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JOHN D.

CAPUTO

SOBRE
LA RELIGIÓN
Traducción de
MARTA GÁLVEZ

techos
Ilustración de cubierta:
JV, Diseño gráfico, S. L.

Título original:
On Religión

Traducción de la edición en lengua inglesa autorizada por Routledge,


perteneciente a Taylor & Francis Group

© J o h n D. C a p u t o , 2001
Traducción © Marta Gálvez, 2005
© EDITORIAL TECNOS (GRUPO ANAYA, S. A.), 2005
Juan Ignacio Luca de Tena, 15 - 28027 Madrid
ISBN: 84-309-4236-X
Depósito Legal: M-9738-2005
Printed in Spain. Impreso en España por Edigrafos
Para Jacques Derrida,
Gracias al cual se me soltó la lengua
ÍNDICE

EL AMOR DE D IO S .................................................. Pág. 11


1. La religión es para los Amantes................................. 11
2. Lo Imposible................................................................ 18
3. El Secreto...................................................................... 30
4. ¿Qué Amo Cuando Amo a Mi Dios?......................... 39

CÓMO EL MUNDO SECULAR SE CONVIRTIÓ EN


POST-SECULAR............................................................. 53
1. La Edad Sagrada.......................................................... 55
2. Secularización.............................................................. 59
3. Nuestros Profetas: Kierkegaard y Nietzsche............ 68
4. Desecularización: La Muerte de la Muerte de D ios.. 75

QUE LA FUERZA TE ACOMPAÑE................................ 89


1. Ciberespíritus............................................................... 91
2. La Religión de La Guerra de las Galaxias............... 103

GENTE IMPOSIBLE.......................................................... 119


1. Camino Hacia el Cielo................................................ 122
2. El Fundamentalismo................................................... 131

SOBRE LA RELIGIÓN - SIN LARELIGIÓN................ 141


1. La Verdad Religiosa/La Religión Verdadera............ 142
2. El Sentido Trágico de la V ida.................................... 151
3. La Fe de un Post-Moderno......................................... 160
4. Axiomas de una Religión Sin Religión.................... 168
5. A dieu............................................................................ 179

N ota B ibliográfica y agradecimientos......................... 181


Índice analítico................................................................... 183
EL AMOR DE DIOS

1. LA RELIGIÓN ES PARA LOS AMANTES

Cualquier libro titulado Sobre la Religión debe


empezar anunciando al lector la mala noticia de que
su principal tema no existe. «La religión», en singu­
lar, como una sola cosa, no se encuentra en ninguna
parte; nos desespera porque es demasiado poliva­
lente y posee una diversidad incontenible para que
podamos albergarlo todo bajo un solo techo. Exis­
ten religiones occidentales, religiones orientales,
religiones antiguas, modernas, monoteístas, poli­
teístas, e incluso ligeramente ateas; demasiadas
como para contarlas, demasiadas como para domi­
narlas y en demasiadas lenguas como para apren­
derlas. No me quejo ni busco excusas. En realidad,
la incontenible diversidad de «la religión» es en sí
misma una gran verdad religiosa y una marca de lo
imposible que es abarcar todo lo que la religión sig­
nifica. Lo único que intento es empezar y tengo que
empezar por algún sitio. No intento comenzar por el
Principio Absoluto. Mi memoria no alcanza a tanto.
Sólo intento poner las cartas sobre la mesa.
Por religión, por tanto, permítanme estipular, me
refiero a algo sencillo, abierto y pasado de moda, a
saber, el amor de Dios. Sin embargo, la expresión
«el amor de Dios» necesita una explicación. Por sí
misma tiende a ser un poco vacía e incluso algo mo­
ralista. En un sentido técnico, no le han salido los
dientes. Por ello, la pregunta que tenemos que con­
testar nosotros es la que San Agustín se hace a sí
mismo en las Confesiones: «¿Qué amo cuando amo
a Dios?», o «¿Qué amo cuando os amo a vos, Dios
mío?», como también la formuló, o si unimos estas
dos fórmulas agustinas: ¿«Qué amo cuando amo a
mi Dios?». Debería decir desde el principio que San
Agustín será el héroe a lo largo de estas páginas,
aunque con un cierto giro post-moderno y a veces
poco ortodoxo que podría, en ocasiones, haber pro­
vocado su ira episcopal (pues era un obispo, y le
desagradaba lo poco ortodoxo).
Me encanta esta pregunta en gran medida porque
asume que cualquiera que valga su sal ama a Dios. Si
no aman a Dios, ¿cómo pueden ser buenos? Están
demasiado absortos en la mezquindad de su amor
propio y la autosatisfacción como para merecer la
pena. Su alma se eleva sólo con un pico en el prome­
dio industrial del Dow-Jones; a su corazón sólo le da
un brinco ante la perspectiva de una reducción de los
impuestos. El demonio los ha ganado. Ya los tiene.
La religión es para los amantes, para los hombres y
mujeres apasionados, para la gente real que siente
pasión por algo más que no sea obtener beneficios,
gente que cree en algo, que tiene grandes esperanzas,
que ama algo con un amor que sobrepasa el entendi­
miento. La fe, la esperanza y el amor, y de los tres el
mejor es el amor, según un famoso apóstol (I Corin­
tios 13,13). ¿Pero qué aman? ¿Qué amo cuando amo
a mi Dios? Esa es su pregunta. Esa es mi pregunta.
Lo contrario de una persona religiosa es una per­
sona sin amor. «Aquel que no ama, no conoce a
Dios» (I Juan 4,8). Fíjense que no digo una persona
«secular». Eso es porque salgo a atacar la habitual
distinción entre religioso y secular en nombre de lo
que llamaré lo «post-secular» o una «religión sin re­
ligión». Incluyo en la religión a mucha gente que su­
puestamente es secular —ésta es una de mis tenden­
cias poco ortodoxas que espero colar a pesar de la
advertencia del obispo—, incluso cuando creo que
mucha gente supuestamente religiosa debería mirar a
su alrededor y adoptar otra línea de trabajo. Mucha
gente supuestamente secular ama cosas con gran
afán, mientras que muchos otros supuestamente reli­
giosos no ansian más que salirse con la suya y plegar
a los demás a su propia voluntad («en nombre de
Dios»). Algunas personas pueden ser profunda y
eternamente «religiosas» con o sin la teología, con o
sin las religiones. La religión se puede encontrar con
o sin religión. Ésa es mi tesis.
Así el verdadero contrario de una persona reli­
giosa es una egoísta y una cascarrabias cobarde, un
patán sin amor que no conoce mayor placer que la
contemplación de su propio rostro, un tipo mediocre
que no tiene energía para amar más que a sus pose­
siones inmobiliarias. Eso es lo que los filósofos lla­
man una definición insultante, pero no siento ni el
más mínimo reparo en decirlo, porque la gente a la
que insulto se lo merece: no aman a Dios. ¿Qué hay
peor que eso? ¿Qué puede decirse en su favor? Si lo
saben, deberían escribir su propio libro y defenderla.
Este libro es para aquellos que aman a Dios, es decir,
para gente que vale su sal. El Nuevo Testamento está
salpicado de referencias a la sal (Mateo 5,13; Marcos
9,50; Colosenses 4,6). La sal es mi criterio de verdad
y el amor es mi criterio de sal.
No obstante si mi definición de irreligión, de lo
contrario de religión, es insultante, mi definición de
religión, el «amor de Dios», suena ligeramente adu­
ladora y pietista. El amor de Dios es mi estrella po­
lar, pero sólo me proporciona un punto de partida,
no un final, la primera palabra, no la última. Todo
depende de la línea que se siga al afrontar esta her­
mosa y provocativa pregunta de San Agustín: «¿Qué
amo cuando amo a mi Dios?». El amor es la medida.
Toda estructura social e histórica, todo lo creado,
generado, hecho, formado o forjado en el tiempo (¿y
qué no lo es?) debería medirse con el amor de Dios.
Incluso la religión, especialmente la religión, en la
medida en que adquiere forma institucional e histó­
rica, debe ponerse a prueba para ver qué grado de
lealtad se tiene a sí misma, a su vocación religiosa,
cuál es el amor de Dios. Pero el amor de Dios mis­
mo, si alguna vez pudiéramos encontrar una joya tan
preciosa y bella, está más allá de las críticas. No es­
cucharé ninguna crítica sobre el amor del propio
Dios. Me taparé los oídos.
Hablemos pues de amor. ¿Qué significa «amar»
algo? Si un hombre le pregunta a una mujer (estoy
bastante abierto a otras permutaciones de esta fórmu­
la): «¿me quieres?» y si, después de una larga y vio­
lenta pausa y considerable deliberación, ella responde
con el ceño fruncido: «bueno, hasta cierto punto, bajo
determinadas condiciones, hasta cierto límite», en­
tonces podemos estar seguros de que lo que quiera
que pueda sentir ella por este pobre tipo no es amor y
esa relación no va a funcionar. Porque si el amor es la
medida, la única medida del amor es el amor sin me­
dida (de nuevo San Agustín). Una de las ideas que hay
detrás del «amor» es que representa el dar sin tener
que contenerse, un compromiso «incondicional» que
confiere al amor cierto exceso. Los médicos nos acon­
sejan comer y hacer ejercicio con medida moderación
pero sin pasamos con ninguna de las dos actividades.
Sin embargo, no hay ningún mérito en amar de forma
moderada, hasta cierto punto, sólo por el momento,
siempre buscando nuestro propio interés (que es, por
cierto, lo que a menudo nos aconseja la decadente
psicología de la «Nueva Era»). Si una mujer se divor­
cia de un hombre porque resulta ser un fracaso en su
profesión y simplemente no llega a las expectativas
económicas que tenía para él cuando se casaron, si se
queja de que no está a la altura de su parte del «trato»,
bueno, eso no es el tipo de compromiso incondicional
de «hasta que la muerte nos separe» con el que se for­
ja el amor y los votos matrimoniales. El amor no es
un trato, sino dar de forma incondicional; no es una
inversión sino un compromiso pase lo que pase. Los
amantes son gente que se excede en su deber, que
buscan formas de hacer más de lo que se les exige. Si
te gusta tu trabajo, no sólo haces lo mínimo que se te
exige; haces más. Si quieres a tus hijos, ¿qué no ha­
rías por ellos? Si una mujer pide a su marido que le
haga un favor, y él se niega basándose en que no es su
deber porque no está en las cláusulas de su contrato
matrimonial, ese matrimonio está acabado menos en
lo que se refiere al papeleo. En vez de defender sus
derechos rigurosamente, los amantes enseguida ad­
miten que se han equivocado y aceptan la culpa para
conservar su amor. El amor, dijo San Pablo en su sen­
sacional canto al amor, es paciente, amable, no es os­
tentoso ni se hace arrogante; lo aguanta todo, lo cree
todo, espera todo, sufre todo (I Corintios 13). Un
mundo sin amor es un mundo gobernado por contra­
tos rígidos y deberes inexorables, un mundo en el que
(¡Dios no lo quiera!) los abogados se encargan de
todo. Los signos de que de verdad se ama algo o a al­
guien son la incondicionalidad, el exceso y el com­
promiso, el fuego y la pasión. Es lo contrario de un
tipo mediocre, que no da ni frío ni calor, moderado
hasta el punto de la mediocridad. No merece la pena
salvarlo. No tiene sal.
Entonces ¿qué ocurre con «Dios»? ¿Qué hay del
amor a Dios? Uno de mis principales argumentos en
este ensayo es que el «amor» y «Dios» van juntos,
porque «Dios es amor» como nos cuenta el Nuevo
Testamento: «hermanos, amémonos los unos a los
otros, porque el amor proviene de Dios; todo el que
ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Aquel que
no ama no conoce a Dios, porque Dios es amor
[...] Dios es amor y aquellos que moran en el amor
moran en Dios y Dios mora en ellos» (I Juan 4,7-8 y
16). Este es mi principio de Arquímedes, mi verda­
dero norte. No obstante adviertan qué fácil es al de­
cir «Dios es amor» pasar a decir «el amor es Dios».
Esta identificación es sugerente y nos proporciona
una ambigüedad excesivamente importante y pro­
ductiva, abre una especie de sustitución y traducción
eternas entre «amor» y «Dios» que exploraremos
sobre la marcha (y asombrará a más de un obispo
por el camino). Puesto que el amor es el primer nom­
bre de Dios, «de Dios» es también el mejor nombre
que tenemos para aquellos que aman. Amar a Dios
es amar algo profunda e incondicionalmente. Pero
también es verdad que, si no ponemos fin a esta
identificación o inversión de papeles, amar profunda
e incondicionalmente es haber nacido de Dios, amar
a Dios, porque el nombre de Dios es el nombre del
amor, el nombre de lo que amamos. Por eso no escu­
charé ninguna crítica a esta idea y por eso aquellos
que no aman a Dios son unos patanes sin amor. Es
por ello por lo que la pregunta central y más acu­
ciante no es si Yo amo a Dios o si hay un Dios al que
amar, sino «¿qué amo cuando amo a mi Dios?».
Pero ¿por dónde empezamos (siempre intento
empezar) si queremos hacemos una idea de a qué nos
referimos cuando decimos «amar a Dios»? Un pro­
blema antiguo y desalentador, pero mi consejo es el
siguiente: Cuando el Ángel Gabriel le dijo a la Virgen
María que concebiría y daría a luz un niño, lo primero
que María dijo, según el evangelio de San Lucas, fue
lo que cabe esperar de cualquier madre virgen gestan­
te: «¿De qué hablas? Te garantizo, seas o no un ángel,
que es imposible» (traducción muy libre). A lo que
Gabriel respondió, con una compostura arcangelical
característica: «no te preocupes, nada es imposible
para Dios» (Lucas 1,37). Lo segundo que dijo María
es lo que la hizo famosa: «Aquí estoy», «fiat mihi se-
cundum verbum tuum», en resumen, «sí, oui-oui» (en
franco-arameo). Regresaremos al «sí» más tarde,
pues lo considero una noción importante y profunda­
mente religiosa y también profundamente ligada a la
idea de Dios, pero por el momento estoy interesado
en el nexo que Lucas establece entre «Dios» y «nada
es imposible». Con Dios, todo es posible, cosas sor­
prendentes, incluso cosas que, estoy tentado en decir,
«increíbles» (cosas que requieren principalmente
creer en ellas), e incluso, Dios nos asista, cosas «im­
posibles». Después de que Jesús contara la historia
sobre que sería más difícil para los ricos entrar en el
Reino de Dios que para un camello atravesar el ojo de
una aguja, añadió: «Para los mortales es imposible,
pero no para Dios; para Dios todo es posible» (Mar­
cos 10,27). Así que para empezar con la idea de amar
a Dios, miremos detenidamente lo que para mí, si­
guiendo a San Lucas y San Marcos, es una idea ínti­
mamente ligada, «lo imposible».

2. LO IMPOSIBLE

Para explicar qué entiendo por «lo imposible»,


primero tengo que explicar qué entiendo por «lo posi­
ble», y para explicar lo posible tengo que hablar del
«futuro», que es el dominio de lo posible. Decimos
que queremos que el futuro sea «brillante», «prome­
tedor», «abierto». La fuerza del futuro es evitar que el
presente se nos cierre, nos encierre. El futuro se en­
tromete en el presente prometiéndonos la posibilidad
de algo nuevo, la oportunidad de algo diferente, algo
que transformará el presente en otra cosa. Hagamos
una distinción aquí. Existe un futuro relativamente
predecible, el futuro que planeamos, el futuro por el
que trabajamos duro, el futuro que intentamos asegu­
ramos cuando ahorramos para nuestra jubilación o
cuando una empresa establece un plan a largo plazo.
A eso lo llamaremos «el presente füturo»; con ello me
refiero al futuro del presente, el futuro hacia el cual
tiende el presente, el impulso del presente hacia el fu­
turo que más o menos vemos próximo. No tengo in­
tención de descartar a la ligera este futuro. Los planes
institucionales a largo plazo, los planes de pensiones,
las pólizas de seguros de vida, los planes para la futu­
ra educación de nuestros hijos, todas estas cosas son
muy serias, y es insensato e irresponsable ignorarlas.
Sin embargo, existe otro futuro, otro pensamiento del
futuro, una relación con otro futuro que es el futuro
impredecible, que nos coge por sorpresa, que llega
como un ladrón en la noche (I Tesalonicenses 5,2) y
echa por tierra los cómodos horizontes de la esperan­
za que rodea el presente. A esto lo llamaremos el «fu­
turo absoluto». Cuando se trata del futuro relativo, el
presente futuro, tenemos unas «expectativas razona­
bles», «un optimismo prudente», «con altos y bajos»
pero cuando hablamos del futuro absoluto debemos
ser como los lirios del campo que no se siembran ni
se recogen, pero que van de buena gana con lo que
Dios nos da, lo que también significa que están prepa­
rados para cualquier cosa. Para el futuro relativo nece­
sitamos una buena cabeza, un ordenador decente y
sentido común, esas tres cosas; para el futuro absolu­
to, necesitamos esperanza, fe y amor, estas tres cosas.
Con el futuro «absoluto» nos vemos empujados
hacia los límites de lo posible, en toda su extensión,
hasta la desesperación (no saber qué hacer), topa­
mos con algo que está por encima de nosotros, por
encima de nuestro control y nuestro alcance, más
allá de nuestra capacidad de disposición, empujados
hasta el punto donde sólo las grandes pasiones de la
fe, el amor y la esperanza nos mantendrán a flote.
Con el «futuro absoluto», mantengo, ponemos pie
por primera vez en las orillas de lo «religioso», en­
tramos en la esfera de la pasión religiosa, y damos
con una «categoría religiosa» muy particular. Permí­
tanme que les aclare esto: Cuando digo lo «religio­
so» no me refiero a algún acontecimiento sobrenatu­
ral propio de una novela de Stephen King, ni siquie­
ra una visita extraordinaria de un ser sobrenatural
como un ángel. Desde luego, eso es exactamente lo
que era la historia de San Lucas sobre la Anuncia­
ción a María, pero ésa es la función de las grandes
narrativas religiosas, donde encontramos la experien­
cia humana de forma patente, los rasgos definitorios
de nuestra vida exagerados en historias conmovedo­
ras e inolvidables, en figuras religiosas brillantes.
Pero tener un sentido religioso de la vida es una es­
tructura muy básica de nuestra vida, no es como pre­
ocuparse de ser abducido por un extraterrestre, que
debería situarse junto con otras cosas muy básicas,
como tener un sentido artístico o político, las expe­
riencias que pertenecen a cualquiera que valga su sal
(más sal). El sentido religioso de la vida está ligado
al de tener un futuro, que es algo que todos tenemos,
y el «futuro absoluto» es una parte básica de tener
un futuro. Así pues en vez de distinguir a la «gente
religiosa» como los que van a la iglesia los domin­
gos por la mañana, de la no religiosa, los que se
quedan en casa y leen The Sunday New York Times,
preferiría hablar de lo religioso en las personas, en
todos nosotros. Considero que «la religión» signifi­
ca el ser religioso de los seres humanos, que compa­
ro con el ser político y el ser artístico. «Lo religioso»
es una estructura básica de la experiencia humana e
incluso, como espero demostrar, la propia esencia
que constituye principalmente la experiencia huma­
na como experiencia, como algo que de verdad su­
cede. No confino la religión a algo confesional
o sectario, como ser musulmán o hindú, católico o
protestante, aunque me apresuro a añadir que las
grandes religiones del mundo son importantes y sin
ellas perderíamos rápidamente de vista las catego­
rías y las prácticas religiosas, lo que significa que
perderíamos algo básico. Y una vez más, debemos
recordarnos que el sentido religioso de la vida nun­
ca sería el mismo para todo el mundo, como si hu­
biera una especie de estructura trascendental, uni­
versal y atemporal común. Intento no pensar así en
ningún aspecto.
Con una noción como el futuro absoluto, nos di­
rigimos, o nos dirigen, pasado el círculo del presente
y del futuro predecible, pasadas las expectativas ra­
zonables del presente, más allá a la esfera en que te­
nemos cierto dominio, más allá del dominio de las
posibilidades sensatas que podemos obtener con
nuestras manos, hacia una región más oscura y más
incierta e impredecible, hacia el dominio de «Dios
sabe qué» (¡literalmente!). Aquí podemos como mu­
cho tentar nuestro camino, como un ciego con un
bastón, inseguro y poco estable, intentando preparar­
nos para algo que nos cogerá por sorpresa, es decir,
intentando preparamos para algo para lo que no po­
demos estar preparados. Atravesamos la frontera de
los métodos de planificación racionales, aventurán­
donos en el tipo de cosa que pondría nerviosos a los
directivos de una empresa, aventurándonos hacia una
térra incógnita. No es de mucha ayuda en el futuro
absoluto planificar una estrategia de inversión, donde
la idea es adivinar las tendencias; no obstante, como
todo gestor de fondos termina por averiguar, pertene­
ce irreduciblemente a la estructura de la vida a tiem­
po. Ésta es la esfera de lo imposible, de algo cuya
posibilidad no podemos concebir. Pero por supuesto,
lo imposible ocurre, ahí está la importancia de la his­
toria de la Anunciación a la Virgen María. Así no es
simple o absolutamente imposible, como «p y no p»,
que lo reduciría a la incoherencia, sino lo que el filó­
sofo francés Jacques Derrida llama «lo imposible»,
que significa algo cuya posibilidad no previmos ni
pudimos prever, algo que el ojo no vio ni el oído oyó,
que nunca se le ocurrió a los seres humanos (I Corin­
tios 2,9). Simplemente les aconsejo volver a visitar la
idea de lo imposible y ver el camino más claro hacia
el pensamiento de la posibilidad de lo imposible, de
lo imposible, de lo posible como lo «im-posible» y al
pensamiento de Dios como lo «que puede llegar a ser
posible dentro de lo imposible» como también dice
Derrida.
Lo imposible es una categoría religiosa distinti­
va, y éste es unos de los motivos centrales de nues­
tro estudio, determinar de qué material está hecha la
religión. Cuando el poeta cómico latino Terencio
escribió que como lo que deseamos es imposible,
tendríamos más paz si persiguiésemos sólo lo posi­
ble, nos estaba aconsejando que abandonásemos la
religión. Porque con Dios, como dijo Gabriel a una
virgen muy sorprendida, todo es posible, incluso lo
imposible. A eso nos referimos cuando hablamos de
Dios. Lo imposible, si me permiten ser atrevido,
para Dios es todo parte de la obra de un día divino,
parte de la descripción de la obra de Dios. Desde
luego, para el resto de los mortales, una concepción
virginal no es todo parte de la obra de un día, sino
que las Escrituras nos instruyen sobre el milagro de
la vida, sobre esos acontecimientos impredecibles,
grandes o pequeños, que nos llevan a decir: «¡Es un
milagro!». El nombre de Dios es el nombre de la
oportunidad de algo absolutamente nuevo, de un
nacimiento, de las expectativas, la esperanza, la es­
peranza contra la esperanza (Romanos 4,18) en un
futuro que se transforma. Sin él, somos abandona­
dos sin esperanza y absorbidos por técnicas de di­
rección racionales. Sin embargo, la oportunidad
conlleva un riesgo, ya que nunca sabemos quién va
a llamar a nuestra puerta; podría ser Gabriel mismo
o un demonio. Con el futuro absoluto no hay garan­
tías absolutas, ni contratos que valgan. Con el futu­
ro absoluto, hay mucho riesgo, así pues la fe, la es­
peranza y el amor tienen que trabajar las 24 horas
del día.
Lo imposible, como ya he dicho, es lo que con­
vierte a la experiencia en experiencia, hace verdade­
ramente valioso el nombre «experiencia», una oca­
sión en la que algo «sucede» de verdad, en oposición
a los movimientos habituales y los momentos repe­
titivos de la vida monótona, cuando no ocurre nada
en particular. Lo imposible es la condición de cual­
quier experiencia real, de la experiencia misma, y si
lo imposible es una categoría distintiva, de ahí se de­
riva el que la experiencia en sí misma, toda la expe­
riencia, tenga un matiz religioso, tanto si vamos
como si no vamos a misa el domingo por la mañana
ahora que nuestras madres no están ahí para sacar­
nos de la cama. Ese aspecto religioso de la experien­
cia, la noción de la vida al límite de lo posible, en el
filo de lo imposible, constituye una estructura reli­
giosa, el lado religioso de cada uno de nosotros, con
o sin obispos, rabinos o ulemas. A eso me refiero
con el término «la religión sin religión» (por tomar
otra expresión de Derrida), la principal idea será de­
fenderla a lo largo de estas páginas.

El presente y el presente futuro se engloban den­


tro del ámbito de nuestras capacidades, nuestras po­
tencias, nuestras posibilidades. Aquí las cosas son ra­
zonables, con la medida correcta y proporcionadas a
nuestro conocimiento, de tal manera que sabemos
qué hacer en la situación presente y qué esperar del
futuro. Aquí somos dueños de nosotros mismos y te­
nemos nuestros comportamientos. Ésta es la esfera
de lo que los teólogos medievales llamaban las virtu­
des «cardinales», las cuatro virtudes estrictamente fi­
losóficas de «la prudencia, la justicia, la fortaleza y la
templanza» sobre las cuales se apoya la vida humana
como las cuatro patas de una mesa (<cardines). Éstas
son las virtudes de los disciplinados, de los mejores,
los más brillantes, los que Aristóteles llamaba «phro-
nimoi», los hombres (y se refería a hombres) de sabi­
duría práctica, de perspicacia y pericia práctica, los
hombres equilibrados que saben qué es cada cosa,
los hombres de medios que fueron a los mejores co­
legios y marcaron el paso del resto de nosotros, los
que estamos muy por debajo en la aristocrática lista
de Aristóteles. Sin embargo cuando nos trastorna­
mos, cuando nuestras capacidades y potencias alcan­
zan sus límites, cuando nos vemos abrumados, ex­
puestos a algo que no podemos controlar ni prever,
entonces, en esa situación límite de la posibilidad de
lo imposible, experimentamos los límites, la imposi­
bilidad, de nuestras propias posibilidades. Entonces
nos arrodillamos ante la fe, la esperanza y el amor,
rezando y llorando como locos. Éstas son las que los
teólogos llaman (de forma algo chauvinista) las vir­
tudes «teológicas», con ello se refieren a las que se
enfrentan a lo imposible. Aquí, en la esfera de estas
situaciones límite, se nos pide creer en lo que parece
increíble (recordemos a María, o al padre Abraham
en su camino a Moriah). Pues después de todo, creer
en lo que parece bastante creíble o incluso probable
exige un mínimo de fe, mientras que creer en lo que
parece increíble, lo que parece imposible de creer,
eso es realmente la fe. Si tenemos una fe verdadera,
dijo Jesús, podremos decir a la montaña: «muévete
de aquí a allí», y se moverá; y nada nos será imposi­
ble» (Mateo 17,20). Asimismo, también, para espe­
rar cuando todo parece desesperado, «esperar en
contra de la esperanza», como dice San Pablo (Ro­
manos 4,18), eso es esperanza realmente, en contra­
posición al optimismo que nos embarga cuando las
probabilidades están de nuestra parte, que es la espe­
ranza de un tipo mediocre. Finalmente, atreverse a
amar a alguien que está muy por encima de nuestra
condición social, como si un mendigo se enamora de
una princesa, o atreverse a pensar que alguien tan
maravilloso podría amamos, atreverse a amar en una
situación tan imposible, ése es el amor que merece la
pena (que vale su sal). O, por poner un ejemplo aún
más paradójico y extremo: amar a alguien que no es
digno de ser amado. No es ninguna proeza, después
de todo, amar a alguien que se lo merece, amar a
nuestros amigos y a aquellos que nos dicen que so­
mos maravillosos; sin embargo, amar a los que no se
hacen querer, amar a aquellos que no nos aman, amar
a nuestros enemigos, eso es amor. Es imposible, lo
imposible, por eso lo queremos aún más. Así pues, la
vida trastornada del amor, la esperanza y la fe tiene
más sal, más pasión y merece más la pena vivirla que
aquella de los equilibrados phronimoi de Aristóteles
que se mueven hacia delante y hacia atrás sin esfuer­
zo y hacen que todo parezca fácil (incluso aunque
requiera mucha práctica).

La religión, lo digo corriendo el riesgo de que se


tergiversen mis palabras, es para los trastornados.
(Es decir, para los amantes.) En la religión, el tiem­
po, el propio tiempo, siempre es inconexo. El senti­
do religioso de la vida despierta cuando perdemos
los modales y nos dejamos llevar, cuando nos vemos
arrastrados contra algo que supera nuestra capaci­
dad, que nos domina y nos saca de nuestras casillas,
algo imposible con respecto de nuestras limitadas
potencias. El sentido religioso de la vida nos derri­
ba cuando nos abordan las voces de lo imposible, la
posibilidad de lo imposible, causada por un futuro
absoluto e impredecible. Nos encontramos en un
territorio donde las cosas no se pliegan a nuestro
conocimiento o a nuestra voluntad y donde tampo­
co tenemos la última palabra. Estamos fuera de
nuestro elemento. Estamos en el elemento de Dios,
no en el nuestro, en el elemento de lo imposible. El
territorio o «el Reino» de Dios, donde Él gobierna.
Algo, no sé qué, algún elemento en las cosas que su­
pera nuestra comprensión y elude nuestro alcance.
Aquí las cosas bullen con algún elemento de oportu­
nidad más allá de nuestros mejores planes, un futuro
que no podemos ver, algo que por retirarlo de la vis­
ta no obstante nos saca de nosotros mismos y nos
arrastra, algo por lo que rezamos y lloramos. Nuestro
sentido de la realidad y de sus límites se ve alterado;
nuestro sentido de lo que es posible e imposible em­
pieza a tambalearse, a desestabilizarse, a convertirse
en algo incierto e inseguro. Empezamos a perder el
control y nos encontramos sujetos a algo que nos
arrastra. Somos vulnerables, estamos desprotegidos,
expectantes, en movimiento, movidos por lo imposi­
ble. Nos transformamos.
Nuestro único recurso es agarramos con los
dientes, es decir, tener fe y esperanza y amar esta po­
sibilidad de un futuro imposible que no se puede do­
minar, que no está en nuestras manos. El amor, la
esperanza y la fe son las virtudes de lo imposible,
que toman la medida del inmedible futuro. Las fron­
teras de lo posible son seguras pero llanas, ciertas
pero estrechas, bien definidas pero limitadas, y vigi­
lan las líneas de una vida mediocre y sin sal, sin una
esperanza apasionada, donde en realidad no sucede
nada y todos los sistemas presentes funcionarán bien.
Si al final de nuestras vidas percibimos que todas
nuestras esperanzas han sido sensatas, moderadas y
medidas por el horizonte del presente futuro, si nun­
ca nos ha agitado lo imposible, entonces comproba­
remos que se nos ha pasado toda la vida. Si lo único
que queremos es seguridad, olvidemos la religión y
busquemos un asesor de inversiones conservador. El
sentido religioso de la vida tiene que ver con expo­
nemos a una vida sin plazo definido y de una incerti-
dumbre radical, con lo que venimos llamando el fu­
turo absoluto, que le da significado, le da sal, exige
correr el riesgo. El futuro absoluto es un negocio
arriesgado, y por ello tienen que hacer su contribu­
ción la fe, la esperanza y el amor. Nuestros corazones
son inquietos («inquietum est cor nostrum»), dijo
San Agustín, agitados por la posibilidad de renova­
ción y renacimiento, preñados de un futuro absoluto,
una sorpresa absoluta, igual que la Virgen María.
La religión en mi argumento es un pacto o una
«alianza» con lo imposible. Tener un sentido religio­
so de la vida es desear, con un corazón inquieto, una
realidad más allá de la realidad, estremecerse ante la
posibilidad de lo imposible. Si a veces se piensa en
el sentido religioso de la vida en términos de eterni­
dad, bajo la influencia de Platón, mi consejo es re­
flexionar sobre ello en términos de tiempo, como
una forma temporal de ser, una forma de surcar las
olas del tiempo, intentando alcanzar su cresta mien­
tras intentamos no acabar ahogados. Es por ello por
lo que las narraciones religiosas están llenas de tan­
tas historias milagrosas, que son historias de cambio
transformador más asombrosas que cualquiera de
las que Lewis Carroll jamás se atrevió a imaginar
que le ocurrirían a Alicia: las vírgenes se convierten
en madres, las montañas se mueven según mandato,
los mares se abren, los muertos se levantan de la
tumba, y, lo más importante, porque de eso se trata
en estas historias, los pecadores son perdonados y se
les concede un nuevo corazón, metanoia. Perdonar
es librarse del peso del pasado y devolverle a alguien
la esperanza de la vida, un futuro nuevo, que es po­
siblemente lo más básico que Jesús tenía que decir.
Las Escrituras están llenas de narraciones en las
que el poder del presente se rompe y la realidad en
toda su amplitud se abre como una flor, desdoblando
el poder de lo posible, el poder de lo imposible más
allá de lo posible, de lo hiper-real más allá de lo real.
Así que más que ser arrastrados a un reino fantástico
e ilusorio, que es la conclusión a la que han llegado
los críticos de la religión como Freud o Marx, la fe,
la esperanza y el amor son lo que necesitamos para
continuar dentro de lo real más allá de lo real, de lo
hiper-real sin plazo fijo más allá de los límites res­
trictivos del presente. En vez de alucinaciones, la fe,
la esperanza y el amor son lo que necesitamos para
tener una experiencia real y transformadora. «Cuan­
do envías tu espíritu, ellos son creados; y tú renuevas
la faz de la tierra», dice el salmo (Salmos 104,30).
En la idea bíblica de Dios como creador está arraiga­
da la idea de la re-creación. Dios no puede pasar seis
días creando el mundo y después soltar las herra­
mientas en el camión y marcharse de fin de semana
por las buenas. Exigimos que Dios esté en el trabajo
las veinticuatro horas del día, pues parte del traba­
jo de crear todas las cosas en primer lugar es el de
hacer todas las cosas nuevas, una y otra vez. No esta­
mos satisfechos con nacer, sino que queremos nacer
de nuevo, renacer, como les gusta cantar y gritar a
aquellos que encuentran siempre respuesta para todo
en la Biblia (¡y yo les sigo en eso!). Cada «Sí» re­
cuerda al «sí» de María, naturalmente pide un segun­
do «sí», una confirmación y prolongación del primer
«sí», que asegura que no nos retractamos de nuestra
palabra. La estructura del «sí», que va al corazón de
la experiencia humana, es una estructura de repeti­
ción, de «sí, sí», que es muy parecida al «Amén» he­
breo o «oui, oui», así sea, tres hurras, ¡ahora mismo!
Sí, sí a lo que viene, al Dios del sí, a lo imposible
convirtiéndose en posible.
Esto también explica por qué la religión tiene una
dimensiónprofética. Con «profético» no me refiero al
perfeccionamiento de nuestra capacidad de predic­
ción del presente-futuro, a prever lo que el futuro nos
depara, como si el ser religioso fiiera algo parecido a
ser el hombre del tiempo. Me refiero a lo que en las
tradiciones judeo-cristianas se llama la esperanza y
la expectativa «mesiánica», que desea la paz y la jus­
ticia de la era mesiánica. Incluso Karl Marx, que se
veía a sí mismo como un científico insensible, que ex­
ponía sin ninguna pasión la futilidad de la ilusión re­
ligiosa en el nombre del progreso histórico revolucio­
nario, tuvo un poco esos ojos de loco típicos de los
profetas judíos. Como cualquiera que sepa algo de re­
ligión profética puede ver, la «ciencia» de la política
económica de Marx, que afirmaba haber calculado las
frías leyes económicas que hacían girar las ruedas de
la historia (el lado de Marx que resultó ser un error),
no era más que la transcripción de una pasión proféti-
ca, de un anhelo profético de la era mesiánica (mien­
tras se pensaba que estaba desacreditando a la reli­
gión). Marx rezaba y sollozaba por una era en la que
los ricos dejasen de aprovecharse de los pobres e hi­
cieran sus fortunas a costa de las espaldas dobladas de
la gente más indefensa de la sociedad, las minorías e
inmigrantes, las mujeres y los niños. Ése es el mejor
lado de Marx, el más resistente, su lado religioso-pro-
fético, el camino que incluso siguió para decir una
pequeña oración por la noche al Señor Hebreo de la
historia, justo antes de dormirse (aunque luego no lo
recordase a la mañana siguiente). Ése es el Marxismo
al que cualquiera que no sea un patán insensible debe­
ría decir «sí, sí», debería rezar devotamente «venga»,
«venga a nosotros tu reino». Marx descendía de una
larga línea de profetas judíos, por esa razón, y para
horror del Papa Juan Pablo II, que comparte los laure­
les con Ronald Reagan como el Conquistador Histó-
rico-Mundial del Imperio del Mal, algunas versiones
del ateísmo de Marx funcionan tan bien en las iglesias
de los pobres. También por esa razón considero que la
distinción entre el teísmo y el ateísmo es un poco más
inestable de lo que la gente piensa, incluidos la mayo­
ría de los papas y los obispos.

3. EL SECRETO

Sigo intentando reunir el valor para plantear mi


duda, para preguntar de verdad la pregunta que me
sirve de guía y que he aprendido de San Agustín:
«¿Qué amo cuando amo a mi Dios?». Todo depende
de esta pregunta. Es una pregunta nada cardinal, que
sin duda, puede poner nerviosos a los obispos, es la
pregunta de los trastornados. Pero antes de asumirlo
directamente, debo primero, una vez más siguiendo
a San Agustín, hacer una confesión. Dicha confesión
viene acompañada de una recomendación a la que
todos nos sumamos, porque no tengo la intención de
quedarme solo dando tumbos en el viento de esta
confesión mientras todos los demás parecen más
inocentes que un cordero. No soy un héroe fálico
que salta en solitario y no tengo coraje para arrojar­
me solo al abismo. Confieso que estoy trastornado,
que no sé quién soy; pero les recomiendo enorme­
mente que estrechemos todos las manos y confese­
mos de forma comunitaria que estamos trastornados
y no sabemos quiénes somos. Todos queremos saber
quiénes somos y «de qué van» nuestras vidas, ésta es
nuestra primera, última y constante preocupación.
Ésa es la pasión de nuestras vidas, y es una pasión
profundamente religiosa. Para bien o para mal (de­
pende del día que me lo pregunten), no simplemente
vivimos sino que nos preguntamos por qué; para
bien o para mal, no simplemente vivimos sino que
soñamos con cosas que nunca han ocurrido y nos
preguntamos por qué no (el hermoso panegírico de
Edward «Teddy» Kennedy a Robert «Bobby» Ken­
nedy). No estamos satisfechos con la vida, con los
límites que el presente y lo posible nos establecen,
sino que luchamos y nos esforzamos por conseguir
esto o lo otro, no sabemos qué. Mi modesta contri­
bución a esta inquietud eterna del corazón humano,
la única cosita que espero añadir a laphilosophiape-
rennis, es esto: No sabemos quiénes somos, es decir
quiénes somos. «Quaestio mihi factus sum» (suena
mejor en latín) según lo plantea San Agustín: «Me
he hecho una pregunta», citando a San Pablo (Ro­
manos 7,15). ¿Quién soy? Soy alguien que entiende
su vida como un interrogante, cuya vida siempre se
cuestiona, es lo que le da sal a la vida. Buscamos
pero no hallamos, no lo suficiente, no si somos sin­
ceros; eso no desanima al corazón religioso sino que
levanta y aumenta su pasión, pues esto supone un
nuevo encuentro con lo imposible. Podemos y debe­
mos tener nuestras opiniones al respecto; finalmente
debemos emitir algún juicio y adoptar una postura
ante la vida, pero mi consejo es añadir un coeficien­
te de incertidumbre a lo que decimos, porque inclu­
so después de haber adoptado una postura, todavía
no sabemos quiénes somos. No Conocemos El Se­
creto (¡adviertan las mayúsculas!).
Que no haya malentendidos: No estoy recomen­
dando una vida de ignorancia o de ver los toros des­
de la barrera, de la comodidad de encontrar el punto
que precede al «o bien.../o bien...», la paz ficticia de
un espacio que de alguna manera elude la pugna en­
tre fuerzas opuestas, sin optar ni decidimos por un
camino u otro. Nada más lejos de mi intención; he
definido la vida en términos de sal y pasión, pasión
religiosa, una pasión por lo imposible. No obstante
digo que la condición de esta pasión es el no saber,
ese no saber es el elemento ineludible en el que se
toman las decisiones, que intensifica la pasión de las
mismas. Este no saber no es un tipo de ignorancia
simple, corriente y moliente sino más bien parecida
a lo que los místicos llaman una docta ignorantia,
una ignorancia sabia o culta, que sabe que no lo sa­
bemos y sabe que este no saber es el horizonte inelu­
dible en el que debemos actuar, con la debida deter­
minación, con toda la urgencia que exija la vida. Pues
la vida no nos da respiros, no retrasa sus exigencias
una hora o dos mientras paramos para comer y nos
echamos una siestecita. Nos exige que actuemos, pero
nuestras decisiones se ven recubiertas por una fina
película, una sensatez incómoda y callada, de desco­
nocimiento.
No pretendo desanimar a nadie. Nada más lejos
de ello. No considero que «el secreto» sean malas
noticias sino parte de un minimalismo saludable y
optimista que actúa asumiendo que conseguimos
los mejores resultados confesando completamente
la dificultad de la condición humana sin forzar de­
masiado las cosas ni poner demasiada buena cara a
nuestro aprieto. El secreto, según mi hipótesis, es
que no hay tal secreto. No digo todo esto al servicio
de una especie de escepticismo académico de moda,
de un nihilismo fálico en boga que es uno de los lu­
jos de la vida en el camino permanente. Por el con­
trario, por decirlo en términos que todo inversor en
fondos mutuos me entienda, creo que a largo plazo
esto produce el mejor rendimiento, aunque a corto
plazo es desconcertante. Por lo que a mí respecta, y
creo que esto es esencial para el sentido vehemente
y confuso de la vida que estoy intentando describir,
no estamos integrados en una Super Fuerza trascen­
dental que nos comunica El Secreto del Significado
de nuestras vidas, ni del universo, ni de lo bueno y
lo malo, con la condición de que recemos y por las
buenas ya no tengamos pensamientos impuros. Así,
creo, es como piensa mucha gente sobre qué es la
religión, incluso muchos religiosos, y yo intento
persuadirles. Como regla general, debería añadir, la
mejor forma de hacer que pierda fuerza la tendencia
contra la que estoy advirtiendo es ponerfLA] en ma­
yúsculas. A mi entender, no nos ha visitado ninguna
Super-Revelación, ningún Descubrimiento Apoca­
líptico, que responda a nuestras preguntas. Debería
añadir que tampoco hemos dado con ningún Super
Método en filosofía o ni siquiera en ciencia, siem­
pre que LO sigamos (El Método) rigurosamente,
que exponga la Esencia o la Hiper Esencia de la
Realidad, que nos dirija en las tormentosas olas del
porvenir ni retire el velo de las apariencias. No po­
demos, mediante la ciencia, la filosofía o la religión,
situamos de forma segura en ningún lugar privile­
giado por encima de la lucha mortal habiendo gana­
do gran parte del terreno de un Acceso Privilegiado
hacia la Forma en que las Cosas Son, que «nos» dis­
tingue (a los filósofos, los físicos, los verdaderos
creyentes, etc.) de los pobres mendigos de ahí abajo
en la vida cotidiana que vagan con dos cabezas y no
conocen El Camino. Todos necesitamos un «cami­
no», no lo niego, pero lo que sí niego es que cual­
quiera tiene la autoridad de poner en Mayúsculas su
camino. De todas formas, no hay manera de cono­
cer El Camino, ninguna que yo sepa.
Confesando sinceramente que no sabemos quié­
nes somos, que nos han aislado del Secreto, nos ve­
mos forzados constantemente a traficar con «inter­
pretaciones», es algo ineludible y una buena forma
de definir la «hermenéutica», una palabra que goza
de cierta actualidad entre los académicos contempo­
ráneos. No recomiendo la ignorancia y tampoco
digo que no exista la verdad, pero intento argumen­
tar que la mejor forma de pensar en la verdad es 11a­
marla la mejor interpretación que nadie haya dado
todavía mientras reconocemos que ninguno sabe­
mos qué viene después. Hay muchas verdades que
compiten y luchan unas contra otras por obtener una
posición dominante, y la verdad es que tenemos que
aprender a afrontar el conflicto. Los cielos no se
abren y dejan caer La Verdad en nuestros regazos. Si
exprimimos este punto hermenéutico sobre lo inelu­
dible de la interpretación también obligaremos a
realizar un cambio en lo que queremos decir con «la
verdad», un cambio en hacer la verdad, que será un
poco como hacer lo imposible. Retomaré esto en el
capítulo cinco, donde argumentaré que es una carac­
terística especial de lo que llamamos «la verdad re­
ligiosa». Pues por una «religión sin religión» entien­
do una religión sin verdad.
Nos vemos privados, desafortunadamente, de
cualquier Apocalipsis que nos revele El Secreto. To­
dos metemos primero una pierna y después otra al
ponemos los pantalones e intentamos pasar el día lo
mejor posible. El secreto es que no hay Secreto, ni
Principio Decisivo y Sabelotodo sin mayúsculas ni
Revelación que exponga las cosas como Realmente
Son y, de ese modo, ponga a descansar el resto del
conflicto de las interpretaciones. Cuando abrimos la
boca, sólo hablamos nosotros, pobres individuos que
existimos, como le gustaba decir a Kierkegaard, y
estaríamos mal aconsejados si pensásemos que so­
mos los Portavoces del Ser o del Bien o del Todopo­
deroso. Sin embargo, en mi hipótesis no se trata de
una mala noticia, porque tiende a comprobar la pro­
liferación de gente que se confunde a sí misma con
el Ser, o con el Bien, o con el Todopoderoso, que
cree que ha sido enviada al mundo para contarle al
resto de nosotros lo que Dios o el Ser o la Naturaleza
(o lo que sea) piensa, cuando en realidad lo que es­
tamos escuchando no es nada más que el punto de
vista de Fulanito, un tipo lo suficientemente decente
si llegas a conocerlo pero que suele darse demasiada
importancia.
Tampoco niego lo que llamamos las «Sagradas
Escrituras» o la «Palabra de Dios». Sólo pretendo
encontrar una buena descripción de lo que significa
intentando situarlo dentro del elemento de lo desco­
nocido, dentro de este salmo a la ignorancia culta
cuya arpa estoy punteando en este momento. De ahí
seguiré manteniéndome fiel a mi hipótesis minima­
lista aunque incluyamos un Libro del Apocalipsis, o
de la Revelación, en nuestras Sagradas Escrituras;
porque nos falta una revelación apocalíptica que afir­
me que este libro es «El Apocalipsis», algo que los
creyentes en ese Libro aceptan, es decir a través de
un cristal oscuro, sans Apocalipsis. Incluso el Apo­
calipsis es sans apocalipsis. Eso significa que los cre­
yentes en ese Libro deberían moderar sus quejas so­
bre La Revelación que (ellos creen) han recibido, ya
que su interpretación es que han recibido una revela­
ción, mientras no todos los demás están de acuerdo.
Una revelación es la interpretación de lo que los cre­
yentes creen que es una revelación, lo que significa
que es una entrada más en la competición del conflic­
to de las interpretaciones. Los creyentes deberían re­
sistirse en consecuencia a convertirse en triunfalistas
de lo que creen, ya sea personalmente o en su comu­
nidad particular. Aparte de los méritos intrínsecos
del libro sobre cuya interpretación todos podemos
discutir (y discutir y discutir), lo que principalmente
tienen que ofrecer para apoyar su creencia de que
ésta es la Revelación es el hecho de que ellos lo creen,
o que se ha creído durante siglos (una razón por la
cual, la historia nos enseña con frecuencia, es el des­
tino quien visitó a aquellos que rehusaron creerlo).
No establecen nada excepto su propia mezquina ve­
hemencia llamando a los demás «infieles» o mirán­
dolos por encima del hombro y acusándolos de care­
cer de «trascendencia» en sus vidas. Para ser sincero,
como también argumento, la religión no tiene un
puesto en el mercado de los que fingen Conocer El
Secreto. Recomendaría la misma modestia a los cien­
tíficos y a los filósofos, quienes deberían resistirse de
la misma manera a adoptar actitudes apocalípticas
hacia la Física o la Metafísica o ponerlas en mayús­
culas, no sea que estas dos empresas de otro modo
respetables y modestas, juntas o por separado, su­
cumban a la ilusión de que son ellas quienes han to­
mado el punto débil de la Naturaleza, o del Ser, o de
La Realidad, que ellas, si lo puedo decir así, tienen el
dedo en el ombligo del Ser.
Confesar que no tenemos acceso al Secreto pre­
senta una cautela beneficiosa en nuestras vidas que
tiende a contener la violencia, la «agresividad» inte­
lectual, que amenaza con estallar siempre que nos
tropezamos con algo «diferente». Lo diferente es la
bestia negra de los fieles. No obstante, los efectos de
esta confesión no sólo son críticos y negativos, sino
enormemente afirmativos y estrechamente conecta­
dos con la pasión religiosa por lo imposible que estoy
intentando describir. Porque si el secreto es que no
hay Secreto, entonces se entiende que sólo podemos
y en verdad, debemos creer, y de hecho que debe­
mos creer algo. Cuando digo que no sabemos quié­
nes somos, no pongo la barbilla en el pecho. No es­
toy recomendando el desaliento y la desesperanza ni
que abandonemos la búsqueda. Como cualquiera, me
gustaría saber lo máximo sobre todas las cosas posi­
bles y he invertido una pequeña fortuna en mi biblio­
teca. No estoy componiendo mis «lamentaciones»,
no estoy soltando un grito inquietante de que todo es
vanidad, una labor de Sísifo inútil. Por el contrario,
todo esto es parte de una operación optimista y posi­
tiva que reconoce que estamos llamados a inventar­
nos y reinventamos o, puesto que estoy hablando del
tipo de cosas que no dominamos, dejamos reinven-
tar, dejar que lo imposible nos supere. Estoy pidiendo
que nos abramos hacia un futuro que no vemos venir,
cuya venida sólo podemos ver en la oscuridad y en
un espejo, y que, sin embargo, esperamos y desea­
mos apasionadamente. Más que un lamento de Sísi­
fo prefiero un «sí» enorme y gigantesco como el
estimulante «sí» que Molly Bloom pronuncia al fi­
nal de Ulises. «Y sí, dije sí, Sí». Muy excitante,
muy excitante. Si alguna vez rompiera mi propia
norma, «sí» («Sí») sería la única cosa que me per­
mitiría poner en mayúsculas: sí al futuro, a lo que
ha de venir, a las posibilidades de lo que el ojo no
vio ni el oído oyó, a la posibilidad de lo imposible,
sí al Dios del sí, a «Ja»-weh. Oui, Oui, amen. Sí,
Dios es sí. Sí, sí a mi Dios.
Ahora por fin he reunido el valor para formular
nuestra pregunta y volver a mi querido San Agustín,
a quien nos encontramos rezando y llorando por sí
mismo en las Confesiones, en escenas tan íntimas
que nos ruboriza presenciar, con palabras tan priva­
das que nos da vergüenza escucharlas.
4. ¿QUÉ AMO CUANDO AMO A MI DIOS?

La línea inicial de San Agustín en las Confesio­


nes es que nuestros corazones son inquietos y no des­
cansarán hasta que descansen en Dios, que yo he
transcrito de forma poco pudorosa diciendo que to­
dos estamos un poco trastornados. Somos conduci­
dos de aquí para allá por un deseo tras otro y a veces
por varios deseos a la vez, y no conseguiremos la paz
hasta que descansemos en «Dios», porque el nombre
de Dios es el nombre de lo que amamos y deseamos.
Lo que quiera que eso sea. Por lo tanto la verdadera
pregunta difiere de la que hemos venido siguiendo:
¿(qué amo cuando os amo a vos, Dios mío? Sabéis
que os amo, Oh, Señor, dice San Agustín a Dios. Sa­
béis Señor, y yo también lo sé, que persigo algo, de
aquí para allá conducido por mi incesante búsqueda
de algo, por un deseo profundo, de hecho por un de­
seo más allá del deseo, más allá de los deseos parti­
culares de las cosas particulares, por un deseo de no
sé qué, de algo imposible. Todavía, aunque nos ele­
vemos con las alas de tal amor, la pregunta permane­
ce, ¿iqué amo, qué estoy buscando? Cuando San
Agustín habla así, no deberíamos pensar que sufre
por un gran agujero o falta o vacío que busca llenar,
sino que es alguien que rebosa amor y que busca sa­
ber hacia dónde dirigir su amor. No sale a ver qué
puede conseguir, sino qué puede dar.
¿Cómo se llama lo que amo cuando amo a mi
Dios? Ya que nos dicen que Dios es amor, esta pre­
gunta, he dicho, tiende a dibujarnos dentro de un
círculo que pone nerviosos a los obispos en todas
partes. ¿Es el caso, como pensó el obispo San Agus­
tín, que siempre que nos vemos arrastrados por el
amor a algo, cualquier cosa, es realmente a Dios a
quien estamos buscando, pero simplemente no nos
hemos dado cuenta de que es a Dios a quien ama­
mos, más bien la forma en que veo a Pedro venir
aunque no sepa que es Pedro? O es al revés, ¿el
nombre de Dios es un nombre que le conferimos a
las cosas que queremos mucho, como la paz o la
justicia o la era mesiánica? ¿Qué es ejemplo de qué?
¿Es el amor una forma de ejemplificar a Dios?
¿Cuál es cuál? ¿Qué es qué?
Dado lo que he dicho sobre el Secreto, debo in­
sistir en la productividad y la fertilidad de dejar esta
pregunta abierta. Si, desde la perspectiva ortodoxa
de los consejos de la fe confesional, el amor es el de
los predicados o los nombres que damos a Dios, y
Dios es decididamente el sujeto, entonces estoy in­
tentando dejar un poco de espacio para lo hetero­
doxo. Los obispos y los cardenales son «bisagras»
que tratan de mantener la religión en la Enseñanza
Correcta, de manera que las puertas de lo ortodoxo
se abran suavemente a los creyentes y se cierren a
cal y canto ante los infieles, mientras yo me inclino
a pensar que el secreto nos ha trastornado a todos, y
que esto es lo que da sal a la vida y una genuina pa­
sión religiosa. Me interesa dibujar las líneas, no en­
tre lo ortodoxo y lo heterodoxo, ni siquiera entre los
teístas y los ateos, o lo religioso y lo secular. Mi dis­
tinción fundamental es entre lo salado y lo soso, que
es como yo marco las diferentes formas de amar a
Dios, con quien nada es imposible, que es la marca
definitoria de la pasión religiosa. San Agustín dice
que Dios es amor y que lo que amamos cuando ama­
mos a nuestro Dios es Dios, y que cuando los «no
creyentes» (incluido él mismo, antes de su conver­
sión) salen en busca de otras cosas, ya sean cosas
muy sublimes como la justicia o muy bajas como sa­
tisfacer la lujuria o la codicia, están realmente com­
prometidos en una búsqueda más o menos inteligen­
te o ignorante de Dios, con la excepción de que no se
dan cuenta de que es a Dios a quien buscan.
En mi opinión, sin embargo, por muy fuertemen­
te que San Agustín intentara cerrar esta puerta, la
dejó ligeramente entornada. Pues su pregunta nos
permite ver que la pasión por Dios tiene un alcance
más amplio, y su pregunta sigue conmocionando in­
cluso después de que San Agustín pensase que la ha­
bía respondido. Es decir, yo dejaría la pregunta de
San Agustín abierta, la explotaría al máximo como
pregunta, y la trataría como una parte permanente y
crucial de la pasión de nuestras vidas, de la quaestio
mihifactus sum de la que él hablaba. Cuando agacha­
mos la cabeza y amamos a Dios con todas nuestras
fuerzas, no sabemos si el amor es un ejemplo de Dios
o Dios es un ejemplo de amor. O si la justicia es uno
de los nombres que usamos para hablar de Dios o el
nombre de Dios es una forma que tenemos de hablar
de justicia. O lo imposible (la lista continúa). Confe­
samos que seguimos confusos en este punto y que no
sabemos cómo resolver la confusión.
La pregunta de San Agustín: «¿Qué amo cuando
amo a mi Dios?» persiste como una pregunta irredu­
cible y eterna, una pregunta constante, primera y úl­
tima, que nos persigue por los pasillos de nuestros
días y noches de manera permanente, dando sal y
fuego a nuestras vidas. Ésa es la razón de por qué
dicha pregunta está relacionada con otra persistente
pregunta agustina, «¿quién soy yo?», a la que San
Agustín responde, como ya hemos visto, en el pode­
roso libro X de Confesiones «una tierra de dificultad
y de gran sudor». A vuestros ojos, Oh Señor, dice:
«Me he convertido en una pregunta a mí mismo».
Así pues, estas dos preguntas, la de Dios y la de Sí
mismo, van de la mano para San Agustín. Tanto Dios
como sí mismo: cuanto más me sacude interiormen­
te la pregunta de qué es lo que amo, más me sacude
la pregunta de quién soy, en virtud de la cual este
sentido del ser un «yo» se revuelve e intensifica. Por
ello pienso que estoy siendo muy agustino cuando
digo: no sabemos quiénes somos, es decir quiénes
somos. No cuestiono el yo, sino que lo trato como
una pregunta. Cuando confesamos que no sabemos
qué amamos cuando amamos a nuestro Dios, también
estamos confesando que no sabemos quiénes somos,
nosotros que amamos a nuestro Dios. ¿Quién soy?,
pregunto con San Agustín, y la respuesta es que soy
una pregunta para mí mismo. ¿Quién soy? La res­
puesta que responde con otra pregunta; la respuesta
consiste en seguir preguntando, en mantener viva la
pregunta, es decir, qué es el «yo», para seguir pregun­
tando y para amar a Dios, para amarlo y hacer lo que
vos deseéis (otra cosa interesante que dijo San Agus­
tín, aunque yo le estoy dando un giro). ¿Qué amo
cuando amo a mi Dios? ¿Es a Dios? ¿Es la justicia?
¿Es el amor mismo? De nuevo, la respuesta es otra
pregunta. Yo soy el que se preocupa por esto, y el
nombre de Dios es el nombre por el que me preocupo.
Lo imposible me aturde (perturbatio).
Los religiosos de tipo conservador, ortodoxo y
de derechas pensarán que hablo sin decir nada, que
intento evadir la pregunta y evitar dar una respuesta.
En realidad, es todo lo contrario. Mi idea es dar la
máxima pasión a esta pregunta. Mi opinión, puesto
que dudo que haya algo llamado «La Respuesta», en
mayúsculas, a esta pregunta, es que lo único que po­
demos hacer es responder. El modo en que María
respondió «aquí estoy» cuando Gabriel le anunció
las sorprendentes noticias a la Virgen sobre el naci­
miento de un hijo, o el modo en que Abraham res­
pondió «aquí estoy» cuando el Señor le exigió que
matara a su hijo (una historia muy problemática que
necesita una explicación cuidadosa). Se trata de res­
ponder, de hacer la verdad, de que la verdad suceda,
facere veritatem, como dijo San Agustín, hacer jus­
ticia, hacer lo imposible, hacer que la montaña se
mueva, ir donde no puedo ir, aunque no sepa quién
soy o qué amo cuando amo a mi Dios. Mi «respon­
sabilidad» no es sólo especular en mi procesador de
textos sobre el nombre de Dios sino hacer justicia.
Cuando el amor de Dios nos llama, lo mejor sería
responder «¡aquí estoy!». Porque es Dios quien nos
llama, y debemos ser receptivos y responsables. De
igual modo, los religiosos de tipo conservador, orto­
doxo y de derechas deben vigilar que su voluntad de
especificar y determinar en fórmulas bien definidas
qué aman cuando aman a su Dios no se convierta en
una irresponsabilidad y una complacencia, que les
permita pensar que, como se han adscrito a uno u
otro credo, o han hecho lo que tenían que hacer se­
gún los manuales o los líderes de esos credos, ya han
desempeñado su función y llevado a cabo su respon­
sabilidad de forma absoluta. Así el carácter relativa­
mente decidido de sus confesiones de fe se convierte
en una respuesta cómoda, que sustituye a la de res­
ponder «en espíritu y en verdad» (Juan 4,24).
Busco a tientas una idea religiosa y genuina de
«verdad» y una verdadera idea de «religión», una
que se centre en la inquietud por uno mismo y por lo
que ama, en permitirse a sí mismo estar trastornado
y atribulado por lo imposible. Inquietum est cor nos-
trum: Nuestros corazones son inquietos y no descan­
sarán hasta que descansen en vos, Oh Señor, Dios
mío. Pero ¿quién sois vos, Señor? y ¿dónde estáis? Y
¿quién soy yo? Intento decir que la estructura de lo
religioso irrumpe en nuestras vidas justo en el mo­
mento en que experimentamos los límites de nues­
tras capacidades, potencias y posibilidades y nos en­
contramos de frente con lo imposible, que está más
allá de nuestro alcance. Aquellos que niegan lo reli­
gioso quieren seguir siendo dueños de sí mismos,
retener su propio poder, su propia voluntad. Los an­
tiguos estoicos dijeron que si buscamos lo que es
posible, aceptamos lo que es necesario y permane­
cemos dentro de nuestros límites, tendremos auto­
nomía y autarquía; entonces seremos felices porque
no nos faltará de nada y nos permitiremos a nosotros
mismos desear. San Agustín se reía de esa idea al de­
cir que la felicidad de estos hombres consiste en ¡ha­
ber hecho las paces con su miseria! Los estoicos nos
aconsejaban negar la religión, resistimos a hacernos
vulnerables, tener calma y apatheia (nada de pa­
sión), mientras que en el sentido religioso de la vida,
toda calma es importunada por una pasión divina,
una perturbatio divina, un trastorno divino, una agi­
tación incansable con una pasión por lo imposible.
Recordemos que la famosa «conversión» de San
Agustín no descansaba precisamente en abandonar
el sexo y el romance, que era sólo su lado más sen­
sible, sino en abandonar su disposición sobre sí mis­
mo, su apego a su propia profesión y ambiciones
como un retórico que buscaba ascender y estaba en
alerta para alcanzar un puesto más cómodo e impor­
tante en el gobierno romano. Su conversión sucedió
en el momento preciso en que su dominio de sí mis­
mo se vio desplazado por el dominio de Dios, cuan­
do su amor por sí mismo cedió al amor por Dios.
Sólo cuando hubo roto el encanto del amor a sí mis­
mo (sabéis que os amo, Señor), fue cuando le visitó
la pregunta, pero ¿qué amo cuando amo a Dios?
Mientras persiguió su propio deseo por la carne y su
propia ambición, no le asaltó en absoluto ninguna
duda sobre lo que buscaba. La conversión de San
Agustín descansa en una transformación de lo que
amaba, que requería una transformación del propio
San Agustín en una pregunta para sí mismo, y una
transformación de su amor en una pregunta sobre lo
que amaba.
Esta profunda y resonante pregunta de lo que
amaba cuando amaba a Dios no era una pregunta
que se hacía en abstracto o anterior al amor. No era
como si hubiera sido invitado a hablar de este tema
en una conferencia y los patrocinadores le hubieran
ofrecido generosos honorarios, ni para pagar sus gas­
tos, de forma que él sintiera que tenía que ocurrírsele
algo. «Dios» no era una especie de magnífica hipóte­
sis teórica o explicativa para San Agustín, como la
tan ansiada por los científicos «teoría de la unifica­
ción» en la actualidad, sino algo que había transfor­
mado su vida. La pregunta que se hacía sobre el amor
era una pregunta que extrajo del amor, de la pasión
de su amor, en el cual intentaba entender lo que ya
amaba. Cuando el amor de Dios empezó a superarle,
trastornarle y a tambalear los pilares de su vida fue
cuando la pregunta, ¿qué amo cuando os amo?, Oh
Señor, empezó a tener poder. Normalmente creemos
que primero tenemos que llegar a conocer algo o a
alguien para después amarlo. Sin embargo, una de
las grandes lecciones de los escritos de San Agustín
es que el amor es quien dirige nuestra búsqueda de
conocimiento. Atrapados en las garras de lo que se
ama, el amor se conduce para entender qué ama, algo
que tendremos en cuenta más adelante cuando vea­
mos a San Anselmo, cuyo pensamiento es muy pare­
cido al de San Agustín. El amor dirige la pregunta y
también hace que sea posible entender lo que ama­
mos, al menos, hasta donde se puede entender.
En el sentido religioso de la vida, amamos de
forma apasionada algo que se resiste a toda Explica­
ción Definitiva, que se niega a reducirse para adqui­
rir una forma determinada. Contrariamente a la for­
ma de interpretar las Confesiones que tienen sus lec­
tores ortodoxos, creo que la historia de San Agustín
nos muestra que la religión irrumpe, no necesaria­
mente cuando nos adscribimos a una u otra fe confe­
sional, sino cuando confesamos nuestro amor por
algo además de por nosotros mismos, cuando (en
una etimología) «nos vemos ligados» (re-ligare) a
algo distinto, es decir, distinto de nosotros mismos,
o (en otra etimología) cuando nos recogemos (re-le-
gere) y nos centramos en un foco que transforma
nuestro amor. Algo más espectacular y más grande
que nosotros aparece, nos atropella y nos desposee.
Algo supera nuestros poderes, capacidades y posibi­
lidades y nos expone a algo imposible. Algo nos exi­
ge y nos echa del círculo del amor propio, nos saca
de nosotros mismos y nos deja al servicio de los
otros y de algo futuro. El sentido religioso de la vida
irrumpe cuando soy rigurosamente leal, «religiosa­
mente» fiel {religio en otra etimología, que significa
«cuidadoso» o «de forma disciplinada») al servicio
de algo diferente de mí mismo, más importante que
yo, al que juro obediencia, que me tiene más a mí
que yo a ello.
Incluso aunque no tengamos muy claro qué es
exactamente. En especial si no lo tenemos claro.
Sólo entonces me veo obligado a preguntar y cues­
tionar qué amo. El amor me lleva a entender qué
amo cuando amo a mi Dios. Estoy, en último térmi­
no, enamorado del amor, no en el sentido de amar
estando enamorado, flirteo sin compromiso, cortejo
sin matrimonio, sexo sin descendencia, sino en el
sentido de estar acosado por el amor, superado por el
amor, arrancado de mí mismo por el amor. Entiendo
que la idea de uno mismo descansa en esta dedica­
ción, este regalo de sí mismo, a algo más allá de mi
amor propio, a los niños, todos los niños, no sólo el
mío, al futuro, al menor entre nosotros. En el nom­
bre de Dios, o la justicia, o la Fuerza, o algo, no sé
qué. Aunque para todo el mundo parezca un vulgar
ateo (si todavía se mueven dentro de la cuestionable
y creciente distinción entre teísmo y ateísmo). Quizá
entonces de forma especial.
No estoy elaborando un informe en contra de
las fes confesionales. La religión de las iglesias y
de las fes organizadas sigue siendo, para bien o para
mal, la forma dominante que la religión tiene en la
actualidad y la depositaría permanente de las prin­
cipales narrativas religiosas antiguas. Facilitan a la
religión una masa crítica, con una estructura y una
constancia social sin la cual probablemente desapa­
recería o se disiparía. Suministran estructuras per­
manentes dentro de las cuales las grandes narrativas
se conservan, se interpretan y pasan a las generacio­
nes siguientes. Realizan innumerables actos de ser­
vicio y generosidad y conservan el nombre de Dios
proclamándolo y alabándolo de forma sistemática
y consistente. También dedican una cantidad impía
de tiempo en poner en orden sus rangos, en acallar
la voz de los disidentes y en excluir, «excomulgar»,
a aquellos que suplican ser diferentes de sus comu­
nidades e instituciones, batallando con aquellos de
confesiones diferentes y, en general, intentando que
los que no están de acuerdo con ellos parezcan los
malos. Así pues, la gente de lo imposible es también
la gente imposible, un punto que retomaré en el ca­
pítulo cuarto. Siempre fue de este modo (si esto nos
sirve de consuelo).
Las comunidades institucionalizadas están defi­
nidas por su identidad y por la capacidad de mante­
ner el poder de excomulgar al diferente. Si la comu­
nidad es hospitalaria con demasiados «otros», dejará
de ser una comunidad. La hospitalidad, el dar la bien­
venida al otro, es algo que las instituciones religiosas
predican apasionadamente pero lo practican con una
cuidada y calibrada atención. Cualquier sentido de
religión más amplio, de religiosidad sin las religio­
nes confesionales, incluida nuestra religión sin reli­
gión, siempre se considerará una parásita para las
formas confesionales, siempre se alimentará de ellas,
las repetirá con una diferencia, siempre dependiendo
del cuerpo material y de la voz espiritual que estas
instituciones dan a la religión.
No me opongo a las fes confesionales, sólo in­
sisto en que un desconocimiento radical, una fe sin
fe, un sentido del secreto deberían perturbarlas des­
de dentro para que confesaran, como hacemos los
demás, que no saben quiénes son. Quaestio mihi
factus sum es un buen modelo institucional, no sólo
algo privado del corazón. Siempre sería un asunto de
habitar en la distancia entre las fes religiosas deter­
minadas y concretas, el Islam o el Catolicismo, por
ejemplo, con sus vastas armaduras institucionales y
de credo, sus obispos, sus ulemas, y sus esporádicas
armadas, y esta religión más radical e indefinida que
no sabe en qué cree, que no posee los medios para
apoyar su cabeza, que es una pregunta para sí mis­
ma, que no sabe lo que amamos cuando amamos a
nuestro Dios. La fe no es segura. La fe no es fe siem­
pre, de forma que los huecos y las grietas de la fe se
rellenan con más fe y el conjunto se convierte en un
todo perfecto, continuo y equilibrado. La fe es siem­
pre, y ésta es su condición, fe sin fe, fe que necesita
sostenerse de un momento al siguiente, de una deci­
sión a otra, mediante la renovación, la reinvención y
la repetición de la fe, que está, si me lo permiten,
continuamente expuesta a la discontinuidad. La fe
siempre está amenazada, por ello la oración del Nue­
vo Testamento tiene tanto sentido: «Señor, ¡creo,
ayuda mi poca fe!» (Marcos 9,24). Porque mi fe no
puede estar aislada de mi poca fe; forma parte de
ella, razón por la cual la fe es fe y no conocimiento.
El hecho de que no sepa qué amo cuando amo a Dios,
no quiere decir que no ame a Dios, porque ése no es
un asunto de conocimiento, sino que siempre me pre­
gunto quién o qué es el Dios al que amo.
Somos seres históricos y sociales, situados en
una u otra tradición lingüística, cultural e histórica
concreta, formada y foijada por una u otra tradición
religiosa. A nuestras aspiraciones religiosas se les ha
conferido una u otra forma determinada por las tra­
diciones a las que pertenecemos y de las cuales nos
hemos nutrido, que han dado al nombre de Dios car­
ne y sustancia para nosotros. No lo niego; lo afirmo.
No deseo moverme al margen de dicha situación
histórica en el nombre de alguna religión puramente
privada o de alguna verdad religiosa universal y
atemporal que todo lo abarca y que sería la religión
de un Aufklarer, de un intelectual con un sentimien­
to de superioridad sobre los creyentes normales y
corrientes. Un Dios sin historia de carne y hueso,
una religión sin el cuerpo de una comunidad y sus
tradiciones, es una abstracción sin vida. No obstan­
te, quiero que estas formas determinadas de vida re­
ligiosa sean perturbadas internamente por el secreto
que surge de su contingencia histórica, cuestionada
por la pregunta de qué aman, y obligada siempre a
negociar la distancia entre la forma histórica deter­
minada en la que su deseo religioso ha tomado for­
ma en ellas y la indeterminación del secreto, de la
confesión igualmente religiosa de que no sabemos
quiénes somos o qué amamos cuando amamos a
nuestro Dios.
El Cristiano, por tomar el ejemplo con el que me­
jor puedo trabajar, es alguien que confiesa que el po­
der de Dios está con Jesús, que Jesús es Emmanuel,
que significa «Dios con nosotros» y al mismo tiem­
po, a continuación, se ve perturbado continuamente
por la pregunta que Jesús formula: «¿Quién dicen los
hombres que soy?» (Mateo 16,15). En oposición a
la sabiduría condensada de los extraordinariamente
perseverantes, Jesús no es La Respuesta sino el lugar
de la pregunta, de un abismo que se abre por la vida
y la muerte de un hombre que, al anteponer el perdón
al castigo, añadió más confusión a todas los cálculos
humanos, confundiendo por completo a los agentes
de bolsa de lo finito, que siempre buscan un balan­
ce de pagos, es decir, que siempre quieren fijar el
marcador. ¿Quién es este hombre que nos aconseja
perdonar, abandonar nuestro deber, que nos pide,
que hizo, lo imposible? ¿Qué nos dicen su vida y su
muerte acerca de nosotros mismos, incluidos aque­
llos de entre nosotros que, debido a un accidente
de nacimiento, nunca han oído su nombre? ¿Qué
está ocurriendo y qué se ha abierto por nuestro re­
cuerdo de Jesús, por el misterio de sus incontables
enseñanzas de perdón y que nos dijo que fuéramos
de un nuevo corazón (metanoia)? ¿Qué contiene
nuestro recuerdo de Jesús que no se puede conte­
ner en todo el prestigio y poder acumulados por las
instituciones y estructuras, las fórmulas de credo y
las teologías, que se atreven a hablar en su nombre?
¿Qué misterio se revela ahí? El misterio del amor
de Dios, para ser sinceros. Pero ¿Qué amo cuando
amo a mi Dios?
¿Dónde estaría yo sin mi tradición, sin mi trilla­
da copia de las Confesiones? No sé qué pregunta
formularía, o qué textos leería, en qué idioma pensa­
ría, ni en qué comunidad me movería. Sin embargo,
elaboro un informe en contra del «cierre» de las fes
confesionales, en contra de permitirles que cierren
el círculo de la fe, que den portazos a las puertas de
la fe por las intrusiones de otras fes o faltas de fe,
para mantener la fe detrás de las puertas cerradas,
seguras y a salvo, y de este modo sufrir la quimera
de que hay un camino para dar solución a la pregun­
ta cuyo primer significado es que no tiene solución y
que surge de nuestros corazones «inquietos» (in-
quietum), trastornados e inestables. Para mí, nunca
sería una cuestión de elegir entre una fe religiosa de­
terminada y esta fe sin fe que no sabe qué cree ni
quiénes somos, sino de habitar la distancia entre
ellas y de aprender a dejar que se trastornen y per­
turben mutuamente (para que perturbándose, pro­
fundicen la una en la otra). Puesto que así como la fe
necesita siempre estar expuesta a la falta de fe al
confesar que no sabemos en qué creemos, ni qué
amamos cuando amamos a nuestro Dios, del mismo
modo este amor de Dios más abierto e indetermina­
do no puede subsistir en un vacío, no puede ocupar
un lugar atemporal, sin historia y supralingüístico
por encima de la lucha del tiempo y el azar, un puro
desierto de indeterminación. Según mis considera­
ciones, deberíamos pasar nuestros días deslizándo-
nos hacia atrás y hacia delante entre los dos, dando
al desierto del secreto su función mientras que todos
juntos buscamos la hospitalidad de nuestras tradi­
ciones históricas y el refugio de nuestra cultura, sin
los cuales simplemente pereceríamos. Podríamos
pensar que nosotros mismos vagamos en un desier­
to, homines viatores, camino de no sé dónde, pero
continuamente encontrando descanso y hospitalidad
en las fes determinadas, incluso cuando la seguridad
de estos refugios está amenazada por el pensamiento
inestable del sol abrasador y las entumecedoras no­
ches del desierto que yacen fuera de sus círculos
protectores.
CÓMO EL MUNDO SECULAR
SE CONVIRTIÓ EN POST-SECULAR

Recientemente todos estos comentarios sobre lo


imposible se han hecho posibles de nuevo. Durante
demasiado tiempo la «modernidad», la «Ilustración»
y los grandes «maestros de la desconfianza», Marx,
Freud y Nietzsche, lo han declarado prohibido; estos
últimos, se propusieron enmascararlo al igual que
hicieron con el «deseo libidinal» o «la conciencia
alienada». No obstante, los filósofos contemporá­
neos han salido bastante hartos de la «vieja» Ilustra­
ción. Han tendido cada vez más a desenmascarar a
los descubridores modernistas, a criticar a los críti­
cos modernistas, a desencantarse de los desencanta­
dores, a cuestionarse los prejuicios de la moderni­
dad al prejuicio, y a buscar una nueva Ilustración,
una que ilustre acerca de la (vieja) Ilustración. Esta
situación ha llevado inevitablemente a una ruptura
dentro de sus propias categorías sobre el reñido tópi­
co de la religión, donde incluso los intelectuales de
otro modo «seculares» han desconfiado del recelo
que mostraba la Ilustración hacia la religión.
Ello explica el uso que hago de San Agustín en
estas páginas, y mi invocación de la historia de la
Anunciación a la Bendita Virgen. Aprovecho este
momento que a veces llaman «post-modemo». Uno
de los significados más importantes de esta palabra
si no se hubiera usado sin sentido hasta la saciedad
es el de «post-secular». (Otro significado muy impor­
tante, o que podría haber tenido, es post-industrial,
«cultura virtual» de alta tecnología, que comentare­
mos en el próximo capítulo.) En este momento lla­
mado post-modemo, podemos escuchar a grandes y
lacrimógenos santos como San Agustín sin dejar de
considerarlos como almas contrahechas que miran
furtivamente a sus mamaítas. Sin embargo, me apre­
suro a añadir que esta mentalidad «post-secular» no
es poco crítica ni ingenua. Ha surgido como resulta­
do de un proceso de «repetición» que criticando al
crítico ha acabado por adoptar una postura post­
crítica., que curiosamente es parecida aunque sig­
nificativamente distinta de la postura pre-crítica.
El resultado es el descubrimiento de una determi­
nada analogía entre lo pre-crítico y lo post-crítico
y unas líneas de comunicación recién abiertas en­
tre ellos. No obstante, se trata sólo de una analo­
gía, porque lo post-crítico también habrá pasado
por lo crítico y lo habrá tomado en serio, aunque lo
haya superado.
Por ello, es importante mi historia de cómo el
mundo secular se convirtió en post-secular, a pesar
de que en una pequeña reseña muy condensada se
considere, sin reparos, un intento de explicar un
asunto. Para esto utilizo la historia de cómo reciente­
mente lo imposible se ha convertido en posible, y va
al núcleo de mi argumento. Una buena historia nunca
es una historia sin más sino que siempre sirve de ar­
gumento, porque toda historia que valga su sal nos
cuenta quiénes somos (nosotros que no sabemos
quiénes somos). A continuación, hablaré de moder­
nidad y de su «antes» y su «después», que por sim­
plicidad, titulo la edad «sagrada», la edad de la «se­
cularización» y lo «post-secular». Sin embargo, ad­
vierto solemnemente que el lector se sentirá bastante
incómodo con una periodización tan sencilla porque,
como héroe que soy, no acepto ninguna responsabili­
dad al respecto.

1. LA EDAD SAGRADA

En el siglo xi, al comienzo de un renacimiento de


la erudición en la Edad Media, San Anselmo de Can-
terbury, un gran admirador de San Agustín, escribió
un libro titulado Proslogion («alocución»), lo cual
describía como un ejercicio de «fe en busca de enten­
dimiento» (fides quaerens intellectum). Comienza
este tratado con una oración con la que pide a Dios
que le ayude a encontrar a Dios, que le enseñe dónde
y cómo buscar a Dios. ¿Dónde estás, Señor? Si me
alejo de casa y me pierdo, pregunto dónde está mi
casa. No dudo que está ahí, pero la pregunta es ¿dón­
de y cómo la encontraré? Al igual que las Confesio­
nes de San Agustín, la pregunta de San Anselmo se
mueve claramente en círculos, de Dios a Dios, pi­
diendo a Dios que le ayude a encontrar a Dios, como
un ciego pidiendo a alguien que continúe hablando
para que él pueda seguir el sonido, basándonos en el
buen principio agustino de que el amor busca enten­
der lo que ya ama. El Dios que busca San Anselmo es
una parte de la búsqueda, implícita en el compromiso
de encontrarlo, que pretende ayudar, en realidad, a
guiar la búsqueda y a enviar señales al buscador, pues
su atención se distrae con preocupaciones mundanas
y el pecado oscurece su mente. De esta manera, el
Proslogion no describe un movimiento desde un gra­
do cognitivo nulo hacia la infinidad, sino de un senti­
do confuso y a tientas de algo, alguien o de algún
lugar, hacia un sentido claro de quién y dónde. Des­
cribe un movimiento de Dios a Dios y en Dios, que
ilumina el camino. Si alguien hubiera propuesto a
San Anselmo que rompiera este círculo y empezara
de cero, desde algún punto neutral fuera del círculo,
San Anselmo habría pensado que esa persona estaba
loca (o demente). Para San Anselmo, fiiera del círcu­
lo no hay luz y no sucede nada.
Es difícil pero tentador preparar una coreografía
para esta escena y esbozar el espacio del librito de
San Anselmo. Tenemos que contentarnos no sólo
con el hecho de que él se ha vuelto hacia nosotros,
hacia adelante, dándonos una alocución frontal,
pros-logion, enfrentándose a nosotros con una prue­
ba, sino también con el hecho de que nos lo hemos
encontrado en su reclinatorio, de espaldas a noso­
tros, su rostro radiante rezando y vuelto hacia «Ti»,
oh Señor. Cambia fácilmente de «Dios», un objeto
teológico enorme, una gran palabra metafísica, con
una fuerza semántica atronadora, a «Tú», una pala­
bra que se susurra a un amante, siempre tan suave,
tierna, cariñosa, la palabra más cariñosa de nuestra
lengua. «Tú» no tiene un «significado» hablado en
absoluto, es más bien una forma de dirigirse a otra
persona, a un interlocutor en vez de sobre algo de lo
que se ha hablado. Debemos imaginar a un amante
atormentado y vehemente suspirando «¿dónde Estás,
mi Amada?» «¿Durante cuánto tiempo vas a volver­
me la cara?» Esto añade aún otra vuelta de tuerca a la
escena. Pues si el rostro de San Anselmo está vuelto
hacia Dios en su plegaria, el rostro de Dios no lo está
hacia San Anselmo, y éste le busca, si no para ver el
rostro de Dios, al menos para que Dios le vea, para
que Dios se vuelva hacia él, lo mire desde arriba y
escuche sus plegarias.
Es en este contexto donde San Anselmo postula
uno de los «argumentos para la existencia de Dios»
más tentadores y, con frecuencia, más comentados en
la historia de la teología filosófica, pues aparece en
todas las antologías. Tras haber postulado un número
de argumentos menores para la existencia de Dios en
un libro anterior, San Anselmo busca aquí un único
argumento irresistible y global que demuestre que
Dios existe de verdad, uno que nos arrastre y nos haga
arrodillamos para rezar, alabar y admirar los podero­
sos caminos de Dios. El famoso argumento es el si­
guiente: si buscamos dentro de nosotros mismos y de­
cidimos qué significa para nosotros el Dios en quien
creemos, llegaremos a la conclusión de que «no se
puede concebir nadie más grandioso», algo con lo
que hasta un necio (insipiens) estaría de acuerdo. Con
necio se refiere no a alguien con un cociente intelec­
tual bajo, sino a alguien que mezcla lo finito y lo infi­
nito, que toma lo no creado por lo creado, y que dice
que Dios no existe. Pero incluso este necio sabe que el
Dios al que se refiere, diciendo que no existe, es la
idea que él tiene de Dios en su mente. Sin embargo,
ése, que no se puede concebir nada más grandioso
que él, no puede existir simplemente en la mente, por­
que entonces cualquier cosa que exista de verdad fue­
ra de la mente sería más grandiosa. De aquí se sigue
que Dios, ese que no se puede concebir nada más
grandioso que él, debe tener la necesidad de existir no
sólo en la mente sino también en la realidad, a menos
que se pueda concebir algo más grandioso que Dios.
A muchos de los estudiosos que se han adentra­
do en los pasillos laberínticos de este argumento
nunca se les ha vuelto a oír. No estoy por la labor de
sumarme a ellos, aunque, si lo hiciera, la última pa­
labra que ustedes me hubieran oído antes de de­
saparecer en el abismo habría sido objetando que el
argumento no era formalmente válido; por tanto,
habría sumado mi voz a la de Santo Tomás de Aqui-
no, al que no le gustaba el argumento formal más
que a mí, y que era santo. Yo no soy santo y estoy
más interesado en la coreografía de la escena que en
la lógica del argumento, en el contexto de un cre­
yente que busca entendimiento, que pide a Dios que
le conceda entendimiento a su fe de manera que
pueda comprender mejor aquello en lo que ya cree
y así amar mejor lo que ya ha conseguido entender.
Estoy interesado en la idea de Dios que presenta
San Anselmo como una que debe existir sólo por­
que Dios es tan perfecto, tan completo, tan verdade­
ramente real y tan desmesurado, una idea que San
Anselmo ha extraído de una experiencia religiosa
que nada en la abundancia de Dios y que respeta la
incomprensibilidad del mismo. San Anselmo tiene
un concepto de Dios auto-delimitador, un concepto
que advierte sobre cuán inconcebible es lo que se
concibe, que apunta a la desmesura de Dios más
allá del concepto.
El punto que me interesa, la coreografía, mues­
tra a San Anselmo postulando su argumento de rodi­
llas, en una cariñosa reverencia y un amor leal al
Dios más allá de Dios, del Dios de su experiencia
más allá del Dios concebido en ningún concepto.
Encuentra a Dios dentro de sí mismo y se encuentra
a sí mismo dentro de Dios, y entonces intenta aclarar
en qué cree y finalmente termina por dar gracias a
Dios (a «Ti»), por haberle ayudado a entender aque­
llo en lo que cree.

2. SECULARIZACIÓN

Las cosas no podían haber cambiado demasiado


cuando su argumento se repitió en los siglos xvn y
xvm. Ya se defienda o se refute el argumento de San
Anselmo en la modernidad, la verdad es que la co­
reografía se ignora: todas las velas se han apagado,
y el entusiasta espíritu religioso se ha secado. Las
oraciones y las lágrimas de San Anselmo han sido
sustituidas por la lógica de ojos secos y huesos desnu­
dos. La capilla del monasterio, el innecesario pero
hermoso canto gregoriano y el reclinatorio del monje
han desaparecido. Kant ha etiquetado el argumento
como el argumento «ontológico», así se refiere a un
argumento que procede no de datos empíricos o expe­
rimentales sino de puras ideas a priori. Sin embargo,
esto es lo que precisamente no es para San Anselmo,
quien lo rescató del naufragio en el océano de la expe­
riencia religiosa, de su experiencia agustina más inter­
na de la abundante bondad de Dios y la desmesura
que intenta aclarar y glorificar. Lo que ha ocurrido en
los seis o siete siglos transcurridos es que los filósofos
desde Descartes a Kant han construido la idea de la
«conciencia» y el «sujeto» consciente. La vieja idea
agustina del «yo», este ser lacrimógeno, pecador, apa­
sionado, que reza, que se auto-cuestiona, de corazón
inquieto y voluntad dividida, ha sido desplazado, aun­
que ustedes todavía pueden encontrarlo en los már­
genes de la modernidad, por ejemplo, en Pascal y
más tarde en Kierkegaard, como ya veremos. En su
lugar encontramos una «cosa pensante» soberana,
egoísta, sin pasión, plenamente dueña de sus poderes
y posibilidades recabando los contenidos de su mente
y separando aquellos que representan algo objetivo en
el mundo exterior y aquellos que deberían descartarse
por ser simplemente interiores y subjetivos.
Otra forma en la que podríamos describir lo que
ha ocurrido es diciendo que, mientras tanto, alguien
ha inventado «la religión» y la ha prohibido a la «ra­
zón». En la Edad Media, la palabra religio era una
palabra que designaba una virtud, la costumbre de
ser religioso, de tender a ejercer los deberes de uno
para con Dios «religiosamente», es decir, con un
sentido de rigor y escrupulosa lealtad a Dios, con un
amor de Dios. Ese es el sentido de la religión que
estoy defendiendo. Vera religio significaba ser reli­
gioso de forma auténtica, como ser verdaderamente
justo, no «la verdadera religión» contra «la falsa re­
ligión». Sin embargo, no existía una esfera indepen­
diente o una región delimitada llamada «religión»,
que debía diferenciarse de la razón, la política, el
arte, la ciencia o el comercio. Todos los maestros y
practicantes en estos diversos campos de empeño
eran en diversos grados religiosos o irreligiosos, fie­
les a sus obligaciones religiosas o cínicos respecto
de ellas. La Iglesia tenía, con toda seguridad, una
presencia institucional enorme, y los papas luchaban
auténticas batallas épicas con los reyes. Este sentido
de vivir en un mundo cristiano, o musulmán, im­
pregnaba todo. El Cristianismo, el Islam y el Judais­
mo eran omnipresentes, lo abarcaban todo, entraban
en todos los huecos, constituían el mismo aire que
todos respiraban. Pero es precisamente por esa razón
por lo que la «religión» en el sentido moderno, como
una esfera independiente, aparte del orden «secu­
lar», no existía. El mundo «secular» no describía
una esfera independiente de la «religión» sino que
se refería a alguien que no era un miembro de la or­
den monástica. Los «maestros seculares» en el París
del siglo xm habrían quedado desconcertados si hu­
bieran entendido que este término implicaba que
ellos no eran religiosos. Y nadie habría pensado en
describir a los arquitectos anónimos que dedicaban
su genio al diseño y construcción de catedrales altí­
simas, ni a los artistas anónimos que pintaban mura­
les basados en la vida de Cristo o en las historias de
las Escrituras judías, como artistas «religiosos»,
puesto que eso no los habría diferenciado de los de­
más. Eran simplemente arquitectos y artistas, y su
trabajo era hacer la vida bíblica visible y palpable a
los fieles, igual que el trabajo del clérigo era dispen­
sar los sacramentos. No fue hasta el Renacimiento
cuando los temas «seculares» empezaron a aparecer;
uno de los primeros al que pertenece el fresco del si­
glo xiv en Siena titulado Alegoría del Buen Gobierno,
describe escenas de orden cívico y un paisaje pacífico
sin ningún tema «religioso».
Así, para el momento en que llega a Kant, el ar­
gumento de San Anselmo para ese ser cuya magnífi­
ca desmesura experimenta San Anselmo diariamen­
te, en la oración y la liturgia, en comunidad y en la
vida cotidiana, ha sido transplantado a un mundo di­
ferente donde se ha transformado en un argumento
sobre si la existencia es o no un predicado. No pode­
mos llegar a la conclusión de que S existe simple­
mente por la definición de S, según Kant, porque
una definición es un grupo de predicados y la exis­
tencia no es un predicado. Se puede ver consideran­
do que no hay ninguna diferencia entre la idea de
unos cien dólares posibles y la idea de cien dólares
que de verdad existen; no hay un penique más o me­
nos en el mero pensamiento o definición de cien dó­
lares que en el pensamiento de cien dólares que de
verdad están en nuestros bolsillos o ingresados en
nuestra cuenta. La única diferencia es que en la últi­
ma situación, el sujeto consciente tiene bases para
«plantear» la existencia real de cien dólares, pero no
en la primera situación. La existencia tiene que ver
con «postular» un S que es un complejo de predica­
dos, pero no es en sí mismo un predicado.
Siguiente caso.
Hemos entrado en un mundo compuesto por «su­
jetos» racionales y pensantes encargados de diferen­
ciar sus sensaciones e ideas con el fin de separar
aquellas que «representan» «objetos externos» autén­
ticos de las que son meros acontecimientos mentales
internos y subjetivos. En la Edad Media se considera­
ba que las cosas «inanimadas» (sin alma o anima)
estaban «contratadas» consigo mismas, mientras que
los seres que poseían alma desbordaban sus límites
corporales y alcanzaban («pretendían» o «tendían ha­
cia») el mundo. Los filósofos de épocas medievales y
antiguas no concebían el saber como el «aconteci­
miento interno» de representar las cosas externas; por
el contrario, pensaban que el conocimiento era un
acto por el cual el alma abarcaba todo el mundo, el
alma es en cierta forma todas las cosas, había dicho
Aristóteles, y formaba una unidad con él (idemfieri).
El alma siempre está abierta al mundo incluso de la
misma manera en que el mundo siempre ha tomado
posesión del alma. La tarea no consistía en liberarse
de una prisión interna y salir al mundo exterior sino
clarificar el confuso y vago contacto con el mundo en
el que nos hallamos continuamente inmersos.
Por el contrario, los modernos tomaron la delan­
tera a la «nueva ciencia» y a la forma en que Galileo
estableció masa, velocidad y posición espacio-tem­
poral medibles para la parte del «objeto», mientras
otorgaba sensaciones como «rojo» o «cálido» a la
parte del sujeto. Cuando, siguiendo a Copémico,
Galileo estableció el movimiento medible de la Tie­
rra alrededor del Sol como parte del objeto y la ex­
periencia de percepción de la «salida» del Sol como
parte del sujeto, estableció la agenda para que los fi­
lósofos de la Ilustración vieran simplemente lo lejos
que iría este tipo de distinción sujeto-objeto. La Igle­
sia entonces decidió que poseía información dentro
por la que Dios prefería a Ptolomeo antes que a Co­
pémico. Galileo era un hombre devoto y un católico
serio, pero la Iglesia le declaró la guerra a él y a la
ciencia moderna (no había encontrado ninguna cau­
sa para hacerle la guerra a San Alberto Magno, uno
de los científicos más célebres de la Edad Media),
que perdería y bastante, porque no pudo encontrar la
diferencia entre una interpretación contingente de
la historia y la mente de Dios.
Así pues, en la Edad Moderna, la cuestión de
Dios se reestructura profundamente. En vez de em­
pezar de rodillas, estamos todos sentados con so­
lemnidad y con caras serias en los duros bancos del
tribunal de la Razón cuando se abre la sesión. Dios
es llamado ante el tribunal, como un acusado con su
sombrero en la mano, y al que se le piden cuentas de
sí mismo, que muestre sus papeles ontológicos, si
espera ganar la aprobación del tribunal. En un mun­
do así, desde el punto de vista de San Anselmo, Dios
ya está muerto, aunque lleguemos a la conclusión de
que la prueba es válida, porque cualquier cosa que
pensemos que hemos demostrado o refutado no es el
Dios que él experimenta en la oración y la liturgia
sino un ídolo filosófico. ¿Hay o no hay una razón su­
ficiente para que este ser exista?, el tribunal quiere
saber. Si hay razones, ¿son éstas empíricas o a prio-
ri?, ¿son buenas o malas? Por esta razón el tribunal se
ha reunido para deliberar. ¿Qué tiene que decir el
acusado en su favor? ¿Qué es lo que nosotros deci­
mos? ¿Nada sino unos pocos cánticos, algunas ora­
ciones piadosas y un poco de incienso? ¿Shakers,
Cuáqueros y Videntes de Espíritus todos acalorados?
¡Siguiente caso!
La metáfora del «tribunal» de la razón es uno de
los rasgos omnipresentes de la fórmula por excelen­
cia de Kant en la Edad Moderna y la Ilustración. La
Edad Moderna tiene un poderoso sentido de la juris­
dicción, de la necesidad de fijar cuestiones de dere­
cho, quidjuris: ¿Con qué derecho podemos decir que
S es P, y a quién corresponde el dominio o la jurisdic­
ción para hacerlo? Al igual que cuestiones de hecho,
quid facti: ¿Cuáles son los datos objetivos? ¿Conta­
mos con estudios empíricos? Los modernos tienen
un riguroso sentido de las fronteras, los límites y los
dominios correctos, y hacen que todo funcione dibu­
jando estas fronteras limpia y claramente. Insisten en
dibujar afiladas líneas entre el sujeto y el objeto, la
conciencia y el mundo exterior, la ciencia y la reli­
gión, la fe y la razón, lo público y lo privado, lo ra­
cional y lo irracional, lo empírico y a priori, lo cogni-
tivo y lo no cognitivo, el hecho y el valor, lo que es y
lo que debería, lo descriptivo y lo normativo, lo sa­
grado y lo profano, lo religioso y lo secular. Al esta­
blecer estas discriminaciones, crearon o inventaron
las propias categorías que estaban discriminando,
ninguna de las cuales había existido, y sin duda, no
con estos términos tan precisos, antes de la moderni­
dad. Aunque la comunicación del alma con Dios,
con el «Tú», no podría haber sido más «íntima» para
San Agustín y San Anselmo, éstos se habrían queda­
do anonadados al escuchar que se trataba, por tanto,
de algo subjetivo, privado y no cognitivo. San Agus­
tín dijo: si quieres encontrar a Dios, el ser más real y
trascendente de todos, no salgas, quédate en casa,
dentro del alma. Si entras (intra me) subirás (supra
me). Aunque San Agustín y sus sucesores distin­
guieron ciertamente la fe y la razón, trataron dicha
distinción como un indicador o un mojón en el con­
tinuo camino cuesta arriba, delimitando las etapas
en un movimiento continuo de toda la comunidad.
No las consideraban como dos esferas o dominios
discretos e independientes, separados entre sí como
lo interno y lo externo o lo privado y lo público.
Todo esto desemboca en las «tres críticas» de
Kant, su discriminación crítica de las líneas que se
deben trazar entre conocimiento (la verdad), ética
(lo bueno) y «estética» (la belleza), que constituía
una delimitación crítica del dominio de la «Razón».
A estas tres, Kant añade, en un libro posterior, el es­
pacio que se puede conseguir para «la religión den­
tro de los límites de la razón pura». Para Kant, por
poner un ejemplo, la «obra de arte» es la ocasión de
un sentimiento subjetivo de belleza, pero está priva­
do de cualquier contenido de «verdad». Eso sentaría
las bases para un esteticismo posterior, el arte por el
arte, y la imagen del artista bohemio, una imagen
que los artistas oficiales del Renacimiento habrían
encontrado desconcertante. La galería de arte mo­
derna es un testimonio sobre el poder de las discrimi­
naciones que Kant estableció y puso en práctica.
Aquí se cuelgan en la pared numerosas obras de arte,
de épocas y lugares muy diferentes, para que al pasar
las vea un sujeto estético que las mira los fines de se­
mana (si tienen una entrada con cita previa). La gale­
ría de arte es una institución típicamente moderna,
donde el arte se separa del resto de la vida pública y
se convierte en un cuadro para el deleite del sujeto
observador, mientras que el arte antiguo y medieval
se fundía con la vida política y religiosa. Las «tres
críticas» de Kant produjeron el efecto de un archipié­
lago que nos deja saltando de isla en isla, de la cien­
cia a la ética y de ahí al arte. En la religión, dijo Kant,
tomamos el derecho moral, que es la voz de la Ra­
zón, que también es la voz de Dios. Así Dios no tie­
ne su propia isla sino que debe construir su templo
en la isla de la ética. Esto quiere decir que debería­
mos distinguir el elemento racional en la religión,
que es su contenido ético universal, de las supersti­
ciones, los dogmas sobrenaturales y las prácticas
sectarias que varían de una religión a otra.
Cuando Lessing escribió Nathan el Sabio, exa­
geró el punto de vista de la Ilustración. En respuesta
a una pregunta con trampa que le hizo Saladino, el
Sultán musulmán de Jerusalén, sobré qué fe es la
verdadera y única religión: El Cristianismo, el Ju­
daismo o el Islam, Nathan, un sabio comerciante y
diplomático judío (para Lessing el sustituto de Moi­
sés Mendelsohn), cuenta al Sultán una parábola so­
bre tres anillos (Acto III, escena 7). Se le dan anillos
idénticos a tres hijos, uno de ellos tiene el poder de
hacer a su dueño ser amado por Dios, pero puesto
que ninguno de los tres está seguro de qué anillo es
el que tiene un poder especial, la única forma que
tiene cada hijo de comprobar qué anillo es el autén­
tico, es llevar una vida ética ejemplar para hacerse
verdaderamente merecedor del amor de Dios. Los
tres anillos representan las tres grandes religiones
del Libro, las tres son igualmente verdaderas a los
ojos de Dios.
Si volvemos a nuestra caracterización de que
una persona religiosa es alguien que ha hecho un
pacto con lo imposible, entonces podemos decir que
Kant es un policía que patrulla las fronteras de lo
posible. En realidad, Kant es el Jefe de Policía,
siempre nos está diciendo qué es posible y qué no lo
es, siempre estableciendo las condiciones de la po­
sibilidad de esto o aquello, de la ciencia o el arte, de
la ética o la religión, y siempre intentando contener­
los rigurosamente dentro de sus fronteras. Es por
ello por lo que es tan determinista sobre la ciencia,
tan moralista sobre la ética, y tan estético sobre el
arte, y por qué reduce la religión a la ética. No exis­
ten bordes difusos o sobras mezcladas en el mundo
de Kant. No permite que estas esferas penetren las
unas en las otras ni tiene interés en abrirlas a lo que
yace más allá de su horizonte de posibilidad, hacia
lo imposible. Al final, cuando todo esto se hace un
poco aburrido y le cuentas algo sobre lo imposible,
te acusa de lo que él llamaba Schwármerei, una es­
pecie de exuberancia irracional que demuestra que
estás un poco loco. (Y, por supuesto, lo estamos,
pero es una locura divina, lo cual prefiero antes que
la cordura de los filósofos alemanes; aunque me sir­
ve para continuar con mi historia.)
3. NUESTROS PROFETAS: KIERKEGAARD
Y NIETZSCHE

Hegel creía, y no se equivocaba, que la forma de


pensar de la modernidad, basada en dicotomías y
opuestos, que había llegado a su final con Kant era un
error, y lo puso en el candelera. Pensaba que Kant tra­
taba con conceptos «abstractos» del «entendimien­
to», esquemas formales, parciales y poco convincen­
tes que se disolvían en la unidad más completa de la
vida concreta. Pensaba que el «derecho moral» de
Kant era una moralidad vacía y formal por amor a la
moralidad que adquiría contenido y sentido sólo en
la vida ética y social concreta de una comunidad his­
tórica. Criticaba la predilección de Kant por los eter­
nos a prioris que no veían que las necesidades de la
razón se despliegan en el tiempo, que los universales
exigen que el cuerpo de la particularidad se desarro­
lle, que la eternidad necesita tiempo para extender sus
alas. Al insistir en que la razón tiene un carácter que
depende de su situación histórica, y al criticar el pen­
samiento abstracto e histórico de la racionalidad de la
Ilustración, Hegel claramente tramaba algo. Sin em­
bargo, nunca se cuestionó la idea típica de la Ilustra­
ción que tenía Kant sobre que la razón es un «sistema»,
lo cual llevó a Hegel a argumentar que el proceso his­
tórico estaba gobernado desde dentro por un derecho
de Razón Divina. Hegel triunfó sobre el «entendimien­
to» abstracto de Kant con la «Razón» histórica, que es
el poder para aprehender la convergencia de los opues­
tos en el mundo histórico concreto, y para ver que la
historia es la autobiografía de Dios en el tiempo.
No obstante, cada vez que Hegel decía que el
Cristianismo pintaba un precioso «cuadro» religioso
del cual él estaba entregando la incondicional «verdad
conceptual», que su filosofía era el «Cristianismo»
elevado hasta el nivel de la Razón, Kierkegaard grita­
ba de dolor. En una serie de obras apasionadas, bri­
llantes e ingeniosas, escritas con seudónimos, Kierke­
gaard se quejaba de que el Dios de Abraham e Isaac
no había venido al mundo para pedir informes sobre sí
mismo a los metafíisicos alemanes. En contraste con la
época apostólica de la Cristiandad, cuando llamarse
cristiano implicaba tener el valor de enfrentarse a los
leones, los seudónimos se quejaban de que hoy todo el
mundo (se refería a la Europa Occidental) se llama a
sí mismo cristiano. En el «mundo cristiano», un tér­
mino del que se ha abusado, Kierkegaard lo usaba
para describir un mundo con demasiados filósofos y
muy pocos leones, donde cada uno se cree que es cris­
tiano, la tarea fundamental es ir más allá de la fe
cristiana hacia la Razón, el Sistema, la Verdad filosó­
fica. Sin embargo, como «Johannes de Silentio» obje­
tó, lejos de superar al padre Abraham, él se ha pasado
toda una vida intentando sin éxito alcanzar la temible
y horrible fe, el miedo y el temblor, que acompañaban
al patriarca hasta el Monte Moriah.
Es con Kierkegaard, diría yo, con quien lo «post»
en lo que llamamos post-moderno, post-secular o
post-metafísico apareció primero. Contra el «Siste­
ma», Kierkegaard tomó la postura de apoyar al «in­
dividuo singular», puesto que el Dios de las Escritu­
ras ha contado cada pelo de nuestra cabeza y cada
lágrima y Dios prefiere una sola oveja perdida a las
noventa y nueve que están a salvo en el redil (los
«millones»). Kierkegaard nos trae de vuelta a San
Agustín, al volver a centrarnos en nuestra propia y
religiosa pureza de corazón, nos volvemos a arrodi­
llar ante Dios, coram deo. Los mundanos «resulta­
dos» externos de nuestras acciones están en manos
de Dios. La historia no es la de la Eterna revelación de
forma racional en el tiempo, sino el abrumador acon­
tecimiento de la totalmente sorprendente intervención
de lo Eterno en el tiempo en el Momento del Dios he­
cho hombre, un choque de la parte de razón y la histo­
ria del Dios que asume la forma de un sirviente, escan­
daliza a los judíos y confunde a los filósofos.
Ya a mediados del siglo xx, le concedimos a Kier-
kegaard el honor de ser el «padre del existencialismo»,
mientras que hoy un buen número de «post-moder-
nistas» le consideran como uno de sus progenitores
principales. Kierkegaard es la persona que denuncia,
el individuo que sangra al ser devorado por el Sistema
Filosófico que primero grita «¡Ya es suficiente! ¡Que
alguien me saque de aquí!» ¡Del siglo xix, de la His­
toria Mundial, de la Filosofía Absoluta! Kierkegaard
se estaba volviendo loco por toda esta Razón, se es­
taba ahogando por todo este Conocimiento Absoluto.
Como el autor de la Carta a los Romanos, sus cáusti­
cos y brillantes autores seudónimos no piensan que el
mundo tenga sentido, o que los seres humanos puedan
salir de su propia Razón Filosófica sin ayuda de na­
die, ni que la solidez del Derecho Moral nos pueda
satisfacer. Pensaba que el monólogo de apertura en la
primera escena de Ricardo III de Shakespeare: «Yo,
groseramente construido, y sin la majestuosa gentile­
za [...]» (Acto I; escena 1), valía más que todas las teo­
rías morales de los filósofos, que no tienen ni la más
mínima idea de los terrores de la existencia. A todos
nos ha herido la existencia como a niños con crueles
madrastras, y la ética practica con nosotros. Tomaba
la existencia como una herida abierta cuya hemorra­
gia sólo se puede cortar mediante un transformador
salto de fe, por ello, en mi opinión, una de las figuras
precursoras de una versión del «post-modemismo» es
San Pablo.
Para Nietzsche, por otra parte, el apóstol Pablo
encabezaba la lista de personas que nunca se echa­
rían de menos. Nunca deja de sorprender a los aten­
tos y comprensivos lectores de Nietzsche y Kierke-
gaard (requiere cierta experiencia advertirlo) cómo
son tan profundamente convergentes y, sin embargo,
qué fieramente divergentes son sus puntos de vista.
Nieztsche es la otra figura del siglo xix precursora
de la situación post-modema, la otra voz que pide
ayuda desesperadamente, el otro filósofo renegado y
extraño académico que consideraba el mundo como
un indomable y salvaje torbellino. Al igual que Kier-
kegaard, Nietzsche era un estilista brillante que rom­
pió el molde de la propiedad filosófica al escribir con
un estilo locamente hermoso, con mordaz ingenio y
aforismos desconcertantes, que no podía vivir dentro
de la academia, quien añadió otro seudónimo famo­
so, «Zaratustra» al estilo de «Johannes Climacus» y
«Johannes de Silentio». Ambos eran genios misera­
blemente infelices y atormentados que escribían con
su sangre; si se hubieran casado felizmente, hubie­
ran tenido tres hijos, y cortado el césped los fines de
semana, nunca habríamos oído ni una palabra sobre
ellos. Habían hecho más o menos el mismo diagnós­
tico decimonónico como la llegada del «hombre de
masas», como el triunfo de la clase media burguesa,
acompañada de sus mediocridades: valores de ma­
sas, hábitos de lectura de masas, pensamiento (o irre­
flexión) de masas, y la desaparición de la singulari­
dad y la pasión. Ambos se quedaron más blancos que
el papel por la mediocridad del «Mundo Cristiano»,
por los efectos igualadores de los medios de comu­
nicación, y prácticamente predijeron el surgimiento
de la cultura mediatizada de los suburbios america­
nos actuales.
No obstante recetaron remedios radicalmente di­
ferentes para recargar la intensidad de la pasión y el
entusiasmo por la singularidad en la cultura cada vez
más moribunda de la Europa decimonónica. Pues
Nietzsche se volvió hacia Dionisos, no hacia Cristo,
hacia el éxtasis del placer estético, no hacia la pasión
de la fe religiosa. Kierkegaard habría estado de acuer­
do con Nietzsche en que «Dios está muerto», en que
la vida ha salido de la fe europea, que es más o me­
nos lo que Kierkegaard definió como «Mundo Cris­
tiano», pero buscaba restaurar esta vida vagando por
las antiguas calles de la vieja Europa llevando el Nue­
vo Testamento en su cabeza y gritando el «tolle, lege»
de San Agustín. Toma este libro y léelo, empiézalo
por donde quieras, y verás que las comodidades del
Mundo cristiano burgués se contradicen a cada mo­
mento por las verdaderas exigencias de la vida evan­
gélica, pues la vida Cristiana es el camino de la Cruz,
la inmensa dificultad de la pasión de la fe que nece­
sita reafirmarse a cada paso. No os confortéis con el
pensamiento de que habéis sido bautizados o habéis
firmado vuestro nombre en el Credo Niceno. Esto no
es diferente de los paganos que pensaban que podrían
salvarse mediante la Filosofía, o los judíos que pen­
saban que los salvaba el Derecho, ni nadie que haya
sido tan tonto como para creer que el mundo tiene
Sentido. Se supone que no vivimos cómodamente
gracias a la Crucifixión, sino que estamos crucifica­
dos ante el mundo.
Por otro lado, Nietzsche pensaba que si cogía­
mos el Nuevo Testamento con la mano, deberíamos
llevar guantes para no contaminarnos. Tenía una vi­
sión aterradora del mundo en el que muchas fuerzas
se arremolinan y barren todo a su paso hacia el espa­
cio cósmico infinito, acumulando y descargando sus
energías, formando constelaciones inestables que
muy pronto se desatan. Nosotros somos animalitos
orgullosos, aparcados en un puesto distante en algún
rincón remoto del cosmos, a quienes no les apetece
la crueldad del juego cósmico. Necesitamos una vi­
sión más organizada del mundo que la que sugiere
todo ese tumulto si queremos terminar el día. Por
ello inventamos las categorías que necesitamos, las
palabras para simplificar las fuerzas y una gramática
que nos las organice, como el «yo» o «ego», «causa»
y «ley», junto con las distinciones que nos inspiran
y nos orientan, como «la verdad y la falsedad», «el
ser y la apariencia», o «lo bueno y lo malo». Todos
estos son signos que hemos creado y clavado en la
superficie de las fuerzas, hemos ideado tantas ficcio­
nes de la gramática, como un velo que tejemos y lue­
go lo ponemos sobre un rostro demasiado espantoso
como para contemplarlo. Pero las fuerzas no se so­
meten a estas palabras, y debajo de este velo de gra­
mática las fuerzas siguen interpretándose a sí mis­
mas. Muy pronto el distante planeta gira sobre sí y
se retira a su sol y los animalitos tienen que morir,
desaparecer sin dejar rastro. Entonces las fuerzas
respiran otra vez y continúan su baile a través de un
cielo cósmico interminable.
Tanto en Kierkegaard como en Nietzsche, el
mundo es un tumulto caótico, un juego sin sentido en
el cual no pedimos entrar. ¿Por qué no nos consulta­
ron sobre nuestro nacimiento?, se pregunta uno de
los seudónimos de Kierkegaard. ¿Dónde está el res­
ponsable que quiero poner una queja? Tanto en Kier­
kegaard como en Nietzsche, la figura del Dios hecho
pedazos representa la fase central. Para Nietzsche,
«Dionisos» no es un dios que gobierna el mundo sino
un dios del mundo y de sus ciclos vitales, el dios de
la vid que se corta de raíz todos los otoños sólo para
renacer en la primavera, el dios de la fiesta, del rena­
cimiento cíclico, del interminable círculo de la vida y
la muerte. Aquel que verdaderamente dice sí a la vida
no lo hace con desgana, con los dedos cruzados, in­
tentando coger lo bueno sin lo malo, la vida sin la
muerte, sin la sustracción, la atenuación o la sustitu­
ción, toda la rueda del porvenir, la vida y la muerte
juntas, pues ambas están unidas con una cadena do­
rada. Para Kierkegaard, el dios hecho pedazos es
Cristo, y Él crucificado, cuyo sacrificio de sangre nos
purifica y nos redime de este cuerpo de muerte y pe­
cado, un Dios trascendente que ha descendido al
mundo y tomado nuestro cuerpo, Él que ha permiti­
do dejarse traspasar y destrozar, para elevamos con
Él cuando vuelva otra vez al final de los tiempos.
En Kierkegaard y Nietzsche, el mundo de la Ra­
zón Ilustrada y del Conocimiento Absoluto de Hegel
queda ya muy lejos. Cada uno a su manera prevé la
locura del siglo xx, un siglo cuya violencia genocida
se burlaba de la opinión optimista de la historia que
tenía Hegel como si fuera la autobiografía del Espí­
ritu en el tiempo. Por esa razón el siglo xx los tomó
como sus profetas. Kierkegaard y Nietzsche esbo­
zan las líneas de un mundo después de la Ilustración,
después de Hegel, después de la Filosofía, claramen­
te. Porque después de la furia con la que Kierkegaard
le hincó el diente al pellejo de los metafísicos alema­
nes, y después de la forma en que Nietzsche contó el
cuento de cómo el «Mundo Real» que los filósofos
evocaban se había convertido en una «fábula», nadie
se atrevería a escribir Filosofía en mucho tiempo.
Hacia finales del siglo xix Dios estaba en verdad
de todo menos muerto entre los intelectuales. La fe re­
ligiosa se había convertido en algo científicamente du­
doso (Darwin), psicoanalíticamente retorcido (Freud)
y económica y políticamente reaccionario (Marx),
mientras Kierkegaard decía que la fe Cristiana repre­
sentaba un salto hacia lo Absurdo. La visión desde los
bancos de la iglesia era bastante inamovible a pesar de
todo esto. La Modernidad no tenía una visión espiri­
tual que ofrecer en lugar de la que se había derribado,
que es quizá por lo que la religión todavía prosperaba
entre las bases de pobres e incultos en las iglesias. No
obstante, la religión estaba muerta o se moría rápida­
mente entre los eruditos que la menospreciaban, quie­
nes predecían confiadamente que estaba destinada a
desaparecer a medida que la ciencia progresaba y el
nivel general de educación se elevaba.
Sin embargo no resultó ser exactamente así.

4. DE SECULARIZACIÓN: LA MUERTE
DE LA MUERTE DE DIOS

El estatus de Dios y la religión habían sufrido


una profunda transformación en la modernidad. Al
no lograr convencer con la demostración y la prueba
«objetiva», la religión se alojó en las profundidades
del dominio de la subjetividad. Allí o bien se consi­
deraba segura y protegida de las fuertes luces de sus
críticos y cuidada por aquellos que alimentaban la fe
religiosa como algo que pertenece al reino del «co­
razón», o bien donde los tercos y despiadados que
creían en la ciencia la daban por perdida como una
especie de moda puramente privada. La «Fe» estaba
ahora en un contraste mucho más agudo con la «ra­
zón» del que alguna vez podían haber imaginado los
autores de las Confesiones o el Proslogion, quienes
concebían sus libros como un ejercicio en fides
quaerens intellectum. Reducida a un fenómeno más
emotivo y poco convincente, más un asunto de una
pasión existencial o un compromiso interior, la fe no
influía en la naturaleza de las cosas. Lo que había
desaparecido bajo las armas de la modernidad era la
robusta fe de la Edad Media donde la fides y el inte-
llectus, el amor del conocimiento y el amor de Dios,
iban juntos de la mano. El término medio, un reves­
timiento interior de la razón metafísica o teológica
especulativa (y nuestro propio San Agustín fue el ju­
gador esencial en la formación de este revestimien­
to), que se movía confiadamente entre la metafísica y
la oración, se había derretido por el calor de las críti­
cas modernistas. Uniendo el espíritu de la metafísica
griega con su fe bíblica, los medievales, cristianos, ju­
díos y musulmanes, se sentían tan cómodos pensando
filosóficamente en Dios y en la relación de Dios con
el mundo (incluidas las descripciones detalladas de
las «sustancias espirituales», los ángeles) como lo es­
taban rezando.
Ahora, en mis esfuerzos por restablecer un diá­
logo con los pensadores pre-modernos, no creo que
logremos poner de nuevo en pie el viejo estilo meta-
físico de discusión que tanto gustaba a los medieva­
les. No he desistido de la filosofía, pero la tomo
como una empresa fenomenológica, no metafísica
ni especulativa, es decir, dirijo su proa hacia la tierra
de la descripción concreta. Además, si nos remonta­
mos aún más, antes de la era medieval donde la fe
persigue el entendimiento, ya en el mundo de las Es­
crituras, encontramos una situación en la que la fe
florecía pero sin el apoyo de la metafísica, sin la
gruesa alfombra de la racionalidad metafísica sobre
la cual la fe y la razón podían acurrucarse en la épo­
ca medieval. En realidad, San Pablo disfrutaba enor­
memente reprendiendo a los filósofos griegos por la
futilidad de sus especulaciones y recalcándoles la
necesidad de lo que Kierkegaard, que volvía a San
Pablo, llamaba el salto de fe. Así claramente esta fal­
ta de teología metafísica robusta no era un impedi­
mento para la fe y la religión, era una característica
de la fe bíblica, tanto Hebrea como Cristiana. La
teología metafísica había llegado más tarde, cuando
El Cristianismo, habiendo conseguido imponerse
como religión del Imperio Romano, había entrado
en contacto con el aprendizaje helenístico, un pro­
grama que había tomado tierra por primera vez con
Philo Judaeus ya en el primer siglo de la Era Cristia­
na en Alejandría. Eso hizo posible un fenómeno
como el «Neoplatonismo Cristiano», que es el mun­
do al que pertenecía San Agustín. Sin embargo, ni
Jesús ni San Pablo, ni las primeras comunidades
apostólicas, ni la tradición rabínica anterior a ellos,
conocían la «metafísica», que era una idea griega,
de ahí la famosa pregunta de Tertuliano: «¿Qué tiene
que ver Atenas con Jerusalén?».
Eso produce un efecto interesante, un juego de
espejo fascinante entre la temprana edad apostólica
y bíblica y lo que los filósofos continentales relativa­
mente seculares han estado llamando en los últimos
tiempos «la deconstrucción de la metafísica» o «la
metafísica dominante», en la que vemos una cierta
recuperación o repetición de la situación pre-metafí­
sica de la fe. Eso coloca a Nietzsche y a San Pablo
en la misma página, al menos en este punto (que se­
guramente habría dado a Nietzsche una más de sus
famosas migrañas). Nietzsche había abogado por la
contingencia histórica de nuestras construcciones, la
revisión y la reforma de nuestras creencias y prácti­
cas, todo lo que, como él dijo, son «perspectivas»
que asumimos en el mundo y que hemos creado con
el fin de suplir las necesidades de la vida. Por supues­
to, él utilizaba ese argumento para torpedear lo que
llamaba la tradición «Platónica Cristiana», la boda
laica entre dos grandes despreciadores del cuerpo
(¡menuda noche de bodas!), bajo cuyo cruel manda­
to, se quejaba él, el mundo Occidental ha sufrido de­
masiado tiempo. En ese respecto, el pensamiento de
Nietzsche se puede unir con el de Marx y el de Freud
como parte de la crítica de la religión iniciada en la
Ilustración, una extensión más del argumento a favor
del secularismo. Sin embargo, cualquier supuesta
alineación de Nietzsche con la Ilustración (una treta
que Walter Kaufmann usó durante años para que
Nietzsche cayera bien al orden filosófico angloameri­
cano establecido en Princeton) es inherentemente
inestable y proclive a venirse abajo. Marx y Freud
siempre insistieron (hasta el punto de protestar de­
masiado) que eran pensadores «científicos». Sin em­
bargo, Nietzsche pensaba que la ciencia sólo era otra
versión más del Platonismo Cristiano, que la muerte
de «Dios» implica la muerte de la «verdad absoluta»,
incluido el absolutismo de la verdad científica; la fí­
sica también es una perspectiva. Nietzsche estaba in­
tentando argumentar que el Cristianismo se crucificó
en su propia Cruz: al insistir en que Dios es la verdad
y de ahí, basados en la necesidad de que lo leal sea
verdadero, los cristianos deberían al final ser lleva­
dos al punto de confesar honrada y sinceramente que
el Cristianismo también es otra invención. No obs­
tante, ocurrió una cosa sorprendente en el camino
hacia la muerte de Dios: El secularismo de la Ilustra­
ción también terminó crucificado en la misma Cruz,
y eso determinó la muerte de la muerte de Dios.
El argumento de Nietzsche se volvió en su con­
tra de una forma que nadie vio venir. Lo que los con­
temporáneos post-nietzscheanos amantes de Dios,
de la religión y de la fe religiosa tomaron de Nietzs­
che fue que el psicoanálisis (Freud), las inflexibles
leyes del materialismo dialéctico (Marx), y la propia
fuerza de voluntad (Nietzsche) también son perspec­
tivas, también son construcciones, o ficciones de gra­
mática. Son también simplemente algunas de las tan­
tas formas contingentes de construir el mundo bajo
circunstancias contingentes que al final perviven a su
utilidad cuando las circunstancias cambian. Es decir,
Marx y Freud, junto con el propio Nietzsche, se en­
cuentran volando por los aires con el petardo lanzado
por Nietzsche, sus críticas de la religión se han veni­
do abajo con el arma de la crítica de Nietzsche sobre
la posibilidad de elaborar una crítica que acabara rá­
pido (con Dios, la naturaleza o la historia). El secu­
larismo de la Ilustración, la reducción objetivista de
la religión a algo diferente de sí misma (digamos, a
un deseo distorsionado de nuestras mamaítas, o a una
forma de mantener en el poder a las autoridades go­
bernantes) es una historia más de las que cuenta la
gente con una imaginación históricamente limitada,
con concepciones contingentes de la razón y la his­
toria, de la economía y el trabajo, de la naturaleza y
la naturaleza humana, del deseo, la sexualidad y las
mujeres, y de Dios, la religión y la fe. Todas estas
críticas reduccionistas de la religión resultan ser, se­
gún Nietzsche, más variedades de lo que llamaba el
«ideal ascético», una creencia en un orden riguroso e
inflexible de la «Verdad Objetiva». Porque la afirma­
ción de Nietzsche de que «Dios está muerto» tenía
un alcance amplio que incluía La Verdad Absoluta, la
Física y las Leyes de la Gramática, cualquier cosa
que intente mantener firme el centro. La declaración
de la «muerte de Dios» tiene como finalidad decapi­
tar todo aquello que se atreva a ponerse en Mayúscu­
las a sí mismo, lo que incluía no sólo el humo y el
incienso de los misterios cristianos, sino cualquier
cosa que reivindique ser la Palabra Final. Eso tenía el
efecto imprevisible y sorprendente de parar los balo-
nazos de las críticas ateas y reduccionistas de la reli­
gión en su barrido.
El peligro aquí es que lo que surgiría de la crítica
histórica nietzscheanizada es un relativismo del «todo
vale»: nada es verdad, todo es posible, una creencia o
perspectiva es tan buena como otra. La «izquierda
académica» no siempre resistió ese peligro, lo que
Alian Bloom llamó a regañadientes pero con preci­
sión «la izquierda nietzscheanizada», aquellos aman­
tes de Nietzsche que iban en dirección a una perspec­
tiva estetificada, no sólo del arte, sino de la ciencia y
la ética, que les hizo vulnerables a la objeción del re­
lativismo. Por ello insisto en que el estilo «post-secu-
lar» debería surgir mediante una cierta repetición de
la Ilustración, una continuación de la misma por otros
medios, la producción de una nueva Ilustración, una
que está ilustrada sobre los límites de la anterior. Lo
«post-» en lo «post-secular» debería entenderse no
como «acabado» sino más bien como algo posterior
a la modernidad que ha pasado por ella, de manera
que no haya peligro de que suija una izquierda relati­
vista irracional, por un lado, o se produzca una vuelta
decadente a un pre-modemismo conservador que se
hace pasar por post-modemo, por el otro. Eso está
ocurriendo ahora en un movimiento «post-secular»
que se describe a sí mismo con el desconcertante, fu­
rioso y resentido título de «Ortodoxia Radical»; es
bastante más ortodoxo que radical, ha conseguido au-
toconvencerse de que Dios vino al mundo para poner­
se de parte del Neoplatonismo Cristiano en su lucha
contra el postestructuralismo, y aparece completa­
mente anonadado por el hecho de que la metafísica
medieval ha perdido su garra en los pensadores con­
temporáneos. El sueño de la Objetividad Pura ya no
engaña a una Ilustración más ilustrada, ni siquiera
cuando despliega una nueva idea de la razón a la que
la ilusión de la Razón Pura ya no puede engañar. Po­
see un sentido post-crítico de la crítica que critica la
idea de que podemos establecer límites herméticos
alrededor de esferas o regiones nítidamente discrimi­
nadas como el conocimiento, la ética, el arte y la reli­
gión. Podemos dar un giro post-modemo a la moder­
nidad si la retorcemos cuidadosamente.
No soy quién para decir que la modernidad y la
secularización fueron una mala idea. A pesar de la be­
lleza del Proslogion, los textos filosóficos de aque­
llos días estaban privados de la voz de las mujeres y
callaban sobre el mundo de los siervos que lo soste­
nían desde abajo. San Agustín pasó mucho más tiem­
po angustiándose por unas peras robadas que acer­
ca del destino de su concubina sin nombre, de quien
se separó en el momento de su conversión. El cielo
me proteja de lamentar la ruptura de una concepción
del poder jerárquica y verticalista o la ruptura de los
sistemas profundamente metafísicos que intentaron
prestar el peso del Ser o de Dios a órdenes políticas
puramente contingentes y a fórmulas de la fe tradi­
cional teológicas y filosóficas históricamente contin­
gentes. Por eso siempre invoco al San Agustín de las
Confesiones, la intensa historia personal de la con­
versión de un hombre de plegarias y llantos, no sus
reflexiones más metafísicas ni La Ciudad de Dios,
donde el obispo en San Agustín aparece alegre.
No estoy preparado para rechazar a Descartes,
que empezó algo que condujo a la idea más moderna
de todas, la idea que de alguna manera define la mo­
dernidad: que tenemos el derecho a decir lo que pen­
samos, a pensar lo que queremos, a publicar lo que
pensamos, a pensar, publicar, dudar o creer cualquier
cosa, sin miedo a la censura, la excomunión, el exilio
o la ejecución. Los únicos límites de dichos derechos
son los derechos de otros a hacer lo mismo y disfru­
tar las mismas libertades. Los únicos criterios para
evaluar tales creencias son su plausibilidad y capaci­
dad de supervivencia en un debate público. Ésa es la
idea que define la modernidad, la luz de la Ilustra­
ción, y me encanta. La idea post-modema, si ésa es
una palabra que todavía podemos emplear, que arroja
una sombra sobre toda esa luz, es insistir en que to­
dos entendemos que un debate libre y público y la
fuerza espontánea de la razón pura son también fic­
ciones y de ahí que no garantizan, ni mucho menos,
la justicia ni un buen resultado. Esa idea también me
encanta (una buena mente, se dice, es una que puede
aferrarse tenazmente a dos ideas contradictorias).
Eso es porque la riqueza, las ventajas de la educa­
ción, los prejuicios nacionalistas, históricos, cultura­
les y lingüísticos, el racismo, el machismo y la
influencia de los intereses especiales distorsionan
inevitablemente los debates públicos, las elecciones
públicas, y en general el espacio público, que siem­
pre se inclina a favor de alguien. Los post-modemis-
tas no tienen una alternativa mejor excepto porque
sugieren que intentamos dirigir debates públicos, en
política y academias, en la absoluta realización de
que no existe tal cosa como una perspectiva sin dis­
torsionar e intentan corregirlo. No existe una fuerza
espontánea de la razón pura ni una situación de dis­
curso ideal, ni visión de ningún lugar, ni una respues­
ta atemporal y sin prejuicios históricos; no existe una
única respuesta correcta para la mayoría de las pre­
guntas. Hay muchas creencias y prácticas diferentes
que compiten y deberíamos esforzamos de forma ra­
zonable por acomodarlas, para dejar que florezcan
muchas flores.
Incluidas las flores de la religión. Porque lo que
nadie vio venir fue la forma en que la crítica nietzs-
cheana deshace la crítica modernista de la religión
y abre las puertas a otra forma de pensar en la fe y
la razón. El resultado de una lectura más sobria de
Nietzsche no es el relativismo y el irracionalismo
sino un sentido elevado de la contingencia y la revi­
sión de nuestras interpretaciones, no el deshacerse
de la razón sino darle una nueva descripción, una
que sea mucho más razonable que la declaración de
bienes sobre una Racionalidad transhistórica y glo­
bal que la Ilustración trató de vendemos. Porque ésa
es una Razón bastante irrazonable, una ilusión hi-
per-ilustrada con la que nadie puede vivir (de acuer­
do). Nadie previo que la teoría de Nietzsche sobre
las ficciones convergería con la crítica bíblica de los
ídolos, de confundir la divinidad con nuestras pro­
pias imágenes talladas. Con esta forma de mirar las
cosas, la Ilustración y su idea de la Razón Pura están
en el lado de Aarón y del becerro de oro, mientras
que Nietzsche, Dios nos libre, que filosofa con un
martillo, permanece del lado de Moisés rompiendo
ídolos, y permanece justo al lado de San Pablo dan­
do la tabarra a los corintios sobre los ídolos de los
filósofos. Eso abre la puerta a una noción como la
del amor de Dios, la idea que más me gusta de todas,
conseguir que los intelectuales me escuchen. Pues
no es más que un mero prejuicio de la Ilustración, un
puro reduccionismo, intentar desechar esa idea y de­
nunciarla mientras te chupas el dedo y lloras por tu
mamaíta. El nombre de Dios es el nombre de lo im­
posible, y el amor de Dios nos transporta más allá de
nosotros mismos y de los límites impuestos al mun­
do por lo que el Aufklárer llamaba «razón» y Kant
llamaba las condiciones de la posibilidad, transpor­
tándonos hacia lo imposible. En la actualidad, Marx,
Nietzsche y Freud están todos muertos pero a Dios
le va bien, muchas gracias.
Después de Nietzsche y muchos otros, destacan­
do entre ellos Wittgenstein y Heidegger, los filóso­
fos han rechazado en la actualidad la idea de que
exista algo orgulloso y que todo lo abarca llamado
«Razón» y se han conformado con la idea más hu­
milde de «buenas razones», en plural y en minúscu­
las. Su idea no es rechazar la razón sino redefinirla y
situarla en la historia como una «concepción» histó­
ricamente contingente que tenemos sobre las cosas
(la hace parecerse más a la «fe»), lo mejor que hay
disponible por el momento y con lo que estamos de
acuerdo hasta que nos obliguen a revisarlo debido a
algún giro inesperado de los acontecimientos. Estos
filósofos tienen un sentido más modesto del alcance
de nuestros conceptos, un sentido elevado de la difi­
cultad de las cosas, y un sentido más agudo del cono­
cimiento como un compromiso menos logo-céntrico
y más abierto, fluido y móvil. Para ellos el conoci­
miento no exige estar libre de presuposiciones, sino
que consideran que está únicamente estructurado por
presuposiciones que deberían ser lo más flexibles y
fértiles posible. Creen que un aprendizaje disciplina­
do en las ciencias y las humanidades tiene más que
ver con las percepciones y los instintos de los bien
formados, las sugerencias y las preguntas de los prin­
cipiantes, la imaginación, cierta buena suerte y una
capacidad para afrontar un giro totalmente inespera­
do de los acontecimientos que con el «método» tan
cacareado de la modernidad. Su idea de la «razón» se
parece mucho a lo que Aristóteles llamabaphronesis,
que significa el buen sentido práctico de saber aplicar
unos esquemas relativamente generales y vacíos en
circunstancias muy concretas, permitiendo diferen­
cias. Tienen un oído más agudo para lo «otro» y la
anomalía y un sentido más agudo de la cárcel del
«mismo», es decir, de la forma en que el «yo», el
«nosotros» y el «nuestro» se convierten en trampas
que nos tiende una forma heredada de pensar y hacer
las cosas. No han tirado por la borda la filosofía sino
que la han aceptado en una condición más humilde,
sin ponerla en mayúsculas, persiguiendo unos pro­
yectos filosóficos más modestos. No creen que haya
fronteras rigurosas entre la fe y la razón, lo público
y lo privado, el sujeto y el objeto, la política y la
ciencia o la religión, pero que estas cosas tienen una
forma desconcertante de fluir juntas y que es un ar­
tificio intentar separarlas de manera demasiado es­
tricta.
Los filósofos han rechazado ampliamente la idea
de que exista un metalenguaje global (por ej., el len­
guaje de subpartículas atómicas) dentro del cual los
diversos lenguajes particulares se pueden traducir y
adjudicar y han aceptado la idea de lo que Wittgen-
stein denominaba «juegos del lenguaje». Existen
múltiples juegos, cada uno con sus propias reglas in­
ternas de consistencia y significado, cada uno de los
cuales sirve a un fin diferente. Con esto quiero decir
que sería un error intentar traducir o reducir un jue­
go al otro, reducir lo que pasa en una oración, por
ejemplo (lo que pertenece claramente a un juego del
lenguaje especialmente religioso), a términos eco­
nómicos o psicoanalíticos. Con seguridad, algo se
perdería en la traducción (a saber, la oración).
Los filósofos han rechazado ampliamente la idea
de que exista una meta-narrativa global, una extensa
«historia» de lo que sucede en la historia «Occiden­
tal», como la vieja historia de la emancipación de las
masas (Marx), que es la versión de izquierdas de la
«Historia del Espíritu» de Hegel, o la última versión,
el final de la historia como el triunfo de la economía
de libre mercado (Francis Fukuyama), que representa
la versión derechista de Hegel. Denuncian dichas his­
torias por ser «totalizadoras» y se inclinan más por
ver la historia como pequeñas narrativas innumera­
bles, historias que compiten y que cuestionan el con­
texto (razón por la cual desconfío de mi propia histo­
ria sobre lo pre-modemo, moderno y post-modemo
por ser demasiado clara, demasiado nítida, demasia­
do «totalizadora»). Ponen atención a los detalles, las
voces, los lenguajes y las gentes del pasado que ci­
mentaron la Gran Historia que nos cuenta la historia y
que suele estar contada por los ganadores.
Lo que me interesa es cómo, después de que que­
dasen en silencio los cañones de estos grandes buques
filosóficos desde Platón a Hegel, pudo hacerse oír de
nuevo la todavía pequeña voz de la religión. En la ac­
tualidad incluso consideramos importantes filósofos
«seculares» como Jacques Derrida y el difunto Jean-
Frangois Lyotard atendiendo una vez más a las plega­
rias y las lágrimas de San Agustín, por no mencionar
a Heidegger, cuyo El Ser y El Tiempo estaba inspirado
en gran medida por el Décimo Libro de las Confesio­
nes, o la filósofa feminista Luce Irigaray, que medita­
ba sobre lo «divino», todos en busca del Dios que vie­
ne «después de la metafísica». Para el asombro de los
emditos que rechazan la religión en todas partes, que
han predicho la muerte de Dios desde mediados del
siglo xix hasta el xxi, la religión ha vuelto en todas
sus múltiples variedades. Incluso decir esto puede lle­
var a error, ya que principalmente los intelectuales
decían que la religión había desaparecido; nadie fuera
de la academia pensó en absoluto que se hubiera ido
a ninguna parte. La religión ha regresado incluso en­
tre los intelectuales de vanguardia que la han dado
una nueva legitimidad desacreditando a los que la
desacreditaban, sospechando de quienes sospechaban
de ella, dudando de los que dudaban de ella y desen­
mascarando a quienes la ponían en evidencia.
La flor de la religión es una de las flores de nues­
tra antología postmoderna.
QUE LA FUERZA TE ACOMPAÑE

En este pequeño tratado Sobre la Religión, que


está resultando ser un tratado Sobre lo Imposible, he
estado argumentando que lo imposible se ha vuelto
recientemente posible otra vez, que la propia fuerza
del criticismo modernista cuando se pone en marcha
abre el camino a una postura post-crítica y post-se­
cular que adapta la pasión a lo imposible. Ese movi­
miento de vivir al límite de lo posible, albergando la
esperanza de lo imposible, una realidad más allá de lo
real, que interpreto como la marca de una sensibilidad
religiosa, ha sobrevivido a las críticas secularizadoras
y reduccionistas que se han dirigido contra la religión
durante buena parte de los dos últimos siglos.
No obstante, el mundo descrito por esta palabra
de la que tanto se ha abusado: «postmoderno» tam­
bién es «post-industrial». El escenario en el que se
encuentra la sensibilidad religiosa contemporánea
se ha visto considerablemente modificado, no sólo
desde el mundo pre-copernicano de las Escrituras,
sino incluso desde el mundo newtoniano de los tro­
zos de materia en movimiento. Vivimos, esperamos,
rezamos y sollozamos en un mundo con sistemas de
telecomunicaciones de alta tecnología avanzados,
un mundo digitalizado y mareante que está cam­
biando todo. Sin embargo, lejos de caer presa de los
profetas de la muerte de Dios, lejos de morir una
muerte digitalizada, la divinidad simplemente acep­
ta una nueva vida digitalizada y de alta tecnología.
La religión muestra cada señal de adaptación con
una destreza darwiniana (por usar una analogía con
la que los ñmdamentalistas no se sientan cómodos),
de florecer en una nueva forma de alta tecnología y
de entrar en una sorprendente simbiosis con la «cul­
tura virtual».
La razón para esto, en mi opinión, es que, lejos
de subestimar las sensibilidades religiosas, las avan­
zadas tecnologías de la comunicación están en reali­
dad comerciando con bienes religiosos y, de este
modo, proporcionan un nuevo espacio, un ciberes-
pacio, para la imaginación religiosa. Porque si, como
he estado argumentando, la religión perturba nues­
tro sentido de la realidad y nos deja un poco trastor­
nados, si provoca que nuestro sentido preestablecido
de lo real y lo posible se tambalee exponiéndonos a
algo hiper-real, entonces la revolución de las comu­
nicaciones que ocurre a nuestro alrededor, con su
correspondiente sentido de «la realidad virtual», que
nos brinda la posibilidad de «visitar» «sitios» dis­
tantes en el ciberespacio con sólo hacer clic con el
ratón, está enlazada con las implicaciones religio­
sas. Hemos comenzado, Dios nos asista, a alterar
nuestro sentido de lo que es real. Pero ¿no es eso lo
que todas las figuras religiosas desde el profeta judío
hasta el televangelista han soñado hacer? Para rom­
per la conexión con la realidad material y abrir los
ojos a ser de otra manera, a una dimensión más allá
de la realidad que se eleva sobre los límites que nos
imponen la presencia y la realidad (¿no es lo que la
religión clásica ha estado intentando hacer siempre
desde que Moisés alzó el martillo sobre el becerro
de oro de Aarón, que intentaba contratar la trascen­
dencia de Dios con un objeto físico?).
¿Pero cómo es posible amar al Altísimo mientras
también amamos la alta tecnología y disfrutamos con
los efectos surrealistas, virtuales y espectrales de la
tecnología? ¿Qué comunicación interna transpira en­
tre la teofilia y la tecnofilia, los ángeles y las tecnolo­
gías informáticas, la religión y las empresas de Inter­
net cuyas proezas diarias se registran en el volátil ín­
dice combinado de Nasdaq? Nadie veía venir esto.
¡La cuadrilla de la muerte de Dios no pensaba que las
cosas resultarían así! ¿Qué está pasando? ¡Por Dios
bendito!

1. CIBERESPÍRITUS

Si los filósofos fueran asesores de inversiones,


todos estaríamos sin blanca. Como vimos en el capí­
tulo anterior, han estado asegurándonos confiden­
cialmente desde el siglo xix que Dios está muerto, o
lo estará pronto. Como mucho, dicen, la divinidad no
se encuentra muy bien y apenas se espera que supere
la semana. Sin embargo, aquí estamos en los albores
del siglo xxi y la religión está viva y bien. La vieja
pegatina del parachoques se ha hecho realidad. «Dios
está muerto, Nietzsche. Nietzsche está muerto,
Dios.» Las diversas fes confesionales siguen flore­
ciendo, no sólo en el tercer mundo y en los países
subdesarrollados, donde hay días que lo único que
crees que puedes hacer para mejorar tu suerte es arro­
dillarte y rezar por una intervención divina, sino tam­
bién en los Estados Unidos, donde, según las encues­
tas, la inmensa mayoría (un 95 por 100 según algunos
estudios) de la gente más próspera que el mundo
haya conocido profesan su creencia en Dios.
La fe religiosa está floreciendo en todas sus va­
riedades, desde los miembros de la clase alta rural
de la Academia Americana de la Religión, pasando
por la vida cotidiana en los bancos de las iglesias y
en las parroquias hasta las experiencias religiosas
que ponen los pelos de punta contadas por los invi­
tados del show de Oprah. Un sorprendente número
de personas afirman creer en los ángeles, además
bastantes de ellas dicen creer en los ovnis, en las ab­
ducciones por extraterrestres y en la «canalización».
De hecho, incluso la industria del ocio ha visto sus
esperanzas alentadas por numerosas visiones de El-
vis (ninguna confirmada todavía). El programa de
TV Tocado por un Ángel es un éxito de audiencia, y
Las Nueve Revelaciones (The Celestine Prophecy),
un libro que nos cuenta que deberíamos tratar las
coincidencias como señales de la intervención divi­
na, fue un bestseller nacional. La mayoría de la gen­
te cree en el cielo (y, como es de esperar, ¡la mayoría
también cree que va a ir al cielo!). El celo de autoría
me impide observar que las historias de Stephen
King sobre acontecimientos sobrenaturales le han
hecho millonario en repetidas ocasiones. A cualquie­
ra que le guste este tipo de cosas puede oír memora­
bles historias sobre todo tipo de sucesos paranorma-
les e intervenciones en las vidas de la gente que es
invitada a los talk shows matutinos de TV Visite
cualquier cadena de grandes librerías, como Borders
o Barnes & Noble, y encontrará casi tantos libros so­
bre ángeles (mire en la sección de «Nueva Era»)
como sobre el funcionamiento de la última versión
de Windows Microsoft. Pues para la gente que com­
pra estos libros, el ángel en la historia de la natividad
según San Lucas no es un simple vehículo literario
en una narrativa religiosa (la palabra significa «men­
sajero», es lo que te dirán los eruditos en las Escritu­
ras), sino el nombre propio de una entidad espiritual
que responderá al nombre propio de «Gabriel», si
tiene oídos (y si es «él» y no «ella», necesitaría tener
algo más»). Una reciente búsqueda que realicé de
Amazon.com con el nombre de «ángeles» dio como
resultado 2.416 títulos, todos ellos podían colocarse
en la cabeza de un alfiler electrónico (microchip).
Además, ¡cualquiera de estos libros se puede com­
prar al momento con un clic del ratón que envía una
señal a través del ciberespacio a la velocidad de la luz
o, mejor, de un espíritu incorpóreo a una librería vir­
tual que «contiene» millones de libros!
Así, nos encontramos con una situación apasio­
nante, ¿o deberíamos decir imposible?: El floreci­
miento simultáneo de la ciencia y la religión, y en
realidad, en sus extremos, de una ciencia que avanza
implacablemente junto con alguna superstición dis­
paratada y alucinante. Vivimos en un mundo donde
los logros más sofisticados de la ciencia y de la alta
tecnología conviven no sólo con la religión tradicio­
nal, sino también con la mayoría de los fundamenta-
lismos sin imaginación, las espiritualidades de la
Nueva Era, y la creencia en todo tipo de fenómenos
extraños y mágicos. Desde luego, uno tiene que pre­
guntarse hasta qué punto, si es que lo hace, algo de
esto afecta en la vida de estas personas, si cualquiera
de ellos resiste el odio, la ira y la falsedad o provoca
generosidad y amor en la vida cotidiana. No obstan­
te, la ola de la religiosidad no está confinada a los
márgenes. La mayoría de la gente cree en Dios y
muchos de ellos se asocian con las confesiones tra­
dicionales, aunque la proliferación de tantas otras
fes extrañas y sin tradición que van surgiendo hacen
que uno se pregunte si las estructuras tradicionales
van a subsistir. Para ser sinceros, hasta cierto punto
esta salvaje proliferación de las más extrañas creen­
cias no rechaza sino que confirma la muerte de Dios.
Pues el nombre de Dios como el nombre del futuro
transformador, como el nombre de la justicia para el
más pequeño de los hijos de Dios, está tan muerto en
realidad como el clavo de una puerta en libros como
Las Siete Leyes Espirituales del Éxito de Deepak
Chopra, que nos instruye sobre la búsqueda de la ri­
queza basada en el venerable principio espiritual de
que la codicia es buena. Volveré a la vacuidad de
esta ola de superstición más adelante, pero en este
momento me interesa más perseguir la sorprendente
simbiosis entre la religión y la tecno-ciencia en el
mundo post-secular.
Según los filósofos positivistas del siglo xix,
nada de esto, ya sea tradicional o marginal, en la co­
rriente principal o fuera del mapa, debería continuar
ya. Se suponía que el rápido crecimiento de la cien­
cia y la tecnología auguraba el fin del Dios antiguo.
Entonces ¿por qué el veloz progreso de la investiga­
ción científica no ha infundido un pronunciado es­
cepticismo sobre las entidades espirituales en vez de
coexistir con una próspera industria de la espirituali­
dad? (¡Y tanto que es próspera; el capitalismo, ben­
dito sea su corazón, si es que lo tiene, sabe muy bien
que esta industria tiene mercado!) ¿Por qué será que
tanto las fes tradicionales como las diversas prácti­
cas disparatadas están floreciendo (mientras nadie
lee a los filósofos)?
Veremos todo esto como una continuación del
caso contra la modernidad, de la delimitación de la
modernidad que esbocé en el capítulo anterior. En
materia de religión, los dos polos opuestos de la mo­
dernidad: la Ilustración y el Romanticismo, han de­
mostrado estar equivocados. Como acabamos de ver,
la filosofía reciente está desencantada de los desen­
cantadores del bosque, recelosos de aquellos hom­
bres tercos de la Ilustración que estaban seguros de
que las fantasías religiosas eran como los champiño­
nes que perecerían a la luz de la racionalidad científi­
ca. Sin embargo, los románticos, que representan el
lado irracional de la Ilustración, que nos advirtieron
del híbrido destructivo del avance de la ciencia y la
tecnología (Frankenstein: o el Moderno Prometeo
(1818) de Mary Shelley fue uno de sus momentos
más populares), no estaban menos equivocados. Los
románticos temían y lamentaban el «vuelo de los dio­
ses» bajo el ataque de la tecnología moderna, un
punto en el que insistió el filósofo alemán Martin
Heidegger. Sin embargo, Heidegger y los románticos
pensaban en las «tecnologías de chimeneas» sucias,
no en el «limpio» mundo de alta tecnología post-in-
dustrial y espiritual que es tan ligero como un elec­
trón y no requiere más esfuerzo que el del clic del
ratón. La trasnochada oposición entre tecnología y
religión se foijó en las polvorientas minas y las mu­
grientas fábricas de la revolución industrial, no en el
mundo virtual del ciberespacio industrial, donde la
principal amenaza para nuestra salud no es la silicosis
sino el síndrome del túnel carpiano, provocado por
estar sentado enfrente del ordenador todo el día.
En la actualidad, cuando emprendemos un viaje
por los circuitos electrónicos que forman las costillas
invisibles del vasto mundo virtual planeamos como
espíritus puros, navegando sin esfuerzo y a una velo­
cidad sobrecogedora atravesando distancias asom­
brosas. Nos burlamos de la «vieja» idea de «mate­
ria», una cosa densa, dura, tonta que ocupa espacio y
se sienta alrededor esperando a que la mueva alguien
como Aristóteles o que simplemente sigue movién­
dose de forma mecánica hasta que alguien como
Newton la detiene, pero en cualquiera de los casos le
falta el ingenio para actuar por sí sola. Hoy estamos
aprendiendo cómo libramos de la materia, que se
está pasando de moda rápidamente, y está siendo
sustituida por una idea más sutil, más bien del estilo
de «la Fuerza» en la Guerra de las Galaxias (volveré
a este punto enseguida), simplemente elude la disyun­
tiva entre materia y espíritu. La resolución del debate
entre cuerpo y mente que ha mantenido a los filóso­
fos ocupados durante dos milenios y medio se encen­
derá viendo que tanto la vida consciente como los
cuerpos materiales son una función de una tercera
cosa más sutil que no es propiamente ni materia ni
espíritu.
Ya no necesitamos tiendas físicas y reales para
comprar mercancía, ni transportar nuestros cuerpos
de un lugar a otro en busca del mejor precio para un
coche nuevo, ni recorremos la biblioteca, subir y ba­
jar escaleras, ni hurgar en polvorientas estanterías
para encontrar un libro. No cuando podemos navegar
por la web en segundos y pedir un libro con un clic, o
ni siquiera eso, basta con descargar el texto de una
base de datos electrónica. El voluminoso Diccionario
de Inglés de Oxford ya está on Une mientras cualquier
cosa que necesiten los eruditos patricistas, un volu­
men antediluviano, si alguna vez existió alguno, se
encuentra a un clic de distancia en sus ordenadores
entre los vastos recursos de la Patrología Latina y la
Patrología Graeca on Une. Incluso la antigua Enci­
clopedia Británica está comprimida a un flujo de
electrones en el ciberespacio, que sustituye a la pre­
sencia física de las oscuras estanterías de roble reple­
tas con los noventa volúmenes que atestiguaban tan
visiblemente la dedicación de los ricos padres de zo­
nas residenciales al bienestar educativo de sus hijos
(lo que también soluciona el problema de cómo divi­
dir los volúmenes tras el divorcio). En la actualidad,
cuando damos en un hipertexto dentro de un texto,
nos invitan a extender nuestras alas cibernéticas, a de­
jar la página que estamos leyendo, a elevamos más
allá de los límites de la habitación en la que estamos
sentados, a navegar por los mares, a entrar en una bi­
blioteca antigua o a explorar algún «sitio» distante
que no está sino a un clic de distancia. Podemos, sin
mover lo más mínimo nuestros pesados y gruesos
cuerpos, navegar velozmente por el espacio y entrar
en el Louvre, reunir antiguos manuscritos latinos de
bibliotecas lejanas o escuchar las voces y ver las caras
de la gente sobre la que estamos escribiendo en nues­
tros ordenadores procesadores de textos.
Llevamos teléfonos móviles cuyas señales pene­
tran fácilmente gruesos muros y nos conectan de for­
ma instantánea a través de continentes y anchos océa­
nos mientras paseamos por los centros comerciales o
intentamos maniobrar el coche con una mano (no es
de sorprender que el porcentaje de accidentes esté
aumentando). Estas tecnologías vía satélite han cam­
biado nuestra percepción del espacio: Han desperta­
do una percepción viva y operativa de un planeta que
gira alrededor del Sol y trastocan nuestra percepción
innata pre-copérnicana de una Tierra inmóvil y pla­
na. Enviamos correos electrónicos a gente de todas
las partes del mundo con diferentes zonas horarias
sin ni siquiera pegar un sello. De forma gradual nos
estamos liberando del grueso de la realidad material
mediante ondas de electrones que van de un lado
para otro, arrastrándonos a lugares lejanos que están
en la otra cara de una Tierra redonda, de arriba a aba­
jo mediante inimaginables y pequeños circuitos neu-
rológicos y de silicona que constituyen la estructura
de nuestros ordenadores y nuestra vida consciente y
que amplían nuestros densos y pesados cuerpos ha­
cia el infinito, o eso parece. Hemos roto la contrac­
ción de nuestros cuerpos con la tierra que pisamos y
con el espacio que nos contiene y que nos rodea y les
hemos permitido volar por el espacio a velocidades
electrónicas. Si bien a Heidegger le gustaba citar el
verso del poeta romántico alemán Friedrich Hólder-
lin, «pero es poéticamente como el hombre habita la
tierra», nosotros hoy obtenemos una mayor y vertigi­
nosa popularidad al navegar de forma cibernética al­
rededor de la Tierra.
Hemos adivinado una manera de imitar a los án­
geles que intercedieron por los apóstoles Pedro y Pa­
blo para sacarlos de la cárcel (Hechos 5,19; 12,7) y
convertir nuestros cuerpos en briznas etéreas que
atraviesan las sustancias sólidas de las paredes como
Jesús cuando resucitó y fue a visitar a los asustados
discípulos. El antiguo debate entre mente y materia
se está quedando rápidamente tan anticuado como un
debate sobre los relativos méritos de los diversos ti­
pos de plumas estilográficas. La «materia» se está
pasando de moda. El electrón está resultando ser la
«glándula pineal» cartesiana que media en la obsole­
ta oposición entre mente y materia cuando las líneas
entre estos dos antagonistas en el antiguo dualismo
se están borrando debido a la revolución electrónica.
Cada vez más vivimos nuestras vidas en una especie
de mundo de espíritus virtuales y espectrales, si so­
mos lo suficientemente prósperos como para tener un
ordenador, detalle que retomaremos más adelante.
(Nadie que duerma debajo de un puente se ha traído
un portátil para comprobar el último promedio del
Dow-Jones.) La materia se dirige a la salida y el ma­
terialismo es para los tecnófobos a quienes les asusta
comprar un ordenador. Hacemos jogging y ejercicio
no sólo por nuestra salud sino para restablecer el con­
tacto con nuestro cuerpo, para aseguramos que toda­
vía tenemos un cuerpo. Todavía nos ponemos enfer­
mos y morimos, lo que nos recuerda en gran medida
nuestro cuerpo, mayor recordatorio imposible, pero
estamos trabajando en ello. Hacia finales del siglo
xxi las enfermedades asesinas de hoy en día habrán
seguido el camino de la difteria; los órganos vitales
se recogerán de forma rutinaria y se sustituirán, y la
esperanza de vida media se ampliará a más de un si­
glo. Entonces nos pondremos a trabajar para invertir
el reloj biológico interno de la vida celular para que
nuestros cuerpos no envejezcan. (Después de eso, la
titularidad de catedrático permanente se convertirá
en un grave problema.) Así pues, lejos de convertir­
nos todos en materialistas, la revolución en los siste­
mas de comunicación electrónicos ha empezado a
debilitar la distinción entre el mundo «virtual» y el
«real» o «material».
El escuadrón de la muerte de Dios no vio llegar
esto. ¿Cómo, se preguntan los intelectuales secula-
ristas, puede la gente que usa teléfonos móviles y co­
rreos electrónicos, que disfruta de los beneficios de
las tecnologías informáticas y que vuela de un conti­
nente a otro en potentes jets, tragarse ideas bíblicas
como la del Nacimiento de la Virgen o la Resurrec­
ción, creer en entes espirituales como los ángeles y el
demonio, o que les quite el sueño la amenaza de un
castigo eterno por sus pecados en un lago de sulfuro
y fuego insaciable? Y eso es la historia tradicional.
¿Qué me dicen de todo lo que no está en la Biblia,
como las visiones de Elvis y la canalización? ¿Cómo
pueden los televangelistas usar las avanzadas comu­
nicaciones mediante satélites en órbita alrededor de
la Tierra para predicar un evangelio fimdamentalista
que les compromete a creer que el mundo está firme­
mente de cuclillas en mitad del universo: «Tú pusiste
la tierra bajo sus pilares, de manera que nunca se mo­
verá» (Salmos 104,5)? ¿Acaso no ven estas personas
que si los cuerpos de Jesús o de la Virgen María real­
mente hubieran «ascendido» físicamente al «cielo»,
como los evangelistas dicen en sus imaginaciones
pre-copemicanas, entonces todavía estarían allí arri­
ba en órbita junto a nuestros satélites de comunica­
ciones y, a estas alturas, los podríamos haber locali­
zado perfectamente? Si estas ascensiones hubiesen
ocurrido dos milenios más tarde, ¿habrían necesitado
un controlador de tráfico aéreo para despejar su des­
pegue? ¿Cómo puede una edad que está a punto de
completar el proyecto del genoma humano ser tam­
bién testigo de la eliminación de la evolución como
una asignatura obligatoria en los programas de biolo­
gía del instituto en Kansas, todo para dejar espacio a
la enseñanza de la creación y a una historia sobre
cómo todos descendemos de dos personas a quienes
una serpiente maquinadora les dijo que comieran una
fruta prohibida? ¿Cómo, se preguntan los intelectua­
les, permite la gente de hoy en día que les metan di­
chas ideas en la cabeza? ¿Por qué Dios no está muer­
to, que era lo que se suponía que iba a ocurrir? ¿Por
qué Dios no ha seguido el camino de la Astronomía
Ptolomeica?
Parte de la respuesta, a mi entender, es que las
tecnologías de comunicaciones avanzadas en reali­
dad subestiman el anticuado materialismo y privan
al mundo material de su rígida fijación y su sustan-
cialidad densa y pesada. Lo imposible tiene su ana­
logía técnico-científica en la completa transformabi-
lidad y permeabilidad de las cosas físicas en un
mundo que está dominando el mapa genético y digi-
talizándolo todo. En la película Matrix, la premisa
es que la población humana en general estaba vi­
viendo en un mundo virtual de imágenes por orde­
nador y controladas por una especie alienígena que
estaba recogiendo a los seres humanos para sus pro­
pios propósitos de vida. La premisa filosófica es en
realidad bastante parecida al famoso argumento de
George Berkeley en el siglo xvm que esse est perci-
p i, que el mundo existe si se percibe, o, para dar a su
latín una traducción temporal: la existencia del mun­
do es una función del software que está en marcha,
de la especie de sistema procesador de información
en vigor. Berkeley argüyó que el mundo no es más
que un flujo de imágenes desplegadas ante nuestras
mentes, mediante un ordenador grande y poderoso
dirigido no por una taimada especie alienígena, sino
por un Dios bueno, grande y poderoso. (Fue al com­
batir el argumento de Berkeley cuando dimos con el
acertijo del «árbol que cae en el bosque».) Berkeley
era un obispo irlandés protestante y propuso este ar­
gumento como una crítica a la creciente amenaza
del materialismo planteada por la «nueva ciencia».
Sin embargo, la nueva nueva ciencia (y la nueva
Ilustración y la nueva economía centrada en el Nas-
daq) está de lado del obispo, no de los materialistas
(que pertenecen a la antigua Ilustración). Pues en las
teconologías de comunicaciones avanzadas el mun­
do que percibimos es muy parecido a lo que arguyo
su Eminencia, a saber, el efecto del sistema procesa­
dor de información que utilizamos, que convierte en
inestable la distinción de la materia opuesta al espí­
ritu e incluso la vuelve ligeramente obsoleta.
Ésa, sostengo, es una parte de la respuesta. La
otra tiene que ver con el proceso de «des-seculari­
zación» que describí en el capítulo anterior, la sos­
pecha que hemos obtenido de la sospecha de la Ilus­
tración. Los intelectuales seculares, pobrecitos, no
pueden ganar para perder. Incluso a medida que los
filósofos contemporáneos van cada vez más allá de
los hábitos modernistas, críticos y reduccionistas
del pensamiento que creció en la antigua Ilustra­
ción, que fue la clave para la nueva ciencia antigua,
las nuevas tecnologías simplemente han creado la
oportunidad para una nueva imaginación religiosa.
Pero antes de valorar dónde nos deja todo esto, an­
tes de extraer la moraleja de la historia de cómo el
mundo secular se convirtió en post-secular, que tra­
taré en el próximo capítulo, sugiero que tomemos
un respiro y consideremos una película, una que
ilustra para nosotros lo que podría parecer la reli­
gión como en «otra galaxia, en otro tiempo», que
nos dice más que un poco sobre ésta, aquí y ahora.
2. LA RELIGIÓN DE LA GUERRA
DE LAS GALAXIAS

Nuestro punto de partida en este ensayo sobre lo


imposible es la extraordinaria «Anunciación» de la
Encamación que hace Gabriel a la Virgen María, y
el famoso «fiat» de María, que forma la parte central
de la fe cristiana y el asunto principal de los exquisi­
tos murales de Fray Angélico y las otras innumera­
bles obras de arte a lo largo de los siglos que han
trabajado esta escena profundamente en la imagina­
ción de los cristianos de todos los tiempos. Ahora
lejos de intentar que esta historia o similares queden
mal, la última entrega de La Guerra de las Galaxias,
Episodio I: La amenaza Fantasma, reproduce una
versión con alta tecnología de esta antigua narración
cristiana en la que lo imposible sucede, otra vez. En
la versión intergaláctica de George Lucas sobre la
historia de la natividad según San Lucas, hay una fa­
milia santa de alta tecnología, un «nacimiento de
virgen» y una madre sagrada, un niño con una ma­
dre humana y un padre que es una fuerza celestial,
todo ello es parte de una ciencia-ficción popular que
enlaza con comercios e importaciones religiosas so­
bre estructuras religiosas.
Lejos de servir como vehículo para desacreditar
la religión o exponerla como una superstición pre-
científica, la enorme popularidad de la Guerra de las
Galaxias a lo largo de los años deriva en gran parte
de su reproducción de estructuras míticas elementa­
les y su transcripción de las figuras religiosas clási­
cas a un mundo de alta tecnología. Tanto si les gusta
a las iglesias tradicionales como si no, las películas
como La Guerra de las Galaxias son la forma en
que mucha gente joven (que enseña a sus padres
cómo funcionan los ordenadores de casa y programa
sus vídeos, pero con frecuencia ignora las bases de
la religión tradicional) accede a la «religión» hoy en
día (incluso como el deporte es la forma en que ellos
y muchos otros obtienen su «arte»). En el colegio
mayor de mi hija, una de sus compañeras de habita­
ción tenía colgado un póster que decía, de forma
muy significativa a mi entender: «Todo lo que nece­
sito saber sobre la vida, lo aprendí de La Guerra de
las Galaxias». Entonces procedió a desglosar lo que
Immanuel Kant habría llamado «las máximas de la
prudencia» como «la ira, el miedo y la agresión lle­
van al lado oscuro», «en la búsqueda destruyes, la
paciencia es tu aliada», «En tu persecución de la paz
y la justicia, la Fuerza siempre te acompañará». El
consejo es antiguo pero el envoltorio es nuevo. Aun­
que nadie diría que La Guerra de las Galaxias re­
presenta un nuevo clásico religioso, ni es probable
que nadie confunda a Luke Skywalker con el Me­
sías, la verdad es que La Guerra de las Galaxias re­
produce figuras religiosas, éticas y míticas clásicas,
tanto occidentales como no occidentales de una for­
ma contemporánea y convincente que tiene el efecto
de una vasta Odisea de alta tecnología, que incluirá,
cuando esté completa, las tres trilogías («omne tri-
num perfectum est», dijo San Agustín).
La antigua cosmología pre-copemicana en la que
se basaban las historias religiosas tradicionales no
despierta ningún interés en nuestra imaginación, y
eso ha alterado inevitablemente nuestra forma de
pensar en la «trascendencia religiosa». Como hemos
visto, está empezando a tener poco sentido mirar
«hacia arriba» al «cielo» o pensar en Jesús «eleván­
dose al cielo», cuando lo que los cielos albergan para
nosotros es un sistema de satélites de comunicacio­
nes y hordas de aviones a propulsión (la mayoría con
demasiada gente y tarde). Aunque todavía experi­
mentemos la «salida» del Sol, estamos bastante acos­
tumbrados al giro copemicano y no utilizamos imá­
genes agrarias y pre-copemicanas para establecer un
asunto religioso. Eso es lo que el erudito en el Nuevo
Testamento Rudolph Bultmann vio muy claramente
cuando dijo que tenemos que «des-mitologizar» el
Nuevo Testamento, es decir, dejar pasar la antigua
cosmología, si queremos que la religión tenga senti­
do. Sin embargo, Bultmann no vio venir La Guerra
de las Galaxias. Pues uno de los puntos que está muy
bien ilustrado por el ejemplo (y hay muchos ejem­
plos donde escoger) de la Guerra de las Galaxias es
que la trascendencia religiosa no se desacredita ni
des-mitologiza en la Guerra de las Galaxias: se re-
describe y re-mitologiza. La estructura de la trascen­
dencia religiosa se encuentra allí claramente, pero
sin las dualidades del teísmo clásico, entre materia y
espíritu, cuerpo y alma, natural y sobrenatural, cien­
cia y fe, cielo y tierra, tiempo y eternidad.
La Amenaza Fantasma nos cuenta la historia del
origen de la batalla épica entre la República y las
fuerzas de la oscuridad, que se parece un poquito a
una versión de ciencia-ficción de la batalla entre el
Reino de Dios y el Príncipe de las Tinieblas. Aquí el
nacimiento de la virgen, tomando un giro oscuro, lo
representa «Darth Vader». Desde luego, los genes (o
midiclorianos) dirán, así la madre virgen es también
la abuela virgen de Luke Skywalker (un apellido
bastante celestial y un nombre que recuerda tanto a
George como al tercer evangelio) que toma como
padre a Darth y a la estrella muerta. «Darth Vader»
(Dark + death + star + invader = Oscuridad + muerte
+ estrella + invasor) es una figura diabólica, un ángel
malo, un «mensajero» amenazador (angelos) y el
portador del mal, una figura elemental del mal, que
ha pasado (vadere) al «lado oscuro», que inflinge a la
República, es decir, a nosotros. La imagen está im­
portada directamente del Héroe de Mil Caras de Jo-
seph Campbell, que describe un escenario mítico clá­
sico en el que el héroe lucha con la figura misteriosa
de un Demonio que, desconocido para el héroe, re­
sulta ser su propio hermano, o aquí su padre. En los
cuentos medievales, dice Campbell, esta figura viene
vestida con una armadura negra y un casco negro
ocultando su rostro. Como cualquier Demonio que se
precie, es la figura del bueno que se hizo malo. Ana-
kin Skywalker, un joven (hijo único) con una madre
real pero cuyo padre es la Fuerza (una figura mítica
clásica: la madre terrenal, el padre celestial, a no ser
porque esto no es la tierra y la Fuerza no está en el
«cielo»), es un chico exquisitamente agradable y un
joven sorprendentemente precoz, valiente y dotado, y
ni su madre virgen ni nosotros podemos prever lo que
le espera. A Qui-Gon Jinn y, después de la muerte de
éste, al joven Obi-Wan Kenobe, se les puede perdo­
nar por confiar en sus instintos Jedi y confundirle con
«el elegido» (el Ungido, el Mesías), anunciado hace
mucho tiempo en las Escrituras Jedi como el que
traería el equilibro a la Fuerza. El Consejo Jedi, con
una certeza fatídica en este punto, sostiene que Qui-
Gon encontró al joven demasiado tarde como para
domar las pasiones que ya se revolvían en su interior.
«Ya hay demasiada ira en él» señala Mace Windu.
«borroso queda el futuro de este chico, Obi Wan. Un
error es entrenarle», dice Yoda en una extraordinaria
expresión de desacuerdo con una decisión del Conse­
jo Jedi (por no mencionar el extraordinario orden de
palabras). Esta ira y agresividad se apoderarán de
Anakin finalmente y le llevarán al «lado oscuro», una
frase que provoca escalofríos entre los jóvenes que la
repiten con gravedad y una cara perfectamente seria.
Como Lucifer y los otros ángeles malos, los «Poderes
y Principalidades» que merodean la tierra buscando
problemas, a quien Cristo conquistará (Romanos
8,38; I Corintios 15,24), Darth Vader y los otros Ca­
balleros «Sith» (Sith: sin + sinister + sick = pecado +
siniestro + enfermo), Darth Maul (que no suena bien)
tiene cuernos y una cara roja, son seres de dones so­
brenaturales que han fracasado. Han permitido que el
flujo de «la Fuerza» se desvíe del bien al mal. Nos re­
cuerdan (bueno, al menos a algunos de nosotros) a la
descripción aristotélica del deinos, el terrible, extraño
y asombroso ser que usa su extraordinario talento
para fines malvados.
La guerra en la Guerra de las Galaxias no suce­
de entre dos Fuerzas iguales pero opuestas sino que
ocasiona una alteración o falta de equilibrio dentro
de una única Fuerza. La Guerra de las Galaxias es
marcadamente anti-maniquea. El Reino de Dios, o
la era mesiánica, o la norma de paz y justicia, depen­
de del flujo armonioso y normal de la Fuerza, mien­
tras que la guerra se encarniza cuando la Fuerza es
alterada o distorsionada. De este modo la guerra en­
tre el bien y el mal la luchan los caballeros Sith, que
hacen de la Fuerza un instrumento de sus propias in­
tenciones malvadas, y los caballeros Jedi, que son
ellos mismos un instrumento de la Fuerza, permi­
tiendo a ésta fluir libre y armoniosamente, para se­
guir sus ritmos naturales, inalterada por la ira, el
miedo o la agresividad. Pero si la Fuerza está con
nosotros, esto se extrae de las fórmulas místicas y
religiosas como la de San Pablo «y ya no soy yo
quien vivo, sino Cristo que vive en mí» (Gálatas
2,20), eso significa que permito a la Fuerza que flu­
ya y me traspase libremente sin alterarla con mi pro­
pio ego. El saludo «Que la Fuerza te acompañe» es
una trascripción transparente de los himnos religio­
sos antiguos y las fórmulas litúrgicas como dominus
vobiscum, «El Señor esté con vosotros», que repro­
duce uno de los saludos más sagrado que podemos
damos, «Dios esté contigo», «que Dios te proteja y
te guarde», «que Dios te tenga en la palma de Sus
manos». Si San Pablo hubiera sido un personaje de
la Guerra de las Galaxias hubiera expresado su
amor y admiración por Jesús no llamándole el Hijo
del Hombre que ha de venir sino predicando la pala­
bra por las galaxias «que la Fuerza te acompañe»
(Emmanuel, Dios con nosotros). Pero la Fuerza no
es Dios, no es un creador trascendente de los cielos
y la tierra visibles, que es una figura pre-copernica-
na, sino un poder omnipresente místico-científico
que está en todas las cosas. El esquema de la reli­
gión básica de la Guerra de las Galaxias es más
oriental que Judeo-Cristiano.
Los caballeros «Jedi», que sirven a la Fuerza,
son los protectores de la República, los guardianes
del Reino de Dios, los caballeros de Dios, como los
cruzados o los miembros de una orden religiosa
(«Jedi» suena un poco como «Jesuíta»), dedicados
al servicio no del Papa, para ser sinceros, sino de la
Fuerza. Llevan túnicas marrones, reminiscencia de
los hábitos que llevaban los miembros de una orden
religiosa, pero de nuevo, son como muchas cosas en
la Guerra de las Galaxias, más devotos budistas que
cristianos. Los iniciados son entrenados por maes­
tros, «mente con mente» como dicen en la tradición
budista. Viajan por las galaxias con un recogimien­
to, una paz y una calma internas que nos recuerdan
a los monjes budistas y pueden entrar en acción con
la Fuerza mortal de un arquero budista o un lucha­
dor de jujitsu. Extienden sus manos sobre sus ene­
migos como un curandero o exorcista bíblico en un
intento de controlar la mente. ¿Cura este hombre
mediante el poder de Dios o de Belcebú (Mateo,
12,24)? Su enlace con la Fuerza les confiere instin­
tos preferentes que les advierten de lo que su opo­
nente va a hacer antes de que lo haga, ¡lo cual es
bastante útil! Para alguien que sepa un poco de his­
toria de la religión, el arte de la lucha Jedi recuerda
mucho a la opinión clásica de Eugen Herrigel en El
Zen y el Arte de la Arquería. El maestro Zen debe
aprender a actuar siguiendo instintos profundamente
enterrados bajo el nivel del ego consciente; la des­
treza del maestro arquero no es un asunto de tener
puntería, o coordinación entre la mano y el ojo, más
bien «dispara» dentro de él. Esta erradicación del
ojo del ego, de la vida intencional consciente del
ego, es tan radical que cuando «dispara», la flecha
del arquero Zen dará en su blanco aunque el arquero
fuera ciego. La misión Jedi es traer la paz no sólo
«sobre la tierra», que es una fórmula pre-copemica-
na para nuestras aspiraciones religiosas y todavía es­
tancada en una cosmología pasada de moda, sino a
todo el universo, dejando que la Fuerza fluya, dejan­
do que la Fuerza esté con todos nosotros a través de
las infinitas galaxias, estableciendo una paz interga­
láctica en la República, en una sorprendente expan­
sión y realización del «Reino de Dios».
Advertimos que en La Guerra de las Galaxias
no hay iglesias, sinagogas, templos o mezquitas
como tal, que no se encuentra nada parecido a las
religiones tradicionales, y que no existe de forma
evidente una clase de sacerdotes tradicionales. Cuan­
do Qui-Gon Jinn es asesinado por Darth Maul, su
cuerpo es incinerado después de tener lugar la capi­
lla ardiente en el Templo Jedi, que no es una iglesia
sino algo parecido a una rotonda en la que se honran
los cuerpos de los héroes. A los ritos de incineración
asisten Anakin, Obi-Wan, la Reina Amidala, el Can­
ciller Supremo Palpatine, el Consejo Jedi, y otros,
pero no se hace mención de ningún sacerdote, ni una
liturgia religiosa o una ceremonia propiamente reli­
giosa. El cuerpo es reducido a cenizas y en vez de
una inmortalidad personal o una vida después de la
muerte, Obi-Wan consuela dulcemente a Anakin
con el pensamiento de que «Él está con la Fuerza,
Anakin. Debes dejarle ir [...] se ha ido». Desde la
Fuerza, con la Fuerza, de vuelta a la Fuerza. La
Fuerza da y la Fuerza quita. La Fuerza es lo primero,
lo último, lo constante, alfa y omega, como una gran
matriz sin costuras, sin división por oposición entre
cuerpo y alma, materia y espíritu, esta vida y la si­
guiente.
Sin embargo eso no significa que no haya reli­
gión en La Guerra de las Galaxias o que todo el uni­
verso sucumba ante un secularismo intergaláctico.
Por el contrario, todo el asunto es religioso, religioso
de una punta a otra, en tanto en cuanto que «la Fuer­
za» es una estructura mística o religiosa y todo en La
Guerra de las Galaxias está conectado con la Fuer­
za. La guerra en La Guerra de las Galaxias es una
guerra religiosa, la guerra del bien y del mal, entre la
República y el Imperio. Pero el punto esencial es
que la Fuerza también es una estructura científica,
de manera que el asunto también es profundamente
científico. La religión de La Guerra de las Galaxias
no está enfrentada con la ciencia de La Guerra de
las Galaxias. No hay una oposición dualista de la
religión y la ciencia, no hay huella de la guerra entre
Galileo y la Iglesia, y con seguridad tampoco hay un
muro de separación entre la religión y el Estado. El
Consejo Jedi compuesto por doce miembros, un nú­
mero bíblico (las doce tribus de Israel, los doce
apóstoles), que se reúnen en el «Templo» Jedi, está
en el centro político de las galaxias. Tampoco hay
una oposición dualista del cuerpo y el alma, la tierra
y el cielo, esta vida y la siguiente. El viejo dualismo
platónico de materia y espíritu adoptado en distintos
grados por la teología cristiana simplemente se ha
disuelto en la Fuerza. La metafísica de La Guerra de
las Galaxias es monista, pero no porque sea reduc­
cionista o naturalista. No convierte a nadie ni a nada
en funciones programables de su estructura atómica
y subatómica, y no es nada parecido al viejo sueño
(pesadilla) positivista del deterninismo de la mate­
ria en movimiento, de ser capaz de predecir cada es­
tado futuro del universo si nos dieran la ubicación y
la velocidad de todas sus partes en un estado deter­
minado y todas las leyes de la física. Por el contra­
rio, situada en el corazón del mundo de La Guerra
de las Galaxias, la Fuerza es una estructura científi­
co-religioso-mística que da vida al misterio y la im-
predictabilidad y ofrece un escenario para el drama
humano. Pues todo depende de cómo los seres hu­
manos cooperan con la Fuerza. La Fuerza es asunto
de la ciencia y del misticismo, y exige una disciplina
espiritual y una larga preparación el convertirse en
adepto de sus formas. La estructura de la Fuerza
subestima la distinción entre el teísmo y el ateísmo.
Las cosas no se dividen de esa forma en La Guerra
de las Galaxias: algunos «creen» en la Fuerza y
otros no, pero ésta no es un objeto de «revelación» o
de «fe sobrenatural» como opuesta a la razón, sino
un asunto de sabiduría. El «necio» dice que en su
corazón no existe la Fuerza, como el jugador y co­
merciante de chatarra Watto, que desprecia la Fuer­
za y la llama «trucos mentales». Pero la distinción
relevante y notable no es entre teístas y ateos, cre­
yentes e infieles, sino entre aquellos que son sabios
y no lo suficientemente egoístas como para trabajar
con la Fuerza en armonía y por la norma de justicia,
y aquellos cuyas egoístas pasiones alteran la Fuerza,
creando el mal y el desequilibrio en la Fuerza.
El resultado es que los dualismos clásicos de la
metafísica occidental quedan resueltos porque se di­
suelven, la base que los sostiene simplemente se ha
retirado. Las viejas metáforas copemicanas de la
«(tierra) aquí debajo» y el «más allá» o «arriba en el
cielo» han desaparecido. La analogía con «la ora­
ción» en La Guerra de las Galaxias es retraerse, re­
coger nuestros sentidos, y permitimos estar unidos
internamente y de ahí unidos a la Fuerza. No mira­
mos «arriba» hacia el «cielo» pidiendo ayuda. La
antigua cosmología del cielo arriba, el infierno aba­
jo y la tierra en el medio, que era la presuposición
evidente de la imaginación religiosa del mundo co-
pemicano de la Biblia está totalmente ausente, ha
sido sustituida por una astronomía completamente
contemporánea. Lejos de poner a Galileo bajo arres­
to domiciliario, los Jedi le habrían considerado una
especie de Moisés o de apóstol Pablo. «Profeta era»,
habría dicho Yoda. La religión de La Guerra de las
Galaxias está libre de las tensiones que acucian a la
gente religiosa en la actualidad, que utiliza cada
hora, diariamente, los satélites de comunicaciones
aunque haya heredado mitos religiosos forjados en
una cultura rural y pre-científica.
En el «Evangelio según San Lucas» se invoca a
un mundo en el que las insolubles oposiciones que
han atormentado a los pensadores religiosos durante
siglos se reconcilian, y se reconcilian al irse debili­
tando. En la República, la fe y la razón, la naturaleza
y lo sobrenatural, la materia y el espíritu, están cor­
tados por el mismo patrón. Lucas simplemente creó
un mundo en el que los dones que los maestros Jedi
disfrutan tienen una base científica perfectamente
plausible, aunque sus caminos sean misteriosos: sus
células corpóreas tienen una concentración de «mi-
diclorianos» mayor de lo normal. Éstos son organis­
mos microscópicos y medibles científicamente que
todos tienen, que nos transmiten la Fuerza y nos sen­
sibilizan sobre la Fuerza. Cuando Qui-Gon Jinn en­
contró a Anakin, le hizo un análisis de sangre para
determinar su cantidad de midiclorianos y, al ver
que Anakin tenía una concentración excepcional­
mente alta (más de veinte mil), decidió que debía ser
el «elegido». En efecto, le hizo una prueba para sa­
ber si era el Mesías, ¡buscando rasgos mesiánicos!
Los humanos viven en una relación simbólica con
los midiclorianos. Si aprendemos a silenciar nuestra
mente, como en las prácticas de los monjes budistas
y cristianos tradicionales, escucharemos lo que la
Fuerza nos cuenta, pues los midiclorianos nos co­
munican la «voluntad» de la Fuerza. (Mediante la
oración y silenciando la voz interna, conoceremos
la voluntad de Dios para nosotros.)
De la misma manera, el nacimiento de la virgen en
La Amenaza Fantasma tiene una explicación científi­
ca y también una dimensión religiosa misteriosa. En
su narrativa homologa de San Lucas sobre la nativi-
dad, Lucas crea una Shmi Skywalker favorecida por la
Fuerza, pues «la Fuerza la acompañaba» y le llega en
una Anunciación de alta tecnología. La Fuerza había
hecho grandes cosas en ella y ella no se puso a sí mis­
ma ni a su voluntad por delante de la Fuerza, pero pro­
nunció un gran fiat de ciencia-ficción («que así sea»)
que resuena a través de las galaxias y significaba que
ella permanecería como esclava mientras Anakin era
libre de seguir su destino. Concebiría en su vientre un
hijo que se llamaría el elegido, un hijo de la Fuerza,
concebido por el poder de la Fuerza, es decir, por una
concentración extraordinaria de midiclorianos. Lucas
está dibujando sobre una de las narrativas más funda­
mentales de Occidente: «Y él [el Ángel Gabriel] se
acercó y le dijo: «¡Saludos, elegida! El Señor está con­
tigo [...]. El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder
del Altísimo te eclipsará [...]. Entonces María dijo:
«Aquí estoy, soy la esclava del Señor, hágase en mí se­
gún tu palabra». Entonces el ángel partió» (Lucas
1,28, 35, 38). Desde luego, en La Guerra de las Ga­
laxias, las cosas no ocurrieron de la forma que todo el
mundo esperaba y confiaba, pero por esa razón había
una historia que contar que iba a ocupar nueve entre­
gas y hará mucho dinero.
No tenemos que pensar que Joseph Campbell (la
inspiración religiosa de Lucas y alguien con una mo-
dema Nueva Era a sus espaldas) es Mircea Eliade
para ver que La Guerra de las Galaxias tiene una di­
mensión significativamente religiosa. Campbell po­
pularizó ideas que se remontan a la teoría de los «ar­
quetipos» de Cari Jung, de las estructuras fundamen­
tales entre culturas profundamente incluidas en la
vida de nuestro subconsciente religioso, y Lucas pro­
dujo un trabajo de ciencia-ficción espectacular que
demostró ser un vehículo apto para transmitir estas
ideas. Para ser sinceros, hay otros ejemplos: hay una
«resurrección» interesante del tema del Redentor/
Mesías en Matrix, que es también interesante, como
dije, porque la «realidad» que cada uno experimenta
en esa película es el efecto de un programa de orde­
nador. La película El Sexto Sentido es una medita­
ción prolongada sobre la vida después de la muerte,
una película de largometraje que parte enteramente
del punto de vista de un hombre muerto. Y así suce­
sivamente. Sin embargo, La Guerra de las Galaxias,
elegida porque tiene hondas raíces en nuestro sub­
consciente religioso, y posee una habilidad especial
para re-imaginar y re-mitologizar fundamentalmente
ideas religiosas, tiene un matiz especial.
¿Pero qué significa exactamente todo esto? ¿Sig­
nifica que las confesiones tradicionales concebidas
en un mundo pre-copemicano están obsoletas? ¿Te­
nemos que ir a la cultura popular para encontrar la
religión porque las iglesias tradicionales ya no son
relevantes? ¿Se ha convertido en increíble la creen­
cia tradicional para todo aquel que no está dispuesto
a crucificar su inteligencia en la cruz del fundamen-
talismo? Eso sería ir demasiado lejos. Las confesio­
nes tradicionales ofrecen una masa crítica para la fe
religiosa, suministrando una encamación estructural
e institucional que mantiene vivos nuestros recuer­
dos religiosos, que inicia un estudio escrupuloso y
erudito de estos recuerdos, y que alberga nuestras
esperanzas de futuro. Proporcionan un poder huma-
nizador y organizador en la vida diaria de un gran
número de personas.
Aún, yo diría que algo más bulle también fuera
de las iglesias, que algo se cuela más allá o fuera de
las fronteras de la fe tradicional, que una determina­
da religión florece sin estas religiones tradicionales,
una religión sin religión, y que el sentido de la tras­
cendencia religiosa ha empezado a asumir nuevas y
diferentes formas. Las fes tradicionales contienen
algo que no pueden contener, y hay una tendencia
inequívoca hoy en día a luchar contra los fenóme­
nos religiosos libres de religiones, para reproducir
la estructura de la religión fuera de las fes tradicio­
nales y fuera de la clásica oposición entre la reli­
gión y la ciencia, el cuerpo y el alma, este mundo y
el siguiente. La Guerra de las Galaxias ofrece a
mucha gente joven, en la actualidad, una mitología
religiosa de alta tecnología, una «repetición» o
apropiación bastante explícita de las estructuras re­
ligiosas elementales fuera de los confines de las fes
religiosas institucionales. La trascendencia religio­
sa está empezando a trascender las religiones tradi­
cionales. Si algo de esto es sólo un sinsentido o una
superstición de la Nueva Era, La Guerra de las Ga­
laxias es una fascinante mezcla de misticismo y
ciencia-ficción que atestigua una extraña simbiosis
de religión y tecnologías post-industriales. «Que la
Fuerza te acompañe» es una expresión de alta tec­
nología de una inspiración antigua, una fe antigua,
una esperanza que renace, un amor duradero. Puede
que la Fuerza te acompañe, pues con la Fuerza nada
es imposible. La Fuerza explota el antiguo nombre
de Dios, con el que nada es imposible. En el caso de
La Guerra de las Galaxias la ciencia, en vez de ex­
tinguir la pasión por lo imposible como si de papa­
rruchas se tratase, va de la mano de la pasión mística
de manera que es difícil distinguir lo que es ciencia
y lo que es mito, lo que es imaginación científica y
lo que es imaginación religiosa. El sentido religioso
de la vida no se extingue en La Guerra de las Ga­
laxias, sino que se re-imagina y se re-mitologiza.
Simplemente derrama sus tropas pre-copernicanas y
los dualismos metafísicos clásicos para asumir una
nueva forma imaginativa.
Dios no está muerto sino vivo y en buen estado,
dentro y fuera de las iglesias. Los dioses están en to­
das partes, como dijo el viejo Heráclito.
GENTE IMPOSIBLE

Hagamos un balance de nuestro argumento hasta


ahora. Antes de la modernidad, se pensaba que el mun­
do invisible planteado por la fe religiosa era el real­
mente real, que pertenecía a un orden de la realidad
más elevado que nuestra vida sobre la Tierra, que no
se puede concebir nada más real que él, como decía
San Anselmo. Hacia el fin de la modernidad, la creen­
cia religiosa fue denunciada de varias formas como
irreal, «desenmascarada» como una superstición reac­
cionaria, escapista y fantástica, una ficción tejida des­
de nuestro subconsciente, nuestra debilidad o nuestra
culpa, que los tercos newtonianos y todos los positi­
vistas demasiado positivos estaban intentando expul­
sar de nuestra cabeza. En la actualidad, en este punto
que describo como post-secular o post-modemo, el
sentido religioso de la vida activa, lo que vengo lla­
mando hiper-real, con ello me refiero a una realidad
más allá de lo real, de lo imposible que elude la restrin­
gida idea que en la modernidad se tenía sobre lo que es
posible. Lo imposible altera la realidad del presente
desde dentro y nos deja dependiendo de una oración.
Este regreso de lo religioso, si lo puedo llamar
así, plantea otro problema que debo tratar ahora antes
de presentar mi argumento principal, que tiene que
ver con la estructura de la religión sin religión, y es el
título del capítulo final. Me refiero al problema del re­
greso violento de la religión, el regreso de la intole­
rancia religiosa e incluso de la violencia declarada
mediante los diversos movimientos fundamentalistas
de todo el mundo, una de las principales cosas que in­
tentaba prevenir la antigua Ilustración.
Una buena parte del problema con la religión es
la gente religiosa (sin ellos, el récord de la religión
sería inmaculado). La gente religiosa, la «gente de
Dios», la gente de lo imposible, apasionados por un
amor que les inquieta y les trastorna, jadeantes como
el ciervo tras el agua que corre por los arroyos, según
dice el salmo (Salmos, 42,1), son gente imposible.
En todos los sentidos de la palabra. Si un día deter­
minado nos adentramos en los peores vecindarios de
las zonas urbanas deprimidas de las ciudades más
grandes, encontraremos gente ayudando a los pobres
y necesitados, que gastan su vida y su considerable
talento atendiendo a las minorías entre nosotros, casi
seguramente serán gente religiosa, evangelistas y
pentecostalistas, trabajadores sociales con profundas
convicciones religiosas, cristianos, judíos e islámi­
cos, hombres y mujeres, sacerdotes y monjas, negros
y blancos. Son los mejores ángeles de nuestra natura­
leza. Están abajo en las trincheras, fuera en las calles,
ayudando a la viuda, al huérfano y al extranjero,
mientras los críticos de la religión están durmiendo
en casa los domingos por la mañana. Por ello, los re­
ligiosos son amantes; aman a Dios, con el que todas
las cosas son posibles. Son hiper-realistas, están ena­
morados de lo imposible, y no descansarán hasta que
lo imposible ocurra, lo cual es imposible, por tanto
descansan muy poco. Los filósofos, por otro lado, re­
sulta que están fuera, de fin de semana, en un agrada­
ble hotel, leyéndose entre sí periódicos difíciles de
leer sobre «lo otro», es su forma de dar la impresión
de que ayudan a los desdichados de la Tierra. Luego,
tras proclamar la muerte de Dios, vuelan de vuelta a
sus trabajos fijos, a menos que se encuentren en su
año sabático y lo estén pasando en París.
La religión es para los amantes apasionados de lo
imposible, los amantes de Dios, que nos hacen pare­
cer vagos al resto de nosotros. No obstante, al mismo
tiempo y en relación con ello, estos amantes apasio­
nados y trastornados de lo imposible también son
gente imposible que se confunde a sí misma con Dios
y amenaza las libertades civiles y a veces incluso las
vidas de cualquiera que no esté de acuerdo con ella,
y entiende que esto equivale a estar en desacuerdo
con Dios. En la religión, el amor de Dios está ex­
puesto habitualmente al peligro de confundirse con
la profesión de alguien o el ego de alguien, o el géne­
ro de alguien, o la política de alguien, o la ética de
alguien, o el esquema metafísico favorito de alguien,
al que se sacrifica de forma sistemática. Entonces, en
vez de hacer sacrificios por el amor de Dios, la reli­
gión se inclina a hacer un sacrificio del amor de Dios.
Por ello, debemos seguir preguntando día y noche,
las 24 horas del día: «¿qué amo cuando amo a mi
Dios?». La religión, siempre debemos recordar, es
cosa nuestra, no de Dios y deberíamos evitar confun­
dir la religión o a nosotros mismos con Dios. La his­
toria religiosa de Moisés y Aarón es la historia de la
religión sobre sí misma, donde, como un asunto es­
tructural, la religión ocupa el lugar de Aarón y el
becerro de oro, porque difícilmente puede evitar
construir ídolos hechos por el hombre (edificios e
instituciones, teologías y jerarquías) que sean sus
existencias en almacén. Debemos tener un martillo a
mano para estos ídolos y estar preparados para teo­
logizar con un martillo, en el nombre de Dios. La
idea no es dejar estas estructuras a la altura del suelo,
porque las necesitamos, en la forma que necesitamos
otras estructuras hechas con la mano del hombre,
sino para mantenerlas bien abiertas, poder revisarlas,
que sean sinceras, que estén alerta, siempre amena­
zadas y en peligro. Si, como dijo una vez el filósofo
japonés Kitaro Nishida, las religiones son balsas que
navegan en un mar interminable, debemos vigilarlas
para que no permitamos que nuestra preocupación
por el asunto de la balsa nos distraiga del asunto de
Dios, que es el amor. Es por ello por lo que siempre
me ha encantado la brillante plegaria de Meister
Echkhart: «Le pido a Dios que me libre de Dios», es
una oración para el océano de Dios, a quien amamos,
para que nos libere de los Dioses de la balsa.
La situación es bastante imposible. La gente re­
ligiosa es la gente de lo imposible, Dios los guarde,
y son la gente imposible, Dios nos libre. Ambas co­
sas bajo el mismo techo, ambas en el nombre de
Dios. Como cualquier otra cosa que valga su sal, la
religión se opone a sí misma, y nuestra tarea no es
barrer y esconder esa tensión debajo de la alfombra
sino mantenerla fuera al aire y dejar que esta tensión
sea productiva.

1. CAMINO HACIA EL CIELO

La gente más imposible de todas las personas im­


posibles, desde mi punto de vista, son los fundamen-
talistas. El fundamentalismo se encuentra donde la
tendencia a confundir la balsa con el océano, a con­
fundir la religión con Dios, a confundir la opinión de
uno mismo con la Palabra de Dios, a confundir nues­
tros egos más bajos con la gloria Más Alta de Dios,
puede tomar su forma más peligrosa. En un sentido
religioso, es una forma de idolatría, que ha confundi­
do la infinita trascendencia de Dios con los artefactos
religiosos de los seres humanos. El fundamentalismo
parece casi imposible de entender para los intelectua­
les. ¿Cómo podemos adentramos en el corazón o la
mente de este extraño y provocativo fenómeno que
nos parece simplemente una locura a aquellos de no­
sotros que nos imaginamos a nosotros mismos críti­
cos e inteligentes, o al menos post-críticos? (A pesar
de que me encantan todos estos «post-», no estoy se­
guro de querer ser post-inteligente.)
Esta es una cuestión muy importante porque no
quiero que me acusen de comportarme como un
Aujklarer, como uno más de los eruditos que despre­
cian la religión, y no quiero descartar la espiritualidad
fundamentalista como si fuese una tontería. Quiero
establecerme dentro de esta pasión por lo imposible,
bailar al ritmo de su locura divina, balancearme con
las pulsaciones jubilosas de la Palabra de Dios mien­
tras ésta agita las estructuras corporales y las piruetas
mortales de estos creyentes incondicionales. ¡Quiero
bailar y cantar, no adoptar un aire despectivo!
Para comenzar con esta nada desdeñable tarea,
sugiero otro viaje al cine para describir el deslum­
brante retrato de uno de mis personajes de películas
contemporáneos favoritos, a quien considero un ver­
dadero San Pablo postmodemo, un amante imposi­
ble y trastornado de lo imposible si alguna vez exis­
tió alguno, Euliss «Sonny» Dewey, alias el Apóstol
E.F., en la brillante película de Robert Duvall Cami­
no hacia el cielo (1997). La película es un retrato
penetrante y me atrevería a decir muy Paulino de la
vida en lo más profundo del núcleo del «Cinturón
Bíblico» americano, es una pequeña ciudad polvo­
rienta de Luisiana llamada «Bayou Boutte». Aunque
a veces se ha criticado como un vehículo para la va­
nidad del ego dramático de Duvall, no conozco nin­
guna representación más perspicaz en cine de la
exaltación religiosa, del «entusiasmo» religioso (en-
theos, tener a Dios dentro de nosotros) que invade
los cuerpos y las almas de la gente cuyas vidas siem­
pre han obtenido la energía de la espiritualidad bíbli­
ca. Es casi un accidente que la congregación del
Apóstol E.E (Duvall) esté formada en su mayoría
por aíro-americanos. Estos cristianos pentecostalis­
tas cantan y bailan ante el Señor de forma que los
ritmos elementales y la música de la religión africa­
na se mezclan con la religión de los salmistas judíos,
produciendo una magnífica y jubilosa pasión llena
del Espíritu Santo, conducida por «obra del Espíritu
Santo». ¡Soy una «máquina predicadora llena de Je­
sús y del Espíritu Santo!», exclama E.F., ¡Gracias,
Jesús! Oui, oui (¡si puedo añadir un toque de franco-
cajún en honor a la filosofía francesa contemporá­
nea!). No nos sorprende que los extras de la película
sean personas reales, predicadores reales y congre­
gaciones de iglesias reales, reunidas por Duvall,
quien también escribió, dirigió y financió la pelícu­
la, pues a los grandes estudios les daba miedo hacer
algo con tanta sustancia.
Camino hacia el cielo nos ahorra la estupidez de
otra película de la Nueva Era sobre ángeles, y de
otra cansina película sobre un charlatán o un estafa­
dor como Elmer Gantry. Desde mi punto de vista, la
película pertenece a la literatura de conversión e in­
voca la memoria de las grandes conversiones de
Saul/Pablo, el volátil perseguidor de los Cristianos
que se convirtió en el mayor campeón de la Cristian­
dad, y del mismo San Agustín, que, como el perso­
naje de Duvall, también tenía ojos para las mujeres.
A diferencia de Elmer Gantry, Sonny, o el Apóstol
E.F. (la diferencia en los nombres es desde luego
significativa), es un hombre sincero, pero está en­
frentado consigo mismo. Es una figura profunda­
mente paulina (el propio título de la película lo da a
entender), que puede decir con el Apóstol Pablo, uno
de los modelos del personaje: «Puedo desear lo que
es correcto, pero no puedo hacerlo. Porque no hago
el bien que quiero, sino el mal que no quiero es lo
que hago» (Romanos 7,18-19). Con el mismo sím­
bolo, las dificultades de E.F. también nos recuerdan
la «guerra diaria» (Bellum quotidianum) consigo
mismo que San Agustín revela en las Confesiones.
Se le da mejor convertir a otros que a sí mismo;
E. F. se mueve desordenadamente entre el amor y la
violencia, la pasión evangélica y la furia celosa, un
gasto desinteresado en obras apostólicas y una ira
explosiva, predicando la Palabra de Dios y quebran­
tándola. Cuando invita a Jessie, su mujer, de la que
está separado (Farrah Fawcett), a arrodillarse para
rezar con él sobre su ruptura, ni ella ni nosotros es­
tamos seguros de que lo que pretende no es retorcer­
la el cuello por su (provocada) infidelidad y por pri­
varle de representación en el ministerio de su iglesia
en Texas. Termina por coger un bate de béisbol y
aporrear hasta dejarlo en estado de coma a Horace
(Todd Alien), amante de Jessie, un joven sacerdote,
y entrenador de su pequeña liga, después de resistir­
se primero a la tentación de matarles de un tiro a los
dos. Entonces deja la ciudad, asume su nuevo nom­
bre, y empieza una nueva vida en la Luisiana rural,
donde con un comprometido celo evangélico y un
encanto irresistible restaura una iglesia rural aban­
donada con una pancarta de neón: «Camino hacia el
Cielo», convirtiéndose rápidamente en un sacerdote
activo, vital e interracial. Con todo, es muy capaz de
pegar una paliza a un gamberro racista (Billy Bob
Thomton) que se planta en la puerta de su iglesia un
domingo por la mañana amenazando con interrum­
pir la misa.
Un hombre de Dios, un hombre de pasión, un
hombre del Libro, para quien el Libro es verdadero,
hasta sus partes más pequeñas, sus letras más peque­
ñas, como las letras en el nombre que tomó cuando
levantó el vuelo, E.F. lleva el Libro consigo donde
quiera que va. Se ha aprendido de memoria la se­
cuencia canónica de los libros del Viejo y el Nuevo
Testamento y puede recitarla de un tirón a una velo­
cidad pasmosa. Coloca el Libro delante del gigante
buldózer que ha traído Billy Bob a las puertas de la
iglesia, quien amenaza con demoler la iglesia de E.F.
como represalia por la paliza que le dio. La presencia
física del Libro detiene el camino del gigante buldó­
zer, y en una emotiva escena E.F. estudia el corazón
de Billy Bob, convirtiendo su ira y odio en contri­
ción y reconciliación, invirtiendo su corazón, meta-
noia. Esa escena de conversión, una pieza central de
la película y una figura de todo lo que está en jue­
go en la película, es precisamente lo que Sonny/E.F.
debe aprender a hacer por sí mismo. Debe aprender
a efectuar una transformación que le ganará el cam­
bio de nombre que significa la conversión, igual que
Saúl se convirtió en Pablo y Abram en Abraham. Al
final, E.F. parece lograrlo. Acepta las consecuencias
legales del ataque a Horace y contribuye con su joyas
personales al mantenimiento de la iglesia cuando el
policía le lleva a la cárcel, pero no sin oficiar prime­
ro una misa enardecedora y emotiva en su iglesia.
Por último, le vemos en trabajos forzados, dirigiendo
una orden de trabajo en otra canción conmovedora a
Jesús, como Pablo y Silas cantando himnos al Señor
a altas horas de la noche en su cárcel de Macedonia
(Hechos 16, 25).
La pasión transformadora que invade la iglesia
rural, la avalancha del «poder del Espíritu Santo»,
del entusiasmo y la exaltación, seguramente los me­
jores retratos de la película de esas misas, es la pa­
sión de Dios, sin condicionantes, incontenible, que
se abraza al amor de Dios y a la Palabra de Dios sin
reservas. Si Dios puede tomar las cosas que son y
hacerlas parecer como si no fueran (I Corintios,
1,28), uno de sus feligreses grita con un júbilo in­
contenible, entonces Dios puede coger mis proble­
mas y llevárselos y transformarme. ¡Una parte exce­
lente de teología de las Escrituras! Sin embargo para
Sonny/E.E, hombre feliz e infeliz donde los haya,
(Romanos 7,24), esa pasión incondicional es al mis­
mo tiempo su gran fuerza y su debilidad y tiene re­
lación con sus cambios bruscos y volátiles entre el
ardor evangélico y la ira agitada.
Además de la lucha paulina que se trae consigo
mismo, lo que yo destacaría de E.F. es que se mueve
en un mundo de absolutos, sin los tonos grises hu­
manos, el ocaso del «quizá sí» o «quizá no», que
constituyen la ambigüedad de nuestras vidas. Cuan­
do actúa, lo hace de forma incondicional, con un
amor incondicional, o con una ira incontrolada y
pretensiones de superioridad moral. Cuando la men­
te de E.F. se inclina hacia la obra de Dios hace pare­
ja con el mismísimo Apóstol San Pablo, pero cuando
su amor se descarría, es muy peligroso. La mayoría
de los hombres no supone ninguna amenaza para sus
vecinos y puede que no ofrezca ese servicio a Dios.
¡Mas porque eres tibio, y no frío ni caliente, te vomi­
taré de mi boca (Revelaciones 3,16)! El seudónimo
de Kierkegaard, Johannes Climacus, no habría teni­
do razón para acusar a Sonny/E.F. de ser un «tipo
mediocre».
Ciertamente la «Palabra de Dios» es más afilada
que una espada de doble filo (Hebreos 4,12): corta las
articulaciones y la médula de nuestra vanidad y de
nuestro amor propio, incluso cuando nos proporciona
una espada de fariseísmo con la que golpear a nues­
tros enemigos. El cortante borde de la espada, a mi
modo de ver, es su «incondicionalidad», el sentido de
que se nos ha entregado aquí un instrumento absoluto
y por tanto elevado por encima del flujo del tiempo y
las arenas movedizas de la ambigüedad, consintiendo
la falsa idea de que Dios nos ha susurrado al oído el
Secreto Absoluto. Entonces nos sentimos absueltos
de la dura tarea de distinguir lo humano y lo divino en
las Escrituras, lo que procede de Dios y lo que provie­
ne solamente de nuestro ego. Las Escrituras son un
complejo de mensajes en conflicto y debemos asumir
la responsabilidad por haberlas aceptado como la Pa­
labra de Dios, en primer lugar, y por lo que posterior­
mente hacemos con ellas. Debemos hacerlo sin pre­
sentar una queja a la autorización divina por lo que es
inexcusablemente nuestra responsabilidad y nuestra
propia lectura.
Después de todo, sea cual sea nuestra idea sobre
los místicos, es más consistente que un místico alegue
que le ha visitado por la noche una visión muda del
Corazón de la Verdad (el problema comienza cuando
los místicos abren la boca, o cogen una pluma y escri­
ben, ¡algo que hacen invariablemente!) que alguien
alegue que lo absoluto toma la forma de un libro.
Pues un libro es algo que se escribe con palabras y le­
tras, razón por la cual hoy en día los teóricos prefieren
hablar de un «texto». Al hablar de un texto pretenden
quitar importancia a la tranquilizadora unidad y la
comprometida autoría del «autor» de un «libro» y
acentuar el efecto desconcertante de trabajar con un
producto tejido, de texere, tejer, para juntar las partes.
Pues el trabajo escrito está algo entretejido, es una red
desconcertante y un tejido complejo, a veces el traba­
jo de muchos autores diferentes en el curso de tiem­
pos muy diferentes unidos por hilos dentro de la falsa
y cómoda unidad del «libro». El carácter textual es
especialmente verdadero en las Escrituras, cuyo con­
texto original y la intención de su autor nos es impo­
sible reconstruir con certeza, cuya polifonía es el pro­
ducto de una capa sobre otra de autores procedentes
de diferentes comunidades y épocas, que es imposible
de desentrañar. Un texto admite la descontextualiza-
ción y la recontextualización sin fin, la lectura y la
relectura sin fin, que es, desde luego su fuerza y su
debilidad, y de ahí la multitud de interpretaciones.
Cuando alguien que ha estudiado un texto durante
mucho tiempo da un golpe en la mesa y exclama:
«esto es así, esto es lo que significa», entonces pode­
mos estar seguros de que no ha encontrado lo que sig­
nifica de forma definitiva y de una vez por todas, sino
más bien que por fin ha establecido su interpretación.
Un texto no es más que la última opción que alguien
elige si está buscando un «absoluto» en vez de una
interpretación. De ahí viene todo el revuelo contem­
poráneo que se ha despertado en tomo a esta difusa
palabra: la «hermenéutica».
Aunque hay pocos indicios de ésta en la espiri­
tualidad bíblica, «la Biblia» (como si ésa fuera úni­
camente una cosa, solamente un Libro, con un único
Autor Divino) es otro caso, en realidad un caso pa­
radigmático, de la ambigüedad y la falta de decisión
de las cosas. El amor absoluto de Dios está separado
de la ira absoluta por una delgada línea de lo propia­
mente absoluto, de la falsa idea de tratar con absolu­
tos. En vez de intentar movernos en la esfera de lo
inhumano y lo invivible de la verdad incondicional y
el fariseísmo absoluto, deberíamos conformamos
con las interpretaciones, construcciones, y concep­
ciones de una vida completamente condicionada y
mortal, de cuyos límites no estamos libres ni siquie­
ra cuando decimos que ésta es la Palabra de Dios y
besamos el Libro. Obviando esta aceptada idea, Dios
y lo mortífero, la religión y la violencia, nunca esta­
rán del todo separadas.
Camino hacia el cielo es una película extraña y
perspicaz que ofrece una extraordinaria visión de las
luchas de un corazón religioso que baila al son de
los ritmos de la espiritualidad bíblica, y es valiosa
para mis propósitos. No obstante, es una mirada li­
mitada a la intimidad del corazón que evita la políti­
ca y de ahí que evite problemas aún mayores. Nunca
menciona asuntos volátiles como el «derecho a la
vida», los «valores familiares», ni enseña la evolu­
ción en los colegios públicos, los asuntos que han
transformado esta suntuosa y viva fe bíblica en una
potente fuerza política. No responde a la pregunta de
qué ocurre cuando dicha fe se hace pública, cuando
esta jubilosa espiritualidad bíblica adquiere una po­
sición pública en relación con asuntos nacionales de
una manera que haya agitado organismos políticos
en todo el mundo. Ése es el último problema que su­
pone el «ñmdamentalismo» religioso hoy en día,
donde las pasiones en conflicto que sacudían el co­
razón de E.F. se traducen en acción política y llevan
a la violencia.

2. EL FUNDAMENTALISIMO

Empecemos viendo las cosas desde la perspectiva


fundamentalista. El «mundo», la era actual, el saecu-
lum, parece bastante loco para una mente ftmdamen-
talista. Para un espíritu alimentado y cultivado por las
imágenes de las Escrituras, las difuntas democracias
capitalistas de alta tecnología se parecen a las Sodo-
ma y Gomorra de la Biblia. Pues una cosa es cierta, la
«sodomía» como tal, que implica una ciudadanía ho­
noraria no tan honorable en una ciudad bíblica infa­
me, se defiende abiertamente en la actualidad como
una práctica que no es asunto de nadie sino del con­
sentimiento de una pareja. La homosexualidad ha sa­
lido tanto del armario en el que la había guardado una
cultura (hasta ahora) puritana (y que se desvanece con
rapidez) que los «compañeros nacionales» o «los ma­
trimonios entre personas del mismo sexo» exigen
abiertamente representación legal y beneficios de la
seguridad social. La «familia tradicional», estadísti­
camente se está convirtiendo en una minoría, está de­
bilitada por los abrumadores índices de divorcios y es
inestable además porque las mujeres se niegan a que­
darse en casa y resignarse a su tradicional papel de
cuidar y criar a los niños. Cada vez nacen más niños
de padres adolescentes solteros, de padres drogadic-
tos o que mueren de SIDA, igual que millones de fe­
tos no llegarán a nacer (los números harían temblar a
cualquier persona sensata) porque han anulado sus
perspectivas de vida con la forma más sangrienta de
controlar nacimientos que el mundo ha conocido.
Lo que otros podrían considerar como un «plura­
lismo» saludable, el «derecho a elegir» y el «derecho
a ser diferente» significa para las mentes ultraconser-
vadoras una «fusión de la moral», un nihilismo del
«todo vale» donde nada es sagrado y en realidad na­
die cree en nada. El aborto está protegido por la ley
mientras Dios y la oración están prohibidos en los
lugares públicos. Los «poderes y las autoridades»
del «mundo», el opuesto bíblico del «Reino de
Dios», este retrato de vida polimórfico a la vuelta
del milenio, debe parecer como inverso, loco, poli­
teísta, como idólatra y corrupto para los ultraconser­
vadores religiosos, igual que los emperadores roma­
nos les parecían a los judíos en el siglo i. Así pues
cuando, en mitad de este caos, el SIDA, una plaga de
proporciones bíblicas, cayó sobre una población en
principio homosexual (no importan los muchos mi­
les de heterosexuales que contaminaran con las trans­
fusiones de sangre), a estos ultraconservadores les
pareció que la ira de Dios estaba visitando a estos
modernos sodomitas orgullosos y desobedientes.
Enfrentados a una nueva Babilonia, o a una nue­
va Sodoma, los fundamentalistas se aferran a la Pa­
labra de Dios, que les parece lo único constante en
un mundo que se ha vuelto loco, su única ancla, a la
que se agarran con una literalidad feroz. Cuanto más
loco se vuelve el mundo, más tenazmente se agarran
al texto y más fuertemente estiran la red de una reli­
gión literal. Cuanto más pluralista e iconoclasta se
vuelve el mundo, más ganas tienen de excomulgar a
aquellos que no siguen la línea de asuntos y criterios
visibles como el lugar subordinado de las mujeres en
la sociedad, la condena de las prácticas homosexua­
les y el aborto. Cuanto más decadente es el mundo,
más deben preservar su pureza los restos sagrados
de la casa de Dios. Para ser sinceros, éstas son per­
sonas con el sexo en la cabeza, sin justicia social,
con una pasión por la pureza sexual, sin pasión por
los pobres. La moral que se está fundiendo para ellos
es sexual, no social. No arden de pasión por los in­
migrantes, por los más pobres y por las minorías de
las zonas urbanas deprimidas, ni por la reforma de la
financiación de campañas (ya que son los que más
gastan a la hora de comprar políticos). No ven a las
víctimas del SIDA como los nuevos leprosos, con
los que Jesús se mezclaba libremente y curaba a ve­
ces, sino como objetos de un castigo bíblico.
Estimulados por una nueva raza de líderes con
mentalidad política, los fundamentalistas se han
vuelto públicos y han cambiado el rostro no sólo de
los políticos americanos, sino de los políticos de
todo el mundo. En Estados Unidos, el fundamenta-
lismo es un fenómeno protestante que tradicional­
mente ha sido antagónico del Catolicismo. Los cató­
licos creen que el significado del Nuevo Testamento
es su historia y tradición, mientras que los funda­
mentalistas creen que el Catolicismo es una historia
de invenciones de ídolos no evangélicos. Sin embar­
go, en las dos últimas décadas hemos observado un
empuje paralelo hacia el conservadurismo en el Ca­
tolicismo y una alianza sin precedentes, si bien incó­
moda, entre los dos organismos religiosos que han
producido una derecha política formidable que ha
disfrutado de un éxito político que los conservado­
res de la primera generación de Barry Goldwater
nunca se atrevieron a soñar en la década de los sesen­
ta. Los avances culturales que el pluralismo, el secu-
larismo, el feminismo y la revolución de gays y les­
bianas han protagonizado durante el último cuarto del
siglo xx han servido de plataforma para que un Papa
extremadamente autoritario, Juan Pablo II, prospere.
Instalado en la oficina religiosa más poderosa del
mundo, luchó una batalla épica contra el «Imperio del
Mal», el comunismo de la Europa del Este, e hizo es­
tallar más que nadie el derrocamiento del comunismo
en Polonia, que se extendió como la pólvora a otros
Estados del bloque soviético. Fortalecido por una vic­
toria histórica contra el comunismo, ha sido capaz de
dirigir con mano de hierro una ofensiva campaña con­
tra los teólogos de la liberación en Sudamérica, de
oponerse de manera absoluta al reconocimiento de
los derechos de gays y lesbianas en la Iglesia, de im­
pedir el matrimonio dentro del sacerdocio y la orde­
nación de mujeres. Aunque es progresista en cuanto a
muchos asuntos sociales: denuncia la pena capital,
condena el materialismo occidental y recientemente
ha rezado pidiendo perdón en el muro de las lamenta­
ciones por el antisemitismo cristiano, su programa en
la Iglesia, en particular en los asuntos relativos al sexo
y a las mujeres, es profundamente reaccionario. Por
ello, los prósperos católicos romanos americanos, los
nietos de los desposeídos inmigrantes europeos que
se habían unido al Partido Demócrata durante la pri­
mera mitad del siglo xx, unieron sus fuerzas con los
conservadores sociales y los fundamentalistas en
una coalición sin precedentes bajo la bandera de la
guerra sobre el aborto. Juntos eligieron a Ronald
Reagan y marcaron el comienzo de un periodo con­
servador e incluso reaccionario en la política ameri­
cana, bajo el cual los pobres de Dios se han quedado
mucho más atrás mientras los más ricos disfrutan de
una prosperidad sin precedentes.
En Oriente Medio, los intereses son mayores y
por tanto la violencia es aún peor, puesto que está en
juego toda una cultura. La oleada de revoluciones is­
lámicas que empezó con el derrocamiento del Shah
de Irán y supuso la demonización de los Estados Uni­
dos (el Gran Satanás, que ayudó a derrocar un gobier­
no elegido democráticamente para instalar al Shah
anticomunista) representa una revolución que es al
mismo tiempo política, religiosa y cultural. Los fim-
damentalistas islámicos viven en un mundo que se ve
invadido sin descanso por la tecnología y los sistemas
de comunicaciones occidentales, donde el idioma in­
glés se está convirtiendo en lingua franca, donde el
mundo se está convirtiendo en un «mercado global»,
es decir, un gran mercado americano. La comida, la
televisión, las películas, la música, la ropa y los mo­
dos de vida occidentales están por todas partes, y con
el advenimiento de Internet esa tendencia será todavía
más omnipresente e irresistible, con lo que resultará
que todo aquello que no sea distintivamente occiden­
tal, todo lo árabe e islámico, está en peligro de extin­
ción. Además, los Estados islámicos se encuentran
enfrentados al Estado de Israel armado hasta los dien­
tes de municiones occidentales, para el que no supo­
nen una fuerte oposición militar. Con tanto en juego,
el recrudecimiento islámico ha sido rápido, severo y
sangriento. Está marcado por las espeluznantes muti­
laciones que se adhieren literalmente a la costumbre
(cortando las manos a los ladrones, castrando a los
violadores, etc.), apedreando a los delincuentes hasta
la muerte, un «contrato» internacional o sentencia de
muerte contra Salmón Rushdie por lo que interpretan
como un insulto y las graves limitaciones de las mu­
jeres. Cuanto mayor es la necesidad de pureza que
sienten, más sangrienta es su violencia. (Los resulta­
dos electorales indican que el pueblo de Irán se ha
impacientado con la norma de los ulemas, pero el
cambio tendrá que ser gradual si quiere obtener éxi­
to.) La violencia islámica tiene que ver, por otra parte,
con la incalificable severidad impuesta a los palesti­
nos por los israelíes, que ya no pueden alegar eleva­
das razones morales en su lucha por la patria. Los pa­
lestinos se han alzado con indignación justificada
contra la cruel opresión ejercida por la derecha reli­
giosa ultraconservadora en Israel, que continúa man­
teniendo una influencia crucial en las votaciones del
gobierno israelí.
Hasta cierto punto, el fundamentalismo es una
reacción, no sólo al pluralismo cultural, sino al mun­
do de la alta tecnología, que amenaza con destruir
las tradiciones antiguas y las comunidades estables
en que la religión ha florecido tradicionalmente. Sin
embargo, eso es demasiado simple. Para los diversos
fundamentalismos, los cristianos, los judíos y los mu­
sulmanes no han reaccionado simplemente contra el
mundo de la alta tecnología del capitalismo post-in-
dustrial avanzado y se han retraído; también han abra­
zado este mundo, provocando así una antipatía fiel e
inestable que está abocada a explotar. En vez de apar­
tarse de un mundo que debe parecer muy ajeno a su
fe, han establecido con él una alianza que ha provoca­
do un enorme impacto público y especialmente polí­
tico. El fundamentalismo ha transplantado los siste­
mas de comunicaciones avanzadas en su propio cuer­
po y, con el fin de tolerar dicho transplante, ha supri­
mido su sistema autoinmune natural, como argumen­
ta el filósofo Jacques Derrida. El Papa es un maestro
de los medios de comunicación en la era de los «jet»
y podría dar a cualquier director de campañas políti­
cas americano una lección sobre cómo manipular su
imagen. Los «televangelistas» protestantes lanzan se­
ñales a los satélites que giran alrededor de la Tierra
para predicar la Palabra; algunos de ellos creen de
verdad que implica que el mundo se creó en seis días.
Los terroristas islámicos se aseguran que la CNN
consiga un buen ángulo con la cámara para que el se­
cuestro del avión se emita en todo el globo. Los fun-
damentalistas usan las últimas técnicas de comunica­
ción en publicidad para recaudar dinero con el fin de
divulgar que el sistema de datación mediante carbono
es una treta, que el mundo tiene 6.000 años (los libe­
rales piensan que podría tener hasta 8.000 años), que
todos descendemos de Adán y Eva, que la diversidad
de las lenguas naturales proviene del asunto de Babel
y que los candidatos políticos que se oponen al dere­
cho religioso son agentes de Satanás.
Los fundamentalistas establecen sitios web cris­
tianos, asumen puestos en la televisión para denun­
ciar a las feministas, y crean emisoras de radio con
programas talk-show donde la gente llama para vili­
pendiar a feministas, homosexuales, académicos, la
ciudad de Nueva York, etc., cualquiera que no se
ajuste a su diminuto mundo xenófobo. Pero esa alian­
za con los poderes y las autoridades de este mundo
produce una especie de tic o reacción auto-inmune
que es la violencia, que en el caso del fundamentalis-
mo es endémica. En los Estados Unidos, las clínicas
que practican el aborto son bombardeadas y los mé­
dicos asesinados en el nombre de la vida y para sal­
var a los no nacidos, mientras las atrocidades terro­
ristas en el nombre de Dios abundan en Irlanda del
Norte y en Oriente Medio. Esa contradicción, asesi­
nar y mutilar en el nombre del derecho a la vida, ma­
tar en el nombre del amor de Dios, es un emblema de
la contradicción en la que los fundamentalistas y la
derecha religiosa radical se encuentran atrapados en
la actualidad, obligados como están a echar mano de
los recursos de un mundo cuyas presuposiciones cul­
turales y científicas básicas rechazan. Están obligados
a alimentarse de la fruta de un árbol envenenado.
Una situación imposible. El fundamentalismo es
la pasión por un Dios que se ha vuelto loco, una for­
ma de hacer del nombre de Dios el nombre del te­
rror. El extremismo al que la religión fundamentalis-
ta parece dispuesta de forma congénita es, creo, una
vuelta de los reprimidos, hablando en términos psi-
coanalíticos, una reacción a su intento de contraer el
incontenible amor de Dios, «todo el que ama ha na­
cido de Dios y conoce a Dios» (I Juan 4,7), a los lí­
mites de su propia y estrecha cultura. El fundamen­
talismo es un intento de encoger el amor de Dios a
un determinado grupo de creencias y prácticas, un
intento de crear un ídolo de algo tejido a partir de
una tela de contingencia, de tratar con una validez
intemporal algo que se hizo a tiempo, un caso más
de Aarón y el becerro de oro, una confusión más de
la balsa en el océano. Representa un fracaso del ner­
vio religioso, haber fallado al no ver que el amor de
Dios es incontenible y puede asumir formas inconta­
bles e incontablemente diferentes.
El fundamentalismo intenta cerrar la pregunta
abierta «¿Qué amo cuando amo a mi Dios?» con una
Respuesta fija, atrapar la pasión por Dios dentro de
fórmulas literales, encerrar la fe dentro de una for­
ma finita en vez de permitirle que dirija sus pasos
hacia un abismo infinito. El fundamentalismo inten­
ta reprimir el abismo en su interior, y el extremismo
y la violencia a la que tienden son expresiones sinto­
máticas de esta represión. Es más sano y menos trau­
mático simplemente reconocer este abismo y reco­
nocer que todos estamos juntos.
Pues no sabemos lo que amamos cuando ama­
mos a nuestro Dios.
SOBRE LA RELIGIÓN -
SIN LA RELIGIÓN

En este capítulo final quiero llevar mis argumen­


tos a un punto crítico. Arguyo que la experiencia hu­
mana cobra vida mediante lo imposible. La expe­
riencia es en verdad experiencia, algo que ocurre en
realidad, algo sobre lo que escribir (en casa), sólo
cuando nos vemos empujados al límite de lo posible,
al borde de lo imposible, conducidos a un extremo,
que nos obliga a dar lo mejor de nosotros mismos.
Ahora, puesto que esta experiencia de lo imposible
es la cualidad misma que también para mí define la
religión, sostengo que hay una cualidad fundamen­
talmente religiosa para la experiencia humana en sí
misma, tanto si tenemos las bendiciones del obispo
o del rabino como si no, tanto si estamos o no ads­
critos a una de las fes institucionales, tanto si cree­
mos o no en el «Dios» de una de las confesiones tra­
dicionales, tanto si somos o no «ateos» cara a cara
con los diversos teísmos. Existe un elemento pro­
fundamente religioso, con o sin religión; así este pe­
queño ensayo sobre la religión es también un ensayo
sobre el ser humano. Así es como yo adorno la idea
de «la religión sin la religión» que he tomado pres­
tada del filósofo Jacques Derrida, y es defendiendo
dicha idea como quiero concluir este estudio.
1. LA VERDAD RELIGIOSA/LA RELIGIÓN
VERDADERA

Avanzo lentamente hacia otra idea de la «verdad


religiosa», que es la pieza central de mi pequeño tra­
tado Sobre la Religión (Sin la Religión). La idea es ir
más allá del literalismo, del fundamentalismo y la su­
perstición más descarada sin limitarme a repetir la
crítica que la Ilustración hacía de la religión, cuyas
presuposiciones, como he argumentado, han quedado
ampliamente desacreditadas. Una religión sin reli­
gión exige una carga completa de «verdad religiosa»
donde ésta se distinga claramente de la «religión ver­
dadera» en el sentido de «la única religión verdade­
ra» (con este término siempre nos referimos, invaria­
blemente, a la nuestra no a la de los demás). Las di­
versas religiones, en plural, son depósitos únicos e
irreducibles de sus distintivas prácticas éticas y narra­
tivas religiosas, que representan tantas formas dife­
rentes de amar a Dios, pero sin reivindicar que están
en exclusiva posesión de «La Verdad». En las Confe­
siones, San Agustín decía que las Escrituras pueden
tener muchos significados, siempre que todos ellos
sean verdaderos. Yo diría que eso también se aplica a
la religión. Puede que tengamos o necesitemos tener
muchas religiones, y muchas «sagradas escrituras»
siempre y cuando todas ellas sean verdaderas.
Cualquier religión está mejor sin la idea de que
es «la única religión verdadera» y las otras no lo son,
como si las diversas religiones estuvieran compro­
metidas en un concurso nulo por alcanzar la verdad
religiosa. Tienen que desechar la idea de «la religión
verdadera» para dejar de dirigir «propaganda negati­
va» sobre la religión o la carencia de religión de los
demás, y quitarse la costumbre de reivindicar que su
corpus de creencias particular es el que mejor encaja
con lo que hay «ahí fuera», como si una religión fue­
ra como una hipótesis científica, ése es el error de los
«científicos» Creacionistas. A diferencia de una teo­
ría científica, no hay razón sobre la tierra (o en el cie­
lo) que explique por qué muchas y diferentes narrati­
vas religiosas no pueden ser todas verdaderas. «La
única religión verdadera» en ese sentido no tiene más
sentido que «el único idioma verdadero» o la «única
poesía verdadera», «la única historia verdadera» o
«la única cultura verdadera». Aunque rechacemos la
idea de que la ciencia es la exclusiva depositaría de la
verdad, deberíamos haber aprendido algo de la mo­
dernidad: post-moderno significa haber superado la
modernidad y haber aprendido una cosa o dos de
ella, a saber que la verdad religiosa es verdadera con
una verdad que es de un tipo diferente al de la verdad
científica. La verdad religiosa está ligada al ser ver­
daderamente religioso, a amar verdaderamente a
Dios, amar a Dios en espíritu y en verdad (Juan 4,
24), y hay más formas de hacerlo de las que sueñan
los fieles en las confesiones tradicionales. Amar a
Dios en espíritu y en verdad no es como poseer la
teoría científica correcta que abarca todos los hechos
y hace que todas las explicaciones alternativas no pa­
rezcan válidas.
Los fieles tienen que admitir que no conocen de
manera cognitiva de ninguna forma epistemológica­
mente rigurosa aquello en lo que creen por fe. Aun­
que la fe ofrece a los fieles una manera de ver las co­
sas, el gancho de la fe no los eleva por encima de la
lucha de puntos de vista en conflicto. No disfrutan de
determinados privilegios cognitivos ni de ventajas
epistémicas de las que otros han sido privados, ni sus
creencias tienen derecho a un tratamiento especial
fuera de sus propias comunidades (a las que yo animo
a mantener y promover, con todas las tensiones que
obstaculizan la vida en comunidad). Para ser since­
ros, una religión sin religión no puede pasar sin la
verdad religiosa. De hecho, hay algo profundamente
verdadero sobre la religión, pero es, sostengo yo, una
verdad sin conocimiento, es decir, sin Conocimiento
absoluto o en mayúsculas, sin reivindicar que disfruta
de información proposicional, epistémica y cognitiva
privilegiada oculta para otros. «El conocimiento en­
vanece», dijo San Pablo, «pero el amor edifica. Si al­
guno se imagina que sabe algo, todavía no tiene el
conocimiento necesario; pero Dios conoce a todo
aquel que le ama» (I Corintios 8, 1-2). El amor gana
al conocimiento y éste se comporta lo mejor que pue­
de cuando admite lo que no conoce, mientras que el
amor nunca puede alardear de que no ama. Toda fe es
seguramente una forma de ver y conocer, una más en­
tre muchas, ya que en verdad todo el saber genuino es
saber «como», y todo el conocimiento depende de la
fe, y toda fe es una forma de ver, interpretar y cono­
cer. No obstante, la fe carece de los medios para hacer
de su perspectiva la absoluta, para elevarse a sí misma
por encima de los demás en Mayúsculas e intimidar al
resto de nosotros y sometemos. Los fieles tienen que
admitir que su fe es la forma histórica que ha asumido
el amor de Dios para ellos, la manera histórica que se
les ha concedido de ver las cosas, y que es «verdade­
ra» igual que lo puede ser una novela profundamente
«verdadera» aunque se la clasifique correctamente
como «ficción» y no como «hecho». Existen muchas
formas de conocer y amar a Dios: «Todo el que ama
ha nacido de Dios y conoce a Dios» (I Juan 4,7), de­
masiadas para abarcarlas o contarlas. Las diversas co­
munidades religiosas necesitan de este modo recordar
que la «hospitalidad» les exige que agudicen el senti­
do de la contingencia histórica de su idioma, símbo­
los y fórmulas, la contingencia del escenario de su fe
en un tiempo y un lugar particulares, en una tradición
particular. Los fieles tienen que recordarse a sí mis­
mos que «los otros» (los que nunca han oído «el Dios
de Israel», «Alá», «el nombre de Jesús», ni ningún
otro de los nombres de Dios olvidados ya hace tiem­
po en idiomas a los que ya no podemos seguirles la
pista, por no mencionar los habitantes de lejanas ga­
laxias, que es una consideración post-ptolemaica) no
comparten ni se puede esperar que compartan su «fe
confesional», su conjunto de proposiciones aproba­
das favoritas, más de lo que se puede esperar que los
fieles compartan la fe proposicional aprobada por
otros. La verdad religiosa, el amor de Dios, no tiene
que ver con las proposiciones aprobadas.
La idea de una religión sin religión se remonta a
la recomendación de regresar al sentido medieval de
vera religio, donde «la religión» significaba una vir­
tud, no una organización con sede institucional en
Nashville o en el Vaticano, de manera que la «religión
verdadera» significaba la «virtud» de ser verdadera o
auténticamente religioso, de amar a Dios verdadera o
auténticamente, no La Unica Religión Verdadera, la
nuestra contra la de los demás. Dios es más importan­
te que la religión, igual que el océano es más impor­
tante que la balsa, esta última lleva todas las marcas
de haber sido construida por seres humanos. La reli­
gión, que es una práctica religiosa, siempre se puede
deconstruir a la luz del amor de Dios, que no es de-
construible. Debemos libramos del extremismo y la
locura que nos invaden cuando a los fieles se les mete
en la cabeza que a «nosotros» (judíos o cristianos,
hindúes o musulmanes, a quien sea) se nos ha conce­
dido un acceso privilegiado a Dios de una forma que
se ha negado a otros, o que Dios nos ama de una for­
ma especial y que no se puede obligar «a sí mismo»
(¡s/c!) a sentir lo mismo por otros, o que se nos han
dado ciertas ventajas que Dios simplemente no ha
concedido a otros. Debemos advertir que «nosotros»
(me refiero a lo que entendemos por «nosotros») nun­
ca imaginamos que Dios se reveló y ama a alguien
más de una forma privilegiada ni que somos terceros
en esta íntima relación entre Dios y sus amados ni que
tendremos que conformamos con menos, mirar desde
fuera, con la nariz pegada al cristal de su religión. Te­
nemos que pasar por el peligroso camino de imaginar
que Dios tiene favoritos, que Dios favorece o ha «ele­
gido» a los judíos y no a los egipcios, o a los cristia­
nos y no a los musulmanes, que en general Dios se ha
Revelado a «nosotros» y no a los «otros», a Pablo de
camino a Damasco y no al resto de los judíos que se
mantienen fieles a la Torá, que Dios prefiere que los
hombres y no las mujeres hagan «Su» obra, o a los
blancos en vez de a los negros, o a los europeos occi­
dentales en vez de a los asiáticos, o que de alguna for­
ma u otra concedió privilegios especiales a una na­
ción o individuo, una raza o un sexo en particular, ¡o
a un planeta o galaxia!, en un idioma y un momento
particular, que se ha negado a los demás.
Siempre es posible (de hecho pueden apostar que
sí lo es) que alguien plegando sus manos y mirando
piadosamente al cielo nos diga que debemos coger al
toro por los cuernos y enfrentamos al hecho de que la
especial revelación de Dios en un único momento y
lugar a un solo pueblo en un único idioma es todo
parte de un Gran Misterio divino, que las formas de
Dios no son las nuestras. ¿Perdone? No hay nada di­
vino ni misterioso en ello (por muy grande que sea el
toro). Suena mucho más a nuestras formas, no a las
de Dios, nuestros mismos etnocentrismo y egocen­
trismo tan propios, tan poco misteriosos y demasiado
humanos, nuestros propios narcisismo y nacionalis­
mo, nuestros propios y patentes sexismo, racismo y
amor propio, en definitiva, una gran debilidad huma­
na que se transmite como un Gran Atributo Divino.
¡Qué cara tienen algunos! La reivindicación exclusi­
vista de que Dios todopoderoso se ha revelado exclu­
sivamente a un pueblo en particular, en un momento
determinado, en un idioma y lugar determinados, es
en gran medida la causante de la violencia que perpe­
tra la religión en el nombre de Dios, cuando se supo­
ne que su nombre es amor y no guerra. Hay muchas
formas en las que Dios se puede revelar, demasiadas
para albergarlas en un libro titulado Sobre la Reli­
gión., demasiadas para estar contenidas dentro de los
límites de nuestras imaginaciones culturales e históri­
cas, y muchas, muchas formas en las que las religio­
nes pueden ser verdaderas, demasiadas para contar­
las. La religión verdadera, la auténtica religiosidad,
significa amar a Dios, significa una inquietud con lo
real que implica jugarse el cuello; significa ayudar a
la viuda, al huérfano o a los desconocidos en las peo­
res calles de los barrios más peligrosos, sin quedar
atrapados en la reivindicación de una revelación divi­
na creada por las religiones particulares. «Dios es
amor, y aquellos que residen en el amor residen en
Dios, y Dios reside en ellos» (I Juan 4, 16).
Cualquiera en cualquier lugar en cualquier mo­
mento. ¡ Y punto!
La verdad religiosa no es la verdad de las propo­
siciones, el tipo de verdad que resulta de organizar
nuestros asuntos cognitivos, de enfrentar nuestros
contenidos cognitivos con lo que hay fuera en el
mundo, de manera que si decimos «S es p» eso quie­
re decir que hemos elegido un Sp ahí fuera porque se
parece a nuestra proposición. La verdad religiosa
pertenece a un orden diferente, al orden o la esfera
de lo que San Agustín llamaba «facere veritatem»,
«hacer» la verdad, incluso cuando, especialmente
cuando, lo que se nos pide que hagamos supera
nuestras capacidades y nos piden hacer lo imposible.
Incluso cuando, especialmente cuando, acabamos
trastornados, y nos arrodillamos ante la fe, la espe­
ranza y el amor, rezando y llorando como locos.
«Nadie nunca ha visto a Dios» (I Juan 4,12), es de­
cir, cuando se trata de Dios, nuestros asuntos nunca
están en orden. Así, cuando decimos «Dios es amor»,
eso significa que se espera de nosotros que nos mo­
vamos y hagamos algo, que hagamos que la verdad
suceda, entre nuestros hermanos y hermanas, no que
acabamos de poner al descubierto algo en rerüm na­
tura, como cuando decimos «la Luna es un satélite
de la Tierra». Debemos decir y orar, cantar y bailar,
gritar y susurrar «Dios es amor», con todo el entu­
siasmo de la congregación de E.F. «Camino hacia el
Cielo», o con toda la solemnidad de los monjes de
Jetsemaní durante los maitines, en espíritu y en ver­
dad, que significa de hecho, pues el nombre de Dios
es el nombre de un hecho. Debemos hacer algo, o
mejor permitir que se haga (\fiat\), permitir que algo
imposible se haga en nosotros. A pesar de las obje­
ciones que han presentado los lógicos (una raza difí­
cil, bastante despiadada con facultades cognitivas
terriblemente fértiles cuando se trata de formular
proposiciones), «hacer la verdad» no es un error de
categoría. Por el contrario, es la pura verdad de la
verdad religiosa, lo cual es verdadero, veraz y since­
ro si hablamos de la verdad religiosa, es la razón
también por la cual podemos ser muy veraces al ex­
clamar que poseemos cualquier acceso secreto a La
Verdad. La verdad religiosa es una verdad sin Cono­
cimiento. La verdad religiosa es un hecho, no un
pensamiento, algo que exige nuestra respuesta, sin
fingir ni disimular, que nos cuesta sangre y lágrimas,
aunque no sepamos quiénes somos. Especialmente
por eso. De lo contrario es como una campana hue­
ca, un címbalo que retiñe, mucho ruido (I Corin­
tios 13,1), o una lista de proposiciones extraídas de
una conferencia de teo-lógicos bien alimentados.
Los teológicos, Dios los bendiga, nos cuentan
que la fe debe ser «cierta», de lo contrario es hablar
sin decir nada, y ¿de qué sirve eso? Con «cierta» no
se refieren a transparente, pues la fe se ve a través de
un espejo oscuro, no cara a cara (I Corintios 13,12).
Quieren decir que la voluntad debe agarrarla «de for­
ma segura» y no la dejará que se tambalee, e incluso
de eso se puede «dar testimonio» hasta el punto de
llegar a la muerte y al martirio, donde decididamente
no se tambalea. Sin embargo, aun así el testimonio
no transforma la fe en Conocimiento, en «ver a
Dios», aunque confiere a la fe una calidad de «ver­
dad» en el sentido de facere veritatem, es un cierto
tipo de verdad sin Conocimiento que estoy intentan­
do defender. Tener fe significa ser prueba del amor de
Dios (que es lo que significa el término griego mar-
tyreo), hacer algo, un hecho, hacer que la justicia flu­
ya como el agua por la tierra, no ofrecer una proposi­
ción correcta. Tampoco el testimonio eleva el amor
de Dios por encima de los contextos limitados histó­
ricamente y situados en una cultura en la cual siem­
pre echa raíces y encuentra las palabras para formu­
larse. Es precisamente esta confusión de la verdad
religiosa sin Conocimiento la que cruza la línea fatal
entre estar dispuesto a morir por el amor de Dios y
estar dispuesto a matar, que envalentona al fiel a en­
trar en guerra en el nombre de Dios contra todo aquel
que no comparta su fe. Ésta es una razón en la que
estoy de acuerdo con San Pablo, quien, campeón
como era de la fe, dice que de las tres pasiones por
lo imposible, el amor es la más grande (I Corin­
tios 13,13), significa que el amor es una forma de
evitar que la fe, la cual se ve a través de un cristal
oscuro, nos conduzca hacia el abismo).
Dios es más importante que la religión, al igual
que el amor es más importante que la fe. Las religio­
nes son balsas, artefactos humanos, interpretaciones
históricas cuyos detalles los organizan comunidades
humanas con el fin de articular el amor de Dios, y sus
orígenes humanos siguen mostrándose en sus costu­
ras. Los fieles se felicitan siempre creyendo que su
religión ha sido «instituida por Dios» y que es cierta­
mente verdadera en el sentido de que las diversas for­
mas de vida religiosas surgen en respuesta a algo que
nos ha arrastrado, algo imposible, algo diferente o
completamente diferente a lo que estamos respon­
diendo y que nos ha llevado al límite. Sin embargo,
los seres humanos son responsables de todos los deta­
lles de la respuesta, de los vocabularios, las teologías
y todas las estructuras institucionales, que formulan
de formas definidas y determinadas justo lo que les ha
arrastrado. Todas éstas son eminentemente decons-
truibles, como cualquier historia escrupulosamente
cercana de cualquier religión determinada revelará
con doloroso detalle. Los fieles rara vez tienen la
compasión de escuchar la versión fría y cruel de la
historia sobre la formación humana de su tradición
religiosa, prefieren creer que ha caído del cielo. La
única cosa que creo que ha caído del cielo, por así de­
cirlo, es el amor de Dios, que como he venido argu­
mentando ha descendido sobre nosotros en forma de
pregunta: «¿Qué amo cuando amo a mi Dios?». Así,
lo que ha caído del cielo no es La Respuesta con la
cual quizá golpee a mis enemigos, ¡sino una pregunta
con la que yo mismo me cuestiono! Dios es una pre­
gunta, no una respuesta, el pensamiento más radical
que podemos contemplar, que expone la cuestionabi-
lidad de todas las demás respuestas que creemos que
tenemos, exponiendo la fragilidad de la balsa, la posi­
ble corrección de las estructuras determinadas den­
tro de las cuales las diversas religiones llevan a cabo
su negocio, forzándolas a preguntarse una y otra
vez: «¿Qué amo cuando amo a mi Dios?».

2. EL SENTIDO TRÁGICO DE LA VIDA

Por muy firme que sea nuestra fe, también es


desconcertante lo frágil que es. La fragilidad de la fe
es en parte una función de la multiplicidad de las
formulaciones de las diversas fes, de la multiplici­
dad de las tradiciones religiosas, cada una de las
cuales representa su propia integral e irreducible
forma de vida, cada una de las cuales es verdadera
sin Conocimiento; es por ello por lo que hablo de
una religión sin religión. No obstante esto sólo es
parte de la historia. Pues más allá de la particulari­
dad histórica y de la contingencia cultural de las for­
mas que asume, que también pueden ser bastante be­
llas, el amor de Dios se ve incomodado en su interior
por algo más angustioso, algo más crudo, no tan pla­
centero, en realidad completamente desalmado, que
aquí llamaré, no sin cierto ardor, «el sentido trágico
de la vida». El amor de Dios se ve acosado por un
espectro que le provoca muchas noches de insom­
nio. Si a Ebenezer Scrooge lo hubieran sorprendido
en su sueño tres fantasmas sobrecogedores, la venta­
ja que él tendría sobre mí es que por lo menos él co­
nocía los nombres de los fantasmas que le acosaban,
que es la razón por la cual quizá todo salía bien al
final, y también lo solucionó todo en una sola noche
de insomnio. Sin embargo, mi problema es que un
espíritu «anónimo» me horroriza de forma perma­
nente, un espectro cuyo nombre es «sin nombre»,
«nadie», «nadie sabe que estamos aquí», un espectro
despiadado que me visita noche tras noche. Pues
siempre resulta que el nombre de Dios y el amor de
Dios están en contra del trasfondo de una fuerza
anónima y despiadada en las cosas, por ello siempre
me pregunto: «¿Qué amo cuando amo a mi Dios?».
Una manera de mirar la religión es verla dando un
giro a la pregunta: «¿Alguien sabe que estamos aquí
o a alguien le importa?». En este mundo de tiempo y
casualidad, de buena y mala suerte, de placer y dolor,
de superar alegrías, infelicidad y crueldad de pesadi­
lla, ¿nos observa alguien? ¿Alguien se da cuenta o a
alguien le importa? ¿Existe algo en las cosas que se
eleva por encima del flujo de las cambiantes mareas
del tiempo y la fortuna para dar sentido absoluto?
¿Nos vigila Dios «en el cielo», contando cada lágri­
ma, cada pelo de nuestra cabeza, sabiendo qué hay
en el corazón de cada uno de nosotros? ¿Existe al­
guien a quien podamos rezar como locos, como San
Agustín en las Confesiones rezando y llorando por
unas peras robadas, alguien que vea los secretos de
nuestros corazones, que sopese lo bueno y lo malo,
y dirija todas las cosas sabia y extraordinariamente
hacia el bien?
¿O más bien, como pensaba Nietzsche, somos
simplemente muchos animalitos que corren de un
lado para otro atravesando la superficie de un peque­
ño planeta en una esquina lejana del universo que in­
ventan palabras orgullosas para sí, como «el amor de
Dios»? Con el tiempo, dice Nietzsche, el pequeño
planeta se quedará sin vapor y se hundirá en su Sol y
se reducirá a ceniza, y los animalitos y sus nobles pa­
labras tendrán que morir. ¿Y después qué? El cosmos
respirará de nuevo y seguirá adelante, completamente
indiferente y haciendo caso omiso de nosotros, sin re­
mordimiento y sin pensar por un momento en noso­
tros, puesto que para empezar no piensa. ¿Desapare­
ceremos nosotros y nuestras bellas palabras sin dejar
rastro? ¿Habremos estado hablando todos lenguas ol­
vidadas? ¿Es ésa nuestra historia, nuestro relato, nues­
tro destino? Este abrumador pensamiento es lo que
llamo el sentido trágico de la vida, y pueden ver por
qué me paso las noches deambulando.
¿Sabe alguien que estamos aquí? ¿Le importa a
alguien? ¿Estamos solos? ¿No hay nada más allá de
los implacables y crueles ritmos cósmicos, nada ama­
ble, tierno o justo? ¿No deberíamos, siguiendo el
consejo de Nietzsche, armarnos de valor, dejar de
quejamos y aprender a amar este destino, aprender a
amar el instante de tiempo que se nos ha adjudicado
sin hacer demasiadas preguntas, sin buscar algo más?
¿Deberíamos aprender a tomar la vida por el camino
recto, sin añadir nada para endulzarla o suavizarla,
para despuntar su afilado borde? ¿No deberíamos
aceptar el regalo de la vida por lo que es, decir «sí» a
la vida por ella misma, ni más ni menos, sin poner ni
quitar? Sí a la vida. ¿Así de simple? Sí. ¿Con todas
sus alegrías y sus penas, placeres y dolores, naci­
mientos y muertes, amabilidades y crueldades todas
juntas en una sola cadena, inextricablemente unidas
entre sí? Sí, Sí. Así habló Zaratustra.
El sentido religioso de la vida, que he definido
como el amor de Dios, toma forma en la cara de esta
despersonalización, se forja a través y en contra de
este sentido trágico. Por cierto, mediante un cálculo
determinado, la concepción trágica ya es un tipo de
religión, más bien una religión fálica forjada a partir
de la tragedia, donde el amor de Dios toma la forma
de decir «sí» al destino trágico del dios Dionisos, de
la necesidad de cariño, amor fati, que quiere decir el
amor sin amor de amar un destino sin amor. Enton­
ces el debate entre lo trágico y lo religioso tendría
que reestructurarse como una disputa interna que re­
sulta dentro de la religión, entre una religión trágica
y otra que no lo es, entre el amor de la necesidad y el
amor de lo imposible. Quizá es posible calcular así
las cosas, pero creo que al final eso ensuciaría de ba­
rro las aguas y tomaría la religión y el amor de Dios
tan débilmente que empezarían a perder todo el sen­
tido, y se harían simples en lo siguiente. Veo el amor
de Dios como permanentemente opuesto y expuesto
a este amor de anonimato sin amor, como si éste lo
acosase y lo perturbase desde dentro. Además, en mi
insólita hipótesis, que consiste en conseguir los me­
jores resultados al enfrentamos a lo peor y no dar un
giro demasiado sanguinario a las cosas, la religión
debería renunciar a ni siquiera intentar aislarse de la
visión trágica. La religión está constituida por el sen­
tido trágico, es este sentido mismo el que la desharía
y, a la vez, el sentido contra el que ella misma toma
forma. Pues lo trágico hace a lo religioso sincero,
hace que siga activo, y bloquea el triunfalismo y la
autorreclusión de la gente imposible de la que me
vengo quejando, y enfoca más nítidamente lo que yo
llamo aquí una verdad sin Conocimiento.
Evitemos los errores. No estoy dando a lo trági­
co la última palabra. No digo que después de escu­
char el largo y encantador discurso de la religión so­
bre el amor de Dios aparezca lo trágico en el último
momento y marque un tanto en la última vuelta al
exponer el ingenuo y pueril corazón de la religión,
mientras nos aconseja a todos que crezcamos; pues
la religión es nuestra infancia y la desilusión ilustra­
da es nuestra madurez. No digo que lo trágico sea la
verdad real, porque creo que la visión trágica tam­
bién es una perspectiva más, otra forma de ver las
cosas. El problema es que, como cualquier fantasma
que valga su sal, no consigo que se vaya; me acosa
día y noche. No obstante, a pesar del acoso, es de­
masiado romántico y demasiado machista como
para robarme el corazón. Hay algo perversamente
atractivo en tomo a la visión trágica, una cierta de­
sesperación heroica, una rebeldía amenazante y fáli-
ca que disfruta maldiciendo la oscuridad e incluso
baila al son, que dice «sí» a ello, que va a la par con
el cosmos y se atreve a romper nuestra voluntad.
Amemos la vida, dice este romanticismo fálico, por­
que la vida es cruel pero no es culpable de la maldad
y somos más duros que una piedra. Lo que no me
mata, alardeaba Nietzsche, me hace más ftierte, más
feliz, más sano, más sublime, ¡sí, sí! Por eso me re­
sisto a llamar a todo esto el amor de Dios; es un poco
más como amar los orgasmos (a lo que, me apresuro
a añadir, simplemente no me opongo), o como la jac­
tancia de los «chicos» después de un partido.
Pero por encima de todo no le doy la última pa­
labra a esta heroicidad machista precisamente ba­
sándome en mi criterio de la verdad y la sal, que he
tomado de San Agustín, facere veritatem, pues es
ahí donde la visión trágica se queda corta. En la vi­
sión trágica tanto la cruel indiferencia de los desas­
tres naturales como la malicia del corazón humano
son parecidas, igual de inocentes, las dos son el re­
sultado de fuerzas de la naturaleza impersonales y
desconocidas. ¿Son los fuertes vientos y las olas
culpables porque destruyen los hogares de miles de
personas en las zonas costeras y se cobran sus vidas?
¿O las lluvias que inundan las calles, las ciudades y
las tierras de cultivo? ¿O el halcón que se abalanza
sobre su presa? ¿O el león que caza al cervatillo?
(Hasta aquí bien, pero continuemos.) ¿O los ejecuto­
res nazis que «exterminaron» a millones de personas
«inocentes» en el nombre de una ideología odiosa?
¿O los terroristas que mutilan cuerpos y arrebatan
las vidas de niños «inocentes»? ¿Ven el problema, el
gancho en el que estamos colgados por la trágica
falo-lógica? Si todo es inocente, los niños inocentes
no pueden pedir explicaciones a las fuerzas igual­
mente inocentes que les aniquilan para engrandecer­
se, por avaricia y lucro personal. No existe diferen­
cia moral entre un viento en contra y un fabricante
de tabaco que se beneficia enganchando al cáncer a
jóvenes vulnerables. Todo este puñetero asunto no
es más que la forma en que se interpretan las maldi­
tas fuerzas cósmicas. No se puede separar al autor
del hecho, a las fuerzas de la forma en que se desen­
cadenan. Podríamos decir que algunas fuerzas pro­
ducen grandes obras de arte o instituciones durade­
ras, y que éstas son fuerzas «más elevadas» o más
«poderosas», y que aquellas que implican genocidio
son «más bajas» y «más mezquinas», pero no sería
más que una forma puramente «estética» de mirar
las cosas. Y también sería fatalista (¿cómo podría no
serlo el amorfatiT) en tanto en cuanto aquí no se su­
giere que nadie podría hacerlo de otra manera. Pues
somos como somos y hacemos lo que hacemos,
igual que sólo es una ficción de la gramática inglesa
creer que hay un «ello» distintivo que realiza la ac­
ción cuando decimos «llueve» (it rains). Por ello esta
línea trágica no pasa la prueba del facere veritatem y
por eso, por cierto, los amantes de lo necesario están
normalmente ligados a la política de derechas y nos
dicen que nos armemos de valor y amemos las cosas
como son, y no mimemos a los débiles ni a los po­
bres, mientras los religiosos, que son amantes de lo
imposible, están en los barrios conflictivos intentan­
do cambiar las cosas, haciendo la verdad. Para el
sentido religioso de la vida, los vínculos del presen­
te no están afianzados por necesidad sino que han
sido desatados por lo imposible, por la posibilidad
de lo imposible.
La relación religiosa con el mundo surge en el
rostro de esta desesperación y este anonimato, que es
por lo que precisamente un crítico de la religión
como era Karl Marx decía que la religión es el cora­
zón de un mundo sin corazón. Los grandes símbolos
e imágenes religiosos siempre han sido imágenes de
sufrimiento, pues el amor de Dios siempre viene a
descansar en unos pocos de nosotros, en los que su­
fren sin necesidad. Si en realidad Dios tiene «favori­
tos», son los desfavorecidos, porque con Dios los úl­
timos son los primeros. El nombre de Dios es el nom­
bre de Aquel que apoya a los que sufren, que expresa
una solidaridad divina con el sufrimiento, Aquel que
dice no al sufrimiento, al sufrimiento injusto o injus­
tificado. De este modo, el momento definitorio de la
historia de los judíos es el Éxodo, la huida de la es­
clavitud, así el nombre de Dios es el nombre del libe­
rador, Aquel que dirige a los judíos fuera de Egipto.
En la Cristiandad el símbolo central es la «Cruci­
fixión», una ejecución mezquina, sádica, odiosa y re­
torcida que usaban los romanos para dar forma a la
«pax» romana, y que cualquier tribunal actual de­
nunciaría inmediatamente como un castigo inhuma­
no y cruel. La Crucifixión se ha representado en tan­
tas obras de arte bellas, y reproducido como una joya
exquisita de oro con incrustaciones de diamantes lle­
vada por clérigos adornados con gran opulencia,
gente que vive de los beneficios que obtiene de la
Crucifixión, como decía Kierkegaard, que olvidamos
a menudo que se trata de la horca o de la cámara de
la muerte. Llevar reproducciones de ello es como lle­
var colgantes en el cuello de «sillas eléctricas» de oro
en miniatura, con incrustaciones de diamantes. No
obstante, la Cruz significa la solidaridad de Dios con
un hombre inocente, un delincuente condenado, ha­
blando en términos legales, que sufrió una ejecución
ignominiosa, de la misma forma que San Pablo dice
que Dios eligió manifestar solidaridad con los necios
de este mundo para avergonzar a los sabios, y con los
don nadies de clase humilde (ta me ontá) para aver­
gonzar a aquellos que «son» (I Corintios 1, 28), a las
autoridades que «son».
Estoy abogando por una fluctuación o «indeci­
sión» ineludible entre lo que aquí hemos llamado los
sentidos trágico y religioso de la vida. No hay forma
cognitivamente definitiva de establecer qué es qué y
qué está pasando, no hay manera de arbitrar su dis­
puta, ningún argumento categórico a favor de uno y
en contra de otro. No encontramos lo religioso sin lo
trágico, y cuando lo hacemos es porque lo trágico se
ha suprimido, reprimido o excluido con violencia, lo
que significa que estamos amenazados por el regre­
so de los reprimidos, que es prácticamente como se
deben interpretar las poderosas convulsiones de la
violencia fundamentalista, como he argumentado
con anterioridad. En el núcleo del fundamentalismo,
sostengo, yace un miedo reprimido a que la fe sólo
sea fe y con el riesgo de que no garantice nada; ésta
es la verdad de la religión, que utiliza la fe para re­
primirlo. El sentido religioso de la vida crece en el
rostro de este anonimato, contra su telón de fondo.
El anonimato no se puede eliminar, es lo primero, lo
último y es constante, precede y sucede a la fe, inva­
diendo en todo momento todos los intersticios de
nuestra fe.
Pues por muchas y diversas fes religiosas que flo­
rezcan, debemos admitir que no sabemos quiénes so­
mos ni qué está pasando, por lo menos no «Realmen­
te», no de una «Forma Profunda», aunque todos ten­
gamos nuestras opiniones. Nadie sabe en realidad qué
ama cuando ama a (su) Dios, ni siquiera aunque no le
falten palabras cuando se le pregunta. De hecho ésa
es la condición de su fe, la razón por la cual su fe es
fe, no Conocimiento, y por qué la religión puede ser
verdadera sin Conocimiento, por qué la religión tam­
bién puede existir sin religión. La fe es fe en el rostro
del anonimato de los anónimos. La fe siempre se ve
acechada y sorprendida desde el interior por ese es­
pectro de un mundo cruel de fuerzas cósmicas, donde
las olas que rompen en la orilla y los corazones asesi­
nos de los hombres violentos y los regímenes violen­
tos son todo parte de la economía cósmica, todo parte
de la forma en que las fuerzas se descargan, todo par­
te del flujo y reflujo cósmico donde se han sacrificado
muchos corderos inocentes en el altar del juego cós­
mico. La fe es la fe en que existe algo que nos eleva
por encima de la fuerza ciega de las cosas, un sentido
en todo este sinsentido. Que existe algo, como la
Fuerza en La Guerra de las Galaxias, que es, como
hemos visto, una especie de trascripción de la natura­
leza de Buda, o alguien, como en las concepciones
personales de Dios encontradas en los grandes mono­
teístas, que están a nuestro lado cuando nos enfrenta­
mos a lo peor, que están junto a otros, junto a una mi­
noría entre nosotros. La fe es fe en que podemos decir
que algunas cosas no están bien, son malas. La fe es
la memoria del mal hecho, la peligrosa memoria del
sufrimiento que no se puede deshacer, y la esperanza
de una futura transformación.

3. LA FE DE UN POST-MODERNO

Estoy buscando lentamente el camino de vuelta


a mi principio, que la religión es el amor de Dios.
«Dios es amor», que es mi eje religioso, corta ambos
caminos. Podría significar lo que San Agustín decía,
que cuando amamos cualquier cosa, es realmente a
Dios a quien amamos, aunque de manera confusa en
la oscuridad. O bien podría significar lo que la filó­
sofa feminista francesa Luce Irigaray dice, que el
amor es una fuerza divina, un medio divino que re­
coge a los amantes en los brazos del otro y les per­
mite abrazarse y entremezclarse. Entonces el nom­
bre de Dios es uno de los nombres que tenemos para
designar el amor, uno de los nombres más antiguos
y prestigiosos, para ser sinceros, quizá un primum
interpares, y sin embargo uno de tantos otros nom­
bres, y a lo que realmente nos referimos con «Dios»
es al amor. Existe una cierta indecisión aquí; con
ello me refiero a una incapacidad de poner fin a la
traducibilidad o sustitutibilidad de estos dos térmi­
nos, «Dios» y «amor». ¿El amor de Dios, o el dios
del Amor? ¿Cómo vamos a distinguir cuál es en rea­
lidad la traducción de cuál, cuál es el sustituto de
cuál? ¿Cómo resolvemos esta fluctuación, cómo de­
cidir esta indecisión?
La causante del problema aquí es la palabra
«realmente», pues intenta «desenmascarar» la pasión
por el amor como una pasión por Dios, o, al contra­
rio, «desenmascarar» la pasión por Dios como una
pasión por el amor. El primer intento es pre-moder-
no, teológico, que eleva el espíritu, siempre mirando
al sol para explicar las zonas de luz aquí abajo. El se­
gundo intento es modernista, crítico y desublimador,
perteneciente a un espíritu de una era de razón secu­
larizante que intenta cortar a medida las imágenes
religiosas, para ajustarlas a los límites de la razón
pura, o explicarlas todas juntas. De cualquier mane­
ra, el intento de desenmascarar aboga por reducir las
cosas a lo que realmente son, a dar la palabra final
sobre lo que es realmente real, a zanjar el asunto de
una vez por todas, a decidir las cosas de una manera
o de otra. Pero una de las cosas que la palabra «post-
modemo» habría significado si hubiese podido resis­
tir y significar algo relativamente determinado (que
por cierto, parece que no ha ocurrido) es el final de
todos aquellos proyectos de desenmascarar y atajar
hacia lo que es Realmente Real, la renuncia al intento
de decir la Última Palabra, ya sea una Última Palabra
Teológica y sublimadora o una Última Palabra Críti­
ca y desublimadora. Una de las cosas que lo «post-
modemo» habría significado es la minusculización,
la voluntad de arreglárnoslas lo mejor posible sin le­
tras mayúsculas y sin pronunciamientos finales de
peso, sin un Conocimiento del Secreto, y chapotear
en las aguas de la indecisión.
Pues no sabemos quiénes somos.
¿Y entonces qué? ¿El caos? ¿Se desata todo el
infierno? ¿Nos quedamos desorientados? Si no sabe­
mos quiénes somos o qué amamos, ¿qué nos queda?
Nos quedamos sin nada más que la pasión y el no
saber. La pasión de no saber, la verdad sin Conoci­
miento, el corazón inquieto. Inquietum est cor nos-
trum. No se nos ha dado por muertos, como pensarían
algunos, que necesitan una base firme, una proposi­
ción absoluta, antes de dar un solo paso hacia delante,
ni nos han dejado a la deriva sin objetivos, cabecean­
do en la superficie de un mar infinito. Nos quedamos
un poco perdidos, de eso no hay duda: quaestio mihi
factus sum, dijo San Agustín, pero, siguiendo con la
metáfora marina, nadando como en el infierno (un
infierno santo, para ser sinceros), facere veritatem,
luciendo la verdad con toda la pasión del que no
sabe, preguntando cada vez con más insistencia:
«¿Qué amo cuando amo a mi Dios?» No obstante, la
principal idea que hay detrás de este argumento para
una posición post-secular es evitar ser arrastrados a
la lucha sobre lo que es realmente real y saltar de
amor en lo hiper-real, a lo real más allá o más ade­
lante, lo que el ojo no vio ni el oído oyó. Existe, sigo
afirmando, una especie de traducibilidad o sustituti-
bilidad infinita, una indecisión santa, entre Dios y
amor, o Dios y belleza, o Dios y verdad, o Dios y jus­
ticia, en virtud de la cual no podemos resolver el
asunto de cuál es una versión de cuál, cuál es la tra­
ducción de cuál, cuál sustituye a cuál. No podemos,
si somos sinceros. Pero si insistimos en la «sinceri­
dad», digo por supuesto que si se dice la verdad,
realmente no lo sabemos. Pero ¿no es mi propio in­
tento de desenmascarar una contradicción fatal y
performativa (que es la forma en que los filósofos
profesionales dicen «Te cogí» en sus publicaciones)?
¿No me ha salido el tiro por la culata, enganchado en
la mismísima percha de lo «realmente» a lo que aca­
bo de decir que deberíamos mostrar la puerta? Yo no
diría tanto (realmente no). No estoy intentando de­
senmascarar ambas posturas, para descartarlas con
un tercer intento de desenmascarar, todavía más ele­
vado, triunfante y triunfal que aquel que no puede
haber mayor desenmascaramiento. Sólo pretendo de­
jar para siempre los intentos de desenmascarar y ad­
mitir que realmente no sé cuál es cuál. No intento
excomulgar la palabra «realmente» de nuestro voca­
bulario, cosa que realmente no podría hacer aunque
quisiera, sino sólo decir que en realidad no sé qué es
Realmente Real, y que he prometido mi fe a lo hiper-
real, a hacer que ocurra lo imposible. La indecisión
es el lugar en el que se desarrolla la fe, la noche en
que la fe se concibe, pues la noche es su elemento. La
indecisión es la razón por la cual la fe es fe y no Co­
nocimiento y la forma en que la fe puede ser verda­
dera sin el Conocimiento. Es entonces cuando reco­
nocemos que no sabemos quiénes somos, ni qué está
pasando realmente, a pesar de nuestros intereses en
ello, que la fe, la esperanza y el amor son necesarios,
y que ha llegado el momento de entregar nuestro co­
razón a lo hiper-real.
Simplemente digo, o confieso, en una especie de
confesión agustina post-modema, que no sabemos
quiénes somos, a lo que me apresuro a añadir: y eso
es quiénes somos. Por lo tanto, nos quedamos con
nada más que nosotros mismos, con la quaestio mihi
factus sum. Nos quedamos sujetando la bolsa, de
nuestra pasión, la pasión de nuestro no saber, nuestra
pasión por Dios, de nuestro amor de Dios, donde no
sabemos qué amamos cuando amamos a nuestro
Dios. Mucha gente religiosa cree que la pasión se
debe fijar, determinar y afianzar, que una pasión debe
tener un destino definido. Creen que una pasión debe
seguir su dirección y saber hacia dónde va, y se escan­
dalizan con la sola idea de una pasión del no saber.
No tengo nada en contra de las pasiones que saben
hacia dónde se dirigen, y no niego que tienen su lugar,
pero no creo que sea la forma más profunda ni más
interesante de la pasión. Si una pasión del no saber
corre el riesgo de perderse, una pasión que sabe de
qué se trata y tiene una buena idea sobre cómo van a
resultar las cosas corre el peligro de darse un respiro
y convertirse en un tipo mediocre; se arriesga a con­
vertirse en una acción rutinaria y mecánica, que se
coloca en su momento hasta que el resultado final da
un giro. Desde mi punto de vista, la pasión más eleva­
da se guía por el no saber. Sus tensiones se elevan y
aumenta lo que está en juego cuando carecemos de
garantía sobre lo que está pasando, o cómo van a re­
sultar las cosas, cuando lo único que podemos hacer
es seguir adelante, tener fe, continuar, amar y confiar
en el proceso para el cual carecemos de toda garantía
final. La pasión recurre a la fe y la fe es una especie
de pasión. La fe guía a la pasión y viceversa, y esta fe
apasionada es la que da sabor y sal a la vida.
Pero si esto es así, entonces, contrariamente a lo
que bastante gente ortorreligiosa piensa, gente que
está ligada con rigidez a símbolos, proposiciones e
imágenes particulares que las han formado, no sabe­
mos qué creemos o a quién estamos rezando. ¡Para
ser sinceros, todos sabemos recitar nuestras oracio­
nes y diversos credos y, gracias a los teólogos, ben­
ditos sean sus corazones, conocemos los contenidos
proposicionales de lo que confesamos, a veces con
gran detalle, a veces sabiendo más de lo que necesi­
tamos saber! No obstante, esos credos están inten­
tando dar una forma proposicional a una fe viva y a
una forma radicalmente diferente de verdad; presen­
tan la verdad religiosa muy bien a veces y en formas
inspiradoras, y otras veces en determinadas fórmu­
las liofilizadas, empaquetadas y bien formadas, al­
gunas de las cuales se han votado en consejos y
asambleas de mayores (en su mayoría hombres).
Pero debajo de ellos, dentro de ellos, antes y después
de ellos, se agita una fe viva, un corazón inquieto,
enamorado del amor. ¿Una fe en quél ¿Un amor a
quél Teniendo en cuenta lo que he dicho sobre la in­
decisión, sobre la traducibilidad y sustitutibilidad
infinita de nombres como «Dios» y «amor», esa pre­
gunta debe seguir abierta, y mientras lo haga, miei>
tras no sea respondida, mientras no se cierre, enton­
ces la fe es fe en realidad. Si de verdad no sabemos
quiénes somos, entonces la fe es realmente fe. La in­
decisión protege la fe y la oración de la clausura y
manteniéndolas de este modo en peligro, también
las mantiene a salvo.
Pero si bien la pregunta de la fe se resiste a una
respuesta, a una Gran Respuesta Concluyente y Fi­
nal, exige una respuesta, modesta pero apasionada,
humilde pero sincera. Cuando la fe y el amor pasan
lista, es mejor que contestemos, como la Virgen Ma­
ría en el evangelio de San Lucas, «aquí estoy». Cuan­
do el amor exige acción, debemos estar preparados
con algo más que una proposición bien formada aun­
que la haya aprobado un consejo. Es mejor que este­
mos preparados con un hecho, no un qué sino un
cómo, preparados para responder y hacer la verdad,
para hacer que ocurra aquí y ahora, porque ahora se
necesita justicia y amor. El amor a lo todavía no real,
a lo imposible e hiper-real, y el recuerdo de los muer­
tos que no deben haber muerto en vano, exige un he­
cho, aquí y ahora, en espíritu y en verdad. La verdad
religiosa, que es verdaderamente religiosa, no es una
fórmula para recitar sino un hecho para hacer. «Her­
manos, amémonos los unos a los otros, pues el amor
proviene de Dios; todo el que ama ha nacido de Dios
y conoce a Dios» (I Juan 4,7). El nombre de Dios es
algo que hay que hacer, sin el hecho, sin hacer el
amor, no es más que ruido, o una forma de salirme
con la mía, o conseguir una vida cómoda para su re­
verencia, o acabar con mis enemigos con una enorme
y gran espada.
La oración, también, es una forma de verdad sin
Conocimiento. Cuando un protestante reza al Cristo
crucificado, o un católico reza por la intercesión de la
Virgen Bendita o celebra la Santa Eucaristía, o un bu­
dista se inclina humildemente ante una estatua de
Buda, o cuando los musulmanes se orientan seria­
mente hacia el Oriente y se arrodillan, ¿Quién tiene
razón? Esa pregunta no sólo está mal orientada y ca­
rece de sentido, como buscar la única lengua verda­
dera, sino que también es impía, irreligiosa e insolen­
te, porque tenemos que ver aquí con formas de vida
integrales y mutuamente irreducibles. Cada forma de
oración es el asunto de su propia intensidad, sentida
sinceridad y humildad, su propia buena voluntad, y
tiene sentido dentro de la forma de vida histórica que
la alimenta. Cada una representa su propia forma de
hacer la verdad. Deberíamos tener muchas religiones
y oraciones, siempre y cuando todas ellas sean verda­
deras, siempre y cuando todas hagan la verdad. Sin
embargo, ninguna de ellas tiene credenciales trans-
históricas o absolutas. Nada más lejos. Cada una ha
nacido de un escenario histórico del que no se la pue­
de extraer sin destruirla. Cada una es un cómo histó­
rico, no un qué transhistórico. Lejos de aseguramos
que sabemos a quién rezamos, su gran diversidad nos
asegura que, aunque las oraciones de los fieles tienen
muchas formas históricas, no sabemos de una forma
ahistórica y global a quién rezamos, porque la ora­
ción puede ser verdadera sin Conocimiento. Las di­
versas formas asumidas por la vida de la oración nos
aseguran que la esencia de la misma no se manifiesta
resolviendo esa indecisión, afianzando de forma de­
terminada el qué, sino, de nuevo, «haciendo la ver­
dad», rezando en espíritu y en verdad (Juan 4,24), de
múltiples formas irreducible y desconcertadamente
diferentes. Si Dios está en algún lugar, es en la diver­
sidad. San Agustín también gustaba de preguntar:
«¿dónde estás, Oh Señor?», cuya respuesta correcta,
la más ortodoxa de las respuestas es «en todas par­
tes», dentro de mí y fuera de mí, dentro de mí y por
encima de mí, aquí y allá, porque Dios ha montado su
tienda y habita entre nosotros y, añadiendo mi toque
post-modemo, ella habita entre otros también. Todo
aquel que ama ha nacido de Dios.

4. AXIOMAS DE UNA RELIGIÓN


SIN RELIGIÓN

He estado abogando por la apertura de las líneas


de comunicación entre la vida de la fe antes de la
modernidad y el momento post-secular que experi­
mentamos en el presente. He estado presentando
una repetición post-moderna o post-secular de San
Agustín, una reiteración de San Agustín para una era
post-secular, que tiene todo el material para una re­
ligión sin religión (a la cual San Agustín el obispo
quizá lance alguna que otra mirada episcopal de re­
proche). En consecuencia me gustaría proponer mi
propia versiónfin de milenio de los itinerarium men­
tís ad deum de San Agustín y de San Buenaventura,
una especie de ascensión de la mente a Dios, o a lo
imposible, o a lo hiper-real. Está diseñada para gente
como yo, gente a quien Kierkegaard le gustaba lla­
mar «pobres individuos existentes» (yo soy uno de
ellos), con esto me refiero a aquellos que no saben
quiénes son. Describo una subida que se realiza en
tres fases, que dada esta alusión a Kierkegaard tam­
bién podríamos caracterizar como tres estados de la
«existencia» post-moderna, o de lo que llamaré tres
axiomas gradualmente más elevados o más radicales
de una religión sin religión.
«No sé quién soy o si creo en Dios». Ése es un
principio, y es lo suficientemente verdadero. Soy un
misterio para mí mismo, una interrogación, un enig­
ma, una tierra de confusión y dificultad, como decía
San Agustín. En consecuencia fluctúo entre la fe y la
falta de fe, Dios y la inexistencia de Dios, la religión
y la irreligión, no saber cuál soy yo o cuál es la mía,
ni adonde pertenezco. Eso es suficientemente verda­
dero, pero no verdad suficiente, en el sentido del fa-
cere veritatem, que significa que es demasiado cog-
nitivista y no lo suficientemente apasionada. El tipo
que intenta vender esta línea está demasiado inclina­
do a quedarse en casa y no arriesgarse a salir en ab­
soluto con mal tiempo, a agacharse cuando el viento
sopla en contra, a sentarse en su silla y fumarse su
puro en una tarde tormentosa y dejar que la vida siga
su curso, imaginando cómo le irá a esos pobres men­
digos fuera que están atrapados en las tempestades
de la vida. La incapacidad de decidir aquí corre de­
masiado cerca del borde de la complacencia y la in­
decisión.
«No sé si en lo que creo es Dios o no». Eso está
mejor. Me levanto del sofá, dando un paso en la di­
rección correcta, moviéndome en la dirección de la
pasión, envuelto en un acto más comprometido y
apasionado, con un gusto por la fe. Pues aquí al me­
nos reconozco que la vida no da un solo paso ade­
lante sin la fe, que si vamos a llegar a algún lugar, la
fe es lo primero, lo último y es constante. Sé que si
espero a que salgan todos los resultados, a la infor­
mación definitiva para resolver el asunto, la vida ha­
brá abandonado la estación mucho antes sin mí.
¡Creo, ayuda (que alguien ayude) mi poca fe! Sin
embargo, no sé en qué creo, o si en lo que creo es
Dios o no, o si me debería dirigir a ello con el nom­
bre de Dios. Quizá no creo en Dios sino en otra cosa.
Quizá estoy respondiendo a la llamada de la «vida»,
su energía inmanente y su ímpetu interior. Quizá
abrazo el ejercicio autojustificativo de la vida mis­
ma, pues la vida es su propia recompensa y no tiene
respuesta a la pregunta: «¿por qué desear la vida?».
Todo esto es lo suficientemente verdadero, pero no
es verdad suficiente, no es lo suficientemente apa­
sionado. Todavía se tiende demasiado a pensar que
la vida es algún tipo de problema epistémico, una
cuestión de determinar un «qué» en vez de hacer un
«cómo», una cuestión de identificar en qué creemos
o a qué rezamos, en vez de abrazar el cómo de vivir
a tope, el cómo de orar en espíritu y en verdad por no
sé qué.
«¿Qué amo cuando amo a mi Dios?» Aquí cojo
el ritmo por completo, liberando toda la pasión de lo
imposible, toda la energía del amor. Porque ¿quién
sería tan duro de corazón, tan carente de fe y amor,
como para no amar a Dios? Sabéis que os quiero,
dice San Agustín, pero la pregunta es ¿qué amo
cuando os amo a vos, Dios mío? Dios es amor. Dios
es el nombre del amor. Dios es el nombre de lo que
amamos, y la pregunta es: ¿qué amamos cuando
amamos a Dios, amamos a nuestro Dios, os amamos
a «Vos, Dios mío?». El nombre de Dios es el más
poderoso, el más bello, el nombre más indispensable
que tenemos, el primero entre todos los nombres, a
cuyo sonido todos se arrodillarán, el nombre que de­
bemos reverenciar y abrazar, amar y guardar de sus
detractores. Aquellos que son ateos en relación con
este Dios no tienen corazón, ni amor (aquel que no
ama, no ama a Dios) pues niegan el amor de Dios y
al Dios del amor. El nombre de Dios es el nombre de
la pregunta eternamente abierta. A diferencia de los
reduccionistas, que creen que el nombre de Dios cie­
rra cualquier pregunta, que proporciona una respues­
ta preparada para cualquier posible pregunta, el nom­
bre de Dios en mi Itinerarium post-modemo es el
nombre de la cuestionabilidad infinita, de lo que es
eternamente cuestionable, pues ningún nombre pue­
de hacer que mi cabeza gire más que el nombre de lo
que amo y deseo. Sin embargo, ¿qué amo cuando
amo a mi Dios? Siendo leal a San Agustín, a quien
también amo, he mantenido el «qué», pero por su­
puesto, si me atreviera a corregir a un Santo, cosa
que nunca haría, si fuera un oscuro copista en un mo­
nasterio irlandés del siglo x trabajando en las Confe­
siones, habría corregido furtivamente, con absoluto
miedo y temblando, el qué por el cómo. ¿Cómo amo
cuando amo a mi Dios? Pues el amor es un cómo, no
un qué.
Y Dios también. Por encima de todas las fórmu­
las confesionales y los consejos, los tratados teológi­
cos y los libros de oraciones oficiales de las religio­
nes oficiales, que insisten en el qué, estableciendo
importantes cuestiones como el debatefilioque, Dios
es un cómo, no un qué. Dios es la pasión de la vida,
la pasión de mi vida, la pasión de mi ignorancia, mi
pasión por lo imposible. A Dios se le sirve en espíri­
tu y en verdad, no en proposiciones. Eso lo aprende­
mos de una fuente fiable, un profeta judío con un
gusto por darle a los judíos el infierno (infierno san­
to) por sus infidelidades. Vosotros que tomáis la jus­
ticia en amargura, que pisoteáis a los pobres y echáis
a un lado a los necesitados, deberíais guardaros de
exigir el día del Señor, les advierte Amos en su me­
morable capítulo quinto, no sea que consigáis más
de lo que esperáis. Detesto vuestras fiestas y vues­
tras solemnes asambleas, y no aceptaré vuestros ho­
locaustos, habla el Señor Dios a través de Amós.
Llevaos vuestras canciones y gloriosas liturgias, y
las melodías de vuestras arpas, llevaos vuestras «re­
ligiones», parece decir Amós. «Pero dejad que la
justicia fluya como las aguas y el derecho como un
arroyo perenne» (Amós 5,24). El nombre de Dios se
habla en espíritu y en verdad, no cantándose en so­
lemnes asambleas, sino en el amor, pues todo el que
ama ha nacido de Dios, y «haciendo» justicia, ha­
ciendo que la justicia suceda, lo que Amós describe
como servir a los pobres y a los necesitados, no ro­
barles ni dejar que se pudran. Amós, creo, fue de los
primeros en proponer la idea de «la religión sin reli­
gión», que significa más justicia y menos holocaus­
tos y asambleas solemnes. Para Amós, el nombre de
Dios es el nombre de la justicia, y la justicia no es
sólo un pensamiento sino un hecho, y su verdad se
obtiene sólo haciendo la verdad, haciendo que la
justicia suceda en la verdad. La justicia no se tiene
por el hecho de hablar en las asambleas solemnes,
sino andando el camino en las zonas deprimidas de
las ciudades. La justicia de Dios, el Dios de la justi­
cia, eso es un hecho, un cómo.
De este modo, al final de estas reflexiones Sobre
la Religión, aprendemos, que la distinción entre el
teísmo y el ateísmo, la religión y la no religión, se ve
acosada por una cierta confusión y sujeta a la santa
incapacidad de decisión que he estado analizando.
Pues la religión es el amor de Dios, que está vivo y
transforma la vida cuando la justicia fluye como las
aguas, que también se niega cuando la justicia es de­
negada. «Aquellos que dicen “amo a Dios” y odian
a sus hermanos, son unos mentirosos» (I Juan 4,2).
La justicia tiene lugar fuera y dentro de las religio­
nes históricas, dentro, con los Dietrich Bonhoeffers
y las Madres Teresa y con un sinnúmero de santos
sin nombre que llevaron vidas de heroísmo callado y
oscuro sirviendo a unos pocos de nosotros mientras
el resto llevamos vidas de comodidad. Y fuera, pues
no hay ninguna esfera secular segura donde se pueda
estar tan convencido de que no arde ningún fuego
religioso. La religión (con o sin religión) está donde
quiera que haya hombres y mujeres que aman y sir­
ven a la justicia, que aman y sirven a Dios.
¿Dónde estás, Dios mío?
Si Dios es un hecho, no un pensamiento, enton­
ces eso nos sitúa en perspectiva y nos ofrece una for­
ma de seleccionar entre la abundancia de tonterías
que se encuentran disponibles en cualquier tienda
Bames & Noble o en el sitio web de Amazon.com
donde el amor de Dios se confunde con paparruchas
de la Nueva Era como Las Nueve Revelaciones, las
visitas celestiales de ángeles, las canalizaciones, las
visiones de Elvis, ovnis, ¡o Dios sabe qué! El amor
de Dios no tiene nada que ver con puras curiosida­
des, lo que San Agustín (siguiendo a Juan I 2,16)
llamó las curiosidades de los ojos (curiositas occu-
lorum), de los niños pijos de mediana edad nacidos
después de la Segunda Guerra Mundial que buscan
entretenimiento. Tiene que ver con la transformabi-
lidad de nuestras vidas, con la posibilidad de un fu­
turo transformador, y con servir a los más pobres y a
los más indefensos de nuestra sociedad, con acoger
a los extranjeros que atraviesan las fronteras bien
defendidas, los que no tienen hogar y los que han
sido abandonados, los enfermos y los mayores. Se­
ñor, ¿cuándo te vimos hambriento y te dimos de co­
mer (Mateo 25,37)?
Dios no está jugando a un gran juego de adivi­
nanzas con nosotros en el que todos nos sentamos e
intentamos averiguar quién o qué está pasando de­
trás de una gran cortina cósmica que se ha echado
ante nosotros. La retirada de Dios no es la ocasión
de entretenimiento para los curiosos o de perpleji­
dad para los metafísicos. La retirada de Dios de
nuestra vista siempre es una cuestión de justicia,
Dios desvía nuestro enfoque de Dios al vecino, como
dice el filósofo judío Emmanuel Levinas, un declive
estructural para hacerse visible o palpable con el fin
de producir justicia para el vecino y el extranjero. La
desviación de Dios es la traducción de Dios en un
hecho: Señor, ¿cuándo Te vimos sediento y Te dimos
de beber? Exige hacer cosas, no filosofarlas o teolo­
gizarías hasta dejarlas medio muertas. La filosofía y
la teología tienen su lugar, y yo personalmente estoy
muy interesado en (incluso soy adicto a) ambas, pero
pueden resultar una distracción, una curiositas. La
gente que hace justicia pero no tiene teología ni filo­
sofía, ni una lista de pronunciamientos de credos
aprobados, ni siquiera un nombre de Dios a su dis­
posición, está más cerca de lo que el místico maestro
de la Renania Eckhart gustaba llamar el «Dios divi­
no». En oposición al humano, ése es el Dios de la
balsa, aquel sobre el cual disfrutamos especulando,
o rechazando como una ilusión, como si Dios fuera
un objeto volador todavía más alto y menos identifi­
cado. A menos que sean esta pobreza sobre la que
predico, dijo Eckhart en uno de sus sermones, no
pierdan el tiempo intentando entenderme.
La religión en el sentido del amor de Dios no
puede contener lo que contiene. Hemos definido re­
ligión en términos del amor de Dios, pero la religión
no puede definir el amor de Dios, ni contenerlo. El
amor de Dios es demasiado importante como para
dejarlo a las religiones o a los teólogos.
Cuando se trata de amar a Dios, ¿quién está den­
tro y quién se queda fuera? Nos da la pista una pará­
bola muy famosa del Nuevo Testamento, que nos
cuenta una historia sobre un banquete de bodas más
loco que cualquiera que hubiese podido imaginar
Lewis Carroll (Mateo 22,1-14). Cuando no aparece
ninguno de los comensales que han sido invitados al
banquete, el anfitrión manda a sus sirvientes a que
salgan a la calle y traigan a extranjeros y peatones
que pasen por casualidad por el barrio, que no estén
vestidos para la ocasión, y que ni siquiera conozcan
a la novia o al novio. ¿Se pueden imaginar una boda
más inimaginable e increíble que ésa? Pero así, nos
dicen, es como funciona el «Reino de Dios». Los
cristianos compusieron esta historia como una for­
ma de explicar a los judíos, que rechazaban a Jesús
(una táctica nada desconocida para «Juan», el autor
del evangelio y las epístolas del amor, podría aña­
dir), pero desde luego, la historia pega fuerte y se
vuelve igualmente en contra del exclusivismo cris­
tiano. ¡En el Reino, los que estaban dentro se quedan
fuera, se lo han perdido, mientras que los que esta­
ban fuera entran! El Reino de Dios, el lugar donde
impera el amor de Dios, no se rige por listas de invi­
taciones formales ni hay miembros formales, sino
que se incluye a cualquiera que haga justicia en es­
píritu y en verdad. Cualquiera que ame ha nacido de
Dios. El Reino de Dios es un cómo, no un qué.
¿Qué amo cuando amo a mi Dios? No son los
holocaustos ni las asambleas solemnes, sino la justi­
cia. ¿Es pues la justicia otro nombre para Dios? ¿O
es Dios otro nombre para la justicia? Hemos insisti­
do en todo momento en la incapacidad de decisión
que rodea a este tipo de pregunta, a la cual ahora de­
beríamos añadir una mayor insistencia sobre su falta
de sentido. Si sirvo a un vecino en el nombre de
Dios, o si sirvo al vecino en el nombre de la justicia,
¿qué diferencia hay? Si el nombre de Dios es un
cómo, no un qué, entonces el nombre de Dios es
efectivo incluso cuando no se usa. Quizá es más
efectivo, más de una «fuerza», como podría decir
George Lucas, si ni siquiera se conoce, porque en­
tonces el nombre de Dios, y el amor de Dios, pueden
quedar limpios de todas las complicaciones de la
«religión» humana.
El significado de Dios es promulgado, o si no es
rechazado y nosotros dedicamos el tiempo a incre­
mentar nuestras carteras. De la misma manera pero
diferente se promulga en Mahatma Ghandhi, que
entró en una batalla sin violencia contra el mal, en la
vida y la muerte de Jesús, que fue ejecutado por lo
subversivo de su mensaje: Aquel que él osaba llamar
«Abba» nos ha perdonado; incluso cuando se pro­
mulga en la reverencia del Jefe Joseph a la majestad
del mundo natural, quien expresaba su sorpresa ante
la perversidad del hombre blanco cuya idea era que
la tierra pertenece a los seres humanos, en vez de re­
conocer que nosotros pertenecemos a la tierra. El
amor de Dios se promulga siempre que nuestros im­
pulsos humanos, todos los demasiado humanos se
contradicen y se invierten y salimos de nosotros
mismos a causa de algo más grande o distinto de no­
sotros, cuando nuestros poderes y potencias se tras­
tornan y nos quedamos colgando de una oración por
lo imposible.
El significado de Dios se promulga en una aper­
tura hacia un futuro que no puedo dominar ni ver
venir, en una exposición a las posibilidades que para
mí son imposibles, que superan mis poderes, que me
dominan, que me llevan a los límites de lo posible,
que me acercan a Dios, á Dieu. Con quien nada es
imposible.
¿Qué amo cuando amo a mi Dios? Para un bu­
dista, o para un indio americano, o un eco-feminista
contemporáneo, el cosmos no es una rabia ciega y
estúpida, como pensaba Nietzsche, sino un amigo,
un elemento y matriz, el principio y el fin, el suave
movimiento de un gran útero cósmico, un flujo ami­
go del cual tomamos nuestro origen y al cual regre­
samos, como el ritmo continuo de miles de olas en el
mar. Entonces el amor de Dios significa aprender a
bailar o a nadar, aprender a unirse al juego cósmico,
a moverse con sus ritmos, y a entender que ninguno
de nosotros tiene especial importancia más que la de
desempeñar nuestra parte en el ballet cósmico. En el
judaismo y la cristiandad, por otro lado, el nombre
de Dios es el nombre de Aquel que ha contado cada
lágrima y cada pelo de nuestras cabezas. Eso hace a
cada individuo valioso, una oveja descarriada o una
moneda perdida, un hijo o una hija perdidos, y el
nombre de Dios es el nombre del buen pastor que
inicia la búsqueda de la oveja perdida mientras las
otras noventa y nueve están a salvo, o del progenitor
(«padre») que perdona al hijo perdido («el hijo pró­
digo») y organiza una fiesta para celebrar el regreso
del hijo a pesar de que éste ha dilapidado su fortuna.
Eso no quiere decir que este Señor de la Historia no
sea el mismo Señor de los elementos que cabalga
sobre las alas del viento y riega los cedros del Líba­
no en el majestuoso Salmo 104.
El significado de Dios se promulga en estos múl­
tiples movimientos del amor, pero estos movimien­
tos son simplemente demasiado múltiples, demasia­
do polivalentes, demasiado irreducibles, demasiado
incontenibles para identificarlos, definirlos o deter­
minarlos. Al hacer la pregunta de San Agustín, «¿qué
amo cuando amo a mi Dios?», aceptamos que el
amor de Dios es radical o imborrablemente traduci­
ble, que no podemos contener el proceso de sustitu­
ción o traducción que pone en movimiento. Pero
esta traducción no es un proceso semántico sino
pragmático o existencial. No se trata de encontrar un
diccionario equivalente para el amor de Dios sino de
hacerlo, de dar testimonio de ello, de ver que su
efecto es traducimos a la acción, movemos y agitar­
nos. El amor no es un significado para definir sino
para hacer, algo para actuar. Cuando reflexionába­
mos sobre la traducibilidad o sustitutibilidad de es­
tos dos términos, «Dios» y «amor», y nos pregun­
tábamos cuál es la traducción de cuál, estábamos
buscando una traducción en el lugar equivocado.
En la traducción del amor de Dios somos nosotros
quienes somos traducidos, transformados y arras­
trados a la acción, llevados por los movimientos del
amor, por la trascendencia que este nombre nombra
y ordena. La traducción del amor de Dios es trascen­
dencia; es el movimiento que nombra, el hecho que
exige, pues el amor de Dios es algo que hacer. El
amor de Dios no se explica en una proposición sino
que se atestigua, se aprueba, se realiza.

«Dios», que no sólo es un nombre sino una or­


den, una invitación, una solicitud, para encomendar,
para dejar que todo se encomiende, a Dios.

Para Dios.

5. ADIEU

Entonces, ¿qué amo cuando amo a mi Dios?


Que Dios esté con vosotros.
¡Gracias, Jesús, gracias!
Oui, ouñ
Adieu (iá Dieú).
NOTA BIBLIOGRÁFICA
Y AGRADECIMIENTOS

Las citas bíblicas se han extraído de La Santa


Biblia: La Nueva Versión Estándar Revisada (Nas-
ville: Thomas Nelson, 1989). Confesiones de San
Agustín está disponible en numerosas traduccio­
nes, pero es especialmente interesante la traduc­
ción de Frank Sheed (Indianápolis: Hackett, 1970),
cuya consulta dará cuenta del gran uso que he he­
cho de ella, en particular del Libro X. San Agustín
de Garry Wills (Nueva York: Viking Penguin, 1999)
es una introducción general a San Agustín tan bue­
na que a todos les gustaría tener. He analizado las
complejidades de la obra de Jacques Derrida, que
siempre aparece como trasfondo de este libro, de
una forma más detallada en otro libro mío: Las
Oraciones y las Lágrimas de Jacques Derrida: Re­
ligión Sin Religión (Bloomington: Indiana Univer-
sity Press, 1997); la modestia me impide recomen­
darles La Deconstrucción en Pocas Palabras: Una
Conversación con Jacques Derrida (Nueva York:
Fordham University Press, 1997) como una viva y
lúcida introducción a Derrida. También he citado
La Guerra de las Galaxias, Episodio I: La Amena­
za Fantasma de Terry Brooks (Nueva York: Ballan-
tine, 1999); Los Escritos de Kierkegaard, VI, «Mie­
do y Temblor» y «Repetición», traducción de
Howard y Edna Hong (Princeton: Princeton Uni-
versity Press, 1983).

Mis agradecimientos a los correctores generales


Richard Keamey y Simón Critchley, y a mi correc­
tor de Routledge Tony Bruce por invitarme a escribir
este libro y por sus útiles consejos, y a mi amigo el
Dr. Keith Putt, sin cuyo sabio consejo este libro sería
aún más heterodoxo de lo que ha resultado ser.
ÍNDICE ANALÍTICO

A a r ó n , 8 4 ,9 1 , 121 y 138 véase también reli­


Abba, 176 gión, definida com o el amor
A braham , 24, 43, 69 y 126 de D ios,
A d án, 137 A m ós, 172
A g u stín , San, 1 2 ,1 4 ,2 7 , 31, ángeles, 76, 91-93, 98, 100,
32, 38-46, 53-55, 65, 69, 107, 120, 124 y 173
72, 76, 77, 81, 82, 87, A n selm o , San, 4 6 ,5 5 -5 9 ,6 1 ,
104, 124, 125, 142, 148, 64-65 y 119
156, 161, 162, 168-171, A nunciación, la, 19-21, 53,
173 y 178 103 y 1 1 4 ;y
A lb e r to M agn o, San, 63 La Guerra de las Ga­
A lic ia , 28 laxias, 103 y 113-
A lá , 145 114
A lle n , Todd, 125 A p ó s to l E.F., el, 123-125
A m id ala, Reina, 110 A q uino, S a n to Tom ás, 58
amor, 11-17, 19, 23, 25, 27- argumento ontológico, criti­
28, 39, 40 -4 3 , 45-47, cado por Kant, 59-62
51-52, 5 5 ,5 8 , 60, 67-68, A r is t ó t e le s , 24-25, 62, 85 y
76, 84, 93, 108, 116, 96
120-122, 125, 127-128, ateísm o, 30, 47, 112 y 172
130, 138, 144-145, 147-
158, 161, 163-166, 170- Babel, 137
173 y 175-179 B e r k e le y , George, 101
del destino, 157 B lo o m , Alian, 80
com o D ios, 39-42 B lo o m , M olly, 38
de D ios, 11-12, 14, B o n h o e ffe r , Dietrich, 173
43, 45, 51-52, 60, 67, 76, budista, 109, 113, 167 y 177
84, 121, 127, 138, 144-145, B u ltm an n , Rudolph, 105
150-156, 158,160-161, 164,
171,173 y 175-179 Caballeros Sith, 107
D ios com o véase D ios, Camino hacia el Cielo, 122-
124, 126 y 130
C am p b ell, Joseph, 106, 114 152, 154-156, 158,
y 115 160-161, 164, 171,
C a r r o l l , L ew is, 28 y 175 1 7 3 ,1 7 5 y 176-179
ciberespacio, 90, 93, 95 y 97 es amor, 16, 39-40, 147-
cielo, 73, 82, 92, 100, 104- 148, 161 y 170
106, 111-112, 122-124, véase también el argu­
126,130, 143, 146, 148, m ento ontológico,
151 y 153 com o nuestro deseo, 39 y
ciencia, 29, 34, 60, 63-64, 66- 171
67,75-76, 78, 80, 86, 93- la prueba de San A n sel­
95, 102-103, 105, 111- m o para la existen­
112, 114-117 y 143 cia de, 57-58
en La Guerra de las Galaxias, y lo im posible, 17-18 y
111-114 22
C lim acu s, Johannes, 71 y véase también muerte de
128 Dios;
C op érnico, N icolás, 63 nombre de, 13, 16, 22,
cuerpo, el, 48, 50, 68, 74, 78, 40-43, 47-48, 59,
96, 99, 105, 110-111,116 84, 94, 121-122,
y 136-137 138, 147-148, 150,
cultura virtual, 54 152, 158, 161, 166,
170-172, 174, y
Darth Maul, 107 y 110 176-177
Darth Vader, 105-107 el Reino de, 17, 105,
D arw in, Charles, 75 107-108, 110, 132 y
deconstrucción (deconstrui- 175-176
ble), 78, 145-146 y 151 retirada de, 174
dem onio, el, 12, 23, 100 y D u v a ll, Robert, 123-
106 125
D e rr id a , Jacques, 21-23, 87,
137 y 141 E c k h a r t, Meister, 174-175
D e s c a r te s , René, 59 y 82 E lia d e , Mircea, 115
Dewey, Euliss «Sonny», 123 era m esiánica, la, 29-30, 40 y
dim ensión profética de la reli­ 107
gión, la, 29 Escrituras, Sagradas, 22, 28,
D io n iso s, 72, 74 y 154 36, 61, 69, 77, 89, 93,
D ios, 106, 127-129, 131 y 142
amor, de D ios, 11, 14, esperanza, 12, 19, 22-29, 89,
43, 45, 52, 60, 67, 99, 116, 148, 160 y 164
76, 84, 121, 127, estoicos, los, 44
138, 144-145, 150- existencialism o, 70
experiencia, 20, 23, 28-29, véase también im posible, lo;
58-59, 63, 71 y 141 G o ld w a te r, Barry, 134
Guerra de las Galaxias, la,
F a w c e tt, Farrah, 125 96, 103-105, 107-117 y
fe, 24-26, 43, 48-49, 51-52, 160
58, 64-66, 69, 71-72, 75,
79, 82-83, 85-86, 92, H e g e l, G.W.F., 68, 74 y 86-
103, 105, 112-113, 115- 87
116, 119, 130, 136, 139, H eid egger, Martin, 84, 87,
143-145, 149-151, 159- 95 y 98
160, 163-166, 168 y 170 H e r á c lit o , 117
confesional, 40, 46-48 y 145 hermenéutica, 34 y 129
de Abraham, 69 H e r r ig e l, Eugen, 109
en busca de entendimiento, 55 hiper-real, lo, 28, 90, 119,
y post-m odem ism o, 160-168 163-164, 166 y 168
fe, esperanza y amor, 12, 19, H ó ld e r lin , Friedrich, 98
23-28, 148 y 164 H o ra c e, 125
F reud, Sigmund, 28, 53, 75,
78-79 y 84 Ilustración, la, 63-64, 66, 68,
Fuerza, la, 1 8 ,4 7 , 8 9 ,9 6 ,1 0 4 , 74, 78-84, 95 y 142
106-114, 117 y 160 antigua contra nueva, 53, 102
véase también La Guerra de y 119
las Galaxias, 96, 103- im posible, lo, 18, 21-29, 32,
105, 107-117 y 160 35, 37-38, 41-44,48, 51,
Fuerzas cósm icas, 157 y 160 53-54, 67, 84, 89, 101,
Fukuyama, Francis, 86 103, 117, 119-123, 141,
fundamentalismo, 93, 115, 148, 150, 154, 157, 164,
122-123, 131, 133, 136- 166, 168, 170-171, y
139, 142 y 159 177
y Catolicism o, 133-134 com o una categoría religiosa,
Islámico, 135-138 1 9 -2 3 ,6 7
futuro, el, 18, 29, 94 y 106 gente, 48, 119, 122 y 155
relativo contra absoluto, 19-23 incapacidad de decisión, 173
y 176
G a b r ie l, el Á ngel, 17, 22-23, Irig a ra y , Luce, 87 y 161
4 3 ,9 3 , 103 y 114 Isaac, 69
G a lile o , 63, 111 y 113 Jesús, 1 7 ,2 5 ,2 8 ,5 0 -5 1 ,7 7 ,9 8 ,
G andhi, Mahatma, 176 100, 104, 108, 124, 127,
G an try, Elmer, 124-125 133, 145, 175-176 y 179
gente religiosa, 2 0 ,1 1 3 ,1 2 0 y «Johannes de Silentio», 69 y
164 71
JosepH, Jefe, 176 de La Guerra de las Galaxias,
Juan , S a n , 13, 16, 43, 138, 111-112
143, 145, 147-148, 166- midiclorianos, 105, 113 y 114
167, 173 y 175 modernidad, 53-54, 59, 65,
juegos del lenguaje, 86 68, 75-76, 81-82, 85, 95,
Ju ng , Cari, 115 1 1 9 ,1 4 3 y 168
M oisés, 84, 90, 113 y 121
K a n t, Immanuel, 61, 64-68, muerte de D ios, la, 75, 79-80,
84 y 104 87, 8 9 ,9 1 ,9 4 , 99 y 120
véase argumento ontológico,
K ennedy, Edward, 31 Nathan el Sabio , 66
K ennedy, Robert, 31 N e w to n , Isaac, 89 y 96
K ierk egaard , Seren, 35, 60, N ie tz sc h e , Friedrich, 53, 68,
6 8 -7 5 ,7 7 , 1 2 8,158 y 168 71-75, 78-80, 83-84, 91,
K ing, Stephen, 19 y 92 1 5 3 ,1 5 6 y 177
N ish id a, Kitaro, 122
N ueva Era, 15, 92-93, 115-
L essin g, G. E., 66 116, 124 y 173
L evin as, Em manuel, 174
L u ca s, George, 103, 114-115
obispos, 23, 30-31, 39-40 y
y 176 49
véase también La Guerra de Obi-Wan K enobe, 106 y 110
las Galaxias, oración, 30, 49, 55, 61, 64,
L u ca s, San, 17-19, 93, 103, 76, 86, 114, 119, 122,
113-114 y 166 132, 166-167 y 177
L y o ta r d , Jean-Frangois, 87
en La Guerra de Las Ga­
laxias, 112
Madre Teresa, 173 Ortodoxia Radical, 81
M a r c o s, San , 18 y 49
M a rx , Karl, 28-30, 53, 75, P a b lo , S an 15, 25, 32, 71,
78-79, 84, 86 y 158 77-78, 84, 108, 1 2 3 ,1 2 7 ,
M a teo , San, 13, 25, 50, 109, 144, 150 y 158
174-175 Palpatine, Canciller Supremo,
materia, 89, 95-96, 98-99, 110
102, 105, 110-111 y 113 Papa Juan Pablo II, 30 y 134
Matrix, The, 101 y 115 P a s c a l, B laise, 59
M e n d e lso h n , M oisés, 66 pasión, 12, 16, 19, 25, 29-32,
M esías, el, 104, 106, 113 y 37, 4 0 -4 2 ,4 4 -4 5 , 60, 71-
115 72, 76, 89,117, 123-127,
m etafísica, 37, 56, 76-78, 81, 1 3 3 ,1 5 1 ,1 6 1 -1 6 5 y 169-
87 y 112 171
en el fimdamentalismo, 127- significado de en la m o­
128 dernidad, 59-60
P la tó n , 27 y 87 sin religión, 13, 23, 35,
P ed ro, San , 40 y 98 48, 116, 119, 141-
post-industrial, 54, 89, 95 y 142, 144-145, 152,
136 168-169 y 172-173
post-m odem ism o, 71 com o una virtud, 60 y
y fe, 160-162 145
K ie r k e g a a rd y, 70-71 Ricardo III , 70
N ie tz sc h e y, 71
post-secular, 13, 53-55, 69, saber y no saber, 32-33
80-81, 89, 94, 102, 119, S a la d in o , 66
163 y 168 S atan ás, 135 y 137
P r e sle y , Elvis, 92, 100 y 173 S a ú l, 124 y 126
P to lo m e o , 63 S c r o o g e , Ebenezer, 152
secreto, el, 30, 32-35, 37, 40,
Q ui-Gon Jinn, 106, 110 y 113 48, 50, 52 y 162
secular, 13, 40, 53-54, 61, 65,
razón, en la modernidad, 60, 102 y 173
63-66, 68-70, 74, 76-77, véase también post-secular,
y 80-84 13, 53-55, 69, 80-81, 89,
contra «buenas razones», 84 94, 102, 119, 163 y 168
R eagan , Ronald, 30 y 134 sentido religioso de la vida,
realidad, sentido de la, 26 y 20, 26-27, 44, 46, 117,
90 119, 154, 157 y 159
relativismo, 80 y 83 contra lo trágico, 159
religión, 20 y 25 sentido trágico de la vida, el,
definida com o amor de D ios, 151-155 y 159
11-14, 43-44 y 175 contra sentido religioso,
véase también amor, de D ios, 154-160
com o una balsa, 122, Sexto Sentido, el, 115
138, 145, 150-151 y Shah de Irán, el, 135
174 S h ak esp eare, W illiam, 70
diversidad de, 11 S h e lle y , Mary, 95
etim ología de, 46 Sí, el, 17,29-30, 38 y 154-155
véase también fe, confe­ S ila s , 127
sional, S k y w a lk e r, Anakin, 106-
de La Guerra de las Ga­ 107, 110, 113-114
laxias, 103 y 110- S k yw alk er, Luke, 104 y 105
117 S k y w a lk e r, Shmi, 114
institucional, 14 y 49 Sodoma, 131-132
teísm o, 30, 47, 105, 112 y religiosa, 11, 35, 5 0 ,1 4 2 -
172 145, 148-149 y 165
véase también ateísmo, sin conocim iento, 144,
30, 47, 112 y 172 1 4 9 ,1 5 5 y 162
T eren cio , Publio, 22 y testimonio, 149
T h o r n to n , B illy Bob, 126 véase también relativis­
m o,
Virgen María, la, 21, 27, 100,
verdad, absoluta, 78 y 80.
103 y 166
hacer la, 3 5 ,4 3 ,1 4 9 ,1 6 6 -
167 Yoda, 107 y 113

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