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La mayor obra de caridad: abrir el Paraíso

Padre Federico, el 1.01.17 a las 3:08 AM

En el fondo, ¿qué es lo que hace el Misionero? Abre el Paraíso. Lo abre a todos aquellos para quienes está cerrado.
Abre el Paraíso como Cristo le abrió el Paraíso al Buen Ladrón, San Dimas. Si se le pregunta a un buen Misionero
a qué se dedica, bien podría contestar: “me dedico a abrirle el Paraíso a la gente”.
Puede, entonces, definirse al Misionero como un “abridor del
Paraíso”. Y como no hay nada mejor para el hombre (y aún
para el ángel) que el Cielo, el mayor bienhechor de la
Humanidad es el Misionero. No es la nuestra una idea nueva.
En la época de los Santos Padres, el Pseudo Dionisio
exclamaba que “el apostolado es la más divina de las divinas
obras”.
Dar comida al hambriento, bebida al sediento, alfabetizar al

iletrado, vestir al desnudo, curar al enfermo son


obras de caridad. Pero, abrirle el Paraíso a una
persona es darle un beneficio infinitamente más
grande que darle todos los bienes terrenos y aun
que darle una vida saludable y prolongada. Quien se
gana el Paraíso, se gana todo. Quien se lo pierde, se
pierde todo. Quien me ayuda a alcanzarlo, me ayuda
a obtenerlo todo.
Lamentablemente muchos jóvenes generosos, en la
flor de su edad y de su fervor bienhechor, ignoran
esto -o lo olvidan- y por eso desperdician sus
energías entregándose exclusivamente a obras
bienhechoras inmanentes, esto es, horizontales. Si
ellos tomasen conciencia del infinito bien que harían
con solo entregarse a la acción auténticamente
misionera, muchas más almas podrían gozar los
deleites inconmensurables del Paraíso Eternal. Al
mismo tiempo que hay que promover las obras de
misericordia corporales -pues es el mismo Cristo
quien sufre en el pobre-, hay que recordar lo siguiente. La polenta pasa, la salud pasa, el frío pasa, la tristeza pasa,
la depresión pasa, las calamidades pasan, la sed pasa, las enfermedades pasan… Lo que no pasa es la Eternidad.
Allá, por tanto, a la Eternidad debemos apuntar todas nuestras energías, todos nuestros impulsos benefactores. Y en
la medida en que la búsqueda de la Eternidad nos pida procurar el bien temporal, proveeremos al bien temporal y
eso será, a la vez, buscando el Sumo Bien: la Vida Eterna.
Abrir el Paraíso es una obra incomparable. Es la obra de misericordia por antonomasia. Y, como lo que más
plenifica es la caridad, es por eso que no hay nada más plenificante que dedicarse toda la vida, por entero, a abrirle
el Paraíso a los prójimos, es decir, no hay nada más plenificante que dedicarse toda la vida a ser Misionero. Si se
considerase más esto, abundarían las vocaciones misioneras. El Misionero, entonces, en virtud de su misma
vocación, no se dedica sino a abrirle el Paraíso a los prójimos, y todo lo demás que hace, lo hace para poner medios
que coadyuven a lograr este fin.
Ahora bien, luego de la Santa Misa, Dios es máximamente glorificado por las alabanzas de los que gozan de Su
visión, es decir, por las alabanzas de los que están en el Cielo. Por eso, lo que más glorifica -y, por tanto, lo que
más agrada- a Dios es que los hombres busquen, para síy para los demás, el Paraíso Celestial, donde, en el gozo
más inefable, exultan los hombres que se salvan, por los siglos de los siglos .
Nadie, salvo un incrédulo, podrá, entonces, dudar que el Apostolado es la máxima obra de misericordia.

P. Federico, misionero en la meseta tibetana

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