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UNO.
La curaduría –como todos sabemos– no es una profesión liberal;
la capacitación de un curador no está definida por una formación
relativamente homogénea dentro de la educación superior, al
contrario de lo que ocurre con las ciencias o las humanidades,
sobre todo porque la autorización para ejercer como curador no
está regida por una restricción autoimpuesta sobre las
competencias, que otorgue a un cuerpo académico, sindical o
profesional el derecho de validar los títulos o condiciones bajo los
cuales uno está calificado para trabajar. A diferencia del impulso
hacia la profesionalización operado, desde hace unos treinta años,
por el desarrollo de las diferentes profesiones del mundo
museístico bajo el paradigma estatal francés de la museología y la
museografía –impulso que, a través de diversas asociaciones
como el Consejo Internacional de Museos (ICOM) o el Comité
Internacional para Museos y Colecciones de Arte (CIMAM), ha
intentado generalizar un código deontológico formal y una
regulación ética de las prácticas museísticas–, la noción de
curaduría, por su parte, se ha resistido a toda noción de
regulación académica o profesional. Parafraseando la conocida
tipología de Max Weber referida a las formas de autoridad –y a
pesar de los temores de muchos de nuestros colegas que
aprendieron su oficio a través de la sucesión tradicional implicada
por el aprendizaje a la antigua, o de aquellos que se hicieron
curadores por obra de una suerte de autoproclamación
carismática–, lo cierto es que la moderna reproducción “racional-
legal” de los curadores profesionales sigue siendo apenas una
fracción del actual sistema de reproducción de la profesión. De
hecho, puede decirse que prácticamente no hay curador para
quien el llamado de la vocación no involucre hasta cierto punto, en
sus inicios, una mezcla peculiar de modalidades genealógicas,
burocráticas y mesiánicas.
DOS.
Como sostuvieron Nathalie Heinich y Michael Pollak a finales de la
década de 1980 (aunque estaban equivocados al pensar que se
trataba tan sólo de una condición transitoria), el desarrollo de la
noción contemporánea del curador conlleva un cierto proceso de
“desprofesionalización”.1 Funciones que parecían, desde el punto
de vista del paradigma modernista del desarrollo de las
profesiones, el resultado de una tendencia hacia la especialización,
acompañando una creciente sofisticación del conocimiento con
una mayor división de tareas, parecen colapsar en el estilo cada
vez más idiosincrático de las condiciones del curador. Tareas
antes reservadas a críticos de arte, encargados de recolección de
fondos, entendidos en arte, artistas, marchantes, políticos
culturales, diseñadores de museos, archivistas, promotores
teatrales, historiadores, activistas, teóricos, aficionados,
secretarias y asesores profesionales, se fusionan en una
mezcolanza posmoderna. Cada curador es, por regla, una especie
de Frankenstein, un compuesto de todas esas identidades que
antes eran estables. No obstante, la mezcla y confusión de los
constructos de esas disciplinas no es nunca homogénea: hasta los
curadores institucionales son valorados precisamente por aquello
que sus colegas no son.
Sin embargo, Heinich y Pollak se equivocaron al entender esa
“crisis de la profesión” como resultado de un incremento y
especialización de las prácticas de exhibición temporarias y/o
como una reivindicación de autoría sobre las exposiciones,
provocada por la invasión de filósofos, antropólogos y artistas al
rol de productores de exposición y por la apropiación de la teoría,
tomada del cine, del auteur, o para ser más precisos, el
“curauteur”. Antes bien, debemos tomar en cuenta la deuda que la
redefinición y la des-definición de las prácticas curatoriales tienen
con al menos dos momentos históricos del arte: la autoconciencia
de la institución del arte y la naturaleza contextual de la práctica
artística, derivadas en gran medida de las coaliciones entre
artistas, pensadores y activistas culturales en torno del arte
conceptual a finales de los años sesenta e inicios de los setenta
en la metrópoli; y el tumulto de concientización geopolítica, política
identitaria y arte histórico resultante de que adquirieran visibilidad
las prácticas artísticas de la así llamada periferia y ese complejo
entrecruzamiento de regiones, genealogías y conceptos
provocado por las revoluciones del arte poscolonial y global de los
años noventa. El concepto de curador contemporáneo es
heredero tanto de la sensibilidad autocrítica que transformó las
exposiciones, instituciones y proyectos en autointerrogaciones de
los protocolos del poder institucional, provocadas por el
conceptualismo, como de la desterritorialización, la traducción, la
ruptura y las contaminaciones suscitadas por el descentramiento
del mundo del arte.2 Mucho más que “creación”, son dos las
palabras que plagan el vocabulario de nuestro oficio: negociación
e intervención. De hecho, se podría aseverar que si la curaduría
parte del ideal de pureza crítica del intelectual del siglo XX, ello se
debe a que su modo de operar y de pensar tiene que ver con lo
particular, y que, junto con la crítica, siempre instiga una cierta
negociación con los poderes, las epistemologías y los discursos
públicos. Un curador debe negociar todo menos su manera de
negociar. Esa es la razón por la que el término “curador”, más allá
de su genealogía como título heredado de la antigua ley romana
(el curatus, el conservador, cuidador o superintendente de una
propiedad ajena: por ejemplo, la de un huérfano), es el lugar de
una permanente revisión y reinvención de los contextos artísticos.3
TRES.
Dado que la curaduría, como se afirmó más arriba, es una
actividad contextual, estratégica, autocrítica y sobre todo ad hoc,
¿cómo es que hemos asumido de manera tan generalizada que la
capacitación curatorial puede ser materia de educación superior?
¿Cómo se puede pretender enseñar, esto es, impartir el
conocimiento e instruir en las habilidades de una práctica
inherentemente indeterminada y, en gran medida, desregulada?
¿Cómo se puede pretender reproducir individuos capaces de
asumir funciones tan híbridas, canibalísticas y singulares? Espero
que compartamos el común entendimiento de que, dada su
posición problemática en tanto que profesión, la curaduría no sólo
rehúsa una definición general, sino que además parece imposible
de enseñar como tal. La gente deviene / asume / presume la
función del curador, y ningún grado de educación superior puede
garantizar que alguien esté capacitado, no hablemos ya para una
curaduría adecuada, sino tan siquiera para la curaduría en sí. Esta
comprensión, que además implica el reconocimiento del campo
abierto (esto es, el campo extrauniversitario) de la vocación de
curador, deja no obstante un amplio espacio para acompañar,
nutrir y tutelar el proceso de la acción curatorial. En una palabra:
uno puede no ser capaz de enseñar curaduría, pero es
perfectamente viable (y cada vez más productivo) educar
curadores, esto es, persuadirlos de una cantidad de modos
posibles de operación, asistir su desarrollo intelectual, ético y
estético, contribuir al refinamiento del juicio mediante el consejo y
la crítica de su práctica. En otras palabras, la curaduría no es una
disciplina que pueda ser racionalizada por un conjunto de cursos y
tareas establecidos, pero los individuos comprometidos en el
proceso de convertirse en curadores profesionales se benefician
de la experiencia de un espacio especulativo e intersubjetivo de
estudio de la disciplina. Todo esto, desde luego, se aplica
especialmente si esos individuos carecen de toda experiencia
curatorial previa o están, de hecho, retornando al sistema
universitario en busca de una oportunidad de revolucionar sus
propias trayectorias. De igual manera, es enteramente posible que
los curadores puedan obtener además un beneficio específico del
hecho de procurar su propia educación fuera de los programas de
estudios curatoriales, involucrándose en una capacitación dentro
de cualquier otra disciplina pertinente, de acuerdo con sus propias
prioridades específicas.
De hecho, a pesar de la tendencia lógica y centrífuga de los
cursos curatoriales hacia la innovación y la diferenciación
recíproca –en especial en los últimos cinco años, cuando el
monopolio relativo de los padres fundadores de los programas de
estudios curatoriales (Bard College y el Royal College of Art) fue
seriamente socavado por muchas otras instituciones–, educar a
los curadores implica una cantidad de elementos en común. Pese
a la enorme diversidad en el diseño de los prospectos académicos,
la mayoría de los programas de estudios curatoriales dignos de
ese nombre, tanto en el Norte como en el Sur, ya sea en
programas de posgrado universitario o en emprendimientos
informales y casi amateurs, tiende a proporcionar a sus
participantes un núcleo de recursos pedagógicos:
CUATRO.
Hasta qué punto la educación del curador ha transformado
críticamente los trabajos del arte contemporáneo y sus
instituciones, o si es más bien un efecto colateral de la manera en
que el capitalismo contemporáneo cuenta con la educación
superior para naturalizar las divisiones sociales y de clase y
hacerlas aparecer como el resultado de la educación y del mérito,
es algo que no podemos saber.
Como práctica y modo de pensar arraigados en lo particular (lo
específico de las prioridades culturales y políticas, las
interacciones locales de diferentes estructuras de poder, el sesgo
saludable hacia cierto número y tipo de artistas contemporáneos),
la curaduría no es tanto una profesión como una función que se
ajusta y que muta de acuerdo con cada proyecto, muestra o
institución específicos. Incluso la estabilidad, rutina y dignidad
profesional relativas del curador de museo o institucional serían
insostenibles hoy sin los potenciales horrores de las tareas
múltiples, de los contactos, de la autofinanciación y de la
autopromoción. No es sorprendente que las actividades del
curador tiendan a provocar frecuentes recelos entre el público, los
periodistas, artistas, críticos de arte y, por sobre todo, la mayoría
de los académicos. Ninguna suma de validación académica, ni
siquiera el currículum de educación superior más exigente, es
capaz de disipar la impresión de que los curadores carecen de
toda competencia profesional compartida.
Pese a la extraordinaria pandemia a lo ancho del mundo, en los
últimos años, de estudios curatoriales y formaciones museísticas y
para galeristas, la curaduría sigue siendo en gran medida un
paraíso del improvisado. Como solía suceder con los poetas,
proclamar que uno es curador ni siquiera requiere que haya
organizado una exposición o proyecto: el curador es hijo de la
prestidigitación del discurso performativo. Todavía sucede que
para convertirse en curador baste con definirse como tal. Pero lo
que otorga a la curaduría su mala fama es al mismo tiempo su
potencial. Espero no ser el único en pensar que si todos nosotros,
independientemente de nuestra educación, somos curadores de
facto, imposibilitados de esperar una validación profesional de
parte de nuestros pares, no es porque nuestra des-definición
profesional sea una aberración. Que toda clase de curadores, los
educados y los arribistas, compitan, colaboren y se mezclen en el
mismo espacio, sigue siendo uno de los principales obstáculos
para la neutralización de una cultura artística felizmente volátil.
Que el indocto Frankenstein pueda ser tan artística y críticamente
significativo como el que viene equipado con un doctorado es
tanto más pertinente en una época en que las prácticas artísticas
más relevantes implican una crítica, una incomodidad y una
desobediencia hacia los protocolos instrumentales y las
convenciones epistemológicas de esta sociedad y de este tiempo.
1
Nathalie Heinich y Michael Pollak, “From Museum Curator to Exhibition
Auteur: inventing a Singular Position”, en Thinking about Exhibitions, Reesa
Greenberg, Bruce W. Ferguson y Sandy Nairne (eds.), Londres, Routledge,
1996, pp. 231-265.
2
Véase Mari Carmen Ramírez, “Brokening identities”, en Thinking about
Exhibitions, pp. 21-38.
3
Diccionario de la Real Academia Española, vol. 2, p. 401.