa. Una nariz golpea a otra. Surgen los primeros
codazos, los empujones exprofesos. Ya no es el balanceo de la guagua sino el
empuja-empuja.
El chofer tiene un ventilador pequeño. El chofer tiene su ventanilla
abierta. El chofer no mira para atrás ni siente peste. El chofer ve mucha gente
en Monte y Aguila y no para; abre las puertas más allá pero el tufillo es el
único que se apea; los demás aprovechan para «cargarse» de aire pero no
descienden. El chofer cierra la puerta y va a arrancar de nuevo, pero oye un
silbido. (Claro, como el chofer no está asfixiándose puede oír un silbido;
incluso puede identificar al que ha silbado con la lengua doblada entre los
dientes, con la mano gritando «espérame, mi socio, dame un chance».) El
chofer, frente al ventilador de aspas pequeñas, abre la puerta delantera y el
silbador se monta. Como está sofocado espira fuerte y el aire cálido choca en
nuestras narices. El chofer, con la ventana abierta (la lluvia sabe que ése es el
chofer, por ahí no entra), dice que si no cierra la puerta ahí nos quedamos.

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Vuelven a empujar y rozo… bueno, rozo no: aprieto, comprimo, siento,
las nalgas de la muchacha que tengo delante. (¿O será la muchacha quien
aprieta, comprime, siente, el cuerpo del hombre que tiene detrás?) Es una
cadena de empujones. Como el famoso juego de bolos: tocas a uno y todos se
desploman. Desde la última puerta alguien grita «no empujen, no empujen», y
el silbador responde desde la primera, «pero suban, ¿no?».
Recuerdo que nos comprimimos. Recuerdo que nos​apretamos​unos​sobre​
otros y que el chofer, al fin, cerró la puerta. No había espacio para sacar
pañuelos, para agitar periódicos, para estirar los labios y soplamos
mutuamente. Afuera había escampado, ¿pero en qué espacio levantar una
mano, llevarla hasta la ventanilla de cristal y abrirla? No había espacio más
que para mirarse. Las narices al hincharse chocaban y, lógicamente, al chocar
se golpeaban, se mordían, «¡este átomo es mío, es mío, es mío!», y aspiraba
cada uno con idéntica fuerza, de modo que el átomo de oxígeno se quedaba en
el medio. Ya los «sentados» tenían otros sentados en las piernas, y el neutral
vacío inter-asientos, ese huequillo entre las rodillas de unos y el espaldar de
otros, ya había sido ocupado. Las mujeres ni pensaban en aprovechamientos o
rescabucheos pese al contacto directo y forzoso con los hombres, que tenían,
como ellas, todas sus partes insensibilizadas. En esta inmovilidad absoluta —
seguramente mortal para un claustrófobo— sentí fatiga, escalofríos, ganas de
caerme, pero me mantenían en pie los otros cuerpos. El aire estaba en proceso
de extinción. Los cuellos, flácidos, comenzaron ladeándose y luego cayeron
las cabezas unas sobre otras, como una gran multitud de borrachos.
Desfallecidos e inmóviles todos supimos a la vez que aquello era una
trampa. Todos supimos —instinto de conservación, gravitación del miedo,
telepatía del espanto— que en la próxima parada el chofer intentaría abrir las
puertas en vano: no habría espacio para que éstas se abrieran. En una guagua
llena la clave es el empuje: cuando la puerta presiona hacia dentro para
abrirse, el más próximo a ella empuja al inmediato, se activa la cadena
empujadora y, al final, queda un mínimo espacio para la puerta abierta. Pero
en una guagua saturada la presión de la puerta se anula, el pasajero inmediato
está anulado y los demás también. Recuerdo que el chofer, frente al ventilador
pequeño, ni se dio cuenta. Todos comprobamos que aquello era una trampa.
Enmudecidos de terror y asfixia vimos llegar otras paradas. Las puertas
gemían intentando abrirse, las puertas lloraban de impotencia. Al chofer le
extrañó que nadie las golpeara, que nadie gritara «¡Abre atrás, abre atrás!», y
que no lo ofendieran. Al llegar a la última parada intentó, inútilmente,
abrirlas. Sólo entonces miró a su alrededor. Parecíamos maniquíes con la boca

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abierta. Junto a él vio a dos hombres, frente a frente, sobreviviendo cada uno
del aliento del otro. El chofer sintió que le faltaba el aire. Enloquecido rompió
la ventanilla y salló a tierra. Corrió pidiendo auxilio. Vino gente, demasiada
gente. La policía, los bomberos. No sabían qué hacer. Sólo veían una guagua
atiborrada de gente, caras aplastadas contra los cristales, ojos abiertísimos,
bocas abiertísimas. Empezaron a tironear las puertas intentando arrancarlas.
Inútil. Era espantoso el cuadro. Correteo de patrullas y ambulancias. Los
bomberos trajeron cizallas de mano y varios oxicortes. «¡Hay que cortar la
guagua, hay que cortarla!» Balones de oxígeno y de acetileno; mangueras y
relojes contadores; llamas azules cercenando el metal. Discutían: «Hay que
tener cuidado de no quemarlos; hay que cortar por esta franja». Hubo un
previo cordón policial, un «para atrás, para atrás todo el mundo», coro de
comentarios, miedo. Seguía llegando gente, crecía el murmullo, la
expectación, hasta que el último bombero dio el último corte. La guagua se
abrió en dos, se partió al medio, la reacción físico-lógica hubiera sido que
ambas partes de la guagua cayeran contra el suelo y que el personal rodara
hacia el vacío. Pero no. La guagua quedó rota, con una cicatriz oscura, pero
sobre sus ruedas.
Se movilizaron todos. Policías, bomberos, civiles. Unos por el frente y
otros por detrás. Cada grupo comenzó a halar la guagua. Cada parte de ella
rodaría, se separaría de la otra y nosotros caeríamos en el medio. Pero ocurrió
algo insólito. La guagua se abría, cada parte de ella rodaba, se separaba de la
otra, pero la masa de personas seguía compacta. La guagua había moldeado al
grupo que ahora era un rectángulo de caras, espaldas, perfiles; un cuadro
tridimensional de ojos y bocas terriblemente abiertos. Parecía la tétrica obra
de un artista, tallada en mármol o hielo.
Algunos, los de la periferia, se veían casi íntegros. Otros eran sólo un
brazo o una oreja o el zapato derecho, como yo. Desde arriba era una vista
única de cabellos, calvicies, hombros inacabados y sombras. Desde abajo era
un óleo impresionista de zapatos. Cada lado merecía la firma de Velázquez,
de Rembrandt, de Picasso: qué rostros, qué contrastes de luz, qué figuras
geométricas.
Desalojaron al público como frente a un incendio. Nos tiraron una enorme
pollera por encima y nos llevaron, primero, al parqueo del edificio del
MITRANS, y luego aquí, Museo Nacional de Bellas Artes, donde el público
pasa de martes a domingo, de 2 de la tarde a 9 de la noche, y algunos —casi
siempre extranjeros— preguntan quién es el autor de tan magnífica obra, o se

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marchan pensando que es un tal Mitrán, de apellido italiano porque
confunden el autor con el donante.

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Fallen Angels
Joel Cano

And the winner is… Ignacio Rodríguez for Fallen Angels.


Well… I want to say thanks to my mother, my family in general and Little
Jane for her support in this film. Thanks a lot, I love you.
A Ignacio siempre le gustó comer de la que pica el pollo. Seguramente
pensó hasta el final que lo había traicionado. Cuando llegué ante la puerta de
su cuarto escuché aplausos. Eran su único vicio, los aplausos. Los grababa en
los teatros, en los actos revolucionarios, en los encuentros deportivos… y
después tenía la facultad de creerse que eran suyos cuando los escuchaba
absorto en una grabadora Sony, de ésas de cinta que se usaban para las clases
de inglés y que él se había robado con su amigo el Tommy una noche del año
setenta y ocho. Por supuesto, estaba tan pasada de moda y tan maltrecha que
sus bocinas transformaban aquellos aplausos en aguacero tropical, en fogata
crepitante, en cascada… pero él escuchaba el aplauso celestial que le
tributaba el mundo de las artes y agradecía por un viejo micrófono Toa, en
inglés por supuesto, a la imaginaria concurrencia. Así lo había sorprendido
varias veces a través de la puerta entreabierta de su cuarto. En esos momentos
su cara parecía iluminada por una expresión de plenitud tan intensa que
cualquier persona que no lo conociera se habría horrorizado. Cuando yo venía
subiendo las escaleras escuché mi nombre o más bien el nombre artístico con
el cual me había bautizado, la petite. Juana Ortiz no se vería bien, según él
decía, en los créditos, menos aún en los de la gran película que salvaría al cine
cubano del olvido y lo que era más importante, del ridículo. A veces no decía
petite sino Little Jane, como aquel día. Debo decir que en eso de las tuercas
sueltas yo no me quedo muy atrás. El problema es que siempre he deseado ser
actriz de cine y viviendo como vivo eso no puede ocurrírsele más que a una
loca de atar. Mi ex marido, que también es ex director de teatro experimental,
sí, experimental, me decía que yo poseía más dotes histéricas que histriónicas
y quizás hasta tenga razón el muy degenerado. Sin embargo yo seguía
tratando de ser una actriz de respeto así como Rosita Fornés o Deysi
Granados, de esas que cuando su nombre se pone en el cartel de un teatro,
aunque sea con acuarela, todo el mundo acude en masa, a lo mejor por ver si

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salen en cueros, pero qué más da con tal de que vengan. Yo se lo había dicho
a Ignacio, a mí con tal de ser famosa me podían ver hasta el esófago, que eso
abre muchas puertas, y las mías habían estado cerradas tanto tiempo que no
sabía si era capaz de dar un paso en un escenario, o de lograr que alguien se
interesara en mis pechos, más bien pechitos. De todos modos había tenido la
suerte de encontrarme con Ignacio. Él sería un enajenado como diría mi ex,
que en todo se metía, pero además de ese problemita con lo de los aplausos su
única y verdadera pasión era el cine. Día a día se decía a sí mismo que sería el
primer cubano en ganarse el oscar. Ya había repetido y ensayado la escena de
la entrega de premios tantas veces que por momentos uno tenía la ilusión
pasajera de que realmente habría una oportunidad para él en aquel paraíso
reservado para los que salen con las pupilas enrojecidas por los flashes en las
revistas del corazón. Tenía las paredes tapizadas hasta el techo de fotos de
artistas de cine, incluidos los de Mosfilm, y cuando se deprimía le daba por
refugiarse en esa escena fabricada de la premiación. Yo venía a buscarlo para
que me acompañara al aeropuerto a despedir a Francis, y cuando escuché tras
la puerta el sonido catarroso del micrófono Toa me dije Solavaya, éste está
más vola’o que una olla de presión. No era cosa de juegos. Ya se había
robado, para los menesteres de su hipotético viaje a Los Angeles, un traje de
etiqueta durante la filmación de una película en la que trabajaba de extra. Sí,
de extra, aunque eso no le molestaba en lo absoluto. Otra de sus facultades era
encontrar una justificación para todo, y lo de ser el peldaño más bajo de la
infinita escalera hacia el Olimpo cinematográfico era considerado por él como
una tradición natural, un obstáculo necesario en la ruta hacia el Hollywood
soñado, idealizado, reclamado hasta en las nochebuenas junto a los arbolitos
de Navidad improvisados por su tía con cascarones de huevo coloreados y
bolitas de papel metálico, de ese que cubre los litros de leche… Yo pensaba
por momentos que sus aspiraciones alcanzaban la dimensión de un delirio,
como el de esa tía fabricando un arbolito de Navidad con una ramita de pino
seco que al final sólo el entusiasmo hacía ver como un abeto. Y sin embargo
esa misma euforia enloquecida me llevaba a creer que todo sería posible, que
él ganara el oscar, que yo fuera estrella de cine, que su tía sustituyera con el
algodón de dos íntimas sacrificadas la nieve falsa que se compra por centavos
en los mercados del mundo… Tal vez el entusiasmo de la locura me había
atrapado. Como diría mi ex, eso se contagia tan fácil como un catarro, o tal
vez sea yo también una enajenada.
Escuché en las escaleras el sonido de las plataformas cada vez más fuerte
a medida que subía. Me imaginé la escena filmada por Néstor Almendros. La

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mano apoyada en el pasamanos que una vez fuera de mármol se desliza
suavemente, alrededor todo está en penumbras. La mano asciende, cortada del
cuerpo que se adivina tenso; los pies sin embargo se apoyan seguros,
haciendo restallar un eco de madera contra las paredes, dejándose escuchar
más y más cerca en la garganta decrépita del edificio. Por un momento pensé
que la petite podía condensarse en un sonido estridente como el de esas
plataformas de jirafa que le había enviado de Europa su cherí del alma, como
ella le decía con su voz de matrona trasnochada que siempre era una sorpresa
para quienes no la conocían. Eso era ella, el sonido de la calle irrumpiendo, la
voz de la noche repleta de estrellas y borrachos y perros sarnosos que se
derramaba sobre el piso de mosaicos gastados. Mirándolo imaginaba el ir y
venir de tantos inquilinos que me habían precedido en aquel cuarto de mala
muerte. Ese taconeo a lo Jane Harlow me sacó de mi concentración en el
preciso instante en que el público, de pie, aplaudía mi pequeño speech de
agradecimiento. Justamente la estaba mencionando a ella por su apoyo
incondicional cuando dejó aparecer su perfil bergmaniano. Debí imaginar en
aquel preciso instante que su expresión de hermetismo ocultaba la peor de las
elucubraciones. Después se sonrió dejando ver sus dientes separados y aquel
celaje de duda desapareció de mi cabeza. Aunque mi excentricidad la hacía
reír yo sé que en el fondo me comprendía por tener ella también la suya, que
era de padre y señor mío. Cuando la petite desembarcaba en una calle nadie
quedaba ajeno al espectáculo. Muchos se preguntaban si era una cabaretera
despistada o si habían adelantado los carnavales al ver semejantes
indumentarias a la luz del día. Ella de la lentejuela no bajaba, y caminaba
como si todo el tiempo su existencia fuera un clip de MTV. Era de esos
personajes pintorescos del neorrealismo italiano que por una razón
inexplicable crecen en La Habana como la mala yerba dejando boquiabiertos
a los turistas. Ella se sabía Julietta Massina y juntos habíamos decidido que si
el primer milagro se produjo en Milán, el segundo ocurriría aquí cuando
estrenáramos nuestra película. A pesar de que fuera inculta y un tanto vulgar
yo la apreciaba. Basta conocer un capítulo de su vida para llenarse de
admiración por su persona. Aunque más lástima me daba su ex. Más que
lástima es compasión lo que me inspiraba… ¿Cómo pudo casarse con la
petite? Y peor aún, pretender hacer con ella teatro de vanguardia… Sólo a un
loco escapado de Mazorra le pasa una idea semejante por la mollera. Bueno, a
Mazorra lo llevó su experimentación teatral. A la petite por su parte hubo que
ingresarla y todo después de haber sido sometida, por él, a sesiones de
electrochoc para indagar en la naturaleza esencial de la tortura… Era una

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época convulsa y sus influencias estéticas oscilaban entre la cultura occidental
de los Hippies y la lucha antiimperialista con sus correspondientes ponchos,
quilapayunes, quenas y charangos. Esa mezcla de política y vanguardia teatral
fue un coctel demasiado fuerte para ellos… los tiró por la lona. Como siempre
llegó con la lengua afuera, cosa comprensible dadas las dimensiones de sus
zapatos y los siete pisos que había que devorar para llegar a mi embajada,
término empleado por la presidenta del Comité de vecinos para referirse a la
vocación antisocial de mi existencia, y antes de saludarme sacó de su cartera
una inmensa bobina metálica que dejó caer pesadamente. Su cherí se había
acordado de nuestra penuria y nos obsequiaba el material para filmar. Yo me
quedé en silencio, mirando largamente la reluciente caja de metal y nos vi
desde fuera en un plano general, detrás de la ventana, un plano convencional
que demuestra claramente la poca importancia del suceso para los demás, y
aproveché para que se me escapara una lágrima de agradecimiento que en un
plano general, y estando yo de espaldas a la cámara, no se veía. La petite no le
dio mucha importancia a mis lagrimones; como siempre traía una de esas
urgencias imponderables que la hacían más teatral que una pionera
declamando una poesía de Bonifacio Byrne. Con gestos a lo Raquel Revuelta
en Lucía cuando pide la gardenia me exigió que la acompañara al aeropuerto
para despedir a su cherí, el de las plataformas, que regresaba a Europa.
Normalmente me pongo histérico cuando se me interrumpe la escena del
oscar pero después de semejante obsequio tenía el deber moral de acompañar
a la petite y a nuestro benefactor. Me puse el traje de las ocasiones serias e
importantes y abandoné de su brazo mi embajada. Su extranjero nos esperaba
frente al edificio, rodeado de negritos que le pedían chicle en cualquier
idioma. Yo lo divisé desde la ventana en un plano nouvelle vague. Luego
descendimos tanteando la oscuridad. Descender por las escaleras es el lado
flojo de una película. Parece no tener importancia para nadie salvo para Joan
Crawford cuando, paralítica, trata de escapar de la endemoniada Bette Davis.
Por lo demás las escaleras sirven para subir o caerse en las comedias silentes,
o en los melodramas de Mirta Legrand… Nuestro descenso por la escalera fue
tenebroso. Podía sentirse la presencia gélida de Macuca la del comité detrás
de su puerta como un animal en acecho, con el aparatico del asma apretado en
la mano, en completa osmosis con el herrumbre centenario del cerrojo, que
nos contemplaba en subjetiva de Alien… Luz azulada, susurros en el corredor,
doly in, doly in, doly in hacia nuestros rostros asustados en la oscuridad de los
escalones, ajenos al peligro, al Alien Macuca que se nos encima. Doly in,
Doly in, Doly in… un segundo más en el descanso y seremos presa de la

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lengua viscosa del monstruo asmático, ya llega la calle, el francés, el
Panataxi…
Dice un pájaro amigo mío que el aeropuerto es una máquina del tiempo,
desde allí uno se va para el futuro y por allí mismo regresa al pasado. Visto
así tiene razón. Ésa era la impresión que me daba el aeropuerto cuando iba a
despedir a Francis. Del otro lado, en el salón de espera, ya se sabía que uno
estaba en otro país, que era decir otra época. Desde allí se escapaba un olor
perfumado a extranjero como el que brotaba de la maleta de Francis cada vez
que él la abría y por eso me había hecho la idea de que París olía como la ropa
que se apretujaba en aquella maleta de cuero sintético, y entonces el regreso a
mi Habana Vieja era dos veces más triste porque no sólo la veía más vieja y
despintada sino también más apestosa. Por eso había buscado a Ignacio. Así,
mientras él me contaba sus ideas descabelladas sobre cómo iba a ser nuestra
película, yo no veía nada a mi alrededor, ni las calles más llenas de huecos
que un gruyere, ni los balcones colgando amenazantes sobre las aceras, ni las
colas infinitas, ni el sol reverberando contra el asfalto ya blando de tanto
calor. A Ignacio se le había ocurrido una escena de terror en una escalera que
incluía entre otros personajes a la presidenta del Comité de Defensa, a la
mensajera de la bodega, a unas pioneras sin dientes, a un policía que ejercía
como chulo de una jinetera, a un travesti, a un viejo rescabucheador, a un
mercader de cuadros, a Jesucristo, los santos africanos… y a todo esto lo
quería llamar secuencia de actualidades. En la escena una pareja intentaba
escapar de un edificio en ruinas con una sospechosa maleta mientras una
representación simbólica del pueblo se oponía por la fuerza. A todo esto yo
respondí diciéndole que había olvidado a los campesinos, él objetó que esta
clase ya había desaparecido aniquilada por la urbanización forzosa de los
campos y que además el policía resumía con su presencia lo más rural de la
población y que esto estaba sociológicamente probado… Entre este delirio
cinemato-demográfico y los besos etílicos y pegajosos con los que Francis me
tatuaba el cuello, no hallé otra solución que sacar la cabeza del Panataxi para
respirar una larga bocanada de aire habanero, bien repleto de petróleo en
suspensión y polvo… y esencias albañales diversas. Por un instante presentí
que no había sido una buena idea traer a Ignacio, pero el cherí estaba
encantadísimo con la idea de la película. De todas maneras era él quien había
comprado los rollos y más que nadie tenía el derecho de saber qué cosa se iba
a filmar sobre ellos. Claro que borracho como estaba no podía comprender lo
que Ignacio se proponía con la escena. De saberlo nos lanzaba a los dos desde
el Panataxi en movimiento. Él era francés y comunista; a mí me parecía que

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allá eso era un lujo y no una obligación, y venía a Cuba para ayudar a un
amigo en dificultades. Por supuesto, ese amigo no era yo, ni Ignacio. En su
idea el amigo resumía a todo el pueblo trabajador incluidos los niños y
ancianos, como si el Titanic estuviese hundiéndose y él debiera repartir los
botes salvavidas que nadie ha reclamado. Ignacio me ha contagiado además
de su locura esa manía de comparar todas las situaciones cotidianas con
escenas de películas clásicas y a veces tengo la impresión de no ser yo la que
habla, o que soy la muñeca de un ventrílocuo tarado. En eso nuestra relación
se asemeja un poco a la que tuve con mi ex… Yo por mi parte me encargué
de que el amigo cambiara de sexo y disminuyera de tamaño en su cabeza y
ahora el comunista francés venía todos los años a ver a su amiga, a su
amiguita, a su petite princesse, una servidora. Ignacio continuaba hablando de
aquella película surrealista y el cherí se interesó tanto en la historia que
primero se me desprendió del cuello y luego se incorporó en el asiento, se
frotó los ojos enrojecidos por la borrachera y no me hizo el menor caso hasta
que llegamos al aeropuerto.
Eran la Lola y el profesor del Ángel azul. Parecía que él tenía los ojos
aguados por el alcohol pero lloraba realmente y la sola idea de abandonar a su
petite lo hacía temblar de tristeza. El ron incluso no le gustaba, se había
emborrachado para soportar la escena. La petite era toda Dietrich con sus
brazos apoyados en jarras sobre las caderas y mirando entretenida hacia todas
partes, ajena a las lágrimas del cherí como a las mías delante de la caja
metálica. El francés se separó de nosotros para embarcar sus maletas y al
hacerlo la petite me agarró por el brazo y con un sincero tono de
desesperación me dijo: Tengo que llorar, coño, tengo que llorar. Tuve una
revelación. Si ella me había traído no era únicamente para que la entretuviese.
Yo estaba allí en calidad de director cinematográfico y era por tanto el
encargado del éxito de aquella escena de despedida que no aparece en El
ángel azul. Es verdad que Francis había estado a la altura de la tradición
melodramática francesa pero Juanita, ni metiéndose los dedos en los ojos,
lograría igualarlo. Le dije: Vamos un momento al baño. Había una vieja
lavándose la cara… No me importó. Agarré a la petite por el moño y le di una
entrada de galletas que la dejé ceniza. Al principio no entendió y quiso correr
pero la volví a agarrar por los pelos y resbaló; al hacerlo se viró el tobillo,
perdió los aretes y se rasgo el vestido, todo en un solo movimiento. Pero no
llegó al piso, la levanté en peso antes de que se acabara de regar como los
yaquis y la sacudí cual plumero. Eso me pareció cuando vi su pelo rubio
oxigenado agitándose en el espacio azulejeado del baño, y a la vez me

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recordó una película underground que había ido a ver bajo la lluvia en el
vídeo que le había prestado al Tommy, un esnobista de turno, o tal vez me
pareció que una escena así podría incluirla en la película Una escena de
violencia sin antecedentes lógicos es siempre un puñetazo expresivo. De todas
formas el público, como el pueblo, se encarga de dar sentido a la insensatez
del creador… La volví a sacudir con violencia para ver el efecto que
produciría en slow-motion. Quedé satisfecho con el resultado. Aunque no
todo es de buen gusto con ese efecto. La petite sin embargo abrió los ojos
desmesuradamente creyéndome loco de remate, con una buena música su
expresión sería perfecta, y comenzó a llorar como Meryl Streep en Sophie’s
choice, sí, ésa es la escena; hasta que comprendió y me dijo gracias. La vieja,
al lado, se había quedado boquiabierta. Esa expresión era la que debería tener
el público la noche del estreno. Recogí los aretes y se los di. Ella repitió
gracias y salió cojeando, enternecida en llanto, a despedir a su francés, a su
cherí del alma como ella le decía. Un fade lento hubiera sido perfecto.
Él vio al cherí dándome unos dólares para que regresáramos en taxi a La
Habana Vieja y parece que se lo creyó, pero cuando el Francis se perdió
camino de su avión y estuvimos solos le dije: Olvida el taxi, que esto es
camello que tú conoces. Él respondió que ni muerto se subía en ese invento de
bugarrones, que sería capaz de regresar a pie. Claro que tenía razón. Nada
más a un aprovechador podía ocurrírsele fabricar un ómnibus en el que caben
cuatrocientas personas amontonadas como las bestias. En provincia en lugar
de camello lo llaman vacabús… Y bien, en el vacabús regresamos, como
vacas, apestando a todo cuanto se puede apestar y poniéndonos al día en lo
que a groserías se refiere. Miren que la gente es puerca. Y volviendo a él,
¿qué pensaba?, ¿que iba a pagarle el viaje en Panataxi hasta Regla? Que la
virgen me ampare pues hasta hoy nada le debo, pero con lo que me cuesta
sacarle un dólar al cherí no estoy en condiciones de mantener a directores de
cine; y mucho menos a Ignacio que pasa su vida diciendo que yo malgasto mi
existencia por las calles detrás de los turistas. A él le es muy fácil juzgar a los
demás teniendo su renta que cae como bendición celeste from Haialeah.
Bueno, para qué me quejo si incluso a su familia la critica, que si tienen mal
gusto, que si se pasan el tiempo esperando que el de la barba se caiga, que no
piensan en otra cosa que en comer… Nunca olvidaré el escándalo que le dio a
su madre por teléfono, seguramente por una frase nostálgica de más. Me
gustaría verlo en mi situación. Él iba a saber lo que es comer candela. Yo sé
que piensa que soy una burda jinetera, lo que no se atreve a decírmelo, y
entonces lo disfraza llamándome criatura pintoresca, neorrealista, Julietta

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Massina y otras comeduras de bola por el estilo. En el fondo no se atreve a
decirme lo que piensa cara a cara porque sabe que no soy ninguna putica de
ésas que se venden por un par de jabones, no. Conmigo la cosa es más
complicada de lo que parece. Si juntara a todos los novios y maridos que han
pasado por mi barbacoa, la lista sería aún más estrambótica que la que él ha
inventado para la escena de la escalera. Yo no sé lo que busco, pero sí lo que
no busco. Ése es el problema, un tanto chesperiano como diría Ignacio. De los
sementales de producción nacional sólo he recibido bofetones, traiciones,
amenazas, obligaciones, abortos y los electrochocs de mi querido
experimental; y eso no lo tienen en su currículum ni las masoquistas danesas,
que me han dicho que son de lo más sofisticado que hay en la porno de hoy
día. Sí, de nuestros machos únicamente la carne me ha dejado un buen sabor,
aunque difícil de recordar gracias a su condimento de violencia. Y así, sin
pretenderlo, he probado otras sazones que me han sido menos agresivas, por
decirlo culinariamente. Cuando comencé en eso de los extranjeros era casi la
única y entonces me llamaban excéntrica, claro, no existían los problemitas
economicomentales que aquejan a las chicas de hoy día, así que de excéntrica
llegué a jinetera sin culpa ni juicio. Sí, porque de los europeos del este
pasamos sin transición lógica a los del oeste, como en el teatro experimental,
nada de justificar o de explicar; actuar, actuar, sobrevivir, regatear, violentarlo
todo, destruirlo todo. Mi ex debe de estar contento. Ay, Ignacio, si tú supieras
cuántas veces te vi pasar y no quise que me vieras… y en las cosas que me he
visto metida, hasta el cuello, sin una mano que se tendiera para sacarme de
esos pozos que se me abrían ante los pies sin que tuviera tiempo de averiguar
la causa. Manos había en cambio para hundirme bien hondo, bien profundo.
Antes yo creía que era por lo de ser jipi, después le eché la culpa al teatro
experimental, luego a mi excentricidad a lo Madonna, al hecho de reír en
exceso, y por último a mis extranjeras compañías, pero viendo que a mi
alrededor ya todas las manos se habían cambiado los guantes de cortar caña
por otros de seda y que aquí se preparaba un gran banquete al que no me
habían invitado, llegué a la conclusión de que todos esos abismos en los que
mi conciencia cayó eran el fruto de la mediocridad circundante. Las manos
que aniquilan son como aquellas que hurgaron la llaga del Cristo moribundo.
Mi ausencia de cultura me lleva a pensar cubanamente que a todo eso habría
que llamarlo placer de joder, porque eso es, una gran jodedera monumental
que se prolonga en el tiempo y en el espacio variando cual ópera interminable
y en la que cada quien busca la forma de joder sin ser jodido. Si existiera una
cuarta dimensión, ésa sería la nuestra, la jodedera, y si se fuese menos

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hipócrita, la tendríamos como primer renglón exportable. La jodedera,
llámesele hijeputada o puñalá trapera, puede incluso respirarse por las calles y
llego a pensar que debe de ser ella la causante de la fetidez del aire. Ignacio
no se parece sin embargo a los otros cubanos que he conocido. Él tiene un
aspecto de asceta integrista que no todos los jipis buscadores del nirvana
lograron. Nunca he podido sorprenderlo borracho, o con una novia, o novio,
que también eso le pega a algunos que se hacen pasar por ascetas o
meditadores. Tampoco he despertado en él ninguna reacción carnal. Parece
ser que lo del cine le ha dado alergia a los seres humanos. Me doy cuenta de
que de mí le gusta la imagen virtual sobre una pantalla de cine. Con su
cámara de video él se realiza filmando las distintas expresiones de mi cara,
manipulándome a su antojo como lo haría un sádico con una prostituta. Abre
los ojos, mira a la derecha, muérdete los labios, suéltate el pelo… Por
momentos tengo la impresión de que podría eyacular con una visión de La
Falconetti martirizada o algo así bien dramático, en blanco y negro y silente.
Ignacio detesta el ruido, salvo el de los aplausos que graba para la entrega de
premios. Nuestra película será silente, en blanco y negro y bien dramática.
Ésta es la naturaleza misma del cine, sombras y luces danzando sobre la
pantalla inmensa, decía viéndose ya con el oscar apretado en la mano. No sé
quién podría soportar una película cubana sin sonido, sin colores y más aún
sin chistes. Yo me negué a ser flagelada en blanco y negro sin siquiera la
posibilidad de gritar. Y de mis gritos yo estoy orgullosa. Son impresionantes
y me han salvado en más de una ocasión. Yo he gritado desde un balcón del
cual un novio deportista que tuve me quería tirar, yo he estado amarrada a mi
cama y rociada con petróleo por otro amante que no podía soportar que yo lo
compartiera con un músico de la orquesta sinfónica y mis gritos de película
americana han despertado a los vecinos, yo he gritado para que la mujer de
otro amante no me raje la cara con un pico de botella en una parada de
ómnibus, he gritado para pedir auxilio mientras me ahogaba en la playa de
Santa María, he pedido EL ÚLTIMO a voz en cuello en cualquier cola y
siempre me lo han dado, he gritado en las reuniones para discutir un televisor
que se va a adjudicar, para elegir al trabajador vanguardia, para que se fuera
la escoria mientras pensaba que era yo más escoria que ellos por gritarles y
quedarme con las ganas de irme. Me desgañité para que Fidel viviera, y la
revolución. Me he quedado ronca vociferando contra los aviones espías,
contra las plagas, los ciclones… No digo yo si tengo derecho a que mis gritos
se inmortalicen en una película si son ellos quienes me han sacado de lo
profundo de los hoyos; los gritos de una jodedora más, que jode antes de que

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la jodan. Sin embargo Ignacio decía que ya habíamos hablado y gritado por
gusto durante demasiados años y que lo que hablaría a la gente sería el
silencio de las imágenes, eso, el silencio. Seguro lo dice porque no tiene
dinero para grabar el sonido… Aunque debo reconocer que es el único
hombre que sin ser maricón no me ha querido meter mano. Bueno, en el baño
del aeropuerto casi me revienta a golpes, todavía cuando me acuerdo me
duele la cara. Pero resultó, porque Francis partió felicísimo después de ver las
cataratas que brotaban de mis ojos. Tuvo una visita gratis al Niágara. Después
me quedé pensando si en la película Ignacio iba a poner una escena semejante
pues en ese caso tendría que ir a darle los galletazos a su madre allá en Miami
Beach, que lo que es a mí, ni muerta.
Lo más gracioso fue verla correr por todo San Lázaro, con aquellas
plataformas, disfrazada de Madonna en su Show de Erótica, dando traspiés en
los baches mal alumbrados y perseguida por Donna Summer, Whitney
Houston, Sarita Montiel, Celia Cruz, Maggie Carlés y otros tantos pájaros y
travestis de Centro Habana en embravecida jauría. Fue una versión sin editar
de Julieta de los espíritus. Yo en el fondo me alegré de un acto de repudio
semejante. Esas cosas le pasan por fresca. Eso sí, hay que reconocer que lo
que ella hizo no lo logró ni Carmen Maura en La ley del deseo, ni Almodóvar
con todo y lo pájara que es lo pudo imaginar. Ahora quizás lo crea, después
de haber pasado por La Habana, pero imaginarlo… todavía no puede. La
petite tenía du vécu como diría su cherí y había logrado engañar a todos
haciéndose pasar por un pájaro y hacía un número de travestismo en una
azotea cerca de Infanta. Hasta un premio se había ganado en un festival
nacional de transformismo gracias al cual nos fuimos una semana gratis al
hotel Hanabanilla. Ya incluso algunos travestis le tenían envidia por ser tan
mujer. Lograr engañarlos a ellos, que son la trampa en facones, eso es duro en
La Habana y más duro en Centro Habana, región de todas las delincuencias
tradicionales y de las que están aún en experimentación, y ella así tan
chiquitica lo logró. Y lo seguiría logrando si no se lo hubiera dicho a su ex
para dárselas de actriz. Él la delató en pleno show como la peor de las
cederistas, y las locas presentes no pudieron soportarlo y, cual pueblo
combatiente rumbo a la plaza, partieron sobre ella. Ni Ana Fidelia la hubiera
alcanzado en aquel sprint calle abajo en dirección al hospital Ameijeiras. No
sé qué necesidad imperiosa de afocar la hacía capaz de tales hazañas. Como
consecuencia de aquel pasaje ignominioso por los bajos fondos hubo unos
cuantos travestis rondando mi edificio para averiguar el paradero de Supremo
Delirio, nombre de guerra de la petite para actuar en aquellos antros. Si me

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salvé de sus amenazas de desfiguración de rostro fue gracias a Macuca, que
las amenazaba a su vez con mandarlas para la zafra y cortarles las uñas y el
pelo. Esos argumentos las mantenían a raya, pero de la acera de enfrente
lanzaban las peores injurias. Para la petite reservaban los insultos
superlativos. La trataron de peor maricón de la Habana, de pájaro con
cartera; la catalogaron como la tortillera más fuerte que habían visto en su
vida lo cual, dada la situación, no se sabía si era un insulto o un cumplido. A
mí me trataron de mariconsaurio intelectual y otras tantas metáforas tan
barrocas como los portales repletos de columnas que los albergaban de
Macuca y en los que Carpentier no imaginó semejantes escenas. En eso
anduvieron hasta que se cansaron, o a lo mejor se las llevaron de verdad para
la caña. Mi silencio fue ejemplar aunque nada heroico. Ni yo mismo sabía el
paradero de la petite. Su ex la estuvo buscando y pasó también por el cuarto.
Me dijo que el verla así, de travesti, lo había excitado y quería volver con ella.
Me pareció normal. Él era una caricatura de la Flower generation, y con la
petite sin dudas había querido tener una relación a lo John y Yoko. Llevaba
incluso pantalones pata de elefante y estaba barbudo que daba asco. En el
hospital psiquiátrico le habían dado pase. De golpe me dije, ¿y si todo esto no
es más que un teatro suyo? A fin de cuentas en esta ciudad hay más gente
haciéndose la loca que enfermos reales. Y éste es un experimental puro y
duro, de los que tienen a Artaud como modelo, y Artaud estaba más loco que
una cafetera Impud, así que la locura es para él un estado creativo, o sea que
él está clarito clarito y seguramente busca a la petite para electrocutarla o algo
por el estilo. Y yo era el encargado de impedirlo. Me asustó la posibilidad de
que la petite entrara por la puerta con su perfil bergmaniano y aquel loco de
atar provocara allí una escena de terror digna de John Carpenter. Me separé
de la ventana, yo era el único cómplice de la petite, y de alguna manera su
rival. Gracias a mí ella sería famosa en el mundo entero mientras que él
quedaría olvidado en un hospitalucho de las afueras entre locos, y no tan
locos… como Salieri. Sí, estaba celoso, a lo Forman, a lo Griffith, era eso; y
había venido para eliminarme. Él sabía que delatar a la petite podía ser fatal
para ella y sin embargo lo había hecho. ¿Qué no sería capaz de hacer?
Decididamente tenía cara de serial killer. La luz del cuarto pestañeó y luego
nos quedamos a oscuras. Alguien desde una ventana lanzó un escupitajo al
Olimpo en forma de blasfemia. El apagón siempre será la inversa del deus ex
machina, llega para complicarlo todo. La oscuridad parecía agigantar la
respiración nerviosa del loco. Me creí una víctima de Viernes trece. Traté de
buscar los fósforos evitando la dirección de los resoplidos pero una mano

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firme me detuvo a ferrándome el brazo: Padezco de claustrofobia, dijo.
Sácame de aquí o me tiro por la ventana. Tragué en seco, y como pude le
aparté el brazo no fuera a ser que me arrastrara consigo en su descenso. Una
sinfonía de Bela Bartok retumbó en mis oídos e inundó el cuarto. Llegué a la
puerta y bajamos las escaleras… Ni Almendros hubiera podido retratar
semejante atmósfera de caos. Esa vez no hizo falta Macuca para que la escena
de la escalera fuese un remake de Vértigo con su mareíto y todo. En la puerta
del edificio me despedí de él y no sé cómo regresó. A esa hora ya no salían
guaguas para La Habana, y la lanchita de Regla estaría anclada en la Bahía
esperando un amanecer soviético de obreros en colores violáceos de mala
copia. En qué lugar de esta isla, pensé, en qué cama, con qué criatura
estrafalaria estará durmiendo o revolcándose la petite. Tal vez en ese
momento estaba planeando su traición en brazos del francés. Pero eso no lo
sabré nunca. A lo lejos, en el aire de la madrugada se escuchaba un Bembé y
por temor a la escalera en penumbras y a los ojos del Alien, me encaminé
hacia la alegría invisible de los tambores. Decididamente ninguna película
termina así.
I like to put you in a trance… En esa misma frase hizo su entrada mi ex en
la azotea y empezó a gritar como lo que es, un loco, ¡Madonna no tiene picha!
¡Madonna es mi mujer! ¡Encuérenla! Yo me quedé con la boca abierta,
incapaz de doblar la canción, que seguía impasible a los gritos de mi ex…
Erotic, erotic, put your hands all over my body…
Aquella noche la azotea parecía el gallinero del teatro García Lorca
cuando Rosario Suárez bailaba El lago de los cisnes. No cabía una pájara, y
todas se quedaron atónitas ante la irrupción de aquel hombre que
evidentemente estaba fuera de contexto. La música se detuvo. Un murmullo
se instaló, y Sissi Emperatriz y Rosa Bombón, la anfitriona, trataron de
sacarlo de allí por las buenas, pero él continuaba gritando a voz en cuello,
como en los setenta cuando, a puro plexo solar, pretendía derribar la pared de
la cuartería en que vivíamos. ¡Que es una mujer! ¡Que es mi jeva! Esa
palabrita que tan mal me cae… Para mi número yo utilizaba una fusta de
cuero que mi cherí me había enviado en una donación humanitaria con un
amigo suyo, y no pude contenerme y le entré a fustazos allí mismo. Hasta la
Bombón cogió lo suyo por interponerse. Ese ataque de ira fue mi perdición.
Mártir Sonriente, que era una travesti que nada tenía que ver con el
patriotismo y menos con la alegría, hacía tiempo que me tenía envidia porque
era fea y prieta como una noche oscura y con un cuello gordo y unas piernas
torcidas que no se podían disimular ni con guata de colchoneta, y al verme

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enredada con mi ex dio un grito que estremeció la azotea. Vamos a
encuerarla, vamos a encuerarla a ver si es de las que paren… No le di tiempo
a pestañear con sus pestañas postizas; el último grito lo escuché desde la
planta baja. No sé cómo llegué a la calle, ni cómo corrí por San Lázaro para
abajo con mis plataformas y el antifaz y los mitones y la fusta… el asunto es
que con lo que venía detrás no tenía derecho al error así que doblé por
Marqués González y fui a dar a la funeraria de Zanja, y allí me quedé
quietecita quietecita, oyendo las biografías sollozadas que los familiares
contaban sobre sus difuntos, y otras tantas conversaciones que rellenaban la
madrugada y flotaban con olor a café nocturno mezclado con chícharos. La
gente estaba tan agotada que no me prestó la menor atención. O tal vez se
imaginaron gracias al cansancio que era el diablo en persona que se había
materializado en la funeraria. Luego me dormí hasta que vino el limpiapisos a
molestarme con su escoba. Ésa fue la última noche que vi a Ignacio, antes de
que el espectáculo comenzara. Como siempre estaba un poco incómodo entre
tantas plumas, pero por mí era capaz de soportarlas, y de hacer el papel de
marido, de compromiso como se dice en el ambiente. A fin de cuentas yo era
una amiga incondicional hasta que pasó lo que pasó. Cuando decidí ser
travesti se alarmó, por supuesto, y después me hizo las mil y una preguntas
que dejé sin respuestas. Era un hombre y no habría entendido por qué una
mujer trata de ser mujer entre hombres que hace tiempo se convencieron de
que eran mujeres. Él pensaba que era una manera más de afocar o de
buscarme unos dólares divirtiéndome, pero para mí estaba muy claro que
aquél era realmente el teatro para el cual estaba destinada. Allí la única
consigna y meta era ser mujer; y eso es lo único que he sabido ser con
claridad. Mi gran iluminación fue descubrir que hasta los homosexuales son
machistas en potencia. Todas aquellas locas se creían con más derecho que
una mujer a ser femeninas por el simple hecho de tener un rabo entre las
patas. Pero la culpa es de nosotras dejando a los hombres cortarnos el pelo,
maquillarnos, vestirnos, enseñarnos a caminar, a bailar para ellos. De alguna
manera el desafío me parecía interesante. Eso de ser más mujer que los
hombres puede resultar una idiotez para el que lo escucha, pero en la práctica
es como jugar a la ruleta rusa. Por eso para los travestis era tan importante
castigar mi atrevimiento. Por eso Ignacio jugaba a modelarme como si yo
fuese una muñeca de plastilina sin voluntad. Por eso mi ex no podía admitir
que yo fuera capaz de desafiar a los hombres allí, donde más les dolía: en su
feminidad. Aquella noche tuve la prueba de que al menos para mí no estaba
claro quién era, ni cómo debía caminar, reír, bailar… Y la explosión había

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tenido lugar. Una mujer proclamada mujer siendo hombre entre los hombres.
Si Ignacio no fuera hombre haría una película sobre este dilema existencial,
aunque tampoco se puede ser mujer según la tradición masculina. Se correría
el riesgo de ser feminista y actuar por reacción sexuada. Volví a verlo dos
años después y me guardé para mí sola esa ilusión bergmaniana, en los ojos.
Aunque supe de los asedios de las locas frente a su edificio y de la visita de
mi ex… En La Habana todo se sabe. Es obvio que mi ex no estaba loco.
Después de despedirse de Ignacio se fue en dirección al puerto y al amanecer
se subió en la lanchita de Regla y trató de desviarla para los Estados Unidos
con una pistola. Prefiero no saber de dónde la sacó, y estoy muy contenta de
que no me haya encontrado, pues seguramente me buscaba para que lo
acompañase en su viaje. De milagro no arrastró a Ignacio en su locura.
Aunque él por estar lejos de la madre es capaz de soportar otra Revolución.
Preso está mi ex, bajo cuatro llaves como en los muñequitos rusos. Lo fui a
ver por lástima y también para tratar de entender por qué había logrado que
me casara con él. Estando allí tuve la impresión pasajera de que era él quien
me visitaba y que la cárcel se encontraba de mi lado, y con ella la locura, la
frustración. En sus ojos adiviné la mirada de un niño que descubre demasiado
tarde que su juego ha ido muy lejos y que el castigo es irreversible. Yo le
había traído una biografía de Antonin Artaud pero la rechazó con desgano. El
guardia se quedó con la jaba de comida y yo me fui llorando con el libro bajo
el brazo y preguntándome por qué había venido.
En la postal se veía París como se ve siempre, con un amago de llovizna
que no llega nunca a aguacero y una avenida neoclásica que se perdía en la
bruma invernal. En el reverso estaba escrito: Lo logré. Un beso. Tu petite
JUANA ORTIZ. Más abajo estaba impresa la huella de un beso muy colorado
poblado de estrías. El conjunto era un tanto patético, pero me alegró saber que
estaba sana y salva. Después me llegaron cartas y fotos, y felicitaciones por
mi cumpleaños, y hasta un arbolito de Navidad para mi tía que lo colocó en
una esquina de su cuarto como altar para la Virgen, y allí se quedó por los
años de los años dándome la incómoda impresión de que el tiempo se había
detenido para nosotros. En París, sin embargo, los días pasaban estirados
como gatos siameses. Las cartas de la petite se iban alargando también y entre
sus palabras frías se podía escuchar la llovizna monótona empañando los
bulevares. Si uno ordenaba las fotos y las cartas cronológicamente, en una
secuencia argentina o mexicana de los cincuenta, donde los días y los
nombres de las ciudades se suceden con una sinfonía de fondo, veía cómo el
vestuario y el lenguaje de la petite se hacían cada vez más sobrios, y su

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mirada menos luminosa. Quizás era la tranquilidad quien le había impregnado
aquella expresión de equilibrio tan inusual en su cara. De todas formas ella
me seguía prometiendo regresar para filmar nuestra siemprehablada y
nuncafilmada película. Su cherí del alma estaba muy interesado en la historia
de todos esos seres debatiéndose por sobrevivir en una realidad en plena
mutación, y había jurado aparecerse con un equipo de filmación
completamente francés para que no hubiese malentendidos entre los técnicos.
Yo me encargaría de encontrar los actores y las locaciones de la película. No
cabía en mi cuarto de lo contento que estaba. Ya hacía tiempo que me había
olvidado de todos mis proyectos y me dedicaba a filmar bodas y fiestas de
quinceañeras para ir liquidando los días con un plato de arroz y frijoles, y
poder pagar los arreglos de mis achacosos equipos electrodomésticos. Ya la
bobina que me había regalado el francés se había echado a perder y acabé por
regalársela a Macuca para que adornara la calle durante la fiesta del Comité.
La otra parte del tiempo la empleaba en esconderme del presidente de la
Asociación de jóvenes artistas, que se aparecía todas las semanas para
reclamarme la cámara, que era un medio básico de dicha entidad. Y como yo
a mi vez me consideraba un medio básico de la Revolución, por demás
abandonado, me sentía con el derecho moral de no devolver una cámara que
mis manos transformaban en un medio de subsistencia. Macuca se limitaba a
informarle mis entradas y salidas. Desde su encontronazo con la petite estaba
tranquilita tranquilita. Fue en la época del travestismo y la petite venía a coser
su ropa en el cuarto de mi tía, del otro lado del pasillo, pero su periplo
siempre terminaba en el solitario cojín de cuero de mi angosta morada, con
una taza de té en la mano. A Macuca le caía mal aquella criatura afocante que
ella no podía catalogar en sus ficheros, y buscó al jefe de sector para que me
hiciera un registro con la supuesta intención de detectar un tráfico de
marihuana. El mulatón se apareció con otro policía flaquísimo y al abrirles la
puerta me creí por unos segundos en una comedia de Buster Keaton. Ambos
actuaban con la misma crispación que aquellos legendarios perseguidores de
vagabundos que inundaban los cines en los años veinte. Revolcaron todo lo
que les pareció sospechoso, y a cada rato se asomaban a la ventana y en plano
nouvelle vague le hacían señas al chofer del carro patrullero de que aún no
habían encontrado nada. Macuca lo observaba todo desde la puerta
entreabierta y aprovechaba para descubrir en detalle mi embajada. Los dos
energúmenos me arrancaron todas las fotos de las paredes y las palparon con
avidez buscando un escondrijo. En ese momento la petite hizo una entrada
almodovariana y al verla los ojos de la pareja de policías brillaron y se

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dirigieron a ella. La pusieron de frente a la pared, la obligaron a abrir las
piernas y fueron directo hacia sus nalgas. El flaquito introdujo su mano
huesuda en el blúmer y la retiró asqueado. Tiene la regla. La petite se sacó la
íntima ensangrentada y les dijo: Regístrenla si quieren. Eso bastó para que se
fueran después de lanzar una mirada de reproche a Macuca, quien no halló
otra cosa que encogerse de hombros. La petite no esperó a que los policías
acabaran de bajar las escaleras y se paró delante del Alien cederista: Esto es
para que aprendas a chivatear a las mujeres. Y le restregó la íntima por la
cara. Cuídate porque la próxima vez te la vas a comer. Los policías tuvieron
que llevarse a Macuca en el carro patrullero con un ataque agudo de asma. A
la petite le levantaron un acta de advertencia por peligrosidad, pero desde
aquel día reinó la paz entre nosotros. Y dos años después, en medio de aquel
clima de armonía nacional, se apareció Juanita Ortiz, vestida de negro de pies
a cabeza, con gafas oscuras, como los existencialistas de Saint Germain.
Hasta eso le quedaba bien. Decididamente lo suyo eran los disfraces. El cherí,
desde el primer día, mostró sus uñas de capitalista. De repente era él el
director de la película. Según dijo las leyes del mercado francés no le
permitían arriesgarse con un director nuevo y yo, a pesar de ser su amigo, no
había realizado más que un cortometraje demasiado cubano para ser
comprendido en Francia. Yo pasaba a ser una especie de asesor local. Ni
siquiera había tenido la vergüenza de respetar mi guión. Lo que era una
ficción se transformó en un documental costumbrista que él pretendía rodar
en mi edificio. Todos mis amigos actores, a los cuales había prometido
papeles estelares y hasta un posible ascenso por la escalera alfombrada en el
Festival de Cannes, se quedaron con las ganas y me llenaron la puerta de
muñecas alfileteadas y mazorcas de maíz con cintas rojas y quilos prietos. La
petite por su parte no hacía nada para evitar aquella catástrofe cultural. Yo le
expliqué pero ella se limitó a decirme: ¿Acaso no te conviene lo que te paga?
Habla con él, pero te advierto, lo mejor que haces es coger todos esos dólares
y hacer lo tuyo por tu lado. Me sentía traicionado. Ella tendría defectos pero
era fiel, incluso fue a la cárcel a visitar a su ex; por qué entonces no quería
interceder para que el francés me diera una oportunidad. Lo más deprimente
fue ver las reacciones de mis vecinos cuando se enteraron de que iban a ser
filmados por unos extranjeros. Macuca era toda dulzura conmigo, me subía
café por la mañana para evitarle a mi tía ese trabajo, una señora muy decente
de los bajos me trajo a su sobrina que quería ser artista y la obligó a recitarme
Nemecia, flor carbonera, nació con los pies descalzos… y luego la muchacha
se me aparecía todas las noches para que le presentara a los franceses, y cada

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vez sus sayitas eran más y más cortas hasta que llegó claramente a la
indecencia. Todo se transformaba a una velocidad vertiginosa en un pasaje de
Memorias del subdesarrollo, y aquella orgía giraba en torno a mí, me
arrastraba, me emborrachaba… La cosa acabó de empeorarse cuando la
filmación comenzó. Todo el mundo quería salir en el reportaje y sin el menor
pudor abrían a los franceses sus cuartuchos mal decorados en los que se
alternaban los cuadros de las vírgenes con las fotos de mártires y cantantes
populares. Ése era el nirvana del francés, la colección impresionante y
condensada de exotismo decadente y color local. Las respuestas tenían la
profundidad de las preguntas; que si el agua faltaba, que si el edificio no se
había pintado desde que la paloma descendió del cielo, que si la libreta de
abastecimiento, que si el bloqueo económico. Aquello era el mercado de la
miseria con todas las mercancías reunidas. Las quinceañeras alentadas por sus
madres merodeaban alrededor del equipo técnico y hubo entre ellas más de
una disputa. La petite tenía un papel de ficción. Ella aparecía como hacía dos
años, disfrazada de jinetera o travesti y sentada en mi cama. Desde allí
contaba las penurias y dificultades de la vida cubana como si todavía
estuviese aquí, y después vino la parte artística del reportaje. Entonces el
cherí fue fiel a mi guión y filmó al pie de la letra las secuencias de la escalera,
las escenas del ex asaltando la lanchita de Regla, las sesiones de electrochoc
de la petite en su taller de Teatro Experimental. Su idea era mezclar todo eso
a las imágenes reales para dar la idea de la esquizofrenia nacional. En un
principio yo no hubiera tenido nada en contra si no fuese él quien filmaba,
pero saber que nuestra miseria serviría para que se pagara sus cajas de
Partagás y los vestidos negros de la petite, me ponía al borde de la apoplejía.
Me negué entonces a aparecer en el documental y ante mi asombro contrató a
uno de los actores que yo le había recomendado para que hiciera mi papel. La
petite se dio gusto improvisando. El muchacho tenía tipo de galán. Ella
incluyó escenas de sexo que nunca acontecieron en la realidad, y siempre
quedaban mal y había que repetirlas bajo el ojo atento del francés. Muy
ambiguo todo. Ésa fue la última vez que la vi; sobre la cama, como si hiciera
el amor conmigo, o con otro yo mejorado, iluminado el carnal conjunto con
reflectores rojo bermellón. Supongo que el francés habrá intercalado vistas
del malecón, puestas de sol, mulatas riéndose en los balcones… Sin embargo
lo peor era la traición. Hasta el Tommy había organizado un mercado negro
de cuadros a mis espaldas y proyectaba instalarse en París y abrir allí una
galería. No me quedó otro remedio que irme en fade, sin mucho ruido,
transformado en un final de Charlot.

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—C’est vraiment du bon boulot…
—Adorable. Quelles vues magnifiques…
—Il faudra le proposer à Arte…
—L’histoire est absolument frappante…
—Il nous manque des émissions comme celle-ci…
—Et le scénario… rien à ajouter…
Decían cosas como ésas, cursilerías del bel esprit. A mí me parecía un
espanto el reportaje de Francis y durante toda la proyección no hacía otra cosa
que pensar en Ignacio y reprocharme todo lo que le había dicho. Nunca dejaré
de ser una imbécil. Tanto que me las doy de ser una veterana y no se me
ocurrió jamás pensar que el cherí fuera director de cine. Por supuesto que
Ignacio no puede creer que yo no lo supiera. Como en Cuba eso de ser
comunista es ya una profesión yo creía que acá era un poco la misma cosa.
Ante mis ojos se abría París cual una fruta madura pero el apetito se me había
quitado hacía ya mucho. Vivía a mis anchas y aburrida como una ostra. La
estabilidad nunca ha sido mi fuerte. Me faltaban esas drogas que son la
carencia, la incomodidad, el hambre, la vulgaridad… es extraño. Claro que
son reflexiones que pueden hacerse con la boca llena, frente a un televisor con
cuarenta canales. Mi único vicio es apretar el selector para ver desfilar a la
humanidad entera en una peregrinación catódica, fugaz, esquizofrénica. Basta
una sesión de media hora para convertirse en existencialista. Me horrorizaba
saber que gracias al reportaje de Francis entraría en esa danza macabra.
Seguiría siendo una imagen que los demás manipulan irresponsablemente a su
antojo para matar el aburrimiento. Mi desgracia íntima sería un rostro
anónimo puesto en igualitaria convivencia junto a otros rostros y otras
desgracias o felicidades flotando en la gran marea de la electrónica. El
televisor se había vuelto para mí la materialización del rostro de Siddhartha
conteniendo en su calma aparente el sufrimiento y el regocijo, el horror y la
belleza. Me sentía impotente y burlada. La cotidianeidad nuestra de cada día
era el espectáculo de feria del momento, como años antes lo fue la Rusia
soviética, y lo mejor es que Francis tenía para todo la excusa humanitaria.
Para él había que denunciar las tergiversaciones marxistas que habían llevado
al comunismo al caos. Dijera lo que dijera nos había mostrado como a unos
fenómenos tropicales, y de paso había robado sin la más mínima elegancia la
idea de la película a Ignacio. Y yo no hice nada para evitarlo. No, nunca me lo
perdonará. Para colmo está convencido de que todo fue idea mía. De vez en
cuando para olvidarme de mis tormentos me voy a recorrer las calles como
una perra vagabunda que persiguiera la Luna. Y mientras taconeo por los

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adoquines húmedos de sereno me confieso a la ciudad. Ya quizás no vuelva a
ver a Ignacio. He vuelto a La Habana pero en su edificio una señora me dijo
con cara de contrariedad: Ése está en Miami hace rato. Subí a ver a su tía. En
su cuartico vivía ahora una pareja de jovencitos. La viejita murió y Reforma
Urbana nos entregó su casa porque la de nosotros se derrumbó con el ciclón.
Seguí por el pasillo oscuro y me detuve ante la puerta de Ignacio, un gran
sello de papel amarillento estaba pegado a ella. Al bajar vi a través de la
puerta entreabierta de Macuca el arbolito de navidad. Lo había puesto en la
sala y las guirnaldas hacían guiños de luz en todas direcciones. Bajé la
escalera llorando como Mirta Legrand en Perdiz con chocolate, y en la
entrada me eché en brazos de Maikel, el actor que doblaba a Ignacio en el
reportaje, y me apreté bien fuerte contra su pecho. Seguro me está jineteando,
me dije, pero yo lo estoy gozando. Al menos Ignacio está ahora más cerca de
Los Ángeles, y de seguro tiene una grabadora estéreo para sus aplausos.
Espero de veras que logre el oscar. Así podré verlo en uno de mis cuarenta
canales. Abrazada a mi pepillo fui hasta el malecón, no hay otra solución en
La Habana. Era noviembre y el frente frío agitaba el mar rizándolo como en
las estampas japonesas… y las olas golpeaban los arrecifes con sus crestas
saladas y, poco a poco, el estrépito del mar se fue confundiendo en mi cabeza
con los aplausos de la vieja grabadora Sony…
… and the winner is… Ignacio Rodríguez for Fallen Angels…
Well, I’m very very excited but I want to say thanks with all my heart to
Little Jane for her support in this film…

París, 30 de septiembre de 1997

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Cosas esenciales
Jorge Luis Arzola

Para Yuslenis, para Francis

Muchas cosas son ahora un espacio negro en mi memoria. Pero había el mar,
el camino oloroso y la galera, ¿de Cartago?; y aquel muchacho tan parecido a
mí (mi amigo, creo), con su amante, aquella muchacha cuyos ojos hablaban
de deseos y de cosas que yo no conocía entonces… ¿O era yo el amante, y el
muchacho el que vibraba al recibir en su boca el mínimo seno salado de la
mujer?
Pero yo pudiera también haber sido la amante. Y probablemente veníamos
del occidente los tres, ¿de Roma, de la Galia, de algún confín del futuro: del
reino de Castilla, de la República Socialista de Cuba?… ¿O veníamos del
pasado, mis dos muchachos trigueños, de sedosos embriones de rosas entre
mis labios; la muchacha que una noche de luna me enseñaba, regalaba el
primer bocado de un seno hecho justamente para mis labios de adolescente,
casi de muchacha, detrás de una caja de sal?
Yo venía huyendo: la muchacha y su amante, y también el otro, veníamos
escapando: ¿de qué, de quién, desde dónde y hacia dónde? Yo venía, iba,
regresaba huyendo, y había olor a mar, y por supuesto un mar, y un puerto
desde donde zarpar, y una galera, un velero, un inmenso barco de vapor para
zarpar.
Nadie puede ahora precisar las circunstancias de esta historia. Los tres
huíamos, es todo lo que puede saberse. Pero el punto de partida era
seguramente una aldea irrespirable, y habíamos echado la suerte a la vastedad
del mar.
Yo era amigo del amante, y no deseaba SU muchacha, pero nunca había
deseado a nadie como a esa muchacha. Y allá en aquella aldea detestable yo
solía espiarlos cuando él se bamboleaba como un barco hecho a la mar entre
sus piernas.
¿Pero acaso no era yo la muchacha? ¿Y quién espiaba a quién?… A veces
yo sentía pena de verlos mirándonos, pero era tan agradable esa visión a lo

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lejos, casi asustado… Y entonces yo tendía a mi amante sobre la hierba y me
le sentaba encima hasta llenarme, y le ofrecía a él (al muchacho), la vista de
mis senos erguidos como promesas que palpitan.
(Ah, dioses, ¿no era así como palpitaban aquellas uvas en los racimos
cruzados sobre el lomo de una mula que un campesino conducía al mercado
desde un viñedo de la aldea?)
Yo era la muchacha, yo era el amante, yo era el amigo que soñaba con la
muchacha sentándosele encima, no sobre su pubis, sino en su pecho, sobre su
boca. Yo era entonces el amante que intuía los velados ofrecimientos de mi
muchacha y el rubor codicioso de mi amigo.
¿Y quién de nosotros planeó la huida? ¿Quién convenció a quién de que
había un motivo para huir?
Reconozco que pude haber sido yo, el amigo de los amantes. Motivos
pude tener muchos. La muchacha me deseaba, y yo la deseaba a ella. Y una
vez, por cierto, me mostró como al descuido un seno encantador, mientras le
decía a su amante que tenían naranjas de sobra aquel año y que podían vender
algunas.
Pero lo importante es que decidimos escapar de aquella aldea los tres
juntos. Y un día temprano partimos. Recuerdo que fueron difíciles las
marchas hasta encontrar el mar, y sentir que anulábamos a lo lejos aquella
aldea ahora insospechable, que tal vez no haya sido nunca sino un recurso
mío, nuestro, para nombrar al miedo, aunque ahora ya ni sé por qué la he
mencionado, si no he hablado de vecinos ni de jueces, de los cuales están
repletas todas las aldeas del mundo desde siempre.
Lo cierto es que un día dimos con el mar y que zarpamos alegremente, y
que otro día, por fin, mi amada y el muchacho se encontraron detrás de una
caja de sal, en cubierta. Yo estaba entonces en mi camarote de primera clase
(?), bebiendo ¿whisky?, o conversando con el capataz de la galera, mientras
este azotaba a los remeros escitas que no cesaban de refunfuñar.
Pero yo pude haber sido la muchacha. Yo era la muchacha, y a veces creo
recordar a mi amado allá en el puerto ¿de Samos?, ¿de New York?, mientras
nuestra nave se alelaba velozmente. Todavía puedo sentir la pena inesperada
de verlo abandonado, allá, haciendo aquellos gestos y gritando… Pero ante
nosotros estaba inmenso todo el mar y en mi cintura sentí de pronto la mano
del muchacho. Era una mano delicada, casi de doncella.
El sol se ponía a lo lejos y había brisa y éramos libres. Y entonces ya no
sentí tanta pena.

Marzo de 1997

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Lobos en la noche
Ángel Santiesteban

—¿Listo, Esteban? —y con un gesto de cabeza responde un sí atemorizado.


Salimos bien tarde en la noche, bajo una llovizna que amenaza con
afiebrarnos. Mantenemos los pasos ligeros y suaves para no llamar la
atención. Suerte que ya nadie hace guardia del comité en las cuadras como
antes, y pueda delatarnos por sospechosos. Las calles están frías y solitarias:
éste parece ser el día perfecto. Pasar por la estación de policía nos atemoriza
porque el guardia de la puerta nos mira con recelo. Parece un espantapájaros,
dice Esteban, y no quiero reír porque si el centinela se percata de la burla
puede hacer un movimiento con uno de sus dedos y estaríamos llorando largo
tiempo en un calabozo. Aprieto el saco donde traigo todo lo necesario: dos
cuchillos, chágara, nylons y soga. Me alegra que la luna sea minúscula y nos
proteja. Vuelvo a preguntarle a Esteban si recogió el carné y me palpo el
bolsillo para comprobar que llevo el mío. Le pido, casi en súplica, que no deje
caer los pies con tanta fuerza sobre los charcos, Esteban, me parece sentir el
eco también temeroso de los pasos rebotando en las paredes y eso puede
delatarnos. Vuelvo a insistir que pise todavía más suave, coño. Me mira
impaciente y hace una mueca. Pienso que tal vez estoy exagerando y lo que
hago es ponerlo más nervioso de lo que normalmente está.
El saco pesa cada vez más por la lluvia. Lo cambio de hombro. Un gato
negro cruza la calle y aunque evito mirar a Esteban, sé que tienen los ojos
sobre mí. Pregunta si mejor no sería regresar. En este momento pasamos por
debajo del farol de la esquina y Esteban se percata de mi incomodidad. No
seas cobarde, le digo cuando ya esquiva mi mirada. Pero recuerdo la humedad
y el mal olor de las celdas, y también me siento apendejado. Y para darle
ánimos, no sé si a él o a mí, le recuerdo que Orula nos había dado permiso, y
que el padrino Miranda dice que Orula nunca se equivoca. Entonces se
persigna, besa el collar de Oshún que cuelga de su cuello y enciende un
cigarro.
Antes de llegar a la parada del tren dejo a Esteban con el saco escondido
en un portal. Apenas avanzo unos pasos me pide que no me demore, avísame
pronto para no estar mucho rato solo, mira a su alrededor y se abraza para

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ahuyentar el frío. Hago un gesto con la cabeza y con las manos le pido que no
se impaciente, todo va a salir bien, ya verás. Me acerco a la parada, buenas
noches, y nadie me responde, aquí no hay nadie educado, lo que sugiere un
nivel escolar ínfimo, que trae consigo un orden social bajo, quizás demasiado
bajo, el exacto para estos menesteres. Paneo con la vista para reconocer las
caras. Se ve que todos son maleantes, que el miedo y la amargura les han
comido la voz y las palabras, porque aquí lo que se necesita es silencio, y
concentración.
Pido el último y miro las caras y todas parecen las de siempre. Alguien
desde una esquina levanta y deja caer el brazo con rapidez. Me convenzo de
que todo el grupo está en lo mismo y no hay infiltrados que sacarán algún
carnecito avisando que estamos detenidos. Saco el pañuelo y me sacudo la
nariz, que es la contraseña, y veo acercarse la silueta de Esteban. Le digo que
ponga los sacos en la esquinita de siempre, hasta que asome el tren, para no
tener nada arriba que nos comprometa por si vienen registrando. Ahora corre
y lo deposita detrás de unas matas y regresa con los mismos salticos, se
detienen frente a mí y me sonríe. Le propongo que encienda un cigarro, con la
intención de tenerlo ocupado, lo toma, continúa sonriéndome, los fósforos se
le han humedecido y se desespera, me mira angustiado y sigue insistiendo,
con dificultad le quito la caja y rato algunos hasta lograrlo.
Nos guarecemos en la parada junto con el resto de los pasajeros, pero el
viento nos tira el agua en ráfagas a la cara. Hemos acabado de llegar y ya
estamos impacientes, deseo que ese tren acabe de asomar su nariz y nos
recoja. Esteban se agacha para escudar la lluvia y enciende otro cigarro con la
colilla anterior. Está muy pegado a mí, quizás buscando el calor de su cama.
No quiero recordarle que el humo me molesta, prefiero verlo sedado.
Conozco su nerviosismo. Temo perderlo porque es muy difícil encontrar un
compañero que acepte correr estos riesgos; somos más perseguidos que los
asesinos y casi nunca podemos contar la historia porque nos disparan a matar.
Cuando vemos el reflejo de la luz del tren en el horizonte, se organiza la cola.
Le hago una seña a Esteban y enseguida trae los sacos.
El calor de la locomotora nos acoge como senos de mujer. Escojo el
vagón más oscuro y me siento cerca de la puerta. Esteban nunca se queja y
me persigue con la fidelidad de un perro. Se sienta a mi lado. No te duermas,
por lo que más quieras, le digo y mueve la cabeza como un caballo para decir
que no. ¿Por qué no rezamos un poco?, se lo prometimos al padrino, Esteban,
murmuro sin que me oiga. Ahora está callado con la vista fija mirando al
techo.

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Aunque hace frío las ventanas se mantienen abiertas. Asomamos la cabeza
y el torso para mirar al camino, descubrir a tiempo alguna encerrona de la
policía y tener la oportunidad de escapar. Siento los latigazos de la lluvia
golpeándome el rostro y después recorriéndome el cuerpo hasta los pies.
Esteban tira desesperado de mi camisa para preguntarme si no veo nada.
Nada, le respondo y le pido que no vuelva a halarme la ropa, sabes que me
molesta. Se queda tranquilo como un niño apenado que al momento se olvida
y hace cualquier pregunta tonta. Trato de evitarlo, me levanto y finjo ir al
baño para saber cómo anda el ambiente. Me sujeta el brazo y suplica que no
me demore. A veces me confunde y no sé qué contestarle, no se da cuenta de
que en este marginalismo, cualquiera que nos vea con esa necesidad del uno
por el otro, no pensará que somos amigos de niños, que a pesar de todo
tenemos buenos sentimientos, y que si estamos en esto es porque no tenemos
otra alternativa; lo que podría suceder es que nos confundan y nos crean una
parejita de esos hombres que se besan. Nada más que de pensarlo me dan
deseos de darle un piñazo por el pecho a Esteban para que aprenda a
comportarse. Miro a los que nos rodean; pero cada uno está en lo suyo. Nadie
está dormido. Todos permanecen atentos a cualquier ruido que les avise que
ésta será una noche de suerte. Logro que me suelte un brazo. Camino
lentamente por el pasillo sujetándome de los asientos. El policía ferroviario
conversa en voz baja en medio de un grupo que se calla al verme, hasta que
vuelvo a alejarme. Seguramente son sus cómplices que le darán su parte y la
del maquinista. A la mayoría les brillan los ojos de felinos desconfiados, los
mueven nerviosos de un lado a otro. Tengo sueño y saco la cabeza por la
ventanilla. Veo las luces del tren espantando la oscuridad hasta que se apagan.
Enseguida la alegría me invade y voy a buscar a Esteban que ya está dormido.
Lo sacudo y se despabila. Sorpresa, le digo, y me voy hacia la puerta. Cuando
el tren enciende las luces nuevamente, ya está cerca el grupo de reses que
dormita sobre el calor de los polines. Esteban me hala la camisa
incesantemente para preguntarme si son muchas. De repente, la intensa
claridad en plena noche ilumina los ojos de aquellos animales, que brillan en
la oscuridad como linternas, creando un cuadro perfecto para el pintor que
hubiese querido ser. No puedo evitar una sonrisa de emoción. Las reses
intentan levantarse con demasiada lentitud para el peso de sus cuerpos y,
encandiladas, no pueden escapar de los golpes que el tren les va propinando.
Una de ellas cae al barranco y la persigo con la vista tratando de marcar el
lugar. Corremos hacia una de las puertas traseras. Miro a Esteban y tiene las
manos vacías, le grito que busque el saco y se sorprende, con torpeza se dirige

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a los asientos dando tumbos y regresa con el saco, me molesta su
incompetencia pero no quiero ofenderlo para no echar a perder esto a última
hora.
El tren afloja la marcha, el policía se me interpone en el camino para que
su gente pueda bajarse primero, finalmente, logro esquivarlo y saltamos como
lobos sobre las presas. Noto que hay pocas para tanta gente, la mayoría ya
tiene sus matarifes trabajándola, y le grito a Esteban que me siga. Lo único
que responde es: aquí, aquí, ya, ésta; pero es muy difícil adueñarse de una sin
que otros la rodeen al mismo tiempo. No quiero que me suceda lo que a
muchos, que en la desesperación, la ambición y el odio, los cuchillos se
confundan y se introduzcan en mi brazo, cercenen dedos, o amanezca al otro
día al lado de los restos deshuesados de estas reses con un orificio en la aorta.
Sigo corriendo y digo que me haga caso, quiero una para nosotros solos,
sabiendo que si no la encuentro tendremos que esperar a que terminen los
otros para recoger sus sobras. Él grita que me he vuelto loco, que me detenga.
Pero no le hago caso. Bajo por el barranco y allí mismo está esperándonos, en
silencio; mientras Esteban sonríe con la ingenuidad y alegría de un niño, le
amarra la boca para que su llanto no delate y avise a cualquier policía de
camino, saco el cuchillo y se lo clavo por una de las patas y un chorro de
sangre se estrella contra mi cara y me ladeo y cierro los ojos y la boca, pero
sigo cortando. Ella quiere levantarse pero no puede. Cuando deja caer la
cabeza, Esteban comienza a cortar. Pienso en lo preocupada que estará mi
mujer, quizá esperando la noticia de que ya estoy detenido en la estación.
Pienso en lo alegres que se pondrán su rostro y su barriga, sabiendo que va a
descansar del sabor a pescado con fango, del picadillo de soya y la pasta de
oca. Pienso en el cajón de medallas y diplomas que guardo bajo la cama. En
lo sorprendidos que se quedarían aquellos que compartieron conmigo
momentos históricos, como le dicen ahora.
Después envolvemos la carne en los nylons y dentro de los sacos. Me
paso la mano por la cara. Estoy agotado. Aunque nos sea imposible calcularlo
por el nerviosismo, llevamos cortando cerca de una hora. Hay que apurarse
para llegar a la parada porque el tren ya está por regresar, Esteban. No le
pregunto si me escuchó para evitar que me responda en mala forma y yo lo
ofenda y terminemos a puñetazos. El saco pesa, casi no puedo con él y
camino dando tumbos. Envidio la fuerza de mulo de Esteban que carga el
suyo sin contratiempos; pero él es lento físicamente y más aún de
pensamiento. Y como lo sabe, porque estuvo en una escuela especial para
retrasados mentales, generalmente es dócil y me acepta de jefe.

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—Apúrate, Esteban, cuando el tren pase, tira el saco y súbete rápido, no
vaya a ser que te quedes, recuerda que no se detiene en firme.
—No me dejes solo… en esta oscuridad me pondría a dar gritos hasta que
alguien me recoja. Júrame que no me vas a dejar aquí.
Es lógico que me provoque risa esa respuesta; pero he perdido el humor,
al menos en estas circunstancias, no sé qué tiempo hace que no me río con
ganas; quizás podría darme lástima con Esteban, pero tampoco me sale; en
estos momentos no estimo a nadie como a mí, porque dependen de mi destino
tres mujeres que no saben hacer otra cosa que agradecer mi esfuerzo.
—Te lo juro, no te voy a abandonar; pero no jodas más con lo mismo y
cállate.
Llegamos a la parada y temo estar embarrado de sangre, aunque ahora
llueve con más fuerza. Busco un charco de agua y me lavo la cara y la camisa
para borrar cualquier rastro. Me duele la mandíbula de tanto apretarla, no sé si
por el frío o por el miedo. Los mismos hombres desconfiados del trayecto
volvemos a formar una masa oscura y silenciosa en la parada. Vemos la luz
del tren que viene de regreso, surge de la lejanía como un pequeño sol que
despedaza la oscuridad. Los minutos que se demora en llegar me parecen
horas. Nos acercamos a los rieles, escucho los hierros rechinando como
gritos. Y lo abordo casi sin detenerse; Esteban tira el saco y la mano no le
llega al tubo de la puerta porque el tren ha vuelto a acelerar su marcha, sus
dedos quedan extendidos, su cuerpo se inclina, estiro el brazo para alcanzarlo,
no puedo, apenas veo su rostro espantado, lo imagino, me llama, su voz de
niño se pierde en el ruido de los hierros y el silencio de la noche, no distingo
su cuerpo por la oscuridad, me pongo nervioso, si lo sorprenden a lo mejor
me delata. Muevo los sacos de la puerta para que los otros no tropiecen más y
dejen escapar un silbido de impaciencia o lo peor, que nos los roben. Lo
acomodo en un asiento vacío como los demás matarifes, para decir que no son
nuestros ni sabemos quién es el dueño, en caso de un registro de los policías
de carretera. Esteban se me acerca, me empuja y aunque no veo su cara de
loco, la conozco.
—Te pedí que no me dejaras solo —dice en voz alta.
—No te dejé solo y suéltame la camisa.
—Lo hiciste, y te advertí que no me dejaras solo.
—No lo hice, simplemente porque nunca lo haría, ¿me entiendes? Sabía
que ibas a poder subir por alguna otra puerta, y en el caso de que no lo
lograras, iba a esconder los bultos cerca de la parada, llegar hasta la casa para

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recoger la bicicleta y regresaba a buscarte; yo no soy un mierda y no grites
más.
—Pero yo necesito saber que nunca me dejarías en esa oscuridad.
—Por supuesto que nunca lo haría, ¿cómo coño tú crees que yo iba a
poder trasladar toda esta carne sin tu ayuda? Yo también necesito tu
presencia, por algo te traje, ¿no?, y habla bajito que nos están mirando.
Entonces comienza a suavizarse y mira a su alrededor percatándose de lo
que está haciendo. Se sienta a mi lado sin quitarme la vista, tratando de
adivinar mis verdaderas intenciones.
—¿Hubieses regresado de verdad?
Le digo que sí, la carne viene y va igual que el dinero; pero la amistad no,
Esteban. Y ya, un poco más tranquilo, acomoda su cuerpo sobre el asiento,
deja caer la cabeza hacia atrás. Me pregunta si estoy molesto y le digo que no
jodas más, duérmete. Aprovecho para relajar también el cuerpo, aunque no la
mente. El policía ferroviario finge dormir, como siempre, y no hay manera de
que me adapte a su presencia. Sigo desconfiado; temo que en algún momento
se levante y diga están detenidos. Le miro la pistola y me pregunto si dentro
de ella está la bala que arrancará el llanto de mi familia.
Pienso nuevamente en la alegría de tener algo de comer para llevar a mi
casa. En lo bien que se siente un hombre cuando puede hacerlo. En el miedo y
la presión con que se hace. En que descansaría por unos días de los reproches
de mi mujer por no aceptar abandonar el país. Todavía queda un trecho de
peligro y los sacos mojados de agua y sangre pesan más. Ahora Esteban no se
duerme. A pesar de la ligera alegría que demuestra, fuma un cigarro tras otro,
y también mira desconfiado al uniformado que aún finge dormir y me toca
con el codo avisándome cada vez que hace un gesto para acomodarse.
Desde que ven las primeras luces de la ciudad, comienza el movimiento
de las personas y los sacos para acercarse a las puertas y, a la vez, vigilar para
correr y buscar monte, por si nos esperan para registrar como la mayoría de
las veces. Con el reflejo de la luz del tren descubro el brillo de la chapa blanca
del patrullero y las siluetas de los policías en el andén. Mi primer impulso es
lanzarme al vacío y a la oscuridad con mi saco; pero sé que mi compañero no
podrá hacerlo y seguramente su llanto avisará de la encerrona al resto de los
pasajeros y querrán hacer lo mismo que yo, lo que alertará a la policía y con
un cerco nos detendrán a todos. Voy hasta donde está Esteban y casi con la
voz quebrada le digo que hale su saco detrás de mí, me va a preguntar qué
pasa y le aprieto el hombro, le digo que haga todo lo que le pida sin
preguntar, al menos por esta vez; asiente sin mirarme a los ojos y arrastra el

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saco, llegamos hasta una de las puertas contraria a la estación, busco algo que
me sirva para reconocer el lugar, un árbol, y lanzo mi saco lo más lejos que
puedo del tren, Esteban me mira con el rostro espantado, pido que haga lo
mismo y se demora, no quiere hacerlo, niega, mueve la cabeza desesperado,
es mía, dice, y nadie me la va a quitar y abraza el saco con fuerza, me agacho
y le pido que entonces haga lo que le pido, está temblando, le tomo sus manos
con las mías y sin que pueda reaccionar le quito el saco y lo lanzo también,
me empuja y me doy un golpe en la cabeza que no me deja ripostar, apenas
levanto la rodilla y evito que vuelva a tocarme, grita por qué lo hiciste y
quiere tirarse del tren para buscarlo pero la oscuridad lo detiene como un
muro que no puede saltar, queda indeciso y temo que por el miedo quede
atrapado debajo del tren, lo sujeto por una pierna y logro hacerle perder el
equilibrio y cae sentado a mi lado. Me le acerco con dificultad al oído y le
digo que la estación está llena de policías, entonces queda estupefacto, con
esos ojos inmensos de loco con que suele mirarme cuando el peligro lo
acecha. Nos levantamos, le advierto que no haga comentarios, y cuando los
policías te pregunten, le contestas lo de siempre: venimos de casa de unos
amigos que viven por la Loma del Tanque, ahora dice a todo que sí, todavía
siento el dolor en la cabeza. Nos sentamos a esperar que el tren acabe de
detenerse. Alguien grita dando la alerta. Vemos el corre corre de los demás al
percatarse de la encerrona, pero ya no pueden ocultar la carne, sólo se alejan
de ella con gesto de incomodidad. El policía ferroviario corre a esconderse en
la locomotora diciendo que no vio nada. Por varias puertas suben los agentes
que van directamente hacia los bultos. Preguntan quiénes son los dueños, pero
por supuesto, nadie responde, quedamos mirándonos inocentemente. Indagan
nuestra presencia en el tren mientras revisan los carnés de identidad,
preguntan en qué trabajamos. Comprendo, por todo el temor que tratan de
sembrarnos, que no van a llevarnos a la estación de policía, y seguramente
que la carne tampoco irá. Dicen que como no han encontrado dueño alguno
de esos sacos tendrán que llevárselos. Los arrastran y después entregan los
documentos de identificación y nos dejan sentados en aquella oscuridad sin
decir nada hasta que vemos las luces de los autos alejarse.
Descendemos y observo las marcas de los autos patrulleros en el fango.
La parada está en calma. Ahora no tendremos que agradecerle a la lluvia su
incesante monotonía para que mantenga alejados a los policías salvavidas,
aunque después nos cueste una semana de fiebre y de tos. Los pasajeros
tomamos rumbos distintos. Le digo a Esteban que mejor esperamos que se
alejen porque pueden pedirnos una parte o querer quitárnosla a la fuerza. Nos

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acercamos al lugar y busco el árbol que me avise que estoy cerca de mi saco.
Esteban encuentra el suyo primero, suerte que tiene a pesar de estar loco. Al
fin encuentro la mía y emprendemos el regreso. Casi no se puede con los
sacos y avanzamos muy lentamente. Evitamos pasar cerca de la estación de la
policía, no importa que el tramo se nos haga un poco más largo. A veces
vemos acercarse las luces de un carro, y soltamos los bultos por si es un
patrullero, o un cooperante que avise a los guardias y no den tiempo ni a
rendirnos y nos disparen con sus armas de fuego, como casi siempre hacen en
estos casos de sacrificio de ganado.
Cuando entro en la cuadra, rápidamente paso revista a las puertas y
ventanas donde pueden delatarnos, por la envidia de no conseguir un pedazo
de carne, o no poder arriesgarse por su cobardía. Por eso siempre que alguien
me ve, le regalo lo suyo, y todo queda en el olvido. Desde entonces nos
vigilan para vernos salir, y esperan el regreso para recibir su parte. Pero esta
vez Esteban y yo acordamos engañarlos, saltar el muro del fondo y
encontrarnos en la funeraria, estoy seguro que los despistamos y nos hacen
durmiendo a esta hora.
Me asusta ver una pareja en la entrada del pasillo de mi casa. Quiero
soltar el saco pero sé que la poca fuerza que me queda es para llegar
justamente hasta allí; después no podría volver a levantarlo. Así que me
arriesgo y me acerco temeroso hasta que reconozco a mi mujer y a mi madre
que me esperan cubriéndose con un nylon.
—¿Qué coño hacen mojándose? —les digo mientras me ayudan a sostener
el saco. Esteban cruza la calle y tira el saco en su puerta para abrirla.
Entramos en silencio por la cuartería donde vivimos aunque no podemos
evitar que nuestras pisadas se escuchen como una estampida de caballos.
Llego hasta mi entrada y lo dejo caer tras la puerta: un hilillo de sangre corre
por las losas.
Primero me siento a esperar que se me pase el dolor del cuello, los brazos
y la espalda. Mi madre, después de agradecer a los santos que mantiene con
velas encendidas, ron y un tabaco humeante, viene hasta mí con una pastilla y
un vaso de agua. Mi mujer me quita los zapatos, sonríe y le brillan los ojos
cuando mira el saco: me recuerda las reses mientras el tren las golpeaba;
ahora no se queja de que tengo mal olor en los pies y me los frota con sus
manos y sus senos.
En estos momentos y a pesar de todo, me siento orgulloso y le paso la
mano por la cabeza apenado por las preocupaciones que le causo: un gesto de
disculpa por esta manera de vivir que no merece, o no merecemos. Y miro a

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mi madre que tiene los ojos cerrados y mueve los labios en silencio y a cada
rato se persigna.
Tocan a la puerta y el corazón se me desboca. Mi mujer intenta
inútilmente arrastrar el saco para esconderlo. Mi madre abre los ojos y mira
nerviosa los santos rogándoles que no le hagan esta mierda a última hora. Soy
yo, Esteban, dice, y avanzo buscando la voz con temblores en las piernas.
Miro por la rendija para cerciorarme de que es él y abro la puerta. ¿Qué
piensas hacer con la tuya?, me pregunta. Comérmela, le respondo, no voy a
correr el riesgo de querer venderla y me cojan preso. Y tú, mira a ver qué
cono haces, porque si te agarran, pórtate como un hombrecito y no menciones
mi nombre. Lo mejor que puedes hacer es comértela también y olvidarte del
mundo por estos días. Dice que seguramente no querré volver a llevarlo
porque se porta mal. Le digo que mañana hablamos, es muy tarde. De todas
formas, dice, no sé si tendré valor para volver a acompañarte, creo que te
agradecería que no me invitaras más. Le digo que estoy cansado y empujo la
puerta para cerrarla. No me responde y se va sin decir otra palabra. Siempre
que llegamos me hace lo mismo, y después que transcurren unos días y se le
acaba la carne y el dinero comienza a presionarme, me pregunta
constantemente cuándo lo repetimos.
Cierro la puerta y vacío el saco sobre la mesa. Aparecen unas inmensas
bolas rojas. Digo que enciendan el fogón que vamos a estar comiendo hasta
reventar. Mi madre corre para la cocina para llenar el tanque de luz brillante,
mi mujer prepara las cazuelas y me mira con entusiasmo.
Vuelven a tocar a la puerta, y aunque esta vez nos volvemos a asustar
sabemos que es Esteban para otra de sus preguntas. Abro la puerta y es la
vecina del frente con un platico. Siento la voz de mi madre que dice que esto
ya es insoportable, mi mujer asegura que es un chantaje, miro a la señora y
descubro que quiere esconder sus ojos tras sus arrugas, le descubro la
vergüenza por hacerlo, tomo el plato y corto un pedazo y se lo entrego, antes
de cerrar la puerta veo tres siluetas, son las otras vecinas, una me dice que
tiene la niña enferma, y mi mujer dice que la lleve al consultorio del médico,
pero ella insiste, ruega con su mirada que la ayude y la mandíbula le tiembla,
dejo escapar el aliento mientras tomo los tres platos para salir de eso de una
vez y por todas y poder descansar, intentarlo, al menos, ver disfrutar a mi
familia del placer de comérselo, mientras corto las partes de las vecinas, ellas
se quejan de que Esteban no quiso ni abrirles la puerta, dicen que no es buen
vecino como nosotros. Mi madre les explica que no debemos cocinar todos a
la vez porque el olor se sentirá en todo el vecindario y nos delatará. Mueven

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la cabeza aceptando. Les pide que nos den las primeras dos horas, después te
toca a ti, y señala a una que mueve la cabeza con obediencia, después tú y
termina ella. Mi esposa se los entrega y tira la puerta con fuerza por la rabia.
Mamá dice que es injusto que tenga que darles puesto, que ellas tienen hijos y
esposos también, por qué no se sacrifican como yo, que si caigo preso, y ni
que Dios lo quiera, se persigna, ninguna hará nada por mí, sólo darle a la
lengua y decirles a todos que eres un delincuente de mala cabeza. Le paso el
brazo por el hombro y digo que por favor, quiero descansar la mente,
entonces sonríe, me besa las manos y vuelve a la cocina.
Comienzan a freír los primeros filetes y según van cocinándose los
devoran. Los toman con las manos y soplan, desesperadas por morderlos.
Terminan casi al amanecer. Mi madre a veces eructa sin poder evitarlo, siento
el regocijo con que lo hace. Mi mujer se ha zafado el botón de la saya por la
llenura, aunque mira, como una hambrienta insaciable, el resto de la carne.
Tiene preparados algunos bistecs para el desayuno de mi hija antes de ir para
la escuela. Al menos por ahora no tendrá que escuchar todas las mañanas los
lamentos de su mamá por no montarnos en una balsa para huir a Miami. Yo
no he podido probar ni siquiera un miserable pedazo de carne. Todavía siento
el nerviosismo por la tensión de la noche y el frío impregnado a los huesos.
Me asusta pensar que cuando ésta se acabe, otra vez tendré que correr los
mismos riesgos. Por eso, miro a los santos de mi madre y les pido que ocurra
algo tan grande en mi vida que me salve de volver a intentarlo.
Quién sabe hasta cuándo me dure la suerte.

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El regreso
Rodolfo Martínez

Caminaba, como quien cuenta cada espacio recorrido, pretendiendo reducir la


distancia entre el recuerdo y la nostalgia, andaba con pasos lentos y seguros
tan distintos a los de antes, a pesar de ser el mismo, y tener en los ojos esa
interrogación por todo lo desconocido.
Eran las mismas casas, igual gente llenando las esquinas, allí estaba
además intacto el parque donde tantas veces le pareció vivir escondido del
mundo, pero ahora lo veía sin un velo en los ojos, no ya como un refugio para
una adolescencia inútil.
Pudo cambiarle el color a las paredes, después de todo, sólo algunas
habían variado la forma. Bastaba con imaginar menos deteriorados los muros,
convertir en césped la espesura de hierba en el jardín de aquella mansión, y
desprender más tarde el sello que impedía la entrada a la antigua casa de su
abuela Cecilia.
Tuvo el instinto de tirarle fotos, imaginando por segundos que se las
mostraría en Miami; luego le pareció estúpido el haber olvidado, en un breve
espacio de tiempo, que su abuela había muerto; pensó que siempre le sucedían
estas cosas, y de haber sido un viejo, él mismo se burlaría de su demencia
senil, pero era joven aún, y al menos para otras cosas tenía una gran memoria.
Iba mirando cada rincón de la cuadra, mientras buscaba en su mente la
imagen que justificara la vanidad de poseer la facultad de indagar en forma
fácil los recuerdos. Otra vez dirigió su mirada al parque, éste aún conservaba
su jardín de rosas en el centro, el escenario que lo hacía semejar un anfiteatro
estaba también igual, y sólo había variación, después de tantos años, en la
consigna que hoy decía «RESISTIREMOS».
Una broma en su pensamiento lo hizo reírse levemente; pensó que al
regresar a Miami le diría a su amigo Jaime que habían puesto aquel cartel en
su memoria, ya que éste era el lugar preferido de él para ser poseído por todos
sus amantes. Allí lo había descubierto, por primera vez, besándose con
Alberto. Recordaba el sonrojo de aquel día de forma extraña, primero, fue la
sensación de ira, al descubrir que su mejor amigo era un maricón; después
esta impresión se redujo al asombro, y al final, las palabras de Jaime le

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provocaron risa: ¡Qué clase de civilizado eres!, le dijo éste, así de simple,
como si nada hubiese sucedido, como una forma de censura por su
incomprensión. Realmente le costó trabajo ver el mundo diferente; «es muy
difícil llegar a ser tolerante», pensó. De niño solía lanzarle piedras a Juan
Manuel, junto a sus amigos, que eran implacables con todo aquel que
mostrara un signo de debilidad. A Juan Manuel lo apodaban «tojosa», y él se
vanagloriaba de haber roto un huevo sobre su cabeza para «enseñarlo a ser
hombre».
Sin embargo, la llegada de Jaime a su vida lo había alejado de las piedras,
lo había acercado a un mundo más infantil y lleno de fantasías internas que le
provocaban más excitación que su vida anterior.
Había abandonado las cacerías de abejas, y el sacrificio de lagartijas ya no
formaba parte de sus pasatiempos. Ahora eran otros los sueños, conoció el
esotérico mundo de la creación. A Jaime le encantaba dibujar a personas
desnudas, y quizás por estos dibujos se acrecentaba en él la necesidad
prematura del erotismo. Un día fueron sorprendidos espiando a Sandra,
mientras orinaba en la letrina de su derruida vivienda, la madre de ésta les
prohibió volver a entrar en aquella casa, y un enorme castigo para ambos fue
la consecuencia de aquel acto.
Después, cada padre pensaba que su hijo era el inocente, provocando la
separación de los dos hasta la adolescencia… y en esta etapa de su vida había
descubierto que su amigo era maricón, ¡vaya ironía!
Esperó la noche, procurando no hacerse evidente, se vistió con la peor
ropa traída en el viaje, y aún así, no pudo evadir los reclamos de un niño, que
le preguntaba si tenía chiclet o algún dólar que le regalase. Después de
hacerlo, seguido por las promesas del niño de no comentarlo a ningún vecino,
se aprovechó de la oscuridad para cruzar la verja que estaba en el frente de la
casa, se dirigió rápidamente a través del pasillo lateral, hasta el punto de ésta,
y al llegar allí, sacó una llave maestra preparada para aquella ocasión.
Después de varios intentos, pudo al fin abrir la puerta. Despegó al hacerlo, el
sello que la unía a la pared del portal, lo estrujó entre sus manos, y logró
finalmente penetrar en la habitación.
Un ligero temor comenzó a multiplicarse en su interior, al atravesar la
puerta del cuarto de su abuela Cecilia. «Después de todo», pensó para
calmarse, «ella murió en Miami», pero un recuerdo ineludible, de alguien que
le había dicho que los muertos regresan al lugar donde más quieren, le hizo
volver a su anterior estado.

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En medio de la lucha entre el miedo y su obsesión, acudió al arma de la
memoria; su temor era por los muertos, y ya entonces, al volverla a ver viva,
su pánico se iría agotando hasta desaparecer totalmente. Allí estaba otra vez
su abuela Cecilia enseñándole las últimas fotos Polaroid recibidas de su
madre. «Ella nos va a sacar de esta mierda», le decía, «y a esta ñángara de
basura la vamos a dejar aquí, para que no joda más».
«Pobre abuela», pensó, «quizás mi tía Ana o, como ella la llamaba, “la
ñángara” no la hubiese metido tanto tiempo en un home, como lo hizo mi
madre, o en este caso en un asilo, lo que sucede es que la ausencia nos lleva a
idealizar a la gente, y los defectos de un familiar cercano nos hacen canonizar
a aquellos que ya no están, cuando sería más fácil comprender y tolerar a los
que aún no ños han abandonado».
Al hacer alusión a su tía Ana, en la mente, dirigió sus pasos al cuarto que
había sido de ella. Le pareció sentir aún el olor a tabaco que siempre salía de
atrás de la puerta, allí donde estaba la estatua de San Lázaro con las muletas,
y al que su tía llamaba Babalú. «Hasta en nombrar a ese santo tenían
divergencias Cecilia y su tía», pensó él, «esta guerra de ambas era algo más
que simples peleas generacionales, que siempre existen, era, más bien, la
causa, la forma de actuar ante los hechos». «La percepción del mundo está
dada por las circunstancias», meditaba él, a medida que se adentraba aún más
en el pasado; «la vida nos hace ver las cosas de diferentes ángulos, y en base
al modo en que nos afecte, actuamos frente a ella; para abuela Cecilia, la vida
se reducía en soñar cómo salir un día de aquel lugar que odiaba, pensando
siempre que la reclamaría aquella que un día nos dejó a todos, aquella que nos
mandaba cartas perfumadas, para escapar de este mal olor que provocaba el
sudor y el cansancio de los días; aquella que, después de todo, nunca dejó de
ser mi madre», pensó, a pesar de que una noche lo había dejado a su suerte,
algo que nunca le perdonó, aun cuando no se lo reprochase.
El tiempo todo lo repara, para bien o para mal, el tiempo todo lo cambia,
nuestros gestos, nuestras ideas varían en cada paso por el mundo, en cada
palabra que se asimila, y cada golpe que se recibe, y el tiempo, ahora, lo había
puesto allí nuevamente, enfrente de aquellas paredes, ayer llenas de cuadros,
y hoy, llenas de humedad, quizás provocada por el vacío. Iba volviendo a
colocar cada figura, cada imagen en la pared; el cuadro de Fidel en la sala,
que su tía Ana arreglaba una y otra vez, el santuario de Santa Bárbara,
también de su tía, que dominaba todo un rincón del cuarto de desahogo.
También volvían los gritos, los reproches de un lado y del otro:

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—¡No lo enseñes a ser un inútil, coño, que mucho me he jodío yo para
que estudie, y tenga una carrera el día de mañana, y no sea un comemierda
que se pase la vida pensando en irse de aquí, y al final no sea nada!
—¡Algún día Dios te va a castigar por ser tan mala y tan grosera, y te vas
a quemar con todos tus brujos!
—Pues más te vale que eso no pase, porque entonces te vas a morir de
hambre, porque esa que tanto te quiere desde el Norte, no te va a mantener
con las foticos y sus postalitas musicales.
Después de aquello, recordaba que siempre llegaban los llantos de su
abuela, los gritos de nostalgia o de agonía, que clamaban por la hija ausente,
este mismo llanto lo volvió a ver en Miami, esta vez por la desolación y la
angustia de sentirse culpable de la muerte de su tía Ana en la soledad de
aquella casa, que nunca volvería a ver. Se acercó lentamente al espacio que
ayer estuvo ocupado por el comedor, detrás de éste, en la pared lateral,
también colgaba un cuadro, era la Última cena, aquel que su tía cambió más
tarde por otro lleno de frutas tropicales. En aquel lugar brotaban, a veces, los
pocos momentos de paz en aquella casa, un ligero instante de dicha, los
espacios de tiempo que formaban la alegría, que justificara más tarde el deseo
de recordar.
Volvía la imagen sonriente de Cecilia en un rincón de la mesa, un día de
su cumpleaños, donde siempre había regalos forrados por su tía Ana. Todo
esto llegó a idealizarlo con el tiempo en Miami, haciendo de esta forma más
dolorosa la nostalgia.
Su madre era menos pródiga en estos días, pensó, y para salvar el
descuido del olvido, firmaba un cheque para su abuela, el mismo día del
cumpleaños, o una mañana después; cheque este que él cambiaba, ya que
Cecilia, tenía una especie de locomofobia, que le impedía salir tan siquiera al
portal.
En aquellos momentos, podía verse a Cecilia añorar, con humedad en los
ojos, otro tiempo perdido para siempre en la distancia, y ella misma se
censuraba, diciendo que había pasado su vida leyendo a San Agustín, y sin
embargo, llegó a cometer los mismos errores de la adolescencia de éste, antes
de ser convertido, «viviendo de espaldas a la luz, y de frente a todo lo que
brille».
Pensaba que en esos días, él era muy joven aún para entenderlo, pero el
tiempo le había enseñado que a veces en la vida, los malos no resultan serlo
tanto, y al final, los buenos terminan siendo unos grandes hijos de puta. Él
también había comprendido todo aquello demasiado tarde, y nunca pudo

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apartar las culpas que ahora lo habían llevado nuevamente hacia aquel lugar.
Podía escuchar otra vez las sentencias de su tía Ana, cuando le decía: Cuando
veas a alguien tendido sobre el suelo, no lo patees, extiéndele una mano, y si
temes acaso que te contamines, extiéndele entonces una vara, pero nunca lo
abandones a su suerte, siempre que puedas hacer lo contrario…
Él nunca le había escrito, siguiendo las enseñanzas de su madre, ni aun
cuando la supo enferma y sola en un hospital de La Habana, pero ahora estaba
allí para redimirse, para abrazar a su sombra, si era posible, ya sin importarle
el temor a los muertos, después de todo, allí estaba su lugar, su infancia, su
mundo perdido entre las piedras y el fango de la miseria, el lugar donde
pertenecía, sin importarle ya vivir bajo una tiranía. Allí estaba el sitio que no
podría apartar jamás de él, y detrás, estaba el lejano refugio para el olvido, y
la vida que siempre le pareció ajena, a pesar de dominar el inglés casi a la
perfección, y acostumbrarse a crecer, sin más raíz que la tristeza de tenerla…
se quedaría allí, entre la oscuridad de la ausencia, esperando ver los fantasmas
a los que pertenecía… a los que no abandonaría nunca…
Un ruido de golpes y pasos precipitados lo hicieron volver a la realidad, y
un diálogo en alta voz lo hizo palidecer, esta vez de temor.
—¡Llama a la policía, Facundo! ¡Ha de ser un ladrón, porque no creo que
sea el sobrino de Ana, que dicen que se volvió loco en el Norte!
—¡La puerta está rota, García! ¡Entre los dos lo podemos coger, yo tengo
una pistola que de algo me va a servir, y para acá viene Manolo, el de
vigilancia!
… Ahora estaría atrapado de forma absurda, «quizás sería un buen
pretexto para no regresar jamás», pensó, mientras una extraña sonrisa
acompañó su rostro, ya no estaría lejos del futuro predestinado que le
auguraba su tía… Ahora, ya sería redimido para siempre.

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Diana cazadora and Colorado Springs
Alberto Garrido

Ni tú ni la luna, Diana, sino este infierno donde me hundo frente a un barman.


Pedí otro trago y fui metiendo en el vaso la ciudad, las putas, los poetas,
borrachos, locos, comunistas, disidentes, niños y viejos; los removí a
conciencia, con rabia, y sorbí ese coctel visceral y patriótico que me condujo
a lugar inconfesado con sospechoso cartelito de Toilette y que no era baño ni
nada sino el meadero del sucio bar y mis pies comenzaron a nadar en orine y
vomité a aquella caterva de gentes que me había bebido.
Los vomité despacio, primero a ellos y luego a toda la patria. Y ahora me
siento mejor, más rabioso y más solo.
La ciudad y tú, Diana. La ciudad fundada por el Adelantado antes de que
Dios fundara a Diana y de que yo la fundiera a mí y al Morro. Escena inicial:
el Paraíso de las Mulatas, noche tórrida, D se acerca a A y a G y deja caer un
par de C. Traducción: Diana se acercó a nosotros, miró con desprecio a Aida,
mi costilla rencillosa, antes de descargar su furibundo poema de amor por mí:
dos regias laticas de cerveza, quien las probó lo sabe.
Quién hubiera podido imaginar que tú, Cazadora, aparecerías con tu
protagónico fondillo mercenario y esa sentencia de «América para las
americanas» que saltaba por tus ojos brillantes. Qué encontronazo entre las
dos culturas. Porque Diana tal vez no sabía lo que es amor de mulata, de una
cubana dispuesta a defender sus mejores conquistas bajo este cielo y esta
tierra. O sí lo sospechaba y se propuso exterminar nuestro amor indígena con
dos balazos de lata amarga y helada, mientras volvía a cargar su rifle, sus dos
ojos, para mirarme luciferina, vil, y yo, búfalo joven, urdía el umbral de una
aventura.
Esa noche agoté mis defensas contra esa forma de amor torpemente
anexionista: abundé en decúbitos pronos y supinos sobre Aida en la
habitación de un hotelucho, quemé las mejores páginas del Kamasutra sobre
su piel, intenté borrar a Diana, la piel de Diana en Aida, los ojos de gringa en
los ojos oscuros, pero sólo conseguí incorporarla a la escena y aunque intenté
anularla con el recurso infalible de imaginarla orinando, todo fue inútil. Por el
pozo abierto de la ventana (no había persianas sino un hueco por el que

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entraba la luna, es decir, Diana, fisgoneando) nos sorprendió el amanecer, a
Aida con las greñas jubilosas y a mí desamparado y vencido por el fantasma
de la noche anterior.
Sólo podía hacer una cosa: buscarte entre las ruinas, invocarte en las
calles sagradas, seguir tu estela por los bares decentes. No me fue fácil.
Pero yo sabía que todos los caminos tenían que dar a ti, Diana, y te
encontré saliendo de las piedras de la iglesia Dolores, pulsando una camarita
que movías como un detector de fantasmas.
Diana quería visitar el Morro. Pareció feliz de poder compartir su español
conmigo, porque yo era un artista independiente, y porque la palabra
independencia la llevaba como un veneno saludable en el tuétano, mezcladas
en dosis iguales las Trece Colonias, la guerra de Secesión, los discursos de
Lincoln y Luther King, las canciones de Lennon y Bob Dylan, el grito de
anarquía feminista y hasta el cine independiente, del cual era fanática.
Yo no quise explicar qué es un artista independiente. La tarde prefiguraba
una tormenta de verano por encima del Morro. Y tú, enhorquetada sobre los
cañones que defendieron la ciudad contra aquellos piratas que de todos modos
entraron y arrasaron con tesoros y mujeres; tú, Diana, dentro del castillo,
metías los dedos en la historia como en un pastel, hasta quedar solos, bajo una
torre que sirvió de atalaya a algún vigía.
Supe así que un 23 de abril la primavera de Colorado S., en California, se
había asomado al hogar de Diana para verla manchar su primer pañal con un
buen augurio. Después pude estudiar todos sus rostros: la primera comunión,
cumpleaños, días de acción de gracias, Navidades, fiestas del 4 de julio y
otras fotos ante una casa de madera con techo a dos aguas (lo imaginé rojo y
fresco), y junto a un hombre breve (el padre) y una matrona sureña (la
madre). También mostró algunos retratos de su éxodo a la gran urbe de
Manhattan, rodeada de hombres de negocios que le habían dado a comer el
árbol del bien y el mal.
Mientras guardaba las fotos, me aseguró que sólo había querido mostrar el
lado claro de su vida. Sonrió y me besó en los labios. Olía a dentífrico y a
regalo. Olía a postal, a campo y fruta. Olía a Norteamérica. En ese momento
olía al lado claro de su vida y me sumergí en ella, en un seno que cedió bajo
el botón de la blusa, una redonda manzana de California que mordí despacio.
Diana cerró los ojos y aulló a la noche todavía lejana, mientras el cielo se
abría y asombraba una luna lívida en el crepúsculo.
No ocurrió más porque estuvimos a punto de ser sorprendidos por una
empleada del castillo que pastoreaba a los visitantes retrasados hacia la salida.

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Nos despedimos en el mismo corazón de la ciudad, frente al inmenso cadáver
blanco del hotel Casa Granda y mientras subía la fatigosa Enramadas,
consideré mi futuro:
1) recalar en la casa de Aida y someterme a sus interrogatorios policiales
y a los fragores de su cuerpo;
2) regresar como un hijo pródigo al dulce hogar donde mi familia da
gracias a Dios por el pan negro de cada día;
3) buscarte, Diana, no en el aullido de loba amamantadora, sino en el
show del Casa Granda.
Tiré a suerte, salió la primera opción, pero la deseché, encarándola con el
argumento servil de que la suerte es el pretexto de los fracasados.
Lustroso como un caballo de carreras me aposté frente al hotel y tuve que
soportar hasta las diez el río de turistas y la grey de putas que hacían el pan
con amor y escualidez. Por fortuna, Diana vino en mi rescate y me condujo
Babel arriba hasta la azotea. Había un show de toques de tambores batás y
sobreabundantes poemas de Guillén y mujeres con turbantes.
Obligué a Diana a despojarse de un collar amarillo con su arcano tan
negro. ¿Por qué lo hacía? Una noche memorable, en medio de un corte del
fluido eléctrico, Aida había acudido con una vela que puso sobre la mesita de
noche. Bajo esa única luz comenzamos un cuerpo a cuerpo. En medio de la
batalla campal pude ver, con asombro creciente, cómo Aida se iba
transfigurando: primero su piel, que pasó del ámbar al mármol con ese color
que sólo tienen la muerte o el amor, y luego su boca se tornó pequeña, del
malva al rosa, y sus ojos donde cabía mi cuerpo se fueron achinando, y toda
su piel comenzó a brillar, a titilar, y cientos de espíritus cayeron sobre mí para
habitarme y poseerla.
Después encontré en una gaveta de Aida un papel que suscribía las
recitaciones de Santa Martha (la Virgen de las mujeres con desamparo
vaginal, el demonio lúbrico que amarraba de por vida a los amantes), y lo
rompí para inutilizar el hechizo de aquel espíritu obsesor que tomaba prestado
el cuerpo de Aida.
¿Entiendes, Cazadora? Por eso se impuso el machismo nacional a la
injerencia norteña. El pretexto usado fue sabio, aunque apócrifo: el collar te
quedaba horrible. Y tú fingiste caer en la trampa, porque no te importaba, o
porque confundías, émula de los funcionarios nacionales, la Cultura con la
Hechicería.
Diana no fumó Gauloises ni yo opté por Marlboros. Tampoco bebimos, ni
hicimos caso de la fiesta de aprendices de brujo. Nos bebimos el humo de su

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pasado, la pérdida de su virginidad en un retiro de boy scouts, su trabajo
como edito ra en un periódico newyorquino, y le oí decir que había dos Nueva
York: la de Woody Allen y la de Martin Scorsese, dos ciudades y dos
ficciones que se obstruían y negaban y reproducían; a las dos ella las conocía
a fondo, tenía una en cada pulmón, de ahí el asma y el dolor en su vicioso
pulmón izquierdo, que la atraía a la paz del hogar en Colorado S. junto al
padre y la matrona, y el soplo tormentoso de su pulmón derecho, «Conqueror
Worm», dijo, que le permitía trabajar como una yegua durante dos años para
gastarse después cada centavo en este viaje que había comenzado por el
grasiento México y que incluía a Cuba y América del Sur. No era el azar
concurrente lo que nos había puesto cara a cara en el Paraíso de las Estrellas,
frente al Castillo del Morro y como gatos sobre el tejado de zinc caliente del
Casa Granda, sino su pulmón derecho, su vocación de cowboy con faldas y su
imperturbable resolución de vivir. Esa noche las armas secretas de Aida
hicieron su efecto en mí y Diana y yo no hicimos el amor ni la guerra, sino
que fui vencido por el sueño. Soñé que yo era un tonto que se jugaba la vida
en otro país, que recorría desaforadamente la isla de una punta a la otra, que
ganaba el título mundial de ajedrez y le estrechaba una mano colorada al
Presidente. Y tú, Diana, eras la jinetera licenciosa que no oías consejos y
terminabas tu vida con la cara y el alma agujereadas en una linda casita en el
sanatorio de Los Cocos.
Luego de aquel sueño intranquilo, al menos no amanecí convertido en un
monstruoso insecto. Era el mismo, ahora sobre el regazo de Diana, quien me
miraba sin verme, reproduciendo a todas las matronas sureñas.
Compartimos un beso incestuoso y me rogó que la guiara a la Imprenta.
La Imprenta era un verdadero Museo en el cual los hombres me ignoraron
para adorar a Diana, el perfil lucífero de Diana en su vestido gris melancólico.
La llevaron como abejorros por cada una de las máquinas, aquellas
Chandlers que debieron reproducir, en un tiempo irrecobrable, entintados
retratos de rufianes cuya captura merecía una buena recompensa. Era como si
Diana se reencontrara con la historia de su país a través de un Aleph inaudito
que el tedio de la mañana no podía vencer.
Vanidad de vanidades, no pensaré en el almuerzo pantagruélico ni en
otras nimiedades que te diferencian, Cazadora furtiva, del resto de las
historias de amor. Pero si algo mi borrachera no hiperboliza es que la luna
estuvo saliendo de día y de noche. Te lo dije y tú sólo sonreiste,
imponiéndome ese terror ancestral que tuvieron los Conquistadores del
Fuego.

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Esa noche copularon tu idioma y el mío, y se hablaron Shakespeare y
Cervantes, las gaitas escocesas y las trompetas chinas, Presley y el Benny.
Y si junto al Morro Diana olía a Norteamérica, ahora su sabor me condujo
de un sueño a otro, abriendo puertas y laberintos tras sus muslos, peces de
fuego: probé las metáforas de los normandos que arponeaban sus ballenas en
los mares glaciales; probé a las tribus ojibwas reunidas junto a la pipa de la
guerra, y las visitaciones del peyotl; bebí de los rápidos entre los cañones de
esplendor magnífico en El Colorado; sorbí a los inmigrantes que levantaban
negocios prósperos hablándose a gritos en todas las lenguas del Viejo
Continente; probé la quimera, la pepita de oro y el polvo de los bisontes;
mordí los comercios de Penny Lane y me sumergí en el Submarino Amarillo;
probé la cultura grecolatina, los cráteres lunares, el tiempo y el desamparo, y
los arcanos abiertos ante mis ojos. Probé a todas las Dianas reales y a todas
las de las pinturas, esculturas y literaturas. Me la bebí despacio, mezclé sus
aguafuertes, la pinté sobre mi piel y me pinté en ella, consagrado y exhausto.
Ya no era nadie. No debía dinero, no tenía hambre, no recordaba mi
nombre.
Era el género humano, Adán sacado de su sueño y contemplando a su
costilla hecha mujer y lámpara. Diana respiraba a mi lado por su pulmón
izquierdo, asmática y dispuesta a todo. Pero poco a poco fuimos volviendo al
mundo de los hechos reales, y a la mañana siguiente ella tenía que partir hacia
La Habana (dijo La Vana), y de allí a México, porque en honor a la verdad
estaba ilegal en mi patria, y de México viajaría a Buenos Aires y de allí a
Chile y de Chile a la luna, o quién sabe, porque mientras me hablaba la
imaginé amando a todas las culturas, a rostros aindiados sobre los volcanes y
en las ambulancias de la Cruz Roja Internacional, a niños guerrilleros de
Sendero Luminoso sobre la vena de los Andes, a comerciantes de pinchos en
Machu Picchu y a los bebedores de coca y mate.
Abruptamente Diana comenzó a llorar, con ese llanto americano y
universal.
Era demasiado para mí, Cazadora, saber que podías llorar despojada de la
fiereza del águila sobre un acosado islote masculino que aún se enredaba
entre tus piernas. Corriste hacia el baño y cerraste la puerta por dentro y temí
lo peor, porque los suicidios sólo son buenos en los filmes. Pero luego saliste
del baño, Diana, con esa hermosura que sólo dan la tristeza y la maternidad,
más perfecta que la Diana de Boucher y que todas las Dianas vestidas y
desnudas que la vasta Pinacoteca Universal ofrece a los voyeuristas de las
Artes. Por primera vez tuve conciencia de tu desnudez, mientras te frotabas el

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sexo con una toalla como si fueras a sacar conejos o palomas o alguna réplica
de mí mismo que pudieras llevarte como souvenir para el Norte revuelto y
brutal que nos desprecia.
Después Diana sacó de una maleta una piara de fotos, las tiró sobre la
cama y anunció que me quería mostrar un secreto, lo verdadero detrás de lo
real, el lado sombrío de su vida, para el cual bastaba sólo un ojo de asombro.
Eran pocas, pero estaban ordenadas sádicamente, revelando la
concurrencia del doctor Jeckyll y de mister Hyde en Diana. La primera
rehacía a un hombre de barba cansada, espejuelos redondos y cara de premio
Nobel, sonriendo a la cámara. Diana explicó que se trataba de un amigo de su
padre, de un reconocido pacifista con muchos libros que advertían el auge
creciente de los grupos neonazis en California. Pues ese hombre, dijo, ese
hombre que merecía la confianza de su padre y de la nación la había violado,
sí, a ella, a Diana, en una cabaña en Las Rocosas. Sin darme tiempo a
reaccionar mostró otra foto: se trataba esta vez de un negro viejo con una
gabardina.
Parecía humilde y azorado. Diana dijo: Éste es el amor de mi vida, mi
entrada al New York de Scorsese. Su nombre, Jim. Era un líder de los
panteras. Jim no me hacía el amor, sólo exigía un fellatio. Me enseñó todas
las drogas: marihuana, cocaína, el crack. Era un alma noble y atormentada.
Decía que Cristo tenía que ser negro. Era un espíritu demasiado elevado
para mi país. Apareció en un carro con un tiro en la sien.
La inocencia de cada foto hacía su testimonio más absurdo, pero también
más probable. Pero yo no quería creer lo que decía, aunque el mundo esté
lleno de viciosos, violadores y espíritus atormentados. No sé por qué,
comencé a sospechar que todo aquello era una trampa para destruir ese
tiempo en que la sublimación de un ser en otro conmociona toda seguridad
personal.
Diana podía estar destruyendo cualquier atisbo de amor, las llamas roja y
azul bajo un cubo de agua helada. Tal vez yo era uno más alcanzado por la
flecha de Diana y ella, en otro país, volvería a encender y a apagar la llama
doble, huyendo del amor, asentada en su oficio de cazadora solitaria.
Nunca podré probarlo. Sólo puedo asirme a la madrugada última, en la
cual jugamos a Lady Godiva y el caballo, al Cowboy y la pistola Rosa, a la
Guerrillera y su Fusil, a la CIA y el G-2, a si tú me la Paramount Pictures yo
te la Metro Goldwyn Mayer. Nunca antes nada, ni el Beowulf, ni el cuadro
más bullicioso de Picasso, asistió a tal combinación de palabras y gestos.
Diáspora y resaca, polifonía que los sentidos iban traduciendo, españinglés

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gun​man​ven​yeah​muérdeme​así​please​ay​mamacita​yes​vírate​oh​mother toma​la​
pink​gun​ahora​now?​si​coño​ahora​never​ay​así​yes​oh​yes​ayayay​ayayayay​
AUUUUUUHHH.
………… Riquíiiiiisimo B i n g o We are the champions.
Dormimos en el suelo y en el aire, y amanecimos recordando que había
pasado la noche de un día difícil y que ya, ahora mismo, eran el boleto, la
despedida, el vuelo.
Olor a petróleo. Caras estresadas. Empleados que chequean boletines y
equipajes. Diana se muerde el corazón y mira la luna. Entrego sus maletas.
Ella me arregla el cuello de la camisa y cierra el botón superior como si
hiciera mucho frío. Pero el calor cae como un huevo frito sobre nosotros.
Anuncian que los pasajeros pueden abordar el avión. Ella saca de la nada
un sobre y me dice que es un regalo. Le digo que no. ¿Dinero? Ella sonríe,
llora: Nada de eso, una foto. Sé que es dinero, pero abro el sobre y veo que sí,
que es una fotografía. No de Washington ni de sus bucles afeminados ni de la
Casa Blanca. Estamos Diana y yo en Colorado S., ante una casa de madera
con el tejado fresco y rojizo, a dos aguas. Para que sobrevivas, me dice
mientras yo guardo el sobre. Nos besamos y ella murmura algo así como
«Creo que éste es el comienzo de una larga amistad», antes de desaparecer en
el ruido de los motores del avión. Y cae el happy end y yo vuelvo a resbalar
en la peste a ron y a excrementos.
Diana Correcaminos, te fuiste oliendo a mala noche y a mi país, no a ese
olor folklórico de los posters, sino a mi olor, a raíz de hombre, a leche cortada
y a llanto de niño con hambre y con calor. Y así huele esta Toilette en la que
estoy doblado, mirando ese cuadro abstracto que el vómito hace, y en el cual
quise meter la ciudad completa, con sus negros y sus parejas y sus locos y sus
comunistas y sus niños y piedras. Todos bajo la misma soledad y la falta de
amor que nos constriñe.
Tú estallarás entre los frutos de Colorado S. o estarás metiendo entre tus
piernas a la Gran Urbe Universal. Te desnudarás sobre el Empire State y te
vestirás bajo las cataratas del Niágara. Quién sabe. Pero yo, antes de regresar
a casa junto a mi familia, que me juzgará necio y perdido, o a los brazos de
Aida, quien me despreciará o se rendirá, quiero mirarte en esa luna, Diana,
donde tú estás, Cazadora, mejor que en cualquier lienzo, desde antes que
caminara sobre ti el primer astronauta, antes de que te desflorara un boy scout
y un pacifista te violara o te obligara un Negro Pantera a los fellatios y la
droga. Allí tú, Diana, aún estás limpia, dando una luz que no te pertenece,
sino a los hombres que como yo te andan buscando.

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Esperando a Elio
Ana Lidia Vega

Me desperté de repente sintiendo esa horrible presión en la vejiga


sobrecargada de líquido, que roza con el dolor. Luché un rato entre las ganas
de orinar y las de seguir durmiendo. Al fin no lo soporté más, me levanté y
me encaminé tambaleándome hacia el baño. Ya sobre la tasa observé la
pelambre que tenía debajo del vientre y descubrí una cana.
En aquella época yo vivía un romance con un muchacho más joven que
yo, pero hasta ese preciso instante no había tenido conciencia de mi edad y el
tiempo que pasa tan de prisa y todos esos detalles tan patéticos. Corrí de
vuelta a la cama y me tapé la cabeza con la almohada. Estaba verdaderamente
deprimida y cuando me deprimo me da por meter la cabeza bajo la almohada
o cualquier otro sitio oscuro. Tenía ganas de morir.
Creo que fue justo en ese momento, no estoy segura, que se me ocurrió la
idea que lo solucionaría todo. Quise consultarla con mi hermana, pero nadie
contestó al teléfono. Entonces llamé a Elio, el muchacho con el que estaba
saliendo.
—Sí —dijo al noveno o décimo timbrazo—, dígame.
—Hola —respondí—, soy yo.
—¿Cómo estás, amor? —su voz me entraba por la oreja izquierda y se
expandía por todo el cuerpo en ondas eléctricas.
—Tengo deseos de verte —anuncié sin preámbulos—, me muero de las
ganas de verte.
—Ven para acá —pidió—, ¿puedes venir?
—Volando —grité—, tengo que contarte algo.
—Te espero —dijo y colgó.
Me vestí de prisa y fui a su casa a pie. Pude haber tomado una guagua, la
distancia era considerable, pero me encontraba ansiosa y no creo que me
hubiera sentido cómoda aprisionada entre cuerpos con sus respectivos olores
y auras y locuras.
En general evito el contacto con los demás humanos, salvo cuando es
absolutamente indispensable, como en el caso del sexo o los saludos y esas

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cosas. Es una especie de fobia a las personas, su proximidad me marea, me da
náuseas, fatiga, algo verdaderamente espantoso.
Cuando llegué a casa de Elio, hallé una nota: «Tuve que salir urgente.
Volveré dentro de unas dos horas. Te quiero». La releí varias veces
intentando controlarme. Estaba furiosa.
Bajando la escalera me torcí un tobillo. El dolor me obligó a sentarme ahí
mismo. Un hombre subía con un bolso de leche en la mano. Me aparté un
poco para darle paso. Se detuvo frente a mí. Me estreché más contra la pared
y observé mis uñas. Descubrí churre debajo de la del índice e intenté sacarlo
con los dientes.
—¿Esperas a alguien? —preguntó al fin el sujeto.
Moví un hombro para no mostrarme demasiado descortés.
—Si quieres, puedes esperar en mi casa…
Lo miré. Parecía un par de años mayor que yo. «¿Tendría él canas en los
pelos de la ingle?», me pregunté.
—Vivo en el tercer piso —hizo un gesto hacia arriba—. Vamos, te invito
a un té.
Me levanté y bajé cojeando. El tobillo me dolía como si estuviera lleno de
abejas rabiosas.
En la esquina había una especie de parque: bancos, un poco de hierba, dos
o tres matas. Me senté en el banco más próximo, conté hasta sesenta, doblé un
dedo, volví a contar hasta sesenta, doblé otro dedo, así hasta tener ambos
puños cerrados. Habían pasado diez minutos.
«Debo comprarme un reloj», pensé.
Una vieja se acomodó a mi lado. La miré de reojo: era muy vieja y fea,
con toda la cabeza canosa y las cejas y también le salían canas de las orejas.
Me la imaginé desnuda y me subió una bola del estómago a la garganta.
—¡Arrrrribamaní! —gritó de repente—. ¡Rrrrricomaní!
¡Coooompraturricomaní!
Tenía en la mano cuatro o cinco cucuruchos de papel. La mano le
temblaba bastante y los cucuruchos danzaban en el aire. Sentí asco y además
ese olor como si jamás en su vida se hubiera bañado. Un niño se le acercó, le
extendió un peso a cambio de un cucurucho, lo abrió y se metió un montón de
granos en la boca. Eso era más de lo que yo podía soportar.
Me trasladé apresurada a otro banco. El tobillo estaba hinchado, a cada
pisada respondía con una ola de dolor punzante.
Una pareja de perros se acoplaban sin la menor vergüenza frente a mi
banco. Ella era más grande y él pasaba trabajo montándola. Los observé un

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tiempo largo, parecía que nunca iban a terminar. Sentí que estaba húmeda; sin
darme cuenta me excité mirando a esos cochinos perros.
Saqué un cigarro, lo prendí e intenté volver a contar los segundos.
—¿Me permites? —un policía se me había acercado con un cigarro entre
los dedos. Le extendí la fosforera—. ¿Vives por aquí? —preguntó con mi
fosforera en la mano.
Hay que tener cuidado al hablar con los policías. Aunque sepas que estás
limpio y no tienes nada que temer, debes tener cuidado.
—No —respondí delicadamente.
—¿Estás tomando sol? —tenía mi fosforera en su mano y no acababa de
darle fuego a su cigarro.
—Sí —dije—, hace un buen sol.
—¿Y tú no trabajas?
Lo miré adivinando sus intenciones. Parecía amistoso, pero nunca se sabe.
—Trabajo —respondí—, trabajo en cultura, tengo horario abierto.
—¿En cultura? —se animó—. ¿Eres artista?
—Sí —dije—, algo así…
Clavé la vista en mi fosforera con angustia. Creo que lo notó, porque al
fin encendió su cigarro y me la devolvió.
—Ven acá —pronunció en tono confidencial—, quiero que me aclares
algo…
—Sí —lo animé con desgano—, ¿dime?
—¿Es verdad que todos los artistas están locos?
No sé si me preguntó en serio. No sabía qué responderle de manera que no
se ofendiera. A lo mejor, era un policía buena gente que estaba aburrido y
tenía ganas de conversar sobre la vida de los artistas. A lo mejor era un tipo
soñador que se realizaba mirando telenovelas después de reprender a algunos
delincuentes y mandarlos para la cárcel y se imaginaba en secreto actuando
para el público. A lo mejor tenía un par de canas en los cojones.
—No sé —le dije—, todo el mundo, artistas o no, están un poco locos…
¿No crees?
—Sí —respondió pensativo y sonrió—, gracias por el fuego.
Se alejó, volviéndose un par de veces para mirarme. Le hice un adiós con
la mano, sonriendo también. Los perros ya no estaban, me perdí el final del
show.
Me quedé pensando en el policía, en que un policía no es justamente lo
que uno se imagina; al menos no siempre. Entonces volví a ver al tipo ese, el
vecino de Elio del tercer piso. Venía empujando un sillón de ruedas, lo

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parqueó debajo de una mata, a la sombra, y se sentó en el banco justo al lado.
No me vio. Hablaba algo que yo no oía con el ser sentado en el sillón.
Se trataba de alguien con una cabeza muy grande y extremidades
minúsculas. Tenía un gorro sobre la cabeza, por eso no estaba claro si era
hembra o varón. De su boca semiabierta y floja colgaban hilos de baba que el
vecino de Elio limpiaba de vez en vez con un pañuelo. Pero lo más
impresionante eran los ojos. Muy grandes y muy azules, unos ojos
verdaderamente inteligentes en ese rostro estúpido.
Yo estaba fumando ya mi tercer cigarro cuando el vecino de Elio me
descubrió observándolos. Hizo un gesto de reconocimiento y no me quedó
más remedio que acercarme a ellos.
—Éste es Max —me presentó al dueño del sillón de ruedas.
—Hola Max —saludé a los ojos azules que me miraban asustados.
Pestañeó y desvió la vista. El vecino de Elio pasó el pañuelo por los labios
babeados de Max.
—¿Qué tienes en el pie? —señaló mi tobillo.
—Me lo torcí —respondí frotándomelo.
—A ver —se arrodilló ante mí, tomó mi pie y se lo puso encima del
muslo. Luego haló muy rápido haciéndome gritar del dolor. De repente sentí
que se me había aliviado bastante.
—¿Eres médico? —retiré mi pie de su muslo y lo moví para arriba, para
abajo y para los lados.
—No —dijo—, pero uno aprende de todo.
—Sí —miré a Max. Me pareció que sonreía.
—¿Podrías decirme la hora? —le pedí.
—No sé —me señaló el reloj que llevaba en la muñeca—, está parado
desde hace años.
No comprendo para qué la gente usa relojes parados. Max soltó una
especie de gruñido y su acompañante se levantó.
—Quiere que lo pasee un rato —explicó.
—¿Puedo empujarlo un poquito? —agarré las maniguetas del trono de
Max.
Asintió. Me paré y caminé guiando el sillón entre los bancos.
—Despacio —dijo el hombre—, con cuidado.
Me sentí como una mamá con el cochecito de su bebé y el padre feliz a su
lado. Imaginé mis senos cargados de leche y tuve deseos de besar al vecino de
Elio. Lo miré. Tenía una cara muy triste. No sé cómo no lo había notado

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antes, era muy lindo y triste. Sus labios parecían desear también un beso. Me
detuve. Max gruñó inconforme.
—¿Te cansaste? —preguntó el vecino de Elio—. ¿Te aburriste y ya
quieres irte?
—No —respondí volviendo a empujar a Max—, simplemente recordé
algo. Debo llamar a una persona… ¿Hay algún teléfono público por aquí?
—Yo tengo teléfono en la casa —respondió— y lo del té sigue en pie…
El vecino de Elio era un buen tipo. Me caía bien. Le sonreí, saqué el
pañuelo que traía en el bolso y le limpié la baba a Max. Sus ojos azules me
miraron agradecidos.
Aquella casa no parecía ser una casa de hombre soltero. Tal vez había una
mujer tras todo eso, no lo sé. No me atreví a preguntar y él no me explicó
nada. Subió con Max en los brazos, me señaló el teléfono, llevó la criatura a
uno de los cuartos y bajó a buscar el sillón. Lo hacía todo con una seguridad
que indicaba que venía haciéndolo desde siempre. Marqué el número de mi
hermana, me dio ocupado, marqué el de Elio, por si acaso, nadie contestó,
conté veinte timbrazos, volví a llamar a Diana, seguía ocupado y colgué.
Me puse a mirar el cuadro que había en la pared frente a mí, mientras el
vecino de Elio preparaba el té. Era un cuadro abstracto, pero se me antojaba
lleno de pingas de colores. Muy bonito.
—Miró —dijo el vecino de Elio entrando con una bandeja en la que,
además de té traía platicos con galletas, queso y otras chucherías.
—¿Cómo?, no lo entendí.
—Joan Miró. Un pintor español…
—¡Ah! —comprendí que se refería a la Naturaleza muerta con pingas de
colores.
—Muy lindo.
—Sí —sonrió invitándome a la mesa—, ¿lograste comunicar?
—No —revolví el azúcar en la tasa.
Hizo un gesto de cuánto lo siento y se levantó.
—Disculpa, voy a ver cómo está Max —desapareció en el cuarto.
Se demoró un poco. Cuando volvió, ya yo me había comido casi todo el
queso. Puso una música extraña y se sentó a beber su té.
—Voy a volver a intentarlo —señalé el teléfono.
Asintió ensimismado.
Esta vez mi hermana contestó al primer timbrazo, parece que no se había
movido de al lado del aparato.
—Hola soy yo —dije—, ¿cómo andas?

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—Hola —se alegró al escucharme—, ¡qué bueno que llamaste!
—Te estaba llamando desde hace quinientos años. He tomado una
decisión trascendental y necesito comentártela.
—¿Qué te pasó?
—Me voy a suicidar —anuncié feliz—, creo que estoy comenzando a
envejecer y no quiero seguir viviendo.
—¿Y eso? —se sorprendió Diana—, ¿cómo se te ocurrió?
—Esta mañana —bajé la voz porque se trataba de cosas personales,
aunque el vecino de Elio no parecía prestarme ninguna atención tomando su
té— he descubierto una cana en mi cuerpo.
—Tienes la cabeza llena de canas —protestó ella— desde que tenías
dieciocho años te la he visto llena de canas…
—No fue en la cabeza —le expliqué en susurros—, fue AHÍ.
—¡Ah! —dijo—, creo que debemos discutirlo…
—No —la corté—, no hay nada que discutir. Soy una persona sensata.
Despídeme de tu padre.
Su padre era mi padre, pero como ella vivía con él, era más suyo que de
nadie.
—¡Espera! —gritó—. ¿Podrías dejarme tu vestido indio? Y también el
collar de acerina, ¿sí? ¡Por favor!
—Está bien, haré un sobre con las cosas para ti. ¿Crees que puedas
quedarte también con Dorotea?
Dorotea era mi jicotea de tres años. Necesitaba a alguien que se ocupara
de ella.
—Claro —dijo Diana—. ¿Ya pensaste en cómo lo harás?
—No —respondí turbada—. Ésa es la parte problemática del asunto. Pero
ya se me ocurrirá algo…
El vecino de Elio estaba recogiendo las tasas. Me alegré de que no
estuviera escuchando mi conversación, pero me daba pena extenderme por
más tiempo.
—Bueno —dije—, chao.
—Chao —respondió—, te quiero.
—Yo también te quiero. Pásala bien —le deseé.
—Sí —dijo—, tú también. Suerte.
Colgué. Marqué el número de Elio. Veinte timbrazos estériles. Tenía
ganas de templar con Elio antes de suicidarme. Soy un poco sentimental en
esas cosas.
—¿Ya acabaste? —preguntó el vecino de Elio regresando de la cocina.

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Asentí.
El cassette se había acabado, él lo viró y volvió a presionar el «play». Era
una música verdaderamente extraña.
—¿Es hindú? —le pregunté.
—No, argelina.
Se sentó frente a mí, justo debajo del cuadro erótico. Saqué la caja de
cigarros, le extendí uno, pero lo rechazó con un gesto.
—No fumo —confesó—, lo dejé.
—Siempre he admirado a la gente que ha logrado dejar de fumar —aspiré
el humo con placer.
—Es mi sobrino. El hijo de mi hermana melliza —me miró de frente.
—¿Quién? —pregunté tontamente.
—El mes próximo cumple trece años.
—¿Max? —adiviné.
—¿No es adorable? —sonrió.
—Sí —asentí apagando el cigarro—, tiene unos ojos preciosos.
—Ven —se levantó y me tendió la mano.
Lo seguí. Entramos al cuarto donde se encontraba Max. Estaba en
penumbras, pero pude distinguir una cuna en el centro, algunos muebles para
bebés, juguetes, todo muy bonito y limpio. En una esquina estaba un pequeño
columpio.
Nos acercamos a la cuna y lo vimos dormir. Con los ojos cerrados parecía
horrible. Sentí muchos deseos de irme, no tenía nada que hacer en ese lugar,
con esa gente, pero el vecino de Elio me sostenía muy fuerte de la mano.
Miraba con ternura la criatura grotesca y sonreía.
Después suspiró y me guió en silencio a la sala.
—Me voy —le dije recogiendo el bolso.
—Sí —contestó—, hasta luego.
Me detuve ante la puerta ya abierta. Me daba un no sé qué irme, como si
faltara algo.
Entonces él lo dijo.
—Mi hermana se suicidó hace trece años.
No supe qué decir. Miré el cuadro de las pingas a su espalda, después su
cara linda y triste, me acerqué y le di un beso.
Después me fui.

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Un poema para Alicia
Karla Suárez

Alicia, Alicia mía, hemos crecido tanto, y demasiado


solos.
Frank Abel Dopico

Sé que te llamabas Alicia y te sentabas en el último asiento de la fila, junto a


la ventana. Sé que pasabas la clase mirando afuera, mientras el profesor
enunciaba leyes de Kirchhoff y un montón de cosas más. Sé que mirabas de
soslayo y te reías de los dibujitos en el pizarrón, para continuar observando
el mundo perfecto que construía el barredor del patio allá abajo, a seis pisos
de ti, apartando las hojas secas cuadro a cuadro, con un orden que se te
antojaba hipnótico, mágica rutina para escapar a la voz del profesor
anunciando «estudio individual» con preguntas iniciales para la próxima
clase. Sé que te llamabas Alicia y nunca contestabas y el profesor te mandaba
a sentar colocando un 2 junto a tu nombre para recordarlo. Todo lo sé
porque el profesor era mi amigo que luego llegaba a casa hablando de ti y yo
escribía tu historia mientras lo amaba a escondidas.
Lo de hacerse amigos fue cosa del tiempo. Primero él te citaba a su
cátedra para hablar de tus malas notas y se empeñaba en explicar lo que no
escuchabas, bajando la vista de tu rostro triste y jugueteando con el lápiz
entre los dedos.
—a la universidad no se viene a perder el tiempo, Alicia.
Tú levantabas los ojos cansados y suspirabas moviendo la cabeza desde
la puerta. Él veía tu delgada figura alejarse caminando despacio y se juraba
a sí mismo que haría de ti una buena estudiante, aunque algo me decía que
no eran tus notas lo que llamaba su atención, quizás tu cara triste, el
desinterés por todo, no sé, algo que lo obligaba a citarte todas las semanas y
preguntar al resto de los profesores y buscarte en los pasillos y el patio
donde te encontró aquel día que no te presentaste en el examen.
—¿qué pasa, Alicia?

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Alicia aparta la vista del libro que está leyendo y tropieza con los ojos del
profesor de física.
—ya se enteró… —hace una mueca con los labios— nada, llegué tarde y
ya no podía entrar.
—no te hablo del examen, Alicia, hablo de ti, ¿qué pasa?
La muchacha baja la vista y guarda el libro en la mochila diciendo que no
es nada. El otro se sienta en la hierba junto a ella y repite su pregunta.
—no es nada, profesor… él ya no me quiere, es eso, ya no me quiere.
Sé que mi amigo sonrió tomándote la mano para levantarte e invitarte a
irse juntos, lejos de la universidad, tomar un helado por ahí, cualquier cosa,
otro ambiente donde se pudiera conversar como hicieron aquel día.
—usted no entiende, profesor, si él me deja yo me mato, él es mi vida, mi
todo, mi dios, si él deja de quererme yo ya no quiero vivir.
—a los veinte años se es muy apasionado, Alicia, pero todo va pasando,
acabas de empezar tu vida, estás estudiando una carrera, ¿no quieres ser
ingeniera?
Alicia sonríe tristemente y mira al mar diciendo que detesta la electrónica.
—pero a él le gusta mucho, ¿sabe?, siempre está inventando cosas con
cables y corrientes y yo quiero ayudarlo, por eso empecé a estudiar esto, para
estar más cerca de él.
Mi amigo quedó triste después de esa primera conversación y llegó a
casa contándome que hacía mucho tiempo vivías con un hombre mayor que
tú, al que amabas mucho, con la total entrega de la juventud, y mi amigo
quiso ayudarte, quiso mudar tu rostro gris y tu desgana y su cátedra se
convirtió en el sitio donde encontrarse y hablar de cualquier cosa, incluso de
las leyes de Kirchhoff que tanto detestabas.
—ahora sí me muero, profesor.
Alicia entra bruscamente y se sienta colocando los codos encima de la
mesa y apoyando la cara entre las manos para llorar. El otro se acerca
intentando abrazarla.
—¿qué pasa, Alicia?
—que no me quiere, me rechaza, me detesta, me trata como a un perro, yo
esperé unos días como usted me dijo para ver si se sentía mal, pero continuó
indiferente, vagando por la casa como un fantasma que no me quiere ver,
ayer… —Alicia se incorpora secándose las lágrimas— él llegó tarde pero yo
estaba despierta, lo sentí trasteando en los calderos y me levanté para
calentarle la comida, dijo que lo dejara en paz, que me ocupara de lo mío, él
sabía arreglárselas solo, entonces pregunté qué pasaba y tiró el plato al piso

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con una fuerza que me hizo salir corriendo espantada, lo sentí ir al cuarto,
quitarse la ropa y acostarse… antes, cuando nos molestábamos por algo, yo
llegaba a hurtadillas frente a la cama y me desnudaba, entonces empezaba a
besarlo, despacito, recorriendo su cuerpo que descansaba bocabajo,
mordiéndole los pelos de las piernas con mis labios y subiendo las manos para
alcanzarle… —Alicia mira al profesor y éste asiente callado— y apretárselo
todo, le bajaba el calzoncillo y pasaba mi lengua entre sus nalgas, yo sabía
que estaba despierto y le gustaba, quería seguir y entonces yo dejaba correr
mi saliva y le abría las nalgas con mi cara mientras lo apretaba allá abajo
pasándole la lengua por todas partes, hasta que bruscamente él se viraba boca
arriba, agarrándome por los pelos y dirigiéndome la cabeza para tragarme su
sexo mientras repetía «Alicia, Alicia mía, hemos crecido tanto», y el poema
nos gustaba tanto a los dos que entonces yo ya no podía parar y seguía ahí,
tragándomelo despacio, absorbiéndolo hasta sentir que se venía en mi boca y
yo era tan feliz, profesor, tan feliz de verlo feliz, y satisfecho conmigo, con su
Alicia… —la muchacha calla unos instantes y el profesor respira— pero ayer,
cuando se tiró en la cama, yo esperé un ratico y entonces fui al cuarto y
cuando empecé a besarlo se levantó furioso, dio un tirón a su cuerpo y me
agarró por el pelo apartándome la cara y gritando que me largara, me alejara
de él, yo empecé a llorar y me empujó para afuera, gritó que yo era una
enferma, una loca y un montón de cosas más que no escuché porque cerró la
puerta… ya no me quiere, profesor, ¿qué voy a hacer?, ya no me quiere…
Sé que mi amigo te abrazó mientras llorabas y luego secó tus lágrimas, te
acomodó el pelo y dijo que debías abandonarlo, hacer una nueva vida,
buscar un muchacho de tu edad.
—usted no entiende, profesor, hay cadenas que nos unen, yo estoy ligada
a él por demasiadas cosas, condenada a su suerte, lo que él sea seré yo, a
donde vaya iré y si no puede ser así, yo muero…
Mi amigo hablaba de ti con cierto brillo en los ojos que me bacía
sospechar que más que pena, más que lástima por aquella muchacha
angustiada, más que un simple cariño de profesor, estaba naciendo otra cosa,
más fuerte y más nociva para él y para mí, que escuchaba en silencio.
—otra vez leyendo poesía sin entrar a clases, eso no está bien, Alicia.
—es que… él me leía poemas antes, ¿sabe?, nos acostábamos juntos y me
abrazaba fuerte, cuando se sentía triste yo enseguida lo notaba y entonces me
tendía junto a él para que me pasara la mano por el pelo mientras le leía, a
veces lo veía llorar con los ojos cerrados y besaba sus párpados, él me
abrazaba fuerte, muy fuerte, repitiéndome el poema y apretándome la carne,

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yo sentía que se iba enfureciendo muy adentro y entonces había que apagar la
luz y quitarse la ropa, él se volvía una bestia, me tapaba la cara con un
almohadón y empezaba a besarme y morderme todo el cuerpo, diciendo cosas
pero yo no podía hablar, permanecía callada con el rostro tapado mientras él
me abría las piernas y me metía los dedos con fuerza, yo movía mis caderas
para él y me apretaba el pubis para sentir cómo bufaba y casi enloquecía
masturbándose con la otra mano y pidiendo más, un poquito más hasta que
sentía su esperma caliente corriendo sobre mí y cómo se tendía bocabajo en la
cama, respirando aún agitado, entonces yo debía levantarme silenciosa y
dejarlo solo, dejarlo que se quedara dormido en sus recuerdos, y me sentía tan
feliz de verlo reposado que al día siguiente le preparaba el desayuno que más
le gustaba.
Mi amigo escuchaba las confesiones que luego me contaba. Tú
permanecías distante en el último asiento de la fila y él te veía alejarte
mientras mirabas afuera con esos ojos de abandono. Yo trataba de animarlo
diciendo que cada cual hace su vida según le convenga, pero él quería
ayudarte, quería devolverte el brillo de tus veinte años, aunque nunca te
gustara su asignatura, de la que ya apenas se hablaba en la cátedra de física.
—¿qué tienes, Alicia?
—no es nada, profesor, vine a aclarar una duda para el examen.
—¿pero qué tienes en la frente?
Alicia se revuelve el pelo intentando sonreír, pero el profesor la toma por
el brazo y le aparta los mechones para ver el morado en la frente.
—no es nada… me caí…
El profesor insiste y ella sacude el brazo molesta y gritando que la suelte,
que él no tiene derecho sobre su cuerpo, nadie tiene derecho. Él se aparta y la
muchacha se sienta bajando la cabeza.
—disculpe… usted es mi amigo… —suspira— fue un accidente, profesor,
un accidente, me golpeé con la pared.
—¿él tuvo algo que ver?
Alicia calla haciendo un mohín con los labios, luego aparta la vista y
suspira resignada.
—él está muy solo, los dos estamos solos, nos tenemos el uno al otro, eso
es todo… yo siento su tristeza y soy el doble de triste porque no puedo
ayudarlo, por eso siempre trato de ser lo mejor para él, yo lo amo, profesor, es
lo único que amo, prescindiría de todo por recuperarlo, pero él quiere
alejarse… ayer cuando salía del baño, yo siempre salgo envuelta en una
toalla, y en eso él abrió la puerta de la calle, nos quedamos uno frente al otro,

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yo bajé la vista pero supe que me miraba, entonces sentí que la puerta volvía a
cerrarse porque él se había marchado, por la noche estaba estudiando en la
mesa de la cocina y lo sentí llegar con una mujer, esto me desconcertó, traté
de no hacer bulla y ellos ni notaron mi presencia, se metieron en el cuarto
riendo, me sentí muy mal, profesor, muy mal… —Alicia aprieta los labios
tragándose las ganas de llorar y continúa— sentí las risas de la mujer, habían
bebido, parece, y no se percataban de la hora, yo me acerqué a la puerta sin
hacer ruido, y vi cómo ella se desnudaba bailando alrededor de él que decía
groserías, y se tambaleaba un poco, entonces la mujer empezó a quitarle la
camisa y a lamerle el pecho, con maneras de puta, sin poesía, profesor, sin
ternura le zafó el pantalón y se la agarró para metérsela en la boca, él seguía
allí tambaleándose y mirando al techo hasta que bajó la vista y algún ruido
tuve que hacer yo para que me descubriera y me gritara, la mujer viró la
cabeza asustada y él gritó que si quería mirar me sentara en la cama, que lo
viera templándose a una hembra de verdad, él estaba muy borracho, él no es
así, profesor, pero la mujer se levantó molesta y empezó a vestirse y a
insultarlo diciendo que se iba, yo no sabía qué hacer, me quedé allí parada
con el libro de física en las manos mientras ella pasó por mi lado sin mirarme
y él atrás enredado con el pantalón tratando de alcanzarla hasta que la puerta
se cerró de golpe, entonces él se acercó a mí, caminando despacio, apagó la
luz y empezó a hablar entre dientes, colérico y borracho, dijo que yo lo único
que hacía era joderle la existencia, preguntándome qué quería, yo no podía
retroceder porque estaba contra la pared aterrada viendo a su sombra
acercarse y sus palabras cuestionándome qué quería, y llamándome putica,
putica mía, hasta que me agarró fuerte por el pelo virándome de espaldas y
me subió el pullover agarrándome aquí abajo muy fuerte y preguntando si lo
que quería era eso, diciendo que yo no iba a acabar con su vida y empezó a
golpearme la cabeza contra la pared apretándome hasta que me arrancó el
blúmer y… —Alicia calla y se tapa la cara, el profesor se acerca pero ella
levanta bruscamente la cabeza con los ojos muy abiertos— él nunca me había
penetrado, profesor, nunca, siempre nos masturbábamos, pero ayer… cuando
sentí sus espasmos mezclados con mi dolor, sentí sus brazos apretándome
desde la espalda y lloramos los dos, nos tiramos en el piso a llorar y él pidió
perdón en medio de las lágrimas y lo abracé fuerte, sin mirarlo, para que no
estuviera solo y no me sentí sola, estamos encadenados, profesor, ¿usted
puede entenderlo?, y la única forma de salvarnos, la única forma de apartar
todo lo malo de nuestras vidas es quedándonos juntos, hasta el final juntos,
profesor… —la muchacha lo mira fijamente y él la ve temblar, morderse los

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labios— en un momento se levantó, buscó la camisa y se fue… yo no pude
terminar de estudiar, pero siento que me ama, todavía me ama y yo lo amo
más.
Mi amigo fumaba nerviosamente mientras hablaba de ti, sufría por no
poder hacer nada porque a cada intento suyo, tú levantabas la vista
salvajemente repitiendo que lo amabas. Yo intentaba cambiar la
conversación con aquello de «entre marido y mujer nadie se debe meter»,
pero él insistía, volvía a fumar y hablaba de hacer algo, ir a tu casa y golpear
al tipo, acusarlo ante la policía, pero una mujer de veinte años es ya una
mujer y nada puede hacerse. Tú seguías con las ojeras y tu rostro gris
mientras él te miraba desde el pizarrón, evitando preguntarte en clases algo
que sabía no responderías porque tú ya estabas en alguna parte, lejos del
aula y los libros, lejos de los muchachos del grupo organizando juegos
deportivos y festivales culturales. Tú ya estabas perdida, Alicia, cuando mi
amigo te conoció para empezar a amarte.
—me dijiste que ibas a ir al juego del domingo, ganó tu grupo.
—no pude ir, profesor, es que… el domingo fue su cumpleaños.
—¿y qué tal?
—bien, él no estaba en casa y yo pasé todo el día limpiando y organizando
una cena, cuando llegó estaba un poco esquivo, pero yo me esmeré
preparando lo que más le gusta y la pasamos bien, sin muchas palabras, pero
bien, comimos juntos y hasta nos tomamos una botella de vino como en los
buenos tiempos, yo le regalé un libro de poesía y otro de electrónica —sonríe
— y él se sintió feliz, sólo que después cometí un error… —Alicia suspira y
se rasca la cabeza— dije que tenía una sorpresa, apagué la luz y me fui al
cuarto, al rato aparecí con una vela en las manos y vestida con uno de los
vestidos viejos que guarda en el ropero, un vestido de su ex mujer… —se
muerde los labios— ella murió, profesor, y él la amaba tanto que yo pensé
que quizás su recuerdo en este día lo haría feliz, pero me equivoqué, de
repente se levantó furioso, encendió la luz, golpeó la vela de mis manos
haciéndola caer al piso y me arrastró tomándome por el cuello, hasta el
espejo, me pegó la cara diciendo que yo era una embustera y una loca, que
nunca iba a parecerme a ella y entonces me rompió el vestido lleno de ira, y
me dejó en blúmers diciéndome que ni siquiera era una mujer, que tenía
cuerpo de niña, y cara de niña y pensamiento de niña estúpida y que nunca,
nunca más volviera a hacer eso, que nunca más me atreviera a profanar el
recuerdo de la mujer que amó como no va a amar a nadie, porque nadie en el
mundo va a parecerse a ella y menos yo, entonces me quedé llorando, estoy

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tan sola, profesor, no entiendo por qué dejó de amarme si antes no era así,
antes el día de su cumpleaños era una fiesta para los dos, fue este día la
primera vez que nos amamos, él bebió completa la botella de vino, nos
tendimos en el piso y empezó a acariciarme, era tan tierno y recitaba mi
poema, «Alicia, Alicia mía…», mientras bebía pasándome la mano por el
pelo, así tan dulce que yo sentí que su soledad me pertenecía, estaba
entregándomela entera para curarse de todo, sentí que me necesitaba tanto, y
lo vi tan vulnerable ante mis manos que acariciaban sus labios, que entonces
supe que era mío para siempre y yo suya para siempre, por eso dejé que sus
manos recorrieran mi cuerpo, que amasaran mis senos y tocaran mi vientre
virgen hasta llegar al centro de mis piernas, mientras me besaba, muy
dulcemente, con mucho cuidado para que yo no sintiera dolor, murmurando
ternura en mis oídos, ternura, ¿sabe qué cosa es eso?, yo era virgen y sus
dedos conocían cómo acariciar el cuerpo de una mujer, cómo penetrar
despacio haciéndome suya para siempre, rompiendo mi adolescencia y
convirtiéndome en hembra que sangraba desnuda para él, abierta para él,
jadeando para él, porque este cuerpo es suyo, profesor, no lo ha sido de nadie
más porque no quiero, él es todo para mí, y mi cuerpo y mi alma y mi
pensamiento y toda yo le pertenezco.
Yo veía que tu tristeza iba profanando el cuerpo de mi amigo, sus visitas
eran sólo tú, Alicia y sus ojos mustios, sus palabras sombrías, su pasión por
aquel hombre que mi amigo odiaba sin conocer. Mi amigo que se volvió
taciturno y fue apagando su risa mientras tú lo calabas despacio, alejándolo
de mí, haciéndote centro y necesidad y parte de su cuerpo o casi obsesión,
porque él quería protegerte, tender su mano hasta ti y amarte, Alicia, mi
amigo quería amarte y entonces yo pasaba mi mano por su pelo respirando
resignada.
—¿dónde estabas, Alicia?, hace tres días no vienes a la universidad, te
estaba esperando.
—vine a despedirme, profesor, usted ha sido tan bueno conmigo, pero él
tiene razón, yo no sirvo.
Alicia comienza a caminar pesadamente desde la puerta, y él la ve cojear
un poco y sentarse con desgana. El pelo le cae sobre el rostro donde las ojeras
resaltan encima de su palidez.
—hice todo lo que pude por recuperarlo, pero nada tiene sentido, ya nada
tiene sentido para mí.
—¿qué te hizo, Alicia?, ¿qué pasó?

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—no es él, profesor, soy yo la que no sirve para nada, ¿sabe?, siempre
traté de ser todo para él, llenar sus espacios huecos, sin comprender que hay
vacíos insustituibles, es que no sirvo, ¿ve?, ya nada tiene sentido.
—sí tiene sentido, sí tiene sentido, Alicia, sólo hay que volver a empezar,
tú tienes todo el tiempo del mundo, y no estás sola, yo estoy contigo.
Alicia levanta la vista sonriendo amargamente mientras él se agacha a sus
pies tomándole una mano.
—se acabó… —suspira y aparta la vista— el otro día cuando llegó a la
casa dijo que tenía que irme, ya no podíamos continuar juntos, yo debía hacer
mi vida lejos de él, ¿pero qué es vivir si él ya no está?, me acerqué hablando
dulcemente y él me dio la espalda diciendo que su decisión era irrevocable,
pero no lo escuché, lo abracé por la espalda implorando que no me dejara sola
y me apartó bruscamente, dijo que estábamos enfermos y para curarnos
teníamos que estar alejados, yo volví a abrazarlo llorando, sabía que iba a
enfurecerse pero necesitaba abrazarlo y continué hasta que me dio un
puñetazo y me tiró al piso, dijo que no quería hacerme daño pero si insistía
tendría que demostrarme que éste era el fin, yo no lo podía creer, profesor, yo
lo amo, y tantos años juntos… ¿qué iba a hacer lejos de él?, entonces lo
agarré por los pies y empecé a besarlo jurando que haría todo lo que me
pidiera, todo sin molestarme, sólo para hacerlo feliz y de repente enloqueció,
dijo que él me enseñaría cuál era la felicidad que me esperaba si me quedaba,
se quitó el cinto y comenzó a golpearme por todo el cuerpo, yo seguía en el
piso sin decir nada, aguantando hasta que me alzó por el pelo y me arrastró
como una bestia loca hasta la cama, hizo que me quitara la ropa y fue hasta el
clóset, sacó unas cadenas y me ordenó acostarme boca arriba con los brazos y
las piernas abiertos, yo no podía negarme, profesor, no podía, y él amarró las
cadenas a mis muñecas y mis tobillos, sosteniéndome de las cuatro esquinas
de la cama, entonces, sin apagar la luz se quitó la ropa delante de mí, es la
primera vez que lo vi desnudo totalmente y quise cerrar los ojos, pero gritó
obligándome a abrirlos y lo vi, totalmente desnudo delante de mí exigiendo
que lo mirara bien, que le mirara a la cara, fue hasta la gaveta y buscó una
foto de su antigua mujer, una foto donde ella sonreía y dijo que quería que
nos viera, que la viera yo a ella para que acabara de convencerme que nunca
iba a sustituirla y entonces se lanzó sobre mi cuerpo y empezó a besarme,
pasarme la lengua por los senos mientras yo lloraba y él frotaba su sexo
contra el mío, moviéndose más, llenándome el vientre de saliva, hasta que
levantó su cabeza encima de mi pubis y dijo el poema, «Alicia, Alicia mía»,
sonriendo como un loco, yo no podía moverme y lo miraba y lo sentía

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lamiéndome allá abajo, y apretando mis caderas, lastimando las llagas de los
cintazos hasta que se incorporó agarrándose el sexo sin dejar de mirarme y
preguntando si de veras quería quedarme, llamándome «putica enferma,
Alicia de porquería», que lo único que tenía para mí era eso, y eso era lo que
hundía en mi vagina, moviéndose de arriba abajo, penetrando con fuerza, con
mucha fuerza mientras yo lloraba viéndolo reír como un loco, hundiéndose
bruscamente dentro de mí, sin ternura, profesor, diciendo palabras locas hasta
que de repente me la sacó y comenzó a pasarla por mi vientre llenándome de
esperma y repitiendo que si eso era lo que yo quería y no era eso, profesor, no
era eso… —el profesor hace un ademán de abrir los labios pero ella coloca su
mano encima sin mirarlo— estuve toda la tarde amarrada, yo estaba muerta,
profesor, estoy muerta, por la noche él volvió, apagó la luz y soltó las cadenas
sin dirigirme la palabra, yo logré levantarme y caminar casi a rastras hasta el
baño, él se encerró en su cuarto y yo abrí la ducha, dejé que el agua corriera
por mi cuerpo, limpiándome de todo… no sé cuánto estuve allí, tampoco sé a
qué hora volvió a marcharse, por la mañana recogí algunas cosas y me fui…
he estado dando vueltas, no sé, ya estoy muerta, profesor, no sé ni a dónde
voy, pero pensé en usted, usted ha sido tan bueno conmigo y pensé que a lo
mejor saldría a buscarme a la casa donde ya no vivo y por eso vine a
despedirme, ahora, déjeme ir…
El profesor acaricia las muñecas marcadas de la muchacha y de repente se
levanta con furia.
—tú no vas a ninguna parte, te vas a quedar conmigo y a él lo voy a
denunciar, Alicia, esto no se va a quedar así.
Alicia se levanta despacio.
—usted no puede hacer eso, profesor.
—lo puedo hacer, claro que lo puedo hacer, por ti voy a hacer cualquier
cosa, ¿tus padres saben esto?
Ella comienza a andar dándole la espalda.
—yo estoy sola, profesor, mi madre murió hace muchos años, cuando yo
era una niña, y mi padre no cuenta…
El profesor se interpone entre la puerta y la muchacha, la toma de los
hombros y la abraza, le besa la cabeza y siente ganas de llorar, una mezcla de
dulzura y soberbia y amor por tanta soledad.
—tú no estás sola, mi niña, yo estoy contigo, y esto no se va a quedar así,
yo lo denuncio, te juro que lo denuncio, coño, lo mato, y aunque no quieras
voy a hablar con tu padre, esto no se va a quedar inmune.

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—usted no puede hacer eso, profesor… —Alicia levanta el rostro, le
acaricia la mejilla, y lo mira, mudando de una sonrisa tierna, mueca tragando
en seco, hasta quedar en un gesto de asco— usted no puede hacer eso porque
yo lo amo.
El profesor siente cómo ella suelta sus brazos y se aparta, dándole la
espalda nuevamente hasta llegar a la puerta y detenerse.
—si habla con mi padre, profesor, dígale que Alicia, su Alicia, lo seguirá
amando a pesar de cualquier cosa.
Sé que te llamabas Alicia y nunca más te sentaste en el último asiento de
la fila. El profesor de física no volvió a mencionar tu nombre en clases, ni
siquiera se atrevió a acompañar a los muchachos del grupo a la casa, donde
tu padre les dijo que te habías mudado lejos. Sé que mi amigo estaba muerto
en algún sitio de su alma y ni siquiera yo podía llegar, cuando lo veía
sentarse en el piso, abrazando sus rodillas, sin hablar, así toda la noche,
basta que el curso terminó y él abandonó la universidad y el pizarrón y tu
asiento vacío desde donde se veía el patio llenándose de hojas secas, tan solo
como nosotros, Alicia, demasiado solos.

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La causa que refresca
José Miguel Sánchez (Yoss)

Bienvenida. Sí, yo siempre estoy aquí, en la entrada del aeropuerto o del


hotel, esperando por ti. Veo en tu sonrisa que tú también me has reconocido a
la primera ojeada. Yo soy lo que soñaste todos estos años, justamente lo que
buscas. Tengo ojos mestizos y la piel mordida por el sol y el salitre, pelo
indómito y músculos de trabajo y no de gimnasio. O lo que queda de esos
músculos, porque, como bien sabes, la situación está dura. Tengo cara de
intelectual autodidacta y partyman, todo en una sola pieza. Natural,
encantadoramente medioharapiento. ¿Lo ves? En mis facciones está el
peligro, el delicado riesgo del robo o la enfermedad venérea, pero también la
dulzura de la caña, la sincera amistad, el buen salvaje de Rousseau.
Bienvenida. Sí, yo seré tu guía.
¿Dónde quieres ir primero? Claro, al hotel… cinco estrellas, capital
extranjero, of course, lleno de typical tropical, tan auténtico como un dólar
impreso en papel higiénico. Para disfrutar de la piscina y asombrar a mi
natividad con los milagros del aire acondicionado y el servicio de
habitaciones. Para quejarte de los altos precios y de la falsa imagen de las
giras y recorridos por la parte histórica de la ciudad, donde los guías hablan
de colonizadores muy muy malos y de indios y negros muy muy buenos. Pero
no te preocupes: eso también es parte del juego, el necesario preludio.
Ahora, por supuesto, Amistur. Porque tengo un amigo que tiene un cuarto
vacío y te lo alquilará por el simple encanto de tu sonrisa y una cifra casi
ridicula en tu moneda fuerte duramente ganada con el sudor de tu frente. Por
solidaridad proletaria, porque tú, se ve por encima de la ropa, no eres ni una
millonada ni una capitalista explotadora, y tu auto y tu casa no son tu culpa,
sino la división Norte-Sur, al que le tocó le tocó, y comoquiera los dejaste
lejos, en tu casa, y aquí no cuentan (qué lástima). Sabemos que tú lanzaste
adoquines en la Universidad, cuando el 68, y tienes prendidas con alfileres a
tu pelo las canciones de Silvio y Pablito, y en tu cuarto el póster del Fidel. Y
el pueblo unido jamás será vencido, y la sonrisa indígena y doliente de
Rigoberta Menchú, Premio Nobel de la Paz, un gallardete del Frente
Farabundo Martí y la foto de Camilo Torres, el cura guerrillero. Y por eso

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eres elemento activo en las tómbolas de ayuda a los niños huérfanos de
Guatemala y discutes hasta las once en el pub de la esquina de tu casa sobre la
verdadera identidad del subcomandante Marcos, y el futuro de las reformas en
la isla.
No te preocupes, todos sabemos eso. Eres una de nosotros disfrutando de
los colores y la inconstancia y el sabroso contacto latino del transporte
público, en su variante hipersalvaje del metrobús, vulgo camello. Guarda (por
el momento) tu moneda fuerte, entrégate al juego de la cola y de ser usuaria y
no cliente. Mimetízate en pocas semanas, nadie te reconocerá, es la regla del
juego. Serás una de nosotros, pese a tu tez lechosa y tu alta estatura, a tu pelo
irrigado por los mejores champús, a tu metabolismo sin granos ni grasas
sobrantes, a toda tu imagen de perfecta factura, de la que, lo sabemos, tú no
tienes la culpa. Porque no se escoge el lugar donde nacer.
Tú nunca quisiste mirar los toros desde la barrera, la vida desde el
ómnibus climatizado, la realidad desde la prensa. Ven, entonces. Vamos a los
barrios marginales, marihuana, navaja y folklore, machismo y aguardiente,
tan colorido, tan auténtico. No te cohíbas, toma tus fotos. Es gratis. Vamos a
la playa sin auto y sin nevera portátil, aunque tu dorador te delate y tampoco
aquí puedas librarte de los niños que ruegan «una monedita, señora», y tengas
que contener tu deseo del topless ante el sol del trópico. Ven al concierto de la
Nueva Trova, luego al del grupo de rock alternativo que canta en un exótico
spanglish. Ven al underground, la otra cara de la moneda, con sus teatristas
frustrados y sus poetas de vanguardia y sus etéreas, girovagantes damiselas de
buena familia, mezclilla en sus ropas, letreros en mil idiomas, poses de crítica
al gobierno pero siempre sonrisas afables. Ven, yo conozco todo. ¿Quieres oír
de Bob Marley y el planeta rastafari? ¿De Carlos Vareta y el mundo trova?
¿De Pello el Afrokán y la galaxia rumba? Yo soy el poste indicador de los
caminos, ven. Bienvenida a la otra Ciudad Esmeralda, pequeña Dorothy.
A ti, claro, no te interesa ver lo otro. Eso que ya conoces, que no encaja en
este ambiente tan paradisíaco de palmeras y salitre. No te llaman la atención
ni las tiendas de autoservicio ni las discotecas ni las imitaciones de Mc
Donalds, todo en dólares, claro. Ni la juventud de cromo que las ronda. Tú lo
sabes, porque has leído a Bataille y a Foucault y a Lyotard y hasta a Alvin
Toffler, es la cultura pop que explotará como una burbuja, el desarrollo, lo
artificial, lo falso, antifolklórico deshumanizado, sin alma… Sí, me apetece
un helado, y yo tampoco tengo ganas de hacer cola, ¿entramos? Para esto te
dije que guardaras tu moneda fuerte. ¡Fantásticos estos Burguis!, ¿eh?

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He aquí tu pequeño ladrillo en el muro, tu obra de caridad focalizada. Se
sabe que tú no puedes cambiar el mundo, ni nadie te lo pide. Que no eres rica
ni estás entrenada para la lucha, porque si no… si tú tuvieras un lanzacohetes,
algunos hijos de puta caerían, ¿verdad? ¿Conoces la canción de Bruce
Cotburn, no es cierto? No lo tienes, pero tus escasos ahorros… es una buena
idea dar esa fiesta, yo invitaré a todos, consigue tú la comida y la bebida, y si
quieres algo más… ¿tal vez la granja que nos acerca a Jah?, también. La ley
no importa mucho, ¿verdad? La ley es la culpable, la ley la hizo el
colonizador, nosotros haremos la trampa.
¿La estás pasando bien? Es hermoso lo bien que te sientes, lo satisfactorio
de hacer regalos a quien no tiene. Gracias por este pantalón y el par de tenis,
no puedes imaginarte la falta que me hacían. ¿Quieres leer mis poemas? No
los he publicado, no venden, la industria editorial es una mafia, pero ¿verdad
que te conmueven, te llegan, te ilustran la dura realidad? Y con el necesario
fondo de optimismo de un pueblo que, a pesar de todo, lucha y no se rinde. Te
regalo algunos… no importa, si logras publicarlos me mandas el libro…
puedes mandarme otros libros, claro. Se supone que yo no sepa cuán cara es
la cultura en esos países malos donde se hacen las cosas buenas.
Por supuesto, seis semanas es poco tiempo, tu novio allá no tendrá ni
tiempo para extrañarte, con todo su trabajo en la productora de discos y las
tasas de interés… ¿que es un asqueroso yuppie sin conciencia social? No
digas eso, él también estuvo en las barricadas, pero claro, nunca se atrevió a
venir, a confrontar su sueño con la realidad. Todo es distinto a como lo
imaginaste entonces. Pero vale la pena, ¿no es cierto? Y ya tú sabías que la
Tierra Prometida no era… no, no llores… o si tienes que hacerlo, aquí tienes
mi hombro… no eres culpable, anda, límpiate esos preciosos ojos azules, ven
conmigo, déjate hacer. Seis semanas es poco tiempo, pero pueden pasar
muchas cosas…
Disfruta el tablero de ajedrez de mi cuero tostado sobre tu piel nivea,
mientras te doy una y dos y cien veces jaque mate entre jadeos. ¿Tú eras de
las que creía que eso de la virilidad afrocaribeña era otro mito? Y el cariño
que empalaga del contacto continuo de los cuerpos sudorosos en el cuarto sin
aire acondicionado, y tus orgasmos al principio silentes, contenidos, luego
adaptándote a ésta, la escuela latina, del grito y el arañazo y la mala palabra
desvirtuándose de su sentido ofensivo en medio de la pasión que borra las
diferencias entre países. En la cama todos somos iguales, ¿no? Y podrás
nombrarme ipso facto dictador con plenos poderes en la República De Tu
Cuerpo Horizontal (y vertical y hasta oblicuo, que hay que tener

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imaginación). Y pedirme que contigo nunca tenga esa democracia, ni
monarquía constitucional ni nada civilizado, sólo este puro salvajismo que
tanto te complace. La bella y la bestia, la turista y el nativo. La
primermundista y el subdesarrollado.
Tú y yo sabemos que esto no tiene futuro, pero dice el zen que el mañana
no existe. Ven a mi vida, conoce a mi familia. Mi hermano murió en la
guerra, mi primo está preso… líos políticos, no, tú no entiendes… en realidad,
él tampoco, por eso está preso. ¿Si alguien entiende?… Mira, ésta es una foto
de mi hermana, se casó con un italiano y a veces escribe desde Milán, le va
bien, pero ésa estaría igual debajo de una piedra con tal de tener ropa y
comida y carro y vídeo. Pero tú y yo sabemos que eso no lo es todo. Por eso
estás aquí, ¿verdad? Porque para ti también hay algo más.
Le caes bien a mi mamá, ¿te fijaste? Y no te preocupes, no hablas tan mal
el español, mis amigos se ríen siempre. Es que somos así, risueños, nos
burlamos de todo. Es el choteo criollo. Pero también somos tristes, con la
secular melancolía del indio extinto y el negro arrancado de su tierra. Somos
como somos. No intentes explicarnos. Éste es el país de la Siguaraya. ¿Y eso
qué significa? Ah, interesante… lástima que casi no quede tiempo.
Seis semanas es poco. Tenía que llegar este momento. ¿Quedarte
conmigo? Por favor… Ya sabes que no se puede, no es tu mundo, no es igual
que ir de visita… ¿Yo? Me encantaría, claro, pero tanto gasto… claro, si tú
insistes… No llores, no hagas promesas falsas. Seis semanas son sólo mes y
medio. Te arreglarás con tu novio. Él te quiere, no es tan yuppie después de
todo. ¿Serías tan amable de llevar estas cartas? Es que el correo internacional,
a veces… Claro, puedes escribirme. Conoces mi talla, no creo que vaya a
engordar. Yo también te quiero, ya sé que tratarás de volver lo antes posible,
embulla a tus amigas… los míos ya están ansiosos por conocerlas. Corre, que
se te va el avión, no dejes tu bolsa de souvenirs, cuidado, se te cae el afiche de
Camilo con el Che. El último beso. Buen viaje, linda…
Seis semanas son sólo mes y medio. Yo sólo soy un guía. En cierto modo
un sacerdote que ha escuchado tu confesión del pecado de ser del Primer
Mundo, de no pasar hambre, de tener cultura, de poder viajar, de no ser latina,
de cambiar los sueños y el idealismo por la tranquilidad material. Y te
absuelvo por tu penitencia de expiar tu culpa bendiciéndonos con moneda
fuerte, con tu ingenua simpatía, con tus maletas que llegaron llenas y se van
casi vacías, por tu caridad y tu satisfacción de estar haciendo algo por la
justicia social. Yo te absuelvo y te dejo suficiente culpa para que regreses
pronto a esta Cuba de detrás de la postal, a este juego de máscaras que somos

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y eres, a esta identidad folklórica y postmoderna. Para que te sientas
luchadora por la libertad, mujer activa, hembra con conciencia social, y en las
noches después del cansancio del trabajo puedas dormirte con la sonrisa en
los labios, porque tú estás ayudando a que el mundo ande mejor. Yo te
absuelvo y renuevo en tu corazón la fe en la causa, una causa de seis semanas
al año, de amor latino y sabor prohibido, de idealismo y sexo. Una causa
hecha justo a tu medida de mujer atrapada en la vorágine de la vida moderna.
Segura y cómoda, fácil de llevar. La causa que refresca.
Y amén, no faltaba más.

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El retrato
Pedro de Jesús

Ella se llamará Ana. Será pintora.


Él se llamó Jorge. Fue propietario de un Chevrolet 57 y chofer.
Ellos se llaman Gabriel y Héctor. El primero es bello. El segundo posee al
primero.

Ana conocerá a Jorge en la acera del hotel Presidente un día en que ella
intentará llevar hasta Ánimas 112, su cuarto, a dos marchands
norteamericanos. Ellos pagarán los cinco dólares que Jorge les cobró por el
viaje, y Ana invitará al chofer, provocativa, a visitarla cuando él fuera de
nuevo por La Habana Vieja.
Él fue la semana siguiente, sin pretextos, viajes imaginarios o
casualidades de última hora. A ella le habrá gustado mucho su cuerpo robusto
y velludo, el desenfado casi vulgar de su jerga, el bulto preciso y compacto de
su pelvis, las manos gruesas, el cabello cortísimo y negro, la barba incipiente,
las patillas largas y profusas, las orejas sin las argollas de moda, el torso breve
y musculoso. Ella lo bautizará Toulouse-Lautrec aunque no se lo diga. Le
habrá gustado su piel trigueña, continuamente sudada, y la despreocupación
con que dejaba acumular las pequeñas gotas de la frente y desplazar las
grandes del pecho y el abdomen. A lo sumo él se abría la camisa y trataba de
ventilarse batiendo la tela contra la carne. A ella le habrá gustado su
primitivismo y la seguridad con que lo exhibía. A ella le gustarán los hombres
que gustaban antes de las revoluciones sexuales y los movimientos feministas.
Adorará sentirse penetrada, avasallada por un cuerpo grávido que la cubra
completamente hasta llegar a los umbrales de la asfixia. Sólo eso le insuflará
fuerzas para pintar y se las quitará de nuevo: un ciclo eterno que la arruinará
como artista. «Yo no soy pintora; soy una de las putas de Toulouse-Lautrec»,
escribirá en un diario que a nadie le interesará leer: nunca aparecerá: no
existirá.

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Ella abrirá la puerta, se sorprenderá realmente, y así sorprendida le
preparará una infusión de canela y jengibre porque no tendrá café. Será de
noche. Estarán solos. Mientras hierva el agua ella correrá al espejo del baño
para escrutarse, obsesiva, la fealdad del rostro largo y enjuto, la nariz
escabrosa, la frente ancha, el pelo lacio y demasiado seco, el cuello raquítico.
No intentará maquillarse; se dirá que la expresividad de la mirada la torna
bonita, y con esa convicción regresará a la sala.
Él le preguntó por los norteamericanos, y ella le responderá que no habrá
tenido suerte, a ellos no les habrá interesado su pintura. Fue entonces cuando
él supo que ella será pintora. Pintora. La palabra no le sugirió nada preciso,
sólo una extraña imagen se posó en su mente: los dedos de Ana apretando una
brocha, tal vez un pincel. Ana atravesará esa imagen con una rapidez
fotográfica: Ana rozándole el miembro por encima de los pantalones. Ella le
pedirá desnudarse inmediatamente y le aclarará que no puede sostener una
relación con hombre alguno sin verle antes la pinga.
Él lo hizo, parsimonioso, y eso aumentará el deseo de ella; las rodillas le
temblarán de tanto deseo. Sentirá un ahogo, y creerá haber perdido la voz para
siempre. Pero la mirada no: la fijeza de la mirada le arrebatará las ropas a
Jorge como arañazos sordos. La vivacidad del pene durante la ceremonia del
desnudamiento le servirá a Ana para corroborar que aquel hombre habrá sido
correctamente elegido. Un hombre que no se preguntaba nada. Un hombre
que sabía percibir la furia de su mirada y no le reprochaba una frialdad que no
existirá. Varias veces escribirá esa idea en el diario y estará tentada a decir
que esa conducta suya será la de una mujer posterior a las revoluciones
sexuales. Pero no lo escribirá, no lo pensará siquiera. Sólo afirmará: «Detesto
las contradicciones».
Jorge desnudo fue la destrucción de Ana. Ella vestida se arrastrará
arrodillada hasta la destrucción, a unos centímetros de su boca. Pondrá unos
cojines para alcanzarla. La mojará con la punta de la lengua, la pellizcará con
los labios, la morderá muy suavemente, la succionará, la esconderá dentro de
sí con la falsa tranquilidad de que las cosas sumergidas terminan por
desaparecer. Ella jugará con la destrucción, querrá tenerla y dejarla, la sacará
y volverá a descubrirla, enorme —¿por qué ella habrá de suponer siempre que
la destrucción es algo enorme?—, y no se atreverá a tocarla por miedo a
perder la posibilidad de destruirse. Llorará.
Jorge trató de incorporarla tomándola por los codos, pero Ana se resistirá
con desgano. Estará fláccida. Él cobró más fuerzas y repitió el movimiento.

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Ana tendrá que ceder, erguirse hasta que el pene le roce el ombligo. Sentirá el
frío de la saliva en el vientre. Le implorará a Jorge caminar por la habitación.
Él se desplazaba con la torpeza del asombro. (Era un chofer modelando.)
Pero su pene seguía vibrátil, balanceándose precariamente en el aire. Ana se
secará las lágrimas y extática empezará a sugerir posturas atrevidas. Al final,
después de una veintena de poses, él estuvo obligado a machihembrarla
encima del piso, en una esquina de la sala, con la cabeza de ella chocando
contra la pata de una vieja silla de mimbre.
Cuando Gabriel y Héctor tocan a la puerta, Jorge había eyaculado tres
veces y Ana estará deseosa de coger los pinceles abandonados durante
semanas, desde su última aventura erótica. Tendrá una idea muy vaga. Querrá
pintar su propia mirada.
Jorge se vistió con premura. Ana lo hará despacio. Gabriel y Héctor
entran intempestivos, sin importarles la presencia del desconocido, como si
no existiera. Jorge se fue apenas presentado: ella no soportará la mezcolanza
de sus amantes con sus amigos gays. Después de saludar a Ana con la
espectacularidad típica de quienes no se ven desde hace un año, Héctor
comenta la huida de Jorge en tono jocoso. Ana defenderá una vez más su
concepto separatista del mundo. Héctor riposta-frase célebre:
—No es que tú pongas las yaguas antes de caer las goteras, sino que tienes
el techo forrado de yaguas siempre. Eso es fraude.
Ella tal vez la consignará en el diario, como prueba del ingenio del amigo.
Tratando de cambiar el curso de la conversación, Ana le preguntará a
Héctor sobre sus andanzas en España. Él se extiende en la respuesta pero lo
hace con la misma neutralidad que siempre usa cuando habla delante de
Gabriel. El único énfasis se lo dedica al centro Humboldt en las islas
Canarias: «un lugar de ambiente donde no van ni travestis ni transexuales ni
gays muy afeminados; por supuesto, tampoco lesbianas. Son cuatro pisos
dispuestos alrededor de un parque que tiene un lumínico con el emblema del
centro: un dinosaurio. Los pisos están repletos de discotecas, bares, cines
porno, saunas, cuartos oscuros… Es inmenso, cinco o seis veces La Manzana
de Gómez».
Ella no abrirá la boca para admirarse. Gabriel se mantiene mudo. Ella se
tomará demasiado en serio su papel de anfitriona y querrá introducirlo en el
diálogo:
—¿Y tú, Gabriel, extrañaste mucho a Héctor?
«Estúpida interrogante», anotará ella. Gabriel lo extraña mucho, ha vivido
extrañándolo desde el principio de esa relación, como si todo el tiempo

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Héctor hubiera estado muy lejos suyo. Pero esa clase de distancia no es
posible tocarla, empieza por respirarse: es como un aire denso que se le va
acumulando a Gabriel y llega a impedirle la respiración misma; se queda
ciego, sordo, pierde la capacidad de sentir la distancia. Se enajena. Vivir es
saber cuán distantes están los otros de uno. El viaje del que ama le otorga a
Gabriel el privilegio de esa lucidez. Qué alivio saber que un océano real lo
separa de Héctor y no esa insondable asfixia cotidiana.
—Muchísimo.
Ana se mostrará inquieta y dispersa. Terminará declarándose incapaz de
continuar atendiéndolos. Utilizará como pretexto a la musa. Antes de
despedirse, Héctor saca de la mochila un estuche con tubos de óleo. Ana casi
se desmayará de felicidad por el regalo, tan oportuno. Besará al amigo mil
quinientas veces en las mejillas y la boca. Ya al final, cuando la pareja está en
la calle, Ana elogiará a Gabriel desde el umbral:
—Sigues bello.
En realidad esa frase irá dirigida a Héctor, sólo él la disfruta. Abraza
fuerte a Gabriel por los hombros, como diciendo: «Eres bello, me
perteneces». En alta voz inquiere:
—¿De verdad me extrañaste muchísimo?
El silencio. La manera más absoluta de despojarnos de toda propiedad.
—¿De verdad?
La insistencia. El intento de exorcizar el silencio, esa fisura por donde
intuimos que el otro se nos va escapando.
—Casi me muero.
Héctor lo besa en la boca. Manifiesta deseos de hacer el amor.
Hacer el amor. Hacer el amor es encuerarse y pedirle al maestro, por
favor maestro… alza mi culo basta tu cintura/…por favor maestro hazme
decir por favor maestro jódeme ahora, por favor/… por favor acaricia tu
verga con blancas cremas/ por favor maestro toca con la cabeza de tu pene
mi arrugado agujero del ser/ por favor maestro vete metiéndómela
suavemente…/ por favor maestro métemela un poquito, un poquito, un
poquito,/ por favor maestro húndeme tu enorme cosa en el trasero/ y por
favor maestro hazme retorcer mi trasero para devorar el tronco de tu pene/
por favor maestro, por favor jódeme de nuevo con tu ser, por favor jódeme.
Por favor/ Maestro empuja hasta que me duela la blandura hasta la/
Blandura por favor maestro haz el amor a mi culo… y jódeme de verdad
como a una chica/…/ Por favor maestro hazme gemir sobre la mesa/ Hazme
gemir por favor maestro jódeme así/… Por favor maestro llámame perro,

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bestia anal, culo húmedo/ y jódeme con más violencia…/ y lánzate dentro de
mí en un brutal latigazo final…/ y vibra durante cinco segundos para
eyacular tu calor de semen/ una y otra vez, metiéndomela a golpes mientras
yo grito tu nombre Cómo te amo/ por favor Maestro.
Héctor lee en España un largo poema de Allen Ginsberg; se reconoce en
algunos versos, los copia, los recuerda como si en realidad esos fragmentos
constituyeran todo el poema. Pero no se los trae a Gabriel. En Angola, su jefe,
también su amante, lo ha poseído así, brutal, sobre el escritorio donde Héctor
ha mecanografiado tantos informes de la compañía. Los empujones han
fracturado el cristal y herido un muslo de Héctor. Pero Gabriel no debe leer
esas cosas, no debe saber nada de ese capitán, ese maestro. La primera vez
que Héctor y Gabriel se acuestan, Gabriel se interesa por la cicatriz. «Me caí
cuando niño sobre una botella rota.» La primera vez que Gabriel se acuesta
con un hombre ese hombre tiene una cicatriz; Gabriel pregunta por ella y lo
engañan.
Hacer el amor es para Gabriel que Héctor se le encime, lo bese, lo toque,
lo lama, lo siga besando, lo toque más, lo succione, lo bese, lo bese, ay, y lo
masturbe. Gabriel es el espejo de Héctor. Hacer el amor es para Gabriel vivir
la experiencia de esa simetría. ¿Cuántas veces ha querido romper esa imagen,
esos reflejos? Sería deshacer el amor.
Debe haber algo que diferencie el erotismo homosexual, le explica Héctor
sin que Gabriel nunca le haya preguntado. El reino de Gabriel es el silencio.
La superioridad de los homosexuales sobre los heterosexuales radica en que
los primeros pueden prescindir de la penetración, cifrar la entrega en la
ternura, la espiritualidad, sigue argumentando Héctor. El reino de Héctor es la
insistencia.
Héctor es artesano. Tiene treinta y dos años. Gabriel estudia filosofía en la
universidad. Tiene veinte. Esta noche hacen el amor. ¿Qué es hacer el amor?
«Hacer el amor con un hombre que no piense que hace el amor, me
inspira», escribirá Ana en su diario. Después de irse Héctor y Gabriel, Jorge
regresó. Ella lo abrazará, le pedirá disculpas por la demora de la visita, no
habrá podido acortarla más. Le enseñará el regalo, le acariciará la verga, lo
despojará de la ropa y le pedirá tenderse sobre el sofá, quieto.
Ana tendrá un lienzo ya preparado. Lo embadurnará con timidez. Ella
querrá aprehender la fuerza devastadora de su mirada sobre el cuerpo de
Jorge, no detallar los rasgos de los ojos que la producirán. «El dibujo carece
de fuerza, no me sirve. No puede haber retrato, ni rostro, ni nada definible. La
fuerza carece de forma», ¿escribirá?, sabiendo que la idea no será original ni

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completamente verdadera. Eso no le importará; ella será una puta, no una
pintora. Podrá permitirse cualquier desfachatez, cualquier locura: lanzar
brochazos eufóricos sobre la tela pasivísima.
Jorge se durmió sin emitir comentario alguno. Dormido así será más
profanable. Ella gozará esa indefensión, lo escrutará hasta la fiebre. Los ojos
enrojecidos. El llanto otra vez. Pero se le ocurrirá que habrá de ser más
excitante hacerlo reposar en una habitación que habrá de tener una ranura, a
través de la cual ella habrá podido observarlo sin que él posara para ella. Ana
precisará la existencia de un límite, una barrera; sólo saber que ese cuerpo no
le pertenecerá la impulsará a su conquista. Ella necesitará el susto de la
prohibición, el placer del hurto. «Héctor siempre me dice que yo soy un
maricón con tetas. Creo que es cierto.» No podrá pintar más, tapará a Jorge
con una sábana.
¿Será una mujer posterior a las revoluciones sexuales? ¿Qué deberá ser
una mujer después de las revoluciones sexuales? Esos pensamientos la
contaminarán, fugaces, pero no los escribirá. No los habrá pensado siquiera.
«Detesto las contradicciones» será la frase que más repetirá en el diario y
nunca la explicará.
—¿Me fuiste infiel? —Héctor persiste en la misma pregunta y aprovecha
ahora para quitarle la sábana a Gabriel y obligarlo a mostrar la belleza de su
desnudez. Pudoroso, Gabriel vuelve a cubrirse. Al fin decide quebrar el
silencio.
—Nunca.
—No sé si creerte —y lo destapa de nuevo, lascivo.
¿Qué es la creencia?: lo que no existe. Lo que existe es la necesidad de la
creencia (Manuscrito de Gabriel: Apuntes filosóficos, página 34).
—Deseo hacer el amor otra vez —insiste Héctor, reaccionando al
mutismo de Gabriel.
Ninguno de los dos desea al otro. ¿Qué es el deseo? Una creencia. Algo
que no existe. Lo que existe es la necesidad del deseo (Ídem, página 78).
Gabriel no responde, se entrega, busca el deseo.

Ana le contará a Héctor cada detalle de su relación con Jorge y la necesidad


de encontrar un lugar idóneo para observar al amante a hurtadillas. A cambio,
Héctor le narra las aventuras suyas con los hombres españoles, debidamente
calladas en la última visita.

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Ana adorará a ese Héctor confesional y exaltado que se devela cuando
está solo. Sin embargo, le preguntará por el otro. Ana no entenderá cómo un
muchacho tan bello puede vivir enclaustrado como si fuera una mujer del
siglo XIX. Héctor replica, argumenta que Gabriel sale para lo imprescindible:
la universidad. Ni a las bibliotecas tiene que ir porque él le ha traído los libros
de España. La calle está muy mala, Ana; a Gabriel no le falta nada. Héctor se
lo da todo: dinero, ropa, comida…
Ana estará tentada a recriminar el egoísmo del amigo, pero la contendrá la
sensatez.
Héctor comenta que los dos cuartos pequeños de su casa que él
acostumbra alquilar, están desocupados ahora; son contiguos y entre ellos es
posible agenciarse el espionaje. Ella aclarará que no tendrá dinero, él se los
ofrece gratuitamente hasta que el cuadro esté listo. Ana dudará de tanta
bondad, pensará que Jorge pudo sentirse mal en la casa de unos gays, a ella
también le molestará esa proximidad. ¿Valdrá la pena poner en peligro su
relación con Toulouse-Lautrec por aquella idea?
Ana aceptará e inventará una causa distinta para explicarle el cambio a
Jorge. Él le creyó.
Gabriel no comprende el altruismo repentino de Héctor, tan reacio a
compartir su espacio incluso con amigos a quienes les apremia más la ayuda.
Pero calla, recibe a los refugiados con la cara bella e inexpresiva de siempre.
No soporta la chabacanería del chofer, no entiende esa mezcla entre pintura y
jerga solariega, pero calla. Su silencio es total.
Ana alabará el minucioso trabajo de marquetería que la separará de Jorge.
Él se sorprendió al encontrarse aquel cuarto inmenso dividido en dos, y
cuando se quedaron solos manifestó su aturdimiento. ¿No vinieron aquí a
estar juntos, Ana? Sí, pero cuando él hubo muerto por el cansancio de tanto
fornicar, ella quedará sola y pintará, sobreponiéndose a la destrucción física.
Él lo acató todo, aún sin comprender. Él no tenía que comprender.
Por minúsculos resquicios que habrá entre las figuras geométricas que
compondrán la pared, Ana escrutará el cuerpo de Jorge. Ella le pedirá dormir
desnudo. Él no indagó razones, le bastó el masaje casi etéreo que ella le
propinará en los genitales para intuir la pertinencia de obedecerla.
Unicamente después, cuando estuvo solo, empezó a extrañarse. Miraba el
techo, las imágenes formadas en la madera, la lámpara. ¿Qué hacía él allí?
Había algo incomprensible en todo aquello; nunca antes se tropezó con una
mujer así, tan rara.

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Cuando la palabra «rara» apareció en la mente de Jorge, Ana inundará el
lienzo de un ocre intenso que irá transfigurando las pequeñísimas manchas de
amarillo del primer día. Avanzará, frenética. Destapará otro tubo de óleo:
verde. Dudará. Sentirá que algo la observará lascivamente desde el cuadro en
ciernes. Querrá liberarse de toda la ropa, impúdica, conminada por esa fuerza.
¿Será su propia mirada que habrá comenzado a revelarse? ¿Existirá su mirada
más allá de ella realmente?
Cuando la palabra «rara» apareció en la mente de Jorge, él se incorporó,
palpó las decenas de triángulos, óvalos y pirámides que se interpondrán entre
la rareza y él. Casi por instinto pegó las pestañas al barniz. Buscó. Vio a la
pintora en cueros, de espaldas, encabritada sobre un trípode, balanceándose
como una esquizofrénica en crisis, derrochando óleo a diestra y siniestra. Se
creyó repentinamente descubierto, tuvo miedo y se alejó un instante del
resquicio. Pero la atracción fue mayor.
No será el cuerpo delgado de Ana quien lo seducirá sino un efluvio cálido
e indescifrable. Empezó a masturbarse mirando a Ana porque será lo único
concreto que se le ofrecía. Sintió que él también se estaba convirtiendo en un
hombre raro. Imaginaba otros cuerpos y los iba superponiendo sobre el de
Ana. Ninguno lo motivaba. La causa de su enardecimiento era otra.
Ana estará hierática, inclinada hacia delante, el clítoris rozando el cuerpo
del trípode. No sabrá qué la irá excitando hasta obligarla a aferrarse con los
dedos al asiento. ¿Querrá hacer el amor con Jorge? ¿Querrá hacer el amor?
Tendrá que buscar a Toulouse-Lautrec para saberlo. Tendrá que buscar a
alguien.
Ana se levantará e irá lenta, tiesa y contraída.
Jorge se tendió nuevamente, con los ojos abiertos y la verga dura,
fracturable.
Ella no lo mirará.
Él tampoco la miró.
Ella sentirá ese temblor repetido.
Él se derramó como pinceladas epilépticas.
Ella y él, por vez primera irreconocibles, ajenos.
Héctor no puede conciliar el sueño, suda, enciende la luz del escritorio,
deambula por el cuarto. Gabriel lo vigila con los ojos semicerrados, la sábana
tensa, atrapada por los talones y los dedos de las manos. Héctor sale del
cuarto, camina por el pasillo, se detiene ante la puerta de la otra habitación. Se
enardece. Piensa en Gabriel pero en verdad no piensa en Gabriel. Se enardece.
No puede salir para la calle, caminar, buscar en la oscuridad. Piensa en

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Gabriel, se lo dice muchas veces para creerlo. Retrocede, abre la puerta, se le
aproxima con furia, le arrebata la sábana, le baja el calzoncillo, intenta
succionarlo. Gabriel está yerto, aterrorizado. Los ojos se le han hecho dos
globos enormes, el pene es una arruga gruesa inatrapable. Héctor se le sienta
encima, frota su ano contra la arruga, que va dejando de existir. Se estruja
contra lo que ya no existe. Procura los labios de Gabriel, que apenas se
entreabren. Los lame, la lengua toda afuera. Gabriel tirita. El aire
acondicionado está muy frío. Gabriel no habla, Héctor recobra la lucidez, se
desmonta, quita el aire, apaga la luz, se tiende, Gabriel se cubre. Héctor le
dice que tuvo una pesadilla.
Ana se separará del cuerpo anónimo que la atravesó y paseará intensa e
inacabada por la habitación. Sentirá como si algo la conminara hasta el
frenesí y el agotamiento. Si no lograra controlar eso, terminará golpeándose,
lacerándose el cuerpo. Sin embargo, no podrá nada. Moverá los objetos que
encontrará a su paso, los apretará hasta que amenacen romperse. Los impulsos
la harán llegar delante del cuadro; la idea de destruirlo la compulsará a
contraer los dedos. «Es una mueca, una mueca de las manos», pensará. No, no
deberá descargar aquello contra su propia obra. Tratará de preservar el cuadro
colocándolo de frente a la pared.
Habrá un alivio paulatino, y después una quietud adormecedora. Ana
reconocerá a Jorge, lo abrazará. Él le besó, apacible, como quien hubiera
rozado un recuerdo.

A la mañana siguiente, cuando Ana voltee el cuadro para seguir pintando,


volverá a experimentar el mismo desasosiego. Sin explicaciones plausibles
que atribuirle, terminará aceptando la única en la cual nunca habrá creído
hasta entonces: la genialidad. Una sensación tan extraña como aquélla sólo
habrá podido provenir de una conexión espiritual profundísima y esencial de
la artista con su obra y de ambos con los misteriosos ritmos cósmicos.
«Durante esos días no me sentí puta sino pintora; toda la energía sexual la
descargué en el lienzo. Fue tanta la entrega que olvidé a Toulouse-Lautrec.
Era simplemente Jorge. Ya ni era», podrá escribir.
Jorge también se despertó con apetencias descomunales. Esta vez, lejos de
provocarle inquietud, las asumió ufano, como naturales suyas. Aquella
desmesura ratificaba su virilidad.
Héctor abre los ojos, ha tenido un sueño fabuloso con el capitán, un sueño
que no sabe si es un recuerdo o una premonición o una fantasía. Lo que sea,

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es bueno: Héctor no quiere desprenderse de semejante asidero.
Gabriel permanece estirado desde anoche, sufre de un encogimiento que
no logra articularse físicamente. El más mínimo roce lo convertiría en un
ovillo.
Jorge caminó desnudo hasta Ana, eterna sobre el trípode. Le puso la verga
erecta sobre la espalda, la acomodó a lo largo de las vértebras, luego pegó su
cuerpo al de ella y pudo abrazarla por detrás. Con las manos le atrapó los
senos. Ella se erizará. Sin embargo, no dejará de maniobrar con el pincel para
besar a Jorge. No le hablará. No lo mirará. Él le respiró el fogaje de su aliento
en el oído de ella. Ana estará todo el tiempo enhebrada por espasmos, pisando
la insistencia de un borde. Él se exacerbaba más. Ella hará un levísimo
ademán para separarse. Sin comprenderla, él acató la distancia súbita.
Retrocedió tambaleante y enseguida volvió a acercársele, tratando de
situarse entre el cuadro y ella, pero el brazo de Ana se lo impedirá. Con su
mano gruesa Jorge inmovilizó aquel brazo. Ella reaccionará al fin, sabrá que
él estaba ahí, que la destrucción estuvo a unos centímetros de su boca. Cerrará
los ojos, molesta, y los abrirá, violenta casi, cuando sienta esa enorme cosa
latiéndole en los labios. Con los pies impulsará el resto del cuerpo hacia atrás
y el trípode caerá. Él la sujetó más fuerte aún por el brazo y la obligó a
erguirse. Los dedos de Ana habrán dejado libre el pincel, que imprimirá una
mancha azul sobre el piso.
Ella discutirá, hablará del respeto mutuo, de la necesidad artística, del
ultraje. Él le reprochó frialdad. Ella repetirá los mismos argumentos. Él
desistió, alarmado por aquella verborrea inusual en Ana, y la soltó.
Ana alzará el trípode, lo colocará en su sitio y volverá a sentarse. Tardará
unos minutos para recuperarse del temblor que le inutilizará la mano. Jorge
salió del cuarto y bajó las escaleras, furibundo. Héctor baja también,
alucinado.
A través de los cristales de la sala, Jorge, sentado, trataba de diluirse en la
inasible rectitud del horizonte. La vista y la mente anhelaban una fijeza que
fuera blancura, despojo, nulidad. Imposible.
De pie, Héctor observa las líneas múltiples del cuerpo de Jorge. Sinuosas,
nítidas, alcanzables. Héctor pondera la nube magnífica que emergía de la
cintura de Jorge y le impide concentrarse en la integridad del paisaje.
Jorge no existió más. Sólo hay esa nube, sin horizonte, sin espacio real o
imaginario para apoyarse o flotar. Sólo hay ese impulso, esa fe, esas rodillas
sobre el piso, esa boca famélica que se va tragando la nube, esa lengua como
un relámpago, esa lluvia, esa acidez triunfal hasta el estómago.

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La blancura. El despojo. La nulidad. Jorge apostaba, obstinado, a la línea
del horizonte, que poco a poco fue tornándose borrosa y absurda; luego se
aferraba a los cristales, demasiado limpios para negarle la imagen de Héctor
arrodillado y omnímodo; luego apretaba los párpados; luego no supo.
«Excesivamente abstracto», evaluará Ana su cuadro en un instante de
desapego. ¿Aquellas manchas sin concierto, aquellos colores vivos
degradados por antojo hasta una palidez mortecina traducirán su mirada? El
temor de haberse equivocado la obligará a continuar, porque sólo en su mano,
en el avance de su mano, hallaría la respuesta.
La perseverancia es miedo. Toda pregunta repetida, toda búsqueda
obsesiva, están guiadas por la misma timidez esencial. No somos osados
cuando interrogamos. Inquirir algo es quedarse atrapado en la propia duda;
todo movimiento creado por ella es falso, encubre una inercia a la que somos
incapaces de sobreponernos nunca. ¿Y qué es la vida: un acto afirmativo y
arbitrario o una interrogante paralizadora? (Ídem, página 99).
Gabriel se atreve a incorporarse en la cama. Cruza las piernas hasta hacer
que los pies toquen los glúteos. La sábana es un chal muy íntimo que cae con
blandura sobre sus hombros fornidos. Gabriel es libre. Sabe todo esto: Héctor
y Jorge han bajado, Ana pinta, nadie husmeará en la belleza de él: Gabriel
goza de un olvido absoluto. No existe. Quisiera correr por el cuarto, danzar,
tararear una canción tal vez infantil. Ha leído o alguien le ha dicho que la
libertad es ese regocijo efímero que sobreviene con el olvido. La palabra
efímero lo detiene, ¿o han sido más bien los deseos quienes se han escurrido
de pronto y lo han hecho pensar en la palabra?
Flexiona el tronco, alcanza con la mano la gaveta adosada a la cama,
hurga dentro de ella y encuentra el tarot, la espiga de incienso y la fosforera.
Gabriel sabe que abajo, después de succionar a Jorge, Héctor se ha parado y
empieza a masturbarse frente a él. El chofer se sorprendió por la grandiosidad
de aquel pene. Descomunal y robusto. Terso y uniforme. Imperioso. Altanero.
Gabriel sabe que Héctor no pretende posar para el otro, incluso la sospecha de
que ese oteo hondo a sus genitales sea un reproche, una blasfemia o una culpa
recóndita, lo induce a voltearse. Sus nalgas son rotundas.
Gabriel sabe que a través de los cristales Héctor fija los ojos en el cuerpo
exquisitamente lánguido de Jorge sobre el sofá, como si fuera un horizonte
que una vez pudo hacerse táctil en un sueño y ahora es sólo eso: memoria,
tristeza, capitán moribundo, horizonte mayúsculo hasta la ceguera.
Pero Gabriel sabe que Jorge arrasó con los paisajes. Tormenta. Impetuoso
avanzó, enhiesto para siempre, dispuesto a desdibujarlo todo. Y sabe también

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que Héctor, cortés y valiente, se dobla hacia delante en una reverencia
secular, y con las dos manos separa las nalgas una de otra y está a punto de
llamarle Maestro a Jorge.
«Demasiado académico», valorará Ana. Gabriel sabe que ella, al contrario
de sus propias intenciones, habrá contorneado una nube casi perfecta en el
lienzo. «¡Y pensar que lo he entregado y arriesgado todo por una imagen que
al final no era mi mirada!» Pero Gabriel sabe que ése no es el final; Ana
insistirá, se empeñará en borrar o perpetuar la imagen después de preguntarse
si en realidad su mirada no sería esa nube y no poder responderse.
El final es siempre un acto afirmativo y arbitrario. Enemigo acérrimo de
las interrogantes (Ídem, página 112).
Gabriel sabe que Jorge se la fue metiendo suavemente a Héctor, un
poquito, un poquito, un poquito, y terminó hundiéndosela por completo en el
trasero. Sin cremas blancas, sin mesa, sin que mediara una súplica o una
indicación; sin que Jorge lo nombrara perro, bestia anal, culo húmedo, ni
nada. ¿Qué es hacer el amor? ¿Qué debe ser? ¿Qué puede?
Gabriel sabe que Jorge puso su mano sobre la de Héctor cuando Héctor
comienza a frotarse el pene. Jorge movía la cintura y la empujaba, agresivo,
contra la nube; la traspasaba, la convertía en una película transparente —un
cristal en medio de la sala—, cuya delgadez le permitía tocar la mano
convulsa de Héctor, que dibujaba un horizonte del otro lado.
Gabriel sabe que la violencia de los brochazos rápidos y opresivos de
Toulouse-Lautrec arremetió después contra esa mano, para eliminarla del
paisaje y consumar la creación del horizonte —recto, blanco, posible— con la
suya sola, la única mano—: lo peor.
«Poético. Muy poético. Falso», juzgará Ana. A distancia del cuadro
apreciará la nube, que permanecerá allí, protuberante, inmovible como un
reto, tal vez como una verdad; maltrecha por las pinceladas, hendida, goteante
de sí misma, casi una pérdida total, pero jamás una pérdida: siempre allí.
«Primitivo. Común. Cursi», Ana prolongará su tormento.
Gabriel sabe que Jorge no se arrepentía de nada, ni siquiera meditaba
sobre lo sucedido; antes bien se dedicaba a imaginar con placer y morbo
infinitos lo que hubo de acontecer entre Héctor y él más tarde, enseguida,
porque la intensidad de Jorge era mucha y no admitía espera. Declaró:
—Si yo tuviera una pinga como la tuya, sería el hombre más feliz de
Cuba. Tendría miles de mujeres. Es una lástima.
Gabriel sabe que a Héctor le parece abominable la envidia de Jorge. Sabe
que Héctor ha cobijado a la pareja para seducir al chofer de una manera

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preconcebida e inalterable: inaugurándolo Maestro, invistiéndolo Capitán,
como quien otorga y deposita sobre la cabeza, el cuerpo o la frente de algún
elegido, una corona de laurel, una toga o una diadema. (¿Desde cuándo
Gabriel sabe esto?) Y Héctor no le perdona a Jorge las atribuciones suyas
para modificar y destruir los mejores y más importantes actos del rito. Gabriel
lo sabe: la espontaneidad de Jorge, su ausencia de culpa y su
deslumbramiento compulsivo con el pene de Héctor, son crímenes.
La fantasía es el reverso de la libertad, su antagonista irreconciliable. La
fantasía es dogmática y autoritaria; no admite réplicas ni exenciones. Por su
renuncia a las interrogantes tiene las apariencias de un final, de algo que se
cierra. Pero es un fin siempre, algo que debe y procura abrirse. De ahí su
paradoja y su patetismo (Ídem, página 127).
Héctor aclara —frase célebre si Ana la incluyera en el diario que no
existirá:
—Y si yo tuviera la tuya sería el gay más feliz del mundo. Sólo te tendría
a ti. Sería un orgullo, pero sigue siendo una lástima.
Gabriel sabe que Jorge no pronunció otra palabra. Era más sencillo
abalanzarse contra Héctor y poseerlo, una y mil veces. Ahora, cuando Jorge
emprendía la enésima, Héctor, tendido de espaldas encima de la mesa de
granito, siente necesidad de suspenderlo todo, virarse —inventando un cristal
debajo suyo— y proponerle al chofer: «Te pago lo que pidas, hasta el
mismísimo horizonte. Sé Maestro. Sé Capitán. Yo seré Perro. Bestia Anal.
Culo Húmedo. Muslo Roto».
Pero la gratuidad, las evidencias palmarias que han resultado de ella,
seguirían lacerando a Héctor. Después de los develamientos de la entrega el
pago es imposible, mucho más si Jorge le regalaba un beso profundísimo
entonces, el primero: atroz, prohibido, definitorio. Aquel beso lo destruía
todo.
Gabriel sabe que Héctor se adentra en la destrucción, estoico y rebelde a
un tiempo, como si la novedad de la saliva, de los ojos que desaparecen y
resurgen y se pierden, del jadeo pausado hasta la inexistencia, de la caricia
cada vez más caricia y melancolía, fueran una espesura de la que hay que
cuidarse no obstante ser inútil toda prevención, porque la espesura es eso: la
realidad, el zarpazo, la muerte.
Vivir la fantasía es arriesgarse a convocar el vacío: cerrar y abrir una
puerta al unísono. La locura. Habría que ser la puerta, no la mano. Habría
que ser (Ídem, página 141).

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Gabriel sabe que no ha escrito nada original, no porque haya leído o
escuchado palabras semejantes a las suyas, sino porque son tan obvias que
remedan el eco de una voz desconocida y sin embargo familiar, de una
presencia inobjetable. Eso no lo postra ni lo angustia. Sabe que es un joven
bello, no un filósofo. Su manuscrito no existe, sólo su juventud y su belleza.
¿Puede haber algo más?
Sabe que también ese gesto, esas tres cartas entresacadas al azar y
dispuestas sobre la cama, esa lectura tan personal que hace de ellas mientras
el incienso arde, son redundantes, prescindibles. La Emperatriz y La Torre y
en medio El Diablo. Arte, nihilismo, tentación. Trampa, deseo,
descendimiento. Saber oscuro, peligro, dolor. Sin matices ni fraseos curvos:
tajante, collar de escasas pero pesadísimas perlas que nos fuerza a doblar la
nuca y caer prosternados sobre el suelo: cadena áurea.
Ana pinta un cuadro perturbador y bajo su influjo misterioso la paz y el
orden se desmoronan. En el centro está El Diablo. Gabriel sabe que alguien
ha escrito esta historia, que todo es una repetición confusa, casi etílica, de esa
otra historia: el retrato de un viejo cuyos ojos fueron trazados con tal
excelencia que no parecían una copia, miraban humanamente desde el lienzo
y arruinaban su armonía. El viejo era El Diablo. El retrato anduvo de mano en
mano, sembrando sensaciones angustiosas y sórdidas en quienes lo poseían, y
al final alguien lo robó en una subasta.
«Genial. Era una obra maestra. Haberla perdido fue dejar de ser pintora,
no existir. Desde entonces fui una puta más, confundible», afirmará Ana
meses antes de morir en un diario que no aparecerá nunca.
«Genial. Es una obra maestra. Soy una pintora», pensará Ana frente a la
nube diseminada, aquel remolino grisáceo e informe, jaspeado con
delgadísimas vetas negruzcas y toscas salpicaduras de colores varios. Repetirá
—salmo, estribillo— que es genial. Tres, cinco, veinte veces. Se masturbará
balbuceándolo y ronca se dormirá.
Gabriel sabe que él, con el chal sobre los hombros, entra en el cuarto
donde Ana yacerá. Encima del trípode la pintora habrá dejado la paleta y los
pinceles. El joven, bello como nunca, empuña uno al revés y mientras perfora
el lienzo rítmicamente con el arma improvisada, siente el óleo húmedo de las
cerdas hociqueándole la palma de la mano. Su respiración le dicta la
frecuencia de las acometidas. Gabriel lo sabe: la sábana resbala y cae sobre el
piso manchado. Él no la recoge hasta que la mirada se halle extinta, hasta que
Héctor y Jorge se queden paralizados, uno de bruces contra la mesa de

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granito; el otro, Maestro sólo unos segundos, de pechos contra la espalda de
Héctor.
Gabriel sabe que Jorge, extraño y asustado, se separó de Héctor y subió
las escaleras hincando el cemento con una rapidez que Héctor escucha como
si fueran puñetazos, puertas, finales.
Gabriel sabe que pasa un largo rato antes de que Héctor se decida a subir
también. Roza los escalones cansadamente; el sudor de los pies descalzos
marca la trayectoria de esa lentitud.
Gabriel sabe que él se lava la mano embadurnada de pintura y luego
hunde la sábana en un cubo con agua y detergente para hacerla reposar hasta
que Héctor y él se queden solos.
Al amanecer Ana despertará sobresaltada ante los ripios de tela y el
bastidor vacío y se arrojará sobre Jorge zarandeándolo por los hombros e
increpándole con gritos histéricos el haberse dejado llevar por impulsos tan
bajos, el haberla traicionado así, de manera tan alevosa. Jorge supuso que Ana
había descubierto la locura suya con Héctor. No valía la pena refutar nada, ni
siquiera justificarlo; era preferible abandonar todo, vestirse sin mirarla y salir
sin despedirse de nadie.
Gabriel sabe que Héctor consuela a la amiga sollozante, la ayuda a juntar
sus pertenencias en una mochila, la acompaña a la puerta de la sala y casi la
empuja dentro del ascensor. Hoja metálica. Imagen cercenada. Adiós
inexpresivo.
Gabriel sabe que Héctor regresa, y que otro hombre, sin rostro ni señas,
anónimo, busca a Gabriel en alguna parte, y se detiene ahora, sobrecogido por
la ausencia temeraria del joven. Ese hombre lo desea. No hay un silencio que
los inmunice y los haga saludables y falsos. Sólo la noche, las palabras
trémulas y vehementes de Gabriel, incoercibles como los silabeos de un niño;
sólo ese beso realmente cálido después de las palabras, sólo sus cuerpos
desnudos, ingrávidos, casi irreales. Sólo el deseo, simple y atávico. Ese
hombre es lo único que existe.
¿Quién es el otro que viene ahora hacia Gabriel? Él lo sabe, es Héctor,
llega y se sienta en el borde de la cama, mira a Gabriel acostado y llora mudo
frente a él. Luego se tiende al lado suyo y lo aprieta y sigue sin hablar nada.
Atávico y simple como el deseo. Gabriel se deja abrazar, sabe que el hombre
desconocido empieza a moverse, se va alejando mientras él se deja abrazar, y
termina esfumándose en alguna esquina. Sólo existen ellos dos, Héctor y
Gabriel. Ana jamás se encontrará con Jorge; Jorge nunca se encontró con

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Héctor. Todo es obra del Diablo. Gabriel lo sabe, se levanta y va al baño,
sumerge sus manos en el cubo y restriega la sábana con devoción.

Ella se llama Ana. Es pintora.


Él se llama Jorge. Es propietario de un Chevrolet 57 y chofer.
Ellos se llaman Gabriel y Héctor. El primero es bello. El segundo posee al
primero.

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enki
Daniel Díaz Mantilla

un día madre se fue a norteamérica soñando con playas y edificios inmensos


donde pasear siempre y divertirse, donde bailar y jugar. tener ropas, muchas
ropas y comida. madre se fue un día con la esperanza de llevarnos junto a ella.
pero los años pasan y apenas recuerdo su nombre. lo miento a veces a los
policías para identificarme. lo mientan a veces mis enemigos, pero es una
ofensa vaga, sólo una frase repetida hasta el cansancio. madre se fue un día a
norteamérica, nos dejó su apellido y es bien poco, una hermana vieja que con
el tiempo se hizo freak por el cansancio y el hambre. sólo eso y la hierba, sólo
la hierba que fumo para olvidar el desastre de una madre que se fue buscando
el olimpo y un mundo de incienso, velas encendidas desafiando la tormenta,
sólo tormenta. madre se cansó un día de encender velas y se tejió una
alfombra mágica de hilos verdes. confió en ella y en sus números, y se fue a
norteamérica un día para alcoholizar a mi padre, y dejarme una hermana vieja
que se hizo freak con el tiempo y trajo hierba para calmar el hambre y el dolor
de una vela que se extingue irremediablemente. madre se fue, se cansó de
todo y huyó a norteamérica echando a la mar su alfombra tejida con hilos
verdes. sólo nos queda el tiempo y una vela que se apaga. madre se fue y aquí
estamos sus huérfanos aliviando con hierba su ausencia y las otras. aquí
estamos sus huérfanos tejiendo con hambre una vela inmensa. ya no más
alfombras ni norteaméricas, ya no más madres. aquí estamos sus huérfanos,
su viudo ahogado en alcohol. ya no más viudos ni huérfanos, sólo hierba y
tormenta. sólo tormenta, porque ni madre, porque madre se fue un día
apagándolo todo y las velas, llevándose su alfombra y su olimpo consigo para
no dejar más que la hierba en medio de los años, y una promesa de llevarnos
junto a ella que el tiempo ha apagado, una vela. sólo eso, sólo una madre que
se quedó en norteamérica envuelta en su alfombra mientras los años pasaban.
y aquí sus huérfanos mascamos la hierba y nos retorcemos en la tormenta,
sobreviviendo de algún modo como velas encendidas, fuego inútil. aquí los
huérfanos y la tormenta, sólo los huérfanos porque madre se quedó para
siempre y nos dejó en la tormenta. nos dejó la tormenta como un océano de
alcohol donde padre se ahoga y nosotros. como una vela apagada nosotros

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asiéndonos a la hierba para sobrevivir, como una vela apagada nos dejó en la
tormenta y los años pasaron. los años pasan siempre la teledinamita explota
en las esquinas y los años pasan las farpas se rasgan y los años pasan la
bandera arde deshecha sin mástil y los años pasan las pingas se rompen contra
el muro
inútilmente y los años pasan
la policía reina pistola en mano
gobierna los años que pasan
los que no pasan
y las balas traspasan los años, pasan quemando
los hombres mueren y los años pasan
los conjuros se trocan con los años
las lenguas de los poetas reinciden
en las celdas
y los años pasan volando
la censura esconde la legalidad y los años pasan
pasan macerando sangre
como una trampa pasan
y los apóstoles se enlosan
y los perros guerrean
y los años pasan como bombas, matan
madre se quedó para
siempre en norteamérica y nosotros crecimos encendiendo velas para
alumbrar la noche, matando los años con hierba. madre se quedó y aquí sus
huérfanos nos hicimos un camino entre la tormenta y el hambre, llorando a un
padre que se ahoga irremediablemente en alcohol y en ausencia. madre se
quedó para siempre en norteamérica y aquí sus huérfanos miramos el humo y
el polvo traídos con la tormenta
1. ninkasi me ha hablado de los patos que nadan en el estanque sin conocer
a tormenta. me ha hablado del humo y del polvo, y me ha prevenido del
viento que sopla arrasando la tierra. con ella he aprendido a seguir las
huellas del humo, he conocido del camino que conduce al temploblanco.
he conocido de la montaña y me alegro, porque la montaña es el templo.
pero ahora es como una noche inmensa, como un asalto de sombra y
grito que lo ocupa todo con sus ecos. ahora es una confusión de voces
en la mente, una invasión de palabras mezcladas al azar que se crecen
como una tormenta, como un dios terrible. siento miedo ante su empuje.
ninkasi camina rodeándola, con los ojos puestos en mí y me invita a

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probarla. pero la montaña se multiplica alimentándose de todo, y es un
universo de fuego que desata tormentas para contenerse y no lo logra. es
una llama encendida sobre cada cuerpo, un incendio consumiéndonos.
la montaña está viva y me busca. yo me escondo, pero ella crece e
invade los territorios con su altura. yo me escondo, pero ninkasi da
vueltas a su alrededor con los ojos puestos en mí. me invita a probarla
pero yo me escondo. ella se eleva desde el paquete abierto sobre la
mesa, domina las praderas y el océano donde padre se ahoga
irremediablemente. ella se eleva y domina los bosques con su sombra.
mis escondrijos saltan despedazados por su abrazo de fuego. la tierra se
cuartea y corro, pero entre las grietas la montaña derrama su aliento y
los animales mueren. yo corro, pero los caminos zigzaguean
trayéndome sobre mis pasos. yo corro, el día y la noche corro,
escuchando el llanto de las fieras, viendo las nubes hincharse de humo,
la tormenta acercarse. corro entre los bosques y los océanos abiertos.
pero mis fuerzas quiebran y al final la montaña sigue en frente.

padre lleva años sentado a la mesa. la tierra se ha tornado árida y los rostros
se han cuarteado de tiempo, pero sólo él y la bandera continúan inmutables: la
bandera sigue en lo alto, luciendo su color gastado por la lluvia, sus farpas
destruidas por las piedras, sigue en lo alto como un presagio o una
alucinación general. todos la miran, sigue siendo la bandera a pesar de la
tierra árida y los rostros cuarteados, sigue gobernando ante el embate del
viento. la bandera y padre sobreviven como si tal cosa, como si no hubiese
montañas. y es que a padre no le importan la bandera ni el tiempo. lleva años
sentado a la mesa, sin moverse, ignorando los días y las noches de
abstinencia. padre se abstiene. siempre. él sólo mira y se abstiene, nada y se
abstiene. sus ojos no se abren más que al océano en que nada. sólo al océano.
nada, nada y se abstiene mirando al infinito borde de la mesa, sentado desde
hace años, comiendo apenas, sobreviviendo. padre nada en su mar de alcohol.
se disuelve en su mar de alcohol. es el alcohol en que nada, padre es la nada,
sólo eso. la nada, y el recuerdo de una alfombra verde volando lejos sobre su
océano. padre es el océano y madre, madre se fue dejándonos el vacío en que
padre se abstiene, se fue dejándonos a un padre sentado a la mesa. madre nos
dejó la mesa, nos dejó la nada y el océano; el océano, ése es el único camino
para padre. él no ve las montañas ni le importa; él no sueña con banderas ni
norteaméricas. sólo el océano. solo él y su océano. sólo la mesa sin límites. ni
banderas ni tierras, sólo la nada. siempre la nada creciendo como una trampa.

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dentro están mi hermana y su montaña blanca. dentro estoy yo, están las
banderas deshechas, pero padre no mira. padre se esconde en su océano, nada
y se esconde, y sobrevive como puede. siempre mirando al vacío, siempre
vacío, padre sentado a la mesa viendo pasar los años y las alfombras. padre
sin alfombras, sin banderas ni madres. ya no más madres. ya no más, porque
padre se ahoga en su océano, esperando. y la montaña crece aliméntandose de
todo y mi hermana. ya no hay hermanos, sólo montaña. sólo un padre que se
ahoga irremediablemente, dejando pasar los años como si tal cosa. ya no más
padres, madres. ni voces de auxilio para salvarlo, sólo montañas. montañas y
viento, una tormenta que se acerca desde siempre agitando el océano. padre se
ahoga. se ahoga irremediablemente viendo pasar los años. padre y los años.
padre y la alfombra y los siglos de abstinencia. todo se hunde en el océano.
todo se ahoga y padre. todo es océano, padre, todo es océano. no hay
montañas ni caminos, no hay madres ni norteaméricas. todo es océano. todo
es la nada inmensa en que se ahoga. océano, sólo eso. sólo una bandera que se
derrumba, una alfombra rota. el océano, sólo el océano creciendo como una
trampa, alimentándose de montañas y madres, de banderas deshechas. sólo el
océano y padre se ahoga. se ahoga mientras las mesas se hunden, y las madres
y el tiempo. padre se ahoga mientras los años pasan. los años pasan siempre, y
los caminos y las banderas se hunden, y las alfombras y las farpas se rasgan, y
el tiempo pasa. el tiempo pasa, pasa y padre se ahoga. todo se hunde en el
océano
queridos hijos:
sé que ustedes son muy pequeños para entender esta separación. pero
las personas mayores son muy complicadas, y a veces todo se pone
tan difícil que a una no le queda más remedio que hacer estas cosas.
yo también los voy a extrañar mucho. pero no se desanimen, pórtense
bien y cuiden mucho a su papá. ninkasi, tú que eres la más grande
debes seguir estudiando y cuidar mucho a tu hermanito. háblale de mí
para que no me olvide. yo los mandaré a buscar pronto, y viviremos
juntos en una casa muy linda y siempre habrá fiestas y juguetes.
los ama:
mami
padre lleva años sentado a la mesa, guardando un recuerdo inútil, unas
fotos amarillas sonriendo en kodak desde la pared. el océano ha crecido con el
tiempo. la alfombra y las banderas se han hundido y padre flota sobre las olas,
hinchado de alcohol y abstinencia. en el horizonte se eleva el humo de las

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ciudades. padres se ahoga inevitablemente en su océano sin madres ni
montañas, sin límites. padre se ahoga.
2. al final la montaña sigue enfrente, como una trampa, un acertijo
infranqueable. ninkasi me mira invitándome a probarla y sujeta sus
bordes, la estira sobre la mesa, la alarga. ella muta y se escurre por los
rincones, serpentea sobre el paquete abierto, atrayéndome. yo camino
despacio sobre la nieve, descubro su presencia en cada huella que se
borra, en cada árbol helado del bosque: todo es pálido. la montaña está
ahí y no le temo. no les temo a sus bordes sujetos ni a las ventanas
cerradas desde donde ninkasi me invita. no le temo a la nieve, no le
temo. yo camino despacio sobre ella, hundo mis pies abrazándola. sé
que el océano es frío, pero no le temo. ni a él ni al bosque, ni a las fieras
que han muerto junto al árbol helado. no les temo al bosque ni al hielo.
el hielo se va, se derrite bajo mis pasos y la tormenta avanza. respiro el
polvo de la montaña erosionada, ninkasi sujeta sus bordes y camina a mi
lado. ya no hay nieve ni océanos. ya no hay sino bosque y polvo: no hay
montaña, sólo un punto de luz al final, sólo el infinito en que camino. no
hay temor ni fieras; sólo el bosque y sus árboles pálidos
los árboles pálidos del bosque
los pálidos árboles
los árboles y el eterno zumbar del viento entre sus ramas, yo
camino despacio, y el bosque borra mis huellas, las deforma inevitablemente,
las detiene para siempre dejando sólo un zumbido
sólo el zumbido ubicuo del viento rajando el tiempo, abriendo
caminos intransitables, zanjas invisibles donde mis huellas se pierden. camino
despacio entre tormentas y fieras muertas, buscando el centro, un infinito
punto de luz al final. pero mis huellas se pierden y al cabo sólo está el bosque,
sólo la innúmera soledad del bosque, el bosque y sus ramas mustias viviendo
en la tormenta,
sólo el bosque
sólo el bosque y un zumbido eterno
un zumbido eterno

e
t
e
r
n

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o

3. los árboles, el bosque, la tormenta horrible que destruye montañas y


océanos, el polvo y la nieve: tal vez todo sea una farsa, sólo una farsa y
yo debatiéndome dentro de ella como un muñeco de cera. tal vez no
haya ni velas ni madres, tal vez no haya nada, sólo un vacío inmenso, un
hueco que llenamos insistentemente de fantasmas, sólo fantasmas, y yo
aquí creyendo

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La verticalidad de las cosas
Ronaldo Menéndez

Esta criatura de cabellos largos es bastante cargante. Por todas partes la


encuentro y a todas partes me sigue. Es algo que detesto, pues estoy
acostumbrado a la soledad. ¡Podría quedarse junto a los otros animales! El
cielo está encapotado, sopla viento del este. Creo que «vamos» a tener lluvia.
He dicho «vamos». ¿Por qué hablo en plural? Ah sí, lo be aprendido de la
criatura de cabellos largos.

Mark Twain, El diario de Adán

Y si soy un hecho experimental, ¿soy el todo de este hecho?, ¿seré el todo?


No; creo que no. Lo que me rodea forma parte del mismo hecho. Yo soy la
parte principal del todo; no hay duda. Pero lo demás tiene también cierta
significación.
¿Mi supervivencia está asegurada? ¿Deberé vivir atenta y cuidar de ella?
Esto último es acaso lo más acertado.

Mark Twain, El diario de Eva

Cuando Yeni me dijo que iba a suicidarse pensé más que nunca que
pertenecía a esa raza inconfundible: los bárbaros.
Tenía dieciocho años (todos alguna vez tuvimos dieciocho años, ella aún
los conserva aunque repentinamente encallecidos por la violencia del
devenir). Sus ojos demostraban, ajenos a todo escrúpulo, las nobles
impertinencias de esa edad; pero sobre todo mucha ignorancia, tanta como
cabía en su cuerpo taponeado en 1.30 de estatura. Esa ignorancia que a veces
se confunde con ingenuidad y que ostentan con equívoca convicción los
habitantes de la sierra.
Los orientales. Los bárbaros, de los que Yeni formaba parte
genealógicamente, nacen con una ingenuidad diferente a la del resto de los

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mortales, pues en lugar de aligerarse de ésta durante el empedrado transcurrir
de los años e irse convirtiendo en sinvergüenzas aptos para la vida,
permanecen bajo el lastre de la ingenuidad y para disimularlo muchos suelen
esconderse tras una máscara de falsa suspicacia, de modo que terminan
convertidos en sinvergüenzas no aptos para la vida. Llegan a creerse hombres
(y mujeres, Yeni es el caso) con un talento de incuestionable valor, al que
llamarían sagacidad si el vocabulario se lo permitiera, pero que se limitan
vagamente a identificar con una sonrisa que ellos consideran el colmo de la
picardía, de la felinidad. No se imaginan que el resto del mundo pueda
entenderlo de otra manera.
Eso fue lo que más me llamó la atención aquella tarde en que tuvo lugar,
en un patio tan sombrío como el de cualquier Escuela Superior (tan sombrío
como el patio de los epicúreos, por poner un caso), nuestro primer tropiezo.
Yo me detuve a mitad del trillo que compromete los albergues hacia la parte
docente, viendo ese vestido a cuadros entallado en 1.30 de estatura que se me
venía encima tranquilamente, pasito a paso, con distraída lasitud, y no pude
hacer otra cosa que permanecer como un arbusto imprevisto en medio del
camino. Entonces tropezamos. No hay que buscar razones cuando se trata de
la efímera irrupción de realidad que nace de una coincidencia, y menos aún si
es una nimia coincidencia. Tal vez actué así para sentirme superior a 1.30 de
estatura, o tentado por el aire remoto de aquel fémino, o tal vez todo esto,
pero además buscando un acercamiento que terminara en intercambio de
fluidos. (Todos los varones que se internan en aquella epicúrea selva buscan
el intercambio de fluidos con las becarias provincianas.) Yeni me miró
tendiendo contra mí un cosmos de picardía, pero que me pareció más bien la
sonrisa con que un alfarero había resuelto malograr a última hora su muñeca
de porcelana.
Terminamos en la cama. En su cama. En la cama de su albergue. La
abrupta simplicidad de mi conquista tiene sus causas: el trópico, la ingravidez
de una isla sobre sus aguas, la ligereza innata de sus habitantes, sobre todo
tratándose de Yeni, por cuyas venas corre sangre bárbara, es decir, del oriente
de la isla. Por supuesto, antes tuvimos que reírnos del tropiezo,
cartografiarnos con sendas miradas, presentarnos a través de nuestros
nombres. Ella se llamaba Yenisleidis, pero todo el mundo le decía Yeni, no
para abreviar sino por cariño. Yo podía ser cualquiera, y por el momento
preferí ser Alejandro Macro. Qué nombre más raro, me dijo, había un
conquistador que se llamaba así, ¿no? Más o menos, le dije, pero puedes
llamarme Ale como hacen todas mis conquistadas. Su primera carcajada dejó

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dos datos fundamentales: que había entendido la última palabra de mi chiste
casi libidinoso porque siempre estaba pensando en eso, y lo otro era que quizá
le agradaban mis intenciones. Es simple: la clave de mi éxito con Yeni es que
las becarias provincianas se aburren.
Nos soportamos durante un preludio reglamentario agradándonos
recíprocamente hasta que no fue posible sostener la conversación sin
tocarnos. Primero con los labios, como al descuido, luego como si tuviéramos
sed (su saliva conservaba el sabor de alguna hierba), luego con las manos.
Pude pensar que sus pechos se me abrieron de pronto como ramos de Jacinto.
Que sus piernas conservaban la fuerza de lo elemental. Pero antes de darnos
cuenta ya había transcurrido un tiempo imposible de medir en los relojes y un
horizonte de perros ladraba muy lejos del albergue.
No sé quién dijo primero vamos al albergue. Debió haber sido ella (yo
tocaba su cuerpo en silencio) que hablaba mientras se dejaba amasar. Todo el
tiempo decía cosas ridículas, como si le fuera imprescindible hacerme saber
con palabras las reacciones de su carne. Así que fuimos al albergue,
distribuido por cubículos y en cada uno había dos literas. La oscuridad en el
pasillo y en las habitaciones ocultaba el sueño aburrido de las becarias,
aunque no de todas, a juzgar por la inconfundible naturaleza de ciertos
suspiros. En los albergues hay que hacer el amor en silencio, me había dicho
Yeni mientras subíamos, no sé si como advertencia o para demostrar la
solidez de su currículum en esta materia.
Ni nardos ni caracolas tienen el cutis tan fino, pude haber pensado. Y eso
que Yeni pertenecía al oriente de la isla, donde la sinceridad ortogonal del sol
y la irresponsable costumbre de no aplicarse cremas (pues no las hay)
garantizan cierta condición apergaminada de la piel. Imagino que Yeni tenía
algo de mulata, aunque no se notara a simple vista. Para percibirlo se
necesitaba una mirada activa, es decir, cerrar los ojos, desnudarse y hacer
contacto con su carne. Con la brutalidad de las maniobras de su carne. En
honor a la verdad, no puedo afirmar que aquella noche troté el mejor de los
caminos, ni siquiera que mi potra era de nácar (pues ya se sabe que tenía algo
de mulata), ni siquiera que se trató de algo extraordinario. Peculiar. Ésa es la
palabra exacta. Llegamos a su cubículo donde un interruptor quebró la
penumbra con una luz que parecía gastada como una ropa vieja. Ella
enseguida tiró su ropa que no era más que aquel vestido a cuadros, pues mi
vista cayó al instante en la mancha de su sexo sin ropa interior. Nunca hubiera
imaginado este atrevimiento. Sacarse la ropa de un solo golpe contra la luz de
mi vista, casi fríamente. Andar por las calles con un vestido que la mantenía

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descubierta. Fue necesario apagar la luz para que las otras internas no saltaran
del sueño aburrido a la fruición gratuita de un sex show. Aunque de show
hubo muy poco: Yeni ardía sobre la cama, pero sólo eso. Yo estaba
acostumbrado al sexo sofisticado de las muchachas de una Escuela Superior,
filósofas del amor libre, barrocas en el preludio, cubistas durante el recorrido,
y en el clímax era puro expresionismo abstracto. Lo de Yeni tenía más que
ver con el realismo limpio. Apenas nos acariciamos levemente en vertical,
ella cayó sobre la cama como si se tratara más bien de un examen clínico,
hecha un temblor de carne, y se hizo penetrar. Esto era peculiar, pero más aún
lo eran sus sonidos en cada orgasmo que alcanzaba con asombrosa rapidez,
algo entre el gemido y la palabra. Es decir: como hablaba todo el tiempo
durante el recorrido, cuando alcanzaba el orgasmo las palabras se torcían en
espasmos y suspiros sin abandonar del todo su naturaleza significante. La luz
del entendimiento me hace ser muy comedido, de modo que no repetiré las
cosas que ella me dijo, baste con saberse que todo el tiempo anunciaba lo que
íbamos haciendo y lo que ella sentía, lo cual era bastante minimalista, pero
también es justo reconocer que, superado mi primer asombro, la cosa
comenzó a interesarme, prestaba atención y hasta me sorprendí bárbaramente
estimulado. Cuando amaneció, olíamos a falta de sueño, a sudor y a semen.
Me pregunto a qué hora de la noche llegó su compañera de cuarto, que se
arropó alevosamente a dos metros de nosotros como una comadreja.
Con Yeni tenía mucho que hacer por las noches y poco de qué hablar,
pero para dos seres que se entregan al concubinato es inevitable ir pasando a
un conocimiento recíproco con la chismosa acumulación de los días. Así me
fui enterando de su pasado: vivía en oriente, por supuesto. Toda su familia era
de allá, de la sierra donde se escondió el pacífico ejército rebelde, del fin del
mundo, de la punta de la cabeza del cocodrilo. Pero ahora sólo quedaban su
madre y su padre, porque ya ella había dado el salto más grande de su vida,
pues la luz del saber llega a los más opacos ángulos de la ingrávida isla, hasta
a esa aldea agroalfarera donde las muchachas se llaman Yenisleidis, Isnaildis,
Leyanis, y donde se dan también todas las oportunidades, por supuesto que se
dan todas las oportunidades, ya que el pacífico ejército rebelde tuvo por allá
sus comandancias, sus quilombos, sus cuarteles generales en la manigua, y
luego fue avanzando de oriente a occidente, todos se marchan de oriente y
llegan a occidente, donde está la capital, la acrópolis, y una vez establecido el
nuevo poder en la capital, por todos y para el bien de todos, también la sierra
se ve encandilada por la luz del saber, las oportunidades para los
descendientes de esos veteranos de cuyos cerdos y vacas se alimentó el

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ejército rebelde, y por eso fue que Yenisleidis, Isnaildis, Leyanis, hicieron sus
exámenes de ingreso para la Escuela Superior, cualquier Escuela Superior con
tal de alcanzar el centro, con su ágora ciudadana, sus sofistas, sus perdularios
y traficantes de baja estofa. De modo que Yeni aprueba el examen, un triunfo
para toda la familia que con el tiempo ya se ha ido estableciendo en la
acrópolis, voy a estudiar para la capital, luego ayudo a mis padres a mudarse
para allá así que tal vez la aldea quede desierta como esos templos sin dioses,
viva Yeni, el cerebro y la esperanza de la familia. Porque todo oriental nace
con una idea fija: mudarse a la acrópolis, aunque sea bajo un puente, en una
buhardilla, dentro del acueducto. Pero tienes que cuidarte porque allá la gente
es muy viva, muy mañosa, y entonces es cuando brilla esa sonrisa pícara en el
rostro de los orientales, el colmo de la felinidad, los bárbaros triunfadores que
se naturalizan en la Roma imperial, en Cartago, en Lima, en el Distrito
Federal, en cualquier acrópolis superpoblada, que soportan dentro del cuerpo
cantidades navegables de aguardiente, que traen sus dioses díscolos y todas
sus costumbres, como la de cocer los alimentos en hogueras utilizando los
muebles estilo Chippendale para combustible, o esa otra de andar
semidesnudos en las recepciones eclesiásticas haciendo temblar los
monóculos de recatadas solteronas. Yeni era parte de ellos, de los bárbaros, de
la alteridad selvática que se nos venía encima.
Todo esto es predecible: la invasión de oriente a occidente, el General
mulato que tuvo la suerte de ser enterrado en la capital señalando el camino a
los gendarmes orientales que han ido llegando, temibles y malhabladores del
acento citadino. Demasiado predecible, de modo que más vulneraba mi
curiosidad el pretérito sexual de Yeni. Entre uno y otro escarceo, y como
venía al caso, fui enterándome de que mi concubina había llegado virgen a la
acrópolis, inmaculada como un pájaro de vidrio y desesperada por dejar de
serlo. En lugar de ir a ofrecer su jugo primigenio al templo de Ishtar, y ante la
vergonzosa perspectiva de ser una excepción entre las filósofas del amor libre
que pululan en una Escuela Superior, decidió sacrificarse al primer peregrino
que le echó el ojo. Anduvo algunos meses fornicando democráticamente con
dos o tres, aprendiendo a cuidarse a base de instinto, empirismo, referencias
de sus compañeras de albergue, y sobre todo mucha suerte que es lo
fundamental en estos menesteres. En algún momento tuvo la convicción de
que si la Virgen había sin pecado concebido, ella podría pecar sin concebir, es
decir, se percató de la excepcional circunstancia de que no quedaba grávida
aunque prescindiera de los anticonceptivos. Ya tendré tiempo, me dijo,
cuando se me antoje salir preñada, de hacerme un tratamiento.

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Llegábamos al albergue todas las noches hartos de las clases y de devorar
comida barata en los alrededores, todavía con un excedente de hambre que
debía ser postergado para el día siguiente, pero al final nada de esto nos
importaba, sólo nos urgía lo otro, sobre las sábanas amarillas (las sábanas de
una becaria nunca son blancas), siempre de la misma manera: ella se quitaba
de golpe su vestido a cuadros u otros dos que tenía, ofreciendo su abrupta
desnudez (de alguna manera supe que sólo contaba con dos calzones para
ocasiones precisas, de ahí su atrevimiento), apenas me dejaba divagar sobre
su carne me empujaba a caer machihembrados sobre el angosto rectángulo.
Luego venían sus monosílabos, sus frases de lugares comunes con voz
pringosa, a veces alguna pregunta de cuya respuesta parecía depender la
intensidad del instante próximo. Las ligeras variaciones nos las inducía su
compañera de cuarto, inveterada activista del amor libre que casi nunca
regresaba al albergue, pero cuando nos cogía la delantera la encontrábamos
arropada en la cama con apenas un breve calzón, haciéndose la dormida a
sólo dos metros de nosotros que íbamos directo al rectángulo a hacernos los
dormidos no por mucho tiempo, pues enseguida Yeni se tragaba su silencio
devolviéndolo en forma de carne abierta, y sólo durante aquellas sesiones de
tácito exhibicionismo notábamos cuanto crujía nuestra litera, y sobre todo
Yeni rebajaba sus soliloquios a apretados monosílabos, con tal sacrificio de su
parte que a veces daba la impresión de que iba a implotar tragándose mi
cuerpo. Esto era todo, aunque había más. Pero entonces yo no lo sabía. No
podía tomar distancia ante aquel cuerpo macizo apretado en 1.30 de estatura
que sólo hablaba cuando hacíamos el sexo (según Yeni, hacíamos el amor).
Hay tres tipos de seres de naturaleza silenciosa: los tímidos, los que gozan
de un mundo interior tan vasto como inefable, los que no tienen nada que
decir. Yeni pertenecía a este último grupo. Cada vez que yo intentaba extraer
de nuestra relación algo más que un intercambio de fluidos, me estrellaba
contra el muro de una sonrisa involuntaria pegada a una cabeza que
imaginaba aquella alteración de sus músculos faciales como el colmo de la
picardía. Ni siquiera lograba arrancarle un destello de inteligencia a sus ojos
ámbar cuando le formulaba un chiste de alta elaboración, sino simple y
demoledoramente la misma sonrisa de quien no había comprendido y se
esforzaba por ocultarlo. (Nada dice más de una persona que su capacidad de
reírse con exactitud.) La risa de Yeni era mecánica y evidente como la
estupidez, pero ella imaginaba todo lo contrario.
En algún momento Yeni comenzó a espaciar a dos o tres veces por
semana lo único que teníamos, nuestro invaluable tesoro, la piedra ontológica

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de nuestra relación: el intercambio de fluidos. Aquella tarde pastoril en que
casi nada nos habíamos dicho bajo un álamo, ella abrió la boca para decirme,
hoy no, papito (le había dado por llamarme de aquella manera tan pedestre, yo
hubiera preferido ser Alejandro Macro), hoy no, que estoy cansadísima. Era
justo, ella estaba cansada y pensándolo bien yo me sentía molido, licuado y
luego deshidratado. Cada vez más frecuentemente ella tomaba la iniciativa de
sentirse cansada y entonces yo buscaba la forma de también estarlo. Nos
vemos mañana.
Cuando se abrieron aquellos paréntesis me di cuenta que mis noches
solitarias eran un abismo de molicie. Me estaba volviendo adicto a nuestro
rectángulo. Entonces comencé a intuir que eso era todo, pero había más.
Aunque por propia voluntad no tomaba distancia ante aquel cuerpo macizo
apretado en 1.30 de estatura, era un hecho que ella me imponía la distancia
con su ausencia. Me dio por preguntarme cómo era posible que la estuviera
necesitando si se trataba de un mínimo cuerpo, es cierto que voluptuoso, pero
al fin y al cabo sólo carne. Su silencio, su risa bruta, y sólo carne monótona,
abierta, rutinaria. Evidentemente, el asunto estaba en el sexo, esa aplicación a
golpe de metrónomo que Yeni convertía en algo tan elemental. Era un
misterio, pues Yeni me gustaba por gusto.
La tarde en que noté por primera vez que su boca sabía a tabaco tuve la
certeza física de que aquello no era la simple adquisición de un vicio. Yeni
había empezado a fumar unos inexplicables cigarrillos con filtro dorado, de
esos que cuestan dos dólares, y que en nada sintonizaban con la pecunia de
quien no contaba con más de dos calzones. En algún momento le hice notar
que aquellas cajetillas representaban la cuarta parte del sueldo de un
profesional, pero ella me regaló su risa empeorada por la expresión del
fumador neófito, mientras me oponía sin más explicaciones que no le
costaban nada. Me las regalan. Nunca supe si ya en aquel momento le daba lo
mismo una cosa u otra con respecto a mí, o si se trataba de crasa imbecilidad,
lo cual era lo más probable, pues aquella respuesta era como dar agua salada a
un hombre sediento. Mi curiosidad aumentaba de forma estéril. No me atrevía
a preguntarle nada, a exigirle nada, y cada vez me conformaba con menos:
tenía el regateo de su carne una vez por semana sobre sus sábanas amarillas, a
golpe de metrónomo, yo terminaba sudando de placer, derramándome por los
poros sobre su piel bárbara. Entonces no me interesaba penetrar más allá de
su carne, casi entendía su cansancio, justificaba sus ausencias, me inexplicaba
sistemáticamente ya no sólo sus cigarrillos con filtro, sino sus nuevos
calzones y su repentina parafernalia.

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En algún lugar había leído que el sexo es la nostalgia del sexo. Con Yeni
fui comprendiendo el sentido vivo de esta frase, pues yo le hacía el sexo con
nostalgia por lo indefinible, con ubicuidad. (Para ella aún hacíamos el amor,
aunque fuera una vez por semana.) Y necesariamente tenían que cambiar las
cosas: me sorprendí una tarde merodeando sin escrúpulos por los alrededores
del albergue. Era el último día de la semana, la última hora de la tarde, y aún
no había poseído mi ración de Yeni. Además de reírme de mí mismo, con
angustia, pues ya no era Alejandro Macro sino Napoleón en Waterloo,
empezaba a sospechar que ni siquiera había sido en algún momento un
conquistador. Tenía que violentar el devenir.
Cuando le pedí explicaciones, dime qué pasa entre nosotros, háblame
claro, y cosas por el estilo, Yeni me observó con indiferencia, con desidia, y
me soltó con ensayada calma que tenía otra relación. Eso me dijo: sucede que
conocí a un muchacho y me empaté con él. Bueno, no es un muchacho, es un
hombre y es italiano.
A partir de entonces dejé de hacerle el amor con nostalgia: empecé a
hacerlo con angustia. Pero antes, según el brusco giro de los acontecimientos,
tuvimos que franquear el pequeño infierno de su confesión. El arrebato vino
mucho después de sus palabras, pues en aquel instante no sé cómo (desde
entonces estoy convencido de que la lucidez nace de la desesperación) pude
intuir en sus ojos la inminencia de aquella irreprimible sonrisa. Sería un final
posible: si yo me hubiera desesperado desde el primer momento, el
nerviosismo de Yeni se hubiera fugado en aquella sonrisa, entonces yo podría
haberla matado a golpes. Encendí uno de los cigarros con filtro dorado y le
dije, está bien, está bien. Pero cuando te canses de él, búscame. Mi actitud la
desconcertó tanto que vi bocetearse el llanto en sus ojos ámbar, y creo que fue
la peor de las alternativas, porque enseguida pasé a preguntarle cómo había
sido. Por qué no me lo dijiste. Y ella: lo encontré paseando por el malecón, se
me sentó al lado y empezó habla que te habla, a darme conversación, y era tan
educado y tan inteligente, aunque casi no entendía el español y tenía que
repetirle las cosas, luego me invitó a comer un sándwich y de ahí a su
habitación a ver unas fotos de Italia. Y yo: y qué tal las fotos. Y ella: no sé
(aquí apareció la sonrisa que era el colmo de la picardía), no vimos las fotos.
Y yo otra vez: por qué no me lo dijiste. Pero resulta ser que Yeni no quería
perderme (nuevamente el boceto del llanto en sus ojos ámbar), tú también me
gustas. Y ahora no te importa perderme, por eso me lo contaste todo.
Desconcierto, total y dramatizado desconcierto (mantiene húmedos sus ojos
ámbar, como miel adulterada en agua): no, no quiero que nos separemos.

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Aquí viene un corte brusco en el pequeño infierno, pues ella me dice, te
deseo, ahora mismo te deseo. Y así fue como terminé haciéndole el sexo con
angustia, otra vez en nuestro rectángulo, toda la noche escuchando los lugares
comunes de su voz, sintiendo sus piernas elementales apretadas sobre mis
riñones, sus corcoveos de hembra.
Dos días completos desaparecí con la fútil convicción de castigarla, de
someterla a mi ausencia, de demostrarme que la bárbara, la oriental, era
saludablemente prescindible. Me convencí de todo lo contrario al tercer día
cuando decidí tragarme mi estrecho amor propio como Júpiter devoró a su
hijo, y monté guardia en los alrededores del albergue. A eso de las dos de la
madrugada mis ojos de búho supieron su llegada en el auto del fulano que
parecía el carruaje encantado de cenicienta. Se besaron tras el parabrisas (fue
necesario para ellos la melosa despedida, para mí fue necesario verlos). La
angustia y la rabia se explican por sí solas ante esta escena, pero yo no
contaba con el ridículo cuando decidí ocultarme al paso de Yeni, y ella se
volvió tranquilamente (ya el fulano no estaba), para decirme, con un tono de
voz igual a su sonrisa: ¿estás jugando a los escondidos? Sólo atiné a
preguntarme cómo era posible que me hubiera descubierto, y me sentí
culpable.
Tuve la claridad suficiente para vislumbrar lo absurdo de aquella
circunstancia: Yeni estaba mortalmente ofendida, pues yo ahora me dedicaba
a espiarla, por tanto, yo era el victimario y ella sufría por su agujereada
intimidad. Siguió arremetiendo con argumentos de hembra bárbara y yo
comencé a percibirlo todo como en una obra de teatro, aniquilado, ausente de
toda posibilidad volitiva. Si yo lo sabía todo y había aceptado las reglas del
juego, por qué la espiaba (para Yeni aquello era un juego, con reglas y todo);
y creo que fue esto último lo que me hizo intervenir en la farsa como un actor
que había olvidado su papel, tartamudeando en medio del escenario, para no
golpearla la agarré con ambas manos del cabello y la sacudí (debió ser con
frenética dedicación), ella gritó que le dolía, carajo me duele, pero yo
continué en esta función todo el tiempo que necesité para calmarme. No creo
que la desesperación sea ciega: un hombre se encuentra desesperado y
precisamente por ello es capaz de urdir un crimen con la pesantez y frialdad
de un iceberg. Mientras la zarandeaba, sobre la pantalla de mi mente se
desplegó una idea fija: la Sonata a Kreutzer; por absurdo que parezca pensé
en el título del libro, tensé por última vez su pelo y fue suficiente para
soltarla. Ella se repuso, lacrimosa, y ya no quería hablarme. Quería tenerme
lejos, lejos, lejos. Déjame sola. Pero yo persistía a su lado como si esperara

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obtener algo, porque en el fondo más angosto de mi resentimiento esperaba
obtener algo. Eso, quería eso. Estaba tan excitado que a partir de ese
momento cedí y concedí hasta lo inverosímil para obtener su absolución. Y
por inverosímil que resulte, al cabo de hora y media Yeni estaba
bárbaramente dispuesta a arrancarse el vestido, meterse conmigo en el
rectángulo y empezar a decirme al oído aquellas cosas ridiculas que tanto me
gustaban. (En algún momento me sentí con ventaja sobre el otro que no debía
entender bien el castellano erotizado de Yeni.)
Me gusta; fue el saludo con que me abrió los ojos a la mañana siguiente.
Todavía estaba desnuda porque habíamos amanecido solos en el cubículo.
Enseguida, y sin que yo se lo preguntara, me hizo saber qué era lo que le
gustaba: la relación de nosotros. ¿La relación de nosotros? Tampoco pude
entender si era imbecilidad o sadismo, cuando me aclaró que no. Nosotros no,
la relación mía con Darío. Darío Manera, así se llama el italiano. Él me
quiere, está enamorado de mí y no me exige nada. Vronsky, le dije, yo pensé
que se llamaba Vronsky. Ella no me entendió, y mucho menos cuando lloré
con el único deseo de inspirarle lástima.
Cuando dejé el albergue como el ser más patético que había plantado su
huella en aquellas regiones, tuve un discreto acceso de dominio sobre mí
mismo. Nombrar las cosas. Creí que el primer paso sería el de nombrar las
cosas. Así, yo era un trapo. Yeni era…, bueno, el hijo de Yeni sería un hijo de
puta. Y el tal Darío Manera (tenía que llamarse Darío, no podría ser de otro
modo), por ahora era un ser sin muchos atributos, sin una categoría definitiva
para nuestro caso, era un turista más, que según Yeni estaba enamorado de
ella y no le exigía nada. Aquello, sin dudas, pertenecía a la estirpe falaz de la
carta a los Corintios. Me pregunté enseguida cómo podía entenderse eso de
estar enamorado sin exigir nada. Era como navegar sobre aguas sin ancla. Y
quien navega de ese modo es porque se va a ir lejos, lejos, lejos; como nacer
en Génova y venir a parar a las Américas. Cuántas indias orientales andan
sueltas. Cuánto fornicio viejo en el nuevo mundo. Y luego volverse a casa. El
último grano de lucidez en mi reloj de arena, cayó con el nombre de Poznisev,
ese personaje de Tolstói que asesina a su mujer, y luego afirmaba que la
depravación empieza allí donde el trasiego sexual no implica un compromiso
moral.
Vaciado mi reloj de arena comenzó otro pequeño infierno. Busqué los
lugares más concurridos de la acrópolis para dejarme ver hecho una porquería
humana (millones de testigos no eran suficientes para mi angustia), dejé que
los ojos se me licuaran ante gentes que se me cruzaban en la acera, los miré

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con la afianzada esperanza de que guardaran el recuerdo de un tipo que sufría.
El verdadero infierno es que hacía todo aquello en serio, sin la más mínima
capacidad de reírme de mí mismo. De alguna manera di fuego a uno de
aquellos cigarros con filtro dorado que Yeni me otorgaba (sentía inexplicables
deseos de hacerme daño), fumé, y luego lo apagué sobre mi muñeca
izquierda, en el lugar donde suele llevarse la esfera del reloj.
¿Qué te pasó?, me dijo Yeñi al verme al cabo de unos días, en el
rectángulo. Ambos teníamos cara de mala noche por distintos motivos. Ella
dejó penetrar con impaciencia y comenzó a hacer cosas que no eran suyas.
Primero me volteó bajo la condición de su cuerpo macizo (casi nos salimos
del angosto rectángulo) y ella quedó encima, vertical, cabalgando y
sobándose los pechos con aquella sonrisa tatuada en el rostro. Aquello generó
en mí, a un tiempo y por primera vez, la homogénea combinación de angustia
y placer, que con el tiempo degeneró en el placer de la angustia.
Transcurrieron días de torcido equilibrio que Yeni confundió con la
estabilidad equilátera de un triángulo. Fue mostrándome aristas suyas que yo
nunca había sospechado. Darío estaba tan enamorado de ella que no le exigía
nada, era un amor superior, un amor italiano, hecho de restaurantes, cerveza
enlatada, habitaciones de hotel con aire acondicionado. ¿Y tú estás enamorada
de Darío? Bueno, me voy a enamorar de él, es muy inteligente y educado. Me
compra cosas. Te compra cosas, y qué más. Se va a casar conmigo y me va a
llevar a Italia. Por supuesto que se va a casar contigo, qué italiano no se
casaría contigo. He tenido tremenda suerte. Has tenido tremenda suerte, te
empataste con un extranjero. Suerte, porque lo que todas las muchachas del
albergue están buscando a mí me cayó del cielo. El extranjero te cayó del
cielo, es una especie de ángel italiano, como Miguel Ángel, lástima que se
llame Darío. No jodas, mira, tú deberías conocerlo, porque él es galerista y tú
eres pintor, a ver si te compra alguna obra y hasta te invita a Italia. Claro, en
Roma seríamos una sagrada familia…, pero, dime una cosa, ¿cómo sabes que
está enamorado de ti? Chico, porque me lo ha dicho, me lo dice siempre.
Siempre. Pero te lo dice en italiano ¿no? Ya, no fastidies. Tienes razón, te ha
caído del cielo, verticalmente: el que nace para árabe, del cielo le cae el
camello. No seas así, chico, tengo que aprovechar esta oportunidad (sonrisa
picara por primera vez en la conversación). Claro, no se puede despreciar un
dromedario en este país que es una tierra baldía. ¿Una qué? Eso, un desierto
de miseria…, los bárbaros invaden Roma por segunda vez, como Pompeya
con el Vesubio. Ya, no fastidies que estoy hablando en serio. Yeni estaba

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hablando en serio, de modo que por esos días de torcido equilibrio yo me puse
más serio que nunca.
Todo empezó porque en algún momento ella me confesó, en el colmo de
su confusión equilátera, que acababa de hacer el amor con Darío y ahora lo
hacía conmigo (sonrisa picara por segunda vez en aquellos días). Recordé lo
imprescindible de nombrar las cosas: yo ya no era un trapo, era El Trapo. ¿Y
con quién te gustó más? (Expresiva mueca de ella en sustitución del rubor
ausente.) No fastidies, los dos me gustan. Me había respondido y yo estaba
otra vez excitado: aquello era el placer de la angustia. Tuvimos sexo otra vez,
y otra vez, y otra vez. Poco a poco la fui llevando a que me contara lo que
hacía con su italiano. La primera vez que condescendió a darme algún detalle,
me dijo, antes de caer sobre nuestro rectángulo, hoy Darío salió del baño
enjabonado y se me tiró encima, hicimos el amor así con el aire
acondicionado a todo lo que daba (sonrisa picara por tercera vez). Y siguió
riendo en lo sucesivo, temblando sobre mí, sudando debajo, riendo cada vez
que me contaba alguna cosita, como ella las llamaba, hasta que yo me
desquicié casi totalmente.
Así era el placer de la angustia, como una función cada vez más intensa
por uno de sus ejes y proporcionalmente degenerada por su otro eje. Comencé
a tener accesos de rabia y para no matarla a golpes recurría al método ya
familiar de agarrarla por las greñas con la intensidad de la música de la
Sonata a Kreutzer. Luego caía en un pozo de desesperación tratando de
convencerla para volver a nuestro rectángulo. A veces lo lograba. A veces no.
No sé si era parte del placer de la angustia lo que atizó mi curiosidad de
conocer a Darío Manera. Fue fácil pretextar mis deseos de relacionarme con
un galerista italiano, cosa que Yeni no conseguía explicarse que ya no hubiera
ocurrido. (Desplegó como nunca antes su sonrisa picara al ver confirmado su
axioma: hay que aprovechar las oportunidades.) Y fuimos al hotel.
Además de llamarse Darío, tenía yo otros motivos para predisponerme
contra él, pero ninguno fue tan definitivo como la carcajada con que nos salió
al paso en el hall del hotel, besó a Yeni coreográficamente y me palmeó la
espalda con el entusiasmo de un vikingo que se había excedido en el consumo
de hidromiel. Era un galerista excepcional, pues no sólo desconocía el Arte
contemporáneo, sino que cuando le comenté algo sobre La escuela de Atenas,
mi obra preferida del Renacimiento, él me informó didácticamente que
aquello quedaba en Grecia. Sobre todo le interesaba hablar de arte culinario,
que en nuestra ingrávida isla era equivalente a recitar la Divina comedia en
toscano para una tribu amazónica. Arte culinario: comida italiana, mexicana,

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peruana, china, francesa; y entreveraba como un preciso sorbo de vino entre
uno y otro plato la expresión de que Yeni era una bambina belissima. (Aquí
aparecía la risa pícara de Yeni queriendo denotar profundo orgullo y sincero
agradecimiento.) Fue entonces que me revoloteó por primera vez la idea de
mi patraña.
Estaba claro. El tal Darío Manera era un auténtico epicúreo, o sea, un
turista italiano promedio, y Yeni era una bárbara sensual, voluptuosa, pero
sobre todo barata, aunque ella ya estuviera respirando la sombra de la
columnata de Bernini. Le hice saber esto sin piedad, con limpio
resentimiento, por el bien de ambos, cuando unos días después fui testigo de
una charla telefónica que Yeni tuvo con su madre en oriente. La pobre señora
del otro lado de la línea escuchó, así, en medio de la sierra y sin más
preámbulo, que su hija se iba a Italia. Y debió preguntar dónde quedaba eso
porque Yeni le aclaró que era en la Península ibérica, en Europa. Pues conocí
a un italiano que se va a casar conmigo, ya lo tenemos todo hablado, cuando
me instale los mando a buscar a ustedes y nos quedamos todos allá. Estaba
emocionada aunque Italia no tuviera que ver con la Península ibérica más que
Yeni con su compañera de cuarto. Su madre al otro lado de la línea estaba a
punto de morir de felicidad o del susto, daba igual, en todo caso había que
despedirse y colgar para evitar complicaciones funerarias.
Le hice saber a Yeni mi interpretación de nuestra figura geométrica.
Inmediatamente me convirtió en la quinta rueda, arrojó contra el suelo con
todas sus fuerzas nuestro triángulo de vidrio, y me acusó de ser un pobre
diablo, uno más que se iba a morir en este país de mierda por no aprovechar
las oportunidades. Y cuando enloquecí y le dije que yo pensaba que ella era
una estúpida, desde el primer momento lo había pensado (ya su pelo se
rompía entre mis manos), ella rió de dolor, llorando al mismo tiempo, y me
dijo lo único que no podía decirme en ese instante: que yo era pésimo en la
cama.
Cuando salí del albergue supe que los nudillos me sangraban no por
haberla golpeado (le di sólo una vez con la mano abierta), sino por el modo
con que se me impusieron las paredes cuando quise acabar con la firme
verticalidad de las cosas. Entonces no pensé en vengarme porque seguía
queriendo lo mismo: meterme con Yeni en nuestro rectángulo.
En los días que siguieron nunca fue bastante la humillación de
perseguirla, de rogarle. Era como si, ante la posibilidad de realizar mi idea
fija, aquello no estuviera sucediendo. Pero Yeni se iba a casar con Darío
Manera, hasta se había enamorado de él, me dijo, no sé cómo no te da

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vergüenza estar detrás de mí. Ella no había cedido un milímetro y yo no tenía
argumentos: yo era mi único argumento para convencerla de que volviéramos
a tener sexo. No me imaginaba que sólo una cosa podía ser el fondo de mi
pozo ciego, y esa cosa ocurrió como una más entre tantas, pero fue la última.
Llegué al albergue con la primera esperanza de encontrar a Yeni, y con la
segunda esperanza de que estuviera sola, para facilitarme el nuevo lance de
humillación. Se cumplió sólo la primera condición, y al darme cuenta me
quedé esperando tras el tabique del cubículo contiguo. Yeni le explicaba a su
compañera de cuarto los detalles más sórdidos de mi lugar en el triángulo.
Empleaba un vocabulario frío, ajeno, donde yo no pasaba de ser el muchacho
ese. Sólo se entusiasmó mientras le confesaba, bajando la voz como si alguien
más pudiera escucharla, que a Darío se lo había dado todo. Anoche me cogió
por detrás y me penetró. Me dolía, pero me gustaba.
Nunca he estado tan ciego como cuando salí huyendo del albergue.
Prefería no estar. No haber estado nunca en ninguna parte. Quise que fuera
real mi patraña para vengarme de Yeni, la que había ideado durante la
conversación en el hotel. Pensándolo bien, era probable que Darío Manera,
epicúreo profesional, estuviera infectado, por tanto nosotros también lo
estaríamos. Yo sería el primero en enterarme, iría a ver a Yeni y se lo soltaría
para verla enloquecer aunque fuera sólo por unos instantes. Estaba tan ciego
que no podía ver del otro lado de mi patraña pueril, imaginando que con ella
pondría fin a mi mala sangre.
Dos días después llegué al albergue con el firme propósito de verla
enloquecer y reírme con indiferencia. No me importa, yo tengo el sida y tú
también, ésas son las oportunidades de la vida. La encontré en el rectángulo,
con sólo un nimio calzón de los que le compraba Darío Manera, sin cabeza (la
cabeza se perdía bajo una sábana que parecía quitarle la respiración). Cuando
le hice darse vuelta me miró con un par de ojos de muñeco, todo su cuerpo
estaba mojado como un enorme pez muerto. Le dije, tranquilamente, que me
había hecho la prueba y me había dado seropositivo. ¿Qué cosa es eso? El
sida, estúpida, tenemos el sida, y nos lo contagió Darío Manera. Pero Yeni
apenas se inmuta, observa el techo, observa la punta de su pie derecho, y me
dice que había decidido suicidarse.
Cuando Yeni me dijo que iba a suicidarse pensé más que nunca que
pertenecía a esa raza inconfundible: los bárbaros. Los dos estábamos rotos por
el centro, y su italiano se había marchado lejos, lejos, lejos, fugó como
Narciso en pleamar, por la ruta de las especias, otra vez a Génova o a casa del
carajo, a Italia que daba lo mismo si estaba o no en la Península ibérica, sin

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cumplir sus promesas de matrimonio, innumerables como la ceniza, sin
siquiera despedirse bajo el puente o sobre el malecón de los suspiros, y a
Yeniisleidis no le importaba tener el VIH, total, Darío la había abandonado y
ella se iba a suicidar porque no entendía que en el mundo hubiera tanta
maldad. A pesar de su estupidez congénita, supe que nunca le había tenido
lástima más que en ese instante. Ya que era indiferente a mi patraña, no podía
caberme la menor duda de su convicción suicida. Sólo era cuestión de tiempo
que cambiara de idea. Después de esto, ¿me quedaba alguna posibilidad de
volver a nuestro rectángulo?
Cuando abandoné el albergue decidí hacerme un análisis de sangre. Nunca
se sabe.

1998

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La reja
Waldo Pérez Cino

La niña, al piano, repite y repite con entusiasmo la misma frase de Haendel,


se ríe, concluye y espera aplausos, mientras, con parsimonia, se inclina para
saludar a la concurrencia. Adelanta un pie, se toma la falda del dobladillo —
reverencia— y deja estar (¿con gracioso encanto?) el ramo de rosas en su
mano izquierda. Las flores, recién sacadas de su jarrón, gotean el piso, su
pantorrilla, y la gota la saca de su ensimismamiento.
Excepción hecha de las gotas y el charquito, todo lo demás pareciera de
una postal —regalo para sus favorecedores— de los cigarros Aguilitas, lo que
nos autoriza a describirla así:
«En imagen de sepia, la niña se acoda sobre el arpa (quién dice que la
postal deba coincidir con su referente), y sonríe. Se lleva el índice a los labios,
apoya, coqueta, las rosas en la cintura. El sepia anula los brillos y las
sombras, pero se le adivina el pelo sedoso, los ojos de profunda mirada
obscura. Como la imagen no quiere fidelidades locales, el fondo se difumina
en tonos de arena; la luz misma es arenosa, punteada al grano, y sólo resalta la
sonrisa de Roseta, primer plano sin fondo discernible. Roseta lleva una túnica,
una pulsera en la muñeca, un ramo que es un primor.»
Roseta, la que tocaba piano (no arpa) olvida por un momento —y tal vez
para siempre— la gota en la pantorrilla, y se vuelve al jardín, donde acaba de
llegar mamá y al fin, parece, van a instalar la reja: muchos ires y venires que
le ha costado la reja a mamá, tardes de herrería para supervisar un trabajo
fino.
Instalar la reja no es fácil: Roseta va y se sienta junto a la madre, en los
escalones del portal, mientras los hombres se afanan. Entre dos, levantan una
de las puertas de fierro. Otro empotra los goznes, donde ya uno hizo barreno
en la cantería. Un otro engrasa bisagras, que parecen reacias. Roseta los mira,
al compás de la frase de Haendel, y se duerme.
—Sueño pesado tiene esta niña, que no la sobresaltan martillazos.
La tarde cae, en ocaso de metales, barullo de ponientes, y ya está lista la
reja, soberano portón de cancela. Llena el arco de piedra de la entrada, o sea,

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andará por los dos metros, más o menos; la filigrana de hierro es profusa y
densa. Para mejor, que la describan palabras:
«Volutas de fierro, volutas y el entramado que la luz, en numinosa
indiferencia, desdibujaba en mediodías y —gradualmente— iba abandonando
a la tarde: ciudad de balaustre en pirueta de la verja, de gozne clamoroso,
donde ninguna visita es sorpresa de anunciada en chirridos de entreabrires
(…). Rejones impuestos, por primera vez, a las murallas, y cuyos más
afinados conciertos remedan, igual, el rejón románico, guarda y bastión,
inmune a badajazos de ariete y enemiga tropelía; barroco que, mudado en
finta neoclásica en altares, sigue siendo placer de movimiento en los rejones,
en las cancelas mínimas incluso, en guardacantones (ese hermano bastardo de
la reja) y en verjas separa-balcones. Barroco en fierro, habanero al fin,
barroco nuestro.»
Persistente en el tiempo también, como gravedades y naderías barrocas, la
Roseta nuestra, que va ya para los veinte: con sueño ya menos pesado, que si
no interrumpen martillazos, sí temblores, resquemores de noche, manos suyas
que se tocan a sí misma, y otros entreabrires: entreabrires de piernas, de
labios, sobre sábanas demasiado frías y demasiado solas, también. En esos
días de calores, Roseta sube al minarete, y sigue con los ojos las sombras que
pasan en la sombra, parejas que regresan de la fiesta, hombres solos, mujeres
en grupo, cuchicheando. Ahí está la reja: a los que pasan más cerca de la casa,
los ve Roseta al tamiz de su filigrana, marcados por la reja, más allá de ella
misma. La reja siempre ha estado ahí. Y en su minarete, Roseta se mete la
mano bajo el camisón, y se deja irse y venirse, tranquila. La reja está ahí,
resiste el embate de arietes, de tiempo y de ciclones, y hasta el odio de
Roseta.
La reja es una reja es una reja… Menos difícil que imaginar un primer
nomotetes asperjándole, con hisopo bautismal, agua de bendición y nombre
—reja te llamas, eres tu nombre y la mención de tu nombre una palabra, no
eres palabra sino cosa, pero por las palabras te conocerán—, es imaginar al
yunque y al herrero, en un atardecer cualquiera del Cerro, martillazo un poco
ebrio, redundante, martillazo, remache y calores de herrería. Al herrero se lo
puede describir de muchos modos, tal vez (¿por qué no?) así:

Son sin ton ni son,


pica el yunque,
bongó.
Sóngoro rejón

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alza el vuelo,
tambor.
Tómate tu ron,
quiebra el fierro,
calor.

Etcétera, etcétera: tal tipo de descripción, abundosa en sóngoros y cosantes


(¿cosongos?), repugna a Roseta, probablemente (si algo hay que autorice a un
narrador a formular luidos estéticos) con razón. La madre de Roseta, en
cambio, supervisaba los trabajos sin ron ni tambor, más bien, con abanico y
chalina:
—Pero esos peces, maese Guzmán, desentonan con el estilo.
Que los quiere en puro estilo liberty, guirnaldas de fierro que sean volutas
de flores, entiéndase. E importuna labores, ensalza, condena, aprueba.
De aquellos tiempos, Roseta recuerda el piano, tardes y mañanas al piano,
perdida en el pentagrama y el jardín. Mamá, de supervisar herrerías, llegaba
tarde, cansada pero sonriente. La reja no estaba aún, pero sí estaba: algo
estaba por ella, una conmutación que indicaba una ausencia, marcado y no
marcado, merkmalträgend. Presencia prevista, acaso, en el subrayado de su
ausencia, en el arco de piedra huérfano de gozne y cerrojo, de cometido y
función.
Presencia jeroglífica de la reja: como escrito en piedra (¿en la piedra
Roseta?), signos misteriosos que leen otros signos.
Síntoma de sí misma, en cambio —jeroglífico sin escoliasta—, la imagen
de Roseta más allá de los veinte, como una foto en blanco y negro de algún
estudio de Galeano: camina apresurada, se nota en el pelo que se mueve, y
sola: esos extraños lentes terminados en punta, combinación (¿no será la
foto?) en negro y blanco, le acentúan la edad. Silba, o parece que silba, alguna
música. Sigue llevándose, a cada rato, el índice a los labios, pertinaz. Los
gestos, como las piedras, insisten en perseverar en su ser, imitándose su
propia forma.
Pero la Roseta real no va por Galeano, sino por Zapata, al cementerio.
Flores, también, pero no de niñita premiada, sino, más bien, domingo de
duelo; Roseta deambula entre los mármoles de Colón, precisa las tumbas
conocidas entre los olivos, reparte las rosas. El herrero que amaba a la dama
de chalina y abanico debe ser cadáver (¿mas polvo enamorado?) ha mucho,
Roseta pone el ramo a la tumba de su madre y razonablemente ignora la
muerte del otro.

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La reja, como piedra o gesto, sigue estando ahí, en el mismo lugar donde,
hace muchos años, la puso en el mundo —como Dios a sus criaturas— el
herrero Guzmán.
—Maese Guzmán, que gloria hubo.
Gloria o glorias varias: una, secreta, casi murmullo, y otra de fanfarria y
oropeles, y otra última, tránsito de muerte, todas (aun las que no sabemos)
gloria al fin, tanto de vano y cuánto de ruido —y tanto menos de nueces.
Primera gloria: Guzmán trabaja entre fierro y cabilla, un día igual a los
otros. Que empieza a ser distinto cuando, de un sedán negro del veintinueve,
desmonta una dama que lo interpela:
—Usted es Guzmán, y le hizo una verja a los Peralta. Yo quiero una, más
grande y que sea más fina.
Para servirle; a tomar medidas se va Guzmán, sentado con un poco de
engorro en los asientos de cuero mientras la señora maneja. Pequeña gloria, y
triunfo, ante compañeros de gremio, pero hay más: la señora tararea, por lo
bajo, a George Olsen y beyond, beyond, beyond the blue horizon; entre
tarareo y tarareo, la señora le describe la reja —que, de prevista, ya existe—,
y caballero se siente Guzmán, en escolta y guardia de Dulcineas, caballero:
más, más, cuando su fermosa dueña le refiere viudeces y soledades, pasado de
sí misma, confianzas que (siente Guzmán) están fuera del encargo.
—El que era mi marido quería esa reja, yo la quiero por cumplirle el
deseo y por la niña, no sea que se salga a la calle, y además ¿qué hace un
muro sin cancela?
Roseta —Roseta niña, como en postal de colección— corretea por el
jardín, quiere que la midan con la cinta, pregunta vaguedades.
Roseta —Roseta en su minarete— busca como quien busca silencio, hace
ya tiempo, algo a que aferrarse: un hombre, un gran amor, verdades y
respuestas o, más bien, verdades y respuestas practicables. Sabe —y duele—
de amores pasajeros, hombres apenas entrevistos y felicidades en pérdida
trocadas, verdades demasiado (o demasiado poco) terrenales, y muy poco
terrenables. Un día, en alguna despedida, Roseta se aferra a los balaustres, por
una hora, dos: el tiempo muere y con él todas las cosas y —se dice Roseta—
ella con él. Los relieves del fierro se le marcan en las manos, a Roseta la saca
de sí misma un aguacero de algún norte, y sabe que no puede retornar ya de
algún lugar que no precisa —algo como exilio o partida o afasia—; saber el
retorno imposible (piensa) es un alivio y una cruz.
Como en la caverna de Platón, las sombras le pasan por la reja, tras ella.
Juego de sombras chinescas, pantomima que no alcanza. Sombra y bulto son

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lo mismo.
Roseta no recuerda, por supuesto, que Guzmán —como Casandra
diciendo lo que no sabe— lo había dicho:
—Su niña tiene una mirada de otra parte, señora, de angelito.
Ni que su señora madre lo escuchaba, tarareando algo, y estamos en las
glorias de Guzmán: sobre las seis —cuando la herrería del Cerro se sumergía
en soledades— iba la madre de Roseta a supervisar trabajos y finezas de
quien ya se sentía —para sí solo y en secreto— caballero de fermosa dueña:
—No tan exuberante la cornucopia, mire usted, como que más quebrada,
digamos.
Las tardes en la calor de la forja ya iban siendo, para la señora, por lo
menos hábito, allelluias para Guzmán. Con ojos distintos (¿quién cree ya el
milagro de la mirada idéntica?) veían lo mismo: la reja formándose según (de
un lado) un deseo, y un oficio (del otro); un hombre y una mujer distantes —
por muchas razones— en los mismos doce metros cuadrados; la luz cenital y
los ruidos del Cerro colándose en la pieza, la —¿más bien enorme?— Calzada
de Jesús del Monte.
Las diferencias explican el que una vez, tras haberle cambiado una llanta
al sedán de la señora, prevalecieran respetos sobre deseos: la señora apoya las
manos sobre la espalda de Guzmán, inclinada, y en lo mal puesto de un
broche el herrero vislumbra delicias de Cantar de los cantares, pezones de
rosa, senos que lo tientan; pero se vuelve y sigue trabajando, que algunas
veneraciones distancian lo accesible. Y la soledad distancia desmesuras: la
madre de Roseta se incorpora, se arregla el escote, recurre al abanico.
También las diferencias explican el que Guzmán, que no durmió bien esa
noche, no haya resuelto (por ejemplo) desvelos así:

Posiblemente estar muerto;


Haber querido ser recto.
Por siempre ser en el coche
Aquel que escinde la noche.
Haber respetado un broche
Que ofreció dulce concierto.

Guzmán simplemente se esmera en su labor, hacedor de fierro fino; monta y


desmonta las volutas pidiéndole a la Virgen lo que él dejó pasar, cumple, en
oficio de herrero viejo, los deseos de la señora. Como los paneles de la reja,
otros deseos se forjan y se deshacen, también, en ligazón de querencias y

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acatares: la madre de Roseta sabe cuándo Guzmán la mira —y se deja mirar
—: beyond, beyond, beyond the blue horizon.
También Roseta —Roseta, que va ya para los treinta— deja pasar cosas,
oportunidades, vidas: todos los días la reja se cierra tras ella, Roseta pasa los
cerrojos y deja fuera al gran amor, que no aparece, al hombre de su vida, que
tampoco, a las verdades y respuestas que prefiere buscar dentro, desde su
minarete. Calladas querencias que, de ser dichas fuera del Gran Amor, del
hombre que no sea ése, a ras del suelo, más allá de la reja, teme Roseta que
serían polvo, arena, música que se torna ruido. De cierto modo, Guzmán pide
algo parecido a la Virgen: que su secreta gloria no devenga —de un plumazo
de desprecio— ridículo triste.
Las cosas son lo que son, sin arreglo —siente Roseta—: la reja es una
reja es una reja. Maese Guzmán, que más que filosofemas vive oraciones (y
buen oficio), meramente implora, y su oración se construye con las formas de
la reja, panel tras panel.
Como aquella historia del juglar de Nuestra Señora, que ejerció
devotamente ante María las habilidades de acróbata y de saltimbanqui, hasta
que la Virgen, conmovida, descendió en imagen para enjugarle el sudor de la
frente. Los hombres olvidan —intuye Guzmán, en hacienda de entramados—
que la eficacia de la oración no está casada a su forma, sino más bien a su
fondo o tal vez a las circunstancias, como la vida piadosa.
Bien distintos, entonces, de Guzmán, las glorias de Roseta: mañana odiará
la mañana, pero esta noche se escapa de su afasia y de su exilio, en callada
fiesta hasta el amanecer; la otra —la otra noche— se dejó ir con otro —otro
hombre— en locuacidades de alcoba, sólo por sentir que de algo se libraba; y
siempre se despierta Roseta odiando la luz, el mediodía, cansada. En vez del
sepia de postalitas, más bien parece Roseta a la noche una pin-up girl de
Vargas, medias con ligueros y tetas reventándole el corset; a la mañana, la
misma imagen de revista, pero manoseada por todo un batallón en
Normandía. Cuando al fin consigue despertarse, tras café y cognac, Roseta
sabe que otra vez está viviendo posposiciones, que su hombre no es el de
anoche, que no conoce su gran amor y que nadie entiende sus palabras —
polvo, arena, música vuelta ruido—. Alma jeroglífica de Roseta que, mientras
no muestre su otra cara, nadie va a leer: como la piedra Roseta, dice lo mismo
en varias lenguas, pero cubiertas por sí mismas, las caras descifrables van
ocultas. De sí, Roseta muestra lo que nadie entiende. Ella lo sabe, mas no
sabe remediarlo, y siguen yendo y viniendo, en chirrido de goznes, sombras
tras la reja.

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Demasiado lejos busca Roseta, ya lo dijo Guzmán:
—Algo de angelito, señora, tiene su niña.
El día que instalaron la reja, Roseta niña interrumpió su sesión de piano
—tocaba algo de Haendel, pero cómo recordar qué— y se sentó, en el quicio
del portal, a ver dar mandarria y barreno, empotrar las hojas, cerrar el jardín.
Faltaba maese Guzmán ese día, y mamá estaba extraña: Roseta, sin darse
cuenta, se durmió con sus rosas sobre el regazo, sin importarle martillazos.
Guzmán, en plenitud casi de éxtasis, daba gracias a la Virgen en la iglesia
de Regla. Guzmán, cumplido caballero, Guzmán en acción de gracias, y la
Virgen —así podemos imaginarlo— enjugándole la frente: Guzmán vive
todavía (como si esos momentos se le eternizaran) las últimas horas en su
cuartón del Cerro, y la señora en sus brazos; Guzmán se felicita por la palabra
justa.
Que encontró en minutos de última sesión, cumplida en acabamiento de la
verja; en halagos se deshacía la señora, satisfecha, y encontró Guzmán
requiebros; en latidos se le fue el abanico a la señora, y luego al piso, mientras
Guzmán le buscaba el cuello y le deshacía la cofia y, tras el abanico, luego
ellos: tan larga como su viudez sintió la hora la madre de Roseta, tanto cuanto
se iban, ella y el Cerro, en atardeceres y éxtasis.
La reja descansaba sobre cuatro burros de herrería, a medio camino —
sintió la señora— entre el piso y el cielo. Y gracias, Virgen Santísima,
Guzmán viendo los fierros acabados, la promesa de Cantar de los cantares
hecha carne, piernas, cuerpo. Ahora da gracias, arrodillado en la iglesia; más
atrás está la bahía y luego la ciudad y más allá el mundo, en todas partes
pasan cosas al mismo tiempo pero Guzmán es sólo ese momento, colgado en
la mirada de la Virgen.
Mística y placer, Cuba profunda, o tal vez, con cierta dejadez patriótica,
oración y recholata, a Dios gracias: Roseta espera y desespera su Gran
Amor, aeterna res, pasándola con hombres que le duran una noche. La reja se
abre y se cierra, chirrido tras chirrido, y sólo ella permanece, prisión de sí
misma, en puro estilo liberty.
La reja empezó a estar en casa de Roseta —que era entonces la casa de la
madre de Roseta— a partir de aquel día: Guzmán cumplía promesas en Regla,
la señora, más alto que nunca, tarareaba (beyond, beyond, beyond the blue
horizon) y, cuestión de buena familia, un periodista tomaba nota. A esa nos
referíamos, otra de las glorias de Guzmán, papel impreso en la página de
sociales:

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«Como grata noticia, nos llega la de que ayer fue develada, en
sencillísima ceremonia que dispendio la señora viuda de Sánchez-Cadals, el
portón de su residencia en las alturas del Vedado (…). Varias señoras, de lo
más granado de sus amistades y por ende, de la sociedad habanera, asistieron
alborozadas al cocktail-party, tras el cual, en breve exordio, la señora
Sánchez-Cadals agradeció los buenos oficios y maestría artística del artífice
herrero que llevó a cabo la confección de la reja, maese Pedro Guzmán, y dijo
cumplir la voluntad del que fue su cónyuge al disponer la realización de la
obra en el más puro estilo liberty (art-nouveau). Los últimos años de su vida,
el señor Sánchez-Cadals había fungido como importador para nuestro país de
la renombrada casa Tiffany. Concluyó la ceremonia la preciosa niña de la
anfitriona, quien interpretó al piano, con prometedora gracia y encanto,
fragmentos de una sinfonía de Haendel, para regocijo de los asistentes.»
Los compañeros de Guzmán leen el periódico y lo felicitan,
congratulaciones en las que, tal vez, se filtre un poco la envidia, pero ahí está
Guzmán, en su gloria.
Y entre los mármoles de Colón, pasea Roseta, un domingo al mes,
ignorando —cosa extraña— todo eso. Pero sabiendo otras cosas: Roseta deja
las flores en la tumba de mamá, y se pierde entre los panteones y los laureles
buscando una suerte de paz —paz en paz, no paz pulsada—. No es el silencio
de Colón, ni la reverente cercanía de los muertos, ni siquiera el que, en un
camposanto, todos parezcan a todos ocupados: no. Es la ausencia de la reja,
que cerca al mundo en dos mitades, pero que no alcanza a Colón. Tal vez
porque el cementerio también está enrejado —y son ya los fueros de otra reja
—. Tal vez porque Roseta, sin darse cuenta, ha establecido ahí sus propios
fueros. O porque sí, porque es así: la reja es una reja es una reja, pero ahí el
mundo —al menos para Roseta— es otro. U otra la reja. Cuando Roseta, de
regreso, cruza el pórtico, siente de un modo pesado que va al encuentro de la
suya, de la reja de Guzmán, Petrus faciebat. Camina hacia la entrada
sabiéndolo: qué se le va a hacer, entonces.
La señora no fue más donde Guzmán; qué se le va a hacer, debe haber
sentido, pero de manera horra y profunda, Guzmán cuando ella le pidió que
no la buscase: qué se le va a hacer, duele Guzmán, caballero de su dama. Y
hace con más desgano que esmero unos cuantos encargos de otras casas —de
las que, por supuesto, no viene nadie a corregirle primores en el hierro—. Se
mira a sí mismo: solo, en el Cerro inmenso, aguardiente y martillazo. Se
desgasta, tratando de repetir una reja como aquélla, pero sabe que la única fue

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ésa: los mismos florones, en otras, son ramplonería retórica; la misma ligazón
de ramas de fierro, más oropel que engarce, amasijo sin gracia.
Mas… ¿cómo imaginar la muerte del herrero?
«Camina en las riberas del incondicionado y el súbito, el ansioso. En su
gravedad pierde el peso, se mueve con los pies de Eco, aguijonada por los
tábanos; entrevé visiones momentáneas, de limbo y de infiernillo. Maese
Guzmán seguía la faroleda de Paula, guiado por la sierpe lucífuga, con
reminiscencias, su paso, de la frase última de Goethe, mehr Licht, y las
cortesanías contrapunteadas de la sentencia famosa de Tertuliano, es posible
porque es imposible. En esos acrecentamientos de conjura, no esperada una
figura es una flecha, fulge el súbito, disfrazado de hilo saturniano y grito
virotista. Los herreruelos de coyundas gremiales lo interpelan, primer fulgor
de lo incondicionado, la casualidad del encuentro en la Alameda de Paula,
lejos de la zona del trabajo y la camaradería de labores. Toman Arrechavala a
pico de botella, uno le pregunta, como para ir abonando pendencias, si puede
descender de sus copetes de auto y linajes rancios, para sumarse a las
libaciones callejeras. Guzmán ignora el agredido, un trago nunca se rechaza,
más en noche de diciembre, quiere aliviar de imantaciones nefastas el trato y
sonríe, en medida cortesía. Pasa la ronda de la botella y los herreruelos, en las
sombras de su embeodura, quieren ahondar camorras, preguntan por la rubia
de la reja, Guzmán presiente que la noche se pierde en irisaciones de muerte.
Quiere volver sobre sus pasos, para que no se sobresalten lindes, pero uno de
los imberbes suelta la grosería cenagosa, como una espátula que le raspa las
heridas: ¿la puta del carro se te fue con otro, Guzmancillo?, ello convoca las
Parcas de la cólera, la cuchillería y la bronca. La maldición cainita se rompe
en botellazos, alguien se aparece con un cuchillo de matarife y Guzmán
despacha al insolente con el barquero de la Estigia, pero su ángel lo abandona,
otro de los peleadores le raja el cuello con una navaja, la sierpe lucífuga de las
farolas de Paula se le pierde en espiraloides, más luz, más luz, y se remonta
en el río de la muerte. Su destino estaba cumplido, cuando lo vi supe que
estaba buscando las aguas del Leteo, le dice un bachiller a la gendarmería
que se arremolina, inquiriendo el sucedido. Cumplida, la causalidad se ha
replegado, dejando sitio a lo incondicionado, al fulgor y a las voracidades
saturninas.»
Más o menos así —cuestión de estilo— debió morirse Guzmán, sin penas
ni glorias: las glorias fueron sólo las suyas. Lo velaron en la capilla de Regla,
cerca de la Virgen que le concedió su milagro personal; como aquel santo

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juglar de Notre-Dame, que en soledad vivió la oración y solo el milagro, y su
gloria.
Que qué se le va a hacer, en fin.
Y más o menos en lo mismo, Roseta: su última adquisición fue un catalejo
inglés, desecho de la guerra de Corea. Le acerca las sombras, Roseta
identifica personas que pasan, le conoce los horarios a dos o tres, sabe a qué
hora se acuesta el matrimonio de enfrente. No conoce a ninguno por su
nombre, pero le gusta burlar la reja: desde su minarete, a veces distingue
personas en el cementerio, una mujer, un entierro, el capellán. De noche, la
reja le compite visiones —y sólo distingue Roseta siluetas en una ventana con
luz, focos distorsionados (como las últimas luces de Guzmán) en algún local
de concurrencias—. Roseta se defiende de la reja, y se tiende, desnuda y a
obscuras, en el piso de su torre, persiguiendo sombras chinescas con su
catalejo mientras algún amante la posee; la imagen se le mueve, se le
multiplica, se estremece con ella, y Roseta se pierde en esas sombras que no
alcanza a vislumbrar, sin cara y sin nombres.
Prisión de sí misma, la reja está ahí, su existencia es ocurrencia y acto y
proceso: siempre, entre sístoles y diástoles, se le va el catalejo o la vista a
Roseta, y ahí están, como moviéndose, las volutas de fierro en espiraloides
vegetales, la balaustrada de lirios y acantos, como si fueran —siente Roseta—
los márgenes miniados de ella misma. Páginas de un breviario jeroglífico,
confundiéndose, en tupida mescolanza, los signos que nadie entiende y las
viñetas que los orlan.
La oración, también, de Roseta —el gran amor, el hombre de su vida, las
verdades y respuestas perdurables— se confunde con sus orladuras; dónde
termina el jeroglífico y empieza el oropel, ya no lo alcanza, los ojos pierden
ese horizonte azul.
Un día, el jardín de Roseta se llena de gente, de curiosos; la reja está
abierta y sigue, por primera vez, abierta en mucho tiempo: cuánto le hubiera
gustado a Roseta, de par en par, un rato largo.
Pero ¿qué tal si tanta historia jeroglífica es falsa, si los actos de Roseta no
se entienden por lo que todos esos signos vagos muestran, si hay, en la reja y
en Roseta, sólo viñeta, ornamento, barrocas naderías? Tal vez todo mienta,
desdibuje, distorsione, pero una reja es una reja, sin duda, y la oración, ya en
sus balbuceos, cosa recabando cumplimientos, no más.
—Algo de angelito tiene la mirada de su niña, señora.
Diciendo lo que no sabe, como Casandra, Guzmán: ahora Roseta está
muerta, a unos hombres que no conoce les cabe determinar si fue asesinato, o

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suicidio, lo que la lanzó del minarete, en vuelo de segundos, sobre el jardín.
Entre dos, echan el cuerpo a un lado; uno —después que los reporteros han
hecho su trabajo— le tira una sábana encima. Otro aguanta una hoja de la
verja, para que la saquen en camilla, y le acomoda una pierna, que se sale de
la tela. Las cosas son lo que son, sin arreglo; dos o tres periódicos, en crónica
roja, publicarán la foto de un cadáver en un césped, y todo lo que hay de
cierto estará ahí. Tal vez —concedámoslo— falte en la foto la reja.

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El viejo, el asesino y yo
Ena Lucía Portela

Espero que no tenga usted nada que decir


en contra de la maldad, mi querido ingeniero.
En mi opinión, es el arma más resplandeciente de la razón
contra las potencias de las tinieblas y de la fealdad.
Thomas Mann, La montaña mágica

Es la noche y el viejo balconea. El aire golpea suavemente su rostro, que


alguna vez fue hermoso. Todavía lo es, aunque las huellas del tiempo en su
piel no sean las que suele dejar una existencia feliz. Está solo. Tanto que al
asomarse a la calle parece el hombre más solo del mundo.
Me deslizo hasta él sin hacer ruido. Me deslizo como una serpiente. Se
percata. Me mira con el rabillo del ojo, procurando tal vez que no me
aproxime demasiado, que no penetre en su aura. Lo mejor que se puede hacer
con una serpiente es mantenerla a distancia, lo comprendo.
Aunque quizás no le importe. Suele afirmar que a su edad casi nada
importa, conocer o desconocer, tomar champán o visitar a los amigos, nada.
Le da muchas vueltas a eso de la edad, por momentos parece obsesionado, se
burla de sí mismo. Que La Habana no es la de antes, los carros, los bares, los
olores, la forma de vestir —el amor en La Habana tampoco es el de antes—,
que ya no quiere hacer otra cosa demasiado distinta a mecerse en un sillón.
Que los verdaderos amigos están muertos.
Nadie como él para instalarse en el pasado: justo donde no puedo
alcanzarlo, donde él puede reinar y yo no existo. Cierro los ojos y extiendo las
manos en busca del pasado, no puedo. Tu generación, mi generación, dice.
Creo que se burla de sí mismo a manera de ejercicio retórico, o quizás para
evitar que alguien se le adelante. Un ceremonial apotropaico, un conjuro.
Dice lo que imagina que otros podrían decir acerca de él, exagera y no queda
más remedio que citarlo.
Me acerco más. El balcón es chico, la manga de su camisa me roza el
hombro desnudo. Es más alto que yo, es un hombre alto que, aun sin llevarlo,

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parece haber nacido con un traje. Siempre me han gustado los hombres de
traje: estadistas, financieros, escritores famosos. Patriarcas, proceres,
fundadores de algo. Cuando se reúnen varios de ellos me parece asistir a un
lugar de decisiones importantes, a una especie de asamblea constituyente.
El aire mueve diminutos fragmentos entre él y yo. Su espacio huele a
lavanda, a lejanía, a país extranjero donde cada año cae nieve y los árboles se
deshojan; huele a oscuridad cerrada y de elevado puntal, a mil novecientos
cincuenta y tantos. Mediados de un siglo que no es el mío. Porque su época,
según él, es la anterior a la caída del muro de Berlín; la mía es la siguiente.
Todo cuanto escriba yo antes del XXI será una obra de juventud. Después, ya
se verá. Creo que es una manera elegante de decir que estamos separados por
un muro.
—¿En tu casa hay balcón?
No, pero sí una terraza con muchísimos cactos, cada uno en su maceta de
barro o porcelana con dibujitos. Para el caso es lo mismo. No adoro los
cactos, pero se dan fáciles. Proliferan entre el abandono y la tierra seca,
arenosa, en mi versión reducida del desierto de Oklahoma. Algunos tienen
flores, otros parecen cubiertos por una fina pelusa, pero hincan igual. Son las
plantas más persistentes que conozco: aprendo de ellos.
—No, pero sí una terraza —si me pongo a hablarle de mis cactos, capaz
que se vaya y me deje con la palabra en la boca.
Nunca lo ha hecho, Dios lo libre. Pero sé que puede hacerlo. Mejor dicho,
que le gustaría poder hacerlo. No es grosero (fue educado en un colegio
religioso y todavía se le nota, además, es cobarde), pero admira la grosería, la
brutalidad deliberada como una forma de independencia de no sé cuántas
ataduras, convenciones o algo así. Y no me imagino a mí misma sujetándolo
por la manga de la camisa. Al menos por el momento.
Así son las cosas. Temo aburrirlo. De hecho, tengo la impresión de que lo
aburro. ¿Qué podría contarle yo, que apenas he salido del cascarón? «Una
joven promesa de la literatura cubana», es ridículo. ¡Él ha visto tanto! ¡Me
lleva tantos años! ¡Lo repite tan a menudo! Un caballero medieval bien
enfundado en su armadura, en su antigüedad. Temo al malentendido. Temo
que escape justo en el momento de haber alcanzado su definición mejor…
temo. Cada vez que lo veo me lleno de temores (y temblores) y aun así no
puedo dejar de acercarme a él. No me lo explico. Es absurdo, soy absurda.
Revoloteo alrededor del viejo como una mariposilla veleidosa.

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Como de costumbre, hay mucha gente en la casa. Ruedan de un lado a otro,
comentan, murmuran, toman ron. Parece una escena bajo el mar, dentro de
una pecera, en cámara lenta. Moluscos.
Otras tardes y otras noches resultan más animadas que ésta: discuten de
literatura, hablan de la gente que no está en la casa, se interrumpen unos a
otros, se apasionan. El viejo ironiza, grita, se queda ronco, le dan
palpitaciones y luego es el insomnio, el techo blanco. Se promete a sí mismo
no volver a acalorarse y reincide. (Uno no escribe con teorías —me ha dicho
hoy y no estoy de acuerdo, pienso que nada es desechable, que uno escribe
con cualquier cosa, pero en fin—.) No he estado presente en esos barullos que
horripilan a los editores extranjeros. (No se pelean, es su forma de conversar,
son cubanos —le ha dicho un mexicano a otro—.) Alguien me los describe.
Siempre hay alguien para contarme punto por punto lo que ocurre. Menos
mal, pienso.
Porque delante de mí sólo dicen banalidades, sin alzar la voz apenas,
como articulando muy a propósito unos diálogos más insípidos que los del
Nouveau Roman o el cine de Antonioni. La asepsia verbal, la sentencia
descolorida, la incomunicación. El gran aburrimiento. El viejo se pone
elegiaco y cuenta de sus viajes lo mismo que podría contar un turista
cualquiera. Le ha dado la vuelta al mundo más de una vez para cerciorarse, al
parecer, de que todo lo que hay por ahí es muy tedioso. Habla de los epitafios
que ha visto y planea el suyo. Confunde los detalles adrede. (Eso de que
Esquilo participó en la batalla de Queronea no se lo cree ni él.) Cualquier
originalidad, incluso la que resulte de una vasta erudición, podría resultar
comprometedora a largo plazo y quizás antes. No se oyen nombres propios, ni
siquiera los nombres de los muertos, (sólo Esquilo, Byron, Lawrence de
Arabia y gente así), ninguno suelta prenda. Se repliegan. Cierran filas. Actúan
como conspiradores. En ocasiones, por provocar, hablo mal de alguien, de
algún conocido en el mundo de los vivos, y entonces todos se apresuran a
defenderlo. «Es una impresión errónea», me dicen. O se callan todavía más.
No hay manera. Como en un retrato de grupo, todos quieren quedar bien.
Sucede que tengo mala reputación. Yo, la peor de todas, en principio
asumo el comportamiento de un analista o un padre confesor. Me aprovecho
de las crisis existenciales, de las depresiones, de los arrebatos de cólera. De
todo lo que generalmente las personas no pueden controlar, al menos en
nuestro clima tan fogoso. Ofrezco confianza, complicidad, discreción, nunca
advierto a mi interlocutor que cualquier palabra que pronuncie puede ser
utilizada en su contra; regalo alguna de mis propias intimidades, la cual se

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trivializa en mi boca y al instante deja de serlo. De ese modo, dicho sea de
paso, he llegado a tener muy pocas intimidades (lo que no quiero que se sepa
no se lo digo a nadie y hasta procuro olvidarlo), mi techo no es de vidrio.
Insisto: A ver, cuéntame de tu infancia, ¿tu padre era tiránico, opresivo?
¿Te pegaba? ¿Era cruel, verdad? ¿Cómo lo hacía? Vamos, cuéntame todos tus
pecados, ¿a quién quisieras matar? ¿A quién matas cada noche antes de
dormir? ¿Y en sueños? ¿Cómo lo haces? Y las personas hablan, claro que sí.
Les encanta hablar de sí mismas. Se desahogan, descargan, delegan sus culpas
en mí. Entonces los absuelvo, les digo que no son malos, los reconcilio
consigo mismos, los ayudo a recuperar la paz.
Como es de suponer, en realidad no adelantan nada. Qué van a adelantar.
Simplemente se vuelven adictos a mí, a mi inefable tolerancia. Conmigo, qué
suerte, se puede hablar de cualquier cosa. Sé escuchar. No interrumpo, no
condeno. La atención es una droga. Olvidan que en verdad no soy analista ni
padre confesor. Peligrosa amnesia que procuro cultivar. Ellos se proyectan en
mí, discurren cada vez con mayor soltura hasta que sale a relucir algún
material significativo. Mientras más profundo es el sitio de donde proviene,
más notable, más escalofriante es la revelación.
He ahí el momento: con ese material significativo —y algunos otros
elementos tan secretos como el contenido preciso de una nganga— escribo
mis libros. Cuentos, relatos, novelas, siempre ficción. (Tal vez me gustaría
escribir teatro, pero no sé por qué desconfío de los autores que incursionan a
la vez en géneros distintos y hasta opuestos. Me he habituado a narrar.)
Trabajo mucho, reviso y reviso cada frase, cada palabra. Reinvento, juego,
asumo otras voces, muevo las sombras de un lado a otro como en un teatro de
siluetas donde veinte manos delante de una vela pueden figurar un gallo,
desdibujo algunos contornos, cambio nombres y fechas, pero, desde luego, los
modelos siempre reconocen, en mis personajes y sus peripecias, sus propias
imágenes. Que son sagradas, claro está. Qué falta de respeto.
Su ingenuidad resulta curiosa. No se percatan de que, al darse por
enterados y poner el grito en el cielo, aportan a mis libros la imprescindible
credibilidad que algunos lectores exigen y, de paso, me hacen tremenda
propaganda —no hay nada como los trapos sucios para llamar la atención—.
Gratis. Tampoco entienden que dentro de cien años nadie que me lea, si aún
me leen (ojalá), los va a reconocer. Y si los reconocen, será porque de un
modo u otro han accedido por lo menos a un trocito de gloria. No digo que
debieran estar agradecidos; no digo que los rostros de los Médicis son
aquellos que les inventó Miguel Ángel y no otros, porque la verdad es que

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suena demasiado soberbio, justo el tipo de cosa que se me ocurre no debo
decirle a nadie.
Los lectores ajenos a los círculos literarios —son ésos los que más me
gustan— se asombran de mi desbordante y pervertida imaginación: ¿Cómo es
posible crear tantos y tales monstruos? ¿De dónde salen? Si supieran… Creo
que algunos ya andan investigando por ahí.
Los escandalitos van y vienen; me acusan a la vez de oficialista y de
disidente de un montón de causas; como tienden a hacer de todo una cuestión
política, según las filias y las fobias de cada uno, me ponen lo mismo en la
extrema izquierda que en la extrema derecha. Lo que sea, ¿acaso el dominico
Fra Angélico no pintó a los franciscanos en el infierno? Bien pudo ser al
revés. Me atribuyen unas ideas sobre el ser humano y eso, que ni siquiera
comprendo muy bien, pues no acostumbro a pensar en términos de semejante
envergadura —más que la especie, me interesan los individuos y, sobre todo,
los individuos que me rodean. Me acusan de falta de creatividad, de resentida
y envidiosa, intentan bloquear mis relaciones de negocios —de vez en cuando
lo logran, un simple comentario delante de eso que llamo «el lector poderoso»
puede resultar demoledor—, recibo amenazas por teléfono, a mi oficina en la
editorial llegan constantemente anónimos plagados de injurias firmados por
«La Espátula» y «La Mano Que Coge», me echan brujerías de todo tipo, en
fin lo de siempre.
A pesar de que en las «entrevistas» nunca uso grabadora (mi memoria
para estos asuntos es excelente, puedo recordar durante años un dato al
parecer insignificante), ninguno de mis modelos ha intentado hasta el
momento desmentirme por escrito. No importaría si lo hicieran: mis versiones
son más dignas de crédito en virtud del aforismo maquiavélico que dice
«piensa mal y acertarás». Lo esencial es que nadie se atreve a demandarme,
porque las zonas más truculentas de esas historias, las zonas más envenenadas
y denigrantes, no las escribo, no les doy curso. Me las reservo como garantía,
como la última bala en el tambor. Eso se llama chantaje y es eficaz.
Sé que un día me van a asesinar y a veces me pregunto quién, cuál el
último rostro que me será dado ver.

Pero esta noche es especial. No persigo los crímenes recónditos ni los


alucinantes fraudes o las traiciones o los pequeños actos mezquinos que
pueblan la historia universal de la infamia. No provoco. Descanso. La
inquietante proximidad del viejo de alguna manera me hace feliz. Siento la

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mirada fija de su amante clavada en mi espalda y eso me complace más. Me
impide soñar que las cosas son diferentes. Ese muchacho no podrá
concentrarse hoy en el vaso de ron ni en la conversación deshilachada que
sostienen los demás ahí dentro. No podrá.
—Después de la segunda botella te pones insoportable —ha sentenciado
el viejo.
Desde el balcón se divisa una callejuela tranquila. Estrecha, sucia hasta en
la oscuridad, con el pavimento roto y charcos y fanguizales por todas partes.
Como si se hubiese decretado un toque de queda, hoy ni los vecinos quieren
alborotar. Del fondo de la casa llegan los boleros de siempre y un ligero ruido
ambiental de cristales que chocan, fósforos que se encienden y crepitan,
susurros similares al del océano que habita en los caracoles, risitas fúnebres.
El gato se frota contra el viejo, se enreda a sus pies en un ovillo peludo. El
viejo baja la vista, advierte que es sólo un gato y lo deja hacer.
El fresco nocturno me rescata un poco de los furores de nuestro
septiembre ardiente, mientras el ron, incitante y áspero, me acaricia por
dentro. Pienso en Amelia. Los viernes, de cinco a siete, en la habitación de los
altos de su taller. Divina. Ella no habla casi porque hablar —afirma— le
provoca dolor de cabeza y porque de todos modos —sonríe lánguida— no
tiene mucho que decir. Al menos no con palabras. Pienso que la amo.
Por allá dentro flota una voz apagada, casi anónima entre las otras voces:
Recuerdas tú, aquella tarde gris / en el balcón aquel, donde te conocí…
Puede ser el bolero que ya pasó o el que está por venir. El mismo que oigo, a
retazos, durante toda la noche.
El muchacho, lo presiento, trata de llamar la atención como si tuviera que
recobrar algo, como si hubiese algo por recobrar. Sube el volumen. Está loco,
febrilmente loco por el viejo y eso se entiende. Aunque podría hacerlo, no se
acerca a nosotros.

—Él dice que tú le coqueteas —me ha advertido con el entrecejo fruncido


como si dudara entre la risa y el enojo—. Ten cuidado.
—¿Y qué piensa? —he preguntado supongo que ansiosa—. ¿Le gusta?
¿Le gusto?
—No sé —de pronto ha gritado—. ¡No sé!
—¿Qué crees tú? —he insistido casi con ternura—. Tú lo conoces mucho
mejor que yo. Bueno, en realidad yo no lo conozco nada. ¿Qué crees tú?

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—Yo no creo nada —su voz ha sonado tensa, cargada de lúgubres
premoniciones—. Tú te volviste loca. Loca de remate. Vas a sufrir…
—¿Igual que tú?
Ha vuelto a mirarme fijo y sus ojos grises parecen dos punzones de acero.
Susurra:
—Yo te mato, ¿entiendes? Yo te mato.
He acariciado su mejilla hirsuta resbalando desde la sien hasta el mentón
(tiene un hoyito, como Kirk Douglas) y allí mis dedos se han detenido en una
imitación casi natural de las figuras de cierta cerámica griega muy antigua. En
la vasija original, tan auténtica como la página de un libro, aparecían dos
muchachas. Fondo rojizo, siluetas negras. Una acariciaba la mejilla de la otra
de esa misma manera y el pie de grabado aseguraba que se trataba de un gesto
típicamente homosexual. Mira mira…
He tocado su frente y no ha hecho nada por impedirlo. Ni siquiera se ha
movido. Arde en fiebre.
—Eres una puta.
Es interesante que me considere un rival, pienso, aunque sólo sea por
instantes y después se diga que no, que no hay peligro. El mundo pertenece a
los hombres y todavía más a ciertos hombres, ya lo dijo Platón. ¿Una mujer?
Bah.

Pienso en Amelia mientras observo el rostro del viejo, quien todo este tiempo
ha estado divagando despacioso y algo frívolo sobre la importancia de los
balcones y las terrazas en la vida de la gente. Recuerdas tú, la luna se asomó /
para mirar feliz nuestra escena de amor… Ambas imágenes se yuxtaponen, el
viejo y Amelia. Se cruzan. Parecen fundidas sin sutura, como las mitades de
Bibi Andersson y Liv Ullman en el famoso primer plano de Persona. Quizás
el deseo pone en entredicho las identidades, porque el viejo y Amelia se
integran en una sola cara y no es el ron ni el aire de la noche.
Como aquella vez que lo vi desde mi oficina. Él estaba de pie en el
pasillo, diciéndole malevolencias a alguien, como siempre, tirando piedras.
(Afirma que eso de atacar al prójimo no luce bien a su edad; supongo, pues,
que no puede resistir la tentación de ejercitar el ingenio a costa de los demás:
no debe ser fácil renunciar a un hábito tan añejo. Muchos le temen y eso lo
divierte.) En aquel tiempo él aún no tenía noticias de mí. Nada, una muchacha
ahí, una muchacha cualquiera. Pero yo, desde mucho antes, llevaba siempre
en mi cartera una foto suya recortada de una revista. Una foto de archivo,

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treinta años atrás, un joven bellísimo frente a una máquina de escribir. Amelia
lo encuentra vulgar, de lo más corriente, pero ella no sabe nada de hombres.
Ese día lo detallé desde la sombra, sin moverme de mi asiento, para
descubrir al fin la rara discrepancia entre sus rasgos y sus pretensiones. Nariz
corta, respingadita, graciosa. Labios llenos, sensuales, voluntariosos. Ojos
soñadores, pestañas largas, abundante pelo blanco. ¿Es ésa la cara de un viejo
cínico que no cree —ni descree— en nada ni en nadie? En el siglo XIX se
creía que el rostro era el espejo del alma…
El viejo se aparta del balcón, donde ha permanecido quizás el tiempo
necesario —y suficiente— para convencer no sé a quién de la soberana
indiferencia que le inspiro. Como si yo fuera el mismísimo fresco de la noche,
algo que pasa. A mí, por ejemplo, ni siquiera hay que decirme que después de
la segunda botella me pongo insoportable: da lo mismo y, además, lo cierto es
que no necesito alcohol para ponerme insoportable en cualquier momento: es
mi oficio. El muchacho, en cambio, cuando no bebe es bastante simpático.
La espectacular indiferencia del viejo me convence a ratos (y lo que es
peor, me pone triste), sobre todo cuando olvido que no mirar es mirar, que la
persona que te ignora puede hacerlo porque sabe justamente dónde estás a
cada instante. Supongo que sea así, pues en realidad no guardo memoria de
haber ignorado jamás a nadie. ¿Cómo pretender que no existe lo que a todas
luces sí existe? ¿Solipsismo? ¿Pensamiento mágico? No sé, pero tampoco
ahora puedo dejar de seguir al viejo hasta el sillón donde se deja caer.
La mirada del muchacho —¿sorpresa?, ¿interés?, ¿miedo?— tampoco
puede dejar de seguirme a mí. Todo lo contrario de la indiferencia, su
intensidad es tal que en ella se pierden los matices. Me envuelve, me quema,
me atraviesa. Es una mirada que conozco al menos en su incertidumbre: he
buscado en ella a mi asesino y no lo he encontrado. Qué bueno. Pero de todas
maneras podría ser él, pues los asesinos, ya se sabe, no tienen necesariamente
que tener miradas de asesinos. Muchos ni siquiera saben que lo serán, que ya
lo son. Al igual que la víctima, se enteran a última hora. Cuando las
emociones se precipitan y se escurren entre los dedos.
El viejo se mece en el sillón de lo más contento. La casa es del muchacho,
pero los sillones los ha comprado el viejo (he ahí la clase de detalles,
domésticos si se quiere, que siempre alguien me cuenta) porque viene de
visita casi todas las tardes y le encanta mecerse. ¿Qué otra cosa se puede
hacer a mi edad? —es lo que dice. Y sonríe igual que Amelia cuando se
describe a sí misma como una tímida cosita que pinta tímidas naturalezas,
vivas y muertas.

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Me siento en una butaca frente a él. No dejo de observarlo. Por variar, mi
insistencia no lo sobresalta. No me mira como se mira a las personas
empalagosas y demostrativas. Incluso me asombra no advertir en él la más
mínima inquietud. Sonríe otra vez. No sé, en lo absurdo también debería
quedar un rincón para la coherencia…

Ambos hemos leído recientemente esas páginas chismosas de A Common Life


(Simon & Schuster, 1994) donde David Laskin se extiende y se regodea en el
amor desolado que durante largo tiempo profesó Carson McCullers, la
maliciosa chiquita del cazador solitario, el ojo dorado y el café triste, a
Katherine Anne Porter. Una pasión a primera vista que de manera perversa
fue derivando hacia un asedio compulsivo, abierto, irresistible, maniático. Tal
vez Carson también aprendía de los cactos. Sus torturadas demandas
inexorablemente fueron retribuidas con patadas y más patadas, desprecios y
desplantes de todo tipo, con un odio que se me antoja inexplicable. Tan
inexplicable y profundo como el amor (la diferencia) que lo había suscitado.
—Nada de inexplicable —me dijo el viejo—. McCullers la perseguía, la
molestaba y nadie tiene por qué aguantar eso.
Sí, claro, sobre todo si estás en los calores de la menopausia y los
hombres no te quieren y las deudas te llegan al cuello y tus libros no tienen el
éxito de los de tu perseguidora. Si, encima, te asustan las lesbianas, tú sabrás
por qué.
Yo pensaba sentada en el suelo (él, por supuesto, en el sillón) y anoté que
al viejo le disgustaba la vehemencia, el homenaje abrumador, la exuberancia
intempestiva y desbordada de quien se lanza en pos de sus fantasías sin contar
para nada con el protagonista de éstas. Un escritor no quiere ser descrito tan
sólo como el objeto del deseo (admiración, ambición) de otro escritor. Un
deseo furioso puede llegar a ser anulador (Katherine Anne: la deplorable
mujercita que rechazó a Carson), un escritor aspira a existir por sí mismo.
Qué cosa.
Desde el suelo me preguntaba si el fuerte atractivo que el viejo ejercía
sobre mí podría arrastrarme alguna vez a los extremos de Carson.
Aparecérmele en todas partes con cara de sufrimiento de perro apaleado.
Llamarlo todos los días por teléfono —lo he llamado tres o cuatro veces y
nunca reconozco su voz en el primer momento, la plenitud de su voz, el
registro grave, me recuerda más bien al joven de la foto en mi cartera,

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siempre me dice «gracias por llamarme»—, llamarlo no para preguntar por un
conocido, por una fecha, no para hablar del tiempo, las yagrumas o nuestras
inclinaciones aristocratizantes: a ambos nos gustaría poseer un título de
nobleza, somos así. No, llamarlo para decirle que no hago más que pensar en
él. Que me voy a suicidar y suya será la culpa. Acercar el auricular al
tocadiscos: Yo te miré y en un beso febril / que nos dimos tú y yo sellamos
nuestro amor… Obligarlo a cambiar su número, pesquisar el nuevo número.
Volver a llamarlo. Mandarle cartas. Insistir, insistir hasta el vértigo.
Perseguirlo hasta su casa, gemir, dar golpes enloquecidos en la puerta como
en una habitación de la torre de Yaddo: «¡¡¡Katherine Anne, te quiero!!!
¡¡¡Déjame entrar!!!». Permanecer tirada en el quicio toda la noche hasta que
él salga y pase por encima de mi cuerpo… No me importaría hacerlo,
pensaba. ¿Y a él? ¿Le importaría a él que yo lo hiciera? Quién sabe.
Todavía no he llegado a ese punto.

Por lo pronto me dejo llevar, no hago el menor esfuerzo por ahogar el impulso
de seguirlo, mirarlo, permanecer junto a él: encantador de serpientes. Sublime
encantador que mueve las manos mientras habla —de su árbol preferido: la
yagruma, se cubre de metáforas— como si dirigiera una orquesta sinfónica. El
mismo gesto demorado que le he visto hacer en la televisión, donde lo creí un
truco de cámara. (Conozco a la directora del programa, he estado pensando en
ir a pedirle, de un modo muy confidencial, que me permita sacar una copia
del vídeo. Lo peor que puede suceder es que diga no.)
Mi atención no le molesta. Ahora lo sé. Más bien creo saberlo. ¿Cómo le
va a molestar a un encantador la atención de una serpiente?
Soy discreta, no hago locuras. Soy discreta de una manera pública: todos a
nuestro alrededor ya van advirtiendo lo que ocurre. No hay que ser demasiado
perspicaz para darse cuenta de que el viejo, a menudo rispido, agresivo,
negador —cuando se empeña en demoler a alguien, ya lo dije, lo que sale por
su boca es vitriolo—, se comporta esta noche como un gentleman. Exquisito,
elegante, sereno. Cuando abre y cierra el abanico, su enorme abanico oscuro,
una dama de sangre azul, la marquesa de las amistades peligrosas. Y ese
personaje, el de los chistes blancos y la sonrisa fácil, el que acomoda mi silla
y me cede el paso, el que ha servido los postres con envidiable soltura (en la
mesa siempre nos sentamos frente a frente y casi no puedo comer), le va de
maravilla. Algo tan evidente no debe ser importante, este viejo es un hipócrita

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de siete suelas, un jesuita que sabe más que el diablo y se protege de los
zarpazos de la bandidita, es lo que leo en las demás caras y me complace.
«No hago locuras», quiere decir que no convierto mi ansiedad en secreto.
No podría hacerlo aunque quisiera, pero basta con exhibirla para dar la
impresión de ser una persona muy segura de mí misma, una persona sobre
quien resbalan las opiniones, los comentarios ajenos. De cierta forma es
verdad: mi imagen pública difícilmente podría ser peor de lo que ya es. Hoy
sólo me preocupa el reconocimiento, la aprobación del viejo.
El calor es suficiente para desabrochar un primer botón, sacarme el pelo
de la cara, cruzar las piernas y la falda sube. Estoy sentada frente al viejo y
vuelvo a pensar en Amelia, quien se marcha muy pronto a París con una beca
por dos años de la École de Beaux-Arts. Naturalezas vivas, espléndidas,
regias naturalezas. La falda es roja, breve sin incomodar. (En momentos así es
cuando pienso que yo nunca sabría llevar un título nobiliario como un
personaje de Proust le recomienda a otro: igual que lady Hamilton, tengo
alma de cabaretera.) La blusa es gris como esos ojos que me vigilan entre
fascinados y sombríos. Fascinados no conmigo, sino con el conjunto. El viejo
y yo.
Cómo me gusta decirlo: el viejo y yo.

—¿Tú quieres algo con él y conmigo? —me ha preguntado el muchacho,


conciliador.
—No —le he respondido suavemente—. Sólo con él.
—¡Eso no va a ocurrir nunca! —me ha dicho irritado—. Y si quieres te
digo por qué.
—¿Tienes muchas ganas de decirme por qué?
—Yo… este… yo… No, mejor no.

El viejo y yo conversamos. Es decir, parece que conversamos. Le pregunto


algo sobre uno de sus libros. La biografía de un amigo muerto, uno de los
verdaderos, un lindo libro donde el viejo se ha mostrado particularmente
eficiente a la hora de escamotear detalles. ¿Buen tono? ¿Temor? ¿Censura?
Me gustaría interrogarlo en el estilo de un paparazzi o un fiscal, en el estilo
de Sócrates, enredarlo con su propia cuerda, hacerlo caer en contradicciones.
Me gustaría verlo evadirse, sortear todos los obstáculos y pasar a la ofensiva.
Me gustaría contradecirme yo y tocar su pelo blanco, apoyar un pie descalzo

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en su rodilla, todo a la vez, y sé que no es el momento. Nunca será el
momento, ¿no es eso lo que me han dicho? En medio de una charla de salón
me seduce la imposibilidad.
—Nadie es como era él —afirma el viejo con una tristeza que no le
conocía—. Nadie.
Y no es la amistad entre escritores ni la cita de Montaigne. Es el pasado.
Su reino.
La madre del muchacho nos trae café en unas tacitas de porcelana azul
con sus respectivos platicos también azules. Todo de lo más tierno, como
jugando a ser una familia. Me sonríe. Le sonrío. El viejo coge la tacita en un
gesto maquinal, ensimismado. Quizás piensa todavía en el muerto, un muerto
que le sirve para descalificar al resto de la humanidad conocida y por conocer.
Empezando por mí, desde luego, que no soy como era él. Para nada. Es
lógico, pero me incomoda.
Pienso en la madre del muchacho, Normita. Una excelente cocinera que
tiende a apurarnos cuando el muchacho y yo nos demoramos ochenta años en
pelar las papas o escoger el arroz, una excelente señora en sentido general. Es
viuda y vive en un pueblo del interior, sola en una casa muy amplia. Ahora
está de visita por un par de semanas o algo así —para el muchacho su
presencia constituye un alivio, imagino por qué la llama Normita en lugar de
mamá—, pero se irá pronto, pues no soporta vivir lejos de su casa y su
tranquilidad en este manicomio que es La Habana.
Hemos descubierto (o construido) entre nosotras una afinidad peculiar.
Me cuenta deliciosas anécdotas sobre la infancia de su hijo para horror de él.
Se ríe. «Ponme en una de tus novelas», me dice y vuelve a reírse. «Así no
vale, Normita», le digo. Es Escorpión, igual que yo, y dice que la gente tiene
muchos prejuicios con los escorpiones, que en el fondo somos buenas
personas. Si de verdad ella piensa que soy una buena persona, cosa que me
resisto a creer, no sé qué prejuicio en esta vida puede quedarle a Normita.
Pero siempre es reconfortante tener a alguien que le diga eso a uno. ¡Si lo
sabré yo!
Me ha invitado a irme con ella cuando regrese a su casa. O después si lo
prefiero. Necesito respirar aire puro, ya que, en su opinión, estoy medio
chiflada. Probablemente aceptaré. Quizás me resulte lacerante pasar por la
calle de Amelia los viernes de cinco a siete y ver el taller cerrado a cal y
canto. No estoy segura, pero es muy posible. Habrá que esperar a ver. Porque
han sido años, casi desde que éramos adolescentes, Amelia conoce mi cuerpo
como nadie… y de pronto ¡zas! Sí, yo también me iré. Dentro de poco hago

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así y cobro los derechos del último libro, pido vacaciones en la editorial (los
anónimos que váyan llegando me los pueden guardar, a veces son utilizables),
le doy todo el dinero a Normita y me instalo por tiempo indefinido en un
pueblo del interior. Mis cactos y mis modelos pueden sobrevivir sin mí. No
creo que me necesiten demasiado ni yo a ellos. ¿Podría escribir un libro
enteramente de ficción? ¿Acaso puede existir semejante libro? No lo sé. Tal
vez sería la mejor solución para todos, no lo sé.
El viejo y yo hemos estado hablando del placer que produce acostarse
boca arriba en la cama en el silencio en una tarde apacible y divagar.
Deshacer los lazos que nos atan al mundo, dejarnos fluir en la soledad que de
algún modo ya hemos aceptado.
El muchacho se acerca a nosotros con el sempiterno vaso de ron en la
mano. El viejo desaprueba con los ojos. El muchacho lo enfrenta retador.
Pienso que el muchacho podría hacer algo desesperado en cualquier
momento. Algo tan desesperado como el silencio que se empeña en mantener
o la ferocidad de sus réplicas aisladas y no muy pertinentes…
Divagar. Las imágenes se suceden unas a otras, se interponen, se
entrelazan. Imágenes visuales, auditivas, aromáticas. Procedentes lo mismo
de los libros, el cine o la música, que de ese eidos con límites borrosos
(esfumados como el background de Monna Lisa) que por convención suele
llamarse «la vida real». Una vida, a veces no tan cierta, que no sólo incluye
los viajes, el momento indescriptible en que se descubre desde el avión cómo
se alza vertiginosa Manhattan entre un mar de neblina, o el ronroneo
sobrecogedor del primer vuelo sobre el Atlántico o las blancas cimas de los
Andes. Una vida que también abarca, como miss Liberty o el Cristo de Río, la
cotidianidad en apariencia más intranscendente, con sus afectos y desprecios,
con sus pasiones anónimas de pronto tan, pero tan inmersas en lo ficticio, en
la fábula.
Porque mi mundo interior es impuro e inmediato, casi palpable, quienes
me odian dicen que no lo tengo, pienso.
Pero no menciono eso último por no perturbar al viejo, quien comprende y
acepta y hasta participa de mi misma noción de divagar. Después de todo,
quienes me odian son sus amigos. Con ellos comparte complicidades, credos
estéticos, historias vividas; con ellos tiene compromisos. Esos mismos que le
impidieron hacer la presentación de mi primera novela, donde me río un
poquito de ellos (más de lo que sus egos hipersensibles pueden soportar, qué
horrendo delito, ja), les saco la lengua y les guiño el ojo. Sé que ellos no
significan para el viejo ni remotamente lo que significó el muerto. Porque

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nadie es como era él, nadie. ¿No es así como decía? Sé que el viejo está solo,
que no lo olvida y siente miedo. Que los compromisos son los compromisos.
Por esa razón, y no por aquella otra que con aire freudiano insinuaba el
muchacho, entre el viejo y yo no puede suceder nada. He llegado demasiado
tarde. Hay un muro.
No quiero introducir asuntos espinosos ahora que nuestra divagación
sobre la divagación, más allá de rencillas y despropósitos, fluye tan
armoniosa.
—Ustedes, ya que son tan cínicos, tan lengüinos, deberían discutir… ¿Por
qué no se enfrentan, eh? —sugiere el muchacho y el viejo se hace el sordo.
—Estamos discutiendo, lo que pasa es que tú no te das cuenta —comento
y el viejo sonríe.
¡Ay viejo! Querría decirte que a mí también me gusta tu muerto (quizás
menos que a ti, prefiero el teatro de O’Neill, su largo viaje del día hacia la
noche es único, es genial, es incomparable desde cualquier punto de vista y tu
muerto debió saberlo, no debió rechazar aquel desmesurado elogio desde la
soberbia, lo siento, viejo, cada cual se inclina sólo ante sus propios altares),
querría decirte que me gusta sobre todo la relación que hubo, que hay, entre
ustedes, un viejo y un muerto, que me fascina tal y como la describes en tu
libro, que los envidio a los dos porque yo nunca tuve amigos así…
Voy a hablar y el muchacho me interrumpe en el primer aliento para decir
que la divagación no es lo que creemos nosotros, sino un concepto muy
diferente, relacionado con el sexo o algo por el estilo. No lo entiendo bien.
Habla como si no pudiera evitarlo, como si las palabras salieran por su boca
en un chorro a presión. Es un hombre desmesurado, violento, pienso no sé por
qué. El viejo hace un gesto de impaciencia:
—Sigue tú con tus divagaciones y déjanos a nosotros con las nuestras —
dice en voz baja.
¿Las nuestras? ¿Las nuestras ha dicho? ¿Existe entonces algo que el viejo
y yo podemos designar como «nuestro», aunque no sea más que la imposible
suma de dos soledades? Tal vez lo ha dicho para mortificar a su amante.
Alguien tan entrometido probablemente se merece que lo aparten de vez en
cuando, al menos un par de milímetros. Ellos, pienso, deben estar
acostumbrados el uno al otro (como Amelia y yo) con sus necesarios, vitales,
imprescindibles conflictos; eso se les ve. El viejo me utiliza. Pero no me
importa: que haga lo que quiera, lo que pueda.
Porque me han contado que en una tarde bien tranquila, de esas que
invitan a la siesta y a la divagación, el viejo se apareció en esta misma casa,

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todo agitado, con un ejemplar de mi primera novela en la mano. Se la tendió
al muchacho y le dijo busca la página tal y lee, lee en voz alta. Y el muchacho
le dijo ¿no quieres té?, ¿por qué no te sientas? Y el viejo le dijo lee, vamos,
lee, como quien dice pellízcame a ver si no estoy soñando. Y el muchacho
leyó. Unas diez páginas, en voz alta.
Me han contado que el viejo, iracundo y alegre, caminaba de un lado a
otro, se alteraba, se reía, se ahogaba, volvía a reírse, a carcajadas, se tocaba el
pecho, pedía agua. Un desorden de emociones, el nacimiento de una nueva
ambivalencia. ¿Tú has visto qué mujer más mala? No, no es buena. Lo peor es
que todo esto (el muchacho señalaba el libro abierto como un pájaro con las
alas desplegadas, como el diablo de Akutagawa) es verdad. Malintencionado
sí, pero falso no es. ¡Un poco más y pone hasta los nombres de la gente con
segundo apellido y todo! No, lo peor no es eso (el viejo hablaba despacio,
saboreando las palabras). ¿Qué es lo peor? Lo peor es que ese librejo infame
está bien escrito. Mira tú qué clase de oxímoron. Lo peor es que me gusta y
que esta mujer perversa hasta me cae simpática… (Me seduce imaginar al
viejo, con su voz tan envolvente, susurrándome al oído muchas veces la frase
«mujer perversa, mujer perversa, mujer perversa». Yo me erizo.) Sí, a mí
también, pero te juro que no quisiera verme en el lugar de esta gente. ¿Cómo
se habrá enterado ella de cosas tan íntimas, eh?
Ignoro si la escena transcurrió exactamente así. Lo anterior es un esbozo
tentativo, más o menos tragicómico. Pero en esencia fue así y así la concibo
tomando en cuenta los hechos posteriores: a partir de entonces mis relaciones
con el viejo, que antes apenas existían, se convirtieron en una diplomática
sucesión de espacios vacíos, en una fila versallesca de puertas cerradas o
entreabiertas, con celosías y el año pasado en Marienbad.
Ahora, cuando dice «nuestras» y me envuelve en ese plural excluyente, de
alguna manera me acerca. No sé. No es fácil interpretar al viejo —mi próximo
libro, el que escribiré en casa de Normita, podría llamarse El Viejo. An
Introduction, como los manuales anglosajones, y se lo enseño cuando aún esté
en planas y podamos negociar con los detalles, no vaya a ser que al pobrecito
le dé un infarto ante tal muestra de amor—, sólo siento que me acerca. Mejor
aún, que ya estoy cerca aunque él no lo diga. ¿Qué puede importarme si de
paso me utiliza para fastidiar un poco al muchacho?

Permanecemos los tres en silencio. Normita y los otros conversan, toman café
y fuman como si no estuviera ocurriendo nada. Quizás no está ocurriendo

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nada y sólo existe una persona, yo, colocada ahí para discurrir, suponer, para
inventar historias sobre la gente y cada día buscarse un enemigo más. Una
enredadora profesional.
Miro al viejo, él me mira. Le sonrío, me sonríe. Cualquiera diría que
somos un par de idiotas. Como si hubiese escuchado mis pensamientos, él se
levanta y, en el tono más natural que ha podido encontrar, dice que se va. En
mi cara algo debe haber de súplica (esa expresión no la necesito para mi
trabajo, pero también la he ensayado frente al espejo, por si acaso se
presentaba alguna coyuntura imprevista y aquí está), pues me explica, como a
un niño chiquito, que ya es muy tarde, que ha permanecido incluso más
tiempo que de costumbre. Que él es una persona mayor (un viejo) y no debe
trasnochar, a su edad los excesos son peligrosos.
¡A mí con ésas! Pienso que le gusta aparecer y desaparecer, darse poco, a
pedacitos, escurrirse entre las bambalinas y el humo de la ambientación,
detrás de su enorme abanico oscuro como la diva más seductora. No tiene
apuro y yo, que soy joven, tampoco debería tenerlo. Pero la edad no
constituye ninguna garantía acerca de quién va a morir primero. Lo
inesperado acecha y nos hace mortales de repente, nunca lo olvido. Como la
gente abanderada del sesenta y ocho, quiero el mundo y lo quiero ahora…
No sé de qué forma lo miro, porque sus ojos brillan y vuelven a soñar a
pesar del cansancio, de nuevo se transforma en el joven de la foto en mi
cartera cuando se aproxima, y él (el joven, el viejo, él), que nunca me ha
tocado ni con el pétalo de una flor, ni con la púa de un cacto —lo de la púa va
y le gusta, quizás hasta sueña, mal bicho, con arañarme la cara—, él, que se
inquieta y hace muecas de pájaro incómodo cuando penetro en su aura, se
inclina y me besa en la boca. Bueno, más bien en la comisura, pero pudo ser
un error de cálculo, un levísimo desencuentro. Me besa como alguien que se
despide y quiere dejar un sello. O como alguien que flirtea sin
comprometerse, que juega a alimentar una pasión no correspondida. O como
alguien que simplemente se siente bien. Como Peter Pan y Wendy, el último
de los cuentos de hadas.
Es sabia la idea de perderse ahora, pienso.

No sé si el muchacho ha notado el gesto, es igual. Ellos intercambian algunas


palabras que no alcanzo a oír y que tampoco me importan. Me he quedado
petrificada, hecha una estatua de sal por asomarme a un pasado que no me
pertenece, y sólo atino a levantarme de la butaca cuando el viejo ya se ha ido.

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Corro, pues, al balcón para verlo salir. Demora un poco en bajar la escalera
(que es muy empinada y con escalones de diverso tamaño, la locura) y cuando
al fin descubro su cabeza blanca, justo debajo del balcón, ya no sé si llamarlo,
si gritar su nombre, si dejar caer sobre él la tacita de porcelana azul que aún
conservo en la mano. Tú volverás, me dice el corazón, / porque te espero yo,
temblando de ansiedad…
No hago nada. Quizás porque he vuelto a sentir una mirada gris, más
agresiva que nunca, clavada en mi espalda. Pero no es necesario: al llegar a la
esquina el viejo se vuelve bajo la luz amarillenta de un farol callejero con
algo de spotlight. Es la estrella, no hay duda. Me saluda con la mano, de
nuevo dirige una orquesta sinfónica. Rachmaninof empecinado, dramático.
Rapsodia sobre un tema de Paganini. No distingo bien su rostro, se pierde
entre la luz y la sombra, sigue siendo el joven de la foto. No sé si se despide o
si me llama. Prefiero creer que me llama. Si es así, me esperará. Entro, pongo
la tacita sobre la mesa, recojo mi cartera, un chao Normita —besos no, ahora
nadie puede tocarme la cara—, chao gente, la puerta y salgo.

El muchacho sale detrás de mí. Escucho sus pasos, su respiración anhelante.


Me alcanza en el primer descanso de la escalera. Me agarra por el brazo.
—Déjalo tranquilo —creo que dice, no lo entiendo bien.
—Quítame las manos de encima —trato de soltarme, él es más fuerte que
yo.
—No —aprieta más—. Hoy tú te quedas a dormir aquí.
—Te dije que me quitaras las manos de encima.
Es raro, ninguno de los dos grita. Todo transcurre a media voz, en la
penumbra de un bombillo incandescente sobre una escalera de pesadilla. Al
parecer no es algo público, se trata de un asunto a resolver entre nosotros.
—¿Pero qué te has creído, puta?
Me sacude. Forcejeo. No consigo deshacerme de él. No sé por qué no
grito. Alguien tendría que venir. Vivimos en un mundo civilizado, ¿no? No se
puede retener a las personas contra su voluntad. ¿Y si gritara? Arriba están
Normita y los demás. Los boleros. En la esquina me espera el viejo. Y me
darás… Tengo que sacarme a este loco de arriba, como sea. Pero no grito.
¿Será verdad que vivimos en un mundo civilizado? El viejo está en la
esquina… tu amor igual que ayer… Con la mano libre le doy una bofetada.
Parpadea, por un segundo el estupor asoma a los ojos grises. Después aparece
la cólera y hay un instante donde me arrepiento… y en el balcón aquel… ¿Por

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qué nos obligamos a esto? Me suelta para propinarme la bofetada más grande,
si mal no recuerdo la única, que haya recibido en mi vida. Tanto es así que
pierdo el equilibrio. Con la última frase mis dedos resbalan por el pasamanos.
Mármol frío. No hay nada bajo mis pies. Él trata de sujetarme y hay un
instante donde se arrepiente. Al menos eso parece, pues grita mi nombre y, en
lugar de «puta», oigo un «Dios mío». Su voz resuena, se multiplica, se
fragmenta, viene de muy lejos. Golpes, muchos, incontables astillan y
quiebran. Por todas partes. En la espalda y algo se congela. En la cabeza y
cómo es posible tanto dolor y de repente nada. Se acabó, final del juego. ¿Era
tan fácil? A partir del segundo descanso no soy yo quien rueda por la escalera,
es sólo mi cuerpo. Dejo de oír. Me siento flotar, algo se hace lento. Hay un
abismo, un resplandor. Pienso en Amelia.

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Notas biobibliográficas

Zoé Valdés
Nació en 1959 en La Habana, en cuya universidad estudió Filología. Trabajó
en la Delegación de Cuba ante la Unesco en París como documentalista
cultural (1983-1987), para después regresar a la isla, donde se dedicó a la
escritura de guiones de cine y donde fue subdirectora de la Revista de cine
cubano (del ICAIC) hasta finales de 1994. Desde 1995 vive con su hija y su
marido exiliada en París. Ha publicado libros de poemas (Respuestas para
vivir. Letras Cubanas, La Habana 1968, Premio Roque Dalton, Todo para una
sombra, Taifa, Barcelona 1986, y Cuerdas para el lince, Lumen, Barcelona
1999), así como novelas, algunas de las cuales han obtenido un gran éxito y
han sido traducidas a varias lenguas: Sangre azul (Letras Cubanas y Actes
Sud, 1993), La nada cotidiana (Emecé, Barcelona 1995), La hija del
embajador (Premio Novela Breve Juan March Cencido 1995), Cólera de
ángeles (Textual, 1996), Te di la vida entera (finalista del Premio Planeta,
Barcelona 1996), Café Nostalgia (Planeta, Barcelona 1997), Querido primer
novio (Planeta, Barcelona 1999). También ha publicado un volumen de
relatos, Traficantes de belleza (Planeta, Barcelona 1998), del que se ha
extraído el cuento «Retrato de una infancia habanaviejera».

Rolando Sánchez Mejías


Nació en 1959 en Holguín, Cuba. Poeta y narrador, publicó varios libros de
poesía y prosa en La Habana, entre otros el poemario Derivas, y los libros de
relatos La noche profunda del mundo y Escrituras, por los que recibió, en
1993 y 1994, el Premio Nacional de la Crítica. Varios de sus cuentos han
aparecido en antologías europeas. También ha editado dos antologías de
poesía: Mapa imaginario. 26 nuevos poetas cubanos, Instituto Cubano del
Libro (1995), y 9 poetas cubanos del siglo XX (Grijalbo-Mondadori,
Barcelona 2000). Coordina el proyecto y la revista alternativa de pensamiento
y creación literaria Diásporas. En 1997 emigró a Barcelona, ciudad en donde
reside actualmente. Los 15 textos breves publicados en esta antología
constituyen una selección de su libro inédito 100 historias de Olmo.

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Félix Lizárraga
Nació en 1959 en La Habana y obtuvo la licenciatura en Artes Escénicas en
1983. Ha publicado la novela corta Beatrice (Premio David 1981) y los
poemarios Busca del Unicornio (La Puerta de Papel, La Habana 1991) y A la
manera de Arcimboldo (Deleatur, Angers 1999). Sus poemas, cuentos y
ensayos han aparecido en distintas antologías y revistas literarias cubanas y
extranjeras. Su poema «San Sebastián» recibió el Premio Fronesis de Poesía
Erótica de 1999 convocado por la revista de Internet La Habana elegante.
Actualmente trabaja en dos novelas, una de las cuales se titulará Reflejos en
un ojo de tigre. Desde 1994 reside en Miami. «Las aguas del abismo»
pertenece al volumen de relatos inédito La rosa secreta.

Roberto Uría
Nació en 1959 en La Habana y está licenciado en Filología. En 1987 obtuvo
el Premio de Cuentos 13 de marzo con el volumen de relatos ¿Por qué llora
Leslie Caron?; al año siguiente recibió una mención en el Concurso David
(UNEAC) con Infórmese, por favor, otra colección de cuentos. En 1990 ganó
el Premio Nacional de Crítica Literaria Mirta Aguirre con el ensayo sobre
Virgilio Piñera Un bromista colosal muere de luz y de orden (publicado por
Casa de las Américas). En 1991 fue expulsado de Casa de las Américas,
donde trabajaba como editor. En 1995 consiguió emigrar y desde entonces
reside en Miami, ciudad donde trabaja como editor de la revista Vogue. En la
actualidad prepara su libro Fábulas afables y un nuevo volumen de cuentos.
El relato «¿Por qué llora Leslie Caron?» pertenece a Fábulas afables.

Alberto Guerra Naranjo


Nació en 1961 en La Habana, ciudad en la que reside, y es licenciado en
Historia y Ciencias Sociales y guionista de cine. Antes de dedicarse
exclusivamente a la escritura en 1998, trabajó como profesor de Secundaria y
después en la Promoción Cultural. Ha obtenido el Primer Premio de Cuentos
de la revista La Gaceta de Cuba en dos ocasiones: en 1997 con «Los heraldos
negros» y en 1999 con «Corazón partido bajo otra circunstancia», relato
incluido en esta antología. También ha recibido el Premio Ernest Hemingway
por su cuento «Finca vigía» (1998). En 1999 fue becado durante tres meses
por el DAAD en Berlín. Ha publicado dos colecciones de relatos, Disparos en
el aula (1992), Premio Luis Rogelio Nogueras, y Aporías de la Feria (1994),
Premio de la Ciudad. Además de trabajar en su primera novela, este año

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publicará en La Habana un volumen de cuentos: Rapsodia para los amantes
del segundo piso.

Adelaida Fernández de Juan


Nació en 1961 en La Habana y, en 1985, se graduó en medicina general. De
1988 a 1990 trabajó en Zambia en una misión internacionalista. En 1992 se
especializó en medicina interna, profesión que ejerce en la actualidad en La
Habana. En 1994 publicó su primer relato en Chile. Ese mismo año apareció
en La Habana el volumen Dolly y otros cuentos africanos, que ha sido
traducido al inglés. Ha recibido varios premios, entre otros el Gran Premio
Cecilia Valdés con «Clemencia bajo el sol», que posteriormente fue adaptado
al teatro. En 1998 publicó un segundo volumen de relatos, Oh vida, con el que
obtuvo el Premio Nacional de Cuento de la UNEAC. Varios de sus textos han
sido incluidos en diferentes antologías cubanas y extranjeras. Actualmente
trabaja en su primera novela. «Clemencia bajo el sol» pertenece al volumen
de relatos Oh vida.

José Manuel Prieto


Nació en 1962 en La Habana y, en 1986, se graduó como ingeniero en
Novosibirsk, capital de Siberia occidental. Ha residido en Rusia durante más
de doce años, donde ejerció su profesión de ingeniero antes de dedicarse a la
traducción literaria (Anna Ajmatova, Andrei Platonov y Josif Brodsky, entre
otros). Ha publicado el volumen de cuentos Nunca antes habías visto el rojo
(La Habana 1996) y las novelas Enciclopedia de una vida en Rusia (México
1998) y Livadia (Barcelona 1999), que será publicada en el verano de 2000
por Grove/Atlantic Monthly (Estados Unidos), Faber & Faber (Gran Bretaña)
y Il Sagiattore (Italia). Actualmente vive en México, donde trabaja en el
Centro de Investigación y Docencia Económicas. «El tartamudo y la rusa»
está incluido en el volumen de relatos Nunca antes habías visto el rojo y ha
sido revisado por el autor para esta antología.

Eduardo del Llano


Nació en 1962 en Moscú y, en 1985, se licenció en Arte en la Universidad de
La Habana. De 1982 a 1997 fue miembro y director del grupo de creación
literaria y teatral NOS-Y-OTROS y, de 1990 a 1995, profesor de Historia del
Arte Latinoamericano en la Facultad de Artes y Letras de la Universidad de
La Habana. Desde 1995 trabaja como escritor y guionista de cine free-lance.

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Ha publicado las novelas Las doce apóstatas, Virus (Premio Abril 1992,
escrita en colaboración con Luis Felipe Calvo), Arena (Premio del Concurso
Italo Calvino) y Obstáculo (Letras Cubanas, La Habana 1997) y los
volúmenes de cuentos Basura y otros desperdicios (en colaboración con Luis
Felipe Calvo) y El beso y el plan (Letras Cubanas, La Habana 1997).
«Greenpeace» pertenece a este último volumen de cuentos y quedó finalista
del concurso de La Gaceta de Cuba en 1996.

Mylene Fernández Pintado


Nació en 1963 en La Habana, ciudad en cuya universidad se licenció en
Derecho en 1986, y es asesora legal del Instituto Cubano del Arte e Industria
Cinematográficos (ICAIC). Ha obtenido mención en dos ocasiones en el
concurso de la revista La Gaceta de Cuba. En 1998 fue finalista del
III Premio de NH de Relatos (España), año en que ganó el Premio David de la
UNEAC de cuentos con Anbedonia, publicado por la editorial Unión en 1999.
Ha sido incluida en varias antologías de cuentos cubanos y extranjeros. Vive
en La Habana y pasa temporadas en Madrid. En la actualidad prepara su
primera novela: Al otro lado del espejo. «El día que no fui a Nueva York»
pertenece al volumen Anhedonia.

Antonio José Ponte


Nació en 1964 en Matanzas, Cuba, y es ingeniero hidráulico, guionista de
cine, poeta, narrador y ensayista. Ha publicado Trece poemas, Poesía
(1982-1989), Premio Nacional de la Crítica en 1991, así como el poemario
Asiento en las ruinas, todos editados en La Habana, ciudad en la que reside,
por la editorial Letras Cubanas. También ha escrito los ensayos Un seguidor
de Montaigne mira La Habana (Vigía, Matanzas), Premio Nacional de la
Crítica en 1995, y Las comidas profundas (Deleatur, Angers 1997). Como
narrador ha publicado Corazón de Skitalietz (Reina del Mar, Cienfuegos
1998), libro que ha sido traducido al francés (Autrement, París 1997).
Actualmente prepara sus Cuentos cubanos de todas partes del Imperio
(Deleatur, Angers 2000), una selección de relatos (City Light Books, Estados
Unidos) y una novela, Contrabando de sombras, que será publicada por
Tusquets. «Un arte de hacer ruinas» está incluido en el volumen Cuentos
cubanos de todas partes del Imperio.

David Mitrani

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Nació en 1966 en La Habana, ciudad en la que reside. Es ingeniero
informático, poeta y narrador. Ha obtenido el Premio Nacional de Cuento 26
de Julio (1990) y fue finalista del Concurso Nacional de Cuento de La Gaceta
de Cuba (1997) con el relato «No hay regreso para Johnny», incluido en esta
antología. También ha recibido distintos premios por su obra poética. Entre
sus libros publicados destacan Modelar el barro (Letras Cubanas, La Habana
1994) y Santos lugares (Unión, 1997), ambos de cuentos, y Robinson vuelve a
salvarse (1994), un libro de décimas coescrito con Alexis Díaz-Pimienta. En
1998 recibió el Premio de Ayuda a la Creación Anna Seghers de Berlín y, en
1999, publicó la novela Ganedén en México (Lectorum). En la actualidad
trabaja en su segunda novela.

Alexis Díaz-Pimienta
Nació en 1966 en La Habana. Narrador, poeta, investigador y repentista, ha
publicado varios libros de poesía, cuento y novela, por los que ha recibido
diferentes premios nacionales e internacionales. Vive en La Habana y en
Almería. Entre sus libros de poesía destacan: Cuarto de Mala Música (Murcia
1994), En Almería casi nunca llueve (Premio Internacional Surcos, Sevilla
1996), Pasajero de Tránsito (Premio Ciudad de Palmas de Gran Canaria
1996), Los habitantes de Cipango (Unión, La Habana 1998). De su obra en
prosa hay que mencionar Huitzel y Quetzal (Premio Luis Rogelio Nogueras
1991), Los visitantes del sábado (Pinos Nuevos, Letras Cubanas, La Habana
1994) y distintos cuentos publicados y premiados (26 de Julio, Ernest
Hemingway, etc.), así como la novela Prisionero del agua (Premio de Novela
de la editorial Alba, Barcelona 1998), que será traducida al italiano.
Actualmente prepara un volumen de cuentos (Alba, Barcelona 2000). En
1996 recibió la Medalla por la Cultura Cubana por el conjunto de su obra
artístico-literaria. «La guagua» forma parte de Los visitantes del sábado.

Joel Cano
Nació en 1966 en Santa Clara, Cuba. Es dramaturgo, poeta, novelista y
director teatral. Pertenece a la generación de escritores de la segunda mitad de
los años ochenta, influida por la Perestroika y cargada de protesta contra un
teatro momificado por el realismo socialista. Se inició en el teatro con una
serie de obras para niños (Fábula de un país de cera, Fábula de nunca
acabar, Fábula del insomnio, Los aretes que le faltan a la Luna) escritas en
verso. Después trabajó en obras más experimentales como Timeball, Se

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vende, Por culpa de una rusa. En 1997 obtuvo el Premio Juan Rulfo, que
otorga Radio France Internationale, con el relato «Fallen Angels», incluido en
esta antología, y, en 1999, apareció su primera novela, El maquillador de
estrellas (Christian Bourgois, París), todavía inédita en España. Actualmente
reside en París.

Jorge Luis Arzola


Nació en 1966 en Jatibonico, Cuba. Ha publicado dos colecciones de cuentos,
El pájaro sin cabeza (Ávila, 1991) y Prisionero en el Círculo del Horizonte
(Letras Cubanas, La Habana 1994). Ha sido incluido en distintas antologías
cubanas e inglesas. En 2000 recibió el Premio Iberoamericano Alejo
Carpentier por su colección de cuentos La bandada infinita, a la que
pertenece «Cosas esenciales». Vive en Ciego de Ávila, Cuba.

Ángel Santiesteban
Nació en 1966 en La Habana. En 1985, terminó los estudios de Dirección de
Cine y, en 1989, obtuvo una mención en el concurso Juan Rulfo de Radio
France Internationale por su cuento «Sueño de un día de verano», que fue
publicado por Le Monde Diplomatique. En 1990 ganó el Concurso Nacional
de los Talleres Literarios con su relato «Sur. Latitud 13» y, en 1992, fue
finalista del Premio Casa de las Américas con un volumen de cuentos con el
mismo título. En 1995 recibió el Premio UNEAC de Cuento Luis Felipe
Rodríguez y, en 1998, apareció su primer volumen de cuentos, Sueño de un
día de verano, que incorpora diferentes relatos escritos y premiados durante
los años noventa, como por ejemplo «Sur. Latitud 13». Su libro La puerca
recibió el Premio César Galeano en 1999. Tiene terminadas dos novelas, así
como varios volúmenes de cuentos inéditos, entre ellos Lobos en la noche y
Los aretes que le faltan a la luna. Sus relatos han aparecido en numerosas
antologías, tanto en Cuba como en el extranjero. Vive en La Habana. «Lobos
en la noche» forma parte de un volumen de relatos inédito.

Rodolfo Martínez
Nació en 1966 en La Habana. Graduado en el Instituto Medio Superior de
Economía de La Habana, en 1989 llegó a Estados Unidos, donde cursó
estudios de Lengua y Literatura en el Dade Community College y de
Periodismo en el Koubek Center de la universidad, ambos de Miami.
Actualmente trabaja en la sección de Literatura de la revista Carteles, así

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como en la librería Libri Mundi. Su primer libro de relatos, Contrastes, fue
publicado por la editorial La Torre de Papel, Miami 1996. «El regreso» está
incluido en dicho volumen.

Alberto Garrido
Nació en 1966 en Santiago de Cuba. Es narrador y poeta. Ha publicado los
libros de relatos El otro viento del cristal, Nostalgias de septiembre y El muro
de las lamentaciones (1999), Premio de Cuento Casa de las Américas. En
1998 obtuvo el Premio de Cuento de La Gaceta de Cuba. También ha
publicado los poemarios Siglos después de las fraguas de Vulcano y Sueños
sobre la piedra. En 1998 ganó el Premio de Novela Erótica La llama doble
con La leve gracia de los desnudos (Letras Cubanas, La Habana 1999). Ha
sido incluido en antologías nacionales y extranjeras. Vive en Las Tunas,
Cuba. «Diana Cazadora and Colorado Springs» pertenece al volumen de
cuentos El muro de las lamentaciones. Acaba de terminar una nueva novela:
Los días del impío.

Ana Lidia Vega


Nació en 1968 en San Petersburgo, hija de un cubano y de una rusa. A los 20
años decidió asentarse definitivamente en Cuba con el fin de aprender un
idioma que casi no conocía y de integrarse en el ambiente cultural cubano. Es
bilingüe, aunque como narradora y poeta solamente escribe en castellano.
También se dedica a la pintura, pero no expone ni conserva nada de su obra.
En 1996 obtuvo el Premio Especial de la Asociación Hermanos Saíz y, en
1997, el Premio David por el volumen de cuentos Bad painting (Unión,
1998). Su segundo volumen de relatos, Catálogo de mascotas, fue publicado
en 1998 (Letras Cubanas). Sus narraciones han aparecido en antologías
nacionales y extranjeras. Actualmente está terminando una novela
autobiográfica. Vive en La Habana. «Esperando a Elio» fue finalista del
Concurso Nacional de Cuento de La Gaceta de Cuba en 1999.

Karla Suárez
Nació en 1969 en La Habana y es ingeniera informática. Ha publicado el libro
de relatos Espuma (La Habana 1999). Algunos de sus cuentos han sido
incluidos en revistas y antologías, tanto en Cuba como en el extranjero.
Silencios, su primera novela, recibió en 1999 el V Premio Lengua de Trapo de
Narrativa, ex aequo con Ronaldo Menéndez. La traducción italiana de esta

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novela aparecerá este mismo año. Actualmente reside en Roma. «Un poema
para Alicia» obtuvo una mención en el Concurso Nacional de Cuento de La
Gaceta de Cuba en 1997.

José Miguel Sánchez (Yoss)


Nació en 1969 en La Habana y es licenciado en Biología. Ha obtenido varios
premios nacionales, como el David de Ciencia-Ficción (1988) y el
Revolución y Cultura de Cuento 1992, diferentes menciones de novela y
cuento de la UNEAC en 1993 y 1995 y el Premio Ernest Hemingway. En
1994 su novela Jugando a rumiarse el tiempo quedó finalista del Premio Casa
de las Américas. Ha publicado los volúmenes de relatos de ciencia-ficción
Timshel (1990) y W (1997), así como la novela Los pecios y los náufragos
(2000). En sus obras aparecen elementos de un realismo marginal y
desenfadado. Es antologo y editor de la recopilación de cuentos cubanos de
fantasía y ciencia-ficción Reino eterno (1999). Tiene una novela inédita que
no pertenece a este último género. Vive en La Habana. «La causa que
refresca» fue publicado por la revista Encuentro, n.º 8-9, Madrid, verano de
1998.

Pedro de Jesús
Nació en 1970 en Fomento, Cuba. Es narrador y ensayista. En 1998 publicó
Cuentos frígidos (Olalla, Madrid 1998). Tiene un libro inédito sobre Severo
Sarduy y acaba de aparecer en La Habana su primera novela, Sibilas en
Mercaderes (Letras Cubanas). Ha sido seleccionado en diferentes antologías
y colabora con varias revistas nacionales y extranjeras. Vive en la provincia
de La Habana. «El retrato» está incluido en el libro Cuentos frígidos.

Daniel Díaz Mantilla


Nació en 1970 en La Habana. Trabaja como promotor de deportistas y ha
publicado Las palmeras domésticas (Abril, 1995), Premio Calendario de la
Asociación Hermanos Saíz, así como el libro en.trance, ganador del Premio
Abril en 1997, que es a la vez una novela y un volumen de relatos. Tiene
terminado el libro de cuentos inéditos Templos y turbulencias. En la
actualidad se dedica en exclusiva a la escritura. Vive en La Habana, «enki»
pertenece al libro en.trance.

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Ronaldo Menéndez
Nació en La Habana en 1970, en cuya universidad se licenció en Historia del
Arte. Su obra narrativa consta de los libros de relatos Alguien se va lamiendo
todo (Premio David 1990, publicado en 1997), Hipocampos (Hermanos
Loynaz, 1997) y El derecho al pataleo de los ahorcados (Premio Casa de las
Américas 1997, Lengua de Trapo, Madrid 1999). Ha sido incluido en varias
antologías nacionales y extranjeras. También escribe poesía y ensayo. En
1999 obtuvo el V Premio Lengua de Trapo de Narrativa, ex aequo con Karla
Suárez, con su novela La piel de Inesa. Actualmente reside en Lima, trabaja
como columnista del diario El Comercio y es profesor de Periodismo en la
Universidad de Ciencias Aplicadas. «La verticalidad de las cosas» es un
relato inédito.

Waldo Pérez Cino


Nació en 1972 en La Habana, en cuya universidad se graduó en Letras en
1997 en la especialidad de Filología Clásica. Su cuento «Los Gemelos»
obtuvo la beca Onelio Jorge Caldoso en 1997, concedida por La Gaceta de
Cuba. Su libro de relatos La demora fue publicado en 1997 (Letras Cubanas).
Sus cuentos han aparecido en diferentes revistas y antologías cubanas y
extranjeras. Tiene terminada una novela, El puente sobre el río Cuál. Desde
1997 reside en Madrid, donde trabaja como free-lance en la edición. «La
reja» pertenece al volumen de cuentos La demora.

Ena Lucía Portela


Nació en 1972 en La Habana, ciudad en la que reside. En 1997 obtuvo el
Premio Nacional de Novela de la UNEAC con El pájaro: tinta china y pincel
(Letras Cubanas y Casiopea, Barcelona 1999). En 1999 apareció su libro de
cuentos Una extraña entre las piedras (Letras Cubanas). Ha sido antologada
en numerosas ocasiones, tanto en Cuba como en el extranjero. Actualmente
trabaja en su segunda novela. «El viejo, el asesino y yo» recibió el Primer
Premio de Cuento Juan Rulfo de Radio France Internationale en 1999.

Michi Strausfeld
Nació en Alemania y estudió filología inglesa, francesa e hispánica en
Colonia, donde se doctoró con una tesis sobre «La nueva novela
latinoamericana y un modelo: Cien años de soledad, de Gabriel García
Márquez». Desde 1968 vive en España (Madrid y Barcelona). Ha trabajado

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para Barral Editores y Alfaguara (como directora de la colección infantil-
juvenil entre 1977 y 1989). Actualmente es responsable de la colección Las
Tres Edades de Ediciones Siruela. Desde 1974 se ocupa de la sección de
literatura española, portuguesa y latinoamericana de la editorial Suhrkamp
(Alemania). En 1982 organizó en Berlín la sección Literatura del Festival
Horizonte, dedicado a la cultura latinoamericana. Ha publicado en su país
recopilaciones de ensayos sobre literatura latinoamericana, brasileña y
española, y las antologías Historias de amor de América Latina, La luna roja.
Historias fantásticas del Río de la Plata, Literatura española 1975-1995 y
Literatura portuguesa 1974-1999. En la actualidad reside en París y
Barcelona.

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Notas

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[1]
Son palabras de Adrian Leverkühn (Doktor Faustus). Propugnaba el
mismo principio para la composición musical. <<

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[2] El momento más terrible de mi vida fue «haber visto de perfil a mi padre»,

dice Vallejo. También asocio esa imagen a un pasaje de Aguas primaverales


de Turguenev, cuando el protagonista descubre la retirada furtiva de su padre
que ha estado visitando a la mujer que ambos aman. <<

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[3] En realidad no me especificó la altitud. He tomado el dato de una novelita

policial, Muerte en las nubes, de Agatha Christie. <<

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[4] En cuestión un pequeño poema que me trajo a la mente estos versos,

también escritos al dorso de una foto, de Juana Borrero a Carlos Pío Urbach:
Este retrato con mi amor recibe
y guárdalo en tu pecho cariñoso
ya que no puedo verme retratada
en la cámara oscura de tus ojos. <<

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[5]
Este temor me remite al del ingeniero de La autopista sur de Julio
Cortázar. Relación igual de fugaz, rodeados de autos, la urbe monstruosa
donde nos diluimos. <<

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[6] En A la sombra de las muchachas en flor Bloch, el snob, importuna mucho

a Marcel. En cierta ocasión, frente a un elevador, también se asombra pero no


de que se llamase lift, cosa que él sabía, sino porque se pronunciaba lift y no
laift, como él creía correcto. <<

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[7] A los dieciséis años yo había visto a Bonaparte a las puertas de Moscú.

Recuerdo perfectamente que leía ese pasaje de La guerra y la paz la tarde que
fuimos yo y mi padre por mi Cédula de Identidad. <<

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[8] ¡Son tantas las historias que repiten este detalle! Yo personalmente recordé

un cuento de Jorge Castellanos (he olvidado el título) y visualicé esta escena


en un portal del Vedado, la pesada puerta de roble, el jardín con los flamencos
de yeso pintados en rosado: «¡Dios! ¿Qué pasará que no abren?». <<

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[9] Al oírle decir esto pensé que no había ocurrido en realidad y ahora Jorge lo

imaginaba. Sólo faltaba que me asegurase que le había recriminado su llanto y


dado un ligero empujón como cuando en El destino de un hombre, la
conocida noveleta de Mijaíl Sholojov, el protagonista se marcha al frente. <<

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[10] He leído que en Rusia existe el término «heroína de Turguenev», mujer

dechado de virtudes. En Alamedas sombrías de Iván Bunin, también hallé


historias sobre mujeres rusas formidables, beldades eslavas fieles hasta la
tumba. <<

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[11] Esto de la servidumbre que Jorge menciona lo entendí muy bien tras leer

fuego de abalorios de Hesse. Viví un periodo como de seis meses muy


preocupado por lograr la paz de la servidumbre hasta que curé súbitamente
cuando leí unos versos, muy malos, de Rabindranath Tagore, que terminaban
así: «¡Desperté y comprendí que el servicio era alegría!». Yo, que también
soñaba, experimenté un brusco despertar. <<

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[12] Ver en Tres mujeres de Musil una historia semejante. Un joven somete a

su novia a extensos interrogatorios y la humilla. Torres ni imaginar podía


cuán de cerca me tocaba esa historia que ya había tipificado gracias al cuento
del autor austríaco. <<

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www.lectulandia.com - Página 280

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