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El temario bioético
Nace la bioética como una disciplina contingente, es decir, requerida por dilemas
concretos que demandan análisis y solución. Los primeros en sentirse aludidos por estos
problemas fueron médicos, filósofos, teólogos, sociólogos, investigadores de ciencias
naturales, en menor grado políticos –ecologistas, verdes- y líderes comunitarios.
Contingencia y la participación protagónica de diversas disciplinas originaron un
crecimiento inorgánico de la bioética, cuyo campo de acción no ha sido claramente
acotado y cuyas prioridades sufren fluctuaciones. Una taxonomía (taxis = ordenamiento)
de la agenda bioética tiene que ser provisoria, incompleta y perfectible.
Como toda disciplina joven, tiene la bioética dificultades en acotar su área de
competencia y en especificar su temario. Las prácticas sociales son actividades
estructuradas que se realizan en y con la anuencia, o por encargo, de las sociedades, por
definición afectando a las personas, ya sea indirectamente –prácticas sociales
empresariales o bancarias- o más directamente en lo que se conoce como las prácticas
biomédicas. La definición de bioética como reflexión sobre actos que real o
potencialmente afectan irreversiblemente a los seres vivos requiere ser hecha operativa y
aplicada en aquellas prácticas sociales en que estos actos ocurren. El prefijo “bio” no se
refiere a la medicina, lo cual sería redundante, sino a todas las actividades que afectan a
la vida en nuestro planeta. Como lo vivo está concatenado, cualquier acción sobre
especies vegetales o animales tendrá repercusiones sobre la vida humana.
La bioética se toma por tarea la reflexión moral acerca de actividades biomédicas,
siendo corolario evidente que privilegiará la conservación sobre la destrucción, el
bienestar antes que la deprivación, la realización en plenitud antes que la restricción, la
libertad por sobre la imposición, el apoyo al necesitado más que la pleitesía al poder.
Porque este programa puede ser enfrentado de muy diversos modos, es que el debate y
la polémica en bioética son parte intrínseca de la disciplina.
Hay temas que han sido forzados en la agenda bioética, como es el caso de la
sexualidad, de la cual solo ciertos aspectos relacionados con violencia y lesiones al
prójimo corresponde acoger. Lo concerniente a moral sexual debe quedar excluido de
una bioética secular. Otras materias irrumpen con tanta fuerza en la realidad social, que
deben ser tratadas con cierta minucia, ejemplo de lo cual son la reproducción humana y
la genética. La salud pública, de infaltable presencia en el debate bioético había sido, no
obstante, muy someramente atendida, situación que se revierte hace solo escasos años.
En la actualidad, bioética y salud pública desarrollan un vivo interés mutuo, y el tema se
expande hasta merecer un texto propio.
Durante los primeros decenios de su desarrollo, la bioética fue entendida como
una modernización de la ética médica, la vertiente más global iniciada por Potter
habiendo sido relegada a presencia menor. Cuando la preocupación por el medio
ambiente anidó con más fuerza en la opinión pública, la bioética también amplió sus
intereses y desarrolló reflexiones en muchos campos no médicos. Todo esto ocurre con
ciertas incomodidades, reflejadas en la dificultad de encontrar una nomenclatura
adecuada. Así, se habla de bioética médica, aunque no todo lo sanitario es médico, o de
bioética clínica, aun cuando la clínica es solo una parte de las prácticas médicas. S bien
menos elegante, sería más correcto hablar de bioética en los diversos campos de
reflexión: bioética en medicina, en salud pública, en investigación biomédicas, etc.
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Una última nota preliminar insiste en excluir ciertos temas de la bioética, ante
todo aquello relacionado con la ética profesional del investigador, del médico o los
practicantes de cualquier otra actividad social atingente a la biomedicina y la
biotecnociencia. La bioética supone cumplidas esas normas o, en su defecto, fiscalizadas
por instancias ad hoc que son parte del status profesional que otorga la sociedad. Hace
excepción a esta división de materias la necesidad de algunos comentarios sobre la ética
del bioeticista, porque inevitablemente la solvencia de un discurso sobre materias éticas
depende de una proveniencia intachable. Si la bioética, con su mandato de tolerancia,
abre las puertas a cualquier perspectiva que se sepa validar, deberá cuidar de no dejar
filtrarse puntos de vista que precisamente atenten contra esta apertura con postulados
lesivos a la ética o que fomenten la intolerancia. La sociología de la bioética muestra una
evolución que hace necesaria la reflexión de la bioética sobre sí misma, como se discute
más adelante.
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aquellas posiciones que buscan proteger la naturaleza desde el punto de vista humano
más allá de intereses contingentes y previsibles, ampliando una visión estrechamente
utilitarista para abarcar al menos tres perspectivas importantes:
1) El respeto de la naturaleza como fuente de recursos potenciales, incluyendo
aquellas parcelas actualmente sin utilidad aparente, pero que tal vez en el futuro
se transformen en recursos necesarios -los mares, la energía solar-.
2) La preocupación por la naturaleza con miras al escenario civilizatorio de futuras
generaciones que tendrán necesidades actualmente desconocidas, pero que no
por ello estamos en el derecho de coartar.
3) El cuidado de la naturaleza por respeto a la armonía y la belleza, considerando
estos valores como bienes de la humanidad.4
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no puede autorizarse a sí mismo la provocación de daños gratuitos o motivados en
intereses espurios y particulares.6
Etica ecológica
La ecología (oikos= hogar) se refiere a la naturaleza en cuanto nicho que alberga
a una humanidad adaptada a las condiciones naturales que la rodean. La ecología
entiende una parte de la naturaleza como fuente de recursos para la sobrevivencia
humana. Estos recursos son agotables o de reposición lenta, la especie humana
encontrándose en una expansión que anuncia la escasez, absoluta o por distribución
sesgada de estos recursos y la necesidad de racionarlos, la preocupación de su
preservación mediante un uso juicioso.
En tanto la ética de la naturaleza tiene por tema la totalidad de las relaciones
humanas con su realidad circundante, se restringe la ética ecológica a aquellas acciones
donde individuos y sociedades hacen uso de recursos naturales para fines determinados
y reconocidos como impostergables. Frente a la naturaleza se plantea la pregunta sobre
las potestades y los límites de la intervención humana en la naturaleza y sobre sí misma
en tanto parte de ella. La ecología acepta la necesidad de apropiar recursos del entorno o
nicho propio a la especie humana, y concentra su reflexión sobre la sustentabilidad
económica y ética de estas acciones.7
Los aspectos bioéticos de la ecología intentan regular la explotación de recursos
de tal modo que no se lesionen requerimientos a largo plazo por satisfacer
ilimitadamente intereses actuales; propende, al mismo tiempo, a requerir que los
beneficios y los costos de la expoliación de recursos sean compartidos en forma
ecuánime por toda la humanidad, la marginal como la muy desarrollada, la
contemporánea así como la por venir.
Una forma de ilustrar la diferencia entre ética en relación a la naturaleza y ética
ecológica, consiste en distinguir la preocupación por la extinción del oso panda o del
cóndor chileno, de aquella que emana de la existencia de granjas avícolas. En el primer
caso, se busca salvaguardar una especie animal que no integra el nicho ecológico
humano, que no ha sido directa, necesaria y sistemáticamente expoliada por el hombre,
por lo cual su extinción, provocada por prácticas particulares e idiosincrásicas, se
considera una pérdida estética y un eventual peligro para el equilibrio de la naturaleza
toda, más que un déficit de suministros. En el caso de las granjas de aves, en cambio se
discute la legitimidad o no de intervenir en procesos naturales y someter a la especie
gallinácea a explotación mediante cautiverios artificiales y posiblemente atormentantes a
fin de aumentar su rendimiento para la economía y la nutrición humanas.
El enfoque ecológico reconoce que el ser humano necesariamente debe utilizar
recursos naturales para sobrevivir, que el aumento poblacional requiere incrementar la
eficacia de la explotación alimentaria, y que las vastas aplicaciones de ciencia y técnica
han permitido potenciar el dominio humano sobre la naturaleza. Esta expansión del
conocimiento y de la productividad es necesaria y coherente, pues el ser humano no
puede sino obtener bienes a partir de su entorno, para lo cual busca reducir sus áreas de
ignorancia y aumentar su eficiencia productiva. Por ende, y en concordancia con el
espíritu de modernidad que impregna a buena parte del mundo desde el siglo XVII, los
procesos civilizatorios que incrementan el conocimiento y la eficiencia irán acordes con
los intereses de la humanidad.
Junto con esta expansión de poderío aparecen fuentes energéticas inexploradas,
pero se producen también efectos secundarios que son reconocidamente tóxicos o
impredecibles en sus eventuales efectos. En tanto que la ética de la naturaleza apela a
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una responsabilidad frente a sujetos no especificados -la humanidad toda, futuras
generaciones, equilibrio ambiental o sentido estético-, cautela la ética ecológica los
intereses concretos y la evaluación de bienes/costos para una clientela identificable. La
ética ecológica es, entonces, más pragmática y se aboca a situaciones más específicas
que la ética frente a la naturaleza.
Los ecologistas sostienen que el cosmos se regula según un orden trascendente
que debe ser respetado, pudiendo ser utilizado pero jamás irreversiblemente dañado. Los
expoliadores pragmáticos rebaten que siendo la naturaleza vulnerable a la intervención
humana, ya se le está reconociendo una fragilidad incompatible con su supuesto carácter
divino. Si algo es destructible, dice este argumento nietzscheano, no hay pecado en
destruido.
La civilización ha traído grandes ventajas a la humanidad y quien aprecia sus
beneficios tiene que aceptar los costos. La conservación de la naturaleza no sería un
valor en sí, sino que debe someterse a un cálculo pragmático de costos-beneficios. Las
medidas conservacionistas sólo tienen razón de ser si la explotación de recursos es
demostrablemente más desventajosa a los intereses de la humanidad que su
conservación. La preocupación moral por el medio ambiente aparecería cuando discrepan
los beneficios que se obtienen a costa de destrucciones provocadas, no dependiendo de
un valor intrínseco de lo natural.
El conocimiento y el control de la naturaleza han logrado protecciones eficaces
ante los peligros que acechan a la humanidad, como lo ejemplifican las construcciones
asísmicas o la canalización de aguas turbulentas. El costo ha sido aumentar los riesgos,
que son amenazas ya no naturales como en el caso de los peligros, sino potenciales
efectos negativos generados por acciones y decisiones humanas. Un maremoto es un
peligro natural, la explosión de una planta nuclear es un riesgo. La técnica responde a los
riesgos con más técnica, lo cual genera nuevos riesgos. La diferencia entre peligros y
riesgos es importante de notar, pues los primeros son inevitables, en tanto los riesgos
dependen de decisiones humanas.
La sociedad contemporánea ha sido definida como una sociedad de riesgos, por
cuanto las amenazas provenientes de la civilización se vuelven impredecibles,
potencialmente catastróficas, mal controlables, es decir, revierten a ser amenazas
características de los peligros, ejemplificados por los agujeros de ozono, el efecto
invernadero, el bioterrorismo, el descontrol en la acumulación de armas nucleares.
Preocupación adicional para la bioética proviene de la distribución sesgada de
beneficios y riesgos –peligros ecológicos- provenientes de la tecnociencia. Los países
industrializados han sabido protegerse de riesgos –out-sourcing industrial- y acaparar
beneficios a costa de países menos desarrollados, lo cual queda en evidencia al
presenciar su escaso compromiso en acuerdos ecológicos internacionales.
Hay explotaciones cuyos riesgos no son perceptibles o se promete paliarlos con
medidas substitutivas. La deforestación de bosques nativos parecería lesionar nada más
que intereses estéticos, ya que el equilibrio ecológico se restituiría mediante
reforestaciones programadas. Detrás de todo ello hay argumentaciones con variables
desconocidas: tanto la alarma de los ecologistas como la retórica trivializante de los
expoliadores desconocen los procesos de adaptación ecológica que ocurren al extinguirse
una especie o la toxicidad real de determinados desechos producidos por el hombre, cada
parte argumentando ad ignorantiam.
Por encarar tan directamente los intereses de la humanidad, la ética ecológica no
permanece en el ámbito privado de los individuos ni se conforma con emotivas
declaraciones, sino que aspira a constituirse en materia de regulación estatal, sujeta a
consideraciones políticas y presuntamente respetuosas de la voluntad democrática. La
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respuesta de los poderes públicos y las presiones interesadas tienden a la inercia y a la
permisividad, autorizando la expansión expoliadora en tanto no se hagan efectivos los
temores y se materialicen los riesgos. Con lo cual toda reglamentación ecológica llegará
demasiado tarde para impedir los efectos nocivos de procesos ya irreversibles. En un
clima de incertidumbre, la prudencia aconseja reglamentar precozmente, ya que están en
juego beneficios y riesgos de ponderación y predicción inciertas y sujetas a cambios en el
tiempo. Este argumento ya se daba en el siglo XVI con el nombre de tutiorismo,
señalando que un acto no es permisible en tanto se le pueda contraponer un argumento
irredargüible y de peso o, en caso de duda, ha de elegirse el camino moralmente más
certero. También reaparece en la jurisprudencia donde a igualdad de situación legal,
quien posee un bien está en ventaja con respecto a quien lo disputa o lo pone en jaque.
El ámbito europeo ha renovado el debate con la introducción del principio de
precaución, en un intento por satisfacer tanto a los pragmáticos expansionistas como a la
ciudadanía preocupada. La precaución consiste en permitir las innovaciones
tecnocientíficas en tanto tengan riesgos sustentables, exigiendo que se continúe
investigando hacia la seguridad de estas innovaciones, y que el proceso cívico-político de
información y decisión regule y autorice los programas de investigación
biotecnocientíficos en prosecución un equilibrio aceptable de beneficios y riesgos. El
principio de precaución es políticamente frágil y muy susceptible a las influencias de los
fuertes intereses que comandan la “big science” y sus aplicaciones.
H. Jonas concluye que la biotecnociencia contemporánea tiene un ritmo de
aceleración tal, que se hace imposible predecir correctamente sus efectos a largo plazo y
las proyecciones transgeneracionales. Desde su ética de responsabilidad propone una
política de frugalidad en la materia, argumento rebatido por K.-O. Apel al señalar que
una desaceleración tecnocientífica marginaría a los pobres del progreso.8 Una respuesta
posible a este dilema podría ser la reducción efectiva del ritmo expansivo y la
concentración de esfuerzos en desarrollar lo ya alcanzado, a fin de obtener productos de
menor costo y más accesibles a las mayorías.
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capacidad de promulgarlos, se corre el riesgo de sesgar arbitrariamente el diálogo moral.
Una visión más amplia requiere especificar la forma en que se integrará al discurso moral
virtual a los que no pueden expresarse y cómo se establecerá la legitimidad de quienes
representan a esos seres. La defensa vicariante de derechos es empresa riesgosa,
criticable porque la representatividad es asumida sin haber sido expresamente otorgada,
y porque defender derechos supuestos o extrapolados es fácilmente rebatible.9 10 La
solución, ciertamente, no se encuentra en la negación de derechos a estos seres.
Para hablar de los derechos de seres humanos embrionarios, se recurre al
argumento de que son potencialmente personas y por lo tanto desde ya depositarios de
todos los derechos de éstas. Sólo tienen derechos aquellos entes que poseen intereses,
lo que a su vez presupone la existencia de deseos. Obviamente, los objetos inanimados y
plausiblemente el reino vegetal carecen de intereses y por tanto de derechos. Los
animales probablemente tengan deseos, pero no tienen la capacidad de administrar su
vida instintiva a fin de planificar sus actos como correspondería a quienes tienen
intereses. Existen, sin embargo, personas con el derecho a desear y fomentar el
bienestar y el buen cuidado de estos y otros entes que por sí no tienen, o no pueden
expresar, derechos.
En el caso de futuras generaciones, en cuyo nombre se intenta limitar los
desequilibrios ecológicos, se ha recurrido al argumento de la potencial existencia de seres
humanos en el futuro. Esta potencialidad parecería desde el punto de vista temporal más
débil que la de un embrión, ya que la cadena de causas y efectos hasta la aparición de
futuras generaciones es compleja e incierta. Sin embargo, la probabilidad que existan
generaciones futuras de seres humanos es tan alta, que se debe más bien considerarla
como una potencialidad fuerte.
La fuerza del argumento por el respeto de futuros seres humanos es al mismo
tiempo su fragilidad. La defensa de derechos asignados a futuras generaciones contiene
la falacia de suponer que estos derechos serán de algún modo diferentes a los que vigen
para seres actualmente vivos. No obstante, ningún derecho actualmente reconocido
dejará de valer para generaciones venideras, así como éstas no tendrán derechos
diversos a los ahora válidos. De manera que defender derechos futuros no difiere de la
cautela actual de estos mismos derechos, e insistir en una ética para el futuro soslayando
la necesaria para el presente no es sino una debilidad retórica que no encara los
problemas actuales.
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1
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