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Modulaciones de una perspectiva exterior:

exilio y exotismo en Cortázar, Saer, Piglia y la revista Babel, revista de libros


Maestría en Literatura Argentina
Escuela de Posgrado
Facultad de Humanidades y Artes
Universidad Nacional de Rosario
Seminario: “ Mercado, Vanguardia, realismos. Las polémicas en torno a Babel, revista de
libros”
Alumna: Chiodín Azul
Profesora: Dra. Mariana Catalín

La traición del escritor argentino


“En el principio, Babel era una cita” ("Caballerías"; Babel 3). En un primer
sentido, es la cita de la historia bíblica y todos aquellos que recurrieron a ella ante las
perplejidades del lenguaje, lo cual indica también otro sentido: Babel es una revista de
segunda mano, que comprende y se hace cargo de las imposibilidades productivas del
acto de traducir, es una revista de reseñas, de lecturas, de reapropiaciones que pone en
evidencia la constante deriva del lenguaje a la que Derrida llama différance (De la
gramatología). En el número 10 de la revista, Caparrós incluye el Manifiesto Shangai,
que prefigura algunas ideas que aglutinan al heterogéneo grupo en el proyecto de la
revista. Aquí Shangai es una evidencia doble de la différance: un destino exótico, un
punto fijado para la fuga hacia la otredad pero, además, una palabra siempre distinta a sí
misma: “Shangai no existe porque puede escribirse de formas tan distintas que ni
siquiera es necesario escribirla” (Caparrós 43).
Si el principio es una cita, esto significa que, en verdad, éste no existe y, en lugar
de ello, sólo encontramos su rastro. La imposibilidad de la traducción exacta de la
palabra pone en evidencia la condición babélica del lenguaje: el significante no remite a
otra cosa sino al rastro de otro significante. El origen perdido del signo, que constituye
la condición de imposibilidad de la traducción es, en cambio, la condición de la
posibilidad para la proliferación de sentidos. Babel, entonces, tal como se presenta en el
primer editorial, es un mito innecesario, es el origen de la falta de origen, y también, la
deriva del lenguaje que arrastra en el curso de la lectura, de la escritura, los sentidos a
un “fuera de sí”, a su constante perversión, a un devenir excéntrico que se dramatiza en
lo exótico. En el manifiesto Shangai el trazo queda esbozado: se trata de una línea de
fuga. Lo exótico, como desarrollaremos más adelante, implica la dramatización de un
lugar de enunciación y de un posicionamiento dentro del campo cultural e intelectual, y
una ética de la crítica que busca en los textos aquello que valora para sí: por una parte,
la invención, la fabulación del viaje, por otra, lo outsider, lo disidente, lo marginal.
Hacer de la lectura de la cita una poética, no reconocer orígenes ni esencias, leer
desde y hacia los márgenes: la estrategia recuerda claramente a la poética borgiana de
“los anacronismos deliberados y las atribuciones erróneas” (Borges, "Pierre Menard,
autor del Quijote” 37), procedimiento que, de acuerdo con Paula Klein, es posible
apreciar en la sección “Caprichos”, en la que se incluyen “lecturas productivas en la
acepción borgeana del término: lecturas que conducen a la escritura y contribuyen a la
creación de genealogías literarias inusitadas, a la creación de precursores literarios”
(Klein 11). Pero Borges no solo aparece implícitamente en esta operación sino que un
número antes de que en la sección apareciera el texto programático de la revista,
“Nuevos avances y retrocesos de la nueva novela argentina en lo que va del mes de
abril” –en el que se incluye, justamente, el manifiesto Shangai–, se reedita “El escritor
argentino y la tradición”. Como un preludio al artículo de Caparrós, el texto de Borges
implica una reapertura de la polémica entre nacionalismo (regionalismo,
latinoamericanismo) y cosmopolitismo, que nuclea una red de problemas y tensiones –
literatura y política, literatura, lengua y nación– frente a los que Babel tomará una
posición que a la vez describirá su lugar en el campo cultural e intelectual argentino.
Sin embargo, esta doble recurrencia a Borges, como forma de leer y como texto
mismo, abre un interrogante: ¿qué apropiación hace la revista de las propuestas
borgianas? Cuando Sandra Contreras se interroga por la función del exotismo en la
narrativa de Aira, la diferencia de la de Babel –aunque advierte que ambas están
vinculadas–: mientras que Aira logra resignificar y transgredir las ideas de Borges en
“El escritor argentino…”, el grupo de la revista, para Contreras

recupera la consigna borgiana precisamente en el sentido en el que es formulada


en el ensayo: contra la literatura latinoamericana que abreva en el color local y
se vende como literatura de consumo para europeos, contra la tradición que hizo
del desierto el lugar del vacío y la barbarie, el exotismo (…) sería un modo de
escapar a esas consignas de representación, una forma de extrañar los espacios,
un modo de volver a llenar el desierto haciendo del universo entero (…) el
patrimonio del escritor ("Viaje, exotismo y genealogía del relato" 77)
Ciertamente, Babel escribe contra la literatura latinoamericana que anuda en su
impronta localista la representación de una esencia preexistente con el compromiso
político en una ética y una poética de la escritura. Si bien en el gesto de rechazo de
Babel por la literatura latinoamericana es posible ver la réplica de la impugnación de las
limitaciones del nacionalismo de “El escritor argentino y la tradición”, en la repetición
algo difiere. Dice Borges: “Creo que nuestra tradición es toda la cultura occidental, y
creo también que tenemos derecho a esa tradición, mayor que el que pueden tener los
habitantes de una u otra nación occidental” (159). El ensayo resuelve en unas pocas
líneas el problema de la tradición argentina: impugna el esencialismo nacionalista al
tiempo que reivindica para sí la totalidad de la cultura proponiendo que la tradición
argentina no es sino una forma de lectura irreverente de la tradición occidental. Una
tradición occidental, advierte Aira, en el ensayo “Exotismo” (1993), que es más
precisamente la europea. No es la de Borges la búsqueda de una otredad radical sino el
afán por crear una poética por fuera de todo determinismo. “Un falsario, un turista” dice
Borges “lo primero que hubiera hecho [en el Corán] es prodigar camellos, caravanas de
camellos en cada página” ("El escritor argentino y la tradición" 163). Se juzga el color
local como inauténtico porque es, justamente, impuesto por la perspectiva exotista.
“[Babel] se inscribe, supongo, para rechazar una tradición, en una tradición”
("Nuevos avances y retrocesos en lo que va del mes de abril" 44), afirma
Caparrós y luego cita la famosa contradicción que Borges le impugna a los
nacionalistas: el culto del color local debería ser rechazado por foráneo. Si bien
el vínculo con la tradición borgiana se reafirma nuevamente en lo que parece ser
la cita de autoridad de una figura tutelar, es necesario contemplar el contexto en
el que se encuentra: por una parte, la revista y su uso particular de la cita, el
pastiche y la parodia como procedimientos para la producción de sentidos
irreverentes y novedosos; por otra parte, el grupo al que se enfrenta –la narrativa
latinoamericana– recurriendo a la palabra de Borges. Si bien Borges aparece
como un arma necesaria, en este nuevo contexto, como intentaremos demostrar
en el trabajo, los sentidos del texto original se reactualizan y surgen nuevos,
divergentes a su apuesta universalista. El exotismo, esa actitud ansiosa del
visitante extranjero que en su afán de mostrar la otredad absoluta abusa de tintes
localistas, es el punto de partida de la mirada de Babel, que coquetea con ella
hasta la parodia.
Por lo demás, no se trata solo de la tradición borgiana, sino que esta se inscribe
en una mucho más general que nace con la misma cultura nacional: la que propone que
la literatura argentina ha sido escrita desde afuera. Esta idea halla su anclaje en dos
hechos circunstanciales, ambos se remontan a los orígenes de la literatura en argentina:
el primero, el relato de viajes de aquellos exploradores, naturalistas y comerciantes
europeos que, con las vías abiertas por expansionismo europeo, se atrevieron a explorar
las tierras el territorio del Río de la Plata, el segundo, en sentido inverso, la fundación
de la literatura argentina por la proscripta generación del ‘37 desde el exilio. En esta
interjección entre el viajero y el exiliado aparece, a fuerza del distanciamiento, un punto
en el que esta perspectiva se reúne con el discurso literario: la percepción extrañada de
la lengua y de la realidad. A partir de esta idea se han generado numerosas
reactualizaciones; el adentro y el afuera son signos que se resignifican una y otra vez:
desde el exilio como situación histórica y política que dramatiza el lugar enunciativo del
intelectual que propone Cortázar a la idea de exilio como condición existencial del
escritor y de la práctica de la escritura que aparece en los ensayos de Saer y en la obra
de Piglia, hasta aquella perspectiva extranjera que Contreras advierte en Aira como “un
dispositivo ficcional para generar la mirada”(49). Analizar los modos mediante los
cuales Babel hace su propia lectura de “El escritor argentino…” permitirá pensar cómo
el exotismo funciona como un dispositivo de lectura de los fenómenos culturales,
sociales y políticos que se desprende una moral de la crítica, y al mismo tiempo, un
espacio de enunciación.
En el tomo De Alfonsín al menemato de la Historia de la literatura argentina de
David Viñas, Diego Molina publica “Babélicos versus Planetarios: puro grupo”. Como
el título adelanta, se trata de un texto destinado a desmontar la supuesta falsa antinomia
–atribuida a Sylvia Saítta– entre los escritores de Babel y aquellos que se agrupan bajo
la colección “La biblioteca del Sur” de la Editorial Planeta. Para ello, en primer lugar,
Molina buscará encontrar las contradicciones internas en los mismos discursos de
Babel. El grupo se perfila un modo de hacer y leer literatura “contraria a lo que
Caparrós llama ‘Literatura a lo Roger Rabitt’ (sic) como se hacía en los ‘70”, afirma y
luego prosigue: “¿pero acaso Piglia primero, y algunos años después Juan José Saer
(dos de las figuras centrales para los babélicos) no teorizaron sobre la ficción otra forma
de percibir/escribir la realidad?” (209) Por otra parte, intentará deconstruir la imagen
que la crítica ha constituido de ambos grupos hasta comprenderlos como formaciones
laxas que, con frecuencia, se interpenetran entre sí, para proponer que la oposición es
más que nada un ardid retórico de la revista Babel. Continúa Molina: “Saítta insiste en
ver antagonismos precarios (…) en vez de explicar las influencias que Juan José Saer y
Ricardo Piglia tuvieron en los integrantes de ambos grupos” (210). En este trabajo no
nos ocuparemos de refutar o confirmar la oposición, pero sí nos parece útil
problematizar algunos de los argumentos con los que Molina intenta deconstruir la
cohesión del grupo de Babel.1
En ambas citas encontramos las figuras de Piglia y de Saer; estas funcionan
como un puente que se extiende hacia aquello que Babel impugna, para presentarlos así
como una posibilidad de unión con sus adversarios, en la que se ve una prueba de la
labilidad del grupo. La seguridad de la sentencia que se repite dos veces no admite, en el
artículo, ninguna fundamentación: Piglia y Saer son, para Babel, centrales. Si
recorremos los números de Babel surge una evidencia que aunque no contradice la
afirmación, sí la matiza: artículos dedicados exclusivamente a Saer hay solamente dos;
Pauls y Chejfec escriben sobre La ocasión en la sección “El Libro del mes” del número
4. De Piglia tampoco hay mucho: aparece un fragmento de Prisión perpetua en el
número 2 en la sección “Anticipos” y en el mismo número una reseña de Respiración
artificial, también responde las preguntas de “La esfinge” del número 21. De todas
formas, si nos atuviéramos sólo al catálogo de escritores y libros de los que se ocupa la
revista, podríamos afirmar que no hay “autores centrales”. A primera vista el catálogo
se nos aparece como una heterogeneidad que, sin otro orden que el del capricho, tiende
más a la dispersión que a la unidad. Sin embargo, más allá del número de veces que
encontramos el nombre de Piglia y de Saer recorriendo los números de Babel, para
saber cuál es el lugar que ocupan en la revista habrá que buscarlos en el interior mismo
del discurso crítico, es decir, en cómo éste se apropia de los escritores para hacerlos
funcionar dentro de su dispositivo de lectura. Y podríamos adelantar una respuesta
similar a lo que planteábamos sobre la tesis borgiana: esta apropiación es irreverente e
interesada.

1
Molina argumenta que los oponentes que Saítta le atribuye a Babel son en realidad meras enemistades
circunstanciales que no comprometen a todo el grupo sino a tan sólo a algunos miembros. Si bien esto en
algunos casos es cierto (Tomás Eloy Martínez, contra quien Pauls y Chejfec descargan toda su artillería
retórica cuando en el número cuatro se reseña y comenta La ocasión, había participado como colaborador
en el primer número de la revista); para un problematización de la constitución del grupo, creemos, no
debería importar el carácter real o ficticio de la enemistad sino qué se coloca del otro lado, es decir, contra
qué se va recortando la identidad de la revista, en el caso de las reseñas de La ocasión, Tomás Eloy
Martínez es aquella figura circunstancial que viene a representar un doble rol: el de la cultura como
institución normativizante y el de una estética anacrónica y agotada.
Por ello, la crítica a Saítta por no advertir la afinidad entre babélicos y
planetarios a partir de las figuras de Piglia y Saer no puede ser sino ingenua: no son ni
Saer ni Piglia los que podemos leer en Babel sino las imágenes que de ellos el aparato
crítico moldea para integrarlas y hacerlas funcionar en su lectura –de la misma manera
que sucede con Tomas Eloy Martínez, que no es sino la prosopopeya de la institución
literaria o con Borges cuando es colocado frente al espejo deformante de su propia
lectura–.
El mismo motivo habilita a cuestionar la forma en la que Molina traza un puente
entre Babel y la narrativa de los setenta, a través de Piglia y Saer, porque tanto estos
últimos –“escritores centrales” para Babel– como los escritores latinoamericanos
“teorizaron sobre la ficción como otra forma de percibir/escribir la realidad” (209). ¿No
es acaso este uno de los temas principales de la literatura desde el comienzo de la
modernidad, es decir, desde el comienzo de la literatura misma?
Más significativa que la idea de que autores como Cortázar, Saer y Piglia
reflexionen sobre la relación entre literatura y realidad, literatura y vida, o bien,
literatura y política, lo es que todos ellos compartan la concepción de la escritura como
práctica epistemológica, y que esto se dramatice, tanto en la ficción como en el discurso
crítico, a partir de metáforas sobre el espacio. En los tres escritores, el lugar del exilio
constituye menos la representación de una situación coyuntural que una estrategia
metaficcional mediante la cual se pone en evidencia el posicionamiento del discurso
ficcional; en consecuencia, representa también un lugar de enunciación desde el que se
legitima la producción ficcional frente a las prácticas políticas. La metáfora topográfica
los reúne a su vez con Aira y Babel en una “perspectiva exterior” (Contreras 68) para
retomar el término que Contreras recupera de Saer. Sin embargo, aún más significativo
que el punto en común es la divergencia que a partir de este se genera: la forma en la
que se plantea el problema en cada caso y cómo frente a él se construyen
posicionamientos éticos, estéticos y políticos particulares. A continuación, buscaremos
no sólo dar cuenta de estas diferencias sino también cómo estas funcionan a su vez en el
dispositivo crítico de Babel, es decir, para recuperar el planteo del apartado, cuáles son
las reapropiaciones y resignificaciones que la revista hace de ellas.

Cortázar, Saer, Piglia: visionarios del destierro


“Porque o ser argentino es una fatalidad, y en ese caso lo seremos de cualquier
modo, o ser argentino es una mera afectación, una máscara” (164) sentencia Borges en
“El escritor argentino y la tradición”

Todo apriorismo ideológico del tipo: ‘Dado que soy latinoamericano, y que los
latinoamericanos somos así, mi trabajo consistirá en describirnos tal como
somos’, implica una actitud tautológica, porque si de antemano se sabe lo que
son los latinoamericanos, describirlos es inútil y redundante ("La selva espesa de
lo real" 262)

pareciera corroborar Saer. No obstante, en la repetición, el objeto de impugnación


cambia; si para Borges en el ‘51 son los defensores acérrimos del nacionalismo, para
Saer en el ‘79 lo serán los latinoamericanistas. Se trata de lo que en términos de Sandra
Contreras es otra “variación sobre el escritor argentino y la tradición” ("Viaje, exotismo
y genealogía del relato" 73).
La vuelta sobre el ensayo de Borges no es casual, ya que este constituye un
núcleo ineludible para los escritores en la tensión entre cosmopolitismo y nacionalismo,
que signa desde su nacimiento la cultura argentina; ya sea de manera implícita o
explícita, se trasgrede o se reconstruye el ensayo en función del contexto y la poética
frente a la que se escribe. Para la literatura de comienzo de los ochenta, “El escritor
Argentino y la tradición” es un texto paradigmático. La tesis que sostiene –bajo la forma
de una paradoja propia de la argumentación borgiana– que la nacionalidad de un texto
se revela en la ausencia de color local se transformó en una férrea consigna que se
materializó en poéticas que encararon el problemático vínculo entre literatura y nación
desde un problema mucho más general: el de la representación. Como todo axioma
estético, la tesis devino principio moral. Si para un grupo de narradores de los ochenta,
la escritura es una búsqueda rigurosa ante lo real que rechaza las imposiciones de los
sistemas de verdad, aquellos autores que –entienden– someten su práctica a la
representación de una esencia (latinoamericana, nacional, “del pago”) preexistente,
condenarían su escritura a las limitaciones –epistemológicas pero también formales– del
realismo ingenuo.
Las obras de Saer y las de Piglia están sometidas a un alto rigor reflexivo y
autorreflexivo que se revela en la forma que adquieren las narraciones: en Piglia, en la
superposición e inversión de planos ficcionales que nunca dejan de multiplicarse, en
Saer en la composición a la vez densa y fragmentaria. En ambas obras, la narración es
una materia inestable y espesa, un espacio de búsqueda. La pregunta por la patria, por la
nación o por la identidad, para estos autores, es implícitamente una reflexión por la
representación. El exilio constituye el espacio metafórico en el que se sitúa la escritura
frente a las certezas de un realismo ingenuo, un lugar indeterminado, desde el que,
despojada de toda referencia concreta, se convierte en una práctica especulativa que
sólo obedece a sus propias legalidades.

Ser polaco. Ser francés. Ser argentino. Aparte de la elección del idioma, ¿en qué
otro sentido se le puede pedir semejante autodefinición a un escritor? Ser
comunista. Ser liberal. Ser individualista. Para el que escribe, asumir esas
etiquetas, no es más esencial en lo referente a lo específico de su trabajo, que
hacerse socio de un club de fútbol o miembro de una asociación gastronómica
(Saer, "La perspectiva exterior: Gombrowicz en la argentina" 212)

Contreras advierte que Saer extrema la tesis de Borges a un universalismo en


“virtud del cual la nacionalidad se vuelve para el escritor, en última instancia, in-
diferente” ("Viaje, exotismo y genealogía del relato" 78). Si Borges sustraía del
esencialismo la literatura nacional para colocar lo propio argentino en el acto de la
lectura, Saer sustraerá de la nacionalidad la misma literatura. El acto exige, sin
embargo, el olvido que conlleva colocar en un segundo lugar la materialidad misma en
la que el escritor, como todo hablante, está irremediablemente inmerso y sobre la que
trabaja: la lengua, que es, dirá Barthes, “el área de una acción, la definición y la espera
de un posible” (El grado cero de la escritura y Nuevos ensayos críticos 17). En la
densidad simbólica de la lengua se ejerce el poder y la autoridad, se configuran y
cristalizan esencias e identidades, pero también se juega una lucha por los significados:
“la escritura es (…) un desorden que se desliza a través de la palabra y le da [al
lenguaje] ese ansioso movimiento que lo mantiene en un estado de eterno
aplazamiento.” (23) El precio por la asertividad de la afirmación Saer lo paga en la
simplificación de su propia labor: al fin y el cabo, es a través de un trabajo en y con la
lengua que logra ese estado de suspensión constante que le exige a la literatura.
Sin embargo, es necesario contemplar las afirmaciones de Saer en el juego de
una polémica2. En “La selva espesa de lo real”, ante un contexto sociopolítico
latinoamericano en el que Cortázar continua problematizando su escritura como praxis,
Saer adopta una idea completamente diferente, que constituye una clara crítica a la
postura latinoamericanista que aquél junto con la gran parte del grupo de la nueva
narrativa latinoamericana intenta asumir: “los problemas latinoamericanos son de orden
económico, político y social y exigen soluciones precisas con instrumentos adecuados.
Desplazarlos a la praxis singular de la literatura implica necesariamente ingenuidad,
oportunismo o mala consciencia.” ("La selva espesa de lo real" 262) Este “sin atributos”
que Saer le exige a la literatura se expresa en la figura del exiliado: “los más grandes
escritores argentinos son exiliados aún si jamás salieron de su lugar natal” ("La
perspectiva exterior: Gombrowicz en la argentina" 271) La suspensión de toda certeza
que exige el acto intransitivo de escribir entra necesariamente en conflicto con el poder,
que impone a todo discurso un régimen de sentido. Para Saer, el exilio real de los
escritores no es más que la manifestación circunstancial del lugar que ocupa la escritura.
La obra de Saer va configurando, entonces, una idea de exilio existencial vaga y
metafórica, un espacio filosófico que funciona como figuración de la relación entre
literatura y realidad y que se opone a la otra mítica idea del exilio, la de Cortázar. Bajo
la misma figura, ambos resuelven de manera diferencial la problemática del
compromiso en la literatura.
El discurso crítico de Cortázar, luego de lo que podríamos llamar, en sus propios
términos, su revelación política –que él sitúa posteriormente a su primera visita a Cuba
en el año 1961– pone en evidencia una vacilación sobre la concepción de lo literario.
En la obra de Cortázar, la relación que se establece entre literatura y política, y el lugar
del intelectual que se desprende de esta se presentan de manera conflictiva. El escritor,
entiende Cortázar, tiene modos literarios de hacer política, es decir, su aproximación a
ella es a través de la literatura, que constituye el reservorio imaginario de la revolución
que logrará la liberación integral del hombre. Tanto en El Libro de Manuel como en
Nicaragua tan violentamente dulce se articulan con la ficción –como fragmentos de la
realidad– textos no ficcionales –ya sean escritos del propio Cortázar o fragmentos de
diarios, testimonios o discursos políticos– que se superponen a la manera de un collage.

2
En otros contextos Saer sí problematiza la relación escritura, lengua y patria. Recupera la idea romántica
que identifica estas dos últimas, para proponer que ambas se hallan reunidas y melancólicamente perdidas
para siempre en una infancia remota e inefable, un recuerdo imposible de asir.
El procedimiento formal da cuenta de la necesidad de establecer un puente –figura muy
cara a la estética cortazariana– entre dos regímenes heterogéneos: el de la literatura y el
de la realidad política. Si bien existe un reiterado esfuerzo por lograr una continuidad
entre los discursos políticos y ficcionales, tanto la crítica como la ficción de Cortázar
evidencian un escepticismo respecto a esta posibilidad debido quizá a que ya está
presente la conciencia del fracaso inminente de la articulación entre la vanguardia
estética –cuya idea de revolución implica una transformación de la vida desde la
producción cultural mediante la renovación radical de los sistemas de representación– y
las vanguardias políticas –que le exigen a la producción cultural la ilusión de
transparencia de la representación realista tradicional para comunicar con claridad una
consigna–. La consciencia de estas aporías hace que el rol que Cortázar concibe para sí
mismo en la revolución se vuelva ambiguo y, al interior de sus discursos críticos,
contradictorio. Sus ideas describen, entonces, una oscilación que va del provocativo
eslogan de “mi ametralladora es la literatura” (Revista Crisis; 1979) a la moderada
afirmación de que los problemas de la realidad latinoamericana exigen al escritor una
toma de posición que va más allá de toda actividad literaria, lo que implica suspender
los juegos de la ficción para actuar en la realidad inmediata. El problema se resume, en
última instancia, de acuerdo a lo que propone De Diego, en cómo se conjuga el escritor,
el intelectual y el revolucionario. Cortázar buscará condensarlos a todos a través de la
consigna del quiasmo “Literatura en la revolución y revolución en la literatura” (¿Quién
de nosotros escribirá el Facundo? Intelectuales y Escritores en Argentina (1970-1986)
36). La superposición de las figuras se hace a partir de la recuperación de la idea
surrealista –que a su vez proviene del imaginario romántico– del poeta como visionario
o profeta: mediante un duplicamiento de la realidad, se comprende que más allá de lo
aparente –lo cognoscible mediante la razón– existe otra realidad subyacente a la que
sólo se puede acceder entrando en el dominio de la irracionalidad, de lo onírico y la
locura. El escritor se postula como el único capaz de comprender aquello que el hombre
común ignora y hacerlo aparecer en la escritura. La figura del revolucionario y la del
intelectual buscan reunirse en el escritor visionario, aquel que pertenece a una nueva
élite capaz de guiar al pueblo hacia otras formas de concebir la realidad y liberarlo de
esta manera de la tiranía de la razón que es, en este caso, otra de las formas de la
opresión.
En este contexto, el lugar del exiliado en la obra de Cortázar funciona como una
forma de legitimación tanto del discurso literario como del político. Implica un
posicionamiento simbólico, por un lado frente a los gobiernos no democráticos, como
quien ha podido resistir al poder, y por otro, frente a la revolución, como quien participa
de la política latinoamericana desde otro lugar. El exilio, además, constituye una forma
particular de la superposición de espacios que en Cortázar funciona como mecanismo
fundamental en la construcción de ficciones, mediante el cual el escritor se apropia tanto
de la cultura nacional y latinoamericana como de la europea. Este procedimiento
estético representa también un posicionamiento cultural. Al igual que Saer, Cortázar
niega de plano la existencia de una esencia de lo nacional –todo nacionalismo o
regionalismo representaría una estética que se limita a la expresión de una identidad
dada de antemano–. Sin embargo, para este último existe una verdadera identidad
colectiva, más amplia, que se identifica con la condición latinoamericana. La conciencia
de los problemas latinoamericanos, resulta, paradójicamente, del viaje a Europa:

¿no era necesario situarse en la perspectiva más universal del viejo mundo,
desde donde todo parece abarcarse con una especie de ubicuidad mental, para ir
descubriendo poco a poco las raíces de lo latinoamericano sin perder por eso la
visión global de la historia y del hombre?” (Obra Crítica III 35)

Así Cortázar, desde Europa, cree situarse al margen de una limitada visión local
que le negaría la perspectiva global y universal desde la cual se puede apreciar con
claridad las problemáticas latinoamericanas. El exilio, entonces, constituye también el
espacio de enunciación del intelectual frente a las luchas latinoamericanas; sin embargo,
–y contrariamente a la voluntad de Cortázar– también dramatiza el papel de los
intelectuales en cualquier revolución, esto es, como advierte De Diego, un estar “fuera
de lugar”: “cuando el poder se consolida se los aparta porque sus críticas resultan
incómodas o se les coarta su libertad creativa (…) o directamente se los persigue,
deporta o encarcela” (¿Quién de nosotros escribirá el Facundo? 33). En este sentido, el
exilio en Cortázar configura un posicionamiento íntimamente ligado a la idea de
compromiso en la concepción que le otorga Sartre –en la que la escritura se comprende
como una práctica trascendente dentro de un contexto social–, sin embargo, no se
somete a las urgencias de la revolución –y en este sentido se rechaza el dogmatismo del
realismo socialista–. Posicionada desde afuera la literatura se propone configurar el
espacio simbólico para la revolución desde la mirada ubicua y lúcida del intelectual-
visionario.
El exilio en Saer comporta, en cambio, otra idea de compromiso; este no es
sinónimo de tendencia ideológica de una obra, al contrario, se asume a partir del
formalismo inmanente en su irreductibilidad frente a cualquier tipo de discurso social.
Esta idea de compromiso da cuenta de formas heterogéneas de pensar la relación entre
escritura y política. Mientras Cortázar busca un espacio para la literatura como
instrumento de la desalienación, Saer comprende la escritura como una práctica
intransitiva: esta no debe dar cuenta de ninguna realidad previa que la someta a un
régimen de ideas externo a sí misma; ese es su compromiso. El valor social de la
literatura se da, siguiendo a Adorno, en la rigurosidad formal:

El contenido de verdad de las obras de arte tiene su valor social en aquello


mediante lo cual va más allá de su complexión estética en virtud de esta misma
(…) Llega a ser algo social mediante su en sí, que es un en-sí mediante la fuerza
productiva social operante en ella. La dialéctica de lo social y del en-sí de las
obras de arte es una dialéctica de su propia constitución en la medida en que
ellas no toleran nada interior que no se exteriorice, nada exterior que no sea
portador de lo interior, del contenido de verdad. (Adorno 401)

Si la obra de arte es verdadera, no lo es respecto a cierto sentido social, al


contrario, lo es en relación a sí misma y a los supuestos éticos y estéticos que de ella
misma se desprenden. En la figura del exilio converge el hermetismo adorniano con la
concepción epistemológica de la literatura. Esto no implica una contradicción. En ese
estado de suspensión y exterioridad –de la patria, de la política, de la ideología–, la
narración despojada de cualquier a priori, mediante un riguroso trabajo formal, se
adentra en la realidad, como una búsqueda errante y desde un comienzo destinada al
fracaso:

no vuelve la espalda hacia una realidad objetiva, muy por el contrario, se


sumerge en su turbulencia, desdeñando la actitud ingenua que consiste en
pretender saber de antemano cómo esa realidad está hecha. No es una
claudicación ante tal o cual ética de la verdad sino la búsqueda un poco menos
rudimentaria (Saer, "El concepto de ficción" 11).

Si bien Saer al igual que Cortázar asume la figura del escritor como visionario,
lo que efectivamente muestra la escritura para cada uno de los autores revela una
diferencia constitutiva. Para Cortázar, el escritor es el profeta que devela una realidad
oculta por la opresión reguladora de la razón, para Saer, en cambio, es un visionario
ciego: en lugar de revelar una realidad otra más allá de la conocida, lo que se muestra es
el carácter espurio de lo que se impone como realidad. El hermetismo de la obra y su
potencia epistemológica se definen, en los ensayos, mediante una lógica opositiva. El
polo negativo lo constituye no solo el practicismo y la instrumentalidad de la literatura
políticamente comprometida sino también cualquier identidad como el ser
latinoamericano o argentino, pero, además, la cultura de masas, a la que Saer le achaca
la impugnación adorniana a partir de la que es concebida como una estética fetichizada
y sometida a las leyes de oferta y demanda del mercado y que responde siempre a una
mirada alienada de lo real, cristalizada en clichés y estereotipos.
“El escritor argentino y la tradición” es un texto lo suficientemente lábil y
potente para generar lecturas heterogéneas y divergentes. Es la tesis misma, quizá, la
que contamina sus lecturas. La invitación de Borges a la cultura universal, en el
contexto en el que es leída, puede pensarse como un gesto instituyente. Saer leyó en ella
una anulación de las diferencias nacionales en pos de una literatura universal e
indeterminada; Piglia, en cambio, se apropió de la idea de la tradición como lectura,
como cita, como traducción, para reivindicar la diferencia. En la argumentación de
Piglia, los significados de tradición, traducción y traición se reúnen: la cultura argentina
se funda en el cruce de lo nacional y lo extranjero.
Así como Piglia y Saer releen “El escritor argentino y la tradición”, ambos
además utilizan la figura de Gombrowicz como su ejemplo paradigmático. Ejemplo, sin
embargo, de ideas disímiles. A partir de la indistinción entre ser polaco, ser argentino o
ser francés, que antes citábamos, Saer lee la escritura de Gombrowicz como “una
incertidumbre programática” y su inmadurez –su rasgo característico– como la
suspensión de certezas que “rechaza toda esencia anticipada” ("La perspectiva exterior:
Gombrowicz en la argentina" 18); en la misma inmadurez, Piglia ve la tradición polaca,
lo que aún no ha sido desarrollado, la lengua menor, la “cultura nacional dispersa y
fracturada” ("¿Existe la novela argentina? Borges y Gombrowicz"), y en ella encuentra
la misma permeabilidad de la tradición argentina. Gombrowicz: el gran novelista
argentino. Piglia no ignora, como Saer, la lengua, sino que la pone a jugar en el vaivén
de lo propio y lo ajeno, la lengua como aquello que, como afirma Derrida, es
contradictoriamente único y múltiple (El monolinguismo del otro), aquella lengua
propia en la que se oyen los ecos de la otredad: el fantasmático idioma de los argentinos
fundado en su propia falta, un recuerdo inventado o bien recuerdo del porvenir, “utopía
aún por confirmar” (Borges, El idioma de los argentinos y El tamaño de mi esperanza
235). De esta manera, Piglia le escamotea a Borges su gesto legitimante para proponer
una poética de la traición, del hurto: “un escritor es alguien que traiciona lo que lee, que
se desvía y ficcionaliza” ("¿Existe la novela argentina?"). La escritura como un espacio
de intersección, de cruce, de traducciones, de falsificaciones, de citas; y en este sentido
es que Babel recupera a Piglia.
Piglia no piensa el exilio como un lugar ascético: es ese espacio otro siempre
inactual –por ello podríamos hablar también de utopía– en el que se comprende la
ficción, sin embargo, esta –a diferencia de la concepción de Saer– se halla en
continuidad con los discursos sociales a los que interpela; es la desterritorialización de
la creencia y la ideología.

¿Quién mató a Roger Rabbit?


Nos hemos ocupado de las diferencias entre las poéticas del exilio de Cortázar,
Piglia y Saer, no obstante, en ellas hallamos un punto en común. En la parábola de los
camellos, advierte Contreras, Aira encuentra una moraleja implícita de la que parte para
cuestionar el argumento borgiano: si el color local se rechaza por inauténtico es en
función de la reivindicación de cierta autenticidad de la que la literatura debiera dar
cuenta. La poética del exilio se inscribe en este principio moral; en la labor de la
escritura se desenmascara una identidad falsa, casi siempre identificada con el Estado y
la nación, y se revela o, más sutilmente, se entrevé algo del orden de lo auténtico. Para
Cortázar, en la comunión de las luchas revolucionarias, es la identidad latinoamericana;
para Saer, mucho más ambiguamente, se manifiesta en la zona, un espacio fundado
desde la imprecisión del recuerdo melancólico de quien inventa la pérdida; Piglia funda
la Nación hacia adelante, como una utopía, un porvenir cifrado en la historia.
La revista Babel es tributaria, en cambio, de otra estética. Como lo advierten
Montaldo ("La invención del artificio: la aventura de la historia") y Contreras, a
mediados de los ochenta aparecen ciertas novelas como Una novela china de Aira, La
Internacional argentina de Copi, La Hija de Kheops, La perla del emperador de Daniel
Guebel, en las que se advierte un nuevo avatar de la perspectiva exterior: en lugar del
exilio, el exotismo. Este se encuentra íntimamente ligado a la novela de aventuras, que
se corre de la consigna de Borges, para reivindicar el valor de la invención en sí misma.
Si uno de los efectos de la ficción del exilio es la resistencia a los estereotipos, el
exotismo de los 80 aparece (…) apelando a moldes y fórmulas narrativas,
fundamentalmente a través de la recuperación del género de aventuras que,
como efecto indirecto del veto borgiano a la profusión de color local había
quedado relegado, durante los pasados cuarenta años, como una literatura de
escaso valor (Montaldo 263)

La revista Babel se asocia explícitamente a esta estética; en ella hay un


distanciamiento –aunque no un abandono– de la concepción epistemológica de la
literatura que encontrábamos en los autores del exilio. Solo que, aunque parezca obvia
la distinción, Babel es una revista, es decir, un objeto múltiple, como advierte Delgado
("Algunas cuestiones metodológicas en relación con el estudio de revistas"), una red
que se define por el modo en el que se inserta e interviene en los diversos debates que se
dan en el campo intelectual; espacios privilegiados de circulación, de divulgación y de
lectura.
Cortázar es ilegible para Babel –y lo es, como veremos, paradójicamente, por su
exceso de legibilidad– ya que forma parte de ese otro recurrente: “la literatura Roger
Rabitt” (Caparrós 44), expresión que extrema la irreverencia al exceso –innecesario por
otra parte puesto que el contendiente está “muerto”3– de comparar con el montaje de
una caricatura sobre un film en la película taquillera de Steven Spilberg con los
procedimientos vanguardistas utilizados en la narrativa latinoamericana que –como el
collage en Cortázar– buscan la continuidad entre realidad y ficción, como un modo
literario de intervención política. Y no sólo, afirma Caparrós, la literatura estaba
sometida a la supremacía hermenéutica del discurso político que, como la palabra
religiosa, “ordenaba el mundo” sino que además ese procedimiento mediante el cual
aquella buscaba acercarse a la política –continúa Caparrós forzando la verdad– fue la
inspiración del film infantil. En suma, declara la muerte de la nueva narrativa
latinoamericana del mismo modo que lo hace Bürger (Teoría de la Vanguarida),
demostrando que sus procedimientos fueron absorbidos y neutralizados por los medios
de comunicación masiva, y, lo que es más injurioso en el caso de los movimientos
latinoamericanistas, por el enemigo.

3
“Pero a nuestros mayores no los matamos nosotros: los mataron con muertes más crudas, personales o
con la eliminación de sus premisas. Y a nosotros nos privaron de esa posibilidad, de ese privilegio”
(Caparrós 44)
Babel, en cambio, sí recupera la poética de Saer y de Piglia, ya que comparte
con ellas el signo común que las hace legibles, la negación de toda identidad a priori de
la escritura –después de todo, aunque auténticas, las identidades de Piglia y Saer se
presentan como construcciones literarias–. Babel radicalizará el gesto en la suspensión
absoluta de toda identidad, la negación de lo auténtico en la recuperación de la
invención como acto gratuito.
Al comienzo, para matizar la idea de Molina sobre la centralidad de Piglia y Saer
en Babel, afirmábamos que la revista nos exponía a primera vista una heterogeneidad
caótica de autores. En los setenta, los escritores tendían a agruparse bajo un escritor-
faro, en cuya figura encontraban la cohesión necesaria para constituirse como
formación; Babel rechaza, en cambio, la revelación poética del iluminado y la epigonía
y abre, así, una posibilidad de lectura ante la heterogeneidad del campo cultural e
intelectual; de esta manera, no busca un centro que supondría una inevitable
institucionalización sino que se desplaza hacia afuera.
A pesar de que cierto antagonismo, sobre todo impulsado por Aira, opone las
obras de ambos, “para Babel –advierte Catalin– no es un problema leer a Aira y a Saer
juntos” (Restos y después: ensayos de escritores sobre Juan José Saer 3). Para Molina el
nombre Babel remite al espacio que propone el cuento de Borges en el que se
encuentran todos los libros existentes y posibles, sólo que, repone nostálgicamente, en
lugar de la biblioteca se encuentra el mercado; preferimos, en cambio, ver en la
organización de Babel otra imagen también borgiana, la del aleph, la totalidad vista
desde los márgenes. Hay una política de la crítica que tiende a la disgregación y a la
dispersión, como modo de sostener la marginalidad como valor de resistencia ante la
institucionalización; la neutralización de la potencia vanguardista de mano del mercado
o de la academia. En la singular lectura que propone la revista, las poéticas de Aira y
Saer se superponen. La apropiación particular de Piglia y de Saer por parte de la revista
puede dar cuenta de algunos modos mediante los que Babel se autodefine en la práctica
misma de la lectura.
La lectura es en Babel una fuerza excéntrica que busca desplazar a las obras de
la cristalización del sentido. Catalin advierte que cuando Pauls lee La ocasión como un
texto “realista” no solo abre una polémica explícita con Tomás Eloy Martínez sino que,
“le roba el término” para resignificarlo. En el artículo de Pauls, “experimentación y
realismo (…) no se oponen”(7); Pauls recupera así una tensión omnipresente en la
literatura de Saer, que se piensa a la vez como un modo de relación con lo real y como
entidad autónoma, que muchas veces, en el afán hermenéutico de los discursos de la
crítica, es borrada4. Se trata también de robarle el término al mismo autor. Sustraerlo de
los modos de lectura que exige su propia ensayística, de acuerdo a la cual, el realismo,
identificado con la teoría lukacsiana del reflejo, es un polo negativo al que se enfrenta
su escritura. Sacar a Saer de su lugar pero también, al introducir su lectura en el
contexto de la polémica, rescatarlo en tanto se lo comprende como el autor censurado
por una academia que, retrógrada y reaccionaria, sólo puede leer a la narrativa del
boom.
Otra operación significativa en la lectura de Saer es el acto mismo de incluirlo
en la sección “Libro del Mes”, que lo sitúa, de alguna forma, en la misma temporalidad
que configura la revista: no es el Saer consagrado de El limonero real, extenuado ya por
la crítica, sino que se trata de un libro novedoso que comporta además un matiz
inexplorado. La ocasión –al igual que Las nubes– presenta un comportamiento
excéntrico al interior de la obra de Saer. “La primera novela realista sobre el azar”
afirma Pauls (4), pero no sólo una novela que tematiza el azar y el fracaso de toda
“maquina interpretativa” de la realidad, sino una que lo incorpora como principio
constructivo. Situada a comienzos del siglo XX, La ocasión narra la experiencia de un
extranjero –desconocemos su origen– en el desierto pampeano. En este punto la novela
coincide con el exotismo al que asociamos a los escritores de Babel y, aunque esta
perspectiva exotista no sea la característica principal, sí funciona como la fuerza de lo
azaroso que arrastra la narración a lo insólito y hace aparecer –cuando inesperadamente
nos preguntamos ¿y después?– la peripecia. Cuando la narración nos conduce hacia las
predicciones octosilábicas del tape Waldo, no nos extrañamos que Pauls haya visto en la
obra el destello de Aira.
No solo se trata de leer a La ocasión como una obra exotista, se trata también de
leerla desde y hacia lo exótico. Se trata de recuperarla por lo que hay de pura
fabulación, por su impulso narrativo. En íntima relación con la perspectiva exotista, que
de acuerdo con Montaldo “va más allá de la reflexión para centrarse en la capacidad

4
En “La experiencia narrativa”, Giordano consigna la lectura que Mirtha Stern realiza de El limonero
real y advierte que la esta se detiene en la instancia metaliteraria como constitutiva del relato, tras lo que
subyace una concepción del ser literario como una técnica. Aunque, advierte Giordano, los
procedimientos metaliterarios forman parte de la narrativa de Saer, “no la agotan, o, mejor aún, por ser
literaria, los excede” (Giordano 13). Lo que Stern deja de lado con las certezas de su hacer crítico es la
incertidumbre constitutiva de la obra de Saer. La incertidumbre no sólo signa la representación de lo real
sino que es la condición de posibilidad de los procedimientos autorreferenciales que dan cuenta de la
relación negativa que constituye el vínculo representativo.
literaria de componer fábulas” (262), en esta pulsión narrativa se celebra el cliché, el
lugar común, el estereotipo. Significa también mirar extrañado, mirar con los ojos
imperiales con los que, de acuerdo a Pratt, “la metrópolis imperial tiende a imaginar que
determina la periferia” (Ojos imperiales: Literatura de viajes y transculturación 25) para
recuperar los códigos mediante los que se creó la imagen del resto del mundo.

La Europa del siglo XVIII se lanzó a la chinoserie y otros orientalismos cuando


estuvo lo suficientemente segura de su lugar en el centro del mundo como para
poder hacer de esos exotismos un epifenómeno de lo europeo, pero además, esas
excentricidades tenían una función de utopía: poner en otros escenarios las
críticas que la razón ilustrada aún no podía ejercer en lo propio. (Caparrós 44)

En la famosa novela de Jonathan Swift, tras narrar los problemas para hacerle
entender a la señora de Brobdignac que deseaba “atender las necesidades de la
naturaleza”, Gulliver se justifica:

espero que el amable lector me excuse por detenerme en estos y similares


detalles que, aunque parezcan insignificantes a una mente rastrera y vulgar,
ayudarán ciertamente al filósofo su pensamiento y su imaginación, y aplicarlos
en beneficio tanto de la vida pública como privada (Swift 78).

Pero para Babel, dice Caparrós, la operación es otra. Aquí significa detenerse
morosamente en los detalles que a nada conducen, olvidarse de la moraleja filosófica
del relato, pero también demorarse indefinidamente en el malentendido de aquellos
sujetos que intentan en vano comunicarse trivialidades. Y en este sentido es que se
ensaya la aproximación a Gombrowicz no por cuanto pueda representar él o no de la
tradición argentina sino por su “pasión por el malentendido (…), el antídoto contra el
idilio comunicativo y las armoniosas negociaciones de la lengua” (Pauls, "Una fiesta
intermitente" 4).¿No es después de todo Babel el nombre que expone a la lengua en el
malentendido, el que la muestra en su opacidad? Muchas veces, lo que las lecturas de
Babel buscan en la literatura es esta densidad material del lenguaje que se manifiesta en
el equívoco, en la traducción, en su sonoridad. En Lamborghini, Pauls ve la
materialidad de la lengua que se manifiesta en la tipografía de una editorial under
("Lengua: ¡Sonaste!" 5) – y cuando aparece la colección de novelas y cuentos de
editorial Barcelona, manifiesta cierto temor alegórico por la pérdida de esta
materialidad, bajo el formato impuesto por la industria editorial–, en su sonoridad, en
cómo rompe el esquema de la representación para volverse acto. Barthes celebra la
literatura como la posibilidad de “hacerle trampas a la lengua” en tanto que ésta se
encuentra al servicio del poder:

Desde que es proferida, así fuere en la más profunda intimidad del sujeto, la
lengua ingresa al servicio de un poder. En ella, ineludiblemente, se dibujan dos
rúbricas: la autoridad de la aserción, la gregariedad de la repetición. Por una
parte, la lengua es inmediatamente asertiva: la negación, la duda, la posibilidad,
la suspensión del juicio, requieren unos operadores particulares que son a su vez
retomados en un juego de máscaras de lenguaje; lo que los lingüistas llaman la
modalidad no es nunca más que el suplemento de la lengua, eso con lo cual,
como en una súplica, trato de doblegar su implacable poder de comprobación.
Por otra parte, los signos de que está hecha la lengua sólo existen en la medida
en que son reconocidos, es decir, en la medida en que se repiten; el signo es
seguidista, gregario. En cada signo duerme este monstruo: un estereotipo; nunca
puedo hablar más que recogiendo lo que se arrastra en la lengua. (El placer del
texto y Lección inaugural de la cátedra de semiología del college de france 96)

No se trata de construir adornianamente una obra hermética por temor a los


alcances del mounstruo dormido en el lenguaje, sino de despertarlo en el estereotipo. En
el mismo artículo Pauls se pregunta qué tienen en común Lamborghini y Puig, y
aventura:

el estereotipo, ese cristal de la lengua que está al principio de ambas literaturas


(…) Para Puig y para Lamborghini, el estereotipo no es el oropel kitsch de la
lengua ni un objeto parcial del costumbrismo; es esa formación donde la lengua
hace oír su poder, su formidable capacidad de decir-hacer: un pequeño aparato
de Estado (Pauls, "Lengua: ¡Sonaste!" 5)

“Hacerle trampas a la lengua”


Al comienzo del trabajo citábamos a Contreras: Babel escribe “contra la
tradición que hizo del desierto el lugar del vacío y la barbarie, el exotismo” ("Viaje,
exotismo y genealogía del relato" 77). Sin embargo, es posible hacer una nueva
objeción a la cita: para dar cuenta de esta relación la palabra contra es insuficiente; se
trata de algo mucho más complejo y más productivo que una mera oposición. Babel con
frecuencia insiste en la idea de que asiste a un nuevo y modesto fin del mundo, la
irremediable decadencia de algo –el mercado editorial, las letras argentinas, la crítica, la
misma práctica de la lectura–. En “Nuevos avances…” ese fin se nos presenta como el
desierto, lo que queda después de la dictadura es el vacío: “suena risible: en mi mirada,
Buenos Aires 1980 volvió a ser un desierto. A mediados del siglo pasado, Sarmiento
lanzó la cuidadosa construcción de Argentina como un desierto.” (Caparrós 44)
Catalin advierte en Babel la construcción particular de una temporalidad del fin
desde la que la revista interviene. La posmodernidad como el fin de los proyectos
colectivos, el desierto como las ruinas de las construcciones de la generación anterior.
Sin embargo, así como, de acuerdo con Catalin, “al mismo tiempo que se ironiza sobre
la cuestión [del posmodernismo] se la utiliza para posicionarse” ("Babel. Revista de
Libros: formular el propio presente entre los finales y el fin" 565), la idea de desierto
también es puesta constantemente en entredicho en el mismo propósito de la revista de
dar cuenta del mercado editorial –inexistente si aceptáramos el vacío-. El desierto y el
fin constituyen el cronotopo desde el que Babel se posiciona frente al panorama
devastado, para configurar un nuevo espacio: no la utopía de Piglia –que comporta aun
cierta esperanza en el porvenir– sino el exotismo como ucronía: “no es, ciertamente, un
tiempo que todavía no es. No es, en muchos casos, un tiempo que ya no es: es
simplemente un tiempo que no es” (Caparrós 45). La primera vez que la literatura
argentina escribe el desierto, con “La cautiva” de Echeverría, lo hace trágicamente;
Babel vuelve a construir el desierto argentino, esta vez como una farsa. Plenamente
consciente de su estatuto ficcional, el desierto de Babel se puebla de los camellos que
Borges había vetado para la literatura árabe.
Como afirmábamos al comienzo, la relación con Borges es la del homenaje
irreverente. Caparrós a la cita de la famosa paradoja sobre el color local del escritor
argentino y la tradición la cierra con un enigmático “o no” y, en un artículo en el que
referencia su libro La perla del emperador, Guebel convoca de manera muy irónica a
antropólogos y sociólogos –al igual que a las psicólogas a leer en su texto una teoría del
deseo y al periodismo deportivo a “adscribir su sistema de rentabilidad a su fantasía de
ganarse el PRODE” (Guebel 5)– a buscar en su Persia un trasfondo argentino.
La construcción de un lugar marginal de enunciación en Babel no sólo se hace,
entonces, a través de la figuración del exotismo, sino que esta dramatiza también una
forma de leer. Lo exótico puede entenderse como un movimiento desterritorializante en
términos de Deleuze y Guattari, es decir, un agenciamiento maquínico desde el que se
produce la práctica crítica, que, como el rizoma, produce sentidos lábiles, efímeros,
múltiples ("Rizoma").
El viaje a lo exótico es el acontecimiento que transforma la experiencia en
relato. La lectura, advierte Giordano, “es el acontecimiento en el que un texto se
transforma en experiencia” (La resistencia de la ironía: notas desde (hacia) los ensayos
de Borges 101). La manera de hablar literariamente de esa experiencia, es decir, de
establecer cierta continuidad entre la obra y el discurso que habla de ella, es, de acuerdo
a Giordano, a través de la ambigüedad e indeterminación del pliegue de la experiencia
sobre sí misma. En este sentido Giordano recupera el concepto de ironía que Paul De
Man advierte en la búsqueda de continuidad entre literatura y teoría del romanticismo
de Jena: “para que la literatura pueda ser su propia teoría, la teoría deberá ser irónica y
adoptar la forma de lo paradójico, que es la coexistencia inestable de determinaciones
heterogéneas, incluso antagónicas (…)” (104) Y desde allí lee a los ensayos de Borges:

El ensayo –pocos escritores parecen haberlo tenido tan claro como Borges–
puede ser una de las formas en las que la literatura se transforme en teoría de sí
misma (…) porque en su proceder expresa irónicamente las tensiones entre
concepto y experiencia, la insuficiencia estructural del saber, pero también su
poder de crear formas de vida imaginarias (108)

Babel es una revista de citas, de reseñas, pero sobre ellas opera una fuerza
excéntrica y ambigua que impide la cristalización exegética, esto constituye también
una ética, puesto que de esta manera se “salva” a las obras de las fuerzas estabilizadoras
e instituyentes del mercado y la academia. La irrupción de la ambigüedad, de la ironía,
del doble sentido en el discurso crítico que configura el posicionamiento excéntrico de
la revista en el campo cultural, es justamente lo que, por el contrario, la acerca a la
literatura en la intransitividad del delirio, en la vacilación y el goce de la invención
infundada y en el efecto de suspensión del sentido último.

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