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¿Sabrá la izquierda mexicana superar su incomprensión de la lucha

electoral?
José Luis Sierra V.

La vía electoral y los viejos problemas de la izquierda

La izquierda de todos los tiempos y en todos los países ha sufrido para entender y
desarrollar el juego electoral. Tal vez porque lleva en sus venas el virus de la
revolución inoculado por el marxismo; tal vez porque “ser de izquierda” supone ir
contra lo establecido, incluyendo las leyes.

La experiencia de los “frentes populares” en el período entre guerras y la dura lucha


en la resistencia contra el nazismo impulsaron a las izquierdas europeas a fortalecer
la opción socialdemócrata y a inscribir a los partidos comunistas en las filas de la
legalidad electoral. Salvo casos muy localizados y excepcionales, como E.T.A. en la
actualidad y, en el pasado reciente, las Brigadas Rojas o la banda Baader-Meinhoff,
las izquierdas europeas han hecho del juego parlamentario y de la legitimación
electoral parte definitoria de su identidad.

En América Latina, sin la dura experiencia de las guerras continentales, las


izquierdas se formaron y consolidaron de cara a gobiernos débiles, en su enorme
mayoría instrumentos dóciles de los intereses neocoloniales, provinieran éstos de las
élite criollas o de la metrópoli imperial norteamericana. Consecuencia de lo anterior
es que la lucha en la ilegalidad (sea simple clandestinidad o expresiones armadas,
como la guerrilla –rural y urbana-) ha sido, hasta fechas muy recientes, tema
consustancial a los programas y a las estrategias de las izquierdas latinoamericanas.

De un pasado similar, con orígenes en la insurrección armada, han surgido y se han


desarrollado experiencias tan dispares como el Sandinismo, que logró el poder por la
vía militar y, tras su derrota electoral, lo pudo recuperar al través de las urnas. En El
Salvador, la guerrilla derrotada se convirtió en columna vertebradora de un vigoroso
movimiento popular que permitió el triunfo electoral y un gobierno de izquierda en
ese país centroamericano. Caso similar se dio en Uruguay, con Tupamaros/Frente
Amplio. En otros países, como Panamá, Bolivia, Brasil, Jamaica, Grenada, Ecuador y
muy recientemente Paraguay, las izquierdas nacionales recorrieron un largo y
complicado camino de derrotas electorales hasta lograr finalmente el triunfo por la vía
del voto ciudadano. Así sucedió, también, en Chile, con Salvador Allende.

Si en los remotos años 50’s y 60’s eran las dictaduras militares (o civiles, con el
respaldo militar, como Papá Doc, en Haití o el Brasil, entre 1951, con Getulio Vargas
y 1964, con Joao Goulart) la forma predominante en los gobiernos latinoamericanos,
en la actualidad no hay en el continente gobierno alguno con origen distinto al
electoral.

Pese a las particularidades de cada país y salvo expresiones muy localizadas (como
FARC y ELN, en Colombia; Sendero Luminoso y MRTA, en Perú; EPR, en México)
las izquierdas latinoamericanas parecen haber renunciado a la insurrección armada
como vía de acceso al poder, adoptando alguna de las variantes que ofrece la lucha
electoral en materia de organización política y movilización popular.

Quizá la experiencia más rica y aleccionadora en esta materia sea el caso chileno de
1989, cuando un abanico de 22 organizaciones de centro y de izquierda (de la
democracia Cristiana al MIR), supieron conformar la Concertación Democrática
(C.D.) en torno a un arco iris, como distintivo, y al lema “La alegría ya viene”, a fin de
impedir en las urnas el intento de legitimación que perseguía Augusto Pinochet
mediante un desigual cuanto amañado “plebiscito”. Pero las lecciones siempre
estarán sujetas a escrutinio: en Chile, la C.D. acaba de perder, por la vía electoreal,
llevando como candidato a Eduardo Frei, el mismo con el que derrotaron a Pinochet
y a la derecha veinte años atrás.

Las izquierdas mexicanas, sin visión y sin estrategia electoral consistente

El larguísimo período de estabilidad social que brindó el “milagro mexicano” tuvo


como contraparte el autoritarismo político que encarnó el Presidencialismo, el
régimen que imperó en México desde el “maximato” callista hasta la alternancia
partidaria del 2000 (lo que ha seguido es un presidencialismo desmantelado). Entre
las preocupaciones fundamentales de los sucesivos presidentes priístas estuvo
siempre la desarticulación de cualquier organización que, de manera autónoma,
levantara las banderas de la libertad y la justicia social, propias de la izquierda. Si la
marginación y el hostigamiento político no resultaban efectivos, cuando la cárcel o el
cohecho de los dirigentes no frenaban el intento de organización autónoma y masiva,
de tinte izquierdista, el Estado mexicano recurrió a la represión selectiva de los
líderes de izquierda, cuantas veces fue necesario en la larga noche del
presidencialismo.

Para las elecciones de 1976 la urgente necesidad del PRI-Gobierno de contar con
algún candidato opositor propició que el Partido Comunista Mexicano dejara la
clandestinidad para sostener la candidatura de Valentín Campa. El pago con el que
el presidente López Portillo correspondió a la legitimación electoral que le brindó la
izquierda fue la suspensión de la “guerra sucia” que se mantenía desde 1971 contra
las organizaciones armadas, además de la amnistía de los “presos políticos” y una
Reforma Electoral que, en palabras que don Jesús Reyes Heroles expresó a quien
esto escribe “…la reforma busca la organización de las fuerzas de izquierda para
hacerle contrapeso a la derecha. La derecha no necesita de muletas que le ayuden a
crecer…es tan fuerte y tiene tanta influencia en la sociedad y en el territorio como el
Estado mismo…” (plática personal, 23 nov. 1978; cito de memoria, J.L.S.).

La proliferación de siglas, de organizaciones y de proyectos políticos electorales que


experimentó la izquierda mexicana entre 1976 y 1988 (PST, PRT, PMT, MAPU,
PFCRN, entre otros), refleja puntual y nítidamente la falta de claridad con que se
enfrentaba la alternativa electoral, factor que fortalecía el faccionalismo, tan propio y
característico de las izquierdas mexicanas. Tuvo que ser el desgajamiento del PRI,
con la Corriente Democrática (que encabezaban Cuauhtémoc Cárdenas, Porfirio
Muñoz Ledo y González Pedrero), la que hiciera el papel de eje aglutinador de las
organizaciones de izquierda, primero en torno a la candidatura de Cárdenas,
posteriormente con la conformación del PSUM/PRD.

Los indudables logros que en el campo electoral ha obtenido el PRD y el sinfín de


confrontaciones, crisis y desgarramientos experimentados por las izquierdas en ese
trayecto no han sido suficientes para fraguar una misma visión, una definición
estratégica en materia electoral dentro del PRD y en los grupos y las organizaciones
que lo rodean. Constantemente afloran contradicciones que se creían superadas
como es la visión “principista” que alimentó al foquismo de los 60’s y 70’s o el
viejísimo debate entre el “frentismo” y la consigna de “unidad a toda costa” que
protagonizaron los principales líderes y organizaciones izquierdistas durante el
cardenismo.

Recuerdo una reunión que tuvo el comandante Tomás Borge en la Cd. de México
donde fue increpado por un reconocido dirigente quien acusó al Sandinismo de ser
desviacionista por haber aceptado el juego electoral para definir el rumbo de
Nicaragua y la conformación de su gobierno. Tomás Borge fue muy tajante al
contestarle que las armas les habían servido para tomar el poder pero que no
servían para gobernar. La disyuntiva que había enfrentado la dirección sandinista era
entre continuar en guerra o avanzar y construir una nación en paz. El reto fue,
entonces, transformar el Ejército Sandinista en una organización popular, vigilante,
fuerte, capaz de cumplir la misma función que la organización armada pero con otros
métodos. Tras el pronunciado desgaste con la “contra” y de perder también en el
campo electoral, el Sandinismo pudo regresar al gobierno para retomar el proyecto
con los cambios y ajustes que la realidad y las necesidades le han impuesto. Creo
que los resultados obtenidos en más de 13 años en el Gobierno del Distrito Federal
abonan también esta concepción reformista.

Las experiencias europeas (Miterrand, Tony Blair, González y Zapatero, Mario


Soares) y las enseñanzas latinoamericanas (Allende y la Concertación Democrática,
Lula, Evo Morales) nos hacen saber que las izquierdas sólo podrán acceder al poder
por la vía democrática y constituir gobiernos sólidos y duraderos en la medida que
sean capaces de construir un “centro democrático”, esto es, una suma de fuerzas –
electorales y sociales- en torno de políticas y propuestas atractivas, identificadas con
los intereses mayoritarios.

El partido, el movimiento, el líder o el candidato que recurra a la lucha electoral con la


idea de realizar una revolución “desde el poder”, está errando el camino. El mismo
proceso electoral legitima y, por tanto, refuerza el status quo, el aparato de Estado
vigente. Se pueden hacer cambios, sí, grandes cambios, también, pero no alterar el
carácter del sistema político ni la esencia de su constitución y de sus funciones. Creo
que el caso Chávez y la inédita experiencia venezolana nos enseñan toda la gama
de posibilidades pero, también, los límites que enfrenta y que termina por aceptar
cualquier gobernante que, en aras de la continuidad, asuma una actitud gradualista
(caso Honduras y Manuel Zelaya).
Sin haberse externado hasta ahora, los mismos y viejos resabios que ha tenido la
izquierda mexicana con relación al juego electoral están ahora tras el debate que se
sostiene sobre las posibles alianzas entre partidos y grupos de izquierda y derecha.
También están entre los factores que más pesan en la incipiente confrontación que
mantienen Ebrard y López Obrador, como cabeza que son de dos proyectos y dos
estrategias electorales distintas: Ebrard, con la idea de construir un “centro
democrático” al través del Diálogo para la Reconstrucción de México (DIA) y López
Obrador con el enfoque “movimientista” que descansa en una organización
autónoma, la misma que ha tratado de mantener y consolidar tras el fraude electoral
del 2006.

Conforme se aprieten los plazos electorales y se sumen presiones políticas estas


diferencias, hasta ahora latentes, cobrarán fuerza y claridad hasta convertirse en
contradicciones, contradicciones que deben ser solucionadas. Y de esa solución
dependerá el futuro de la izquierda en México (posiblemente TAMBIÉN de la
derecha) y dependerá, en buena medida, el rumbo que siga la democracia en
México: o se avanza en el pluralismo de corte parlamentario o volvemos a los
tiempos del tironeo faccioso y la inestabilidad institucional.

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