Sunteți pe pagina 1din 40

JOSEPH M.

CATALÀ DOMÉNECH – El mundo imaginado

¿No eres ventana, geometría viva, forma tan sencilla que ahorme y sin esfuerzo circunscriba
nuestra vida informe?

Rilke (1)
l. Milagros
No es del todo sorprendente que la fotografía, cuando a mediados del siglo XIX empezó a
introducirse en la cultura de la burguesía y la pequeña burguesía (2), fuera experimentada como una
especie de milagro, un milagro que aún siendo hijo de la ciencia, pronto se iba a ver acorralado y
finalmente devorado por su propia madre, un saturno femenino que aún nos acongoja. La misma
suerte habían de correr el resto de portentos que a lo largo de los siglos han andado y desandado el
camino que va y vuelve de la religión a la magia. La fotografía era un milagro que nacía renegado y
vencido, pero milagro al fin y al cabo, pues nadie negará que la visión sin precedentes de hombres,
mujeres y niños atrapados en un pedazo de papel debió producir, a gentes menos cínicas que
nosotros, más de un escalofrío. Aunque quizá la sorpresa y el temor reverente -uno de sus últimos
coletazos, por cierto- no debió ser tanto porque ofreciera a la vista réplicas de personas reales
(copias de seres humanos, sin la interpretación, el filtro disuasorio, del dibujo o la pintura), sino
porque permitía contemplar (y poseer) situaciones reales congeladas para siempre. Es decir, que la
fotografía promovía -hete aquí el verdadero milagro- la materialización de un concepto tan
metafísico como la esencia de la historia. Y lo hacía por medio de estampar cualquier
acontecimiento sobre un pedazo de papel, después de extraerlo del flujo del tiempo que hasta
entonces había sido considerado su medio natural. Un milagro, sin duda. Pero como ya sabemos,
los milagros que duran, los que se acostumbran a venerar de verdad, son aquellos que nunca llegan
a contemplarse. En cuanto un milagro osa realizarse ante miles de ojos despiertos, y especialmente
con la asiduidad con que empezó a hacerlo la fotografía, deja de ser milagro y pasa a convertirse en
naturaleza. Por esto se habla tanto de los milagros religiosos o de los mágicos y casi nada de los
científicos. Y sin embargo, la ciencia tenía preparados, a mediados del siglo XIX, una enorme
colección de milagros que durante el siguiente siglo y medio hubieran podido maravillar a un
público menos escéptico que el que les tocó en suerte.

En cuanto nuestra civilización ha obtenido la capacidad de realizar verdaderos prodigios -toda


la puesta al día del programa de la magia renacentista, sin ir más lejos-, en ese momento, la afición
por lo maravilloso parece haberse desvanecido en el aire. Un tal Charles Fort, talento solitario -o
talento salvaje, como diría él mismo- se apresuró a denunciar, a finales del siglo pasado, el gesto
censor de la ciencia. Propuso, para contrarrestarlo, una procesión de los condenados en la que iban
a desfilar aquellos hechos maravillosos de los que la ciencia -ni nadie más, para el caso- quería
saber nada. Pero no estaba el horno para bollos; aunque hoy en día, Fort hubiera hecho fortuna -sus
modernos continuadores, Pawells y Bergier, en los setenta, la hicieron. Su tiempo, por el contrario,
pertenecía a otro Fort, uno con d final: Henry Ford, inventor de cadenas de montaje y copias al por
mayor. La ciencia quizá aún no estaba preparada para dar el salto al que Charles Fort quería
forzarla, mientras que sí se avenía a acunar al otro Ford entre sus brazos, pero de lo que no hay
duda es de que ambos, Fort y Ford, eran hijos de una misma madre y anunciaban por igual el reino
de la disgregación que la fotografía acababa de iniciar. Antaño, la maravilla, el asombro, formaban
parte de la explicación de la naturaleza. Pero tantas veces se lanzó contra el asombro la ciencia que
al final se acabó rompiendo el espejo y al otro lado no apareció nada, ni la sombra de Alicia. Al
contrario, ahora que la ciencia, remota y esotérica, ha tomado el mando, nos hemos quedado sin
maravilla y por lo tanto, sin explicación.

Decíamos, pues, que la fotografía era un verdadero milagro, a pesar de que su aparición
significara, para la civilización occidental, la definitiva pérdida de la inocencia necesaria para creer
en ellos. El desarrollo de la modernidad iba a constituir, de ahí en adelante, un ejercicio de extremo
escepticismo alimentado por una fe de carretero. Nunca antes el ser humano se había abandonado
tanto en manos del esoterismo. Si desde antiguo se ha querido ver para creer, la fotografía permitía
verlo y creerlo todo, sin saber absolutamente nada.
Si bien pudiera parecer que la imagen propone el nacimiento de un nuevo y radical fideísmo
que nos pudiera situar a las puertas de una nueva Edad Media -al fin y al cabo, Malraux ya dijo que
el próximo siglo será religioso o no será-, la verdad es que no es muy sano iniciar polémicas en
torno a la presunta calidad cíclica de la historia. No creo, pues, que en nuestra época se hagan
preparativos para el advenimiento de una nueva Edad Media, como tampoco creo que se vaya a
recibir un nuevo Renacimiento ni tan siquiera un nuevo Barroco o, como se dice ahora, neobarroco
(3). Haré sin embargo mención al hecho de que, a pesar de que el concepto de historia cíclica se
halle hoy justamente relegado a las pantanosas regiones del misticismo, si algo tuvieron en común
dos individuos tan diversos como Marx y Santayana fue que ambos expresaron en algún momento
el mismo temor ante la posibilidad de que la mala memoria histórica llevara a la humanidad a la
desastrosa repetición de los errores del pasado. He aquí, pues, el ejemplo de un posible eterno
retorno forzado precisamente por la insistencia de un eterno presente. Por tanto, no es tan
descabellado pensar que, formalmente, el postmodernismo sea una especie de sumidero de la
historia. El cuello de el Maelström donde se acumulan todos los detritos, en un incesante dar
vueltas y vueltas alrededor del vacío. No hay cambio realmente, pero sí la constante apariencia de
un nuevo punto de vista. La historia no es cíclica, lo que ocurre es que nosotros estamos mareados.
Al fin y al cabo, el mismo Poe, que aunque pronto lo tenía muy claro, le hace decir a su personaje,
atrapado en el torbellino, que "no era un nuevo terror lo que entonces me afectaba, sino el amanecer
de una más excitante esperanza. Esta esperanza surgía parte de la memoria y parte de la presente
observación' (4).

Quizá después de todo no sea este largo momento en que vivimos el más indicado para
exorcizar los demonios de Nietzche, de quien Toynbee hizo caso para marear la historia en sus
amplios y enraizados círculos, puesto que ahora con la ayuda de las imágenes y de las máquinas
imaginantes, podemos reproducir (invocar) cualquier período de la historia pulsando simplemente
un botón. El infinito universo avocado a una inevitable repetición por falta de repertorio se
convierte a través de las máquinas en espectáculo, pero no de su vastedad, sino al contrario, de la
pequeñez de sus reiteraciones. Es de esta forma que la historia se repite: convertida en espectáculo,
un espectáculo de tanto éxito que no puede dejar de representarse. No se me ocurre razón más
importante que ésta para explicar el hecho de que la nostalgia sea uno de los sentimientos más
contemporáneos.

El lugar que ocupaba la esperanza en el universo lingüístico de la modernidad ha sido tomado


por asalto por el sentimentalismo de la nostalgia. La esperanza era un deseo de futuro, la
secularización de la idea judeo-cristiana, según la cual, lo mejor está siempre por venir. La
esperanza estaba también ligada a la idea de progreso y ambos se relacionaban con la estructura
lingüística de un universo en el cual todo estaba organizado a lo largo de una línea unidireccional
que corría incesantemente del pasado al futuro (5). La nostalgia, por el contrario, aparece en un
universo regulado por la imagen, donde el tiempo lineal ha dejado de tener sentido (6). La
esperanza y la memoria se complementan, ambas pueden ser definidas como las dos caras de Jano,
una que mira hacia el pasado, la otra hacia el futuro. Mientras que la memoria utiliza su almacén de
imágenes para conjurar el pasado, la esperanza las usa para construir un futuro inexistente,
imaginario. Ambas constituyen los extremos de la pértiga que utilizamos para funambulear sobre la
cuerda floja del presente. 0 mejor dicho, utilizábamos, hasta que llegó la nostalgia y nos vendó los
ojos.

Los modernos re-inventaron el futuro a través de ejercicios como la ciencia-ficción (y su


pariente cercano la utopía social y política), mientras ponían en orden sus recuerdos por medio de
disciplinas como la historia o la arqueología. Pero cuando la nostalgia entra en escena, todo se
reblandece, se enternece, y la categorías, perdidos sus límites fijos, se confunden entre sí.

El término nostalgia surge del encuentro entre las palabras griegas nostos, retorno, y algos,
dolor. Significa, pues, regresar con dolor: el regreso imposible del exiliado a su país de origen. Un
sentimiento que ahora nos define a nosotros, modernos exiliados de la realidad. La realidad ha
dejado en nuestra memoria sus dolorosos trazos y nosotros tratamos de reproducirla a través de las
imágenes. ¿Logra alguna vez el exiliado vencer los rigores que le impone su nuevo entorno?
¿Consigue por fin convertirlo en inexistente para que su lugar lo ocupe el espacio de su memoria?
Ciertamente, como lo han probado tantos pobladores del exilio, desde Joyce a Tarkovsky: Zurich
queda eclipsado por Dublín, Italia es absorbida por Rusia. Al final de Nostalgia, de Tarkovsky, la
casa campesina rusa aparece en el interior de las ruinas de una inmensa catedral italiana: la catedral
parece envolverla, pero es sólo un efecto óptico; en realidad, tan sólo la casa rusa sobrevive porque
es un germen, la imagen memorística de una realidad lejana, extinguida, mientras que la catedral,
en su colosal materialidad, no es otra cosa que ruinas, una gran carcasa de la que nace, poderosa,
esa pequeña imagen destinada a contenerlo todo, como la bola de cristal que deja caer Kane en el
instante de su muerte y en cuyo interior reside el paisaje de su infancia. Vivimos pendientes de lo
que se ha dado en llamar simulacros (7) del mismo modo que el exiliado trata de reproducir sobre la
nueva realidad, la realidad original perdida: Little Italy en Nueva York, Russian Hill en San
Francisco, Little Havana en Miami, Paris en Texas; chinatows, japantowns, barrios mejicanos,
coreanos, vietnamitas, filipinos: de Norteamérica partió la cultura de la imagen, no en vano es el
país de la nostalgia. El gusto estadounidense por el hiperrealismo tiene su fuente en ese no haber
vivido nunca en la realidad, sino en la imagen extraída de la memoria. Cada cual llegó con la suya,
la que se trajo a través de Ellis Island o Angel Island; realidades del Este y del Oeste en forma de
alucinaciones incrustadas más tarde en los estucos de las calles, en las formas de los edificios, en el
sortilegio de la comida. Entre 1900 y 1910, llegaron a los Estados Unidos casi nueve millones de
emigrantes. Nada en común, excepto la voluntad de reproducir sobre el vasto país las imágenes del
pasado. A sus hijos les dejaron un inmenso territorio vacío que éstos poblaron primero con los
sueños del cine y luego con el espacio hiperreal de la televisión. América no ha existido jamás,
excepto quizá en la imaginación de Kafka (lúcida imaginación que veía la estatua de la Libertad
empuñando una espada en lugar de una antorcha) y en los jeroglíficos que sobre el tejado de los
rascacielos trazaban con sus pies Frederik Austerlitz y Virginia McMath o lo que no es lo mismo,
Fred Astaire y Ginger Rogers.

De ese continente de la memoria surgió una inmensa burbuja de cristal reflectante que se
hinchó e hinchó hasta cubrir prácticamente el mundo entero y nos convirtió a todos en exiliados,
exiliados románticos que creen haber vivido en alguna otra parte, pero que no acaban de recordar
dónde. De la memoria, del incesante acarreo de memoria europea y asiática, surgió el olvido, un
olvido que no cesa. Y contra este olvido, impulsados por el dolor de nuestra nostalgia, nos
lanzamos a un imposible, y acaso eterno, retorno a través de la única memoria que nos queda
después del derroche transcontinental: las imágenes.

Si para el emigrante aún existía la posibilidad de distinguir entre su lugar de residencia y aquel
otro que, envuelto en sentimientos, poblaba su memoria -al fin y al cabo existía el intermedio de un
largo y a veces penoso viaje-, para nosotros esta distinción ya no es posible, puesto que la
diferencia entre memoria -supuestamente instalada en nuestra cabeza- y realidad pretendidamente
fuera de ella- se ha desvanecido por completo. El emigrante podía levantar pagodas o sinagogas
entre los búfalos, para tratar de contener la invasión de una realidad material excesiva e inoportuna,
mientras que nosotros pretendemos que detrás del decorado aún existe algo que llamamos real y
que justifica la artificialidad de ese decorado. En abril del año 1900, L. Frank. Baum daba por
terminada la era del cuento de hadas moralizante y declaraba el inicio del cuento de hadas
modernizado "en el que el asombro y el placer se mantienen y las angustias y pesadillas se
excluyen'' (8). Todo un proyecto para el siglo a punto de estrenar. Sólo que al final del cuento y del
siglo, ya no existirá un mago de Oz al que echarle las culpas. Pero fue Judy Garland desde la
pantalla quien le dio el adiós definitivo a la ilusión moralizante: It's not Kansas anymore!, dijo en
una frase que merecía ser definitiva. Y Julio Veme, en una de sus últimas novelas, Le chateau des
Carpates, destapó la caja de los truenos de una imaginería rampante y llena de horrores góticos
cuyos orígenes no eran otros que los artilugios de una ciencia en su mejor momento.

Estamos llenos de nostalgia por Kansas, una insidiosa nostalgia que poco a poco se ha ido
apoderando de nuestra memoria, es decir, de la memoria activa, aquella que corresponde al
mecanismo y al deseo de recordar (la otra parte, la pasiva, el almacén de recuerdos, hace tiempo
que ha sido invadida por imágenes prefabricadas). Y habiendo devorado la memoria, esta pegajosa
nostalgia se dispone a usurpar también la contrapartida, es decir, la esperanza. ¿Había alguien
soñado alguna vez con un futuro mejor? ¡Patrañas! El futuro no existe y el pasado, si te he visto no
me acuerdo. Nos queda la posibilidad de añorar una utopía que nunca existió. A una de estas
utopías, William Morris la tituló News From Nowhere. ¿Saben de dónde venían realmente, ochenta
y pico de años después, estas noticias de ninguna parte? De la televisión, si hemos de hacer caso a
Edward Jay Epstein (9), quien da al capítulo V de su libro el sugerente título de The Resurrection of
Reality. Como dije antes: de las virtudes teologales, sólo la fe se mantiene viva y coleando.

2. De la memoria como máquina a la máquina como memoria


Cuenta Cicerón que el poeta Simónides de Ceos se vio impelido a salir de la casa de un noble
donde se celebraba un banquete al que estaba invitado, momentos antes de que el techo se
desplomara sobre los comensales y les convirtiera en una masa informe de cuerpos sin vida. Ante la
imposibilidad de identificar a los muertos, los familiares de las víctimas acudieron a Simónides,
quien fue capaz de saber quién era cada uno de ellos, al recordar el lugar que ocupaban en la mesa,
antes del desastre, De esta manera nació el arte de la memoria.

Recordar puede parecernos a nosotros, contemporáneos por otra parte de innumerables


máquinas del recuerdo, una función tan alejada del arte como puede serlo respirar, y eso que a más
de uno le habrá sorprendido saber que su respiración podría mejorar con un poco de arte. El orden
de la memoria parece no poder ser otro que el orden de la historia, de forma que si pusiéramos
todos nuestros recuerdos en orden compondríamos un recuento lineal de nuestras experiencias y
conocimientos. Freud vino a poner fin a este mito que de todas formas aún perdura. La memoria,
ese mar cuyas orillas bañan el consciente y cuyas profundidades descienden hasta las simas del más
tenebroso inconsciente, no contenía, según él, un relato cronológico de la experiencia, sino la
brumosa heterogeneidad de los sueños, unos sueños que el mismo Freud trató de reglamentar
acudiendo a las leyes más estrictas del lenguaje. Pero como nos recuerda Ricoeur, no es el sueño lo
que se interpreta, sino el texto de su relato (10), de lo que se deduce que por debajo de la estructura
lingüística por medio de la que el psicoanálisis hace el sueño inteligible, existe un magma
primigéneo que no puede estar compuesto por otra cosa que por imágenes. De esta relación, un
tanto postergada, entre memoria e imágenes se ocupó inadvertidamente el arte de la memoria. El
practicante clásico del arte de la memoria procedía de forma inversa a Freud: mientras éste
convertía las imágenes del inconsciente en lenguaje para poner en evidencia la radical disgregación
de su discurso, aquel transformaba el lenguaje en imágenes para preservarlo lo más íntegramente
posible en la memoria. El memorista, sin embargo, trabajaba al borde de un abismo sin saberlo,
abismo al que Freud descendía para coger del fondo guijarros de deslumbrantes colores que luego,
fuera del agua, con el desencanto que todo niño que haya hecho lo mismo en una playa habrá
experimentado, se convertían en decepcionantes piedras comunes y corrientes.

Desde que en Grecia y Roma formaba parte importante de los tratados de retórica, el Arte de
la memoria estuvo presente en todos los períodos de la historia del pensamiento como gran
legisladora del recuerdo, pero tuvo sus momentos de máxima prevalencia durante el Renacimiento
y principios del Barroco. Aunque es imposible, y quizá también innecesario (11), exponer aquí con
detenimiento la evolución de estas técnicas, espero que su mención, por muy superficial que sea,
sirva para situar la cuestión fundamental en tomo a la que gira este libro, es decir, la relación que en
el mundo contemporáneo se establece entre imagen y realidad, relación que tiene lugar sobre el
campo turbulento de la psique en su doble valencia consciente e inconsciente. La memoria es un
término que la aceptación del psicoanálisis parece haber convertido en arcaico, pero es
precisamente su condición pre-freudiana la que permite recuperar el concepto de una mente unitaria
que ciertas interpretaciones mecanicistas de las ideas de Freud dejaron convertida en una serie de
compartimientos autónomos cuya interrelación tenía que ver más con los mecanismos de un motor
de explosión que con la personalidad humana. El malentendido ha llegado tan lejos que ha servido
incluso para criticar el concepto de inconsciente que tan necesario es para evitar que la mente se
convierta en un delgado papel de fumar, como quieren los conductistas (12). Se culpa a Freud, no
sin cierta razón, de una posible formulación ambigua de este concepto, sobre todo en su relación
con el consciente (13). La creencia general de que la estructura formada por un consciente y un
inconsciente compartimentalizados, entre los que se alza la barrera del superego, existe realmente -
incluso materialmente- es una consecuencia de la popularización de las ideas de Freud, de cuya
influencia muchos especialistas no están del todo exentos. Pero este modelo, que es muy útil como
hipótesis de trabajo, si se toma al pie de la letra, obstaculiza enormemente la compresión de los
vínculos entre la persona y la realidad, sobre todo en unos momentos en que de esta relación se ha
hecho cargo una muy desarrollada industria de la conciencia. De esta conexión, el freudianismo se
ha preocupado de analizar sólo una parte, la que corresponde a la estructura psíquica; el mismo
Freud cuando luego quiso generalizar sus descubrimientos los convirtió en una metasicología por
medio de la que se trasponían al mundo real aquellos mecanismos establecidos en un principio sólo
para la psique. Pero parece no haberse comprendido todavía que el desarrollo de una industria de la
imagen que se ha encargado de regular el proceso de imaginación del mundo producido a lo largo
del presente siglo sitúa a un mismo nivel los dos polos de la relación, es decir, la realidad y el
conjunto consciente-inconsciente que constituye el sujeto. Entre ellos continúa el intercambio
dialéctico, pero ahora la industria se encarga de regularlo. Es éste un intercambio mediatizado que
no puede sin embargo comprenderse a menos que se abandone la dicotomía citada, consciente-
inconsciente, y se entienda el sujeto como un continuo cuyo límite no se encuentra en la persona,
sino que se extiende fuera de ella hasta abarcar el mundo real.

El inconsciente no existe antes del acto de su manifestación, no es un almacén al que se puede


acudir a conveniencia para extraer ciertos materiales almacenados, sino que se trata de un sistema
de producción de estos materiales. La supuesta ambigüedad que se desprendería de mecanismos
psíquicos como los de condensación y desplazamiento a los que no se sabría si localizar en el
inconsciente -como formas de organización del mismo- o en el consciente, como producto de la
censura del superego al actuar sobre los materiales del inconsciente (14), desaparece cuando
pensamos que los citados mecanismos no son formas impuestas al inconsciente ni sistemas
organizativos de éste, sino el propio inconsciente manifestando su única y posible existencia. No es
que el superego imponga al inconsciente ciertos derechos de aduana para poder entrar en el
consciente, sino que constituye el terreno sobre el que ambos, consciente e inconsciente, pueden
producirse. Pero si tenemos en cuenta que, como se deduce de lo anterior, el inconsciente no existe
-no puede existir más que en el consciente, es decir en el momento en que se nos revela, veremos
que ambos no son sino distintas manifestaciones del conjunto de reglas del superego, como si
fueran el habla de determinada lengua. La latencia del inconsciente no es por lo tanto más que una
mera hipótesis de trabajo, puesto que hasta que sus materiales no se hacen conscientes no puede
decirse que existan organizados de forma alguna, excepto como trazos memorísticos. Es el
superego el que mantiene las reglas de organización del sujeto en sus distintas manifestaciones. El
inconsciente habla pues la lengua que hemos construido en el superego, de lo que se deduce que el
superego es el verdadero Yo, el sujeto aquilatado a través del tiempo, contrapuesto a ese Yo volátil
que se desliza por el presente. El superego regula pues a la vez el consciente y el inconsciente -que
no son más que las dos caras de una misma realidad-; establece por un lado nuestras pautas de
pensamiento -en un sentido general del término- y delimita por el otro el lenguaje existencial del
inconsciente. El sujeto se revela así como una gramática -no necesariamente lingüística- de la
realidad psíquica. La ingeniería social y psicológica se encargará tanto de la reconstitución de esta
gramática como de la materialización de su producto, el inconsciente.

En este contexto, la memoria adquiere una inesperada preponderancia, puesto que por encima
de cualquier discusión teórica, su realidad es indudable. En ella se hallan materialmente
depositados los recuerdos sin que sea relevante dividirlos entre conscientes e inconscientes; todos
son inconscientes hasta el momento en que se hacen conscientes. El que exista un régimen que
controle no tan sólo la posibilidad de recordar sino la forma de hacerlo, es un problema, como he
dicho, del superego y no por lo tanto del supuesto inconsciente fue según el freudismo sería el
conjunto formado por el recuerdo + su organización. Las posibilidades de organización de la
memoria son por lo tanto teóricamente ilimitadas y el acceso a la misma -incluso a aquellas zonas
más profundas que podrían relacionarse con el inconsciente- está completamente abierto, puesto
que el superego actúa a posteriori. El Arte de la memoria nos ofrece una serie de ejemplos no tan
sólo de las posibilidades de acceso y organización de esa memoria, sino también de la posterior
recuperación e intento de objetivación -a través, por ejemplo, de la magia- de sus materiales. El
Arte de la memoria sería pues un antecedente de la moderna ingeniería de la imagen, con la
diferencia de que ésta poseería los medios de hacer realidad las antiguas pretensiones mágicas de
acomodar el mundo a la voluntad personal -en el caso que nos ocupa, los intereses de un paradigma
constituido por el capitalismo a nivel planetario.

Hacia los comienzos del siglo XIX, este Arte arcaico, que no había cesado de evolucionar
desde los tiempos de Simónides de Ceas -aunque siempre dentro de unos límites muy precisos-,
parecía haber perdido por completo su importancia, aunque no por ello había caído en desuso. De
hecho, todos los memoristas, diletantes o profesionales, no han dejado nunca de hacer otra cosa que
aplicar intuitivamente las reglas que un sinnúmero de tratadistas establecieron en el curso de los
siglos. Pero el arte en sí, entendido como un conjunto de técnicas y recursos, profusamente
impregnados de filosofia, se había ido degradando hasta quedar convertido en una pseudociencia,
en un elemento más de aquel conjunto que Charles MacKay denominaba madness and delusions
ofcrowds (locuras y delirios de las masas), terreno en el que permanecería desde entonces, junto a
los horóscopos y las artes adivinatorias, que también conocieron días mejores (15). La decadencia
del Arte de la memoria coincide con el inicio de la Ilustración, cuando el impresionante edificio de
la filosofia medieval empieza a resquebrajarse bajo las presiones de la razón triunfante. Esta razón,
al aplicarse al mundo, al devenir instrumento de cambio, rompe la relación que antes había existido
entre la memoria y la realidad, una relación que era básicamente analógica. La filosofia de la
ilustración procesa el mundo en la mente, lo somete a un cambio racional del que se eliminan
asperezas e incongruencias, y para tales fines, la memoria no puede servir más que de almacén: por
un lado entran las materias primas, por el otro salen los productos. Todo lo contrario de lo que el
arte de la memoria pretendía, es decir, preservar en la mente la imagen de la realidad lo más
detalladamente posible para luego devolverla al mundo en toda su perfección. De hecho, el Arte de
la memoria había nacido por razones muy pragmáticas; ayudar a los oradores a recordar sus
discursos o, más tarde, a los predicadores sus sermones. Pero luego, poco a poco, junto a un
incremento de su complejidad, el Arte de la memoria empezó a dejar de ser un mecanismo para
recordar textos y pasó a convertirse en un instrumento para recordar y conocer (16) (en un sentido
pre-científico) la estructura del mundo, un mundo que, al contrario del mundo racional de la
Ilustración, era un lugar cuya perfecta organización representaba la voluntad y la sabiduría de Dios
y que se consideraba por lo tanto inalterable.

Martianus Capella, un filósofo cartaginés del siglo quinto, nos informa de cuáles eran los
mecanismos de la mnemotecnia primitiva antes de que el neoplatonismo renacentista la tomara por
asalto:

"(Simónides) extrajo de esta experiencia que los preceptos de la memoria se sustentan en el


orden. Estos preceptos hay que hacerlos efectivos en lugares bien iluminados (in locos illustribus)
en los cuales deben ser situadas las imágenes de las cosas (species rerum). Por ejemplo, para
recordar una boda puedes preservar en tu mente la imagen de una muchacha que lleve puesto un
velo. Y para un asesinato, una espada o cualquier otro tipo de arma. El lugar donde fueron
depositadas estas imágenes se encargara de devolverlas a la memoria. Puesto que, del mismo modo
que aquello que se escribe queda fijado con letras en la cera, lo que se consigna en la memoria
queda impreso en los lugares, como si lo estuviera sobre la cera o sobre una página; y el recuerdo
de las cosas se mantiene en las imágenes como si éstas fueran letras" (17).

Como vemos, la intención de preservar en la memoria las cualidades exactas de la realidad (ya
sea una boda o un asesinato) se lleva a cabo a través de una crucial intermediaria, la imagen. Esta
mediadora (18), que se introduce subrepticiamente en los mecanismos del Arte de la memoria, tiene
de hecho una importancia fundamental, puesto que a la larga, ayudada por los impulsos mágicos del
neoplatonismo, acabará por usurpar en la memoria el lugar del recuerdo en sí, del que pasará a
extraer todas sus cualidades para ungirse con ellas. Capella tiene el acierto de mencionar la
escritura como ejemplo del método memorístico: ''y las imágenes mantienen, como si fueran letras,
la remembranza de las cosas'', pero su comparación va mucho más allá de lo que él hubiera podido
sospechar, ya que igual que la escritura, que empieza con una relación arbitraria entre las palabras y
las cosas (aunque no necesariamente entre las ideas y las palabras) y termina naturalizando esta
relación, el Arte de la memoria acaba también invirtiendo la polaridad de sus signos, de forma que
las imágenes-índices se convierten finalmente en invocaciones-sustituto de lo real.

Existen, además de las mencionadas, otra serie de particularidades del método memorístico
que lo hacen importante para nuestros propósitos. La primera de ellas radica en el hecho, no poco
desconcertante, de que a un suceso-concepto, por ejemplo una boda (una boda es, más que una
imagen, un relato), se asocie una imagen unitaria y en sí misma no secuenciada, la muchacha del
velo. La presunta naturalidad que se desprende de esta conexión no debe hacernos olvidar que una
boda, después de todo, no es equiparable únicamente a la novia y que sólo mediante un elaborado
mecanismo de condensación puede llegarse a una igualdad de este tipo. De hecho, nos encontramos
no sin sorpresa con un mecanismo que, mucho antes que Freud y que los surrealistas, pone en
práctica una técnica que supuestamente debería estar referida de forma exclusiva al inconsciente -
aunque ya hemos visto que no tiene porque ser así. Pero es incluso más intrigante el hecho de que
este mecanismo parezca contener en sí mismo todos los elementos pertenecientes a la formación de
alegorías, pero sin remitirse expresamente al mismo. Con ello, sobrepasamos el ámbito exclusivo
del Arte de la memoria y entramos en el de la imagen en general para constatar un dato nada
desdeñable: el que tanto la alegoría como la condensación freudiana pueden tener raíces comunes.

Otro elemento no menos importante del arte memorístico son los lugares donde se depositan
las imágenes, en principio arbitrarias, que guardan el secreto del recuerdo, lugares que,
recordaremos, deben estar bien iluminados, es decir, tener todas sus cualidades bien a la vista o en
una palabra, ser realistas. Es precisamente esta pretensión de realismo lo que debe atraer nuestra
atención, puesto que no se trata tanto de un concepto estilistico como pragmático: la memoria
preparada para recibir recuerdos debe ser un modelo de la realidad, de manera que la tarea del
memorista no es otra que ir situando sobre el mundo, o sobre el espejo del mismo instalado en la
memoria, sus imágenes preñadas de recuerdos. Como indica Michel Beaujour, el memorista es un
paseante que a fuerza de repetir sus itinerarios a través de un edificio o de una ciudad se convierte
en hombre-edificio o en hombre-ciudad (19), de forma parecida a esos personajes de Bradbury y
Truffaut que en Farenheit 451 se transforman no sólo en hombre o mujer libro, sino concretamente
en hombre-Cumbres borrascosas o en mujer-Guerra y paz. Y del mismo modo que estos personajes,
una vez destruidos los libros que les servían de precedente, acaban siendo ellos mismos el libro,
nuestro paseante mnemotécnico Taro antecedente, por otra parte, del flaneur benjaminiano- se
metamorfosea también en versión móvil de aquello que ha intemalizado: el hombre-edificio
deviene así edificio-hombre o dicho de otra forma, el hombre (o mujer)-Notre Dame se transforma
en una Notre Dame humana (20) en la que podrán situar cualquier tipo de recuerdo en una
distribución que copiará la arquitectura de la catedral (o lo que sea el edificio elegido).

Estos dos componentes, imágenes y lugares, son una constante en todos los artes de la
memoria y lo que mejor caracteriza las distintas tendencias de éstos es precisamente la forma cómo
imágenes y lugares se entienden y utilizan (21).

La persona que pretenda utilizar artificialmente su memoria ha de prepararla primero, y para


ello debe seguir un procedimiento que curiosamente tiene mucho en común con el proceso de
formatear al que hay que someter los disquetes del ordenador antes de poder almacenar en ellos
algún dato. Al disquete hay que configurarlo según una estructura básica (correspondiente al
lenguaje utilizado por el ordenador) que acogerá y organizará según sus parámetros los datos que
luego se quieran almacenar. Sin esta estructura los datos se confundirían en un caos sin significado
del que sería imposible recuperar nada. Lo que ahora realiza el ordenador, debía efectuarlo antes el
propio memorista, y uno de los procedimientos más aconsejados era, como acabo de mencionar, la
memorización de lugares públicos y conocidos, cuya distribución sirviera de sostén organizativo de
las imágenes portadoras de los recuerdos. Toda clase de lugares eran recomendados: desde iglesias
a mercados, pasando por edificios e incluso ciudades enteras. La única condición era que el sitio
resultara lo suficientemente familiar para que posteriormente pudiera ser recordado con detalle.
Este era el proceso de formatear propiamente dicho que debía efectuar el memorista mediante
continuos y atentos paseos por los lugares a internalizar. Luego, en cada apartado de este ambiente
memorizado -en los distintos sectores de la iglesia o del mercado, en las habitaciones de la casa, en
las calles de la ciudad- se irían colocando, en forma de imágenes mnemónicas, los elementos que
debían ser específicamente recordados. Como ya he dicho, a medida que el Arte de la memoria
evolucionaba, las imágenes-soporte iban adquiriendo mayor preponderancia, hasta que llegaron a
hacerse independientes del recuerdo en sí. En ese momento empezaron a formarse catálogos de
imágenes susceptibles de recibir recuerdos, igual que antes se habían propuesto listas de lugares
propicios para albergar las imágenes. Al independizarse de los recuerdos ocasionales, a la vez que
se iban especializando en su habilidad para relacionarse en abstracto con determinado tipo de
recuerdo, las imágenes fueron adquiriendo un poder connotativo extraído de aquellos recuerdos
para los que se las consideraba más idóneas. No deja de ser curioso este mecanismo: en el momento
en que la imagen-soporte se desliga del recuerdo y adquiere entidad propia, es decir, en el momento
en que deja de ser el recuerdo el que, por asociación simple, genera o atrae la imagen que más le
conviene, en ese momento, se invierte la operación y la imagen adquiere la capacidad de ser ella
quien escoja los recuerdos, de atraerlos mediante la oferta de características cada vez más
complejas y especializadas. De esta forma, la imagen se convierte en un mecanismo más de los
varios que ya forman el Arte, pero imbuido con un extraordinario poder –el que le otorgan las
características esenciales de aquellos conceptos que acostumbra a albergar, incrustadas ahora en
ella- del que la magia sabrá hacer uso bien pronto. La principal característica que se le pide a la
recién independizada imagen-soporte es que resulte sorprendente para poder ser recordada con
facilidad. Nada hay de extraño en ello, pues todos sabemos que se recuerda mejor lo inusual que lo
cotidiano, y sin embargo, esta demanda, aparentemente inocente, tendrá consecuencias
trascendentales, tanto en el Arte de la memoria como en la formación de imágenes en general (lo
que podríamos denominar la historia de la imaginación colectiva). Estas imágenes chocantes que la
persona que recuerda irá encontrando en los diversos lugares o aposentos según la distribución que
ha estructurado con anterioridad su mente, contendrán los recuerdos buscados, colgando de ellas
como ropas de un perchero. Para poder efectivamente sostener esos recuerdos, las imágenes
deberán poseer determinados atributos que poco a poco habrán ido siendo añadidos a las mismas
por los teóricos de la memoria. De manera que esas imágenes a las que ocasionalmente se unia un
recuerdo, no tan sólo se han especializado en la captación de éstos, sino que poco a poco han ido
modificando sus características visuales de acuerdo a las necesidades específicas de los recuerdos
con los que acostumbra a relacionarse (22). En este mecanismo podemos observar cómo funciona,
en ambos sentidos, el pensamiento analógico: primero los recuerdos generan imágenes
conceptualmente semejantes a ellos mismos, después estas imágenes, una vez concretadas,
adquieren la capacidad de aglutinar, basándose en su aspecto visual, determinados recuerdos que se
consideran afines. Y finalmente, conceptos e imágenes quedan equiparados por un vínculo que ha
acabado por convertirse en poco menos que natural. El simbolismo renacentista y barroco puede
tener en este mecanismos una de sus bases más importantes. Y como veremos más adelante, este
caudal imaginativo tiene mucho que ver con la construcción contemporánea de imágenes.

Hay todavía otro momento en el desarrollo de la memoria artificial que vale la pena
mencionar, porque en cierto sentido, aunque de forma más primitiva, se adelanta en cuatrocientos
años el fenómeno de la imaginación (23) del mundo que parece caracterizar el que llamamos
período postmodernista. Me estoy refiriendo al Teatro de la memoria de Giulio Camillo Delminio.

Giulio Camillo, nacido en Italia en 1480, ya pasaba de la cincuentena cuando inventó un teatro
de la memoria cuya fama se extendió rápidamente por Europa y de la que incluso se hizo eco
Francisco 1, quien se apresuró a encargarle la construcción de un prototipo del rnismo para su corte.
Viglius Zuichemus, que tuvo la oportunidad de contemplar el teatro en Venecia, dio a su amigo
Erasmo la siguiente descripción del mismo:
“El artefacto, de madera decorada con multitud de imágenes, está lleno de pequeñas cajitas, y
en él se encuentran varias divisiones y gradas. (Camillo) le otorga un lugar a cada figura y
ornamento, y me mostró una cantidad tal de papeles que, aun habiendo oído que Cicerón era la más
abundante fuente de elocuencia, nunca hubiera podido imaginar que un autor fuera capaz de tener
tanta o que la clasificación de sus escritos pudiera generar tantos volúmenes.., (Carrillo) denomina
a su teatro de diversas maneras, tan pronto asegurando que es un alma o una mente edificada o
construida, como indicando que se trata de un alma o mente con ventanas. Pretende que todas las
cosas que la mente humana puede llegar a concebir y que no pueden verse con los ojos del cuerpo,
después de haber sido recogidos mediante una diligente meditación, pueden ser expresadas por
medio de ciertos signos corpóreos, de tal forma que el espectador puede percibir inmediatamente
con sus ojos aquello que de otra manera permanecería escondido en las profundidades de la mente
humana. Y es a consecuencia de este aspecto corpóreo que denomina a su construcción teatro" (24).

Viglius, de espíritu humanista al igual que su amigo Erasmo, contemplaba con sospecha este
artefacto que tanto olía a magia. Y su olfato no le engañaba, puesto que, como explica Frances
Yates, "el arte de la memoria estaba entrando en una fase en la cual las influencias del ocultismo
renacentista se empezaba a dejar sentir" (25). Aquella serie de mecanismos pensados para ayudar a
la memoria natural y que a lo largo de los siglos se habían convertido en un extremadamente
preciso arte de la memoria o memoria artificial, se transformaban con Carrillo en un primer intento
de dominio de la naturaleza. Giullio Camilo había convertido en máquina una antigua potencia del
alma.

La intervención de Giulio Camillo fue crucial para el desarrollo de esta vertiente mágica del
Arte de la memoria, puesto que la construcción de su famoso teatro marca el momento en que la
memoria se desplaza del interior de la mente al mundo exterior. La memoria natural, por muy
elaborada que fuera su organización -gracias a las técnicas de la memoria artificial-, no dejaba de
ser un lugar mental, un mecanismo o una capacidad, que se escondía en las profundidades de la
estructura de la mente humana. Camillo la sacó de ese pozo, anticipándose en unos cuatrocientos
años a la revolución de los ordenadores que habrían de constituir un segundo, y bastante más
afortunado intento en el mismo sentido.

La memoria de los albores del Renacimiento, en un momento en que la subjetividad, tal como
la experimentamos en nuestros días, aún no estaba formada, consistía en una representación de la
mezcla del mundo real, externo, con el mundo imaginario e interno. La civilización occidental se
encontraba en una íntima conexión con el universo de la que la idea del cuerpo como microcosmos
-o imagen activa del macrocosmos- nos transmite toda su importancia. Se vivía en un mundo
encantado (26), en el que cada parte del mismo, por mínima que fuera, se encontraba en conexión
con el todo y con las demás partes, y en el que cualquier elemento estaba lleno de un significado
que no era abstracto, como el que más tarde le conferiría la ciencia, sino tremendamente personal,
como el que aún hoy adjudica la astrología. La Creación era considerada, pues, un acto de Dios
dedicado exclusivamente al hombre y sólo para él (en un sentido prácticamente literal de la
palabra), y los elementos de este cosmos cerrado y de organización tan exquisita, en lugar de
desperdigar su insensatez por un universo vacío, se volcaban atentos sobre ese ser humano que les
hacía de centro. No es de extrañar que Pascal experimentara vértigo cuando, un par de siglos más
tarde, este impresionante edificio empezó a desmoronarse.

Puede decirse que el inconsciente (o aquella parte de la mente medieval que es posible
relacionar con el inconsciente moderno) estaba situado, durante los períodos prerenacentista y
renacentista, en una región que se hallaba a medio camino entre la mente y el mundo real. Las ideas
neoplatónicas, los mecanismos analógicos de la magia y la alquimia, las correspondencias de la
astrología, todo formaba parte de la mente humana y era a la vez el vehículo mediante el cual el
mundo se introducía en ella y la estructuraba. En realidad, no es posible considerar inconsciente, en
un sentido estricto, ningún sector de esta estructura mental, ya que para que se forme en la mente un
espacio como el que delimitó Freud, es necesaria la completa internalización de la estructura mental
y sus mecanismos. Y un fenómeno de este tipo no puede suceder antes de la plena emergencia de la
subjetividad que no se produjo, a nivel colectivo, hasta el siglo XVIII. De hecho, el inconsciente
freudiano no es otra cosa que la culminación del proceso formativo de la subjetividad burguesa, es
decir, de la parcelación del universo en multitud de microcosmos aislados que han cortado ya el
cordón umbilical que les unía con el macrocosmos. Las especiales características de este neo-
inconsciente renacentista del que hablamos nos permiten, sin embargo, observar el funcionamiento
de ciertos mecanismos inconscientes completamente externalizados, u objetivizados; es decir, que
la mente renacentista nos ofrece una excelente muestra de cómo puede el inconsciente convertirse
en parte del mundo natural, fenómeno que, como argüiré más adelante, caracteriza nuestra época.

La persona renacentista establecía, pues, las raíces de su memoria y de su pensamiento, las


raíces, en una palabra, de su conciencia, en el mundo exterior, cada uno de cuyos elementos era
signo o imagen del individuo. Una intrincada red de correspondencia unía a éste individuo con el
universo, de manera que los mecanismos del ser no venían delimitados, como luego lo serían, por
razones íntrinsecamente internas de su conciencia, razones profundas, localizadas espacialmente en
capas cada vez más subterráneas de la mente, sino que por el contrario tenían sus fundamentos en la
más pura exterioridad (27). Es necesario tener en cuenta que un tipo de inconsciente como éste, que
posee con el mundo real, externo, no ya una relación simplemente analógica, sino de completa
equivalencia (en el sentido de que es en el mundo externo donde residen sus capacidades,
representadas por los poderes mágicos o religiosos que se les ha otorgado a las cosas), no puede
considerarse tan sólo un antecedente primitivo del inconsciente moderno -freudiano-, sino que hay
que verlo también como una réplica bastante fidedigna de la evolución lógica de este último,
después de haber sufrido la manipulación ejercida sobre él por las nuevas técnicas de la imagen.
Hoy nos planteamos la existencia de un inconsciente postmoderno post-freudiano- que de nuevo ha
vuelto a desplazarse al exterior. Nuestro inconsciente se ha dividido en una parte potencial -interna-
y otra externa y materializada en las imágenes y en su incesante manipulación.

De hecho, la validez de esta posibilidad (la de una mente que tenga sus raíces más profundas
fuera de ella, como si fuera un árbol colocado al revés) nos la muestra Camillo con su teatro, puesto
que no otra cosa que esto era lo que el italiano quería efectuar mediante su parafernalia
mnemotécnica. Adelantándose al modo de actuación de nuestras modernas máquinas procesadoras
de imágenes, también él se propuso extraer de la mente de los hombres (de ciertos hombres cultos,
en su caso) el complejo de imágenes que los diferentes artes de la memoria habían ido
introduciendo en ellas. Su intención era efectuar objetivamente la serie de manipulaciones que hasta
entonces se habían realizado mentalmente, pero con la ligera diferencia de que para entonces las
imágenes y los signos de la memoria ya estaban preñados de magia neoplatónica y por lo tanto
contenían, presuntamente, la clave de la manipulación de un universo que, como ya he dicho,
estaba también formado por el entramado paralelo de la misma simbología. Para alguien como
Camillo, que se hallaba instalado dentro de un paradigma, el de la magia, que basaba su
funcionamiento de forma prácticamente absoluta en las correspondencias analógicas, no podía
caber ninguna duda acerca de la operatividad de su invento.

Hemos regresado a una era analógica. Habiendo convenientemente instalado a la ciencia en


los subterráneos de nuestro racionalismo, desde donde se supone que cumple silenciosamente con
su deber, nos hemos entregado de lleno al juego de las equivalencias. El cielo neoplatónico, que
para Capillo y también para Ficino, Bruno o Agripa- suponía la referencia última de la realidad,
tiene en nuestros días su más cumplido equivalente en nuestra realidad que ha acabado por
transformarse en referente último de un mundo asimismo formado por sombras. Digamos que
hemos reinstaurado, con una perfección impensable en su momento, el universo neoplatónico:
hemos transferido nuestro sentido de realidad a las imágenes y hemos convertido el mundo material
en un almacén de esencias que, aun considerándolas una garantía de la imagen, no dejan de tener,
como siempre, escaso valor operativo.
3. La ciencia de los milagros
Aunque las máquinas de la memoria, como la inventada por Giulio Camillo Delmonico, son
un perfecto antecedente de los instrumentos postmodernos y por lo tanto, se relacionan más de
cerca con el ordenador que con la fotografía, es a través de esta última que las modernas imágenes
se vinculan con la vieja memoria mágica de los neoplatónicos, especialmente aquella iniciada por
Camillo y continuada por Giordano Bruno.

Bajo este aspecto, la fotografía podría ser considerada como un arte de la memoria post-
ilustrado y positivista, en el cual las imágenes no serían tanto recursos mnenónicos con la misión
expresa de auxiliar el recuerdo, sino que constituirían por el contrario la misma memoria
materializada, hecha objeto. Según esto, las fotografías constituirían por un lado el icono absoluto,
aunque luego se revelasen tan codificadas como el más complejo de los signos. La posesión de esta
doble valencia -la de ser a la vez aparentemente icónicas y prácticamente simbólicas-, que
compartirían de hecho con la generalidad de las imágenes, sería la clave que permitiría la
manipulación del espectador a través de ellas.

La fotografía establece las bases del puente tan radicalmente operativo entre objetividad de la
imagen y subjetividad de su construcción, que tan fructífero se revelará en el desarrollo de la
sociedad contemporánea y de su control ideológico.

Pero detengámonos un momento más en Camillo y su teatro, que aún pueden sernos de
utilidad en el terreno de la fotografía que estamos tratando. Si seguimos considerando
momentáneamente que las fotografías son copias de la realidad (equivalentes a las imágenes que
pueblan nuestra memoria), nos daremos cuenta de que Camillo creía estar haciendo algo similar a
lo que hace la fotografía (es decir, reproducir materialmente la memoria) cuando tomó toda la
parafernalia que poblaba la memoria de sus contemporáneos y la incrustó en su estructura de papel
y madera. Sólo que para el italiano, la realidad última -la contrapartida de la memoria- no era el
mundo exterior y físico al que apunta el objetivo fotográfico, sino el universo metafísico de las
ideas platónicas. Y de la misma forma que la cámara al captar la realidad, la encuadra en el marco
de una estética determinada, el teatro de Giulio Camillo, al copiar el mundo ideal, acarreaba
consigo toda la urbanización de la memoria producida por las diferentes técnicas memorísticas y en
la cual estaba aquel instalado. Es decir, que el Arte de la memoria había emplazado la realidad en la
mente -a través de aquellos paseos memorísticos ya mencionados- y ahora, a través de Camillo, la
extraía de allí convenientemente cargada de simbolismo y dispuesta a ser manipulada.
Los recuerdos que, durante el siglo XIX, fueron transferidos a papel y más tarde a celuloide,
han acabado almacenados en forma de impulsos electrónicos. En el proceso, sin embargo, estos
recuerdos perdieron las características de la memoria -dejaron de ser trazos mentales- y se
convirtieron, primero, en representaciones del mundo y luego en réplicas del mismo. A partir de ese
momento, fue como si aquel universo ideal de Platón, en el cual Camillo tanto creía, hubiera sido
verdaderamente trasladado al nuestro para una infinita manipulación, ya que la realidad empezó a
retroceder hasta el mismo horizonte mental en el que estaban inscritas las ideas neoplatónicas o
para decirlo en palabras de Braudillard, hasta quedar escondida tras una interminable sucesión de
capas de imágenes. Las imágenes habían dejado de ser copias del mundo para convertirse en
elementos que servían para rememorarlo.

4. Modos de mirar
Hasta la invención de la fotografía, era usual considerar los mecanismos de representación
gráfica como subsidiarios de la imaginación, esto es, como representantes, en último término, de la
memoria, lo cual significa que, a nivel popular, no se debían hacer muchas distinciones entre la
representación mental y su traslación a un medio material como el lienzo o el papel. Todo formaba
parte de un preciso encadenado entre dos polos de igual importancia: de un lado la memoria, del
otro el mundo sensible. De ahí que estos tres términos, imaginación, representación -en sus
vertientes mental y material- y memoria hayan estado siempre estrechamente relacionados, tanto
por los legos como por los expertos. Modernamente se considera que la imaginación es
estrictamente diversa tanto de la memoria como de la representación, aunque se concede que, sin
estas dos últimas, la primera no sería en absoluto posible, pues está compuesta por elementos que
han sido primero representaciones sensibles, que precisan del recuerdo para producirse
mentalmente y pasar a alimentar los mecanismos de la imaginación (28). De todas formas, si
echamos una mirada a la teoría de la imaginación de Hobbes (29) (fig. 1) -muy similar a la de
Bacon y a la de Locke, y en general, a la de todos los empiristas- veremos que el concepto de
cámara fotográfica no queda muy lejos en el horizonte (30). Para Hobbes la memoria no era otra
cosa que una camera obscura donde se almacenaban las impresiones de los sentidos y por lo tanto,
la imaginación venía a ser el resultado de la manipulación más o menos libre de estas impresiones
almacenadas. Es más, Hobbes considera el caudal de imágenes que llevamos en la memoria
imprescindible para el conocimiento del mundo. Estas imágenes, según él, priman por sobre los
datos que nos presenta la experiencia. A partir de este punto, memoria e imaginación quedan
estrechamente relacionadas y la memoria se convierte no sólo en lugar para el recuerdo, sino
también para la manipulación de imágenes, quizá en el preámbulo del moderno inconsciente. La
representación se funde por un lado con la imagen mental y por el otro con la imagen material,
dejando de tener una función propia en la mente humana.

No deja de ser curioso el poco interés que la específica condición visual de las imágenes ha
despertado generalmente entre los estudiosos de éstas. Exceptuando casos ilustres como los de
Panofski o Gombrich, que hasta hace bien poco estaban relegados al limbo de los eruditos, el resto
es un escándalo. Desde la historia del arte, convertida durante siglos en pura literatura, al análisis de
la publicidad, que pretende ir más allá de las imágenes para buscar un trasfondo lingüístico que de
hecho las obvia, una pertinaz ceguera parece apoderarse de todos cuantos se acercan a ellas. El
ejemplo más perturbador lo encontramos en el caso del análisis cinematográfico que cuando
finalmente ha alcanzado su mayoría de edad, se ha desperdigado en un sinnúmero de especialidades
-semiótica, psicoanálisis, feminismo, narratología, etc.- cuya característica común es la de utilizar
la imagen como simple pretexto. Estos últimos años, el panorama ha mejorado sensiblemente, sobre
todo en el campo de la pintura (31).

Hay un indiscutible interés por la imagen y esto se nota, pero las cosas no están del todo
claras, existe todavía una cierta prevención general a enfrentarse directamente con la imagen,
especialmente donde ésta reina con toda su soberanía, como es en el cine, la televisión y la
publicidad. No es fácil encontrar las raíces del problema (32), pero no sería exagerado pensar que
se debe a la persistencia de enfoques reduccionistas que consideran la imagen como una mera copia
de la realidad, lo cual obliga siempre a verla como una especie de tapadera que hay que apartar para
poder descubrir los verdaderos mecanismos, La imaginación, la verdadera imaginación, sería un
mecanismo puramente mental, mientras que la representación quedaría desplazada exclusivamente
a su condición expresiva, externa. De ahí que la puesta en imágenes que realiza el pintor, el
dibujante o el escultor no se acostumbrase a considerar actos de la imaginación, sino
representaciones -como si la realidad física conectara directamente con la mano del artista-,
mientras que la imaginación en sí, suponiéndose exclusivamente mental, no podría exteriorizarse
más que a través de una mediación, por ejemplo un texto.

La distinción clásica que hace Hobbes entre imaginación simple y compuesta podría haber
originado alguna temprana contradicción a este enfoque. Hobbes da como ejemplo de imaginación
simple el acto de "imaginar ahora un caballo visto anteriormente (lo que nosotros llamaríamos
simplemente recordar)''; y de imaginación compuesta, el acto de ''concebir un centauro por medio
de mezclar la visión de un hombre con la visión de un caballo" (33). En tal caso, ¿no sería la
pintura de un centauro un acto de representación, no mediatizada, de una imagen mental, es decir,
del acto imaginativo puro y simple? Esto, que parece tan claro a nuestros ojos, no parece haberlo
sido ni siquiera a los de nuestros más recientes antepasados. Existe un corpus teórico que se refiere,
aunque no directamente, a este problema. Me refiero a la discusión sobre la fuente de inspiración
primera de ciertas obras de arte, inspiración que tan pronto se adjudica a la palabra como a la
imagen, y que tantos argumentos ha producido (34).

En relación a esta controversia, quiero hacer constar que, ciertamente, en determinados


momentos de la historia de la representación visual, dio la impresión de que algunas figuras o
composiciones, especialmente las más alejadas de la realidad, no pudieran provenir sino de
descripciones escritas de las mismas. No quiero decir que ningún pintor llegó a pintar nunca una
quimera que no estuviera antes descrita en palabras, pero también es verdad que existió,
especialmente en los siglos XVI y XVII, una tendencia extraordinaria a recurrir a fuentes escritas
para expresar lo que se consideraban conceptos exclusivamente mentales. Así nacieron los
emblemas, así proliferaron las alegorías visuales (35). Ni que decir tiene que al mismo tiempo que
se extendía este fenómeno, también ocurría una "emblematización de la literatura, que tendía al uso
constante de imágenes visuales" (36). Se trataba de las dos caras de una misma moneda. Pero en
general, se puede decir que, a pesar de que la plasmación pictórica está más cercana a esa imagen
mental que es el primer producto de la imaginación, es la teoría literaria la que desde el primer
momento absorbe prácticamente todo el pensamiento acerca de la imaginación, no dejando casi
nada para aquellas prácticas que constituyen la real confección de imágenes, es decir, la pintura, el
dibujo, la escultura y la arquitectura. Además de las razones citadas, no es del todo inútil mencionar
una más, que no es otra cosa que la imagen reflejada en el espejo de las anteriores. Puesto que la
literatura permite al lector la posibilidad de repetir el acto imaginativo del autor, mientras que las
llamadas artes visuales lo hacen, en principio, innecesario, parece natural que se busquen en aquella
los fundamentos de la imaginación. Es decir, que la pintura y el dibujo, que usan materiales
aparentemente más cercanos a la realidad que la escritura, la cual la codifica, parecen dejar menos
espacio para elaboraciones mentales. La impresión, que no pasa de esto, es que la pintura o el
dibujo copian la realidad y que las posibles variaciones que establecen no son más que matices,
mientras que la escritura la interpreta. Si la imagen es un producto de la imaginación, en pintura o
en dibujo, ésta se encontraría relegada a un segundo término, superpuesto a la copia de lo real (es
decir se ejercería la imaginación en conceptos anecdóticos, como las vestimentas o los temas); sería
como si el producto reproducido, la realidad plasmada en el lienzo o sobre el papel, hubiera pasado
de un medio a otro sin alteraciones y que el artista ejerciera luego sobre ella sus matices (como esos
cuadernos para colorear donde el dibujo permanece vacío a la espera de los lápices de colores). La
escritura, por el otro lado, copiaría no la realidad, sino la imagen mental de esa realidad y obligaría
luego al lector a reproducir la operación. Este proceso se entendería como más creativo, en el
sentido de más imaginativo. Esta falacia lo es sólo parcialmente, y aunque no valga la pena ir más
allá de la simple constatación de la parte que le es negativa, la otra hay que estudiarla con
detenimiento. No es verdad, enteramente, que no haya proceso imaginativo en la pintura, puesto
que el pintor pinta precisamente lo que ve, no lo que es (si es que este ser existe o puede existir sin
la concurrencia de alguien que lo interprete), y esta visión le viene dada no tan sólo por el ojo, sino
también por la mente, por la memoria. El pintor reelabora la realidad tanto como el escritor, aunque
su codificación sea diferente y menos drástica. Pero en cualquier caso interviene el almacén de
imágenes de su memoria (y la recombinación de las mismas). Pero aun siendo esto así, es verdad
que el material que el pintor (y para el caso, cualquiera que trabaje con la imagen) utiliza es un
material más realista que el del escritor. Utiliza elementos reales que adquieren significado cuando
se combinan, pero que en principio son una representación directa de lo real. Por lo tanto, es
evidente que la imagen tiene en comparación con la escritura una mayor transparencia. Un escritor
nunca hubiera conseguido que los pájaros picotearan su descripción de un racimo de uvas (37). El
hecho de que el pintor pueda engañar a los pájaros (y también, a las personas) con un básico hiper-
realismo no es más que la prueba de que en la imagen existe la posibilidad de un grado mayor de
codificación -no de un grado menor- que en la escritura. La escritura conjura la imagen a través de
las palabras, pero esta imagen, una vez conjurada permanece inerte, es una imagen mental que no
convence, ni pretende convencer, de su realismo, mientras que la imagen corpórea inicia su camino
precisamente donde lo termina la escritura; la imagen del pintor o, en nuestros días, la del televisor,
engarza con esa imagen mental que el código escrito había conjurado en la mente y se lanza desde
allí a una nueva codificación, velada, menos evidente que la elaborada hasta ese punto por la
escritura. Con esta codificación procura y consigue una reelaboración de la imagen (de la suya
propia y de las imágenes de la escritura, de todas la imágenes, en suma, almacenadas en la
memoria), pero esta reelaboración, al contrario de las elaboraciones escritas, no parecerá ejercerse
desde la mente, sino desde la realidad. La imagen corpórea, al mantener escondido el nexo que la
une con la memoria, hace de la imaginación, no un producto mental como en la literatura, sino un
ejercicio artesanal, en el sentido de que parece ejercer su oficio sobre la misma realidad.

Observemos que esta paradoja, que oscurecerá la mayoría de las teorizaciones sobre la imagen
de los últimos tres siglos, acaba por hacer realidad su propia profecía; cuanto mayor realismo sea
capaz determinado medio de generar en la representación de un sujeto -así la pintura sería más
capaz que la literatura-, menos reales serán considerados sus productos. Y cuanto menos reales sean
considerados los productos de un medio, menos análisis crítico será susceptible éste de generar. La
pintura se habría encontrado pues en endémica desventaja con referencia a la literatura en cuanto a
crítica específica del medio (no con referencia a una crítica literaria o lingüística de la imagen). La
ausencia, hasta hace bien poco, de un análisis intrínseco de la imagen da lugar a una nueva
paradoja, a saber, que cuanto menos consciencia crítica produzca un medio, menos capacidad posee
el espectador de desentrañar sus mecanismos, lo que acaba llevándole a la ilusión de considerarlo
no ya realista, sino la imagen impoluta de la propia realidad.

Que la pintura no haya generado una crítica epistemológica prácticamente hasta nuestros días,
mientras que la literatura la venga acumulando desde hace siglos, se debe a que la literatura ha sido
siempre considerada capaz de reproducir fielmente los más complicados entresijos de lo real,
mientras que las artes visuales han sido tenidas por meras copias, siempre imperfectas y
superficiales, de esa misma realidad. De lo cual ha resultado que la literatura no engaña a nadie,
mientras que del espejismo de la imagen pocos se libran.

Una imagen artificial que reproduzca determinado objeto, precisamente por ser susceptible de
comparación, punto por punto, con el original, establece de entrada una diferencia objetiva con
éste; los dos son objetos con sus parámetros correspondientes y diferenciados. Esta imagen,
plasmada materialmente, podrá ser considerada una copia, una representación, un fraude, pero
nunca se aceptará conscientemente que puede ocupar el lugar del objeto original, precisamente
porque se trata de otro objeto cuyas diferentes texturas lo hacen cabalmente incompatible con
aquel. En última instancia, como en el caso de las uvas de Zeuxis, una ilusión óptica puede llevar a
la confusión de una imagen con la realidad, es decir, puede empujar a creer que la imagen no es tal,
sino que se trata pura y simplemente de lo real. Es la vista la que en este caso nos engaña, no la
razón. La ilusión óptica afecta, como su nombre indica, a nuestros ojos y la información que éstos
nos suministran nos induce a un juicio falso sobre la realidad. Pero, de no mediar tal confusión,
nadie aceptaría que las uvas pintadas y aquellas que les sirvieron de modelo fueran lo mismo,
puesto que cada una de ellas posee sus propias configuraciones y existen unos límites bien
dispuestos entre las dos, Si introducimos el pragmatismo del mercado en el problema, todo se
aclara. Mientras es posible que alguien, empujado por el hambre o la gula, se abalance sobre la
perfecta reproducción pictórica -o para el caso, fotográfica- de unas uvas, no es de esperar que un
comerciante acepte pagar por el dibujo de una fruta lo que abonaría por el cargamento que había
encargado.

La imagen literaria o poética, por el contrario, al formarse en la mente (a la que se considera


absolutamente maleable) se presenta como una reminiscencia, como un recuerdo (el fantasma
aristotélico), del original, y como tal, perfectamente compatible con él; se revela de hecho como su
perfecto complemento, igual que puede serlo una imagen reflejada en el espejo, que sólo existe
porque existe la figura que hay ante el mismo (mientras que las uvas del cuadro tienen existencia
propia; seguirán allí después que las originales se hayan podrido). No hay diferencia esencial entre
la Luna, satélite de la Tierra, y esa luna que Vallejo evoca en los versos siguientes:

LUNA ¡Corona de una testa inmensa,

que te vas deshojando en sombras gualdas!

En todo caso, esta luna poética es una prolongación subjetiva de la Luna real, pero no pueden
considerarse incompatibles porque las dos son la misma. Sin embargo, cualquier imagen de la
Luna, ya sea pintada, ya sea una fotografía del satélite, es de hecho, otra luna, una que puede en
cualquier momento sustituir, por ilusión óptica, a la verdadera (38). Nuestro comerciante del
ejemplo anterior, si bien no aceptaría pagar por un boceto que intentara suplantar las uvas reales, no
tendría ningún problema en adelantar el dinero a cambio de una descripción literaria de las uvas
inscrita, por ejemplo, en un contrato de compraventa. Estas uvas literarias serían consideradas una
perfecta y admisible sustitución de las verdaderas, mientras que una imagen de las uvas sólo podría
aspirar, mediante el ilusionismo, a provocar una confusión visual y en el caso del comerciante, una
estafa. Y sin embargo, en esta aparente debilidad de las imágenes es en donde reside su máximo
poder.

El sentido común se ha encargado de enmascarar estas relaciones que, sin ninguna oposición
crítica, han hecho que la imagen artificial, que está tanto o más construida que la literaria, se
engarce en la memoria con las imágenes provenientes de la realidad, y que desde allí se instale en el
inconsciente, donde ya no es posible establecer su genealogía, y desde donde actuará con igual
intensidad y efectividad que cualquier trazo de lo real.

5. Memoria fotográfica
La fotografía se inventó más para sustituir a la memoria (el Arte de la memoria) que para
mejorar el arte de la representación de la realidad. A principios del siglo XIX, el público ya estaba
acostumbrado a los magníficos dibujos o a los grabados en madera que representaban escenas de la
vida real (39). No hay duda de que ese público consideraba extremadamente realistas algunas de
estas representaciones (sobre todo si las comparaba con los muchos emblemas y alegorías que hasta
hacía bien poco habían poblado libros y publicaciones periódicas, o incluso si las confrontaba con
ciertos sueños románticos (fig. 2) que todavía eran populares), pero a nadie se le hubiera ocurrido
confundirlas con el más fiable de los registros posibles del suceso real, es decir, un testigo
presencial. El grabado transmitía al público la perfecta disposición del suceso, pero el testigo
presencial era la constancia de que éste había en realidad ocurrido, y como tal resultaba
insustituible.

La fotografía, que hacía acto de presencia por aquel entonces, era tan fiable como el mejor
testigo presencial e incluso más, si cabe. De hecho, la fotografía venía a descalíficar al testigo
presencial, dando por terminada una época oral que llevaba tiempo agonizando. La fotografía dio
nacimiento a la idea de la perfección de la máquina, de la necesidad de substituir la intervención
humana en los asuntos sociales: contribuyó a la transformación de la técnica en ética, a la vez que
transformaba la ética en una problema técnico. Provocó, en suma, una revolución cuyas más
extremas consecuencias estamos empezando a experimentar en la actualidad,

6. El encanto fotográfico
Es muy probable que las primeras fotografías causaran una impresión un tanto fantasmagórica
y que, a los ojos de aquellos que estuvieran acostumbrados a contemplar un buen dibujo o una
buena pintura, parecieran un poco deslucidas. Pero de lo que no cabía ninguna duda era de su
fidelidad. La intervención de una máquina -de la técnica- en su elaboración alteraba básicamente la
ley enunciada más arriba, en el sentido de que transmutaba su realismo básico no en un
escepticismo ingenuo, como ocurría con la pintura o el dibujo, sino en la agudización de una fe no
menos pueril. Es precisamente la producción, o reproducción, mecánica de la realidad que se
ejecuta con la fotografía la que le otorga a ésta su sensación de identidad con lo real (40). El hecho
de que las fotografías fueran realizadas por una máquina las convertía, a los ojos de los
contemporáneos, en algo diferente de las otras formas de representación, hacía que fueran
contempladas con cierto respeto. Las fotografías no eran más informativas que un dibujo de Doré o
de Daumier (los cuales, indudablemente, contenían mucha más información que ciertas fotografía
primitivas), pero tenían sobre éstos la ventaja de que se las consideraba reales, un sencillo pero
admirable pedazo de realidad fijado para siempre.

Debió ser sin duda esta característica fue la realidad se pudiera fijar sobre un pedazo de papel,
es decir, que se pudiera trascender el flujo del tiempo (41)- lo que hizo de las tempranas fotografías
algo tan peculiar. Pero creer que esto es posible, que la complejidad de la vida puede ser abstraída
de su constante flujo y conservada sobre una superficie bidimensional, es creer también que la
realidad no es otra cosa que su imagen. Y esto es a lo que puede conducir el empiricismo ingenuo,
lo que a la postre implican las ideas de Hobbes y Bacon acerca de la visión. Y lo que vino a
proclamar Bergson a las puertas mismas de nuestra era (42). Si nuestro cerebro funciona por medio
de datos procesados por los sentidos, y creemos que estas impresiones sensuales constituyen el
mundo real, no podemos hacer otra cosa que considerar que este mundo real (real solamente para
aquellos cuyos sentidos funcionen de forma similar) y sus imágenes que a través del ojo alcanzan el
cerebro son completamente equivalentes. Es más, la imagen mental tiene que ser más
subjetivamente real, puesto que parece ser más indudablemente nuestra (43).

La aparente confusión entre estos dos niveles de realidad, igual que la confusión entre los dos
niveles de imaginería -mental y física (44)- corresponde precisamente al giro final que ha tomado la
postmodernidad después del largo proceso que empezó con la fotografía.

*******

Es la misma existencia de la memoria lo que ocasiona el miedo a olvidar: la habilidad de


recordar algo nos hace conscientes de la imposibilidad de recordarlo todo (45). Y puesto que la
memoria es tan extremadamente frágil, se ha buscado siempre alguna ayuda artificial para la
misma. La escritura, las artes y técnicas representacionales, el arte específico de la memoria y
finalmente la fotografía, son algunas de estas ayudas, implícitas o explícitas.

Aunque no resultaría excesivamente arriesgado interpretar en general la historia de la


evolución cultural como una lucha humana contra el olvido, hay que tener en cuenta que no todos
los mecanismos concebidos, desde el arte a la escritura, han tenido o tienen el mismo efecto ni
actúan al mismo nivel. Las imágenes, por ejemplo, poseen un relación más cercana con la memoria
y con la estructura general de nuestra mente (46) y por lo tanto, cualquier medio que se valga de
ellas se encontrará en más directa conexión con la memoria. No creo que sea éste el momento de
dilucidar si recordamos mediante imágenes o si lo hacemos por medio de conceptos, pues una
disputa de este tipo puede llegar a ser tan inútil como intentar esclarecer si soñamos en blanco y
negro o lo hacemos en color. Creo que lo acertado es convenir que si bien nuestro pensamiento aún
se encuentra organizado principalmente por una estructura lingüística -la escritura-, la memoria
trabaja primariamente por medio de imágenes. Así como una ordenador guarda la información en
sus unidades de memoria, codificada según cierto lenguaje, pero luego cuando la extrae de esa
memoria y la muestra en la pantalla del monitor, esta información se convierte en imagen (porque
aparece dentro de un recuadro y porque se puede modificar espacialmente, entre otras razones),
nuestra memoria actúa a la inversa: ofrece imágenes a un pensamiento que las procesa mediante
una estructura lingüística (47). Pero cada vez más, ayudado por la internalización del encuadre
televisivo, nuestro pensamiento va adoptando mecanismos formalmente parecidos a los del
ordenador (48), con lo que se va aproximando paulatinamente a una situación en que memoria y
pensamiento se confunden. De esta confusión surge un recuerdo débil teñido de actualidad y un
pensamiento igualmente débil que se diluye en su propia inmediatez. El encuadre, un encuadre
virtual, enmarca este pensamiento altamente fluido e imaginativo.

El marco o encuadre ha constituido en la tradición de la imaginería occidental el locus de la


representación figurativa, incluso cuando no estaba explícitamente presente, como en el caso de los
murales o incluso de la página escrita. Podría decirse que, en cierta forma, el proceso de
fragmentación que han sufrido las imágenes a partir de la fotografía constituye un intento de
escapar a esta supuesta esclavitud, pero el marco, a pesar de la creciente intensidad de las
fragmentaciones, aún domina la existencia de la imagen, hasta tal punto que, como veremos más
adelante, ha acabado por erigirse no solamente en fundamento de la misma, sino en su territorio
ontológico: es la presencia del marco alrededor de la imagen lo que permite la existencia de la
misma, es decir, que es el espacio delimitado, y creado, por el marco lo que forma la imagen. En
una palabra, la imagen es ese espacio. En principio, todo lo que esté fuera del marco queda excluido
de la condición de imagen, pero lo cierto es que, por definición, nada existe fuera de un marco que
lo envuelva. Incluso las representaciones mentales se producen siempre dentro de un marco, aunque
este sea virtual (49). Para Sartre, una imagen (mental) "es un acto de conciencia irreductiblemente
estructurado''. No parece posible pues la existencia de una imagen difusa, una imagen sin limites,
por lo menos como tal imagen, no como una alucinación (50).

Una fotografía constituye un tipo de imagen muy especial. Se trata de una imagen que
reorganiza totalmente la relación entre imágenes y memoria. La fotografía materializa la historia,
convierte la realidad en un objeto material, a la vez que, por el mismo proceso, rompe su
continuidad. El tiempo se congela en el interior del marco; sigue existiendo pero adquiere
características espaciales: se convierte en cíclico, en multidimensional.

La fotografía ha representado desde sus comienzos -y especialmente en sus comienzos- un


proceso de adquisición de la realidad, un proceso por el que la persona se adueñaba -en el sentido
literal del término- de la misma mediante su fraccionamiento en múltiples y diminutas porciones
con las que se podía establecer un comercio. La posibilidad tan natural de ser dueño de los propios
recuerdos llega a tener en el siglo XIX una connotación mercantil, en el sentido de que la propiedad
privada lo es en tanto que es pública y por lo tanto sujeta a un intercambio comercial. Con la
fotografía, los recuerdos, en lugar de estar almacenados en la mente -en lugar de ser subjetivos,
personales, privados- pueden sostenerse con la mano frente a la mirada (51) -son objetivos,
intercambiables, públicos-. Estos recuerdos objetivados son incluso más reales que los sucesos que
retratan, los cuales en ese momento en que contemplamos su fotografía, ya se han perdido en el
pasado. La presencia de las fotografías origina un fenómeno doble: de un lado, genera una
disposición a poseer tiempo, a acumularlo negativamente, pues se trata de tiempo muerto (o quizá
la base del fenómeno se halle precisamente en creer que el tiempo puede seguir siendo incluso
después de haber dejado de existir como continuo). Esta acumulación temporal ya revela una
tendencia a situarse fuera del flujo del tiempo (así como a colocarse fuera de la realidad (52);
solamente puede haber una disposición a adquirirla si se considera que hay una diferencia
específica entre ella y el comprador, es decir, en el momento en que éste no se siente inmerso en
ella, sino que la contempla -como con la vista- ante sí). Esta primera cara del fenómeno tiene, como
he dicho, su contrapartida, pues querer poseer tiempo significa también una forma de luchar contra
la muerte, representada, en este caso, por la pérdida de memoria. El paso del tiempo, su incesante
huida fuera del alcance del aparente inmovilismo del Yo, lejos del ansia de posesión tan
representativa del paradigma burgués, revela la fragilidad de la memoria como mecanismo de
defensa. Crece la consciencia de que la memoria no puede mantener vivo todo lo que el tiempo
arrastra (y esto sólo sucede cuando se ve pasar el tiempo, cuando éste transcurre -otra vez el mismo
fenómeno- ante el espectador, en lugar de ser el espectador quien se produce gracias a su cauce). La
externalización del tiempo produce una aguda confrontación con la volatilidad de la existencia; el
ser se encuentra indefenso ante una vida -un tiempo- que se aleja de él, desvaneciéndose tan pronto
como se crea bajo la forma de un escurridizo presente. Si tan sólo pudiera detener ese transcurrir
enloquecido, podría vivir eternamente... Y de pronto, aparece un mecanismo (53) que ofrece
precisamente esto: la detención del tiempo. La fotografía parece ser, pues, el antídoto para una
angustia que su propia presencia produce (o cuando menos, si no la produce directamente, es uno
de los síntomas principales de aquel cúmulo de mecanismo sociales que la produjeron), a no ser por
el hecho de que sus productos, las fotos, no formando ya parte de la propia estructura mental como
lo eran los recuerdos memorísticos, si bien pueden interrumpir la continua conversión del presente
en pasado, no dejan de recordar, e incluso de representar, la propia mortalidad. De esta forma, la
fotografía se manifiesta como un truco mefistofélico: permite la inmortalidad perseguida, pero se la
adjudica no a la persona sino a sus recuerdos, de cuya eternidad se desprenderá una perenne
constancia de la propia condición efímera. Ahora ya no es el tiempo el que se aleja hacia el pasado,
sino uno mismo el que se diluye ante la fijeza de la foto.

Desde esta perspectiva, podríamos contemplar el proceso de conversión de la fotografía en


arte como una reacción ante esta interpretación de la misma. Al introducir arte en la imagen, se la
hace también perecedera (54), indeterminada, se la convierte en sobrehumana, en el sentido de que
se anula la relación directa que poseía con la memoria. El arte significa subjetividad y por lo tanto,
abolición de la ruptura entre la realidad y el Yo que estaba en la base del fenómeno fotográfico.
Introducir arte en una imagen puede considerarse una introducción, puesto que en su mayoría, las
fotos artísticas lo son por un procedimiento de laboratorio, de una real introducción o superposición
de técnicas y elementos en la imagen inicial- es una forma de engañar al diablo, una forma de entrar
en el marco con la esperanza de vivir para siempre.

Pero no importa cuánto arte se le añada a las fotografías, que éstas siempre serán antes que
nada un documento, o por lo menos esto es lo que constituían a los ojos de los tempranos
consumidores de las mismas (55). Esta condición documental puede explicar por qué, en ese
tiempo, fueron con tanta frecuencia y voluntariamente sometidas a un proceso que las hacía
borrosas. Esta falta de nitidez se añadía no tanto para imitar la pintura, como se ha dicho, sino para
borrar de las obras el estigma de documento, en un gesto desesperado de aquellos fotógrafos que
realmente anhelaban ser considerados artistas. La relación del nuevo medio con la realidad -con la
memoria del sujeto y con su propia subjetividad, debería decir- era tan fuerte que la fotografía no
podía convertirse en arte por sí misma, sino que tenía que ser empujada hacia él. Esta suerte de
esquizofrénica contradicción entre el arte y la realidad puede ser considerada una alegoría de la
modernidad, a la vez que nos muestra su inherente idealismo (56). Vale la pena recalcar cuán
ridículos parecen ahora aquellos forzados intentos de hacer foto-pintura (Drtikol, Polak), en los
cuales el fotógrafo-artista organizaba sus personajes en imitación de pinturas clásicas,
especialmente del Manierismo (57). Así, pues, aquello que consideramos perfectamente aceptable
en un Tintoretto o incluso en un Delacroix (a los que podemos considerar pasados de moda, si
queremos, pero nunca ridículos), no resiste nuestra mirada en una fotografía (58). Y esto se debe a
que la fotografía siempre nos habla de la realidad de sus sujetos y por lo tanto, en ella captamos el
ridículo -la calidad kitsch- no tanto en la imagen -el objeto artístico- como en el modelo -la realidad
representada. Por ello, debido a esta inmanencia de la fotografía -en conexión con su relación
primaria con el sujeto, no en cuanto a toda la fotografía como una entidad- las únicas formas de
artistificación de la misma que han acabo aceptándose son o bien producto de una instantánea o al
resultado de una manipulación en el proceso de revelado. En el primer caso, la calidad artística se
obtiene por casualidad: el artista es sólo una presencia menguada, alguien que se encuentra en el
lugar de forma aleatoria, como el mismo sujeto de la fotografía. Es más, el fotógrafo constituye una
presencia -se supone que tiene que estar allí , justo hasta el instante en que se obtiene la fotografía,
pero tiene que desvanecerse en el mismo momento en que el suceso se convierte en material
fotográfico. En el segundo caso, el concepto de fotografía se difumina detrás del de pintura: el
fotógrafo usa las fotografías para hacer pinturas. El estilo (irreal, expresionista) de la obra lo revela.
Lo que vemos en las fotos de este tipo ya no es verdad puesto que lo que contemplamos tampoco es
una fotografía (59).

La fotografía se encarga también de alimentar la visión de la historia como algo material,


objetual, casi como una especie de cadena de momentos-objeto que pueden ser recogidos en un
museo (60). Hasta la invención de la fotografía, el pasado era recuperado principalmente a través de
la historia, una disciplina que puede ser considerada una rama de la narrativa (61). Pero la
posibilidad de revivir el pasado -usualmente un pasado lejano- a través de las crónicas escritas, no
era un obstáculo para que se manifestara la urgencia de poder detener el presente antes de que
pudiera convertirse en sujeto histórico y por lo tanto, sólo posible de ser recuperado a través de la
disciplina histórica. Y esto fue intentado, entre otros mecanismos ya mencionados, por medio de la
conservación de objetos, de reliquias o fetiches del pasado. Fetiches lo eran especialmente y no tan
sólo porque sustituían lo real, sino también porque de hecho eran parte de esa realidad ya
desaparecida. Los objetos tienen la virtud de mantener la integridad del evanescente
acontecimiento, ejercen una suerte de centrifuga atracción con respecto a un recuerdo que tiende a
la dispersión. De hecho, en su momento, el suceso, en forma de tiempo, pasa sobre los objetos
como una ligera brisa en una tarde calurosa, pero a pesar de la fugacidad de este contacto, los
objetos quedan saturados de temporalidad, aunque sean tan periféricos con respecto a ella. El
resplandor del tiempo, sin embargo, no dura demasiado, y los objetos, convertidos en reliquias,
acaban no pudiendo apoyar su testimonio más que con su reseca y significativamente agotada
carcasa. La fotografía no es un fetiche ni una reliquia; no representa algo, ni tampoco forma parte
de nada. La fotografía no asegura, como el objeto, la integridad del recuerdo, sino que mantiene
físicamente unidos los distintos objetos o sujetos que forman el recuerdo. Y asegura esta integridad
no en la memoria, sino en el mundo material, por lo que aquella remembranza difuminada que
procuraba el objeto en sí, se solidifica en la fotografía permitiéndole ejecutar una simulación de la
vida (todavía no la simulación postmoderna, pero más una copia de la vida, una copia auténtica,
que una representación de la misma) que acaba convirtiéndola en cadáver, en un cadáver
momificado (62).

Este proceso no tan sólo materializa la historia, sino que en realidad la aniquila, ya que, como
hemos visto, la persecución de la eternidad no puede llevarnos más que a la imagen, o lo que ya es
más o menos lo mismo: una imagen muerta. Si la evolución de la imagen se hubiera detenido en el
período incipiente de la fotografía, las fotos no hubieran hecho más que aumentar la pila de objetos
que ya estaban acumulando polvo en los trasteros victorianos. Pero tal como fueron las cosas, en los
años siguientes a su invención, el mundo entero fue convertido, a los ojos occidentales, en una
suerte de enorme sala victoriana del British Museum en la cual el visitante ha acabado perdiendo el
sentido de la orientación y en la que por lo tanto ha decidido quedarse a vivir (63).

Podemos ver en toda esta serie de laberínticas gesticulaciones un ejemplo de la posición


inversa que tan claramente emergerá en el mundo postmodernista, cuando la realidad empiece a
copiar (a fotografíar) imágenes (64). Abstrayendo de la realidad imágenes, la fotografía preparaba
el camino para que esta misma realidad acabara por convertirse ella misma en imagen.

NOTAS

1.Traducción de Gerardo Diego.

2. O quizá debería decirse desde los hogares de la burguesía y de la pequeña burguesía, puesto que
fue desde la ventana de la mansión burguesa, y posteriormente desde la ventana de la casa de la
clase media, desde donde se redistribuyeron los valores de la realidad; esa ventana que se asoma al
exterior y a través de la que se contempla el mundo, una ventana que andando los años se
convertirá en pantalla de televisión.

3. Según la predicción efectuada en la interesante, aunque inútil, hipótesis de Umberto Eco y otros
en la antología La nueva Edad Media, Alianza Editorial, Madrid, 1976. En cuanto a la propuesta de
Osmar Calabrese (La era neobarroca, C, Madrid, 1989), ya he indicado que mi ensayo fue
redactado con anterioridad a la aparición del libro del italiano (y de cualquier intento de relacionar
nuestra época con el Barroco) y por lo tanto, m¡ intención no intenta, n¡ puede, referirse al mismo.

4. Edgar Allan Poe, A descent into the Maelström, (Tales of Edgar Allan Poe, Nueva York,
Random House, 1944, pág. 276). M¡ traducción.

5. Desde el interior de la modernidad, el origen de este fenómeno se situaba en la invención de


Gutemberg y la consecuente democratización de la lectura (McLuhan), pero encontrándonos ya
fuera de este paradigma, no podemos entender este desarrollo como orientado temporal -causa y
efecto- ni espacialmente desde el pasado al futuro-: todo el período aparece ante nosotros como una
estructura poseedora de relaciones internas, igual que el mapa de un territorio. Soy consciente de
que lo que digo parece contradecir ciertas ideas de Derrida y que va especialmente en contra de los
descontruccionistas más cercanos a Heidegger. De momento, no veo en ello ningún problema.

6. Es útil recordar que la exploración del universo, que tradicionalmente apuntaba hacia lo
infinitamente grande -las estrellas, las galaxias-, ha sido reorientada, en el transcurso del siglo,
hacia lo infinitamente pequeño -e1 interior del átomo-. Mientras que lanzar la mirada hacia otras
galaxias significa contemplar la expansión misma del espacio y en cierto sentido moverse junto a
esa expansión, es decir, ir creando espacio a medida que visión y conocimiento avanzan juntos,
concentrarse en el átomo e insistir en su incesante división no deja de ser un ejercicio de
inmovilidad, puesto que no es otra cosa que avanzar sin moverse de sitio, sin que se produzca
ningún cambio espacial. Un ejercicio que casa perfectamente con las características de nuestra era
de las imágenes.

7. Aunque parece obligatorio reconocer la influencia de Braudillard cada vez que se nombra la
palabra simulacro, la verdad es que la primera vez que entré en contacto con ella -como supongo
que también será el caso del mismo Braudíllard- fue a mediados de los setenta, en la traducción
francesa (J'ai Lu) de la novela de Philip K. Dick, cuyo título original no es otro que The Simulacra,
Ace Books, Nueva York, 1964. La verdad es que si mi ensayo tiene una influencia directa e
innegable, ésta es la de Philip K. Dick. Una influencia que, de todas formas, se remonta a mucho
antes que el Dick popularizado, después de su muerte, por Blade Runner.

8. L. Frank Baum, The Wizard of Oz (introducción), Londres, Octopus Books Lámited, 1979. 9.
Edward Jay Epstein, News From Nowhere (Televisión and the News), Nueva York, Vintage Books,
1973.

10. Paul Ricoeur, De Pinterpretation, París, Editions du Seuf, 1965.

11. La mayoría de referencias históricas mencionadas en este capítulo ey a@eía ¡yn ay irte de la
memoria provienen del excelente libro de Frances A. Yates, The Art of Memory, The University of
Chicago Press, Chicago (existe traducción española, editada por Taurus). Algunos puntos han sido
ampliados recurriendo a otro libro no menos imprescindible, me refiero a Clavis Universalis, de
Paolo Ros¡, Il Mulino, Bologna, 1983.

12. No es nada sorprendente que en la sociedad donde las técnicas de manipulación del ser humano
han llegado más lejos sea donde el saber académico niega más categóricamente los espacios
necesarios para esta manipulación: el galopante liberalismo económico que pretende eliminar
cualquier intervención del estado en la vida social sería de esta forma equivalente a la negación de
la existencia de cualquier vida psíquica más allá de la conducta por parte de la sicología oficial, la
conductista, así como de la mayoría de las corrientes de análisis sociológico. 13. David Archard,
Consciousness and the Unconscious, Londres, Hutchinson, 1972.

14. David Archard, ob. cit., pág. 32.

15. El actual revival de estas artes puede ser debido, entre otras razones, al hecho de que siendo la
misma ciencia actual tan esotérica (nadie, excepto los expertos, conoce sus íntimos
funcionamientos), no puede existir, a nivel popular, una clara diferenciación entre ésta y el cúmulo
de supersticiones que van adquiriendo carta de naturaleza a través de los medios de comunicación.
Para una persona atribulada, tan racional, o irracional, parece la física cuántica como la astrología,
con la diferencia de que la astrología se interesa directamente en sus problemas. Nos enfrentamos
pues a un ansia de racionalidad que busca irracionalmente respuestas en estructuras lógicas cuya
racionalidad última no se discute y ni siquiera se exige. Con lo que, en última instancia, nos
encontraríamos con que sería la propia racionalidad (el deseo de saber, de controlar la propia vida)
la que impulsaría por un lado la demanda de pseudociencias, mientras que por el otro, éstas se
harían asequibles precisamente por su intrínseca irracionalidad (la falta de complejidad).

16. Según Yates, esto sucedió a consecuencia de un error: durante la Edad Media, los diferentes
artes de la memoria seguían las regulaciones de lo que se consideraba un solo tratado, pero que en
realidad eran dos, absolutamente distintos. A partir del siglo XII, el anónimo Ad Herenniumn fue
asociado con el genuino De Inventione, de Cicerón, y ambos siguieron apareciendo adscritos al
nombre de Tulio. De ahí en adelante, De Inventione, conocida como la Primera -o antigua- retórica
fue seguida del Ad Herennium o Segunda -o nueva- retórica. En palabras de Yates, 'Tullio, en su
primera retórica, manifiestaba que la memoria era parte de la Prudencia, mientras que en la
segunda, admitía la existencia de una memoria artificial por medio de la cual la memoria natural
podía ser mejorada. Por lo tanto, la práctica de la memoria artificial formaba parte de la virtud de la
Prudencia". (Yates, ob. cit., pág. 51).

17. Yates, ob. cit. pág. 51. Mi traducción del inglés.

18. Según la clasificación de Charles S. Peirce, este intermediario podría ser considerado un índice,
es decir que cumpliría las condiciones necesarias para serlo, a saber, ser 'una cosa real o un hecho
que constituye un signo de su objeto por la virtud de estar conectado con él de hecho y también por
introducirse a la fuerza en la mente, a pesar de ser interpretado como un signo". (Kaja Silverman,
The Subject of Semiotics, Oxford University Press, Nueva York, 1983, pág. 19).

19. Michel Beajour, Miroirs d'encre, Editions du Seuil, París. (Pág. 87).

20. Así no es extraño observar cómo, posteriormente, las ciudades, los edificios, las fortalezas, etc.
se antropoformizan, tal y como queda constatado en el excelente estudio de Paolo Marconi y otros,
La città come forma simbolica, publicado en Italia por Bulzoni editore.

21. Paolo Ros¡ habla de tres diferentes tradiciones en el Arte de la Memoria: "1) la inspirada por
Cicerón, Quintiliano y el libro de retórica Ad Herennium; 2) la que se deriva de De memoria et
reminiscentia de Aristóteles y de los comentarios que sobre la misma efectuaron Alberto Magno,
Santo Tomás y Averroes; y finalmente, 3) la que proviene directamente del Ars Magna de Lull".
Paolo Ros¡, Clavis Universalis, Societa editrice il Mulino, Bologna, 1983.
22. Antes, la voluntad de recordar un asesinato podía generar o atraer la imagen de una espada, pero
también de una lanza o una daga. Esta imagen una vez utilizada, simplemente se olvidaba. En el
momento en que la espada se convierte en imagen-comodín y empieza a ser ella quien atraiga la
mayoría de recuerdos relacionados con asesinatos o hechos violentos, será la propia imagen la que
se irá enriqueciendo con detalles que permitan captar mejor estos recuerdos detalles que muchas
veces provendrán de los mismos recuerdos-; así por ejemplo, la espada podrá ser dorada o tener un
rubí en la empuñadura y quizá una mancha de sangre en la punta. Lo importante es darse cuenta de
cómo estos atributos se van incorporando a la imagen y ya no la abandonan. Se va formando pues
una determinada iconografía cada vez más especializada, especialización que al atraer recuerdos
cada vez más específicos, contribuye a su propia radicalización.

23. No estaría de más relacionar este proceso de imaginación, de conversión del mundo en
imágenes, con la paulatina mercantilización del universo anunciada por Marx. Evidentemente, la
realidad para poder ser vendida y comprada tiene que materializarse, tiene que convertirse en
objeto, y si bien los objetos forman la realidad, queda todavía por comercializar aquello que los
aglutina, que los relaciona, y esto no es otra cosa que la imagen. No parece que la existencia de este
fenómeno pueda ser discutida hoy en día, cuando los satélites transportan de un lado a otro del
mundo las señales de determinado acontecimiento (la realidad en pleno acontecer) que ha sido
previamente adquirido por determinado canal de televisión.

24. Yates, ob. cit., pág. 132-133. 25. 25. Yates, ob. cit., pág. 129.

26. Ver Morris Berman, The Reenchantment of the World, Bantam Books, Nueva York, 1984. 27.
Esta exterioridad, o naturaleza, no era, de hecho, tan pura, puesto que no se trataba aún del cosmos
materialista proclamado por la ciencia, sino de un universo trascendente que si estaba en conexión
con la mente humana de forma tan íntima, era gracias a su condición neoplatónica, según la cual
cada uno de sus elementos no era más que el reflejo, o la sombra, de las esencias que, desde otro
plano, lo gobernaban todo.28. José Ferrater Mora, Diccionario de filosofía abreviado, Editorial
Sudamericana, Buenos Aires, 1970.

29. R.L. Brett, Fancy and Imagination, Methuen and Co. Ltd., 1969.

30. De hecho, el concepto de camera obscura tuvo uno de sus primeros impulsores en Giovanni
Batista della Porta, quien en 1558 la describió con detalle en su Magia Naturalis.

31. Los estudios de Norman Bryson son en este sentido paradigmáticos: Vision and Painting, New
laven, Yale University Press, 1983; y Tradition and Desire, Cambridge University Press, 1984. Por
supuesto, el libro de John Berger, Ways of Seeing, abrió camino en el análisis de la imagen. Manho
Brusatin acaba de publicar una Storia delle immagini (Torino, Eunaldi, 1989) que cuando menos
tiene la virtud de quererse ceñir a ellas. Y sin pretender ser exhaustivo, los libros de Ned Block,
Imagery (Cambridge, The Mit Press, 1982) y W. J. T. Mitchel, Iconology (Chicago, The University
of Chicago Press, 1986), centran convenientemente la cuestión.

32. Uno de cuyos más claros ejemplos lo tenemos en el hecho de que cuando finalmente el analista
no tiene más remedio que enfrentarse con las imágenes, entonces enmudece. Es el caso de tantos
libros que, pretendiendo captar la pureza de las imágenes, prescinden completamente del texto.
Algunos de los capítulos del mencionado libro de Berger muestran esta absurda renuncia, que por
otro lado encontramos en muchos libros de cine y de arte. Se trata de llevar al absurdo el dicho
según el cual una imagen vale por cien palabras.

33. W.L. Reese, Dicconary of Philosophy and Religion, Harvest Press, Sussex, 1980. Mi
comentario en cursiva.

34. Ver sobre todo Mario Praz, Mnemosyne (El paralelismo entre la literatura y las artes visuales),
Taurus, Madrid, 1979. También son interesantes al respecto, la obra ya citada de Norman Bryson,
Vision and Painting (The Logic of the Gaze); y la de Svetlana Alpers, El Arte de describir Hermann
Blume, Madrid, 1987. Además, existe un artículo de Frances Yates tremendamente ilustrativo de
este proceso, se trata de The Emblematic Conceit in Giordano Brunos De Gli Eroici Furori and in
the Elizabethan Sonet Sequences, Routledge and Kegan, Londres, 1982.

35. Una de las más famosas compilaciones de alegorías es la de Cesare Ripa, de la que hablaremos
con mayor extensión más adelante. Quiero hacer notar simplemente que Ripa escribió su libro de
alegorías, el cual contenía una detallada descripción de las mismas, y que sólo más tarde fue su
libro ilustrado por imágenes cuya composición respondía a las descripciones iniciales.

36. Aurora Egido, prólogo a los Emblemas de Alciato (pág. 13), Akal, Madrid 1985.

37. Referencia a la historia de Plinio acerca de un pintor que pintó un racimo de uvas con tanta
perfección que hasta los pájaros descendieron a picotearlas. Mencionado en la obra ya citada de
Norman Bryson.

38. No estoy hablando, por supuesto, ni a un nivel científico, ni siquiera epistemológico. Me refiero
simplemente a la percepción de un posible espectador. Ambas lunas, la real y la de la imagen, le
entran por los ojos y por lo tanto, la confusión es legalmente posible. Y de hecho, a niveles más
complejos, se produce. Es innegable que, de hecho, también la luna pintada puede contener un
elemento literario que la convierta en una prolongación, una interpretación, de la verdadera luna,
pero este elemento, en la imagen, siempre será subsidiario. Y he de añadir que en muchos casos, se
verá arrastrado por la fuerza de la representación visual y podrá llegar a convertirse en una
característica tanto o más realista que las que de por sí posea visiblemente el original. Es decir, que
al contrario que la imagen literaria, la imagen visual posee la capacidad de adjetivar el original
modificándolo objetivamente. La imagen objetiviza la adjetivación que en el texto permanece a un
nivel subjetivo.

39. De hecho, para el caso que nos ocupa, no hay que hacer ninguna distinción entre el Arte, como
producto de una imaginación elevada, y las ilustraciones o imágenes que tienen por misión el
devolver a la imaginación de los lectores aquello que la mayoría de las veces el texto de los
escritores ha expoliado de esa misma imaginación.

40. Ampliando la famosa tesis de Benjamín sobre el arte en la época de su reproductibilidad


técnica, se puede decir que si la reproducción mecánica, cuando se utiliza con el arte, elimina su
aura, al aplicarse a la realidad, le añade a ésta un aura. La fotografía fue la primera de una larga
lista de aparatos mecánicos destinados a reproducir la realidad y conferirle un aura que la realidad
cruda no posee. La realidad, como quería Pasolini, se convierte en arte a través del cine
(especialmente a través del cine porque éste reproduce todas sus características, lo cual no quiere
decir que el cine sea simplemente el arte de lo real). Lo que antes era insignificante, desordenado y
amorfo se convierte en único, se transforma en imagen. No es que las imágenes sean únicas en el
sentido que lo podía ser el original de una obra de arte. Las imágenes -es decir, la realidad
transformada- son únicas en el sentido de que no tienen un original del que dependa su existencia.
La realidad, por supuesto, no es este original, puesto que la realidad es intrínsecamente otra cosa,
diversa de las imágenes, algo que se hace trascendente a través de ellas. La reproducción mecánica
elimina la noción y la importancia del original en la obra de arte, pero al capturar la realidad y
extraerla del flujo del tiempo (como hace la fotografía), confiere a esa realidad una unicidad muy
similar a aquella que poseía la obra de arte antes de que empezara a ser reproducida técnicamente.
Pensemos por un momento en la película del asesinato de Kennedy (acerca de la cual nos
extenderemos en otro capítulo): lo que hubiera sido tan sólo un momento en la historia, perdido
para siempre como tantos otros, un momento que, como fragmento de la realidad, no era importante
-su importancia, en todo caso, radicaba en ser un pedazo de historia, un concepto, un recuerdo
imperfecto- al ser fijado en la película se convierte en único: el momento original del asesinato;
algo irrepetible por muchas copias que se hagan del film... una verdadera pieza de arte.

41. Uno de los pasos en el revelado químico de las fotografías recibe precisamente este nombre:
fijado. El fotógrafo, igual que un alquimista en la oscuridad de su laboratorio, se halla en lucha con
el tiempo: cada parte del proceso tiene que ser perfectamente cronometrada, si se quiere obtener la
imagen -es decir, para no perderla en el flujo del tiempo como se perdieron toda la serie potencial
de imágenes que no fueron capturadas por la cámara-. Al final, este moderno aprendiz de brujo
vencerá al tiempo, mediante el fijado de la imagen: las fórmulas químicas la arrebatarán para
siempre de la atracción de la temporalidad.

42. Jean-Paul Sartre, Imagination, a psychological critique, The University of Michigan Press,
1972.

43. Este neo-cartesianismo, en el que la imaginación sustituye al pensamiento como prueba de la


existencia, parece verse rebatido por la presencia de imágenes artificiales confeccionadas por
máquinas. Pero quizá no sea así, puesto que hemos sido nosotros, los seres humanos, quienes
hemos construido las máquinas a nuestra imagen y semejanza y por lo tanto estas máquinas no nos
ofrecen una imagen objetiva del mundo -si es que es posible obtenerla-, sino aquella imagen que
queremos ver. Esta paradoja nos permite constatar que la idea de una teórica -y especialmente
psicológica- confusión entre imágenes mentales e imágenes artificiales no es tan descabellada como
a primera vista puede parecer.

44. Esta es una confusión que puede ser encontrada también en las raíces del neoplatonismo
renacentista. Para una mayor información acerca del uso de las imágenes durante este período, un
uso que preparó el camino a su empleo crucial durante el Barroco, son imprescindibles las
siguientes obras de Frances A. Yates: Occult Sciences in The Elizabethan Age, The Rosacrucian
Enlightment, Giordano Bruno and the Hermétic Tradition y por supuesto, la ya citada The Art of
Memory. Ver también el libro, editado por Brian Vickers, y especialmente el prólogo preparado por
éste, Occult and Scientific Mentalities in the Renaissance, Cambridge University Press, Nueva
York, 1984.

45. La escritura también puede ser considerada una temprana ayuda a la memoria. Platón, hablando
de ella, inició un tipo de queja que ha sido repetida desde entonces, cada vez que se ha descubierto
una nueva técnica sustitutiva de alguna facultad humana. Platón expresó el temor de que si las
personas empezaban a poner por escrito sus pensamientos, cesarían de usar la memoria para
retenerlos y ésta se enmohecería y terminaría por desaparecer. El único argumento que se puede
utilizar en contra de este razonamiento, que también se atribuye a la divinidad egipcia Thot, un
argumento, por cierto, que se ha revelado como básicamente acertado, es que los beneficios que la
escritura -o cualquier otra técnica-trajo consigo superaron con creces la posible pérdida de potencia
memorística -o de cualquiera que fuera la facultad amenazada. En cualquier caso, esto no elimina la
necesidad de teorizar acerca del proceso ni la conveniencia de analizar los cambios que la nueva
técnica origina en la sociedad o en la concepción del mundo. Está por decidir, sin embargo, si las
nuevas técnicas de la imagen -sustitutivas de la visión e incluso del razonamiento- traen más
ventajas que inconvenientes. Dejo el argumento para posteriores capítulos.
46. Según Wittgenstein, la estructura última de nuestros pensamientos estaría formada por
imágenes que el lenguaje no haría sino ocultar.

47. A pesar de la insistencia lacantiana sobre la estructuración lingüística del inconsciente, no hay
que desechar la posibilidad de que las unidades básicas de este lenguaje estén formadas por
imágenes.

48. "La relación de semejanza que se establece entre el lenguaje utilizado para describir el
funcionamiento del cerebro y el usado para hablar de las propiedades de los ordenadores y su
memoria no es accidental, ya que la mayoría del pensamiento actual sobre la biología de la
memoria está influenciado -y constreñido- por un conjunto de analogías provenientes de la
tecnología del ordenador y de la teoría de la información." (The Oxford Companion of the Mind,
art. "Memoria: bases biológicas" por Steven Rose). Queda mucho por decir acerca de este
fenómeno, pero en ambas direcciones: constreñimiento del pensamiento biológico, a la vez que
influencia de nuestra idea de la mente sobre en el diseño -y denominación- de la estructura del
ordenador.

49. Erving Gofinan analiza lo que él llama marco conceptual o cognoscitivo en su libro Frame
Análisis, Harper, Nueva York, 1974. Citado por James Naremore en Acting in the Cinema (pág.
14), University of California Press, Berkeley, 1988.

50. Puede que los ultimísimos experimentos en tomo a la realidad virtual hayan traspasado este
límite y nos estén mostrando las primeras posibilidades de una imagen sin límites. Se trata
indudablemente de una imagen con todas las características de una alucinación.

51. Un paso más en el proceso de imaginización del mundo: pensar que la mirada orienta la
realidad frente al espectador. Ya nada queda a sus espaldas, o por lo menos, aquello que no está
frente a él no existe realmente.

52. Antes de la fotografía, hubiera sido verdaderamente absurdo separar tiempo y realidad, pero
éste es precisamente uno de los varios fenómenos que tienen su origen en la aparición de la técnica
fotográfica. No de otra forma hubiera podido H.G. Wells imaginarse una máquina del tiempo.

53. He aquí una de las primeras manifestaciones de un fenómeno estrictamente contemporáneo: la


salvación a través de la máquina. Se inicia el proceso de secularización de cierta parte de la
escatología que acabará en el postmodernísimo culto al cuerpo y en la conversión de la pureza del
alma en salud del cuerpo; del pecado en enfermedad y de la vida eterna en el cielo en vida
indefinidamente prolongada en la tierra.
54. Como he dicho antes, el aura que caracteriza a la obra de arte (Benjamín) desaparece con la
reproducción técnica de la misma, mientras que la realidad, por el contrario, se convierte en
aurática cuando es reproducida técnicamente... Por lo tanto, si se reintroduce el arte en una realidad
reproducida técnicamente, ésta pierde el aura que había adquirido mediante la técnica (aunque
quizá gane el aura artística). Es decir, que la obra de arte -intrínsecamente original deja de serlo
cuando se la reproduce en serie, mientras que la realidad -intrínsecamente repetitiva- adquiere
originalidad al ser reproducida técnicamente. Una fotografía es una imagen, original, de una
realidad repetitiva, pero si se la confecciona artísticamente, deja de pertenecer exclusivamente a
esta categoría referenciada a la realidad y adquiere una sobrecategoría de obra de arte, con toda su
fenomenología a cuestas (una doble fenomenología en este caso: en cuanto a imagen y en cuanto a
obra de arte). Quizá el concepto más controvertible sea aquí el de originalidad de la imagen. La
imagen, por definición, carece de original, de un ejemplar único al que remitir su génesis, pero en
cambio, sí puede considerarse original en cuanto a su relación con una realidad que se revela como
copia de sí misma ante la unicidad de la imagen.

55. Esta temprana obsesión con el realismo fotográfico fue aprovechada más tarde para crear un
proceso mucho más complicado de relación -sutura- entre el sujeto y las imágenes: el espacio
hipnótico que describiré en otro capítulo.

56. Años más tarde, el cinematógrafo, con su incrementado realismo, pondrá de nuevo en primer
plano esta misma contradicción: las polémicas ideas de Krakauer o Bazin son ejemplos perfectos de
la postura anti-artística, mientras que Godard y la tradición brechtiana lo son de la postura
contraria. Ambas posturas pueden ser consideradas idealistas en el sentido de que ninguna toma en
consideración las características específicas de la imagen en relación con la realidad y el sujeto.
Ambas corrientes consideran la realidad como algo absoluto e imposible de modificar en el sentido
fuerte del término (en una revolución no se cambia la realidad física, sino la estructura social o la
relación de los seres humanos con la misma). Hay que esperar a Pasolini para encontrar a alguien
capaz de entender la ecuación entre realidad e imagen de la realidad. Digámoslo de una vez por
todas: materialismo es una palabra muy fuerte, pero el único mundo que resta incorruptible después
de haber aplicado a él todas las hermenéuticas posibles, es un desierto, e incluso en un desierto
pueden producirse espejismos.

57. Esta puesta en escena final puede ser de hecho considerada muy similar a la que ciertos pintores
acostumbraban a realizar antes de iniciar el cuadro, para componer el boceto del mismo. Este
paralelismo nos permite contemplar la básica distinción entre los dos medios, fotografía y pintura,
puesto que de dos disposiciones reales idénticas surgen representaciones contrapuestas; mientras
que de una, de la pintura, no puede surgir sino una elaboración artística, la otra, la fotografía, no
puede romper de ninguna manera las cadenas que la convierten en documento, en reportaje, aunque
sea reportaje de una realidad teatralizada, la realidad de los modelos posando para un fotógrafo.

58. Algunas corrientes postmodernistas han recuperado para el arte este tipo de kitsch.

59. Hay que repetir que esto no quiere decir que el tipo de fotografías del que estamos hablando -
especialmente, el desarrollo de la tendencia artística que lleva, paralelamente en fotografía y en
cine, a Paul Citroen y Alexander Rodtschenko, por un lado, y a Ruttmann y su película La sinfonía
de una gran ciudad, por el otro- no jueguen ningún papel en la reorganización de la nueva
concepción del mundo o que, más tarde, cuando la relación entre imágenes, realidad y sujeto haya
sufrido cruciales transformaciones, las fotografías artísticas no vuelvan a ser consideradas reales
(en el sentido de que una imagen procesada electrónicamente es considerada real). Estamos
hablando de procesos históricos y por lo tanto sujetos a cambios.

60. Lo que salvó a la fotografía, como medio, de convertirse en una especie de cuarto de los trastos
-una colección de viejas y polvorientas carcasas- es precisamente su bifurcación posterior, hacia el
cine, por un lado, y la publicidad, por otro.

61. Hayden White, Metahistory (The Logical Imagination in Nineteenth-Century Europe), The
Johns Hopkins University Press, Baltimore, 1973.

62. Si Norman Bates, el personaje de Psicosis, hubiera preservado como recuerdo una reliquia de su
madre muerta, en lugar de momificarla a ella, hubiera sido un chico bastante normal, aunque un
poco anticuado. Por el contrario, tal como aparece en el film de Hitchcock, no es otra cosa que un
verdadero fenómeno postmodemo.

63. En la novela de Brian Moore, The Great Victorean Colection (Ballantine, Nueva York, 1976),
un tal Anthony Maloney descubre una buena mañana que en el solar que hay junto al motel donde
ha pasado la noche se ha materializado de la nada una completísima colección de objetos
victorianos. "Es como si hubiera memorizado un enorme catálogo", explica el protagonista de tan
extraño fenómeno que constituye un emblema de esta recuperación del pasado de la que estamos
hablando. Pero el libro que narra de forma más perfecta el siguiente paso en el proceso, es decir, la
conversión de la acumulación victoriana en un mundo disneylandiano es We Can Build You, de
Philip K. Dick (Daw Books Inc., 1972).

64. Como ejemplo de este fenómeno tenemos la utilización en un programa de TV de imágenes de


archivo no para hacer la crónica del momento que estas imágenes representan, sino para adornar
otras imágenes.
Joseph M. Català Doménech La violación de la Mirada (La imagen entre el ojo y el
espejo.) Capítulo 1.

S-ar putea să vă placă și