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CARISMA Y ESPIRITUALIDAD DE LOS FRANCISCANOS Y FRANCISCANAS

De: http://www.fratefrancesco.org/esp/esp.fr.htm

Fr. Tomás Gálvez (fratefrancesco.org)

La espiritualidad de los franciscanos (menores, clarisas, regulares y seglares) es idéntica a la del


fundador en lo fundamental, y la podemos encontrar resumida en estas palabras de San Francisco:
"La Regla y vida de los Hermanos Menores es esta: observar el santo Evangelio de nuestro Señor
Jesucristo, viviendo en obediencia, sin nada propio y en castidad" (2Reg 1).

Observar el Evangelio y los consejos evangélicos es algo que los franciscanos tienen en común con
las demás órdenes religiosas, pero el nombre de "Hermanos Menores" pone el acento en que este
ideal hay que vivirlo en humildad y fraternidad: "Ninguno de los hermanos tenga poder o dominio
entre ellos, como dice el Señor en el Evangelio: Los jefes de las naciones las dominan y los grandes
las oprimen. No ha de ser así entre los hermanos. El que quiera ser mayor entre ellos se haga como
el menor" (1Reg 5).

Menor y sometido a todos, tal debe ser la actitud de todo franciscano, a imitación de Jesucristo, el
cual, a pesar de ser el Hijo de Dios, nos ha dejado un ejemplo encarnándose en María la Virgen,
naciendo pobre en Belén, viviendo pobre y peregrino en este mundo y humillándose hasta la muerte
en cruz, en obediencia perfecta a la voluntad del Padre.

Los franciscanos están llamados a conservar "el espíritu de la santa oración y devoción" sobre todas
las demás cosas o actividades, que deben realizarse "fiel y devotamente".

La pobreza, al contrario que en las ordenes precedentes, debe ser absoluta, individual y
colectivamente. Los hermanos deben vivir del propio trabajo y, en caso de necesidad, pueden
recurrir a la "mesa del Señor", o sea a la mendicación, sin avergonzarse, porque también Cristo se
hizo pobre y peregrino en este mundo.

La caridad entre los hermanos y entre ellos y sus superiores debe ser más "materna" que fraterna.

La más heroica forma de caridad y de obediencia para aquellos que sintieran esa especial vocación
o "divina inspiración" es el espíritu apostólico y misionero, consistente en anunciar la paz y la
salvación de Jesucristo a cristianos y a personas de otras creencias.

La predicación por parte de los frailes capacitados y autorizados debe ser, según el ejemplo del
Señor, con discursos útiles y edificantes y "brevedad de palabras". Y debe ir acompañada por el buen
ejemplo, "sirviendo al Señor en pobreza y humildad", mostrándose ante todos en el mundo como
hombres "mansos, pacíficos, modestos y humildes", sin discusiones, contiendas o juicios,
soportando con humildad y paciencia las persecuciones y enfermedades y orando por los enemigos.

Los hermanos legos o "trabajadores", aunque no tengan parte en la actividad apostólica o misionera
de la orden, colaboran eficazmente con ella con la oración y las buenas obras.

Tales actitudes van acompañadas además por el espíritu de caballerosidad y vida juglaresca, tan
típicos de la Edad Media, para manifestar la alegría del servicio divino y atraer a todos al amor del
Señor.
En resumen, las notas características de la espiritualidad franciscana en sus diferentes versiones
(masculina, femenina y seglar) se encierran en estas pocas palabras: minoridad, pobreza,
fraternidad-caridad y obediencia a Dios y a toda criatura por amor a él. Eso en cuanto a las actitudes.
En lo referente a la actividad San Francisco quiso una orden donde convivieran los hermanos
"orantes" los hermanos "trabajadores" y los hermanos "predicadores".

La posterior clericalización de la orden, aparte de las mitigaciones en cuestión de pobreza, redujo el


número de hermanos legos hasta hacerlos casi desaparecer, y dejó vacíos de orantes los
eremitorios. Eso no cambia, sin embargo, lo esencial de la espiritualidad de la orden franciscana,
siempre en tensión, por gracia del Espíritu, hacia la renovación del espíritu primitivo en formas
nuevas de vida más acordes con los tiempos. De ahí las reformas del pasado, tendentes a recuperar
el aspecto de la contemplación o la pobreza, y algunas experiencias recientes como la del conventual
San Maximiliano Kolbe, que puso de manifiesto la importancia y el valor incluso apostólico de los
hermanos legos o trabajadores en la Orden. Ese es el secreto de la vitalidad del franciscanismo,
antiguo y siempre nuevo, que hace que lo encontremos presente en cualquier lugar del globo y en
los ambientes más inimaginables. También en internet, por supuesto.
VOCACIÓN FRANCISCANA

por Lázaro Iriarte, o.f.m.cap.

De: http://www.franciscanos.org/temas/iriarte0i.htm

Introducción

EL CARISMA FRANCISCANO

Entre los aspectos teológicos más vigorosamente afirmados en el Concilio Vaticano II se halla la
realidad carismática en el pueblo de Dios. El término carisma, empleado expresamente en los textos
conciliares,[1] es una expresión acuñada por san Pablo para designar todo el conjunto de las
riquezas encerradas en la gracia de elección, don gratuito de Dios a los llamados en Cristo. Tiene
siempre un sentido de beneficio comunitario, puesto al servicio del entero organismo espiritual.[2]
Cada miembro del Cristo místico recibe, además de la justificación bautismal, una gracia destinada
a hacerle contribuir, mediante su actividad, a la salud de todo el cuerpo: carismas diferentes, según
la gracia que Dios ha dado a cada uno... y siguiendo el impulso de la fe (Rm 12,6). Los efectos
carismáticos pueden ser diversos, pero siendo uno el Espíritu del que proceden, todos concurren al
crecimiento de la caridad en fecunda coordinación a tenor de las necesidades de la comunidad
eclesial. Son funciones diferentes como las que tiene cada miembro en el organismo humano:
apostolado, profecía, enseñanza, don de milagros, gracia de curaciones, gracia de asistencia, poder
de gobierno, don de lenguas... Pero aun los más excelentes, sin el don radical y supremo de la
caridad, no sirven de nada (1 Cor 12-14).

Para el Apóstol los carismas no son necesariamente gracias extraordinarias, milagrosas, sino algo
normal en la asamblea de quienes han recibido el don del Espíritu. Todo bautizado posee
disponibilidad para ser tomado como instrumento por el mismo Espíritu a fin de realizar una tarea
en la edificación de la casa de Dios.

La Iglesia es, a un tiempo, comunidad espiritual y asamblea visible, carisma e institución. La


estructura carismática y la estructura jerárquica se completan y mutuamente se necesitan. Quienes
tienen la autoridad en la Iglesia han de escuchar y recibir «con gratitud y consuelo» las
manifestaciones de la función profética del pueblo de Dios; deber suyo es comprobar la autenticidad
de los dones y la lealtad de su ejercicio, pero ante todo han de mirar a «no ahogar el Espíritu, sino
examinarlo todo y quedarse con lo bueno» (1 Tes 5,19).[3]

LA VIDA RELIGIOSA COMO CARISMA

El Concilio ve en la profesión de los consejos evangélicos un «don divino, que la Iglesia recibió de
su Señor y que, con su gracia, conserva siempre». Quienes abrazan el estado religioso por vocación
divina reciben «un don particular en la vida de la Iglesia, contribuyendo a la misión salvífica de ésta
cada uno según su modo» (LG 43). Tal estado, «aunque no se relaciona con la estructura jerárquica
de la Iglesia, pertenece, sin embargo, indiscutiblemente, a su vida y santidad» (LG 44). La
consagración religiosa se halla en la línea de la acción vital del Espíritu Santo y está integrada en la
estructura pneumática o carismática de la Iglesia. Viene a ser como una intensificación de ese
impulso general que el Espíritu comunica a todo el pueblo de Dios hacia «la plenitud de la vida
cristiana y a la perfección de la caridad..., según la medida de la donación de Cristo» (LG 40).
La estructura carismática, campo de acción del «Espíritu creador», es eminentemente dinámica; un
modo de obrar más que un modo de ser; respuesta constante a las necesidades de adaptación de
la vida de la Iglesia. Habituados a hablar de «estado religioso», nos exponemos a fijarnos demasiado
en lo que tiene de institución, olvidando que, en su origen, toda forma de vida religiosa ha sido
movimiento. A cada nueva posición de la Iglesia en el tiempo o en el espacio, por exigirlo el nuevo
clima humano, el Espíritu Santo ha suscitado iniciativas de consagración de nuevo signo. El hecho
de que la mayor parte de esos «movimientos», al ser recibidos en el cuerpo social de la Iglesia, se
hayan convertido en «institutos» -con sus leyes, con su constitución orgánica, con sus modelos de
conducta, con su cuerpo de doctrina y de tradición-, no anula su esencia dinámica y, por lo mismo,
su actualidad. Sólo cuando una orden religiosa haya perdido su capacidad de renovación, es decir,
de conexión con el contexto histórico, podrá decirse que ha perdido su razón de ser en el pueblo de
Dios. Difícilmente sucederá que una forma de consagración, por antigua que sea, pierda su eficacia
de signo, su carisma propio.

Pero el carisma no se identifica con los cauces concretos de la actividad. Podrá suceder que una
forma de vida religiosa abandone, al pasar de una época o de un área cultural a otra, determinadas
maneras de ser útil a los hombres para adoptar otras más al día.

El carisma, además, no obra a través de las instituciones, sino de cada uno de los elegidos. Decir que
un instituto ha perdido su capacidad de renovarse equivale a admitir que sus miembros han perdido
la docilidad a los signos del plan de Dios. Entonces, debe desaparecer. Querer sobrevivir sólo como
institución, por perfecta y eficiente que se la suponga, es un contrasentido.

Hemos de agradecer al Concilio el que, en esta llamada general a la renovación, haya dado a las
familias religiosas la consigna de escuchar la voz del Espíritu en cada uno de los religiosos, haciendo
que todos tomen parte activa, y de dar margen a una amplia experimentación de nuevos modos de
vida y de testimonio, reduciendo en cambio el montaje legislativo.[4]

EL CARISMA DEL FUNDADOR[5]

La visión histórica y teológica que ofrecen los documentos conciliares sobre el origen de las formas
de vida consagrada está en consonancia con esa concepción. Los iniciadores obraron «movidos por
el Espíritu Santo»; la Iglesia se limitó a «recibir y aprobar» los grupos religiosos formados por ellos.
Cada fundación posee su propio carisma, y esa «maravillosa variedad contribuye grandemente a
que la Iglesia no sólo esté apercibida para toda obra buena y pronta para servir a la edificación del
Cuerpo de Cristo, sino a hacerla aparecer adornada con la variedad de los dones de sus hijos, como
esposa engalanada para su esposo, y por ella se manifieste la multiforme sabiduría de Dios» (LG 43,
45, 46; PC 1).

Consciente de esa presencia de la acción del mismo Espíritu, que se manifiesta diversamente en
cada familia religiosa, el Concilio establece como principio básico para la actual renovación, junto
con el retorno constante a las fuentes de toda vida cristiana, la vuelta «a la inspiración original de
los institutos» (PC 2). La fidelidad a esta originalidad está exigida por la vida misma de la Iglesia, ya
que «cede en bien de la misma Iglesia que los institutos mantengan su carácter y función particular».
Por lo tanto, han de ser conocidos y fielmente mantenidos el espíritu y los ideales de los fundadores
(PC 2b). Todos los institutos «han de participar en la vida de la Iglesia», pero ha de ser «de acuerdo
con su propio carácter» (PC 2c), manteniendo diferenciadas aun las formas características de
actividad apostólica, testimonio y fructificación de un género de vida diferenciado (PC 8 y 20). Nada
de confusión de carismas (cf. PC 7-11).

Es normal que, en el común esfuerzo por remontarse al manantial de la vida cristiana, es decir, al
Evangelio, los diversos institutos se encuentren en un ideal común, que a su vez se confunde con la
aspiración de todo cristiano sincero: el compromiso bautismal tomado en serio. Y entonces asoma
la pregunta: ¿qué sentido tiene la diferencia entre unos institutos y otros? Los grandes fundadores
han tenido de común ese anhelo de respuesta total al programa evangélico; pero la misma
disponibilidad de donación los ha hecho dóciles al impulso diferenciado del único Espíritu, que
distribuye dones y tareas conforme a las diversas necesidades del pueblo de Dios. Así es cómo cada
grupo de consagrados pone en juego medios peculiares de santificación personal, de testimonio y
de acción, y es recibido por la comunidad de los creyentes como un signo diferente de los otros.

Hoy también, la misma sinceridad en volver al Evangelio hará que los institutos religiosos capten
mejor su «espíritu propio»; y será la fuerza de éste la que hará que la vida religiosa «se vea purificada
de elementos extraños y libre de lo anticuado» (M.p. Eccl. Sanctae II, 16,3). De esa forma la
adaptación viene como por su pie. Ese respeto a la «vocación propia», a la «índole propia», al
«espíritu propio», es requisito para una recta formación de los candidatos (Ibid. 33 y 37), y lo inculca
el Concilio reiteradamente a los obispos a la hora de pedir la aportación de los religiosos a la pastoral
diocesana (Christus Dominus 33-35).

¿En qué sentido puede afirmarse que todo fundador es un carismático? No es necesario suponer
una existencia fuera de serie. La acción del Espíritu se vierte sobre las disposiciones humanas que
señalan a cada bautizado una orientación hacia tal o cual servicio a la comunidad y, sobre esa
vocación general, no meramente aptitudinal, de todo cristiano a la santidad y al apostolado, brota
un destino profético.

Como en toda la economía de los dones, el Espíritu Santo espera la coyuntura que le ofrece el
instrumento autónomo. Tal coyuntura se presenta cuando ese cristiano, fiel servidor del Espíritu, se
abre plenamente a la gracia y, en consecuencia, al carisma de elección para una gran tarea en bien
de toda la Iglesia. Generalmente la coyuntura es la conversión: un viraje radical y doloroso en la
vida. Pensemos en san Antonio Abad, en san Benito, en san Francisco, en san Ignacio, en san Juan
de Dios. O al menos el Espíritu suele poner a todo fundador en la dura prueba del anticonformismo;
la mayor parte han pasado por extraños o desvariados ante sus inmediatos observadores.

Simultáneamente se produce una profunda experiencia evangélica, llena de luz y de seguridad, y la


llamada a dejarlo todo para ordenar la propia vida conforme a la luz recibida. Y el carisma se abre
paso, con fuerza progresiva, impulsando al elegido a llevar a los demás el beneficio del propio
hallazgo. El don tan gratuitamente recibido lo siente dentro como una necesidad vital de mensaje
(cf. 1 Cor 9,16). El género de vida iniciado por el convertido, su ejemplo, su acción y, más que nada,
la sinceridad y la inspiración que vibra en sus palabras, son para los hombres de corazón recto una
especie de promulgación nueva del Evangelio, nueva visión del mismo, quizá de un aspecto
particularmente exigido por el momento histórico.

El carisma de fundación se manifiesta entonces en los discípulos que se van agrupando en torno al
iniciador. Ellos mismos han descubierto, al aceptar la nueva forma mental y el nuevo ideal de vida,
que esos valores se hallaban latentes en su corazón, quizá sólo como una esperanza remota de algo
mejor, una insatisfacción, un impulso hacia el bien. Ahora todo eso ha recibido a sus ojos una
formulación exteriorizada en ese hombre iluminado de lo alto. En realidad, ellos mismos comparten
ese don.

En términos sociológicos diríamos que el convertido ha logrado hacer compartir al grupo su ideal
personal, y desde ese momento, éste ha pasado a ser objetivo y orientación del grupo entero.
Teológicamente, es la operación del carisma, acción esencialmente comunitaria, que se sirve
instrumentalmente del testimonio vivo del fundador. En la primera generación de los grandes
institutos religiosos hay un claro predominio de la presencia del carisma. Por eso los fundadores de
mayor altura han sido lentos, cuando no reacios, en avanzar hacia una organización y una legislación
definitivas. Temían cohibir la apertura al Espíritu con estructuras demasiado hechas. Preferían
continuar en actitud de experimentación, escuchando su llamada en cada nueva situación. La propia
experiencia del don recibido y la disponibilidad de los componentes del grupo aseguraban la
fidelidad a la vocación mejor que cualquier cauce institucional.

La Regla se impone, al fin, como una necesidad. El grupo, acrecentado en número, acepta un nivel
medio de cualificación espiritual; comprometido en objetivos concretos de responsabilidad
colectiva al servicio de una Iglesia visible e institucionalizada, ve la precisión de fijar el movimiento
inicial en cuadros organizativos y en normas de vida; se requiere, además, una formación esmerada
de los miembros y unidad de doctrina ascética. Pero esta forma vitae lleva también el sello del
carisma, es la cristalización de las aspiraciones iniciales. No viene impuesta al grupo desde fuera -la
autoridad de la Iglesia se limita a «recibirla y aprobarla» (PC 1)-, sino que es elaborada y adoptada
por los mismos que han recibido el impulso hacia la nueva vida evangélica; y luego será ofrecida a
aquellos que reciban la gracia de elección pala abrazarla.

Cada nuevo candidato que llama a las puertas de un instituto viene impulsado por el Espíritu Santo
para hacer suyo el ideal evangélico que se le manifiesta a través de esa forma concreta de vivirlo y
de comunicarlo a los hombres. El grupo ha de acogerlo como un don de Dios, como una invitación
del Espíritu a la propia renovación. Así miraba san Francisco a los «hermanos que Dios le daba» (Test
14). Hay un enriquecimiento recíproco: el grupo ofrece al nuevo adepto sus ideales y su
espiritualidad, y mejores oportunidades para realizarse como cristiano; pero recibe por medio de él
nueva inyección de vida y, sobre todo, la sintonía con el clima de la comunidad humana en cada
tiempo, esa conexión entre vida y Evangelio que no puede faltar en una familia religiosa. Cada nuevo
afiliado debería originar en el grupo una inquietud renovadora, un desasosiego que le obligue a
revisar cada día la autenticidad de sus formas de vida y de acción.

Al primer estadio de movimiento carismático, en que el fundador obra fuertemente y los discípulos
viven el ideal como un descubrimiento y como una fuerza superior a ellos, sucede una etapa de
institucionalización: es el momento de combinar el puro ideal con las realidades de la vida y de la
actividad. Una toma de postura necesaria, pero de equilibrio nada fácil. Cuando la institución, en
lugar de proyectarse en la vida real, se desliga de ella, se produce algo así como la esclerosis del
organismo estructural. Entonces la atención se centra hacia adentro, hacia lo disciplinar y jurídico,
hacia las formas. La necesidad de una pedagogía lleva a crear una ascética de familia, convencional.
Se refuerzan los lazos colectivos mediante una mayor uniformidad en la observancia. La acción
externa se toma como un peligro, la inspiración personal, como un atentado al ritmo comunitario.
El juridismo amenaza ahogar el carisma. Y para restaurar la armonía entre carisma e institución se
hace necesaria la reforma, con su tanto de rebeldía, ya que los responsables públicos de la
institución no es fácil que capten cuándo ésta debe ceder y en qué grado. Toda reforma es una
aventura de fe. Y, ¿cabe renovación sin reforma?

EL MOVIMIENTO FRANCISCANO

San Francisco de Asís experimentó como ningún otro fundador la invasión del «espíritu del Señor»,
tanto en su vida personal como en su misión de iniciador de una forma nueva de vida. De esa
experiencia le venía la seguridad en el camino emprendido y en la interpretación dada por él al
seguimiento de Cristo, afirmada con tanta fuerza al dictar su Testamento: «El Señor me dio el
comenzar de esta forma la vida de penitencia...». Hasta siete veces repite la misma expresión: El
Señor me dio, el Señor me reveló.

Carismático consciente, el Poverello no sintió ni por un momento la tentación de sustraerse a la


Iglesia visible. La sola idea de que sus hermanos, ensoberbecidos con el don del Espíritu, pudieran
salirse de la obediencia jerárquica, como tantos reformadores de entonces, le alborotaba el
ánimo.[6] Por eso tuvo prisa por someter a la aprobación de la Iglesia romana su carisma de
fundador: «El Altísimo mismo me reveló que debía vivir según la forma del santo Evangelio..., y el
señor Papa me lo confirmó» (Test 14-15).

Veía en esa sujeción la garantía insustituible de la fidelidad al mismo ideal evangélico: «Así,
sometidos y sujetos a los pies de esta santa Iglesia, cimentados en la fe católica, guardaremos la
pobreza y humildad y el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo, que firmemente hemos
prometido» (2 R 12,4).

Pero la sumisión a la Iglesia jerárquica no le impidió mantener la originalidad de su vocación, si bien


no siempre le fue fácil. Humildísimo y sumiso, «pequeñuelo y siervo» de todos, supo afirmar y
defender su ideal de fundador, primero, frente al obispo de Asís, después, frente al cardenal de San
Pablo, que quiso disuadirle de lanzarse a una fundación nueva, y frente al papa Inocencio III, quien
no disimuló sus temores ante aquella aventura de pobreza total; y más tarde, frente al partido de
los doctos, apoyados por el cardenal Hugolino, empeñados en comunicar a la fraternidad una
estructura de resabios monásticos; finalmente, frente al mismo Hugolino y frente a las
preocupaciones canónicas de la curia romana, en el momento de dar forma definitiva a la Regla.

En esta lucha, tan contraria a su temperamento y tan dura para su fe, no escasearon trances de
depresión profunda al sentirse incomprendido de los prudentes, impotente para hacer aceptar su
«camino de la sencillez» que Dios le había revelado, un camino para él tan claro. Entonces, turbado
en su pequeñez, se refugiaba en la oración; pero un día escuchó de labios de Cristo: «¿Por qué te
asustas, hombrecillo? ¿No soy yo quien ha plantado la fraternidad?».[7]

Poseída de idéntica fortaleza, santa Clara defendería también con tenacidad, aun ante la Sede
apostólica, la integridad de su vocación, en especial el «privilegio» de la pobreza absoluta. A Inés de
Praga le escribía: «Si alguien te dice o sugiere otros caminos contrarios al que has abrazado o que a
ti te parecen opuestos a la vocación divina, con todos los respetos, no sigas en manera alguna tales
consejos, antes bien aférrate, virgen pobrecilla, a Cristo pobre» (2CtaCl 17-18).
El franciscanismo nació como movimiento. Francisco es el iniciador de un impulso múltiple, pero
bien definido, cuya característica es la sinceridad cristiana: prontitud alegre y suelta, al imperio del
amor, para seguir a Cristo y, por Él, experimentar el misterio de la hermandad con los hombres y
con la creación bajo la paternidad de Dios. Fue -dice Celano- como el despertar de una nueva
primavera: «Se produjo en él y por medio de él una alegría inesperada y una santa renovación en
todo el mundo, haciendo florecer los antiguos y olvidados gérmenes de la religión primitiva.
Difundióse en los corazones escogidos un nuevo espíritu y se derramó entre ellos una como unción
saludable...» (1 Cel 89).

Un entusiasmo que no sólo hizo crecer rápidamente el grupo inicial de los hermanos menores y
luego el de las damas pobres, sino que provocó por todas partes un anhelo de experiencia evangélica
que cuajaría en las agrupaciones de los hermanos de penitencia. En realidad repercutió en la piedad,
en el arte, en la vida litúrgica, en el dinamismo apostólico y en la vida social de la Iglesia.

El franciscanismo no ha dejado de afirmarse nunca como movimiento. La insatisfacción es nota


permanente en la historia minorítica, y el profetismo ha puesto en jaque las estructuras internas
siempre que éstas han caído en el inmovilismo cómodo. Por eso es una historia de períodos
atormentados, de luchas por el ideal, de reformas y de escisiones. Para quien mira superficialmente
ese fenómeno, resulta incomprensible que una orden, cuya característica es el amor y que se define
como fraternidad, haya roto tantas veces la unidad interna. Pero, visto en su significado real, es
signo de pujanza que impide el estancamiento, búsqueda sin reposo de adaptación renovadora
mediante la fidelidad al ideal. La reforma pertenece en algún sentido a la esencia de las instituciones
franciscanas.

En otras épocas el grupo reformador tendía a definirse como tal y terminaba, por reacción contra la
«comunidad» -es decir, la institución-, por institucionalizarse él mismo. Y se daba un proceso que
repetía el que la orden experimentó en su evolución: vuelta a la sencillez y espontaneidad de origen,
gusto por la intimidad fraterna en el eremitorio, dejando el convento, apostolado preferentemente
de testimonio y de presencia; y, luego, paulatinamente, acomodación a las condiciones reales de la
vida, realizando la conjunción entre carisma e institución que da el equilibrio dinámico de los
momentos más fecundos de la historia franciscana. Este equilibrio suele producirse en la segunda
generación después de cada movimiento de reforma.

Y henos hoy de nuevo en trance de reforma. Hay algo muy fundamental que no marcha. Como en
las grandes ocasiones de revisión total, las familias franciscanas se han puesto tácitamente de
acuerdo en la necesidad de remontarse a los orígenes, para tomar en su fuente el propio carisma y
hacer de él un mensaje vivo para el mundo de hoy. No es de creer que vuelva a producirse el
fenómeno de las reformas secesionistas; sería anacrónico. Hoy el camino no puede ser otro que el
señalado por el Concilio: clarificar los ideales del fundador, el espíritu propio de cada instituto y la
misión que está llamado a realizar en la Iglesia; tratar de establecer la relación entre ese espíritu y
el mundo concreto que lo ha de recibir; y, a base de esa confrontación, podar sin pena las
adherencias de tiempos y ambientes que han quedado atrás, lanzándose al riesgo de dar con un
lenguaje nuevo que produzca en nuestra generación la misma admiración gozosa que despertó en
el siglo XIII el lenguaje de Francisco. Volver a lo que él llamaba su camino: el de la «santa sencillez».
Cuando se vive con sinceridad el Evangelio, como él lo vivió, es la vida misma la que se hace mensaje.
Las estructuras, si son necesarias, aparecen como expresión de la verdad de esa vida.
Y entonces es fácil sentir de continuo la invitación del Espíritu a la renovación penitencial, como la
sentía el Poverello, enfermo y trabajado, al final de su vida: «¡Comencemos, hermanos, a servir al
Señor, porque hasta ahora poco o nada hemos hecho!» (1 Cel 103). Toda su vida fue una búsqueda
incesante, puesta la atención en los signos por los que el Altísimo podía comunicarle la trayectoria
que debía seguir. Desde la primera forma de vida, en 1210, hasta el Testamento, 1226, hay una
evolución palpable en la respuesta concreta a la vocación evangélica. La muerte te sorprendió
desbrozando el camino. Evolucionó, pero no vaciló. Marchó seguro en la misma línea que le fuera
manifestada al principio. Fue voluntad de adaptación, no acomodación ambigua de quien cede
condescendiendo. Nunca afirmó tan nítidamente su vocación y la de su fraternidad como al dictar
sus últimas voluntades.

El ideal franciscano es patrimonio común no sólo de las varias familias que integran la primera y la
segunda orden, sino de la infinita floración de institutos religiosos -y ahora también seculares- que
reconocen a san Francisco por Padre. Tienen sus propios fundadores y fundadoras, pero con una
vinculación carismática, expresamente cultivada, al espíritu del Poverello. Su mismo número y
variedad pone de manifiesto la inagotable virtualidad del franciscanismo y su capacidad de
adaptación a las necesidades y a las condiciones de vida de los hombres. Y es patrimonio asimismo
de cuantos forman en las filas de la Orden Franciscana Seglar, en comunión fraterna con los hijos e
hijas de san Francisco que han abrazado una vida de consagración.

NOTAS:

[1] Concilio Vaticano II, Lumen gentium (LG), 12; Apostolicam actuositatem, 3; Ad gentes, 4.

[2] Carisma: don gratuito, gracia. Cf. Rm 5,15-17; 6,23; 11,29.

[3] Lumen gentium, 12. Cf. L. Sartori, en Nuovo Dizionario di Teologia, Ed. Paoline 1977, 79-97;
AA.VV., Los carismas, en Concilium 13 (1977) 1133-1595.

[4] Concilio Vaticano II, Perfectae caritatis (PC), 4; Motu proprio Eccl. Sanctae, II, 2, 4, 12.- J. Galot,
Il carisma della vita consacrata, Milán 19692; AA.VV., Carisma e istituzione. Lo Spirito interroga i
religiosi. Roma 1983.

[5] M. Olphe-Galliard, Le charisme des fondateurs, en Vie consacrée 39 (1967) 338-352; F. Ciardi, I
fondatori uomini dello Spirito: per una teologia del carisma del fondatore. Roma 1982.

[6] 1 R 19: «Todos los hermanos sean católicos, vivan y hablen católicamente. Pero si alguno se
desviara de la fe y vida católica de palabra o de hecho y no se enmendara, sea expulsado
absolutamente de nuestra fraternidad. Y tengamos a todos los clérigos y a todos los religiosos por
señores nuestros en aquellas cosas que miran a la salud del alma y no nos desvíen de nuestra
religión; y veneremos en el Señor el orden y oficio y ministerio de ellos».

Testamento 6-9: «Después, el Señor me dio y me da tanta fe en los sacerdotes que viven según la
forma de la santa Iglesia Romana, por el orden de los mismos, que, si me persiguieran, quiero
recurrir a ellos. Y si tuviera tanta sabiduría cuanta Salomón tuvo, y hallara a los pobrecillos
sacerdotes de este siglo en las parroquias en que moran, no quiero predicar más allá de su voluntad.
Y a éstos y a todos los otros quiero temer, amar y honrar como a mis señores. Y no quiero en ellos
considerar pecado, porque discierno en ellos al Hijo de Dios, y son señores míos».
[7] Cf. 2 Cel 158.- S. López, El carisma franciscano, instancia apremiante para nuestro tiempo, en
Verdad y Vida 30 (1972) 322-360; A. W. Romb, The franciscan charisme in the Church. New Jersey
1969; L. Iriarte, Lo que san Francisco hubiera querido decir en la Regla, en Estudios Franciscanos 77
(1976) 375-391, y en Selecciones de Franciscanismo núm. 17 (1977) 165-178; L'approccio delle
vocazioni al I Ordine vivente san Francesco, en Studi e Ric. Franc. 11 (1982) 3-18; Vocazione, en DF,
1989-2006; San Francesco tra carisma e istituzione, en AA.VV., Carisma e istituzione, Roma 1983,
105-124.

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