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FILOSOFÍA POLÍTICA I

Tema 1: La tradición liberal


1. Orígenes y fundamentos de la tradición liberal

El liberalismo comienza a gestarse como movimiento político ya desde media-


dos del siglo XVII y triunfa definitivamente a lo largo de siglos XVIII y XIX. La tradi-
ción liberal configura un modelo ideopolítico específico en el que predomina la
constante tensión entre la defensa del individuo, sus derechos y sus libertades
por una parte, y el reconocimiento de la necesidad de un poder, por otra. El libe-
ralismo tiene su origen en aquel grupo de pequeños propietarios y miembros del
ejército de Cromwell, que en la Inglaterra de mediados del siglo XVII logró plan-
tear públicamente muchas demandas de libertades y derechos individuales.
El individuo liberal es un propietario, que se caracteriza por ser poseedor de
su persona y capacidades, así como de los frutos que de su trabajo se deriven. El
«propietarismo» se convierte así en elemento básico de la concepción liberal-
clásica del individuo. Este rasgo posesivo constituye el atributo esencial del indi-
viduo y aquello que hace posible la auténtica libertad moderna. Para el liberalis-
mo clásico los individuos son libres. Tal libertad no la otorga la sociedad o el Es-
tado que están obligados a respeta, proteger y promover. Sin embargo, la tradi-
ción liberal tiene presente que la libertad individual necesita ciertas restriccio-
nes. Por esta razón los liberales clásicos se mostraron dispuestos a reducir la li-
bertad en aras de otros valores y de la propia libertad. De ahí que para ellos ésta
no consista en la posibilidad de que cada cual haga lo que quiera sino más bien
en estar libre de la coacción de los demás, algo que como el propio Locke sostu-
vo «no puede lograrse en ausencia de la ley».
El reconocimiento del pluralismo y el conflictivismo propios del modelo liberal
de individuo y sociedad plantea tres problemas muy relacionados. El primero de
ellos es la cuestión de cómo alcanzar y preservar una sociedad pacífica y ordena-
da dada la natural pluralidad y conflictividad entre diferentes individuos y grupos
con fines e intereses igualmente plurales y opuestos. El segundo alude a cómo
constituir la sociedad de manera que las libertades y derechos individuales estén
protegidos de las interferencias del Estado, de los grupos sociales o de otros indi-
viduos. Y el tercero se refiere a cómo organizar la sociedad de modo que los dis-
tintos intereses y fines individuales en conflicto puedan influir en la toma de de-
cisiones políticas. La mejor solución a los inconvenientes del pluralismo y el con-
flictivismo propios a su modelo de individuo y de sociedad era la construcción de
un Estado al que los individuos únicamente habían de ceder su derecho natural
a castigar a quienes hubiesen dañado su vida, libertad y posesiones.
Los liberales clásicos hicieron un gran esfuerzo para alcanzar un difícil equili-
brio entre el individuo y sus derechos y el Estado y sus poderes coactivos. El go-
bierno representativo fue para los liberales clásicos la forma de gobierno más
adecuada. Solían combinar este modelo de gobierno representativo con la defensa
de la monarquía constitucional.

2. Interludio: La crisis y los rostros del liberalismo

Las sociedades a que da lugar el capitalismo industrial imperante hacia me-


diados del siglo XIX son ya muy diferentes de aquellas en las que nació el libera-
lismo hacia mediados del siglo XVII. El aumento de la lucha por el poder y la in-
fluencia políticas son transformaciones que cambian drásticamente la naturaleza

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y condiciones de las sociedades en tránsito hacia el siglo XX. En ellas se acentúa


de manera especial la intensa actividad reguladora del Estado con el doble pro-
pósito de organizar el funcionamiento de la economía capitalista y mejorar las
condiciones de vida y de trabajo de la población. Pero las contradicciones no fue-
ron únicamente las propias de un modelo de Estado que ya no se regía fielmente
por los principios del pensamiento liberal que supuestamente lo fundamentaba.
Fueron también internas a la tradición liberal debido a que ésta se vio sometida a
una larga crisis «al surgir la necesidad de unir las anteriores ideas de libertad con
la creciente demanda de organización social». Si el periodo transcurrido desde las
guerras napoleónicas hasta la Primera Guerra Mundial había constituido la era
del liberalismo, en los años posteriores a esta última se produjo un rechazo ha-
cia tal tradición política. Durante estas décadas, además de la crisis del libera-
lismo se produjo su parálisis, derrota y fosilización a manos de otras corrientes
de pensamiento político. Esta situación llevó a muchos liberales de la época a
concluir que el liberalismo tenía que superar las limitaciones impuestas por la
tradición y abrir un camino de transición hacia un nuevo liberalismo que debía
dar continuidad a la tradición.
Los intentos de reforma del programa liberal discurrieron en muy distintos
sentidos. Para muchos liberales de la época el recrudecimiento de las pésimas
condiciones de vida y trabajo, así como el declive económico ya iniciado a media-
dos del siglo XIX, ponían en evidencia la creencia liberal de que el desarrollo eco-
nómico solucionaría estos problemas sociales. Fue por ello que defendieron un
amplio programa de reformas sociales que aspiraba a forjar un nuevo orden so-
cial en que se diesen las condiciones de vida imprescindibles para la liberación y
el desarrollo de las capacidades de todos los individuos. Esta nueva forma de or-
ganización social debería integrar y reconducir las actividades económicas priva-
das pero «convirtiéndolas en instrumento al servicio del desarrollo de las capaci-
dades superiores de los individuos». Contribuyeron con todo ello a perfilar un
nuevo liberalismo «social» caracterizado, en primer lugar, por su interés en dis-
tanciarse del liberalismo clásico; y, en segundo lugar, por una mayor sensibili-
dad hacia las enormes desigualdades e injusticias que el desarrollo capitalista
había generado. Pero aquellos intentos del programa liberal también dieron lugar
a un «nuevo liberalismo clásico», dispuesto a rechazar la creciente regulación
económica y asistencia social del Estado cada vez más aceptada por la propia
tradición liberal y despreocupado por las desigualdades e injusticias sociales y
sumamente hostil hacia la creciente intervención del Estado.

3. El liberalismo social: la revuelta contra la libertad negativa

El viejo individualismo del liberalismo clásico estaba pasado de moda. Debía


ser sustituido por un nuevo «individualismo» para el cual el individuo fuera un
ser social y autónomo, además de racional. Ya no se ve a la sociedad como un
mero agregado de individuos egoístas sino como una entidad colectiva conforma-
da por individuos racionales y autónomos capaces de ayudarse mutuamente.
Desde T. H. Green a J. Rawls, el liberalismo social sigue siendo tan individualis-
ta como lo fue el liberalismo clásico pero lo es de otro modo. Apuesta por un nue-
vo tipo de individualismo que se denominará «individualismo social». Éste sos-
tiene que para ser realmente libres los individuos han de estar en condiciones
de hacer el mejor uso de sus facultades, oportunidades, energías y vida. Tales
consideraciones supusieron un cambio sustancial respecto de la interpretación
del liberalismo clásico.

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Los nuevos liberales creían también que la libertad debía de ser restringida en
aquellos casos en que pusiera en peligro el desarrollo físico y moral del bienestar
social. Y esto es especialmente importante en el caso del derecho de propiedad,
pues éste «no es un derecho absoluto del propietario individual que el Estado está
limitado a mantener en su nombre». Cualquier propiedad y riqueza es en parte
producto del esfuerzo de un sinfín de individuos. De ahí que el Estado tenga el
derecho y la obligación de regular su uso y disfrute. Por otra parte, para el libera-
lismo social el desarrollo del individuo y el ejercicio de la libertad «en sentido po-
sitivo» están profundamente vinculados con la igualdad, así como la justicia so-
cial y la redistribución de la riqueza. Cree que el resultado de la deseable compe-
tencia por la riqueza, los recursos o las ventajas sociales está claramente influido
por las condiciones en las que cada individuo inicia dicha competencia. Es por
ello que insiste en apostar por la igualdad de oportunidades. Ésta habría de al-
canzarse a través de un plan de reformas sociales que estableciese diversas polí-
ticas públicas destinadas a igualar las condiciones de partida de aquellos que
han de competir por la riqueza y los recursos sociales. El estado debe ofrecer a
los individuos ciertos recursos y bienes sin los cuales no les sería posible aquel
ejercicio de la libertad en sentido positivo. Y esto para el liberalismo social es
especialmente relevante en el caso del acceso al conocimiento, a la cultura y a la
educación. Esta última es «la oportunidad de oportunidades», la condición básica
para asegurar una auténtica igualdad de oportunidades en la competencia social
por los recursos. Lejos de aquél viejo liberalismo, el liberalismo social concibe
ahora al Estado como un instrumento para la consecución de la igualdad de
oportunidades y ciertas formas de justicia social. Se trata de usar al Estado para
ofrecer a los individuos las condiciones de vida mínimas a partir de las cuales
sean éstos los que establezcan sus propios objetivos.
Para el liberalismo social la prioridad de la libertad sobre el resto de princi-
pios de justicia es incuestionable y éste es el límite superior de la concepción libe-
ral de la justicia. El nuevo liberalismo habría de ser democrático, además de
igualitarista. El liberalismo social ha insistido desde sus comienzos en la necesi-
dad del sufragio universal, reconociendo con ello los derechos políticos de la mu-
jer.

4. El liberalismo conservador: reacción contra la libertad positiva

Los «nuevos liberales clásicos» hicieron una valoración muy crítica de la


realidad sociopolítica en la que se vieron inmersos. Ésta venía determinada por la
«sobrelegislación», lo que a su juicio constituía una enorme e injustificada proli-
feración de regulaciones que no hacía más que ampliar constantemente el alcan-
ce y los fines de la acción del Estado. El rasgo más característico del liberalismo
conservador contemporáneo es la hostilidad contra las exigencias de la libertad
positiva. Percibe como un terrible error la creciente intervención reguladora y
asistencial, que exige el control del funcionamiento de la economía de mercado y
el establecimiento de las condiciones propias para el logro de la libertad positiva.
La primera consecuencia de tan importante actividad estatal es extender la idea
de que el Estado es el responsable de poner remedio a «sufrimientos que son
curativos» y convertir a los individuos en sujetos que como adictos dependen de
sus ayudas.
Volver a recuperar los principios del «auténtico» liberalismo exige ofrecer una
respuesta correcta acerca de «qué puede hacer y qué no puede hacer» el gobierno.
El liberalismo conservador responde a tal cuestión intentando recuperar el indi-

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vidualismo radical propio del liberalismo clásico y para el cual los individuos
únicamente existen como «vidas separadas» cuyos derechos convierten en ilegí-
tima toda actividad del Estado que vaya más allá de sus funciones protectoras. El
fundamento de dichas posiciones se encuentra en su concepción de la propiedad
privada y la libertad individual. Para el liberalismo conservador la propiedad pri-
vada es el primero y más importante de los derechos individuales, un derecho
que admite muy escasas restricciones en cuanto a su uso y alcance. El derecho a
la apropiación y acumulación ilimitada de posesiones se convierte en un fin en
sí mismo. Para los liberal-conservadores el derecho de propiedad privada consti-
tuye la más importante garantía de la libertad individual. Ésta es un principio
moral sobre el cual no caben compromisos. La libertad no consiste en la posibili-
dad de que cada cual haga lo que quiera. Consiste única y exclusivamente en la
posibilidad de decidir y de actuar dentro de un ámbito en el que la coacción que-
da reducida al mínimo. Un ámbito que, sin embargo, exige la existencia del Es-
tado en tanto que sólo éste puede protegerlo y preservarlo. El liberalismo conser-
vador solventa la cuestión de la igualdad mediante el recurso a la mera igualdad
ante la ley y las oportunidades. Está excluido cualquier tipo de procedimiento de
justicia social o de redistribución de la riqueza a fin de asegurar a todos aquellas
condiciones sociales relacionadas con el acceso a la educación, la sanidad, la vi-
vienda y el trabajo. De ahí que el liberalismo conservador prescinda del concep-
to de justicia social y remita la solución de los problemas que de ella pretenda
afrontar a la caridad privada.
Para el liberalismo conservador contemporáneo la democracia es una «poliar-
quía». Se caracteriza por la existencia de una pluralidad de grupos de interés y
presión que se han convertido en auténticos centros de poder que han suplanta-
do a los ciudadanos y tratan de determinar la toma de decisiones políticas bus-
cando satisfacer sus propios intereses.

5. Las tensiones del liberalismo

La tradición liberal se encuentra entre el conservadurismo y el socialismo.


Sus desacuerdos y debates internos se han desarrollado a la par que sus tensio-
nes externas. El liberalismo social constituye un constante y prolongado esfuerzo
por configurar un nuevo liberalismo social que comparte un conjunto de ideas y
supuestos. El liberalismo conservador ha aportado otra revisión del programa li-
beral cuyo objetivo ha sido recuperar el individualismo posesivo y los principios
básicos de la sociedad de mercado defendidos por buena parte del primer libera-
lismo.
Las tensiones externas del liberalismo continúan siendo de mucha relevancia
y complejidad. La confrontación de la tradición liberal con la «alternativa» socia-
lista, la «reacción» conservadora y la «crítica» anarquista, ha sido una constante
desde los inicios de la modernidad hasta el presente, y no parecen existir razones
suficientes para creer que tales confrontaciones hayan llegado a su fin. Tales ten-
siones existen y continuarán existiendo a menos que creamos que ha tocado a su
fin el conflicto entre los modelos ideopolíticos rivales. Pero tal creencia es una no-
ción absurda.

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