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las ideologías, el filósofo quiere poner sus conocimientos al servicio de la liberación de los

hombres. Pensemos, sin ir más lejos, en Platón. Su doctrina de las ideas, formulada en el
libro VE de la República, es inseparable de su proyecto político: la construcción de un Estado
perfecto según el modelo ideal que el filósofo puede descubrir mediante el ejercicio de la
reflexión. Platón quiere saber cómo son las esencias de las cosas para que los hombres
puedan organizar mejor su vida y su sociedad. Del mismo modo, cuando Marx reconstruye en
la Ideología alemana las distintas fases que ha atravesado la humanidad en su historia, no lo
hace movido por un puro interés científico en conocer mejor el pasado, sino en la convicción
de que este conocimiento del pasado puede aportar luz sobre el futuro y sobre la actividad que
los hombres han de realizar en el presente para que ese futuro, la sociedad sin clases, sea
alcanzado. Esta voluntad emancipadora de la filosofía la convierte en una disciplina incómoda
para todos los poderes establecidos o para los "bienpensantes" de cualquier sociedad. Ya
hemos mencionado el "martirio" filosófico de Sócrates, pero podemos también pensar en la
persecución experimentada por otros muchos filósofos como Antonio Gramsci, de quien el
fiscal del tribunal de la Italia fascista decía "hay que evitar que este cerebro funcione" para
enviarlo a la cárcel donde escribiría, antes de morir, lo mejor de su obra.
Evidentemente, puede suceder que una determinada filosofía se convierta en ocasiones en
un arma ideológica al servicio de las clases poderosas. Pero esto sucede justamente cuando la
filosofía comienza a no ser ya tal. El pensamiento filosófico puede perder su aliento de
radicalidad y de crítica para convertirse en una pura repetición mecánica de lo que otros ya han
dicho en el pasado: el "gran filósofo" es endiosado y convertido en criterio último de verdad.
Pero esto sólo puede hacerse a despecho de la intención original del pensador verdadero.
Marx, por ejemplo, decía que él no era "marxista" oponiéndose así a toda veneración es­
colástica de sus ideas. Y es que toda verdadera filosofía, lejos de ser una adoración repetitiva
del pasado, consiste en un intento de radicalización y de desenmascaramiento de las ideas que
ocultan a los hombres su verdadera realidad, con el fin de hacerlos conscientes de la misma y
de poner esta verdad al servicio de su emancipación definitiva. De este modo, tenemos ya ante
nosotros los tres caracteres que definen la actividad filosófica en el conjunto de las actividades
teóricas de los hombres: radicalidad crítica, sospecha desenmascaradora y voluntad práctica de
emancipación.

3. Relación entre filosofía y ciencia


Estos caracteres de la actividad filosófica pueden servir sobradamente para distinguir la
filosofía de las llamadas "ciencias positivas." Ciertamente, no han faltado en la historia mu­
chos filósofos que han pretendido una identidad perfecta entre ciencia y filosofía. Así, por e-
jemplo, para el idealista Hegel, la filosofía es la Ciencia Suprema del Espíritu. Para otros
pensadores de tendencia también idealista, la filosofía, aunque no es de hecho una ciencia,
debería llegar a constituirse como tal; es decir, debería de trabajar con los mismos métodos,
el mismo rigor y exactitud que son propios de las ciencias positivas. Y no les falta razón a
estas posturas en cierto sentido: la filosofía verdadera se ha caracterizado siempre por un deseo
de rigor y de exactitud. Los que la confunden con la poesía o con la literatura difícilmente
pueden ser considerados auténticos pensadores. Ahora bien, el que en filosofía no sirve el
mero discurso literario o propagandísitico no quiere decir que la ciencia y la filosofía sean una
misma cosa.

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Para ver las diferencias entre un modo de saber y otro, comencemos por considerar en qué
consiste el conocimiento científico (tanto en el campo de las ciencias naturales como en el de
las ciencias humanas). Lo que caracteriza la actividad cotidiana del científico es la búsqueda y
el descubrimiento de las leyes por las que se rige el universo o las sociedades e individuos
humanos. Así, por ejemplo, los físicos y astrónomos pretenden hallar, al cabo de sus in-
vestigaciones, las leyes matemáticas que describen adecuadamente los movimientos de de-
terminados cuerpos celestes. Igualmente, un biólogo investiga las leyes según las cuales se
transmiten, por ejemplo, los caracteres hereditarios en una cierta especie. Se puede decir, en
general, que la ciencia ha alcanzado un grado alto de madurez cuando es capaz de formular le-
yes matemáticas que le permiten predecir con la mayor exactitud posible el comportamiento
de los objetos con los que trabaja. La gran posibilidad que las leyes científicas aportan a los
hombres es la de hacer predicciones.
Así, por ejemplo, una ley me sirve para saber no sólo cómo discurrió la trayectoria del
sol o cómo se comportó un determinado ser vivo, sino también para saber cómo lo hará en el
futuro. El conocimiento exacto de un comportamiento futuro entraña una riqueza enorme de
posibles aplicaciones prácticas —técnicas— de los avances en el conocimiento humano.
Ciertamente, esta exactitud se logra más fácilmente en las ciencias naturales que en las cien-
cias humanas y sociales. Dados una serie de datos, por ejemplo, sobre los movimientos de
los planetas en el sistema solar, podemos predecir con gran precisión el momento en que se
producirá un eclipse de sol. En otras ciencias, como la economía o la sociología, que trabajan
con fenómenos humanos, es más difícil la formulación de leyes tan rigurosas: no es fácil
predecir una crisis económica o una revolución social. Pero no cabe duda de que, a pesar de
tales limitaciones, la intención de los científicos sociales es también la de descubrir las leyes
que rigen los fenómenos humanos; y el acierto en un buen número de sus pronósticos ates-
tigua que tal descubrimiento se logra, al menos parcialmente.
La filosofía, como hemos visto, no pertenece a las ciencias positivas de la naturaleza o
del hombre, sino a las ciencias críticas. Esto no quiere decir que el filósofo puede prescindir
en su trabajo del conocimiento de las leyes que descubren las ciencias positivas. Una filosofía
que no tenga en cuenta los datos de las ciencias se convierte inmediatamente en una mera es-
peculación vacía. Muchos filósofos, al tratar por ejemplo del mundo natural, cometieron
verdaderos disparates, fruto de su ignorancia del estado de las ciencias en su época: la filosofía
de la naturaleza de Hegel es buen testimonio de ello. Pero una filosofía que quiere tener bien
anclados sus pies en la tierra ha de tener muy en cuenta esa fuente inagotable de cono-
cimientos sobre el mundo real que las ciencias positivas representan. Ahora bien, la filosofía,
por su carácter crítico, aunque deba tener muy en cuenta los datos y las leyes de la ciencia
positiva, se diferencia muy notablemente de aquellas: la filosofía como hemos dicho, tiene
unos caracteres —radicalidad, desenmascaramiento y voluntad emancipadora— que la dife-
rencia notablemente de las ciencias positivas.

3.1. La filosofía como radicalización de las ciencias


La filosofía, como saber racional, comienza justamente donde terminan las ciencias
positivas. El filósofo es alguien que se pregunta justamente por la raíz misma de las cien-
cias. Estas nos pueden describir con gran exactitud un gran número de leyes que rigen el
mundo físico. Pero la pregunta filosófica va más allá del mero descubrimiento de esas leyes;
puede preguntarse por ejemplo qué es una ley. Y esto es algo que las ciencias positivas ya no
pueden responder. Estas solamente nos proporcionan una gran cantidad de datos y leyes sobre

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los fenómenos del mundo natural, de enorme utilidad para hacer predicciones que sirven al
mejoramiento de la vida humana: así podremos saber con gran rigor cuándo es que va a haber
un eclipse. La cuestión filosófica es más radical y comienza cuando nos preguntamos, por
ejemplo, cómo es posible que una ley que está solamente en nuestra cabeza describa con tanta
precisión lo que sucede a distancias enormes de nuestro planeta: ¿será que la naturaleza tiene
escrita en sí misma estas leyes, de modo que no están solamente en nuestra cabeza, sino
también en las cosas? Y entonces, ¿cómo está hecha nuestra mente para que tenga esa capa-
cidad de reflejar con tanta precisión las leyes que están fuera de ella, en el mundo natural?
Las preguntas filosóficas son por esto mucho más radicales que las científicas, y no pueden
responderse de una forma meramente científica. Una ley no responde a los grandes interro-
gantes de la filosofía, justamente porque la filosofía se puede preguntar por el sentido mismo
de las leyes. La radicalidad del filósofo puede llegar hasta el punto de cuestionarse, como hizo
Leibniz, por qué hay algo en lugar de nada. Evidentemente, se trata de preguntas que no se
pueden responder con facilidad y que escapan al dominio del científico. Y para tratar de re-
solver estas interrogantes no basta con refugiarse en la mísitca o en la poesía. El verdadero
filósofo tratará de articular una respuesta racional a estas cuestiones, o, al menos, tratará de
mostrar porqué estas cuestiones no pueden ser respondidas. De ahí la dificultad de la tarea fi-
losófica, y también de ahí su carácter abierto. La filosofía es una tarea constante, que no tiene
fin. Solamente el dogmático, el no filósofo, piensa que todo está ya resuelto con ésta o
aquella teoría. Un gran filósofo de nuetro siglo, Edmund Husserl, decía en sus últimos años
que él, más que filósofo, lo que apiraba a ser era un mero principiante en filosofía; pero, eso
sí, un verdadero principiante.

3.2. La sospecha filosófica ante las ciencias


En segundo lugar, la filosofía se diferencia de la ciencia por su actitud de sospecha y de
desenmascaramiento. Las ciencias, con todos sus enormes avances a lo largo de los últimos
siglos, pueden proporcionamos un enorme acervo de datos sobre la realidad, organizados
según rigusosas leyes matemáticas. Pero las ciencias difícilmente pueden reflexionar sobre sí
mismas. Cuando el científico reflexiona sobre su propia tarea deja de ser científico para pasar
a ser filósofo. La mera búsqueda de leyes no puede responder a preguntas filosóficas por el
valor de las ciencias, su contribución al progreso, su papel en la sociedad o en la historia,
etc. El filósofo, aunque sea un científico-filósofo, es quien llega a hacerse por ejemplo la
pregunta insidiosa: ¿ha sido beneficioso el desarrollo de las ciencias para la humanidad? Y
esta ya no es una cuestión científica, sino una cuestión sobre la ciencia, que se hace desde
fuera de la misma. Como hemos dicho anteriormente, no cabe duda que las ciencias naturales
han significado una importantísima contribución a la liberación del hombre del yugo que le
impone la naturaleza, como también las ciencias sociales han contribuido a la mejor orga-
nización de la economía y de las sociedades humanas. Pero no es tan claro que la ciencia por
sí misma sea siempre beneficiosa para la humanidad, piensen lo que piensen los científicos.
Para muchas visiones no ingenuas del progreso, las ciencias no solamente han traído bene-
ficios para el hombre, sino también nuevas formas de esclavitud. Pensemos en la cruel explo-
tación del hombre por el hombre que acompaña a la industrialización, o en la creciente con-
taminación de la tierra y en el agotamiento de recursos. Es más, en nombre de la ciencia y del
progreso se ha sometido a pueblos enteros, condenándolos a la servidumbre o a la desapa-
rición. La ciencia, además de liberar respecto de las inclemencias del mundo natural, puede ser
también un medio de consagrar la división entre naciones o entre clases sociales, distinguien-

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do a los que "saben" de los "ignorantes y analfabetos;" a los pueblos "civilizados" de los sal­
vajes."
Y es que las ciencias positivas, además de descubrirle al hombre verdades de suma impor­
tancia, pueden servir también para ocultarle su verdadera realidad. En el mundo moderno es
frecuente que las ideologías que legitiman una determinada sociedad se presenten a sí mismas
como "científicas." Así, por ejemplo, las justificaciones del capitalismo suelen apelar a las
ciencias económicas para mostrar la superioridad de este sistema. También la ciencia sirve
para obligar a hombres y mujeres y pueblos enteros a aceptar el sometimiento a los "técni­
cos" y "especialistas." En nombre de la ciencia se legitima la desigualdad social, las diferen­
cias enormes de salarios, la marginación de mayorías enormes de población, etc. La ciencia
sirve también para justificar la destrucción del medio ambiente, la contaminación, el éxodo
masivo de población, la reducción de plantillas laborales, etc. Por eso es una tarea de suma
importancia para la filosofía de hoy el mostrar los límites de la ciencia. Es decir, mostrar
que la ciencia, lejos de ser un saber "neutral" y "sin compromiso," fuente de verdades
absolutas e indubitables, es, en realidad, una actividad teórica que surge en sociedades
concretas, ejercitada por hombres concretos y al servicio de intereses concretos. Son las
naciones dominantes y las clases sociales más poderosas quienes de hecho financian la
actividad de los científicos, y esto no deja de ser muy importante. De ahí que la actitud
filosófica, en lugar de consistir en un culto a la ciencia, ha de sospechar e indagar los usos
sociales que de la ciencia se hacen. El buen conocimiento de la ciencia que ha de tener el
filósofo necesita ser complementado con un desenmascaramiento respecto de su uso
ideológico: la filosofía es crítica de la ciencia como ideología.

3.3. La voluntad emancipadora de la filosofía


Todo este carácter radicalizador y crítico que hemos atribuido al saber filosófico no
descansa sobre sí mismo. Es decir, en filosofía no se trata de desarrollar un mero gusto por la
crítica, sino que toda crítica filosófica auténtica está siempre al servicio de la emancipación
del hombre. Una crítica que no pretenda ir más allá de sí misma es un puro ejercicio mental
que solamente beneficia a quien la ejerce y a quienes desean que todo siga como está. La filo­
sofía, al poner en ejercicio su carácter crítico, lo hace en función de un proyecto más o me­
nos concreto de transformación de los hombres y de las sociedades. La filosofía pretende
convertirse en un instrumento para la toma de conciencia de los hombres sobre su propia si­
tuación y en un estímulo, para el desarrollo de una actividad emancipadora. Y en ello radica
una importante diferencia con las ciencias positivas. Puede suceder, sin duda, que un cientí­
fico determinado abrigue en su interior el deseo de contribuir al bien de su humanidad, y que
encauce este deseo buscando por ejemplo nuevas fuentes de energía. Pero la investigación
científica y sus resultados no son liberadores por sí mismos. Esos resultados del trabajo
científico pueden utilizarse para la búsqueda de una emancipación del hombre, pero también
para su sometimiento o su destrucción. Una nueva fuente de energía —pensemos en la ener­
gía nuclear— puede ser también utilizada con fines netamente explotadores o destructivos. Es
más; muchos avances científicos están en la actualidad directamente ligados a proyectos de
tipo militar. Mientras que la ciencia puede ser utilizada de muy distintos modos, a la filosofía
le corresponde esencialmente la pretensión de liberar a los nombres, uniendo su actividad
teórica a una praxis emancipadora.
En definitiva, la filosofía es un modo de saber que necesita inexorablemente de las
ciencias —naturales y sociales— como modos de conocimiento privilegiados de la realidad.

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Pero al mismo tiempo, la filosofía, por su carácter crítico, es un saber que va más allá de las
ciencias, para revisar sus fundamentos e incluso para poner en tela de juicio sus pretensiones
de neutralidad y de objetividad desinteresada. De ahí la autonomía de la filosofía respecto a la
ciencia; la filosofía es un saber netamente autónomo, como decía Kant, "atreverse a usar el
propio entendimiento sin la dirección de otro," aprender a pensar.

4. Disciplinas que pertenecen a la filosofía


La filosofía es sin duda un saber unitario. Lo propio del filósofo, cuando es un filósofo ra-
dical, es justamente buscar una interpretación más o menos sistemática de la realidad, en la
cual se muestre de algún modo la unidad del mundo y del hombre. Por esto, es frecuente que
muchas filosofías busquen algo así como un principio único (el ser, Dios, la materia, la
Idea, etc.) desde el cual poder interpretar la totalidad de lo que hay. Esta es la razón por la cual
muchos filósofos no aceptarían la división de la filosofía en áreas y disciplinas distintas. Para
Heidegger, por ejemplo, el afán de dividir y subdividir los campos de los que se ocupa la fi-
losofía en teoría del conocimiento, metafísica, lógica, etc., etc., es un síntoma de decaden-
cia: un verdadero pensador se enfrenta a los problemas de un modo unitario, proporcionando
una visión general del mundo y del hombre. La disgregación de las tareas filosóficas en una
multiplicidad de disciplinas no es, para él, más que el reflejo de un modo escolástico de pro-
ceder, fruto de un agotamiento de la capacidad de hacer filosofía de un modo creativo y
original.
Ciertamente, la filosofía deja de ser tal cuando se escinde en una multitud de campos y de
tratados yuxtapuestos, sin ninguna conexión sistemática entre sí. La filosofía, cuando es
verdaderamente radical, aspira a una comprensión unitaria de la realidad. Pero esto no quiere
decir que los estudios filosóficos no se puedan desarrollar en distintos capítulos disciplinas o
tratados. Lo importante es que esta división no signifique una disgregación o una descom-
posición de la unidad fundamental del pensar filosófico. El pensador auténtico, aunque se
ocupe de campos y de problemas parciales, no pierde de vista la unidad fundamental de su
tarea. Una filosofía verdadera pone de manifiesto la imposibilidad de separar, por ejemplo,
una teoría de la realidad de una concepción de la inteligencia, o una idea de hombre de una de-
terminada concepción de la ética, etc. Una división de las tareas de la filosofía no debe nun-
ca perder de vista esta unidad fundamental.
Entonces, ¿en qué tareas o disciplinas se puede dividir la actividad del filósofo? No existe
una respuesta unívoca a esta cuestión, y a lo largo de la historia nos encontramos con mu-
chas y muy diversas subdivisiones del saber filosófico, de tal modo que actualmente tenemos
una multitud de posibles denominaciones de cada una de estas disciplinas y también una mul-
titud de ordenaciones distintas de las mismas. Cada filósofo dividiría de un modo propio y
original su propia obra. Lo importante, por eso, es caer en la cuenta de que esta división, le-
jos de ser una clasificación universal y única, válida para todos los hombres de todos los tiem-
pos, más bien responde a los distintos problemas y a los distintos campos de reflexión que se
le presentan al filósofo. Y no todos los filósofos se han ocupado de los mismos problemas.
Así, por ejemplo, el problema filosófico del conocimiento no cobra un carácter central en
filosofía hasta la era moderna, y no es por tanto hasta entonces cuando aparece una disciplina
filosófica llamada "teoría del conocimiento." Vamos a ver a continuación una posible
división de las tareas filosóficas que trata de responder a los principales problemas a los

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