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I

“Ahí viene la muñequita de porcelana” dijo mi tía Regina cuando vió aproximarse a lo lejos
el Fiat 600 de mis tíos abuelos. Yo llevaba harto tiempo pendiente de si se asomaba o no, quería
ser la primera en ver el auto, y avisarles a todos, pero mi tía me la ganó. Estabamos todas
cocinando, y yo creo que ella se dio cuenta de mi inquietud, me vió como cada dos minutos dejaba
de moler los huevos duros, y salía de la cocina a ver si se asomaba el auto. Ella desde su posición,
haciendo los canapés de pasta de ave, justo frente a la ventana traga-luz de la cocina, la cual yo
no alcanzaba por mi corta estatura, natural a los 12 años. Yo creo que lo hizo con la intención de
humillarme, ella siempre fue un poco cruel. Ese día, por lo menos me pareció bonito como ella se
refirió a mi prima Alberta. Pensé que con lo de “Muñequita de Porcelana” estaba aludiendo a su
belleza exótica, a su palidez natural, a su pequeñez y finura, pero la verdad es que estaba
ironizando sobre su extrema fragilidad. Mi prima había nacido con una enfermedad al corazón
que la condenaba a no tener que experimentar emociones fuertes, ya que cualquier subidón de
adrenalina podría hacerle tener un ataque fulminante al corazón. De hecho, le habían advertido a
mi tío Melo que no le hiciera “el avioncito” a ella. Mis primos serían los más felices ya que sin
hacerle a ella el avioncito, serían más avioncitos para todos los demás.

Salimos todos a encontrar a mi tío Alberto, abuelo de Alberta, y de quién, claramente, se


inspiraron para nombrarla; mi tía Rosa, su abuela, y Alberta. Asumo que corrí un poco para por lo
menos ser la primera en ir a saludarlos. En ese corto trayecto entre el corredor y el patio, me di
cuenta que con la emoción no había pensado en como saludarla. Si de beso, abrazo, estrechón de
manos. Me gusta siempre pensar bien las cosas, aunque a veces la emoción no me lo permite,
como en esta vez. Decidí ser espontanea y agacharme a su altura, para darle un abrazo muy suave
aunque cálido. Me presenté, yo solo la conocí recién nacida, me respondió con un “hola” muy
suave y me dijo su nombre, mirándome con una cara de querer ser mi amiga. Atrás venían todos
los demás, yo me paré al lado de Alberta, rodeándole la espalda con mi brazo, y acercándola al
corredor. Mi intención era que todos hubieran visto el abrazo que le dí, para que supieran como
saludarla, pero al final todos lo hicieron como les dio la gana, aunque sin mucha energía, como
habíamos acordado tratarla.

Les pedí a las mujeres de la cocina que por favor me dejaran salir a presentarle el campo a
Alberta, que me comprometía a cuidarla, que iríamos solo los primos más grandes con ella, y sobre
la misma, los abuelos permitieron que fueramos, pero “sin asustarla, sin contarle muchos chistes,
sin hacerla correr, sin hacerla saltar un hoyo o el canal, sin trepar arboles, sin hacerla enojar o
llorar y sin tomarla muy brusco”. Así mismo dijo mi tia Rosa y aquel código sagrado quedó grabado
en mi mente hasta el día de hoy.

Fuimos con tres primas más: La Maggi y la Jose, que eran un año menor que yo, la Gloria
que era un año mayor. Ellas estaban solo un poco menos emocionadas que yo por andar con la
primita. ¡ah claro! Y también fue con nosotros el Terry que era el mas viejo de todos, un perro
mestizo de pastor alemán, gigante, de casi 15 años. Al comienzo me dediqué a conocerla bien; me
dí cuenta que a veces le venían unos ataques de tos que hacían que sus labios se pusieran
morados. También me fijé que sus manos eran tan pálidas que se veían claritas sus venas. Con su
gorro bien puesto para no exponerse al sol, sus cabellos que salían por los lados estaban siempre
húmedos, con un sudor que secaba con su pañuelito. Estuvo maravillada todo el tiempo que
recorrimos el campo. Parecía que disfrutaba cada paso que daba mientras atravesábamos el
pequeño puente del canal, o que saboreaba como nadie más las guindas recién sacadas del árbol.
O incluso pareciera nunca haber visto un perro por como acariciaba al Terry.

Juan era mi mejor cliente. Aunque , en realidad, todos son mi mejor cliente. Pero este
tenía una historia muy particular, y les pido perdón por interrumpir tan abruptamente la historia
anterior, pero es que una cosa lleva a la otra, y por algún motivo la historia de la Alberta me hizo
recordar a este caballero. Además, no tengo la culpa de tener tan buena memoria, de recordar
cada detalle de lo que la gente me cuenta sobre sus vidas

Juan me contaba que formó su propio imperio de muebles a sus 19 años. Su infancia la
vivió con muchas necesidades, a veces sin algo que comer, varios días sin mucha energía para ir al
colegio, aunque tenía que sacarla de algún lado. Tuvo la suerte de tener un profesor comprensivo
y atento, que lo dejaba dormir en clases. Alguien que comprendía, aunque no justificaba, que
Juan, siendo uno de los mayores de diez hermanos, le tocaba hacerse cargo tanto de la crianza de
algunos de sus hermanos, como de alguna de las labores domésticas, y para eso, la alarma del
reloj a cuerdas estaba puesta siempre a las 5 de la mañana. Llegar al colegio a las 8:30 era la
cuarta de sus obligaciones diarias, luego de bañar y vestir a dos de sus hermanos, ir a comprar el
pan, e ir a dejar al colegio a sus dos hermanos a cargo. Todo esto desde los 14 años de edad, hasta
que le tocó salir del colegio. Antes, cuando él era uno de los menores, la vida era un poco más
sencilla. Ya pasaba frío y hambre, ya debía hacerse cargo de algunas responsabilidades de la casa,
ya veía como la vida era injusta con él, como los demás niños vestían mejor, comían mejor, tenían
mejores juguetes, pero por lo menos siempre había alguien que estaba ahí para él, su hermana
mayor, quien se acostaba abrazada a él las noches más heladas, quien se comía la mitad del plato
para darle la otra mitad a él, quien a veces ahorraba para comprarle el autito a pilas. A las pocas
semanas de que juan cumpliera 14 años, Su hermana mayor se fue al sur. Fue ahí mismo cuando
sus padres decidieron abruptamente que Juan estaba listo para pasar a la sección de “hermanos
mayores”, y cumplir dicho rol que, en parte, yo también entiendo, aunque no justifico.

Estaba contándoles que Juan formó su propio imperio de muebles a los 19 años, me desvié
un poco en la historia, pensé que sería más justo contarla desde el principio, aunque ahora se me
antoja saltarme toda la historia hasta el final, hasta el día de hoy, donde Juan debe abandonar su
casa al confesarle a su señora que decidió ser mi cliente.

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