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PROLOGO DESDE LA DISTANCIA

Simplemente renuncio a modificar este libro. Me he alejado demasiado de ese que fui
cuando era el autor de estas páginas como para atreverme ahora a enmendarle la plana.
Si tuviera que contar ahora esta misma historia la contaría de otra manera, me interesaría
decir otras cosas. Creo que la vida de casi todos los de mi generación ha estado marcada
por la desilusión. No hablo de sentimientos ni de estados de ánimo solamente. Entiendo la
palabra “desilusión” en su estricto sentido de ir deshaciéndose en uno la ilusión que se
tuvo en un momento. La ilusión es un impulso hacia el cumplimiento de un deseo, pero
también es un estar en el error, un enceguecerse, un encontrarse lejos de la realidad. Por
eso, en la desilusión no hay solamente lo negativo de un perder el sentido o la meta que
alguna vez se tuvo, sino también lo positivo de acercarse a la verdad. Nuestra vida ha
sido precisamente eso, un errar desde el error hacia la verdad. La desilusión errabunda
nos enseña un escepticismo y a la vez nos empuja bruscamente a una realidad que
quisimos encubrirnos. Quizás por eso, en estos tiempos que alguna vez fueron tan
esperanzados, es la desilusión la condición de posibilidad de la lucidez, esto es, de la
filosofía. Ahora, desde la filosofía, casi todo lo escrito en este libro aparece como una
ingenuidad, como un desconocimiento de la sicología de los seres humanos, como una
ignorancia de las verdaderas fuerzas que mueven la historia, como un empecinamiento en
mirar las cosas por el lado más esperanzador y positivo. Quizás eso se llame también
“juventud”. No lo sé. Pero lo cierto es que si hay algo rescatable en estas páginas, es que
son una etapa de un itinerario que no termina en ellas y que son un testimonio ingenuo de
una época que se acabó para siempre y que no retornará nunca más. O al menos, que no
retornará del modo como nosotros la vivimos.

Si me atrevo a hacer una segunda edición de este libro es simplemente por eso, porque al
mismo tiempo que en él se da cuenta de hechos que efectivamente sucedieron, se los
cuenta de la manera como estos se vivían en aquella época, incluidos todos los prejuicios
ideológicos y las deformaciones de una visión altamente politizada. Eso tiene un valor
testimonial que puede ser de interés para los que se interesen en esta historia, pero
puede excusar también a aquellos que ante este cuento se encojan de hombros y sigan
su camino hacia otras lecturas más serenas. Ahora habría que hablar de estas cosas con
mayor distanciamiento, con mayor objetividad, con una visión más descarnada y no tan
optimista. La historia que ha venido después se ha encargado de destruir hasta la
caricatura todas las formas de “idealismo” incluidas en este relato. Pareciera que el
tiempo se hubiera empecinado en corroer hasta lo grotesco todas las banderas e ideales
que inflamaban nuestros corazones cuando gritábamos “¡El pueblo unido jamás será
vencido!”. Y no hablo aquí únicamente de las consecuencias de una derrota política, de un
descalabro de partidos y de movimientos sociales. Hablo de algo mucho más profundo y
al mismo tiempo vivencial, que compromete nuestras vidas en el detalle, de amistades
destruidas, de lealtades traicionadas, de amores olvidados, de sorprendentes fuerzas de
destrucción que han ido minando nuestras vidas, haciéndonos más viejos y más sabios.
Así hemos aprendido la verdad, nuestra verdad, esta verdad desesperanzada que hemos
intentado describir en otros textos. A duros golpes hemos ido despertando y ahora, es
cierto, somos portadores de una pequeña luz que quisiéramos poner en las manos de los
que vienen.

A este libro le falta decir cuan falso es todo lo dicho en él. Lo digo ahora. El relato va
desde la ingenua idea de una revolución en la que por fin encontraríamos realizados
nuestros sueños de justicia social - idea que compartieron miles de chilenos durante toda
esa época - hasta una idea más fina y más depurada - pero por lo mismo mucho menos
compartida – de una revolución con estrellas, en la que se abandonaba la terrenalidad de
la primera, para completarla con lo que siempre le faltó, la conciencia de que no solo de
pan vive el hombre y de que cualquier auténtico cambio en la vida humana debiera
abarcar todos los aspectos que la conforman; no solamente las condiciones sociales o
económicas. Si el primer ideal era irrealizable, el segundo con mayor razón, pues se
alejaba todavía más de lo que pretendía cambiar: la vida tal como ella se presenta, el
hombre tal como existe a nuestro alrededor, la sociedad tal como se constituye. Todo eso,
a medida que fue apareciendo ante nuestra dolorida mirada – todo avance en la
comprensión de la realidad conlleva una cierta cuota de dolor – nos fue distanciando cada
vez más de esos devaneos de juventud y acercándonos cada vez más hacia el sabio
escepticismo de los que han elegido observar la vida sin pretender cambiarla.

Ahora las cosas son diferentes. En primer lugar, no pretendo hablar en nombre de nadie,
ni menos de los que alguna vez constituyeron este grupo, como lo hice en este libro. Cada
cual ha seguido un camino diferente y si con algunos de ellos se ha mantenido una
amistad y hasta un cierto espíritu de familia por haber vivido tantas experiencias
inolvidables juntos, con otros el alejamiento es tan grande como pudiera pensarse. En
segundo lugar, mi vida siguió un derrotero diferente, en el que por fin pude comenzar a
decir que empecé a encontrarme conmigo mismo. La filosofía es absorbente y no me ha
dejado mucho espacio para volver a la música. Por esta razón estoy también alejado del
medio en que estas cosas se vivieron. En tercer lugar, la política se ha transformado para
mí en una ocupación tan ajena a mi espíritu que, mirando hacia atrás este desvío que
tuvo mi vida y que se llamó “Quilapayún” y que entre muchas otras cosas me hizo entrar
en las experiencias partidarias, no puedo dejar de sentirlo como una suerte de abandono
momentáneo de mi verdadero camino: la filosofía.

Por supuesto, no es que reniegue de nada. Tampoco he traicionado nada. Se trata de


sacar las conclusiones de lo que se va viviendo y no de seguir atado a un compromiso
con algo que se nos ha revelado falso. No admiro a los que se han quedado pegados en
la Unidad Popular, que siguen pensando que la solución está en las JAP o en los
Cordones Industriales. Para ellos la vida ha pasado en vano, no han aprendido nada.
Simplemente he cambiado y, según mi punto de vista, para mejor. Soy ahora alguien
mucho más cerca de su esencia, mucho más reconciliado con lo que tenía que ser, soy
mucho mas uno que llegó a ser el que era, aunque tampoco este lugar en que ahora
estoy pueda considerarse definitivamente logrado, ni como la meta en que termina el
movimiento. El movimiento continúa y creo que no terminará hasta el verdadero final de
todo, que es la muerte. Cada cual es un camino hacia sí mismo y el que termina de
cambiar es porque ya se encuentra cerca de ella.

Por eso, apelo a la comprensión de los que tengan la buena voluntad de no exigir
palabras definitivas. Creo que ellas no existen, o, si existen, solo son las que tienen que
ver con la transformación, con la evolución, con el cambio. Quizás pueda decirse que este
es el único punto en que todavía sigo siendo revolucionario. Ya no soy el que era. ¿Acaso
alguno de mis posibles lectores es el que era? Ninguno, somos cada vez diferentes. Pero
¡ojo!, tampoco soy reaccionario. Los que no me gustaban en esa época siguen sin
gustarme hoy día. Lo que pasa es que ahora tampoco me gustan mis antiguos amigos.
Me he quedado más solo, pero, créanme, mucho mejor acompañado.

Entonces, este es un libro abandonado por su autor, que existe a pesar de su autor y
hasta contra su autor. No me pidan explicaciones. No las tengo. Tengo este cuento y otros
cuentos que vinieron después. La vida se me ha presentado como una eterna lucha en
contra de la soberbia, como una constante respuesta a la consigna de Apolo: “conócete a
ti mismo”, es decir, “mantente dentro de tus propios límites”, “no te excedas”. Lo malo es
que cuando eso se haya logrado, ya será demasiado tarde. Por ahora solo pido que se
mire esto como un tránsito. Hay más capítulos que no serán escritos de la misma manera.
Hay más canciones. Si de todo esto no queda nada en pie, por lo menos que quede
señalada una dirección. Hacia allá hemos caminado. ¿Hacia dónde? No lo sé. Ustedes se
darán cuenta. Yo, nunca.

lOS ORÍGENES

Es difícil precisar la fecha exacta en que comenzó nuestro grupo; en el recuerdo se


amontonan las imágenes que uno podría tomar como punto de partida, pero la verdad
es que casi todas ellas presuponen ya un comienzo. Uno diría que el Quilapayún entró
sigilosamente en nuestras vidas, y que cuando tomamos conciencia de su existencia,
ya hacía rato que estaba allí, entre nosotros, reuniéndonos y entregándole una
dirección precisa a nuestro canto.

Empezamos, si mal no recuerdo, en un mes de invierno del año 65, pero no podría
decir cuál. Más adelante, cuando quisimos precisar tan memorable acontecimiento, no
tuvimos más remedio que fijar arbitrariamente un día cualquiera del mes de julio y
elegimos el 26. La verdad es que es perfectamente posible que hayamos nacido en esa
fecha, pero pruebas no tenemos ni siquiera para convencernos a nosotros mismos. Lo
que más pesó para elegir tal día fue, como se imaginará, nuestra admiración por la
revolución cubana, sueño siempre entreverado en nuestra propia utopía, aunque en
realidad es perfectamente posible que hayamos comenzado a cantar algunas semanas
antes o algunos días después.

Lo que sí recuerdo perfectamente es que una mañana fría, de esas que los chilenos
conocemos tan bien, en las que el sol, después de muchos días de lluvia, vuelve a
desentumecer las calles de Santiago, llegaron a mi casa los dos Julios, Julio
Numhauser y mi hermano, Julio Carrasco, ambos vagamente interesados en la
música folklórica y convencidos de que lo único capaz de terminar con lo neblinoso de
nuestras tres vidas era el proyecto de formar un grupo musical. Desde hacía varias
semanas se les veía complotando y buscando por aquí y por allá hipotéticos
integrantes que no llegaban a interesarse verdaderamente en el asunto. Como sabían
que mis intereses ya se habían alejado bastante de la música, no habían pensado
seriamente en mí: yo aparecía como un taciturno estudiante de Filosofía, con una
promisoria carrera universitaria, en la cual ya tenía algo avanzado, y mi vida parecía
orientada definitivamente hacia la enseñanza. Era normal entonces que ninguno de los
dos Julios se hubiera atrevido a proponerme un cambio tan drástico de mi docto
destino: incitarme a colgar la toga académica para tomar el poncho y la guitarra
hubiera sido un franco desatino, de cuyos beneficios para mi vida aún sigo dudando.
Pero habían sido tan infructuosas sus búsquedas y tan desalentadoras sus
averiguaciones, que para no echar por la borda el gran proyecto, me solicitaron que
colaborara con ellos durante un corto tiempo. Se trataba únicamente de echar a andar
el asunto, después, ya se vería... No se contentaban con ser un dúo y, aunque sus
planes todavía eran bastante más ambiciosos, un trío podía servirles para comenzar.
Por el momento, lo único que me pedían era que cantáramos juntos durante algunas
semanas, mientras ellos seguían buscando los integrantes “definitivos”. La cosa no
duraría mas que un par de meses. Mientras tanto, podíamos comenzar a montar
algunas canciones que después servirían para el trabajo futuro...

JULIO CARRASCO CON SU CHARANGO

La idea no era descabellada: las vacaciones universitarias estaban comenzando y la


posibilidad de ocupar mis momentos libres cantando y haciendo música era como para
considerarla. Eramos un trío bastante alegre y cada vez que nos juntábamos nuestra
potencia humorística se multiplicaba en proporciones no desdeñables; no eran raros
los momentos de tan desmesurada hilaridad que para no terminar la tarde en
verdaderos ataques convulsivos nos veíamos obligados a solicitar la clemencia del
silencio. Por esta razón, o mejor dicho, por esta tentación —que era la única
verdaderamente poderosa para quien pasaba sus días discutiendo arduamente con sus
compañeros acerca del relativismo de Protágoras— me decidí a pasar unos días de
esparcimiento y acepté la singular proposición.

No me equivoqué: recuerdo esos primeros momentos como los más divertidos en la


vida del conjunto. Los dos Julios eran un dúo de cómicos imbatible. Había que verlos
cantando una opera dramática en un idioma extrañísimo, mezcla de ruso y alemán, en
la cual se iban produciendo las más inéditas situaciones que jamás libretista alguno
imaginó, y que ellos, con inagotable ingenio, iban inventando sobre la marcha, para
mayor admiración del auditorio. Brunilda, a punto de ser asesinada por el traidor
Idomeneo, era salvada justo a tiempo por el cacique Charquicán, que aparecía en
escena bailando una danza de amor araucana, acompañada por todo el repertorio de
ollas y sartenes de la casa. Al final, Charquicán partía a la guerra contra el “turco” y
Brunilda se quedaba llorando por no haber podido terminarle el chaleco de lana
“Jazmín” que el héroe le había encargado en el segundo acto. Idomeneo herido
telefoneaba a la ferretería “Bandera” para encargar el sacacorchos con el que se
vengaría definitivamente.
Naturalmente, del conjunto propiamente tal no hubo nada hasta mucho tiempo
después, pero eso no impedía que nos juntáramos dos o tres veces por semana a
“ensayar”, como decíamos, es decir, a continuar nuestra opera interminable y a
desternillarnos de la risa con todas las locuras que éramos capaces de inventar. En
realidad no teníamos nada que “ensayar”, a menos que consideráramos ensayo la
repetición de los números del improvisado cabaret que comenzaba justo cuando se
vaciaba la botella de pisco que a veces alguno traía. Entonces Numhauser, con delantal
blanco y rubias trenzas de cáñamo, nos recitaba sus poemas patrióticos para
conmemorar “el día de la maestra”, y el otro Julio que lo acompañaba tocando en la
guitarra una larguísima versión de “Juegos prohibidos”, concluía el programa cantando
alguna de sus eximias especialidades, la famosísima canción del elefante “que tapóse
con la trompa el orificio”, la cual se veía multiplicada al infinito con sabrosas rimas en
“ón”, en “oto” y en “ulo”, “la cueca del piojo” que sufría similares variantes y la obra de
recopilación, edificante tonada anónima cuyo estribillo dice: “no me puedo peer... no
me puedo peer... suadir, de que tú no meas... de que tú no me has de querer...”.

De repente menguaba la fiesta, nos poníamos un poco más serios, y en medio de la


angustia hamletiana derivada más del pisco que de un verdadero interés en la
cuestión, comenzábamos a discutir sobre la “línea” que debía tener el grupo. Ésta
parecía perpendicular a la superficie de la tierra, porque rápidamente se arrancaba
hacia el infinito, en conversaciones inagotables sobre lo que había que hacer y no
hacer, sin que quedara nunca claro para nosotros qué íbamos a cantar en definitiva y
de qué manera. Felizmente esta escolástica de la “línea” nos hacía derivar
inevitablemente hacia el sesudo jeroglífico que en ese momento resumía todas
nuestras tribulaciones: ¿cómo nos íbamos a llamar? Un conjunto que se preciara debía
poseer un nombre adecuado, sin nombre no llegaríamos a ninguna parte. Después de
entregar cada cual alguna que otra idea seria sobre este problema, rápidamente
volvíamos a precipitarnos inconscientemente por la pendiente del humor. Este último
era, sin lugar a dudas, el gran obstáculo para llegar a algo concreto y al cabo de pocos
minutos de nuevo daba cuenta de nosotros. Bastaba que alguno propusiera, por
ejemplo, que nos bautizáramos “Trío Tetraciclina”, para que se desencadenaran los
espasmos que después de tres o cuatro proposiciones como ésta volvían a mandarnos
a la lona. “Los tres Amperes”, “El Trino Cantimplórico de los Andes”, “De arriba vengo,
pa'bajo voy, ábreme la puerta que soy cantor” y otras linduras semejantes.

Un día se nos ocurrió buscar en un diccionario mapuche alguna palabra que nos
cuadrara. En esa época, la mayoría de los conjuntos folklóricos chilenos en boga
llevaban nombres como éstos: “Los de las Condes”, “Los de Ramón”, “Los de
Santiago”, y este tipo de apelativos no nos sonaban bien. Nos parecía siútico, de mal
gusto y poco original encuadrarnos en esta corriente que inclusive en lo musical
encontrábamos algo mediocre. Aunque todavía no supiéramos definir con exactitud lo
que nos proponíamos hacer, teníamos muy claro lo que no queríamos, y este tipo de
música “folklórica”, entonces tan de moda, no nos gustaba casi nada. Por eso, para
desmarcarnos de estas tendencias, buscábamos un nombre indígena.

Sabíamos que tenía que ser una palabra sonora, aguda, como esos hermosos nombres
de nuestros legendarios héroes indígenas: Caupolicán, Tucapel, Cayocupil, Perteguelén
y tantos otros que recordábamos haber leído en La Araucana. Pero en nuestro
diccionario había tantas palabras y con reminiscencias tan diferentes, que nos
perdíamos buscando entre sus páginas el nombre salvador. Como la mayoría de las
palabras de nuestro voluminoso librote nos parecían demasiado insignificantes como
para encerrar en ellas la descomunal idea que teníamos de nuestro escurridizo grupo,
comenzamos a buscar combinaciones más complicadas. Así llegamos a definir que
“quila”, que en mapuche significa “tres” no estaba mal para comenzar. ¿Pero tres
qué...? Era difícil decidir la cuestión. Seguimos entonces buscando durante largo rato
en la lista de pájaros, plantas y animales que pudieran servir de símbolo a nuestro
propio grupo, agotando toda la flora y la fauna del gordo diccionario sin ningún
resultado. Ya estábamos a punto de abandonar, perdidos entre los queleuquelenes, los
maquis y las quiacas, cuando alguno pronunció casi inadvertidamente la combinación
“Quila... Payún”. Quila... Payún. Quilapayún. No sonaba mal. Quilapayún, tres
barbudos. Quilapayún, Quila... Payún, repetimos varias veces y cada nueva vez el
hallazgo nos parecía más feliz. Quilapayún. Además, el nombre nos sugería una idea
que inmediatamente nos cautivó: así como los Beatles se habían hecho famosos por
sus melenas, nosotros, como los revolucionarios de Cuba, nos haríamos famosos por
las barbas. ¡No faltaba más!... Lo único malo es que después de algunas bromas como
ésta, el nombre se nos olvidaba y había que volver a buscar las palabras mágicas en el
diccionario. Tuvimos que repetirlas varias veces y con diferentes entonaciones para
comenzar a aprenderlas definitivamente: soñábamos con los anuncios y los afiches en
los grandes teatros del mundo: “Hoy, Quilapayún, hoy”, “Quilapayún, el grupo musical
chileno”, y nuestras fotografías en las portadas de diarios y revistas, “los famosos
barbudos llegan hoy a nuestra ciudad”. Cuando se trataba de soñar no nos
quedábamos en chicas y como del sueño se pasa rápidamente a la alegría, y como
nosotros más que de músicos teníamos vocación de payasos, nuestro Quilapayún se
transformaba rápidamente en Quilapollón, o en Quién la apoyó y de ahí se pasaba al
Pollón de la chiquilla o a Quién paga el pollo y la gran conquista no escapaba al festín
de carcajadas.

La verdad es que el nombre existió antes que el conjunto, y tal vez por una especie de
superstición nominalista, esta palabra nos convenció de que la “cosa” que llamábamos
así, podía realmente existir. En los hechos, muy poco tiempo después, la “cosa”
comenzó a existir; un nombre tan convincente no podía dejar de pertenecer a algo
real, y así, el Quilapayún comenzó poco a poco a transformarse en una suerte de
cuarto camarada, del que uno podía hablar, opinar y hasta reírse, lo cual le fue
entregando con el tiempo una misteriosa independencia.

Después del nombre vino la idea, aunque tal vez en el hallazgo de la palabra se hallaba
ya incluido de una cierta manera el contenido, que no tardó en hacerse presente.
Quilapayún era una palabra indígena de sonido recio y abierto, como el canto que
inconscientemente andábamos buscando; pero al mismo tiempo su significado
señalaba hacia Cuba, que para nosotros, como para toda nuestra generación
estudiantil de los años sesenta, se alzaba como la naciente esperanza de una
revolución verdadera en el continente latinoamericano. De esa manera, a tanteos, por
aproximaciones, los matices de nuestro proyecto artístico se fueron aclarando, hasta
constituir una dirección precisamente definida, la cual, por supuesto, en ese momento
de inicios sólo quedó expresada muy en bruto: todo eso no era más que un germen,
una semilla, que dependía de nosotros, de nuestro trabajo, transformar en flor o en
fruto. Y desde entonces, felizmente, este cuarto camarada cuyo nombre nos costó
tanto encontrar y aprender, no terminó nunca de nacer. Aún hoy día, a veinte años de
esos días parturientos, todavía tengo la impresión de que recién estamos comenzando
y de que todavía quedan significaciones por desentrañar en esta extraña palabra que
nos unió a la guitarra. Lo que nació en esos primeros momentos de nuestra vida
artística fue el impulso inaugural; sería completamente absurdo pensar que los que
iniciamos ese primer movimiento teníamos ya en la mente lo que ocurrió después. En
nuestros vagos sueños no estaba todavía ese camino real de trabajos y esfuerzos: que
es en realidad lo único capaz de engendrar lo nuevo. Por eso puede decirse que cada
uno de los que después se fueron integrando al grupo han participado por igual en su
nacimiento; el Quilapayún, felizmente, no ha cesado nunca de transformarse, porque
la mantención de un cometido como el nuestro vive del constante esfuerzo por ir más
allá de lo hecho. Y no solamente los que más cerca han estado de esta obra colectiva
han aportado a su generación, sino muchos otros que, nunca cantaron ni nunca
cantarán, pero que por su generosidad y amor a la canción popular chilena, dejaron su
huella en nuestra huella. “Para nacer he nacido”, dice Neruda; algo de eso ha ocurrido
con nosotros, y por eso esta historia es la simple historia de un nacimiento que
siempre tiene como protagonista a un recién nacido.

En esos momentos de parto nunca pensamos seriamente que algún día íbamos a poder
llega a ser un grupo de verdaderos artistas profesionales. Nos imaginábamos como un
conjunto estudiantil, que tomaría la música como un pasatiempo, y cuya máxima
seriedad podía provenir del deseo de cantar lo mejor posible en la corriente de música
folklórica, que por entonces era el gran descubrimiento en los ambientes
universitarios. Así comenzamos y estos inicios fueron como todos los inicios,
desordenados, desorientados, ciegos, derrochando tiempo y esfuerzos, y sin que
pudiéramos ver ningún resultado interesante hasta mucho después, cuando por fin
comenzaron a nacer las primeras canciones.

Nuestros primeros encuentros con la música fueron en una habitación de la casa de


Numhauser habilitada especialmente por nosotros como “sala de ensayos”. La
llamábamos así, no porque en ella tuviera lugar con exclusividad nuestra actividad
musical, pues ésta, una vez que se echaba a andar y prendía el entusiasmo, podía
llevarnos a cualquier parte. El apelativo era simplemente para autoconvencernos de
que la cosa iba en serio; pero bastaba que descubriéramos una nueva armonía que nos
cautivara, para que rápida y bulliciosamente nos trasladáramos a los pasillos del
edificio, en un rincón bajo las escaleras, donde había un eco tan resonante que hasta
nuestros desafinados coros sonaban bien. Allí cantábamos a nuestra guisa,
deleitándonos con las desarmadas armonías que íbamos echando al aire. Ese era el
lugar de prueba, por decirlo así, y nos sirvió, hasta que los infaltables enemigos de la
música, en este caso los vecinos, comenzaron a deshilvanar nuestras canciones con
destemplados llamados al silencio. En otras ocasiones, para terminar la discusión
acerca de si el acompañamiento de la samba o de la cueca era así o asá, nos veíamos
obligados a desplazarnos al salón, donde estaba el tocadiscos, y como allí también
estaba el pisco y otros tragos regionales, y como no hay nada mejor que el pisco para
saber en definitiva cómo se toca la cueca, la cosa volvía a terminar en fiesta y la
escena con la que se encontraba la mujer de Numhauser al abrir la puerta de vuelta
del trabajo, no es para describirla.

La verdad es que nuestra “sala de ensayos”, que al principio era la pieza de planchar y
colgar la ropa sin la ropa y sin la tabla de planchar, fue transformándose poco a poco
en una verdadera sala de trabajo, pues se fue llenando de instrumentos folklóricos, de
libros, de partituras, de sillas de paja, de botellas vacías y de colillas de cigarrillo
esparcidas por el suelo. Como al dueño de casa le gustaba coleccionar instrumentos,
en los muros se fue acumulando el más amplio repertorio de flautas indígenas, quenas,
pinquillos, tarcas y demás, junto a charangos, tiples, cuatros y otros, cada cual de más
rara procedencia y factura, y hasta una especie de violín chino, de muy pocas cuerdas,
al cual, a pesar de gastar horas en su estudio, jamás conseguimos sacarle un sonido
que se pareciera a la música. Teníamos también —y esto era motivo de gran orgullo
para nosotros— una enorme rueda de carreta, tan grande que apenas nos dejaba
espacio para sentarnos a su alrededor, pero de la que no podíamos prescindir por
considerarla el colmo de lo folklórico y la prueba más ostensible que teníamos del
enraizamiento de nuestras canciones. En los rincones, que eran los únicos espacios
que quedaban libres una vez que estábamos todos sentados, se acumulaban las
trutrucas, los erkes, las pifilcas y otros instrumentos araucanos que nunca llegamos a
utilizar, a pesar de que jamás faltó la proposición de incluirlos en el próximo arreglo.
Como en ese tiempo se habían puesto de moda las “peñas folklóricas”, de las que más
adelante tendremos que hablar, imitando su estilo, iluminábamos nuestras reuniones
con velas incrustadas en el gollete de botellas de todo tipo, las cuales con el goteo de
la esperma adquirían caprichosas formas, dándole a nuestros ensayos el carácter de
escenario de alguna lejana aventura de piratería. En esas penumbras comenzamos a
cantar, a veces imitando sonidos de grupos conocidos, a veces encontrando nuestra
propia manera, que paulatinamente fue perfilándose con mayor claridad para nosotros.

Discutíamos mucho todavía sobre la “línea” del conjunto. Como ya queda dicho, en esa
época la mayoría de los grupos folklóricos populares estaban influidos por una
corriente que a nosotros no nos gustaba. Se trataba de grupos de cuatro o cinco
integrantes, que parecían productos de una fabricación en serie, porque siempre tenían
la misma estructura musical y la misma apariencia. En sí mismos no eran muy
creativos, pero habían logrado atraer la atención del gran público hacia las canciones
folklóricas, cosa que no era nada de insignificante en un medio artístico como el
nuestro, tan influido siempre por la música comercial. Desde hacía algún tiempo, la
juventud chilena se interesaba únicamente en la música extranjera, especialmente la
norteamericana, la cual, por eso mismo, era la más difundida por las radios nacionales.
Éstas estaban todas o casi todas controladas por monopolios nacionales o extranjeros,
y no poseían ninguna conciencia de su influencia cultural, fuera ella negativa o
positiva. La ausencia de autenticidad era tal, que muchos artistas interesados en la
canción popular, como reacción comenzaron a intentar un tipo de creaciones más fiel a
lo que entonces ocurría en nuestro país y que parecía ocultado por la imponente
influencia cultural extranjera.

Vivíamos en los comienzos del gobierno democratacristiano y todavía se respiraba la


euforia del triunfo electoral de Eduardo Frei, que había producido una gran
consternación en las filas de la izquierda. Los ganadores habían logrado imponer la
idea de que con ellos se iniciaba un largo período de transición pacífica hacia una
sociedad más justa; se hablaba de los futuros cincuenta años de poder
democratacristiano, y el movimiento ascendente que se había unido en torno al
nombre de Salvador Allende parecía obligado a postergar sus ilusiones hasta un futuro
muy lejano. Pero en realidad, como en el despliegue populista del freísmo había
muchas ambigüedades, la “revolución en libertad”, muy apoyada por el gobierno
norteamericano de la época, pronto comenzó a mostrar sus limitaciones, las cuales,
sobre todo agudizaron las contradicciones que pretendían resolver. El gobierno de Frei
sembró nuevas expectativas de justicia, sin poder entregar soluciones definitivas, y al
final, resultó ser una especie de compromiso entre la verdadera revolución que venía
fraguándose desde hacia tiempo en las entrañas de Chile, y las fuerzas que se oponían
a ella, espantadas ante el posible desborde popular. A pesar de todo esto, este período
fue muy positivo: la reforma agraria realizada en esos años fue una medida bastante
profunda y progresista, que modificó completamente las relaciones de producción
agrícola; la sindicalización campesina alcanzó un grado de organización nunca antes
visto en el país, cambiando radicalmente la conciencia de los campesinos chilenos. Por
otra parte, lo que se llamó “chilenización” del cobre —que fue una suerte de acuerdo
con las compañías norteamericanas que hasta entonces explotaban ese metal—
aunque era una solución intermedia, con vistas a una futura nacionalización, preparó la
verdadera apropiación, la cual se realizaría más tarde, durante el gobierno de la
Unidad Popular. Del mismo modo, los esfuerzos de “promoción popular”, que eran
medidas de ayuda que favorecían a los más desposeídos, aunque basadas, más en la
caridad, que en formas de atacar el mal por la raíz, aligeraron la carga de
innumerables familias de los sectores marginales de las ciudades. Con estos nuevos
lineamientos políticos, el país comenzó incuestionablemente a tomar otros rumbos,
acrecentándose las esperanzas del pueblo con la constatación de que un cambio
importante era posible.

El gobierno de Frei quiso mantener un purismo centrista que al final le costó la derrota
de 1973 y que caracterizó todo este sexenio. Por mantenerse alejado de toda
verdadera alianza hacia la izquierda o hacia la derecha, todo este período fue como
una especie de equilibrismo entre la revolución y el conservantismo, que no logró dar
la impresión ni de un verdadero cambio ni de una verdadera continuidad. Por eso, al
final, todo el mundo terminó descontento: la derecha, porque los cambios y las
reformas le parecían una audacia que empujaba el país hacia el comunismo, y la
izquierda porque el reformismo en la continuidad no solucionaba los problemas del
pueblo. Por esta razón, después de los éxitos espectaculares de los primeros años, la
Democracia Cristiana comenzó a ser derrotada en todos los frentes, pasando a ser la
tercera fuerza entre la izquierda y la derecha; y por eso también, frente al triunfo de la
unidad Popular, sus ilusiones centristas la fueron empujando hacia posiciones cada vez
más reaccionarias. Un centrismo de izquierda, como el que preconizaba Tómic, tal vez
nos habría ahorrado la terrible época que estamos viviendo, en la cual, el centro y la
izquierda, cada cual a su manera y con la misma ceguera, le han abierto las puertas al
fascismo.

Pero dejémonos de historias que no han ocurrido y volvamos a la nuestra que sí es


real: el gobierno democratacristiano también tuvo sus devaneos culturales, los cuales
no dejaron de tener un cariz positivo, pues contribuyeron a levantar el caído
sentimiento nacional. El efecto, las conmociones del verdadero parto que se gestaba
en el seno de nuestro pueblo —y no se entienda esto en un sentido estrecho político
partidista, como si el resultado de esto que se preparaba tuviera que haber sido
necesariamente el gobierno de Allende— no podían ser del todo ignoradas por un
gobierno populista, el cual, por lo demás, había nacido de una cierta conciencia de esta
situación germinal, aunque para darle una dirección determinada. “Cambiar todo para
que no cambie nada” parecía ser la divisa de los dirigentes derechistas
democratacristianos, que fueron los que al final le imprimieron el ritmo al proceso. Si
bien esta idea no bastaba para conducir revoluciones culturales, sí fue suficiente para
impulsar algunas iniciativas artísticas que pronto comenzaron a dar frutos. En el
ámbito de la música popular, que es el que a nosotros nos interesa, comenzaron a
escucharse voces nuevas, y algunos artistas, hasta entonces completamente ignorados
por el gran público, comenzaron a tener un tímido reconocimiento. El caso más notable
es el de Violeta Parra, que desde que había vuelto de Europa, trataba de hacerse un
lugarcito en la programación de las radios nacionales.

Sin embargo, lo que en esa época tuvo mayor acogida en todos lados fue una
corriente, que sin ser expresión auténticamente popular, empezó a ser ampliamente
difundida, tal vez por el hecho de representar más o menos fielmente en el terreno de
la música, lo que la Democracia Cristiana era en el plano político. Esto es lo que
comenzó a llamarse “neofolklore”, y en lo cual nos vemos obligados a detenernos,
porque tiene una cierta importancia en la definición inicial de nuestro grupo, y sobre
todo en el nacimiento de lo que después se llamó “Nueva Canción Chilena”.
El “neofolklore” fue como una versión del folklore campesino para las capas medias, es
decir, un intento de tomar la música folklórica en sus aspectos más pintorescos y
tranquilizadores, y de vestirla al gusto de los sectores medios de la sociedad chilena, la
cual durante este período pasó a ser la clase dirigente. En esta línea de creación no
todo era malo, pero pronto la comercialización de este estilo fue sofocando todo
espíritu de renovación, haciendo de esta música una versión criolla de la música de
mercado. Tal vez lo que puede dar una idea casi caricatural de este momento de
degradación, es el carácter que tomaron los grupos de aquella época, que fueron los
que llegaron a tener más éxito. Todos ellos estaban formados por jovencitos muy
compuestos, que salían al escenario peinados a la gomina y vestidos de “smoking”,
con corbata “de humita” y todo. Así, aclamados fervorosamente por sus admiradores,
eran estos conjuntos los portavoces de una imagen idílica del hombre de la tierra, de
su vida y de sus virtudes, siempre cantadas con exageraciones románticas y
patrioteras. Estas canciones de tarjeta postal hablaban inofensivamente del arriero, de
la lavandera y del “huaso”, y eran interpretadas con voces dulces y entonadas por
estos jóvenes de zapatos impecables.

A nosotros estos grupos no nos gustaban nada. Musicalmente eran más o menos como
su apariencia: rebuscamientos vocales, armonías alambicadas y un limitadísimo
número de recursos expresivos que se repetían hasta el cansancio, pero que
terminaron imponiéndose como rasgos estilísticos propios de este movimiento, hasta el
punto que nadie dejaba de utilizarlos. En alguna estrofa de la canción siempre tenía
que aparecer un solo de bajo, cuya intención, más que una necesidad musical, parecía
una demostración virtuosística de los registros más graves del cantante. En los medios
especializados, este malabarismo se tomaba como la prueba irrefutable de las
calidades de un conjunto. La otra cosa que no podía faltar era el famoso
“bomborombóm”, es decir, la imitación vocal de los ritmos del tambor o de los
rasgueos de la guitarra, remedo que a veces llegaba a ser tan exagerado y
complicado, que daba la impresión de que nuestras tonadas campesinas comenzaban a
despeñarse hacia el “beebop” del jazz americano. Se llegó a abusar de tal manera de
estos recursos, que se transformaron rápidamente en el rasgo predominante de la
música de esa época, y durante bastante tiempo estos “bomborombón”, “bimbirimbín”
y “bambarambám” se descargaron como ráfagas sobre los oídos del inocente
radioescucha chileno. Como en estos grupos todo parecía estar marcado por lo
cuantitativo, otra de las características que daban prestigio era la altura que podía
alcanzar la voz del tenor: los pobres músicos se desgañitaban tratando de superar las
marcas de los grupos más famosos, los cuales hacían proezas cada vez más difíciles de
imitar.

Lo positivo de este movimiento fue que en medio de este inquietante formalismo,


estos mismos grupos comenzaron a incluir verdaderas canciones creativas en su
repertorio, y fueron ellos los primeros intérpretes de estos grandes compositores y
poetas populares que por aquella época comenzaron a asomar la nariz en el ambiente
artístico nacional: me refiero a la Violeta ya nombrada, a sus hijos Ángel e Isabel, a
Víctor Jara, a Rolando Alarcón, a Patricio Manns y a tantos otros, todos ellos, primero
confundidos con esta ola de “neofolklore”, y más tarde cada vez más distanciados de
ella.

A nuestro pueblo le gustó el “neofolklore” y esto es perfectamente explicable: en


primer lugar, porque nunca antes había habido en Chile una tal valorización de la
música popular nacional, la cual, aunque aparecía vestida con un ropaje estéticamente
discutible, no dejaba de traer consigo una cierta energía cultural; en segundo lugar,
porque esta música de contenido nacionalista buscó su éxito a través de la
reviviscencia de tradiciones con un gran arraigo popular, y se las arregló para ir
incorporando en su temática, los grandes temas de la historia de Chile. De este modo,
de una ingenua comprensión de las luchas patrióticas, se fue pasando a una visión un
poco más profunda de Chile y de su pueblo. Por este motivo, no hay solución de
continuidad entre este movimiento y lo que surgirá más tarde como Nueva Canción
Chilena. Aunque en algunos casos, las canciones “neofolklóricas” le daban al pueblo un
falso retrato de sí mismo, éste vio en ellas sobre todo su carácter nacional, y no se
equivocó valorando positivamente este movimiento, y viendo en él, por encima de las
falsificaciones de estilo, la fuerza que tendía a nacer y que exigía por fin expresarse en
canciones auténticamente nacionales y verdaderamente populares. Esto bastó para
que todo nuestro país cantara con estos artistas, los cuales, sin tener plena conciencia
de ello, estaban contribuyendo a despertar profundas raíces, de las que saldría buena
parte de lo que se hizo después en este campo.

Por otro lado, y como queda dicho, incluido en este movimiento estaba la matriz
verdadera de la música popular chilena, todos esos grandes artistas que con sus
creaciones constituirían el surco más fructífero de nuestra canción popular.

El “neofolklore” dio frutos: casi todas las radios comenzaron a abrirse a este tipo de
música y los mejores artistas del movimiento, muy pronto pasaron a ocupar los
primeros lugares en las preferencias del público chileno. Se hablaba mucho de los
hermanos Parra, especialmente de Ángel, quien pasó a ser una de las figuras más
importantes del ambiente musical de esa época. Rolando Alarcón y Patricio Manns
también tuvieron estruendosos éxitos: el primero con su canción “Si somos
americanos”, que rápidamente se transformó en una de las manifestaciones masivas
de ese nuevo espíritu bolivariano que por todas partes quería hacer escuchar su voz; el
segundo con “Arriba en la cordillera”, seguramente la canción más escuchada en toda
la historia de la canción chilena. Isabel y Víctor todavía no eran suficientemente
conocidos, a pesar de que ambos ya se habían lanzado en la aventura de componer
sus propias canciones.

Pero no sólo el “neofolklore” hizo irrupción en esa época. También se hizo presente
otro fenómeno, no menos masivo que éste, y que rápidamente inundó las ondas
radiales ocupando los primeros lugares en los rankings de la música comercial. Se
trataba de esa música que se ha dado en llamar en todos lados, “género
internacional”, y que tiene efectivamente representantes en todos los países; música
de contenido generalmente insulso, y por medio de la cual, la canción ha llegado a ser
un verdadero producto de consumo. Con estas baladas, que multiplicaban al infinito las
versiones de “te quiero mi amor, mi vida, vamos a la playa” y otras piezas de antología
del mismo valor poético, apareció en nuestro ambiente musical el complejo fenómeno
de la comercialización del género canción con todas sus distorsiones y excesos. Las
particularidades que esto tuvo en Chile no son muy interesantes de señalar, aunque
para comprender estos inicios es importante dejar consignada aquí la repulsa que
provocó en nosotros esta degradación de la música popular. Tal vez lo que más nos
molestaba no era tanto la inepcia artística que estos cantantes demostraban, sino ese
aspecto de superchería que traía la comercialización de su hacer. Hoy día esto parece
haberse instalado en todo el mundo y toda defensa de la verdadera creatividad parece
utópica frente al poder de esta música promovida a niveles planetarios por las grandes
transnacionales del disco y del espectáculo. En los años sesenta, este gigantesco
operativo comenzaba a dar sus primeros pasos y hasta en Chile aparecían las primeras
manifestaciones de lo que podría denominarse el “idolismo”.
El “idolismo” es el resultado de las relaciones mercantiles introducidas en el dominio de
la canción popular, y consiste en hacer creer o intentar hacer creer que los artistas de
este género son unas especies de semidioses con extraños poderes sobre su público.
Su arte no es el producto de un trabajo o un talento creativo, sino una cualidad casi
divina en la cual se plasman los sueños de las masas. Como ni los empresarios
disqueros, ni los representantes o agentes de espectáculos, ni siquiera los propios
artistas logran explicarse las complicadas causas por las cuales muchas veces una
insignificante musiquilla, con palabras medianamente bien hilvanadas, se transforma
de la noche a la mañana en un producto de consumo masivo, igual que en los tiempos
de ignorante salvajismo, se interpreta este prodigio como manifestación mágica de un
oculto poder que residiría en algún misterioso rincón del cerebro del creador. Es
verdad que el fenómeno del éxito de las canciones populares es bastante extraño y se
presta para todo tipo de elucubraciones - controlar las potencias de la creatividad
humana se ha revelado desde siempre como una empresa imposible - pero de ahí a
creer que un autor de canciones es un genio, porque ha logrado agradar con su música
a un público masivo, hay una evidente exageración. Esta se explica en parte por el
interés de transformar a un artista en un producto de gran consumo, de donde los
descomunales esfuerzos de promoción que se hacen en torno a ciertos nombres, cuyo
talento generalmente está lejos de ser probado. Lamentablemente todo esto es un
malabarismo que juega con un real misterio del que poco o nada se sabe, pues aunque
las cosas, en este restringido terreno de la canción popular, parecieran más claras que
en el campo del arte más desarrollado, en el fondo, aquí como allí, seguimos
completamente perdidos. Las explicaciones puramente sociológicas que se han
intentado se han revelado insuficientes y los mecanismos a través de los cuales se
trata de inducir una inclinación hacia ciertos productos musicales, la gran mayoría de
las veces no funcionan como se había previsto. El maquiavelismo de las grandes
internacionales del disco es mucho más ciego de lo que comúnmente se cree, y la
prueba de ello es que lo que termina teniendo éxito, la mayoría de las veces sorprende
a todo el mundo. Las empresas, cada vez con medios más sofisticados, tratan de
prever lo que gustará o no gustará en el futuro próximo, pero los vendedores de
augurios, por lo general, quedan en el más completo ridículo. El éxito es cosa muy
difícil de comprender y muchas veces su valor no es otro que el que se puede medir
por la cantidad de dinero ganado. Éxito artístico y valor no son lo mismo, y nuestra
época ha demostrado muchas veces, tal vez demasiadas, que el éxito no implica
calidad, como la calidad no siempre conlleva el éxito. El artista profundo sabe que en
todo éxito hay mucho de falsificación, y que con éste, por lo general llegan más
peligros que satisfacciones.

En Chile, como en otras partes, las empresas de discos comenzaron a trabajar hacia
los medios de prensa, y así fueron naciendo algunas revistas especialmente creadas
para “idolizar” artistas en los medios juveniles. Se organizaron verdaderas campañas
“a la americana” para imponer los nombres que a juicio de estos organizadores de
éxitos iban a dar las ganancias más suculentas. No estaban tan equivocados, pues
estos semanarios alcanzaron un gran tiraje, y las ventas de discos, niveles récords en
el mercado chileno. Lo triste es constatar que estas gananciosas iniciativas,
ampliamente apoyadas por el gran público, pasaron casi siempre por el lado de lo que
nuestro ambiente musical tenía de más creador y profundo, sin llegar a descubrir ni su
fuerza ni su importancia. El hombre se pierde fácilmente en la ilusión de lo perecedero
y pierde de vista lo esencial, que por lo general pasa por su lado invisiblemente.

Desde nuestra situación, muy exterior a todos estos fenómenos empresariales, estas
operaciones disqueras nos parecían detestables, y como no podíamos compartir las
favorables opiniones que despertaba la mediocridad reinante, nos volvimos cada vez
con mayor decisión hacia la autenticidad del canto campesino o indígena, que frente a
toda esta superchería de mal gusto, era como un aire fresco y primaveral, aunque los
que amábamos respirarlo, siguiéramos siendo solamente unos pocos. A todos estos
“realistas” del mercado musical, la sola mención de que la canción implicaba un
problema cultural, les habría sorprendido: a ellos les importaba más lo que se ponía de
moda en Miami o Nueva York, que los medios que pudieran ayudar a nuestros pueblos
a salir del subdesarrollo cultural, lacra tal vez más horrible y aplastante que todos los
subdesarrollos que se acostumbra denunciar.

Los artistas del “neofolklore” no pudieron sustraerse completamente al exitismo y al


idolismo, porque en la época no había otra manera de llegar hasta el gran público. La
influencia del modo americano fue general, y trajo consigo todas las distorsiones que
lo economicista puede traerle a las iniciativas culturales. El lado positivo de todo esto
es que se inició un crecimiento importante de la industria discográfica nacional y un
desarrollo de las formas de comunicación vinculadas con la difusión de la música
popular. Las ideas que estos medios difundieron eran bastante discutibles, pero no
faltaron tampoco las iniciativas verdaderamente positivas. Por este motivo, el sello que
marca todo este período de realizaciones es la ambigüedad. Los artistas nacionales
tuvieron que inclinarse ante el poder de las empresas del disco y ante las radios
privadas, las cuales cada día fueron tomando más fuerza. Ante todo este despliegue de
medios, los alegatos de orden cultural y artístico quedaron postergados. Por supuesto
que en esta ola de relativo progreso, no faltaron los individuos que vieron este campo
de actividad como una oportunidad más de ganar dinero. Así, como era de esperar,
llegaron aquí también los oportunistas, que se lanzaron a la eterna caza de novedades,
esquilmando y engañando a muchos artistas, que por grabar o por salir rápidamente a
disponer de las ventajas de la popularidad, hicieron la vista gorda frente a estos
abusos. Felizmente tampoco faltaron los otros, que, con mayor conciencia nacional,
nunca perdieron de vista la responsabilidad que tenían y jugaron un importante papel
en la difusión de los nuevos creadores.

Nosotros éramos simples espectadores de todo esto, formábamos parte de los que
buscaban, todavía silenciosamente, lo que este movimiento de resurgimiento de
nuestra música popular podía traer de auténtico; nos emocionaba ver que la música
folklórica podía también atravesar las fronteras del pequeño núcleo que hasta entonces
la había cultivado, y, especialmente, apreciábamos la altura poética y musical que la
canción iba adquiriendo. Hoy día sabemos que este fenómeno no estaba ocurriendo
solamente en Chile, sino que era común a las preocupaciones de los nuevos creadores
de casi todo nuestro continente. En toda Latinoamérica se estaba reproduciendo con
diferentes grados y matices lo mismo que estábamos viviendo nosotros, pero de lo que
ocurría más allá de nuestras fronteras, nosotros sabíamos muy poco. Chile siempre ha
sido una isla, la más insular de todas las islas, y nuestra visión del mundo era muy
poco abierta hacia el exterior. En todo caso, y de ello tendremos que hablar más
adelante, en todo este movimiento de resurgimiento de la canción nacional había no
poco de influencia argentina, país donde el populismo peronista había traído un
importante desarrollo de las expresiones folklóricas.

Nos molestaba bastante el vedetismo que imperaba en el ambiente, veíamos en todo


eso un grado no pequeño de impostura, y aunque seguramente éramos injustos en
nuestro rechazo categórico de todo lo que olía a música comercial, sentíamos un
profundo malestar ante la confusión creada en todos lados por la influencia
anglosajona en nuestra música. El espectáculo de ciertos cantantes nacionales
agringando sus nombres y tratando de darle a su pronunciación del español un cierto
tinte norteamericano, era una distorsión que despertaba en nosotros la piedad. Por
eso, cada vez que podíamos, corríamos a escuchar a esos otros artistas, los
verdaderamente renovadores, los cuales muchas veces tenían grandes dificultades
para hacerse oír por encima del griterío superficial de los múltiples imitadores de la
música de moda. Lo triste es que nuestro público, casi siempre engañado, no
comprendía siempre la belleza y la ternura que traían estas canciones nuevas: algunas
sonoridades de Violeta por ejemplo, aparecían entonces difíciles de aceptar por el gran
público, y el sonido profundo y nostálgico de los instrumentos nortinos, que por esa
época comenzaron a hacerse escuchar, eran para muchos, intromisiones bolivianas o
peruanas en nuestras tradiciones. A pesar de estos malentendidos, algo palpitaba en
esas salas donde sonaba por primera vez la música folklórica elevada al rango de arte
verdadero, allí se respiraba un aire nuevo, y las palabras de esas hermosas canciones
de un movimiento naciente iban desgranándose como frutos primerizos, desde el
olvidado recinto de nuestra conciencia nacional. También nosotros queríamos hacer
algo así, cautivar a nuestro público con algo auténtico, algo que yacía dormido en él
mismo y que una canción tal vez podía despertar.

En este ambiente, en esta situación, discutíamos de nuestra “línea”, y por fin, después
de larguísimas elucubraciones, llegamos a algunas decisiones que entonces nos
parecieron definitivas: no queríamos nada que tuviera que ver con los conjuntos de
música neofolklórica entonces en boga, queríamos poner el acento en la expresividad
del canto y huir de todo formalismo estéril, queríamos más búsqueda, más arte, más
poesía, y nos dispusimos a hacer como grupo lo que los creadores solistas ya estaban
logrando: un canto de raigambre más profunda y una proyección más fiel de lo que
hacían nuestros verdaderos cantores populares, esos que venían forjando la cultura
latinoamericana desde hace decenios sin ningún reconocimiento, y para los cuales el
fin jamás tendría que ver con radios, medios de prensa, agentes, periodistas,
empresarios, etc. Esos extraían la fuerza de su inspiración del fondo de la tierra, y para
ellos el canto era ceremonia, culto, tradición. Nosotros no queríamos hacer
concesiones a lo comercial, y rechazábamos la ausencia de conciencia nacional de una
buena parte de los medios que tenían que ver con la cultura. Rechazábamos también
la penetración anglosajona en nuestra música, y aunque en esto durante mucho
tiempo llevamos nuestro latinoamericanismo hasta el extremo, no faltó el
reconocimiento a alguno de los aportes incontestables de esa música a la canción
popular de nuestra época.
JULIO NUMHAUSER

Para cumplir con ese ambicioso programa, que en ese momento no era más que una
acumulación de posiciones acerca de todo —no cabe duda de que éramos los tipos más
pedantes del ambiente cancionístico— nos volvimos hacia lo autóctono, hacia lo
estrictamente indígena, que hasta ese momento era prácticamente desconocido en
Chile. Sólo los Parra habían desenterrado este tipo de música, pero no había todavía
ningún conjunto que se dedicara a difundir estas canciones. Sentíamos una necesidad
enorme de encontrar nuestras raíces, de saber de nuestros orígenes, de conocer lo que
éramos y lo que habíamos sido; y esto no lo entendíamos únicamente como una
solidaridad romántica hacia las ruinas del pueblo que habían encontrado los españoles
a su llegada al continente, sino como una verdadera respuesta a nuestra propia
inconsistencia cultural. ¿Qué éramos nosotros en definitiva?, ¿en qué tradiciones
podíamos verdaderamente reconocernos?, ¿cuál era en definitiva nuestra música?

Todas estas preguntas, vistas desde la experiencia cultural de los países europeos,
pueden parecer extrañas. Aquí el problema de ser o no ser se da dentro de un
contexto de muchas cosas ya definidas, basta volverse hacia el pasado para reconocer
el itinerario histórico de lo que uno ha elegido. Para nosotros el asunto era concreto y
dramático al mismo tiempo, no era posible soslayar esta necesidad de respuestas, no
era posible contentarse con expedientes, que al final dejaban todo como estaba, sin
decidir lo esencial, sin suelo donde cosechar, sin territorio donde plantar las semillas
de nuestro propio arte. El artista necesita ser hijo de una tradición; el que quiere crear
sabe que no todo viene de un despliegue de sí mismo, busca en cambio prolongarse y
prolongar las raíces de su arte, no le basta con expresar simplemente los recovecos de
su individualidad, quiere ser cola de león en vez de cabeza de ratón, quiere inscribirse
en una historia, participar en ella, porque sabe que sólo lo que se hace historia existe
como verdad. Por eso tiende lazos hacia su pueblo y entrevera su obra y sus
aspiraciones con las realizaciones de su patria; su patriotismo consiste en unirse a la
cadena de los que ya han ido construyendo.

Se me dirá: pero todo este tremendo blablablá filosófico es desproporcionado con


respecto a la modesta iniciativa de formar un conjunto de música popular. Es verdad,
pero este desequilibrio es testimonio de lo extremadamente problemático que era para
nosotros ser chilenos. En realidad no sabíamos lo que éramos, y creo que esta
sensación la hemos compartido con toda nuestra generación, la cual aún hoy día se
mueve entre una miopía nacionalista y una hipermetropía latinoamericanista. ¿Cómo
se concilian todas nuestras pertenencias? ¿Cómo se casa lo europeo con lo
latinoamericano? ¿Cómo se concilia lo español con lo indio? ¿Y lo africano? ¿Hasta
dónde también somos norteamericanos? Todas estas preguntas y otras similares
forman el trasfondo de todo el arte en nuestro continente. Desde el más modesto,
hasta el más ambicioso. Seguramente esta situación de multiesquizofrenia no variará
hasta mucho tiempo más, hasta ese momento todavía lejano en que podamos ser lo
que verdaderamente somos, hasta ese instante en que nos dejen, y además, seamos
capaces, de hacer la síntesis de todo lo que somos, síntesis en la cual los elementos no
sean polos en conflicto, sino fuerzas nutriéndose mutuamente de su enfrentamiento y
de su diferencia. Lamentablemente todavía estamos lejos de ese día y seguimos todos
cada uno a su manera, viviendo este desgarro cultural que hasta ahora somos: ser lo
que no somos y no ser lo que somos.

Esto, que parece tan metafísico y tan abstracto, lo vivíamos nosotros con gran fuerza
como problema musical, era el fondo de nuestras discusiones y casi todos nuestros
desconciertos venían de allí. Lo que veíamos a nuestro alrededor era más perturbador
que orientador. El espectáculo de la inautenticidad ambiente era desolador: era triste
saber que los Carr Twins se llamaban en realidad Carrasco, que William Reb era en
verdad, Guillermo Rebolledo y Pat Henry, Patricio Henríquez. Todos ellos habían
elegido la mala conciencia, ayudados por los comerciantes de la música, que veían en
esto un modo de acrecentar sus ganancias, echando mano a estos rockers criollos
mucho más baratos y disponibles que los originales.

Pero por otra parte, cuando nos volvíamos hacia las ideas imperantes sobre lo que
debíamos o no considerar como “nacional”, nuestra confusión aumentaba: la idea que
operaba en los ambientes musicales era pobre e insuficiente, ni siquiera tomaba en
cuenta la diversidad característica de nuestro país, cuyos límites había sufrido
variaciones y cuya historia particular exigía una reflexión más profunda. El centro del
país había impuesto su música folklórica como música característica nacional, y sus
dos aires básicos, la cueca y la tonada, valían como símbolos musicales de Chile. Las
canciones provenientes del norte o del sur del territorio no estaban todavía asimiladas
al concepto de música chilena, a pesar de los esfuerzos hechos por algunos
investigadores: el trabajo de la propia Violeta Parra, verdadera precursora en esto de
la difusión folklórica, se unía al de otros grandes cultores de la canción de las raíces,
como Margot Loyola, infatigable descubridora de cantos, bailes y leyendas escondidas
en antiguas tradiciones de campesinos e indígenas, Héctor Pávez y su mujer Gabriela
Pizarro, quienes dedicaron su vida a la reviviscencia de la cultura popular de la Isla de
Chiloé, en el extremo sur del país.

De la cueca y la tonada, en sus versiones más comerciales y menos genuinas, se hacía


uso y abuso en las fiestas dieciocheras, durante el mes de septiembre, mes de las
festividades de la Independencia Nacional, pero durante el resto del año este tipo de
música permanecía completamente olvidada. En las proximidades de estas fiestas se
llenaban las ondas radiales de esta “música nacional”, cantada por “huasos y chinas”,
acompañándose con arpas y guitarras. Estas canciones, hechas para bailar en las
populares “fondas” —improvisadas salas de baile construidas como se pudiera en
algunos parques y terrenos baldíos— eran una forma de reencontrar el perdido
sentimiento nacional bajo su aspecto más chovinista, y en medio de una tomatera tan
general, que creo que ningún chileno está desprovisto de alguna historia de borrachera
en el mes de septiembre. “Tomemos, tomemos, antes de que nos curemos” parecía
ser la consigna general, consigna que, por lo demás, casi siempre se cumplía con
extrema estrictez. Lo malo es que esta precaria idea de la nacionalidad, expresada en
alegres tonadas que cantaban “Chile, Chile lindo como te querré, que si por vos me
pidieran, la vida te la daré...” no permitía ir más allá de ese entusiasmo pasajero, y
una vez que pasaban las fiestas, a los pocos días, todo el mundo se olvidaba
rápidamente de su patriotismo, sumidos, como era imprescindible, en el Chile real, que
nada tenía que ver con los idílicos textos en los que se loaban las bellezas de nuestros
paisajes, o los encantos de la vida campesina. El país volvía a su verdad y las ondas de
nuevo se ponían a transmitir las últimas novedades del ranking norteamericano.

Eramos todos víctimas de un lamentable malentendido: lo que éramos no lo


conocíamos suficientemente como para basar en ello nuestros festejos, y lo que no
éramos nos servía para pasar un buen rato, pero no para levantar una auténtica
cultura popular que acompañara nuestros sentimientos nacionales. Habíamos sido
engañados, algo en todo esto no funcionaba: después, más adelante, todos
descubriríamos que los ideales que más se agitaban en estas “fiestas de la patria”, el
honor de nuestros militares, su fidelidad a las instituciones del país y tantos otros
mitos de la bandera y el escudo y etc., etc., eran todos pensamientos nacidos en la
cabeza de Judas. En realidad, todo esto no eran sino pruebas de una debilidad
profunda, que no tardaría en manifestar toda su terrible fuerza, y de la que eran
víctimas, no sólo las derechas interesadas en asentar estas enajenaciones patrioteras,
sino también las izquierdas que a veces las criticaban: cuando los mitos de un pueblo
no tienen una verdadera solidez y no están apoyados por una reflexión profunda que
les dé verdad, todo se puede desmoronar fácilmente; la demagogia es un arma de
doble filo. De ahí la necesidad de elaborar la verdad de sí mismo, la imperiosa
necesidad de buscarse y conocerse más allá de los mitos, para poder construirse
dentro de una fidelidad consigo mismo, la urgencia de tomarse en serio, incluso allí
donde las elaboraciones de una cultura parecen más modestas, Sólo así la autenticidad
en todas sus posibilidades puede transformarse en verdad histórica.

Hay que decir que este imperativo de autenticidad estaba en ese momento en el
corazón de muchos, y en especial, de todos aquellos que estaban tratando de crear un
verdadero movimiento de música nacional. Estas ideas eran en el fondo las que nos
impulsaban a todos, aunque en ese momento hubiera sido difícil expresarlas con la
claridad que podemos hacerlo hoy día. Y esto no sólo es válido para los creadores:
también en el seno del pueblo, entre los trabajadores y campesinos que despertaban a
una nueva utopía, se podían observar los primeros rasgos de una nueva conciencia
nacional. Esta comenzaría con el gobierno de Frei, para asentarse más tarde bajo el
gobierno de Salvador Allende con el destino que se conoce.

Haciendo la síntesis de nuestras preocupaciones de esa época, llegamos a una suerte


de idea general de lo que queríamos hacer, esto es: un conjunto que hiciera una
música expresiva, sin rebuscamientos ni alambicamientos, y que se lanzara, junto con
los nuevos creadores de la canción chilena, a la búsqueda de las raíces de lo nuestro. A
esto, y porque éramos muy permeables a lo que estaba ocurriendo en ese momento
en la sociedad chilena, se unió de inmediato una nueva idea que sería más adelante
una de las determinantes principales de toda nuestra creación y que en esos primeros
momentos se presentaba como una intención muy brumosa, pero bastante poderosa
como para definir ya nuestro proyecto: queríamos hacer música revolucionaria. ¿De
dónde sacamos esto? ¿Qué sentido tenía esto para nosotros en ese momento? ¿Por
qué la llamábamos “música revolucionaria”? Para responder estas preguntas mejor
será que escribamos un segundo capítulo.
LA POLITICA

Desde hace decenios, la política parece ser la ocupación predilecta de los chilenos. Es
verdad que nacer no es cosa fácil, y nuestro país, como todas las naciones que carecen
todavía de instituciones fuertes, e independientes del aparato del estado, concentran
sus esfuerzos en la disputa por este último, que en definitiva aparece como un lugar de
concentración de todos los poderes. Quien quiere construir debe dirigirse
obligatoriamente hacia la fuerza capaz de engendrar lo nuevo, y los chilenos vivimos
en la ilusión de que conquistando el poder estatal, todo queda asegurado. Entramos
entonces directamente a la conquista de esta quimera, olvidándonos de construir las
instituciones del verdadero poder de creatividad, el cual no puede residir sino en la
vida social concreta. El resultado de esta mala orientación ha sido catastrófico: hemos
erigido instituciones tan débiles, que cuando el estado se ha vuelto omnipotente, todas
se han disuelto en la más descarnada mediatización. Los males de hoy día son el
precio pagado por nuestra propia ineptitud. La política es nuestro mal endémico, pero
a la vez, la única manera que hemos encontrado para elevar esa torre de Babel que se
llama Chile.

Pero no puede negarse que para nosotros la política se ha transformado en un destino:


no es solamente una ocupación de los que entran en la disputa por las distintas
parcelas del poder estatal, sino también una forma tal vez poco feliz, pero no por eso
menos obligada, de ir construyendo nuestra vida social. Así, en Chile todo pasa por
decisiones políticas, todo es de izquierda o de derecha, todo se discute en vistas de tal
o cual cumplimiento de programa, todo entra de lleno en un terreno de disputa, como
si nuestro pequeño mundo no encontrara jamás el espacio de la síntesis, en la cual lo
ganado se imponga como adquisición definitiva, conquista nacional, ubicada más allá
del campo de batalla. Esta situación dura desde hace demasiado tiempo como para
pensar que basta ponerse al margen del enfrentamiento para no participar en él. Nada
más ingenuo que al apoliticismo en Chile, nada más ineficaz y en último término, inútil.

Una de las explicaciones más evidentes de esta característica nacional, es la extrema


violencia social, que divide al país en poseedores y desposeídos; la pobreza y la falta
de medios es tan exagerada, que toda alma medianamente humanizada se siente
acongojada ante el cruel espectáculo de los niños descalzos en invierno, de los
cesantes mendigando en las calles, de las muchachas de las poblaciones empujadas a
la prostitución, de las “callampas”, “villas miserias” o como quiera que se llamen,
acumulando tristezas en los suburbios inhóspitos de ciudades siempre demasiado
pobladas, que han ido creciendo a la buena de Dios, como si su finalidad no fuera
acoger y dar abrigo, sino contravenir toda regla de higiene, de belleza o bienestar. Más
allá, no tan lejos, pero lo suficiente como para que ambas realidades se erijan en
mundos opuestos, las mansiones de los ricos, con jardines exuberantes, con salones
para todo, cuidadosamente pensadas según las últimas modas arquitectónicas, y
encuadradas en un ambiente de espacios naturales digno de cualquiera de los barrios
de los ricachones californianos. Para más remate, en Santiago, esta ciudad de los ricos
se llama “el barrio alto”, y está situada precisamente junto a las faldas de los cerros de
la primera cordillera, observadora inmutable de las desgracias de unos y de los
privilegios de los otros. Los “barrios bajos” quedan allá en el plano, entre los cerros,
donde se junta el “smog” proveniente del humo de las chimeneas de las fábricas no
lejanas, un verdadero pozo de pobrezas, de barriadas nostálgicas, de callejas que por
lo general no llevan a ninguna parte. Abajo vive el pueblo, arriba, los que siempre han
mandado.
En esta ciudad de urbanización maniquea, no es extraño que el conflicto social se viva
con especial dramatismo: el terreno de batalla es lo que se llama “el centro”, el sitio de
nadie, el cual también ha fracasado en su intento de hacer la síntesis; aunque allí, en
la misma puerta de las sucursales de los bancos internacionales, los vendedores
ambulantes se instalen a vender chucherías plásticas, calles donde se alternan los
grandes hoteles y negocios de moda, con los pequeños cafés y sandwicherías
populares, y donde transita en algún momento del día el gran potentado, dueño de
rubros completos de la industria nacional, el honorable senador, y el mendigo o el viejo
jubilado, que termina instalándose en algún banco de la Plaza de Armas, entre el
revoloteo de palomas y gorriones. Esta ciudad de contrarios que coexisten sin hacer
unidad es una imagen exacta de la vida interior de este país, siempre convulsionado y
siempre viviendo simultáneamente el sueño y la realidad, magma caótico de fuerzas
que pugnan por órdenes contradictorios, y que hasta hoy día, a pesar de repetidas
experiencias desgarradoras, nunca han logrado ponerse de acuerdo. Aunque vivamos
nuestra terrible historia dentro de una cierta calma y no tengamos mucho que ver con
la exuberancia de los pueblos latinoamericanos del norte, todos los chilenos somos
excesivos; y es que estamos excedidos por la situación en que vivimos, tendemos
hacia el extremo que nos ha conquistado, y aunque todos queramos por fin salir a
respirar el aire puro de la reconciliación y el consenso, seguimos perdidos en nuestra
intrincada selva de contradicciones, y este mismo anhelo de unidad, no es más que
una locura más que se agrega a la confusión. Pedro de Valdivia, el conquistador de
Chile, debe haber previsto todas estas dificultades, puesto que le llamó a estas tierras,
la Nueva Extremadura.

Este marco existe además en un continente también escindido en dos fuerzas con
intereses contrarios: en el norte, el tío imperialista, el cual no sólo domina a sus
sobrinos del sur, sino a la mitad de este mundo irónicamente llamado “libre”; en el sur,
nosotros, los países latinos, pobres, endeudados, bregando por levantar nuestra
economía, pero también haciendo esfuerzos por recuperar la dignidad perdida, tras
años de explotación y de saqueo por parte de las grandes potencias del mundo. En
Chile, primero fueron los españoles, después vino el relevo inglés, y finalmente,
después de algunos intentos por parte de Alemania, a comienzos de siglo, los
norteamericanos, que hoy día son dueños de la situación sin contestación alguna,
haciendo y deshaciendo en nuestra economía y en nuestra política interna. Por
supuesto, en nombre de los principios de no-intervención, y sobretodo, en nombre del
hermoso ideal democrático, que ha sido el caballo de batalla de todos los gobiernos
norteamericanos de este siglo.

Pero no nos vamos a poner pesados haciendo largos análisis sociopolíticos acerca del
destino histórico de América Latina. Lo que trato de explicar es simplemente cómo
nosotros, un grupo artístico popular y relativamente sin grandes ambiciones de
notoriedad, pudimos llegar a la peregrina idea de que nuestras canciones tenían que
ser “revolucionarias”. Para comprender esto hay que tener en cuenta que estas
grandes contradicciones de nuestra historia tienen su expresión muy concreta en la
vida personal: cualquier joven latinoamericano sabe perfectamente lo espantoso o
insoportable que puede ser la pobreza, y aquello que en los informes de la FAO o de la
FLACSO aparece mostrado en cifras y porcentajes cuya lectura en la mayoría de las
ocasiones nos deja perfectamente indiferentes, a un hombre que se está abriendo al
mundo, que es medianamente sincero consigo mismo, y que, aunque sólo sea por una
vez, tiene la oportunidad de visitar los barrios pobres de cualquiera de nuestras
ciudades latinoamericanas, se le muestra con tal rudeza, que todos los expedientes o
arreglines para darse una buena conciencia caen estruendosamente por tierra.
Entonces, la convicción de que hay que cambiar cuanto antes esta situación, es
definitiva, y frente a ella no hay argumento conservador que valga. El espectáculo de
la injusticia social es tan desmesurado, que despierta de inmediato nuestra solidaridad
y compromete a cambiar el mundo. Hasta la más rala imaginación o la más seca
fantasía son capaces de inventar rápidamente una utopía en la cual lo que se observa
con conmiseración deje de existir. En América Latina no necesitamos ninguna teoría
muy elaborada para comprender que las cosas tienen que cambiar, y tal vez, en estos
pueblos doloridos, esta forma simple de no querer lo que vemos en torno nuestro sea
una de las más poderosas fuerzas revolucionarias, seguramente una necesidad social
exigida por el elemental deseo de nacer. Por eso, quedarse al margen de estas
realidades o buscar las razones que justifiquen lo insoportable, son actitudes de
indiferencia y mala fe, incompatibles con un corazón que ama la justicia; y por eso
también, a pesar de las complejas situaciones políticas y sociales de nuestras naciones,
hay algunas cosas que siempre han estado perfectamente claras para todos: algunos
defienden egoístamente sus privilegios, otros luchan simplemente por la sobrevivencia,
y este extremismo de situaciones no puede llevar a otra cosa en política que no sea
precisamente la desesperada búsqueda de un mundo nuevo o la cínica defensa de la
sociedad presente.

AGOSTO DE 1966. PRIMERA FOTO DEL GRUPO APARECIDA EN LA PRENSA

Pero en esa época, los años sesenta, nosotros mismos también de alguna manera
éramos tocados por la dureza de la vida. Alguna vez se ha dicho, con alguna torva
intención, que nuestro grupo provenía de “familias acomodadas” de Santiago. Nada
nos habría acomodado más que provenir de familias acomodadas, tomando en cuenta
que nuestros padres, a veces ni siquiera tenían como para salvar las apariencias. En
realidad éramos acomodados, porque vivíamos tratando de acomodamos a situaciones
más o menos críticas. Recuerdo por ejemplo la casa de Numhauser antes de su
matrimonio: el padre era vendedor ambulante y la madre, justamente para buscar
acomodo, mantenía una especie de residencial improvisada que tenía la virtud de
albergar la fauna más extraña de Santiago. Como la casa quedaba muy cerca del
Teatro Caupolicán, a ella llegaban los artistas que actuaban en él, y que iban
cambiando según la temporada. Una vez traspuesto el umbral todo era posible, se
podía encontrar allí a los personajes más insólitos: se abría una puerta y aparecían
súbitamente los enanos del circo, en el patio, inmutable, sentada leyendo un diario, la
Mujer Araña, en un rincón, afeitándose frente a un espejo y desplegando su increíble
melena rubia, Leonardo el Hermoso, el luchador de catch. Otras veces eran los
trapecistas de Las Águilas Humanas o el Tarzán Peruano, o el Huaso Briones, antiguo
luchador con las orejas desfiguradas, o las bailarinas del Holliday on Ice. Verdadera
caja de sorpresas, tan atestada de gentes extrañas, que nosotros rápidamente
huíamos hacia otros parajes para volver a recuperar nuestro sentido de la realidad.

No voy a relatarles las pellejerías que pasábamos yo y mi hermano, ni tampoco voy a


insistir en las de los demás compañeros, pero créanme que ninguno de nosotros nació
en cuna con sábanas de seda, ni conoció las abundancias. Razón de más para
convencernos rápidamente de que este mundo no podía seguir así y de que había que
emplear más de algún esfuerzo en cambiarlo. Pero claro, sería fácil explicarlo todo
simplemente por razones pecuniarias: la falta de medios en un país como Chile es tan
generalizada que alcanza hasta las capas medias, de las que nosotros proveníamos; en
todo caso, es evidente que ni la más extrema pobreza es capaz de explicar por sí sola
como nace en un individuo la conciencia revolucionaria. No se trata de entregar
certificados de miseria para demostrar la fuerza de una convicción política: el ideal de
cambiar el mundo tiene más altas razones y seguramente estas cuestiones puramente
socioeconómicas ni siquiera explican lo fundamental.

Más determinante que estas razones aludidas, era la situación que vivía América Latina
en ese momento, y de la cual lo que estaba pasando en Chile era un aspecto. La
conciencia individual está tan marcada por la historia, que la mayor parte de las veces,
lo que creemos un descubrimiento estrictamente privado y subjetivo, no es otra cosa
que un caso de un fenómeno social mucho más amplio, que ocurre a niveles
nacionales, y, en nuestro caso, latinoamericanos o continentales. Nuestro deseo de
aportar a la lucha revolucionaria era probablemente lo mismo que estaban anhelando
miles de jóvenes en nuestra América, los cuales, conmovidos como nosotros por el
doloroso parto histórico de nuestros países, querían hacer suyos los hermosos ideales
de independencia y de justicia que bullían por todos lados. En Chile, estas ideas habían
hecho ya su camino desde finales del siglo pasado; el movimiento social chileno se
entronca casi con los movimientos liberales de la burguesía progresista y es
significativo que el primer partido político obrero —que se llamó Partido Democrático—
haya surgido precisamente durante el gobierno del presidente Manuel Balmaceda,
quien en 1891 terminó suicidándose ante la impotencia de realizar un plan de gobierno
con ideas nacionalistas y liberales. Su propósito de recuperar para Chile las riquezas
mineras explotadas entonces por los ingleses fue combatido arduamente por las
fuerzas conservadoras, coludidas con los propios complotadores británicos, quienes por
salvar sus intereses empujaban a sus aliados nacionales a una guerra fratricida.

En los albores de este movimiento social, a mediados del siglo pasado, ya habían
surgido varios intentos de organización de los trabajadores, sobre todo movimientos
reivindicativos con ideas democráticas: el más importante de ellos fue la “Sociedad de
la Igualdad”, fundada por Francisco Bilbao y Santiago Arcos, ambos con estudios en
Francia y fuertemente influidos por las ideas de la revolución francesa de 1848. Pero el
movimiento social chileno se desarrolló con especial vigor a comienzos de este siglo,
momentos en que nuestro país volvió a ser terreno de enfrentamiento entre los
intereses de potencias extranjeras. Estos serán los años en que comenzará a
producirse el relevo colonialista e imperialista norteamericano que año tras año irá
ganándole terreno a sus competidores ingleses y alemanes.

Al mismo tiempo que se fue acrecentando la industrialización del país, fue


paulatinamente aumentando el peso de las clases más desfavorecidas en la dirección
de la vida nacional, surgiendo con ello innumerables movimientos progresistas de
fuerte ascendiente sobre el pueblo: el más importante de ellos será el Frente Popular
del año 38, que exactamente como en Francia agrupó a las fuerzas de avanzada social
y antifascistas. Lamentablemente este movimiento social independentista y patriótico,
que buscaba reafirmar los valores nacionales y recuperar para el país sus riquezas
básicas, también será traicionado. Las influencias que los norteamericanos fueron
ganando dentro de la vida nacional, a través de la adquisición de la mayor parte de
nuestra gran minería, serán utilizadas para quebrar el Frente Popular e instaurar un
régimen de represión en contra de las organizaciones más progresistas. La traición de
González Videla y la instalación de su gobierno oprobioso, inauguran la tortura, las
persecuciones y los campos de concentración que desde siempre manchan de sangre
nuestra historia. El poeta Pablo Neruda será una de las víctimas de la persecución, en
estos años amargos que quedarán para siempre evocados en su Canto General.
Pasarán más de quince años antes de que el pueblo chileno recupere sus fuerzas y
pueda lanzarse de nuevo a la batalla por sus derechos y reivindicaciones. Los años
sesenta estarán marcados por la creciente marcha del pueblo hacia la realización de un
programa en el que vuelven a agitarse las antiguas ideas de independencia y libertad.
El término de este proceso ascendente será el histórico triunfo de Salvador Allende y la
Unidad Popular, en septiembre de 1973, proceso nuevamente interrumpido por una
derrota, en la que volveremos a encontrar traspuestos a la nueva situación, los
mismos elementos o casi, del drama de 1891. Nuestra historia parece circular y la
mejor imagen para resumirla podría ser el famoso mito de Sísifo: estamos condenados
a empujar la misma piedra hacia la cima del mismo monte, piedra que cada cierto
tiempo vuelve a derrumbarse hasta el punto de partida.

Lo singular es que no sólo la izquierda es víctima de este suplicio, sino todas las
fuerzas políticas nacionales. En efecto, todas ellas han tenido un momento de triunfo y
todas también han conocido la derrota. Chile es el único país en el mundo donde todas
las opciones políticas nacionales se han experimentado y han fracasado: el liberalismo
de Jorge Alessandri, la Democracia Cristiana de Eduardo Frei, la Unidad Popular de
Salvador Allende y el militarismo neofascista de Pinochet: nuestro pobre país pareciera
ingobernable y no hay aspirante al poder que no cargue con una agobiante
responsabilidad histórica: una tierra de pecadores, en la cual, paradójicamente, la
única fuerza social que parece haber conservado la inocencia es la Iglesia Católica, que
en general, ha jugado un rol moderador.

Evidentemente, esta constante agitación política en la que hemos vivido, este eterno
desequilibrio institucional, este cambiar y cambiar de proyecto cada cierto tiempo, en
lugar de hastiarnos de la política y abrirnos el interés hacia otras ocupaciones más
positivas, no hace otra cosa que empujarnos todavía con mayor fuerza hacia ella,
como una experiencia amarga en la cual precisamente del desagrado extraemos un
cierto doloroso placer. Hay algo de masoquista y de morboso en toda esta historia,
pero así somos y así tendremos que asumirnos hasta el final.

Pero en los años sesenta, en lo que a política se refiere, el hecho mayor de nuestra
historia — hecho que a pesar de no haber ocurrido en Chile comenzó a jugar cada vez
un papel más determinante en la vida nacional — fue indiscutiblemente la Revolución
Cubana. La gesta de los barbudos que derrotaron a Batista y que instalaron un
gobierno socialista en la isla de Cuba fue vivida en todo el continente con una
intensidad inigualada y concentró rápidamente en ella las esperanzas de todos los que,
de una u otra manera, estaban tratando de instaurar un nuevo orden social en nuestra
América. Cuba pasó a ser el ejemplo que todos quisieron imitar y su fuerza
convocatoria fue tal, que en ningún país de América Latina el proyecto revolucionario
dejó de tener una influencia directa sobre los acontecimientos internos. La historia de
nuestro continente venía saliendo de un período de fuertes contradicciones, había sido
duro liberarse de las dictaduras que habían sometido a nuestros pueblos en los años
cincuenta. Felizmente, esta situación parecía definitivamente superada y la revolución
de Cuba pacería augurar una nueva época para las esperanzas democráticas. Su claro
carácter antiimperialista y las espectaculares medidas que se tomaron desde el primer
día de gobierno revolucionario, propagaron las ansias de cambio hacia los demás
países, infundiendo esperanzas nuevas y despertando potencialidades históricas que
en nuestros pueblos parecían dormidas desde los tiempos de la independencia: la
reforma agraria, la nacionalización de las transnacionales, las medidas sociales de todo
orden, las campañas de alfabetización; las reformas educacionales y las grandes
iniciativas culturales parecían la realización de un sueño para nuestros pueblos,
condenados desde hacía tanto tiempo a soportar la miseria, la dependencia y la
inamovilidad.

Pero además, hay que decirlo, había algo de novelesco y de romántico en estos héroes
barbudos, melenudos y siempre con un puro en la boca. Eran jóvenes, con la
apariencia de John Waynes latinoamericanos, hablaban con un lenguaje nuevo, vivo,
que sabía ser insolente cuando había que hablar de justicia, conmovedor cuando había
que enumerar las desdichas del pueblo y apasionado cuando mostraba desde su altura
histórica el proyecto esencial de América Latina. Porque - y esto es lo fundamental - la
revolución cubana, desde sus comienzos, tuvo la grandeza de miras de ubicarse
políticamente en el continente, y no sólo en el país que le dio vida, y esto no por
habilidad o astucia de sus dirigentes, sino porque verdaderamente era y ha sido así.
Cuba se transformó por ello en el “primer territorio libre de América” y mantuvo su
vocación de hacer política latinoamericana, cosa inédita creo, en nuestra historia,
desde los tiempos de San Martín y Bolívar, que fueron los últimos en pensar
seriamente nuestra historia común.

Esta idea de latinoamericanidad prendió fácilmente en los sectores intelectuales del


continente, hecho que le dio a la revolución naciente la posibilidad de transformarse en
un importante centro de cohesión cultural, a través de instituciones como la Casa de
las Américas, la cual, con sus encuentros y concursos, pasó a ocupar un rol importante
en la difusión de una nueva concepción artístico cultural; el boom de la literatura
latinoamericana tuvo que ver con esto y también las primeras manifestaciones
unitarias de lo que después se ha llamado Nueva Canción, y que entonces recibía el
apelativo algo confuso de Canción de Protesta.

En casi todos los países del continente surgieron movimientos revolucionarios que
seguían más o menos fielmente el ideario de la revolución cubana. La gesta de los
guerrilleros le dio nuevos bríos a la acción de los grupos insurreccionales que ya
existían, especialmente en América Central y en los países del norte de América del
Sur. En aquellos países donde estas tendencias no habían tenido un mayor desarrollo,
como en Chile, comenzaron a surgir organizaciones que propiciaban la lucha armada
como única forma eficaz de liberarse del yugo imperialista. Estos movimientos tuvieron
muy distinta suerte según los países, pero en todas partes pasaron a jugar un
importante papel político en la lucha interna.

En Chile este proyecto fue asumido por varios grupos, pero el que alcanzó a tener
mayor relevancia fue el MIR, que nació en las universidades, tratando de unir varias
tendencias diferentes que ya existían antes de su aparición. Nosotros, que vivíamos
intensamente todas estas inquietudes políticas, fuimos rápidamente conquistados por
el MIR, que por aquella época nada tenía que ver con lo que fue después o es ahora.
Entonces se trataba principalmente de grupos de jóvenes muy idealistas y muy
románticos, pero sin ninguna organización seria. Nosotros militábamos en la Facultad
de Filosofía de la Universidad de Chile, y tratábamos de reeditar con nuestros medios,
los espectaculares éxitos de nuestros correligionarios de Concepción, que con Luciano
Cruz a la cabeza, ya habían conquistado el centro de alumnos de la universidad de esa
ciudad y comenzaban a crear una cierta agitación revolucionaria en la zona.

Pero, claro está, no éramos ni muy dotados ni muy audaces. Nos reuníamos casi todos
los días en la casa del senador socialista Alejandro Chelén, cuyos hijos, Dantón y
Diderot, formaban parte de nuestro equipo. Cada noche, el honorable parlamentario
desde su escritorio nos veía pasar sigilosamente hacia el subterráneo, donde tenían
lugar nuestras secretas reuniones conspirativas. Allí discutíamos hasta altas horas de
la madrugada los temibles proyectos que en corto plazo terminarían con las penas del
pueblo y nos ubicarían a la cabeza de la revolución chilena. Nuestras discusiones eran
explosivas y versaban sobre los temas más diversos. Recuerdo la larga intervención de
uno de nuestros compañeros acerca de la utilización revolucionaria del semáforo.
Según él, en una lucha callejera, el semáforo podía transformarse en un arma
mortífera, un semáforo bien usado podía servir para derribar a varios carabineros al
mismo tiempo; lo que aconsejaba ejercitarse cuanto antes en sus posibilidades bélicas.
“Imagínense un destacamento de revolucionarios con varios semáforos girando en
remolino en medio de una de las calles del centro de Santiago” - nos decía - “el efecto
sería terrible, nadie nos podría detener...”. Nosotros lo mirábamos con un cierto
escepticismo, pero sin poder descartar completamente la posibilidad de una guerra de
semáforos que aplacara nuestra sed de justicia.

Otros días la cosa se ponía seria. En la radio acababan de anunciar una nueva alza del
precio de la leche. Esto era insoportable. No podíamos dejar pasar esta fechoría del
gobierno sin hacer nada. La proposición no se hacía esperar: asaltaríamos un carro de
leche en cuanto saliera de la fábrica y lo llevaríamos a la población más cercana para
hacer allí una repartición gratuita. Había que moverse rápido. José tenía que ir a
buscar su pistola a casa, los demás discutiríamos los detalles del plan a seguir. La
discusión duraba varias horas, hasta que por fin todo quedaba claro: tomaríamos la
citroneta, único vehículo del que disponíamos. José, que ponía su pistola siempre que
fuera él mismo quien la usara, se sentaría al lado del conductor. Esperaríamos el carro
de leche frente a la salida de la fábrica y cuando éste saliera, lo seguiríamos en su
itinerario habitual, el cual ya había sido estudiado. Mientras tanto, Jaime, en la calle x,
nos esperaría acostado en medio del pavimento, como si hubiera tenido un accidente.
El chofer del carro se vería obligado a detenerse para no atropellarlo. José saltaría de
la citroneta y lo encañonaría, sentándose a su lado. Todos subiríamos al carro y
obligaríamos al chofer a dirigirse hasta la población escogida.

A las cinco de la mañana, después de haber agotado nerviosamente varios paquetes


de cigarrillos, a Jaime le surgía una duda: “¿y si cuando estoy tirado en medio de la
calle pasa otro auto y no me ve...?” Había que seguir discutiendo. Poco más tarde, ya
todo decidido y dispuesto, salíamos por fin a cumplir nuestro plan... Pero algo fallaba...
los carros salían de la fábrica a las cuatro de la mañana, y no a las cinco, como
nosotros habíamos previsto. Nos quedábamos con la boca abierta mirando el retorno
de los repartidores, que volvían de su aburrido trabajo. Habíamos pasado una noche
más en vela, los hambrientos de las poblaciones seguían hambrientos, los crímenes del
capitalismo seguían impunes, los explotadores explotando, los sinvergüenzas
engañando, los mentirosos mintiendo, y nosotros, los soñadores, soñando.

Pero la revolución cubana era un hecho real e influía poderosamente en las


expectativas políticas más serias, poniendo en el centro de las discusiones la cuestión
de las vías, que parecía ser en esa época, el punto fundamental respecto del cual cada
uno se definía. Frente a la agitación causada en todas partes por este espíritu
liberacionista y bolivariano, la estrategia de los Estados Unidos siguió dos líneas de
acción muy diferentes: por un lado se creó la famosa Alianza para el Progreso, con el
objeto de entregar fuertes ayudas económicas a los gobiernos de confianza, y, por
otro, se comenzó a tratar de influir ideológicamente hacia los militares, preparándolos
así para una nueva ola de golpes, que se desencadenaron apenas los regímenes
latinoamericanos, como lo querían sus pueblos, comenzaron a inclinarse hacia la
izquierda. Vino entonces el golpe en Argentina, que depuso a Frondizi en 1962.
Después fueron los peruanos, y durante 1963 se instalaron generales en cuatro nuevos
países: Guatemala, Ecuador, República Dominicana y Honduras. Finalmente a
principios de abril de 1964, cayó el gobierno de João Goulart en el Brasil, iniciando un
período dictatorial que en total duraría quince años.

Del mismo modo como las universidades chilenas se agitaban con las nuevas ideas de
la revolución cubana, esta turbulencia derechista, que en América Latina inclinaba la
balanza hacia el fascismo y los regímenes dictatoriales, era un drama que despertaba
inmediato repudio, un factor de constante denuncia y politización, que aumentaba en
el estudiantado la conciencia de la necesidad del cambio. Recordemos que la
Democracia Cristiana había llegado al gobierno con el 56 por ciento de la votación, y
que en el comienzo del sexenio freísta, las doce universidades entonces existentes en
Chile estaban dirigidas por centros de alumnos democratacristianos. Pero igual como
en el plano nacional, a los pocos meses de gobierno renació el descontento entre los
sectores populares, acrecentándose las simpatías hacia la izquierda, en la universidad,
el movimiento estudiantil comenzó a cargarse paulatinamente hacia los partidos que
pregonaban la revolución. Una de las primeras en pasar a manos de la izquierda fue la
Universidad Técnica del Estado, lo cual produjo un gran remezón en las demás,
desencadenando un importante movimiento de reformas universitarias. En 1972, ya
ocho de las doce universidades estaban en manos de la izquierda.

La Reforma Universitaria se hacía sobre la base de tres ideas principales: la


democratización de la Universidad, con el objeto de permitir el acceso a ella de los
sectores más populares, la participación en la gestión y dirección de todos los estratos
que trabajaban en ella y el reajuste de la enseñanza impartida, a las necesidades de
desarrollo de país, y no meramente a las exigencias de los grupos económicos
dominantes, los cuales orientaban hasta ese momento casi toda la enseñanza
profesional.

En más de un sentido, ese movimiento de las universidades chilenas puede ser


comparado a mayo del 68 en Francia, sólo que en nuestro país las cosas tuvieron lugar
en julio y agosto. Las calles se llenaron de barricadas, la antigua administración fue
repudiada, las escuelas universitarias fueron tomadas, y los estudiantes comenzaron a
hacerse solidarios con las luchas obreras, viendo su propio movimiento como un
aspecto del cambio general que se estaba produciendo en el país. La agitación tomó
rápidamente un carácter político, acercándose a los ideales de todos los movimientos
revolucionarios del continente. Como es fácil de entender, dentro de esta realidad
convulsionada, nuestro propósito de hacer política con la canción no era nada de raro.
Lo raro es que en medio de esta trifulca general quedaran todavía algunos tipos que
quisieran cantar.

Nosotros manteníamos este propósito en la Facultad de Filosofía, que era una de las
más agitadas en la Universidad de Chile. Allí, las luchas políticas se daban con una
especial violencia, y las dos fuerzas en conflicto, democracia cristiana versus izquierda
unida o desunida, no le daban ninguna facilidad al adversario. Esta situación llegó a un
punto extremo durante la visita de Caldera, el dirigente democratacristiano
venezolano, entonces de paso por Chile. Como parte de su programa de actividades, él
anunció su visita al Instituto Pedagógico, que era precisamente nuestro habitual lugar
de actividades. Por supuesto, los democratacristianos, que organizaban este evento,
pensaban sacar alguna ganancia política y no escondieron sus propósitos cuando
anunciaron la conferencia de este honorable político del país hermano. La izquierda,
alertada por la propaganda, preparó sus huestes con el objeto de impedir este
encuentro de Caldera con los estudiantes, toda acción del adversario era directamente
tomada como una afrenta. Como las cosas entre las fuerzas políticas de la Facultad
andaban cada día peor, el ambiente que se formó fue de absoluta beligerancia. La
izquierda, sin discusión previa, dispuso a su gente en las puertas para controlar todas
las entradas y salidas del edificio, impidiendo toda acción del ejército enemigo.

El acto debía tener lugar en el pequeño salón de actos, que cuando no servía de sala
de clases, era usado para todas las concentraciones políticas. A la hora anunciada, y
cuando el teatrito se hallaba repleto de estudiantes de uno y otro bando, sin que nadie
pudiera explicarse cómo esto había ocurrido, se anunció por fin la llegada del político
esperado. Súbitamente se abrieron las cortinas del escenario y todo el mundo pudo
descubrir con estupor al flamante dirigente, acompañado del entonces Ministro del
Interior de Frei, Sr. Bernardo Leighton. ¿Por qué secreto pasaje ambos habían logrado
filtrarse hasta el interior del teatro? Como las fuerzas estaban equilibradas y un buen
número de estudiantes de izquierda se hallaban diseminados en la sala, la repulsa fue
tan impresionante como las manifestaciones de simpatía, una mitad del teatro chiflaba
y gritaba insultos de todo orden, consignas revolucionarias y amenazas, mientras la
otra aplaudía, llamaba a la compostura y a la calma, y lanzaba gritos de admiración
por la presencia de los venerables estadistas. La cosa se fue caldeando y en pocos
minutos el edificio completo se transformó en el escenario de una violenta batalla
campal, en la que de un lado a otro volaban las piedras, los huevos, los pedazos de
silla y la más copiosa gama de proyectiles en busca de cabezas adversarias.

El enfrentamiento era completamente desproporcionado con respecto al motivo que lo


desencadenaba: varios estudiantes quedaron heridos y hubo que trasladarlos
rápidamente al hospital. Caldera y el Ministro, que habían servido de blanco preferido
al malhumor izquierdista, y que habían tenido esa mala idea de exhibirse allí sin
protección alguna, quedaron blancos de harina y con sus vestones diplomáticos
chorreando huevos podridos. Contusos y ofendidos, tuvieron que desaparecer tan
misteriosamente como habían llegado.

Los estudiantes de izquierda quedamos convencidos de que con nuestra reciente


hazaña comenzaba por fin la revolución chilena, y quizás, ¿por qué no? la revolución
latinoamericana, y por consiguiente, la revolución mundial. Tomamos triunfal posesión
del edificio cantando la Internacional a voz en cuello y mirando felices por las ventanas
como la gresca continuaba en todos los patios de nuestra Facultad. Esta batalla
inesperada fue en efecto un triunfo de grandes repercusiones, que si bien no
desencadenó las potencias revolucionarias del proletariado mundial, nos demostró de
que a fuerza de voluntad y, no escondamos nada, de puños, la izquierda se podía
imponer sobre la Democracia Cristiana. A partir de ese momento, por lo menos en la
Facultad de Filosofía, la izquierda unida fue considerada por todos como una especie
de ejército vencedor, y los maltrechos y derrotados democratacristianos comenzaron a
perder influencia, hasta ser derrotados en casi todas las escuelas.
La violencia paga a veces: los estudiantes que más se habían destacado en el
enfrentamiento fueron de inmediato considerados como heroicos luchadores. Hay que
recordar que en este período en que los guerrilleros y los terroristas eran vistos como
auténticos ídolos juveniles, acercarse a sus hazañas, aunque más no fuera a través de
algunas trompadas bien dadas, era un punto considerable a favor de la verosimilitud
de una posición política. Los estudiantes de nuestra Facultad veían a estos nuevos
líderes del puñete como futuros Fideles y Ches Guevaras iniciando su carrera
revolucionaria. Por este motivo, en las elecciones que hubo poco tiempo después de
estas grescas, la izquierda ganó por amplio margen, pasando a dirigir el movimiento
estudiantil. No digo que la matonería nos haya dado este triunfo, pero en esta revuelta
época, la fuerza física, unida a la decisión y a la valentía, eran elementos importantes
del cambio de situación. Hay que decir, además, que muchos de estos líderes
estudiantiles siguieron después demostrando un gran valor, y algunos de ellos, cuando
más tarde se vieron enfrentados al extremismo fascista, se jugaron por sus ideas hasta
la muerte. En este juego casi inocente de darse trompadas para conquistar un centro
de alumnos, también se forja a veces en el alma, la verdadera valentía. Es justo
entonces recordar aquí al cabecilla de esta guerrilla estudiantil, Freddy Taberna,
imbatible en estas lides, quien a puñete limpio llegó a ser Presidente del Centro de
Alumnos de la Facultad de Filosofía, y que años después moriría asesinado por los
militares en el norte de Chile. Sus bataholas fueron limpias y leales, la prueba es que
los que las recibieron las recuerdan con cariño; las de sus asesinos, torvas y
traicioneras, nadie las perdonará jamás.

Con estos capitanes a la cabeza, se inició en toda la universidad un período de luchas,


de huelgas, de discusiones y asambleas, que fueron ampliando cada vez más el
movimiento estudiantil, hasta llegar a darle el carácter masivo de una verdadera
Reforma Universitaria. En esta época, cada cierto tiempo nosotros teníamos que dejar
abandonadas las quenas y las guitarras, para salir en campaña con nuestros
compañeros a construir barricadas o a emprender combativas marchas hacia el centro
de la ciudad, donde tenían lugar los infaltables enfrentamientos con la policía. Todo
terminaba en espectaculares luchas callejeras, en las cuales más de alguno caía preso
o herido. Felizmente, de esta violencia cotidiana nunca tuvimos que lamentar ninguna
baja seria, a pesar de que no hubo semana en que no saliéramos a la calle.

La lucha universitaria alcanzó un alto nivel de politización: se luchaba por las


reivindicaciones de la Reforma, pero también por los derechos de trabajadores y
campesinos, se protestaba por las alzas, por las medidas de gobierno que afectaban a
las capas más desfavorecidas, por la terrible situación económica general, y se
solidarizaba con las luchas de otros pueblos: en contra de la intervención
norteamericana en la República Dominicana, en contra de la guerra en el Vietnam, en
contra del golpe en la Argentina, y en contra de todos los atentados a la democracia en
nuestro continente. Ningún problema nos parecía ajeno y todas las desgarraduras de
América repercutían con enorme fuerza en nuestras aulas, en esta sociedad chilena
que parecía siempre al borde de la explosión social.

Después de estas jornadas de luchas callejeras, de vuelta a clases, todos los


comentarios en los patios de las escuelas tenían como único tema, las vicisitudes de
los diferentes enfrentamientos con la policía: se exhibían las fotos de la prensa y se
recordaban las escenas de mayor arrojo, los apaleos, las duchas provenientes de los
carros policiales, las pequeñas aventuras de los que habían pasado algunas horas en la
cárcel, etc., etc. Los primeros recortes de prensa en los que aparecimos no tenían
nada que ver con la música, nos retrataban en escenas de boxeo con los carabineros,
o en acciones para detener el tránsito en las calles céntricas, o aquella, especialmente
comentada, en que aparecimos en el LIFE, con un cigarrillo en la boca, y con tal cara
de facinerosos, que la revista no había encontrado nada mejor para mostrarle al
público norteamericano el extremo grado de corrupción de los estudiantes chilenos.

A Patricio Castillo, que se agregó al trío original, y que nos acompañó durante los
primeros años de existencia del conjunto, lo conocimos en una de estas trifulcas
universitarias. En una pausa de una turbulenta asamblea se instaló en una ventana,
sacó una quena de su bolsillo y distraídamente se puso a tocar. Tenía todo lo que
entonces se necesitaba para pertenecer a nuestro grupo: era un buen músico y usaba
una boina con la estrellita del Che Guevara en un extremo. Lo reclutamos. Con él y mi
hermano participábamos activamente en todas estas luchas, motivados más por el
romanticismo juvenil, que por un espíritu verdaderamente revolucionario: queríamos
cambiar el mundo rápidamente. No teníamos mucho tiempo. Cualquier acción que no
estuviera encaminada hacia ello nos parecía entrabar el desarrollo inmediato de la
humanidad, éramos una mezcla de anarquismo y de idealismo desesperado, queríamos
hacer explotar todo, si el mundo no se ponía inmediatamente a funcionar al ritmo de
nuestros sueños. Desesperados pequeños burgueses dirán algunos. Yo creo que sí, que
era eso, pero además juventud, mucha juventud, exceso de fantasía, en un mundo
desbordado por la miseria y el dolor. Pero ya hablaremos de todo eso, por ahora
contentémonos con relatar uno de estos famosos enfrentamientos, en el cual casi
dejamos el cuero, pero del que felizmente salimos apenas ilesos.

PATRICIO CASTILLO
Foto: Antonio Larrea

Se trata precisamente de esa contramanifestación que quisimos organizar en protesta


por la presencia de Robert Kennedy en Chile. Como queda dicho, nosotros formábamos
parte del pequeño grupo de estudiantes pertenecientes al MIR, en esa época
apiñamiento de locos, medio trotskistas, medio anarcos y nostálgicos de la guerrilla.
Como para realizar esta protesta había acuerdo general con las demás fuerzas de la
izquierda, decidimos hacer algo verdaderamente espectacular y nos propusimos entrar
al mismo estadio donde tendría lugar una recepción de los estudiantes al político
norteamericano. Queríamos volver a revivir la experiencia que habíamos tenido con
Caldera. El plan era simple, consistía en llenarse los bolsillos de huevos y tomates y
dirigirse discretamente al lugar. En un momento dado, uno daría la señal, y todos
juntos comenzaríamos a lanzar nuestros proyectiles hacia el escenario. El objetivo era
crear un grado de confusión tal, que hiciera imposible la manifestación. La primera
dificultad que encontramos — y si hubiéramos sido medianamente cuerdos esto habría
bastado para anular nuestra protesta — es que los demás grupos de izquierda, que en
realidad eran los que más gente podían aportar, se retiraron del combate.
Seguramente llegaron órdenes desde arriba, porque un poco compungidos nos
comunicaron que ellos no participarían en el asalto. Nosotros, que no nos andábamos
con chicas y que vivíamos con la esperanza de que por fin se nos presentaría una
ocasión clara para mostrar nuestro valor, decidimos continuar con el proyecto tal como
se había discutido con los desertores, aunque ahora sólo fuéramos una decena los que
intentáramos realizarlo. Más convencidos que nunca de lo acertado de nuestra posición
y refunfuñando en contra de nuestros dudosos aliados, entramos en el lugar cargados
de nuestras mortíferas armas, con la convicción profunda de que nuestra tarea era
histórica. Entramos en la enorme sala, atestada de eufóricos partidarios de Kennedy,
disimulando nuestras bolsas de proyectiles. De inmediato nos dispersamos: queríamos
dar la impresión de multitud, cosa absolutamente imposible, dado nuestro exiguo
número. A la hora señalada, y antes de que ninguno de los asistentes pudiera
percatarse del peligro, uno de los nuestros lanzó un desgañitado grito de denuncia
antiimperialista. El honorable conferencista, que se esforzaba por demostrarle a
nuestros estudiantes las bondades sin límites del régimen norteamericano, quedó
atónito. Un silencio se produjo, varios huevos cruzaron el espacio y fueron a romperse
en el estrado del pelirojo senador. Como, hecha excepción de nosotros, todos los
participantes eran partidarios del acto, fuimos rápidamente rodeados y arrinconados,
para nuestro infortunio, en la esquina del estadio más alejada de la puerta de salida.
Durante algunos minutos, nos batimos valerosamente en contra del cruel enemigo, el
cual, gracias a su superioridad numérica, se hizo rápidamente dueño de la situación.
Como nuestra acción había superado los límites de lo que ese auditorio
contrarevolucionario estaba dispuesto a soportar, se organizó como castigo una larga
calle de puñetazos, patadas y escupitajos, por la que cada uno de nosotros tuvo que
pasar, antes de conseguir por fin volver a respirar un aire limpio de castañazos y
batacazos propinados con sádica violencia. Nuestra salida no fue honorable: afuera nos
estaban esperando los grupos que a último momento habían decidido restarse a la
acción, y con los cuales intercambiamos insultos y consignas, cual de todas más
revolucionaria. Con varios contusos, pero con el corazón insuflado de fervor
antiimperialista, nos fuimos todos, valientes y cobardes, a terminar nuestra discusión
en un café de la esquina. Por supuesto, el acto fue un éxito, pero al menos pudimos
demostrar públicamente que entre los estudiantes chilenos tampoco faltaban los que
no creíamos en las promesas de felicidad que provenían del norte.

Nuestra vida encontraba en estos enfrentamientos un escape para las incontables


frustraciones que sufríamos, y aunque no nos acercaron ni un milímetro al
cumplimiento de nuestras aspiraciones, nos sirvieron para localizar a nuestros
verdaderos enemigos. Así nació en nosotros ese espíritu romántico que para muchos
jóvenes de nuestra generación constituyó la primera etapa de una conciencia
revolucionaria. Por eso no tiene nada de raro que, cuando decidimos formar nuestro
grupo, una de las ideas matrices fuera ésta de ser artistas de una causa noble y justa,
que en ese momento nosotros veíamos encarnada en las barbas de Cuba. Y por eso
usamos todavía barba, y nunca hemos pensado seriamente afeitarnos de este
romanticismo.

La idea de revolución había hecho ya su camino en Chile. El propio Frei había llegado a
la Presidencia de la República con un programa, cuya consigna principal era:
“Revolución en Libertad”. Este había contado con un apoyo multitudinario. Si a esto se
suman los votos que en la época tenía la izquierda, la cual también se definía como
revolucionaria, se tendrá una impresión de hasta qué punto esta idea estaba ya
entronizada en las utopías de nuestro pueblo. Por otro lado, y como ya lo hemos dicho,
la idea de revolución estaba en el centro de toda la agitación política en América
Latina, idea que desde comienzos de siglo, desde la revolución mexicana de 1910,
había reavivado los anhelos de un nuevo despertar en el continente. La revolución
cubana, en el fondo, no había hecho otra cosa que darle un nuevo impulso a esta bella
esperanza, desde entonces siempre viva, en el panorama demasiado gris de nuestra
historia.

Nosotros queríamos ser los intérpretes de este proceso de cambios, del cual, por lo
demás, formábamos ya parte a través de las luchas estudiantiles; y esto, además de
ser un buen testimonio del carácter resuelto de nuestras convicciones políticas, tenía
también que ver con problemas que se planteaban en nuestra propia acción artística,
con inquietudes que ya no sólo provenían de nuestros anhelos de justicia, sino también
de nuestro amor por la poesía y por la música, única fuerza capaz de explicar en
definitiva la constancia y la eficacia de un trabajo artístico como el nuestro.

En efecto, en cuanto artistas, nosotros sólo podíamos poner nuestras esperanzas de


desarrollo en las fuerzas populares, únicas verdaderamente sensibles al problema de la
cultura nacional; todo lo que veíamos en los otros campos, nos disgustaba. Para
realizar un proyecto cultural nacionalista y libertario, ni las instituciones oficiales, ni las
universidades tal como entonces existían, ni menos aún los circuitos comerciales o
profesionales, tenían nada que ofrecernos. Ninguna de estas instancias manifestaba un
gran interés por el movimiento naciente de la canción chilena. Si bien podíamos
constatar los éxitos de éste o este otro, por aquí o por allá, esto no significaba que
hubiera en ninguna de estas instancias una política de defensa de la cultura nacional.
Nuestras canciones, como las de todos los demás artistas chilenos, estaban
abandonadas a su suerte, su existencia dependería de si lograban o no ser un negocio
suculento para las casas de discos o para los empresarios de espectáculos. La cultura
popular quedaba sometida a los valores del mercado, y como en éste imperaban los
intereses de las transnacionales, nuestra propia identidad aparecía amenazada. A
nuestro alrededor veíamos por todos lados que algo nuevo comenzaba a producirse en
nuestro campo de creación, pero fuera de dos o tres iniciativas estrictamente
individuales, sostenidas por algunos periodistas más conscientes, ninguno de nosotros
podía aspirar a ningún tipo de apoyo para realizar su labor. El arte popular se veía
abandonado a las leyes del comercio, y esto, para nosotros era un escándalo, una
esclavitud inaceptable. Más adelante, la vida se encargaría de mostrarnos que no
estábamos equivocados en este tipo de inquietudes: muchos de los más grandes
artistas populares chilenos han sido víctimas de este triste desamparo.

Del mismo modo como cada chileno comenzó a ver en la lucha política la forma más
adecuada de acercar los sueños a la realidad, nosotros comenzamos a ver en el
movimiento popular una fuerza capaz de asumir la defensa de nuestra identidad
cultural, y de trazar una política de inserción del arte en las masas. Para nosotros esto
era indispensable para terminar con el imperio del economicismo y del insoportable
“liberalismo”. ¿Cómo introducir en la vida de nuestro pueblo estas canciones que
querían hacerse tradición? ¿En qué fuerzas sociales apoyarse, para que el arte pudiera
liberarse de las trampas que la sociedad capitalista le tendía? ¿Cómo hacer de la
poesía una fuente de conciencia nacional? Todas estas preguntas parecían tener una
respuesta en el movimiento social emergente, que fácilmente parecía asimilar en sí
todas las inquietudes de los intelectuales y artistas chilenos. Aunque por esa época lo
que nosotros hacíamos era todavía muy incipiente y no podía compararse con lo que
ya habían realizado nuestros hermanos cancioneros (Violeta, Manns, los Parra,
Víctor...) éramos observadores de un conflicto que el Chile que conocíamos no había
sabido resolver. Esto era evidente en el caso de los cultores más cercanos al folklore,
los cuales, a pesar de ser casi los únicos en tomarse en serio la difusión y la creación
de una tradición musical, realizaban su labor con arduos sacrificios que entonces muy
poca gente era capaz de reconocer.

EN LA PEÑA DE LOS PARRA: PATRICIO CASTILLO Y LOS TRES


BARBUDOS FUNDADORES DEL CONJUNTO EDUARDO
CARRASCO, JULIO NUMHAUSER Y JULIO CARRASCO

También es importante tener en cuenta que este movimiento popular chileno traía
consigo reivindicaciones culturales desde sus comienzos. El propio Recabarren, primer
gran organizador de las luchas obreras en Chile y fundador de la primera Federación
Obrera y del Partido Obrero Socialista, que posteriormente daría nacimiento al actual
Partido Comunista, era un amante del teatro y de la poesía, autor él mismo de algunas
piezas representadas en los medios sindicalistas. Desde las primeras expresiones
organizativas de los obreros chilenos, en situaciones en las que cualquier otra actividad
de difusión estaba prohibida, los espectáculos de arte popular permitían una mínima
expresión de las ideas sindicalistas, dándole además a los interesados la oportunidad
de reunirse. Esto desarrolló en los medios populares una forma de actividad artística
íntimamente vinculada a la conciencia social, y aunque ella no remontó más allá de un
cierto obrerismo romántico, característico de aquella época, fue acercando estas
expresiones a la vida del pueblo, cosa que difícilmente hubieran logrado los
organismos oficiales de difusión cultural. El lado negativo de esto, el cual nosotros
tardamos en evidenciar, es que estas ideas obreristas y en definitiva, instrumentalistas
con respecto al rol de la cultura en la sociedad, se han perpetuado a lo largo de toda la
historia del movimiento social chileno, siendo hoy día uno de los más lamentables
malentendidos dentro de las fuerzas de la izquierda chilena. De esto tendremos
todavía que hablar, pero es importante señalar desde ya, que nuestra politización de
estos primeros tiempos estaba exageradamente influida por este obrerismo, y aunque
nuestro propósito artístico era profundo y anhelaba una independencia y un espacio
libre de creatividad, la experiencia nos faltó para poder llegar a formular nuestro
proyecto de manera adecuada. Sólo el tiempo fue ayudándonos a comprender los
fueros del arte, y por eso, nuestras eternas discusiones acerca de la “línea” nunca se
han terminado, exigiéndonos siempre nuevas reformulaciones y revisiones. Había algo
de verdad en lo que buscábamos, pero era necesario recorrer un largo camino para
acercarse al buen equilibrio. Hoy día seguramente todavía estamos equivocados, como
todo el mundo. Lo importante es haber podido echarse a andar y haber dejado un
testimonio de la pasión con que hemos vivido nuestras ilusiones. La verdad se escapa
siempre, es el residuo lo que va quedando en pie, y seguramente, como lo pensaba
Hegel, ella no se encuentra en ninguna de las etapas por separado, sino en la dirección
seguida a través de toda la peregrinación.

Los artistas tienen por lo general una sola idea. Hay algunos que presumen de tener
muchas: se muestran como los realizadores de una exuberante fantasía, aunque en
realidad su abigarrada productividad no es más que una sofistería, diferentes versiones
de la misma superficialidad vacía. Nosotros hemos preferido quedamos en la
realización de esta intuición primera que vino escondida en las palabras: “canto
revolucionario”. Es difícil explicar de una sola vez lo que esto ha sido para nosotros:
para eso es este libro, no basta un solo capítulo. Lo que hemos querido mostrar aquí,
es que esta idea surgió de una realidad y no únicamente de nuestras cabezas, nació de
una situación en la que estábamos y a la que queríamos responder: vino también de
un amor, de un cariño por la guitarra, y por último, de las simples ganas de cantar
verdades, para no caer en la superchería y la falsificación. “Canción revolucionaria” era
para nosotros una canción que pudiera cantarse en esas manifestaciones en las cuales
participábamos casi todos los días, una canción que dijera a su modo lo que la gente
vivía en esas luchas, lo que pensaba y anhelaba, una canción que recogiera la tradición
de la que formábamos parte, cuando pensábamos que Chile podía cambiar, que
hablara de la sociedad que queríamos, de nuestros nuevos héroes de la libertad y de la
unidad latinoamericana, de nuestro propio amor por estos sueños, una canción que
fuera como un latido en esa conmoción histórica, en esa epopeya que nos parecía estar
viviendo. Algo así era lo que queríamos. Todo esto parecerá hoy día grandilocuente y
estamos de acuerdo, lo es, pero no éramos solamente nosotros los grandilocuentes.
Era la época la que tenía ese carácter: la absolutización política infundía en las almas
una extraña epicidad, y nosotros fuimos elegidos para darle a este sentimiento un
ropaje de canción. Otros lo poetizaron, otros lo contaron, y la gran mayoría
simplemente lo vivió. Nosotros, repito, lo cantamos, y de nuestra candidez, de la que
no renegamos, quedó una huella.

SIGUE LA COSA

Pero todavía nos faltaba algo: no sabíamos casi nada de música. Tocábamos la
guitarra, como la mayoría de los jóvenes en esa época, sin saber siquiera donde se
escribía el do o el re en la pauta musical; para uniformarnos un poco seguíamos las
instrucciones de algunos libros de enseñanza de la guitarra folklórica, los cuales muy
poco podían servirnos en nuestra empresa. Nuestro repertorio individual, en su mayor
parte formado de sambas argentinas y de tonaditas chilenas, se resistía a
sociabilizarse: nuestros esfuerzos por introducir armonías o hacer pequeños arreglos
no obtenían ningún resultado significativo. A lo más, llegábamos a reproducir en dúo
las canciones de Los Beatles, cosa que iba al encuentro de nuestros ambiciosos
proyectos de autenticidad cultural. Ninguno de nosotros tocaba verdaderamente un
instrumento, y al final, lo único que éramos capaces de hacer, era acompañar con
algunos acordes lo que uno u otro se atrevía a cantar... eso, cuando el cantante se
sabía la letra hasta el final. A pesar de estas dificultades, tratamos de reproducir
algunas canciones de discos, siguiendo atentamente las distintas voces de los arreglos
y aprendiéndonos las melodías de memoria. Pero esto tampoco nos satisfacía: ninguna
de estas canciones se ajustaba a nuestra tan discutida línea, que era hasta entonces
nuestro único hallazgo y, en segundo lugar, porque resultaba terriblemente difícil
separar con el oído, lo que con tanto trabajo habían juntado los grupos que tratábamos
de imitar. Por esta razón, decidimos rápidamente buscar ayuda, y como en estas cosas
no nos gustaban las medias tintas, lo primero que se nos ocurrió fue ir a hablar con
Ángel Parra. Ahí mismo, en nuestra sala de ensayos, y sin que él mismo lo supiera,
porque no nos conocía, Ángel fue nombrado, por aclamación unánime, primer director
artístico del famosísimo conjunto Quilapayún, grupo actualmente en vías de formación,
pero del que ya se conocerían todas sus increíbles proezas musicales.

Como para informarle de tan honroso nombramiento era indispensable primero


conocerlo, decidimos nombrar a Numhauser para que fuera a verlo. Cómo lo conoció y
las argumentaciones que le dio para convencerlo de que trabajar con nosotros era la
mejor de las inversiones, son cosas que yo no he sabido nunca. El hecho es que al
cabo de algunos días estábamos todos instalados en el salón de la casa de Ángel
comenzando a montar "El Pueblo", una canción suya, que fue nuestra primera prueba:

"Al pueblo sólo le falta


la tierra pa' trabajar
El pueblo la está sembrando
y él tiene que cosechar...

... y con esto nos echamos a andar. No sé si fue allí mismo, o poco tiempo antes o
después, que decidimos la distribución de los instrumentos que íbamos a utilizar; la
cosa es que de improviso nos encontramos, uno soplando una rebelde flauta indígena,
de esas del inagotable repertorio de la casa de Numhauser, la cual se negaba
mañosamente a emitir sonido alguno, otro con los dedos enredados en las cuerdas que
parecían infinitas de un charango altiplánico, y otro, cumpliendo por fin su sueño,
pegándole golpetazos a un gigantesco bombo legüero, que estremecía las paredes de
la casa, pero del que no salieron verdaderos ritmos musicales hasta mucho tiempo
después. Aunque no me crean, tengo que decirles que la repartición de los
instrumentos se hizo con absoluta arbitrariedad. Antes de verse con uno en la mano,
nadie sabía tocar ni el propio, ni el del compañero.

Nuestro trabajo con Ángel fue muy breve: recuerdo que montamos y revisamos
algunas canciones, pero sin llegar nunca a tomar la cosa como una tarea disciplinada.
Él mismo tenía problemas para ensayar con nosotros, debido a sus múltiples
ocupaciones, y seguramente este grupo de tipos no muy bien dotados que lo venían a
molestar cada semana, y que entonces no mostraban progresos muy notorios, no llegó
nunca a interesarle verdaderamente. El asunto es que al cabo de algún tiempo
volvimos a encontrarnos los de siempre en nuestra recargada sala de ensayos,
discutiendo acerca de si la voz que éste o este otro estaba cantando era la que le
habíamos asignado, o si se trataba simplemente de desafinación.
El trabajo con Ángel fue breve e inorgánico, pero al menos nos dejó algunas
enseñanzas: habíamos experimentado el montaje colectivo de algunas canciones,
sabíamos por fin donde poner los dedos para tocar la quena o el charango, y habíamos
sido escuchados por alguien exterior al grupo, sin producirle demasiado malestar con
nuestro desentono. Nuestro proyecto parecía cada día menos una locura. En definitiva,
no sabría decir si él nos tomó o no en serio, pero a nosotros este corto período nos
convenció de que, con un poco más de trabajo, seríamos capaces de salir adelante sin
destrozarle los oídos a nadie.

ANGEL PARRA
Foto: Antonio Larrea

Nuestro conjunto parecía haber adquirido por fin una fisonomía más estable. La
presencia de Castillo, con su infaltable boina negra y su experiencia como guitarrista,
nos permitió formar un cuarteto con un sonido muy diferente al de los grupos que se
escuchaban por todos lados. Castillo llegaba a los ensayos arrastrando los pies y con la
cara tan pálida, que daba la impresión de que acababa de cumplir una caminata de
kilómetros. Desde que tomaba la guitarra, recuperaba sus colores y se animaba de
nuevo. Como Quilapayún quiere decir "tres barbas", y no cuatro, él fue dispensado de
usarla. Con esta formación trabajamos duro algunas semanas, y con bastante
esfuerzo, logramos hacernos de un escuálido repertorio original, el cual fue
desplazando en nuestras reuniones a los celebrados números cómicos que a fuerza de
repetirse nos fueron aburriendo. De la juerga del principio fue quedando el buen
humor, y los propios resultados obtenidos, aunque fueran mínimos, nos fueron
entusiasmando para seguir adelante. Pero como nuestros proyectos artísticos eran
bastante alejados de lo que gustaba en esa época en los medios tradicionales de
difusión, el único público de nuestras creaciones fueron durante algún tiempo nuestros
familiares y amigos más próximos, los cuales no veían en todo esto otra cosa que una
sana manera de divertirnos divirtiéndolos. El próximo paso tenía que ser salir de este
auditorio familiar y probar nuestro sonido en el público anónimo. Esto es lo que
comenzó a ocurrir poco después, en ciertos lugares de esparcimiento estudiantil que
tenían el nombre común de "peñas" y de las que tendremos que hablar ahora.

A fines de 1965, en los medios universitarios comenzaron a funcionar en Chile varias


de estas "peñas". Estos lugares, que pretendían rehabilitar a su manera la experiencia
de los Parra en la casa de la calle Carmen, eran iniciativas sostenidas por los centros
de estudiantes, y se habían transformado en centros de diversión para los
universitarios interesados en el folklore. Las más importantes eran, la Peña de la
Universidad Técnica del Estado en Santiago y la Peña de la Universidad de Chile, en
Valparaíso. Fue en esta última donde nosotros cantamos por primera vez.
La Peña de Valparaíso estaba ubicada en una de las calles céntricas del puerto, la calle
Blanco. Allí, en un subterráneo, bajo un restaurante, tenían lugar estas fiestas
folklóricas de los viernes, sábados y domingos. El lugar, al que se accedía por una
escalera vertical, era bastante amplio, y recordaba las antiguas tabernas de bucaneros
con sus arcos de piedra y la rusticidad de su desmañada decoración. Sillas y mesas,
ubicadas en torno a un montón de troncos, los cuales, a pesar de su desordenada
disposición, indicaban medianamente bien el espacio que servía de escenario: un lugar
con piso de baldosas, un poco mejor iluminado que el resto, y que cambiaba de
tamaño según las necesidades del espectáculo, alejando más o menos las mesas hacia
los extremos. Como el sitio era amplio, algunos grupos de baile folklórico podían actuar
sin problemas. Estos eran una de las grandes atracciones de esta peña. Detrás de los
troncos y como sello porteño, colgaba una hermosa red de pescador. Por lo general,
durante las funciones, el único tipo de iluminación que allí había, eran las velas
distribuidas sobre las mesas, y aunque es común la idea de que el fuego de las velas
tiene la virtud mágica de disolver el humo, una verdadera neblina inundaba el local,
dándole al ambiente una connotación de vaguedad y de sueño. El público, como a
menudo ocurre en los lugares públicos de Valparaíso, era curiosamente heterogéneo,
aunque los estudiantes formaran mayoría. Todos escuchaban atentamente a los
cantores con un buen vaso de vino en una mano, y una empanada en la otra.

El ambiente que reinaba en esta peña de marineros, pescadores, noctámbulos de


diversas profesiones, y universitarios amantes del folklore, era especialmente
acogedor. Desde que uno entraba, olvidaba inmediatamente el hecho que podría haber
sido inquietante de estar en una verdadera ratonera, sin otra salida que la escalera del
rincón, empinada hacia la noche y por la cual descendían los olores y los ruidos del
restaurante de arriba. Había allí algo de muy popular y espontáneo, todos los artistas
que formaban parte de la troupe habitual eran conocidos del público y recibidos con
gran afecto cuando se instalaban en el pequeño escenario y comenzaban a cantar. Los
dos más conocidos eran, el Gitano Rodríguez, y el Payo Grondona. El primero cantaba
algunas canciones, entonces desconocidas, de Violeta, y otras de su propia
composición, entre las cuales, la preferida de todos era el valsecito "Valparaíso", que
después se transformaría en un verdadero símbolo musical del puerto; el segundo ya
se había lanzado en sus malrimadas canciones urbanas, que hacían reír a todo el
mundo. Pero todo tenía lugar en esa peña, había payadores y cantores populares que
venían de los campos vecinos a la ciudad, los cuales a veces se apoderaban de la
escena y comenzaban famosos duelos de ingenio y buen humor, comentados después
durante varias semanas. El público amaba especialmente estos chispazos de estos
versificadores infatigables, y no era raro que estos enfrentamientos poéticos
terminaran en la euforia general, después de varias salidas celebradas con infaltables
"¡salud!". Pero como todo es perecedero, por obra del vino y de la repetición, las
competencias perdían fuerza, y los poetas de nuevo eran reemplazados por los
cantantes o por los grupos de baile, los cuales, al cabo de algunas ejecuciones, volvían
a encender el entusiasmo de la sala.

A nosotros nos gustaba mucho este ambiente, y cada vez que podíamos, nos
arrancábamos a Valparaíso para asistir a estas fiestas. Un día, terminado uno de
nuestros bullados ensayos, partimos al puerto premunidos de nuestros instrumentos.
Íbamos decididos a dar el gran salto y, aunque no conocíamos a ninguno de los
organizadores, estábamos convencidos de que nuestro canto, si en algún lugar podía
comenzar a vivir, era en esa cálida covacha de poetas y nostálgicos.
Llegamos al lugar bastante tarde, y como era habitual, ocupamos una mesita muy
alejada del escenario. Estábamos terriblemente nerviosos y hasta Numhauser, que por
lo general era el más decidido, se mantenía indeciso. Durante todo el transcurso de la
función estuvimos discutiendo en voz baja acerca de la conveniencia o no de realizar lo
que desde lejos habíamos decidido con tanta facilidad. ¿Y si los organizadores no se
interesaban en presentarnos? ¿Estábamos verdaderamente preparados para efectuar
una actuación en público? Teníamos sólo tres canciones montadas... ¿Y si nos pedían
otra?...

Nuestro cuchicheo llegó a molestar a los espectadores de las mesas vecinas, que no se
explicaban qué diablos estaban tramando estos barbudos de sospechosa apariencia. Al
final se alargó tanto la discusión que terminó la peña y seguíamos sin ponemos de
acuerdo. Ya era muy tarde y más encima llovía, cuando decidimos volvernos a
Santiago. Con la cola entre las piernas, sumidos en la tristeza y el desencanto, nos
enfundamos en nuestros abrigos y partimos, Todo se alejaba, todo se diluía, todo se
postergaba... Fuera de Ángel, que no nos había dado la impresión de estar muy
convencido, nadie nos había escuchado. Atravesar esa enorme muralla que existe
entre ser público y ser participante, entre observar y estar arriba del escenario, era
más difícil de lo que nos habíamos imaginado: había que ganar mayor seguridad,
seguir trabajando, seguir esforzándonos, hasta convencernos de que lograríamos
cruzar el pavoroso límite.

Con todo, a la semana siguiente, volvimos. De una buena vez, y como si nos hubieran
dado cuerda, nos dirigimos de inmediato a los organizadores, y uno de ellos, un tipo
afable y abierto a la experiencia, nos aseguró que no había ningún problema, que
podíamos probar nuestras canciones, y que si estábamos de acuerdo, podíamos cantar
después de… Muertos de miedo, volvimos a sentamos en nuestra discreta mesa, hasta
que atónitos escuchamos por primera vez la extrañísima y desconcertante frase: “… y
ahora con ustedes: el conjunto Quilapayún".

Dándonos ánimo unos a otros en voz baja, con una extraña mezcla de sentimientos y
sensaciones contradictorias, de desnudez, de vergüenza, de alegría y de estupor,
buscando como podíamos un escondrijo entre los troncos del escenario; encogidos
como caracoles y mirando fijamente el suelo, comenzamos a tocar. ¿Cómo en ese
estado logramos ponernos de acuerdo para comenzar todos al mismo tiempo? ¿De
dónde sacamos valor para llegar hasta el final, venciendo esa espantosa sensación de
ridículo? ¿Qué hicimos exactamente durante esos tres minutos? No lo sé, no podría
saberlo. Lo único que puedo recordar, es que esa canción fue muchísimo más larga
que todas las cantatas y conciertos que vinieron después. A tientas y seguramente
tropezando, aunque sin caídas estrepitosas, doblamos el recodo y nuestra vida y
nuestra mirada pasaron a existir del otro lado del espejo, de este lado en que
seguimos ahora y del que ya no se puede retornar.

Nuestro éxito fue inmediato. Este público del puerto de Valparaíso, que más adelante
nos apoyaría con múltiples muestras de cariño, y ante el cual nos tocó vivir algunas de
nuestras más bellas experiencias en el escenario, ese día nos dio algo mucho más
valioso que un simple aplauso: por primera vez experimentamos esa especie de
embriaguez en la cual se consuma lo que un artista de la escena busca crear, la
confirmación de que lo que uno está haciendo, merece continuar, de que nuestro
sueño puede también ocupar un lugar en el sueño de los otros. Por eso sería
completamente inútil tratar de resumir aquí este cúmulo de sensaciones y de alegrías
sentidas después de esta primera e inocente actuación. Ahora sí que volvimos a
Santiago con lo que habíamos ido a buscar al puerto, con una puerta abierta hacia el
futuro, con la feliz impresión de que un recién nacido viajaba con nosotros: el
Quilapayún.

Por supuesto, en la semana siguiente y en la subsiguiente, volvimos a viajar a


Valparaíso, y de ese modo, a partir de ese momento, comenzamos a ser nosotros
también una de las atracciones estables de la peña de los sábados. Durante mucho
tiempo, estas visitas de fin de semana fueron la única forma que tuvimos de dar a
conocer nuestro trabajo, que con la expectativa de estas actuaciones, se fue haciendo
más serio y riguroso. Algunas semanas después, supimos de la existencia de otra peña
universitaria, la de la Universidad Técnica del Estado, y también concurrimos a ella a
probar nuestras canciones. Esta era mucho más estudiantil que la de Valparaíso, y
entre sus promotores principales, el más entusiasta era Horacio Durán, (fundador del
Inti-Illimani) que vendía empanadas y que en ese entonces ni siquiera soñaba con
hacer música. También estaba allí nuestro Willy Oddó, que cantaba sambas
aguardentosas, tan pegadas a su piel, que a pesar del tiempo pasado, todavía hoy día
siguen formando parte de su repertorio íntimo.

El lugar físico donde tenía lugar esta peña también era un subterráneo, aunque mucho
más inhóspito que el del puerto. Era un lugar frío y oscuro, al que se llegaba
atravesando los patios vacíos de la Escuela de Artes, vieja casona de fines de siglo. En
la noche, estos recintos escolares, con sus salas abandonadas y sus pasillos solitarios,
tenían algo de desamparado, como si nunca nadie más fuera a habitarlos, edificios
entregados ya al olvido. Después de bajar esas desiertas escalas, para llegar por fin a
la amplia sala donde tenía lugar la función, uno se sentía aliviado. En el centro, la
infaltable base de madera que servía de escenario, sobre la cual se instalaba el
infaltable tronco de árbol con la no menos infaltable rueda de carreta. Para qué insistir
en la red de pescador del fondo o en las sillas de paja para los cantantes. Como en
todas las demás peñas del país, aquí no faltaba ni la luz de las velas, ni el vino, ni las
empanadas. Se hubiera dicho que la nueva canción había traído consigo una
decoración indispensable, sin la cual era imposible concebir el espectáculo. El anfitrión
era el propio presidente del centro de alumnos, quien era el encargado de poner la
nota política. De vez en cuando, entre bailes y canciones, de pronto se alternaba un
discurso o una arenga llamando a los estudiantes a la concentración próxima o a la
solidaridad con tal o cual urgente causa. En ese lugar, con nuestras canciones que ya
hablaban del pueblo y de sus luchas, nosotros éramos los artistas mejor recibidos.

Allí cantaban, el ya nombrado Willy; Sapiain, que imitaba desastrosamente a Ángel


Parra, y el cual, para tranquilidad de todos los amantes de la música, terminó
dedicándose al cine; el dúo de los hermanos Yáñez, que cantaban un repertorio
argentino con bastante fuerza; el dúo de Hernán Gómez y de su novia Marcia, que era
uno de los números más solicitados; y un argentino, que cantaba bagualas,
acompañándose con un bombo, y del cual no se ha sabido nada desde entonces. Una
de las estrellas de la peña, artista muy querido por todo el público, era el viejito
Ismael Villouta, que recitaba poemas de autores chilenos, y cuya versión de la Cueca
Larga de Nicanor Parra era siempre el número más aplaudido de la noche. Era
impresionante escuchar a este viejito enfermo, que apenas podía caminar, y que
religiosamente llegaba allí todos los sábados con una bolsa de papel enrollada debajo
del brazo (nunca pudimos saber lo que ésta contenía) acompañado de su mujer, viejita
como él. El recitador se sentaba con ella en un rinconcito, esperando su turno, como si
se tratara de un ritual que religiosamente tenía que cumplir hasta que sus fuerzas se
extinguieran definitivamente. Cuando le tocaba recitar, todo el público guardaba de
improviso un respetuoso silencio, y él, sacando fuerzas quién sabe de dónde, se
levantaba de su silla trabajosamente y comenzaba a declamar. Su voz, al principio
cascada y apenas audible, se iba elevando a medida que los espectadores iban
cayendo en el embrujo de la palabra. De pronto, sin saber cómo, la apariencia de
sordidez y miseria que el viejito parecía llevar pegada a la piel, se borraba
completamente, y aparecía entonces otro viejo, un venerable profeta, especie de Víctor
Hugo, de melena imponente, que con la mirada iluminada y la voz estruendosa,
derramaba sobre nosotros las imágenes de la fantasía de Neruda o de Parra, sus
poetas preferidos. Toda la peña vibraba de emoción ante este extraño manantial de
poesía que surgía de su boca enferma. Este curioso viejito poseía una antigua magia y
quería seguir siendo artista hasta el final, gracias al poder sin igual de las palabras.
Seguramente había recitado toda su vida, pero solamente allí, en esas reuniones de
jóvenes, había encontrado por fin los oídos atentos y abiertos a recibir sus presentes.
Cuando terminaba; espontáneamente estallaba el aplauso y el público enfervorizado,
que no quería que esto quedara en una mera lectura de poemas, conseguía que
Villouta coronara la ceremonia con lo que todos sabían iba a ser el clímax de su
intervención, el "Viva Chile Mierda", de Fernando Alegría. Y después de esto, todos
comprendíamos que la cosa no podía ir más lejos, y el impetuoso recitador volvía a ser
de nuevo un viejito enfermo y miserable, sentado en un oscuro rincón, cuchicheando y
refunfuñando con su vieja, y tratando de apagar la tristeza este pequeño triunfo había
llegado demasiado tarde para él con un vaso de vino.

CLAUDIO VILLOUTA

Los Inti-Illimani no existían, pero poco después aparecieron. Se llamaban Conjunto


Folklórico de la Escuela de Técnicos Industriales. Cuando los vimos por primera vez en
la escena todos pensamos que se trataba de una broma: eran una multitud que
apenas cabía en el escenario. Repartidos de cualquier manera entre los troncos de la
decoración, en un extremo se veía a Horacio Durán, quien acababa de abandonar las
empanadas para tomar el charango, y en el otro, a un niñito que parecía no tener nada
que ver con este ambiente nocturno, Horacio Salinas. Entre ambos, una multitud que
parecía haber salido a cantar con lo primero que encontraron a mano, cada cual con un
instrumento diferente. Cantaban "ojos azules no llorés, no llorés ni te enamorés",
todos juntos y a una sola voz. Cuando terminaron de cantar, todos quedamos atónitos.
En ese instante, nadie podría haber imaginado que de ese coro heteróclito y
desordenado iba a nacer algunos meses más tarde uno de los grupos musicales más
importantes de América Latina.

Nos gustaba el ambiente cariñoso y sincero de esta peña. Allí tuvimos nuestros
primeros éxitos verdaderos, y allí también comprendimos que nuestras ideas
correspondían a un espíritu generalizado en casi todas las Universidades chilenas.
Nuestras canciones comenzaron a fundirse con la lucha estudiantil, y a reflejar de un
modo cada vez más acertado las aspiraciones de nuestra generación. Así nos fuimos
haciendo rápidamente los intérpretes de un canto íntimamente enlazado al movimiento
social chileno.

Pero las peñas y las asambleas estudiantiles no podían satisfacer nuestro ímpetu
artístico. Queríamos llegar hasta el gran público, queríamos penetrar en los medios
normales de difusión de la canción y hacer valer nuestro trabajo en los medios
profesionales. Nunca pensamos en transformarnos en artistas profesionales, pero esto
no significaba para nosotros renunciar a ser escuchados con seriedad y contentarnos
con el anonimato del artista amateur. Estos primeros contactos con el público nos
habían mostrado que en lo que hacíamos había una cierta fuerza, el reconocimiento
exterior ya no se limitaba a los elogios de nuestros familiares. Comprendimos que
había que dar todavía un paso adelante, y la fortuna, que siempre nos ha protegido, se
encargó de poner ante nosotros una posibilidad concreta de ampliar nuestra audiencia.

Un día apareció en el diario El Mercurio un gran anuncio que ocupaba más de media
página. Parecía algo importante. Comenzaba el Primer Festival Nacional de Folklore y
se explicaban las bases y condiciones de participación. Se trataba de una iniciativa
abierta a quienes no hubieran cumplido actuaciones profesionales. Entre los premios
había uno especial para conjuntos, la Guitarra de Oro. El asunto tendría lugar en el
balneario de Viña del Mar, y poseería el carácter de Festival de Invierno, un poco con
la idea de crear una actividad turística que le diera continuidad al famoso festival
estival que tenía lugar todos los años. Como invitados se aseguraba la participación de
las más grandes figuras del folklore chileno.

Inmediatamente nos entusiasmamos y nuestro impulsor oficial, que entonces no era


otro que Numhauser, inscribió sin tardanza al conjunto para participar en el concurso.
Para cumplir nuestro propósito, tuvimos que pasar por una selección a la que llegaron
artistas de todo el país. Las salas del Casino de la ciudad, donde tenían lugar las
presentaciones, estaban atestadas de conjuntos y cantantes de todos los estilos, desde
los tradicionales huasos con arpa y guitarra, hasta los intachables neofolkloristas con
sus bomborombón. Todos cantábamos al mismo tiempo, esperando el turno, y en esos
enormes espacios, normalmente ocupados por las salas de juego, sonaba una sinfonía
que no se logrará reproducir.

Pasamos la selección sin problemas y fuimos citados para comenzar a cantar todas las
noches, durante una semana, ante un jurado y el público asistente. Observando a
nuestros contrincantes, que revelaban tener mucha más experiencia que nosotros en
este tipo de lances, nos dimos cuenta de que nuestra presentación en el escenario
dejaba mucho que desear. Nos dispusimos a mejorar nuestra apariencia. La solución
era usar un uniforme, pero nada de lo que entonces se usaba, se acomodaba a
nuestros propósitos. Después de mucho darle vueltas al asunto, llegamos a la
conclusión de que el color negro era el más adecuado: era sobrio y elegante, y
además, no podía adscribirse a ninguna región determinada de Chile o América Latina.
Enseguida, si lográbamos encontrar ponchos de ese color, proyectaríamos una imagen
popular sin caer en la falsificación de los disfraces folklóricos, los cuales buscaban la
apariencia campesina o indígena. Nosotros no éramos nada de eso, ni podíamos
pretender serlo. Elegimos, por lo tanto, el poncho negro, la camisa, y el pantalón
negros, que desde entonces han sido siempre nuestra forma tradicional de aparecer
ante el público. Como a Numhauser le encantaban los ponchos de Castilla, gruesas
mantas de lana que los arrieros chilenos usan para atravesar la cordillera, los primeros
ponchos que tuvimos por supuesto, nuestro presupuesto no nos permitió comprarnos
los verdaderos y tuvimos que contentemos con unos hechos por nosotros mismos con
géneros de frazada a los que les abrimos un agujero al medio pesaban cerca de dos
kilos cada uno, y eran tan abrigados, que nos obligaron a cantar a temperaturas que
nadie ha alcanzado después de nosotros. Por razón de nuestras siempre reducidas
finanzas, estos ponchos nos acompañaron durante años, haciendo de nuestras
actuaciones de verano, crueles suplicios que constituyen todavía la prueba más
palpable de nuestro amor por este oficio.

Algunos curiosos han querido conocer las razones más profundas que tuvimos para
elegir esta vestimenta, que muchos han saludado como un gran acierto escénico.
Hasta se ha pensado que es una suerte de luto que hemos decidido llevar por la
trágica historia de nuestro continente. Nada de eso es cierto. Buscando en mis
arrabales psicoanalíticos, tal vez se pudiera decir lo siguiente: cuando estudiaba
psicología en la Universidad Católica de Santiago, conocí a un personaje que durante
mucho tiempo influyó en la apariencia y en la conducta de los estudiantes de mi
generación. Era para todos nosotros una especie de maestro de vida, y como he
podido constatar a través de los años, dejó un imborrable recuerdo en todos sus
alumnos. Se llamaba Hernán Larraín, era jesuita, y tenía una apariencia imposible de
olvidar: vestía siempre una raída sotana, que lo hacía aparecer más alto de lo que era
en realidad, pelo negro, tez muy pálida y unos ojos de mirada tan penetrante, que
pocos eran capaces de ponérsele al frente. Su erudición era admirable, y su
profundidad intelectual lo puso durante muchos años a la cabeza del Centro
Bellarmino, que era entonces el centro de irradiación intelectual de los jesuitas
chilenos. Vivía su religiosidad honestamente, con el desgarro de los que buscan el otro
mundo, tratando de mantenerse fieles a éste. Por eso, seguramente su vida se
desintegró rápidamente y acabó con él. Sus clases eran tan brillantes, que terminaban
con aplausos espontáneos de discípulos y detractores. Su negra silueta de Fausto
religioso, caminando solitario por las arcadas universitarias, quedó en nuestra
memoria, impregnada de un halo romántico, que seguramente salió a la luz cuando
tuvimos que imaginarnos un vestuario. Extraño homenaje este que le hago, pero creo
sinceramente que alguna luz nos dejó su sombría vestimenta, y no se equivocan los
que, como Fidel la primera vez que nos vio, descubren en nosotros, las sotanas de
curas.
Los detalles de nuestra participación en este primer Festival no son muy importantes,
de modo que no gastaré mucho tiempo en ellos. Se nos ocurrió que la mejor manera
de aparecer ante el público con nuestra nueva vestimenta, era comenzando a tocar
desde detrás de las bambalinas, y como no teníamos mucho sentido del ridículo, eso
es precisamente lo que hicimos durante toda la semana. Para acompañar este desfile,
o procesión, compusimos nuestras primeras canciones, el "Canto de la Cuculí"' y "La
Paloma", que fueron nuestros mayores éxitos durante mucho tiempo.

Durante este período, conocimos a algunos personajes de los medios folklorísticos


nacionales, entre otros, a Payo Grondona y a Sofanor Tobar. Este último se había
hecho famoso como compositor de canciones nortinas. Como no teníamos mayores
escrúpulos cuando se trataba de ganar un premio, y ambos eran miembros del jurado,
les ofrecimos que si ganábamos, cantaríamos sus canciones. Creo que en ellos más
influyó una verdadera simpatía por lo que hacíamos, pero lo cierto es que llegado el
momento de la adjudicación de premios, ambos discutieron acaloradamente con el
resto del jurado que se resistía a reconocer nuestros méritos, y al final, lograron
imponernos como el mejor conjunto del Festival. Fue así como ganamos nuestro
primer galardón, y una noche de gala fuimos condecorados con la "Guitarra de Oro",
famosísimo premio, que estaba destinado a transformarse en una honrosa tradición
nacional, pero del que los organizadores se olvidaron al día siguiente, sin que nunca
más se haya sabido nada de él, Ya entonces, produjo un cierto malestar nuestra clara
dirección política, y parte del premio prometido se quedó guardado en los cajones de la
administración viñamarina. Pero nosotros, que nunca habíamos pensado seriamente
que podíamos llegar a ganar este festival, quedamos felices como unas pascuas, y
tanto nos entusiasmamos con el champagne con que celebramos el galardón recién
obtenido, que por invitar a unas damas de formas generosas a participar en la jarana,
perdimos la dirección del vehículo en que andábamos, y chocamos estrepitosamente
con un árbol, que inoportunamente se cruzó en nuestro camino. Lo que habíamos
ganado fue consumido inmediatamente por la fiesta y por las reparaciones.

Uno de los resultados más importantes de este premio fue el de comenzar a ser
reconocidos por los medios un poco más profesionales, cosa que nos permitió cumplir
otro de nuestros anhelados sueños, el de cantar por fin en la Peña de los Parra.

Esta peña había sido la primera en su género, y durante muchos años se mantuvo
como un importante centro de la canción folklórica chilena, llegando a ser considerada
como uno de los puntos de visita inevitables en el itinerario turístico santiaguino. Hasta
1973 fue un símbolo de la música popular nacional y uno de los centros artísticos más
atractivos de la ciudad.

En esta misma casa de la calle Carmen 340, tan típicamente santiaguina, con su
pequeño patio de luz, en torno al cual se distribuyen las habitaciones, con su parrón en
el fondo y sus grandes ventanas que dan a la calle, con su mampara y su estrecho
vestíbulo, antes de que los Parra volvieran a Chile desde París, vivió el pintor y
folklorista Juan Capra. Este artista delgado y de romántica apariencia, siempre con su
bastón en la mano y con su melena algo revuelta, era un foco de atracción de gentes
de muy diversa procedencia. Siempre estaba rodeado de amigos y de admiradores,
algunos de los cuales vivían con él en esa casa, donde nunca faltaban los pintores,
escultores, poetas o escritores, que se reunían allí en animadas tertulias. Algo de las
antiguas tradiciones de la vida santiaguina se había adherido a los muros de esa casa,
donde se bebía vino, se leían en conjunto, cuentos y poemas, y, a veces, hasta se
hacían sesiones de espiritismo. Juan, con su atrayente personalidad, era el centro
espiritual de todas estas actividades, las cuales también tenían algo de bohemia, pues
nunca faltaban las parejas en busca de un lecho para pasar la noche, o los amigos en
tren de fiesta, los cuales no tardaban en comunicar su entusiasmo al resto de la
concurrencia. Por esta casa pasaron, Santos Chávez, el grabador; Sergio Castillo, el
escultor; Gómez Rogers; Jonás, el poeta, y hasta Regis Debray, quien se alojó allí con
su mujer venezolana en su primera visita a Chile. Cada noche había discusiones
políticas, o estéticas, que continuaban hasta que en el punto culminante de la reunión,
Juan tomaba la guitarra y comenzaba a cantar. Por esa época, él cantaba en el
conjunto Millaray, y se decía ya discípulo de Violeta Parra. Cantaba como un canario,
levantando la cabeza, y adelantando su mentón, para que saliera nítida su potente y
hermosa voz de tenor, que vivificaba hasta el polvo de las habitaciones. Todas sus
canciones eran campesinas, viejos romances aprendidos de Violeta, tonadas, cuecas
divertidas, canto a lo humano y a lo divino. Cuando terminaba de cantar, todo se
diluía, los discutidores volvían a formar sus grupos, los enamorados se dispersaban en
los cuartos, las conversaciones se hacían pesadas e intrascendentes, y la guitarra
volvía a desaparecer en algún rincón olvidado de la casa.

JUAN CAPRA EN LOS PATIOS DE CARMEN 340


Foto: Marcelo Montealegre

Algunas veces llegaban artistas de afuera. Entre las más cotizadas había unas cantoras
de Melipilla, las cuales cantaban a dúo, antiquísimas canciones de tono picaresco.
Entonces la fiesta era en grande; se compraban dobles raciones de vino, y al final,
todos los asistentes quedaban "constituidos", como se acostumbraba a decir en aquella
época.

Cuando los Parra volvieron de Europa, era natural que ellos se integraran a la
farándula, y por eso se fueron directamente a vivir a la famosa casa. Por esa misma
época, Juan había ganado una beca para estudiar pintura en París, y como Ángel se
revelaba el único capaz de mantener la casa, a él le fue encomendada esta honorable
misión, poco antes de que Juan tomara el avión hacia Europa. Lamentablemente, con
la ida de Juan la cosa se transformó por completo: comenzaron a llegar al lugar una
abyecta fauna de hippies y de frescos, cuya única pretensión era la de comer, tomar y
vivir gratis. Como la estaban dando, se instalaron por todos lados, y se llenó la casa de
allegados y suballegados, todos ellos sub, sub, subarrendatarios, que no pagaron
jamás un veinte, y que cambiaron completamente el espíritu de las culturales
reuniones nocturnas. La ingenuidad y la naturalidad de las primeras fiestas se fue para
no volver, y con los snobs atraídos por la fama que había adquirido el lugar, llegaron
las borracheras fútiles, el libertinaje y los escándalos. Por supuesto, también los piojos
y la hediondez. Los vecinos comenzaron a quejarse. Ángel, indignado, cortó por lo
sano: echó a todo el mundo a la calle, barrió, reparó, limpió e instaló su peña.

Muchos de los que vivieron la primera época, le reprocharon esta medida, pensando tal
vez que las amables tertulias de intelectuales podían volver a comenzar. Yo creo que
Ángel hizo lo justo: lo que Juan había iniciado, no tenía nada que ver con lo que venia
sucediendo, y sin su presencia, era imposible recuperarlo. Por lo demás, el
importantísimo rol que jugó la peña en los años siguientes, como centro impulsor de la
canción chilena, excusa a los Parra frente a estos pequeños alegatos de aquellos que
con razón sentían la nostalgia de aquellas primerizas veladas culturales.
La Peña de los Parra se inauguró en junio de 1965 y participaron en su fundación,
Ángel, el Negro Medel, Rolando Alarcón e Isabel Parra. A partir de entonces, una
verdadera tradición se introdujo en las costumbres de los chilenos, modo de
presentación de la canción, que pronto se generalizó hacia todo el país. El asistir a
estos pequeños locales, donde se podía escuchar la nueva canción en boca de sus
creadores, en un ambiente de intimidad y casi de amistad, vino a ser una de las típicas
formas de diversión de nuestro pueblo. Lo curioso es que el origen de las peñas,
aunque su autenticidad queda fuera de discusión, no tiene nada de criollo, pues los
Parra trajeron esta idea de Europa. Esto prueba que nuestra nacionalidad no termina
todavía de forjarse, y que esta incorporación de elementos exteriores forma parte de
nuestro propio proceso de crecimiento. Lo que hoy día nos parece más apegado a
nuestras tradiciones, fue alguna vez también extraño. Lo importante es no perder la
posibilidad de seguir en este movimiento constante de apropiación, que aunque
aparezca paradójico, es lo único capaz de engendrar las fuerzas de la identidad
nacional.
Pero lo cierto es que los artistas de nuevo tipo, que pululaban por todos lados sin
encontrar donde presentar sus creaciones, necesitaban de estos nuevos lugares. Los
centros donde se acostumbraba presentar el folklore más oficial, eran locales donde no
se iba a escuchar música, sino a comer, a tomar o a bailar. En ellos, el ambiente era
de una festividad banal, especiales para una "despedida de soltero", o una borrachera
ramplona, pero imposibles para la presentación de un artista cuyo propósito no fuera
hacer relinchar al público. "¡Arriba las palmas!" gritaban en estos lugares los huasos de
pacotilla, sonriendo desde sus escenarios repletos de banderolas y escarapelas
"patrióticas".

El público, para salir del aburrimiento, batía las palmas, siguiendo con la mirada el
movimiento de las torpes parejas tratando de bailar cueca y escuchando los versos
supuestamente "picantes" de las letras. Estas fiestas forzadas terminaban a menudo
en bulliciosas parrandas que poco tenían que ver con la música. Era imposible intentar
cantar allí.

La Peña era otra cosa: la canción era su centro, y en esto residía su carácter
nacionalista. Pero no cabe duda de que la idea de un espectáculo de esta naturaleza
tiene que haber surgido en la cabeza de los Parra cuando ellos se encontraban en
París, en el barrio latino, cantando en los locales de L'Escale o de la Candelaria, en el
Carrefour de L'Odeon. El ambiente era parecido, aunque a diferencia de estos lugares,
en los que no siempre se escuchaba a los cantores, en la peña el objetivo principal era
la poesía. Por esta característica, las peñas contribuyeron a elevar la valoración que se
hacía hasta entonces de la canción, cosa hasta entonces inédita en nuestro medio, en
el cual esta manifestación de arte popular no había alcanzado todavía un gran
reconocimiento nacional. Esto explica también, por qué todos los que cantábamos
entonces, aspirábamos a sumarnos en algún momento a los cuatro o cinco artistas que
habían sostenido desde un principio esta iniciativa cultural. Por eso, un día, con gran
alegría nosotros también escribimos nuestras firmas en los muros de la peña, y
cantamos felices junto a nuestros compañeros de ruta.

Pero la Peña de los Parra no fue una simple reproducción mecánica de algo ajeno,
insertada en el cuadro de nuestra vida santiaguina. De alguna manera, este tipo de
lugar, por su decoración y por su ambientación, sacaba a la luz antiguas tradiciones de
la vida de nuestros campesinos; objetos rústicos colgaban de los muros, algunas
pinturas decoraban las habitaciones, todas las murallas estaban pintadas con blanco de
cal, las sillas eran de paja y las mesas rústicas, la iluminación temblorosa e
inconstante de las velas, dejaba todo en un incierto claroscuro, los cantantes
dialogaban afablemente con el público, mientras iban presentando sus canciones,
accediendo a los pedidos de los que ya conocían el repertorio; se hacían chistes por
uno y otro lado, y finalmente se tomaba vino y empanadas, costumbre que adoptaron
inmediatamente todas las demás peñas de Chile. La canción de texto por fin tenía un
lugar donde existir. Algo lejano, proveniente seguramente de las cuevas gitanas de
Andalucía, de los antiguos "tablaos" que en Chile deben haber existido en el pasado,
volvía a habitar esos lugares, lo que explica la facilidad con la que nuestro pueblo los
adoptó de inmediato.

Para que todo este movimiento de interés por la canción de autor y por la música
folklórica fuera posible en América Latina, había sido necesario hacer un largo camino
de creación. Esto era lo que habían ya realizado algunos artistas, entonces de mucho
renombre, y que deben ser considerados como los precursores de todo este
renacimiento. Hay que decir, en primer lugar, que en Chile esta renovación de los
impulsores de la música popular, que basaba su creatividad en las fuentes campesinas
o indígenas, venía del otro lado de los Andes, y si interrogamos a los diferentes
cultores de la nueva música chilena acerca de las raíces de su inspiración,
constataremos fácilmente, que la gran mayoría de ellos se formó a partir de la
interpretación de los géneros folklóricos argentinos, los cuales estaban en plena
expansión desde el período de Perón, entre fines del 46 hasta 1955. Este gobierno
había impuesto una ley, favoreciendo la difusión de la música nacional, lo cual tuvo
como resultado casi inmediato, que todas las canciones traídas a Buenos Aires por los
"cabecitas negras" (provincianos apelados así por sus connacionales de origen
europeo) de las zonas rurales, comenzaron a tener amplia difusión a través de la
radiotelefonía, entonces en espectacular desarrollo. En 1950, tucumanos y salteños ya
habían impuesto su música en todo el país con una fuerza inigualada, y Atahualpa
Yupanqui, y conjuntos, como los Chalchaleros y Los Fronterizos, los cuales tendrían
una enorme audiencia en Chile, ya comenzaban a tener sus primeros grandes éxitos.
Entre el cincuenta y el sesenta este movimiento de música argentina alcanzó un punto
de gran creatividad con la aparición de importantísimos artistas como Horacio Guaraní,
Mercedes Sosa, Jaime Dávalos, Jorge Cafrune, Falú, y una larguísima lista de
renovadores de la música folklórica. Toda esta verdadera explosión de música
argentina llegó a Chile, como si la Cordillera no existiera, lo que es una buena
demostración de que ella efectivamente no existe cuando se trata de cosas que
verdaderamente importan a nuestros pueblos. A estas influencias se unió el trabajo de
los propios pioneros de nuestra música, los cuales habían comenzado a redescubrir la
riqueza escondida en las tradiciones de nuestro pueblo.

Estos eran los antecedentes que nosotros, todos los que después participamos en la
renovación de la canción chilena, encontramos en nuestro camino. Casi todos
comenzamos a cantar, interpretando bien o mal las canciones de estos precursores,
argentinos o chilenos. Entre los tipos de canción que más éxito tenían en la época, hay
que anotar las sambas argentinas y las chacareras, que en todas las peñas tenían
excelentes intérpretes. Demostración de estas preferencias, es el hecho de que
muchos de estos ritmos entraron como formas predilectas en nuestras propias
composiciones. Pero quedémonos un momento en algunos de estos precursores, que a
nosotros, en cuanto grupo naciente, nos dejaron una huella indeleble.

En primer lugar, tendríamos que nombrar a Atahualpa Yupanqui. Él, más que ninguno,
fue cantado en esta primera etapa, en la que nuestras torpes guitarras a duras penas
podían seguir nuestro canto. Unos a otros nos enseñábamos las "posturas" de sus
canciones, tratando de sacar los punteos de introducción o los ritmos de los rasgueos
de acompañamiento. Atahualpa fue el artista más interpretado por todo este
movimiento de jóvenes amateurs, que cantaba en fiestas, excursiones, casinos
universitarios o simplemente en la intimidad, como procedimiento infalible para
conquistar alguna bella que se resistiera.

Pero él no sólo era su música. Poeta antes que nada, sus palabras hablaban desde una
perspectiva completamente inédita, que coincidía exactamente con la sensibilidad
revolucionaria del momento. Su música era una síntesis formidable entre la
recuperación de la identidad perdida y el espíritu de renovación y de justicia social.
Atahualpa poseía una fuerza extraordinaria de expresión, en la cual siempre ha
residido su poder de penetración; le hablaba a la conciencia de nuestros pueblos,
tomando el punto de vista del indígena, del trabajador de la tierra, del campesino
labrando, sin quedarse en el mero "mensaje", atravesando con sus imágenes la dureza
del presente, para ubicarse en un terreno metafísico. La soledad del caminante, la
tenacidad del aromo, creciendo entre las piedras del monte, el indio nostálgico de su
tierra lejana, el canto a la noche, a la luna, al amor, le daban respuestas profundas a
nuestra sensibilidad, que buscaba encontrar la dimensión del arte mayor en las
expresiones populares. La canción no tenía por qué ser un género despreciable,
bastardo, únicamente atento a las exigencias del mercado; lo popular no era tampoco
lo imperfecto, lo menor, podía entrar valientemente en la denuncia, sin renunciar a la
altura propia de toda poesía verdadera. Canciones como "El arriero", "Camino del
indio", "Tú que puedes, vuélvete", "El aromo", "Las preguntitas sobre Dios", "Luna
tucumana" y tantas otras, fueron para nosotros compañeras de todos esos días
primaverales. Cantándolas, comprendimos muchas cosas que nadie nos dijo en otra
parte, pero que siempre nos alumbrarían el camino que escogimos.

Entonces estábamos lejos de soñar que con Atahualpa haríamos un programa de TV,
laureado en un certamen internacional, y que él, durante varios años, nos distinguiría
transformándonos en los únicos artistas con los cuales compartía el escenario.
Recuerdo que una noche, conversando una botella de vino, después de una actuación,
nos reveló su definición del Quilapayún, hasta entonces mantenida en secreto: "en
música nos dijo sonriendo ustedes son lo que más se parece a un batallón de
peronistas arriba de un camión..." A él, los peronistas no le gustaban nada, pero creo
que esta definición estaba hecha con cariño. Además, si tenemos en cuenta lo que ha
sido siempre la marca de nuestro estilo, no es mala. No les cuento las definiciones que
nos daba de otra gente, de las cuales inferirían de inmediato la gentileza que tenía
hacia nosotros.

Otro gran precursor de nuestro canto latinoamericano es el cubano Carlos Puebla. Hay
que decir que el rostro musical de la revolución cubana durante sus primeros años fue,
antes que nada, el conjunto de canciones que este gran artista le dedicó a Fidel y a la
gran gesta caribeña. Él supo integrar en sus canciones el espíritu revolucionario de su
pueblo y la corriente más tradicional de la canción popular cubana. Esta línea de
creaciones era conocida en toda América Latina desde los tiempos de los grandes
creadores, de lo que se ha llamado la Trova Sonera, y cuyos representantes más
destacados fueron, en los inicios, Ignacio Piñeiro y el compositor e intérprete, Miguel
Matamoros, quien con su famoso Trío Matamoros, fue el protagonista de la primera
gran avanzada de la música cubana en el continente. Carlos Puebla, con su propio trío
acompañante, Los Tradicionales, popularizaron un sinnúmero de canciones, que a la
manera de crónicas cantadas, fueron relatando los más importantes sucesos del
proceso histórico cubano. En ellas veíamos nosotros realizado el proyecto de unir la
canción popular con el acontecer histórico, haciendo del artista popular un factor de
conciencia y de agitación de ideas progresistas. La obra de Puebla, considerada en su
aspecto político, era una importante demostración de logro popular, que no perdía de
vista el agitado período en que vivíamos, cosa que estaba ausente en nuestro propio
ambiente musical hasta ese momento.

Es verdad que ya por entonces algunos de los compositores chilenos habían


comenzado a escribir de esas canciones que más adelante se llamarán "de protesta" o
"comprometidas". El caso más notable es el de Violeta Parra, que ya había escrito "La
carta", "Por qué los pobres no tienen", "Qué dirá el Santo Padre" y otras, pero todas
esas obras no habían tenido hasta entonces ninguna difusión, y seguían siendo
conocidas únicamente por un pequeño círculo de admiradores. En cambio Puebla,
gracias a la difusión de todo lo que venía de Cuba, era bastante conocido, si bien, por
razones obvias, no alcanzaba altos niveles de popularidad. El caso es que en sus
canciones nosotros veíamos el prestigio de la revolución, y una línea de trabajo en la
cual la poesía popular se hacía crónica histórica o denuncia de las injusticias del
mundo, sin perder su arraigo a las tradiciones de la música cubana.

La obra de Puebla, por estar enredada en el acontecer político, muchas veces ha sido
injustamente apreciada, sin ver en ella otra cosa que una expresión de la propaganda
ideológica comunista. Este trato es incorrecto, pues si bien muchas de sus canciones
no pretenden ser otra cosa, algunas son verdadera poesía y fruto de una sensibilidad
popular poco común: la famosa guajira dedicada al Che Guevara es un buen ejemplo
de estas últimas, pero entre las menos conocidas, hay muchísimas que también son
hermosas síntesis del alma popular cubana. Ejemplos: "Soy del pueblo", "Emiliana",
"Canto a Camilo", "Y en eso llegó Fidel"... En las mejores se muestra su talento de
versificador de gran ingenio, ironía y humor, que no pierde de vista lo profundo o lo
emotivo, cuando esto es necesario. Al mismo tiempo, su canto militante responde en
forma inmediata al proceso social cubano: siguiendo el hilo de sus canciones podemos
hacer la historia de todo este período, en ellas ha quedado cada una de las peripecias
de esta construcción revolucionaria, e inclusive muchos de los acontecimientos
importantes que han conmovido a América Latina y al mundo.

Estas observaciones muestran hasta qué punto lo que estaba naciendo en Chile, y en
especial lo que nosotros nos estábamos proponiendo hacer, estaba en el aire en todo
el continente desde hacía bastante tiempo. Si bien la obra de cada artista es un hecho
individual, y explicable únicamente a partir de su originalidad como creador, no es
menos cierto que la creación siempre se anuda con la historia. Cuando nosotros nos
proponíamos hacer un arte político, estábamos respondiendo a una verdadera tradición
de música latinoamericana, de la cual poco a poco fuimos tomando conciencia,
haciendo de nuestro canto una pequeña vertiente en un caudaloso río. Siempre hemos
estado felices de ser partícipes de un movimiento más amplio que nuestras propias
iniciativas creadoras, el vernos así forma parte de nuestra propia conciencia en
formación, que se busca en todas las latitudes donde pueda encontrarse. La música y
la poesía han sido para nosotros, importantes maneras de descubrir hasta qué punto
éramos argentinos, venezolanos o cubanos, hasta qué punto nuestros límites no
correspondían a los límites geográficos de lo que se nos había enseñado como "nuestro
país", y hasta qué punto en estos mismos descubrimientos se hallaba una clave de
identidad futura, en la cual irremisiblemente había que buscarse. Eso explica que
desde un principio nuestro repertorio no se moldeara según las ideas de nacionalidad
vigentes en nuestros países, y buscáramos nuestra música en toda la extensión de
nuestro continente.

Más adelante también haríamos buenas migas con Carlos Puebla, quien en una de sus
tantas visitas a Chile vino un día a nuestro taller y escribió en uno de sus muros:
"Quilapayún, corre y dile al pueblo que tanto quiero
que me muero,
que me muero de tanto querer a Chile.
Dile a Chile que perfile las luces de sus razones
que encienda los corazones
en la luz liberadora
por si le llega la hora
de cumplir sus ilusiones."

Esta hora no ha llegado todavía, como se sabe, pero estas frases de amistad nos
acompañaron durante mucho tiempo, aunque de sus creaciones, la que mejor se
adaptaba al espíritu nuestro de aquella época, eran las simples pero hermosas
palabras del estribillo de esa arte poética suya que es el son, "Soy del pueblo":

"Soy del pueblo, pueblo soy


y adónde me lleva el pueblo
voy."

Eso resumía entonces nuestro propio proyecto, y por eso, cuando más tarde, por estos
mismos inolvidables artistas, Carlos Puebla y sus Tradicionales, en alguna sala del
Habana Libre, recibimos lecciones de son y de guajira, lo cantamos y lo incluimos
durante mucho tiempo en nuestro repertorio habitual.

Pero indudablemente que para nosotros el antecedente más importante es la obra de


Violeta Parra. A pesar de que cuando nosotros comenzamos a cantar, sus canciones
eran todavía muy desconocidas, y a pesar de que en esa época nosotros la veíamos
más como una compañera de ruta, que como una precursora, lo que ella había creado,
ya era una realización perfectamente lograda de todo lo que nosotros mismos nos
habíamos propuesto como proyecto. Hemos dicho ya hasta qué punto el impulso que
nos guiaba era colectivo; en realidad, casi todos los que en esos años tratábamos de
dignificar los géneros populares, coincidíamos en la definición de nuestros planes, pero
Violeta ya estaba en esto desde los años cincuenta, es decir, desde mucho antes de
que a nosotros se nos pasara por la cabeza la remota idea de cantar.

Violeta había entrado en este oficio de extraña manera. Después de haber cantado
flamenco en boites de tercera categoría, y de haber formado parte de diferentes
troupes de circo, se había puesto a animar fondas y fiestas populares, interpretando el
más nutrido repertorio de valses peruanos, corridos mexicanos, boleros y otros.
Cansada de todo esto, su vida por fin se decidió, llevándola hasta las fuentes mismas
de lo popular, en años de investigación y aprendizaje, que hicieron de ella una
profunda conocedora de nuestro folklore campesino. Es verdad que ya en su niñez y
juventud, el contacto vivo con las costumbres campesinas la impregnó de una
autenticidad expresiva que nadie había tenido en la música chilena antes que ella.
Formada en la versificación popular, e imbuida de la temática de los verdaderos poetas
y cantores folklóricos, su obra llegó a asimilar de manera tan profunda el espíritu de la
tierra, que sus propios poemas han superado la esencialidad telúrica de los modelos
que tomó, haciendo de sus palabras, las forjadoras privilegiadas de la nueva conciencia
nacional. Si es verdad que los poetas crean el mundo en que vivimos, sacando a la luz
la fuerza vernacular contenida en él, en Violeta Parra este acerto está probado al
extremo.
Muy pocos artistas han logrado en nuestro país transformarse en detentores de lo
específicamente nacional: Violeta llegó a descubrir una difícil clave, que le abrió las
sendas más secretas del alma popular chilena. Ella aprendió a hacer de la tradición un
material de trabajo para desplegar más tradición, para tejer futuro e historia, país y
conciencia, sentimiento y esencialidad. En esto su obra no tiene igual, y por eso, todos
los que hemos venido después que ella, sólo podemos aspirar a extender lo que ella a
su manera ya había comenzado.

Cuando nosotros la conocimos debo decir francamente que no le caímos en gracia. En


esa época, ella vivía muy problemáticamente los albores de la adolescencia de su hija
Carmen Luisa. Unos aturdidos y deslucidos amores de nuestro inefable Numhauser con
esta última, bastaron para que Violeta nos comenzara a mirar con gran desconfianza,
llegando hasta el extremo de negarse a participar en giras donde nosotros fuéramos
incluidos en el programa. Más de una vez las cosas se hicieron insoportables, pero el
colmo llegó cuando Carmen Luisa se fue a Valparaíso detrás de su galán, sin siquiera
pedirle permiso a su madre. Estábamos cantando en la peña del puerto, cuando de
pronto apareció Violeta transformada en una furia. El estrépito de puertas, de gritos y
de recriminaciones fue tal, que se acabó la función, y todos nos quedamos esperando
el desenlace del temporal que se nos venia encima. Felizmente salimos ilesos, pero la
pobre Carmen Luisa tuvo que soportar estoicamente la paliza.

Felizmente los amores tormentosos duran siempre menos de lo prometido: con la


indiferencia llegó la calma, y con ella pudimos volver a intentar acercamos a Violeta,
que pasional como era, olvidó con extrema facilidad lo que había sido causa de tantos
males, y comenzó a mirarnos con ojos más benevolentes. Esta amistad fue corta y
dolorida, porque vino al final de su vida. Lamentablemente, ese amor mal escogido nos
privó de una relación más profunda, que habría sido preciosa para nuestro andar
futuro. El afecto que no pudimos realizar con ella se transfirió tal vez a su otra hija,
Isabel, la cual siempre ha sido, entre todos nuestros compañeros de aventuras,
nuestra más cercana y fiel amiga.

De esta amistad con Violeta queda una vieja fotografía, y un recuerdo imborrable del
día en que fue sacada. Era a fines del invierno, llovía todavía, cuando llegamos a la
Carpa de la Reina, que Violeta hace poco había inaugurado. En el programa se
anunciaba a Los Jairas, ese famoso grupo que dirigía el suizo Gilbert Favre, uno de los
grandes amores de Violeta; después venía un grupo de música araucana, cuyo nombre
no recuerdo, tocaban trutruca y bailaban la danza de la cabeza; después venía el
Quilapayún, y finalmente Violeta, que cerraba el espectáculo. Se ofrecía mistela,
"sangre de toro" (vino caliente con naranjas) y empanadas. Después de algunos
vinachos, nos sentamos todos alrededor del brasero a esperar la hora de comenzar la
función. Dos horas después seguíamos esperando que por fin llegara algún amante del
folklore. El público no asistió a la cita. Nadie llegó. En Santiago no había nadie que
quisiera escuchamos. Y entonces, en una mezcla de desilusión, de tristeza y de
despecho, sin que nos hubiéramos puesto de acuerdo, iniciamos un extraño rito:
comenzamos a actuar para nosotros mismos. Cuando el turno le tocó a Violeta, hacía
tiempo que ya habíamos recuperado nuestra alegría habitual. Todos cantamos en la
carpa vacía, como si multitudes nos hubieran estado escuchando. Esa fue la última vez
que vimos a Violeta. Seguramente esa ingratitud que nosotros, recién llegados,
podíamos fácilmente olvidar, a ella ya le había hecho una herida insoportable. Me
pregunto que pasaría hoy día si pudiéramos de nuevo anunciar ese mismo programa
en algún lugar de Chile.
QUILAPAYUN CON VIOLETA PARRA Y UN CONJUNTO INDIGENA

Violeta había nacido en San Carlos, provincia de Chillán, en pleno corazón de nuestro
país, y en el mismo año de la revolución de octubre. Su venida al mundo, como todos
los nacimientos verdaderos, no fue anunciada ni esperada, no hubo trompetas ni reyes
magos con regalos, fue un hecho silencioso, en alguna casona de adobe de esas tierras
campesinas. Pero su definitivo nacimiento fue después, cuando en sus manos cayó una
guitarra de alguna cantora de la región, la cual seguramente vio en esta niña de
trenzas una posible seguidora de viejas sabidurías. Primero serían antiguas canciones
españolas, o tal vez tonadillas sin importancia, que se habían quedado rezagadas,
resistiendo la muerte en remotas ceremonias campestres, después vendrían los
romances, los versos a lo divino y a lo humano, todas músicas y palabras que se
confunden con la greda y el arado, con la cosecha y la vendimia, con el cielo y el
monte. Eso fundió su vida con la tierra, enamorándola de la memoria y del recuerdo,
de las fuerzas ancestrales que eternamente buscan un lenguaje, para volver a
entregarle un sentido al mundo.

En esa época había que caminar y caminar para encontrar estos hallazgos. Violeta,
como se sabía intérprete de algo poderoso, se volcó completamente a su actividad
maternal de recuperar el pasado, y prohijó un jardín todavía desconocido. Durante
años recorrió los campos de Chile, buscando las claves de nuestra historia, hasta que
terminó por encontrarse de pronto con su propio canto, y con el canto de todos, que
según ella misma decía, también era propio.

La cosa se complicó cuando al final de este largo camino hacia los orígenes, ella, que
había inventado una nueva forma de autenticidad artística, fue recibida en su propia
tierra como huésped inoportuno. Eran otros los que se habían instalado
provisoriamente en su lugar, eran como siempre, los mercaderes del templo los que
organizaban la ceremonia. Violeta no servía para dar guerras tan largas, y de vuelta de
Francia, después de haber expuesto sus tapices en el Museo de Artes Decorativas en el
Louvre, y dejando tras de sí un cierto reconocimiento por su labor de folklorista
(algunos discos grabados y editados), lo único que supo hacer fue lanzar al viento este
volador de sueños que fue su Carpa de La Reina, donde durante algunos meses trató
de acercar su mensaje a los chilenos.

El espectáculo fue un fracaso: se quedó sola sentada en su silla de paja, y como nadie
se preocupó, o nadie pudo agitar su fuego, la guitarra y el corazón se helaron, y
Violeta, mientras sus ojos se cerraban, se perdió para siempre en la neblina
santiaguina. Su muerte será lenta, como la de la tierra, durará tanto como su pueblo:
hoy día languidece, mañana será un sol en el cielo puro. Jamás desaparecerá
completamente.

¿Corderillo disfrazado de lobo? Tal vez... Nicanor la conoció mejor que nadie. Yo sólo la
conozco en lo profundo por lo que me han contado. ¿Pero qué sería de los cuentos, si
el que los escucha no los inventa? ¿Y no inventa cada uno a su manera su propio
cuento? El canto mismo es un cuento para el que cuenta el cuento, y para el que
reinventa el cuento que le cuentan.

Vuela Violeta
Viola violada
Violín del vuelo
Valiente..

VICTOR

Pero en esos días del Festival del Folklore de Viña del Mar, lo más importante para
nosotros no fue el premio, que con tan malas artes ganamos, sino otro acontecimiento
que dejó su traza en todo nuestro trabajo de esos años. A veces, el azar y la necesidad
se confunden, un acontecimiento que en su momento nos pareció casi irrelevante, lo
vemos transformarse con el tiempo en un hecho providencial, sin el cual la historia ya
no se comprende. El destino teje misteriosamente la vida de los hombres, nadie sabe
reconocer sus signos cuando éstos se presentan, sólo después, una vez que la semilla
del tiempo da frutos, lo azaroso se diluye, abriéndole paso a lo necesario, y entonces
todo aparece claro, todo comprensible, todo respondiendo a un orden y a una ley que
era imposible prever o deducir en un principio, pero que ahora ata todos los cabos.
Nuestro encuentro con Víctor tiene ese carácter.

Un día, en una de nuestras escapadas a Valparaíso, vimos anunciado en la página de


espectáculos de un diario, que esa noche era un sábado actuaría en la peña el
folklorista Víctor Jara. Nosotros lo conocíamos de oídas, pues, a pesar de que sus
canciones todavía no estaban grabadas, sus actuaciones en la Peña de los Parra, a la
cual él se había agregado desde hacía algunos meses, no habían pasado
desapercibidas en los ambientes de la Nueva Canción. Algunas de ellas, como “El
Cigarrito” o “La Cocinerita”, comenzaban ya a difundirse hasta en interpretaciones de
imitadores, que en esa época siempre andaban a la búsqueda de novedades. Como
nuestra propia actuación en el Casino no terminaba demasiado tarde, decidimos ir a
escucharlo en cuanto quedáramos libres.

Esa noche, la peña estaba especialmente llena de gente y nos costó muchísimo
encontrar una mesa libre. Felizmente, cuando llegamos, Víctor todavía no salía a
cantar, de modo que pudimos escuchar casi todas sus canciones. Digo “casi”, porque el
ambiente festivo y la multitud hacían difícil mantenerse atento a lo que pasaba en el
pequeño escenario, donde Víctor, acompañándose con su guitarra, cantaba a 100 por
hora. Nosotros mismos, que cada vez que actuábamos quedábamos en un estado de
agitación casi psiquiátrico, no éramos ajenos al alborozo general. El cantor tenía un
repertorio a toda prueba y era habilísimo para ganarse al público. Cuando terminó de
cantar, nosotros, como todo el resto de los espectadores, quedamos entusiasmados y
gritábamos y chiflábamos para conseguir que volviera al escenario. Víctor, allá lejos,
con una sonrisita, agradecía estas muestras de afecto. Después de acceder a los
efusivos aplausos con algunas canciones, rápidamente se encaminó hacia la salida,
junto a la cual nosotros estábamos instalados. En medio del griterío que no cejaba, le
hicimos gestos para que se sentara con nosotros un momento. Conozco estas
situaciones y estoy seguro de que mucho más para volver a confundirse rápidamente
en el anonimato de la sala, que porque quisiera o se interesara verdaderamente en
nosotros, él accedió a nuestro pedido, y se sentó por fin en nuestra mesa. Nosotros,
por nuestra parte, que ya nos sentíamos del ambiente y nos creímos artistas de tomo
y lomo, completamente ajenos al alboroto del público que nos rodeaba, entablamos
conversación con él.

Debo decir que nuestros Julios, que como queda dicho, ya entre nosotros eran
formidables humoristas, cuando renovaban su público y algún incauto de risa fácil caía
en sus manos, se transformaban en potencias irresistibles. De sus arcas más
escondidas salían chistes y canciones divertidas, que hasta a nosotros, sus más fieles
admiradores, nos sorprendían. Víctor era un hombre tímido y más bien reservado, pero
entró en nuestra farándula con la naturalidad que hubiera tenido un antiguo miembro.
Al poco rato de estar juntos, las carcajadas eran tan estrepitosas que los
organizadores de la peña que continuaba con la actuación de otros artistas nos rogaron
que fuéramos a seguir nuestra juerga a otra parte. Como el ánimo era de fiesta y
nadie iba a venir a decimos a nosotros, que ya llevábamos una buena botella de vino y
otra más en la conversa, hasta dónde debía llegar nuestro festejo, decidimos largarnos
de allí y seguir la jarana en otra parte. La casa donde estábamos alojados estaba
bastante lejos de allí, pero hasta ella llegamos como pudimos, repitiendo
insistentemente que éramos amigos, que la noche era larga, que Chile era el país más
hermoso del mundo, y que no había como Valparaíso para ir a cantar y tomar vino...
¡Vivan los folkloristas! Nos pasamos toda la noche cantando y riéndonos como si
hubiéramos venido trotando juntos desde siempre. Víctor tomó la guitarra y nos cantó
todo su repertorio de canciones picarescas, una de sus especialidades, que sólo
aparecería en todo su esplendor en los últimos días del gobierno popular, cuando se
editó su disco “Canciones por Travesura”. Una de estas canciones, “La Beata” (“estaba
la beata un día, enferma del mal de amor, y el que tenía la culpa, era el cura
confesor”) despertaría algunos días más tarde un verdadero escándalo en ciertos
medios de prensa santiaguinos, que consideraron este texto como una “falta de
respeto a la religiosidad de los chilenos”. En nuestra fiesta no había ninguna
consideración por tales curiosos valores, de modo que la sal y la pimienta fueron
paulatinamente en aumento, y, al final, las canciones que se cantaron hubieran
sonrosado a la mayoría de las niñas de buena vida, que no eran escasas en esos
tiempos en las calles del puerto.
VICTOR JARA
Foto: Antonio Larrea

Como se ha dicho, nosotros todavía andábamos a la búsqueda de un director; nos era


extremadamente difícil ordenar nuestros ensayos y habíamos llegado a la conclusión
de que sólo una persona extraña al grupo de intérpretes podía llegar a imponer un
mínimo de objetividad, y terminar con la batahola que se formaba cada vez que
teníamos que decidir qué voz tenía que hacer tal o tal, o qué melodía era mejor para
acompañar el canto con la guitarra o la quena. Este prurito de orden interno, unido a la
experiencia que allí mismo estábamos viviendo de un tipo ya casi consagrado, gran
conocedor del folklore, y además con un sentido del humor que correspondía muy
perfectamente a nuestras capacidades hilarantes nos convencieron de que Víctor había
nacido predestinado a ocuparse de la dirección de nuestro grupo, y que había que
apresurarse a convencerlo de que asumiera sus responsabilidades. Antes de que
apareciera el sol, le entregamos minuciosamente nuestra argumentación, y por obra
de la buena noche y la amistad que había nacido tan espontáneamente, su
nombramiento fue bautizado con la última copa que quedaba. Esto lo recuerdo bien,
porque más tarde nos fuimos todos a una hermosa terraza que tenía la casa, a
observar el nacimiento del día, convencidos de que así sellábamos un acuerdo
importantísimo. Con lo cual nos vino después la costumbre de resucitar viejos ritos,
cosa de la que hablaremos más adelante.

Víctor era efectivamente la persona indicada para tomar la dirección del grupo en ese
momento. Nosotros, con nuestras eternas discusiones, habíamos logrado únicamente
ponemos de acuerdo en la teoría, pero seguíamos teniendo grandes dificultades para
llevar a la realidad nuestro proyecto. Teníamos claro el tipo de música que queríamos
hacer, teníamos clara la orientación política que debían tener nuestras canciones,
teníamos resueltos algunos problemas escénicos, como los ponchos negros, la
sobriedad y otras menudencias, teníamos también en claro que había que hacer
música instrumental y cantada, pero todas estas cosas no se habían consolidado
todavía en un estilo. Nuestro éxito en el festival, se debía principalmente al ímpetu y a
la libertad con que cantábamos, pero había todavía muchas cosas que no
dominábamos.

Víctor, por su lado, había tenido ya una experiencia de trabajo con otros grupos
musicales, pues había pertenecido al conjunto Cuncumén, grupo de música y baile
folklórico que marcó toda una línea de trabajo dentro de la música popular chilena.
Este grupo había trabajado con Violeta Parra, y de él salieron varios excelentes
intérpretes y creadores de música folklórica... Al igual que nosotros, él no había
estudiado nunca música, su relación con la música era intuitiva, y provenía de un
contacto vital y directo con los cantores y poetas populares: su madre había sido
cantora en la región de Chillán, no lejos de donde había vivido la propia Violeta. Él
mismo había nacido en esta tierra, en la que había pasado sus primeros años y hacia
la que se había dirigido su interés como investigador folklórico. Esto le había dado un
conocimiento profundo del canto campesino, que en ese momento constituía buena
parte de su repertorio. Por otra parte, él ya había iniciado su carrera de director de
teatro, y había conocido sus primeros éxitos montando algunas obras basadas en la
vida campesina. Sus estudios de teatro le habían dado un método de trabajo de grupo,
que pronto se trasladó a nuestra propia experiencia, y fue uno de sus principales
aportes a nuestro desarrollo. Todas estas cualidades lo señalaban como un excelente
colaborador, que muy pronto se transformó para nosotros en el quinto integrante,
pues nuestras aspiraciones se fundieron y nuestras experiencias comunes comenzaron
a cambiar profundamente la eficacia de nuestro trabajo. Él fue nuestro director
durante varios años: en ellos se forjó definitivamente nuestro estilo, y en ellos
aprendimos lo indispensable para transformarnos verdaderamente en un grupo
artístico serio.

Me imagino los comienzos de la vida de Víctor. Su padre era inquilino en un fundo de


María del Carmen, y probablemente fue allí mismo donde él vino al mundo. No se sabe
bien ni cuándo, ni dónde, porque su nacimiento sólo fue registrado después, cuando su
familia se trasladó a Santiago. Cuando él tenia doce años, sus padres emigraron a
Lonquén, cerca de Talagante, no lejos de Santiago, en la hermosa región que riega el
río Maipo. En este lugar, su padre encontró trabajo en la hacienda de los Ruiz-Tagle,
aristocrática familia de la región, donde Víctor vivió casi toda su infancia. Este paisaje
campestre, enmarcado siempre por los cerros que encierran el valle central de nuestro
país, embellecido por los álamos y sauces llorones, es lo que aparecerá siempre como
fondo, a veces cantado, otras veces callado, de sus canciones campesinas. Hay que
imaginar las pequeñas casitas de los campesinos del fundo, construcciones siempre de
adobe o de madera, casi confundidas con la tierra donde se levantan. Junto a ellas,
siempre una pequeña chacrita, cuyo derecho a la explotación muchas veces es la única
retribución que recibe el hombre de campo por su trabajo. Más allá, un pequeño horno
de barro, donde todos los días se cuece el pan, alimento principal de la familia. En el
patio, por todas partes, las gallinas, los gansos, patos y otros animales domésticos,
viviendo en singular armonía con los habitantes de la casa, como si todos fueran parte
de un mismo clan. El perro durmiendo en un rincón, el gato sobre el techo, y a veces,
en un pequeño corral, el chancho, que será faenado cuando la ocasión propicia se
presente. Sobre las tejas de algún improvisado gallinero, el maíz secándose al sol y las
trenzas de ajo colgando de los muros blanqueados con cal. Los ruidos no faltan:
ladridos, reclamos de los gansos, quiquiriquí del gallo y gritos de la madre llamando al
hijo para que le vaya a comprar al pueblo. Frente a la casita, el camino de tierra por
donde pasan a veces piños de ovejas, algunas vacas, o la carreta con bueyes, que
conecta a la familia con ese mundo lejano que se avista a lo lejos. Camino de trumao
al que Víctor en algún momento le cantará.

Me imagino también la canción de los comienzos: una mujer saliendo de su casa con la
guitarra en un brazo y arrastrando a su hijo de la mano. Después, ella misma cantando
en los bautizos, en las bodas, en los velorios, en las festividades del pueblo, en las
iglesias, en improvisadas ramadas, para que bailen, para que canten, para que se
alegren, para que se olviden, para que recuerden, para que rían, para que sueñen...
Después, volviendo por el camino polvoriento, con el pelo revuelto y el rostro cansado,
la guitarra de nuevo encerrada en su estuche hecho harapos, la mirada ausente,
alguna lágrima recuperada por la tierra y algún suspiro al detenerse un solo instante,
para volver a retomar la marcha interminable... El niño, suspendido de su mano
temblorosa que la mira silenciosamente...

Y así se llega en Ñuble a la canción: un día la madre sale. El niño, venciendo sus
temores, se acerca cautelosamente al viejo estuche guardado en un rincón; los
fantasmas se disipan. Toma el objeto, lo deposita en el suelo y la abre. En sus manos
por fin la hechicera, que desgrana sus notas como luces encantadas en la pieza
solitaria. Con su mano pequeña, va tañendo las cuerdas desordenadamente, tratando
de imitar el rito que tantas veces ha observado en silencio. El sonido que abre las
puertas de un mundo desconocido. El silencio es mentira: sólo existe la voz y la
guitarra. Una lámpara en ese mundo miserable, una luz por fin bajo sus ojos
extasiados.

Después, mucho tiempo después, vendría Violeta, Margot, y sobre todo Omar, un
amigo de la población, que tocaba la guitarra y que lo iniciará en la música, donde se
cumplirá su destino: “yo andaba siempre con mi madre que era cantora, y la
acompañaba en fiestas y velorios. Después nos vinimos a Santiago, al barrio Pila, y ahí
Omar Pulgar me enseñó a tocar la guitarra de oído”.

Para Víctor, como para Violeta, el canto era una manera de recuperar la memoria de
los orígenes. Lejos ya del campo, transformado en hombre de la ciudad, en estudiante
de teatro, en medio del tumulto santiaguino, comenzará a buscar esa raíz perdida; por
eso hay una unidad entre sus primeros trabajos en teatro y sus primeras canciones,
son encuentros con los surcos de su tierra natal que reaparecerán incansablemente a
lo largo de toda su truncada vida.

El grupo Cuncumén, en el que comenzó a cantar más en serio, era también muy
cercano al ambiente campesino: artísticamente trataba de reconstruir en la escena una
fiesta de este mundo rural, basándose en investigaciones serias del folklore chileno, y
manteniendo un extremo purismo en sus presentaciones. Huasos, gañanes y chinas,
sentados todos alrededor de un salón imaginario, iban reviviendo las ceremonias más
significativas de la vida campesina, con canciones y bailes que hablaban de la siembra,
de la cosecha, del paisaje o del amor. En un extremo, un subgrupo cantaba
acompañándose de guitarras o de arpa: voces femeninas y masculinas, separadas en
primeras y segundas voces. En el centro, las parejas ordenadas de diferentes maneras
según el baile, y luciendo trajes típicos: colores, ligeras armonías, ingenuidad,
picardía, movimientos no exentos de una cierta belleza. Víctor cantaba y bailaba —era
un excelente bailarín folklórico— de donde su contextura atlética y robusta. Es
trabajando en este grupo tradicional, que él, en 1959, comenzará a componer sus
primeras canciones; pequeñas obras indistinguibles de sus hermanas folklóricas,
algunas de ellas hoy día probablemente confundidas en el repertorio anónimo popular.
Eso es lo que siempre ocurre con la materia del arte autóctono, es greda anónima, que
lentamente va formándose, hasta germinar de pronto en poesía profunda y definitiva.
Felizmente en este caso, la pureza folklórica nunca quedará olvidada, y pasará a ser
material de ese telar de sueños donde se hilarán las canciones que vendrán después.

Víctor alcanzó a vivir casi diez años en el campo: la luz, el aire pleno, los árboles, el
río, la noche, la pobreza, el hambre, el miedo... Salir con los pies descalzos a correr
por los campos, juntar leña por allí, cerca de la ribera, sentarse junto al arroyo,
bañarse allí con los amigos, mojarse, reírse, corretear a los pájaros, subirse al nogal,
robar naranjas o duraznos, hacerse ojotas con pedazos de neumático, poner trampas,
ser bandolero, montar a caballo, esconderse de “los grandes”, ser un gorrión feliz,
cazar lagartijas para asustar a la hermana, y sobretodo, huir, huir, huir, como un
conejo, cuando su madre desde la casa lo llama a voces para regañarlo. Huir a lo más
lejano, allá, detrás del cerrito, más allá de la vida, hacia la roca encantada, la “Pisada
del diablo”, donde está la cruz que espanta a los malignos y es refugio para los que se
fugan. Y allí, quedarse largo tiempo tirado sobre las piedras, mirando el cielo que va
cambiando de colores, hasta que todo se oscurece y el miedo lo obliga a uno a volver a
buscar el mundo... Y entonces, encaminarse hacia la casa, mirando hacia atrás cada
cierto tiempo, y rogándole al “Ángel de la Guarda” que lo proteja con su dulce
compañía... Pero el peligro está allí delante, cuando por fin su madre lo sorprende y
hace restallar en el aire el sonido terrible del chicote.

En la casa, Víctor duerme con su hermano, en la misma pieza de sus padres: no hay
más camas, no hay más espacio, no hay dinero... apenas hay comida. A veces, en
medio de la noche, acurrucado en su rincón, escucha a su padre que entra a
trastabillones en el cuarto. El pobre hombre, cansado de la vida, de la miseria, de la
falta de ilusiones, trata de ahogar su desencanto en el alcohol. La madre, que a duras
penas trata de imponer un poco de estabilidad en su hogar casi deshecho, lo recibe
regañando. El hombre, demasiado borracho, responde con golpes ciegos. Golpes y más
golpes. Algunos dan en el blanco. Gritos, llantos, insultos... silencio... terrible silencio
de noches en vela, buscando a ciegas la salida del espantoso laberinto.

Otras veces es la trilla: mientras los caballos galopan sobre las espigas recién
cortadas, el padre ayudado por los vecinos, todos armados de largas horquetas, van
volteando el trigo sobre el campo circular. Todo el mundo bebe, celebrando la fiesta de
la tierra. En la noche, después del arduo trabajo, todos tendrán por una vez buena
comida y vino tinto, mientras la madre, principal protagonista de esa hora, con su
guitarra rescatada del olvido, pintará el cielo oscuro con todas las estrellas de la cueca.
El canto campesino, el elemento antisupersticioso como crítica de un ejercicio
retardatorio de la religión, la denuncia de la miseria, y finalmente, la esperanza
profunda en la fraternidad de los hombres, no son para Víctor descubrimientos
intelectuales, sino ideas que han ido surgiendo en el duro ejercicio de vivir. El dolor
puede ser germinador de un canto, un necesario paso hacia la vida, la condición para
crecer y caminar creando.

Su primer encuentro con el teatro fue a través de los mimos de Noisvander, verdadera
escuela de este arte, con filiación directa con la del gran Marcel Marceau, quien
despertó en Chile el interés por esta disciplina. Víctor trabajó en esto durante todo el
año 56. En 1957, su interés por lo teatral lo lleva a matricularse en la Escuela de
Teatro, donde estudiará hasta 1962. Las primeras obras importantes que dirigió fueron
“La Mandrágora” y “Parecido a la felicidad”, del dramaturgo chileno Alejandro
Sieveking, quien será uno de sus más fieles amigos. Su examen como actor fue
interpretando uno de los personajes de “Los cuatro generales”, de Peter Ustinov, pero
su primer gran aporte al teatro chileno será la dirección de la obra “Ánimas de día
claro”, la cual se presentó por primera vez en diciembre de 1962. Esta obra fue
importante para él, pues está basada en la mitología folklórica de Talagante, que Víctor
conocía al dedillo, por ser el lugar donde pasó su infancia. Esto le permitió incorporar a
la escena todas sus vivencias, dándole a la obra una veracidad que de otro modo ella
jamás habría alcanzado. Más adelante, vendrán muchos otros éxitos teatrales: en el
65, ganará dos premios de la crítica especializada, y en el 66, será elegido para
trabajar en el montaje chileno de la obra de Peter Weiss, “Marat-Sade”. En su carrera
teatral se aprecia una clara tendencia hacia lo social y hacia el espectáculo de grandes
masas, donde siempre desplegó una notable creatividad.

MANIFESTACION DEL PRIMERO DE MAYO, 1967: VICTOR JARA CON EDUARDO


CARRASCO
Foto: Patricio Guzmán

De sus terribles experiencias de niño fue surgiendo su arte. En algunos, la violencia de


la vida se queda atragantada como un grito muerto que humedece los ojos y detiene
los pasos, pero de la que no salen palabras. El hombre herido muchas veces trata de
buscar otras salidas, busca olvidarse de sí mismo, encerrándose en espacios sin
música, sin poesía. En muchos casos viene la huida hacia el vino, hacia la histeria de
unas horas de placer, en las que nada se descubre. Pero en Víctor todas estas
decepciones se convierten en arte. No así su hermana, la cual, salida como él de ese
medio oscuro, no tuvo fuerzas para romper el huevo. La pobreza la persiguió como un
espantoso espectro y así se fue destrozando poco a poco, hundiéndose en el mismo
fango del que huía, muriéndose de sí misma en cada instante. Su drama no era
soportable: violada a los trece años, su desequilibrio la empujó a golpear las puertas
de la muerte en tres oportunidades, de las que fue salvada por milagro. Tuvo hijos,
que quedaron abandonados mientras ella huía hacia la locura. El alcohol la fue
destruyendo, hasta que un día, por fin terminó con su pobre vida. De estas
experiencias, Víctor fue aprendiendo a hacer canciones.

Después vino el amor, que nació junto con sus primeras canciones, en 1960. Se
enamoró de una bailarina. Todo parecía indicar que esta historia sería transitoria, una
aventura como tantas otras, besos fugaces, caricias pasajeras, escenas de siempre
para los eternos coleccionadores de recuerdos. Pero la cosa tomó inesperadamente un
carácter serio, el embrujo aquí actuó de modo diferente, y Joan se unió a su vida
definitivamente. Para Víctor, este amor será durante largo tiempo su refugio más
preciado. De él irá sacando las fuerzas para enfrentar las pequeñas y grandes
dificultades de la vida. A partir de ese encuentro, todo será más diáfano. Por eso, de
una primera separación, en 1961, cuando el Cuncumén programa una larga gira por
Europa, nace una primera canción de amor, “Palomita verte quiero”, que marca el
punto de partida de su creación más personal.
Junto a todas estas experiencias, que fueron acercándolo a su destino de artista,
también vinieron las primeras vivencias políticas. Desde muy joven, Víctor se había
vinculado con las organizaciones de jóvenes revolucionarios. Estas militancias serán
fugaces, pero dejarán su huella, la vida lo requiere desde muchos lados y su respuesta
política se irá ordenando con los años, hasta aparecer como una actitud definida, a
mediados de los años sesenta. Lo importante es que su decisión está hecha desde sus
primeros pasos en la vida, y a ella se mantendrá fiel hasta el último instante.

La “Canción del minero”, que fue una de las primeras canciones que nosotros
montamos con él, es la que inicia la larga serie de canciones de lucha. Seguramente
Víctor había leído los libros de Baldomero Lillo, que relatan escenas de la vida de los
mineros, testimonio dramático de la despiadada explotación sufrida por los obreros
chilenos. Esto debe haber despertado su solidaridad con ellos. La canción fue grabada
por primera vez por el conjunto Cuncumén, y clasificada en un género que Víctor
bautizó como “versos de rebeldía”.

En él, la conciencia política nace como un natural sentimiento de hermandad con los
que sufren, lo cual tiene su origen en su primera formación cristiana. En la soledad de
los campos, el sembrador se vuelve hacia los cielos. Sus propias manos no podrán
darle lo que él hubiera deseado de la vida. El mundo es inmenso, el dominio del sol se
extiende hasta más allá de lo imaginable, y la noche es tan impenetrable como el día.
En el centro de estos paisajes inagotables, él, con su semilla en la mano, no es más
que un signo opaco. ¿Dónde nace el dolor? ¿Dónde la vida? ¿Quién siembra los surcos
de la alegría? El hombre abatido se queda mirando la tierra, mientras los pájaros
huyen a esconderse allá lejos, detrás de los cerros. Entonces no queda otra cosa que
volverse hacia los que dan respuestas. Sólo la virgencita sanará a mi pobre vieja, el
hijo muerto se ha ido donde el niño Jesús, sólo el tatita dios nos salva de la penuria.

Víctor vio muchas veces a su padre en la iglesia: el hombrachón rudo, con velitas en la
mano, acercándose al altar de la virgen para pedirle humildemente a la madrecita de
dios, la ayuda y el amparo que los hombres no dan. Seguramente él también cerraba
los ojos y pedía por todos, bondades y sacrificios imposibles. Pero las cosas siempre
seguían igual. El dios sólo se hacía presente a veces, en las noches de invierno, cuando
aullaban los perros, y la madre les contaba los encuentros de Pedro Urdemales con el
diablo. Entonces, cuando la habitación era acosada por los fantasmas, las piadosas
invocaciones impedían que los demonios entraran. En medio de los crujidos que se
escuchaban por todas partes, él y sus hermanos terminaban la jornada
adormeciéndose junto al brasero, mientras la madre cambiaba las historias por
avemarías.

Más adelante, este dios campestre y esperanzador, fue resumiendo en sí todos sus
anhelos de justicia, de igualdad, de felicidad, y un arrebato de piedad y misticismo lo
llevará a encauzar toda su vida hacia la religión. Pienso que en ésta, le atraía
sobretodo lo que ella tiene de teatral, las ceremonias, los disfraces, el incienso, las
palabras sagradas, los libros mágicos, los objetos de culto, aunque también la vocación
de amor, de fraternidad y amistad. Más tarde, en el seminario donde entrará a
estudiar, sufrirá grandes decepciones: la atmósfera de disciplina, más formal que
verdadera, el clima de prohibiciones y de reglamentos, la hipocresía reinante, lo harán
huir pronto de allí, espantado. La moralina de algunos preceptores, la inconsecuencia
de otros, transformará su fervor religioso en una fobia anticura que tardará años en
desaparecer completamente. Lo que nunca desapareció en él, fue su espíritu religioso,
que siguió revelándose claramente en algunas canciones, aunque sin vincularse con
ningún credo específico. La “Plegaria a un Labrador” es una muestra de ello.

Cuando nosotros nos encontramos con Víctor, todos estos aspectos de su vida ya
habían encontrado caminos de expresión; por eso, él pudo entregarnos más libremente
el resultado de su inapreciable experiencia. Con él, revisamos todo lo que habíamos
hecho hasta ese momento, remontando muchas de las canciones que nosotros
habíamos tomado como incuestionables aciertos. Para trabajar, nos trasladamos al
sitio donde él colaboraba con otros grupos folklóricos, la Casa de la Cultura de Ñuñoa.
Nuestra sala de ensayos, donde tanto nos habíamos reído, quedó transformada en un
pequeño salón, donde a veces nos reuníamos a conversar, pero donde ya no se nos
hubiera ocurrido más trabajar seriamente. Por las ventanas de la enorme casona
donde Víctor enseñaba bailes folklóricos, espiábamos su trabajo hasta que éste se
terminaba y veíamos por fin salir a los bailarines de la sala. Entonces, entrábamos
nosotros, y reunidos alrededor de una estufa eléctrica, que nunca calefaccionó ni
siquiera medianamente bien este inmenso lugar, nos poníamos a trabajar. Lo
interesante de este sitio, que también servía a veces de sala de exposiciones, era el
eco, efecto tras el cual siempre andábamos cuando se trataba de escucharnos, y que
en este caso se adecuaba perfectamente a nuestras necesidades.

FOTO DE CONTRAPORTADA DEL DISCO "QUILAPAYUN I", 1967:


CARLOS QUEZADA, JULIO CARRASCO, EDUARDO CARRASCO Y
JULIO NUMHAUSER

Lo primero que Víctor nos enseñó, es a trabajar disciplinadamente, tomando


estrictamente en serio nuestra ocupación. Si no hubiera sido por él, habríamos llegado
a algo así como la constitución de un grupo circense, o a un conjunto de música bufa,
pero no habríamos pasado de allí. Lo fundamental para nosotros era reírnos, tanto es
así, que lo primero que hizo Víctor fue disciplinar la risa. Como prohibirla
absolutamente era imposible, nos propuso establecerle un tiempo. Mientras
trabajábamos, quedó estrictamente prohibido hacer bromas o chistes con las palabras
de los compañeros, o cambiar los textos de las canciones con intenciones burlescas. O
sea, cuando digo que con Víctor comenzó el trabajo en serio, esto hay que entenderlo
literalmente. Establecimos horas estrictas de comienzo y de término de los ensayos, y
una serie de pequeñas normas, que no nos han abandonado desde esa época, y,
aunque les parezca poco creíble, son las bases más importantes de nuestro trabajo.
Una norma de oro, por ejemplo, es que el punto de partida de la música debe ser el
silencio. Cosa muy simple, pero muy eficaz: en un ensayo de músicos, por lo general
no hay solución de continuidad entre el hablar, el ruido desordenado de comentarios,
correcciones de la afinación de los instrumentos, risas, etc. y el comienzo de la música.
Cuando, por el contrario, se parte del silencio, la concentración es completa. No hay
que olvidar que en todas las artes temporales, la concentración es el elemento
fundamental de la fuerza interpretativa. Hacer música es como construir una escultura
con el humo del tiempo, la concatenación de cada instante es tan fundamental, que si
no somos cautivados por el sonido desde el primer momento, después será imposible
rehacer lo ya andado. Nosotros no teníamos idea de estas cosas, y Víctor, que había ya
hecho su experiencia en el teatro, nos enseñó a respetarlas estrictamente. A pesar de
que entre nosotros no había ni podía haber habido poderes dictatoriales, el trabajo con
él nos obligó a un rigor completo. Todo esto nos dio una mayor conciencia de que
éramos artistas y de que nuestro trabajo tenía que atenerse a una disciplina de la que
no podíamos prescindir. Al cabo de una hora, nos dábamos una pausa, y llegamos a tal
grado de perfección en nuestras exigencias, que en un segundo volvíamos a ser los
mismos de antes: desde la primera frase después de la música, como si hubiéramos
estado esperando el instante liberador con el chiste en la punta de la lengua, se
desencadenaba el proceso hilarante con la fuerza acostumbrada. Terminado el tiempo
de recreo, desaparecería de todos los labios hasta el más mínimo esbozo de una
sonrisa, y de un expectante silencio se desgranaba de nuevo la música. Aunque
nuestro arte era pequeñito, aunque nuestra búsqueda recién fuera jalonando pequeños
descubrimientos armónicos, que en el fondo no eran otra cosa que descubrir la
pólvora, nació en nosotros una conciencia artística que nos fue exigiendo desarrollar
nuestra técnica musical. Así fuimos extrayendo de nosotros mismos, nuevos recursos
expresivos, que, aunque no nos hicieron perder nuestro carácter de conjunto musical
amateur, nos fueron dando un sonido de verdaderos profesionales de la canción
popular. Quedó muy atrás el período de hobby, de entretención de fin de semana.
Aunque nosotros no extraíamos nuestro pecunio del canto, nos dimos exigencias de
grupo serio, y tratamos de apartar de nuestro camino todo relajo y toda mediocridad.
Por eso, todo lo que antes habíamos hecho tuvo que ser revisado, para levantarlo
sobre las nuevas bases.

Para Víctor este trabajo también fue un descubrimiento. Él era solista, y lo que había
hecho con el Cuncumén, o con otros grupos, no le había exigido desplegar sus talentos
de músico. Lo nuestro fue para él una experiencia enriquecedora, hecha de pequeños
hallazgos, de nuevas melodías que surgían cada día, y de nuevas ideas de canción,
que respondieron a nuestras necesidades como grupo. Es interesante señalar que
muchas de las canciones que él creó en esta época, ya no tienen un sentido solista,
como las anteriores; suponen la inclusión de coros, de respuestas, de
instrumentaciones más complejas. Por eso, no es exagerado decir que en todo este
período hubo mutuas influencias, e intensa colaboración musical y poética. Aunque él
no sabía música, tenía una sensibilidad muy delicada, y no se equivocaba en sus
criterios artísticos. Esto mismo fue importante en los resultados de nuestro trabajo:
probablemente, si él hubiera sido un sabio musical, nuestro propio desarrollo se
hubiera entrabado, él se habría limitado a imponer sus arreglos y sus creaciones. Esto
no fue así, lo que nos permitió aportar al trabajo común, ordenándonos a su criterio,
pero creando según nuestras posibilidades. Con una metodología de trabajo, esto era
posible: el trabajo colectivo depende fundamentalmente de un orden, de una
jerarquización, con vistas a realizar las mejores ideas que se van presentando. Esto es
lo que nos permitió a nosotros, encontrar nuestro camino propio.

Lo que descubrimos por aquella época, visto con la mirada de hoy día, eran cosas
simples, pero que solucionaban nuestros problemas con gran eficacia y con innegable
creatividad musical. Víctor era un excelente guitarrista, el único de los artistas chilenos
de esa época que fue capaz de conseguir con su instrumento un estilo personal. Esto
nos ayudó, pues nos fue enseñando hasta qué punto la fuerza de todo arte depende de
los ínfimos detalles, en este caso, del peso de la mano sobre las cuerdas, de la
movilidad de la mano hacia abajo o hacia arriba, de la agilidad de cada dedo, de la
posición del codo, etc. etc. Más adelante, esta misma idea se fue trasladando hacia
todos los aspectos de nuestro trabajo, impulsándonos a descubrir los poderes mágicos
de cada uno de los recursos escénicos.

Esta época de trabajo con Víctor fue una de las más fructíferas que hayamos tenido,
no tanto por sus resultados concretos en cantidad de canciones, o por los avances
técnicos conseguidos, como porque en ella sentamos las bases de toda nuestra
evolución artística posterior. Con él descubrimos las verdaderas raíces del canto
chileno, al mismo tiempo que las posibilidades de desarrollo artístico: en la sola
delicadeza con que él tomaba la guitarra para ponerse a cantar, descubrimos cosas
que todavía no se enseñan en los conservatorios y que probablemente nunca se
enseñarán. De esta época, todavía hay algunas canciones en nuestro repertorio, lo que
demuestra que a pesar del paso del tiempo y del largo camino hecho en todos estos
años, esas invenciones todavía conservan su valor intacto.

Víctor fue el director que nosotros necesitábamos: no un tipo que impone una idea que
ya tiene en la cabeza y que la realiza con otros tipos que son sus instrumentos, sino un
colaborador que participa en un proyecto común y que orienta las cosas en el sentido
de su propia evolución natural; como una fuerza que empuja a la semilla a ser el árbol
que tiene que ser, y no el que ella misma caprichosamente decida. Esto es la
verdadera experiencia de trabajo colectivo, en la cual, de lo que se trata es de que
cada uno de los participantes expanda sus propias potencias creadoras.

Como hombre de teatro que era, nos enseñó también muchas cosas; por ejemplo, que
un conjunto de voces tan viriles, tan agresivas y contestadoras, no podía pararse de
cualquier modo en el escenario, que la actitud corporal tenía que corresponderse con el
contenido de lo que se estaba cantando, que no da lo mismo cualquier tipo de
iluminación o cualquier fondo de escena, que hay que tratar de obtener impresiones
precisas en el espectador, que la expresividad depende de la fuerza interior, de la
convicción que uno mismo tenga, pero también de innumerables factores externos,
que nada tienen que ver ya con la intención o la veracidad del que canta. Todas estas
cuestiones fueron incorporándose a nuestro trabajo en el escenario y han marcado
nuestro estilo hasta hoy mismo. El arte no está en lo grueso: lo burdo puede hacerlo
mucha gente, lo que diferencia al auténtico trabajo artístico es el dominio de todos los
factores que entran en la consecución de su objetivo, el control ejercido sobre cada
uno de los aspectos que dan sentido, sobre todos los detalles portadores de
significación. De ello depende que la poesía despliegue su fuerza en la escena, de eso
depende que el canto se haga o no verdad. Extraña cosa esta de que sean los mismos
poderes de la ilusión y la apariencia, los que permiten mostrar la realidad en cuerpo y
alma, pero es esto en el fondo lo que define la verdadera vocación hacia el arte.

Por esa época también quisimos redefinir más claramente nuestra idea, y fue el propio
Víctor el encargado de hacerlo. Nos sentíamos libres en el tratamiento de nuestras
propias creaciones, buscábamos incluso salirnos de lo que se entendía entonces como
característico de la canción popular, pero por otro lado, queríamos guardar nuestra
fidelidad a las raíces folklóricas, y por eso conservábamos un gran respeto por la
pureza original. Nuestra libertad no la entendíamos como una licencia formal para
hacer más “popular” nuestra música, no había en nosotros en esa época ninguna
transigencia hacia el gusto popular. Frente a éste, teníamos todavía grandes dudas, y
la razón de ello, es, que este “gusto popular” ignoraba o despreciaba lo que para
nosotros era lo más auténtico. Más adelante, estas ideas se fueron adaptando mejor a
nuestro medio. El resultado de todo este programa, fue nuestro primer disco en la casa
Odeón, actual , a la cual nos presentó el mismo Víctor.

Nuestro trabajo en la escena se transformó en algo muy riguroso y preciso: al principio


nos costó hacer naturales, actitudes que habían sido largamente estudiadas en los
ensayos, una especie de mecanismo de relojería, en el que cada uno de nosotros
cumplía un rol definido. En tal parte de la canción había que mirar hacia el frente,
después había que cambiar de posición, después teníamos que tomar la guitarra de tal
o cual modo, había que cerrar los ojos y abrirlos en tal palabra, después venía el
cambio de instrumentos, los desplazamientos detrás del que quedaba anunciando la
próxima canción, las frases claves que había que aprenderse, etc., etc. Este trabajo
minucioso fue armando espontáneamente un recital, y por eso, a partir de aquella
época, nuestro medio de acción se fue desplazando paulatinamente, desde las peñas,
hacia el teatro, que es en definitiva el lugar más adecuado para realizar nuestro
proyecto artístico. Aunque a menudo se ha impuesto una imagen del Quilapayún como
grupo de grandes manifestaciones de masas, de concentraciones con puños elevados y
consignas, esta simbología de la que no renegamos, no corresponde exactamente a
nuestro cometido más profundo. Es verdad que la vida nos ha empujado a estas cosas,
las cuales han sido parte importante de nuestro trabajo, pero la verdad es que nuestro
movimiento más espontáneo es hacia el teatro, hacia la escena, hacia ese espacio
donde rigen las leyes de la fantasía y del sueño, donde la imaginación es reina, donde
vamos creando nuestros propios personajes, y donde se potencia al máximo la fuerza
de toda poesía. El Quilapayún es casi un grupo de teatro, y esto es verdad, hasta el
punto que en el disco siempre hemos chocado con dificultades de expresión que nunca
hemos sido capaces de superar. Este sentido teatral, que hoy día se ha ido afirmando
con mayor fuerza, comenzó a forjarse en nuestro trabajo con Víctor, de donde la
importancia para nosotros de estos años de primicias.
EQUIPO "QUILAPAYUN" PARTICIPANDO EN EL
CAMPEONATO DE BABY-FUTBOL DE REVISTA RITMO.
1967

Lo divertido es que todos estos planes y estas realizaciones que íbamos descubriendo
en nuestros ensayos, la mayor parte de las veces se quedaban en nuestro restringido
círculo, pues en el Chile de esa época era extraordinariamente difícil encontrar un
teatro que se interesara en nuestras presentaciones. Esto nos obligaba a recurrir
todavía a las peñas, las cuales limitaban completamente nuestros propósitos. Casi
todos los sábados nos juntábamos en alguna casa y salíamos en varias citronetas, con
Víctor a la cabeza, en búsqueda de algún lugar donde cantar. En una sola noche nos
hacíamos hasta tres o cuatro peñas en nuestra incansable caravana musical.
Cantábamos nosotros, cantaba Víctor y al final cantábamos juntos. Si alguno de
nosotros no podía unirse a la romería, Víctor lo reemplazaba. Así nos fuimos formando
un repertorio común. En nuestro primer disco, como tuvimos una baja en medio de la
grabación, Víctor grabó varias canciones, y en el primer disco suyo, que él realizó
cuando recién comenzábamos a trabajar juntos, nosotros también lo acompañamos en
algunas canciones. Este intercambio fue siempre positivo y amigable. Jamás hubo
entre nosotros fricción ninguna en lo qué respecta a su carrera como solista. Algunos
han intentado explicar nuestra separación posterior, inventando un conflicto entre
nosotros por causa de supuestas presiones que le habríamos hecho para que se
integrara al conjunto. Esto es completamente falso: jamás se planteó entre nosotros
tal posibilidad. Por el contrario, siempre fue claro para ambas partes, que nuestros
caminos eran paralelos, pero que no podían confundirse; transformar a Víctor, que era
un formidable solista, en miembro de un grupo, habría sido un error imperdonable.
Sobre la escena, él se bastaba a sí mismo, y si bien nuestra colaboración podía apoyar
en algún aspecto su trabajo, ella no era indispensable. Más adelante, cuando Víctor
trabajó con otros grupos y su música siguió otros derroteros, este acerto quedó
ampliamente demostrado. El único verdadero conflicto que tenía Víctor en esa época
era la doble dirección que tomaba su vida, escindida entre el teatro y la canción: por
alguna razón que nunca comprendimos bien, él no podía aceptar cómodamente que no
todas sus fuerzas se emplearan en avanzar por un solo sendero. Seguramente, el
teatro era muy absorbente, y cada vez le dejaba menos espacio para su otra actividad,
que era donde hasta el momento él había ejercitado al máximo su creatividad. Muchas
veces nos pidió consejo, pero nosotros no podíamos ayudarlo verdaderamente. De
todos modos, si él hubiera elegido el teatro, dejando de lado la canción, habríamos
comprendido perfectamente, y aunque sintiéndolo, por la separación que esto
implicaba, lo habríamos empujado a seguir su camino. Felizmente siguió adelante con
sus dos amores, y supo multiplicar sus talentos en ambas rutas, hasta el final de su
vida.

Para quien nunca lo conoció, diremos que era un hombre de mediana estatura,
bastante ágil de movimientos, con una cierta tosquedad en el cuerpo, una cabeza bien
plantada en un cuello robusto, con los cabellos negros y crespos, y una nariz de alas
anchas. En el rostro, con algún dejo indígena, pero sin nada típico araucano, lo más
notable era su sonrisa, los labios más bien gruesos, y su perfecta dentadura. Los ojos
oscuros, los rasgos finos, una actitud siempre un poco retraída, como pensativa. La
imagen más característica que nos ha quedado de él, lo presenta en una noche
brumosa de invierno o de otoño, enfundado en su montgomery verde, con la guitarra
en la mano, y siempre solo. Era más bien un solitario, no buscaba a la gente, y no era
hombre de fácil acceso. A pesar de la tosquedad natural de su carácter, había en él
distancia y proximidad al mismo tiempo, como si dos fuerzas contrarias coexistieran en
él, lo cual, si se lograba atravesar el cerco, inspiraba un singular calor humano: la
simpatía venciendo a la hostilidad. Su reserva, que en algunos casos podía llegar a ser
francamente agresiva, unida a una gran finura interior, lo hacían un hombre de
sentimientos profundos, un ser que no quiere hacer concesiones, pero que tiene un
cierto temor de mostrarle al mundo su fragilidad. Era también un tipo muy cuidadoso
de su intimidad y muy poco bohemio, rara vez se quedaba conversando con la gente
después de las actuaciones, no iba a los cafés nocturnos, y en cuanto terminaba de
cantar, tomaba su automóvil y partía. Tampoco era un tipo que se aprovechara en
ningún sentido de su fama o de su éxito. Estas cosas parecían más bien molestarle, y
cuando alguien se acercaba a pedirle un autógrafo, lo más probable es que
rápidamente huyera; se abría a muy poca gente y siempre parecía guardar para sí un
lado de sí mismo. A pesar de que en muchas de sus canciones habla de su vida,
siempre lo hace con una secreta discreción, como guardándose un territorio para sí.
Trabajaba muchísimo, y lo hacía verdaderamente por vocación profunda, pues los
frutos de su esfuerzo rara vez tenían retribuciones materiales: durante años colaboró
con casi todos los grupos de la canción chilena, sentía la necesidad de comunicar el
resultado de sus investigaciones, y le gustaba empujar a la gente hacia las labores
artísticas. Lo que a nosotros más nos desconcertaba en él, era su temperamento
siempre cambiante, que podía pasar de un estado a su contrario, sin que nadie se
pudiera explicar la causa: de repente era una especie de oso taciturno, que no quería
hablar con nadie, de repente era un tipo alegre y expansivo que comunicaba su
luminosidad a todo el que se le acercara.

Por otra parte, era un hombre extremadamente puntilloso en su conducta moral,


tanto, que la pureza era una verdadera obsesión para él. Siempre se andaba
cuestionando acerca de los más mínimos detalles de su accionar: esto llegó a veces a
tales exageraciones, que nos causó problemas. Recuerdo, por ejemplo, lo enojado que
se puso cuando incluimos su nombre en el disco “Por Vietnam”. Se le había olvidado
que él, antes de partir a Inglaterra, había participado en algunos arreglos, y pensaba
que de no haber trabajado en el disco, era completamente inaceptable ser nominado
en él. Esto, que para nosotros era un pelo de la cola, aparecía para él como un
torturante conflicto. En todas estas cosas era muy sensible, y en realidad, de nada en
el mundo hubiera podido decirse que le importaba un bledo. Por eso, donde Víctor se
revela completamente, es cuando toca la guitarra: sus sonidos son puros, casi sin
ruidos parásitos, parecería que las cuerdas apenas han sido rozadas, que las notas
nacen espontáneamente del instrumento. Él era un hombre de arpegios, de cascadas
de notas que figuran movimientos cristalinos, no hay nada de pesado en su música, no
hay bosquejos o torpezas de ningún tipo. Su delicadeza es lo más notable de su
personalidad, lo cual, a pesar de la temática impuesta por la vida, lo lleva a una
música más que nada impresionista. De todos los que cantamos por aquella época,
Víctor era el más opuesto a la brutalidad militar.

Nos gustaba hacer fiestas, reuniones familiares en las que nos juntábamos con
nuestros amigos más próximos, y en las que terminábamos siempre jugando como
niños. Cualquier pretexto era válido, la salida de un disco, el fin de año, el aniversario
de alguno de nosotros, la vuelta de una gira, el anuncio de otra, o lo que
encontráramos. De una de estas fiestas nació una costumbre que todavía nos queda:
estábamos en la casa de Víctor. Como el padre de Joan, su mujer, había sido
anticuario en Londres, se conservaban en la casa una gran cantidad de instrumentos
raros, tambores africanos, bongoes y otros, los cuales, después de algunas copas
comenzaban a sonar. Esa vez, el entusiasmo atravesó los limites prescritos por la
cordura, y todos fuimos presas de un extraño rapto de música y ritmo: formamos una
larga ronda y comenzamos a bailar, cantando histéricas letanías a la manera de los
negros. Como los gritos y los acompañamientos rítmicos alcanzaron un grado de
agitación eléctrica, el baile se transformó en un verdadero delirio corporal, y sin darnos
cuenta, de repente nos encontramos todos en plena calle, dándole a los tambores
entre perros que ladraban, niños que nos seguían coreando nuestra alharaca, y
vecinos que miraban asustados, sin comprender a qué se debía esta desusada
batahola. Pasada ya la locura, que duró lo suficiente como para alertar a todo el barrio,
cuando tratamos de explicarnos lo que había causado tal escandaloso bochinche, no
encontramos otra razón que la procedencia de los instrumentos que nos habían
embrujado: habíamos sido convulsionados testigos de una revelación de los dioses
africanos. Estos se habían filtrado en nuestra fiesta, y nos habían elegido como
delirantes intérpretes de un eufórico mensaje. A partir de entonces, cada vez que
pasamos por una situación difícil y necesitamos una cura de frenesí, invocamos a estos
demonios, que se han revelado verdaderos amigos, y que siempre nos han devuelto la
tranquilidad en los momentos escabrosos.

En el plano estrictamente profesional, hicimos un buen trecho del camino juntos.


Nuestros primeros recitales, los cuales, según tengo entendido, fueron los primeros de
este tipo de música que se hicieron en Chile, se realizaron compartiendo el escenario
del teatro del Instituto de Extensión Musical de la Universidad de Chile. Después de
ellos, además de las caravanas semanales por las peñas de Santiago o Valparaíso,
comenzamos a dar recitales en las escuelas y facultades de las universidades. Nos
transformamos en un espectáculo unitario, y nuestro público se acostumbró a vernos
juntos. Así vivimos todo ese período de agudización de los conflictos sociales, e
hicimos el aprendizaje de cantores de masa, de intérpretes de la agitación que nos
rodeaba. Más adelante, el propio movimiento del que éramos parte, nos llevó a los
medios obreros, llegando a ser muy populares en todo el país. Actuábamos en
sindicatos, fábricas, en locales políticos y en concentraciones de todo tipo. Nuestros
conciertos eran organizados por las federaciones obreras, por las agrupaciones
estudiantiles, y por organizaciones variadas, que por aquella época surgían por todos
lados, dándole al movimiento de masas chileno, su característica espontaneidad.
Nuestra dirección hacia el movimiento social fue un proyecto expresamente formulado
y discutido ampliamente entre nosotros. Hacia ello nos llevó la experiencia vivida en
las luchas por la Reforma Universitaria. De estas quedaron varios testimonios
musicales, como por ejemplo, la canción “Mobil Oil Special”, que comenzaba
precisamente con la grabación directa de uno de los tantos enfrentamientos con la
policía, que casi todas las semanas tenían lugar en las universidades:

Los estudiantes chilenos


y latinoamericanos.
se tomaron de la mano
mandandirun dirun dán...

Como la Escuela de Teatro pertenecía también a la Universidad de Chile, Víctor no era


ajeno a ninguna de estas luchas. En esa época hicimos varias giras juntos, llegando
inclusive hasta Punta Arenas, en el extremo sur del país, donde vivimos aventuras tan
locas que por su incoherencia tendrán que quedarse por el momento en el tintero.

Hay una que sí vale la pena contar, porque muestra otro rasgo de la personalidad de
Víctor, que hasta ahora no hemos nombrado. Si alguna vez hablan ustedes con algún
habitante de la ciudad de Valdivia, se podrán dar cuenta de inmediato que los que allí
habitan, tienen una pésima imagen del Quilapayún. Les explico ahora la causa.

En aquellos remotos tiempos en que en Chile los habitantes de una provincia podían
proponerse libremente la organización de un concierto, un grupo de entusiastas
admiradores tuvo la excelente idea de formar en Valdivia un comité especial, para
hacer llegar a los oídos de los valdivianos, nuestro nunca suficientemente ponderado
espectáculo. La iniciativa había sido lanzada en grande. Todas las autoridades de la
ciudad habían comprometido su colaboración: se haría un gran concierto, con la
participación nuestra y la de otros artistas de la región. Los fondos recogidos se
entregarían a una hermosa obra de beneficencia. Nos contactaron, nosotros dimos
nuestro acuerdo, encantados, y todo se preparó convenientemente, para asegurar que
la loable iniciativa fuera coronada por el éxito. Estábamos ya en los preparativos de la
gira, cuando un día Víctor apareció en el ensayo con una carta en la mano, y con tal
cara de compungido, que todos quedamos intrigados. Nos explicó la situación: esa
misma mañana había recibido una carta desde la ciudad sureña de Los Ángeles, que
anunciaba la organización de un gran Festival Latinoamericano de la Canción, que
contaba ya con la asistencia de grandes artistas internacionales, y para el cual se nos
pedía la participación. Hasta aquí todo estaba bien; lo malo es que el día en que este
Festival debía tener lugar, era el mismo en que nuestros amigos valdivianos habían
programado nuestra visita. Para embrollar las cosas, los organizadores del Festival le
pedían a Víctor que hiciera de jurado junto a los mejores intérpretes de América
Latina, todos los cuales habían sido convenientemente invitados.

Estaba tan entusiasmado con la idea, qué nos solicitaba que canceláramos nuestro
compromiso con Valdivia, para que todos pudiéramos viajar a Los Ángeles. Las razones
eran evidentes: se trataba de un festival de nivel internacional, los invitados, según las
informaciones que nos daban, eran lo mejor del continente, el membrete que traía la
carta y las firmas de varias personalidades de la región, nos aseguraban que la cosa
era verdaderamente en serio. Discutimos acaloradamente los pro y los contra. A
nosotros se nos hacía difícil cancelar una actuación en la que nos habíamos
comprometido: quedaban pocos días y los organizadores de Valdivia ya no podrían
reemplazarnos. El asunto era espinudo. Por otra parte, nunca habíamos participado en
un evento internacional, y nos moríamos de ganas de conocer a toda esa multitud de
artistas que vendrían, desde diferentes países, a cantar por primera vez a Chile.
Estábamos completamente desconcertados. ¿Qué hacer? ¿A cuál de los dos eventos
asistir?

Los argumentos de Víctor se hicieron tan convincentes, su empecinamiento tan


insistente, que al final decidimos no contrariarlo e intentar explicarle el problema a los
amigos valdivianos. Estos últimos no sólo no nos comprendieron, sino que además,
cuando les anunciamos que no podíamos llegar al recital, por tener que participar en el
Festival de Los Ángeles, nos amenazaron con levantarnos un pleito y hacer una
campaña de desprestigio en contra nuestra. La conversación telefónica fue
interrumpida cuando los oprobios que nuestros ex admiradores nos lanzaron a la figura
mencionaron el punto por donde se hicieron madres nuestras madres... Pero en fin...
iríamos al ansiado festival y le mostraríamos a nuestros colegas latinoamericanos lo
que estábamos haciendo en Chile... Todo fue arreglado... sólo que surgió un problema
de último momento: los organizadores no habían tenido tiempo de arreglar los
problemas de pasajes, y nos pedían que nosotros los compráramos. En cuanto
llegáramos a Los Ángeles, nos devolverían el dinero. Como ya todo parecía resuelto,
esto es lo que hicimos, y una mañana partimos en tren hacia el ansiado festival. Para
llegar hasta allí, había que hacer unas cuantas horas de viaje, que nosotros
aprovechamos para darle los últimos toques a las canciones que íbamos a presentar
ante tan formidable auditorio. Cansados ya de viajar, con hambre y con frío, vimos por
fin como nuestro tren comenzaba a detenerse en los andenes de la ciudad de Los
Ángeles. Por la ventanilla miramos hacia fuera, buscando ayuda para bajar nuestro
incómodo arsenal de guitarras, bombos, tumbas, flautas y todo lo demás, pero no
pudimos ver a nadie esperándonos. Con grandes dificultades logramos bajar del
maldito tren, un poco molestos ya con la poca previsión de los organizadores.
Estábamos en esto, cuando de pronto junto a nosotros apareció un niñito de unos
trece años, muy bien vestido y peinado. Hablando como un señor y dirigiéndose
parsimoniosamente a Víctor, dijo: “buenos días, sean ustedes bienvenidos en nombre
del quinto año B del Liceo de Los Ángeles, organizador del primer festival de la canción
latinoamericana”. Quedamos atónitos mirándolo fijo. Se trataba de un colegio de
curas, y los niños que nos habían invitado a este cuento de rimbombante nombre, eran
los primeros sorprendidos de que nosotros tan fácilmente hubiéramos accedido a venir.
Efectivamente habían invitado a todos los artistas latinoamericanos, pero la única
respuesta positiva era la nuestra. A partir de ese momento, todo fue una catástrofe.
Por supuesto, nunca supimos del dinero de los pasajes. Las funciones tenían lugar en
la sala de actos del colegio, y lo más absurdo es que, como éste era de curas, nuestras
canciones fueron boicoteadas. Unas monjitas se encargaban de encender y apagar la
luz. Mientras cantábamos el “Santo Padre”, la canción de Violeta dedicada a Julián
Grimau, las religiosas escandalizadas nos cortaban la electricidad, de tal modo que
justo en la parte en que teníamos que cantar: “qué dirá el Santo Padre, que vive en
Roma, que le están degollando a su paloma”, quedábamos a oscuras y sin sonido. Esta
censura, que sobretodo era cómica, nos hizo festinar todo el espectáculo, que
terminamos de manera singular: nos vinieron tales ataques de risa en la escena, que
no pudimos seguir cantando. Las monjitas, que se habían tomado su cruzada muy en
serio, quedaron felices, y para darnos una última lección, metieron todos los
instrumentos en un camión, y nos llevaron a todos rápidamente a la estación. Cuando
esto ocurrió, eran las ocho de la noche: ¡el tren nuestro pasaba a las cuatro de la
mañana! Como a las doce, apareció de nuevo el compuesto enanito que nos había
recibido en la estación. Traía algunos sándwiches y bebidas. Nos dio la mano
solemnemente, y tan seriamente como nos había recibido, nos agradeció una vez más
nuestra presencia en nombre de su curso y desapareció. Nosotros estuvimos hasta las
cuatro de la madrugada observando a Víctor, que se paseaba de un lado a otro, más
ensimismado que nunca.

Era testarudo, pero felizmente esto no era su rasgo predominante. La mayor parte de
las veces era generoso. Lo que pasó con la “Plegaria a un Labrador” es una muestra de
ello.

En el año 1969, el periodista y hombre de radio Ricardo García, uno de los grandes
impulsores de la canción chilena, tuvo la loable iniciativa de organizar un festival, en el
cual se reunieran por primera vez todos los creadores e intérpretes de la nueva
música. Este evento, que se llamó Festival de la Nueva Canción Chilena, bautizó con
ese nombre al movimiento. Él pudo llevarse a cabo, con la ayuda de la Vicerrectoría de
Comunicaciones de la Universidad Católica de Santiago, la cual vivía en ese momento
intensas reformas, como todas las demás universidades chilenas. El Festival estaba
pensado con gran amplitud de miras, pero las autoridades universitarias, que temían
que la cosa se politizara en exceso, sacaron de la lista de invitados a todos los artistas
que parecían más peligrosos. Entre éstos estábamos nosotros. Hacía poco, había visto
la luz nuestro disco dedicado al Vietnam, con el cual nuestra imagen de revolucionarios
había quedado definida, transformándonos en un grupo de prestigio, pero muy
discutido en los ambientes que no eran de izquierda. Por lo tanto, quedábamos
excluidos del Festival...

Víctor sí había sido invitado. Desde que él había partido para Inglaterra a estudiar
teatro, nosotros habíamos comenzado a trabajar solos, y a su vuelta, nuestras
relaciones habían cambiado. Seguía dirigiéndonos, pero trabajaba mucho menos
directamente con nosotros. Nuestra sala de ensayos una vez más había cambiado, nos
habíamos trasladado a un pequeño cuarto, encima de un garaje, lugar inhóspito, qué
transformamos como pudimos con la decoración acostumbrada. Para subir a él, se
utilizaba una escalera que subía y se bajaba desde arriba, como en los entretechos, de
modo que cuando la dejábamos descolgada, de repente, en medio de un ensayo,
veíamos aparecer la cabeza de algún visitante por el agujero de la entrada. Se nos
ocurrió que algunas telarañas podían llegar a tener un valor ornamental, y las
dejamos, aficionándonos a una familia de arañas, que durante muchísimo tiempo
trabajaron en su telar sin ser molestadas. Por un pequeño círculo abierto en el muro,
podíamos ver desde arriba un trocito de calle, pero lamentablemente este ojo de buey
no alcanzaba a descubrirnos la entrada al lugar. Si alguien golpeaba, había que bajar a
ver quién era. Lo único valioso de este lugar, era un muro, donde José Miguel
Arguedas, el escritor peruano, nos había escrito un largo poema en lengua india,
saludando nuestra música. El resto eran muebles viejos, sillones desvencijados, un
colchón donde nadie quería sentarse, porque albergaba entre sus lanas todas las
pulgas del barrio, una nueva rueda de carreta, y las viejas botellas con velas en el
gollete, sin las cuales no podíamos cantar.
VICTOR JARA Y QUILAPAYUN CANTANDO "PLEGARIA A UN
LABRADOR" EN EL PRIMER FESTIVAL E LA NUEVA CANCION
CHILENA, 1969

Cuando Víctor llegaba al lugar, su presencia se anunciaba por una sucesión de ruidos:
el motor de la citroneta que doblaba la esquina y se detenía frente a la puerta, el
portazo, y las llaves que sonaban cuando cerraba el vehículo, los pasos que se
acercaban por la calzada, el estrépito que hacía la puerta de metal, que se enrollaba
hacia arriba para abrirse, y volvía a desenrollarse para cerrarse, los crujidos de la
escalera que se bajaba con la cuerda, y finalmente, los sonidos de la ascensión
interrumpidos a veces con un ¡Mierdas! cuando el zapato no se juntaba con el escalón.
Por fin aparecía la cabeza crespa de Víctor sonriendo.

Esa noche venía muy entusiasmado y traía la guitarra. Buen signo, íbamos a trabajar
en algo nuevo. Nos contó rápidamente que había hecho una canción especial para el
Festival, y que nos la iba a mostrar, porque quería que la cantáramos juntos. Su
intención era imponer la presencia del conjunto. Según las bases impuestas por los
organizadores, el compositor podía interpretar su canción con quién quisiese. La
canción y la posibilidad de actuar nos entusiasmaron tanto, que comenzamos ahí
mismo a trabajar, y al cabo de no más de una hora, todo estaba listo para la
presentación. Habíamos dado en el clavo con una facilidad nunca antes
experimentada; por lo general tomábamos semanas enteras en llegar a soluciones
definitivas. Esta vez, en un santiamén la canción quedó montada. Esa noche nos
fuimos felices a nuestras casas, con la seguridad de que la aventura que se avecinaba
sería exitosa.

No hubo grandes problemas para doblarle la mano a quienes quedan impedir nuestra
participación. El día señalado, para asegurar nuestro triunfo, nos fuimos a la casa de
Víctor, e hicimos una memorable invocación a nuestros dioses africanos. La macumba
fue escuchada, y nuestros genios protectores nos respondieron que podíamos irnos
tranquilos al festival, pues ellos ya habían arreglado todo en nuestro favor. La profecía
se cumplió. Cuando salimos a cantar, ante varios miles de estudiantes que repletaban
la sala, fuimos recibidos con un gran aplauso. Cuando terminamos de cantar, una
ovación nos confirmó que pasara lo que pasara después, nosotros ya habíamos ganado
la batalla. “La Plegaria a un Labrador” es una de esas canciones que encierra en sí
mucho más de lo que dicen sus palabras. Esto, el público lo comprendió de inmediato,
por eso ella fue para nosotros una consolidación de nuestro éxito como intérpretes.
Para Víctor fue todavía más importante, porque demostró su incuestionable calidad de
compositor. Inmediatamente ésta canción se impregnó de un sentido simbólico que el
tiempo no ha hecho otra cosa que confirmar. Es cierto que los organizadores, tal vez
con el propósito de aminorar la significación de lo que había pasado, tal vez con la
intención justa de entregarle un reconocimiento merecido a otros artistas, nos hicieron
compartir el primer premio de este Festival con Richard Rojas. Su canción “La
Chilenera” era hermosa, y su autor, excelente artista, que hasta entonces nunca había
tenido un reconocimiento por su trabajo. A nosotros nos bastaba con el inesperado
impacto que habíamos conseguido.

Como siempre ocurrió en los festivales que ganamos, el resultado publicitario que éste
tuvo, fue mínimo. Se habló muy poco de este galardón, que al principio se había
presentado con gran pompa. Los diarios apenas lo anunciaron, y nosotros seguimos
con las mismas dificultades de siempre para hacernos escuchar en los medios de
comunicación. Pero esto no podía importarnos, ya no podíamos dudar del enorme
impacto que podían causar nuestras canciones en el público, habíamos constatado que
se podían atravesar las barreras de las posiciones políticas, cuando lo que se cantaba
interpretaba a quienes nos escuchaban. No es que hubiéramos aprendido aquella idea
simple y por lo tanto falsa, de que bastaba con identificarse políticamente con el
público, para que la cosa marchara. En realidad, lo que había pasado durante el
festival era precisamente lo contrario, los estudiantes de la Universidad Católica de
Santiago eran mayoritariamente democratacristianos, pero en la canción que nos
permitió ganar, había algo más que una mera toma de posición política de izquierda. El
movimiento del canto chileno traía reivindicaciones nacionalistas, y la sensibilidad que
lo creaba, también le hablaba al inconsciente colectivo, al sentido profundo de la nueva
cultura, al espíritu de justicia social, y a otros ideales que no eran reivindicaciones
exclusivas de la izquierda revolucionaria. Cuando cantábamos la “Plegaria”, sabíamos
que lo que nos sostenía era mucho más poderoso que nuestras propias esperanzas
políticas, y por eso seguramente cantábamos con tanta convicción, convenciendo con
nuestras emociones a un público muy amplio.

El galardón que habíamos obtenido junto a Víctor fue de todos modos un gran triunfo,
en un medio, hasta entonces poco receptivo a nuestra música, que al final también
terminamos por conquistar, puesto que, aún al margen de los medios tradicionales de
difusión, nuestras canciones llegaron a ser conocidas de todos los chilenos. En la
“Plegaria” había una epicidad, característica de la época que estábamos viviendo, pero
estaba presente también un sentimiento religioso que le daba una especial grandeza a
este mensaje. Esto es seguramente lo que la gente captó de inmediato, haciéndonos
vivir este momento inolvidable. Más adelante participaríamos en muchos festivales,
pero ninguno igualó al recuerdo que tenemos de esta jornada memorable.

Víctor se había integrado al equipo estable de la Peña de los Parra poco después de su
creación, y nunca dejó de participar en estas veladas folklóricas, que tenían lugar tres
veces por semana: los jueves, viernes y sábados. Más que un intento de
rejuvenecimiento de antiguas músicas perdidas, lo que allí se quería crear era algo
nuevo, creaciones de los propios intérpretes. Hay que imaginarse a Víctor en su
pequeño escenario, rodeado de gente, con su guitarra en posición de tocar, y
departiendo amablemente con la asistencia. Entre canción y canción, contaba algunas
anécdotas divertidas o hablaba de la circunstancia que lo había llevado a componer,
recordaba al viejo trenzando su lazo de cuero junto a su choza, a Angelita Huenumán,
la india, trabajando en su telar, a Luchín, el niñito jugando junto al caballo, y a todos
los personajes de sus canciones.

Llegaba en las noches, muy a la hora, y desde que trasponía el umbral, se introducía
por los pasillos, derecho hacia su reducto, una de las piezas del fondo de la casa,
donde sentado en una silla de paja, comenzaba a afinar cuidadosamente su guitarra.
Movía las clavijas con tanto cuidado, que daba la impresión de que en esos
movimientos diminutos estaba en juego alguna hecatombe descomunal, un tipo
desarmando una bomba de tiempo no habría sido más sigiloso. Escuchaba con
extrema atención la menor variación del sonido de su instrumento, y únicamente
cuando éste le parecía perfectamente afinado, pasaba su mano por las cuerdas. Lo
primero que salía eran vertientes de agua pura, que se extendían por la semioscuridad
de la pieza, y a pesar de ser producidas por digitaciones distraídas, jamás parecían
azarosas. Después, con un hilito de voz, iba repasando las canciones de la noche.
Cuando terminaba, se quedaba en silencio, esperando su turno, o conversaba a
mediavoz con los importunos que nunca faltaban, y que venían a preguntarle cualquier
nadería para establecer conversación. En esas ocasiones, Víctor podía parecer bastante
arisco. Se tomaba en serio su trabajo, y le gustaba concentrarse en él antes de salir a
cantar. Sólo cuando estaba en el escenario, recuperaba de nuevo su buen humor, y se
transformaba en el ser expansivo y afectivo que en el fondo era.

Cuando uno llegaba a la Peña con ganas de conversar podía seguir dos caminos: el que
conducía al rincón de la Chabela, donde se tomaba “tecito”, y el que llevaba al rincón
del Ángel, donde se tomaba “vinito”. Víctor frecuentaba los dos, y especialmente
cuando había noticias que comentar o algún entuerto que arreglar. Pero generalmente
se apartaba, y se dedicaba a repasar sus canciones, o a componer nuevas. Nosotros,
casi siempre lo encontrábamos al fondo de la casa, en una especie de bodega, donde
lo descubríamos inclinado sobre la guitarra, domando por fin el acorde rebelde que se
le había estado escabullendo durante todo el día. Satisfecho, nos mostraba el hallazgo,
siempre con un poco de pudor, como si con ello nos estuviera revelando una parte
secreta de su ser.

Nuestro trabajo con él duró tres años o un poco más, desde 1966, hasta fines de 1969.
Hicimos varios discos juntos. Tal vez el más importante de ellos fue “Pongo en tus
manos abiertas”, grabado poco después de su llegada de Inglaterra. En él, Víctor
incluyó a último momento una de sus canciones de mayor impacto sobre la opinión
pública chilena, “Preguntas por Puerto Montt”, cuyas palabras denunciaban la
responsabilidad que le cupo al entonces Ministro del Interior, Edmundo Pérez Zújovic,
en la matanza de pobladores ocurrida en la ciudad sureña. Los ya entonces odiados
carabineros chilenos habían atacado a un grupo de gente indefensa, que intentaba
tomarse unos terrenos baldíos para construir viviendas. Como siempre ocurre, en el
enfrentamiento murieron varias inocentes víctimas sin que hubiera habido de parte de
los afectados ninguna respuesta violenta. Este sacrificio de gente desvalida tuvo un
dramático impacto sobre la opinión pública, que con razón, culpó al gobierno. Víctor
tomó el tema, e hizo una canción muy valiente, en la que nombraba al Ministro, y le
pedía cuentas por el luctuoso suceso.
Tiempo después, este mismo ministro sería víctima de un acto terrorista, y algunos de
sus parientes organizaron una provocación en contra del cantor durante uno de sus
recitales, acusándolo injustamente de instigador de la violencia. El ambiente de aquella
época estaba envenenado, y se necesitaba una gran entereza para entrar de lleno en
el conflicto social, el cual, cada día se agudizaba y adquiría facetas cada vez mas
dramáticas. La participación de los artistas en las luchas populares no era una mera
toma de posición, no bastaba con firmar declaraciones o hacer denuncias sin mayores
consecuencias. Las cosas se habían ido transformando, hasta adquirir la gravedad de
un agudo conflicto, del que era muy difícil retraerse, una vez que uno había tomado
partido claramente. Víctor había hecho un largo camino para llegar a las convicciones
que en ese momento lo guiaban, y no podía sustraerse a las consecuencias que de
ellas resultaban. Por eso, en su vida hay algo de predestinación, un encadenamiento
de hechos lo fueron transformando en uno de los símbolos más convocadores del
movimiento social, hecho que más adelante sus enemigos no le perdonarían. En sus
propias canciones también hay una extraña premonición de su destino. Hemos tratado
de mostrar hasta qué punto la personalidad de Víctor y su obra eran ajenas a toda
violencia, hasta qué punto su propia sensibilidad de artista lo empujaba hacia la
fraternidad y la tolerancia, cómo las fuerzas de sus denuncias no nacen del odio ni del
resentimiento, sino de una pasión positiva por la paz y la justicia. Su admiración por el
Che Guevara, por las guerrillas bolivianas, como en todos nosotros, estaban motivadas
por este romanticismo: todos nos debatíamos entre una realidad inaceptable de
miseria, de explotación y de arbitrariedad, y una utopía luminosa que llegaba vestida
con los antiguos ropajes de un cristianismo justiciero.

Pero el cantor no sabe en verdad lo que canta. Nadie sabe hasta donde lo llevarán a
uno sus propias palabras, hay una valentía en el decir y en el desear, hay una osadía
en la utopía. Una de las primeras canciones que cantamos con Víctor, y que está
grabada con él en nuestro primer disco, decía así:

“¡Cuántos caminos recorre el hombre sin descansar


y se muere en el camino sin hallar la libertad!
¡Cuántas veces en la noche, el soldado llorará,
debe cumplir el mandato, le enseñaron a matar!”

Y más adelante, en un disco posterior, incluimos esta obra que él nos hizo
especialmente:

“Soldado, no me dispares, soldado


yo sé que tu mano tiembla, soldado
Soldado cuando disparas, soldado
¿Quién te puso las medallas?
¿Cuántas vidas te han costado?
Dime si es justo soldado
¿Con tanta sangre, quién gana?
Si es tan injusto matar
¿Por qué matar a tu hermano?”

El cantor no sabe lo que canta. ¿O lo sabe tal vez? En todo caso, en esos tiempos de
comienzos, de esperanzas, de éxitos, de amistad y compañerismo, nosotros no
podíamos saberlo.
AJUSTES Y REAJUSTES

Los comienzos son siempre períodos de inestabilidad, de avances, de retrocesos, de


descubrimientos, de ilusiones, de desengaños, de ajustes y desajustes. Para que un
grupo como el nuestro adquiriera una fisonomía más o menos definitiva hubo que
pasar por experiencias muy variadas, en las cuales se fueron probando las
convicciones de cada uno, se fueron precisando las ideas, se fueron estrechando los
lazos de camaradería. En nuestro caso, hubo cambios y transformaciones que muchas
veces amenazaron la existencia misma del conjunto. En el primer disco, que fue una
hazaña haber terminado, participaron varios integrantes pasajeros, y aún al final,
cuando hubo que presentar las canciones en directo, en la televisión o en la radio, los
que cantaban no eran los mismos que habían grabado. Como habíamos encarado
nuestro estreno en sociedad con criterios que querían ser muy cuidadosos, habíamos
contratado los servicios de un fotógrafo profesional para hacer las fotos de
presentación a la prensa, y para la impresión de la carátula del disco. A Víctor se le
había ocurrido la peregrina idea de que podía ser divertido mostrarnos en un marco de
nichos del Cementerio General de Santiago. Cada vez que cambiábamos de integrante,
teníamos que volver al campo santo, a posar ante los sepulcros, para incluirlo en las
fotos: fuimos tantas veces, que llegamos a conocer de memoria ciertos itinerarios del
lúgubre recinto, el cual, finalmente no apareció claramente en ninguna de las
fotografías que elegimos. Luis Poirot, el fotógrafo elegido, debe tener una colección de
estas imágenes macabras, con nuestras cabezas siempre diferentes sobre un fondo de
tumbas y muros derruidos.

Al final fue Víctor quien grabó las partes de tenor y algunas partes de guitarra, y fue
nuestra primera experiencia de grabación en conjunto. En algunas de estas primeras
canciones se reconoce perfectamente su inconfundible voz, que a duras penas se
fundía con las nuestras. Esta solución provisoria no solucionó el problema principal, y
durante varios meses, la mutabilidad seguiría siendo una de nuestras principales
características.

Patricio Castillo fue el primero que se fue. Más adelante, volvería a entrar y a salir por
las mismas razones. La primera vez partió con su novia a Valparaíso, y nos dejó
esperándolo para cantar en nuestro primer programa de televisión, la segunda vez
partió a Praga, en busca de una checoslovaca, y nos dejó colgados con un concierto,
en el Teatro de la Cité Internationale, en París. Por supuesto que en ambas
oportunidades lamentamos muchísimo su salida, pero no podíamos hacer de otra
manera. Patricio era un solista dentro de un grupo, lo que hacía imposible su
integración a nuestra disciplina. Pero como todo tiene su lado positivo, esta primera
deserción nos permitió la integración de Carlos Quezada, quien ha sido desde
entonces, hablo de los últimos meses de 1966, uno de los puntales principales del
conjunto.
CARLOS QUEZADA
Foto: Antonio Larrea

Carlos, como todos nosotros, se inició en el canto de manera espontánea, sin haber
pisado jamás un conservatorio, y sin saber nada de solfeos, contrapuntos o armonías.
Su primer instrumento de acompañamiento fue la mesa del comedor de su casa: como
era tiempo de mambos, cuando llegaba del colegio, tomaba su lugar, junto a una vieja
radio, y comenzaba a cantar los ritmos de Pérez Prado, golpeteando con sus dedos en
el borde de la mesa. Se hizo tan experto en esta ocupación, en la que gastaba tardes
enteras, que logró conseguir una compleja paleta de sonoridades, con las cuales
componía endiablados ritmos, que no tenían nada que envidiarle al bochinche de las
tumbas profesionales. Un día que visitamos su casa, su padre, que había quedado
impresionado por este frenesí de golpeteo, nos mostró el lugar habitual de estas jam-
sesions. En un extremo de la mesa, pudimos comprobar que el barniz había
desaparecido completamente. Y no se rían, porque esta inocente afición desarrolló en
él su sentido del ritmo, y según nos cuenta, lo que ha hecho después con tumbas y
bongoes, no es tan diferente de lo que hacía por aquella época. Los propios músicos
cubanos quedaron sorprendidos cuando Carlos pudo mostrarles lo que había aprendido
golpeteando su mesa. El talento individual busca sus propios caminos, cuando la
formación musical no es posible. En realidad, todos nosotros fuimos tocadores de
armónica, cantantes de ducha y animadores como podíamos de las fiestas del barrio.
Rodolfo es otro caso: como era fan de las canciones en inglés, y no conocía el idioma,
se inventó una lengua ad hoc, el yoghurt, y sin entender ni jota lo que estaba diciendo,
pero reproduciendo como podía las sonoridades del inglés, cantaba las románticas
baladas que se tocaban en la radio, acompañándose con un diccionario. Como llegó a
alcanzar una gran destreza en su oficio, sus amigos comenzaron a invitarlo a las
fiestas, y nuestro artista se paseó por todos los barrios de San Bernardo, alegrando las
veladas juveniles con su diccionario musical a cuestas. De lo que se puede concluir el
sabio acerto, de que nuestra música popular es, antes que nada, una melodía
acompañada de ritmo. Si usted logra eso, y para esto todos los caminos son válidos,
ya ha obtenido más de la mitad de lo que busca.

Pero volvamos a Carlos. Después de estos primeros intentos, sus intereses musicales
lo llevaron a integrar el coro de la Parroquia de Puente Alto, ciudad cercana a
Santiago, de donde él proviene, y después, dentro del coro, otros grupos más
pequeños, donde siempre él ocupaba el rol de solista. En estos pequeños grupos
aficionados, el repertorio era muy variado, e iba, desde las canciones de ciertos grupos
latinos muy populares en aquella época, hasta las de los grupos norteamericanos más
conocidos, los Platters y Los Cuatro Ases, entonces reyes de la música melódica, que
reinaban sin contrapartida de la canción en español. Pero lo que cambió
completamente la dirección del interés musical de Carlos, fue, como para muchos
jóvenes chilenos de la época, el descubrimiento de “El Payador Perseguido”, de
Atahualpa Yupanqui, cosa que llegó con una profundización de su conciencia política, y
con un despertar del interés por lo que pasaba en América Latina. Estos elementos,
unidos a la afición por la música de Los Fronterizos, grupo argentino de gran calidad, lo
llevó a formar un grupo folklórico, que como tantos otros en esa época, tendría muy
corta vida. En realidad, en la historia de cada uno de nosotros ha habido estos
primeros intentos de consolidación de conjuntos de música nueva, más o menos con
las mismas influencias y características; el Quilapayún fue uno de cientos de grupos
que se formaron en ese tiempo, en los medios aficionados al folklore: nuestra única
diferencia con ellos fue la serie de casualidades afortunadas que nos permitieron
continuar y desarrollarnos, y tal vez, una cierta idea más clara de lo que había que
hacer para lograrlo. Son innumerables los conjuntos que se quedaron en el camino,
algunos de ellos con excelentes intérpretes y con interesantes compositores.

En esto estaba Carlos, cuando lo encontramos. Lo divertido es que para nosotros, más
importante que sus condiciones musicales, que entonces no veíamos con claridad, era
su apariencia de seriedad. Las locuras amorosas de Castillo nos habían dejado
traumatizados, y lo único que queríamos ahora, era formalidad y disciplina. Carlos, con
su aire reservado, nos parecía el compañero ideal para salir de nuestras crisis. Víctor,
que seguía lamentando la partida de Castillo, no estaba muy convencido de nuestra
decisión, pero nosotros nos encargamos de zanjar el asunto. Esto nos costó un bullado
encontrón con él, que con razón se sintió sobrepasado, cuando una tarde, encendió la
televisión y descubrió en la pantalla a nuestro nuevo integrante, de quien tenía muy
poca noticia. El primero en sufrir las consecuencias de esta informalidad fue el propio
Carlos, quien fue citado a dar explicaciones. Pero con Víctor no podíamos enojarnos
durante mucho tiempo, y finalmente la cosa terminó en torno a una amistosa mesa, en
la que celebramos definitivamente nuestro feliz descubrimiento. Pero todo estuvo a
punto de venirse abajo algunos días más tarde. Nosotros no habíamos parado de
pregonarle a Víctor las conveniencias de nuestra decisión, alabando la responsabilidad
de Carlos, su seriedad, etc., etc. Pero ocurrió que al primer ensayo programado,
nuestro nuevo amigo faltó. Con toda naturalidad, nos explicó que su suegro le había
conseguido entradas para un partido de fútbol que no estaba dispuesto a perderse, y
que no entendía para nada nuestro fanatismo quilapayunesco. Víctor escuchaba atónito
estas explicaciones, que echaban por tierra todas sus ideas acerca de la disciplina del
grupo. Fue tan airada su protesta, que a Carlos no le quedó otra cosa que entrar en la
estrecha norma que le ponía Víctor, y postergar por el momento su afición por el
fútbol. Desde entonces jamás ha vuelto a faltar a un ensayo.

Carlos ya grabó algunas canciones en nuestro primer disco, aunque como nosotros
éramos unos despistados, no reconocimos hasta mucho más tarde sus cualidades
vocales. En este primer disco, él hizo voces más bien bajas. Durante mucho tiempo
anduvimos buscando un tenor, sin darnos cuenta de que ya lo teníamos hace meses
trabajando con nosotros, esforzándose como un condenado para alcanzar los registros
de bajo en que lo obligábamos a cantar.

Carlos es un típico músico social, de grupo, que multiplica sus potencialidades


expresivas dentro de una unidad más amplia, y que realiza su musicalidad,
ensamblando su voz y su instrumento a un organismo total. Con él mismo
comentábamos un día, lo triste que es ver ciertos espectáculos, en los cuales un tipo
hace todo, mientras otros tipos anónimos detrás lo acompañan: el cantante solista y la
orquesta detrás, ésta última formada por buenos músicos, pero que cumplen siempre
roles secundarios. Están ahí porque los han contratado, el verdadero negocio es del
que canta, los otros son comparsa: los han llamado por teléfono, les han propuesto
tocar el bajo o la guitarra y ahí están, sin tener mucho que ver con el contenido
general de lo que se está haciendo. Frente a esto, un conjunto es una verdadera
experiencia musical para todos sus integrantes, y en la cual, cada uno está implicado
en la misma alegría de hacer música. La esencia de ésta es colectiva, no individual, por
eso sus grandes expresiones son corales, orquestales, y muy rara vez manifestaciones
de un solitario.

Con nuestra nueva formación hicimos varias actuaciones, y en el verano de 1967, una
gira en la que tal vez vale la pena detenerse. Se trataba de una famosa tournée por las
provincias del sur de Chile, las cuales, según algunos, son las más bellas del país, por
la presencia de los volcanes y los lagos, que le dan al paisaje una fisonomía única, sólo
comparable a ciertos rincones del Japón, que pasan también por uno de los paisajes
más hermosos del planeta. Esta gira, que reunía a varios artistas folklóricos chilenos,
estaba organizada por uno de los más dinámicos promotores de la música nacional, el
periodista y hombre de radio, René Largo Farías. Este imponente amigo, de generoso
carácter, se había conseguido el apoyo de uno de los organismos más progresistas del
gobierno de Frei, la CORA (Corporación de Reforma Agraria), a través del cual lograba
hilvanar algunas presentaciones en provincias, en un ambicioso proyecto de
rehabilitación de nuestra música, que llevaba el festivo título de “Chile Ríe y Canta”.

Para los artistas, estas giras eran muy sacrificadas e interminablemente largas: se iba
de pueblo en pueblo, cantando en escenarios siempre inapropiados y carentes de todo
elemento técnico, entregados casi siempre a la informalidad, a la improvisación y a la
impericia de los organizadores regionales, que de música nunca sabían absolutamente
nada. Muchas veces había que explicarles la necesidad de que hubiera micrófonos,
cosa que les aparecía como un lujo asiático, o una exigencia proveniente del divismo
incurable de los artistas. Mucho menos evidente aparecían nuestras mínimas
necesidades pecuniarias, las que eran categóricamente olvidadas por nuestros
amistosos invitantes.

A pesar de que Chile Ríe y Canta era una iniciativa apoyada por un organismo
gubernamental, la presencia de artistas más bien de izquierda, despertaba la
desconfianza de algunos dirigentes provinciales, los cuales normalmente deberían
haber sido los encargarlos de solucionar nuestros problemas prácticos. La guerra de
tendencias, y las divisiones que existían entonces entre los democratacristianos,
empeoraba las cosas: mientras algunos eran firmes impulsores de la reforma agraria,
otros hacían lo posible para que ésta fracasara. Por este motivo, en esta caravana
musical en la que andábamos, muchas veces nos encontrábamos con estadios repletos
de fervorosos auditores, en cambio, en otras ocasiones, nos veíamos obligados a
anular el espectáculo, o a cantar ante cuatro pelagatos, que nos escuchaban muertos
de frío y de aburrimiento. René, que se sentía responsable de estas desventuras,
trataba de aminorar nuestras dificultades, y se quejaba amargamente de la
incomprensión reinante. En realidad, lo que él se había propuesto era difícil, y en
nuestra tierra, las cosas difíciles eran verdaderamente difíciles. Su trabajo era
sacrificado, pero no todos los fracasos se debían a la indiferencia de los chilenos,
también había un cierto grado de improvisación de parte nuestra, y sobretodo, mucho
descuido en el aspecto artístico de las presentaciones, que a veces eran realizadas en
condiciones imposibles. La necesaria apertura ante la música nacional, en ocasiones se
transformaba en espectáculos anárquicos, en los cuales se presentaban artistas de
calidades muy diversas, con los consecuentes altibajos en el interés del público. La
heterogeneidad incomodaba y aburría, aunque la finalidad de la iniciativa fuera
siempre muy loable. Pero, sea dicho en su honor, todos los grandes artistas del nuevo
movimiento de la canción pasaron por el programa de René, e hicieron estas giras; lo
que hace la cosa más discutible, es que también todo el que llegó a proponerse subir a
un escenario y probar suerte como cantante, solista o conjunto, con talento o sin
talento, afinado o no, con mal o buen oído, también pasó por estos escenarios, con los
mismos derechos que cualquiera.

Influidos por el trabajo con Víctor, que nos había inculcado el cuidado y la previsión de
todos los detalles en una presentación, este tipo de programas nos chocaban, pero
como René, en su continua depresión, sentía cualquier crítica como una puñalada en la
espalda, preferimos callamos y acomodarnos a la farándula lo mejor que podíamos. Al
fin y al cabo, nosotros éramos principiantes, y estábamos allí cantando, por obra de la
misma generosidad que le daba cabida a todos los demás artistas.

Las giras eran sacrificadas. Como en esa época no nos considerábamos profesionales,
y tomábamos estos viajes casi como vacaciones, andábamos por todos lados con
nuestras mujeres, las cuales sufrían con nosotros las inclemencias e incomodidades de
estas aventuras. A veces, en plena lluvia, nos trasladábamos de ciudad en ciudad en
camiones abiertos, envueltos en ponchos y frazadas, y tiritando de frío. Llegábamos a
los camarines de esos desvencijados estadios de provincia en que actuábamos, a secar
nuestras ropas, y a recuperar fuerzas alrededor de un brasero, que generosas manos
habían dispuesto para nosotros. Muchas veces nos tocaba cantar al aire libre, con
amplificaciones detestables, mientras una montonera de chiquillos correteaban por
todos lados en el improvisado escenario. Nunca he podido explicarme, qué podía
gustarle a ese público que escuchaba atentamente el sonido gangoso que salía de esos
altavoces infernales, que, con sus distorsiones, destruían nuestra música. A cada rato,
nuestras más inspiradas melodías eran interrumpidas por los pedos y silbidos de los
amplificadores, sin que nadie se inmutara mayormente. El caso es que al final nos
aplaudían calurosamente, y hasta nosotros éramos capaces de olvidar las carrasperas
intrusas de los vetustos aparatos. Todo el mundo quedaba feliz.

JULIO Y EDUARDO CARRASCO, PEDRO AVALOS Y CARLOS QUEZADA. AVALOS SERIA UN


FUGAZ INTEGRANTE DEL GRUPO TRAS LA PARTIDA DE JULIO NUMHAUSER
No todo era malo. A veces los campesinos nos invitaban a comer, y todo terminaba en
una amistosa fiesta. Nosotros aprendíamos a conocer la verdadera realidad en que
vivían, sus problemas y sus soluciones, gustando las delicias de la cocina popular
chilena, la única que en nuestro país vale la pena conocer. Todo esto, en medio de
paisajes inolvidables de la araucanía, o más al sur, en los islotes de Chiloé, donde la
desolación hace más denso el cielo, e imposibles los pájaros. Así conocimos el bárbaro
Ñachi de nuestros indios, o el verdadero curanto chilote, contemplando los volcanes y
la infinidad de nuestros mares y lagos.

En Puerto Varas, mi hermano fue protagonista de una hazaña que es imprescindible


consignar en este cuento. Excepcionalmente pudimos por fin contar con tres
micrófonos. El entusiasmo fue general. Lo único malo es que uno de ellos tenía el
soporte demasiado corto, lo que nos obligaba a ponerlo sobre una silla. Se trajo la
silla, se puso el micrófono sobre ella, y todo quedó listo para comenzar la actuación.

Julio, que fue el encargado de ordenar todas estas cosas, mientras se ocupaba de
estos preparativos, dejó su charango sobre una mesa cercana. Cuando terminó de
ordenar, volvió a buscar su instrumento, nos alineamos todos frente al escenario, y
comenzamos nuestra actuación. Estábamos en los primeros compases, cuando
súbitamente, el maldito micrófono comenzó a bajar. Al principio fue un movimiento
apenas perceptible, pero nosotros, que estábamos al lado, nos dimos cuenta de
inmediato que algo extraño estaba pasando: por cada enfático acento que salía de
nuestras revolucionarias voces, el aparato reaccionario descendía medio centímetro. La
situación se agravaba. Estábamos en estas tribulaciones, cuando surgió la gota que
rebasó el vaso: la mesa donde Julio había dejado el charango, estaba llena de pedazos
de scotch, que algún aborrecible boicoteador había dejado irresponsablemente allí.
Sobre las cuerdas del charango, un repugnante papel amenazaba con dar por el suelo
con nuestro espectáculo. Nosotros ya observábamos aterrorizados que en las bocas de
algunos espectadores comenzaba a insinuarse un rictus irónico. Julio se desesperaba,
tratando de sacarle sonidos al charango, que con sus cuerdas enredadas por el scotch,
tosía y tosía medio ahogado. La cosa llegó al borde del desastre, cuando se hizo ya
visible para todos, que el condenado micrófono no estaba dispuesto a detener su
movimiento descendente. Y de pronto, el valiente ¡en la cancha se ven los gallos! dio
por fin el paso temerario que había estado urdiendo durante esos dramáticos
instantes. Sin titubeo alguno, y con una voltereta perfectamente estudiada, se inclinó
hasta coger con los dientes el fastidioso papel, mientras con el codo lograba la
espectacular hazaña de volver a poner el micrófono a su altura normal. Todo esto, sin
dejar de cantar ni de tocar, sin perder el ritmo y sin olvidarse del texto. Que alguien
haga la prueba y trate de repetir esta proeza. Con el micrófono restablecido a una
altura aceptable, pudimos llegar hasta el final, sin hacer un mal papel. Por supuesto
que el bellaco continuó descendiendo, pero ya su poder maléfico estaba exorcizado. El
papel quedó todavía algunos momentos en la boca del héroe, hasta que por fin
apareció una ansiada y bienvenida “p” en el texto, que le permitió expeler el maldito
scotch sin más contratiempos.

A veces la desorganización de la gira era extrema. Llegábamos a una ciudad, y como


los responsables eran unos irresponsables, y resultaba que no habían previsto nada,
nosotros mismos teníamos que comenzar a averiguar si había alguna sala libre para el
día siguiente; y si llegábamos a encontrarla, teníamos que hacer los afiches
manuscritos, repartirlos en los negocios, o pegarlos en las calles principales del pueblo,
visitar los diarios y las radios de la región, y finalmente, cuando venía el concierto,
salir a cantar. Después de estas jornadas quedábamos rendidos, pero no teníamos otra
alternativa, habíamos elegido una vía difícil: o hacíamos esto, o entrábamos de lleno
en la música comercial, lo que entonces significaba abandonar definitivamente
cualquier independencia ideológica. Por este motivo, todos los artistas del nuevo
movimiento musical chileno se vieron obligados a pasar las mismas penurias: a esta
misma gira que contamos, tendría que haber ido Violeta Parra. A último momento
declinó su decisión. Algunos días después, y cuando nos encontrábamos atravesando
los canales del archipiélago de Chiloé, por la radio del barco nos llegó la trágica noticia
de su muerte. Nos quedamos todos muy tristes, observando los surcos que dejaba el
movimiento de la embarcación en el agua. Nadie comprendió lo que había pasado. Lo
que estábamos viviendo, tampoco la habría sacado de su desilusión. O tal vez sí, los
crepúsculos en los canales de Chiloé pueden devolver el hombre a la vida, cuando no
lo sacan definitivamente de ella. Quizás esa ausencia habría sido menos dolorosa.

Por esa época comenzamos a tener alguna confianza en lo que hacíamos. En estos
espectáculos maratónicos, en que participaban muchos artistas aficionados (en los dos
sentidos de la palabra), de pronto la gente comenzaba a mostrar signos de
aburrimiento, los chiquillos correteaban y gritaban más que nunca, una sensación de
frustración y de malestar se apoderaba del ambiente. Desde detrás de las cortinas,
veíamos al público raleándose, inquieto, conversando en voz alta, sin importarle
mucho lo que sucedía en el escenario. Un poco acongojados, pero sin perder las
esperanzas, aguardábamos hasta que nos tocaba el turno. Y ocurría el milagro: desde
que salíamos a cantar, las cosas cambiaban por completo. Algo pasaba. Desde el
escenario veíamos que poco a poco la gente volvía a acercarse, todo el mundo se
concentraba y comenzaba a seguir con interés lo que decíamos. La atención iba en
aumento, y nosotros entrábamos en el juego embriagador de la seducción desde la
escena. Al final, todos encontrábamos esa especie de rara felicidad, que consiste en el
juego de magnetismos mutuos que van desde el público hacia la escena y viceversa.
Nadie quería que saliéramos del escenario. ¡Otra!, ¡otra!, nos gritaban, y nosotros nos
hacíamos de rogar, a sabiendas de que esa misma espera formaba parte importante
de la ceremonia. En estos momentos éramos muy felices recogiendo, con toda
naturalidad, esa gratificación por el costo de nuestros esfuerzos gastados. Esos
aplausos, en los rincones más apartados y ante los auditorios más difíciles, son
siempre la más palpable prueba de que en la escena funcionan misteriosos poderes,
que cuando se echan a andar, reconfirman ampliamente el trabajo de un artista.

Para René, la defensa del folklore era una verdadera cruzada, a él no le importaba
mucho si lo que presentaba era bueno o malo, él se jugaba porque la canción chilena
existiera, y en esto ponía todo su coraje. A veces era emocionante verlo, con su
inmensa humanidad, tratando de explicarse por qué la gente no apoyaba más
decididamente su trabajo, por qué los teatros no se llenaban, por qué el público no
parecía entusiasmado con el espectáculo. Nosotros teníamos una respuesta, pero la
callábamos: para imponer el folklore, o la Nueva Canción, era necesario elevarlas al
rango de un arte elaborado. Esto exigía ser consecuentes con el rol de espectáculo que
estas presentaciones debían tener. La gente quiere soñar, ver y escuchar cosas
hermosas y entretenidas, y desde este punto de vista, no vale lo mismo cualquier
artista. Todos los artes son por esencia antidemocráticos, buscan establecer jerarquías,
y a nuestro continente le cuesta mucho aceptar este tipo de hechos. Hay cantantes
más afinados que otros, hay canciones más o menos vivas, hay escenarios más o
menos apropiados, etc., etc. En nuestros países, todavía es difícil comprender que el
arte es cuestión de valores, que para desarrollar una cultura hay que desarrollar una
jerarquía, escalas de valores, niveles, etc. Por eso, muchas de las iniciativas de
defensa de la cultura popular sólo se quedan en la agitación del problema, sin alcanzar
el punto donde las cosas se deciden en un sentido creativo de construcción de lo nuevo
y lo propio.
Aunque éramos ardientes defensores de las jerarquías y de las calidades, formábamos
parte del elenco estable de Chile Ríe y Canta, e incluso llegamos hasta a ganar un gran
Festival organizado por René, a fines de 1966, que llevaba el pomposo titulo de
Festival de Festivales. Como por esa época el movimiento de la Canción chilena estaba
en franca expansión, en todas las provincias se estaban realizando festivales de este
tipo de música. El Festival de René pretendía reunir a todos los ganadores de festivales
del año. Como nosotros acabábamos de ganar el Festival de Viña del Mar, tuvimos
derecho a la participación por derecho propio. Este nuevo triunfo podría haber
significado una importante consagración en los medios artísticos nacionales, pero no
nos reportó casi nada, pues su difusión fue boicoteada, y al final, de los resultados no
se supo gran cosa. A nosotros, este evento nos permitió conocer al gringo Gilbert, el
“afuerino”, amigo de Violeta, que tocaba la quena maravillosamente, y a Cavour, el
mago boliviano del charango, que ya entonces hacia proezas inigualadas con su
instrumento, tocando difíciles trozos solistas, indistintamente con la mano izquierda o
derecha, y transformando los huaynos y las morenadas bolivianas en asombrosas
demostraciones de acrobacia musical. Su grupo, los Jairas, fue durante varios años el
centro de un movimiento de renovación de la música boliviana, impulsando nuevos
valores a través de su Peña en La Paz, la cual, según tengo entendido, todavía existe.

El primero en felicitamos por el premio recibido en el teatro Caupolicán de Santiago,


fue el Tarzán peruano, luchador de catch, que casi nos trituró con un abrazo. Él y una
tropa de formidables atletas, se entrenaban todas las tardes en los camarines del
teatro, sobre unas colchonetas repartidas por el suelo. Durante años, cada vez que
teníamos que actuar en ese teatro, los encontrábamos ejercitándose para su función
semanal. Los luchadores, muchos de ellos conocidos nuestros, por ser huéspedes de la
casa de Numhauser, manifestaron siempre una consternante indiferencia frente al
mundo. Mientras Allende o Corvalán, desde la tribuna de ese mismo teatro, hacían
vibrar las galerías con inflamados discursos, estos obstinados tarzanes, completamente
escépticos, no pararon nunca de ensayar sus diabólicas llaves. Nada los conmovía, y
por supuesto, menos que nada la política. Su sabiduría debiera habernos hecho
reflexionar más profundamente en las relatividades de toda lucha, pero para nosotros,
hasta el primer premio en un Festival de la canción era en ese entonces un avance
hacia la revolución mundial.

Para celebrar nuestro triunfo nos fuimos con el propio René a la Boite El Mundo, que
quedaba justo al frente del teatro, y como estábamos cerca de las fiestas de navidad
no paramos de tomar cola de mono.

Pero volvamos todavía a nuestra gira. Ya hemos dicho que la reforma agraria, iniciada
por Frei, había sido más que suficiente para levantar las iras de los terratenientes
chilenos, cuyo poder absoluto sobre las tierras, nunca antes había sido puesto en
cuestión por ningún gobierno. Los derechistas odiaban todo lo que pudiera oler a
Reforma Agraria, y como nuestro espectáculo era financiado por la CORA, cada vez
que llegábamos a una zona conservadora, nuestras dificultades se duplicaban. En
Chiloé, las cosas se pusieron color de hormiga.

En Ancud, después de una exitosa presentación en el palacio de deportes de la ciudad,


algunos momios recalcitrantes, que no podían tolerar nuestra presencia en la isla,
montaron una cobarde provocación. Era de noche, y acabábamos de comer, cuando a
la salida de un restaurante, René fue agredido. Varios tipos, con pintas de matones, se
bajaron de unas resplandecientes camionetas Ford, y rodeándolo, comenzaron a
insultarlo y a darle golpes. Nosotros, que veníamos también saliendo del local, al ser
testigos de esta odiosa escena, enfurecidos, por defender a René, comenzamos a
responder los insultos y los golpes. Como para proteger su garganta del frío sureño,
René andaba con una enorme bufanda, uno de los tipos la cogió por un extremo con la
intención de quitársela. Por defenderlo, uno de nosotros cogió el otro extremo y
comenzó a tirar en sentido opuesto. Nuestro amable difusor del folklore chileno, entre
las dos fuerzas contrarias, ninguna muy dispuesta a ceder, quedó al borde del
ahorcamiento. Felizmente, la batahola que se creó de inmediato fue demasiado grande
como para que este equilibrio inestable se sostuviera, y nuestro periodista pudo
salvarse, abandonando su bufanda en manos del cruel agresor. Comenzaron a arreciar
los puñetazos, las patadas y las pedradas, por ambos lados, y la gresca alcanzó las
proporciones de una batalla campal, en la cual toda nuestra troupe de folkloristas daba
y recibía por todos lados.

De pronto, en medio del fragor del combate, una poderosa voz se hizo escuchar,
llamando a la calma. Los gritos a la conciliación eran tan potentes, que todo el mundo
contuvo su beligerancia por unos instantes. Silencio. Era el cura Ugarte, uno de
nuestros cantantes, sacerdote progresista, que cantaba canciones evangélicas, el cual,
por fin veía la ocasión de pasar de la simple prédica del amor, al acto. A voz en cuello,
comenzó una locuaz apelación a la pacificación de todos los hombres, recordándonos
que todos éramos hermanos, que nuestros anhelos de justicia no tenían por qué ser
satisfechos allí mismo, y de inmediato, que este altercado podía arreglarse dialogando,
que la violencia no arreglaría nada, etc. etc. Por aquella época, la palabra “diálogo”
sonaba con una especial tonalidad política. Un cura jesuita de apellido Veckemans
había traído a Chile la singular teoría, según la cual la lucha de clases podía y debía
solucionarse con el amor y la comprensión de las partes en conflicto, doctrina que a
estos momios del sur les producía urticaria de sólo escucharla, y a nosotros, que
estábamos en la trinchera opuesta, nos despertaba serias dudas. Al escuchar estos
llamados al diálogo con tintes de iglesia renovada, los agresores se sintieron
ideológicamente ofendidos, y el pobre cura, que no paraba de hablar como un profeta,
recibió un puñetazo en plena cara, propinado por un mastodonte de dos metros de
altura, que estaba seguro de preferir la lucha de clases en su favor, que el diálogo en
beneficio del adversario. El cura quedó inmediatamente fuera de combate, tirado en
plena calle, y probablemente soñando con ángeles portadores de mensajes de paz y
concordia. Entre paréntesis, les puedo decir que las consecuencias de un puñetazo son
imprevisibles, porque al cabo de algunos meses, nuestro sacerdote cantor,
desilusionado, colgó la sotana para siempre y terrenalizó definitivamente sus
esperanzas.

La pelea siguió más encarnizada que antes, volvieron los puñetazos y los insultos. De
pronto llegaron los carabineros, cuatro o cinco atemorizados uniformados, que al
principio intentaron inútilmente llamarnos al orden. Como eran de la región, nuestros
agresores, que más de algún vinito se había tomado con ellos en alguna ocasión, los
convencieron fácilmente que los agredidos eran ellos. Aprovechando la pausa, uno de
los nuestros, de excelsa candidez, comenzó a tratar de proponer una cierta legalidad
en la lucha: ¡Por favor, tengan cuidado con las guitarras! ¡Son nuestros instrumentos
de trabajo! ¡Las guitarras no! Los contrincantes no estuvieron de acuerdo con esta
moción, porque uno de ellos cogió una guitarra, y blandiéndola como un mazo, la
incrustó en la cabeza de nuestro convencional. Como por los azares de la lucha, la
mayoría de nuestros instrumentos había quedado del lado de nuestros adversarios,
fuimos espantados testigos del más cruel espectáculo que jamás ojos de músico
vieran: los sádicos, aprovechándose de su ventaja, comentaron a saltar encima de
nuestras guitarras, hasta hacerlas mil pedazos. ¡Esto era demasiada afrenta!
Arremetimos con tal furia, que la paliza que les dimos quedó inscrita ad eternum en los
anales bélicos de la región. Ni los carabineros se salvaron. Dos de los agresores fueron
internados en un hospital, con graves lesiones. Mi hermano y uno de los bailarines del
conjunto Cuncumén, gloria del folklore chileno, fueron los que más se destacaron en
esta lucha; hicieron crujir varias mandíbulas, hasta echar por tierra la prepotencia de
los derechistas. Entre combos que esquivaba y combos que pegaba, en un instante de
la pelea, pude ver a Julio sentado sobre el pecho de uno de los matones, pegándole
puñetazos en la cara. ¿Cómo lo derribó? ¿Cómo llegó a instalarse arriba de él? El caso
es que quedó fuera de combate, y quedó así demostrado que en la isla de Chiloé algo
había cambiado desde que se comenzó a aplicar la Reforma Agraria. Al final de la
pelea, cuando los momios y los carabineros atemorizados se refugiaron en una casa
cercana, de la que no pudimos sacarlos más, nos fuimos a la casa de unos parientes de
Patricio Manns, quien también era de la partida. En la batalla, nuestro amigo había
dejado un famoso reloj de familia, y parte de su conciencia, porque nos guiaba dando
tumbos. Así, tropezando y trastabillando, en una hilera de contusos y aturdidos,
llegamos por fin a un lugar donde pudimos descansar. Estábamos rendidos, pero
satisfechos de haberle podido dar una lección a los momios. Después de unas horas,
partimos de nuevo rumbo a Puerto Montt, donde al final del día nos esperaba otro
concierto.

Así eran estas giras, que no le recomiendo ni le deseo a nadie, pero que a nosotros, al
final, nos dejaron un cúmulo de experiencias inolvidables, permitiéndonos acercar
nuestras canciones al verdadero país que se llama Chile, el cual, de otra manera,
difícilmente habríamos podido conocer.

Después de Castillo, fue Numhauser el que se fue. En realidad, alcanzó a durar muy
poco en nuestro grupo, y la prueba de ello, es que en el primer disco participó en muy
pocas canciones. A pesar de que él había sido uno de los principales impulsores del
grupo, muy pronto se reveló una contradicción entre la idea que nosotros teníamos y
los proyectos que él se hacía con la música. Esto no podía durar así mucho tiempo, y
por eso, de común acuerdo, decidimos separarnos. Él ha seguido formando grupos
hasta ahora, y haciendo canciones con un cierto éxito, pues una de ellas ganó el
Festival de Viña del Mar. En todo caso, como en otras ocasiones, la separación fue una
buena medida para nosotros, pues nos trajo a otro de nuestros pivotes en la escena,
Willy Oddó, que desde entonces le ha puesto a nuestro grupo la dosis de simpatía
necesaria para que nuestra imagen no se fije cínicamente en los ponchos negros y las
canciones dramáticas.

El problema que tuvimos para aceptarlo fue espinudo: según mi hermano, que lo
conocía mejor que nosotros, Willy se “picaba” cuando jugaba al fútbol. Esto nos dejó
preocupados. Julio lo había visto protagonizar un incidente, en el cual, Willy había
estado a punto de irse a las manos con un compañero de curso por causa de un faul,
que por lo de demás, había sido muy bien cobrado. Esta historia nos molestaba. ¿Un
futbolista que hacia faules y no lo reconocía, podía llegar a formar parte de un buen
conjunto folklórico? En este dilema nos quedamos todavía algunas semanas. Pero cada
vez que lo veíamos cantar sus sambas, en la peña de la universidad, nos venía la
tentación de pasar por alto estas consideraciones deportivas y ofrecerle trabajar con
nosotros.

Él ya había formado parte de varios grupos estudiantiles, de esos que imitaban a los
conjuntos argentinos. Uno de ellos, llegó hasta ganar un festival universitario, a fines
de 1963. Se llamaba Los Quimbeños, y en él cantaba también Hernán Gómez, quien
entraría más adelante a nuestro grupo. Por aquella época, Hernán todavía dudaba
entre el folklore y la música rock, y a veces se lo veía en las reuniones sabatinas
cantando con su guitarra: “sus piernas son como un par de carricitos, y cuando a la
fiesta la llevo a bailar, sus piernas flacas se parecen quebrar. Popotito no es un primor,
pero baila que da pavor, a mi Popotito yo le di mi amor...”

Willy había sido uno de los impulsores de la Peña de la Universidad Técnica y en ella
cantaba las canciones de Cafrune, de Atahualpa y alguna canción de la Violeta. Su
mayor éxito era la “Sambita pa' Don Rosendo”: “Han comenzado las cosechas, los
changos a las viñas van, y en un carro allá va Rosendo, meta chicote pa' su mulá” y
ahí seguía cantando en falsete “y en un carro... etc.” Con una sonrisa inconfundible,
que mostraba a las claras, que los cantores de la Peña tenían derecho a más de un
vaso de vino. La canción después hablaba de las uvas, que eran como miel, y de otras
sugerencias que completaban la idea.

Willy ya entonces tenía un repertorio personal, y era muy popular entre los estudiantes
que frecuentaban el lugar. Una historia curiosa es que cuando nosotros llegamos por
primera vez a la peña, solicitando que nos dejaran cantar, fue el propio Willy el
encargado de escuchamos para decidir si éramos o no admitidos. Nos condujo hasta
un gimnasio, cercano al edificio, y allí, entre caballetes, trampolines, potros y anillos
para hacer gimnasia, escuchó dos o tres canciones que le cantamos. “Sí, dijo, pueden
cantar, aquí no hay nadie que haga esto que hacen ustedes”. Terminamos haciendo
buenas migas con él, y al final decidimos hacer la vista gorda con el faul que nos
molestaba, y lo integramos al conjunto.

Como ha ocurrido varias veces en esta historia, el último en ser informado de nuestra
decisión, fue el propio interesado. Con este objeto, una mañana nos dirigimos a su
casa. Estaba todavía durmiendo, y hubo que despertarlo. Entramos en la pieza oscura,
abrimos de par en par las ventanas, y por fin pudimos ver a Willy, sentado en su
cama, refregándose los ojos, sin distinguir claramente quien invadía tan
insolentemente su territorio. No entendía nada de lo que estaba pasando.
Seguramente seguía con la cabeza llena de telarañas, porque sus respuestas no eran
del todo coherentes. Tomamos una guitarra, que encontramos por ahí, y comenzamos
a pedirle que nos cantara algunas notas para probar su registro. De su garganta
salieron algunos sonidos guturales, pero que correspondían más o menos a la altura
que le estábamos pidiendo. Quedamos conformes, podía cantar como segundo tenor.
Cerramos las ventanas, lo volvimos a acostar y nos fuimos. Al salir, dejamos un
papelito sobre la mesa del teléfono, citándolo a nuestro próximo ensayo. Estábamos ya
en la calle, cuando escuchamos su voz que nos llamaba desde una ventana. Parecía
más despierto, pero daba muestras de una gran indecisión, todo era vago, nos hablaba
de una beca para irse a estudiar ingeniería a Alemania, creímos comprender que tenía
todavía que escribir para saber los resultados definitivos, que la escuela, que la peña,
que los conjuntos, que mañana... que si no podíamos... Nosotros lo felicitamos, lo
volvimos a citar para el ensayo, y nos fuimos. Ha pasado el tiempo, y Willy todavía nos
sigue dando explicaciones. Entre explicación y explicación, se integró perfectamente a
nuestro grupo, y se transformó en una de las caras infaltables del Quilapayún en el
escenario: su contacto fácil con el público, su simpatía y sus ingeniosas salidas, han
sido siempre uno de los atractivos más eficaces del conjunto. Nadie ha dejado de
reírse con el Willy; ni los mongoles, ni los japoneses, ni los suecos, ni los ingleses, han
sido indiferentes a su comicidad. Desde su entrada, la cosa ha sido más alegre, y en
todos estos años, después de cada concierto, nunca ha faltado algún chileno, noruego
o argelino, que llegue a preguntarnos por su compadre Willy. Estos amigos deberían
formar una asociación internacional, tendrían miembros suficientes como para
emprender cualquier cruzada, y además, se morirían de la risa con su presidente. Su
primera actuación ya nos sorprendió en este sentido: se trataba de un homenaje a
Nicolás Guillén, que por aquella época andaba de paso por Chile. Después de escuchar
atentamente nuestras canciones, el poeta cubano, emocionadísimo, se acercó a
nosotros para saludarnos. Abrazó calurosamente a Willy, que un poco turbado, trataba
de explicarle que él recién comenzaba a cantar, y que era a los otros que había que
felicitar. Guillén lo seguía abrazando, sin reparar demasiado en lo que Willy decía y
repetía sin cesar: “sí, sí, muy simpático, muy simpático, usted debería hacer comedia,
debería hacer comedia...”

Las salidas del Willy, a veces nos han sacado de apuros. Por ejemplo, esa vez en el
teatro Marconi de Santiago. Estábamos en mitad de un concierto, cuando de pronto,
nos dimos cuenta de que se nos había olvidado en los camarines un palito que
usábamos para tocar el güiro, un instrumento caribeño. Willy estaba ya anunciando la
canción en la que él mismo tenía que tocarlo. Comenzó a titubear: “el huiro es un
instrumento... eh, afrocubano... eh, de percusión... ehhh, que acompaña los ritmos
caribeños... ehhh, y que se toca con la peineta de mi mamá. Mamá dijo dirigiéndose a
la sala— ¿me puede pasar la peineta? La señora, que estaba sentada en la primera
fila, sacó una peineta de la cartera, y se la hizo llegar. El problema quedó solucionado.

GUILLERMO "WILLY" ODDO


La primera cosa importante que hicimos con nuestro nuevo integrante, fue nuestra
primera gira a Europa, que fue al mismo tiempo nuestra primera salida al extranjero.
Un día, René, el mismo de las giras, nos llamó urgentemente a su casa, para discutir
con nosotros una proposición que acababan de hacerle: una compañía de viajes había
organizado un gran tour europeo, que debía culminar con la participación de los
viajantes en las festividades del cincuentenario de la revolución de octubre.
Rápidamente todas las plazas se habían vendido, pero como por la misma época había
estallado el primer conflicto bélico árabe israelí, algunos turistas judíos habían anulado
sus reservas como protesta en contra del gobierno soviético, que aparecía apoyando a
los egipcios. Esto dejaba puestos libres en los aviones y en los hoteles, los cuales ya
no podían ser tomados por nuevos interesados. Como por contrato, las personas que
se habían retirado, perdían sus dineros, los lugares libres estaban, además, pagados.
El organizador del tour, un hábil comerciante, pensó de inmediato en ocupar esos
puestos con una troupe de artistas, con el objeto de vender el espectáculo en los
distintos países que se visitarían. A René se le había propuesto que él mismo hiciera la
selección, y él nos proponía ahora formar parte de la gira. Había que decidirse ahí
mismo, porque se partiría la semana siguiente. Nosotros, que soñábamos con viajar y
conocer el mundo, estuvimos inmediatamente de acuerdo.

El primer problema que se tuvo para formar la troupe, es que muy pocos artistas
pudieron liberarse de sus compromisos. Como se quería hacer un espectáculo de canto
y baile, hubo que improvisar un cuerpo especial de baile, con los mismos integrantes
de los conjuntos de canto. Patricio Manns y mi hermano, fueron elegidos como
bailarines de folklore chilote, y comenzaron a ser adiestrados inmediatamente por
Héctor Pávez, que también formaba parte de la troupe. Entre carreras de una oficina
fiscal a la otra, sacándonos fotos, llenando solicitudes y formularios, pegando
estampillas, haciendo antesalas, y aburriéndonos de tanta tramitación burocrática para
salir del país, improvisamos algunos ensayos de baile, que nos dejaron preocupados
por sus dudosos resultados.

El día de la partida, todavía con una sensación de incredulidad por lo que estábamos
viviendo, nos subimos a un avión atestado de gentes, que más parecía un carro de
tercera de un tren de provincia, que un crucero aéreo en vías de atravesar el Atlántico.
Los viajeros eran particularmente ruidosos, y habían cargado consigo paquetes,
canastos, “guaguas”, y lo que es incomprensible, tratándose de un tour que pasaría
por España, Italia y Francia, un importante arsenal de botellas y garrafas de vino. La
ideología del chileno medio es intransigente con respecto a nuestra bebida nacional,
reputada en nuestras tierras como “la mejor del mundo”.

El avión despegó, y los efectos del vino también, pues desde el primer movimiento,
nuestros compatriotas comenzaron a correr botellas y vasos a diestra y siniestra. En
Buenos Aires, primera parada, ya la mitad del avión iba cantando. Cuando por fin
partimos rumbo a Dakar, el ambiente comenzó a agitarse en extremo: los niños
corrían como podían por los estrechos pasillos, algunos se pusieron a cantar a voz en
cuello, en otras partes se formaron grupos de discusión. Las azafatas, desconcertadas,
trataban de cumplir su trabajo sin mucho éxito, e iban de un lado para otro, sin saber
qué hacer. Pasaba el tiempo, y el barullo seguía aumentando. El piloto debe haberse
desesperado, tratando de estabilizar un avión en el cual la distribución del peso
cambiaba en cada minuto. Pero los movimientos de los pasajeros no cesaban. En
medio de esta crítica situación, comenzó una tormenta, y el aparato empezó a
tambalearse y a subir y bajar bruscamente, tratando de salvar las turbulencias. Por las
ventanillas se observaban los centelleos de los rayos entre las negras nubes, la
naturaleza furiosa parecía haber desencadenado todas sus potencias en contra de
nuestro avión; pero nuestros compatriotas seguían gozando del paseo, como si
estuvieran en la plaza de Talagante. Las azafatas, asustadas, comenzaron a pedir
insistentemente que la gente se sentara. De asiento en asiento, iban enseñándole
nerviosamente a los más dóciles que eran los menos a ajustarse los cinturones de
seguridad. Ni siquiera cuando, a través de los parlantes, se escuchó la voz airada del
piloto, exigiendo calma, los entusiastas dejaron de pasearse. Más todavía, como el tipo
hablaba con acento alemán, los más chistosos se pusieron a imitarlo, haciendo mofa
de sus erres. Hasta que de pronto sucedió lo que nadie se imaginó que podía suceder.
En uno de los bamboleos del avión, se produjo un descenso brusco, y todas las
estructuras comenzaron a crujir como si fueran a explotar. Algunos pasajeros
comenzaron a gritar aterrorizados, mientras el avión continuaba su danza macabra,
perdiendo cada vez más altura. Todo parecía darse vueltas, los motores rugían,
tratando de luchar contra la gravedad, paquetes y canastos volaban por todos lados,
quebrándose los vasos y botellas en un estrépito infernal, las mujeres llorando de
angustia, y los hombres que no gritaban, pálidos y medio muertos de terror. El avión
se estaba cayendo en medio del Atlántico. Después de tres o cuatro intentos de
reestabilizar el aparato, a pesar de que los motores funcionaban a su potencia
máxima, comenzamos de nuevo a perder altura vertiginosamente, todas las bandejas
llenas de comida, dispuestas para ser servidas durante el vuelo, se desparramaron por
los pasillos, y comenzaron a esparcir su contenido por todos lados, el ruido era
ensordecedor. Todos pensamos que hasta ahí llegaba nuestra “vida indina”, pero como
sucede en los filmes de aventuras, cuando ya todo parecía perdido, el avión comenzó
lentamente a normalizar su vuelo. Todos quedamos en silencio durante varios minutos,
hasta que, poco a poco, comenzamos de nuevo a recuperar el habla: la terrible
experiencia nos había enseñado a mantenernos tranquilos, pero lamentablemente nos
dejó a todos un miedo incurable a los aviones. Así, tranquilitos, amarraditos a nuestros
asientos, con los cinturones perfectamente ajustados, y en un silencio casi monacal,
llegamos por fin a Zurich, que fue nuestra primera escala en nuestro viaje por las
tierras europeas.

Esto no es un libro de viajes, y alargaríamos demasiado nuestro relato si


comenzáramos a contarles los detalles de nuestro primer encuentro con Europa. Desde
1961, fecha en la que me tocó viajar por primera vez al viejo continente, yo tenía
claros mis lazos con Europa. Sabía, por ejemplo, que aunque reivindicáramos nuestra
propia identidad latinoamericana, en la base de ésta misma, había una pertenencia
básica a la cultura europea, que no era contradictoria con nuestros anhelos de
autenticidad. Recorriendo estos paisajes, reencontrábamos de alguna manera nuestro
propio pasado, nuestros propios orígenes, cuyo espectáculo nos proporcionaba
emocionantes descubrimientos.

Por lo general, estas relaciones entre Latinoamérica y Europa se han planteado


equivocadamente. O bien se establece como único punto de referencia lo europeo,
tratando de importar en nuestros países lo que allí se hace, o bien se asume lo propio
de modo un poco neurótico, negándose a toda posible influencia, y buscando lo
autóctono, únicamente en la pureza de las culturas indígenas del pasado. Entre ambos
excesos, nos hemos tratado de ubicar nosotros: los latinoamericanos no somos, ni
europeos ni indígenas puros, sino la confluencia de ambas fuentes, y algunas otras
más, asimiladas a un tronco común, cuya raíz es, en definitiva, la misma que la de las
actuales culturas europeas. Conformamos con Europa una unidad, que habría que
llamar, cultura europeo-occidental, o mejor todavía, cultura euroamericana, cuya
síntesis está todavía lejos de aparecer con claridad, y frente a la cual, todo
“folklorismo” estrecho, todo “criollismo”, y todo nacionalismo vacío, resultan ser meros
expedientes, que embrollan todavía mas, el espinudo problema de nuestras claves.
En Venecia, al Negro Pávez, director de nuestro cuerpo de baile, se le quebró una
pierna. Esto le ocurrió, cuando intentaba suicidarse, lanzándose desde el cuarto piso
del hotel en que estábamos alojados. La razón era comprensible: el italiano, mozo del
restaurante del hotel, con el que se encontraba tomando, no quería empinar una
última vez la garrafa antes de irse. Él alegaba que ya era muy tarde, y que tenía que
volver a retomar su trabajo. Pero estos argumentos no convencían al Negro, que
además de ser testarudo por naturaleza, estaba borracho como una cuba. “Si no te
tomas el último trago, le dijo, me tiro por la ventana”. El italiano, que pensó que
estaba bromeando, sin hacerle gran caso abrió la puerta. El Negro, sin pensarlo dos
veces, saltó por la ventana. Felizmente, entre la ventana y la calle todavía quedaba
una terraza, sobre la cual se habían instalado unos anuncios de neón, y en ella fue a
dar la humanidad de nuestro pobre amigo, que felizmente no se mató, pero se quebró
una pierna. Allá abajo quedó el Negro, quejándose amargamente de la vida, que tan
mal lo trataba, entre cables eléctricos que chisporroteaban, y tubos de colores a medio
encender, desparramados por el suelo. Hubo que modificar el espectáculo, porque con
la pierna enyesada, él ya no pudo bailar.

Con respecto al baile, el problema más grande que teníamos hasta ese momento, era
el de convencer a Patricio Manns, de que lo que él creía estar bailando no era
“trastrasera chilota”, aunque según su opinión, pudiera parecerse mucho, y que por
favor, no siguiera dando saltos como loco, porque en una de esas iba a caer sobre el
pie de otro bailarín, y corríamos el riesgo de tener que lamentar a dos lesionados. Él
respondía que él era de Chiloé, y que sabía muy bien lo que estaba bailando. Se le
respondía amablemente, que el ser chilote no lo facultaba para agitarse de esa
manera, y que tenía que fijarse mejor dónde caía el tiempo fuerte y dónde el débil,
porque era en el primero y no en el segundo, donde tenía que pegar la patada con la
pierna derecha. Él se resistía a aceptar estas razones, y continuaba dando patadas
para todos lados, como si estuviera matando bicharracos en el suelo...

Patricio Manns era ya un amigo viejo. Él era ya uno de los grandes de la canción
chilena. Algunas de sus canciones se habían hecho famosas en todo el país,
alcanzando un grado de difusión que nunca alcanzaron otros intérpretes del
movimiento. Patricio, con su melena rubia y sus ojos claros, que hacían chillar a sus
admiradoras cada vez que aparecía en el escenario, cantando, contaba historias de
arrieros y pescadores, y evocaba mundos novelescos, que nunca antes habían
aparecido en la temática de nuestras canciones. Era un hombre taciturno, de poco
hablar, que parecía provenir de un más allá secreto, poblado de personajes
legendarios, de paisajes románticos, de vidas novelescas. Escribía mucho, y no sólo
canciones, una novela suya había ganado un premio nacional, ubicándolo ya como uno
de los valores literarios más promisorios de su generación. Era locuaz cuando se le
preguntaba por el sur, por las montañas, por la vida de los correcaminos, o por las
costumbres de su tierra. Se interesaba en la historia y en América Latina, y gran parte
de sus canciones tenían que ver con estos temas. Una obra suya, injustamente
desconocida en aquel tiempo, fue uno de los primeros intentos de empujar la canción
hacia formas más desarrolladas. Se llamaba, “El Sueño Americano”, y trataba de
realizar en el dominio de la canción popular, el mismo ambicioso proyecto del “Canto
General” de Neruda. Hoy día Manns sigue siendo uno de los más importantes
creadores del Movimiento de la Nueva Canción en América Latina.

En Roma, estuvimos de nuevo con Juan Capra, de quien ya hemos hablado, y que en
todo este tiempo había aprovechado muy bien su viaje a Europa. En vez de estudiar
pintura, como había sido su propósito inicial, se había puesto a cantar
profesionalmente, transformándose en una de esas figuras típicas de estos años
sesenta, en las que se juntaba el espíritu folk, de búsqueda de las raíces populares,
con el hippismo y la contestación. Cantaba todas las noches en una especie de peña
italiana, que se había creado no hacía mucho, y a la que llegaban artistas italianos que
trataban de rescatar las tradiciones musicales de su país. Juan había grabado ya
algunos discos con canciones de Violeta Parra y otras de recopilación folklórica, y era
bastante conocido en estos medios italianos y franceses. Fue él quien nos llevó al
Folkstudio en Roma, y nos presentó algunos grupos italianos, de cuyo repertorio,
después, extraeríamos algunas canciones como “Bela Ciao”, “Mama mia dame cento
lire” y otras. Cantando en ese pequeño teatro en el Trastevere, pudimos comprobar
que nuestras preocupaciones culturales y políticas no eran solamente
latinoamericanas; allí llegaban artistas de muy distintos puntos del mundo, suecos,
escoceses, irlandeses, australianos, y todos ellos manifestaban los mismos intereses.
Hacían un trabajo de investigación, difundiendo antiguas canciones de sus países,
muchas de ellas vinculadas con el movimiento social. Conocimos también allí a Mari
Franco Lao, la autora del libro “Basta”, recopilación de canciones revolucionarias
latinoamericanas, del que sacaríamos más tarde la idea de nuestro disco homónimo,
en el que cantamos algunas de ellas. En esos primeros encuentros con un público que
no conocía nuestro idioma, pudimos damos cuenta de que había algo de universal en
nuestra música, pues lográbamos hacernos entender, a pesar de todas las diferencias.

En Madrid, el chofer del bus que nos transportaba nos enseñó algunas canciones de la
guerra civil y algunas otras más actuales. Las que más nos gustaron, las metimos
después en nuestros discos, y llegaron a ser bastante conocidas en Chile. Gracias a
ellas, todos los años éramos invitados a la reunión anual de los exiliados españoles,
que llegaron a nuestro país en el Winnipeg, barco especialmente dispuesto por Neruda,
para trasladar españoles que huían de las cárceles franquistas. Ellos fueron nuestro
primer contacto con las esperanzas de los demócratas españoles, con quienes
viviríamos más adelante, en la propia tierra de sus sueños, algunas de nuestras más
hermosas experiencias artísticas.
QUILAPAYUN DURANTE SU PRIMERA GIRA A EUROPA:
WILLY ODDO, CARLOS QUEZADA, EDUARDO Y JULIO
CARRASCO.

Aunque el conjunto había pasado a ser bastante heterogéneo políticamente, mi


hermano y yo seguíamos con nuestras firmes convicciones ultraizquierdistas. Éstas
deben haber provenido probablemente de nuestra educación religiosa, que
seguramente nosotros no habíamos tomado en serio. Aunque Dios ya hacía tiempo que
había desaparecido de nuestras cabezas, quedaba en nosotros; ese impulso
espontáneo a la piedad, a la solidaridad y al espíritu de sacrificio, que no podía ser otra
cosa que un cristianismo trasmutado en anhelos de justicia. Había en nosotros, como
en toda nuestra generación, un deseo real de cambios sociales, pero éstos se
confundían con un cierto romanticismo, muy idealista, expresado en nosotros por una
urgencia de dar la vida por una causa. Si tuviéramos que escenificarlo, nuestro sueño
más secreto de aquella época era algo así como caer heridos, envueltos en los jirones
de las banderas revolucionarias, delante de una tribuna de espectadores, en la que no
faltara ninguna de las personas cuya opinión nos interesaba, nuestros seres más
queridos, nuestros amigos, y por supuesto, nuestras novias o esposas. Sacrificar la
vida, era alzarse por encima de todo, dejar en el mundo una sensación de duelo
irreparable, como si nuestra ausencia tuviera que ser más poderosa e importante que
nuestra propia vida. Este afán desesperado de heroicidad es, tal vez, en el fondo, lo
que anida en el corazón de todo buen ultraizquierdista, los cuales, si insisten tanto en
la lucha armada, seguramente sea más por una necesidad romántico-ideológica, que
por una verdadera táctica o estrategia política. La entrega y el sacrificio, concebidas in
extremis, apuntan a una necesidad de salvación, a una redención por la sangre y el
dolor, inculcada en nuestras cabezas por siglos de esperanzas religiosas. Muchas
veces, quienes creen estar a kilómetros de distancia de las creencias y de las
mitologías del pasado, son precisamente los que las sustentan en sus actuales
transmutaciones inconscientes. Y que se sepa, que todo lo que estoy diciendo, no está
dictado por un militantismo anticura o una profesión de fe antireligiosa, a la manera de
los radicales o los liberales del siglo pasado, ateos por positivismo. Quiero simplemente
mostrar esta relación entre ultraizquierdismo y religión, porque me parece que por no
estar ella suficientemente dilucidada en nuestro mundo latinoamericano, hemos sido y
seguimos siendo víctimas de incontrolables equivocaciones históricas, cuyas
consecuencias no han parado de ser catastróficas. Creo que el ultraizquierdismo es una
forma del cristianismo militante, que en vez de adoptar las formas convencionales y
tradicionales de la religiosidad, se viste con los ropajes del “marxismo-leninismo”, o de
la revolución social, para volver a mostrar su entusiasmo por la muerte. Las fuerzas
históricas esenciales no aparecen en todas las épocas con las mismas vestiduras
ideológicas o políticas, cada nueva situación las va adaptando a nuevas
transmutaciones, cuyos lazos con fuerzas del pasado, por lo general, pasan
desapercibidas. En este caso, es importante mostrar estas relaciones, porque la afición
por el extremismo heroico, que seguramente nos viene de la España Católica, ha sido
siempre en nuestra historia una fuerza regresiva, aunque aparezca bajo los aspectos
más revolucionarios. Si frente a esto, fuéramos capaces de aprender a hacer siempre
prevalecer los argumentos del amor por la vida, nos ahorraríamos muchos excesos y
fanatismos, que han ensangrentado inútilmente nuestra historia. El ultraizquierdismo
es una forma que adopta este cristianismo antiguo, cuando por diversas razones, el
moralismo tiene que disfrazarse de política, el ultraizquierdismo no es más que una
desesperada “imitación de Cristo”, de aquellos que ya no pueden creer, pero que
tampoco pueden abandonar definitivamente la moral católica. De allí, el maniqueísmo
propio de estas posiciones, que quieren ver el mundo escindido en una lucha entre
buenos y malos, más que tratar de comprenderlo con conceptos políticos o científicos.
El esquematismo y la exaltada verborrea, que condena a unos y glorifica a otros, son
la manifestación más evidente de estos excesos ideológicos. En el fondo, desde un
punto de vista político, el ultraizquierdismo no es más que una moralina anacrónica,
disfrazada de doctrina revolucionaria, que no ha hecho otra cosa que absolutizar sus
propias necesidades de redención personal.

Y eso más o menos era lo que éramos nosotros, y eso es lo que explica por qué
andábamos siempre buscando cómo realizar nuestros sueños guerrilleros. Cuando
llegamos por primera vez a Moscú, en una exaltación de esta euforia revolucionaria,
motivada por el conocimiento de algunos verdaderos guerrilleros venezolanos, nos
pusimos en contacto con la embajada cubana, y solicitamos una reunión formal con
uno de los secretarios. A este señor, que nos escuchó atónito durante toda nuestra
visita, le propusimos lisa y llanamente que queríamos partir inmediatamente donde
ellos dispusieran, que queríamos participar en alguna de las guerrillas
latinoamericanas, y que solicitábamos, por su intermedio, que el gobierno cubano se
hiciera cargo de nosotros, nos diera instrucción militar, y nos entregara armamento.
No se rían, nuestra decisión era seria, y demuestra que aunque estábamos
equivocados en las soluciones que buscábamos, éramos ultraizquierdistas honestos,
dispuestos a llevar nuestras posiciones hasta el final. Por supuesto, ni en ese
momento, ni después, recibimos respuesta alguna acerca de nuestra generosa
proposición, la cual, seguramente quedó archivada junto a muchísimas otras por el
estilo, en la clasificación de “cosas raras”.
Días después, mientras nos preparábamos para cantar en un gran teatro de Moscú,
alguien trajo una trágica noticia, que nos dejó a todos en la más profunda tristeza: el
Che Guevara había sido asesinado en Bolivia por militares gobiernistas. El Che era para
nosotros el prototipo del héroe que hubiéramos querido imitar, el valiente aventurero
que se lanza a la búsqueda de su ideal, y que encarnaba de nuevo el espíritu patriótico
latinoamericano. Su proyecto, como el de Fidel, sólo podía compararse con el de
nuestros libertadores de comienzos del siglo pasado, que habían luchado por la
primera independencia de nuestro continente; en sus escritos y en sus hazañas, nos
reconocíamos completamente, con ellos, imaginábamos un enorme país latino, que
pudiera ser la contrapartida del gigante del norte, cuyo poder tantas humillaciones nos
estaba costando. El Che era casi de nuestra generación, y estaba imbuido de los
mismos sueños que a nosotros nos impulsaban a cantar la revolución. Cuando supimos
de su muerte, no podíamos darnos cuenta de todo lo que moría con él; ese
voluntarismo justiciero, que se expandió en nuestras tierras como una ráfaga, sin
llegar a realizar su fantasía liberadora, iría poco a poco mostrando sus limitaciones. Las
ideas, seguramente toman formas utópicas en el momento de su primera aparición, y
sólo el tiempo, el sabio tiempo, va acomodándolas a la realidad positiva. Hoy día
estamos lejos de esos sueños, en los que veíamos formidables posibilidades abiertas
ante nosotros, al alcance de nuestras manos, como si bastara para realizarlas, una
buena cuota de heroísmo y de audacia. La consecuencia revolucionaria nos exigía
ponemos a actuar de inmediato, el presente apremiaba, derrotar al poder imperialista
era posible con algunas armas y un puñado de valientes, nuestra libertad estaba a la
vuelta de la esquina. Hoy día, todo esto nos parece ingenuo, pero no porque hayamos
cambiado de ideales, nuestra utopía latinoamericanista sigue en pie. Lo que ha
cambiado es nuestro saber sobre el mundo, ahora sabemos que todo es más difícil y
más largo de lo que pudimos pensar en aquella época, la historia es la voluntad
realizada, no simplemente soñada, aunque estos heroicos luchadores, anunciadores del
futuro, tengan que cumplir su rol eminente de extremar nuestros sueños a costa de
sus vidas.

Al Che siempre le cantamos, el mismo día en que supimos de su muerte le hicimos una
canción sin palabras, y más adelante, Juan Capra nos enseñó otra, hecha a partir de
un cable llegado a Francia, que daba cuenta de las persecuciones en la selva boliviana.
Víctor le hizo una canción con esta misma idea, “El Aparecido”. Juntos, cantamos otros
momentos de estos sucesos bolivianos, que no siempre veíamos por su lado
dramático, como se muestra en la canción dedicada a los hermanos Peredo, “A
Cochabamba me voy”.

Nuestro espectáculo en Moscú nos permitió presentar por fin lo que habíamos venido
preparando durante todo el viaje: abríamos el espectáculo nosotros, con nuestras
quenas y charangos, después venía Patricio Manns, y para cerrar la primera parte,
cantábamos algunas canciones juntos. En la segunda parte, venía la danza: se abría el
telón, y aparecía el Negro Pávez, arrastrando su pata de yeso por todo el escenario.
Después de interminables problemas para instalarlo frente a su micrófono, trabado de
movimientos como estaba, lograba por fin acomodarse en una silla de paja, y
comenzaba a cantar “el pavo con la pava...” Aparecía entonces un cuarteto de danza,
vestido con trajes chilotes: mi hermano, Patricio, y dos niñas del conjunto de Pávez. La
danza consistía en desordenadas maromas, tan fuera de ritmo, que daban la impresión
de un ballet moderno, zapatazos incoherentes hacia todos lados, vueltas a destiempo,
miradas que hubieran tenido que ser pícaras, pero que en realidad salían bobas,
movimientos de brazos y cuellos con la coquetería de un elefante enamorado, vueltas
y piruetas en las que uno no llegaba a comprender bien si estaban bailando, o
buscando algo perdido en el suelo. Los soviéticos, acostumbrados a sus ballets
Berioska, no comprendían qué pasaba. Después de algunos números como éste,
salíamos todos a hacer la parte preferida de nuestro director de escena: el final de
fiesta. Cada cual cogía su pareja, y se instalaba en algún punto del escenario
disponiéndose a bailar las estruendosas cuecas, que Pávez, con su voz destemplada,
nos arrojaba a la figura desde su silla: su propósito era que no se le fuera ni una
sílaba, ni a la última fila de la galería. El desorden alcanzaba aquí el punto de no
retorno: chocábamos unos con otros, se nos cambiaban las parejas, nos resbalábamos,
y hasta más de alguno se caía. Un desastre, un desparramo total. Terminábamos tan
muertos de vergüenza, que cuando llegaba el momento de saludar al público, todos
tratábamos de escondernos unos detrás de otros, para no tener que darle la cara al
público.

Un día, el bochorno se trasladó a la primera parte del espectáculo. Como es costumbre


en la URSS, al final de todos los espectáculos que realizábamos, recibíamos un ramo
de flores. Mientras estábamos saludando al público, llegaban unas hermosas y
sonrientes muchachas, con ramilletes o canastillos, subían al escenario, y con besos y
abrazos de felicitación, nos hacían entrega de sus floridos presentes. Por supuesto que
esto no es otra cosa que una simpática formalidad, y ningún espectáculo se termina
sin pasar por este momento de convencional emotividad. Hasta tal punto es así, que
durante toda nuestra gira, nosotros mismos trasladábamos en nuestro autobús las
flores que al final del espectáculo nos serían entregadas. Junto con las guitarras y
maletas, había que bajar y subir los canastillos y maceteros, con flores cultivadas en el
frío otoño ruso.

Una noche, nuestro amigo Patricio Manns, estrella principal de nuestro espectáculo, fue
convencido de que la hospitalidad soviética se prueba bebiendo vodka, y como sus
argumentos en favor de la enofobia no convencieron a sus insistentes huéspedes, se
vio obligado a beber por lo menos medio litro más de lo que su cuerpo podía asimilar
sin efectos maléficos. La hospitalidad soviética quedó probada exuberantemente, y
nuestro amigo terminó por los suelos, tratando de recomponer el universo que
súbitamente se había duplicado. Como no se podía suprimir el espectáculo, nos vimos
obligados a salir a cantar con él en ese estado. Costó bastante trabajo pararlo derecho
frente a los micrófonos, sin que se hiciera evidente su mareo. Cuando nuestro amigo
comenzó a golpearse el pecho, y a vociferar en una lengua que a nosotros nos sonó
cercana al ruso nadie pudo entenderla, porque en realidad, como después supimos,
era simplemente la lengua de Cervantes, después de una botella y media de vodka al
público no le cupo la menor duda de que nuestro artista estaba en un extraño estado.
En nuestra desazón, nosotros tratamos todavía de disimular las verdaderas causas del
desperfecto, cantando lo mejor posible, tal como lo habíamos hecho tantas veces; pero
Patricio, con una sonrisa bobalicona en los labios, estaba en otra cosa. Para él, este
era un momento de aguda inspiración, y daba rienda suelta a su espontaneidad
musical, sorprendiéndonos en cada compás. La situación en que estábamos era tan
absurda, que el público para premiar nuestra buena voluntad, comenzó a aplaudir
ardorosamente. Patricio creyó comprender entonces que todos sus sueños se estaban
cumpliendo. Sin la menor conciencia de lo que realmente nos estaba pasando,
comenzó un maravilloso delirio, y reafirmó su exuberancia creativa. El público, al
escuchar y ver lo que no tenía que escuchar y ver, comenzó a comprender que lo que
sucedía ya no era una sarta de simples equivocaciones de un artista susceptible y
nervioso, sino los efectos de algo que ellos conocían bastante bien. Por simpatizar con
el entusiasmo de nuestro artista, comenzaron a aplaudir cada vez más ruidosamente,
rompiendo definitivamente la solemnidad y la seriedad con la que habíamos
comenzado el concierto. Patricio, al escuchar estas muestras de simpatía, confirmó lo
que ya era más que una simple sospecha en el fondo de su cabeza: estaba viviendo su
apoteosis de intérprete de la canción chilena. Gustoso habría seguido cantando toda la
noche, si no es por nosotros, que vimos el peligro que se nos venía encima, y
rápidamente intentamos terminar la cosa. Él no entendía nuestra premura por salir del
escenario, y porfiaba por seguir cantando. Nuestra discusión y forcejeo delante del
público hizo que la asistencia llegara al paroxismo: comenzaron a vociferar de alegría,
pidiendo que volviéramos al escenario. Para tratar de terminar de una vez con esta
situación, los organizadores del concierto, prevenidos por nuestros compañeros, que
observaban la escena desde las bambalinas, decidieron enviar a las jóvenes
encargadas de entregarnos las flores. Tres de ellas se aproximaron a nosotros, con un
gigantesco canasto que apenas podían tener de tan grande que era. Con sus sonrisas,
ahora un poco más pronunciadas que de costumbre, entre besos y abrazos, nos
hicieron entrega de las flores. Nosotros, lo más rápido que pudimos, salimos del
escenario. Patricio, en cambio, no podía más de felicidad: ¡Por fin se comprendían
cabalmente sus canciones! ¡Por fin él era ubicado en el lugar que se merecía! ¡Por fin
el respaldo tan ansiado de un público internacional! ¡Esto era el éxito! ¡Vengan las
flores! Con su inocente sonrisa en los labios, mirando hacia todos lados, como
diciéndole al mundo, “miren, vean lo que he sido capaz de hacer en Moscú”, más
borracho de su sensación de apoteosis, que del vodka que había bebido, saludaba a su
público con innumerables reverencias No cabía en sí de felicidad y agradecimiento.
Como si fuera la cosa más natural de mundo, se inclinó para tomar el enorme
macetero con las flores. No pudo levantarlo. Era demasiado pesado. Después de dos o
tres tentativas frustradas, se abrazó a él y haciendo un esfuerzo sobrehumano,
consiguió elevarlo del suelo. Con la cara congestionada por el esfuerzo, aunque sin que
se borrara ni por un instante de su cara su mueca de felicidad, salió trastabillando y
dando tumbos, por efecto del peso y del mareo. Detrás del escenario, todos lo
esperábamos consternados. Patricio pasó delante sin mirarnos, y se fue dignamente a
su camarín, donde rodeado de sus flores, siguió viviendo su apoteosis hasta que se
quedó dormido.

En París volvimos a encontrar a Juan Capra, que entretanto, de nuevo se había


cambiado de país. Vivía en uno de los lugares más pintorescos de la ciudad, en la calle
Visconti, cerca de Bellas Artes, en la misma casa donde hacía casi trescientos años,
Jean Racine había vivido los últimos años de su vida. Como había espacio, nos
trasladamos allí con nuestras guitarras, y nos instalamos por unos días. Esta casa era
entonces el centro de actividades de algunos jóvenes intelectuales y artistas franceses,
casi todos universitarios, que se juntaban todas las noches a discutir sobre las formas
más apropiadas para hacer la revolución en París. Los acontecimientos de mayo del 68
se preparaban, aunque en toda esa turbulencia ideológica, nosotros no nos
encontrábamos. Por las dificultades del idioma, que entonces no conocíamos, no
podíamos participar en las discusiones, por eso rápidamente tomábamos nuestras
guitarras y comenzábamos a cantar. Al cabo de algunos minutos, la tertulia se
transformaba en concierto. El folklore latinoamericano era ya bastante conocido en los
medios estudiantiles franceses, grupos como los Incas o los Calchakís se habían
encargado de difundir algunas canciones peruanas, bolivianas o venezolanas. Además,
Violeta y sus hijos, habían pasado años cantando nuestro folklore, no lejos de allí, en
pleno barrio latino, en L'Escale y en La Candelaria. Por este motivo, nuestra síntesis de
quena y revolución tuvo bastante éxito entre estos amigos franceses, que compartían
con nosotros muchas de nuestras inquietudes políticas, usaban barba, admiraban la
revolución cubana, y complotaban como podían en contra del capitalismo internacional.

Este interés de los jóvenes franceses en nuestra música no pasó desapercibido en las
casas grabadoras. Rápidamente tuvimos una oferta, para grabar un disco con Juan
Capra, en el sello Barclay. Lo grabamos en un día, y salió a la venta con el nombre de
“Juan Capra y Los Chilenos”. Como teníamos contrato exclusivo con nuestra casa de
discos chilena, para no tener problemas, tuvimos que esconder nuestra identidad.
Hasta hace muy poco, todavía se encontraba este disco en los negocios parisinos.

Por tener muy poco tiempo, tuvimos que dedicarnos casi exclusivamente a la
realización de este proyecto, y París se quedó en nuestra memoria como una sucesión
de hermosos boulevares, que veíamos por la ventanilla de los taxis, cuando
viajábamos desde la rue Visconti hasta el estudio de grabaciones de la Barclay. En las
noches, como no teníamos dinero, vagabundeábamos sin rumbo fijo, hasta que había
que volver a nuestra histórica cocina, donde, comiendo queso y tomando vino,
intercambiábamos experiencias con los otros visitantes de la casa.

PORTADA DEL DISCO "JUAN CAPRA Y LOS


CHILENOS" GRABADO EN FRANCIA EN 1968

Estos nos parecían completamente idealistas, y sus reivindicaciones, el colmo de lo


quimérico, mezcla extraña para nosotros de ecologismo, revolución y otras vainas. Un
día sometieron a nuestra consideración un documento para llamar a reorganizar las
comunas de París. Durante toda la semana, habían estado repartiéndolo a la salida del
metro, y estaban descorazonados por la débil acogida que tenían. Según este
documento, la revolución no podía concebirse como un puro cambio cuantitativo en la
forma de vida de los ciudadanos, y tenía que considerar también reivindicaciones de
orden cualitativo. Esta idea nos parecía acertada, pero lo malo es que cuando se
ponían a enumerar estas demandas cualitativas, perdían completamente la cabeza.
Estas eran la destrucción del Panteón y de la iglesia del Sacre Coeur, en Montmartre
(ambos monumentos debían ser dinamitados, por ser encarnaciones del espíritu
burgués y reaccionario), la eliminación completa e inmediata de todos los medios de
transporte motorizado de las calles de París, éstos serían reemplazados por bicicletas,
que la municipalidad de cada sector debía poner a disposición del público en forma
gratuita. De las calles se extraería el pavimento para plantar árboles y jardines. Todos
los palacios de las instituciones públicas debían ser inmediatamente entregados a las
familias sin casa y etc., etc. A nosotros, esta revolución con flores y bicicletas nos
parecía una idealización sin consecuencias; frente a ella, nuestras luchas
latinoamericanas, con todo su romanticismo, eran verdaderos movimientos, asentados
en la realidad, que estaban ya cambiando nuestro mundo. Algunas semanas más
tarde, estando ya en Chile, cuando supimos de la famosa revolución del 68, no
podíamos creer, que grupos con ideas como éstas, hubieran llegado a poner en jaque
al gobierno de uno de los países más poderosos de la Europa Occidental. Razón de más
para insistir en nuestra propia lucha, que a nuestros ojos, era infinitamente más
necesaria, más justa y más realista.

Antes de volver a Chile, en un café de la rue Bonaparte, tuvimos un encuentro con


Elizabeth Burgos, que estaba desesperada por la suerte de su marido, Regis Debray,
en Bolivia. Nos entregó algunos documentos para difundir en nuestro país, y recados
para activar la campaña que entonces comenzaba en toda América Latina.

Volvimos de nuestra gira con la cabeza bastante revuelta. Ahora sabíamos que existía
el mundo, que Chile era un extremo, allá lejos, detrás de las montañas, donde muchas
cosas tenían que pasar, pero donde lamentablemente, no pasaba todo.

EL PARTIDO

Cuando volvimos, la universidad estaba convulsionada. La lucha por la Reforma se


había extendido hacia todas las Facultades y se vivía un período de desordenadas
discusiones, de huelgas, de asambleas y de protestas callejeras. Cada cual tenía su
opinión, y formaba grupos y subgrupos para encauzar sus reivindicaciones. Se discutía
todo, desde las ideas más generales de la institución, hasta los planes de estudio de
las escuelas, o el sentido particular de la enseñanza. Nuestra Escuela de Filosofía, que
se había mantenido hasta entonces más o menos al margen, comenzó a entrar de
lleno en la discusión, y los grupos ultras, a los cuales pertenecíamos, empezaron a
tomar posiciones. Fue en este ambiente de confrontaciones, que comenzaron a
aparecer contradicciones entre nosotros, resquebrajándose la unidad que habíamos
mantenido hasta ese momento.

El carácter abstracto y esquemático de las posiciones ultraizquierdistas no podía


contentarnos a todos. La consigna, “Reforma no, revolución”, iba al encuentro de un
anhelo de cambios concretos que podían realizarse en torno a un consenso no
imposible de lograr. El fin último, puesto como objetivo inmediato, los hacía pasar por
encima de las posibilidades reales de transformación de nuestra vida académica.
Nosotros queríamos la revolución, pero esto no era un obstáculo para querer también
cambiar nuestros planes de estudio, nuestras formas concretas de elección de
autoridades, los estatutos, las orientaciones de presupuesto, etc., etc. En estas cosas,
nuestros amigos parecían no interesarse. La Reforma Universitaria era para ellos un
mero pretexto para agitar consignas utópicas, que terminaban por crear confusión y
obstaculizar los únicos cambios posibles. Estas constataciones nos hicieron comenzar a
entrever el simplismo estéril que conlleva la búsqueda de instrumentalizarlo todo en
aras de un ideal mayor, el cual, precisamente por esta mediatización, no pasa de ser
un puro sueño.

Para los ultras de aquella época, la revolución era algo así como esos inmensos frescos
que ilustran las guerras napoleónicas: en un gigantesco campo de batalla, a un lado,
los proletarios, dirigidos por nuestros estudiantes universitarios con vocación de
martirio, y al otro lado, la burguesía y sus corrompidos aliados, dispuestos a defender
sus intereses a cuchillo limpio. ¿Qué podía importarle entonces a un revolucionario
discutir acerca del sistema más justo de evaluación del rendimiento escolar? ¿Podía un
futuro héroe del proletariado permitirse tener ideas acerca del presupuesto de su
escuela, o sobre la más justa remuneración de sus empleados? Como nosotros no
éramos malos estudiantes, y amábamos los oficios a que nos habíamos destinado,
todas estas exageraciones nos parecían equivocadas.

Frente a estos extremismos, los comunistas aparecían sosteniendo posiciones mucho


más realistas, y daban respuestas a problemas más concretos. Por esta razón, a
medida que aumentaban nuestras contradicciones con los ultras, cuando se nos
evidenciaba su moralismo, su utopismo exagerado y su amor a lo abstracto,
paulatinamente nos íbamos acercando a los comunistas, para quienes la revolución era
tal vez menos poética y romántica, pero mucho más cercana a lo posible. Estos, se
proponían avanzar paso a paso sin descuidar las reivindicaciones concretas, querían
darle un sentido a la lucha diaria, a los problemas de cada momento y de cada lugar,
querían ir revolucionando cada cosa a su tiempo, y no padecían de esta eyaculación
precoz revolucionaria que empezaba a molestarnos cada día más. Así como los
filósofos tenían que inventar su propia revolución, también los boticarios, los
gimnastas, los dentistas, los hoteleros, los empleados de correo, los actores, y todos
los que ocupaban un rol concreto en la sociedad, debían aspirar a la suya. Para el
esquematismo ultra, la revolución era solamente para tipos ágiles, fornidos y
superadiestrados, política e ideológicamente, era además, la toma del poder por “vía
heroica”; para los comunistas, en cambio, era algo más universal e interesante. Años
de adiestramiento a través de cowboys cinematográficos, espías y pálidos galanes
hollywoodenses, nos habían apartado de la vida prosaica, la cual tenía también su
heroísmo y su grandeza, aunque desde nuestra locura utópica fuera difícil descubrirla.
Algunos, cansados de la ficción, nos inclinamos claramente hacia la militancia
comunista, otros siguieron fieles al MIR, lo que provocó de inmediato serias
confrontaciones internas. Estas se vieron, además, agravadas por el sectarismo y la
intransigencia que por los dos lados tenía iguales características. La tensión terminó
dividiéndonos, y mi hermano, que sentía una verdadera vocación de guerrillero, se fue
del conjunto.
EDUARDO CARRASCO, WILLY ODDO Y JULIO CARRASCO

Su salida fue la que yo más he sentido, no únicamente por su cercanía familiar, sino
porque a pesar de nuestras diferencias de apreciación política, siempre hubo entre
nosotros una simpatía y una amistad de fondo, que no se debe solamente a razones de
sangre. Él me había metido en este baile, y yo esperaba terminarlo con él al lado.
Lamentablemente no fue así, se fue a hacer la revolución, y ha dedicado toda su vida a
eso, aunque los resultados hasta ahora se revelen más bien decepcionantes. Yo no he
dudado nunca de su honestidad, y he sabido admirar sus proezas guerrilleras, a pesar
de no compartir para nada su confianza en el procedimiento elegido para realizar sus
ideales. Un día, en una reunión de chilenos en París, el dirigente mirista desaparecido
en la Argentina, Edgardo Enríquez, me llamó aparte y se puso a contarme algunas de
las aventuras de Julio, cómo se había arrancado de las manos de los militares, que
habían venido a buscarlo a su propia casa, cómo lo habían herido en la frente, en un
enfrentamiento con la policía, cuando acarreaba armamentos en una camioneta, y
cómo, finalmente, lo habían apresado con un balazo en una pierna, en una emboscada
en el centro de Santiago. “Para nuestro partido es un héroe”, me dijo. Yo pensé que sí,
que seguramente lo era, aunque pocos lo sepan todavía. Alguna vez habrá que contar
sus aventuras. A algunos no les basta con la canción, y Julio es uno de esos. Lo que
me alegra es que haya sido consecuente con su decisión, y en la vía que eligió, haya
tenido una conducta ejemplar. Conozco muchos revolucionarios de la palabra,
papagayos que cacarean, empujando a otros a hazañas que ellos nunca serán capaces
de cumplir, conozco pocos inválidos de esta “guerra” cobarde que inventó Pinochet, y
con la cual no ha cesado de violentar a nuestro pueblo. Mi hermano, con su pierna
herida y su colección de cicatrices, es uno de ellos. Tal vez, todo esto ha sido inútil,
como tantas vidas inmoladas, como tanto dolor y sufrimiento, pero nadie podrá negar
que las motivaciones que han estado detrás de estas acciones, vengan de un profundo
amor a la justicia.

El desarrollo de nuestra conciencia política fue inclinando la balanza de nuestras


decisiones políticas hacia la militancia, aunque como grupo, siempre tratamos de
mantener una cierta independencia partidista, protegiendo la representatividad amplia
de izquierda que habíamos alcanzado durante el proceso de reforma. Nuestro prurito
de honestidad nos impulsaba hacia un compromiso franco y abierto con el movimiento
popular, pero como ya ha sido dicho, esto llevaba consigo un cierto aislamiento de los
medios de difusión tradicional, los cuales, a pesar de que vivíamos en una democracia,
estaban completamente cerrados para los artistas que, como nosotros, se declararan
abiertamente de izquierda. Nosotros no queríamos escindirnos, en artistas por un lado,
y revolucionarios por el otro, queríamos hacer la síntesis de ambas cosas, pero
encontrábamos grandes dificultades para llevar adelante nuestro proyecto. La mayor
parte de nuestros colegas cantores, se cuidaban de meter la nariz en la política,
aunque trataban de ayudar cautelosamente a las organizaciones populares. Esto no lo
despreciábamos, pero nosotros intentábamos ir más lejos, queríamos hacer la
experiencia de un arte que no renunciara a nada, que al mismo tiempo que fuera arte
verdadero, entrara a jugar un rol activo en la lucha de nuestro pueblo. En este intento,
nos sentíamos seguidores de Neruda y de Violeta Parra, que entonces eran los faros
que teníamos en el lejano horizonte.

Pero el compromiso tenía sus problemas: si queríamos ser consecuentes, no podíamos


escabullirnos al movimiento general de la sociedad chilena, que era el de tomar
partido. El proceso general de politización creciente iba polarizando cada día más la
lucha interna, y a nosotros, que cada día éramos más conocidos públicamente, desde
muchos lados se nos exigía adoptar una actitud política clara. Felizmente, no nos costó
mucho recuperar la homogeneidad perdida, y como todos fuimos viviendo experiencias
muy semejantes en el seno de la universidad, al cabo de unos meses, todos
revelábamos más o menos la misma inclinación. Como se nos cerraban las radios, la
televisión y demás medios, decidimos apoyarnos en los únicos organismos que
aparecían verdaderamente interesados en nuestras canciones: las Federaciones de
estudiantes, los Centros de alumnos, los partidos políticos de izquierda, y los sindicatos
y centrales obreras.

Para realizar nuestro plan, montamos un espectáculo sin hacer concesiones de ningún
tipo, y nos paseamos por todos lados, cantando libremente la revolución chilena y las
esperanzas latinoamericanistas. Introdujimos canciones de varios países, y
comenzamos a preocuparnos más de lo que pasaba en el mundo, tratando de reflejar
en lo que hacíamos, las preocupaciones que agitaban nuestro medio. Entre los
dirigentes universitarios que conducían la lucha por la Reforma, había varios amigos
nuestros, que inmediatamente comprendieron nuestra idea y se dispusieron a
ayudarnos. El más fiel de todos era Alejandro Rojas, que cada vez que los estudiantes
se tomaban la Escuela Dental, donde él estudiaba, nos organizaba allí un concierto. Se
nos llamaba para asegurar el éxito de una asamblea, para celebrar el triunfo de un
candidato de izquierda, para formar un comité de Unidad Popular, para apadrinar un
sindicato que se formaba, un club deportivo, etc. Nosotros asistíamos a todos estos
encuentros. Así fuimos haciendo un acucioso aprendizaje de unidad entre canción y
lucha popular, y afinando mucho mejor el oído, para responder a las expectativas que
la gente se hacía de nosotros: todos querían canciones que expresaran auténticamente
el espíritu de todas esas manifestaciones. Por suerte, todos estos compromisos,
nosotros los cumplíamos siempre con la seriedad de una actuación profesional, lo cual
nos permitió ir adquiriendo una gran experiencia escénica, que más adelante nos sirvió
para conquistar a los más variados públicos.

Nuestro estilo fue aceptado y reconocido, y la contradicción entre el conocimiento que


se tuvo de nuestra labor y lo que publicaban sobre nosotros los medios tradicionales,
quedó claramente de manifiesto.

Como nuestro repertorio se fue cada vez radicalizando más, buena parte de las nuevas
canciones quedaron fuera de las selecciones que podían caber en nuestros discos.
Aunque la política del sello Odeón, en el que grabábamos, era bastante amplia, para
ellos era difícil aceptar canciones como “Qué dirá el Santo Padre”, o “Tío Caimán” y
otras. Por este motivo, comenzamos a buscar de qué manera podíamos abrirle una
salida a toda esta producción. En Odeón habíamos grabado ya tres discos, los cuales,
si bien no eran grandes éxitos de venta, nos habían permitido salir con algunas
canciones hacia el gran público. Para poder grabar lo nuevo, se nos ocurrió una idea
que era en realidad lo único que podíamos hacer en ese momento: buscar
financiamiento en las mismas organizaciones que nos ayudaban a organizar nuestros
conciertos. Como, por su lado, las Juventudes Comunistas de Chile andaban buscando
iniciativas que sirvieran para realzar la participación nacional en el IX Festival de las
Juventudes Democráticas, a realizarse en Bulgaria en esos meses, llegamos con ellas a
un acuerdo. Aunque nosotros todavía despertábamos una cierta desconfianza entre los
comunistas, por nuestro pasado mirista, se aprobó la iniciativa de grabar un disco con
canciones revolucionarias.

Se presentaron de inmediato innumerables problemas prácticos, que estuvieron a


punto de dejar la iniciativa como una de esas tantas ideas locas que se lanzan al aire
sin mayores consecuencias. Los presupuestos que nos daban eran demasiado altos, y
el disco no alcanzaba a financiarse. Los fondos con los que podíamos contar, eran
escasos, la organización de los jóvenes comunistas chilenos recién comenzaba a
alcanzar un cierto desarrollo, y sus arcas estaban siempre vacías. Surgieron, además,
algunos problemas políticos acerca del contenido de las canciones: fuimos citados
varias veces para discutir los textos, que eran puntillosamente analizados para que no
fuera a haber en ellos contradicciones con la línea del partido. Una de las canciones,
motivaba particular inquietud, la “Canción Fúnebre al Che Guevara”. El Che era en
Chile un símbolo mirista, y se corría el riesgo de hacerle propaganda al enemigo. Como
los dirigentes de la Juventud no se ponían de acuerdo, el problema se llevó a la
dirección del Partido. El texto fue sometido al Secretario General, Luis Corvalán, quien
dio su aprobación: el Che era un comunista, y los ultras no tenían por qué apropiarse
con exclusividad de su imagen. Nuestra proposición fue apoyada en bloque.

Para nosotros, estas discusiones eran bastante sorprendentes, y no dejaban de


producirnos una cierta molestia, pero la situación política chilena estaba ya tan
cargada de politicismo, que los cálculos de influencia parecían, al final, perfectamente
naturales. Tardamos bastante tiempo en darnos cuenta de las verdaderas causas de
estas desconfianzas, que lamentablemente fueron pasadas a llevar por nosotros con
demasiada benevolencia.

Así, grabamos el disco “Por Vietnam” en dos sesiones de grabación, el 22 y el 23 de


mayo de 1968. Esto lo sabemos, no porque seamos coleccionistas de fechas, sino
porque el 23 es el cumpleaños del papá de Willy, quien después de cantar el “Canto a
la Pampa”, se fue a la fiesta de celebración. Como Víctor había partido a Inglaterra con
una beca para estudiar teatro, nosotros nos quedamos sin director, y para hacer el
disco, tuvimos que arreglárnoslas solos. No tuvimos problemas para montar la mayor
parte de las canciones, pero como había una que nos creaba problemas de
armonización, le pedimos a Sergio Ortega que nos ayudara. Al final, el disco fue un
gran éxito en Chile, la primera edición se agotó de inmediato, y hubo que hacer varias
ediciones sucesivas, para responder a la demanda. La iniciativa había hecho sus
pruebas, y la dirección de las Juventudes Comunistas acordó formar un pequeño sello
de discos para continuar difundiendo la música con contenido revolucionario.

Los métodos que comenzaron a aplicarse en la elección de artistas y en la dirección del


sello no fueron los más adecuados, se caía fácilmente en una especie de
democratismo, en el cual se trataban de calcar las maneras de hacer de las
organizaciones de masa. Por otro lado, la iniciativa, que para nosotros no tenía fines
directamente comerciales, comenzó a verse como una excelente manera de acrecentar
las finanzas del partido. Quienes comenzaron a dirigir el asunto, fueron los encargarlos
de finanzas, en lugar de los de cultura, como nosotros hubiéramos deseado. Se
pensaba en el disco, o bien como una forma fácil y directa de ganar dinero, o bien
como una manera de estimular a los artistas del partido, sin tomar en consideración
que ninguna iniciativa como ésta podía salir adelante sin un mínimo de calidad.
Tuvimos que dar una pelea bastante dura, para convencer a los dirigentes de que
había que dirigir las cosas con criterios culturales. Al final, algunos se convencieron,
pero más que todo, porque vieron en la calidad de los artistas elegidos, una garantía
económica para continuar con la iniciativa.

El disco “Por Vietnam” fue una experiencia interesante, si se considera que no tuvo
ningún apoyo en los medios de difusión de masas: las radios lo ignoraron
completamente, y hasta mucho tiempo después, ninguna de las canciones fue
difundida por los medios normales. Como nosotros no cobramos ningún derecho, parte
de los fondos que se juntaron pudieron servir para grabar otros discos: así comenzaron
a editarse otros artistas, con los cuales se fue formando uno de los catálogos más
interesantes de la historia de la canción chilena. El sello pasó a llamarse Dicap, y fue
recibido por todos los cantautores del movimiento, como una iniciativa que había que
defender y proteger, y en la cual, cual más, cual menos, contribuyó a su crecimiento.
En Dicap, muchos artistas que hasta entonces habían sido silenciados, pudieron
comenzar a expresarse públicamente, alcanzando una distribución muy amplia en todo
el país. Los discos comenzaron a venderse en todos lados, y a fuerza de múltiples
sacrificios de los militantes, y de las organizaciones de masa implicadas en el proyecto,
se logró por fin instalar el movimiento de la canción chilena en la vida cultural del país;
desde entonces nadie ha podido desconocer este tipo de música. Los mejores artistas,
los más creativos, se acercaron al sello, el éxito de éste llegó hasta el punto de
competir lealmente con las grandes casas de discos comerciales, pertenecientes a los
grandes consorcios internacionales. Aunque los criterios economicistas no fueron
abandonados en ningún instante, Dicap se ganó un prestigio entre los artistas chilenos,
y muchos de ellos, que nada tenían que ver con el movimiento político, comenzaron a
grabar allí sus discos.

Esto muestra que es equivocado intentar comprender lo que pasaba en Chile


únicamente a partir de los parámetros políticos. El movimiento cultural chileno
acompañaba al acontecer político, y en cierta manera se asentaba en él, sirviéndose de
sus estructuras de organización para llegar hasta el pueblo; pero no se confundía con
él, había una cierta espontaneidad, de la cual no daban cuenta los partidos. Y esto
sucede así en casi todos los verdaderos procesos históricos, en los cuales, las
diferentes fuerzas sociales buscan instalarse a su manera en la vida social, echando
mano a todas las formaciones ya existentes, que puedan asegurar este asentamiento.
La canción chilena no es, como se ha dicho, una iniciativa de partido, no es música
partidista, sus orientaciones no venían dadas maquiavélicamente por los aparatos
políticos entronizados en el terreno de la cultura. Ningún movimiento cultural sería
explicable de modo tan simplista, pues toda creación supone una fuerza espontánea
que busca su realización. Lo que ocurrió con la canción chilena, es que estas potencias
creadoras, encontraron en las organizaciones políticas y sindicales un medio para
tratar de instalarse en una sociedad, que de otro modo las habría rechazado. El canto
se hizo espontáneamente político, y por lo demás, no sólo el canto, sino casi todas las
expresiones sociales, en las cuales las nuevas esperanzas podían manifestarse.

La canción chilena, como movimiento cultural, es un movimiento independiente en


cuanto a su germen, en cuanto a la necesidad que exigió su nacimiento, aunque para
existir, haya echado mano a las estructuras orgánicas que la ayudaron a desarrollarse.
La demostración más clara de esta independencia, es el hecho de que toda la historia
de las relaciones entre este fenómeno cultural y los organismos políticos, está hecha
de fricciones, de desacuerdos y contradicciones, que terminaron finalmente en ruptura.
Lamentablemente, ninguna de las organizaciones políticas de la izquierda chilena tuvo
jamás una concepción profunda de la cultura y del arte. Esto no es culpa únicamente
de estas organizaciones, sino de una debilidad profunda existente en casi todos
nuestros países, la mayoría de los cuales, viven en una triste indiferencia frente a todo
lo que no sea político-económico. La cultura es un fruto tardío, sobre todo en países
formados por inmigraciones, los cuales entran en la historia con profundos problemas
de identidad, a los cuales sólo el tiempo puede dar una respuesta. Desde la obra de
Neruda y otros creadores, lo que intentaba abrirse paso en Chile era una forma de dar
respuesta a estos problemas, una manera de inventarse una identidad nacional,
necesidad que en el fondo respondía a las mismas causas que la emergencia de las
nuevas fuerzas políticas que fueron apareciendo por aquella época. Tanto el
movimiento político, como el cultural, eran aspectos de lo mismo, de un deseo de
nacimiento histórico, que sólo puede ser suficientemente comprendido, tomando en
consideración la totalidad de los elementos que entran en su definición. En todo caso,
ni lo político explica lo cultural, ni lo cultural lo político, aunque ambos aspectos estén
íntimamente vinculados, especialmente en un caso como el chileno, en el cual, el
proceso de cambios no es otra cosa que una revolución abortada, dentro de un proceso
más general de renacimiento latinoamericano. Por esta razón, nunca se podrá saber
exactamente quién instrumentalizó a quién, si los políticos al movimiento cultural, o si
el movimiento cultural a lo político. La respuesta con mayor probabilidad de verdad, y
en la que yo creo fervientemente, es que ambos eran instrumentalizados por una
tercera cosa, de la que es muy difícil hablar, porque no es tan claramente perceptible
como las dos anteriores, la necesidad que tenía Chile de dar a luz lo propio, en la cual,
las ideas matrices eran, la libertad, la justicia y la independencia.

Dicap podría haber alcanzado la fuerza de una verdadera institución, si se hubiera


pensado como instrumento de la nueva cultura. La edición de discos sin censuras
ideológicas era un acontecimiento de envergadura, que anunciaba los tiempos que se
avecinaban. Cuando salió el disco, “Por Vietnam”, estuvimos algunos días temiendo
que fuera prohibido. Felizmente esto no ocurrió, y la prueba más palpable de que las
cosas estaban cambiando, la tuvimos cuando algunos empleados de la Presidencia de
la República llegaron hasta las oficinas de Dicap a comprarlo. El propio presidente Frei
quería escucharlo.

El éxito de este disco trajo también las envidias y maledicencias, tan comunes en
nuestro medio provinciano. Algunos nos atacaron, diciendo que nuestra música no era
auténticamente folklórica, y los más malintencionados nos acusaron de estar
“traficando con la sangre de los vietnamitas”. Nosotros, que no teníamos ninguna
experiencia en este tipo de situaciones, vivíamos estas críticas bastante
malhumorados. Tardamos mucho tiempo en darnos cuenta que estas cosas formaban
parte de nuestro éxito, y que había que poner el cuero duro y acostumbrarse a ellas.
Sólo más adelante llegamos a comprender que sin enemigos no se llega a ninguna
parte: el que no molesta a nadie, es simplemente porque no juega ningún rol en la
vida de la gente, el mundo es demasiado plural como para lograr acuerdos unánimes.
A algunos artistas se los acepta sin cuestionamiento, como si fueran parte natural del
paisaje, otros, en cambio, andan siempre despertando contradicciones. Los primeros,
no hacen otra cosa que seguir dócilmente la corriente, sin arriesgar gran cosa, los
segundos, van experimentando y estableciendo constantes revisiones del pasado,
estirando los márgenes de lo posible, tratando de luchar contra lo ya asentado, para
abrirle las puertas a lo nuevo. Nosotros siempre hemos querido ser de estos últimos,
por eso, hasta nos sentiríamos desilusionados si no creáramos disidencias. El día en
que todos hablen bien de nosotros, querrá decir que estamos fritos: o estériles o bajo
tierra. Lo cual no quiere decir que les tengamos simpatía a todos nuestros enemigos:
algunos son muy buenos enemigos, y nos atacan con tan buenas armas, que nos
obligan a revisar nuestro camino, otros, en cambio, preferiríamos esconderlos, porque
sólo han sido capaces de odiosidades sin grandeza. Nosotros también hemos tenido
nuestros Waldos los Palotes, que se han quedado sin poder digerir nuestros éxitos. Los
grandes enemigos no obran por pequeñas envidias o resentimientos, sino por ideales
opuestos.

El apoyo del movimiento social impuso nuestra música en todo el país, y rompió la
censura, más o menos espontánea, que impedía que nuestras canciones pasaran en
los medios de difusión. Algunos periodistas, alentados por esta experiencia, empezaron
a tener una actitud más libre, y abrieron cauce al movimiento de la canción política,
que, en sus expresiones más amplias, comenzó a ocupar un lugar en las
programaciones. Hubo programas de radio y televisión, especializados en este género
de música, que lograron alcanzar una considerable audiencia, la cual fue aumentando,
a medida que las fuerzas de izquierda acrecentaban su influencia. Los artistas éramos
como la cresta de una ola inmensa, pero no porque fuéramos arrastrados por ella, sino
porque formábamos parte de su histórico poder. El arte que no ayuda a crear el mundo
en que tiene que vivir, no alcanza jamás una gran audiencia, y se queda, por lo
general, como una experiencia aislada, sin consecuencias importantes para la tradición
viviente. Las creaciones que interesan, son las que no se agotan en ser expresiones
pasivas de una determinada situación histórico-social. La más humilde de las
manifestaciones artísticas puede crear mundo, si su potencia creadora se dirige hacia
la vida, en vez de quedarse trabada en las trampas de la subjetividad.

Cuando mi hermano se fue, lo reemplazamos por Hernán Gómez. Nuestra decisión


fue tomada sin consultarle. Él andaba en Bulgaria, con la delegación de jóvenes
chilenos que fue al Festival. Sólo a su llegada se enteró que los discos “Por Vietnam”,
que había llevado en su maleta, y que había andado repartiendo en Sofía, entre las
delegaciones de otros países, eran de su propio conjunto.

A Hernán lo conocíamos desde que cantaba con su novia Marcia, en la peña de la


Universidad Técnica, donde estudiaba. Ambos hacían un dúo excelente, pero un día, la
veleidosa Marcia decidió formar un trío, a espaldas de nuestro amigo, que pasó varias
semanas escuchando disonancias, sin descubrir de donde venían. Como es normal
cuando a un músico le están desarmando las armonías, cuando descubrió la nota
discordante, el pobre Hernán, para no tener más dificultades contrapuntísticas, deshizo
su dúo triangular, y se lanzó a cantar solo. Peregrinó de peña en peña, hasta que ganó
un festival universitario, cuyo premio consistía en el viaje a Bulgaria. De vuelta, se
integró de inmediato a nuestro grupo.

EL DUO "HERNAN Y MARCIA" CANTANDO EN UNA PEÑA

La principal característica de Hernán es su distracción: si conserváramos todas las


maletas, instrumentos, paquetes, portadocumentos, billeteras, carnets, chequeras,
sombreros y abrigos, que han quedado olvidados, en estaciones, hoteles, teatros y
aeropuertos del mundo, hoy día gozaríamos de una envidiable situación económica. A
él todo se le olvida: es el típico personaje que llega al aeropuerto sin el pasaporte, a la
estación sin el pasaje, a la piscina sin el traje de baño, y al bautizo sin la guagua.
Willy, que es especialista en sobrenombres, lo ha bautizado con el de “Cambucho”
Gómez, porque parece que nuestro amigo anduviera todo el día con un cambucho en la
cabeza. Si alguno de nosotros algún día fallece de úlceras, será por culpa de Hernán.

A Hernán le costó mucho integrarse al conjunto. Recuerdo uno de sus primeros


conciertos. Como se ponía nervioso, su distracción se agravaba, y entonces la cosa
podía llegar a extremos graves: antes que soportar la situación del neófito, él prefería
partir en sueños a cazar moscas en las estepas de Asia Central. “Hernán, eres tú el
que comienza” le decíamos en voz baja. El público esperaba minutos, que a nosotros
nos parecían eternidades, antes de que Hernán aterrizara, y por fin, se dispusiera a
tocar. “Hernán, no es esa la canción que tenemos que cantar” insistíamos, esta vez
con una sonrisita forzada. Hernán comenzaba de nuevo. Todo parecía por fin haber
entrado en la norma, y nosotros comenzábamos a dejarnos llevar por la magia de la
música, hasta que... Hasta que le tocaba el turno a Hernán. Entonces, se hacía un
silencio inesperado, que se prolongaba y prolongaba muchísimos compases más allá de
la cuenta. Se abría ante nosotros un abismo, espacios interminables en que
irremisiblemente caíamos, comenzábamos a sentir la frente húmeda, los brazos
flácidos, y nos venían todos los arrepentimientos por haber elegido esta profesión de
mierda, hasta que por fin, inesperadamente, nuestro amigo despertaba, y hacía su
parte. Por supuesto, intercambiaba las estrofas, inventaba partes del texto, hacía
insólitas melodías, pero felizmente, trastabillando, llegábamos por fin a la reverencia
final, en la que quedábamos salvados mirando fijamente el suelo. ¡Terribles
momentos! Cuando estábamos haciendo nuestro saludo, llovían los insultos sobre
Hernán. Pero él ya se había ido de nuevo, de modo que apenas escuchaba nuestras
palabrotas desde sus territorios privilegiados; segundos después, nos veíamos
obligados a calmar nuestra furia, para comenzar a darle tironcitos con el poncho, para
que volviera a erguirse y a seguir cantando.

Willy, que era quien había propuesto a Hernán, se sentía responsable de su


rendimiento, y en las mañanas, lo pasaba a buscar a su casa, para irse juntos a la
Universidad. Mientras caminaban a tomar el autobús, le iba repasando sus voces,
hasta que Hernán logró aprendérselas. Nos esmeramos mucho en despertarlo, y un
día, nuestros esfuerzos se vieron por fin coronados por el éxito: Hernán abrió los ojos,
y se encontró de pronto cantando en un escenario, ante un público impaciente. El
recital salió bien de punta a cabo, y al final, en medio de los aplausos, Hernán nos
dijo: “¿Eso era lo que ustedes querían? ¿Y por qué no me lo habían pedido antes?”.

A veces Hernán vuelve a sus sueños, y hay que recordarle de nuevo donde está, quién
es, y qué está haciendo allí, pero felizmente ha aprendido a viajar cuando no es
peligroso para los demás, cosa que todos le agradecemos encarecidamente. Tal vez,
estas ausencias se debían al hecho de haber pasado por alto durante mucho tiempo su
verdadera vocación, que desde hace algunos años ha ido apareciendo con mayor
nitidez. Hernán es un excelente actor, y sus talentos se han ido descubriendo,
sorprendiéndonos a todos: primero, reparamos en que tenía una gran facilidad para
imitar el canto de los pájaros. Reproducía los ruidos de todas las bestias imaginables, y
múltiples sonidos de la vida cotidiana. Después, fueron apareciendo las imitaciones de
personajes públicos, o amigos cercanos. Finalmente, todas estas bufonerías fueron
tomando un tono cada vez más profesional, y terminaron convenciéndonos de que en
realidad el rol más eficaz para él, era el de hacerle encarnar ciertos personajes en la
escena. Hoy día, Hernán es una pieza esencial en nuestros conciertos, logrando efectos
muy cómicos con su espontaneidad teatral.

Por esa época, éramos cinco: Carlos, Willy, Patricio Castillo, a quién habíamos vuelto a
integrar por expresa petición de Víctor, Hernán y yo. No duraríamos mucho con esta
formación, porque muy pronto nos entusiasmamos con un sexto integrante, que
descubrimos una noche en que fuimos a cantar a la misma peña que nos había dado
ya dos de nuestros amigos, la de la Universidad Técnica. Apareció Rodolfo Parada,
cantando una canción de Violeta, y comprendimos de inmediato que tenía que unirse
rápidamente a la farándula. Nos sorprendió el timbre cálido de su voz, y la
expresividad que sabía darle a sus canciones. Además, parecía un tipo serio. El propio
Hernán, que estudiaba con él en la Escuela de Ingenieros, habló con él y lo trajo a un
ensayo. A partir de ese día, quedó completada una de las formaciones que más duró, y
con la cual hicimos el trecho más largo de toda nuestra carrera artística.
El “Guacho”, como hemos terminado llamándolo, además de buen cantor, era un tipo
de gran determinación, con mucha energía, y lleno de iniciativas y proyectos:
inmediatamente, se transformó en uno de nuestros motores más poderosos. Lo único
malo, es que muy pronto demostró también que era muy difícil sacarlo de una idea
cuando ya se le había metido en la cabeza. Para convencerlo de algo, hay que llegar
justo antes, porque sino uno está perdido, no es posible moverlo un milímetro de una
opinión ya hecha. Por este motivo, le decíamos: “Estructura” Parada.

“Estructura” llegaba todos los días al ensayo con una puntualidad británica. En sus
manos, un maletín negro: se sentaba en su puesto, sacaba un cuaderno ordenadísimo,
en el que anotaba los textos de las canciones, los acordes, y el orden de sus
intervenciones, lo ponía delante suyo, y se quedaba mudo esperando instrucciones.
Nosotros, con la boca abierta, lo mirábamos sin decir palabra. Cuando el ensayo
terminaba, él guardaba su cuaderno, cerraba su maletín, y se marchaba, dejándonos a
todos abismados.

Este orden estricto tenía su explicación: vivía muy lejos, casi en las afueras de
Santiago, y como ensayábamos hasta bastante tarde, él no podía perder ni un
segundo. Su sistema de organización era perfecto, y le permitía ser muy puntual con
nosotros, y llegar todos los días a las ocho de la mañana a la Universidad, donde,
además de las ocupaciones de estudiantes, tenía responsabilidades en el Centro de
Alumnos.

RODOLFO PARADA
Foto: Antonio Larrea

Pero teníamos dificultades con su testarudez. Estaba en completo desacuerdo con


nuestras melenas y barbas, y quería que todos nos cortáramos todo cabello que no
fuera estrictamente indispensable. Esta cruzada anticapilar, tenía para él un contenido
altamente revolucionario: si queríamos ser cantantes del proletariado chileno, para ser
consecuentes, teníamos que renunciar de inmediato a toda apariencia pequeño
burguesa. Sus razonamientos eran tan sólidos, y tan bien fundados en la más estricta
teoría marxista-leninista, que todos estábamos aterrados. ¿Qué íbamos a hacer sin
nuestro cuero cabelludo? ¿Cómo íbamos a presentarnos ante nuestras admiradoras,
sin nuestras orgullosas melenas? ¿En qué quedaba nuestra originalidad, sin nuestras
barbas guerrilleras? En las noches teníamos pesadillas, veíamos a nuestro amigo
“Estructura”, al mando de un ejército de peluqueros, ordenándoles esquilarnos sin
ninguna piedad, con el objetivo siniestro de transformarnos en un ordenado conjunto
de ingenieros limpios y decentes. La inminencia de esta atrocidad nos tenía tan
preocupados, que gastamos horas, tratando de convencerlo de su equivocación. Pero
Parada era inconmovible, ningún argumento era capaz de doblegar su campaña
anticapilar. La discusión alcanzó tal envergadura, que para no deshacer el conjunto,
tuvimos que llegar a un acuerdo de convivencia entre pelados y peludos. Parada se
mantuvo heroicamente pelado durante mucho tiempo, pero no consiguió sacarnos de
nuestras costumbres cernejudas. Un testimonio gráfico de nuestro sisma es la
fotografía interior del disco “Basta”, en la que se muestra a las claras el conflicto que
nos aquejaba: Parada, vanguardia del peladismo, rodeado de cuatro facinerosos
barbudos y melenudos.

Esa conformación fue una de las que mejor ha sonado en la vida del conjunto. Con ella
hicimos algunos de nuestros más grandes éxitos, entre ellos, “la Cantata Santa María”,
de la que tendremos que hablar más adelante. Rodolfo nos dio una nueva energía, su
vivacidad nos hacía falta, y como además, nos aportó una gran experiencia política,
fruto de sus años de dirigente estudiantil, nuestros objetivos se clarificaron.
Lamentablemente, como el trabajo del conjunto ya entonces era bastante recargado,
la Universidad Técnica tuvo que dispensarse de un buen dirigente reformista.

Rodolfo había empezado cantando con su hermano las canciones del valsista peruano,
Raúl Show Moreno, famosísimo intérprete de canciones románticas. Cantaban en las
reuniones de familia, o entre amigos, en los meses de vacaciones, mirando las puestas
de sol, y tratando de impresionar, por si caía en la red alguna hermosa veraneante.
“Cuando tú me quieras, cuando te vea sonreír...”. De esa manera se forjó el acento
melodioso de su característico estilo, con el que más adelante cantaría, “vamos
mujer...”. Después vino el período del diccionario, al que ya hemos hecho mención. Del
diccionario, se pasó a los bancos del colegio, y de allí, a la formación de grupos que
cantaban rock. De uno de éstos, salió uno de los conjuntos juveniles más conocidos
por aquella época: Los Ramblers, que tuvieron muchísimo éxito en Chile, durante los
años sesenta. Fue la entrada en la Universidad, lo que cambió la dirección de sus
intereses, acentuándose sus inclinaciones políticas, y acercándose al folklore
sudamericano. Lo curioso es que, en esta época, cantaba a veces haciendo dúo con
Hernán Gómez, quien lo ayudó a perfeccionar sus conocimientos de guitarra folklórica.
Esto lo digo, para que se vea hasta qué punto este ambiente de interesados en el
folklore, era un pequeño mundo: en general, casi todos nos conocíamos, ya antes de
comenzar a cantar juntos.

Cuando nosotros lo encontramos, Rodolfo ya tenía un pequeño repertorio de canciones


políticas, entre las cuales, varias de Violeta Parra, y había grabado como solista,
acompañado del Inti-Illimani. El 7 de noviembre, cuando dimos uno de nuestros
principales conciertos con Víctor, en el teatro IEM de Santiago, Rodolfo, aunque asistió
sin cantar, ya estaba prácticamente integrado al conjunto *.

Rodolfo apenas conoció a Víctor, porque justamente por esa época nos separamos. En
realidad, desde hacía bastante tiempo nosotros veníamos trabajando casi solos. El
disco “Por Vietnam” lo habíamos hecho nosotros; con Víctor sólo habíamos trabajado
en la canción “el Tururururú”. Lo mismo había ocurrido con el disco “Basta” y con el
disco Odeón, “Quilapayún 4”. Nuestro trabajo con él, se había reducido a una especie
de supervisión de lo que íbamos creando: él nos escuchaba, y cambiaba o corregía tal
o cual pequeño detalle, pero las cosas ya no eran como habían sido en los comienzos
de su colaboración con nosotros. En realidad, era natural que así fuera, para nosotros
era comprensible que él se invirtiera más, donde más se realizaba. Si había un trabajo
donde él podía liberarse, era el de dirigimos, podíamos ahora caminar solos, de él
habíamos aprendido precisamente esa independencia, lo que demuestra sus valores de
maestro. El verdadero profesor enseña la autonomía, eso hizo Víctor con nosotros, y
por eso, aunque nos alejamos, siempre quedó su huella fructificando entre nosotros.

Durante los preparativos del disco “Basta”, habíamos hecho una experiencia
interesante; como nos faltaba una canción para terminar el LP, resolvimos, en un
ensayo, ponernos manos a la obra para tratar de hacerla en común. Tomamos un
poema de Nicolás Guillén, y comenzamos a ponerle música: a uno se le ocurrió un
comienzo de melodía, otro inventó una respuesta, otro arregló el ritmo, y así, en un
verdadero rapto de inspiración colectiva, fue naciendo “La Muralla”, una de las pocas
canciones de esa época que todavía cantamos.

Después, hemos seguido aplicando este método, y hemos podido constatar varias
veces, que es posible la composición colectiva. Es verdad que esto supone una cierta
disciplina de trabajo común, pero este juego ha demostrado, que con un buen sistema,
pueden abordarse muchas cosas, que, por definición, parecen imposibles. La creación
es una expresión eminentemente individual, pero la canción, que es un género, donde
las formas están más o menos establecidas, puede prestarse para el trabajo colectivo.
Más adelante, algunas de las canciones contingentes, hechas durante la Unidad
Popular, también fueron compuestas de este modo.

La presentación del disco “Basta” es una buena muestra del obrerismo en que
habíamos caído por aquella época: en un extremo, la foto de la primera concentración
pública del Partido Obrero Socialista. Delante de los pocos manifestantes, entre los que
se encuentran casi todos los principales dirigentes obreros de la época, una pequeña
banda de pueblo, en la que nosotros veíamos a nuestros tatarabuelos músicos
revolucionarios. Más abajo, venia una foto de una reciente concentración política en el
parque Cousiño de Santiago, en la que acabábamos de cantar con Víctor. Bajo ella,
una copia de una carta, que el dirigente de los obreros chilenos, Luis Emilio
Recabarren, le había escrito a uno de sus corresponsales de provincia, para solicitarle
ayuda en la organización de una gira artística de un grupo de teatro proletario. Frente
a estos documentos, una declaración de principios del conjunto, de la que se
desprendía que nosotros éramos fervientes revolucionarios, ubicados en esta tradición
típicamente chilena, y dentro de la cual veíamos a Violeta y a Neruda.

Las razones que nos condujeron a esta conciencia son fáciles de comprender. En
primer lugar, veníamos de posiciones ultras, y comprendíamos bastante mal el
verdadero conflicto clasista de nuestra sociedad. En el Partido Comunista de Chile, ha
habido, desde hace mucho tiempo, una ambigüedad extrema: por un lado, un realismo
y un pragmatismo político, que entonces para nosotros era el principal factor de
nuestro convencimiento, y por otro, una ideología clasista y sectaria, que jamás se
había cuestionado seriamente acerca de las concepciones estalinistas. Estas
insuficiencias teóricas, unidas a delineamientos políticos muy acertados, no solamente
nos había ilusionado a nosotros, sino, en el fondo, a la gran mayoría de la izquierda
chilena. Si observamos lo ocurrido en el ámbito político chileno desde el surgimiento de
la Unidad Popular, hasta la caída de Allende, veremos que la concepción ideológica
predominante en todos los partidos de la izquierda chilena, tiende a expresarse en una
filosofía politicista y sectaria. El “marxismo-Ieninismo”, o más bien, lo que en Chile se
entendió bajo esta denominación, fue una comprensión muy limitada de la filosofía de
Marx, casi coincidente con los manuales de marxismo elemental que circularon
profusamente durante todo este período. Estas teorías no eran muy coincidentes con la
práctica política de estos mismos partidos, dirigida en general, a buscar el consenso,
sobre la base de un socialismo democrático. Allende, que se declaraba marxista-
leninista, dirigía un proceso cuya orientación tenía una franca vocación unitaria, de
donde se deduce que la contradicción entre teoría y praxis quedó siempre en el
trasfondo de la situación política, sin salir nunca a la luz. Esta contradicción era mucho
más evidente en el Partido Comunista, puesto que dentro de él, el estalinismo no sólo
era ideológico: todas las formas organizativas provenían de la internacional comunista,
sin que ninguna de las ideas matrices hubieran sido seriamente sometidas a crítica.
Las revisiones y las discusiones que hoy día agitan al movimiento comunista
internacional, creando nuevas exigencias teóricas y prácticas, todavía ni siquiera se
han planteado en el Partido Comunista Chileno, lo que muestra hasta que punto Chile
ha vivido en estos años aislado del mundo, pensándose a sí mismo con teorías
completamente anacrónicas, si se tiene en cuenta lo que ha ocurrido fuera, incluyendo
el mundo socialista.

Nosotros vivimos estas contradicciones, sin ser capaces de responder con originalidad
teórica ni práctica, a nuestras propias inquietudes. Como la mayoría de los chilenos,
sumidos en una situación histórica que nos depasaba, y ante la cual, la complicada
máquina de partidos e instituciones ya se había echado a andar, creímos que nuestra
tarea estaba en entrar de lleno en el movimiento social, comprometiendo nuestro
canto y nuestra lucha, en una estrategia que por todas partes estaba dando pruebas
de su arraigo en el pueblo, y de su eficacia política. En esta conciencia, fueron muy
importantes las experiencias concretas vividas en la lucha diaria, que fue
mostrándonos, que lo que estábamos construyendo, podía ser también asumido por
este torrente histórico que veíamos emerger impetuosamente por todos lados.

Nuestros vínculos con los obreros se hicieron cada vez más estrechos. Eran vínculos
reales, y había una gran verdad en ellos. Al principio, nosotros entramos en esos
medios con un cierto paternalismo, pero pronto comprendimos lo equivocado de esa
dirección. Participábamos en las concentraciones del 1° de mayo, en recitales
organizados por los sindicatos, y en fiestas y ceremonias, que nos fueron abriendo una
perspectiva más realista. Comprendimos que había algo así como una estética popular,
la cual no necesariamente coincidía con nuestros gustos musicales, y que si queríamos
entrar con más fuerza en los sectores proletarios, estábamos obligados a respetarla.
Como en todas las cosas que nos ocurrieron en ese tiempo, había aquí un doble
aspecto: el vinculo real que nuestra música comenzaba a tomar con los sectores
populares, y el fenómeno político que nuestra definición causaba, y que nos ganaba
adeptos en este público, que no necesariamente gustaba de un modo espontáneo de
nuestra música. Se produjo, entonces, un juego de influencias mutuas: nosotros
comenzamos a adoptar ciertos ritmos y formas que desde hacía años se habían
asentado en las preferencias de nuestro pueblo, y los trabajadores empezaron a
escuchar con mayor atención lo que nosotros habíamos hecho hasta entonces. Así,
abrieron su oído a sonoridades nuevas, que, poco a poco, se fueron confundiendo con
el proceso; las quenas y charangos dejaron de ser sonidos “extranjeros”, bolivianos o
peruanos, y el timbre enérgico de nuestro estilo, muy diferente a todo lo que se
estilaba en el folklore chileno, fue adoptado definitivamente en los medios populares.
Nosotros siempre trabajábamos intuitivamente, pero en algunas ocasiones
organizamos discusiones con los propios trabajadores, en fabricas y sindicatos, en las
cuales aprendíamos muchas cosas interesantes acerca de las características de esta
estética popular. Además, estos encuentros, realizados siempre en un ambiente de
gran fraternidad, nos permitían ir probando experimentalmente lo que en nuestros
ensayos íbamos descubriendo: son estos vínculos los que nos enseñaron algunas de
las maneras más eficaces para imponer en Chile nuestras canciones. A nosotros nos
interesaba muchísimo no quedarnos como un grupo universitario, queríamos atravesar
las barreras de un público más o menos intelectual, interesado en el folklore, para ser
considerados como verdaderos artistas populares.

Vistas las cosas desde nuestra perspectiva actual, había un cierto populismo en estas
reflexiones, pero no es menos cierto, que el aislamiento de los artistas en países como
el nuestro, reviste un carácter especialmente crítico. Lo elitista en América Latina es
más elitista que lo elitista en Europa. En Chile, un abismo separaba a los gustos
populares, de los de la burguesía o de la pequeña burguesía. Nosotros, que queríamos
construir verdadera cultura, teníamos que intentar atravesar estas barreras. Algunas
de las canciones que llegamos a hacer para responder a esta necesidad, no pasaron de
ser intentos frustrados, en los que caímos en la facilidad o en la caricatura, pero no
faltaron los aciertos, especialmente cuando más los necesitamos, es decir, cuando
tratamos de hacer canciones abiertamente propagandísticas. Pero de esto tendremos
que hablar más adelante.
Las experiencias vividas en los medios obreros fueron determinantes para la dirección
que fue tomando nuestro canto. La amistad con los mineros del carbón o del salitre, ya
había dejado sus huellas en la obra de Neruda. Especialmente en Lota, nos conmovió
la miseria, y la valentía de los mineros y sus familias, para soportarla: las calles
húmedas, bajo la lluvia, las pobres casas de madera, alineadas, todas iguales
espectadoras del mismo drama humano, los niñitos jugando sobre la tierra húmeda,
con los pies desnudos, las mujeres lavando en los lavaderos públicos, muchas de ellas,
también descalzas, los almacenes desproveídos, en los que nadie compraba nada, los
bares llenos de cesantes y silicosos, medio borrachos, las plazas pobres, el espectáculo
de la indigencia y de la desventura, junto al espléndido mar, con el cielo puro y el aire
transparente. En medio de las olas, algunos obreros a mediovestir parecían estarse
bañando, eran los “chinchorreros”, que recogían todo el año, los pedacitos de carbón
que caían al mar, desde los carros cargados, que iban por el muelle, hacia los barcos.
He conocido después muchas pobrezas, paisajes en que el desaliento y el desamparo
nos dejan sin palabras, pero ninguno más desconsolador que el de Lota.

Los obreros nos recibían afectuosamente y nos distribuían en sus casas. Allí
descubríamos los motivos que los hacían vivir, y compartíamos con ellos, casa, comida
y sueños. En alguna mesa nos reuníamos todos, las mujeres traían vino, y hablábamos
largamente de la mina y de su historia. Todavía se hablaba de la represión durante el
gobierno de González Videla, que marcó la zona con vivencias inolvidables de dolor y
frustración. Algunos dirigentes habían pasado meses metidos en un hoyo, debajo de la
mesa corrían los maderos, y en efecto, allí estaba el agujero, justo para un hombre
sentado... La Huelga Grande, en la que todos los mineros de la región se habían unido.
Los milicos habían llegado en tren, y las mujeres habían ido a esperarlos a la estación,
para insultarlos, los niños habían tenido que ser enviados a Santiago, porque ya no era
posible mantenerlos en la ciudad asediada. Estas luchas y este espíritu, en un medio
como ese, eran verdades no teóricas, luchas elementales por la sobrevivencia, por la
vida, la revolución aquí no tenía nada que ver con Marx o con Lenin, y con esas
verdades teníamos que confrontar nuestras propias convicciones.
Conocimos a todos los grandes dirigentes de esa época, incluyendo a los hermanos
Carrillo, que fueron los primeros fusilados, cuando nuevamente llegó el ejército a
apuñalar las esperanzas de estos mineros. Con ellos estuvimos en la Playa Blanca,
comiendo mariscos, y escuchando sus historias de la época de Recabarren, quien había
venido a Lota, durante una huelga, en la cual los obreros no se ponían de acuerdo.
Precisamente allí, en esa playa donde ahora estábamos, se había logrado por fin la
unidad. Por eso todos los 21 de diciembre se celebraba la “Fiesta del Minero”. En esa
fiesta, sobre un pequeño escenario improvisado, cantamos más de una vez, y nuestras
canciones se acordaban perfectamente a ese espíritu. Era un logro. No era fácil unir las
ideas de una renovación de la canción popular, con el espíritu revolucionario de los
mineros de Lota.

Bajamos a la mina con Fuentealba, un minero que ahora era diputado, y que en sus
tiempos había sido barretero. Él nos condujo hasta los piques más lejanos, donde
fuimos mudos testigos de como esos trabajadores arriesgaban en cada instante sus
vidas, por sueldos miserables. Nuestro guía nos explicaba: “todos los mineros del
carbón estamos condenados a la silicosis, en algunos la enfermedad aparece más
rápidamente, pero ninguno se escapa...” En los frentes, los barreteros iban abriendo
las vetas con máquinas que producían un ruido ensordecedor. Como no había ningún
sistema especial de ventilación, los agujeros se iban llenado de un polvo negro, que en
esas honduras era lo único que se respiraba. Detrás de estas faenas, otra fila de
obreros iba instalando los soportes para prevenir los derrumbes. Todos los días había
accidentes, mortales casi todas las semanas. El peligro de explosión también era
constante, el grisú acechaba en cualquier fisura. Los mineros más sacrificados eran los
que trabajaban a mano, en las pequeñas vetas de 30 ó 40 centímetros de ancho. Allí,
como no cabían las máquinas, era necesario trabajar con martillo y cincel, como en los
tiempos prehistóricos: los hombres se metían por esos estrechos pasadizos hasta 20 ó
30 metros de profundidad. De sólo imaginarlo daban escalofríos, si se considera que
estos frentes de trabajo estaban ya a varios centenares de metros bajo tierra, y a
varios kilómetros de la salida del pique por debajo del mar. Las explosiones
provocaban filtraciones de agua, y a veces las galerías se inundaban. En ese infierno
se trabajaba y se soñaba, a esos hombres había que cantarles...

La tradición de las luchas proletarias se conserva en Chile de una manera casi mítica.
Su historia, rechazada por la historia oficial, se ha transmitido de boca en boca a
través de generaciones, forjando la conciencia de los dirigentes, que, a duras penas,
han ido construyendo su espacio político en la sociedad chilena. La historia de nuestros
obreros está jalonada por represiones violentas, por masacres, por infinidad de
crímenes odiosos. No es raro, entonces, que estas tradiciones se expresen en una
conciencia fuertemente clasista, y con tendencias hacia el sectarismo político.
Lamentablemente, los dirigentes provenientes de capas intelectuales, por lo general,
se han aprovechado de este obrerismo, para conseguir demagógicamente la dirección
de los partidos obreros. Así, el obrerismo ha sido minuciosamente cultivado dentro del
Partido Comunista, y pasarán muchos años, antes de que nuestro pueblo descubra
estas manipulaciones. Por otro lado, si se considera la inhumanidad con la que han
sido tratados los trabajadores chilenos a lo largo de toda su historia, es perfectamente
comprensible esta espontánea tendencia hacia posiciones extremas.

En la zona del carbón, aprendimos a conocer los valores de la clase obrera chilena, su
valentía y su inclinación revolucionaria. La teoría simplista de Althusser, del instinto de
clase, podría haber encontrado una encandilante comprobación, tomando como base
las experiencias de las luchas obreras en Chile. En estas zonas, la influencia de los
partidos de izquierda, y en especial la de los comunistas, se debe más que nada al
contenido de la política de estas fuerzas, que es de efectiva defensa de los derechos de
los trabajadores. Como ya lo hemos dicho, la unión entre las teorías marxistas y las
luchas obreras chilenas se produjo por adopción, no por invención, como pudo ocurrir
en los países europeos, en los que estas síntesis son el resultado de elaboraciones
constantes, y por consiguiente, van siempre acompañadas de adaptaciones y
revisiones. La teoría que corresponde efectivamente al movimiento obrero chileno está
por hacerse, y a lo mejor nunca existirá, precisamente por esta adopción ideológica de
las ideas contenidas en los manuales soviéticos. Ni siquiera la obra de algunos
pensadores latinoamericanos, como Mariátegui, o el mismo Recabarren, han
encontrado una acogida real dentro del movimiento obrero. Por esta razón, la
“ideología” en la que fuimos introducidos en estas experiencias, era poco aclaradora de
nuestra propia realidad, aunque sirviera como punto de referencia importante en el
camino sacrificado y heroico de los obreros. Pero en aquella época, era muy difícil para
nosotros hacer la diferencia, entre esta experiencia de la explotación descarnada que
veíamos cada vez que nos acercábamos a los medios obreros, y las teorías políticas
que les servían a estos para comprender mejor su situación. Eso es lo que explica, que
nosotros mismos, y la mayor parte de la izquierda chilena, adoptáramos con gran
facilidad estas soluciones. El Partido Comunista, del cual no veíamos todavía
claramente los rasgos estalinistas, nos pareció entonces la fuerza que encarnaba
nuestras esperanzas revolucionarias, y, sin discusión, la más eficaz defensora de los
derechos de los trabajadores chilenos.

Nosotros fuimos comunistas con todo lo que eso implica de bueno y de malo,
asumimos en bloque las posiciones del partido, aunque con respecto a nuestro propio
territorio mantuvimos una postura independiente. En el terreno cultural intentamos
mantener una fidelidad a lo que eran nuestras propias experiencias. Esto se dio, sin
una conciencia cabal de nuestra misión de artistas, siendo víctimas nosotros mismos
de las deficiencias generalizadas con respecto a las concepciones del rol del arte en la
sociedad. Del mismo modo como hay obreros sin conciencia de clase, nosotros fuimos
artistas sin conciencia artística, sin tener en claro que nuestra lucha revolucionaria
tenía que pasar, en primer lugar, por la cultura, que era el terreno especifico de
nuestra vocación. Caímos en el error general de pensar que bastaba hacer la
revolución político económica, para que cambiara también la conciencia de nuestro
pueblo, pensamos, equivocadamente, que nuestra labor se limitaba a cantar la
revolución de los otros, de los obreros, sin alcanzar a la conciencia de nuestra propia
revolución. Esta fue nuestra gran equivocación de aquella época, y lo que explica que
nuestro trabajo, aunque creativo y nuevo en nuestro medio, haya sido malentendido
como un simple trabajo de agitación revolucionaria. En realidad, siempre fue más que
eso, y si no lo hubiera sido, ni siquiera en los medios de izquierda habría tenido la
recepción calurosa que siempre tuvo.
DE ARRIBA ABAJO: CARLOS QUEZADA, EDUARDO CARRASCO, PATRICIO
CASTILLO, WILLY ODDO, HERNAN GOMEZ Y RODOLFO PARADA
Foto: Antonio Larrea

La miseria de los mineros era terrible, insoportable, había que hacerlo todo por
cambiar ese mundo injusto. Las condiciones de ese cambio estaban dadas por la
potencia que iban tomando las fuerzas políticas de la izquierda. Nosotros caímos en el
engaño de creer que esa urgencia de lo socioeconómico, nos exigía postergar las
reivindicaciones culturales. La canción, en un país como el nuestro, parecía no tener
otra misión que la de ayudar a que estos cambios se produjeran. Lamentablemente,
éramos muy conscientes de nuestras responsabilidades frente a la pobreza inmediata,
pero no veíamos claramente que nada se sacaría con arreglar esos problemas
económicos, si al mismo tiempo no se edificaba una nueva conciencia patriótica y
humana. Sin la cultura, ningún cambio humano tiene sentido, el hambre no es todavía
el colmo de la miseria humana, la vida no es sólo pan y trabajo. “No sólo de pan vive
el hombre”. Los que dijeron esto, eran seguramente mucho más sabios que nuestros
constructores de revoluciones, y la historia actual de nuestro país no ha hecho otra
cosa que mostrar la verdad de este aserto. En el fondo, el mismo partido que
predicaba la revolución economicista, vivía de las esperanzas y las expectativas que
creaba la gente, del futuro o de la utopía que era capaz de poner ante los ojos de sus
seguidores. Todo esto, nosotros lo ignorábamos, y por eso, aunque en nuestros
anhelos de cantar, estuviera ya prendida la llama de la vida, no acertamos a descubrir
su mensaje más profundo: “el dolor dice: pasa, pero el placer quiere eternidad,
profunda eternidad”.
Tal vez algún día se haga una historia crítica y lúcida de estos años, de locas
esperanzas, en que los chilenos creímos ver el futuro abierto ante nosotros. En ella,
tendrá que comprenderse porqué de pronto surgen en los pueblos estas ansias de
absoluto, y porqué éstas últimas siempre se ponen en aspectos parciales de nuestra
existencia. Caminamos siempre en lo parcial y en lo fragmentario. La miseria de los
mineros despierta las ansias de cambiar el mundo, la penuria de no tener todavía un
país, cuando se posee un territorio, debiera también entusiasmar nuestras ansias
constructivas. Todavía hoy día, Chile sigue siendo un paisaje, como dice Nicanor Parra.
Lamentablemente, a pesar de nuestros esfuerzos, nuestros mineros siguen en la
miseria. Tal vez, cuándo se encuentre la feliz manera de unir estas dos luchas,
podremos por fin salir de estas desdichas.

Pero a veces estos contactos con los mineros eran menos dramáticos. Por ejemplo, en
esa actuación que hicimos durante una gira al norte de Chile. Eramos invitados por los
trabajadores del cobre, con motivo de las celebraciones del 1 de mayo, que los
grandes sindicatos siempre trataban de celebrar con gran pompa. En la ciudad de
Calama, cercana a Chuquicamata, la mina más grande de Chile, se había organizado
un concierto nuestro, que tendría lugar frente a la plaza. Como cierre de la fiesta, se
preveía la llegada de la maratón, en la que venían corriendo los mejores atletas de la
zona.

Cuando comenzamos a cantar, el lugar estaba lleno de gente que nos escuchaba
atentamente. Era impresionante ver la multitud desde la escena. Nos sentíamos
felices, cantando a cielo abierto, y respirando el aire puro del desierto. Cuando íbamos
ya en la quinta canción, los que teníamos los ojos abiertos digo esto porque formaba
parte de nuestro estilo cantar con los ojos cerrados pudimos darnos cuenta de que
bruscamente el gentío comenzó a darnos las espaldas, y a partir en estampida hacia el
otro extremo de la plaza. Lo que pasaba, es que los corredores habían salido mejor de
lo que se esperaba, y estaban llegando al lugar, un cuarto de hora antes de lo previsto.
Todo el mundo quería saber quién iba ganando la carrera, y hasta los técnicos de
sonido se habían largado, dejándonos solos, cantando en medio de la plaza.

Un compañero, muy acongojado por la involuntaria vejación de que éramos víctimas, y


que nos obligaba a terminar de manera tan enojosa nuestro concierto, trató de
consolamos. “Miren, nos dijo, lo mejor que podemos hacer ahora es irnos rápidamente
a Chuquicamata, y continuar allí nuestro programa. Todo está preparado para
recibirnos. Allá tendrá lugar el acto central de las celebraciones, y ustedes podrán
cantar ante miles de personas”. Partimos donde se nos invitaba, cabizbajos y
frustrados, con nuestras guitarras, que nadie había querido escuchar en Calama.
Nuestro ánimo cambió de inmediato, cuando en Chuquicamata nos encontramos con
un estadio repleto que nos esperaba. Nos anunciaron y comenzamos a cantar. La
gente aplaudía. Nosotros, felices, alzamos nuestras voces, saboreando nuestro éxito.
La gente no paraba de aplaudir. Seguimos cantando. Ellos seguían aplaudiendo.
Cantábamos y cantábamos, y la multitud no paraba de aplaudir. Algo raro sucedía.
Intrigados, por fin nos decidimos a abrir los ojos para ver qué diablos pasaba. Allá
abajo, sobre la pista de ceniza, junto a la cancha de football, pudimos descubrir a los
mismos esforzados atletas de Calama, que ahora hacían su entrada triunfal en el
estadio, terminando así, el último tramo de la nunca bien ponderada maratón de los
trabajadores.
Los malintencionados dirán que en esta anécdota se muestra nuestro éxito y nuestra
derrota. Y hay algo de verdad en esto, por aquella época todavía nuestra presencia en
los actos populares no adquiría la importancia que tendría después. Para ello iba a ser
necesario avanzar aún más hacia la síntesis entre canción y lucha. El paso siguiente
sería decisivo, y marcará la culminación de todos nuestros esfuerzos por unir nuestro
ímpetu artístico, con la voluntad libertaria del pueblo chileno. El resultado más
importante de este logro será la “Cantata Santa María de Iquique”.

* Lamentablemente, Rodolfo Parada sería al final quien se encargaría de destruir todo lo que con tanto
esfuerzo todos construimos. Al quedar como director del grupo, por haber vuelto yo a Chile en 198,
instauró un régimen personalista y ajeno a lo que había sido nuestra historia, motivando con ello la
salida de Carlos Quezada, de Guillermo García, de Hugo Lagos y de Hernán Gómez. Llegó hasta el
extremo de inscribir el nombre del grupo como si fuera una empresa individual suya, a espaldas de
todos nosotros. En el momento que escribo estas líneas (mayo 2003) y mientras este asunto está
entregado a los tribunales de justicia, todavía no sabemos adónde nos llevará esta crisis, que contradice
tristemente en los hechos todos los grandes principios y valores que dieron vida al Quilapayún.

LA CANTATA *

Por el 67 ó 68, el músico Luis Advis, como tantos otros chilenos, comenzó a poner
atención a lo que estaba ocurriendo en el ambiente de la nueva música. En esa época,
la canción “Arriba en la Cordillera”, de Patricio Manns, batía todos los récords de
popularidad en las radios del país, y era imposible sustraerse a su impacto. Advis,
admirador de Wagner y del post-romanticismo, tuvo que reconocer que algo
interesante comenzaba a mostrarse en los medios de la nueva canción chilena. Por esa
misma época, acompañado de la folklorista Margot Loyola, él tuvo la oportunidad de
escuchar a Violeta Parra, en una de esas memorables noches de la Carpa de la Reina,
quedando profundamente impresionado por la ternura y la autenticidad que fluía de
sus interpretaciones.

En el verano de 1968, el músico se fue de vacaciones a su ciudad natal, el puerto de


Iquique; en las tardes calurosas, se iba a la playa a conversar con los miembros de un
circo itinerante que se había instalado no lejos de allí. Un día, Lautaro, el jefe de la
troupe, se aproximó a la tertulia dando muestra de gran tristeza. En la mano traía un
telegrama. “Violeta Parra ha muerto”, dijo, con lágrimas en los ojos, “era mi
hermana”. Advis no supo qué decirle, sus lazos con el movimiento de la Nueva
Canción, todavía no eran lo suficientemente profundos como para comprender
cabalmente lo que esta muerte significaba. Había seguido escuchando de cuando en
cuando algunas de las nuevas creaciones, pero ni ellas, ni la política, lo apasionaban
verdaderamente. Los hechos políticos no adquirían todavía ese peso histórico, capaz de
conmover a toda la ciudadanía; aunque en los diarios podían leerse las noticias de
sucesos como las matanzas de Puerto Montt o El Salvador, estos hechos no eran
todavía percibidos como anunciadores del cambio que se gestaba. Por esa época, Advis
podría haber aparecido como uno de tantos intelectuales chilenos, que, más por
indiferencia que por verdadera convicción, votaban por la Democracia Cristiana.

Pero esta situación no duraría mucho. En 1969, algunos acontecimientos en el mundo


de las artes se encargarían de sacar al músico de esta relativa indiferencia política. El
escritor y dramaturgo Jaime Silva, amigo suyo, se atrevió a presentar en el Teatro de
la Universidad de Chile, su obra, El “Evangelio según San Jaime”, con la cual se
desencadenó uno de los más bullados escándalos de aquella época. En realidad, el
contenido de esta obra no tenía otro propósito que rehabilitar a su manera las antiguas
enseñanzas de Cristo, pero estas doctrinas, vistas desde la perspectiva de las
organizaciones derechistas y filofascistas, aparecían como un atentado a la moral
pública y a las creencias católicas. Los jóvenes integristas comenzaron a organizar
manifestaciones de protesta frente al teatro. El autor recibía por correo sobres con
papeles embadurnados con excrementos, y por teléfono, amenazas insultantes. El
comportamiento de la prensa democratacristiana fue altamente hipócrita, y el
dramaturgo requirió de la defensa de los espíritus más liberales, para no ser presa de
la indignación moralista. La izquierda, para defenderlo, comenzó a organizar batidas
“antimomio” en el foyer del teatro. Nuestro músico participaba activamente en estas
confrontaciones, sentándose en la primera fila de la sala, para defender a los actores
de los impactos lanzados por los fanáticos. Al final, se logró imponer el orden y las
funciones pudieron realizarse como estaba previsto. Pero este hecho, junto a las
diarias luchas reformistas, que también estremecían la Escuela de Teatro, donde Advis
ensebaba Estética, fueron despertando el interés del músico hacia el conflicto social,
que por todos los lados obligaba a los chilenos a tomar partido.

Durante el año 1967, el músico colaboró con Jaime Silva en otra obra, cuyo tema era
la conquista de Chile, y en la que el nudo principal era la oposición entre colonizados y
colonizadores. En alguna de sus partes, el cacique araucano Caupolicán cantaba una
canción con el texto del dramaturgo: “si quieren esclavizarnos, jamás lo podrán
lograr”. La música de esta obra fue el primer experimento de Advis, en la búsqueda de
una síntesis entre ritmos folklóricos y música más elaborada. Con el tiempo, esta
misma canción pasaría a transformarse en la canción final de la “Cantata”. Lo mismo
ocurriría con otra de las canciones utilizadas en esta obra, la cual era cantada por un
grupo de indios, y de la que surgiría más tarde uno de los trozos más populares de
“Santa María de Iquique”, la canción, “Vamos mujer”. La inclinación hacia lo autóctono,
en un músico que venía del Conservatorio, y cuyos gustos se inclinaban decididamente
hacia lo clásico, provenía de la necesidad, sentida por muchos artistas chilenos de ese
tiempo, de buscar un lenguaje auténticamente nacional.

En los primeros meses de 1968, como resultado de un largo viaje por Iquique y sus
alrededores, Luis Advis escribió un conjuntó de 20 poemas (entre 10 y 50 versos cada
uno), que hablaban de sus vivencias y recuerdos de su ciudad natal, de su visión de la
pampa, del mar, de los paisajes precordilleranos, y de algunos acontecimientos
históricos. Uno de estos poemas comenzaba con la frase “si contemplan la pampa y lo
que fuera, verán la inmensidad, y en los rincones...” Esto servirá después para
construir el comienzo del primer relato. En otro de los poemas, se contaba la historia
de una matanza de obreros, en una plaza iquiqueña. En algunos de sus versos se
decía: “eran pocos y eran tantos, y era poco lo pedido. Quizás en la gran ciudad, los
hombres comprenderían...”.

A fines de 1968, Advis fue requerido por el teatro de la Universidad de Chile para
escribir la música de escena de la obra de Isidora Aguirre, “Los que van quedando en
el camino”. Durante el verano de ese año, el músico no sólo terminó esto, sino que
pudo hacer también varios textos alusivos al argumento. Este tenía que ver con una
matanza de campesinos, acaecida en el centro sur cordillerano, en 1932. El montaje
posterior de la obra no consideró necesaria la inclusión de canciones, aunque entre
ellas, había dos bastante interesantes. Una de ellas era cantada por una de las
protagonistas, una vieja que anunciaba, llena de temores y premoniciones, el
inminente holocausto; otra, con una hermosa línea melódica, refería la muerte de los
hermanos de la mujer, también víctimas del suceso. De estas dos canciones derivaron
“Soy obrero pampino”, y las melodías de las quenas después de, “A los hombres de la
pampa”. El estilo en que estaban compuestas estas canciones, buscaba elementos de
identidad, a través de la composición de melodías que siguieran de cerca la afinación
de la guitarra traspuesta, y buscando colores modales que fijaran una forma de música
cercana a la canción folklórica.

QUILAPAYUN JUNTO AL ACTOR HECTOR DUVAUCHELLE Y AL AUTOR DE LA


CANTATA SANTA MARIA LUIS ADVIS

Otra idea interesante, que podría estar presente en la Cantata, proviene de la


inquietud de Advis por crear una obra teatral, que tuviera una forma apta para ser
presentada en las calles. La idea era escribir un drama, que pudiera ser representado
por actores que supieran tocar instrumentos y cantar. El objetivo era llevar el teatro
hasta un público muy popular, en plazas y parques de la ciudad. Este proyecto,
discutido con amigos del ambiente teatral, incluía un pregón, que serviría como
introducción y que tendría el rol de convocar el auditorio hacia el lugar de la función.
Todas estas iniciativas quedarían en el papel, aunque algunas de las ideas se
realizarán más tarde en la Cantata.

En 1969, Luis Advis fue invitado a un concierto nuestro. El músico sólo nos conocía de
nombre, y quedó muy impresionado por nuestra fuerza interpretativa, y por el color
musical logrado con los instrumentos nortinos. A él, yo lo conocía desde mis primeros
tiempos de estudiante en la Facultad de Filosofía. Él era ayudante de la cátedra de
Estética, y trataba inútilmente de entusiasmarnos en la poesía mística de San Juan de
la Cruz. Nuestra pedantería “sartriana y ultraizquierdista” nos impedía ver muy claro
qué podíamos sacar nosotros de las proezas contemplativas de un santo; por esa
época jamás me habría imaginado, que nuestro brillante académico con inquietudes
literarias y filosóficas, era además, músico.

El 15 de noviembre de 1969, y mientras Advis componía un concierto para clarinete,


bastante alejado de todo lo que pudiera hacer el Quilapayún, la idea de escribir una
obra que relatara la matanza de los obreros de Iquique, se le impuso como una
necesidad imperiosa. Nuestro amigo, con todos los antecedentes a que hemos hecho
referencia, tenía ya algunas cosas avanzadas, y por eso rápidamente se puso manos a
la obra. Las partituras para clarinete se quedaron por el momento olvidadas en algún
rincón del departamento, y Advis, de un solo tirón, en una mañana, escribió el primer
tema del preludio, con instrumentación y todo. Al final de esa mañana, ya estaba claro
el esquema de composición de la obra total, y al cabo de 15 días de intenso trabajo
ésta estuvo prácticamente terminada. Ésta fue concebida desde el primer instante,
pensando en la interpretación de nuestro grupo, que, como veremos más adelante, por
esas misteriosas coincidencias que suceden a veces, andaba en esa misma fecha a la
búsqueda de una obra, que pudiera superar lo hecho hasta este momento en el
terreno de la pura canción popular.

Durante los 15 últimos días de noviembre, Advis terminó el texto, basándose en un


libro que tenía desde antiguo, cuyo titulo era, “Reseña histórica de Tarapacá”. El
volumen había sido dedicado por su autor, al tío del músico, que también había vivido
en el Norte Grande, y que, para aumentar las coincidencias, también se llamaba Luis
Advis. Esta familia Advis estaba radicada en esa zona desde hacía muchísimo tiempo, y
le había dado muchos notables provinciales. En el libro, había un capitulo completo
dedicado a los sucesos de la Escuela Santa María, el cual se transformó en la única
base informativa para la composición de la obra. Allí supo Advis, cuándo había
comenzado la huelga, el porqué de ella, el descenso hacia la ciudad desde las oficinas,
etc., etc. El resto de los sucesos relatados en la Cantata, que no salían en el libro y
que probablemente no estaban en ninguna narración histórica, fueron inventados. En
las páginas amarillentas no figuraba claramente, ni el número de muertos, ni se hacía
mención de ningún personaje en especial. El “Rucio” de la obra de Advis es un
personaje ficticio, aunque, dadas las características de la matanza, podría haber
existido perfectamente. Las 3.600 víctimas fueron el resultado de un complejo y
laborioso cálculo que el músico tuvo que hacer, suponiendo que en la huelga habían
participado 90 oficinas salitreras, lo que implicaba un número muchísimo mayor de
víctimas que el que se daba comúnmente en las informaciones oficiales. No hay que
olvidar que a pesar de la interesada ignorancia frente a este tipo de sucesos, la
tradición obrera conservaba esta tragedia como una leyenda macabra, que atravesó
medio siglo de boca en boca como uno de los sucesos determinantes del movimiento
sindical chileno. La idea del “Rucio” provino de conversaciones del autor con el joven
cineasta Claudio Sapiaín, quien, después, hiciera una interesante película basándose
en la música de la obra de Advis. Esta idea permitió crear una situación dramática de
oposición entre el obrero y el general, la cual se ubica adecuadamente en el clímax
emocional de la obra.

A fines de noviembre, el autor tomó los primeros contactos con nosotros y nos dio el
texto. Un día cualquiera, nos fuimos a la casa de Willy, que era la única que tenía
piano, y el músico, con un vozarrón desafinadísimo, nos cantó de punta a cabo su
hermosa obra. La emoción atravesó la barrera de gallos y ronqueras, y nosotros
quedamos inmediatamente conquistados. Entusiasmados, fijamos las fechas para
comenzar a montarla, dándonos cita para marzo de 1970, inmediatamente después de
una gira que teníamos que hacer, precisamente por las tierras donde había ocurrido la
tragedia. En ese tiempo, Lucho revisó algunos detalles del texto, y en abril,
comenzamos a trabajar. En junio de 1970, ya estábamos listos para presentarla.

Para nosotros, esta obra venía como anillo al dedo. Cuando, a fines del año anterior,
terminamos el disco “Basta”, nos dimos cuenta por primera vez de la existencia de uno
de los fantasmas más peligrosos en la carrera de un artista: el espectro de la
repetición. Habíamos hecho todo un camino en la canción popular, pero con medios
musicales muy precarios. La ayuda de Víctor había sido fundamental, pero también él
mostraba limitaciones en este aspecto, era un músico intuitivo y, como nosotros,
recién se estaba preocupando de ampliar su formación. Si seguíamos trabajando solos,
corríamos el riesgo de demorar mucho nuestro desarrollo, o de no llegar más allá de lo
que habíamos hecho. En alguna medida, la idea de hacer obras que fueran algo más
que una mera colección de canciones, flotaba en el ambiente. Algunos compañeros
cantores habían ya intentado algunas cosas en esta dirección: Ángel Parra, con el
“Oratorio para el pueblo”, y Patricio Manns, con su “Sueño americano”. Por otro lado,
los argentinos tenían ya su “Misa Criolla”. ¿Qué podíamos hacer nosotros para salir
adelante con algo nuevo?

Para ampliar nuestros recursos, comenzamos a pedirle ayuda a algunos músicos


amigos, que se sentían cansados del elitismo de conservatorio, y querían buscar
caminos hacia lo popular. Así comenzó nuestra amistad con Sergio Ortega, quien
comenzó a ayudarnos en las armonizaciones de algunas canciones, y nos dio algunas
de su propia creación. Nos encontrábamos justamente discutiendo con él acerca de
nuestra futura colaboración, cuando apareció Luis Advis con su Cantata.

Era precisamente lo que andábamos buscando; él, por su lado, había hecho lo que
necesitábamos, sin que siquiera hubiéramos tenido que pedírselo. Un poco asombrados
por todas estas felices coincidencias, comenzamos a trabajar con él.

Lucho era un tipo muy cordial, y provenía de un ambiente que nosotros conocíamos
muy poco, gente de teatro, amigos del Conservatorio, escritores, profesores, etc. Se
adaptó fácilmente a nuestra forma de trabajo, aunque no siempre comprendía
nuestras bromas. Acostumbrado a un trato más serio y respetuoso, nuestros juegos lo
desconcertaban, y a veces había que explicarle el significado de algunas de nuestras
expresiones, “agarrar papa” (caer en el juego del otro) o “andar con el cambucho”
(andar distraído), o “morir pollo” (no alegar, quedarse callado).

Llegábamos por la tarde a su casa, un departamento oscuro, en pleno centro de


Santiago, muy pequeño y muy desordenado, típica habitación de un artista soltero. En
un rincón, un piano, que parecía provenir de un saloon del oeste, con candelabros y
todo. Sobre él se amontonaban las partituras de Wagner y Strauss, entremezcladas
con escritos propios de Advis, que él siempre quería mostrarnos, pero que a pesar de
largas búsquedas, nunca podíamos reconstituir completamente, siempre faltaba una
maldita página extraviada. Esbozos de conciertos, cuartetos, música de teatro y un
sinfín de otras cosas. Él instalaba sus partituras y tocaba. Estas eran difícilmente
legibles para nosotros, por nuestra ignorancia musical, pero también, porque algunas
estaban escritas con signos incomprensibles. Para aprender la Cantata, como no
sabíamos leer, él cantaba a voz en cuello, una y mil veces cada parte, para que
nosotros fuéramos memorizando las melodías. Primero aprendíamos las armonías de la
guitarra, y después, las voces y las quenas. Como en ese espacio reducido no
podíamos trabajar todos juntos al mismo tiempo, mientras uno aprendía sus partes,
que Lucho machacaba sin descanso y con una paciencia de santo en su espantoso
piano, los otros se iban a repasar las suyas en los pasillos y escaleras del edificio.
Cuando había terminado con uno, como los dentistas, Advis asomaba su cabeza hacia
el pasillo, y gritaba: “el siguiente”. Entraba uno de los que esperaban, y Lucho volvía a
la carga. Si alguno trabajó como chino para que la Cantata se montara, fue él mismo,
digno vencedor que impuso su hermosa música en nuestros rebeldes oídos, a pesar de
todas nuestras torpezas musicales. Felizmente, después de algunas semanas de arduo
trabajo, pudimos por fin juntar todos los pedazos del rompecabezas, y lo que
escuchamos nos mostró de inmediato que había valido la pena tanto sacrificio. Al final
de esta experiencia, nosotros habíamos dado un gran paso hacia una música más
elaborada, y Luis había iniciado su exitosa colaboración con músicos populares,
fructuoso intercambio en que ambos ganamos un terreno nuevo de expresión. Algunas
de nuestras proposiciones de ritmos de acompañamientos fueron adoptadas durante el
trabajo, y el resultado final fue perfectamente adaptado a lo que entonces éramos
como intérpretes.

LUIS ADVIS
Foto: Antonio Larrea

Lucho, sin ser político, había dado en el clavo. Su intención jamás fue la de hacer una
obra de respuesta a la situación concreta que en ese momento se vivía en Chile, pero
aún sin este propósito, la “Cantata Santa María” se transformó casi de inmediato en el
símbolo musical de ese momento histórico. Esta música resucitó la protesta de esas
mismas voces que habían sido silenciadas por la muerte y la metralla, el martirio de
los obreros de Iquique por fin se mostró como un testimonio viviente, rompiéndose el
silencio de años de historia distorsionada. Durante 60 años, una humilde canción, el
“Canto a la pampa”, que nosotros también cantamos, había sido una de las únicas
formas de recordar estos luctuosos hechos: la Cantata nació como una flor de esas
desoladas tierras que encubrieron el crimen, obra compuesta y dicha por un hombre
de esos mismos desiertos, el cual por fin había escuchado el mensaje.

Al decir de casi todos los analistas, esta obra se ha transformado hoy día en un clásico
de la música chilena. En primer lugar, porque ella hace la síntesis entre dos formas de
expresión diferente, la música llamada “culta”, y la música popular de raíz folklórica.
La primera, importada desde Europa en el siglo pasado, no ha podido aún entrar en la
vida de la mayoría de nuestro pueblo, manteniéndose en nuestro medio por el interés
de una élite que la cultiva; la segunda, con su antecesora folklórica más pura, es la
única expresión que le ha dado una impronta característica a nuestra música nacional.

La historia de la música chilena no comienza, como la historia de la música europea,


con las primeras composiciones de creadores nacionales. Los primeros acontecimientos
musicales que han sembrado tradición en Chile, son los estrenos de las óperas de
Mozart, o las visitas de las compañías de música italiana que recorrían América Latina
en alborotadas tournées, pagadas por los ricachones de la época. Sólo a fines del siglo
pasado comenzamos a encontrar en nuestro país algunas manifestaciones de música
culta con carácter nacional, pero, lamentablemente, éstas no alcanzan ninguna
difusión importante. Aun hoy día, la obra de nuestros músicos actuales que han
compuesto sinfonías, conciertos y hasta óperas, sigue siendo escuchada por una élite
dentro de la élite, pues su auditorio, ni siquiera llega enteramente al público que se
interesa en la música docta. Por este motivo, no es una exageración afirmar que, de
todas las artes, la música aparece como la más alejada de nuestro pueblo.

En Europa, la música, para llegar a sus grandes expresiones dramáticas y teatrales, ha


recorrido un largo camino, que pasa por la humilde fiesta popular, por la larga
tradición de la música sacra, por los bailes de los salones oficiales y por los homenajes
y festividades públicas. Es este transcurso, lo que ha ido desarrollando posibilidades de
comprensión y asimilación en el público, de modo que, cuando la música puede por fin
llegar al teatro, todo lo ganado en esta marcha puede volver a aparecer, revestido bajo
la nueva forma clásica. El lenguaje de la alta música de un país que la tiene es
obtenido a través de una depuración, que va fijando relaciones de significación entre
sonido y paisaje, melodía y sentimiento, color orquestal y fuerza expresiva. Sólo de
este modo se comprende la complejidad técnica a la que puede llegar por necesidades
expresivas, el compositor individual. Este aprendizaje previo, que implica años de
tradición musical viva, nuestro pueblo no lo ha hecho, y por eso, nuestros músicos, o
bien comienzan a crear directamente dentro de las tradiciones de la música europea, o
bien intentan inventarlo todo, como si todo el trayecto pudiera ser recorrido en el
curso de la vida creativa de un solo individuo. Ninguna de estas dos soluciones le sirve
mucho a nuestro pueblo, que se queda con las únicas expresiones que le resultan
auténticamente propias, la música popular y la música folklórica. A partir de la pura
música no se puede hacer el recorrido de toda una tradición, ni se pueden inventar los
lenguajes capaces de mostrar en su finura la sensibilidad de un país.

Esta es la razón por la cual, en Chile y en otros países donde hay una situación
semejante, lo popular y lo folklórico tiene una especial relevancia. En el terreno de la
cultura somos como nuevos ricos, tenemos de todo, orquestas, conservatorios,
instrumentistas, pero nos falta lo fundamental, que es una tradición desarrollada. Ésta,
sólo puede ser creada, haciendo lentamente el camino que los otros pueblos han hecho
ya en siglos. Este recorrido debe pasar por múltiples etapas, entre las cuales, las más
elementales son tan importantes y necesarias, como aquellas en las cuales se consuma
el desarrollo. De ahí la validez de este fenómeno de la Nueva Canción Chilena, que,
con Violeta Parra a la cabeza, por primera vez intentó hacer una música popular de
carácter nacional, aunque sus elementos de construcción no sean únicamente chilenos,
sino que también echen raíces en la música de otros pueblos latinoamericanos.

La importancia de la “Cantata Santa María de Iquique”, es que ella inaugura un género


musical indispensable para llegar a formas de música más desarrolladas. La primera
intención de su autor era presentar esta obra en el Festival Bienal de Música Chilena,
que debía realizarse en octubre de 1970. Esto muestra, que para el autor, ella estaba
efectivamente concebida como un intento de dar una respuesta a la necesaria síntesis
a que hemos hecho referencia. Esta última, por supuesto, no depende únicamente de
la creación de una obra, por más genial que ésta fuera, puesto que se requiere de una
larga experiencia para consolidar el género. El éxito de la Cantata permitió que el
propio Advis, así como otros compositores, se lanzaran en esta aventura, en la cual
nuestro grupo ha cumplido un papel no despreciable, a través de la interpretación de
diferentes trabajos de creadores nacionales. Esta orientación ha sido siempre una
constante en nuestras preocupaciones, el deseo de asentar una tradición de música
parasinfónica (la expresión es de Theodorakis) en nuestro medio. Por eso, nuestra
propia historia, a partir de 1970, está jalonada por “cantatas”, todas ellas muy
diferentes, pero intentando siempre configurar una suerte de música nueva, que,
manteniendo los lazos con lo popular, se interne en los paisajes armónicos y
contrapuntísticos de una música más desarrollada.

La “Cantata Santa María” se estrenó en agosto de 1970, aunque algunas semanas


antes, ya había sido grabada. La obra se presentó en el segundo Festival de la Nueva
Canción Chilena, cuyos organizadores esta vez no pusieron mayores problemas para la
participación de nuestro grupo. Los problemas vinieron de otro lado: algunos colegas
cantores, que no veían con buenos ojos la enorme distancia que había entre la
“Cantata” y sus propias creaciones, se opusieron a que ella fuera presentada en el
Festival. Algunos afiebrados trataron de crear un movimiento “anticantata”, arguyendo
que este Festival era de canciones, y no de obras como la que nosotros queríamos
presentar. Felizmente, al final se impuso el buen criterio, aunque tuvimos que soportar
dolorosas discusiones en una asamblea de la cual prefiero olvidarme.

Nos acompañó en este estreno en el Estadio Chile, el actor Marcelo Romo. Héctor
Duvauchelle, que había grabado el disco, no pudo estar presente, porque tenía función
en su propio teatro. Para reemplazarlo, ensayamos algunos días con Marcelo. Éste era
un excelente actor, pero como ya nos habíamos acostumbrado a la interpretación de
Duvauchelle, no llegaba a convencernos. Le hicimos notar nuestras inquietudes. Nos
quedó mirando con aire de haber comprendido, y nos respondió: “No se preocupen,
con el público, yo soy el huevón de bueno”. Contando en este aserto, llegamos por fin
a la presentación tan deseada, ante miles de espectadores curiosos por escuchar lo
que se anunciaba como la parte principal del Festival. Con el público y los nervios,
Marcelo no fue el “huevón de bueno”, y se equivocó varias veces. A pesar de ello, la
presentación general fue bastante más que pasable. Luis Advis nos dirigía desde la
platea, pero la iluminación de la escena nos impedía verlo, de modo que jamás
coincidieron sus gestos con nuestra música. El público, en su mayoría jóvenes y
estudiantes, no reparó en estas dificultades, y saludó nuestra actuación con una
gigantesca ovación. Algunos días más tarde, hicimos algunas presentaciones con
Duvauchelle, en el Teatro de La Reforma de la Universidad de Chile, las cuales
consagraron definitivamente la obra en nuestro medio. La voz de Héctor se acoplaba
de un modo tan perfecto a nuestro sonido, que dudo que más adelante hayamos
superado el dramatismo de estas primeras presentaciones.
Mientras nos encontrábamos grabando la “Cantata”, por una inadvertencia del técnico,
la cinta matriz se desprendió de la grabadora, y se desenrolló completamente,
esparciéndose a pedazos por el estudio. Con gran desolación mirábamos cómo volaban
por todos lados los resultados del trabajo de varios días de grabación. El técnico
trataba de consolarnos. Para ver si podíamos salvar algo, comenzamos a pegar los
pedacitos, pasándolos, uno por uno, por la grabadora y clasificándolos. En eso
estuvimos durante horas, hasta que, para nuestra gran felicidad, pudimos reconstruir
la casi totalidad de la obra. Pero faltaba la parte de los coros, que dice, “lo juramos
compañeros…”. No podíamos encontrarla por ninguna parte. Revisamos hasta el ultimo
rincón del estudio y el pedacito no aparecía. Nos disponíamos a regrabarlo, cuando de
pronto, nuestro técnico tuvo un momento de iluminación: “¡aquí está!”, exclamó,
dirigiéndose sin titubeo alguno hacia un montón de basuras, en el que viejos pedazos
de cinta se enredaban como un plato de espagueti. Inclinándose, sacó un pequeño
trocito, indistinguible del resto de porquerías acumuladas allí, y lo alzó triunfante.
Todos nos abalanzamos hacia la grabadora y pasamos el pedacito por el lector de
cintas. Era la parte que habíamos andado buscando. Por fin teníamos reconstruido el
total. El disco pudo salir a la venta, poco después de las primeras presentaciones. La
“Cantata Santa María” nos ha acompañado desde entonces. Nunca hemos dejado de
cantarla, y es una de nuestras interpretaciones de mayor éxito. Con ella ha habido
memorables conciertos: en el Carnegie Hall, en el Pasadena Theatre, con Jane Fonda
como relatora, en el Palacio de Deportes de Roma, con el magnifico actor Jean María
Volonté, en el teatro de Jean Louis Barrault, con nuestro amigo Pierre Tabard, en el
Olympia, donde hicimos con ella toda una temporada, en México, en el Luna Park de
Buenos Aires, con el Indio Juan, en Montevideo, en varias ocasiones, acompañados
del excelente José Vásquez, en Alemania, en la RDA, en estadios y plazas de toros en
España, bajo los muros de la Alhambra de Granada, en Madrid, ante sesenta mil
personas, y hasta en el lejano Japón, durante una larga gira en la que cantábamos la
obra, acompañados de coros de cientos de personas. Conservamos algunas
grabaciones en directo de algunas de estas presentaciones, y hemos hecho una
segunda grabación en estudio en 1978, con Jean Louis Barrault. Para la versión en
castellano de ésta última, volvimos a contar con la participación de Duvauchelle, que
providencialmente andaba de paso por París.

De todas estas representaciones, las que recuerdo con mayor emoción son las de
Héctor. Su voz inconfundible se había identificado completamente con esta obra. Él
sabía mantener, con exacta sabiduría, el equilibrio entre lo dramático y lo puramente
recitativo; cuando tenía que personificar, sus palabras se cargaban de sentimientos,
sin caer jamás en lo patético, cuando tenía que contar, tomaba la distancia requerida
por la austeridad del relato. Cuando nos fue anunciada su trágica muerte, asesinado en
una callejuela de Caracas, donde vivía en el exilio, comprendimos que una página de
nuestra propia historia se cerraba, lo que habíamos hecho juntos se fijaba en lo
definitivo, como un testimonio de esos años en que compartimos las mismas
esperanzas.

Hasta el día del golpe militar, el encargado de las Juventudes Comunistas de


Concepción era Alfonso Padilla, gran admirador de nuestra música, y cantor
amateur, que se acompañaba con la guitarra para animar las fiestas juveniles. En los
primeros días de la represión, fue tomado prisionero, y tuvo que atravesar la pesadilla
de interrogatorios y torturas, durante varios meses. Por fin, fue dejado en paz, aunque
tuvo que pagar una injusta condena de varios años en la cárcel. Para remontar las
penas de su calvario, se las ingenió para introducir algunos discos en la prisión, y
organizó un conjunto musical con sus amigos presos. Como no sabía música, tuvo que
inventar un sistema de notación musical, y, escuchando clandestinamente nuestras
canciones, llegó a ser capaz de copiar todos los arreglos, los cuales fueron
reproducidos después con su grupo. Al cabo de algunos meses, el conjunto pudo hacer
conciertos dentro de la cárcel, los cuales llegaron a tener una excelente calidad, según
las opiniones de quienes los presenciaron. Alfonso se esmeró tanto en su trabajo, y
afinó tan perfectamente su nuevo sistema de escritura, que llegó hasta a anotar
completa la “Cantata Santa María”, la cual fue montada y presentada a escondidas de
las autoridades de la prisión; éstas jamás sospecharon lo que ocurría en las noches,
una vez que los guardianes cerraban las rejas y se iban a dormir. Yo mismo vi los
cuadernos con las anotaciones: con complicados jeroglíficos, se reproducía cada
detalle, cada nota, cada ritmo, y hasta las variaciones dinámicas. Este prodigioso
trabajo no fue en vano, pues, como la vida tiene vueltas sorprendentes, Alfonso, una
vez liberado, pudo salir del país, y en Helsinki, donde ha hecho sus estudios, se ha
transformado hoy día en un especializadísimo musicólogo, que escribe artículos sobre
la música de Pierre Boulez en revistas internacionales.

Una anécdota semejante me contó una vez Miguel Ángel Estrella. Cuando él estuvo
preso, en el Uruguay, algunos compañeros lograron entrar clandestinamente un
ejemplar de la Cantata. Una noche en que todos los presos se encontraban escuchando
el disco, la música llegó hasta los oídos de los guardianes, los cuales de inmediato
organizaron una razzia, registrando minuciosamente cada celda para recuperarlo y
hacerlo desaparecer. Las pesquisas duraron toda la noche, pero los prisioneros
lograron poner el disco fuera del alcance de los carceleros. La posesión de la Cantata
escondida se transformó en un símbolo de rebeldía, una verdadera victoria. Por eso,
cada vez que declinaban los ánimos, los presos se las ingeniaban para sacarlo del
escondite, y volver a escucharlo. Durante meses, se hicieron varias nuevas pesquisas,
pero el disco rebelde jamás fue encontrado.

La Cantata es, por encima de todo, un canto de unidad. Esto, nuestro pueblo lo
comprendió de inmediato, por eso la obra alcanzó rápidamente niveles de popularidad
difícilmente igualados dentro de la música popular chilena. Su mensaje era una
respuesta adecuada a los problemas que aquejaban a nuestra sociedad, donde la
inmensa mayoría quería un cambio, que favoreciera a los más desposeídos. La fuerza
dinámica de la obra, que conduce a un clímax de esperanza, era precisamente lo que
todos estábamos presintiendo, en esos albores del nuevo período que se iniciaría más
tarde con la Presidencia de Salvador Allende. La Cantata fue considerada como la
expresión privilegiada de una voluntad colectiva, y su valor testimonial todavía
mantiene su vigencia. La verdad contenida en ella fue capaz de integrarse a la
contingencia, pero atravesándola hacia una historia futura. En el 73, la obra volvería a
adquirir validez trágica, cuando los militares chilenos volvieron a poner a los
trabajadores en la mira de sus fusiles. Pero en la época de su estreno, lo que
predominaba era su significación positiva, que sigue hoy día siendo el germen principal
de su permanencia.

Es interesante constatar, que en la composición de esta obra se hace uso de algunos


elementos que están ya presentes en la estética implícita del canto popular. Al
respecto, es aleccionador comparar la Cantata con el “Canto a la pampa”, que es la
versión popular del mismo hecho trágico, relatado en la primera: salta a la vista el
parecido de esta forma de relato trágico, que se encuentra profusamente en el folklore
chileno. Ejemplos de esto último, son las famosas décimas, que cuentan los desastres
de un gran terremoto en la ciudad de Chillán, o “la canción del Transporte Angamos”,
que cuenta el hundimiento de un buque de la Armada, en el que perecieron cientos de
jóvenes cadetes; pero hay muchísimas otras, todas ellas echando raíces en los
romances españoles, que aparecen como las expresiones más antiguas de este tipo de
creaciones populares. Es evidente que la Cantata es la transposición a un lenguaje más
elaborado de este tipo de pequeños relatos dramáticos.

WILLY ODDO, HERNAN GOMEZ, EDUARDO CARRASCO, RODOLFO PARADA,


PATRICIO CASTILLO Y CARLOS QUEZADA

La presencia de éstos, y de otros elementos populares, nos fue llevando a la convicción


de que lo popular en esta obra, no se limita únicamente a la utilización de
instrumentos folklóricos indígenas, o a la inclusión de giros melódicos o armónicos
tomados de la música folklórica. Por eso, a partir de ella, comenzamos a buscar otras
maneras de elaboración a partir de lo popular. El desarrollo final de esta forma de
trabajo se dirigía hacia la búsqueda de formas dramáticas y operísticas, pero
lamentablemente este ambicioso proyecto no ha podido ser realizado. Estamos
convencidos de que únicamente desarrollando estos elementos contenidos en lo
popular, aunque no necesariamente quedándose en ellos, se puede construir una
auténtica tradición musical, que eche sus raíces en la vida, y no se quede como pura
invención elitista.

En nuestro continente, el gran problema es el de haber importado la música europea


sin sentido creador, copiando lisa y llanamente lo hecho en otros lados, y descuidando
las formas nacionales, las que no sólo se han desconocido, sino que muchas veces han
sido objeto de menosprecio por parte de nuestros mejores creadores. Nuestro gran
problema sigue siendo el de la contradicción entre el desarrollo de lo propio y la
asimilación de lo ajeno. Cuando nos quejamos de que la música nacional docta no se
haya acercado al pueblo, y haya seguido un desarrollo demasiado dependiente de
Europa, no lo hacemos desde una perspectiva ultranacionalista, no defendemos lo
propio ciegamente. Creemos que no hay contradicción entre lo propio y lo ajeno, pero
pertenece a la naturaleza del arte, el tener que nacer de una relación profunda con el
pueblo que lo sustenta: en este sentido, el arte jamás es abstracto, e inclusive ese
arte llamado “abstracto”, no podría explicarse, sin las necesarias referencias a la
cultura de los pueblos europeos y a la época determinada en que surgió. La manera
correcta de asimilar lo extraño es precisamente recreando las formas originarias, pero
adaptándolas a las realidades propias. Nosotros, latinoamericanos, estamos obligados
a reinventar una y otra vez la pólvora, hasta que nuestra cultura se eleve a partir de
su propia originalidad, y no como simple copia o vacía importación de lo ajeno. La
“Cantata Santa María” fue una de estas maneras de inventar la pólvora. Sin excesivas
ambiciones formales o técnicas, revolucionó muchas cosas en nuestro ambiente
musical, y quedó como ejemplo que todavía sigue tratando de ser superado. El
problema de las vanguardias es completamente ajeno a nuestra realidad, la cual, antes
que ese tipo de problemas, necesita plantearse seriamente el más elemental, de la
elaboración de un pasado que sustente una tradición. Después de años de
funcionamiento de los servicios de extensión musical en nuestro país, la “Cantata”, en
algunas semanas, le enseñó a nuestro pueblo lo que era una “cantata”, y qué sentido
tenía hacer obras como ésta. Por eso, recrear, parece ser la mejor manera de asimilar
lo ajeno.

Cuando cantamos por primera vez la “Cantata”, en el Estadio Chile, ya las cosas
estaban decididas en favor de la Unidad Popular. Nuestro éxito iba a la par con el
avance de las fuerzas de izquierda, y la audición que llegaba a tener todo lo que
hacíamos, era un síntoma más del cambio de la situación política. Este fue, además,
anunciado claramente por varios indicadores políticos, pero en ese momento, para
nosotros, el más próximo fue el triunfo de la izquierda en las elecciones de la
Federación de Estudiantes de la Universidad de Chile. En éstas, se enfrentaban las
mismas fuerzas que se disputaban el poder a nivel nacional, y para nuestra alegría, el
candidato ganador fue nuestro amigo de siempre, presidente nacional de nuestro fans
club, Alejandro Rojas. Estas elecciones de la FECH eran uno de los grandes
acontecimientos de la vida universitaria de la época, y durante el tiempo que duraba la
campaña, toda la atención de los alumnos se centraba en ella. Todos los universitarios
trabajaban duro por su candidato, preparándose para la gran jornada. Los partidos
políticos que funcionaban en la universidad eran absorbidos por las preocupaciones
electorales: las elecciones tenían muchos recovecos, y cualquier descuido podía costar
caro. Como estas elecciones se venían sucediendo desde hacía muchísimo tiempo, ya
se conocían al dedillo las maneras legales e ilegales de favorecer al candidato propio.
Las distintas fuerzas, cada una por su lado, estudiaban las estrategias propias y
adversarias. Hacer trampa en la elección, en la jerga universitaria, se decía: “meter
una cuchufleta”. Las “cuchufletas” que se podían meter eran muchas, y había que
preverlo todo, para no ser presa de las maniobras del contrincante. La verdad es que
todos estos preparativos, y las propias elecciones, tenían un carácter lúdico evidente, y
se participaba en ellas, a sabiendas de que todo lo que no fuera descubierto por el
adversario, quedaba finalmente consagrado como legal. Cuando las fuerzas estaban
equilibradas, la mayor astucia o pillería, eran factores que podían decidir la elección de
un lado o de otro. Por este motivo, en cada partido había un grupo de alumnos
encargados de organizar una verdadera guerra de trampas, los mismos que más tarde
formarían parte del comité electoral. La democracia, en el medio estudiantil, no tenía
por qué funcionar con la rigidez que podía tener en la vida ciudadana, y todo el mundo
tomaba la cosa por el mejor de los lados. Lo cual no significaba en absoluto, que los
resultados de la elección fueran cuestionados, o que se intentara invalidarla. Por el
contrario, las trampas y cohechos de unos, anulaban los del contrario, de modo que, al
final, la elección era tan representativa, que servía hasta de indicador nacional. Eso es
lo que explica, que todos los medios de información se preocuparan especialmente de
analizar sus resultados.

En las mismas semanas que estuvimos ensayando la Cantata, y mientras los leguleyos
de todas las tendencias hacían sus cábalas, nosotros recorríamos con Alejandro Rojas
las diferentes escuelas universitarias, él discurseando y nosotros cantando.

Después de una agotadora campaña, se llegó por fin al día de la elección. En cada
escuela, los encargados de un bando, en medio de la agitación y el nerviosismo
ambiente, trataban de borrar de las listas al mayor número posible de adversarios del
otro bando: se introducían nombres de estudiantes ad hoc, que hasta ese momento
jamás habían pisado la universidad, y que después llegaban a votar, se rompían votos,
se hacían desaparecer urnas completas cargadas hacia el otro lado. Más de alguno
lograba meter paquetes de votos propios, si encontraba a algún vocal distraído. A las
secretarías se iba a cuestionar las proposiciones de los adversarios, los cuales, a su
vez, andaban en lo mismo; con un aire indignado, le hacían ver a los encargados los
desmanes ocurridos en tal o cual escuela. Los especialistas de cada partido, los cuales
andaban todo el día con el ceño fruncido, no dejaban de mostrarse más allá de las
pillerías, una cierta simpatía. Todo se hacía sin rebasar ciertos límites, que la historia y
la experiencia había establecido, y que en el fondo, eran celosamente respetados.

Los dirigentes tenían que dominar, al mismo tiempo, las leyes de jurisdicción electoral
y las artes de la prestidigitación. “Les rompimos cien votos en Dental”, escuchaba uno
de repente a alguno que no había podido contener enteramente su entusiasmo. Más
allá, otro, del campo opuesto, afirmaba haber logrado la anulación de una urna en la
misma escuela. “Hay que impedir que vote ese tipo... no es de la Universidad”, decía
uno, “¡Se robaron los votos en Psicología!”, llegaba anunciando otro. En este tráfago
de mensajes de las distintas escuelas, en el que uno buscaba a tal o cuál, otro llegaba
con encargos que le habían pedido, otro discutía con los indecisos, otro parlamentaba,
uno terminaba por ponerse nervioso. Así, la noche en que por fin se llegaba al
recuento final, la tensión llegaba al extremo. Todos los interesados se reunían en el
local de la FECH, en plena Alameda (centro de Santiago), una antigua casa de esas con
zaguán y mampara, construida probablemente a fines del siglo pasado, por algún
burgués adinerado, la cual lamentablemente hoy día ha sido demolida. En aquella
época, era el único edificio de ese tiempo que quedaba en pie en esa zona;
inmediatamente al lado, un gran cine anunciaba superproducciones norteamericanas
en cinerama, con un descomunal letrero que ocupaba toda la fachada. El interior de la
casa era un patio de baldosas, alrededor del cual se ordenaban las piezas como en una
casa pompeyana. Como este “impluvium” tenía que albergar ruidosos reunionistas
durante gran parte del año, estaba cubierto con un techo de vidrio, lo que además,
permitía que las asambleas tuvieran lugar en cualquier estación. En la noche de la
famosa elección, los partidos se repartían las diferentes habitaciones de la casa. En
cada una de ellas se instalaba un comité electoral. Por sus puertas, entraban y salían
atareados asambleístas, que rápidamente llenaban el pequeño espacio. Junto a los
dinteles, se reunían los partidarios, los cuales, durante el escrutinio, servían también
como servicio de orden. Se comentaban las noticias que iban llegando: “estamos fritos,
nos ganaron”, “si seguimos así, vamos a ganar...”. Otras veces se planificaban
fechorías: “hay que hacer desaparecer por lo menos 100 votos”, “vayan a Derecho y
róbense una urna”.
Durante el escrutinio, todos se fabricaban una cara de santo, y reaccionaban con
máscaras: si iban perdiendo, aparecían con el rostro triunfante y lanzaban consignas
que sus compañeros respondían de inmediato con vivas; si iban ganando, se ponían
serios, fruncían el ceño, y salían del lugar sobándose las manos nerviosamente. Dentro
de las piezas, cuando cada cual se hallaba en la intimidad de sus militancias, los
comentarios eran más verdaderos, y las actitudes correspondían a la realidad.

Todavía quedaban las piezas “de atrás”, las del fondo de la casa. En éstas, alejadas de
todo este juego, se hacían las reuniones secretas, en las cuales, dos grupos de
cualquier color político, se ponían de acuerdo para romperle votos a un tercero, que
hubiera tenido la mala suerte o la torpeza de aparecer demasiado claramente como
ganador. En estos pactos, se pasaba por encima de los conflictos ideológicos y políticos
de los partidos; cuando los acuerdos que se discutían eran entre posiciones demasiado
opuestas, y la indiscreción podía traer enojosas consecuencias, las reuniones se hacían
en oscuras oficinas del piso superior.

Como todos los grupos que participaban en la elección tenían intereses contradictorios,
cada uno de ellos concertaba acuerdos múltiples, de modo que, en definitiva, todos
llegaban a la conclusión de romperle votos a todos los adversarios por parejo. Así, del
caos se pasaba al orden, y de la injusticia a la justicia. El resultado de las elecciones
terminaba siendo justo y objetivo. Si todos se hubieran ahorrado este juego de
secretas confabulaciones entre unos y otros; si todo se hubiera hecho sin este
trabajoso fraude colectivo, los resultados habrían sido exactamente los mismos. Pero
la elección habría sido una lata.

Los escrutinios finales se realizaban en el centro del patio. Se disponían mesas y sillas
especialmente, y sobre ellas, se iban instalando las urnas que se iban trayendo de las
diferentes escuelas. Alrededor de las mesas se sentaban los apoderados y los
miembros del comité electoral, encargados de hacer el recuento de los votos. Cumplían
esta última función, los veteranos de la prestidigitación, aquellos que en cada partido
habían acumulado una mayor experiencia en hacer desaparecer votos contrarios, y
hacer aparecer, desde la nada, votos propios. Estos artistas eran el alma del
espectáculo, y dominaban tantas triquiñuelas, como cualquier buen fantasista de algún
espectáculo circense. Eran el resultado de una larga preparación, que los partidos ya
comenzaban cuando todavía ni siquiera se hablaba de la elección. Había algunos, cuya
fama era legendaria, y que atraían a las masas ansiosas de verlos trabajar.

Los espectadores se apelotonaban detrás de las barreras que circundaban las mesas
de escrutinio, y se formaban en grupos, que coreaban o pifiaban las diferentes
consignas que salían a la palestra. La disposición de estos grupos se hacía teniendo en
cuenta los lugares estratégicos que permitieran vigilarle las manos a los contadores.
Cualquier movimiento sospechoso era denunciado con gritos de advertencia. Los
artistas circenses tenían que hacer su trabajo expuestos a todas las miradas. A veces,
los gritos y denuncias hacían escándalo: se tenía que detener el recuento, y se contaba
de nuevo, uno a uno, cada voto. Si la sospecha tenía algún fundamento, se llegaba
hasta a registrar a alguno de los prestidigitadores, los cuales, muy rara vez fueron
descubiertos in fraganti. Los momentos de gritería eran los mejores para hacer
pillerías, porque todo el mundo se concentraba en el acusado. Esto creaba situaciones
propicias para llevar a cabo complicados planes, en los cuales se aprovechaba la menor
inadvertencia del contrario, para meter o sacar votos de la mesa. A veces, el bullicio
era organizado ex profeso, formaba parte de una estrategia electoral, los espectadores
se hacían así cómplices del fraude.

En la elección de 1970, Alejandro Rojas, ganó por un buen margen, y el viejo edificio,
que desde hacía años estaba en manos de los democratacristianos, se transformó esa
noche en un local de izquierda Todos los observadores vieron ese triunfo como un
presagio del triunfo que vendría pocos meses más tarde. Después de los inflamados
discursos de Alejandro, improvisamos un recital allí mismo, cantando sobre las mesas
del escrutinio, alrededor de las cuales, todos los estudiantes, vencidos y vencedores,
se apelotonaban para escucharnos. A partir de ese día, nos apropiamos de esa casa,
digo nosotros, la izquierda y el Quilapayún, porque como nos habían quitado nuestra
sala de ensayos, comenzamos a utilizarla como local regular de ensayos. En las
noches, cuando el patio se quedaba vacío, nuestras voces parecían multiplicarse con el
eco todavía presente de las grandes luchas estudiantiles.

En ese mismo local estábamos el 4 de septiembre celebrando el triunfo, cuando de


pronto, hizo irrupción en la sala el propio Salvador Allende, orgulloso y feliz, con un
pie en el borde de su sueño, y rodeado de periodistas extranjeros y políticos de todos
los partidos de izquierda. Allí mismo se organizó la primera conferencia de prensa, y
desde el balcón de esa habitación del segundo piso, el flamante Compañero Presidente
(allí fue pronunciada por primera vez esta expresión, que en ese mismo instante fue
reproducida con esperanza en todos los idiomas de la tierra) le habló a la multitud que
se había reunido frente a la fachada. De nuevo nos tocó cantar, ahora, con una
extraña sensación de haber atravesado un límite. El pueblo chileno se había
despertado, y nosotros éramos artistas de ese despertar.

* La mayoría de las informaciones que tienen que ver con la "Cantata Santa María" provienen de una
larga carta que Luis Advis me envió para darme a conocer los detalles de la composición de su obra.
Para no romper el estilo de la narración no he querido introducir citas y he optado por tomas esas
informaciones fundiéndolas con mi propio cuento. Dejo aquí anotado mi agradecimiento por lo que estas
páginas le deben a este entrañable amigo.

EL TRIUNFO

El triunfo de Salvador Allende creó expectativas formidables en el seno de nuestro


pueblo. Inmediatamente después de la elección, se dieron condiciones de unidad que
hubieran parecido imposibles durante la campaña, y que de haberse explotado
convenientemente, habrían sido el basamento más sólido para llevar a cabo los
ambiciosos planes del gobierno. Recuerdo un hecho significativo, que tuvo lugar la
misma noche de la elección, inmediatamente después de la improvisada manifestación
que había tenido lugar frente al local de la Federación de Estudiantes de Chile.
Enfervorizados por el triunfo, con un grupo de compañeros de la Universidad, nos
echamos a caminar por las calles céntricas de Santiago, dándole rienda suelta a
nuestro entusiasmo. Eramos felices, todo parecía suceder en el sentido irrefrenable del
progreso, de la justicia, de la democracia, todo parecía indicar que Chile era el país
especial, donde se cumplirían al fin todos los sueños de nuestro continente; nos
sentíamos elegidos por un porvenir glorioso, dueños del futuro, sembradores de los
felices días que se anunciaban, y que desplegaban su poder luminoso en todo lo que
estábamos viviendo...
AFICHE DE CAMPAÑA DE LA UNIDAD
POPULAR

En una esquina, saliendo de nuevo hacia la Alameda, después de haber gritado a


nuestras anchas por las calles las consignas más conocidas de la campana electoral, de
pronto, sentimos aclamaciones y gritos que venían desde lejos. Eran probablemente
los democratacristianos, pues las voces provenían precisamente de la zona en que se
levantaba el edificio donde funcionaba ese partido. Seguramente, estaban aclamando
la victoria de su candidato para crear confusión en las gentes. Envalentonados por
nuestro número, y por la euforia de que éramos presa, nos dirigimos hacia allí con el
ánimo de darles una buena lección y burlarnos de su derrota. Gritando como
condenados, emprendimos la marcha, alcanzando a distinguir cada vez más
claramente la multitud agrupada frente al edificio. Cuando ya estuvimos cerca, fuimos
capaces de escuchar más claramente sus gritos: se trataba efectivamente de jóvenes
democratacristianos, los mismos que habíamos enfrentado tantas veces en las
escuelas universitarias, los mismos que tildábamos en nuestras asambleas de traidores
y contrarevolucionarios. Ahora, allí, delante nuestro, estaban también celebrando
nuestro triunfo, y sus consignas eran llamados a la unidad. Quedamos tan
desconcertados, que durante algunos minutos detuvimos nuestra marcha, y nos
quedamos observándolos en silencio...

Pero esto no duraría mucho. La situación rápidamente volvió a deteriorarse, y el clima


de sectarismos y partidismos volvió a reinar en nuestro país, a los pocos meses del
triunfo de Salvador Allende.

Nosotros habíamos participado activamente en la campaña electoral, recorriendo


varias veces las distintas provincias, y cantando en actos y en manifestaciones de
apoyo al abanderado de la izquierda. Al comienzo de esta época, cuando todavía no
había candidato único, nos habíamos desgañitado cantando por todos lados. Por
nuestro simbolismo revolucionario, y por la influencia que habíamos llegado a tener en
el público popular, éramos requeridos por casi todos los partidos: cantamos en todas
las concentraciones en favor de Salvador Allende, que entonces era únicamente
candidato de los socialistas, cantamos el himno de la Izquierda Cristiana, en el primer
acto público de ese grupo, entonces naciente, cantamos en algunos actos de Neruda,
el candidato comunista, en proclamaciones del MAPU, en grandes actos públicos
masivos, en calles, en parques, en plazas, frente a los más variados paisajes humanos
y naturales, en manifestaciones de las mujeres, de los sindicatos, en actos
estudiantiles. Las dificultades para construir la unidad de la izquierda multiplicaban
nuestro trabajo: cuando por fin se anunció públicamente que el candidato de la
izquierda unida sería Salvador Allende, lanzamos un suspiro de alivio. Pero nuestro
trabajo no se detuvo, porque casi inmediatamente después tuvimos que partir de
nuevo a provincias con el candidato.

Estas actuaciones se realizaban en condiciones casi siempre deplorables, porque, a


pesar de nuestra insistencia, los organizadores de estos actos nunca lograron entender
que un grupo musical como el nuestro, necesitaba de ciertos requerimientos técnicos.
Aunque nunca dejamos de actuar en teatros, y continuamos desarrollando nuestro
trabajo escénico, el gran público se acostumbró a vernos cantando en estos
improvisados escenarios, y tratando de hacernos escuchar a través de altoparlantes
que siempre traicionaron nuestra música. Pero algo sucedía en esas manifestaciones
político-artísticas, la música que hacíamos respondía a algo profundo, por eso la
imagen de nuestros ponchos negros terminó por grabarse en el corazón de mucha
gente, confundiéndose en ellos con la esperanza de un Chile nuevo. Pasamos a ser
algo más que un grupo de música, y comenzamos a tener cada vez mayor ascendiente
sobre el pueblo. La gente empezó a reconocernos en la calle, empezamos a aparecer
como figuras públicas, aunque todavía en esa época, muchos diarios y revistas
ignoraban completamente lo que hacíamos.

Nuestro primer empresario fue Raúl Gómez. Cuando lo encontramos, ejercía el difícil
oficio de sastre de hombres rana, en un negocio de artículos de pesca submarina. Para
el que no lo sepa, diremos que estos trajes se hacen a la medida, y Raúl era uno de los
pocos expertos en la materia. Antes de encontrarse con nosotros, él llevaba la apacible
vida que normalmente llevan los sastres de hombres rana, dedicado a su casa, a sus
hijos, y a los placeres de su profesión. Pero como estas cosas no son durables, una
noche de año nuevo, en que él tuvo la mala idea de venir a mi casa, seis energúmenos
se abalanzaron sobre sus convicciones de hombre sano, y con argumentos irrebatibles
le demostraron que era un explotado, que había unos sinvergüenzas que eran sus
patrones, que se aprovechaban de él, que aunque éstos lo recibieran todas las
mañanas con sonrisitas, la verdad era que se quedaban con todos los beneficios de la
plusvalía, que esta plusvalía era la suma de su trabajo no remunerado, más la suma
del trabajo no remunerado de todos sus compañeros, que todo esto alcanzaba cifras
descomunales, que era indigno de un sastre de hombre rana dejarse explotar de esta
manera, y que inmediatamente tenía que ponerse a trabajar para cambiar esta
situación.

Raúl escuchaba con mucha atención: jamás se le había ocurrido eso de la plusvalía,
cosa que le parecía harto ingeniosa, y, aunque algunos detalles de nuestra
argumentación no le quedaban claros, comenzó a encontrarnos algo de razón.
Cuando llegó la hora de los abrazos, con la plusvalía y algunos tragos de más que se
debe haber tomado, comenzó a vociferar en contra del sinvergüenza de su patrón, que
hasta el momento le había parecido siempre un tipo generoso y gentil, pero que ahora
se le mostraba en su verdadera naturaleza de capitalista y ladrón. Antes de irse, nos
prometió que iba a comenzar una lucha a muerte en contra de ese explotador, que
tanto lo había esquilmado, y que le iba a arrancar hasta el último centavo de
"plusmanía", "plusfalía" o como se llamare. Nosotros quedamos felices, porque
creíamos haber ganado un nuevo militante para la causa popular, pero a los pocos días
supimos la tragedia. Raúl había intentado formar un sindicato en su trabajo, había
revolucionado a todos sus compañeros, explicándoles que eran unos pobres tipos
explotados, y había comenzado una verdadera cruzada en contra de los privilegios que
favorecían a los dueños de negocios de pesca submarina. Al principio, su patrón no
podía creer que este dócil y simpático empleado, el mismo con el que a veces salía los
fines de semana a pescar, se hubiera transformado tan de improviso en un batallador
de vanguardia. Pero Raúl se puso tan pesado, que el hombre pronto comprendió que a
su pobre empleado le habían inoculado el veneno de la lucha de clases, y que si no le
ponía freno, el cáncer marxista que se había entronizado en la sección "sastres", corría
el riesgo de expandirse hacia todo el negocio, y acabar con él. Sin grandes escrúpulos,
una mañana convocó a nuestro amigo a su oficina, y le comunicó que quedaba
despedido. Raúl quedó cesante.

RAUL GOMEZ
Foto: Antonio Larrea

Como nosotros éramos los que lo habíamos metido en todos estos líos, nos sentimos
responsables de su suerte, y decidimos darle un trabajo: lo nombramos representante
artístico del Quilapayún y organizador oficial de nuestros conciertos. Raúl tenía una
cierta experiencia artística, siempre le habían gustado los escenarios, y por eso había
comenzado a estudiar el contrabajo. Era tan duro de oído, que el profesor sufría.
Apretando los dientes le decía: "¡comience!". Raúl comenzaba, pero al cabo de algunos
minutos de suplicio, el pobre profesor buscaba cualquier pretexto, y salía de la sala. El
asunto fue agravándose, hasta el punto de que al profesor comenzó a darle pánico
hacerle clases. Lo veía entrar al conservatorio y se escondía. Un día, cansado ya de
este juego, Raúl comenzó a perseguirlo. Lo encontró en una sala perdida, a la que ya
nadie acudía. El pobre individuo, temblando, pegado a la muralla como si lo fueran a
fusilar, lo estaba esperando. Raúl entró y le dijo: "¡bueno, entonces no vuelvo más!". Y
se fue para no volver. Por eso, nuestra proposición lo dejó encantado: era una manera
de volver a la música, sin hacer sufrir a nadie con su contrabajo. Raúl no tardó en
transformarse en un excelente agente de espectáculos. Fue uno de los promotores de
ONAE, una de las productoras más importantes de aquella época, la cual organizó
conciertos de casi todos los artistas chilenos de ese momento. Con él pudimos
comenzar a realizar proyectos más ambiciosos, en el terreno de las giras y conciertos,
lo cual mejoró notablemente la calidad de nuestras presentaciones en el período del
gobierno popular.

Nuestro repertorio también se modificó. Evidentemente, nunca hemos abandonado


nuestras discutidas "líneas" del comienzo, aquellas que señalaban nuestra
preocupación por nuestra identidad cultural, pero a medida que nuestra experiencia
política y artística fue impulsándonos a jugar un rol cada vez más directo en la lucha
social de nuestro país, algunas canciones, que respondían mejor a esas situaciones
contingentes, fueron entrando con fuerza en nuestras actuaciones, especialmente en
aquellas donde los requerimientos eran agitativos y propagandísticos. Así, fue naciendo
paulatinamente en nosotros una nueva serie de trabajos musicales, que más tarde se
llamarían, "canciones contingentes" (no sé quién las bautizó con ese nombre), y en
cuyas características vale la pena detenerse un momento.

Hemos dicho ya la importancia que tenía en nuestros primeros intentos cancioneros, la


obra del cubano Carlos Puebla. Sus canciones, que asumían su compromiso con la
lucha política, y que querían ser un factor en la lucha ideológica, eran para nosotros un
buen ejemplo de eficacia histórica. Como nosotros aprendimos rápidamente los ritmos
de la guaracha y el son, tratamos de hacer con Víctor algunas canciones, en el estilo
de las de Puebla. Estas fueron las primeras del género, y tuvieron una interesante
acogida entre los estudiantes. Recuerdo por lo menos dos, "Mobil Oil Special", en la
que nos burlábamos de los carabineros y de sus carros lanzaguas, con los que
disolvían las manifestaciones callejeras durante nuestra lucha por la Reforma, y una
canción dedicada a los hermanos Peredo, los guerrilleros bolivianos que luchaban en
las sierras andinas, esgrimiendo el fusil por los ideales de la revolución
latinoamericana. Estas canciones tenían un tinte humorístico, que no siempre se
encontraba en las canciones cubanas, y que pasaría a ser después una de las
características de nuestras propias "canciones contingentes".

Más adelante, el encuentro con el músico chileno Sergio Ortega, quien también por su
lado estaba haciendo este tipo de canciones, nos permitió avanzar aún más en este
género. Él acababa de hacer un disco para la Confederación Única de Trabajadores de
Chile, y estaba muy interesado en contribuir a la lucha política con su trabajo de
compositor. Con él llegamos a organizar una verdadera fábrica de este tipo de música,
que comenzó a ser bastante difundida en los medios políticos de la izquierda chilena.

A nosotros nos interesaba mucho la canción directamente política. Desde nuestros


comienzos, habíamos buscado orientar una parte de nuestro repertorio hacia estas
creaciones, pero nuestras primeras canciones no necesariamente eran hechas con
fines abiertamente propagandísticos. En la historia de la Canción Latinoamericana, por
diversos motivos, la canción se ha visto obligada a entrar en la batalla política, y los
antecedentes de este tipo de música en nuestro continente remontan hasta las guerras
de independencia. La Revolución Mexicana de 1810 creó un tipo especial de canción
política, que es el ejemplo más evidente de que estas canciones responden en América
Latina a una necesidad auténticamente popular. El Corrido hace la crónica de todos los
acontecimientos de esa época, en ellos encontramos relatos de las batallas, biografías
de los dirigentes, y cada una de las alternativas de las luchas de poder, exactamente
como si se tratara de crónicas periodísticas de la época. Esta vocación hacia lo
concreto, viene seguramente del romance castellano, del cual el Corrido conserva
incluso algunas características formales: versos de 16 sílabas, divididos en
hemistiquios de ocho sílabas, con rima asonante entre el segundo y cuarto hemistiquio
de cada estrofa.

En Italia, la musicóloga Mari Franco Lao nos había mostrado muchos ejemplos de esta
tradición de canción directa, y nosotros mismos le habíamos seguido la pista en Chile,
encontrando algunos ejemplos que fueron incluidos en nuestros discos. Por otro lado,
esta búsqueda de una síntesis entre arte y política, estaba en la preocupación de
muchos artistas chilenos de primer orden, los cuales, como en el caso de Violeta y
Neruda, no querían sustraerse al impacto de las luchas sociales.

En nuestro país, este tipo de arte manifiestamente panfletario, y asumido en cuanto tal
por sus autores, despertó de inmediato una polémica, que todavía no cesa, acerca del
valor estético de estas obras. Las posiciones al respecto son múltiples, y van desde los
que defienden este tipo de creaciones como las únicas verdaderamente responsables,
hasta los que las niegan como un atentado en contra del buen gusto o del verdadero
arte, que según ellos debiera mantenerse al margen de las luchas contingentes. Estas
polémicas son bastante ociosas, puesto que la vida ha demostrado fehacientemente,
que en una obra se pueden conciliar perfectamente el arte y la política, siempre que
ambos se respeten mutuamente. En el fondo, el arte existe siempre en una situación
determinada, y es ella la que define sus formas de acceso al mundo en que nace. En la
realidad nunca hay nada puro, todo se une creando múltiples posibilidades de síntesis:
la síntesis entre arte y política es una necesidad, en un momento dado, pero no se
puede plantear como norma o modo de hacer general. Para nosotros, en esa concreta
sociedad en que vivíamos, y especialmente en esa situación, en la que había que
responder a las exigencias que venían del propio pueblo, no era posible sustraerse a la
politización. No creo que se pueda condenar, en nombre de la política, a quienes
mantuvieron su creación al margen del enfrentamiento que dividía a Chile, pero
tampoco se puede condenar, en nombre del arte, a quienes no lo hicieron. En
definitiva, lo que vale es lo que queda, pero también lo que entra en la vida del pueblo,
sea como factor de un momento, sea como factor de siempre.

Para nosotros, en todo caso, estuvo siempre claro, que para responder a exigencias
panfletarias, una canción debía poseer determinadas características formales, sin las
cuales, su acción no podía ser válida. Se cree muchas veces que una canción se puede
imponer maquiavélicamente, si se dispone de los medios de publicidad para hacerlo.
Esta idea es seguramente falsa: si fuera tan simple meterle cosas en la cabeza a la
gente, no existirían las grandes crisis de las multinacionales del disco que hemos vivido
en estos años. La propaganda es un factor de importancia, pero no se puede lograr un
éxito popular sin una fuerza real y espontánea que lo explique, sin que éste esté
sustentado en valores que responden de una u otra manera a las expectativas de los
auditores. Si sólo imperara el maquiavelismo, nosotros mismos, y nuestra música,
jamás habríamos llegado a existir.

El panfleto sólo tiene una justificación, en la medida en que es eficaz, únicamente


cuando sirve para vehicular ideas, cuando efectivamente convence a alguien: ahora
bien, esto último sólo es posible, cuando el arte preserva de un modo inteligente sus
valores intrínsecos. En la poesía de Neruda, el buen panfleto no es menos poesía que
el resto de su obra, la poesía no tiene por qué fijarse límites de acción, no tiene por
qué tener territorios vedados, en los cuales sólo le quede cruzarse de brazos y esperar
lo que los otros hagan. Responder a un compromiso político concreto puede ser un
propósito artístico, si se respetan las exigencias que provienen del propio arte. Éstas,
por supuesto, no se juzgan por el rasero de la política, sino por sus propios valores.

PORTADA DEL SINGLE "EL ENANO MALDITO"


Diseño: Larrea & Albornoz

Por lo general, para nosotros, este tipo de canciones contingentes partían siempre de
un hecho concreto, y respondían a una necesidad propagandística de la Unidad
Popular. Hicimos algunas como spots publicitarios para las diferentes campañas
electorales que hubo en esa época, pero, por lo general, se trataba de responder a
exigencias políticas más amplias. Hay que decir, que una de las debilidades manifiestas
de la Unidad Popular, era precisamente su falta de influencia en los medios de
información, la mayor parte en manos de la derecha o de la Democracia Cristiana. A
las fuerzas de izquierda, les era muy difícil hacer pasar un mensaje o una idea nueva,
y había que echar mano a todos los medios de que se disponía, para llegar hasta la
opinión pública, La canción podía cumplir un papel en esto, y eso es lo que quisimos
realizar. Obtuvimos rápidamente algunos éxitos con este trabajo: el primero de ellos
fue la canción "El enano maldito", hecha por Sergio Ortega, justo después de la
elección; en ella se daba cuenta de la situación creada por el triunfo de Allende, y se
llamaba a los democratacristianos a incorporarse al proceso de cambios. La canción se
basaba en una caricatura de gran éxito del diario Puro Chile, el cual, durante la
campaña, se había transformado en el órgano informativo más leído por la izquierda
chilena, gracias a su audacia y a su espíritu humorístico. El Enano Maldito, un pequeño
enanito calvo, todos los días revelaba, con malignidad, lo que la derecha hubiera
querido ignorar. El personaje había sido tomado de una noticia real, un criminal de
baja estatura que había sembrado el terror en los barrios bajos de Santiago. Aquí
aparecía transformado en este malicioso gnomo, que no tenía pelos en la lengua. En la
canción se hablaba de las maniobras golpistas de la derecha, que complotaba a toda
máquina para salvar sus privilegios. Como dentro de estos planes estaban las
manifestaciones agitativas, que comenzaron a perturbar las calles de la ciudad, y que
pretendían crear un movimiento de masas que impidiera la toma del poder, la policía,
a regañadientes, había tenido que intervenir. Las cosas se habían dado vuelta, el orden
ahora era defendido por la izquierda; la derecha era la que comenzaba a ser apaleada
por los carabineros. De estos hechos insólitos hablábamos en la canción: "patéalo
carabinero, al momio chueco y cahuinero, patéalo carabinero, mientras más duro será
mejor".

Es interesante constatar que, en estos primeros días después del triunfo, la derecha
aparecía completamente aislada; por eso, algunas de estas primeras canciones
contingentes se dirigen directamente al pueblo democratacristiano, del cual dependía
en gran medida el mantenimiento del régimen democrático.

Otra canción de la misma época era, "Páralo, páralo'', en la cual le pedíamos a


Salvador Allende que robusteciera su acción en contra de los sediciosos. Durante esos
meses, la agitación en todos los medios políticos era extrema, y los intentos de
desestabilización comenzaban a producir sus primeros efectos. La idea de la
ilegitimidad del gobierno popular comenzaba a hacer su camino en las capas medias de
la población, las cuales, aunque no apoyaban directamente al gobierno, mantenían una
cierta fidelidad a las instituciones democráticas. El triunfo de la izquierda en las
elecciones municipales de abril de 1971, en las cuales se atravesó la barrera del
cincuenta por ciento en favor de la izquierda, le mostró a los que querían derrocar al
gobierno que no lo lograrían por medios legales. Esto tuvo como inmediato resultado la
puesta en marcha de planes sediciosos, que comenzaron inmediatamente a ser
denunciados. Podría decirse que todo el período de la Unidad Popular está marcado por
la campaña política de las fuerzas de la izquierda para detener a los golpistas, lo cual
demuestra, contrariamente a lo que se dice comúnmente, que los chilenos vivíamos
con bastante conciencia los peligros que se cernían sobre nuestro país. Nuestra
canción, que partía de unas frases del secretario del Partido Comunista Luis Corvalán,
pronunciadas en un discurso, prevenía de estos peligros, y llamaba a cerrar filas en
tomo al gobierno: "Páralo, páralo, la voz del pueblo te lo plantea Salvador, páralo,
páralo, paremos al conspirador".

Por lo general, estas canciones se hacían rápidamente, y muchas veces, en grupo.


Sergio Ortega, que tenía una casa en las afueras de Santiago, con su habitual
nerviosismo, sonaba la puerta de mi casa a cualquier hora del día, y nos citaba a estas
sesiones de composición. Partíamos entonces, en caravana, y después de atravesar la
ciudad, llegábamos por fin a su hermosa parcela, cuyo terreno estaba enteramente
cubierto de enormes paltos, cuyos follajes apenas nos dejaban ver la luz de día. Nos
reuníamos de inmediato junto al piano, y con sendos vasos de vino en las manos,
comenzábamos a tirar ideas al tapiz, hasta que alguna era adoptada. Al cabo de unos
minutos de bromas, nos poníamos a trabajar. El punto de partida podía ser una
melodía, un ritmo, una consigna política, o una noticia que acabábamos de leer en los
diarios. Trabajábamos sin pérdida de tiempo, mientras organizábamos la comida, entre
chistes y comentarios de todo tipo. La situación política absorbía casi todas nuestras
preocupaciones, y al final de estas veladas, siempre terminábamos entusiasmadísimos
con el producto de nuestro trabajo. Al día siguiente, llegábamos al ensayo con el
grupo, montábamos rápidamente la canción, y en la noche, nos íbamos al estudio y la
grabábamos. Durante los tres años que duró el gobierno de la Unidad Popular,
estuvimos en este trabajo casi industrial, del que salieron muchísimas canciones,
algunas de las cuales, de algo sirvieron. No todas fueron hechas con Sergio, pero sí,
algunas de las más interesantes.

La primera de nuestras canciones contingentes que tuvo un éxito verdaderamente


masivo, fue “la Batea”. Ella llegó a transformarse casi en una canción de moda. No era
de composición nuestra, la habíamos traído de Cuba, a comienzos del año 71, y como
su texto no nos servía para responder a nuestra situación política, se lo cambiamos: el
trasero de la negra que menea las caderas mientras lava la ropa en la batea, se
transformó en una figuración de la moviente situación política chilena. El triunfo de
Allende había causado una verdadera convulsión en los medios económicos, la Bolsa
de Comercio estuvo a un paso de quebrar, y algunas declaraciones malintencionadas
del Ministro de Frei, Zaldívar, causaron un pánico terrible entre las gentes del barrio
alto. Muchas familias, atemorizadas, comenzaron a huir hacia la Argentina, como si lo
que se hubiera estado viviendo, hubiera sido un espantoso cataclismo. Las
manifestaciones callejeras generalizaron el desorden en las calles principales de casi
todas las ciudades del país, se temía la llegada de una dictadura estalinista, la
propaganda anti-Allende había sido tan exagerada, que para mucha gente, la llegada
de los tanques rusos era cosa de días, los destacamentos comunistas se llevarían a los
niños a Siberia, y todos los oponentes al régimen nuevo serian fusilados. Con “la
Batea” tratamos de resumir de manera humorística esta mascarada, riéndonos del
caos artificial que se intentaba crear.

Lo interesante es que estas canciones, sea por su carácter satírico, sea por otras
cualidades formales que interesaron al gran público, no se quedaron en la pura
intención política que le prestaban sus textos, sino que llegaron a ser efectivas armas
de propaganda. Generalmente, no se hace esta diferencia, y se cree que basta darle a
una canción o a un poema un propósito político, para que ellas tengan eficacia. Por
supuesto que esto es completamente falso: en la misma época en que nosotros
hacíamos esto, muchos intentaron llegar a las grandes masas con canciones
consignistas, sin lograr ningún resultado. Nosotros, con la experiencia que habíamos
hecho de contacto directo con el oído popular, a través de múltiples viajes y giras, y
especialmente, por nuestra presencia constante en conciertos y peñas populares,
aprendimos a encontrar un sonido y una manera de hablar adecuada. Si logramos
llegar hasta la gente, no es solamente porque tuviéramos claro lo que había que decir,
eso en Chile lo sabía todo el mundo. Lo que en nuestro caso fue importante, fue el
modo cómo resolvimos pequeños problemas de orden formal, que fueron abriéndonos
paso hacia una expresión de masas.
ENSAYANDO EN EL TALLER: WILLY ODDO, RODOLFO PARADA, CARLOS QUEZADA,
EDUARDO CARRASCO, HERNAN GOMEZ Y RUBEN ESCUDERO
Foto: Antonio Larrea

Pero tampoco hay que entender esto, como una maquinación del que conoce las teclas
y botones que hay que presionar, para lograr llevar al público un determinado
sentimiento o sensación. En realidad, si bien hubo muchos aciertos, hubo también una
larga lista de intentos fracasados, algunos que quedaron en el tintero, y otros que
hasta fueron grabados, pero cuya difusión no produjo el efecto esperado. Hay que
considerar también que la connotación política de una canción no está únicamente
dada por el texto, sino por la situación misma en que esta canción surge, y a la cual
ella responde. Muchas veces, una canción intrascendente, o de texto neutro, pasa a
tomar una significación política que no estaba en la intención de su autor, como es el
caso de históricas canciones que han quedado como símbolos revolucionarios, sin que
sus textos hablen de nada político: "Le temps des cerises", canción de la Comuna de
París, y la "Cucaracha" de los revolucionarios mexicanos. Por otro lado, y nosotros
mismos lo experimentamos con una larga lista de ejemplos compuestos en esta época,
muchas veces, una acertada intuición política es incapaz de transformarse en una
canción interesante, y se queda en la pura intención propagandística. En el fondo, el
problema de la validez de la canción política es el mismo que para cualquier otro tipo
de canción; en la canción de amor, por ejemplo: el hecho de que se hable de amor, no
es una garantía de que en ella se revele el amor mismo. Sólo cuando el artista logra
hacer la síntesis entre forma y contenido, o si se quiere, sólo cuando el contenido
encuentra su ropaje de palabras, o de música, para evidenciarse ante el que escucha,
la magia se cumple, y el arte entra en la realidad. Una canción que no es capaz de salir
de la pura intención, no es verdadera canción, cualquiera que sea su tema. Se podría
alegar, preguntándonos qué tiene que ver el arte en esta discusión sobre
insignificantes canciones políticas. La respuesta es que aún en la más humilde de las
realizaciones artísticas, las reglas son las de la eficacia artística, puesto que música y
palabra poética sólo pueden vivir del despliegue de sus propias esencialidades. El arte
popular, aun en sus expresiones más insignificantes, entra al mundo por la puerta de
una vigencia artística, aunque ésta, en las formas más populacheras y mercantiles,
sólo reviva formas ya descubiertas, y no tenga ningún grado importante de
creatividad. En todo caso, nosotros, cuando nos juntábamos a hacer canciones
contingentes, tratábamos de hacerlo con honestidad, sin olvidar que eso que era casi
una diversión para nosotros, formaba también parte de las modificaciones culturales e
ideológicas que traía consigo el movimiento popular chileno. No hay que olvidar, que
esta misma idea de un arte de batalla se venía también realizando en otros campos,
especialmente en la pintura, con la creación de los famosos murales callejeros de las
Brigadas Ramona Parra. Con éstas, trabajaron muchos de los más creadores artistas
chilenos, llegando a inventar un lenguaje plástico bastante interesante y renovador. En
la situación que vivíamos en Chile, el intento de hacer un arte de masas, que
difundiera las ideas del gobierno, era una necesidad política, pero también, una
manera de facilitar la incorporación de la música en la vida del pueblo.

Pero todas estas manifestaciones culturales políticas eran casi enteramente


espontáneas, no eran realizaciones que se conformaran a una concepción profunda de
la cultura; el movimiento político no había desplegado una gran elaboración en este
campo. La Unidad Popular era más que nada un movimiento político, cuyas principales
reivindicaciones tenían una clara dirección antiimperialista, antimonopolista y
antilatifundista. Se quería preparar las condiciones de construcción de una sociedad
socialista, creando nuevas relaciones sociales de producción, que permitieran el
ascenso al poder de la clase trabajadora. Pero en este programa no existía una
conciencia muy profunda del rol de la cultura en la sociedad futura. No es que faltaran
medidas que favorecieran a los artistas, no es que no hubiera planes nuevos de
difusión o de creación, lo que pasa es que todo esto, caía en esquemas que no tenían
en cuenta el gran horizonte de la cultura. La izquierda chilena, en esto, era víctima de
sus propias deficiencias teóricas, las cuales, más adelante, se revelarían con mayor
claridad. Por lo general, la teorización no iba mucho más allá del economicismo tan
característico del marxismo de esos años. Todos, de uno y de otro modo, estábamos
presos en la falsa concepción, según la cual, bastaba con solucionar los problemas de
la estructura, para que un resurgimiento cultural se produjera, los cambios de la
conciencia sólo podían venir de un cambio en las relaciones económicas.

Por ese entonces, nuestras ideas no se diferenciaban mucho del pensamiento reinante
en la izquierda, pero, como nos pasaba a todos, nuestras realizaciones no siempre
eran fiel reflejo de nuestras teorías, como creadores seguíamos preocupados de
responder a los problemas estrictamente artísticos de la canción popular. Esto se
muestra en la doble vertiente de nuestra creatividad de esos años, una, muy política,
que daba respuesta a lo contingente, y otra, más artística, que seguía buscando las
raíces de nuestra identidad. Para nosotros, el gobierno popular era una manera de
abrirle paso a una concepción antimercantil de la cultura, estábamos convencidos de
que únicamente las fuerzas populares podían apoyar, con un sentido nacionalista, a los
artistas, y oponerse a la penetración y a la inautenticidad reinantes. Evidentemente,
que tener o no tener un arte nacional era algo que dependería, en primer lugar, de
nuestra propia creatividad y de nuestra capacidad para impulsar las expresiones que
ya tenían vida dentro de nuestro pueblo. Pero fuera de la Reforma Universitaria, en la
que habían predominado las reivindicaciones de orden político (democratización de la
vida universitaria), la reflexión acerca de los problemas culturales no había depasado
el nivel de las generalidades. Es verdad, que en un país como el nuestro, las urgencias
económicas son tan desproporcionadas, que parece ocioso preocuparse de temas
culturales, pero el tiempo mostraría lo erróneo de estas evaluaciones. El politicismo
reinante nos había hecho llegar hasta extremos absurdos, como, por ejemplo, cuando
transformamos el ciclotrón regalado por una universidad norteamericana a nuestra
Facultad de Ciencias, en un caballo de batalla antiimperialista. Los estudiantes hacían
barricadas en las puertas, para impedir la entrada a la universidad de la máquina
diabólica, cuyo uso, como es normal, nadie hubiera podido explicar. Estas debilidades
fueron las que, más adelante, condujeron a la izquierda hacia el aislamiento.

Por lo general, con nuestros dirigentes sólo se hablaba de política. En los innumerables
viajes que hicimos con ellos durante las campañas pudimos conocerlos más de cerca:
eran hombres de terreno, expertos discurseadores, agitadores eficaces, capaces de
sacarle aplausos a una asamblea enardecida, hombres seguramente demasiado
exigidos por la intensa actividad que tenían en esos años. Algunos se interesaban más
seriamente en lo nuestro, pero la mayor parte de ellos, aunque nos mostraban una
sincera simpatía, no veían otra utilidad en lo que hacíamos, que la de entretener a la
gente antes de los discursos. Lamentablemente, el único que nos quedamos sin
conocer verdaderamente fue el propio Allende, quien, siempre que lo encontrábamos,
aparecía abrumado por el tan duro trabajo de ser candidato de un movimiento, cuyo
impacto en las masas dependía de su propia capacidad de movilización. La falta de
medios de propaganda obligaba a la izquierda a poner el acento en las marchas, en los
actos, y en las proclamaciones, con discursos y combativas canciones.

A pesar de que estuvimos muy pocas veces con Salvador Allende, él nos manifestó en
varias ocasiones su simpatía. Un día fuimos juntos a Iquique. Llegamos temprano a la
ciudad, y como nosotros no teníamos nada que hacer hasta la hora del acto, nos
fuimos a vagabundear por la ciudad. Allende, que estaba ocupadísimo, acometido por
los dirigentes regionales, y los periodistas, que ya lo estaban esperando en el
aeropuerto, se perdió inmediatamente en reuniones, de las que nosotros huíamos
como del diablo.

Nos paseábamos por el alegre mercado de Iquique, mirando las chucherías expuestas
en los mostradores de los pequeños stands, cuando de pronto, por encima del bullicio
de compradores y vendedores, comenzamos a escuchar una voz que provenía de unos
altavoces ubicados en cada esquina. Como nos pareció oír la palabra “Quilapayún”, nos
acercamos al lugar. Cuando ya estábamos cerca, la voz se hizo más nítida: "Se acerca
a nosotros el mejor conjunto musical del mundo. Señores y señoraaaas, vengan a
verloooooos, son ellos mismos en personaaaa. Señor, señoraaa, no se los pierdaaa.
Véanlos como se vienen acercando a nuestro puesto móvil. Acérquense todos para
pedirles autógrafos". El tono de la indiscreta voz, que de manera tan irónica anunciaba
nuestra presencia en el lugar, no nos gustó nada. La gente comenzó a dirigirnos la
palabra. La voz continuó los elogios y los anuncios: "¡vengan a verlooos!. ¡Aquí
Ilegaaan!". El tipo estaba tomándonos el pelo abiertamente, mientras una multitud nos
cerraba el paso, impidiéndonos ver quién era el insolente, que con tal desparpajo, se
atrevía a reírse de nosotros. La voz seguía, imitando ahora a los anunciadores de los
circos: "¡Señorrrr, señoraaa!, ¡no se los pierrrrdaaa!. Han conquistado el mundo con
sus canciones. Esta noche en el Estadio abiertooooo. ¡Venga a verrrrrloos!". Los
curiosos, que habían seguido acumulándose en torno nuestro, ya copaban toda la
calle, y nos impedían avanzar, la situación era embarazosa. De pronto, el jocoso
anunciador, abriéndose camino dificultosamente entre la multitud, llegó hasta nosotros
con su bocina en la mano. Era Salvador Allende.

Cuando los presentes lo reconocieron, lo saludaron con aplausos. Hubo un revuelo de


autógrafos y saludos, y se entabló un dialog, que pronto reunió a la mayor parte de los
visitantes del mercado. Los asistentes comenzaron a hacer preguntas: "Compañero
Allende, ¿Y usted qué va a hacer por nosotros cuando sea Presidente?" Allende, sin
dejar de sonreír, respondió: "Mire, aquí están los compañeros del Quilapayún. Ellos lo
saben mejor que yo, ellos le van a responder". Y nos pasó la bocina. Nuestras
respuestas no fueron muy coherentes. Para sacarnos del embrollo, él mismo comenzó
a hacernos preguntas más concretas. Estuvimos una buena media hora respondiéndole
al improvisado periodista, hasta que decidimos disolver la manifestación, y entre vivas
de todos los asistentes, pudimos por fin alejarnos del lugar.

En otra ocasión, habíamos sido invitados a un acto del partido socialista. Como de
costumbre, nosotros cantábamos en la primera parte, y después venían los discursos.
Esta vez, como el candidato tenía que hablar en otra manifestación, no lejos de allí,
nuestra actuación servía para darle tiempo para llegar. Nosotros cumplimos nuestro
compromiso, y después, nos fuimos a vestir a los camarines. Como era de esperar,
Allende llegó bastante atrasado, y viéndonos ya vestidos, dio muestras de una gran
desazón. Se había apurado para poder llegar antes de que nosotros hubiéramos
terminado de cantar, pero no había podido. La razón de su premura la explicó él
mismo: "no tengo ninguna fotografía con ustedes, y quería sacarme una aquí, en este
escenario". Se quedó pensativo un momento y después dijo "¿Y no podrían ustedes
volver a vestirse?". Lo vimos tan entusiasmado con la idea de sacarse una foto, que no
pudimos negarnos. Volvimos a ponernos nuestros trajes, y, envueltos en los ponchos,
salimos todos juntos al escenario. El público, que esperaba al candidato, y que ya nos
había despedido, al vernos volver, quedó un poco desconcertado. Nos subimos al
estrado, y nos ubicamos frente a los micrófonos, como si de nuevo fuéramos a cantar.
Allende, que estaba al medio, fue reconocido y saludado con una ovación. Todos nos
quedamos unos instantes allí, inmóviles, sin decir una sola palabra, mientras los
fotógrafos hacían funcionar sus cámaras. Terminada la extraña ceremonia, salimos
todos juntos de nuevo, sin decir palabra, por donde habíamos venido. La rechifla fue
gigantesca. ¿Dónde estará ahora esa fotografía?

Más adelante, en 1972 y en 1973, nos tocó estar con él en el día de su cumpleaños. En
la primera fecha, fuimos invitados a una recepción privada, que le hico el entonces
embajador de México en Chile, quien quiso entregarle al Presidente, como regalo de
cumpleaños, un pequeño concierto nuestro, en el salón de su casa. Había allí muy
pocas personas, y pasamos inolvidables momentos, cantando tangos, y otros números
especiales de nuestro repertorio más privado. La segunda vez, fuimos invitados por el
propio Presidente, a una recepción en su casa de El Cañaveral. Esto surgió de un
acontecimiento, que es la mejor prueba que tenemos de su interés por la canción.
Después de golpear todas las puertas de la administración, para conseguir ayuda para
la organización de un Festival de la Nueva Canción, lo único que nos quedó, fue
dirigirnos directamente al compañero Presidente. El se entusiasmó con la idea, y nos
apoyó directamente. El Festival, cuyo principal responsable fue Rodolfo, se realizó en
Santiago, el 29 y 30 de junio de 1973, justamente en los días del Tancazo, alzamiento
militar que preludió lo que después sería el verdadero golpe. Para retribuirle su ayuda,
el día 26, fecha de la apertura de nuestro evento, todos los artistas participantes
fuimos a saludarlo a la Moneda. Llegamos enhorabuena, porque era el día de su
cumpleaños. Estábamos instalados en una sala, escuchando sus saludos de
bienvenida, cuando de pronto, Hernán, que estaba allí presente, dio uno de sus saltos
característicos, que indicaban que por fin se había acordado de algo importante: ese
día era también el día de su cumpleaños. El salto de Hernán interrumpió el discurso, y
los dos festejados se abrazaron. Para celebrar la coincidencia, Allende nos invitó a su
casa al día siguiente. La fiesta era bastante íntima, estaban algunos ministros, amigos
personales, y algunos artistas de nuestro festival, Zitarrosa y El Temucano. El
Presidente era un alegre anfitrión, iba y venía con bandejas y copas, haciendo bromas,
e introduciendo en la conversación a los recién llegados. A nosotros, en un gesto
especial, nos apartó un momento, guiándonos hasta su gabinete de trabajo. Allí estuvo
mostrándonos los diferentes regalos que había recibido durante su mandato, algunos
cuadros, piezas de marfil, y otros pequeños objetos que él amaba y que estaban
vinculados a su historia: daba la impresión de un hombre que hubiera cumplido el más
importante de sus sueños. Se sentía a sus anchas en su rol de "compañero
Presidente". Después de esta conversación, volvimos al salón: Orlando Letelier,
Ministro de Relaciones Exteriores, era ahora el alma de la fiesta. Después de algunas
canciones del Temucano, él había tomado la guitarra, y estaba cantando alegres
corridos mexicanos. La guadaña de la muerte estaba todavía lejos.

Pero todos estos encuentros, muy superficiales, no nos permitieron conocer más
profundamente al presidente Allende, aunque todos ellos nos iluminan hoy día su
recuerdo, con rasgos muy concretos de humanidad y simpatía. Para nosotros, Allende
siempre fue el personaje que nuestro pueblo quería, el que vimos en las
manifestaciones, el Chicho, que en las industrias dialogaba con los trabajadores, que
explicaba su programa, incansablemente, en las poblaciones o en los campos, un
hombre cercano y distante, cuya imagen, demasiado cargada con los hechos políticos
cotidianos, escondía todavía su verdadera dimensión histórica. Allende, con su aspecto
de tío bueno, afable, sonriente y bonachón, no recordaba para nada la imagen que
entonces teníamos de lo que tenía que ser un héroe legendario. Su importancia fue
apareciendo con el tiempo, y su vida, como todas las que verdaderamente se cumplen,
se reveló con su muerte.

Por aquella época, los chilenos estábamos lejos del ideal de la heroicidad individual.
Para reímos de nosotros mismos, algunos, tomando la consigna de la revolución
cubana, decían: "Patria o... sentémonos a negociar". Allende parecía corresponder a
esta imagen antiextremista, siempre dispuesta a buscar arreglos, a discutir para no ser
empujado a la violencia, a esforzarse por recuperar la concordia, a alejarse lo más
posible de las situaciones absolutistas. Pero también estábamos equivocados en esto:
la heroicidad también puede venir de un espíritu pacífico. Es la situación extrema, la
que conduce a un hombre a mostrar su verdadero valor, pero el verdadero héroe no es
necesariamente el que busca este momento sin retorno, el que empuja las alternativas
hacia la muerte o la vida; lo heroico es la respuesta a este momento, no la exigencia
de que éste venga. Y tal vez, la más verdadera grandeza sea precisamente ésta, la que
nos sorprende, justamente, porque lo que se buscaba no era el heroísmo, sino la paz y
la concordia. Allende es un héroe espontáneo, no construido, no buscado, que cae en
la situación extrema, justamente porque él ha querido lo contrario, él es víctima de
una situación a la que ha sido arrastrado, pero frente a la cual no puede retroceder, y
por eso la enfrenta con amor y valentía. Ese es el principal recuerdo que nosotros
siempre tendremos de él, es decir, el mismo que se grabó en el corazón de todos los
chilenos demócratas.

Durante una de esas tantas manifestaciones en las que participamos, detrás del
escenario, y mientras esperábamos nuestro turno de actuar, pudimos tener con él una
rápida conversación, de la que surgió una idea que después tendría mucha importancia
para nosotros. Por esa época, en plena campaña, la posibilidad del triunfo era cada día
más cierta. Algunas agencias de prensa ya estaban tan convencidas de que la
izquierda ganaría, que habían iniciado una verdadera campaña de contrainformación,
mostrando los peligros que caerían sobre el país, en el caso de que Allende fuera
elegido. El cuco del comunismo comenzaba a preparar a la opinión pública
latinoamericana para una eventual ofensiva reaccionaria en Chile. La imagen de
inquietud exterior podía ayudar a corroer las bases de apoyo del futuro gobierno, y era
un motivo de constante preocupación para los dirigentes de izquierda. Allende
estudiaba la posibilidad de contrarrestar esta campaña, creando una agencia nacional
de noticias, pero no disponía de medios económicos para hacerlo. Esto dejaba al futuro
gobierno, entregado a la imagen que quisieran dar de él las agencias norteamericanas.
Conversando de estas cosas, Allende nos sugirió que los artistas podíamos contribuir a
la causa popular si coordinábamos mejor nuestras salidas al extranjero. Si la prensa de
los países que visitábamos llegaba a interesarse en nosotros, podíamos contribuir a dar
una imagen más positiva de las ideas del nuevo gobierno. Más adelante, este proyecto
tomó cuerpo, y se transformó en una verdadera campaña de difusión, llamada,
“Operación Verdad”, en la cual participaron varios artistas nacionales, y algunos
extranjeros interesados en el proceso chileno. Así llegaron a nuestro país varios
músicos de renombre, entre ellos, Theodorakis y Luigi Nono, los cuales aceptaron la
invitación para venir a constatar en el mismo terreno lo que verdaderamente estaba
ocurriendo. Ambos tienen hoy día creaciones relacionadas con Chile, Theodorakis, el
“Canto General” y Luigi Nono, “Como una ola de fuerza y luz”.

Por esa época, nosotros todavía no éramos muy conocidos en el extranjero, pero
alguna influencia habíamos llegado a tener en los países vecinos del Uruguay y la
Argentina. Por otro lado, nuestros discos ya habían tenido algunas ediciones en
Europa. Esto nos permitía encarar la posibilidad de organizar tournées por esos países.

El primer país latinoamericano que conocimos, fue el Uruguay. La primera vez que
fuimos, fue acompañados de Víctor Jara, y además de cantar en algunas
manifestaciones políticas universitarias, hicimos dos o tres conciertos en el teatro El
Galpón de Montevideo. El Uruguay de esa época (1968) vivía un proceso muy parecido
al chileno, y su esquema político correspondía bastante bien a la repartición de fuerzas
en Chile. Nosotros éramos huéspedes del Frente Amplio, que correspondía a nuestra
Unidad Popular y que ya tenía como abanderado, al General Seregni. De las
actuaciones en el Galpón, se hizo un disco en directo, que, según me cuentan, todavía
se vende en los negocios de discos de Montevideo. Como nuestras canciones estaban
marcadas por una situación histórica muy semejante, no es raro que nuestra música
encontrara allí una acogida parecida a la que tenía en Chile. El país se preparaba para
las elecciones que debían tener lugar en noviembre de 1970, es decir, dos meses
después que las nuestras. Lamentablemente, como se sabe, el golpe vino antes, en
junio del mismo año, justo en los días en que nosotros vivíamos el Tacnazo y
preparábamos nuestro Festival de la Canción.

Zitarrosa, que estaba presente en nuestro evento, tuvo que volverse rápidamente a la
Argentina cuando lo llamaron para anunciarle la terrible noticia. A partir de ese
momento, su vida cambió de rumbo, el tiempo de desgarros y de exilios había
comenzado. En su país, pudimos apreciar el cariño que despertaban sus canciones en
su pueblo. Pero la "Chamarrita de los Milicos", en la que llamaba a los militares a una
conciencia de mayor solidaridad con el pueblo, no había entrado en los cuarteles
uruguayos. "Chamarrita cuartelera, no te olvides que hay gente afuera...". Más
adelante, viviríamos con él hermosas experiencias, compartiendo el escenario, aunque
para él, nada podía paliar las penas del exilio. Hay algunos que lo soportan, hay otros
que no pueden acostumbrarse a vivir lejos de su tierra. Alfredo pasó años muy negros
alejado del Uruguay, pero, felizmente, como hace poco leímos en una revista, para él
ya ha llegado el momento del reencuentro. Recuerdo hermosos conciertos en los que
cantamos juntos: en Madrid, en México, y una vez, hasta en la misma plaza de San
Marcos en Venecia, mirando la espléndida fachada de la Catedral, en medio de las
turísticas palomas que revoloteaban a nuestro alrededor. Era una manifestación de
solidaridad con el Uruguay. Mientras cantábamos, una paloma, más osada que las
otras, se paró en el mango de una de nuestras guitarras. Allí se quedó un rato, para
que todos notaran su presencia, hasta que finalmente voló junto a sus compañeras. Lo
que esto simbolizaba, lo sabemos hoy día perfectamente. Ha sido más difícil de
desentrañar, el simbolismo de la acción de otra, más descarada, que se paró en el
borde del bombo, dejándonos un recuerdo felizmente borrable con agua y jabón.

Creo que en Uruguay, se nos vino por primera vez a la cabeza la idea de Transandinia,
ese país que hemos inventado, para readecuar nuestras experiencias a los
ordenamientos geográficos. Lamentablemente, nuestros inventores de países no han
sido muy diestros en su oficio, y han elevado límites y fronteras, sin tomar mucho en
cuenta lo que verdaderamente somos. Si se hubiera tratado de hombres, y no de
países, éstos, hoy día tendrían que aceptar que una pierna o media cabeza no son de
ellos, sino del vecino, A nosotros, ni el Uruguay, ni la Argentina, se nos han revelado
jamás como tierras verdaderamente extranjeras. En ambos reencontramos de
inmediato casi todo lo que amábamos u odiábamos en el nuestro, de donde nos vino
esta idea de reinventar el país que somos, el cual corresponde mejor a lo que hemos
vivido en todos estos años. El cono sur es un solo país, Transandinia. Nosotros no
sabríamos decir donde comienza, ni hasta donde llega, qué regiones incluye, cuáles
excluye, pero de su unidad cultural y humana no nos cabe la menor duda. Desde que
pisamos por primera vez estos territorios, nos dimos cuenta que teníamos que revisar
de inmediato muchos de los mitos que nuestra falsa identidad ha forjado en nuestras
cabezas, hasta tangos y vidalitas hemos hecho. Los latinoamericanos no tenemos una
idea perfectamente clara de lo que es un país, hay que viajar a Europa, para darse
cuenta qué rasgos pueden hacer verdaderas diferencias entre los pueblos. Alemania,
Francia, Inglaterra, España, son países, pueblos diferentes, Argentina, Chile, Uruguay,
son regiones, paisajes, variaciones humanas y geográficas de una misma realidad
cultural.

Estamos acostumbrados a hablar del sueño de Bolívar y San Martín, como si nuestra
unidad sólo tuviera sentido en la creación de un estado unitario, y como si nuestra
actual dispersión fuera un hecho definitivo. La verdad es que nuestra realidad no ha
cesado nunca de ser unitaria, y aunque la unidad administrativa de América Latina siga
apuntando allá lejos, como una esperanza casi inalcanzable, hace ya bastante tiempo
que nuestros pueblos están viviendo una realidad cultural única, o, por lo menos,
común.

Recuerdo muy bien nuestras sensaciones cuando bajamos del avión en el aeropuerto
de Carrasco, en Montevideo. Nuestros invitantes estaban inquietos por el retardo del
vuelo; en cuanto recuperamos nuestras maletas, apuradamente nos metieron en un
bus, y nos llevaron directamente a cantar en una manifestación, que tenía lugar en la
esquina de un barrio suburbano. Allí, en un escenario hecho de palos dispuestos sobre
algunas mesas, cantamos algunas de las canciones que interpretábamos en Chile en
ese tipo de actos. Delante nuestro, los vecinos, que por causa del retardo, habían
pasado un largo tiempo esperándonos. La situación era la misma que hubiéramos
tenido en Chile; las caras que nos escuchaban eran las mismas, las reacciones eran las
mismas. O no habíamos salido de Chile, o habíamos estado viviendo desde siempre en
el Uruguay. ¿Cómo vamos a saber lo que realmente somos, si nosotros mismos nos
encargamos de borrar las pistas?

Para expresar esta misma idea, Borges, con bastante malicia, define al Uruguay como
"una provincia argentina que queda en el Brasil". Yo diría que si esto es verdad, y
seguramente lo es, tal vez se podría decir también, que el Brasil es la parte de México
donde hablan portugués, que México es el límite de Ecuador con los Estados Unidos,
que el Ecuador es la parte ecuatorial de Chile, que Chile es una isla de Guatemala, y
que Guatemala es la Honduras de Costa Rica y etc., etc. Todo esto es casi verdad, y
seguirá siéndolo, hasta que por fin seamos lo que somos. ¿Y qué somos? No lo sé. En
todo caso chilenos, argentinos y uruguayos, somos lo mismo.

En Uruguay tuvimos los primeros contactos con los protagonistas del movimiento de la
canción uruguaya, la cual había surgido con fuerza, y con características muy
semejantes a nuestra Nueva Canción. Los representantes más connotados eran,
Zitarrosa, Daniel Viglietti y Los Olimareños. Estos artistas, junto a muchísimos otros,
estaban viviendo un proceso de renovación de lo popular, que comenzaba a irradiar su
influencia hacia los demás países latinoamericanos. Algunas de las canciones de Viglieti
ya se cantaban en Chile: los hermanos Parra y Víctor Jara se habían encargado de
difundirlas.

El movimiento uruguayo, nacido también en un proceso de fuertes oposiciones y


tensiones, que culminaría en el gobierno de Jorge Pacheco Areco, con una política
francamente represiva, era una respuesta muy politizada y radical, fiel expresión de lo
que pasaba entonces en nuestro continente. De Viglieti nosotros cantamos la "Milonga
de andar lejos", bella muestra de ese inagotable género de canciones latinoamericanas
que surgieron por aquella época, y que no han cesado de aparecer desde entonces en
nuestra música popular. Pero nuestro repertorio se llenó de canciones uruguayas, "El
peoncito del mandiocal", "Patrón”, de Aníbal Zampayo, "Cuidado Comendador”, de
García Vigil, escrita para un montaje teatral del Galpón, "El Uruguay es mi tierra",
tomada del repertorio de los Olimareños, y muchas otras. Era un tiempo en que todos
andábamos echando abajo las fronteras. Algo cambió desde entonces, no sé si para
bien o para mal, el drama histórico de nuestros pueblos nos hizo volver a
reconcentrarnos en más estrechos límites. Pero vendrán tiempos de nueva unidad, y lo
que avanzamos en esa época, servirá de surco.

En Argentina también hicimos una rápida carrera: comenzamos actuando en un


pequeño teatrito de Buenos Aires, donde no cabían más de trescientas personas. Se
llamaba, el Pairó, y en él cantamos durante una semana, la “Cantata Santa María”. El
éxito fue tal, que al cabo de unas semanas tuvimos que volver. Cantamos en un recital
conjunto con "La Negra", Mercedes Sosa, que ya era la figura más importante del
canto nuevo en su país. La actuación tuvo lugar en el Gran Rex, y el entusiasmo de la
gente hizo que se armara una trifulca nunca antes vista frente al teatro. La
manifestación impidió el tráfico durante una hora en la calle Corrientes, la gente
rompió las puertas de vidrio de la entrada, y cientos de personas entraron, atestando
la sala hasta el extremo. Cuando quisimos salir a cantar, no podíamos abrir las puertas
de los camarines, porque, hasta los estrechos pasillos detrás de la escena, estaban
llenos de público. Felizmente, teníamos un citófono dentro, y pudimos organizar la
salida como una emergencia; los tipos de la organización vinieron a buscarnos, y nos
fueron abriendo paso, mientras nosotros, con nuestras guitarras e instrumentos,
tratábamos de avanzar. Dificultosamente llegamos ante los micrófonos, y durante todo
el concierto, tuvimos que quedarnos en el estrecho espacio que nos dejaba el público,
en el cual apenas cabíamos. El final fue apoteósico, seguramente uno de nuestros más
grandes éxitos. Después de este concierto, todo fue más fácil, la próxima presentación
sería en el famoso Luna Park, enorme galpón, ubicado junto al puerto, lugar que
nosotros conocíamos, porque desde allí se transmitían las peleas internacionales de
box. Es hermoso cantar allí. Aunque el sitio no puede ser más feo e inhóspito, alberga
una especie de poesía extraña, esa que acumulan los lugares donde han ocurrido
grandes cosas. No conozco su historia, pero debe ser muy parecida a nuestro teatro
Caupolicán, en el que en las primaveras funcionaba un circo, al que todos tos niños
chilenos han ido alguna vez; allí, todos los políticos importantes han hablado, cientos
de manifestaciones de todas las causas imaginables han tenido allí lugar, sucediéndose
con los campeonatos de catch, de boxeo, o de basket ball, y las funciones de ballet, de
música clásica, o los conciertos de rock. Al cabo de algunos años, estos barracones son
como una gran memoria de hormigón armado, en cuyos muros siguen resonando los
ecos de triunfos y derrotas.

QUILAPAYUN EN ARGENTINA, CON MERCEDES SOSA Y ALFREDO ZITARROSA

Ya he hablado algo de la importancia que tenía para nosotros el movimiento de la


canción argentina. Éste había surgido a mediados de los años cincuenta, como un
rebrote nacionalista en el campo de la música popular. El peronismo, que llegó al
poder al término de la segunda guerra mundial, favoreció la difusión de la música
folklórica, al mismo tiempo que sus medidas económicas permitían una gran afluencia
de provincianos hacia la capital. Ellos trajeron su música, y la supieron imponer en
gran escala, creándose un verdadero boom de canciones folklóricas, cuyos efectos
llegaron hasta Chile. La samba, la chacarera, la milonga, y otros ritmos típicos
argentinos, se expandieron con fuerza en el cono sur, acentuando la tendencia de los
nuevos creadores hacia la preocupación por las raíces. Más adelante, este movimiento
de canción, predominantemente folklórica, se fue transformando, adaptándose a los
gustos citadinos, las letras paisajistas fueron suplantadas por hermosos poemas,
mucho más cercanos a la realidad moderna de Buenos Aires, las melodías fueron
saliéndose de las formas y ritmos tradicionales, y los arreglos se fueron haciendo más
sabios y más respetuosos de las normas del conservatorio. De toda esta dirección,
mejor adaptada a la ciudad, surgió en 1958, el Nuevo Cancionero argentino,
movimiento que agrupó a los artistas más comprometidos con la lucha política,
Mercedes Sosa, Armando Tejada Gómez, Óscar Matus, Tito Francia, Manuel Tejón,
César Isella y otros. En toda esta gente, nosotros nos reconocimos de inmediato,
iniciando, desde los primeros años de nuestro trabajo, una colaboración y un
intercambio de experiencias, que no ha cesado con los años. Como resultado de esta
identidad de propósitos, hicimos muchos conciertos con Mercedes, e incluso llegamos a
grabar juntos una canción, “La Carta”, que aparecería en el disco que la cantante
argentina le dedicó a nuestra Violeta.

Cuando nosotros llegamos por primera vez a la Argentina, la música chilena era
prácticamente desconocida. Gracias a Mercedes, a Isella, y a muchos otros, que
comenzaron a difundirla en excelentes interpretaciones, pronto quedó a la luz, que
todos estos movimientos musicales que el cono sur estaba produciendo, eran, en el
fondo, diferentes formas que tomaba un mismo entusiasmo, una misma esperanza,
que nos hacía cantar a todos en la misma dirección. Es significativo, que el día en que
en Chile se celebró el triunfo de Allende, con una gran concentración en plena
Alameda, detrás del escenario, sentados en una cuneta, y con un fondo de vivas y
discursos, pasamos varias horas conversando con Mercedes Sosa. Hablábamos,
entusiasmados de las proyecciones para nuestros pueblos de este gran inicio histórico.
Que yo recuerde, nadie cantó en ese acto. No era necesario, estaban cantando las
multitudes de las grandes alamedas.

OTROS VIAJES

Pocas semanas después del triunfo de la Unidad Popular, en el cuadro de lo que más
tarde sería la Operación Verdad, y sin que todavía el nuevo presidente hubiera
asumido oficialmente su cargo, fuimos nombrados oficiosamente, "embajadores
culturales" del nuevo gobierno. El propio Allende lo comunicó a la prensa, cuando nos
despidió en un local de su partido, que se había transformado momentáneamente en
su cuartel general, y en el cual, él atendía diariamente a los periodistas. Con este
reconocimiento, en octubre de 1970, nos dispusimos de nuevo a partir rumbo a
Europa, ahora mucho mejor organizados que la primera vez, y con un repertorio más
adecuado a lo que estos países podían esperar de nuestra música. Esta gira duraría
cerca de seis meses, y una de las etapas más interesantes para nosotros sería el
ansiado viaje a Cuba. Junto a nosotros, iba, además, Isabel Parra, con quien habíamos
estrechado nuestros lazos de amistad. Por aquella época, ella pasaba por una crisis
sentimental que la tenía muy deprimida. Nos habíamos acercado en la época del
montaje de la “Cantata Santa María”, que ella había seguido bastante de cerca, y no
podíamos dejarla así, perdida, en medio de esos laberintos que se forman a veces por
causa de decepciones y desgarros amorosos. Como los problemas de pasajes eran
fácilmente solucionables, aunque ella no tenía muchas ganas de cantar, nos
propusimos incluirla en la farándula, y hasta preparamos algunas canciones para
integrarla a nuestros conciertos. De todas las experiencias de este largo viaje, ella hizo
un relato completo en forma de décimas, que espero que algún día salgan a la luz,
porque es un divertido documento, que va relatando diariamente los aspectos más
entretenidos que tenían estas giras. Chabela era ya entonces la intérprete más
reputada en nuestro país, y empezaba a ser reconocida como una de las mejores
voces femeninas del continente. De ese tiempo hasta ahora, su talento ha sido
confirmado, además, como autora y compositora, digna sucesora de su madre. No es
vano recordar que algunas canciones muy conocidas, con textos de Violeta, han sido
musicalizados por ella, como, por ejemplo, "Valentina", "Lo que más quiero", "Al centro
de la injusticia". Fue ella, además, la primera chilena que comprendió la importancia
de la Nueva Trova Cubana, difundiendo en nuestro país las canciones de Silvio
Rodríguez, mucho antes de que a nadie se le ocurriera cantarlas. Chabela, como
intérprete de la canción chilena, es un remanso de dulzura y femineidad, en un
movimiento en el cual, hasta el momento, han predominado los artistas masculinos.
Su figura delicada, su voz pura, desprovista de toda afectación, su sensibilidad mejor
dispuesta para cantar los arreboles que los cielos tempestuosos, su repertorio, siempre
escogido para expresarse como mujer antes que nada, le agregaban a nuestros
conciertos ese otro lado de la vida, que nunca conseguiremos mostrar cantando solos.
Su perfecta dicción, le da a cada palabra una significación escondida, expresando a
veces el dolor de una herida, como otras veces, la simple ternura que proviene de un
verdadero amor al mundo y al canto. La ternura no puede ser fingida, y aunque es uno
de los sentimientos más frágiles, cuando se manifiesta, transforma a quien es capaz de
expresarla, en una luminosa imagen de vigor y fortaleza.

Debo decir que, en cuanto llegamos a Europa, nos dimos cuenta que la imagen de
Chile que allí se proyectaba, no era tan desastrosa como habíamos temido en el primer
momento. Si bien la campaña anti-Allende arreciaba por todos lados, no era menos
cierto que el proyecto de un socialismo democrático, cuyas reformas se harían
respetando la Constitución y en un clima pluralista y libertario, encontraba también no
pocos simpatizantes. En Chile, las cosas estaban muy agitadas, y ganar adeptos a
nuestra causa era importante: la situación era muy peligrosa, el acuerdo básico entre
la democracia cristiana y la izquierda se había logrado. Este, llamado, “Estatuto de
Garantías Democráticas”, había sido firmado por Allende y Tómic, y, en lo principal,
aseguraba el respeto del Congreso a los resultados de la elección. Pero con esto, se
había iniciado la puesta en marcha de los planes abiertamente golpistas de la extrema
derecha, incluyendo el criminal atentado en contra del general Schneider, quien, hasta
entonces, era el aval del respeto de los militares a la democracia. Todas estas noticias,
creaban expectación en el extranjero acerca del destino de nuestro proceso.
Felizmente, en todos los países que visitábamos, encontramos amigos de Chile
dispuestos a ayudarnos. Debo decir, sin embargo, que nuestras experiencias con el
servicio diplomático chileno fueron bastante deplorables: los embajadores todavía no
habían cambiado, y fuera de dos o tres, que comprendieron nuestra misión y apoyaron
nuestro trabajo, el resto, que se preocupaba más bien de boicotear las medidas de
política exterior del nuevo gobierno, nos mostraron una diplomática indiferencia.

Pero olvidémonos de estas miserias, y contemos algunas historias de estos viajes, que
puedan dar alguna idea de las aventuras en que nos metía este oficio de cantores
itinerantes.

Uno de los principales problemas que teníamos, provenía de nuestro desconocimiento


de los idiomas de los países que visitábamos. A veces, estas deficiencias adquirían un
carácter preocupante, pues quedábamos entregados a la eficiencia o ineficiencia de las
traductoras y acompañantes, los cuales, no siempre cumplían su deber de transmitir
nuestro mensaje. Recuerdo, por ejemplo, el caso de aquella amiga, en el país de
Maricastaña, que tenía la particularidad de ser terriblemente tímida. Esto, no nos
hubiera molestado, si, además, no se hubiera unido a esta característica, la de poseer
una voz ronca y fantasmagórica, que parecía provenir de las más profundas tinieblas
del Averno. "Buenos días", nos decía, con su acento rarísimo, y nosotros dábamos un
salto. Como le tenía horror al escenario, por ningún motivo aceptaba aparecer con
nosotros en la escena. Después de mil discusiones para tratar de convencerla, lo único
que pudimos sacar en limpio con ella, fue lograr que se ubicara lo más cerca posible de
nosotros, pero detrás de las cortinas, para que así, el público, cuyas miradas la
aterrorizaban, no pudiera verla.
QUILAPAYUNES SIN PONCHO: RODOLFO PARADA, CARLOS QUEZADA,
EDUARDO CARRASCO, HERNAN GOMEZ Y WILLY ODDO

Cantábamos en un maravilloso teatro, grandioso y moderno, con una espaciosa platea,


que, desde las bambalinas, para nuestra satisfacción, vimos repletarse
completamente. Salimos a cantar como de costumbre, y después de la primera
canción, que servía de presentación, quedamos esperando el anuncio de la segunda,
que nuestra nerviosa amiga tenía que hacer desde su estratégica posición. Comenzó a
hablar, su voz tenebrosa, con los efectos de la sonorización, se había hecho
francamente espeluznante. Desde las catacumbas provenía este mensaj, que sonaba
como una profecía: "Y ahoraaa el conjunto Quilapayún les interpretaráaa..." El público
que escuchaba esta alocución de ultratumba, veía a estos siete tipos vestidos de
negro, apenas iluminados por unos focos lejanos, y se sentía directamente
transportado a los calabozos inquisitoriales de la edad media. Después de algunas
canciones anunciadas de esta extraña manera, que por supuesto dejaron frío (en el
sentido literal) a todo el mundo, mientras cantábamos en ese ambiente mortuorio,
comenzamos a escuchar extraños ruidos que provenían de la sala. La delicada técnica
de iluminación del modernísimo teatro nos impedía ver más allá del escenario, y como
los ruidos comenzaron a hacerse cada vez más estruendosos, empezamos a
inquietarnos. Terminamos la canción sin poder desentrañar el misterio, porque la sala
seguía a media luz, cuando nuestra fúnebre traductora, con su sombría voz, cumplió
una vez más su rito. Lo que ahora venía, era un tema indígena, apenas susurrado por
las zampoñas, y que exigía una gran concentración de nuestra parte. Comenzamos a
tocar, echando mano al recurso de siempre en esos momentos de difícil relación con el
público: cerrar bien los ojos, y perderse en la música para calmar los nervios. La
iluminación era tan tenue, que apenas nos permitía vernos. Comenzamos a tocar, y
comenzó el mismo ruido de antes, algo como un murmullo, un roce extraño, como si a
lo lejos se hubieran echado a andar las rodajas de una máquina fabulosa. La cosa fue
en aumento, y, tal como había ocurrido las veces anteriores, en los últimos acordes de
la canción, el ruido fue aminorando, hasta casi desaparecer con nuestra última nota.
¡Qué cosa más rara! Sólo que esta vez, para sorpresa nuestra, la sala se iluminó
completamente, y por fin pudimos descubrir lo que estaba ocurriendo: como para esta
gente de lejana cultura, nuestra música era tan rara, que no podían comprender en
que rito fúnebre o macabro los habían metido, aprovechaban la obscuridad de la sala
para escaparse de nosotros. Y así se producía este fenómeno, digno de una película de
Chaplin, cada vez que la luz volvía a encenderse, todos se sentaban rápidamente, para
que nosotros no nos percatáramos de la estampida. Como esto se venía produciendo
desde las primeras canciones, el teatro ahora parecía medio vacío. Ahora, el
subterfugio era flagrante, y pudimos sorprender a algunos de los desesperados en la
mitad de su movimiento, medio sentados, medio parados, atropellándose por salir.
Nuestro concierto, que había comenzado tan exitosamente, terminó con cuatro
pelagatos, probablemente con dos muy entusiastas, y con otros dos, tan atemorizados
con la voz de nuestra intérprete, que no se habían atrevido a largarse de nuestro
aburrido ritual.

En otro país, de cuyo nombre no quiero acordarme, un día de invierno, mientras la


lluvia y el viento azotaban los árboles afuera, nosotros nos encontrábamos dando un
concierto de rutina, en un teatro perdido, cuyas características no describiré para
ahorrarme los sentimientos nostálgicos. Con la sensación de estar cantando
desolaciones para desolados, en medio de desolados paisajes, nos enfrentamos de
pronto con un misterio que, en todo este tiempo, a pesar de los esfuerzos que hemos
hecho por dilucidarlo, nunca hemos podido aclarar. El hecho es que, justo cuando
iniciábamos nuestra canción, "A la mina no voy", sin que por nuestra parte hubiéramos
hecho nada que lo justificara, todo el teatro comenzó a reírse. No a reírse para
expresar su simpatía por este grupo que había atravesado los mares para venir a
cantarles, tampoco porque el Willy hubiera dicho alguno de los chistes internacionales
de su repertorio, o porque nos hubiéramos equivocado en una palabra o en una nota.
No, a reírse a carcajadas, a morirse de la risa, a desternillarse hasta las lágrimas.
Nosotros seguíamos cantando, y observábamos hacia todos lados, para descubrir que
era lo que podía causar tanta hilaridad en un público de conducta más bien reservada.
Pero no detectábamos nada inusual, nuestros ponchos eran los mismos de siempre,
estábamos dispuestos en la escena como de costumbre, nadie se había equivocado o
pintado la cara, nadie tenía zapatos de otro color. Pero bastaba que nosotros
emitiéramos el más mínimo sonido, para que la gente soltara la carcajada. Volvimos a
revisarnos con la mirada, Hernán estaba con sus pantalones perfectamente
planchados, ninguno había cometido error alguno en el peinado, todos estábamos
honestamente cantando, y con los marruecos cerrados, lo que no impedía que nuestra
algazarera audiencia continuara su fiesta, muriéndose de la risa con cada una de
nuestras notas musicales. El punto máximo fue alcanzado cuando Carlitos comenzó a
cantar su parte solista. La batahola que se formó cuando llegó a la parte, "abandonado
de Dios" fue indescriptible; parecía que el teatro iba a explotar. El negro explotado por
el capataz sin conciencia, obligado a trabajar en la mina, mientras su mujer y sus hijos
lo esperan en la casa, sumidos en la miseria, hizo a esta gente llegar a tales
paroxismos de alegría, que, a partir de allí, las carcajadas se transformaron en alaridos
de júbilo. Algunos que ya no podían soportar los espasmos, tuvieron que salir de la
sala. Nosotros, que no entendíamos qué pasaba, con una sonrisa bobalicona en los
labios, sin saber si acompañar las risas o si ponemos a llorar, seguíamos cantando,
haciendo como si no pasara nada. Pero pasaba y mucho. Lamentablemente, nunca
pudimos saber qué. Cuando terminó la actuación, y pudimos preguntar a los
intérpretes cuál había sido la causa de tamaña algarabía, ellos, sonriendo, nos daban
respuestas evasivas. Muy bien, nos decían, estuvo muy bien. Nosotros, obligados a
quedarnos sin entender, tuvimos que resignarnos a la idea de haber sido un
espectáculo bufo, sin saber en qué consistían nuestros chistes.

En otras partes sí entendíamos. Por ejemplo, esa vez en que estábamos detrás de las
cortinas, preparándonos para la actuación, mientras el público llenaba la sala. Por lo
general, mientras esto se hace, la gente que ve la cortina cerrada, se imagina que
detrás todo está tranquilo y silencioso. La verdad es que, casi siempre, es todo lo
contrario, los tramoyistas están en los últimos preparativos, uno clava, otro saca una
escalera, otro fija una luz, nosotros mismos nos paseamos, uno haciendo
vocalizaciones, otro regulando los micrófonos, otro ordenando los instrumentos,
afinando las guitarras o ajustando las percusiones. Todo el mundo trabaja.

Como ya era bastante tarde, nuestro intérprete, que sabía tanto de español como
nosotros de turco, comenzó a darnos a entender por gestos que había que empezar.
Rodolfo, que andaba por allí, hablándole con las manos, le indicó que se quedara
tranquilo, y que cuando estuviéramos listos, le avisaríamos. Como el traductor,
además de no hablar nuestro idioma, era más tonto que un apio, creyó que las
morisquetas de Rodolfo significaban precisamente lo contrario de lo que éste quería
decirle, e inmediatamente dio la orden de que se abrieran las cortinas. Se apagaron
sorpresivamente las luces de la sala y estas comenzaron a abrirse. Nosotros, que
estábamos en cualquier cosa, menos en lo tendríamos que haber estado en ese
instante, al ver el peligro que se nos venía encima, comenzamos a hacer señas para
que los técnicos volvieran a cerrar. Nuestro intérprete comprendió por fin qué habían
querido decir los gestos de Rodolfo, y, tratando de salvar la situación, se aferró a los
dos extremos de las cortinas, que ya habían comenzado su fatídico movimiento. El
pobre quedó al centro de la escena, de cara al público, con los brazos abiertos de par
en par, y elevándose a medida que las cortinas se abrían, pues, azorado como estaba,
no se atrevía a soltarlas. Gritaba a voz en cuello la única palabra que teníamos en
común: "¡No, no, no!". El daño estaba hecho, y más que hecho, porque, además de
este inusitado espectáculo que estaba dando nuestro desesperado guía, ante la vista
del público quedó todo lo que en ese instante estaba sucediendo detrás del escenario.
Las cortinas terminaron de abrirse, y nuestro desdichado amigo se desplomó en medio
de la escena. Mientras él salía corriendo a esconderse detrás de las bambalinas,
nosotros, más serios que nunca, nos acercamos a los micrófonos, y comenzamos a
cantar: así comenzó nuestro primer recital surrealista.

Otra de nuestras desventuras por causas idiomáticas, ocurrió en Francia. En esa


época, nuestras actuaciones reposaban sobre todo en el interés de algunos amigos, o
de personas que tenían lazos afectivos con América Latina. Una de ellas era Roland
Gervaud, cantante francés de la época de Maurice Chevalier, que había hecho una
carrera cantando en los cabarets de La Habana, y que ahora trabajaba para nuestra
casa de discos francesa, Pathé Marconi, haciendo de relacionador público. Él fue quien
nos consiguió nuestras primeras actuaciones en televisión, y pequeñas actuaciones que
nos servían para mantenemos a la espera de otras más importantes.

Un día llegó a nuestro hotel con una buena noticia. Nos había conseguido una
temporada en el cine de Clichy, en el cual se quería reiniciar la antigua tradición de los
grandes cines parisinos, de anteponer a los films, espectáculos vivos de cabaret.
Nosotros teníamos que integrarnos a una primera parte, ya armada, con cantantes
populares, con un cuerpo de coristas y con todo un espectáculo a la moda de los años
40. De ese cine, hoy día no queda nada, y creo que ése fue el último intento de
rehabilitar estas grandes salas a la antigua, todas transformadas hoy día en multicines.
El espectáculo estaba bastante bien concebido, y, entre los números de baile, con
mucho vestuario y muchas hermosas bailarinas, se necesitaba un cierto tiempo, que
permitiera a los tramoyistas cambiar el decorado. Nosotros teníamos que llenar estos
espacios: se cerraban las cortinas, y, mientras cantábamos sobre una pequeña
plataforma especialmente habilitada para nuestro grupo, los hombres podían trabajar
sin problema. Como el asunto era fácil, nunca ensayamos el espectáculo completo, y
nos limitamos, simplemente, a probar los micrófonos y a ver cómo íbamos a entrar en
escena.

La noche del estreno, nos vestimos, y esperamos hasta que el director nos dio la orden
de ir a instalarnos en nuestra plataforma. En la semioscuridad de la sala, nos ubicamos
frente a los micrófonos, y comenzamos a interpretar "El canto de la cuculí", que, por
esa época, se escuchaba a veces en las radios parisinas. Estábamos en esto, soplando
nuestras quenas y rasqueteando charangos y guitarras, cuando de repente, todos
pudimos percibir, que por entre las rendijas que dejaban las tablas con las que estaba
construida nuestra pequeña escena, comenzó a salir un sospechoso humito blanco. Un
poco preocupados, miramos hacía el público, pero nadie parecía percatarse del
incidente; la gente seguía escuchándonos con bastante atención y parecían
indiferentes al suceso. Pero el humito seguía y seguía saliendo, y cada vez con mayor
profusión. Empezamos a dudar. ¿Qué hacemos? ¿Seguimos tocando, o paramos y
damos la alarma? Mientras pensábamos en esto, seguíamos tocando nuestra famosa
cuculí, que duraba y duraba, como una sinfonía. Si dábamos la alarma, era posible que
una catástrofe se desencadenara de inmediato en el teatro. Al grito de ¡fuego!, la
gente iba a tratar de salir desesperadamente, y se corría un serio riesgo de que los
niños y los ancianos fueran pisoteados por la multitud despavorida. Los inocentes
espectadores seguían escuchando nuestra música, que ahora nos parecía una franca
pesadilla. Nos imaginábamos que cualquier cosa que pasara si les advertíamos el
peligro, iba a ser de responsabilidad nuestra. No podíamos ser los causantes del pánico
que terminaría con la vida de quién sabe cuántos inocentes. ¿Y nosotros mismos, que
estábamos parados precisamente donde el fuego estaba comenzando, íbamos a
aceptar morir allí quemados? ¿Qué hacer, qué hacer, qué hacer? Había que esforzarse
por mantener la calma, y dejar que los propios espectadores comenzaran a percatarse
del peligro y tomaran las medidas del caso. Pero, ¿por qué los responsables no hacían
nada? El capitán se hunde con el buque, el pánico es mucho más peligroso que el
incendio. Armados de valor, seguimos tocando nuestra mortal cuculí, que no terminaba
nunca. La humareda se estaba haciendo insoportable, la cosa era seria. Pero había que
dar el ejemplo: nosotros éramos artistas revolucionarios, en una situación como ésa no
podíamos dar muestras de ninguna debilidad. Haciendo de tripas corazón, seguimos
tocando en medio de lo que ya nos parecía un incendio declarado. ¿Pero, por qué
diablos la gente no se da cuenta? Tal vez un efecto de luz los encandila. Envueltos en
un humo tan espeso, que nuestras siluetas se esfumaban, terminamos nuestra heroica
cuculí. Entonces pasó lo más curioso: el público, sin inmutarse en lo más mínimo,
aplaudió calurosamente. Estos franceses nos van a volver locos con su racionalismo.
Para terror nuestro, algunos comenzaron a gritar: "¡Une autre, une autre...!", mientras
nosotros mirábamos asombrados a través de la espesa humareda. Íbamos a empezar
a llamar a la calma, y a tomar todas las medidas para el desalojo de la sala, cuando de
pronto se abrió el telón detrás nuestro, y apareció en pleno el espectacular elenco de
esculturales bailarinas con su colorido vestuario. El piso en que bailaban era una
espesa cortina de humo, que permitía apenas distinguir sus piernas. Comprendimos
todo: lo que habíamos tomado por un incendio, era en realidad, un efecto escénico, un
humo artificial, que salía de enormes cañerías repartidas por el escenario. Como nadie
nos había avisado y nadie podía avisarnos porque no comprendíamos ni jota de francés
habíamos vivido todo como un cataclismo. Durante exactamente tres minutos y
cuarenta y dos segundos, habíamos vivido la experiencia de la catástrofe inminente.
Nadie saludó nuestro heroísmo, que nosotros, por supuesto, hemos tenido la
delicadeza de guardar en silencio hasta ahora.

En París teníamos importantes cosas que hacer, pero grandes dificultades para
financiar nuestra estadía. Las actuaciones que nos conseguíamos eran, casi siempre
gratuitas y tenían más bien un propósito político. A veces, también se nos pedía cantar
en obras de beneficencia. Una vez cantamos para ayudar a una fundación de
protección de lisiados. Como retribución, fuimos invitados por una de las organizadoras
del acto, a comer en un antiguo restaurant parisino. Pasamos un agradable momento
conversando con ella, se trataba de madame d'Ornano, actual alcalde de Deauville, y
esposa de uno de los líderes de la derecha francesa. Ella elogiaba nuestras barbas
revolucionarias, que, más que evocarle la semblanza de los guerrilleros
latinoamericanos, le recordaban la imagen del Nazareno, con lo cual se demuestra que
cada cual puede ver en nosotros lo que quiera.

Para subvenir a nuestras necesidades, como todos los músicos latinoamericanos de


paso por París, también nosotros fuimos a parar a los boliches del Barrio Latino (que,
entre paréntesis, no tiene ese nombre, como comúnmente se cree, por ser el lugar
más concurrido por los latinoamericanos, sino porque allí se ha encontrado siempre La
Sorbonne, y, porque en épocas remotas, cuando la sabiduría se enseñaba en latín, en
esos predios esta lengua llegó a ser el idioma de la calle). En esa época, los más
importantes eran dos: La Candelaria y L'Escale. Hoy día sólo queda este último; el
primero, que entonces era atendido por Miguel, un andaluz que amaba a Violeta, y que
le dio trabajo durante toda su estadía en París, hoy día ha cerrado sus puertas para
siempre. Allí, en esas "caves", tan de moda en la época de los existencialistas,
cantamos durante algunas semanas. Se cantaba todas las noches; como nuestro grupo
era demasiado numeroso para esas escenas pequeñitas, formamos dos conjuntos, uno
con la Chabela y otro casi puramente instrumental. Cantábamos dos veces por noche,
una a las 11, y otra a las 2 ó 3 de la mañana. Hacíamos vida nocturna, y
frecuentábamos a todos los bohemios latinoamericanos que pasaban por ahí. Algunos
de esos amigos todavía andan dando vueltas por esos lugares. Varios grupos que han
llegado a ser muy populares en Francia, y que han difundido la música latinoamericana
en Europa, han sido atracción en estos sitios: Los Incas, Los Calchakis y Los
Machucambos, que siguen siendo los propietarios de L'Escale. Como toda nuestra vida
tenía centro en ese barrio, nos conseguimos un hotel por allí cerca, y en él
ensayábamos cuando no andábamos vagabundeando por las calles, visitando las
galerías y librerías, o patiperreando con la que fuera nuestro amor de paso. Uno de
estos amores no fue tan de paso para Hernán, aunque en ese momento no lo
podíamos saber. Los dueños de nuestro hotel tenían dos hijas, y una de ellas, más
adelante, se transformaría en la esposa de nuestro amigo.

En París, además de un programa de TV de fin de año, “Le Monde en Fête”, con


Charles Trenet, y realizado por Raoul Sangla, de un concierto en el teatro de la Cité
Internationale, hicimos muchas entrevistas y contactos periodísticos. Pero también
tuvimos bajas. Fue allí que nos separamos definitivamente de Patricio Castillo, cosa
que nos creó algunos problemas, al principio, pero de la que rápidamente nos
repusimos, pudiendo terminar nuestra larga gira sin contratiempos.
En Berlín, RDA, participamos en un importante evento, el Segundo Festival de la
Canción Política, que fue nuestro primer contacto más profundo con un país socialista.
En realidad, y a pesar de haberlos visitado casi todos, en el único donde nuestra
música ha tenido una acogida importante, ha sido en la RDA. Esto se debe
seguramente a la mayor proximidad cultural que existe entre nuestro país y Alemania.
De todos los demás países, estamos muy alejados, y en ellos, nuestra música
difícilmente puede atravesar la barrera del exotismo. En la RDA, en cambio, nuestro
mensaje siempre ha encontrado una especial receptividad. Con esto tiene que ver
también la existencia allí de un movimiento de la canción, muy similar al nuestro,
aunque con una tradición que sigue otros derroteros. La canción política alemana tuvo
una extraordinaria importancia en la época de Brecht, quien, junto a Eisler, a Kurt
Weil, y a otros músicos, hizo revivir, de un modo original, el lied alemán, adaptándolo
a las necesidades históricas y políticas de la lucha antifascista y antimilitarista. Este
repertorio, que podríamos considerar clásico de la música alemana de este siglo, ha
influido bastante en Chile, a través de obras de algunos músicos, que, basándose en
esta tradición, han querido recrear una experiencia similar en nuestro país. Toda la
creación de canciones que se salen del plano estricto de la música popular, y que
forman un conglomerado bastante numeroso en nuestro movimiento de la Nueva
Canción, tienen que ver directamente con el nuevo lied alemán. El musicólogo
descubrirá fácilmente la enorme cantidad de rasgos estilísticos que han pasado del lied
alemán de este siglo a la música nuestra. Este interesante intercambio es lo que ha
facilitado la comprensión de nuestra música en ese país, y nos ha permitido una
relación más profunda con la juventud de ese pueblo.

Además de esto, está también el factor político: la RDA, cuya población tiene muy
presente las desgracias del fascismo, ha sido especialmente solidaria con nuestra
causa. El Festival de la Canción Política de Berlín, organizado por el Oktober Club, uno
de los grupos más masivos de la canción existentes en ese país, se ha transformado
con el tiempo, en un importante evento internacional, por el que han pasado
muchísimos grandes artistas, como el propio Atahualpa Yupanqui, Mercedes Sosa,
Dieter Siverkrup, Floh de Cologne, Silvio Rodríguez, Miriam Makeba, y muchos otros.
La experiencia del Oktober Club fue uno de los motivos por los cuales nosotros
quisimos hacer algo similar en Chile, cuando, en 1972; creamos una especie de
escuela, con la intención de masificar nuestra labor. Nuestra presencia en el Festival
nos sirvió para conocer a muchísimos artistas, que, en los países más diversos,
estaban haciendo algo muy similar a lo que nosotros queríamos lograr. Ese
intercambio ha sido uno de los factores de la internacionalización de nuestra música,
que, de otra manera, se hubiera quedado en el estrecho marco de nuestra realidad
isleña. El Festival nos permitió conocer a muchos amigos, que, en sus países, han sido
entusiastas agitadores de nuestra causa y de nuestra música, estableciendo lazos de
hermandad entre músicos que han puesto su canción al servicio de buenas causas,
como el antifascismo, el antirracismo, la independencia y la justicia social.
QUILAPAYUN EN LA RDA: SEGUNDO FESTIVAL DE LA CANCION POLITICA EN 1971

Conocer más de cerca los países socialistas, haber podido recorrer las provincias, en
largas giras, por la URSS, la RDA, Hungría, Checoslovaquia, Rumania, haber podido
hablar directamente con sus gentes, conocer sus problemas y sus inquietudes, nos ha
dado una visión más objetiva del famoso problema del socialismo real. Frente a esto,
nuestra actitud ha evolucionado con el tiempo. Al principio, viniendo de un país
subdesarrollado, sin mucho conocimiento de la realidad europea, y con un sentimiento
fuertemente antiimperialista —por lo demás, plenamente justificado por lo que ha sido
nuestra historia de "venas abiertas", de explotación descarnada, de miseria y de
injusticia— nuestra actitud era bastante acrítica, buscando lo bueno, incluso allí donde
era evidente que había graves problemas. A veces, necesitamos ver el mundo de una
cierta manera, y, como la capacidad más poderosa del hombre es la imaginación,
somos capaces de ver vestidos de seda, donde hay harapos, y estrellas, allí donde hay
cielos nublados con nubarrones tempestuosos. Para nosotros, los países socialistas
eran una gran esperanza, otra posibilidad, otra salida para nuestra situación
degradada: necesitábamos que allí todo fuera bueno, justo, acertado, no queríamos
reparar en los defectos. Con el tiempo, esta visión idílica no podía sostenerse. El poder
de la realidad, pero, además, una mayor madurez para encarar nuestras propias
ilusiones, las cuales cada vez necesitan menos asideros reales para seguir siendo
ilusiones, nos fue haciendo comprender que la ceguera puede transformarse en
irresponsabilidad, y que nuestras esperanzas deben aprender a nutrirse de nuestras
propias energías para inventar futuros.

Hoy día, frente a los países socialistas, nosotros asumimos una actitud crítica. No
rechazamos todo, pero hay cosas con las cuales no podríamos estar nunca de acuerdo,
especialmente, con aquellas que tienen que ver con nuestra propia situación de
artistas, y, en primer lugar, con los atentados en contra de la completa e irrestricta
libertad de expresión, que es el terreno único de donde surge el arte. El estalinismo ha
hecho, y sigue haciendo, estragos, especialmente ahora en que pareciera haber sido
superado. Los responsables políticos del movimiento comunista parecen convencidos
de que esta falsa ideología ya ha quedado atrás. Nosotros creemos que en los países
socialistas, ésta sigue imperando, y, en el fondo, es éste uno de los mayores
obstáculos al desarrollo socialista: es cierto que allí hay realizaciones no despreciables
en el ámbito cultural, la lucha contra el analfabetismo, la implantación de una
estructura material de la cultura (museos, teatros, etc.), la superación de algunos
problemas económicos (mantención de los artistas, ayudas a algunas de sus
realizaciones, etc.), pero, desde un punto de vista social, siguen allí imperando la
censura, la concepción obrerista y sectaria de la política, la represión en contra de los
que no se alinean con las consignas oficiales, y muchas otras taras que no tienen
ninguna justificación posible.

Nosotros mismos, hemos tenido que soportar algunas arbitrariedades, donde se


revelan estos excesos. Por ejemplo, en la propia RDA, en 1971. En esa fecha, durante
este mismo festival al que hacíamos alusión, fuimos contratados por la casa de discos
oficial, para hacer una grabación con Isabel Parra. Cuando hablamos con los
productores, decidimos con ellos todos los detalles de la salida del disco, e incluso,
como acostumbrábamos hacerlo, los problemas concretos de presentación. Como era
un disco, mitad nuestro, y mitad de la Chabela, decidimos poner una fotografía nuestra
en una cara, y una de la Chabela en la otra. Pasamos toda una mañana, sacándonos
fotos con Sibyle Bergemann, gran artista, que, seguramente es quien mejor nos ha
fotografiado nunca. Los resultados fueron excelentes. Pero lo extraño es, que cuando
salió el disco, en la carátula salió únicamente la foto de nuestra amiga. Sobre ella
estaba impreso el nombre nuestro. Cuando volvimos a la RDA, algunos meses
después, nos encontramos con esta sorpresa, y como el asunto nos intrigó, para saber
qué había pasado, comenzamos a escalar de oficina en oficina, hasta encontrar por fin
al responsable de las arbitrariedades. Su explicación fue simple: "La imagen de las
barbas es un símbolo que nosotros no queremos difundir en nuestra juventud". Y todo
esto dicho muy seriamente. "La juventud alemana es una juventud sana, y la
revolución corresponde aquí a otra cosa, a la imagen de gente aseada y bien afeitada".
Nosotros escuchamos esta explicación con la boca abierta, y viendo lo inútil que
podrían haber sido nuestras protestas, nos largamos. Por supuesto, lo que nos
molestaba no era el hecho de aparecer o de no aparecer en una foto —después de
todo, una fotografía de la Chabela siempre será más agradable de ver que nuestras
peludas caras de facinerosos—. Lo que era inadmisible, era que nuestra apariencia
fuera censurada por un burócrata imbécil. Podemos imaginamos lo que deben sufrir los
artistas que tienen que enfrentarse diariamente con este problema, que ya nada tiene
que ver con si socialismo o si no socialismo, pues son las taras producidas por falsas
concepciones aprendidas como catecismo, y aplicadas sin el menor sentido crítico. Este
es un pequeño e insignificante ejemplo, pero en el que se revelan muchas cosas que
ya no son tan insignificantes. Evidentemente, de experiencias como esta no se van a
sacar conclusiones acerca del valor de un sistema social. Cuando adoptamos una
posición crítica frente a los países socialistas, tenemos en cuenta todo lo que hemos
visto, vivido y leído sobre el asunto. Estas sociedades europeas están basadas en una
falsa comprensión del marxismo, que lo pone en contradicción con las fuerzas de la
cultura. Lamentablemente, todavía no existe ninguna elaboración crítica que permita
salvar lo positivo, condenando definitivamente lo negativo. Por lo general, no se ha
entendido que el marxismo, como filosofía, no tiene sentido si no es ubicado dentro de
la tradición milenaria del pensamiento humano, no puede ser él, el ordenador o el
estructurador de esta tradición de la cual él es, en el fondo, un resultado. Sólo cuando
se ubica al marxismo dentro de la Filosofía, o de la Ciencia, y no al revés, la Filosofía y
la Ciencia dentro del marxismo, es que se comprenden bien las cosas. Pero esto no es
tarea de este libro. Lo que queremos mostrar simplemente, son las razones que
tenemos para tomar nuestras distancias con respecto a estos sistemas, aunque sin
condenar en bloque, y maniqueamente, todo lo que en ellos se ha hecho. En estos
países, encontramos muchísimos amigos, mucha gente que hoy día piensa como
nosotros, y que, seguramente, están tratando de hacer cambiar las cosas.
Lógicamente, en sistemas como ésos, los cambios son muy lentos, y hay que medir los
resultados en largos años de conciencia, estudio o reflexión. Lo que sí es seguro, es
que el maniqueísmo no arregla nada, ni de uno, ni de otro lado. En la medida en que
las fuerzas de la cultura sigan vivas, la reflexión crítica seguirá abriéndose paso, y no
hay por qué pensar que solamente hay evolución y progreso en uno solo de los polos
de este mundo dividido en que vivimos. La cultura es el logos del diálogo, del diálogo
entre ortodoxos y disidentes, del diálogo entre socialismo y mundo occidental. Quien
se atreva a poner su esperanza en otra cosa, que nos avise, nosotros estamos
deseosos de encontrar una salida para este terrible terreno de conflictos y desgarros.
Lo que debemos condenar sin debilidad ninguna, es el estalinismo, y esto, no
solamente como se ha hecho, como crítica a un hombre o a una gestión política e
histórica (culto a la personalidad), sino como forma incorrecta de comprender la
revolución, la lucha de clases, la sociedad capitalista, el conflicto socialismo-
capitalismo, y toda la larga lista de errores ideológicos y teóricos que esta nefasta
perspectiva implica. Las faenas de la cultura no pueden dejar de ser críticas frente a lo
que ocurre hoy día en el mundo socialista, si no se quiere perder toda autoridad para
criticar este mundo en que vivimos, en el cual tampoco todo es loable, y del cual
también habría mucho que decir. Nosotros somos hijos de una enorme crisis de
nuestra sociedad, el capitalismo descarnado y las fórmulas propuestas por los
gobiernos norteamericanos, no nos acomodan en absoluto; después de años y años de
terribles luchas, seguimos en la miseria, en la dependencia, y en la ausencia de justicia
y democracia. El mundo que queremos está por inventar, para construirlo tendremos
que tener en cuenta las dolorosas experiencias del estalinismo, pero también las no
menos horribles del fascismo, y de nuestras sangrientas dictaduras; la democracia y la
libertad son, como siempre, cosas por hacer, y una vez que hayamos conquistado por
fin nuestros sueños, habrá que inventar otros, porque de nada sirve lo ganado, si no
es para abrirse hacia otros territorios por ganar. ¿Que esto es desesperado? ¿Y creerá
alguno todavía que la vida del hombre se consume en otra cosa que en su lucha y en
sus sueños? ¿Quedan todavía ingenuos que piensen que llegaremos a construir el
paraíso en la tierra? ¿Hay todavía quienes crean que podremos decir algún día, por fin:
¡nuestro trabajo está hecho, ahora descansemos!? Nosotros amamos lo que hacemos,
buscamos cantar con razones, y razones para cantar. No quisiéramos que nada se
termine; por el contrario, nos satisface plenamente el hecho de que siempre esté todo
por hacer. ¿Y si no fuera así, qué otro sentido podría tener nuestra existencia? La lucha
de clases es un deporte, no una cruzada maniquea. Tal vez hasta se pueda luchar a
muerte, reconociendo la razón del enemigo. ¿Y el fondo dialéctico del marxismo (Marx
escribió “El Capital”, no “El Socialismo”) no es precisamente esto?
LA PORTADA DEL POLEMICO DISCO GRABADO EN LA
RDA "LIEDER AUS CHILE"

En marzo de 1971, partimos a Cuba desde Madrid, y llegamos al país, antes de llegar.
Bastó que nos subiéramos al pequeño avión a hélice, atestado de pescadores que
volvían a la patria después de haber pasado varios meses pescando en las costas
africanas, para sentirnos de inmediato en la tierra de Fidel. El largo y accidentado
viaje, que nos llevó primero a las islas Azores, para después cruzar hacia Canadá,
porque el Atlántico estaba lleno de temporales, fue toda una fiesta, protagonizada por
estos trabajadores que se atropellaban para contarnos cómo era Cuba. Cuando las
auxiliares nos entregaron a cada pasajero un habano, las expresiones de júbilo
redoblaron. Rápidamente, la angosta cabina se llenó de humo, que, fumadores y no
fumadores, tuvimos que aspirar como si fuera el máximo placer sobre la tierra.
Cantando guajiras, fumando y tomando ron, descendimos en La Habana.

En el aeropuerto, la recepción fue calurosa. Abrazos, daiquiris, y hasta boleros


interpretados por uno de esos tríos característicos que han popularizado este tipo de
canción caribeña en todo el continente. Una vez resueltas las formalidades de tránsito
y aduana, nos dirigimos de inmediato al legendario Habana Libre, aprovechando el
trayecto, para comenzar a habituarnos a la idea de un socialismo latinoamericano:
grandes carteles con consignas revolucionarias, imágenes del Che, de Fidel, saludos de
bienvenida, todo esto en un marco familiar de caseríos, palmeras y calles de barrio,
como pueden encontrarse en casi todos nuestros países. Enormes Buick o Chevrolet,
con los neumáticos desinflados, y las latas a mal traer, abandonados junto a las
calzadas, polvorientos e inútiles. En lo demás, una hermosa ciudad moderna, junto al
mar, con bellos edificios de espaciosos balcones abiertos a un cielo azul y a un sol
ardiente. La revolución aparecía de repente, en la plaza de ese nombre, en las
consignas, en las enormes explanadas, que en los documentales habíamos visto,
siempre llenas de multitudes, agitando banderas y avivando los discursos de Fidel.
Pero no vamos a hacer el relato general de este viaje, en el que tendríamos que
detenernos largamente para resumir todo lo que allí vivimos. Queremos simplemente
contarles lo que tuvo directamente que ver con nuestro oficio.
Tal como era de esperar, la revolución había desplegado variadas iniciativas, con el
objeto de favorecer todas aquellas expresiones artísticas, que, durante el régimen
anterior, habían existido a la buena de Dios, y que estaban más cercanas a lo popular.
La música ha sido siempre una de las grandes riquezas de la cultura popular cubana, y
nuestra visita fue una oportunidad para conocer de más cerca su desarrollo bajo las
nuevas condiciones. Estuvimos con muchísimos conjuntos de música folklórica,
cultivadores del punto y del contrapunto campesino, típica forma proveniente de
España, que existe bajo otras modalidades, en casi todos los países latinoamericanos.
En el nuestro, por ejemplo, esta forma tiene su centro, más en la poesía, que en la
música, y está representada por las famosas "payas", en las cuales dos cantores se
enfrentan en un duelo de versificaciones cuadradas en décimas. En Cuba, a esta
música se ha unido la fuente africana, para dar como resultado, los ritmos más
característicos de la isla: la guajira y el son. Pudimos también conocer a varios
conjuntos de baile, que nos enseñaron las macumbas cubanas, surgidas de los ritos
africanos, y los espectaculares trajes y personajes nacidos de esta tradición de
leyendas y cantos, cuyo origen se pierde en la noche del tiempo. En estas reuniones,
por supuesto, nunca faltaban las demostraciones de cha-cha-cha o de rumba, que son
dos de los grandes aportes de Cuba a la música bailable. Lo interesante es, que en
Cuba, la música popular se confunde casi con la música folklórica, dándole a esta
última un arraigo profundo, y una vitalidad que no tiene en todos los países de
América Latina.

Conocimos también algunos representantes del movimiento del "feeling", la canción


romántica, César Portillo de la Luz y José Antonio Méndez, quienes habían popularizado
muchísimos boleros, cantados en nuestro país por Lucho Gatica. Dicho sea de paso, es
raro que el bolero todavía no haya encontrado un Borges, que lo valorice como
importante manifestación de la cultura popular. Su hermano, el tango, ha tenido mejor
suerte, y ha sido recuperado por una interpretación literaria.

La música cubana tuvo siempre gran importancia en América Latina, pero el bloqueo
impuesto por los norteamericanos, interrumpió el estrecho contacto que existía entre
ella y los demás países, restringiendo considerablemente su influencia. A pesar de ello,
desde fines de los años 60, ella ha vuelto a dar muestras de gran creatividad, a través
de lo que se ha llamado, la Nueva Trova Cubana. En ese momento, este tipo de música
estaba recién comenzando, y sus representantes más connotados, Silvio Rodríguez y
Pablo Milanés, tenían todavía dificultades para imponerse. Felizmente, sus esfuerzos no
fueron en vano, y encontraron un eco institucional en la Casa de las Américas y en el
ICAIC, organismos que impulsaron este tipo de canciones, que hoy día irradian su
influencia desde Cuba hacia todos los países de habla hispana.

La Nueva Trova coincidía casi exactamente con nuestros propósitos, aunque, por la
situación de Cuba y las tradiciones típicas de ese país, ellos no provenían del folklore,
como nosotros, sino de la música popular. Aunque fuera paradójico, se advertía en
estas canciones una gran influencia de la música norteamericana en sus versiones más
serias y poéticas, Bob Dylan, por ejemplo, cosa de la cual nosotros, entonces,
estábamos muy alejados. La patria y el amor, eran los temas clásicos de la antigua
trova, de la que ésta nueva quería ser seguidora. Las canciones revelaban una gran
riqueza de lenguaje, que entonces, metidos como estábamos en una lucha muy
consignista, no supimos apreciar en su justo valor. Tomábamos algunos recovecos de
lenguaje como barroquismos innecesarios; el tiempo nos mostró las limitaciones de
nuestro punto de vista, aunque nos excusa el hecho general de que la comprensión de
un lenguaje está siempre determinada por la situación que uno está viviendo. Lo que
nunca hemos entendido del todo, es cierta manera culpabilizadora del culto al héroe
que se revela en algunas canciones de la trova, por ejemplo, en "La vida no vale
nada”, frase terrible, con la cual difícilmente podríamos estar de acuerdo, o ciertas
implicaciones políticas demasiado cargadas hacia el ultraizquierdismo (guerrilla, fusil,
muerte, etc.). Todo esto, dicho con el mayor respeto al aporte que ha significado este
movimiento para toda la música latinoamericana. Hoy día, las canciones de la trova
han jugado un rol incontestable en la propia lucha de los chilenos por reconquistar la
democracia, y han influido en la creación de los nuevos compositores, en todo el
continente.

En Cuba recorrimos muchas ciudades y pueblos, y aunque nuestra gira duró solamente
un mes, vimos la revolución por dentro, es decir, trabajando en ella. Nos dimos cuenta
de sus logros y de sus problemas, los que, felizmente, los cubanos no esconden;
pudimos comprobar que la verdadera fuerza de un proceso como aquél, reside,
principalmente, en la forma como el pueblo se siente concernido por los cambios. Los
logros materiales de una revolución, difícilmente pueden demostrarse en lo inmediato,
especialmente cuando éstos tienen que ver con los aspectos concretos de la vida. Por
lo general, los avances más espectaculares se dan en niveles estrictamente sociales,
Seguridad Social, medicina, educación, etc. El estándar de vida, que tiene que ver con
las pequeñas satisfacciones cotidianas, muchas veces tiene que ser sacrificado por
otras necesidades más urgentes, lo que fácilmente puede provocar descontento. Si la
revolución no tuviera fuertes motivaciones humanistas, difícilmente sería aceptada por
el sector menos politizado de la población. En Cuba, a diferencia de otros países
socialistas, los factores patrióticos, ideológicos y políticos, le han dado al proceso un
importante sostén, que, de no haberlo tenido, lo habrían hecho fracasar hace ya
mucho tiempo.

EN LA HABANA: HERNAN GOMEZ, CARLOS QUEZADA, ISABEL PARRA Y RODOLFO


PARADA

Nosotros pudimos ver estas motivaciones subjetivas, en la gente con la cual


trabajamos, trabajadores jóvenes que hacían funcionar los teatros, con pocos medios
económicos y técnicos, pero que sabían suplir estas deficiencias con un empeño a toda
prueba. La voluntad de hacer las cosas bien era muy fuerte, y denotaba una pasión
conmovedora, que quería vencer, a toda costa, las enormes dificultades que imponía el
bloqueo, la guerra económica y el aislamiento político. Por estas razones, y por
muchas otras, no estamos descontentos de que haya sido este proceso y este pueblo,
los que, en un primer momento, nos inspiraron esta aventura de canción y de
revolución. Lo cual no nos hace ciegos ante los problemas que en la propia Cuba se
han planteado.

Cuando llegamos, nos encontramos al mundo de la cultura en pleno proceso de


discusión. El problema de Padilla era asiduamente discutido por intelectuales y artistas,
y durante nuestra estadía tuvo lugar el Congreso de la Cultura, en el cual se analizaba
el rol de la cultura en el proceso revolucionario. Entre estos problemas, había uno que
nos interesaba especialmente, y que, en cierto modo, estábamos ya comenzando a
vivir con gran intensidad en Chile: el de cómo hacer un arte que naciera de un íntimo
contacto con el pueblo y su realidad. En este sentido, había una tendencia en Cuba a
crear obras a partir de la relación directa con el pueblo. Silvio Rodríguez se había ido a
vivir con los marineros, a compartir su trabajo y sus experiencias con ellos, y el grupo
de teatro del Escambray se había trasladado a la Sierra, con el objeto de crear sus
obras a partir de la vida misma de los campesinos. Estas experiencias nos interesaban,
y algunos trataron de rehabilitarlas en Chile. El grupo de Escambray había conseguido
interesantes resultados, buscando que los mismos protagonistas de la vida, fueran
creando las obras de teatro, que, después, observaban. Esto, al mismo tiempo que
hacía del teatro una forma directa de expresión de los trabajadores, iba
transformándolo en un órgano necesario, cosa importantísima y decisiva en medios
como los nuestros, en los que el pueblo apenas sabe para qué puede servir el teatro.
Participando en la construcción de la obra, los campesinos iban comprendiendo la
estructura del teatro como una exigencia interna, y asimilando fácilmente su lenguaje
y sus recursos.

Esta necesidad de vincularse con el pueblo directamente, no debe verse como una
directriz política partidista, pues salir del círculo elitista, que ha sido hasta ahora su
base de sustentación, es una exigencia esencial para todo el arte latinoamericano. El
arte no puede existir, si no posee la legitimidad que le da el pueblo, por eso, sólo lo
popular puede ser terreno fértil para iniciar la siembra. Así ha sido siempre en la
historia, y así seguirá siendo, aunque, a partir de este basamento, en las distintas
épocas, sigan surgiendo élites que necesiten de un arte más evolucionado. En el fondo,
no hay que hacerse ilusiones al respecto, las formas elitistas del arte nunca
terminarán, y, menos aún, cuando se generen y amplíen las formas más desarrolladas.
Mientras más evolucionado es un arte, más supone como condición de su existencia, la
pirámide del arte popular. El problema nuestro es que nuestro elitismo tiene como
base el arte popular europeo, y no el nuestro. Esto lo decimos, para que no se nos
tome como defensores ciegos de lo populista o de lo popular. Constituir sectas,
cualquiera que éstas sean, no nos interesa; desautorizar la existencia de una corriente
artística, por elitistas que sean sus propósitos, tampoco.

El intento de buscar los contactos directos, era una forma interesante de abordar estos
problemas, pero no la única. Si para entronizar el arte en el pueblo, la solución sea irse
a vivir o no con los trabajadores, es cosa de opción, y no una necesidad que brote del
problema. Neruda no necesitó esto para arraigar su poesía en nuestra realidad. Por
otro lado, tampoco basta una temática obrerista, para darle a una obra un carácter
popular; puede que se conozcan al dedillo, las costumbres, los usos campesinos o los
giros lingüísticos populares, y no por ello el resultado dejará de ser elitista; lo decisivo
es que el arte revele o invente una realidad vivible.

Una tarde, cuando ya estábamos de vuelta en La Habana, los encargados de nuestra


estadía vinieron a avisarnos que esa noche nos habían preparado un programa
especial, que comeríamos en un lugar muy escogido, y que teníamos que estar listos
para salir un poco antes de nuestra hora habitual de comida en el hotel. Como
estábamos bastante cansados después de nuestra larga gira por las provincias, y,
además, como las comidas del La Habana Libre ya nos tenían aburridos, la idea nos
pareció excelente, y a la hora señalada, estuvimos todos en la puerta del hotel.
Llegaron nuestros amigos, en un pequeño bus que nos habían asignado, y partimos
todos en dirección de uno de los barrios más hermosos de La Habana, lugar que, antes
de la revolución, había sido residencia de grandes magnates cubanos y
norteamericanos. Estas lujosas mansiones cumplían hoy día una función social muy
diferente, algunas transformadas en colegios, otras en edificios públicos, y otras en
residencias de estudiantes de provincia. Después de recorrer calles muy amplias, con
hermosos árboles y jardines, nos detuvimos frente a una gran casa, que, por su estilo
modernista, debía haber pertenecido a algún millonario de mal gusto: curvas de
cemento, grandes terrazas rectangulares, y vastos ventanales, que daban a un jardín
muy bien cuidado. La ausencia de parroquianos, nos indicó de inmediato que no se
trataba de un restaurant. Entramos en ella, y después de atravesar algunas
habitaciones, salimos a un gran patio, con una amplia terraza. Los cubanos nos
explicaron que tendrían que ausentarse por unos momentos, y que, mientras volvían,
podíamos esperarlos en ese jardín. Nos dispersamos entre los árboles y las flores,
dispuestas con un gusto que contrastaba con el estilo de la casa, y, después de
husmear unos momentos por aquí y por allá, volvimos todos a reunimos en la terraza,
junto a una de las entradas. Así estábamos, tratando de adivinar cuál sería la sorpresa,
cuando, súbitamente, atravesó la puerta un hombre de importante estatura, vestido
con traje de soldado, barbudo, con botas de cuero, y seguido por una comitiva de
soldados vestidos igual que él: era Fidel Castro. "De modo que ustedes son aquellos
que nosotros embarcamos con nuestras barbas", nos dijo, con su marcado acento
cubano, mientras nos iba saludando, uno por uno. "Vestidos con ponchos negros,
ustedes deben parecer curas", agregó. Después de los saludos, nos sentamos todos en
la terraza, y comenzamos una conversación, que duraría hasta las cinco de la mañana.
Con Fidel, venían además dos dirigentes del Partido Comunista chileno, que también
estuvieron presentes.

Lo primero que nos impresionó de Fidel, fue su tamaño. Ya antes, en las fotografías,
nos había parecido un hombre bastante corpulento. Recuerdo una foto muy cómica, en
que aparece sentado junto a Sartre, que está entrevistándolo. Los zapatos de este
último están justo al lado de las botas de Fidel, lo que facilita la comparación. Estas,
aparecen descomunales, y Fidel, como un gigantón que parece venir de otro planeta.
Esta misma impresión de exuberancia, la corroboramos allí; su presencia llenaba el
recinto, moviéndose de un lado a otro, haciendo las presentaciones, y conversando con
gran naturalidad. No había en su conducta formalidad alguna, seduciendo a su
entorno, con mucha simpatía y liviandad. Daba la impresión de que con él se podía
abordar cualquier tema, nada parecía serle ajeno, y sentía una gran curiosidad por
todo lo que podíamos contarle. Además, como todo gran conversador, ponía mucha
atención en sus interlocutores, llegando en nuestro caso, al extremo de aprenderse
nuestros nombres, mientras nos miraba con ojos muy vivaces, escuchando sin que se
le escapara ningún detalle. Se mostró vivamente interesado por nuestro movimiento
de la canción, conocía a Violeta Parra y había escuchado algunos discos de música
chilena, entre los cuales, nuestro “Por Vietnam”. Como se hacía de noche, entramos al
salón, y ahí mismo, con Isabel Parra, improvisamos un pequeño concierto, para darle
una idea más clara de lo que hacíamos.

Nuestro encuentro con Fidel se vio enriquecido, además, por otra circunstancia: por
esa época, un escritor cubano se encontraba recogiendo datos para hacer su biografía.
Como Fidel no podía consagrarle un tiempo especial para contarle su vida, este señor
lo acompañaba por todos lados, y el dirigente cubano aprovechaba cualquier instante
para relatarle tal o cual aspecto de su historia, respondía a sus preguntas, y hacía
recuerdos según ellos fueran apareciendo en la conversación. La presencia de este
escritor, nos permitió conocer por boca del propio Fidel algunos relatos muy
interesantes. Se tocaron los problemas del Congreso Nacional de la Cultura y la
Educación, y otro caso, que después ha dado que hablar, y del cual nosotros tenemos
una versión de primera mano: la expulsión de Cuba del escritor chileno Jorge Edwards,
que había sido enviado allí por el gobierno de Allende, con el objeto de preparar la
abertura de relaciones diplomáticas entre los dos países.

Después de las canciones, nos sentamos todos a comer, alrededor de una mesa de
familia, en el comedor de la casa. Fidel, en la cabecera, nos informaba sobre la
realidad económica de Cuba, y se mostraba especialmente contento y orgulloso del
vuelco que había tenido la agricultura de su país, bajo su mandato, en especial, los
adelantos espectaculares de la ganadería, de los cuales conocía todos los detalles.
Hablaba un poco como aquellos dueños de fundo que salen a recorrer sus campos, y
que conocen al dedillo todos los problemas de su región: habían importado unos toros
de Holanda, que habían salido excelentes reproductores, y con los cuales esperaban
aumentar aún más la producción. Estas medidas habían tenido como consecuencia, lo
que él llamaba con entusiasmo, "el milagro del queso", producto que, por primera vez
en la historia de Cuba, iba a comenzar a ser exportado hacia Europa. Nos decía, que
antes de la revolución, la única vaca que había en la isla, estaba en el zoológico. De
pronto, con inquietud, nos preguntó: "¿Pero ustedes, han comido nuestro queso?
¡Cómo no les has traído queso, chico!", decía, regañando a uno de los tipos que
servían en la mesa. Se paraba él mismo, y desaparecía por la puerta que daba a la
cocina. Al cabo de unos momentos, volvía con una bandeja llena de quesos, insistiendo
en que no podíamos dejar de probarlos. Comiendo, nos explicaba cómo se hacían los
diferentes tipos de quesos, y sus ventajas e inconvenientes para la producción cubana.
A pesar de estos detalles técnicos, la conversación era entretenida, y siempre en tono
divertido. Se cambiaba con facilidad de tema, pasando sin transición de estas
cuestiones, a cosas relativas a la cultura chilena y a la literatura latinoamericana, que
él parecía conocer bastante bien. Cuando más tarde nos despedimos, pudimos
constatar que el auto en que viajaba estaba atestado de libros, no sólo obras técnicas,
sino también algunas novelas. Se notaba que aprovechaba al máximo los tiempos
muertos de sus desplazamientos.
QUILAPAYUN CON FIDEL CASTRO EN LA HABANA, 1971

En cierto momento de la conversación, Fidel recordó, con bastante emoción, el valor


que habían desplegado los comunistas en las luchas sociales de América Latina, en
especial, los momentos más heroicos de la abnegada lucha del Partido Obrero
Socialista de Cuba, y los atroces crímenes de Batista y su temible policía política. Nos
hablaba en tanto que comunistas, aunque su valoración de todo esto era bastante
equilibrada, sobre todo, tomando en cuenta que durante la época de Batista, Fidel
estaba en otras posiciones, trabajando por su propio movimiento. En realidad, su
mirada estaba lejos del pequeño partidismo, y su discurso lo mostraba como un
verdadero político a la escala histórica, atravesando la contingencia, y teniendo
siempre en cuenta el destino general de América Latina. Esa palabra, América Latina,
sonaba en sus labios de un modo particular, parecía entenderla, no sólo como una
determinada región geográfica o una comunidad de pueblos con la misma lengua, sino
como algo que él parecía avizorar allá lejos, y que esa noche, a través de su mirada,
nosotros alcanzamos a percibir algo así como una nueva posibilidad de ser humano, la
única y verdadera que nosotros finalmente teníamos. Fidel podrá estar equivocado en
esto o en aquello, pero nadie podrá negar su grandeza de miras, y su facultad de hacer
política latinoamericana.

Al día siguiente, volvimos a encontrarlo en el mismo lugar, y antes de volver a Chile,


hubo todavía una tercera vez. En todas estas ocasiones, estuvimos largas horas
conversando. Relatar todos los detalles de estas conversaciones, en las que aparecían
siempre muchas anécdotas de su vida, sería interminable. Nos contó, por ejemplo, las
peripecias de su educación, en un colegio de jesuitas, y las protestas de su espíritu
tempranamente rebelde frente a las exageradas normas disciplinarias que les
imponían; sus primeros enfrentamientos de palabra con un cura, que allí enseñaba, y
que era la encarnación de todos los valores burgueses que él repudiaba; su vida en el
latifundio de sus padres, que eran unos terratenientes cubanos; los sabrosísimos
entretelones de los preparativos al asalto del Cuartel Moncada, en los cuales había
tomado parte, sin saberlo, un abogado ricachón, amigo de la familia. Como Fidel
también tenía esa profesión, había estado trabajando en el gabinete de este señor, y,
junto a un colega, habían encontrado una inmejorable fórmula para ganar dinero para
la revolución. El potentado de marras tenía una gran confianza profesional en Fidel, y
le había entregado la contabilidad de algunos negocios importantes. Como el tipo había
partido de viaje, y además, no sabía nada de números, no había costado nada falsear
las cuentas, y Castro con su amigo, durante algún tiempo, estuvieron haciendo
importantes compras de armas, gracias a la involuntaria generosidad del empleador.

Nos contó también de su época universitaria, cuando los policías de Batista asesinaban
impunemente a los dirigentes universitarios, haciéndolos desaparecer. A él y a su
amigo los tenían fichados, y les costó trabajo y coraje salvar el pellejo. La represión de
esos tiempos era cosa seria. En una de las huelgas, que los estudiantes habían
organizado para protestar contra la dictadura, él había sido convocado por el jefe de la
policía y amenazado de muerte. "Si te apareces por la Universidad, te vamos a matar",
le habían dicho. La asamblea estaba convocada, y se lo anunciaba a él como orador.
Su destino de dirigente estudiantil y de combatiente revolucionario lo ponía ante la
disyuntiva de ir o no ir: su ausencia habría sido tomada por los estudiantes como una
cobardía, su presencia podía significarle la muerte. Finalmente, se presentó, y se puso
a la cabeza del movimiento estudiantil. Este acto suyo había atemorizado a los propios
policías, que no se atrevieron a cumplir su amenaza.

Fidel relataba estas cosas, hablando con emoción, y dando muestras de su talento
literario: hacía aparecer ante nosotros los más finos detalles de su historia, los
paisajes, los personajes, y con tal claridad, que todavía hoy, a quince años de
distancia, siguen vivos en nuestra memoria. Hablaba de sí mismo sin falsa modestia, ni
exagerada vanidad, como si su personaje principal fuera, la situación que relataba y la
enseñanza que se podía sacar de ella, como si todo lo que a él, como individuo, le
había ocurrido, se incluyera dentro de una historia más general, como si él mismo, no
fuera sino una cristalización de una realidad trascendente, que le daba sentido y
significación a su vida. Creo que esto es lo que se llama, comúnmente, conciencia
histórica.

Uno de los momentos más emocionantes de estas conversaciones, fue el relato que
nos hizo de algunas escenas de la lucha en la Sierra, y, en especial, una historia que
nos contó en todos sus detalles, y que parecía haber tenido una especial significación
para él.

Los guerrilleros tenían necesidad de estar siempre en contacto con los campesinos,
quienes eran, en verdad, los que sostenían materialmente la guerrilla. Eran estos
últimos, los que daban las informaciones precisas acerca de las posiciones del ejército
de Batista, además de proporcionarles los alimentos y parque, indispensables para
continuar la lucha. Había un campesino, que siempre había cumplido este papel de
enlace, y en el cual, todos tenían plena confianza por ser un hombre probado, pero con
el tiempo, los combatientes comenzaron a acumular razones para sospechar de él.
Cada vez que bajaba de la sierra a cumplir sus funciones de contacto, llegaban los
militares, la guerrilla era cercada, y el campamento corría peligro. Una noche, mientras
los otros cumplían funciones de reconocimiento, este tipo había insistido en quedarse
con Fidel. Como ya el hombre se había convertido en sospechoso, Fidel pasó toda la
noche envuelto en los más extraños presentimientos. Como habían tenido que dormir
muy cerca, el uno del otro, en este ambiente de pesadilla, cada vez que Fidel,
semidespierto, miraba hacia donde se encontraba el campesino, lo veía desvelado, con
los ojos muy abiertos, y acariciando la pistola que tenía en sus manos. Esta extraña
situación duró hasta la madrugada, en que la llegada de los demás guerrilleros los hizo
levantarse. Cuando se encontraban disponiendo ya el programa del día, comenzaron a
escuchar ruidos de aviones que se aproximaban al campamento. Se trataba de un
sorpresivo ataque aéreo, y los aviones, por lo certero de sus golpes, parecían tener la
exacta información del lugar en que se encontraban. Como nadie sino el tipo había
bajado a los pueblos del llano, no cabía duda alguna de que los estaba traicionando.
Los guerrilleros fueron rápidamente cercados, y estuvieron a punto de ser aniquilados;
sólo la pericia y el conocimiento del terreno pudo salvarlos, pero esto, a costa de
graves pérdidas. El campesino fue considerado prisionero, y al otro día, cuando
pudieron por fin encontrar un nuevo refugio, fue juzgado. La condena fue la máxima,
porque el inculpado, finalmente, confesó su traición, y aunque solicitó clemencia, la
gravedad de su falta era demasiado grande como para perdonarlo.

Cuando nos contaba esta historia, Fidel hablaba de una extraña manera; no podía
olvidar que este mismo tipo había estado pensando en matarlo durante toda la noche
sin atreverse a hacerlo. No podía explicarse qué lo había detenido en esos momentos
críticos en que el destino de Cuba estaba en sus manos. Al escuchar este apasionante
relato, se hicieron algunas consideraciones acerca de los misterios de la premonición, y
de cómo uno, a veces, es capaz de percibir, inconscientemente, formándose una
impresión que se adelanta a los hechos. Fidel terminó su historia, contándonos que
una vez que el traidor fue juzgado, ninguno de los compañeros se había atrevido a
matarlo. Tuvieron que hacer una votación para decidir quién cumpliría la sentencia.
Ninguno podía olvidar los tiempos en que el individuo había colaborado con ellos. Pero
no podían perdonarlo, hacerlo, significaba relajar completamente los vínculos entre
guerrilleros y campesinos; la traición no podía esconderse, se sabría en la región,
probablemente ya se sabía. El traidor estaba al tanto de los futuros planes de la
guerrilla, conocía al dedillo todos los escondites, había atentado contra la vida de
todos, había causado la muerte de algunos, y había confesado que, desde hacía algún
tiempo, los soldados de Batista le pagaban por sus informaciones. Por la cabeza de
Fidel le habían prometido una enorme suma. Los guerrilleros no pudieron hacer otra
cosa que echar suertes, y el elegido se encargó de ejecutar la triste sentencia. Allí, en
medio de la selva, y bajo una tormenta que se desencadenó como a propósito sobre el
campamento, el hombre fue ajusticiado. La pintura de esta escena hablaba de un cielo
atormentado, lleno de nubes negras, los árboles remecidos por el viento, la lluvia que
caía a borbotones, como una maldición, los rayos que iluminaban a veces
fantasmagóricamente la escena, y el campesino, hincado junto a un árbol, implorando
perdón, mientras el desconocido guerrillero, cuyo nombre no fue pronunciado, con los
ojos llenos de lágrimas, le ponía la pistola en la nuca. La justicia es terrible, pero no
había otra escapatoria; eran demasiadas cosas las que estaban en juego. Felizmente,
esta justicia había tenido también otra cara: más tarde, los hijos de este hombre
habían sido tomados a cargo por la revolución, y educados como los hijos de cualquier
otro revolucionario. Hoy día son excelentes ciudadanos de Cuba. Nos contaba Fidel que
ellos nunca han sabido la triste historia de su padre, y que siempre han pensado en él,
como en uno de los tantos héroes que cayeron en el combate.

Estos relatos nos convencieron de que si Fidel no hubiera hecho la historia,


seguramente la habría escrito. Lo divertido es que, mientras iba relatándonos estos
hechos, con un lápiz que tenía en la mano, nos iba dibujando sobre el impecable
mantel, las posiciones y los desplazamientos de los distintos personajes de la historia.
Cuando nos contaba el momento en que fueron sitiados en la Sierra, con pequeñas
rayitas nos iba mostrando los movimientos de los soldados, y los desplazamientos de
los guerrilleros que habían atravesado la montaña para salvarse. "Por aquí llegó el
avión de reconocimiento y nosotros, que estábamos escondidos aquí, detrás de este
montecillo, como no teníamos otra escapatoria, salimos por acá". Y zas, raya para un
lado, y raya para el otro, como si el mantel fuera una blanca pizarra. Al final, el enredo
de líneas era tan grande, que hubo que cambiar de mantel, porque ya no entendíamos
nada.
Cuando nos escuchó, se mostró muy interesado en el sentido latinoamericanista de
nuestro proyecto. Las consecuencias culturales del boicot le preocupaban, y nos
preguntó si había alguna manera de trasladar la experiencia de nuestro movimiento de
la canción a la juventud cubana. "¿Cómo se podría aprender lo que ustedes hacen?",
nos preguntó. Respondimos que era fácil, y que justamente estábamos pensando en
transmitir nuestra experiencia hacia grupos más jóvenes que se interesaran en ella.
"¿Y podrían ustedes enseñarles estas cosas a un grupo de jóvenes cubanos?". Claro
que sí, respondimos. "¿Y cuánto tiempo se demorarían?". Alrededor de seis meses,
dijimos, haciendo un cálculo rápido. "Muy bien", nos dijo, "entonces, en algunas
semanas más, les enviaremos a Chile un grupo de jóvenes para que ustedes trabajen
con ellos". Y, efectivamente, al cabo de tres meses de nuestra vuelta a Chile,
recibimos a un grupo de cubanos, que estuvieron en nuestro país aprendiendo nuestra
música. Hicimos un plan de trabajo con Víctor, con el Inti-Illimani y el grupo Aparcoa,
y de esta estadía salió uno de los actuales grupos más prestigiosos de la Nueva Trova,
el Manguaré, que ha sido un puente entre la música del sur y la música cubana. Esta
experiencia fue muy importante para nosotros, porque a través de ella, pudimos
constatar que lo nuestro era transmisible, lo que nos permitió generalizar, más tarde,
este trabajo hacia los jóvenes chilenos. Cuando despedimos al Manguaré de Chile, la
calidad de este grupo era tal, que fue posible presentarlo en el Teatro Municipal de
Santiago, en un hermoso recital, en el cual interpretaron la “Cantata Santa María de
Iquique”. Habían aprendido a tocar la quena y el charango, y eran expertos en cuecas,
zambas, tonadas y chacareras.

QUILAPAYUN DE REGRESO EN CHILE, LUEGO DE LOS SEIS MESES DE GIRA

La conversación con Fidel siguió muchos derroteros. El famoso problema de Edwards,


por ejemplo, ocupó un buen momento. El escritor chileno tenía muchos amigos en
Cuba, entre ellos, el poeta Heberto Padilla, quien aparecía entonces como el centro de
la disidencia. Sus vinculaciones con él, y con otros escritores y artistas, que en ese
momento tenían problemas con el gobierno cubano, provocaron sospechas, hasta el
punto que la policía comenzó a ocuparse del asunto. Edwards se encontró en una difícil
situación; como diplomático, tenía la obligación de guardar las distancias frente a este
tipo de movimientos críticos, pero como escritor, se sentía directamente concernido. Al
final, no supo reglar su actividad pública en función de la misión que tenía, y sus
frecuentaciones produjeron un gran malestar en las autoridades cubanas. Es verdad,
que, según nos contó el propio Fidel, la policía lo hizo caer en varias celadas, llegando
a ponerle un agente femenino, cuyos encantos le hicieron cometer más de alguna
imprudencia. Estos métodos no eran del todo santos, como tampoco las escuchas
telefónicas o los micrófonos en el hotel, pero les sirvieron a los cubanos para juntar
suficientes antecedentes como para solicitarle al gobierno chileno que lo relevara de
sus funciones. Lo único que puede excusar a los cubanos en este tipo de asuntos, es la
difícil situación política que han vivido desde el comienzo de la revolución: un país
asediado, cuyos dirigentes están continuamente expuestos a maniobras de la CIA, y
cuya situación interna no es siempre fácil de dominar. Del diabolismo de los agentes
norteamericanos, nosotros tenemos suficientes pruebas, como para no poder ver estas
cosas con excesivo maniqueísmo. Es verdad, sin embargo, que estos hechos plantean
el difícil problema del conflicto entre la razón de estado y el respeto al individuo.
¿Cómo resolverlo? ¿Quién tiene la fórmula justa en este mundo, estremecido por todos
lados por una sorda guerra de poderes? ¿Cuáles son los deberes de un diplomático,
hasta dónde debe entrar en los debates internos del país en el que está, cuáles son los
límites de la acción policial? No es fácil responder.

Hay que decir que la versión que el propio Edwards dio de este bochornoso suceso,
contiene una buena dosis de su imaginación de escritor. Leyendo su libro, uno se
imagina a Fidel, el mismo que entró a La Habana encaramado en los tanques de la
revolución, enfrentándolo con una conciencia culpable, y buscando explicaciones, sin
atreverse a responder a sus acusaciones. Esto es un poco ingenuo. Lo que contó Fidel
fue diferente: me lo imagino pidiéndole cuentas, con todos los antecedentes policiales
sobre la mesa, más curioso que enojado, y esperando las explicaciones que pudiera
darle nuestro diplomático. Pero tampoco creo que Edwards no haya sabido salir del
paso. En todo caso, él fue declarado persona non grata, y partió a París, donde lo
esperaba su amigo Pablo Neruda, con quien trabajaría durante todo el tiempo en que
este último ejerció su cargo diplomático.
Cuando nosotros llegamos a París, fuimos invitados por el poeta a almorzar en la
embajada. En la intimidad, quisimos contarle lo que Fidel nos había relatado sobre este
problema. Neruda nos paró en seco: "No quiero saber nada", nos dijo, "conozco
perfectamente la perfidia de los policías cubanos". Y pasó a otro tema. Teníamos
bastante de qué reírnos, como para embarcamos en historias desagradables.

La visita a Cuba, la visión más realista de la revolución, nos convenció de que no se


debe adscribir a un proceso, como si la historia concreta fuera la encarnación de un
ideal. Nuestra época ha sido bastante ciega en esto, y nos ha acostumbrado a pensar
en términos de modelos de sociedad, como si la realidad pudiera ser una prueba para
validar nuestros sueños. En verdad, lo que demuestra la historia es precisamente lo
contrario. Los hombres elaboran sus utopías, sin tener mucho en cuenta las
experiencias de los otros hombres. Ni siquiera el más estruendoso fracaso de las
experiencias socialistas podría nunca invalidar el sueño de una sociedad socialista. La
utopía no reside en lo que hayan o no hayan hecho otros, sino en la propia capacidad
de pensar un mundo o una sociedad mejor. Los ideales políticos surgen en los pueblos
como necesidades intrínsecas de sus realidades, y no como comparaciones con los
procesos de otros pueblos. Este modo ingenuo de poner sociedades como modelos,
nace de una falsa concepción del internacionalismo, que ha conducido a la exigencia
militante de idealizar hasta la bobería lo que se piensa como encarnación de la propia
utopía. Es mejor fundar el ideal en el suelo propio, y no andar bizqueando para el lado.
Esto no significa despreciar lo que otros puedan hacer, pero en el fondo, la fuerza de
un ideal sólo puede residir en las potencias de renovación social propias de un pueblo,
sólo éstas pueden explicar que un país se eche a caminar por una senda hasta
entonces inédita. Todos los procesos sociales son eminentemente nacionales,
responden a particularidades que no se darán jamás en otros países. Cuba no puede,
ni debe, ser vista como modelo, y su rol histórico en el proceso independentista de
América Latina tiene que ser valorado tomando en cuenta su especificidad.
Una correcta valoración de Cuba, no tiene por qué adscribir a todo lo que la revolución
cubana ha hecho en su historia, como tampoco hacerse cargo de los errores
cometidos, aunque estos mismos no dejan de concernirnos, en cuanto la historia
común no sólo hace camino con los* pasos positivos, sino también con las influencias
muchas veces terribles que uno de nuestros procesos puede tener. Nuestra propia
historia chilena ha dejado una huella dolorosa en los demás países latinoamericanos,
echando por tierra muchas de las esperanzas que se pusieron en ella.

Hoy día, no podemos estar de acuerdo en bloque con ninguna sociedad existente,
todas tienen defectos, todas dejan que desear. En Cuba, tuvimos experiencias
extraordinarias, pero otras que no lo fueron tanto: supimos de la situación de los
homosexuales, por ejemplo, que, inexplicablemente, fueron reprimidos como si se
tratara de una plaga, o la misma represión en el campo de la cultura, de la que han
sido víctimas los propios revolucionarios. Al respecto, puedo recordar que durante
nuestra estadía, algunas de las personas que nos atendían, nos sugirieron que no
entráramos en relaciones con Silvio Rodríguez, porque en ese momento, él estaba
políticamente cuestionado. Como teníamos a la vista el problema de Edwards, nos
mantuvimos a distancia. Por supuesto que la valoración que hacían estos dirigentes era
equivocada, y el tiempo se encargó de demostrarlo. Lamentablemente, nosotros no
podíamos actuar de otro modo, y eso ha enlodado no poco nuestras relaciones con la
Nueva Trova. Tampoco nos gusta en Cuba un cierto chovinismo, o una cierta
pedantería, constatable frente a otros procesos que tienen lugar en América Latina: los
revolucionarios triunfantes muchas veces se sienten con el derecho a dar recetas, o a
favorecer líneas políticas que no siempre son las más acertadas para las realidades de
otros países. Pero no hay que olvidar tampoco, que, a pesar de todos los puntos
negativos que podamos anotar, la revolución cubana sigue todavía asentada en un
consenso popular, y que es justo defenderla cuando es amenazada por la intervención
imperialista. Es importante considerar que Cuba sigue siendo un país amenazado.
Independientemente del régimen que allí existe, con el cual se puede o no estar de
acuerdo, no se le puede negar su derecho a la existencia, pues éste es un resultado
coherente de la propia historia cubana. Quién obliga a quién en la escalada
intervencionista, es cosa difícil de saber; en todo caso, el acerto, según el cual, es de
interés de nuestros países la defensa irrestricta del principio de no-intervención, es
perfectamente válido. En todo caso, más allá de los pro y los contra políticos, más allá
de las condenaciones o absoluciones, de los apoyos irrestrictos o de las críticas, está la
corriente afectiva que nos une entrañablemente con el pueblo de Cuba, con los amigos
que allí hicimos, y con esa gran esperanza, que encendió el entusiasmo revolucionario
en nuestro continente, del cual nuestras canciones han sido una pequeña chispita.

LOS AÑOS DE LA UNIDAD POPULAR

Cuando volvimos a Chile, después de seis meses de gira, encontramos el país


convulsionado. Las medidas del gobierno, tendientes a consolidar los cambios de
estructuras que tantas esperanzas habían despertado en nuestro pueblo, habían
desencadenado de inmediato una estrategia de oposición, tan desproporcionada, como
los privilegios de que habían gozado hasta entonces sus propulsores. Los planes de
gobierno, cuyos objetivos eran claramente antiimperialistas, antimonopolistas y
antilatifundistas, tocaban directamente los intereses de los sustentadores del poder
económico y de la clase oligárquica, que hasta entonces habían gobernado el país sin
grandes contratiempos. La expropiación de los latifundios, la nacionalización de las
riquezas básicas, principalmente, el cobre, la nacionalización del sistema bancario y del
comercio exterior, y la constitución de un área de propiedad social, habían sido
mostradas por la oposición como la antesala de un régimen comunista, que
rápidamente acabaría con la democracia y la libertad en Chile. Esto despertó el temor
de las capas medias, que cada día desconfiaban más del régimen. El intento
gobiernista de provocar una distribución del ingreso, para favorecer a los sectores más
desposeídos, lejos de despertar la solidaridad de las clases altas, aumentó el clima de
miedo y de inestabilidad, agitado siempre, más y más, por una prensa derechista sin
escrúpulos, que comenzó a llamar desembozadamente a los militares al poder. La
agudización creciente de las contradicciones económicas y sociales se tradujo en un
clima de extrema politización, en el cual, cada chileno fue reclamado a tomar una
posición sin ambigüedades, por o contra el gobierno, todas las medias tintas se fueron
diluyendo, y al final, parecía una vergonzosa deserción declararse apolítico, o no
definirse categóricamente frente a tal medida gubernamental, o a tal otra
contramedida opositora. Esta escalada hacia lo que no es blanco es negro, y viceversa,
quedó perfectamente expresada en una canción de Víctor Jara, cuyo estribillo cantaba
provocadoramente: “Usted no es na', ni chicha ni limoná...”, burlándose de los que
pretendían todavía ubicarse en una ilusoria “tercera posición”.

Nosotros, como la gran mayoría de los artistas de izquierda, nos pusimos de inmediato
a trabajar en la tarea que parecía más urgente en esos momentos: defender al
gobierno, y participar en la campaña de movilización de todas las fuerzas progresistas.
Eso marcó muchas de las canciones que hicimos en aquella época, algunas de las
cuales, reflejan esa situación de grandes tensiones en que Chile estaba sumergido;
esas canciones de respuesta inmediata, panfletos un poco irónicos, hechos a partir de
ritmos populares, o marchas con puños alzados y banderas, son un fiel testimonio de
la polarización imperante en todos los sectores de la vida nacional. Algunas de estas
canciones saludaban las nuevas medidas del gobierno, otras hablaban con optimismo
de los tiempos que se inauguraban, otras, en fin, eran lisa y llanamente propaganda
electoral, denuncias en contra de los planes golpistas, o llamados a la unidad de todas
las fuerzas democráticas. Aún los trabajos con mayores ambiciones artísticas, como,
por ejemplo, las dos cantatas que montamos durante ese período (“La Fragua” y “Vivir
como Él”), eran realizaciones marcadas por esta urgencia agitativa, y, aunque no
dejaban de tener un cierto interés formal por los recursos armónicos y
contrapuntísticos utilizados en ellas, seguían siendo formas de respuesta política a la
situación desmedrada, en la cual, todos nos sentíamos llamados a contribuir, haciendo
un esfuerzo propagandístico en la buena dirección. Hicimos también algunos discos,
siguiendo la línea más folklórica de los años anteriores, pero éstos pasaron casi
completamente desapercibidos: nuestro pueblo estaba concentrado en el conflicto que
lo dividía, y buscaba desesperadamente la síntesis, todo lo que no fuera estrictamente
político, quedaba por el momento entre paréntesis, o era simplemente relegado a un
segundo plano. Nosotros asumíamos esta situación con bastante tenacidad, y no sin un
cierto orgullo, declarábamos nuestro apoyo a la Unidad Popular, nuestra militancia en
la canción comprometida: éramos artistas políticos, estábamos cantando la revolución
latinoamericana, y todo lo demás eran pelos de la cola.

Dejando de lado todo lo positivo que pudiera haber en nuestra posición de extrema
responsabilidad social, de deseos de poner todos nuestros esfuerzos en la satisfacción
de la pasión colectiva, en nuestra actitud de la época, había, por lo menos, dos
errores: uno, el creer que la revolución se realizaba prioritariamente a través de las
transformaciones económicas que en ese momento estaban teniendo lugar en Chile, y
dos, como derivado de esto, que el arte, y por lo tanto, nuestras canciones, tenían que
ponerse “al servicio” de la acción política para obtener estas transformaciones. Esta
aceptación del carácter “derivado” o “relativo” de la cultura no era solamente una
equivocación nuestra: estaba en las cabezas de toda la izquierda latinoamericana,
influida por una lectura demasiado unilateral del marxismo. El tiempo se encargaría de
enfrentamos con nuestros propios errores, pero también con nuestras verdades, pues
en toda aventura, la luz se entrelaza con la sombra, nuestra historia es avanzar, para
aprender a equivocarse de otras maneras más luminosas, nunca para alcanzar la luz
definitiva.

De vuelta a Chile, lo primero que hicimos fue proveernos de un nuevo integrante, para
llenar el hueco que nos había dejado la deserción parisina de Castillo. Encontramos
rápidamente a un buen amigo que nos acompañaría durante algunos años, Rubén
Escudero, famoso porque, con sus ojos verdes, partía los corazones de todas nuestras
admiradoras. Un día, un fotógrafo indiscreto se infiltró en los camarines después de
una actuación, y lo fotografió con el torso desnudo. La foto se publicó en una revista
juvenil chilena, y en nuestro ambiente provinciano, esto provocó algunos
escandalizados comentarios. En todo caso, a nosotros, más que sus performances de
seductor, nos interesaban sus condiciones musicales, y trabajamos con él hasta que
apareció la agraciada que lo sedujo a él, y se lo llevó a Inglaterra. Su contribución fue
importante, pues participó en todo lo que hicimos durante los años de la Unidad
Popular y en los primeros meses de exilio.

LA FOTO A TORSO DESNUDO DE RUBEN


ESCUDERO

Nuestros éxitos artísticos comenzaron a darnos una cierta notoriedad pública. En Chile,
esto significa que a uno lo comienzan a reconocer en las calles, que cuando se entra a
un cine, por ejemplo, nunca faltan los indiscretos que se dan vuelta y hacen
comentarios en voz baja, y que no se puede estar con nadie, sin que inmediatamente
surja el tema de tal o cual función, o de tal o cual presentación del conjunto. Como a
todo el mundo, a nosotros, estas cosas, al principio nos halagaban, pero al cabo de un
cierto tiempo, el jueguito terminó por aburrirnos, y hubiéramos pagado por volver al
anonimato. No era tiempo para estas cosas: como nuestro renombre estaba asociado
al triunfo de la Unidad Popular y a la lucha política, a veces éramos interpelados por
desconocidos, que nos pedían cuentas sobre las medidas del gobierno, otras veces,
felicitados, y no pocas, directamente insultados. Los coléricos, irritados por lo que
estaba aconteciendo, se aprovechaban de cualquier pretexto para agitar el descontento
y la protesta en los lugares públicos. Al final, hubo sitios en que ya no podíamos
entrar, como los cafés o los cines del barrio alto, en los que la mayoría momia se
transformaba en un peligro, y nuestra presencia era vista inmediatamente como una
insolencia inaceptable.

Pero lo que más nos molestaba en esta situación, nueva para nosotros, eran los
malentendidos de la mistificación, que tiende a imponer una imagen de los artistas
como seres de otra especie. Esta superchería, alimentada en todas partes por un
periodismo dirigido a hacer soñar a las masas con un Olimpo hollywoodiense, nos
repugnaba, y fue una de las razones por las cuales iniciamos nuestra propia campaña
anti-mitos, suprimiendo las fotos de nuestros afiches, carátulas de discos, etc. y
reemplazándolas por símbolos o imágenes, que mostraran, más la idea, que la
apariencia física. En nuestra imagen gráfica, siempre contamos con la ayuda de
excelentes artistas, que más adelante impusieron un estilo que sirvió de marca a casi
todos los artistas de la Nueva Canción Chilena: Vicho y Toño Larrea. Ellos inventaron
nuestro logotipo, que nos ha acompañado desde que fue utilizado por primera vez,
para el disco “Por Vietnam”, en 1968. Su impacto como creadores fue tan grande, que,
junto con las Brigadas Ramona Parra, llegaron a transformarse en el lenguaje gráfico
más característico de la Unidad Popular.

Nuestros devaneos anti-mito eran, por supuesto, una ingenuidad; con medidas
puramente individuales no íbamos a cambiar el mundo, pero al menos, esto mostraba
la dirección de nuestros intereses. Como estábamos convencidos de que, en buena
parte nuestros éxitos se debían a nuestro trabajo y a la disciplina que nos había
inculcado Víctor, comenzamos a pensar seriamente en organizar una especie de
escuela, en la cual pudiéramos generalizar nuestra experiencia, dirigiendo nuestra
enseñanza hacia todos los jóvenes que se interesaban en nuestra música. Eso es lo
que hicimos, durante casi dos años, con un éxito bastante inesperado.

Esta iniciativa estaba vinculada con nuestro deseo de ampliar la experiencia de las
cantatas, creando obras dramáticas, que nos permitieran acercarnos a la constitución
de una ópera popular. Estábamos convencidos de que, explorando estas
potencialidades, podíamos atravesar la muralla que divide lo culto de lo popular,
sentando las bases de una verdadera tradición musical nacional, cuya fuerza viva
residiera en las raíces populares. Los ejemplos de casi todos los músicos
latinoamericanos, Chávez, Villalobos, Ginastera, señalaban en esta dirección: la
apropiación de las tradiciones europeas dependía de una recreación, a partir de las
bases establecidas en lo propio. Por eso, buscábamos abrirnos hacia los géneros
dramáticos, tratando de consolidar un lenguaje que se nutriera de lo popular. Para
realizar este ambicioso proyecto, necesitábamos disponer de una verdadera “troupe”
de cantantes, incluyendo voces femeninas y masculinas, y todos con una formación
teatral. Lanzamos, por eso, la idea de la formación de grupos de jóvenes, con el objeto
de disponer de un verdadero elenco artístico, con el cual, pudiéramos cumplir nuestros
planes. Para esto, contábamos con la ayuda de la Universidad Técnica del Estado, cuyo
rector, Enrique Kirberg, elegido durante las luchas reformistas, nos entregó su apoyo
hasta el término del gobierno popular.

Hicimos un llamado por los diarios y radios amigos, y a él acudieron de inmediato una
multitud de jóvenes interesados. De la cuidadosa selección que hicimos, quedaron
cuarenta elegidos, con los cuales comenzamos inmediatamente el trabajo. Seguimos
planes y plazos muy bien establecidos, y, al cabo de algunos meses, estuvimos listos
para hacer una primera presentación de nuestros grupos, en uno de los mejores
teatros de Santiago. El recital se anunció simplemente como Quilapayún, y el éxito fue
notable, convenciéndonos definitivamente que esta iniciativa era perfectamente
comprendida por nuestro público. Algunos amigos vinculados al teatro, en especial,
Héctor Duvauchelle, se interesaron en nuestro proyecto, y se dispusieron a colaborar
con nosotros. Los seis grupos, uno de los cuales era un conjunto femenino, a partir de
ese momento, comenzaron á organizar una actividad paralela a la de nuestro grupo
profesional, hicieron varias giras a provincia, y algunos de sus integrantes llegaron a
grabar varias canciones, que tuvieron una cierta difusión durante esos años. Lo más
interesante, sin duda, fueron las actuaciones colectivas, cantando la “Cantata Santa
María”, y presentando los trabajos originales. Uno de los grupos, formado por gente
muy joven, se convirtió después en uno de los conjuntos populares chilenos más
interesantes de la época postgolpe: el Ortiga. De esta experiencia surgieron además
tres integrantes de nuestro grupo actual, y algunos de los músicos del Barroco Andino,
conjunto musical que trató de darle continuidad al movimiento de la canción chilena,
durante los primeros meses de la dictadura. Pero, lamentablemente, nuestras
iniciativas en ese campo, como tantas otras en el terreno de la cultura popular chilena,
fueron liquidadas con el golpe, quedando postergadas hasta que vuelva de nuevo la
democracia a nuestro país.

QUILAPAYUN Y LOS JOVENES DE LOS TALLERES DURANTE UN DESCANSO


Como en el ambiente artístico chileno ya ocupábamos un envidiable espacio, la
proliferación de grupos con la misma orientación que el nuestro fue mirada con
desconfianza, y no faltaron quienes la combatieron abiertamente. La vasta perspectiva
que se abría, además de multiplicar nuestro trabajo político, nos habría permitido
realizar ambiciosos proyectos artísticos, los cuales, eran mirados por algunos, como
peligrosa competencia. Hay que decir, que en Chile, todavía se miden los éxitos
propios con relación a los ajenos, lo cual muchas veces genera situaciones muy
conflictivas entre los artistas.

En lo que estábamos equivocados, era en darle a todas estas iniciativas un sentido


desmitificador. Con gran ingenuidad, pretendíamos mostrar que la despersonalización
del grupo iba a traer consigo una visión más realista del público hacia lo que nosotros
hacíamos, queríamos que se entendiera nuestra empresa como una definición artística,
y no como una realización vinculada necesariamente a ciertas personas. En esto, tal
vez, había algo de cierto, pues nuestra historia ha demostrado que a nuestro trabajo
se pueden asociar muy diversas personalidades, de las cuales también hemos podido
prescindir, sin grandes contratiempos; de hecho, a lo largo de nuestra trayectoria, ha
habido formaciones escénicas muy diferentes. Pero esto no significa que el mito no
subsista. Los mitos tienen un sentido y una independencia, porque son formas de
pensamiento colectivo: es completamente ilusorio, e inclusive, hasta negativo,
pretender destruirlos. La verdad es que los pueblos viven de sus mitos, grandes y
pequeños, encarnan en ellos su sabiduría y sus sueños, y los hombres que participan
en ellos, no tienen por qué asumirse a sí mismos en el rol que éstos les dan. Hay una
gran distancia entre lo que somos como individuos, y lo que es el Quilapayún en la
memoria de nuestro pueblo. Tal vez, ambas cosas coinciden a veces, tal vez no
coinciden nunca, pero no es esto lo que importa. Muchas veces, nosotros nos vemos
enfrentados a la evidencia de que el Quilapayún es algo exterior, como un ente
colectivo, y no nuestro. Cada vez que tratamos de dar un paso adelante, nos
encontramos con esa especie de inercia, esa imagen, de la cual tal vez ya nos hemos
alejado, pero con la que tenemos que contar, pues es nuestro próximo punto de
partida. El Quilapayún nos aparece como algo ya hecho, y sin embargo, nosotros no
hemos dejado de vivirlo como algo por hacer, ese residuo que ha ido quedando es lo
que vale para los demás, no para nosotros. Cuando en medio de un concierto, un
chileno grita a voz de cuello: “¡Canten El Pueblo Unido...!”, nosotros comprendemos
que él no se dirige a nosotros, sino al Quilapayún. Nosotros queremos cantar lo que
estamos siendo y haciendo ahora, el hombre quiere que volvamos a ser los que
fuimos, los que él tiene en su memoria, quiere que le aseguremos que aquello no ha
muerto, que sigue viviendo y que seguirá viviendo. A veces accedemos, pero la
mayoría de las veces nos hacemos los sordos: al Quilapayún lo dejamos encerrado en
la memoria, y nosotros aprovechamos su ausencia para inventar uno nuevo. Y, en el
fondo, de lo que se trata es siempre de lo mismo, de inventar el mito, pero el mito de
mañana, no el de hoy día.

En aquella época, influidos por idealismos ultras y por nuestro romanticismo un poco
bobo, todo lo que fuera personalismo nos parecía una forma de transigir con el
exitismo. Hoy día, hemos comprendido que los mitos son indispensables, pues son la
única manera que tienen las masas de expresar sus ideales, sus temores, sus amores
o sus fantasmas. No está mal transformarse en mito de su pueblo, lo que está mal es
tomarse esto en serio, confundirse con el rol que los demás nos han asignado,
renunciar a ser un tipo que se sigue haciendo, y caer en la trampa de creerse lo que
los demás ven en uno: eso es más o menos lo que les sucede a la mayoría de los
artistas populares que alcanzan una cierta notoriedad. En el fondo, la automistificación
no es una transigencia al éxito, sino a la estupidez.

Como ya lo hemos dicho, el fenómeno del éxito de una canción, o de un artista, es una
de las cosas más misteriosas que ocurren en nuestro mundo moderno. Lo que hoy día
funciona, mañana no le interesará a nadie. La legalidad —si la tiene— a la que obedece
el gusto del momento, es difícilmente perceptible en el instante mismo en que está en
vigencia; el compositor hace su trabajo, pero no sabe si sus canciones lograrán
interesar al gran público. Los criterios de calidad, o de profundidad, no guardan
necesariamente relación con lo que impera en el mercado, por eso, los
reconocimientos llegan a menudo demasiado tarde, y muchos artistas se quedan
esperando los favores del público, sin haber logrado nunca ganarse la vida
honestamente con su trabajo. Esto empuja al artista a una situación muy neurotizante:
cuando el éxito viene, a menudo él no sabe detectar por qué, y cuando no viene,
también ignora la causa. Cuestionarse a sí mismo no basta, puede ser el mundo el que
está equivocado. Los más altaneros cuestionan al público, los más honestos trabajan
sin cuidarse demasiado del valor comercial de sus creaciones, los más pillos husmean
por aquí y por allá, para tratar de desentrañar el misterio de lo que mañana tendrá un
valor comercial. En todo caso, nadie sabe exactamente cómo sucede lo que sucede.
Esto es lo que explica que cuando el éxito viene, los más débiles de mollera comienzan
a pensarse a sí mismos de un modo rarísimo, se ven depositarios de un poder diabólico
que no controlan: el público aplaude, compra discos, reclama sus actuaciones, y él se
siente ganador de una extraña lotería, poseedor de una magia, escogido por el
destino, tocado por la varita de un hada. El público goza, ejerciendo su propio poder de
dar éxito, y el creador, víctima y favorecido a la vez, queda en las manos de quienes lo
han elevado al estrellato; su permanencia depende de si sigue o no gustando, su
privilegio se le escapa de las manos. Esto es una de las causas de las histerias del
divismo en que caen casi todos los que beben el elixir demoniaco del éxito.

Pero nosotros estábamos entonces muy lejos de todo aquello: vivíamos al margen de
la comercialización, y nuestra única preocupación, como la de una gran parte de los
chilenos, era la de llevar adelante nuestros ideales políticos. La situación del gobierno
se hacía cada vez más difícil, la marcha de las cacerolas vacías, que había tenido lugar
como una protesta a la visita de Fidel Castro a Chile, a fines de 1971, fue el inicio de
una ofensiva opositora, que no se detuvo hasta que cumplió sus objetivos, en
septiembre de 1973. Nosotros nos defendíamos a golpes de canciones. Algunas de
ellas llegaron a transformarse en grandes éxitos, y sus estribillos fueron cantados por
miles de personas en las manifestaciones de la Unidad Popular.

QUILAPAYUN INTERPRETANDO "EL PUEBLO UNIDO"


EN UNA CONCENTRACION EN SANTIAGO, AGOSTO DE
1973

Un día, como era habitual, Sergio nos convocó por teléfono a su casa de Los Cañas, al
pie de la cordillera. Con su negra barba y sus ojos de iluminado, nos salió a recibir,
abriéndonos la puerta de la vieja casona de campo, habitada por el mágico ambiente
de sus muebles antiguos. Sergio estaba excitado, un comité de propaganda de la
Unidad Popular le había solicitado que hiciera algunas canciones, y él nos pedía
nuestra colaboración. Para inspirarnos, había preparado un suculento curanto chilote,
que nos esperaba debajo de un túmulo de tierra humeante. Como esta perspectiva nos
entusiasmaba mucho más que la composición colectiva, pronto nos olvidamos de la
petición y nos dispersamos por la casa. Yo andaba estudiando el sexteto de Brahms, y
tenía pegada en la oreja la melodía del Andante Moderato. Me senté en el piano, y
comencé a tocarla para repasar sus armonías. Como mi falta de destreza pianística
irritaba al auditorio, Sergio, que estaba metido en la cocina haciendo ensaladas, llegó
corriendo a salvar la situación, y a mostrarnos a todos, lo que realmente había escrito
Brahms. Para dejar bien en claro cuáles eran los caprichosos acordes que a mí se me
escapaban, comenzó a apoyar fuertemente sobre las teclas. Al cabo de un instante, el
sexteto de Brahms se diluyó en otras improvisaciones, y, como sucedía a menudo, los
acordes dieron paso a otras melodías que atraparon la atención del intérprete. De
pronto, comenzó a sonar algo así como una marcha heroica, construida con el bajo
descendente. Sergio quedó tan entusiasmado, que se olvidó de su ensalada, e
inmediatamente se puso a trabajar en su hallazgo. Muy luego, todo estuvo terminado.
Por un rato, dejamos de lado nuestro curanto, que siguió enterrado, y comenzamos a
escribir el texto. Así nació la famosa canción “El Pueblo Unido”, que fue cantada por
primera vez, algunos días más tarde, en una impresionante manifestación de las
mujeres allendistas en la Alameda de Santiago.

Este tipo de trabajo colectivo, con discusiones y opiniones, siempre nos ha interesado.
Aun hoy día, en que casi todas nuestras creaciones son trabajos individuales, siempre
tratamos de objetivar lo que hacemos a través de la participación de otra gente.
Hemos llegado hasta convocar al vecindario de Colombes a ensayos públicos, que
tienen lugar en el centro cultural donde trabajamos habitualmente. Nuestros vecinos
se interesan mucho: nosotros les mostramos lo que acabamos de hacer, y sometemos
a discusión abierta nuestras invenciones. Un día se votó si debíamos cantar en francés
o en español: ganaron los partidarios de lo segundo, y con muy buenas razones. Hay
canciones que han sido tan criticadas, que hemos tenido que cambiarlas por completo,
otras, en cambio, han sido aceptadas sin discusión.

El trabajo con Sergio Ortega no se limitó únicamente a hacer canciones contingentes.


Con él realizamos uno de nuestros proyectos más ambiciosos, el de interpretar una
obra sinfónica. Lamentablemente, “La Fragua”, que así se llamaba esta obra, fue hecha
con un criterio excesivamente panfletario, lo cual limitó mucho su influencia. Hoy día,
la mayor parte de sus textos han perdido vigencia, no tanto por su contenido, que
pretende mostrar en un gran fresco la desgarrada historia de las luchas del pueblo
chileno, sino por su forma, demasiado alejada de la poesía, y cargada de las tensiones
sociales que entonces le dieron vida. A pesar de estas limitaciones, lo que hicimos con
Sergio complementó, en cierto modo, lo que habíamos logrado hacer con Luis Advis, y
nos permitió adentrarnos en una nueva experiencia creativa. Lamentablemente, la
colaboración con este músico se interrumpió a los pocos años de exilio. Nos dimos
cuenta que nuestras concepciones acerca de la canción popular eran diferentes. Pero,
por otro lado, también nos separamos políticamente: mientras Sergio, en este campo,
trató de rehabilitar las mismas formas de trabajo que habían tenido vigencia durante el
período de la Unidad Popular (canción contingente, marchas, etc.), nosotros
intentamos adaptarnos a la nueva situación. Él formó algunos grupos que no le dieron
resultado, y hasta llegó a grabar algunos discos, entre los cuales, el más interesante
es la cantata “O'Higgins”, la cual lamentablemente no ha tenido la difusión que
merecía. En el último tiempo, hemos vuelto a trabajar juntos, en una obra escrita para
las celebraciones del quinto centenario del descubrimiento de América. Sobre un texto
nuestro, que relata una escena de la travesía del descubridor, Sergio hizo una música
bastante elaborada, en la línea de las obras que hemos denominado “cantatas”. Con
esta obra, ha quedado a la vista nuestro común alejamiento de las formas
propagandísticas en las que trabajábamos en aquellos años.
SEPTIEMBRE DE 1972, DURANTE LOS ENSAYOS DE "LA FRAGUA":
EDUARDO MOUBARAK, SERGIO ORTEGA Y QUILAPAYUN

Pero durante el período de la Unidad Popular, el carácter estrictamente panfletario, o la


ausencia de la poesía en las canciones, no molestaba en absoluto. Recuerdo una vez
que fuimos invitados a cantar en una recepción privada, donde se encontraban varios
ministros y personalidades del cuerpo diplomático. Como estaba de moda la canción de
Ortega, “Las ollitas”, todos los asistentes nos pidieron que la cantáramos. Nosotros
accedimos. Creo que los únicos en sentir la improcedencia de cantar ante tan
venerables personajes el estribillo (“esa vieja fea, fea, guatona golosa, osa, como la
golpea, ea, gorda sediciosa, osa. Oye vieja sapa, apa, esa olla es nueva, eva, como
nos escucha, ucha, dale con la mano, ano”), fuimos nosotros. No sin un cierto rubor,
mirábamos al empingorotado auditorio, que exultaba escuchándonos. Al final, se nos
felicitó con elogios desmesurados. Un honorable se acercó a saludarnos, y le dijo a un
general que lo acompañaba: “Nunca podremos pagarle a estos muchachos, lo que han
hecho por el proceso chileno”. Nosotros hubiéramos querido pensar que la justicia de
este aserto tenía en cuenta los logros realizados en otros parajes de nuestro
repertorio, pero los chilenos creíamos entonces que una canción era verdaderamente
importante, cuando daba en el blanco político. Se acostumbraba citar una frase que
habría dicho Fidel, durante el primer festival de la canción de protesta, en La Habana:
“Una canción vale más que cien discursos”. Todo esto eran exageraciones, pero a
nosotros nos servían, para creer que estábamos haciendo algo realmente importante.
Hoy día, todo esto parece una ingenuidad, pero hay que decir que ninguna época se
escapa de ellas, y cuando más nos parece estar dando en el clavo, es cuando más nos
estamos equivocando. Yo no creo que haya sido un error haber hecho canciones
contingentes; por el contrario, la situación de crisis continua en que vivimos durante
todos esos años, habría hecho necesario, duplicar ese esfuerzo que se hizo por difundir
las ideas programáticas de la Unidad Popular, y para contrarrestar los efectos de la
propaganda derechista. Lo malo era darle a este tipo de acción un carácter
exclusivista, y pretender que los límites de todo lo que pudiera hacerse, estaban
prefijados por la política. En una situación extrema, el peligro mayor es el extremismo,
aunque esto parezca paradójico. Nosotros, que fuimos los que logramos mayores
éxitos haciendo este tipo de canciones, fuimos criticados más tarde, como si alguna
vez hubiéramos pretendido darle a este trabajo un carácter normativo. En realidad,
esto fue siempre, para nosotros, una parte de lo que hacíamos, aquella que tenía
directamente una función política, pero jamás pretendimos quedarnos en eso, o dictar
normas artísticas o políticas a los demás artistas que trabajaban por el proceso. Como
nuestros proyectos pasaban los marcos de un grupo folklórico, pronto nos dimos
cuenta, que para su realización, tendríamos que liberar a algunos de nosotros de las
actuaciones. Nuestro trabajo con los grupos nos había permitido formar a varios
jóvenes músicos, y esto facilitó los cambios, que, a partir de entonces, nos propusimos
hacer. Yo mismo dejé de cantar, y fui reemplazado por Hugo Lagos, el “Negro”, quien
entró de inmediato a trabajar con el grupo profesional. Él inició una especie de nueva
generación de quilapayunes, que ha ido aumentando con el tiempo, ayudándonos a
renovar las caras, los proyectos y las ideas.

El Negro había hecho estudios en el Conservatorio, y había soñado hasta entonces con
pertenecer a un grupo rock. Entusiasmado con la música de Los Beatles, que sigue
siendo su música de cabecera (cada vez que salimos en gira, Hugo escucha
incansablemente, en buses, aviones o automóviles, su walkman beatlemaníaco), con
algunos amigos del barrio llegó a formar un conjunto para tocar en las fiestas,
aprendiendo así a tocar la guitarra. El mayor éxito alcanzado, fue cuando un hotel de
Cartagena los contrató para tocar durante el verano. La adolescencia fantasiosa se fue
para no volver, y la música comenzó a acercarlo al mundo. Más adelante, como a
muchos jóvenes de su generación, el descubrimiento del Quilapayún lo hizo interesarse
en la música folklórica, incitándolo a aprender a tocar la quena, el charango y otros
instrumentos indígenas. Cuando llegó a trabajar con nosotros, ya tenía una cierta
experiencia, y aunque el rock seguía siendo su interés primordial, sus conocimientos se
hablan ampliado. El Negro, que rápidamente se transformó en un integrante
imprescindible —hoy sería muy difícil pensar al Quilapayún sin su risa intempestiva y
su talento de compositor e intérprete— nos aportó muchas cosas nuevas, además de
sus canciones, las cuales, paradójicamente, son tal vez las más apegadas al folklore. Él
era de extracción muy popular, y había conocido de cerca los problemas sociales del
pueblo chileno, a duras penas había conseguido terminar sus estudios y salir adelante.
La guitarra había sido una especie de bálsamo, en esos años difíciles, sobre ella había
construido su seguridad, y en ella había puesto sus ímpetus de progreso. El tiempo se
encargó de confirmar sus expectativas, y hoy día sigue siendo uno de nuestros
pasajeros en este viaje interminable.

HUGO LAGOS

Él entró a nuestro grupo a principios del 72, y pasó mucho tiempo sin comprender
cabalmente lo que le estaba sucediendo. Su primera gira fue a la Argentina, y pasó
bruscamente, de las actuaciones con conjuntos de estudiantes en las fiestas de
mechones del Conservatorio, a un concierto ante quince mil personas en el Luna Park.
Rápidamente, hubo que agenciarse un pocho negro, y como no pudimos encontrar
zapatos de su talla, tuvo que cantar con zapatos del 43, dejados como herencia por su
antecesor. En el Uruguay, en una entrevista en un diario montevideano, se vio de
pronto frente a uno de sus ídolos de otras épocas, Dean Reed, cantante
norteamericano que había tenido gran éxito en América Latina, y que ahora se había
transformado en un cantante de protesta. En el momento de estrechar su mano, el
gringo, que había aprendido mil trucos de escena, actuando en espagueti westerns de
tercera clase, dio un ágil salto mortal ante la estupefacción de nuestro amigo. Los
aeropuertos, el acoso de las admiradoras, las entrevistas con los periodistas, y la
conducta un tanto extravagante de nuestros colegas, terminaron por convencerlo de
que había entrado en otro mundo, y de que tendría que hacer un gran esfuerzo para
adentrarse en él. A esto se agregó el hecho de que su falta de experiencia política lo
hacía desconfiar de algunas de nuestras definiciones. Por estos motivos, su asimilación
fue lenta, aunque, como producto de toda verdadera experiencia, profunda y
definitiva.

Uno de los hechos más bullados en el que nos tocó participar durante este período, fue
nuestra actuación en el Festival de la Canción de Viña del Mar. En esta ciudad,
balneario del puerto de Valparaíso, la Municipalidad organiza este evento todos los
años, durante el mes de febrero, que en nuestro país, es pleno verano. Con el tiempo,
el Festival se ha ido transformando en un importante espectáculo, al que acuden
muchos grandes artistas de la canción internacional. Al principio, el folklore y el
neofolklore estaban desterrados de él, pero, poco a poco, a medida que la influencia de
estas expresiones artísticas iba creciendo, los organizadores, un poco a contrapelo,
tuvieron que incluirlas. A diferencia de Valparaíso, la ciudad de Viña tiene pretensiones
de gran balneario, con hoteles modernos, barrios elegantes, y hermosas playas, que
anualmente atraen una gran cantidad de turistas. En 1973, gracias al crecimiento de
barrios muy populares en los suburbios, las fuerzas de izquierda llegaron a tener
representación en la Municipalidad, lo que permitió algunos cambios en la
programación del Festival. Esto tuvo como resultado el que, por primera vez, se nos
invitara a participar en él, cumpliéndose por fin uno de los derechos que habíamos
ganado en 1966, cuando obtuvimos el primer premio en el Festival Nacional del
Folklore.

Ya hemos dicho cómo nuestra vida de cantores siempre estuvo ligada al puerto de
Valparaíso. Aunque éramos santiaguinos, éramos particularmente queridos en las
poblaciones de los cerros, donde innumerables veces fuimos a cantar en escenarios
callejeros, en escuelas o sindicatos. Para el público de esos barrios populares, la
presencia del Quilapayún en el Festival de Viña adquirió de inmediato un simbolismo
especial, y fue vivida casi como un triunfo político. En años anteriores, la actuación de
otro conjunto porteño, el Tiempo Nuevo, había causado un escándalo, pues sus
canciones, muy comprometidas con el proceso político, habían sido repudiadas por el
público viñamarino, de gustos y opiniones más bien contrarios al gobierno. Cuando se
anunció nuestra participación, inmediatamente se pensó que ocurriría algo semejante:
la propia Myriam Makeba, participante del Festival en 1972, ignorando la situación que
vivía entonces Chile, se había permitido algunas frases amables hacia el presidente
Allende, lo que le había valido una rechifla, que, al final, se transformó en bochornosa
manifestación de repudio al gobierno. El clima del Festival no era propicio a tales
tomas de posición. El público, en su mayoría constituido de veraneantes santiaguinos,
no dejaba pasar ninguna ocasión para manifestar su oposición a la izquierda.
Cuando recibimos la invitación, comprendimos de inmediato que nuestra presencia
crearía grandes tensiones, pero, por otro lado, no podíamos sin más dejarle este
terreno al adversario; en un momento como aquel, ésa era una buena ocasión de
mostrar que nuestras canciones no herían a nadie, y que podíamos encarar nuestra
participación, buscando el consenso, más que el enfrentamiento. Nuestra intención
estaba lejos de ser provocadora, queríamos hacer un buen papel, mostrar nuestro
nivel profesional, el contenido amplio de nuestras canciones más importantes,
queríamos expresarnos, asentar nuestro derecho a defender nuestras ideas, y,
especialmente, dejar bien puesta nuestra orientación de artistas populares.

Pero en todo esto pensábamos muy ingenuamente: el conflicto político era demasiado
intenso, como para dejarle un espacio a la libertad de expresión artística. Los
derechistas más recalcitrantes empezaron a repartir panfletos, llamando a sus gentes a
contramanifestar durante nuestra presentación, cosa esta última que, para ellos, era
una afrenta y una insolencia insoportable. Los términos de estos llamamientos eran
singularmente agresivos, hablaban hasta de “cortarles la cabeza a los upelientos”. Por
otro lado, los habitantes de los cerros no iban a quedarse en chicas, y se organizaban
para apoyarnos. El clima de provocaciones extremistas, en vez de atemorizar a nuestro
público, lo hizo movilizarse al cien por ciento, no iban a dejarnos solos ante una
multitud hostil, y deseosa de jugarnos una mala pasada.

El día que estaba anunciada nuestra actuación, la afluencia de espectadores fue


especialmente multitudinaria. Nunca se había visto allí tanta gente: las aposentadurías
estaban repletas, y los organizadores no podían explicarse de donde había salido tanta
gente, el número de boletos vendidos no coincidía con la cantidad de asistentes. Más
tarde, se descubrió la causa de esta no-concordancia: los porteños habían abierto
varios boquetes en las alambradas, y una buena parte del público se había filtrado allí
sin pagar. Por causa de dineros no iban a dejamos en la estacada.

Como nosotros no sabíamos nada de estos preparativos, y temíamos no contar con el


apoyo necesario como para llevar a cabo con éxito nuestra misión, decidimos planificar
una estrategia, previendo las distintas situaciones que se podían llegar a producir.
Sabíamos que lo más importante de todo era la transmisión de televisión, por lo tanto,
preparamos tres programas diferentes y tres discursos correspondientes, dirigidos
hacia los telespectadores, los cuales, en mayor o menor grado, también presentían el
escándalo. La primera actuación era para un público respetuoso, que nos dejara
mostrar nuestras canciones sin tratar de impedir nuestra participación, la segunda,
para un público que tuviera las opiniones compartidas, y la tercera, para el caso en
que nos viéramos obligados a detener nuestra participación. En este último caso, lo
importante era el discurso, en el cual denunciaríamos la agresión, y acusaríamos a la
derecha de atentar en contra de la libertad de expresión.

Algunos días antes de nuestra actuación, uno de los competidores en el Festival había
presentado una canción con un texto patriótico de Pablo Neruda, que había sido
repudiada con tal violencia, que la música apenas se había escuchado entre las
manifestaciones de protesta. El clima había llegado a una tal tensión, que para algunos
dirigentes de la izquierda, nuestra actuación aparecía como un acto heroico: pocos
minutos antes de salir al escenario, recibimos muchísimos telegramas de personeros
políticos, en los que se nos llamaba al coraje, a la lucha, a mantenemos firmes frente a
la agresión. Cuando salimos al escenario, íbamos como soldados al frente de batalla,
con la convicción de que teníamos que dejar allí el cuero si era necesario, por la
defensa de la Unidad Popular. ¡Venceremos!
Convencidos de que éramos los protagonistas de una gesta histórica, y después de
haber escuchado por los parlantes los chiflidos reiterados del público, cada vez que se
pronunciaba el nombre de Violeta Parra o de Pablo Neruda, salimos por fin al
escenario, protegidos por una multitud de fornidos del servicio de orden del Festival.
La reacción del público no se hizo esperar. Tengo todavía en los oídos el chiflido
apocalíptico que resultaba de esas treinta mil personas, la mitad aclamando, la mitad
repudiando, pero todos gritando a todo lo que daban sus gargantas, para imponerse
sobre el contrario. Los que habían venido a colgarnos, además de gritar, lanzaban
proyectiles al escenario, tratando de darle al asunto un cariz de violencia, que,
felizmente, no lograron imponer. Los nuestros gritaban, bailaban y saltaban, haciendo
cabriolas en una batahola descomunal. El todo era un espectáculo impresionante, del
que nosotros fuimos espectadores privilegiados durante bastante rato, antes de que
nos decidiéramos a comenzar a cantar: entre chiflidos y ovaciones, comenzaron a
surgir por aquí y por allá, discusiones y altercados, que aumentaban la confusión
general.

Comprendimos que nuestros contrincantes no estaban dispuestos a dejarnos cantar,


un buen número de ellos tenía instrucciones precisas, y cualquier intento nuestro por
imponer la calma, habría sido inútil. Como los proyectiles no alcanzaban a llegar hasta
nosotros, que por la disposición del lugar quedábamos ubicados bastante lejos de la
trifulca, éstos caían sobre la orquesta, y los músicos fueron atiborrados de monedas,
tomates, zanahorias y hasta algunas piedras. Hicimos una rápida asamblea, allí, sobre
la escena, y decidimos echar a andar una variante de nuestros planes, que no estaba
en absoluto prevista: cantar las canciones más políticas que teníamos en el repertorio,
aquellas que denunciaban el mercado negro, la sedición, las amenazas de golpe
militar, etc., y terminar con un discurso en el que toda nuestra indignación se viera
reflejada. Sin más titubeos, comenzamos a cantar: las razones de gritar, de golpear el
suelo con los pies, de chiflar y de lanzar proyectiles, se multiplicaron. En medio de este
increíble bullicio, nosotros actuábamos como si no pasara nada, dirigiéndonos a las
cámaras de televisión, las cuales se suponía, estaban filmando todo el evento.
Lamentablemente, como supimos después, alguien boicoteó el programa, y la emisión
se interrumpió justo en el momento en que salimos al escenario. Sólo las radios locales
transmitieron nuestra hazaña en su integralidad.
QUILAPAYUN DURANTE SU ATORMENTADA ACTUACION EN EL FESTIVAL DE VIÑA DEL MAR
DE 1973

Después de cantar todo lo que quisimos, Rodolfo tomó la palabra y se dirigió al


auditorio en una arenga anti-derechista, que, si alguno de nuestros enemigos la
hubiera escuchado, habría explotado de rabia. En medio de la trifulca general, de
repente se producían inexplicables silencios, en los cuales se alcanzaba a escuchar la
voz estentórea de nuestro orador: “...reaccionarios ...imperialismo ...nuestro poeta
Pablo Neruda ...insolencia ...el pueblo ...que hablan de libertad ...venceremos”.
Nuestros partidarios hacían rondas y se paseaban sobre las graderías, bailando,
amenazantes, en torno a algunos amedrentados momios. Por todos lados comenzaron
a encenderse antorchas, como en los estadios de fútbol al final de los partidos. Salimos
de la escena, sin que el alboroto se hubiera calmado en lo más mínimo. La gente no
quiso abandonar su lugar, hurras de triunfo, por un lado, y aullidos de repulsa, por
otro, se mantuvieron durante largos minutos, sin que el espectáculo previsto pudiera
continuar. Se nos llamaba a volver al escenario, se pedía nuestra cabeza, se vitoreaba
nuestro nombre, se nos lanzaban insultos, se aclamaban nuestras canciones, se exigía
castigo, pero nosotros ya estábamos en nuestros camarines, encerrados bajo siete
llaves, y cuidados por nuestra cohorte de forzudos, que no nos abandonó hasta que
salimos definitivamente del lugar.

Habíamos vivido una hermosa ilusión. La verdadera batalla se estaba tramando en otro
lugar, lo nuestro no era más que una treta divertida, para hacernos creer que el
conflicto se obraba en un frente de canciones y de escándalos, más o menos
inofensivos. Desde la escena, habíamos reparado en la conducta de la orquesta:
algunos músicos nos acompañaban, otros hacían chirridos, bufidos y gruñidos, para
molestarnos. Algo así pasaba con el gobierno popular, desencadenaba todas las
potencias en favor o en contra, pero no era capaz de lograr la armonía del consenso.
La orquesta sonaba, pero no hacía música.

La participación en jornadas como éstas, nos dio una gran popularidad en todo Chile.
Comenzaron a surgir comités de Unidad Popular, Juntas de Abastecimiento Popular,
Centros de Madres, clubes deportivos y hasta células de los partidos de izquierda, con
el nombre “Quilapayún”. Un día pudimos leer, con gran sorpresa, en los titulares de las
páginas hípicas, que el caballo, “Quilapayún”, había ganado por tres cabezas. Este
alazán contribuyó no poco a nuestro renombre, pues, en esos años, ganó varias
carreras importantes. Nunca pudimos saber qué sucedió con él después del golpe: los
militares deben haberlo sometido a interrogatorio para saber dónde escondía las
armas; tal vez, terminó sus días en un campo de concentración.

Pocas semanas después del triunfo de la Unidad Popular, en los medios periodísticos
especializados, comenzó a hacer camino la idea de que la canción chilena había
entrado en crisis. Algunos comentaristas, que veían en nuestro movimiento,
únicamente su lado contestatario, pensaban que su rol histórico había terminado con la
victoria de Allende. Según ellos, en Chile ya no tenía sentirlo seguir protestando, por lo
tanto, todos los cantantes que habían tomado el derrotero abierto por Violeta Parra, se
habían quedado sin tema, y ya no tenían nada que decir. Se proclamó, sin mayores
solemnidades, nuestro fallecimiento colectivo, declarando periclitadas todas nuestras
canciones. Hay que decir que ésta no es la única vez que se nos ha declarado difuntos:
cada cierto tiempo, algún crítico descubre que estamos en crisis, y da por terminada
nuestra trabajosa evolución. A algunos les parece muy importante decretar que las
cosas se acaban, la pasión de novedades, y tal vez, el aburrimiento, los empuja a
estas falsas teorizaciones, que a veces molestan bastante, pues, a las dificultades de
renovarnos, se agregan las de explicar que no estamos muertos, y por qué no lo
estamos. En nuestro andar, efectivamente, siempre hay cosas que van quedando
cerradas, las canciones que hacíamos hace diez años, no podemos ni queremos
hacerlas ahora, del repertorio con que comenzamos, o del que cantábamos en la época
que trabajábamos con Víctor Jara, ya casi no queda nada en nuestros conciertos: es
cierto que las canciones pasan y, especialmente, aquellas que, por moda o por política,
se unen de una particular manera con la época que las ha visto nacer. Pero también es
cierto que un artista debe ser juzgado por su impulso creativo, y no únicamente por las
cosas ya hechas. Las ideas artísticas válidas son siempre ideas en desarrollo, por eso,
la mayor parte de las veces, es apresurado declarar obsoleta una dirección creativa. El
verdadero artista tiene que saber inventarse cada vez. Lamentablemente, en la música
popular ocurre a menudo que los creadores no hacen otra cosa que repetir
incansablemente lo que un día tuvo éxito. Para nosotros, esta manera de hacer, sería
como el suplicio de Sísifo: la verdadera aventura consiste en que la piedra que se
intenta subir hasta la cima, sea siempre diferente, la repetición es la única muerte.
Felizmente, esta tendencia nuestra a la renovación no ha pasado desapercibida, y es
una de las claves principales de nuestra permanencia a lo largo de estos 21 años.
Algún día, todo pasará, pero esto no será porque lo que hayamos hecho hasta
entonces haya perdido su vigencia, sino porque de nuestro pozo ya no salen más
novedades. Lo que vamos haciendo, entra en un circuito vital propio, del que nosotros
tratamos siempre de escaparnos, creando. Mientras esto siga así, no hay por qué
hablar de crisis.

Los problemas de abastecimiento eran cada día más graves, algunos artículos
indispensables eran dificilísimos de encontrar, había que hacer largas colas en las
juntas de abastecimiento popular, en los almacenes o en los supermercados. Todo esto
acrecentaba el descontento entre las gentes menos politizadas. Como las aves
escaseaban, era una gran proeza disponer de un buen pollo para asar, los pavos eran
inencontrables, y los patos habían desaparecido, como si hubieran emigrado hacia
climas más apacibles. Un día, mi mujer, tras inenarrables esfuerzos, había conseguido
un buen espécimen de algo que tenía todo el aspecto de pollo, lo cual produjo un gran
contento en toda la casa. Ante la expectativa general, se dispuso a prepararlo para el
almuerzo: lo dejó sobre la mesa de la cocina y salió un momento a cumplir otros
menesteres. En esa época, nosotros ensayábamos en un pequeño taller que yo tenía
en el patio trasero de mi casa, y como no había otra manera de salir, cada vez que
terminábamos de trabajar, nos veíamos obligados a atravesar la cocina. Ese día,
salimos todos, como de costumbre, comentando con entusiasmo las nuevas canciones
que habíamos montado; pero en el movimiento hacia la calle, ocurrió un fenómeno
insólito: el famoso capón, que a mi señora le había costado tanto trabajo conseguir, se
volatilizó. Cuando volvimos a ocuparnos de él, soñando ya con la cazuela que iba a
indemnizarnos por todas las penurias hasta entonces sufridas, para nuestra decepción,
sólo encontramos algunas plumas sobre la mesa. Aunque hemos hecho serias
averiguaciones, y le hemos prometido al facineroso nuestro sincero perdón y la más
completa impunidad, nunca hemos logrado saber quién de todos los Quilapayún se
robó el pollo.

Estas cosas sucedían a menudo. En estas situaciones difíciles aparecen las más
extrañas conductas: recuerdo haber sido testigo de un robo semejante en la casa de
Sergio Ortega, cuando sorprendí in fraganti al respetado y conocido doctor Inzunza,
robándole la pasta de dientes al dueño de casa. Me miró un poco avergonzado, pero
igual se guardó el tubo en el bolsillo de su chaqueta.

Por esta época, tuvimos la oportunidad de conocer a Neruda. La ocasión se presentó,


cuando tuvimos la iniciativa de grabar un disco con sus poemas, para el sello Dicap, y
fuimos comisionados para encargarnos de su producción. Lo ubicamos en su casa,
cercana al cerro San Cristóbal, la misma que más tarde sería saqueada por los
militares. Nos recibió amablemente, y accedió sin inconvenientes a nuestra
proposición. Había grabado pocos discos, y la idea que llevábamos, le pareció
interesante: un disco en el que él se dirigiera a los auditores como un amigo cercano,
como un personaje familiar que se introdujera en la tertulia cotidiana, y comenzara a
leer y a explicar sus poemas. Esto ayudaría, a acercar, todavía más, su poesía a
nuestro pueblo. Neruda, improvisando en un estudio, realizó el proyecto mejor de lo
que nosotros lo habíamos imaginado. La grabación fue divertida, y el transporte hasta
el estudio también. Como por algún motivo que no recuerdo, no había movilización, no
pudimos conseguir otra cosa que mi pequeño Fiat 600. Trabajosamente conseguimos
instalar a Neruda y a Matilde en el asiento trasero. Así, encogidos, llegamos por fin al
lugar de la grabación, que quedaba en un sombrío subterráneo que parecía la tumba
de Tutankamón. Hicimos buenas migas, riéndonos de todas estas situaciones
inconfortables, pero al final, quedamos bastante contentos con el resultado. A partir de
ese instante, cada vez que me tocó verlo, me reiteró, que, a su juicio, ése había sido
su mejor disco.

Más adelante, lo encontramos en la embajada de Chile en Francia, donde nos invitó un


día a todos, a almorzar. Se las había arreglado, para hacer llegar a Francia una partida
completa de vinos Tarapacá, de rara cosecha, que, según los entendidos, se podía
poner al lado de cualquier vino francés sin avergonzarse. Le hicimos los honores, y el
encuentro se animó de inmediato. Neruda, cuando estaba en vena, era un hombre
divertidísimo, con un humor a toda prueba, y nuestra tertulia, alejada de las
formalidades diplomáticas, lo entretenía muchísimo. No se tomaba en absoluto en
serio su rol, y se reía de las aburridas e interminables reuniones para discutir y
rediscutir las deudas de Chile. Extraña coincidencia: estaba convencido de que el lugar
más adecuado para presentamos en París, era la Salle Pleyel. Llamó varias veces a su
director, y habló con él, para convencerlo de que contratara al Quilapayún para una
actuación allí. Entonces, eso no fue posible. En septiembre de 1973, fue precisamente
en ese teatro donde cantamos en el homenaje a su muerte.
Pero las conversaciones más interesantes con él, las tuve en su casa de Isla Negra,
donde fui a verlo en varias oportunidades. En una de ellas, me leyó completo su libro
por publicar, “Incitación al nixonicidio...”. Cada cierto tiempo, detenía su lectura, y me
miraba maliciosamente, midiendo el efecto que producían en mí, sus burlerías
poéticas. No podía ver a los ultraizquierdistas, y le causaba especial contento, su
poema, “Locos y locuelos”, en el que amalgamaba la acción de los extremismos de
izquierda y de derecha. Su exaltación patriótica no tenía nada de ingenua, provenía de
una conciencia política revolucionaria, que lo tenía convencido de que el proceso
chileno estaba abriendo una nueva posibilidad de vida en América Latina; desde el
“Canto General”, su obra no había dejado de contar una historia mítica de nuestro
continente, haciéndose portavoz de un futuro esperado, más que de un presente
vivido.

Otra vez, hablamos largamente de la época del fascismo alemán. Yo andaba leyendo
un libro sobre el proceso de Nuremberg, recién aparecido en Chile, y que él no conocía.
Durante la conversación, no dejaba de mirar hacia la mesita donde yo había dejado mi
libro: lo tomaba, lo volvía a poner en su lugar. Lo vi tan ansioso, que me vi obligado a
decirle que se lo regalaba. Se puso tan contento como un niño con su regalo de
cumpleaños, lo tomó, y se quedó hasta el final con él en las manos. Nuestra
conversación cayó pronto en el tema de la cultura alemana, en la época anterior al
fascismo: me mostró su aversión hacia cierta poesía, que él llamaba despectivamente,
“alemana”, y que veía como un anuncio de los excesos derechistas, el misticismo, la
irracionalidad, el eurocentrismo, etc. Yo no estuve de acuerdo con su teorización, y
defendí a Rilke y a otros poetas, que, por supuesto, caían para él dentro de esa
denominación. Tuvimos que darle varias vueltas al asunto, para llegar a un acuerdo: le
gustaba el intercambio de ideas, y no era demasiado tozudo en sus opiniones, aunque
es verdad, que, en esta discusión, una parte suya abogaba en mi favor, como si
quisiera que yo tuviera razón. Al final, resolvía todo con una frase ingeniosa, su humor
era su argumento imbatible.

Pero la conversación más significativa para mí, la tuvimos una vez que lo encontré
enfermo. Me recibió en cama, en su elevado dormitorio, desde el cual, a través de una
ventana que ocupaba prácticamente todo el muro, podía verse la playa de Isla Negra:
la ola, tantas veces descrita en sus poemas, estaba allí, a pocos metros, sobre los
arrecifes y su cabellera de güiros. Se notaba bastante apesadumbrado, y con mucho
menos entusiasmo que de costumbre. Yo no sabía nada de la gravedad de su
enfermedad, que él, por un extraño pudor ante la muerte, quiso mantener secreta
hasta el final. El no tenía nada que ver con el dolor, su vocación era la luz y la alegría.
QUILAPAYUN DURANTE UN ACTO POLITICO EN 1973: CARLOS QUEZADA, WILLY
ODDO, HERNAN GOMEZ, HUGO LAGOS, EDUARDO CARRASCO Y RODOLFO PARADA

Conversamos largamente sobre la situación política. Yo veía las cosas desde un punto
de vista no común para él, que siempre estaba rodeado por la dirigencia de los
partidos, y ahora, obligado al encierro, con pocos lazos con el mundo exterior. De
pronto, con su voz pausada, que siempre daba la impresión de que estaba cansado de
hablar, comenzó a hacerme una especie de recuento de su itinerario político. La guerra
de España y la experiencia trágica del fascismo, que lo había empujado a la militancia
comunista, la cual, desde un principio, había asumido con estricta consecuencia, la
vuelta a Chile, sus viajes al norte y al sur, en calidad de candidato a senador de su
partido, la huida —¿por qué me contaba estas cosas?— el exilio, los viajes por un
mundo en el que todo parecía dirigirse claramente hacia un único sentido, como si la
historia humana fuera un constante caminar hacia el progreso, el conocimiento
esperanzado de las democracias populares, etc., etc. Y entonces, súbitamente, cuando
todo parecía ya ganado definitivamente, como un chaparrón en un día de sol, habían
comenzado a surgir los horrores, en el propio campo socialista. Apesadumbrado, me
hablaba de Hungría, de Checoslovaquia, de la represión estalinista, de las
persecuciones sufridas por algunos de sus propios amigos literatos de la Unión
Soviética. Su voz se había hecho más grave, buscando trabajosamente una
ecuanimidad que no venía, asaltado por las dudas y las tribulaciones, acerca del
porvenir de las buenas causas. Me daba la impresión de que estaba hablándome desde
una sabiduría otoñal, que yo, todavía metido en el militantismo acrítico, podía
difícilmente compartir con él. Yo había venido a visitarlo, precisamente para pedirle un
texto para un acto de celebración de las Juventudes Comunistas, y me encontraba con
estas cavilaciones, que ponían en duda lo que para mí era la base de mi confianza en
el futuro. No es que él estuviera renegando de sus ideas, no es que hubiera dejado de
sentirse un comunista íntegro, las cosas eran mucho más complejas: la época
comenzaba a hacerle vivir su militancia como un desgarro, no era hombre para
comulgar con ruedas de carreta, quería explicarme la dificultad que ahora tenía, para
hacer la síntesis, entre su lucha por el socialismo y su amor por la libertad. Pero yo no
estaba preparado en ese momento, para seguirlo por esos tortuosos caminos. Como
todos mis compañeros de esa época, necesitaba estar seguro, y lo único que pude
hacer, fue argumentarle desde mi petulancia juvenil, que no había nada que temer,
que el estalinismo estaba liquidado, que ahora venía otra época, que las razones que él
me daba eran peligrosas, porque debilitaban nuestra posición, y que había que seguir
adelante... etc. Él me miraba distraídamente, sin reparar mucho en lo que yo le decía:
conocía mis argumentos, no era eso lo que él buscaba. Con un cierto escepticismo,
miraba hacia el mar lejano, sin gran interés por seguir la conversación. Lo que me
quería decir, lo comprendo ahora, y me arrepiento de haber perdido esa oportunidad
única de haberlo escuchado hasta el final. Me queda, sí, grabado en lo más profundo
de mi alma, el brillo de sus ojos mirando las olas, y sus sabios silencios. No creo que
en su alma hubiera sólo decepción, ni creo que su intención fuera renegar de nada: se
habla alejado ya lo suficientemente de los hombres, como para saber, que las más
bellas ilusiones, tienen que renunciar a la pureza, para hacerse reales. Al final del
desastre, sólo los poetas son capaces de levantar todavía una estrella: ya entonces,
mientras se estaba construyendo, su lucha era otra, más cercana a los antiguos
sueños del hombre, que a los entusiasmos más recientes, en los que a menudo anida
la locura. Su decepción no me tocaba, él no tenía derecho a hacerme dudar de mis
certezas, no lo seguí escuchando. Felizmente, no me perdí ni el más mínimo gesto,
cuando, para terminar la conversación, comenzó de nuevo a hablarme del mar.
Después de esto, nunca más lo vi. Me queda este mensaje en clave, que, desde
entonces, sigo interminablemente tratando de descifrar, lenguaje del mar en las
auroras.

L EXILIO

Nosotros comenzamos el exilio sin saberlo. Partimos de Chile, a mediados de agosto de


1973, convencidos de que la gira que iniciábamos duraría algunas semanas. Hacía
tiempo que veníamos tratando de hacer algo, aunque fuera modesto, en el extranjero.
Nuestras salidas, hasta entonces, se habían limitado a algunas giras a Europa sin
grandes repercusiones, y a nuestras visitas a la Argentina y al Uruguay, países donde
habíamos logrado un reconocimiento comparable al que teníamos en Chile. Ese año, no
habíamos programado nada especial, y sólo un cable que nos llegó desde Francia,
anunciándonos la proposición de cantar en el Olympia el 15 de septiembre, nos hizo
comenzar a pensar en una eventual salida.

Esta escena parisina tiene una imagen muy prestigiosa en América Latina. Para
nuestro Macondo, aparte de la Comédie Française, éste era el único teatro importante
en Francia, actuar en él, era cumplir una formidable hazaña, que hasta entonces no
había sido realizada por ningún artista nacional. Para nosotros, el Olympia estaba
revestido por la mitología de muchísimas actuaciones memorables, los éxitos de
importantes figuras de la canción, como Edith Piaf, Jacques Brel, y hasta los Beatles,
habían atravesado el Atlántico y habían forjado su leyenda. Cuando supimos que el
teatro se interesaba en presentarnos, tuvimos un gran alegrón, y comenzamos de
inmediato los preparativos para la gira. Conseguimos otras cosas en Francia, entre las
cuales, una actuación en la escena central de la fiesta de l'Humanité, y una
presentación en Le Havre, donde le agradeceríamos a los obreros portuarios franceses
su solidaridad con el gobierno de Chile. Además, teníamos en vista una gira por
Escandinavia, y una visita a Argelia, acompañando la comitiva presidencial que se
desplazaría en septiembre a Alger, con el objeto de participar en la Conferencia de
Países no Alineados. Dicho sea de paso, el coordinador de todos estos ambiciosos
proyectos era Guillermo Haschke, un chileno que trabajaba en el aeropuerto de Orly,
que, hasta ese momento, nunca había tenido nada que ver con espectáculos. Él, como
tantos otros latinoamericanos vagabundos desembarcados en París, después de varios
años fabricando pizzas en restaurantes italianos, había logrado reciclarse, y ganaba
ahora su vida haciendo los planes de vuelo de los aviones que cruzaban el Atlántico.
Esta ocupación le dejaba tiempos libres, que él ocupaba cooperando con la Embajada
de Chile. Como había sido compañero de colegio del Willy, se interesó particularmente
en nuestro viaje. Si algunos aviones perdieron su ruta en estas semanas, dejo
constancia aquí que no se nos puede imputar la responsabilidad del hecho.

ACTUANDO FRENTE A "LA MONEDA" POCO ANTES DE PARTIR A EUROPA, 1973:


MARIO PAVLOV, GUILLERMO GARCIA Y RICARDO VENEGAS (DE LOS TALLERES)
JUNTO A HERNAN GOMEZ, WILLY ODDO, RUBEN ESCUDERO, HUGO LAGOS Y CARLOS
QUEZADA. NO APARECEN CARRASCO NI PARADA, QUIEN POR AQUELLA EPOCA SE
HABIA RETIRADO DE LOS ESCENARIOS.

La situación política del Chile que dejábamos, era extremadamente grave. El conflicto
social había entrado en una etapa crítica, desde que las fuerzas derechistas y
democratacristianas habían quedado defraudadas por los resultados electorales de
marzo de 1973: la obtención de poco más del 50%, en las circunstancias muy difíciles
que estaba afrontando el gobierno, fue interpretado por los analistas de la oposición,
como un peligroso equilibrio, del que difícilmente se podría salir, sin romper el cuadro
institucional. La izquierda parecía ir asegurando las elecciones de 1976, con lo cual, el
proceso chileno, reconfirmado por la vía democrática, adquiría un carácter irreversible.
Ante esta situación, las intenciones golpistas comenzaron a aparecer
desembozadamente, y los grupos de ultraderecha acentuaron sus esfuerzos por
provocar desmanes públicos, y por actuar incisivamente en todos los puntos que
originaban inestabilidad. Hoy día, está perfectamente claro, que, por esa época, la
derecha chilena, algunos sectores de la Democracia Cristiana, la Embajada
Norteamericana, y los sectores más retrógrados de las Fuerzas Armadas, preparaban
fríamente el golpe militar. El jefe de la organización fascista, “Patria y Libertad”, hacía
abiertos llamados a través de la prensa para que los militares intervinieran derrocando
al gobierno. A través de radios, televisión y otros medios de información que la
derecha controlaba, se desató una terrible campaña de injurias en contra de la Unidad
Popular, azuzando el odio de clases, y culpando al gobierno de los problemas que los
propios opositores creaban, utilizando los considerables medios económicos todavía en
su poder. Muchos artistas fueron tocados por esta campaña, entre los cuales, Víctor,
que por tercera vez era víctima de ataques públicos: la primera vez fue con ocasión de
la publicación de su canción, “La Beata”, antes del gobierno de Allende; la segunda, un
poco más tarde, por causa de su canción, “Puerto Montt”, en la que denunciaba a los
culpables de la matanza de pobladores que había tenido lugar en esa ciudad, y la
tercera, ahora, en que se lo calumniaba, acusándolo de corrupción moral. Nosotros
recibíamos llamados telefónicos en los que se nos amenazaba y se nos insultaba. Una
mañana, sobre la puerta de mi casa, descubrí pintada la palabra fatídica: “Yakarta”.
Todos estábamos en la lista negra.

Toda esta campaña de intimidación formaba parte de los preparativos del lock out, con
el que se pretendía paralizar al país. Como en octubre de 1972, ahora nuevamente se
lanzó a los camioneros a la cabeza del movimiento sedicioso, apoyado inmediatamente
por una buena parte de los sindicatos profesionales. Todo esto, financiado
millonariamente por la CIA. El país se transformó en una tempestad desatada: los
problemas de desabastecimiento se agudizaron, se formaban largas colas para
comprar los productos de primera necesidad, el acaparamiento y el mercado negro,
fueron las formas más espectaculares que revistió la crisis. Frente a esta turbulencia,
el gobierno trataba de poner al descubierto los peligrosos planes sediciosos, y llamaba
a la población, a organizar juntas de abastecimiento popular, y a denunciar a los
comerciantes que acaparaban. Al caos económico, se agregaron los atentados
políticos, el terrorismo, y las huelgas ficticias, en las que fácilmente se descubrían
móviles politiqueros: la más dañina de ellas paralizó las minas de cobre, provocando
un daño irreparable a la economía chilena. Junto con todas estas medidas de
desestabilización, se trataba, por todos los medios, de abrir la discusión sobre el papel
político de los militares, buscando que los cuerpos armados se definieran de una vez,
en contra del gobierno de Allende. El presidente respondía a esto, robusteciendo la
posición de los constitucionalistas; entre los cuales, el más firme era Carlos Prats,
general en jefe de las Fuerzas Armadas. Para terminar con las maniobras de la
derecha, Allende decidió llamar a los militares a participar en su gobierno,
proponiéndoles ocupar algunos ministerios. El propio Prats se hizo cargo del Ministerio
del Interior. Después de las elecciones de marzo, los jefes de las tres ramas de las
Fuerzas Armadas se incorporaron al gobierno, como ministros de Estado. En el
momento en que nosotros salíamos de Chile, comenzaron a manifestarse serios
problemas con los militares. El representante de la Aviación renunció a su cargo,
dando lugar al nombramiento de Gustavo Leigh, quien fue después, uno de los
principales gestores y responsables del golpe militar. Por esa misma época, se llevó a
cabo un atentado político público en contra del general Prats: su vehículo fue obligado
a detenerse, en plena calle, y un grupo de mujeres de oficiales de las Fuerzas Armadas
lo increparon, tratándolo de traidor y de vendido al comunismo internacional. A Prats
no le quedó otra salida que renunciar a su cargo de ministro, pensando que tal vez, de
este modo, se apaciguarían los ánimos y se lograría mantener la unidad de los cuerpos
armados. Su cargo en las Fuerzas Armadas fue ocupado por Augusto Pinochet, quien
comenzó de este modo su intervención en la vida política nacional.
A todo esto, hay que agregar dos hechos de graves consecuencias: el poder legislativo
discutió y aprobó una acusación constitucional en contra del gobierno, y el poder
judicial perdió completamente su carácter neutral, pasando a ser una barricada más en
la lucha anti-gobiernista. A partir de esta parcialización o partidización, comenzaron a
sucederse, una tras otra, las acusaciones en contra de los ministros, haciéndose
prácticamente imposible gobernar el país. Todo esto, ponía a Chile al borde de una
guerra civil, en la cual, la izquierda, por lo demás, llevaba todas las de perder. Allende
intentó jugar hasta el final la carta democrática, y concentró todos sus esfuerzos en
evitar el desastre.

Los partidos de izquierda tomaron algunas medidas de autoprotección, el Tancazo de


junio les había enseñado algunas cosas. Comenzó a aparecer una conciencia más clara
del peligro que se correría si la sedición se desataba, pero los medios con los que se
contaba para detenerla, eran insignificantes. Todos los militantes de la Unidad Popular
comenzaron a prever la posibilidad de un enfrentamiento. Nosotros también
empezamos a participar en algunos ejercicios paramilitares, que se hacían en locales
universitarios. Yo tenía una pistola de fabricación nacional, la cual fue desarmada
infinitas veces por la concurrencia a dichas prácticas, sin que jamás llegáramos a
disparar un tiro, por miedo a que su avejentado esqueleto nos explotara en la mano.
Era la única arma con la que contábamos para defender el gobierno popular. Hacíamos
gimnasia, y un instructor nos enseñaba lo que él llamaba “karate”, conjunto de
ejercicios que de haber sido alguna vez puestos en práctica, nos habrían dejado
mancos, tuertos, cojos y anudados, para felicidad del adversario, que no habría tenido
que hacer un gran esfuerzo para inmovilizamos: las propias “llaves” de nuestro
profesor, habrían dado cuenta de nosotros.

Frente a este infantilismo, los derechistas no se andaban con chicas. Un día, asaltaron
nuestro taller, rompieron los instrumentos que allí se encontraban, arrasaron con los
muebles, destrozaron los vidrios, y al aturdido que se le había ocurrido ese mismo día
ir a hacer el amor con su Dulcinea en la mezzanine que teníamos en un rincón, lo
habrían matado, si lo hubieran descubierto, Felizmente, no fue así, y nuestro amigo,
con la elegida de su corazón, desde la intocada atalaya, fueron mudos testigos de
todos los desmanes de la horda enfurecida.

A pesar de toda esta turbulencia, nosotros salimos de Chile, persuadidos de que nada
grave podía pasar. Estábamos convencidos de que, aún en el peor de los casos, habría
fuerzas y medios suficientes como para detener a los grupos facciosos. Los propios
partidos de izquierda nos habían inculcado esta confianza, respondiendo a las
inquietudes de la militancia con la famosa frasecita: “No se preocupe compañero, el
Partido sabe lo que hace...”. La verdad es que ningún partido supo muy bien lo que
hizo, y todos estos preparativos de defensa, eran un juego de niños, en comparación
con los aprestos de los militares derechistas que promovían el golpe.

Pero nosotros teníamos objetivos muy precisos que cumplir en el extranjero, y


comenzamos nuestra gira, tal como la habíamos planeado. En Finlandia y Suecia,
pudimos hacer varios programas de televisión, conferencias de prensa, y conciertos,
con un éxito inesperado. La tensión que se vivía en Chile, despertaba un gran interés
en el extranjero, y esto facilitaba nuestra acción. Cuando llegamos a Argelia,
esperábamos encontrar allí al Presidente Allende, que encabezaría la delegación
chilena a la conferencia de países no alineados, pero la situación interna de Chile se
había agravado tanto, que él había cancelado su viaje, enviando en representación
suya, al Ministro de Relaciones Exteriores, Clodomiro Almeyda. Este tuvo la mala
suerte de volver a Chile, inmediatamente después del término de la conferencia, el día
10 de septiembre. Pocos días después del golpe, fue tomado prisionero, y enviado a un
campo de concentración en la isla Dawson, en el extremo sur del país, donde pasó un
largo tiempo con otros prisioneros del gobierno, que fueron, como él, víctimas de la
represión militar.

31 DE AGOSTO DE 1973: QUILAPAYUN SE PRESENTA EN DIPOLI, FINLANDIA

El 7 de septiembre, nosotros llegamos a Francia desde Argel, después de haber


cumplido con nuestros compromisos de representantes de la cultura chilena, y el 9,
cantamos por primera vez en la fiesta de l'Humanité, ante miles de personas que
aclamaban a Chile y a su proceso. Como nuestro concierto en el Olympia estaba
programado para el día 15, para tratar de anunciarlo lo mejor posible, comenzamos
esa semana recorriendo los medios de prensa. El martes 11, a mediodía, nos
encontrábamos en las oficinas del diario l'Humanité, haciendo una entrevista, cuando
de pronto, algunos periodistas llegaron atropelladamente a la oficina en que
estábamos, para mostrarnos los cables que acababan de llegar: en ellos leímos por
primera vez el anuncio de la caída del gobierno popular. Los textos eran dramáticos:
se hablaba de junta militar, de bandos, de bombardeos, y de otras cosas terribles,
cuyo alcance nos escapaba. A partir de ese instante, todo cambió para nosotros: sin
atinar a nada, nos quedamos pegados a los aparatos de télex, como si únicamente de
ellos dependiera nuestra vida. Súbitamente, los cables dejaron de llegar, y el mundo
entero quedó sin noticias sobre Chile. Lo peor comenzó en ese momento: durante
algunos días —tal vez sólo fueron algunas horas— nada pudimos saber de lo que
estaba pasando en nuestra patria. De muchas partes surgían rumores macabros. Como
estábamos en contacto con algunos chilenos que se encontraban en otros países, para
suplir la falta de información, nos llamábamos por teléfono para intercambiar noticias.
Se formó una cadena improvisada, que iba, desde Roma, hasta Moscú, pasando por
Francia, Alemania, Hungría, Argentina, Perú y no sé cuántos países más. Las
informaciones que circulaban eran inquietantes, y aumentaban de más en más nuestra
angustia. No estábamos preparados para escuchar lo que después pasaría a ser la
rutina informativa sobre Chile: se hablaba de asesinatos en las fábricas, de muertes en
las poblaciones, de torturas, de cadáveres que aparecían flotando en los ríos, de
allanamientos masivos, de asaltos, de campos de concentración, y de crueldades sin
nombre. Nuestra desazón era completa, no sabíamos qué hacer, lo más insoportable
era desconocer lo que había pasado con nuestras propias familias: uno podía
imaginarse lo peor. Intentamos llamar por teléfono, pero todas las comunicaciones
estaban cortadas. Nadie había previsto esta violencia.

Durante algunos días, reaccionamos a ciegas. Nos llegó la noticia de que Luis Advis
había sido tomado prisionero. Organizamos de inmediato un acto de solidaridad en un
teatro parisino, pidiendo que se intercediera ante el gobierno de Chile para liberarlo. La
información era falsa, sólo había sido convocado al Ministerio de Defensa, para
después ser liberado. Otro día supimos que al grupo Illapu, en Antofagasta, lo habían
metido en un helicóptero y lo habían tirado al mar. Tampoco era verdad. Se habían
confundido los nombres, eran otros chilenos que habían sufrido esa muerte horrible.
Pero lamentablemente, a pesar de estos errores, la mayor parte de este tipo de
noticias, no sólo eran exactas, sino peor todavía, lo que se decía en la prensa estaba
muy por debajo de las atrocidades reales, las cuales, con el tiempo, han ido
apareciendo en los testimonios directos de las víctimas, o en los informes de diferentes
organismos de defensa de los derechos humanos. El Chile que dejamos, con todas sus
tensiones y conflictos, no tenía nada que ver con el monstruoso país que fue
apareciendo a través de los cables de prensa; la ferocidad de los militares chilenos, su
crueldad desatada en contra de las organizaciones de izquierda, depasó toda medida, y
nos despertó del sueño en que nuestro país se mostraba como un ejemplo de
constitucionalidad y democracia. Obligándonos a comenzar a repensarlo todo, Pinochet
nos devolvió a la realidad, descubriéndonos a un Chile que había estado hasta ese
momento oculto, y unos valores que habíamos creído expresión de minorías, pero que,
en realidad, habían estado siempre allí, al acecho, detrás de nuestras propias
mitologías.

Lo que nos sacó de la desesperación, fue nuestra primera decisión de continuar


nuestro trabajo, cumpliendo hasta el final la tarea encomendada por el gobierno
popular. En esas circunstancias, cualquier inmovilismo habría sido destructor, y aunque
todos estábamos conmovidos en lo más profundo por la decepción y el desconcierto,
tratamos de remontar el cataclismo, cantando por los jirones de ese Chile, que todavía
se debatía entre la vida y la muerte. Evidentemente, el contenido de nuestros
conciertos cambió completamente: habíamos salido como embajadores culturales de
un país en construcción, y la vida nos transformaba en portavoces de una cruel derrota
histórica, representantes de un pueblo sometido por la más terrible de las dictaduras,
embajadores de un martirio, del que diariamente se daban nuevos detalles
espeluznantes.

Jamás perdimos de vista el hecho de que un concierto nuestro podía ser un factor de
agitación de la solidaridad con Chile. Teníamos que ser testimonio del drama de
nuestro pueblo, pero, al mismo tiempo, mensajeros de su voluntad democrática.
Habitaba en nosotros esa contradictoria síntesis de amargura y de voluntad de seguir
adelante, sentimiento presente en casi todas nuestras canciones de esa época.
Felizmente, como depositarios privilegiados del interés de todos los que querían a
Chile, nos vimos siempre rodeados de la amistad de mucha gente, que supo
transformar la solidaridad política en verdadera solidaridad humana. Gracias a ellos, y
a nuestro canto, logramos remontar nuestros problemas, y encontrar nuevos motivos
para seguir bregando. Por supuesto, los primeros meses estuvieron marcados por una
confianza muy ingenua en que la tragedia tenía que durar poco —los más pesimistas
hablaban de cinco años— y que pronto los militares serian obligados a volver a sus
cuarteles. El optimismo provenía de esa dosis de irrealismo y de oportunismo, que no
ha faltado en nuestros dirigentes políticos, los cuales, cada cierto tiempo, anunciaban
que “los días de Pinochet estaban contados”, y que comenzaba “el ocaso de la
dictadura”. Esto duraría todavía algunos años, hasta que conquistamos por fin un
cierto realismo, y nuevos motivos para enfrentar nuestra tragedia con esperanzas y
expectativas verdaderas.

Pero en los primeros días, predominó el desconcierto. Las informaciones, que apenas
comprendíamos, porque no hablábamos el francés, muchas veces eran contradictorias:
de pronto llegaba un cable diciendo que Allende no estaba muerto, y otro, que
anunciaba el feroz bombardeo de una población indefensa. Media hora más tarde, nos
llamaban desde la Argentina, para informarnos que las fuerzas populares venían
avanzando desde el sur, con el general Prats a la cabeza... íbamos desde la depresión
más concreta, hasta las esperanzas más locas, o desde el entusiasmo delirante, hasta
el más apabullante desaliento. Pasábamos el día entero esperando las noticias de la
televisión, o la salida de los diarios, buscando desesperadamente motivos para volver
a creer. Esto duró así, hasta que se confirmó la noticia del asesinato de Salvador
Allende en La Moneda. Entonces, ya no pudimos dudar más de que los militares habían
logrado sus propósitos. Días más tarde, nos llegó la noticia de la muerte de Víctor Jara,
y el 25 de septiembre, la del desaparecimiento de Pablo Neruda. Todo estaba perdido.
¿Qué significaban realmente las pocas frases que anunciaban esta tragedia? ¿Qué
había pasado verdaderamente en nuestro país? ¿Cuánto dolor se escondía detrás de
las escuetas palabras que daban cuenta de estos hechos? Nuestro mundo había sido
arrasado, no era sólo un cambio de régimen lo que se había producido, todo lo que
creíamos ser la base y el fundamento de nuestra convivencia nacional se venían abajo,
una contrarrevolución, más eficaz que la revolución de Allende, había devastado
nuestra utopía.

El primer signo de este apocalipsis, habían sido las últimas palabras del compañero
Presidente, pronunciadas a través de una de las pocas radios que no fueron
inmediatamente intervenidas. La mayor parte de los chilenos vivieron estas dramáticas
horas del comienzo del golpe, en sus casas, pegados a sus receptores, y escuchando, a
lo lejos, el desplazamiento de los tanques, el silbido de los aviones a reacción, o el
traqueteo de los helicópteros: esto es lo que explica, que este último discurso de
Allende haya llegado a tantos oídos y a tantos corazones. Escuchadas hoy día, estas
palabras sorprenden: son frases de profunda decepción y de condena moral, en las
cuales, él anuncia su decisión de morir —”pagaré con mi vida la lealtad del pueblo”—,
pero donde también se encuentra la esperanza y la confianza en el futuro —”pero no
se detienen los procesos sociales, ni con la fuerza, ni con la violencia”—, están dichas
en un tono tranquilo y confiado, como si en ese instante toda duda se hubiera
despejado, dando paso a una extrema lucidez. Después de recordar airadamente la
traición de algunos militares, se anuncia, con exactitud profética, la pesadilla que
vivirán los chilenos en los próximos meses, para terminar, afirmando que “otros
hombres” superarán el colapso que se inaugura con su muerte. El contenido nada
mesiánico en que esto está dicho, aleja cualquier sospecha de demagogia, o de falsa
solemnidad, no hay nada enfático, ampuloso o afectado en estas palabras, que se han
transformado hoy día en un mensaje histórico.
Mirando hacia atrás, es difícil resumir el ideario que moría con Allende. Y en esto tal
vez radique su mayor mérito como político, pues detrás de su acción, encontramos casi
todos los elementos capaces de unir la diversidad doctrinaria de la izquierda chilena.
Allende era incuestionablemente un demócrata, un político que luchó en contra de los
sectarismos y que habló en nombre de la libertad, de la tolerancia, y de la justicia
social. Heredero, además, de todas las luchas obreras, defensor del multipartidismo,
del parlamentarismo, del régimen de derecho, de la constitucionalidad, orgulloso de
representar por igual, a “marxistas, laicos y cristianos”, partidario del socialismo, de la
coexistencia pacífica, defensor del tercer mundo, frente a la política de bloques, amigo
de los países socialistas, y en especial, de Cuba, sustentador de una política
internacional independiente, partidario acérrimo del latinoamericanismo, fervoroso
antiimperialista, su política no corresponde exactamente a ninguna de la de los
partidos de la alianza de la izquierda chilena. En eso estuvo su fuerza, pero también su
debilidad, pues, a pesar de que a Allende no le faltó genio para unificar las faenas que
necesitaba para llegar al gobierno, los partidos que constituyeron la Unidad Popular
siguieron manteniendo sus diferencias, no sólo entre ellos mismos, sino también con
respecto al proyecto común que los unía. Esto es lo que explica que Allende haya
podido erigirse en líder unitario, sin llegar a transformarse en el héroe marmóreo
indiscutible, de otras revoluciones o procesos de cambios sociales. Hoy día, después de
su martirio, su nombre aparece a menudo en la boca de los chilenos, con una mezcla
de pesar por no haber sabido comprenderlo enteramente en su momento. “Tenía razón
el viejo” —se acostumbra decir, pensando seguramente en sus esfuerzos por llevar a
cabo ese programa, para el cual, nunca tuvo verdaderamente un partido que lo
apoyara. Paradójicamente, de todos los líderes políticos de su época, Allende es hoy
día el único cuyas ideas siguen enteramente vigentes. Por aquí y por allá, ha habido
cambios, correcciones, divisiones, reajustes, autocríticas y transformaciones, muchas
veces, sustanciales. Por el contrario, en Allende, casi todo lo fundamental sigue
prodigiosamente en pie, como si la historia de Chile tuviera que marchar a reculones, y
los chilenos tuviéramos que vivir hasta el limite nuestras derrotas, para poder llegar
por fin a reconocer la verdad de nuestro propio pasado. Por eso, a 13 años de su
muerte, Allende está destinado a ser lo que nunca fue durante su vida, un líder
incontestado, un hito del que todos se reclaman, un político, que, gracias a su intuición
de futuro, hoy día hace la unanimidad.

Allende quedó solo, empuñando su fusil, y murió como mueren los héroes, a pesar de
que su vocación más profunda era otra, la de constructor realista de una historia. Con
él murieron muchas cosas, pero nació tal vez la posibilidad del allendismo.

La democracia chilena venía funcionando, casi sin interrupción, desde 1833, fecha en
que se creó nuestra primera carta constitucional: sólo una vez, ésta sufrió cambios, sin
que, por lo demás, dejara de ser aplicada. Esta situación, inédita en América Latina,
fue borrada de una plumada por los militares, quienes, en corto plazo, transformaron a
Chile en un campo de concentración, en el cual comenzaron a probarse las políticas
más favorables a los sistemas de penetración. Con ayuda de ellos, comenzó la
minuciosa tarea de destruir las bases de nuestra sociedad y los fundamentos de
nuestra vida económica independiente. En esta opción, los militares chilenos han
revelado una fatídica pericia, acumulando los problemas económicos y políticos, hasta
desembocar en la crisis más destructora que ha conocido Chile. Será difícil restablecer
y reconstruir lo destruido, habrá que emplear fuerzas descomunales, los préstamos
que se han tenido que pedir, superan todas las cifras imaginables, y se han realizado,
aceptando condiciones que significan, en los hechos, una renuncia a la propia
soberanía sobre los bienes que sirven de garantía. Para colmo de males, se han
aceptado, sobre la base de la renuncia irrevocable e incondicional del derecho a la
renegociación, entregándole a un grupo de bancos norteamericanos, el poder de veto
para cambiar nuestra política económica. Esta verdadera traición, inédita en nuestra
historia, es el colmo a que nos han llevado la ceguera y el empecinamiento
oscurantista, de quienes pensaron "salvarnos del marxismo leninismo", y reconducir
nuestra democracia, sin tener en cuenta los verdaderos intereses de nuestro pueblo.

Allende y Neruda, quedaron como símbolos de un proyecto, que, más que un ideario
político o un esquema ideológico, es la simple expresión de una futurista amplitud. No
faltarán los que interpretarán esto como falta de rigor teórico, pues ambos, a pesar de
sus declaraciones ideológicas bastante restrictivas, fueron durante sus vidas anti-
sectarios por excelencia. Neruda se declaraba gustamente partidario del idealismo y
del materialismo, y contrario a todo dogma o ideologismo estrecho. El poeta no quería
luchas inútiles, quería convivir con el cura del Tabo, y con todo el que defendiera ideas
humanistas, quería sentar a todo el mundo en su mesa, sin hacer distinciones odiosas,
quería reconocer a los hombres como hombres, antes que como este, o este otro
"ismo". Pero quería, además, extender los límites de la poesía, sacándola de los
marcos elitistas, para hacerla del pueblo, para transformarla en panfleto si ello fuera
necesario para defender los valores democráticos, pero quería también elevarla a los
cielos más lejanos, para empujarla hacia su esencia. Tal vez esta amplitud de fondo,
no suficientemente teorizada, que encontramos en Allende y en Neruda, sean sus más
importantes legados, especialmente en esta época en que los chilenos hemos sido
víctimas de la ignorancia y de la intolerancia en sus versiones más burdas.

Pero de todas las trágicas noticias que nos conmovieron durante aquella época, la más
dura para nosotros, fue la del asesinato de Víctor Jara, Nuestro amigo no tenía nada
que ver con esa muerte, era un hombre de la guitarra y no de la violencia. Había
entregado su vida a la lucha revolucionaria, pero entendiéndola como pura creatividad,
jamás como destrucción de un enemigo. No recuerdo haberlo visto jamás en una
escena de violencia: su desazón debe haber sido espantosa, cuando descubrió, de
improviso, con todos los que con él se encontraban en el Estadio Chile, esa sangrienta
imagen de Chile. Algo de eso quedó reflejado en sus últimas palabras, que, en nombre
del amor y de la paz, denuncian las atrocidades cometidas por los militares. Los
detalles macabros de su asesinato han quedado como un testimonio abrumador en
contra del Ejército chileno. Hay crímenes que no son expiables, y éste quedará como
una mancha que nada podrá borrar de los uniformes militares. Con la muerte de
Víctor, una parte de nosotros mismos entraba en la leyenda: cuando cantamos en los
primeros homenajes que se le hicieron, descubrimos con estupor, que la muerte nos
había estado acechando desde un principio, habíamos sido testigos próximos de un
destino, la vida de Víctor se cerraba como la de un héroe. ¿Y qué es un héroe? Uno
que al final se encuentra consigo mismo, y no con otro.

El golpe dividió bruscamente nuestra vida en dos partes. Fue bastante duro y difícil,
darse cuenta de lo que realmente había pasado. ¿Lo sabemos ahora? Los hechos de
esta magnitud se comprenden difícilmente, uno queda atado a las formas de ver el
mundo, que eran válidas en el pasado inmediato. Cuesta encontrar la nueva lógica, el
nuevo orden, que va fijando los hechos en una historia. ¿Cómo pensarlo todo de
nuevo, en unos pocos días? ...tirados en unos colchones, que nos servían de
improvisados lechos, hacinados en un departamento que nos había conseguido el
Gitano Rodríguez, para alojarnos mientras estuviéramos en París, pasábamos las
noches en vela, tratando de atar los cabos de ese nuevo enigma que la vida nos había
puesto delante. ¿Cómo había que encarar esta nueva etapa de nuestra existencia?
Como ya lo hemos dicho, al principio, nos imaginábamos que después de unas
semanas, todo volvería a la normalidad, que podríamos rearmar nuestras vidas,
probablemente cambiando de rumbos, pero, en todo caso, en Chile; pero pronto
comprendimos nuestra ceguera. Las noticias eran cada vez más claras. En cuanto
pudimos restablecer algunos contactos, supimos los detalles de las persecuciones, y
pudimos hacer el triste recuento de los amigos perdidos. En Santiago, algunas de
nuestras casas habían sido saqueadas, se nos buscaba como a tantos otros chilenos de
simple filiación izquierdista, con el agravante de que nosotros éramos conocidos. Los
amigos y parientes nos recomendaban quedarnos fuera, por nada del mundo intentar
volver. A mi pobre abuela, señora de 80 años, casi inválida, los militares la habían
tenido encañonada durante dos horas, mientras registraban su casa, buscando
supuestas armas y documentos. Ante esos desmanes, ni siquiera tuvimos que tomar la
decisión de quedarnos en Francia. Nos quedamos, simplemente, o si se quiere, no nos
fuimos. Comenzamos a organizar nuestra nueva vida, tomamos contacto con gente
que podía ayudarnos, y empezamos a actuar en la nueva dirección que tomaba
nuestra vida itinerante.

Nunca dejamos de cantar. El primer concierto que dimos en París fue el tan esperado y
tan anunciado concierto en el Olympia. En un ambiente tristísimo, y tratando de
remontar la derrota, entre suspiros y lágrimas, gimoteamos, más que cantamos, la
“Cantata Santa María”. Todo lo que estaba ocurriendo en Chile lo había ya anunciado
esta obra. La matanza de 1907 volvía a reproducirse a escala mayor, los mismos de un
lado, los mismos de otro, como si la larga historia de las luchas populares, sólo hubiera
servido para aumentar el número de víctimas y para hacer más despiadada la
ferocidad de los militares. Para aumentar nuestro dolor, por fin, después de
innumerables esfuerzos infructuosos, desde los camarines del teatro, pudimos
comunicarnos por teléfono con algunos familiares: conversaciones, en las que poco se
podía hablar, por miedo a que las llamadas estuvieran intervenidas, pero de las que
concluimos que todo estaba ya perdido.

Poco después, cantamos en la Salle Pleyel, en el gran homenaje a Neruda, dirigido por
nuestro amigo, Raoul Sangla, en el que recitaron, Aragon, y Miguel Ángel Asturias, en
una de sus últimas apariciones públicas. Al final del acto, el poeta francés, con su larga
melena canosa, nos abrazó y nos dijo una sola frase, que repetía emocionado, sin
cesar, como si fuera la única conclusión a sacar de todas nuestras desgracias: "Lo que
importa es amar, lo que importa es el amor. Todo lo demás es ficticio…”. Después de
estos conciertos vinieron cientos más, no paramos en dos años: actos de solidaridad,
homenajes a Allende, a Neruda, a Víctor Jara, encuentros, reuniones, congresos... Nos
bajábamos de un avión, para tomar el siguiente, no teníamos tiempo para nada: en
dos meses de 1974, no recuerdo cuáles, estuvimos en los cinco continentes. Gracias a
esta incesante actividad, nunca alcanzamos a sentir un verdadero rompimiento de
nuestros lazos con Chile, éramos parte de su lucha por reconquistar la democracia,
representábamos una voz libre de nuestro pueblo avasallado. Así, vivimos durante
todo ese tiempo, casi sin reflexionar, consumidos por la acción, sin todavía sacar las
conclusiones de lo que nos había pasado.

Se ha dicho que el humor es una de las características de los chilenos. Creo que ésta
es una de las pocas generalizaciones de este tipo que sea verdadera: por lo general, la
pseudosabiduría que se expresa en estas afirmaciones, no hace otra cosa que
reafirmar ciertos prejuicios, mitos renuentes de los que nos es difícil liberarnos. Según
algunas de estas proposiciones, los chilenos serían “los ingleses de América”, el
Uruguay, “la Suiza del continente”, los argentinos, unos farsantes irrecuperables, etc.
Estas frasecitas, cuando se adentran demasiado en las cabezas de nuestros políticos,
pueden llegar a provocar desastres de proporciones... Pero dejemos de lado esta
discusión, y quedémonos con el hecho de que los chilenos, efectivamente tienen un
humor particular. En el Estadio Nacional, cuando a los presos los obligaban a barrer y a
limpiar letrinas, éstos lo hacían cantando: "Enceremos, enceremos...". Las primeras
manifestaciones de protesta, en Chile, fueron los chistes que comenzaron a correr a
propósito de los cuatro generales de la junta. Durante el largo tiempo que duró su
mandato, "Mendocita", el representante de los carabineros, reemplazó al popular
personaje, Don Otto, en la personificación graciosa del tonto. Y el almirante Merino, se
convirtió en blanco predilecto de la ironía popular. También nosotros nos recuperamos
por medio del humor. Una noche, de esas en que comentábamos angustiados las
noticias que nos habían llegado desde Chile, preocupados por la suerte de nuestras
familias, y con la congoja del futuro incierto, de pronto, después de la enumeración
exhaustiva de nuestras tragedias, en la habitación se produjo un gran silencio. Todo
estaba oscuro, no volaba una mosca, ya no había nada más que agregar. Pasó un
largo rato así, sin que escucháramos otra cosa que el ruido que a veces hacia el Metro
cuando pasaba por algún lado, allá abajo, en los intestinos de nuestro edificio. De
pronto, una voz comenzó a cantar: "No sé por qué piensas tú, soldado que te odio
yo...". El despropósito era tan grande, que nos echamos a reír. Otro se atrevió:
"Usted, señor general, no nos entiende..." (el texto de la cantata). De algunos
rincones, surgieron risas nerviosas. Otro se lanzó a voz en cuello: "Soldadito de
plomo...". Así, en una especie de rito para exorcizar nuestra impotencia, fueron
apareciendo de a poco todas las canciones con temas militares que sabíamos. Todo era
tan ridículo, que terminamos riéndonos a carcajadas. De ahí en adelante, nuestro
drama se transformó: podíamos reírnos de nuestra propia tragedia, y lo hicimos hasta
las lágrimas, a veces, en raptos medio histéricos, a veces, con una alegría verdadera.
Cuando la cosa terminó, pudimos por fin echarnos a dormir.

Nos han preguntado muchas veces por qué en esa ocasión nos quedamos en Francia.
La respuesta es simple: allí estábamos, y en ese momento, con todos los problemas
que se nos venían encima, pensar en trasladarnos, habría sido temerario. No teníamos
dinero, y la incertidumbre sobre nuestro futuro era total. Ni siquiera se trataba de
trabajo, porque, ni soñábamos con poder ser capaces de mantenernos sólo del canto.
Si en Chile no lo habíamos logrado, era absurdo pensar que íbamos a poder
conseguirlo ahora.

Felizmente, a las pocas semanas, esta casualidad se transformó en algo querido, el


azar se transformó en destino, y Francia comenzó a parecernos como el mejor lugar
donde podíamos pasar nuestro exilio. El país era, al principio, un enigma para
nosotros, teníamos muy pocos contactos con la gente, porque no hablábamos el
idioma, y aunque nunca aquí nos hemos sentido extranjeros, las formas de trabajo y
de acceso al medio artístico, nos eran completamente desconocidas. Cantábamos a
menudo en actos de solidaridad con Chile, en fiestas españolas y en galas culturales
latinoamericanas. Vivíamos todos juntos, en un pequeño departamento que
arrendamos en el París 15, y nuestra principal preocupación era la de volver a
juntarnos con nuestras esposas, hijos y novias, que se nos habían quedado en Chile.
Algunos viejos militantes antifascistas alemanes, expertos en la lucha clandestina, nos
habían aconsejado no hacer nada por tomar contacto con nuestros familiares, hasta
que las cosas se calmaran. Nosotros estábamos tan desesperados, que no les hicimos
caso, y llamábamos casi todas las semanas, preparando una rápida salida. Felizmente,
nada pasó, y toda nuestra gente pudo llegar a París, a comienzos de noviembre de
1973.
Un día, fuimos a cantar en una manifestación por Chile, a la ciudad de Colombes. El
alcalde, Dominique Frelaut, se interesó vivamente en nuestra suerte de exiliados, y
como su municipalidad había terminado de construir un edificio de 28 pisos, en un
nuevo barrio, nos ofreció a todos irnos a vivir allí. Gracias a esta generosa oferta,
pudimos por fin volver a vivir más civilizadamente, y desde entonces, la mayoría de
nosotros habita en esa altísima torre, desde la cual, todos hemos aprendido a amar el
París lejano, que aquélla vez descubrimos como una aparición, a través de nuestras
ventanas.

Lo que habíamos dejado en Chile no nos importaba. Eran tantas las pérdidas, en vidas
humanas, en proyectos, en historias, que nos vino una completa indiferencia respecto
de tener o no tener casa, libros, muebles, automóviles, etc. Hasta mucho tiempo
después, no hicimos ningún caso, de si estábamos sentados en un cajón, o en un sofá,
si comíamos en el suelo, o en verdaderas mesas, si guardábamos nuestras cosas en
cómodas y roperos, o, como ocurrió en mi caso, en los escalones de una pequeña
escalera que los pintores del edificio habían dejado olvidada.

En los primeros días, nuestras casas estaban amuebladas con muebles-cajas. Los
muebles-cajas son las cajas de desechos de los supermercados, que el ingenio humano
puede transformar, según sus necesidades, en mesa, en velador, en escritorio o en
librero. Estos muebles-cajas, si bien son muy baratos, tienen el inconveniente de no
resistir que un vaso se derrame, por ejemplo: si esto ocurre, rápidamente todo se
desploma, y el usuario está obligado a bajar corriendo al supermercado más próximo,
en busca de otro mueble-caja que lo reemplace. Lo más probable, es que el nuevo no
tenga el mismo tamaño que el anterior, lo que obliga a cambiar inmediatamente la
escala de relaciones, si no se quiere depositar los platos en el vacío. De estos muebles-
cajas, pasamos a los muebles fabricados por nosotros mismos, comprando tablas en
las barracas. Este tipo de muebles, mucho más sólidos, nos hizo desplegar increíbles
esfuerzos imaginativos, para forjar un estilo que se acomodara a nuestras
posibilidades pecuniarias. La solución de todo llegó, cuando descubrimos que podíamos
utilizar en su factura, los troncos de árbol que encontrábamos a veces tirados en los
bosques. Estos, fueron, durante algún tiempo, causas de envidia entre nuestras
dueñas de casa, las cuales se peleaban por conseguirlos, para hacer patas de mesas,
pisos o elegantes veladores, cuando el tamaño lo permitía. Después, vino la época de
los muebles verdaderos, obtenidos gracias a la buena voluntad de los vecinos, que
quisieron deshacerse de sus trastos viejos; gracias a ellos, por fin pudimos volver a
comer en mesas verdaderamente horizontales, en las que ya no había que tener
ningún especial cuidado para ubicar los platos y los vasos. Así, nos fuimos haciendo,
poco a poco, de casas habitables.

Para acceder a algunas de las comodidades que proporciona lo moderno, nos


aprovechamos del estar viviendo todos en el mismo edificio, y compramos algunos
útiles colectivos. Estos fueron: una sartén incolable y una lavadora. La sartén viajaba
de departamento en departamento, y a veces, para freír un huevo, había que recorrer
todo el edificio para encontrarlo. La lavadora era sedentaria, pero, lamentablemente,
se encontraba en mi casa, lo cual significaba que, a toda hora, había visitas con atados
de ropa sucia. Estas facilidades no las tuvimos, cuando se trataba de ensayar nuestras
canciones, pues, durante mucho tiempo, tuvimos que hacer uso del subterráneo de
una casa municipal, habitado desde tiempo inmemorial por arañas e insectos que hoy
día deben ser expertos en canción chilena. Pero no sé si se puede confiar mucho en
sus conocimientos, porque el piano que usábamos, y que ellos tan asiduamente
visitaban, jamás tuvo una nota afinada como es debido.
Francia nos fue conquistando poco a poco. El franquismo había interrumpido los lazos
culturales entre España y América Latina, y el país que, en cierto modo, tomó el
relevo, fue Francia. En nuestro específico terreno de la música folklórica, éste era el
único lugar europeo donde ésta se conocía algo más profundamente: desde hacía
tiempo que los latinoamericanos de París habían estado armando y desarmando
grupos, los cuales ya en los años 60, habían logrado un relativo éxito: los discos de
“los Incas” y “los Calchakís” se vendían hasta en los supermercados, y la presencia de
grupos de exiliados paraguayos y de algunas grandes figuras radicadas en París, como
Atahualpa Yupanqui y otros, había alimentado el interés de los franceses por este tipo
de música, que, cuando nosotros llegamos, ya tenía un numeroso público ganado.

Pero lo que terminó de conquistarnos en Francia, fue el conocimiento más profundo


que comenzamos a tener del país, de su pueblo, del paisaje, de su historia y de su
cultura. Viajamos mucho por todas las provincias, conocimos los pequeños pueblos y
las grandes ciudades, participamos en fiestas populares, en grandes manifestaciones,
en pequeños conciertos, y nos fuimos impregnando de la vida francesa, que, poco a
poco, nos fue seduciendo. No creo que nunca un exiliado pueda conseguir una
adaptación perfecta al país en el que está obligado a vivir, nunca se deja de pertenecer
al propio, pero la propia vida, el hecho de que un nuevo paisaje humano pase a formar
parte de nuestras circunstancias, va relativizando nuestra pertenencia, y nos va
abriendo hacia otras posibilidades de ver y de sentir el mundo. Así, vamos ganando
una vida que no teníamos: nuestra nacionalidad no es algo voluntario, y los nuevos
lazos que se van tramando con el país de exilio, van construyendo un amor paralelo. El
amor a la patria es menos excluyente de lo que se cree, el país de adopción pasa a ser
un nuevo punto de referencia, desde el cual accedemos al mundo, como un segundo
nacimiento, volviendo a adoptar costumbres, lenguajes, valoraciones, ahora de un
modo mucho más consciente, rehaciendo el camino que habíamos hecho a ciegas, para
ser chilenos o latinoamericanos. Un día, durante una gira en una ciudad remota del
Japón, y cuando estábamos aburridos, en esos tiempos muertos que se producen
esperando una actuación, de pronto, en la pantalla de televisión comenzaron a
aparecer imágenes de París. Todos quedamos absortos, mirando, y haciendo
comentarios nostálgicos acerca de los detalles de paisajes y calles que iban
apareciendo: nuestra nostalgia ya no era más exclusivamente por Santiago, por los
paisajes cordilleranos, por el norte desértico o por los lagos de Chile, ahora se
agregaban las calles de París, nuestro propio barrio, y todas esas cosas que hemos
aprendido a querer en estos años de exilio. Los años que hemos vivido en Francia no
son un "paréntesis en nuestra vida", como decía uno de nuestros acertados políticos,
sino una parte de ella, una fatalidad, que, felizmente, hemos podido transformar en
algo positivo. El exiliado aprende muchas cosas, pero sobre todo, una: que se pueden
amar otros paisajes, otra gente, otras costumbres y ceremonias, que el mundo es
inmensamente rico, que muchas vidas son posibles, y que nunca faltan razones para
volver a comenzar. Seguramente, en estos años ha habido muchos chilenos que no
han podido remontar la tristeza del desarraigo, son como plantas que sólo saben
florecer en un clima, que no tienen ninguna facilidad de adaptación: por lo general,
esta gente se encierra en un mundo ficticio, e intenta reconstruir con los pedacitos de
realidad de que dispone, el complicado puzzle de sus lazos con su patria. Con eso se
consigue una cierta continuidad, pero, en verdad, se pierde toda realidad, no se está,
ni en una, ni en otra parte. Cuesta mucho salir de ese cascarón protector, y echarse de
nuevo al mundo, para descubrir en él, y no en el recuerdo, los elementos reales, con
los cuales debe uno ahora construir su vida. Los exiliados que no son capaces de esto,
se extinguen lentamente o se neurotizan en extremo. Nosotros, por nuestra profesión
de cantores, pero también por la situación privilegiada de haber sido durante largo
tiempo los representantes de la lucha democrática de nuestro pueblo, tuvimos muchas
facilidades para crear puentes hacia otras realidades, sin renunciar a nuestros vínculos
culturales con Chile. Nuestros conciertos, aunque tengan lugar en Tokio o en Nueva
York, siempre han seguido siendo una parte de la cultura chilena, una continuidad con
respecto a lo que habíamos creado hasta 1973. Esto nos ayudó a comprender mejor
nuestra nueva situación, y a sobrellevar nuestra nueva vida.

EN ALGUNA CALLE DE LA RDA, 1974: QUILAPAYUN JUNTO A RAUL "WARREN"


GOMEZ

Una de las grandes cualidades, que, los artistas que hemos pasado por aquí, tenemos
que reconocerle al pueblo francés, es su amplitud, su apertura, su capacidad de
comprender lo ajeno, sin renunciar a lo propio, su valoración de lo nuestro,
exigiéndonos fidelidad a nuestras propias raíces. Aquí, pudimos seguir siendo nosotros
mismos, sin que nuestra adaptación el medio artístico francés nos obligara a seguir un
derrotero diferente al nuestro. Sólo después de haber vivido aquí doce años, hemos
visto la necesidad de cantar en francés, y esto, no porque nuestro propio idioma nos
dificulte el contacto con este público, sino por una necesidad espontánea, que surge
ahora de nuestra propia implantación en Francia. Durante todos estos años, hemos
tenido aquí un público fiel, que nos ha seguido en nuestro itinerario cancionero, y que
nos ha permitido encarar nuestra labor con creatividad, que se ha interesado en
nuestra aventura, y que sigue exigiéndonos superación de lo ya hecho, sin renunciar a
nuestro pasado.

Algunos exiliados, seguramente por frustración, se ponen especialmente agresivos con


el país que los ha acogido, se les produce una especie de reacción alérgica hacia todo
lo que los extranjeriza, todo lo que les recuerda que están lejos de su país, y aunque
tratan de rehabilitar su vida pasada, formando ghettos de sueños y empanadas,
chocan inútilmente con los usos del lugar, y viven en la confusión y la nostalgia. Para
nosotros, las cosas han sido diferentes: rápidamente, aprendimos a reconocer los
beneficios que podíamos extraer de nuestra permanencia en Francia, y después de
nuestro naufragio, yo diría que ahora estamos instalados en este medio, y con pocas
ganas de salir nuevamente a la aventura, inclusive, si ésta fuera en un Chile que
hubiera recuperado la democracia. Esto podría parecer ingrato y exagerado, pero el
tiempo pasa, y no vale la pena inventarse pretextos y justificaciones, cuando la vida se
ha apoderado de nuestras decisiones. Ahora que hemos vuelto a tener sofás, roperos y
camas, es muy duro pensar en tener que volver a reconstruir todo de nuevo. Y una de
las cosas que más pesan en este sentido, es el nacimiento de nuevas familias, las
vidas que han ido haciendo nuestros hijos, ahora seguramente mucho más franceses
que chilenos, los nuevos parentescos, los nuevos compromisos, y la nueva trama de
relaciones humanas, con la cual se va tejiendo la vida real. Para nuestros hijos, Chile
viene a ser como un país mitológico, más cercano a los sueños de sus padres, que a
los suyos propios, lugar que quisieran visitar seguramente, pero en el cual no se
imaginan viviendo, pues, como nosotros, también ellos le deben fidelidad a las raíces
que la vida les ha impuesto. Lamentablemente, estos problemas nunca han aparecido
enfrentados en forma realista, se ha dado una imagen completamente falseada del
exilio, tomándolo únicamente en su aspecto político, y se ha inventado un dramatismo
o un patetismo, que la mayoría de las veces, está lejos de la realidad, haciendo creer
que todos los chilenos que viven afuera, pasan sus días con la espina del retorno
clavada en medio del corazón. Seguramente hay casos de ésos, pero un buen número
de exiliados, hoy día se ha asimilado a su nueva condición, y sería muy difícil sacarlo
de ella. Para muchos, volver sería multiplicar el exilio, o en el caso de los que llegaron
muy jóvenes o que nacieron aquí, comenzar a vivirlo.

Desde Francia se descubren nuevas pertenencias, se tiene una visión más general de
América Latina, y se hacen más presentes, países y regiones de los que en Chile
sabemos muy poco: África, por ejemplo, los países árabes, Japón, China, etc., pero
además, se vive la propia realidad francesa como observador y participante a la vez, lo
que habitúa a una cierta objetividad, frente a conflictos, que, de otra manera, se
enturbian por los partidismos y las tomas de posición, en apariencia, inconciliables.
Esto nos ha ayudado a ser más amplios y tolerantes, y a tratar de comprender nuestra
propia realidad latinoamericana, desideologizando un poco nuestros conflictos, los
cuales revisten a veces el carácter de grandes cruzadas, cuando, en realidad, no son
otra cosa que pequeñas reyertas unilaterales y estrechas.

Pero tal vez, lo más decisivo para nosotros, ha sido lo que tiene directamente que ver
con nuestra profesión; en este sentido, el conocimiento de la canción francesa, ha
influido directamente en lo que hacemos. En estos últimos decenios, los
latinoamericanos hemos perdido mucho los vínculos que antes tuvimos con la cultura
francesa. Nuestros pueblos apenas conocen a algunos cantantes del pasado, y de
manera muy superficial. La influencia anglosajona ha sido devastadora, y nos ha
impedido ver lo que se ha estado haciendo en otras partes. Grandes figuras de la
canción francesa, como Leo Ferré o Georges Brassens, o inclusive, Jacques Brel, son
apenas escuchados por algunos intelectuales, pero completamente ignorados por el
gran público. Para nosotros, descubrirlos a ellos, y a todos los demás, de Charles
Trenet a Renaud, fue como entrar en un nuevo continente. Por eso, nuestras
creaciones posteriores al golpe están marcadas por esta experiencia.

Los exiliados somos ciudadanos de extraños países intermedios, que no están en


ninguna parte, pero que, a su manera, hacen la imposible síntesis de lo que hemos
vivido. El que visita un país como turista, en el fondo, nunca sale del suyo, todo lo que
mira, lo ve desde la ventana de su propia realidad, desde su punto de vista nacional.
Por el contrario, el que llega a vivir en otro país, comienza a conocer la ambigüedad de
su posición. Tal vez exista un país entre Francia y Chile, un país nuevo, que está
todavía por descubrir. Nosotros formamos parte de él. Tal vez, los que vivimos
flotando, hayamos descubierto una verdad importante, que une los extremos, y
demuestra la ilusión que hay en toda fragmentariedad humana, tal vez, el único país
real es el que establece los vínculos entre todos los hombres y todos los países. El
exiliado ha perdido muchas cosas, pero ha ganado otras, entre ellas, esta conciencia
de que todas las tierras engendran en el hombre el mismo deseo de cultivarlas, de
elevar nuestras casas en ellas, este saber de que ningún verdadero amor se contradice
con otro, de que todos pueden coexistir en el alma, sin desgarros y sin destrucción.
SIGUE EL EXILIO

Nuestra vida en el exilio se fue organizando poco a poco: algunos, que eran solteros,
comenzaron a vivir con francesas, y se fueron formando familias que se agregaron a
las ya existentes. Se formó así un clan bastante numeroso, en el que ahora
predominan los niños nacidos en Francia, y en el que hay un equilibrio de mujeres
chilenas y francesas.

Hernán seguía viviendo solo. Un día fuimos a dar un concierto en los suburbios de
París, y Pascaline, la hija del dueño del hotel François I, al que llegábamos cuando
veníamos a esta ciudad, en las primeras giras, nos fue a escuchar. En las pequeñas
piezas de ese hotel, ubicado en pleno Quartier Latín, ensayábamos y dormíamos, y
todas las mañanas, como ya éramos "habitúes de la maison", desayunábamos con los
propietarios y sus dos hijas. Pascaline era la menor, y entonces, era tan pequeña, que
todo el rigor del código penal hubiera caído sobre nuestras cabezas si alguno de
nosotros hubiera imaginado romances con ella. Ahora había cambiado. Hernán no lo
notó inmediatamente, pues entonces estaba entusiasmado con una chilena que no se
decidía a hacer venir a Francia. Nos aburría con sus titubeos: "la traigo o no la traigo...
y si aquí me doy cuenta que no la quiero...". En el bus de vuelta, Pascaline nos pidió
que pasáramos a dejarla a su casa. Por casualidad, se sentó junto a Hernán. Como la
pareja no se veía mal, comenzamos a hacer chistes acerca de posibles amoríos entre
ambos. Nos miraban y movían las cabezas, como si nuestras insinuaciones fueran una
barbaridad. Estábamos tan cansados, que pronto nos olvidamos de ellos, y caímos en
el embotamiento de esos viajes en bus por los suburbios de la ciudad. Pero también
nos olvidamos de que para acceder a los deseos de Pascaline, habríamos tenido que
cambiar de ruta y dirigirnos hacia el viejo hotel. Las ganas de volver pronto a nuestras
casas nos hicieron dirigirnos directamente a Colombes. Fue sólo cuando llegamos, que
nos dimos cuenta que Pascaline seguía con nosotros. Hacer de nuevo el camino de
Colombes hasta París nos pareció una empresa inabordable. Estábamos rendidos. ¿Por
qué no se quedaba en alguna de nuestras casas a pasar la noche y partía a la mañana
siguiente? Podíamos llamar a sus padres para que no se inquietaran. ¿Pero quién podía
alojarla? Todas las miradas convergieron sobre Hernán. En efecto, él era el único que
disponía de una habitación libre. Un poco amurrado, Hernán consintió, y partió con
nuestra amiga. Nosotros los despedimos con las bromas del caso y nos fuimos cada
uno a su casa.

Ya se nos había olvidado el asunto, cuando, al cabo de tres días, recibimos un extraño
llamado de la Embajada de Chile. La policía francesa andaba buscando a una joven que
había desaparecido desde el último fin de semana, y se sospechaba que algunos
chilenos tenían que ver con esto. Las últimas personas que habían sido vistas con ella,
éramos nosotros. Nos pedían que nos dirigiéramos a la prefectura de policía para
informar de este asunto. Que se nos llamara desde nuestra embajada, con la que no
teníamos ningún tipo de relaciones desde el día del golpe militar, y que se nos
mezclara con un caso policial, era algo inquietante. Olimos el escándalo que se nos
venía encima y corrimos de inmediato donde Hernán. Golpeamos nerviosamente a la
puerta. Nos abrió Pascaline con una sonrisa en los labios. A Hernán se le había
olvidado avisarle a la familia, y había sucedido lo que todos nos habíamos imaginado
podía suceder. Nuestro amigo tuvo que salir corriendo a explicarle todo a la familia de
su nueva novia. Felizmente, el escándalo se paró, y, desde entonces, Pascaline sigue
abriendo la puerta con la misma sonrisa cuando uno golpea en su casa. La chilena
indecisa quedó enojadísima, pero fue definitivamente olvidada.

Pocos meses después del golpe, hubo que reemplazar a Rubén Escudero. Para ello
mandamos a buscar a Guillermo García, quien había trabajado con nosotros en uno
de los grupos que formamos en 1972. Pedirle que viniera fue difícil, porque, dadas
nuestras relaciones con el gobierno chileno, trabajar con nosotros era prácticamente
elegir el exilio. Cuando llegó, supimos de todas las tribulaciones que habían tenido que
sufrir nuestros compañeros folkloristas para poder seguir cantando bajo la bota militar.
Todo estaba derrumbado. En una reunión de algunos jefes militares con el sindicato de
folkloristas, los artistas habían sido intimidados para que no se siguieran utilizando
ciertos instrumentos, que, a juicio de ellos, eran "subversivos". Estos peligrosos
objetos eran la quena y el charango. Por otro lado, todas las garantías que los
espectáculos nacionales habían conquistado durante el gobierno popular (disminución
de pago de impuestos para espectáculos nacionales, facilidades para conseguir salas
municipales, etc.), habían sido retiradas. En su mayoría, los conjuntos se habían
disuelto, y sólo quedaban algunas iniciativas amparadas por su carácter estrictamente
comercial. Las gentes trataban de reconstruir algo a través de los organismos de
solidaridad y en las iglesias, pero sin grandes resultados.

GUILLERMO GARCIA

Como todos nosotros, Guillermo había comenzado a cantar en pequeñas formaciones


de colegio. En ellas, cantaba canciones del Quilapayún, cuyos arreglos reproducía,
escuchando los discos, del mismo modo como nosotros lo hicimos alguna vez con otros
grupos. Con sus amigos, soñaba con poder tal vez cantar algún día en el Quilapayún,
cosa que entonces les parecía el colmo de la realización de sus aspiraciones artísticas.
Movido por sus intereses musicales, había entrado al Conservatorio en plena lucha
reformista, lo cual le movió a militar activamente en organizaciones políticas. Él fue un
entusiasta militante de las Juventudes Socialistas, y le tocó colaborar con alguna gente
que se reclamaba del Ejército de Liberación Nacional de Bolivia, sin que él pudiera
comprobar nunca en la práctica los frutos de esta colaboración. Fue fotógrafo, chofer,
secretario, director de obras en una construcción, maestro, y muchas otras cosas más,
esperando que la revolución continental lo llamara a jugar un rol más decisivo. Al final,
terminó por enrolarse en nuestras filas, y allí sí que pudo demostrar sus capacidades
artísticas, que son las que mejor se acomodan a su naturaleza. Es probable que la
revolución haya perdido un guerrillero, pero nosotros ganamos un excelente tenor.
Durante la época del golpe militar, ya estaba incorporado a nuestro elenco, lo que le
valió vivir días de pesadilla, en ese instante, en que cualquier viso de izquierdismo
bastaba para ser enviado a la cárcel. El día 11 de septiembre, tenía que juntarse en
cierto lugar con su grupo para cantar. Cuando llegó allí, se dio cuenta que los militares
habían allanado el barrio, y tuvo que volver rápidamente a su casa. Después de tres
días, que pasó "zambullido" con otros quilapayunes, abandonó parcialmente la
clandestinidad, para correr a ayudarle a un amigo que se encontraba en aprietos. Éste
último, que también cantaba en el grupo, había cedido gentilmente su casa para
guardar las "armas" del Ejército Rojo de su barrio, y ahora se encontraba con un
garaje lleno de cocktailes Molotov y con una pistola en la mano, con la cual no sabía
qué diablos hacer. Guillermo acudió al llamado, y los militares aprovecharon la ocasión
para dejarse caer en su propia casa, robándole todos los muebles y artículos
electrodomésticos que él venía adquiriendo desde hacía algunos meses para poder
casarse con su novia. Ignorando lo que le estaba ocurriendo, pasó todo el día
ayudando a su amigo a desarmar las bombas, y a meter las botellas en sacos que
trasladaban hacia un sitio eriazo cercano. Estaban escondiendo los carnets de sus
partidos en los interruptores de la luz, sabiamente desatornillados, cuando llegaron los
milicos, allanaron la casa, y se los llevaron prisioneros. Los llevaron al regimiento Buín,
les pegaron hasta el cansancio, y, al final, después de varias horas de interrogatorios,
los soltaron. Tuvieron suerte. Un oficial, impresionado por los flamantes zapatos que
Guillermo calzaba, zapatos importados, que por algún extraño motivo habían ido a
parar a sus pies, no llegó a creer que quien los portaba pudiera ser un peligroso
extremista, colaborador de los roteques de las poblaciones santiaguinas. Convencido
de que estaba frente a algún jovenzuelo de buena familia, lo dejó rápidamente en
libertad.

Durante un año, estuvo dándose vueltas, tratando de formar grupos musicales en el


Conservatorio, hasta que recibió nuestra carta, invitándolo a venir a Francia.
Reemplazó fácilmente a Escudero, en lo musical y en lo otro, porque, desde su
entrada, ha sido siempre el favorito de nuestras admiradoras. Una vez, incluso, le
ofrecieron hacer una película, la directora estaba entusiasmadísima, pero como en
aquella época nuestro amigo no hablaba ni jota de francés, las relaciones fueron
difíciles. Para suplir sus deficiencias idiomáticas, Guillermo acostumbraba andar
siempre con un diccionario en el bolsillo, pero como cualquier persona que haya
utilizado dicho método puede atestiguarlo, nunca encontraba la palabra adecuada en el
momento adecuado. Una vez, la policía lo detuvo en una ruta por exceso de velocidad,
y Guillermo, que no tenía documentos y había logrado echar una rápida ojeada a su
diccionario, comenzó a repetir con su habitual altanería: "¡ça fait rien, ça fait rien! (¡no
importa, no importa!)". Los policías no podían creer lo que estaban escuchando. En
realidad, nuestro amigo quería decir: "¡je n'ai rien, je n'ai rien! (¡no tengo nada, no
tengo nada!)", pero el nerviosismo lo había traicionado.

En esa primera época, nuestras dificultades con los idiomas eran serias. Felizmente,
estos problemas hoy día han desaparecido y podemos hacer nuestros recitales sin
dificultad, en inglés, en francés, en alemán y en español.

Fue por esta época que cumplimos uno de nuestros más preciados sueños: ir a cantar
a España. Todavía estaba Franco en el poder, y nuestro trato con los españoles se
había reducido hasta entonces, a cantar en algunas de sus fiestas anuales, organizadas
en Bélgica o en Francia, para juntar fondos para la lucha antifascista. Así, conocimos a
muchos de nuestros mejores amigos españoles, al poeta Marcos Ana, que pasó una
vida entera en las cárceles franquistas; a Paco Ibáñez, que siempre solidarizó con la
causa del pueblo chileno; y a Raimon y Pi de la Serra, quienes, en algunas ocasiones,
salían de España para actuar en estas manifestaciones. Antes, en Chile, nunca
habíamos faltado a la cita cuando los exiliados españoles nos habían invitado a cantar.

La primera posibilidad de ir a España se produjo cuando comenzaron los primeros


tímidos cambios en el régimen, a fines de 1974. Algunos amigos catalanes, agrupados
en una organización religiosa, Agermanament, pensaron que algunas de nuestras
canciones tal vez podían pasar la censura, y que moviendo algunos resortes
administrativos se podía obtener una visa de entrada. Se hicieron algunas
averiguaciones, y por fin, después de algunos intentos frustrados, se consiguió el visto
bueno de las autoridades. De cerca de cincuenta canciones que presentamos, siete
fueron aceptadas. Nunca pudimos comprender cuál fue el criterio empleado para hacer
esta selección, porque, entre las siete, se encontraba nada menos que "El pueblo
unido", en cambio, canciones folklóricas sin ninguna alusión política, fueron
rechazadas. Aunque era difícil encarar un recital con sólo siete canciones, decidimos
arreglárnosla con algunas instrumentales, y terminamos dándole forma a un
programa, que, en definitiva, no nos traicionaba. Nos ayudó la inclusión de la "Elegía al
Che Guevara", que es una canción sin palabras, y la "Patria de multitudes", que apenas
tiene texto.

Se arreglaron conciertos en Barcelona y en Madrid. Las condiciones puestas por la


policía eran terminantes: no se haría conferencia de prensa a nuestra llegada, no se
haría propaganda pública para el concierto, ni en la calle, ni en los periódicos, y se nos
instaba a reducir nuestros desplazamientos a los estrictamente necesarios para
nuestro trabajo artístico, dejando el turismo para otra ocasión más propicia. Además,
debíamos atenernos estrictamente al programa aprobado por la censura. A nosotros,
estas condiciones nos parecían draconianas: ¿cómo se podía hacer un recital sin
propaganda? El Palau Blau Grana, donde estaba prevista nuestra actuación, tenía
cabida para seis mil personas. Sin mucha confianza en los resultados, pero
entusiasmados ante la idea de cantar por primera vez en la Madre Patria, nos
entregamos a las manos de los organizadores. Ellos sabrían lo que había que hacer.

La llegada a Barcelona fue digna de una película de espionaje. Apenas entrados al


territorio español, se nos llevó directamente al hotel, en una caravana de automóviles,
y en un ambiente de nerviosismo y de tensión que nunca habíamos vivido antes.
Misteriosos llamados telefónicos, recomendaciones de todo tipo, personajes que nos
seguían a todas partes, estricto clandestinaje. Como nuestro concierto todavía estaba
dependiendo de algunos trámites administrativos, los organizadores temían una
provocación por parte de la policía: cuarenta años de régimen odioso les habían
enseñado a no dar nada por hecho.

Cuatro horas antes de comenzar el espectáculo, fuimos trasladados a uno de los


camarines del estadio, y allí tuvimos que quedarnos, sin asomar la nariz, hasta la hora
de salir al escenario. Desde nuestro escondite, sentíamos que la tensión de los
preparativos iba en aumento: carreras de un lado para otro, ordenes al equipo de
vigilancia, recomendaciones por si se producía un incidente, etc., etc. En esto
estábamos, cuando de pronto escuchamos unos golpecitos a la puerta. Fui a abrir, y
me encontré a boca de jarro con un tipo, que evidentemente no tenía nada que ver
con la organización del espectáculo. Lo acompañaban otros dos, con la misma
apariencia: medio pelados, bastante fornidos, vestidos con ternos obscuros, y que
hablaban con voces graves y un poco imperativas.

Fueron directamente al grano: "Somos de la policía política y quisiéramos hablar con


ustedes". Los hicimos pasar, lo más amablemente que pudimos. Uno de ellos traía bajo
el brazo nuestro disco “Por Vietnam”, editado en Chile. En él habíamos incluido dos
canciones españolas, una de las cuales, entre otras linduras, hacía mención de Franco
como un hijo de puta... Comprendimos que la cosa venía en serio. Comenzaron a
interrogarnos:
¿Ustedes son los que hicieron este disco?
Sí, nosotros.
Aquí hay canciones que están prohibidas en España.
Lo sabemos.
¿Y qué programa van a hacer hoy día?
Tenemos un programa que ha sido aprobado por la censura.
¿Y en él, hay alguna de las canciones del disco?
No.
¿Y ustedes se atendrán estrictamente a este programa?
Estrictamente. Nuestra intención no es venir a provocar.
Correcto. Ojalá que así sea. Si ustedes no se salen del programa, no van a tener
problemas.
¿Con quién podríamos tenerlos?
Con nosotros. Estaremos en el estadio hasta que termine el recital.
Ojalá que disfruten el concierto.
Afirmativo, si se atienen al programa. Confiamos en vuestro buen criterio. Buenas
noches.
Y comenzaron a salir del camarín. Cuando el último de ellos, el que llevaba el disco,
llegó hasta la puerta, se volvió hacia nosotros, como si le quedara algo que decir. Con
una sonrisita en los labios, preguntó:
¿Los que grabaron este disco, están todos aquí?
Sí, estamos todos.
Entonces, ¿Podrían autografiármelo?
Y se acercó, ahora sonriendo más abiertamente. Le firmamos, se despidió
amablemente, y se fue detrás de sus compañeros. No cabía duda, las cosas estaban
cambiando en España.

Nadie pudo explicarnos cómo los miles de personas que afluyeron al estadio llegaron a
enterarse de nuestro recital. El hecho es que una hora antes del concierto, el Palau
Blau Grana estaba repleto, y otro estadio entero se había quedado afuera para que lo
dejaran entrar. Tuvimos que tomar rápidamente una decisión, para que los que se
habían quedado sin entradas, se tranquilizaran. Con los organizadores, salimos a
explicarles que se disolvieran por el momento y que volvieran en un par de horas,
habría un recital especial para ellos. La gente actuó responsablemente y las cosas se
calmaron. Rodeando el estadio, había un gigantesco despliegue policial.

Pero lo más impresionante estaba adentro. Rodeando el escenario, un cuerpo entero


de uniformados, con metralletas en actitud amenazante, recibía las pifias del público.
Todas las aposentadurías estaban circundadas por policías. Estábamos todos
amenazados, el público y nosotros. Hacia donde uno mirara, había un fusil o una
metralleta, encañonando al primero que se saliera del orden prefijado. El arma del
fascismo era, como en todas partes, el miedo. Pero el arma de los que habían venido a
vernos era mucho más poderosa: unidos y tomados de la mano, gritaban consignas
libertarias en la cara misma de los soldados. El ambiente era de fiesta. todas las
banderas prohibidas flameaban entre la multitud enardecida, la catalana, la vasca, la
de la república, y muchas otras de las minorías nacionales del estado español, cuyos
representantes se habían dado allí cita. Gritos por Chile, contra Franco y contra
Pinochet, pero, sobre todo, gritos por España y su futuro. El país renacía.

Cuando salimos al escenario, nos recibió una ovación. Emocionados, comenzamos a


vocear "El pueblo unido". Más de alguno alzaba el puño en las propias narices del
policía que tenía al lado. Nadie quería retenerse más, nadie quería inclinarse más ante
la presencia represiva. Habíamos conquistado todos un pequeño espacio de libertad
para España. Pedimos calma y comenzamos a cantar. Cada palabra que decíamos era
multiplicada en su caiga afectiva por los miles de corazones que compartían nuestro
mensaje, la carga eléctrica de palabras como "libertad", "justicia", "futuro", estaba
potenciada al máximo, y la más mínima alusión a la represión y a la violencia era
recibida con estruendosas repulsas. Estábamos en una comunidad de espíritus que
pocas veces hemos vivido con tanta fuerza. La pujanza de los españoles por
deshacerse de la dictadura, la fuerza histórica que bullía en el interior del país y que
buscaba expresión y forma, encontraba en esas ocasiones una salida feliz, y nos hacía
respirar a todos ese hálito invisible que despierta a los pueblos y los hace avanzar:
creer en nuevos derroteros. Más tarde, cuando volvimos a una España cada vez más
libre, tuvimos oportunidad de reeditar experiencias como ésta, en La Coruña, en
Sevilla, en Madrid, en Bilbao, en San Sebastián, en Córdoba, en Granada, en Valencia,
y hasta en los más remotos pueblitos de provincia.

Durante este primer concierto y el siguiente, que tuvo las mismas emocionantes
características, tuvimos que llamar muchas veces al público a la responsabilidad, para
que no hubiera desbordes y todo terminara bien. Actuábamos en sentido contrario al
de costumbre, hablábamos para que todos volviéramos a la realidad, para que no nos
dejáramos arrastrar hacia un sueño demasiado peligroso, que hubiera podido
conducirnos a un enfrentamiento con la policía. Felizmente, nada se produjo, y esa
noche se constituyó en una de las actuaciones inolvidables de esos años itinerantes.
Seguramente nuestras canciones llegaron al público español con más fuerza que a
otros pueblos europeos. Compartíamos el drama y la esperanza de terminar con él. A
partir de esos momentos, nuestras voces hicieron su camino en España, y hoy día,
seguimos perteneciendo al paisaje de esos tiempos que no se han olvidado y que no
debieran olvidarse nunca, para que los frutos del presente no oculten los trabajos y los
inviernos del pasado. La libertad, toda libertad, debiéramos vivirla siempre como un
privilegio, jamás acostumbramos a ella, para no caer en la trampa del olvido fácil, que
quiere borrar rápidamente los dolores. Al día siguiente de estos conciertos, supimos
que los previstos en Madrid habían sido prohibidos, y que la policía nos daba
veinticuatro horas para salir de España. Tuvimos que irnos, pero pronto volvimos, y
tantas veces, que nuestros pasos por la frontera se han banalizado. En el hotel Alcázar
de Irún, la señora Amelia sabe que nuestro postre favorito es el arroz con leche, y nos
lo prepara especialmente, cada vez que nos toca pasar por ahí...

En nuestro exilio hay, por lo menos, dos etapas bien diferenciadas: la primera,
caracterizada por nuestra entrega total al movimiento de solidaridad con Chile, y la
segunda, por una vuelta hacia la reflexión y hacia la reinvención crítica de nuestro
canto. En la primera etapa, nuestra creatividad se vio resentida por el activismo en
que caímos, por obra de las obligaciones políticas que no podíamos eludir. Como se
sabe, el movimiento de solidaridad con Chile fue uno de los más activos y masivos que
nuestra época ha conocido, tal vez sólo comparable al que despertó la guerra
española, o la lucha en el Vietnam. Esto significó, que los dos primeros años después
del golpe, los dedicamos a cantar en todos los sitios en que se reclamaba nuestra
presencia. En ese momento, nosotros éramos uno de los pocos grupos representativos
que se encontraban fuera del país. Pero la historia sigue su curso, y pronto, otras
luchas y, sobre todo, grandes victorias del movimiento democrático, acapararon el
interés de las luchas solidarias. Después de Portugal, vino Grecia, y finalmente,
España. Además, la tragedia de América Latina se generalizó, siguiendo un curso
sangriento y violentista la historia de todos los países del cono sur. Esto hizo, que las
campañas de denuncias ante las dictaduras militares tomaran este problema como una
enfermedad global, en la cual estaban implicados, el Brasil, la Argentina, el Uruguay y
muchos otros países. Los chilenos pasamos a ocupar un lugar más en la larga lista de
tragedias del continente, los actos de solidaridad se hicieron cada vez más escasos, y
nosotros, que comenzamos a participar indistintamente en manifestaciones de apoyo a
todos los países que vivían bajo dictaduras, empezamos a tomar una cierta distancia
con nuestro propio drama, aprendiendo a verlo como una herida más en la torturada
América, cuyo parto ha sido mucho más doloroso de lo que habían previsto los
historiadores más pesimistas.

Esta visión más objetiva de Chile nos obligó a volvernos hacia nosotros mismos, a
preocuparnos de nuestra orientación, a reflexionar críticamente sobre nuestro pasado,
y a buscar nuevos motivos de canto y nuevas direcciones en nuestro accionar político.
Nos vimos obligados a estudiar más detenidamente lo que hacíamos, tanto en los
aspectos técnico profesionales, como en las orientaciones ideológicas. El nuevo medio
en que comenzamos a movemos, era, artísticamente hablando, muy exigente. Una vez
terminada la euforia solidaria, empezamos a ser vistos como artistas profesionales y
punto, a ser comparados con otros artistas del mismo medio, y a ser sometidos a una
crítica poética y musical que nunca antes habíamos conocido. Había que responder con
un trabajo artístico de alto nivel, ya no servía más, si alguna vez sirvió, la pura
comunidad en la causa libertaria.

Un grupo como el nuestro, nacido como tantos otros conjuntos musicales


latinoamericanos, en un medio amateur, carecía de conocimientos musicales
avanzados. En un principio, como ya he contado, nosotros actuábamos un poco por
instinto, haciendo arreglos, confiando en nuestro oído, y guiándonos, más que por un
saber, por una suerte de tanteo en que íbamos probando muchas soluciones hasta
llegar a la correcta. Este sistema de trabajo daba como resultado una música muy
espontánea, pero con innegables limitaciones técnicas. Para resolver estos problemas
de desarrollo, fue muy importante para nosotros acercarnos a músicos de
Conservatorio, como Advis y Ortega, quienes, con sus creaciones, nos abrieron nuevos
horizontes musicales, que nosotros solos habríamos tardado mucho en descubrir. En el
exilio, tratamos de hacer lo mismo, buscando la ayuda del Maestro de estos músicos
chilenos, Gustavo Becerra, quien vivía en Alemania desde hacía algunos años. Durante
el gobierno popular, él había ocupado el cargo de encargado cultural de la embajada
chilena en ese país.

Gustavo es un músico extraordinariamente sabio, de robusta formación y de envidiable


talento, orientado desde sus primeras obras hacia una música de vanguardia, si así
puede llamarse eso que engloba el concepto actual de música contemporánea, y que
va, desde la música concreta y electrónica, hasta las experiencias orquestales de Berio
o de Xenakis. Su vida ha sido dedicada enteramente a la composición y a la pedagogía
musical, lo que le ha valido una obra extraordinariamente prolífica, poniéndolo a la
cabeza de los músicos de su generación: dan muestra de esto, varias sinfonías,
conciertos y música de cámara, asiduamente interpretados en los Estados Unidos y en
América Latina. Era un hombre más que preparado para introducirnos en un nuevo
mundo musical. Con él hicimos una especie de "stage" de formación, y preparamos dos
cantatas y algunas canciones, que renovaron considerablemente nuestro campo de
recursos. Gustavo compuso estas obras especialmente para nosotros, y vino a trabajar
a París algunos días en su montaje. Junto con estos trabajos, aprovechamos su
presencia para organizar un seminario sobre la música chilena, al que asistieron casi
todos los músicos residentes en París.

Los cambios más importantes que introdujo en nuestra sonoridad, tienen que ver,
sobre todo, con la utilización de una nueva concepción de la instrumentación de
nuestras canciones, especialmente en lo que se refiere al empleo de las percusiones.
Pero también, entramos en contacto con una música de una gran libertad armónica:
con él comenzamos a familiarizamos con la politonalidad y con un desarrollo
colorístico, presente desde entonces en nuestras propias composiciones. De nuestro
trabajo, ha quedado la cantata “Américas”, grabada en el disco “Umbral”, y una obra
de mayores proporciones, dedicada a Salvador Allende, la cual fue montada, pero,
lamentablemente, aún no ha podido ser llevada al disco. Para Becerra, el trabajo con
nosotros no dejó de depararle algunas enseñanzas, sugiriéndole algunas posibilidades
de composición hasta entonces no utilizadas por él en la música culta, como, por
ejemplo, la combinación del canto con la interpretación instrumental. Esto, que es una
característica de nuestro grupo, fue trasladado a la música de cámara, en una obra
que ha tenido bastante buena acogida en los medios musicales alemanes.

Las conversaciones con él, y las discusiones durante los seminarios, nos han servido
para ir llevando nuestras ideas a formulaciones más rigurosas. Hemos podido
comprobar, en la experiencia del trabajo, que los límites que a menudo se establecen
entre música culta y música popular, son, por lo general, muy artificiales, y no dan
cuenta de la complejidad de los fenómenos musicales en nuestra época. El respeto a la
especificidad de cada música es imprescindible para lograr una síntesis, que, en
nuestras culturas, es cada vez más necesaria. Es absurdo seguir levantando murallas
inútiles: la música culta necesita raíces, la música popular necesita alas, una quiere
adentrarse en la tierra para extraer de ella una fuerza que el individuo solo no es
capaz de crear, la otra necesita echarse a volar hacia un amplio espacio, donde todo lo
que ella contiene, aparezca liberado, ambas se pueden complementar perfectamente,
y eso es lo que hemos estado tratando de hacer nosotros, trabajando en la línea del
género cantata.

Más tarde, también intentamos trabajar con otro de los grandes músicos chilenos, Juan
Orrego Salas, quien compuso para nosotros la obra “Canto para Bolívar”, y una
canción todavía no grabada. Lamentablemente, por tener él su residencia en USA,
nunca hemos podido conocernos personalmente. Todas nuestras relaciones han sido
por correspondencia. Cuando tuvimos que mostrarle nuestros recursos, nos vimos en
la obligación de grabarle en una cassette los sonidos de nuestros instrumentos y los
timbres de nuestras voces. Con estos pedazos aislados, él tuvo que armar el
rompecabezas, e imaginar la sonoridad total de su obra, que es una de las más
hermosas que hayamos grabado. A pesar de la distancia, su colaboración con nosotros
nos ha dejado huellas y ha profundizado nuestros lazos con ese otro lado de la música
chilena. Este intento de trabajo común entre músicos cultos y músicos populares, es
una de las características de la nueva canción chilena, y ha producido gran parte de las
obras que le han dado a este movimiento su prestigio y su renombre. El nuevo estilo
de música, que se ha ido perfilando con posterioridad al golpe militar, es, en cierto
modo, un producto de esta dirección que revela fuertes tendencias hacia la música
contemporánea. A diferencia de otros países, la música popular chilena, no sólo ha
extraído sus fuerzas constituyentes del folklore, sino también, de la música culta, esto
explica la amplia gama de recursos técnicos que ella ha desplegado en los últimos
años. El Quilapayún, en todo su itinerario, no ha hecho otra cosa que acumular un
lenguaje, en el cual pueda realizarse esta síntesis. Del poder expresivo de estos
géneros sincréticos, puede depender mañana la consolidación de un estilo de música
nacional.

RODOLFO PARADA, HUGO LAGOS, CARLOS QUEZADA, EDUARDO CARRASCO, GUILLERMO


GARCIA, WILLY ODDO Y HERNAN GOMEZ

Pero esta evolución habría quedado trunca, si no se hubiera acompañado de un cambio


muy significativo en nuestro lenguaje poético y en nuestro discurso ideológico. El
exilio, con todas sus consecuencias nefastas, no fue para nosotros sólo una experiencia
negativa, también nos permitió tomar conocimiento de otras músicas y otras culturas,
haciéndonos vivir más de cerca otros movimientos de la canción. La dirección teatral
de casi todos los grandes intérpretes de la canción francesa, reforzó nuestro interés
por trabajar en la misma dirección, lo cual explica nuestros cambios más recientes, en
los cuales estas tendencias quedan de manifiesto.

El primer disco que marcó un cambio notable en nuestra música, fue “Umbral”, que
unía a la obra de Becerra ya citada, algunas composiciones nuestras, como el
"Discurso" de Mata, y algunas otras que todavía siguen en nuestro repertorio. Antes de
este disco, el “Adelante” y el “Patria” habían sido como un tránsito hacia lo nuevo,
ambos únicamente con composiciones nuestras. En todos ellos se revela un deseo de
superar lo hecho hasta el golpe militar, y una clara transformación de nuestro estilo. Si
se analiza lo que pasó con nuestra música en esta época, y se compara nuestra
producción con lo que entonces comenzó a hacerse en Chile, se podrá constatar una
interesante similitud entre nuestras inquietudes y las de los artistas que continuaban
trabajando en Chile: alejarse de la música más consignista, e ir creando un lenguaje
más poético y musicalmente más cuidado. Por lo general, los pocos grupos que allí
lograron mantenerse, trataron de alejarse de las canciones excesivamente politizadas.
Esto, no porque se hubiera pasado a un apoliticismo irresponsable, sino porque en las
nuevas condiciones de Chile, la música contingente hubiera sido una aventura
individual, sin ninguna posibilidad de llegar hasta el gran público. Todas las vías de
acceso, que a nosotros nos habían permitido un diálogo fructífero con el oído masivo,
estaban ahora cortadas, habían sido desmanteladas por los militares. Pero unido a
esto, el propio proceso autocrítico había empujado a los artistas chilenos a
reconsiderar la situación: en la extrema polarización que habíamos vivido, había algo
de excesivo, que tenía que corregirse, si se quería respetar la verdadera vocación de
nuestra música. Los jóvenes comenzaron espontáneamente a interesarse en una
música más finamente trabajada, en un lenguaje más sutil y cuidadoso, en una
reubicación de lo político dentro de lo cultural. Estas mismas preocupaciones surgieron
en nosotros, y sin que siquiera hubiéramos tenido muchas noticias de lo que realmente
estaba pasando en el interior: abiertos ahora al mundo, comenzamos a comprender
que lo hecho durante la Unidad Popular había estado demasiado marcado por la
contingencia política. Sin negar la necesidad que puede explicar esta dirección que
adoptó nuestra cultura popular en un momento dado, nosotros comenzamos a tratar
de hacer música más universal, y a privilegiar nuestras propias creaciones, para
alentar así a los que mejor podían transformarnos. Esto dio resultados inmediatos,
pues nuestro repertorio pasó a ajustarse mucho mejor a nuestras necesidades
escénicas, y pasamos a ser autores y gestores de nuestra orientación musical y
poética.

Aprovechando lo vivido en las grandes manifestaciones, en las que aprendimos a


valorar la potencia de las misteriosas fuerzas que le dan energía a un espectáculo,
transformamos nuestros conciertos en experiencias poético-musicales, en las que
todos los valores emocionales pasaron a primer plano. Poniendo la necesidad de
transmisión expresiva como directriz principal, nuestras presentaciones se alejaron de
las formas más primitivas que había revestido nuestro arte anterior, para volver a
retomar las líneas de trabajo escénico ya experimentadas con Víctor Jara, en los años
60. Las canciones fueron cambiando de contenido, y las músicas fueron alejándose
cada vez más de las expresiones más tradicionales tomadas del folklore. El mundo no
se había quedado en el drama de Chile, y la reciente historia de América Latina nos
exigía continuar nuestro camino, buscando nuevas posibilidades que yacieran todavía
dormidas en nuestras definiciones originales.

Este alejamiento de lo político-propagandístico, marca al mismo tiempo un alejamiento


progresivo de las organizaciones políticas chilenas, que habían sustentado este tipo de
dirección cultural durante la época anterior. Hay que decir que nuestro arte había sido
el resultado de una experiencia histórica muy determinada, no era un puro invento
surgido de nuestras cabezas, venía sustentado en una tradición popular muy poderosa,
que había producido ya obras de considerable importancia. Pero ahora, la vida y el
tiempo, habían comenzado a cambiar nuestras cabezas, haciéndonos ver con ojos
críticos, aquello que antes nos había parecido la mejor y más verdadera síntesis entre
arte y política. En verdad, la búsqueda de esta síntesis fue la tarea de toda una
generación de artistas latinoamericanos, cuyos resultados no son enteramente
desechables. Aunque de todo esto hoy día muchas cosas serán rápidamente olvidadas,
quedarán muchas otras, cuya validez permitirá reconstruir las nuevas utopías, la
renovación que no se sienta en una tradición no tendrá jamás la fuerza necesaria para
construir el presente. Este, sólo crece allí donde la tierra se ha sembrado. Dentro de la
propia poesía de Neruda, que puede ser considerada como el hito señalizador más
importante para nosotros, tal vez más de algún aspecto comenzará a hacerse extraño
al espíritu de la próxima etapa histórica que ya se está iniciando, pero lo que
seguramente no se borrará, será su contribución a la nueva conciencia que tenemos
hoy día de nosotros mismos, su capacidad de elevarse por encima de su época, para
observar desde la altura, los signos del porvenir. Neruda, el poeta de la revolución
latinoamericana, el poeta del antiimperialismo, el artista comprometido con los obreros
y campesinos explotados, el hombre sensible a todas las miserias y a todas las
injusticias del capitalismo, es también el metafísico observador de lo invisible, el
arcángel de lo subterráneo, el portavoz de lo marino, observador minucioso de la
arquitectura de las olas, y el escritor de los manifiestos del eterno amor. Lo prodigioso
en su poesía, es la manera como en ella el creador supo unir lo cotidiano y lo
fantástico, la trivialidad de lo cercano y lo enigmático de lo lejano, lo infinitamente
grande y lo infinitamente pequeño, el tráfago de las luchas y combates contingentes,
con la perspectiva auroral de la historia continental. No por casualidad, su símbolo
preferido era la rosa de los vientos, la estrella que nos indica hacia todas las latitudes
del ser humano, su poesía es la invención de nuevos puntos cardinales, de nuevos
itinerarios y trayectorias. Esta dimensión total de su obra, que a muchos se les olvida
demasiado fácilmente, es lo que a nosotros, hoy día, nos sigue iluminando.

Se conoce el problema de aquellos, que, en los últimos tiempos, han intentado renovar
desde la cultura los movimientos políticos inspirados en el marxismo. La confrontación
ha tomado diferentes aspectos, según las épocas y los países, pero, en el fondo, estas
transformaciones no han hecho otra cosa que revivir bajo apariencias distintas, el
conflicto entre estalinismo y cultura. Nosotros, que durante la Unidad Popular
habíamos sido comunistas, miembros leales del partido de Recabarren, seguramente el
más consecuente con las postulaciones de Allende, comenzamos a vivir estos conflictos
en el exilio. Durante todo el proceso de agrupamiento de fuerzas políticas que condujo
hasta el gobierno popular, Allende se apoyó siempre en el Partido Comunista, para
conseguir lo que su propio partido, con sus interminables contradicciones internas, y,
en especial, con sus tendencias ultraizquierdistas, no podía darle. Por esa época,
nosotros ya nos habíamos tomado nuestra militancia muy en serio, y si bien
estábamos advertidos del peligro estalinista, nunca encontramos verdaderos motivos
para dudar de la vocación democrática de los comunistas.

Recuerdo las acaloradas discusiones que teníamos sobre este tema con Nicanor Parra,
cuyos temores frente a los comunistas nos parecían en esa época exagerados. Nos
paseábamos bajo los frondosos árboles del Pedagógico, absortos en interminables
conversaciones, en las cuales, el antipoeta nos demostraba con argumentos
contundentes los peligros, que, según él, se escondían detrás del lenguaje seductor de
los dirigentes comunistas.

Nicanor nos aparecía entonces como un ultra-individualista, alguien un poco ajeno a lo


que estaba sucediendo en ese momento en Chile. Admirábamos, por supuesto, su
poesía, y gozábamos conversando de estos temas conflictivos, hasta el punto de que
estas discusiones muchas veces se prolongaban durante horas. En muchas ocasiones,
discutiendo, llegábamos hasta su casa, y allí, en medio de las gallinas japonesas que
poblaban el patio, concluíamos que la poesía era invencible, y que aunque unos
pudieran ser comunistas y otros libertarios, lo importante era poder comerse juntos
una buena cazuela debajo de un parrón, inventando artefactos, sin tomarse mucho en
serio. Con el tiempo nos hemos dado cuenta de que en su anarquismo o "socialismo
libertario", como él lo llamaba, había algo bastante más profundo que las ideas que
nosotros mismos teníamos en la cabeza en aquella época. En lo político, la actitud de
Neruda nos parecía más seria, y sus argumentos, más convincentes. ¿Quién tenía la
razón en definitiva? Francamente, yo creo que los dos, y seguramente es esto lo que
aparecerá con el tiempo. Por aquella época, y dicho sea como anécdota, nosotros
fuimos capaces de unirlos, cuando promovimos la organización de un recital conjunto
en el Teatro Municipal de Santiago, en el cual, además del poeta y del antipoeta, se
presentaron varios "jóvenes" escritores, hoy día no tan jóvenes, como Jaime Gómez
Rogers (Jonás), Gonzalo Millán y algunos otros.

En nuestra evolución política hay, por lo menos, dos factores de importancia: uno fue
el poder asistir desde muy cerca al debate crítico de los movimientos comunistas
europeos, otro, las debilidades que fue mostrando el propio Partido Comunista chileno,
las cuales, hasta entonces, no habíamos percibido. En este segundo aspecto, fuimos
testigos de francas desviaciones, en las cuales, se evidenciaba que las iniciativas
culturales eran mal comprendidas, o entendidas como simples instrumentos del trabajo
económico o político. Las propias proposiciones nuestras, como, por ejemplo, el sello
de discos Dicap, que había sido durante algún tiempo promotor de la música nacional,
cambiaron completamente de orientación, y se transformaron en simples medios de
ganar dinero con criterios populistas y comerciales, que nada los diferenciaba de
cualquiera de las empresas con fines puramente comerciales. El trato irrespetuoso
hacia los artistas, hizo que esta empresa tuviera, durante toda su historia, pésimas
relaciones con todos ellos, hasta el punto de que, poco antes del golpe militar, varios
artistas, entre los cuales estaba Víctor Jara, habían tomado la decisión de retirarse.
Diversas líneas coexistían, lo que decía un dirigente, no era respetado por el otro, el
discurso "cultural" de algunos almibarados oradores, en realidad no era otra cosa que
un medio de escabullir los verdaderos problemas de fondo, y una incapacidad teórica
de realizar una autocrítica válida. Al principio, nosotros, como casi todos los demás
artistas de la nueva canción chilena, actuamos con absoluta ingenuidad, movidos por
un deseo honesto de contribuir con la organización política, para llevar adelante el
ideal común. Para ayudar económicamente al partido, inmediatamente después del
golpe, con casi todos los artistas chilenos en el exilio, tomamos la decisión de entregar
todas nuestras ganancias obtenidas por las ventas de discos. Si se considera las altas
ventas internacionales sostenidas durante varios años, se tendrá una idea de la
enorme suma de dinero que esto significó. Lamentablemente, este dinero se dilapidó
en forma irresponsable, en oficinas suntuosas y en funcionarios, que poco o nada
hicieron, fuera de soñar con transnacionales del disco, o éxitos mundiales que les
permitirían multiplicar lo que los artistas chilenos generosamente regalábamos.
Nuestros reclamos, y los de otros artistas, no sirvieron para nada, todo chocaba con la
necesidad de protegerse los funcionarios unos a otros, para mantener sus cargos o
funciones. Algunos de ellos fueron una y mil veces repudiados por todos los artistas, y
hasta insultados y vilipendiados, pero nadie escuchaba nada: siguieron en sus cargos,
como si nada hubiera pasado. A uno llegarnos a ponerle el sobrenombre de "muñeco
porfiado", porque, a pesar de que le pegábamos desde todos lados, nunca se le pudo
derribar.
QUILAPAYUN CAMINANDO JUNTO AL SENA

Estas irresponsabilidades fueron mostrándonos una cara del partido que no


conocíamos, y que, a una pequeña escala, denunciaba los estragos de la ausencia total
de democracia interna, y las mañas del burocratismo insanable. Más adelante, a estas
constataciones, se ha sumado la experiencia de la insidiosa ingratitud: el propio
Secretario General del partido, olvidándose completamente de lo que fue nuestra
colaboración económica durante todos estos años (no sólo nuestra, también de otros
artistas), se ha permitido afirmar en un documento, que nuestras relaciones con la
organización fueron, en este campo, de "mutua conveniencia". La verdad es que,
desde el disco “Por Vietnam”, grabado en 1968, hasta 8 años después del golpe
militar, el partido no dejó de beneficiarse de nuestro trabajo. Nosotros comenzamos a
pensar en nuestra "conveniencia", únicamente cuando terminamos toda relación
económica o artística con el sello Dicap.

Pero nuestras diferencias con el Partido Comunista chileno, fueron y siguen siendo,
principalmente políticas. A las desilusiones morales se han unido las desilusiones
ideológicas. En una ocasión, ya en el exilio, nuestro Huacho Parada escribió un trabajo
teórico, acerca de la situación de los artistas en una sociedad capitalista. En él, nuestro
amigo se permitió recordar una de las afirmaciones básicas de Marx, según la cual, el
arte, en una sociedad de mercancías, no puede escapar a la condición de mercancía, y,
por lo tanto, debe entrar a existir según ciertas modalidades económicas que en esta
sociedad imperan. Este aserto produjo un cierto revuelo entre algunos amigos artistas,
y algunos dirigentes se sintieron movidos a opinar sobre la cuestión. Quedamos
atónitos cuando supimos que en las altas esferas del partido, esta aseveración, que no
era nuestra, sino de Marx, había sido considerada como una "desviación mercantilista".
Según nuestros "teóricos", las obras de arte no eran ni podían ser una mercancía. Por
supuesto, no decían ni una palabra sobre cómo había que resolver el problema. En
realidad, este tipo de aproximación moral hacia los problemas teóricos, es una
característica de la forma de pensar de algunos personeros del partido: para ellos, el
arte "no debía" ser una mercancía, y, por lo tanto, lo correcto era afirmar que no lo
era. Este irrealismo, incapaz de abordar los problemas con un criterio científico, es
propio de quienes sólo quieren enfrentar el mundo desde un punto de vista político:
más que comprender las cosas tal como ellas son, quieren mostrarlas como más les
convendría que ellas fuesen, para llevar adelante sus luchas de poder. Más adelante,
cuando nuestras diferencias han llegado a formularse más claramente, nos hemos
dado cuenta de que nuestras impresiones, ni siquiera consideraban un mínimo de las
deficiencias teóricas que pueden fácilmente constatarse. La ignorancia de los políticos
chilenos es un tema para reflexionar, y seguramente es uno de los factores que
explican nuestras dificultades para llevar adelante un proceso de cambios. En el último
tiempo, he tenido personalmente una nueva demostración de esto, cuando uno de los
miembros de la dirección del partido tomó la defensa de Stalin en un artículo escrito
para hacer una supuesta crítica de un escrito mío sobre el tema. Con el fin de ilustrar
la altura teórica de esta crítica, entrego aquí algunas citas textuales:

"Carrasco y antes, Hitler, se inspiraron en Nietzsche y formulan algunas acusaciones a


los comunistas que no se diferencian entre sí... Carrasco no tiene empacho en plagiar
a los nazis... Hablando claro, los obreros cesantes tienen la culpa de su hambre y
Eduardo Carrasco los acusa de resentidos... Que ahora grite contra el estalinismo
puede tener eco en sectores reaccionarios que no se preocupan mucho de Nietzsche,
pero que odian en Stalin a una figura histórica que derrotó a Hitler".

Estas afirmaciones, contrariamente a lo que podría pensarse, no fueron hechas


después de una comida bien regada, sino que publicadas en el Boletín Exterior Nº 79
del Partido Comunista de Chile.

Pero el grueso de nuestros motivos de alejamiento del partido tienen que ver con su
política postgolpe, de marcada tendencia ultra izquierdista, vuelco espectacular, si se
observa su itinerario en la historia de Chile, y especialmente, su papel jugado durante
la Unidad Popular. Esto no es ajeno al reforzamiento de las posiciones estalinistas que
hoy día, para nosotros, es uno de los aspectos decisivos de nuestra opción. Nosotros,
como hombres de la cultura, luchamos por un mundo en que el arte y la ciencia
jueguen un rol central en la vida del hombre. El silencio del partido frente a los
atentados en contra de los derechos humanos en los países llamados del socialismo
real, y, en especial, la triste experiencia de los artistas en esos mismos países, el
drama de los censurados, de los exiliados y de los perseguidos por defender sus ideas
muchas de las cuales, por lo demás, no están tan alejadas de las nuestras no podía ser
soslayado por nosotros, y menos que nunca, todavía después de haber vivido las
consecuencias históricas de una dictadura sangrienta. El conocimiento más cercano de
los países del campo socialista europeo, la posibilidad de hablar con intelectuales y
artistas de esos países, nos hizo reconsiderar nuestras posiciones al respecto, y
alejarnos de las falsas explicaciones del Partido Comunista Chileno, en el fondo,
expedientes de mala política. Para luchar por la libertad, para mantener nuestro
idealismo, para darle verdad a tantos años de lucha a través de la canción, no era
posible seguir manteniéndonos en la ambigüedad, característica de las formulaciones
comunistas no críticas. Con varios amigos, militantes como nosotros, los cuales habían
vivido en el exilio una experiencia semejante a la nuestra, tratamos ilusoriamente de
dar una lucha interna. Esta, como era previsible, estaba condenada al fracaso. Los
dirigentes aplacaron la rebelión con buenas y malas artes, como siempre lo han sabido
hacer, y terminaron rápidamente con nuestro intento de renovación, que ni siquiera
salió a la luz. Desde entonces, las cosas han seguido como antes, el orden sigue
reinando en el Partido Comunista de Chile, y nosotros, como tantos otros que nos han
precedido en esta inútil lucha, hemos seguido nuestro propio camino.

En el estalinismo criollo, no han faltado las anécdotas curiosas. Por ejemplo, la famosa
"discusión de las pichulas". El pintor Gastón Orellana envió algunos dibujos para
ilustrar la revista Araucaria, órgano oficial del partido editado en España. En algunos
de sus dibujos, el fascismo era representado con formas eróticas, sádicas y machistas,
y en las cuales se descubrían sexos descomunales. Estos dibujos causaron escándalo
en algunos dirigentes, que llegaron al extremo de proponer que la revista no fuera
distribuida. Se realizó una discusión, en las más altas esferas, sobre las "pichulas de
Orellana", hasta que por fin se hizo la luz. Se decidió que la revista no se difundiría en
la Unión Soviética, cosa que efectivamente se cumplió, permitiendo su circulación en el
resto de los países. Esa noche, el Kremlin pudo dormir tranquilo. Se sabe de las
protestas de García Márquez, cuando descubrió que a la edición rusa de “Cien años de
soledad”, se le habían expurgado todas las escenas con alusiones eróticas.

Desde los años inmediatamente posteriores a la revolución de octubre, el gran


problema de todos los movimientos revolucionarios ha sido esa difícil unidad entre
cultura y revolución. Por lo general, los esfuerzos que se han hecho por realizar la
síntesis, se han revelado infructuosos, y la mayor parte de los artistas han tenido que
dejar de ser comunistas. Nuestra historia es, entonces, la clásica. Pero si hoy día nos
hemos alejado de esas militancias, eso no significa que hayamos renunciado a
nuestros sueños de libertad y justicia. Por el contrario, son estos mismos sueños los
que nos han abierto otros derroteros. Los actuales dirigentes políticos han impedido
una indispensable renovación, las fuerzas del cambio son, como siempre, las fuerzas
del futuro; las fuerzas de la conservación son los poderes destructivos, aparentemente
salvadores de un pasado, pero, en realidad, atentatorios contra la vida. Ésta ama ir
siempre más allá de sí misma: el hombre corre, pero la vida vuela. Si hoy día no
somos comunistas, es por la misma razón que ayer nos hizo serlo. Nuestra
consecuencia revolucionaria es afirmar, que la verdad de ayer, es falsedad hoy día, y
que la verdad de hoy día, será la falsedad de mañana.

Al dejar el partido, dejamos muchos amigos, y en verdad, seguimos teniendo una alta
idea de la militancia comunista. Nos hemos ido de una cierta concepción ideológica y
de una línea política que encontramos equivocada, no de ese pueblo comunista, que tal
vez comparta con nosotros muchas de nuestras inquietudes. Felizmente, los tiempos
están cada día menos para rigideces eclesiásticas e inquisiciones, y aunque no
creamos que un cambio político pueda producirse en el corto plazo, traicionaríamos
nuestros anhelos de amplitud, si nos olvidáramos de esas gentes que fueron, durante
años, nuestros camaradas de lucha, y comenzáramos a verlos únicamente como
soldados de otra barricada. La rueda de la historia se mueve lentamente. El hombre
vive cómodamente instalado en el error, y tienen que pasar muchos años, a veces
siglos, para que por fin un día, una idea falsa, una teoría nociva, terminen por
desecharse. Basta mirar a nuestro alrededor, para constatar la debilidad de los ídolos y
fetiches, en los que se afirma el deseo de creer en algo. La tentación del abismo sólo la
viven algunos, y a éstos, ni siquiera podemos considerarlos privilegiados; son los
intempestivos, los que se marchan antes de que llegue su tiempo, los que han tenido
que cargar con su verdad solos. Nosotros hemos estado equivocados, esto nos hace
más profundos y más escépticos, que aquellos que, de uno o de otro lado, creen tener
la razón. Lo importante es que de los derrumbes pueda salvarse la convicción que nos
habitaba en lo más profundo, seguramente no aquella que se viste cada cierto tiempo
de uno u otro "ismo", sino esa otra que nunca tiene nombre, esa que queda siempre
como meta inalcanzada, estrella ignota, y al mismo tiempo, cercana. Esa es la que
compartiremos siempre con los que han sido nuestros verdaderos camaradas.

Algunos malintencionados han dicho que Quilapayún es la obra del Partido Comunista,
explicando nuestros éxitos como una simple operación propagandística. Frente a este
tipo de razonamientos de mala fe, vale lo que ya hemos dicho sobre las
multinacionales del disco. Seria muy fácil hacer y deshacer carreras artísticas, si todo
dependiera de gestiones de este tipo. La verdad es que las cosas son mucho más
complicadas: el partido nos hizo en alguna medida, eso es innegable, mucha gente vio
al Quilapayún como un símbolo exclusivamente político, y difundió sus canciones y sus
discos como cualquier otro material de acción partidaria; pero también se puede decir
que el Quilapayún hizo al partido, en la medida en que le dio una impronta al
movimiento cultural de esa época, despertando inquietudes nuevas en el terreno de la
canción popular. Muchas iniciativas comunistas de aquella época, como Dicap, Onae y
otras, surgieron directamente de nosotros, y habrían sido imposibles sin nuestro
apoyo. Este tipo de relaciones son siempre de ida y vuelta, o como se acostumbra a
decir, "dialécticas". Pero a los "dialécticos" se les olvida la dialéctica cuando tienen que
sacar cuentas, y necesitan que los resultados de éstas, salgan a su favor.

RICARDO VENEGAS Y JOAN JARA ANTES DE UN CONCIERTO EN NUEVA YORK, 1979


Foto: Marcelo Montealegre

En el Quilapayún hubo un católico, Rubén Escudero. Para que hubiera un protestante,


mandamos llamar a nuestro amigo Ricardo Venegas, "Farsán". El también había
trabajado con nosotros hasta antes del golpe militar, y sabíamos que era el tipo más
indicado para reemplazarme, cuando decidimos que yo dejara la escena, para
dedicarme por entero a las labores de dirección del grupo.

Ricardo había ocupado cargos directivos en la Juventud Metodista. Un día, en una


reunión religiosa, por los parlantes de la iglesia, en vez de los habituales cánticos,
comenzó a sonar el "Himno de las Juventudes", que el Quilapayún había grabado para
un disco. Fue para él un momento de inspiración divina, porque, a partir de ese
instante, se transformó en un fanático de nuestra música. Nos iba a escuchar donde
cantáramos, y tomaba nota de nuestras ideas, expresadas en entrevistas radiales y
diarios. Cuando cantamos por primera vez la “Cantata Santa María”, nos fue a
escuchar al Estadio Chile y se volvió literalmente loco: se compró una guitarra, y sacó
entradas para todos los recitales que habíamos anunciado con esa obra. Sentado en la
primera fila, se dedicaba a escribir los acordes, uno por uno, cuya secuencia obtenía,
observándonos las manos cuando tocábamos la guitarra. Sus cuadernos de geología
quedaron transformados en un apilamiento de hojas, donde las pautas y las notas
musicales apenas dejaban descubrir las fórmulas químicas. Probablemente, ésta fue la
causa de que sus exámenes comenzaran a sorprender a sus examinadores, los cuales,
no sabían qué decir ante estos signitos que comenzaron a aparecer, cada vez más a
menudo, en los escritos de nuestro amigo. Para salvar la situación, no quedó otra que
cambiar de giro, y Ricardo, aunque de mala gana terminó sus estudios, comenzó a
interesarse en la música cada vez más seriamente.

Cuando en 1972, un amigo suyo le mostró un recorte de diario con el llamado que
nosotros hacíamos para constituir los grupos, Ricardo no podía creer que fuera cierto lo
que leía: "No, dijo, esto debe ser para gente que realmente esté formada. A nosotros
nadie nos va a enrolar". Su amigo tuvo que discutir largamente con él para
convencerlo. Por fin, con buenas razones rebatió su testarudez, y ambos se
presentaron a nuestro examen con sus instrumentos. A los dos los aceptamos:
cantaban desastrosamente, y tocaban más mal todavía, pero tenían un entusiasmo
que nos desarmó por completo. A los pocos meses, ambos entraron al grupo
profesional, lo que demostró que no estábamos equivocados cuando pensamos que
rápidamente desarrollarían sus talentos. Cuando llegó la noticia de la gira a Europa,
como todavía les faltaba cancha internacional como para enfrentar un compromiso tan
serio, de común acuerdo adoptamos la decisión de que se quedaran. Esta fue la razón,
por la cual, los que ya entonces habíamos tomado la decisión de dejar de cantar,
Rodolfo Parada y yo, volvimos a formar parte de la troupe. Pensábamos que ésta sería
nuestra última gira... Según muchos, esta medida de última llora nos salvó la vida. Es
probable que, de habernos quedado en Chile, hubiéramos corrido la suerte de tantos
amigos que entonces fueron asesinados.

Ricardo era, entonces, uno de los nuestros cuando vino el golpe, pero por razones
evidentes, perdimos contacto con él durante varios meses. Cuando pudimos volver a
escribirnos sin problemas, él, con su entusiasmo característico, ya estaba embarcado
en una interesante experiencia: como hemos dicho, durante algún tiempo, los
instrumentos del folklore andino habían caído en desgracia ante las autoridades
militares, las cuales, en su caza de brujas, veían enemigos por todas partes. Para
relegalizarlos, algunos músicos habían tenido la excelente idea de hacer música
barroca, interpretada con quenas y charangos. De esta iniciativa nació el Barroco
Andino, conjunto que tuvo un gran éxito, y en el que participaron, además de Ricardo,
algunos otros "alumnos" nuestros. Por este grupo también pasó Patricio Wang, quien
se integrará al Quilapayún en 1982. El Barroco Andino tocaba en las iglesias, únicos
lugares donde en esa época estaba permitido reunirse. Como detrás de estos
instrumentos, había efectivamente una simbología progresista, la idea sirvió para crear
un relevo, y el conjunto se transformó en uno de los grupos más populares de Chile.
Mientras esta aventura duró, nosotros no pensamos en traer a Ricardo, pero cuando
esto comenzó a flaquear, lo mandamos llamar de inmediato. Esto fue a mediados de
1978. Desde entonces, él trabaja con nosotros, aumentando su prole y tocando todos
los instrumentos que caen en sus manos. Su incorporación me permitió dejar el
trabajo escénico, para dedicarme a la parte que siempre más me ha interesado: lo
creativo. Para ser franco, muy pocos han notado mi ausencia en el escenario, lo cual
significa que estoy bien reemplazado, y no se hable más del asunto.

Uno de los grandes logros nuestros, el cual no sé explicar del todo, es nuestra
homogeneidad política y artística, mantenida durante tantos años. Esto es curioso,
especialmente cuando se considera que en los últimos tiempos hemos vivido
experiencias bastante críticas, las cuales, seguramente, habrían dado cuenta de la
unidad de cualquier otro conjunto artístico. Nuestro camino ha sido sin rupturas ni
desgarramientos, hemos sacado todos, más o menos al mismo tiempo, las mismas
conclusiones ideológicas y políticas. Como se ha visto, a lo largo de este relato hemos
pasado por épocas bastante diversas, y sin embargo, cada vez que hemos tenido que
volver a definir nuestro proyecto, nunca ha habido grandes disonancias. Más de alguno
se ha sorprendido por esto, y algunos periodistas se han imaginado hasta sordas
luchas en el interior de nuestro pequeño mundo. La verdad es que no ha sido así:
siempre hemos mantenido nuestra unidad, sin necesidad de grandes discusiones, los
cambios los hemos vivido todos paralelamente, y hasta ahora, nunca hemos tenido
que lamentar escisiones violentas. En parte, esto puede ser explicado por nuestra
forma de organizarnos y por el continuo diálogo que hemos mantenido a lo largo del
tiempo, en parte, también, por el modo como cada uno ha asumido sus
responsabilidades dentro del grupo. Nadie ha puesto nunca alternativas contrarias a
los lineamientos generales propuestos por la dirección del conjunto. Estos, casi
siempre han nacido de las interminables y amistosas conversaciones mantenidas con
Rodolfo, quien, con su espíritu organizativo y realista, ha sido un interlocutor ideal
para llevar adelante nuestros planes. Sin su entusiasmo, todo habría sido más difícil.
Esta dirección bicéfala, basada más que nada en la confianza mutua y en la amistad,
nos ha servido para objetivar mejor nuestras ideas, para acercarlas a lo que puede ser
asumido y realizado por un grupo, para someterlas a una crítica, antes de que sean
sometidas a la consideración de todos los demás. Esto ha servido para crear unidad
entre nosotros, facilitando nuestra cohesión y la comunidad en el proyecto.

Algún ángel protector, por el que sentimos un agradecimiento sin límites, nos sacó de
Chile en el momento propicio. Si no hubiera sido así, probablemente algunos de
nosotros figurarían en la lista de víctimas de la represión militar. Nuestro destino nos
salvó de estas experiencias terribles, y nos puso ante un desafío interesante: nuestra
vida en el exilio. No han faltado los que han tratado de culpabilizarnos por haber salido
con vida de todas estas tragedias. Otros, han inventado teorías para alejarnos de
nuestro pueblo. La pequeñez ideológica ha inducido a muchos, a hacer diferencias
peligrosas entre lo que llaman, "el interior" y "el exterior" de Chile. Pero esto, que tal
vez tiene un sentido cuando se trata de política, en el terreno de la cultura
simplemente no existe. En estos años difíciles, nuestra cultura se ha construido tanto
fuera como dentro del país. Los que hemos vivido en el exilio, tal vez hemos perdido el
contacto directo y cotidiano con la vida diaria de nuestros compatriotas, pero nuestros
lazos con la cultura nacional no pasan por diferencias territoriales. Nosotros no
estamos en el exterior de nada, nuestro vinculo con Chile no se mide por proximidades
o alejamientos geográficos, sino por la relación con la raíz de nuestro impulso hacia la
canción y hacia la poesía. Si estos lazos no existieran, o se hubieran transformado en
el sentido de un alejamiento, simplemente habríamos dejado de cantar, o habríamos
comenzado a cantar el canto de otros. Nosotros hemos tratado de hacer canciones con
lo que la vida nos ha puesto delante. Por eso, lo que interesa juzgar, es la dirección
hacia la que ha apuntado nuestro canto, más que tal o cual otro momento en nuestro
itinerario. Un artista es una dirección, no solamente la suma de sus obras. Somos lo
que hemos podido ser, y el exilio no es sino otra forma de vivir nuestra pertenencia a
la patria.
LOS ANGELES, 1979: HUGO LAGOS, HERNAN GOMEZ, GUILLERMO GARCIA, EL ACTOR JOHN
VOIGH, WILLY ODDO, RICARDO VENEGAS, RODOLFO PARADA Y CARLOS QUEZADA

Entre las reformulaciones políticas que nos hemos visto obligados a hacer para ser
consecuentes con nuestra propia historia, la principal es la revalorización de la
democracia. A pesar de que, durante el período de la Unidad Popular, el Partido
Comunista no cayó en las exageraciones ideologistas de la ultraizquierda, la cual
condenaba en bloque la democracia chilena como "democracia burguesa", había una
cuota de contradicción entre las teorías de la "dictadura del proletariado" y la práctica
de defensa de las conquistas democráticas de los trabajadores. Estas contradicciones
no llegaron a traducirse en crítica, puesto que el debate ideológico dentro del partido
era prácticamente inexistente, pero no estaban ausentes de nuestras preocupaciones,
como lo demuestra la lectura de un poema nuestro escrito por aquella época. Se llama
"Programática", y dice así:

La monarquía de la burguesía
La democracia de la nobleza
La aristocracia de los esclavos
La plutocracia de los plebeyos
La esclavitud de los patricios
La anarquía de los tiranos
La burocracia de los campesinos
La autocracia de los siervos
La dictadura del proletariado

Recuerdo que una vez se lo mostré al Secretario General del partido. No le hizo gracia.
Mientras lo leía, no se le movió ni un músculo de la cara. Sin ningún comentario, me lo
devolvió. Para él se trataba de un chiste pesado.

Hoy día sabemos que, para nosotros, la democracia, burguesa o no burguesa,


capitalista o socialista, cristiana o musulmana, es la condición indispensable para la
existencia del arte. Para los artistas, la libertad es más que para los demás seres
humanos, porque para ellos, es el terreno mismo donde surge la creatividad. Un artista
no podrá aceptar jamás exigencias que vayan en contradicción con su propio arte. Ni la
razón de estado, ni la línea política, ni los deberes ante sagrados valores externos,
pueden aceptarse como justificaciones de una opresión contra el arte. Y para que
pueda existir esta libertad indispensable, no se ha inventado nada mejor que la
democracia. Por eso, hoy día, nosotros, que hemos sufrido en carne propia los
desmanes de un poder absolutista que ha intentado apartamos de nuestra historia, no
podemos ver otra solución para el desgarro que vivimos, que la instauración de la
democracia en Chile. Esto es lo que explica nuestra adhesión al Acuerdo Nacional
propuesto por la Iglesia chilena. En el clima de divisiones y conflictos, que han hecho
estragos en nuestra vida política nacional, a pesar de sus insuficiencias, ésta ha sido
hasta ahora la única iniciativa seria por restaurar lo que todos los chilenos queremos,
una sociedad basada en un consenso nacional, una convivencia en que se respeten las
diferencias, un Chile en el que no se enfrenten los chilenos en una lucha a muerte.

Algunos nos han criticado por este hecho, tildándonos de traidores a la causa del
pueblo. Son los mismos afiebrados de siempre, aquellos que, de uno y otro lado de la
barricada, trabajan porque las cosas se definan en una guerra civil. Pero a nosotros,
sus argumentos no nos convencen nada, estamos definitivamente cansados de
desgarramientos inútiles, que ahondan nuestra herida, en lugar de curarla.
Firmaríamos un acuerdo con el diablo, si con ello pudiéramos avanzar hacia la
reconstitución de un Chile democrático, civilizado y próspero. Lamentablemente, si el
diablo existiera, en Chile tendría su propio partido, y trabajaría por someter a todos
sus adversarios.

COSAS QUE PASAN

Finalmente, estos años de exilio han sido más que los que pasamos en Chile: ocho
años en nuestra patria y trece años en Francia, en total, veintiún años, hasta este
momento en que escribo estas páginas. Esto quiere decir que, en gran parte, nuestra
carrera artística se ha hecho en el extranjero, quedando profundamente marcada por
este tiempo pasado lejos de nuestro medio natural. Por eso, una de nuestras
principales preocupaciones ha sido la de mantener nuestra presencia en Chile y
derribar los muros de la censura. Nuestro país tendrá algún día que recuperar lo que
han creado sus artistas e intelectuales en el exterior, tendrá que volver a reunir todas
sus riquezas diseminadas por el mundo. Para ello, no bastará con derrocar a Pinochet y
abrirle de nuevo las fronteras a todos los chilenos: será necesario un largo proceso de
asimilación, que seguramente conocerá dificultades difíciles de prever hoy día. Por eso,
cada vez que hemos logrado volver a hacernos escuchar en Chile, hemos tenido la
sensación de haber ganado una importante batalla. Hace algunos años, una casa de
discos se atrevió por fin a sacar un disco nuestro en Chile: éste se transformó de
inmediato en uno de los más vendidos del país. Después de diez años de ausencia, a
pesar de que la selección de canciones no era muy fiel a nuestra presente evolución,
volvimos a tener un éxito en nuestra patria. Aunque aún se conozca poco de nuestras
creaciones más actuales, la imagen que en Chile se tiene del Quilapayún no ha
cambiado, el simbolismo logrado en los años de la Unidad Popular no se ha disuelto.
Esto es bueno y es malo, nos identifica demasiado con una época ya pasada, pero nos
abre una posibilidad de ser escuchados, aunque demuestra claramente que los lazos
no se han cortado. En estos dos últimos años, con el ascenso en la lucha de masas de
la oposición, se han ido ganando importantes espacios de legalidad, que en la época de
mayor fuerza de Pinochet, ni siquiera soñábamos. Muchas cosas, que estuvieron
prohibidas, han comenzado a salir a la luz, entre ellas, nuestros discos. La culminación
de este proceso, fue para nosotros la publicación de la “Cantata Santa María”, hace
unos meses. Todos éstos son ya signos de retorno: nuestra música comienza a hacer
el camino que no tardaremos en hacer nosotros. Entonces, podremos ver más
claramente cómo se restablece el diálogo con nuestro Chile, y hasta dónde nuestro
país querrá acoger y hacer suyo, lo que hemos estado creando en el exilio. Está claro
que nuestras canciones no tienen mucho sentido si se quedan flotando en el vacío, sin
interpretar a nadie y sin pertenecer a ningún país. Somos como las plantas,
necesitamos un suelo propio donde crecer, pero esta reapropiación no depende
solamente de nuestra voluntad.

Por eso mismo, no tiene mucho sentido hacer el recuento de nuestros innegables
éxitos en el extranjero. Está claro, que cuando los periodistas nos preguntan cómo nos
ha ido, o cuando tenemos que mostrarle a un empresario la validez de nuestro trabajo,
no tenemos otro recurso que hacer valer nuestros viajes a más de treinta países,
nuestras actuaciones en los mejores teatros del mundo, la colaboración que nos han
prestado artistas eminentes, etc., etc. Pero todas estas cosas son la cáscara de algo
que tendría que mostrarse alguna vez en presencia de nuestro pueblo, el cual ignorará
o aplaudirá lo que hemos hecho, según la necesidad o no que tenga de lo que
andamos ofreciendo. Nuestra esperanza es que todo lo que hacemos sea considerado
válido, y que esa presencia de opinión que nunca hemos perdido en nuestro país, sea
como un "avant gout" de lo que pasará cuando volvamos a cantar allí. Digo todo esto,
para que se entienda lo que sigue, que tiene que ver, entre otras cosas, con estos
éxitos y estos viajes.

Un periodista amigo, exiliado como nosotros, y a quien le tocó viajar por muchos lados
cubriendo los actos de solidaridad, cada vez que nos encontrábamos en algún remoto
país, nos saludaba, cantando: "gracias a la Junta, que he viajado tanto...". Esto mismo
podríamos cantarlo nosotros, si no fuera porque de tanto viajar y viajar, el ideal se
transforma, y a partir de un cierto momento, lo único que se desea es que la cosa
pare, y que por fin uno pueda estar de nuevo tranquilo arrellenado en un sofá, con
pantuflas, y leyendo una novela policial. Porque hay que decir que éste podría haber
sido perfectamente un libro de viajes. No nos han faltado las anécdotas, ni las
aventuras. Les contaría entonces nuestras giras al Japón, ese concierto en Tokio, en el
cual cantamos ante 12.000 personas en el Tokio Taiikukan, o les hablaría de nuestras
visitas a los templos budistas en Kyoto, y nuestras conversaciones con los bonzos
sobre el Zen, les describiría los jardines metafísicos, o ese concierto en Akodate,
cuando los asistentes hicieron una calle humana, que iba desde nuestro camarín, hasta
la puerta de nuestro hotel, a varias cuadras del lugar, cruzando un parque, de la
tribulaciones que vivimos con nuestro baúl lleno de palomitas de papel, entregadas por
los niños japoneses para simbolizar sus anhelos de libertad para Chile, les relataría
nuestros vagabundeos por las calles de Sydney, en Australia, nuestro encuentro
intemporal con los folkloristas de Canberra, los cuales han conservado hasta la manera
de vestirse de sus abuelos, colonos ingleses, para no perder ni un detalle de ese
pasado que veneran, o ese espantoso concierto en el Carnegie Hall, cuando explotó la
sonorización, mientras estábamos cantando la “Cantata Santa María”, o les pintaría
una fiesta en un pueblito ecuatoriano, en la que pasamos una tarde con los indios del
lugar comiendo "habitas" o tomando "chichita", les hablaría de ese día que pasamos
con Gian María Volonté, paseándonos por las calles del Trastevere en Roma, del
concierto con los Inti, en las Arenas de Verona, o para seguir en Italia, de ese fabuloso
concierto en la Basílica de Mascensio, en medio del Foro Romano, o la comida con
Peter Seeger, en su casa, sobre un monte nevado, no muy lejos de Nueva York, les
contaría los detalles de nuestras conversaciones con artistas disidentes en la RDA, o
esos emocionantes conciertos en Granada, cuando cantamos con la Alhambra
iluminada a nuestras espaldas, o ese concierto en la Porte de Pantin, en el que el
público tuvo que acomodarse sobre la pista de hielo, y nosotros, desde la escena,
veíamos a François Mitterrand, muerto de frío, coreando el "MaIembe", o esos viajes
bajo el calor de Túnez, en que nos asábamos durante cinco o seis horas de desierto,
para cantar en las noches bajo la luna, o las eternas esperas y antesalas en Argel,
hasta que un funcionario nos descubrió la palabra que abría todas las puertas (esta no
era "ábrete Sésamo" como nos habían anunciado en los cuentos, sino decir que
éramos los invitados personales del Ministro), o la explicación del hotelero rumano,
cuando le anunciamos que durante una salida nos habían robado la ropa (nos dijo
parcamente: "no puede ser. En este país está prohibido robar"), o las giras a oscuras,
en el norte de Suecia o de Finlandia, y no sé cuántas infinitas cosas más, que hemos
vivido en estos años de eternos trotamundos... Los vistas de aduana de los
aeropuertos parisinos ya nos conocen. No nos abren más las maletas, nos saludan con
una sonrisa y nos preguntan: "¿De dónde vienen ahora?...". Una vez me dejaron pasar
con cincuenta mil francos en un maletín. "¿Para qué es?", me preguntaron. Respondí:
para la solidaridad con Chile. Cerraron la maleta, me la volvieron a entregar y se
despidieron. "Buena suerte", me dijeron. Se trataba, efectivamente, de dineros para
ayudar a la gente del interior, plata que cada cierto tiempo nosotros transportábamos
negligentemente de país en país.

RETRATADOS POR ALEJANDRO STUART EN SAN FRANCISCO, 1977: CARLOS QUEZADA,


RODOLFO PARADA, HERNAN GOMEZ, GUILLERMO GARCIA, WILLY ODDO, HUGO LAGOS Y
EDUARDO CARRASCO

Así han sido las cosas... En Alma Ata, por ejemplo, cerca de China, estábamos alojados
en el hotel principal de la ciudad, junto con todas las bailarinas del ballet Moiseiev de
Leningrado. Difícil encontrar juntas a una mayor cantidad de bellezas. Las mirábamos
entrar y salir, embobados, sin osar abordarlas. La ocasión podía presentarse durante
las comidas: de pronto se encendía la pista de baile y comenzaba a sonar una pequeña
orquesta. Los comensales eran, además de nuestras bellezas, barbudos pastores que
llegaban desde las montañas cercanas, con su aire asiático y sus sombreros de piel de
oveja. No sé lo que harían allí, pero desde que empinaban sus botellas de vodka,
comenzaba inmediatamente una bulliciosa fiesta oriental. Era un momento propicio
para sacar a bailar a alguna de las hermosas rusas. Estábamos echando suertes para
decidir quién sería el primero, cuando vimos acercarse hasta nuestra mesa a uno de
los fornidos pastores islámicos. Era un tipo especialmente alto, de aspecto rudo y
vestido con un traje folklórico. Se paró frente a nosotros y tendió la mano hacia
Hernán, con una amplia sonrisa en los labios. Hernán le sonrió de vuelta, sin
comprender mucho de qué se trataba. La orquesta había comenzado a tocar un
antiguo foxtrot de los años treinta. El tipo parecía pedir algo, repitiendo una y otra vez
una palabra que no lográbamos comprender. Hernán tomó uno de los vasos que
estaban sobre la mesa y se lo ofreció. El hombre movió su índice, rechazando la oferta,
y volvió a tender su brazo hacia Hernán. La cosa se puso embarazosa. ¿Qué diablos
podía querer? El gigantón dio dos pasos, y tomando a nuestro amigo de un brazo, lo
empujó hacia la pista de baile. Hernán, sin comprender todavía de qué se trataba, se
dejó llevar, hasta que, súbitamente se encontró entre los fornidos brazos de su
partenaire. El hombre lo había estado sacando a bailar. Nuestro pobre amigo ya no
podía retroceder, y tuvo que bailar el foxtrot hasta el final, soportando las sonrisas
burlonas de las bailarinas, que no se perdieron ni un solo detalle de la escena. Los
compañeros del pastor aplaudían felices, para ellos, esto era una manera de
mostrarnos el cariño que sentían por Chile, remoto país, en el que los gorros no tenían
cincuenta centímetros de alto, y las mujeres se atrevían a salir a las calles. Como éstos
comenzaron a mirarnos de una manera curiosa, antes de que se terminara el baile,
salimos como una flecha del salón, olvidándonos para siempre de las bellezas de
Leningrado. Después supimos que en estas latitudes, de costumbres mahometanas, los
hombres se divierten entre ellos, y en sus bailes, rara vez participan las mujeres.

Pero mucho más curioso fue lo que nos ocurrió en Grecia. Después de una temporada
en un teatro del Pireo, como nos habían quedado dos días libres, cosa rara en nuestra
profesión, los aprovecharnos para visitar las ruinas de la antigüedad. El primer día lo
ocupamos para recorrer la parte oriental del Peloponeso. En el segundo, cruzamos
hacia Olympia, y más tarde, nos dirigimos hacia Delfos, con el objeto de visitar el
célebre santuario de Apolo. Lamentablemente, problemas de transporte nos retuvieron
en el paso del estrecho, y después de infinitas peripecias, llegamos muy tarde al lugar.
Nos fuimos a un hotel, comimos rápidamente, y nos dirigimos por la ruta que bordea el
monte, hacia las cercanías de la fuente Castalia, que era lo único que a esa hora
todavía podíamos visitar. No había luna y caminábamos bajo un cielo estrellado, a toda
luz, lo que nos permitía descubrir a nuestra izquierda, las Fedríades, que servían de
espléndido marco a nuestro paseo. De pronto, llegamos hasta la puerta del santuario.
La casa de los guardias estaba a oscuras, una simple reja cercaba el recinto. La belleza
del sitio, la tentación de ver más de cerca los restos del templo, que apenas se
descubrían allá arriba, en la falda del monte, la soledad, que nos daba la seguridad de
que nadie podría descubrirnos, nos tentaron a atravesar la verja de un salto, y
comenzar a hacer el camino que los peregrinos hacían para consultar el oráculo.

Era un lugar santo, era imposible sustraerse a esa atmósfera de religiosidad y


recogimiento. Dos sentimientos contradictorios nos asaltaron: el de transgredir una ley
humana, profanando un lugar de tradición tan venerable, el cual, a pesar de que los
cultos paganos que habían elevado ese santuario ya no tenían ningún tipo de vigencia,
todavía conservaba en sus límpidas piedras, algo que no era, ni sería nunca, ruina; y
por otro lado, la sensación de que, precisamente por esta razón, nuestra sigilosa visita
era un modo de rendirle un especial culto a ese pasado. Bajo la noche estrellada,
acercarse a esos lugares sin sentirse transido por esos inexplicables sentimientos que
inspiran los dioses antiguos, habría sido cerrarse a los sentidos, quedar sordo a las
voces que nos hablaban desde todas partes, desde el aroma de los olivos milenarios,
desde la solemnidad de las piedras todavía en pie, desde los sonidos de la noche, la
transparencia del aire, el susurro de las fuentes, no lejanas, la majestuosidad de las
montañas, a lo lejos, desde el recuerdo de esa vida que había dejado allí un testimonio
de su grandeza, haciéndose una misma cosa con la naturaleza. Sin otra ofrenda que
nuestra temerosa veneración, comenzamos a ascender por la vía sacra, hacia el
templo, que a cada parada veíamos desde un ángulo diferente, pero siempre,
distanciándose de nosotros como el castillo de Kafka. Silenciosamente, admiramos el
Tesoro de los Atenienses, conservado casi intacto, más allá, una réplica del fabuloso
Onfalos, el ombligo del mundo, y entre nosotros y el Templo, la roca de la Sibila,
donde la antigua Pithia entregaba los oráculos. Sólo después de una escalera de
piedra, en cuyos costados sabíamos, había antiguas escrituras de esclavos que le
agradecían a Apolo el don de su liberación, se abrieron ante nosotros las imponentes
ruinas del Templo que fuera el más visitado de la antigüedad. Quedamos varios
minutos sin osar decir palabra, y después de recorrerlo entero, nos tendimos sobre las
enormes piedras, mirando ese cielo transparente, que nos descubría la presencia
invisible de las divinidades griegas. Estas no eran otra cosa que la majestuosidad del
paisaje, los misterios de la noche, las promesas del día que aparecería mañana, detrás
de los cerros. De pronto, creímos escuchar extraños sonidos provenientes del fondo de
la tierra, algo como un monstruoso gruñido escuchado desde lejos, tal vez el dragón
derrotado por Apolo, no lejos de allí, junto a la fuente Castalia. Pasamos allí un tiempo
indescriptible, no medible en horas, ni en minutos, hasta que por fin, colmados con el
privilegio de haber vivido una experiencia inolvidable, volvimos felices a nuestro hotel.
Cansados con todas estas emociones, nos acostamos a dormir. Envueltos en nuestras
sábanas, ya estábamos a medio camino hacia el otro lado de la vida, cuando
nuevamente se hizo escuchar el inquietante ruido que nos parecía haber oído bajo el
Templo. Esta vez, no sólo sonaban las entrañas de la tierra, las ventanas temblaban,
las paredes crujían, las puertas y las lámparas se balanceaban. Nos aferramos a la
cama con pavor: había comenzado un terremoto.

Paco Ramírez, pintor español que vivía en el exilio en París cuando nosotros llegamos,
ha tenido que ver de muchas maneras con nuestra historia. Fue él, el ángel guardián
que nos consiguió un departamento en el 15eme., inmediatamente después del golpe
militar, y fue él también, el que nos organizó nuestras primeras giras por su Andalucía
querida, que recorrimos juntos, de parte a parte, en desvencijados camiones.
Llegamos hasta los más recónditos lugares, a cantar, en calurosos conciertos, en el
cuadro de las fiestas de los patronos de los pueblitos. A veces, nuestras presentaciones
comenzaban a las tres de la mañana: el récord fue alcanzado en Granada, con un
concierto que comenzó a las seis de la mañana, después de una noche entera bailando
sevillanas. Eso no era un obstáculo, para que al día siguiente estuviéramos a primera
hora de la noche instalados en una cueva del Albaicín, aprendiendo la guitarra
flamenca con Enrique Morente o Manuel Gerena. En una de esas fiestas nocturnas,
salió por primera vez la idea de hacer un homenaje conjunto a los amigos, Pablo
Neruda y Federico García Lorca. Dos años después, éste tuvo lugar en Fuentevaqueros,
la ciudad natal del poeta andaluz. El principal promotor era nuestro amigo Paco. Se
inauguraron en esa ocasión, el monumento en bronce a García Lorca, obra de otro
amigo nuestro, que nunca faltaba en nuestras reuniones, Cayetano Aníbal González, y
una calle, que todavía lleva el nombre de nuestro poeta nacional. En las ceremonias,
estaba prevista la participación de Rafael Alberti, quien efectivamente llegó, pero
cansado de escuchar un interminable programa de cantores y rockeros, se largó sin
mayores explicaciones. Al final de los finales, cantamos nosotros.
Un día, atravesamos los límites de Andalucía, para dirigimos a Extremadura. En
Badajoz, lo que pensamos en un momento iba a ser un concierto más en la rutina de la
gira, se tornó inesperadamente en una importantísima misión diplomática. Para
quienes no lo sepan, diremos que, desde esta ciudad, partieron hace poco menos de
quinientos años, los principales jefes de la conquista española del sur de América. Sus
descendientes directos todavía viven allí y mantienen viva la memoria de las hazañas
de sus tatarabuelos. Para dar una idea de las difíciles relaciones entre extremeños y
latinoamericanos, podemos informarles que hace algunos años, cuando la ciudad de
Trujillo quiso hacerle un homenaje a Francisco Pizarro, los mexicanos se negaron a
asistir. Lo que en un lado del Atlántico aparece como una heroica gesta de conquista,
en el otro lado, se muestra como una cruel invasión, cuyas devastadoras
consecuencias todavía se sufren. Para limar estas asperezas, los descendientes de
Pedro de Valdivia decidieron hacerse presentes en nuestro concierto en Badajoz. A este
acto de buena voluntad, nosotros respondimos invitándolos a comer.

Nos fuimos a un restaurante, y alrededor de una mesa, comenzamos a parlamentar.


Sin mayores preámbulos, nos preguntaron francamente si les guardábamos algún
rencor. Les respondimos respetuosamente que nosotros, a juzgar por los antecedentes
de que disponíamos, no podíamos saber con exactitud si nuestros abuelos eran
españoles o indígenas, pero que en caso de ser esto último, el tiempo ya se había
encargado de borrar todo resentimiento que hubiéramos podido tener. Con evidentes
muestras de satisfacción por el sentido conciliador de nuestras palabras, nos
manifestaron francamente, que, sin dejar de admirar lo que habían hecho sus
antepasados, ellos lamentaban los excesos que éstos hubieran podido cometer,
excesos que, por lo demás, habían sido exageradamente aumentados por historiadores
deshonestos y mal informados. Les respondimos que estábamos al tanto de ciertas
interpretaciones interesadas de la historia, pero que en este caso, más valía la pena
doblar la página y pensar en el futuro de nuestras relaciones. Estuvieron de acuerdo,
pero nos hicieron notar que era su deber decirnos que a veces sentían que los
latinoamericanos tratábamos con injusticia a sus tatarabuelos, recordando sus
crueldades y olvidando lo positivo que éstos podían haber llevado a nuestras tierras.
Insistimos en que nuestra misión era de buena voluntad, y que creíamos que no
íbamos a avanzar nada, si nos dejábamos llevar por el deseo de hacernos reproches
mutuos. En este punto de la discusión, la cosa se puso difícil, porque algunos de ellos
manifestaban opiniones diferentes a las de los que parlamentaban. Nos pidieron
algunos minutos para discutir en privado. Nos levantamos de la mesa, y los dejamos
un rato discutiendo. Después de un tiempo, nos llamaron de nuevo. Nos manifestaron
que aceptaban el no discutir los puntos más conflictivos, pero que nos instaban a hacer
un esfuerzo por comprender que en este asunto habían dos visiones diferentes, y que
para el futuro de las buenas relaciones entre extremeños y latinoamericanos, era
indispensable que las partes en conflicto tuvieran en cuenta la buena voluntad de la
versión del adversario. Les respondimos que en esto no teníamos ningún problema y
que podíamos comprometernos ante ellos, que por lo menos nosotros, jamás nos
dejaríamos llevar por puntos de vista unilaterales, en asuntos tan espinudos como
éste. Se levantaron, y muy emocionados nos dieron un gran abrazo para mostrar la
importancia de nuestra reconciliación. Abrimos una botella de buen vino y brindamos
por la valentía de nuestros antepasados, Lautaro y Pedro de Valdivia, quienes, a través
de sus actuales representantes, nosotros y ellos, por fin, después de cuatrocientos
años, habían firmado la paz.

El concierto que dimos el 26 de setiembre de 1978, en el Parque María Luisa de


Sevilla, es uno de los acontecimientos más tristes de esta historia. España todavía
estaba revuelta, titubeando entre la democracia y el fascismo, los ánimos crispados, la
situación agitada por corrientes contradictorias y por oscuras fuerzas, que muchas
veces, ni siquiera osaban aparecer claramente a la luz pública. El entusiasmo y el
temor, eran los sentimientos predominantes en todos los actos que las fuerzas de
izquierda organizaban. En medio de esa turbulencia histórica, los comunistas sevillanos
quisieron organizar un concierto nuestro, con el objeto de juntar fondos para la
campaña electoral que debía realizarse semanas después. Ya habíamos cantado otras
veces en el parque María Luisa, pero en esa ocasión la afluencia de público rebasó las
expectativas de los organizadores. Varios miles de personas llegaron hasta las puertas
del teatro al aire libre, esperando poder entrar; como las boleterías no daban abasto,
comenzaron a producirse apelotonamientos en las puertas. La gente apretujada,
comenzó a gritar, y algunos desaforados aprovecharon la ocasión para crear desorden.

Eran provocadores especialmente enviados por las fuerzas fascistas, interesadas en


mostrar que la democracia y la izquierda son sinónimos de caos y de violencia. Algunos
miembros del servicio de orden trataron de parar la provocación, pero la respuesta fue
terrible, las cercas de madera fueron destruidas, y comenzó una sangrienta batalla
campal, en la que varias personas resultaron heridas. En una arremetida de los
fascistas, Manuel Oyola, un modesto militante, perdió la vida. Le habían clavado un
cuchillo en el corazón. Lo que tendría que haber sido una fiesta esperanzadora, se
transformó en un acto fúnebre. El nefasto poder que había sometido a España durante
cuarenta años, todavía complotaba en la oscuridad. Hoy día esto ya no sería posible;
esto no es consuelo, porque frente a la muerte no hay consuelo, pero por lo menos, da
la satisfacción de saber que esta maligna fuerza, que todavía en 1978 asesinaba
impunemente en España, hoy día está definitivamente neutralizada. Cuando al día
siguiente del asesinato, seguíamos tristemente la comitiva fúnebre en dirección al
cementerio, pensamos amargamente que ese concierto era el único en toda nuestra
historia que hubiéramos deseado fervientemente no haber hecho jamás.

Patricio Wang, el "Pato", último recluta de nuestra pequeña armada —no hay que
olvidar que los militares chilenos nos tienen en la lista de sus 5.000 enemigos— entró
en nuestro grupo en 1982, cuando nos encontrábamos grabando el disco “La
Revolución y las Estrellas”. Él había trabajado en Chile con Ricardo Venegas, en el
grupo Barroco Andino, y llevaba algunos años estudiando música en Holanda. Su
interés por la música contemporánea (es un fanático de Stravinski) lo llevó a
incorporarse a un grupo holandés, el OKETUS, creado y dirigido por el músico
Andriesen, uno de los compositores más interesantes de la actual música europea. Con
este conjunto, hizo una interesante experiencia, en lo que se ha denominado, "minimal
music", lo cual, desde un punto de vista estilístico, ha marcado todas sus
composiciones. Al principio, Patricio trabajó algún tiempo con nosotros sin mucha
regularidad, para poder terminar sus estudios en Amsterdam, pero desde hace dos
años, su dedicación al Quilapayún es casi completa. Digo “casi”, porque enamorado
como está de Amsterdam, fue imposible convencerlo de que se viniera a vivir a París.
Esto nos ha obligado a organizarnos, para que, sin cambiar de domicilio, trabaje con
nosotros. Con su llegada, se ha afirmado una segunda generación de Quilapayunes,
que ha cambiado completamente nuestra sonoridad musical. Nuestra idea siempre ha
sido la de crear una resultante de todos nuestros talentos y defectos individuales, y no
la de imponer un cierto estilo, al cual todos los integrantes deban adaptarse. El
resultado estilístico de nuestra música es como la bisectriz de nuestras personalidades,
aunque tomando siempre en cuenta los lineamientos colectivos que nos hemos dado
en un principio, y además, todo lo que ha sido nuestra experiencia en estos veintiún
años de vida. Patricio, con su talento rítmico y su fina musicalidad, ha sido un
considerable aporte creativo para nosotros. Si se observa la música que hemos hecho
a partir de su llegada, se podrá constatar que él ha puesto su impronta en todo lo que
es más experimental y renovador.

Hasta el momento, sus dos creaciones más significativas son, la Cantata, “Oficio de
tinieblas por Galileo Galilei”, y la canción, "Es el colmo que no dejen entrar a la
Chabela". En ambas obras se evidencia hasta dónde puede llegar nuestro afán de
síntesis entre lo culto y lo popular: estas sonoridades han ido introduciéndose en
nuestro repertorio con gran naturalidad, como si fueran las consecuencias más lógicas
de nuestro desarrollo hasta ahora. Sus facultades creativas están recién comenzando a
encontrar caminos de expresión, pero no escondo nada si digo que en sus canciones
tenemos fundadas buena parte de nuestras esperanzas de renovación.

PATRICIO WANG

Patricio, como lo indica su apellido, es de origen chino, y aunque él no tenga nada de


simpatía por la revolución de Mao, reivindica con orgullo algunas de las cualidades de
este pueblo, como, por ejemplo, la minuciosidad, la cortesía, y la sonrisa salvadora de
cualquier circunstancia. Como músico es lo mejor que hemos tenido, toca todos los
instrumentos que caen en sus manos, aprende con una rapidez pasmosa, y es un
entusiasta de todas las buenas músicas. No sólo hace música para el Quilapayún:
acaba de componer una pequeña ópera, basada en un texto de García Lorca, que se ha
estrenado con éxito en Holanda, ha hecho música para ballet y música incidental para
algunas películas. Cuando no hace música, se dedica a cuidar a su hija Rafaela, que
acaba de cumplir un año, o a observar el vuelo de las gaviotas desde su ventana.
Estas, cruzan incansablemente, desde el alero de su casa, hasta los techos del otro
lado del canal. Si usted lo visita alrededor de las siete de la tarde, puede tocarle la
suerte de observar el streeptease de su vecina, la cual se desnuda diariamente ante la
mirada absorta de todo el vecindario.

Nosotros tenemos un genio, un daimón, un ángel de la guardia, o como se quiera


llamarle. Siempre nos ha salvado en las situaciones difíciles, dándonos prueba de su
poder en incontables ocasiones: la más clara de ellas, ha sido cuando nos sacó de
Chile, pocos días antes del golpe. Pero ha habido otras, por ejemplo, cuando nuestras
relaciones con la empresa APES, que se encargaba de nuestros conciertos en Francia,
entraron en crisis. Cualquiera que conozca el rodaje de los circuitos de espectáculos en
Francia, se dará cuenta que quedarse aquí sin empresario es una situación gravísima,
en la cual se arriesga el quedarse definitivamente sin trabajo. Como nosotros, desde
que llegamos a este país, vivimos de este oficio, la ruptura amenazaba con terminar
con nuestra aventura: no éramos tan famosos en la época, como para pensar en
interesar fácilmente a otro empresario, y nuestros constantes viajes al extranjero nos
hacían imposible ocuparnos nosotros mismos de conseguir conciertos.

FRANCIA, 1980: QUILAPAYUN DURANTE SU ACTUACION EN LA EMISION DEL "GRAND


ECHIQUIER" DEDICADO A ELLOS

Estábamos lamentando nuestra triste suerte con nuestro calendario de actuaciones


vacío, cuando de pronto recibimos un llamado telefónico. Era Bruno Fourcade,
asistente de Jacques Chancel, que nos llamaba para saber si estábamos dispuestos a
hacer el Grand Echiquier del mes que venía. Jacques, desde hacía tiempo, venía
anunciándonos que quería hacer algo con nosotros, pero nunca lo habíamos tomado en
serio. Habíamos sido invitados a su emisión, pero nunca como artistas principales. Para
quienes no lo saben, éste es uno de los programas televisivos de mayor prestigio en
Francia, pues consagra más de tres horas a la presentación de un artista, con
actuaciones y entrevistas en directo. Un Grand Echiquier especialmente consagrado al
Quilapayún, era la salvación en esos momentos difíciles. Nuestro genio salvador se
había hecho presente.

Este programa, seguramente ha sido lo más importante que hemos hecho en Francia.
Como la cosa era en grande, le pedimos a Matta que nos hiciera la decoración: hasta el
suelo quedó pintado con sus imágenes, las cuales, además, llenaron un telón de fondo
de 90 metros de largo, por diez de alto. Con maestros invitados, Julio Cortázar,
Giuliette Greco, Catherine Ribero, Catherine Sauvage, Isabel Parra, Roberto Bravo y
otros, logramos que el resultado final fuera de gran calidad. Además, Fourcade nos dio
algunas sorpresas, como algunas partes del concierto que dimos con Theodorakis, en
la Porte de Pantin, una grabación de Víctor Jara cantando en Perú, y una divertida
intervención de Neruda, presentando un coro chileno en el mismo programa, pero diez
años antes. La simpatía a toda prueba de Chancel, su curiosidad y su perspicacia para
preguntar lo que se debe en el tiempo preciso, nos permitió mostrar un retrato en
directo de lo que éramos en ese momento. La idea de Chancel, de hacernos cantar con
orquesta (la orquesta de Pierre Rabbath), nos permitió mostrar una cara de nuestro
arte que no aparecía desde los tiempos de “La Fragua”, en Chile. Más tarde,
aprovechamos para grabar en disco las canciones más logradas de esta emisión,
"Entre morir y no morir", cantada con Catherine Ribero, y "La Vida Total".

Fue difícil convencer a Cortázar de que nos acompañara: desconfiaba de Chancel, y no


le gustaba para nada salir en la TV, pero como venía llegando de Nicaragua, quiso
aprovechar la ocasión para hacer un llamado a ayudar a ese pueblo hermano. El
resultado fue excelente, y hasta el embajador, Alejandro Serrano, nos llamó para
felicitarnos.

Hubo momentos de inquietud, cuando Chancel, pocos días antes del programa, nos
llamó para solicitarnos nuestra presencia en la manifestación por Sakarov, organizada
en París por el músico ruso Rostropovich. Jacques quería hacer una grabación con
nosotros en ese acto, para mostrar los dos lados de la represión contra la cultura, la
soviética y la fascista; en ambos lados del mundo se atentaba en contra de los
derechos humanos. Pero lo que complicó las cosas, fue que, por esa misma época, se
difundieron noticias surgidas desde el Partido Comunista Francés, según las cuales,
Sakarov habría hecho declaraciones favorables a Pinochet. Nosotros quedamos en una
situación muy difícil, y al final, decidimos no presentarnos en la manifestación. Chancel
se portó bien, no hizo cuestión de esto, y además, respetó todas las proposiciones de
invitados que le hicimos. Fue, sí, a grabar la manifestación, y mostró en nuestro
programa el encuentro de Rostropovich con Miguel Ángel Estrella, quien acababa de
llegar a París, directamente liberado de las prisiones uruguayas. En ese momento,
nosotros nos encontrábamos en un recodo de nuestra evolución. Seguramente hoy día,
si se volviera a repetir lo mismo, habríamos ido a la manifestación de Rostropovich: no
hay que confundir el antisovietismo con el rechazo a las arbitrariedades, contra las
cuales, por lo demás, nosotros siempre hemos luchado.

Pero olvidémonos de estas miserias y vámonos a Los Ángeles de California, al


concierto de Quilapayún con la Jane Fonda, la cual hará de relatora en la “Cantata
Santa María”. A ella la habíamos conocido en París, cuando venía llegando de su viaje
al Vietnam. En la Coupole, nos había relatado entusiasmada, sus experiencias
vietnamitas y un poco de su vida. Su marido, político demócrata, había comenzado su
carrera durante la agitación universitaria en contra de la guerra. Ahora, ambos estaban
en otra cosa, la política que hacían se centraba en la denuncia en contra de las
multinacionales. Era difícil hacer política en USA, país despolitizado, bastante
desinformado, y con una buena cuota de prejuicios; una de las pocas posibilidades era
recorrer las universidades y hablar directamente con los estudiantes. Nosotros le
hablamos de Chile, y al final, acordamos hacer algo juntos en Los Ángeles.

El concierto fue organizado por los chilenos, en el Pasadena Civic Auditorium, una
lujosa sala para cinco mil personas, no lejos de Santa Mónica, donde Jane habitaba. El
día del concierto, nos reunimos en la mañana, con el objeto de hacer un ensayo y
terminar los preparativos de la actuación. Jane, concentrada en el texto, leía una y
otra vez su intervención. Estaba terriblemente nerviosa. Seguramente, no estaba
acostumbrada a actuar en público, el trabajo de actor de cine es completamente
diferente, si uno se equivoca, puede perfectamente volver a comenzar. Esto la ponía
muy tensa. Ya cansados de ensayar, nos fuimos a almorzar y la dejamos repasando
sus textos, que iba corrigiendo cuando una palabra de la traducción no le sonaba bien.
Pasó todo el resto de la tarde metida en su minucioso trabajo, y cuando nos tocó el
momento de salir a cantar, todavía ella seguía dudando de si lo haría bien. Nunca vi a
nadie tan preocupado.

La cosa partió bien, cantamos las primeras canciones, y ella dijo los textos
maravillosamente. El público estaba cautivado. Pero pasó lo que tenía que pasar. En la
obra, hay un momento en que la música se interrumpe bruscamente, y el relator grita:
"¡Nadie diga palabra!". Después, continúa el relato. Lo que sucedió en este caso, es
que Jane, preocupada como estaba, lanzó su grito varias canciones antes de lo que
debía, cuando nosotros todavía estábamos cantando a voz en cuello. El efecto fue
rarísimo. Tanto, que todos nos quedamos mudos, sin saber qué hacer. Nos miramos
unos con otros, esperando quién iba a salir primero del atolladero. El silencio se
prolongaba. Jane tomó su decisión de revolucionaria experimentada. Lanzó de nuevo
un grito más fuerte que el anterior. Pero nosotros también éramos revolucionarios
experimentados, y, justo en ese momento, nos pusimos también a gritar como
barracos. El resultado fue espantoso, nos saltamos por lo menos una cuarta parte de la
obra y el público escuchó la Cantata más corta y más loca que hemos cantado en esta
venturosa existencia.

CALIFORNIA, 1977: HUGO LAGOS, CARLOS QUEZADA, EDUARDO


CARRASCO, GUILLERMO GARCIA, JANE FONDA, HERNAN GOMEZ Y
WILLY ODDO

Regine Mellac fue durante su vida una de nuestras amigas más fieles. Desde niña, se
había interesado en la canción popular. Entonces, se trataba de los cantores que las
radios parisinas ponían de moda en los veranos, y que todas las calcetineras francesas
adoraban, Sardou, Johnny Holliday, Edie Mitchel etc., pero pronto, esta afección por la
canción la hizo seguir otros derroteros. Por casualidad, cayeron en sus manos algunos
discos de música brasileña, otros de Violeta Parra, Atahualpa Yupanqui, música del
altiplano, etc. Descubrió que había un continente musical desconocido en Francia, y se
dió como tarea, consagrar su vida a la difusión de la canción latinoamericana. Con un
tesón admirable, comenzó a coleccionar la música nuestra, llegando a tener una
discoteca completísima. Convenció a los diarios y radios de que nuestras canciones se
merecían un espacio mayor en Francia, y durante varios años escribió artículos, hizo
programas, promovió visitas de artistas, y viajó por todos nuestros países, recogiendo
nuevos materiales. Se transformó en una amable embajadora de la Nueva Canción
Latinoamericana en Francia, y hasta alojó en su casa a los cantores vagabundos que
pasaban de vez en cuando por París. Todos le debemos algún pequeño o gran favor,
que ella nos hizo, en su infatigable amor por nuestra música. Un día, en uno de esos
agitados viajes que hacía, de puro cansada, se quedó dormida mientras conducta su
automóvil. Ella pereció en el accidente, su pequeño hijito se salvó. Nadie la podrá
reemplazar. Nos quedamos sin nuestra hada madrina, pero sobre todo, sin una
maravillosa amiga, que comprendía a veces mejor que nosotros lo que estábamos
haciendo. Con algunos músicos latinoamericanos, entre ellos Egberto Gismonti, por
quien ella sentía especial admiración, le hicimos un homenaje en un teatro parisino.
¿Pero cómo poder agradecerle ahora su maravilloso trabajo por difundir nuestra
música? Pobre Regine, todo lo dejó inconcluso, pero logró convencernos, de que lo que
hacemos, alcanza una plenitud insospechada en la devoción de quienes saben
apreciarlo. Si no hubiera gente como ella, de nada valdría toda nuestra música.

Una de las experiencias más felices de estos últimos doce años, fue nuestra vuelta a la
Argentina, en noviembre de 1983. Desde los comienzos del gobierno militar, habíamos
esperado con ansias este momento. En 1974, habíamos programado una gira, pero no
pudimos realizarla: el día en que partíamos para Buenos Aires, habiendo cerrado ya la
puerta de mi casa para dirigirme al aeropuerto, alguien vino corriendo a buscarme:
nuestro agente en Argentina, Lucio Alfiz, nos llamaba desde Buenos Aires. Perón
acababa de morir y la gira se suspendía. Nos quedamos con las ganas. Después, vino
el drama argentino y ya no hubo manera de volver. Pero ahora, el mismo Lucio, como
si los años no hubieran pasado, nos llamaba para proponernos una gira. La Argentina
volvió a transformarse en la meta de todas nuestras ilusiones. Nuestra cercanía con
este país hermano, así como con el Uruguay, la hemos sentido durante todo este
exilio. Nuestro destino común se nos ha manifestado en el dolor, en las miserias de la
época negra de la dictadura, y ahora, en las alegrías del retorno al aire libre de la
democracia. El drama de las Malvinas, con toda su humillación, lo vivimos como si
fuera nuestro, desde el Japón, donde en esa época nos encontrábamos en gira. Todas
las mañanas, pedíamos que nos tradujeran las noticias: en la TV, veíamos las
imágenes sin entender nada. Como todos los argentinos, en algún momento soñamos
que se podía ganar la guerra. Después, nos consolamos de la derrota, pensando que
tal vez ése era el precio que había que pagar para reconquistar la democracia. Cuando
volvimos a encontrarnos sobre la escena del Luna Park, cantando como en los buenos
tiempos ante un público enfervorizado, que veía en nuestras canciones una afirmación
de su propia libertad, casi explotamos de alegría. Todo volvía a comenzar, nada se
había perdido.

Hasta ahora no he citado ninguna crítica. Debo decirles, honestamente, que los críticos
siempre nos han tratado bien. Las pocas veces que no ha sido así, nuestra música no
ha sido tocada, salvo en aquella ocasión en Zaragoza, cuando un malhumorado
periodista nos sacó el cuero. En el diario más importante de la ciudad, escribió lo
siguiente: "A los Quilapayunes deberían prohibirles la entrada. No por políticos, por
malos. Esta ciudad se merece algo mejor que estos aburridores vestidos de negro, que
se mandan un concierto de dos horas, con canciones insulsas y textos intelectualoides.
Parece una ceremonia fúnebre. ¿Es que no hay en España nadie que pueda representar
mejor el salero de la música latinoamericana? Pregunto esto, porque los
contribuyentes pagamos nuestros impuestos municipales, y los delegados culturales
del Municipio no encuentran otra cosa mejor que presentarnos, en el mejor teatro de
Zaragoza, a este grupo de gente que de música no sabe nada. El peor concierto del
año. Lo que indigna, es que todavía queden ingenuos que sigan gozando de estos
velorios, en los que se canta fuerte, y más encima, desafinado...".

Felizmente, estas opiniones no las ha compartido el critico del diario bonaerense,


Tiempo Argentino, que cubrió nuestra actuación en el Luna Park. A mi modo de ver,
esta crítica responde muy bien, a los interrogantes que se pueden tener, frente al
problema de nuestra vigencia después de trece años de exilio. El título es, "Quilapayún
confirmó los fervores. Fiesta en el Luna Park". Firma, Guillermo Pintos. "Numerosas
polémicas se tejieron en los últimos días, alrededor de la presentación porteña de
Quilapayún y las diferencias entre su actual producción y la que conocimos diez años
atrás, antes de su exilio europeo. Se usaron términos como, compromiso, desarraigo,
elitismo, popular, esteticismo y muchos otros, meras palabras, reducidas a silencio
ante la contundencia del talento. En los recitales del Luna Park, Quilapayún ofreció
algo diferente a lo que le conocíamos, pero no hay lugar para la sorpresa. Han
evolucionado, han cambiado, respondiendo a su condición de verdaderos artistas, que
fueron también en sus años de barricadas".

"A través de los veintiún temas interpretados, no desaprovecharon ninguna de las


posibilidades que la música puso a su alcance. Estuvieron presentes, los temas festivos
con ritmos centroamericanos y letras de fresco humor, como un divertido calipso con
introducción de blues para ahuyentar gorilas, traidores y fascistas al son del Malembe,
una brujería afroamericana. También de raíz esencialmente africana, una de las tantas
composiciones, cuyo titulo no fue anunciado, consiguió un primitivo clima tribal, que se
contagió al público con su ritmo desatado y la melodía amasadora, imparable. En
muchos momentos, y bajo diferentes formas, estuvo presente el humor como clave de
inteligencia, por ejemplo, en un misterioso y bello vals parisiense para seis sikuris. El
otro tema instrumental ejecutado, ofreció una lúcida y personal visión de la música
andina, con cambios de ritmo, unísonos y contrapuntos de gran efecto. El mismo
elaborado tratamiento, evidenciaron los arreglos instrumentales de temas con canto,
destacándose un rico trabajo de percusión, la sutileza de los dúos de quena y la eficaz
utilización de la guitarra grave".

"Por momentos, el humor se hizo absurdo, aun sin música, pero especialmente en una
inteligente composición sobre palabras de un poeta surrealista chileno. A mitad de
camino entre el altiplano y la música sacra medieval, con una fuerza irresistible,
estremecedora, el grupo expuso en él, lo que podría ser su manifiesto político y aún
moral, pero también estético. Cuando la muerte cercana, con nombre y apellidos, fue
el tema de la canción, y no había rendija alguna para el humor, la música y la palabra
dieron profunda voz a la rabia, al dolor y la esperanza. En ellas, la denuncia encontró
un lenguaje poderoso y directo, pero estético. Una forma perdurable, dictada por la
circunstancia, pero llamada a trascenderla. Haber elegido un tango de extrañas
resonancias, cercanas al estereotipo, para decir la hiriente nostalgia del exilio, fue una
muestra más de la nueva personalidad del conjunto. Es decir, una mayor complejidad
y sutileza de concepto, que no admite divisiones entre forma y contenido, y defiende,
para esa unidad que es la creación, una absoluta libertad que no desdeña, una vez
más, el humor. Sobre un raro ritmo de varias guitarras, se impusieron las voces del
bandoneón, y el cantante, en un todo desmesuradamente apasionado y casi grotesco.
Un tango delirante y profundo, tributario de Juan Cedrón —como que éste interviene
en la versión discográfica— interpretado brillantemente por uno de los barítonos, con
la participación de Arturo Penón y llamado, “Re-volver”".

"Las voces cálidas y generosas, como siempre, ofrecieron algunos de los antiguos
temas del grupo, y otros nuevos, coralmente más elaborados, pero todos con la misma
fuerza de quien tiene mucho propio para decir. La música —cantada en este caso—
vivió una verdadera fiesta en el Luna Park, confirmando los míticos fervores sobre el
conjunto chileno, y fue ovacionada y compartida por un público que encontró
satisfacción a todas sus necesidades estéticas y expresivas".

Muchas gracias señor Pintos, usted es un ciudadano de nuestra amada Transandinia


natal, que, como dice el tango del amor lejano, siempre anduvo enredada en nuestros
pasos: "pero el viajero que huye, tarde o temprano detiene su andar, y aunque el
olvido que todo destruye, haya matado su vieja ilusión, guarda escondida una
esperanza humilde, que es toda la fortuna de su corazón". En realidad, todo lo que se
escribió sobre nuestros conciertos de vuelta a la Argentina, fue del mismo tenor.
Vivimos allí una especie de ensayo de lo que será mañana nuestra vuelta a Chile.
Cuando nos encontramos con periodistas, en una conferencia de prensa, nos
iluminamos con la siguiente alocución: "¡Viva Transandinia con sus dos océanos, con
su cielo único, con su paisaje innumerable, con su Parra de Yupanquis, con sus
Malvinas de Pascua, con su Gardel y su Gatica, con su Neruda y su Cortázar, con su
decís y su dices, con su Argenchile y su Chilentina, con su Corrientes y su Alameda!
¡Transandinia unida, jamás será vencida!". Algunos pensaron que estábamos haciendo
la demagogia característica de los artistas extranjeros; siempre halagando a los
nacionales del país que visitan. Pero estaban equivocados, nuestros sentimientos eran
verdaderos, veníamos desde demasiado lejos, en el espacio y en el tiempo, como para
ser presas de los pequeños mitos de diferencia. Porque si no... ¿En qué país estábamos
cuando cantamos en Neuquén o en Mendoza?

EL REECUENTRO CON ARGENTINA EN 1983: QUILAPAYUN


DURANTE SU ACTUACION EN MENDOZA

No existe ninguna ciudad más provincial que Mendoza: con justicia debería ser
nombrada la capital de todas las provincias. Hermosas plazas, amplias calles con
acequias, y bordeadas por frondosos plátanos, antiguas casas con zaguanes,
mamparas, amplias veredas, por donde uno se pasea, y sólo dos avenidas
verdaderamente comerciales, las cuales, por supuesto, se cruzan... Todo esto, bajo un
cielo límpido, de transparencia cordillerana, y enmarcado en un paisaje de montes y
álamos. Allí, volvimos a encontrarnos con nuestras gentes, que trabajosamente
vinieron a vernos en un concierto memorable. El acontecimiento había sido anunciado
en algunas revistas santiaguinas, y algunas agencias de viaje, entusiasmadas por los
argumentos de nuestro amigo, Ricardo García, periodista que ha estado detrás de
todos nuestros actos de presencia en Chile, se atrevieron a organizar tours especiales
para los interesados. Así, llegaron a atravesar la cordillera cerca de dos mil personas, a
las que se sumaron muchísimos jóvenes, que con su mochila a cuestas, llegaron
haciendo autostop.

El encuentro fue emocionante: como inmediatamente se supo en qué hotel estábamos


alojados, decenas de personas llegaron a conversar con nosotros, entre ellos parientes,
amigos, periodistas, músicos y hasta sospechosos empresarios. Un tipo bastante raro
se presentó como representante de la Boite La Sirena, una de las más concurridas de
Santiago. Nos dijo que había venido personalmente desde Santiago, para contratarnos
para actuar en Chile. Según él, todo estaba arreglado, el propio ministro del Interior ya
había dado su aprobación, y si queríamos, podíamos viajar cuando quisiéramos a
Chile. Nos ofrecía, además, 5000 US$ por actuación. Le dijimos que lamentablemente
teníamos contratos de exclusividad con otros empresarios, y que, por el momento, no
teníamos programado viajar a Chile. El individuo insistió, y hasta nos propuso ir
inmediatamente hasta la frontera, donde nos estaba esperando su patrón. Nuestra
negativa no lo descorazonó en absoluto, y días más tarde, cuando volvimos a Buenos
Aires, el tipo llegó hasta nuestro hotel, insistiéndonos en su millonario proyecto.

En Mendoza, la gente nos detenía en las calles, querían sacarse fotografías con
nosotros, nos preguntaban amigablemente sobre nuestra vida en Europa, como había
sido nuestro exilio, si echábamos de menos a Chile. Nos abrazaban, nos pedían
autógrafos, nos entregaban pequeños presentes de recuerdo. Aunque no los
conociéramos, eran como viejos amigos, se sentaban a comer en nuestra mesa, nos
comentaban nuestros discos, nuestras canciones. Parecían perfectamente informados.
Cuando más tarde nos encontramos todos en ese estadio lleno, que gritaba por Chile,
por fin, sin mordazas ni censuras, creo que ni ellos ni nosotros quedamos defraudados.
En ese feísimo lugar, único sitio donde se pueden hacer conciertos masivos en
Mendoza, volvimos a cantar de nuevo, con el mismo ímpetu épico de la época de las
grandes alamedas. Como animales vueltos a su paisaje natural, allí volvimos a
recuperar fuerzas escondidas, y nuestra euforia fue cómo un respiro de libertad y
reconciliación, que no habíamos vivido en todos esos doce años. Eran los sauces que
no veíamos hace tanto tiempo, era la cordillera lejana, agreste, salvaje, todavía lejos
de ser domada por los hombres, era su presencia secreta, que constantemente
recuerda la pequeñez humana, era nuestro suelo, nuestras rocas, nuestro pueblo. Creo
que allí comenzó para nosotros el retorno; pase lo que pase ahora, lo que viene,
comenzó en ese concierto. Cuando, para finalizar, cantamos la canción "Mi Patria",
canción hecha en el exilio, y que nosotros pensábamos completamente desconocida en
Chile, todo el público la coreó con nosotros. Para eso, no había habido distancia.
Después de enviar mil mensajes de amor hacia Chile, volvimos de nuevo rumbo a
Francia, con la nostalgia de nuevo dividida hacia uno y otro lado, como corresponde a
quien vive con su amor exiliado.

Los militares no nos quieren. Pocas semanas después del golpe militar, nos incluyeron
en una lista de personalidades, a las que se las amenazaba con quitarles la
nacionalidad. Esto quedó archivado, y no sé por qué no se volvió a hablar más del
asunto. Probablemente fueron aconsejados, para no tomar medidas excesivas que
pudieran ennegrecer todavía más su imagen en el exterior. Para nosotros, esto habría
sido una especie de condecoración por los servicios prestados a la patria: en nuestro
país, no hay mejor prueba del patriotismo, que el haber sido elegido por los militares
como enemigos de la patria. Más adelante, se nos incluyó en la lista de los que no
pueden entrar en el país y todavía estamos en ella. Hace algún tiempo, se presentó un
recurso de amparo, para que pudiéramos obtener la autorización de regresar. Este fue
discutido por la Corte de Apelaciones, y rápidamente, rechazado. Nuestro caso ha
pasado a la Corte Suprema, la cual, por supuesto, con la "independencia" de que ha
dado muestras en los últimos años, también lo rechazará. Seguiremos golpeando las
puertas de Chile, hasta que nuestro pueblo las abra.

Pero no todos los militares del mundo nos odian. Una noche, volvíamos de España, y
como la frontera de Irún estaba cerrada, comenzamos a buscar un paso. Había una
espesa neblina, que nos impedía ver claramente por dónde andábamos. El problema
vasco estaba candente en esos días, debido a un atentado recientemente ocurrido, y
las pequeñas rutas, por las que viajábamos, parecían atestadas de policías: a cada
rato, nos cruzábamos con carros militares, que aparecían sorpresivamente desde el
muro neblinoso. De pronto, nos encontramos a boca de jarro con un puesto fronterizo.
Varios guardias nos hicieron detenernos. Uno se acercó, enfundado en una pesada
capa de fieltro. Traía cara de pocos amigos. Nos pidió que abriéramos la puerta de
nuestro bus, y subió, sin dejar de examinarnos. Nos pidió los documentos. Le
entregamos nuestros "bluejeans" (¿Qué es un "bluejeans"? Es un pasaporte de la
Convención de Ginebra, que tienen todos los refugiados en Francia. Como está forrado
en un género azul, muy parecido a ese tipo de pantalones, los chilenos le hemos
puesto, "bluejean"). El militar miró los 'bluejeans", y fue comprobando si las
fotografías correspondían con nuestros rostros. "¿Y de dónde vienen ustedes?",
preguntó con un tono de malas pulgas. "De Madrid", le respondimos. "¿Y qué andaban
haciendo en Madrid?", volvió a preguntarnos agresivamente. "Cantando", le
respondimos, "¿Y de dónde son ustedes?", preguntó, cambiando ya el tono. "Chilenos",
dijimos. «¿No me dirán que son ustedes los Quilapayún?", exclamó. "Exactamente", le
dijimos. "Cooooño", dijo, y sacando la cabeza por la ventanilla, comenzó a gritar como
un desaforado. "iHeeee, muchachos, vengan aquíiiii...!". Los conscriptos que
guardaban la barrera, creyendo que lo estábamos atacando, se abalanzaron sobre el
bus, con sus fusiles en ristre. Felizmente, el entusiasta gritó antes de que dispararan:
"¡Son los Quilapayún!". "Coñoo, coño", repetía. Los otros se calmaron, y llegaron hasta
nosotros con actitud amistosa. El policía comenzó a darnos explicaciones: "Hombre,
esto del uniforme no quiere decir nada. ¡Yo no soy así!". Lo miramos extrañados. "Yo
no soy así, yo no soy así" repetía, como avergonzado por llevar uniforme. "Mi mujer no
me va a creer cuando se lo cuente, coño, los Quilapayún". Hicimos la recorrida de
autógrafos, pero igual no pudieron dejarnos pasar. Tuvimos que volvernos a Irún, a
nuestro Hotel Alcázar, donde nos esperaba nuestro arroz con leche.

En junio de 1985, volvimos a hacer una temporada en el Olympia, esta vez, con varias
novedades en la manera de presentarnos. Nuestros agentes, Gissele y Michel Salou,
tuvieron la feliz idea de presentarnos a Daniel Mesguich, uno de los hombres de teatro
más creativos en el ambiente teatral francés. Él, desde hacía algún tiempo, venía
interesándose en la puesta en escena de espectáculos de canción: ya había hecho una
primera experiencia con Catherine Ribero, en el Bobino, y se interesaba en trabajar
con nosotros. Comenzamos a hacer planes, y como ha sucedido muchas veces en
nuestra historia, descubrimos en él, no sólo a un colaborador interesado, sino a un
verdadero amigo, que comprendió perfectamente nuestro proyecto y con el cual
comenzamos inmediatamente a tirar líneas para nuestro espectáculo.
Después de varios meses de trabajo, los resultados nos dejaron satisfechos. Daniel nos
permitió volver a acercarnos a lo que soñábamos cuando trabajábamos con Víctor
Jara. La concepción de nuestro concierto como un espectáculo visual, agregó interés a
nuestro mensaje, y nos introdujo en un mundo mágico del cual es difícil salir. La
utilización del movimiento, de la palabra medida, de la iluminación cuidadosamente
buscada, de la escenografía, de la totalidad de la escena, concebida como un espacio
en el cual cada latitud tiene un sentido, la mayor conciencia de la infinitud de
significaciones escondidas en cada palabra, en los trajes, en cada desplazamiento, todo
eso cambió completamente lo que hacíamos. Nuestro espectáculo fue concebido, no
como una sucesión de canciones para entretener a un espectador, sino como un toque
de magia, con el cual se cautiva y se da sentido a lo que ocurre, una dirección que se
le imprime a la visión, para que lo que diga, brille con toda su luz. Daniel nos descubrió
una cara nueva de nosotros mismos, y hasta talentos que ni siquiera sabíamos que
existían: Hernán, por ejemplo, se nos reveló como un formidable cómico, cosa que
apenas se nos había mostrado antes. La mano de un gran director de escena se
muestra en su generosidad, en su capacidad de ayudar a evidenciarse, aquello que
pugna por salir a la luz, lo que quiere aparecer, pero necesita una mano que le abra las
puertas de su prisión. Todo el arte no es más que eso, hacer emerger los sentidos
ocultos, y por eso, el mejor director de escena es aquel que sirve un texto, un sentido,
una poesía, una idea, no el que pone su impronta en todo, y, con su presencia
omnipotente, vela lo que debería revelar. No se trata de más humo, ni de más o
menos luz, ni menos aún de invenciones artificiales para aparecer original, se trata de
hacer visible lo invisible, empresa difícil y riesgosa, que Mesguich conoce a maravillas.
Trabajar con él, ha sido multiplicarnos, sin dejar de ser nosotros mismos. Mesguich,
fascinador de la alta poesía, hechicero del sueño, "hombre de theatre", en el sentido
más eminente que pueden tener estas palabras...

PATRICIO WANG, WILLY ODDO, HUGO LAGOS, DANIEL MESGUICH, HERNAN GOMEZ,
RICARDO VENEGAS, MADAME MITTERRAND, GUILLERMO GARCIA, RODOLFO PARADA Y
EDUARDO CARRASCO

El Olympia fue un éxito, las críticas de todos los diarios parisinos fueron unánimes en
celebrar nuestro espectáculo. Desde ese momento, hemos seguido cosechando éxitos
con esta nueva dirección de nuestro trabajo. Los conciertos en Buenos Aires, Berlín y
otras ciudades en Alemania, han ido afirmando nuestra vocación hacia el teatro. Nos
interesa este tipo de espectáculo total, en el cual, la música pasa a ser el elemento
protagonista que aglutina en torno suyo a todos los demás recursos de la escena. Para
lograr este propósito, ha sido necesario adaptar nuestra música a la escena, buscando
desarrollar sus aspectos "escenificables". Esto nos ha alejado a veces bastante de la
canción estrictamente popular, la cual, en sus versiones más generalizadas, carece de
valores dramáticos. Esto, ha acentuado la doble dirección que siempre ha seguido
nuestro trabajo, con un pie hacia la escena, y con otro hacia el disco. En uno de
nuestros últimos discos, se muestra bastante claramente este problema: tenemos que
hacer coexistir obras de valor escénico, como la “Cantata Galileo”, con canciones
bailables, como el “Tutti frutti". Pero frente a esto, no hemos encontrado ninguna
solución por el momento, lo único que podemos hacer, es seguir tratando de responder
a todas nuestras necesidades, sin caer presa de ningún prejuicio que nos obligue a
abandonar la multiplicidad de nuestros recursos o la variedad de nuestros intereses. La
síntesis de lo que somos, se va haciendo, a medida que vamos creando, y en ella,
deberán entrar todas las canciones y cantatas que se nos ocurra hacer. Si en el todo,
hay algo de abigarrado o de dispar, es porque no hemos podido reunir de otra manera
las distintas respuestas que hemos dado a las situaciones de las que proviene nuestra
música. Ha habido que hacer muchas cosas, lo más interesante será siempre lo que
queremos hacer, y no lo que hemos hecho. Si hubiéramos vivido toda nuestra carrera
en Chile, o en América Latina, probablemente las cosas hubieran sido muy diferentes,
pero el exilio, entre las cosas negativas que nos ha traído, está precisamente esta
situación, algo artificial, de tener que abrimos camino en un medio que no es el
nuestro, pero obligados a guardar fidelidad a lo propio. Si bien, como lo he dicho, no
podemos quejarnos de la amplitud con que en Francia se ha escuchado nuestra
música, también es cierto que, en relación con los artistas franceses de nuestra
generación, nos ha costado mucho y nos seguirá costando, salir de una cierta situación
de marginalidad. Nuestro éxito en Francia o en Europa, de ninguna manera es
comparable con el que han tenido los propios artistas de estos países, o con el que
nosotros mismos tenemos en América Latina. De ahí, la importancia que ha tenido
para nosotros el poder volver a nuestro mundo, y reconquistar nuestro lugar en
Argentina y en Chile.

El teatro Rubén Darío, de Managua, queda a un paso de la plaza principal de la ciudad,


allí donde está la catedral derruida, y donde se encontraba, cuando nosotros fuimos, el
famoso retrato de Sandino con sombrero. El teatro es uno de los pocos edificios de la
zona que quedaron en pie, después del gran terremoto que asoló la ciudad, poco antes
de la revolución. Allí cantamos, en una rápida visita, que nos permitió apenas echarle
una miradita al proceso nicaragüense. Cuando en el verano de 1977, en una corta
visita a Cuba, tuvimos la oportunidad de conversar con periodistas guerrilleros nicas,
no nos imaginábamos que un año después, ellos iban a estar celebrando la caída de la
dictadura. Nuestro buen amigo, Wilmor López, nos había contado cómo se difundían
nuestras canciones en el mismo frente de batalla. Por una especial sensibilidad del
pueblo nicaragüense hacia nuestra música del sur; la canción chilena y argentina,
tenían una recepción especialísima, lo cual le dio a nuestra visita una particular
significación. Fuimos recibidos como si hubiéramos estado siempre presentes en sus
luchas. Un combativo movimiento de la canción había surgido en los años de la guerra.
Sus principales exponentes, eran los hermanos, Carlos y Luis Enrique Mejía Godoy.
Ellos, además de investigar y difundir la música de su país, se habían encargado de dar
a conocer algunas de las canciones más conocidas del repertorio sureño. Ahora, se
encontraban de lleno metidos en las tareas de la consolidación del proceso cultural
nuevo. Éste, tenía rasgos muy parecidos a los que habíamos detectado en nuestro
propio país, durante los años de la Unidad Popular. Por eso, y porque nuestras
inquietudes artísticas y políticas eran muy semejantes, establecimos con ellos un
diálogo que todavía dura, corriente de amistad concreta, sin la cual es imposible la
hermandad entre nuestros pueblos.

Nicaragua, para nosotros, es lo mismo que para todos los que luchan hoy día en
América Latina, por una vía que abra caminos de justicia, sin abandonar las
esperanzas democráticas. Lamentablemente, como país asediado que es, víctima de la
violencia imperialista, ha tenido que adaptar su política interna a la situación impuesta
por la agresión. Los locos de uno y otro lado, han querido transformar a Nicaragua en
la línea de ruptura entre dos extremismos. Felizmente, dentro del proceso se han
impuesto los que ven las cosas más calmadamente y tratan de buscar la consolidación
por la vía del consenso. Mientras esto siga así, la historia de este pueblo hermano no
marchará a reculones, y la mirada de Sandino seguirá escrutando el cielo de Managua,
para desentrañar los signos del porvenir, bajo su imponente sombrero negro. De lo
que pase allí, depende mucho lo que ocurrirá en todos los demás países
latinoamericanos, allí está en juego, y todos lo sabemos, el destino de nuestra propia
independencia.

El otro lado de esta medalla, también lo conocemos, digo, los Estados Unidos. ¿Pero
podemos decir con verdad que los USA sean el otro lado de la medalla? Para ser
honesto, creo que no. A menudo, se confunden los pueblos con sus gobiernos, lo cual
ha sido la causa de que en nuestras izquierdas, muchas veces se tengan ideas
completamente falsas sobre el país USA. Cuando nosotros llegamos por primera vez
allí, viniendo desde Europa, nos despertamos de un sueño de este tipo. Traíamos mil
prevenciones en contra de ese mundo, que nos parecía la síntesis de todo lo que
detestábamos sobre la tierra. Cuando descendimos del avión en Nueva York,
descubrimos un país mucho más cercano al nuestro, que los países europeos. Bastó
una vuelta en taxi por el Harlem latino, para descubrir que dentro de los USA había un
enorme país latinoamericano, con el cual nuestros prejuicios no habían contado. Las
innumerables giras que hemos hecho después allí, no han hecho otra cosa que
confirmar esta cercanía, que nos ha abierto los ojos hacia la atrayente aventura de
conocer una parte de nosotros mismos que teníamos olvidada. Hablo de los millones
de latinoamericanos que allí viven, de los chicanos, portorriqueños, cubanos,
dominicanos etc., que allí se han instalado, y que no han renunciado, ni renunciarán, a
ser lo que siempre han sido. La prueba, es que su lengua y su cultura, han ido
tomando forma, y adquiriendo, cada día, un perfil más nítido y auténtico. Pero hablo
también del norteamericano sensible y abierto hacia los problemas del resto del
continente, de todos aquellos, que por espíritu verdaderamente democrático, han
llevado adelante luchas formidables en contra de los propios poderes imperialistas de
su país, de los que lucharon por la paz en el Vietnam, de los que hoy día luchan por la
paz en América Central, y de los que, por supuesto, han estado a nuestro lado,
combatiendo las políticas de apoyo a Pinochet y al fascismo. Todos ellos, son parte
importante y decisiva de ese formidable país, que alberga en sí, las más violentas
contradicciones. Frente a un país de contradicciones, no caben las unilateralidades,
para comprender lo que pasa allí, hay que ser capaz de pensar todas las caras del
dado al mismo tiempo.

Quien nos dio la mejor lección para entender estas complejidades, fue el propio
Orlando Letelier, ex embajador de Relaciones Exteriores del gobierno de Allende,
cobardemente asesinado en un atentado, perpetrado por los propios militares chilenos,
asesorados por fascistas cubanos. Él mismo se encargaba de promover nuestras visitas
en Washington, transformándolas, con gran habilidad, en formas de agitación del
problema de Chile en los medios diplomáticos. Después de cada concierto, nos íbamos
a su casa, y allí, encontrábamos a los más variados personajes que pudieran influir con
su opinión en el gobierno o en el Congreso. Un día, pudimos hablar directamente con
un personero del Departamento de Estado, el que para nuestra sorpresa, se nos reveló
completamente contrario a la dictadura pinochetista. Eran los tiempos de Carter, y
estábamos lejos del maquiavelismo nixonicida. Antes, hasta a nosotros nos habían
negado la entrada a los USA. La primera vez que obtuvimos las visas, fue después de
un verdadero movimiento de solidaridad que se produjo ante el rechazo gobiernista.
Felizmente, estos excesos han terminado, y, desde hace ya largo tiempo, nuestras
entradas no causan problemas.

Orlando era un hombre encantador, probablemente sin enemigos en su vida personal.


Su talento diplomático, que incluye esta facilidad en las relaciones, era algo
espontáneo, proveniente de un auténtico interés en las vidas, en los personajes, más
que en las causas o en los "ismos". Su amplitud no era calculada, no tenía nada que
ver con ideologías o doctrinas. Por eso, su muerte es un hecho bárbaro, imperdonable,
infinitamente asesino. El jueves 21 de septiembre de 1976, el auto en que viajaba con
su secretaria, explotó en plena calle. Con él, se fue algo que pertenecía a lo mejor de
Chile. Quienes lo conocimos, todavía lo lloramos. No se olvida fácilmente a un amigo,
capaz de la valentía necesaria para alzarse como enemigo número uno del fascismo, y
capaz, también, de la sencillez que exige el canto y la guitarra. El recuerdo de su
sonrisa franca y leal es un antídoto eficaz, en contra de todos los escepticismos que
nos asaltan a veces. Cuando se han sacrificado vidas como la suya, se acaban las
razones para detenerse.

En USA, como en todas partes, hay locura. No hablo ahora de aquella que se expresa a
veces en la política de sus gobernantes, sino de la otra, esa que es más directa y
cotidiana. Un ejemplo: durante una de nuestras innumerables giras, un día recibimos
una carta amenazante. Un grupo de feministas, que había presenciado uno de nuestros
conciertos, se sentía profundamente ofendido con el texto de una de nuestras
canciones. Se trataba del famoso tema, "Tío Caimán". Para estas amigas, la frase
"menea la colita, como una señorita, menea la colota, como una señorota", era una
expresión machista inadmisible, de falta de respeto hacia la dignidad de la mujer.
Según ellas, nos estábamos riendo de los traseros femeninos, por lo cual, nos instaban
a no seguir cantando estas frases en disputa "en el territorio de los Estados Unidos".
Nosotros consideramos esta amenaza como muy injustificada, porque, dicho sea de
paso, más de un trasero femenino nos había quitado el sueño en el territorio de los
USA, pero no quisimos darle mayor importancia a este asunto, y sacamos la canción
de nuestro repertorio. Algunos panameños se han extrañado por esta ausencia, y nos
ha sido difícil explicarles la verdadera causa, pero qué le vamos a hacer, en estas
cosas más vale ser prudente, y menear la colita en otros lados.

Algunos han interpretado malévolamente el hecho de que seamos puros hombres,


mostrándolo como una manifestación de machismo. No creo que sea la verdadera
explicación: en verdad, si ser feminista es reconocer la igualdad de derechos de la
mujer y del hombre, nosotros somos feministas. No tenemos nada en contra de los
movimientos feministas, por el contrario, los apoyamos resueltamente. El hecho de
que seamos un grupo masculino, tiene explicaciones más complejas, que habría que
buscar por el lado de las tradiciones culturales y musicales de nuestro pueblo. Hacer
un conjunto musical de puras mujeres, no creo que sea expresión de feminismo, es
simplemente una elección que se hace, entre otras, puede haber grupos musicales
masculinos feministas y grupos musicales femeninos machistas. El simplismo es tan
peligroso como la mala fe.
¿Se podrá pensar en un gobierno norteamericano que respete la autonomía y la
independencia de los procesos latinoamericanos, que entregue ayuda económica al
tercer mundo, sin poner condiciones políticas, que no complote para derribar las
democracias que no le gusten? Esto parece la más utópica de las utopías que se
puedan imaginar. Pero de lo que no se puede dudar, es de que hay norteamericanos
con estas ideas, los cuales son y serán nuestros amigos. Con ellos, tal vez podamos
construir algún día una América más libre y más unida. No está de más decirlo, no está
de más pensarlo. Lo que hicieron Kissinger y Nixon con nuestra patria, es
imperdonable, lo que hacen los miles de norteamericanos que han tomado la causa de
Chile como propia, es lo mismo que hemos intentado hacer nosotros, juntar granito
por granito, los materiales para construir una auténtica democracia en nuestro
continente.

LA REVOLUCION Y LAS ESTRELLAS

"No arrojes al héroe de tu alma". Esta frase de Nietzsche se comprende en su sentido


más profundo, cuando uno ha vivido una derrota. Entonces, pareciera que todo lo que
uno ha creído verdad, todos los motivos que nos han entusiasmado, todas las energías
que han puesto en marcha nuestros deseos de vivir o de luchar, hubieran caído por un
despeñadero, haciéndose trizas y apagándose para siempre. Uno lanza una mirada
hacia el pasado, y todo parece contagiado con el error que ha dado por el suelo con el
mundo que hasta hace un momento estábamos trabajosamente construyendo. El
futuro parece vacío, sin metas, sin estrellas. ¿De dónde sacar fuerzas ahora para creer
en algo? ¿Qué ha quedado en pie después de la hecatombe? Por lo general, y esto
cualquier historiador lo sabe, los pueblos se demoran decenios, y a veces, hasta siglos,
para volver a echarse a andar.

Nosotros, que durante toda nuestra trayectoria hemos vivido como protagonistas de un
movimiento histórico en ascenso, seguimos apegados a la idea, según la cual, aquello
que ayer generó una época en la corta vida de nuestro pequeño país, sigue aún en pie.
Nos cuesta enfrentarnos con la muerte real, no aquella que elimina los hombres, sino
aquella que borra los horizontes, cambia las leyes del juego, se apodera de los
espacios del porvenir. Pero la realidad es otra; los mismos móviles que ayer tuvieron
una vigencia incuestionable, hoy día yacen por tierra, sin capacidad convocatoria, sin
poder engendrar nada, como si el tiempo los hubiera borrado o los hubiera vaciado de
su sustancia. Aunque aparentemente todo siga igual —porque las fuerzas políticas que
sustentaron esos ideales siguen existiendo y su acción sigue produciendo
acontecimientos periodísticos— la verdad es que un ciclo se ha cerrado, y la
acumulación de fuerzas nuevas, que movilizarán la historia del mañana, recién está
comenzando. En la historia, los movimientos sociales pierden su vigencia muchos años
antes de periclitar completamente, hay una inercia que los mantiene en vida todavía
algunos años, hasta que su declinación se hace evidente. No todos los fenómenos
sociopolíticos pertenecen al mismo tiempo, aunque coexistan en esa extraña maraña
de acontecimientos que confusamente llamamos, "presente".

Para nosotros, artistas que acompañamos al movimiento social chileno, entre los años
sesenta y setentaitrés, y que de alguna manera estamos identificados con esa historia
concreta, el gran peligro está en cerrarnos a las energías emergentes, y hundirnos,
periclitando con las fuerzas del pasado, que pugnan por mantenerse vivas.
Identificarse con una historia, encierra el peligro de "pasar a la historia", es decir, de
encerrarse en la jaula del tiempo, y quedar, no como un ser vivo, creándose, sino
como un testimonio todavía viviente de algo que pertenece al pasado. En nuestro caso
concreto, cantantes del período fenecido, el de la Unidad Popular.

Esta es la gran trampa en que muchos han caído. En ellos, la energía creadora no ha
sido suficiente como para atravesar esta valla que pone el tiempo, y salir adelante
hacia la próxima ilusión, hacia el futuro sueño que irremisiblemente tendrá que venir.
Probablemente, éste no será ni más poderoso, ni más verdadero que el anterior,
porque tendrá que tener en cuenta la carga de escepticismo que implica una
experiencia fracasada, pero lo que importa es que, inserto en él, se encuentre la
verdad de la que eran portadoras las fuerzas que animaron el pasado.

Porque ninguna experiencia histórica es un error absoluto, ninguna concentra en sí el


fracaso total de sus propias ilusiones. Aunque la catástrofe incite a los más débiles y
superficiales a pensar las cosas como si nada fuera salvable y todo tuviera que
empezar de nuevo, lo cierto es que, aun en las épocas más desgraciadas de la
humanidad, hay una verdad escondida. Es ésa la que el artista o el filósofo deben
aprender a sacar a luz, para que la historia sea continuidad y no ruptura.

Un golpe como el chileno empuja a pensar las cosas en términos de rupturas radicales,
induce a concluir que la Unidad Popular y todo lo que la rodea no fue más que un
espantoso error, frente al cual, lo único sensato sería personalizar a los culpables del
desastre y ponerlos ante el tribunal de la historia. Después de este acto de limpieza, se
trataría de comenzar todo desde cero, olvidando para siempre los detalles del
bochornoso período. Pero la historia es irrevocable: sólo escucha a quienes veneran el
pasado, y éstos son los que saben hilar con el hilo invisible y secreto de la conciencia
nacional, los que saben unir el presente con el pasado, para así abrir los caminos del
futuro desde lo propio y hacia lo propio. Lo que hace el hombre es una cosa, lo que
hace la historia es otra: ambas acciones sólo coinciden en los momentos más felices de
la vida de un pueblo.

ROBERTO MATTA Y LOS QUILAPAYUN HACIENDO UN TRENCITO


Para nosotros, chilenos, el golpe sólo ha hecho más difícil esta tarea ineludible de
encontrar estos puentes, pero de ninguna manera la anula: lo que vivimos, incluso en
sus excesos, incluso en sus errores y desaciertos más ostensibles, encierra una verdad
que será imprescindible rescatar. Durante esta época de la Unidad Popular, el pueblo
chileno no movilizó sus energías históricas en vano, el ímpetu que lo hizo despertar y
escribir páginas gloriosas de su historia social, no fue una pura siniestra
autoequivocación. Las esperanzas que un día se concentraron en la palabra mágica
"revolución", la cual movió a cientos de miles de chilenos, bajo las consignas
democratacristianas en 1964, y bajo las banderas de la Unidad Popular en 1970, no
eran direcciones falsas, había en ellas una verdad, a la que no es necesario renunciar.
Lo que fracasó en el golpe, lo que los militares lograron destruir, no fue esta dirección
de nuestra historia hacia la democracia y hacia la libertad, sino, en ambos casos, una
versión unilateral de ella, dos de sus posibles realizaciones parciales. Esto no quiere
decir que en los proyectos de la Democracia Cristiana o de la Unidad Popular no
hubiera ya errores, no hubiera pronunciamientos a revisar, estrechas concepciones de
Chile, de su sociedad, de la realidad latinoamericana, de las fuerzas operantes en el
mundo y de nuestro propio destino histórico. Pero los pronunciamientos políticos son
precisamente expresiones de una orientación más profunda, le dan cuerpo teórico o
programático a una tensión histórica que subyace a lo que simplemente pasa, a
aquello cuya supervivencia, en el trasfondo de los acontecimientos, explica el porqué
de estos proyectos, el por qué de su fracaso, y al mismo tiempo, señala hacia los
nuevos pronunciamientos posibles. Cuando se habla de "izquierda" o de "derecha", por
ejemplo, se hace alusión a este proyecto de trasfondo, que es el que cada partido
intenta interpretar y canalizar en su favor, sin que por ello, éste quede nunca
enteramente o cabalmente formulado. Dicho esto, podemos afirmar que el lenguaje
más fiel al proyecto subliminal de la izquierda y del centro en Chile, de la gran masa de
los chilenos qué querían una revolución democrática, fue el de Frei, en un momento, y
el de Allende, en otro, por encima, y muchas veces, a pesar de los pronunciamientos
de los partidos que apoyaban o decían apoyar a estos dos políticos. Este proyecto
subliminal de cambios, de anhelos de justicia, de deseos de democracia y libertad, es
lo que un artista como nosotros, que se define por su fidelidad a la marcha de su
pueblo, debe aprender a sacar a luz.

Para nosotros, en lo concreto, la frase de Nietzsche, "no arrojes al héroe de tu alma"


quiere decir: mantén tu fidelidad a aquellos ideales que un día inspiraron tu canto. Si
tu canto fue épico y fiel expresión de un momento épico de tu pueblo, aprende a
desentrañar la verdad contenida en tal mensaje, aunque las políticas de los partidos o
de los movimientos sociales concretos hayan sufrido un traspié. El arte no es, ni puede
ser, verdadero o falso, pues siempre está a la búsqueda de encender la raíz de una
verdad. Cuando un impulso histórico se hace canto, es porque contiene en sí un rayo
generador de luz, y aunque la idea política que intenta responder al mismo impulso se
revele históricamente falsa, queda siempre la energía hecha poesía, que no para de
expandir la esperanza que le dio vida. Volver a la esencia de nuestro canto, para
buscar de nuevo allí la revolución, es lo que nosotros hemos intentado hacer a partir
del fracaso de la Unidad Popular y de nuestro alejamiento del Partido Comunista de
Chile.

Esta revolución no puede ahora ser la misma que pensábamos estar construyendo
durante esa época, pero se mantiene fiel al proyecto histórico del pueblo de Chile, el
cual no ha sido, ni será jamás, descartado, porque es lo que lo ha hecho existir desde
que éste se ha echado a andar. Si las cosas no fueran así, en la historia, siempre todo
se perdería, y a los errores parciales, se uniría el fracaso total y completo de la raíz
cultural que le da vida e identidad a las naciones. En esta época de convicciones
destruidas, lo más fácil sería decir: todo es y será siempre falso. Mucho más difícil es
buscar entre las ruinas, los andrajos de luz que el tiempo nos ha dejado, y comenzar a
construir con ellos, una nueva ilusión para mañana.

Yo conocí a Matta en mayo de 1979, en Torum, Polonia, durante un foro sobre la


cultura chilena, organizado por las autoridades polacas, y en el cual, como dice el titulo
de la canción, "participaron connotados intelectuales". Entre ellos, se encontraba
también Julio Cortázar, de quien siempre guardaremos un hermoso recuerdo. A él lo
habíamos conocido mucho antes, casi a nuestra llegada a París, en 1973, y durante
largo tiempo mantuvimos con él una amistad algo lejana pero profunda. A veces
almorzábamos juntos, en algún restaurante parisino, para intercambiar opiniones
sobre la situación política latinoamericana, pero sobretodo, nos encontrábamos en
todos los actos de solidaridad con nuestros pueblos que tenían lugar en París. Además,
él nunca faltó a nuestros conciertos importantes. Creo que escribió sinceramente las
pocas palabras que sintetizan su pensamiento sobre nosotros, las cuales sirvieron de
presentación a nuestro programa en el teatro de Barrault en 1975.

Siempre nos quedamos esperando una ida al Estadio juntos, que nos teníamos
prometida cuando viniera un equipo de fútbol argentino o chileno a Francia. Nos
produjo una gran tristeza su muerte, en 1984. Pocos meses antes, lo habíamos visto
abrazando a los amigos que lo habían acompañado al cementerio a despedir a su
mujer, muerta por una extraña enfermedad, contraída en Nicaragua en una de sus
visitas: entonces, nos había parecido un hombre acabado por el dolor. Sólo fue capaz
de vivir algunos meses más, el tiempo necesario para arreglar algunas cosas y partir
para siempre a encontrarse con su amor. Antes de morir, nos concedió la máxima
condecoración que él daba: en su libro “Un tal Lucas”, en el que él intenta mostrar su
cara cotidiana, nos nombró, "redomados Cronopios", que debe ser uno de los más
altos honores que se nos haya concedido. A pesar de sus veintitantos años fuera de su
país, se mantuvo argentino hasta en los suspiros. En cuanto volvió la democracia a su
país, se fue a dar una vuelta a Buenos Aires. Después de tantos encuentros en las
manifestaciones de París, tuvimos la suerte de verlo, por casualidad, en nuestro viaje a
la Argentina de 1983. Nos quedará siempre de él esa imagen luminosa: un gran abrazo
en plena calle Corrientes, en el lugar donde siempre deberían haber sido, una sonrisa
bajo el sol primaveral y chau, se echó a andar con su imponente estatura de hombre
de esos tiempos nuevos.

Pero volvamos a Matta. Me impresionaron de inmediato su libertad de espíritu, su


actitud provocadora y su deslumbrante inteligencia. Era un tipo excepcionalmente
divertido, de esos con los cuales uno no puede estar un minuto sin echarse a reír: sus
chistes le sacaban chispas a cada situación, y demostraban una fuerza de imaginación
y una reconciliación con la vida, que yo nunca antes había presenciado. En sus
payaserías, había siempre una profundidad escondida, su motivación no era solamente
hacer reír al auditorio, había en ellas una astucia que denotaba profundas
observaciones acerca de la vida y el arte, y un afán de despertar al interlocutor hacia
posibilidades no consideradas, de abrirle ventanas hacia el otro mundo. A diferencia de
la mayor parte de los que estaban en esa reunión, que lo tomaron seguramente por un
loco divertido, yo agucé mis oídos y aproveché todos los momentos que se me
presentaron para acercarme a él y tomar nota de sus conversaciones. Recuerdo
perfectamente la primera de ellas, en la cual me hacía recomendaciones para cagar:
"Hay que saber cagar, me decía seriamente, si tú no aprendes a cagar bien, estás
perdido. Para lograrlo, tienes que concentrar en tu intestino todo lo que no te sirve.
Sólo cuando estés seguro de que ya no queda mierda corriendo por tus venas, ni por
tus nervios, ni por tus vasos linfáticos, sólo entonces, tienes que deshacerte de tu
mojón. Cagar es un arte difícil, decía, sólo unos pocos lo logran. Guardarse la mierda y
acarrearla a todos lados durante el día, es lo más peligroso que puede haber, puedes
ser infeliz tú y hacer infelices a los demás. Por eso, tienes que sentarte cómodamente
en el excusado y despojarte laboriosamente de todo lo que no te sirve, tienes que
aprender a botar hasta la última minucia de mierda. Si no te fijas bien, la mierda se te
va a ir a la cabeza y pasarás un día como la mierda, con la cabeza llena de mierda y
enmierdando a todo el mundo. Mi doctrina es: caga bien, caga tranquilo y caga todo".

Yo nunca he tenido grandes problemas con mi mierda, pero encontré que sus
enseñanzas eran sabias, y su discurso me interesó mucho más, que las aburridas loas
que otros oradores lanzaban a diestra y siniestra, embadurnándonos los oídos con
melifluos adjetivos y con insoportables lugares comunes acerca de la "cultura chilena".
Frente a esta retórica antigua y vacía, el delirio de Matta era un regalo. Cuando le tocó
el turno de hablar, todas los azúcares se deshicieron y durante unos momentos bajó el
espíritu santo hasta nosotros. La verdad centelleante y desnuda de su verbo nos dejó
maravillados. Hablaba medio tartamudeando, equivocándose al leer, pero daba en el
blanco con cada frase, demostrando que la verdadera elocuencia está en la
imaginación descubridora, y no en el palabreo fácil de cacatúa. Todavía tengo
guardado su discurso, firmado por él con los tintes de un clavel rojo tomado de un
florero, por no haber podido encontrar rápidamente una lapicera.

Más adelante, lo fuí a ver a Londres, para pedirle que nos hiciera algún dibujo para la
presentación de la edición francesa de la “Cantata Santa María”. Nos hizo seis pasteles
hermosísimos con el tema de la violencia histórica en América Latina, algunos de cuyos
detalles servirían después para la decoración del programa de Chancel. Pero de este
viaje surgió algo más importante que todo eso: una amistad verdadera y profunda, y
un diálogo que no se ha interrumpido desde entonces, y que explica la enorme
influencia que su espíritu y su pensamiento han tenido en nosotros. Si conocer por
primera vez a Matta fue una alegría y un descubrimiento, su amistad ha sido una
fantástica aventura, en la cual, conversando y conversando, hemos desentrañado
formidables enigmas, que probablemente no le interesarán a nadie fuera de nosotros,
pero que nos han deparado la maravillosa sensación de haberlos comprendido
instalados en la luna. Una idea feliz, surgida al comienzo de nuestra amistad, me
sugirió grabar algunas de estas conversaciones, en las cuales hablábamos del arte, del
artista, de la sociedad y de la historia, de modo que hoy día, decenas de cassettes,
grabadas casi todas en la casa del Boulevard Saint Germain, me permiten reconstruir
paso a paso la historia de nuestros diálogos. Algunos de ellos, han sido publicados
como entrevistas, en la Revista de Literatura Chilena, editada en Los Ángeles, USA,
por el poeta chileno David Valjalo.

Para nosotros, la importancia de este encuentro está en que Matta era portador de una
experiencia histórica que respondía muy perfectamente a nuestras preocupaciones.
Esta es, lo que se ha llamado, buena o malamente, "surrealismo", y que es lo que, en
último término, define su arte y su pensamiento.

A nuestro país, el surrealismo llegó como una moda literaria más, proveniente de
Europa, la cual nunca llegó a tener influencia, más allá de ciertos círculos intelectuales.
El movimiento social chileno permaneció sordo a las ideas vanguardistas de estos
artistas, a pesar de que en nuestro país, los surrealistas llegaron a formar uno de los
grupos más activos de América Latina. Reunidos en torno a una publicación, la revista
Mandrágora, estos surrealistas criollos protagonizaron varios acontecimientos de
importancia en el ambiente artístico, aunque no fueron capaces de salir del aislamiento
elitista intelectual: o el momento histórico no fue propicio para ello, o las polémicas
que desataban, estaban demasiado fuera de los intereses de las fuerzas políticas, las
cuales, ya entonces, a fines de los años treinta, comenzaban a ocupar el centro de
todos los debates.

Fueron otros los poetas que se vincularon con el movimiento social, Neruda, a la
cabeza de ellos. Por eso, todos los esfuerzos del surrealismo chileno por hacerse
escuchar, quedaron como una serie de impetuosas, pero inútiles provocaciones
anarquizantes. Una demostración de esto, es el incidente causado por Braulio Arenas,
cabeza del movimiento, cuando éste, durante una lectura poética de Pablo Neruda,
saltó sobre el escenario, y arrebatándole el escrito, lo rompió en mil pedazos, en
presencia de todos los espectadores. Estas defensas de los fueros de la poesía, se
hacían de manera demasiado unilateral como para poder abrirle paso a un
entendimiento con las fuerzas políticas. Esto último es lo que trataron de hacer los
surrealistas franceses, con algunos buenos resultados. Pero además, la época estaba
demasiado ideologizada, y el estalinismo imperaba en los medios revolucionarios.
Como las preferencias de los surrealistas, por influencias de Breton, iban más por el
lado del troskismo que del comunismo ortodoxo, su alegato por la libertad de la poesía
quedó postergada hasta mejores tiempos, aunque su influencia literaria y formal fue
considerable. El propio Neruda, que nunca quiso reconocer influencias de los
vanguardismos europeos, evidencia en su lenguaje sus asiduas lecturas de la poesía
francesa, la cual se hizo presente en su manera de decir, desde sus comienzos de
poeta.

Para comprender bien estas confrontaciones y tendencias, habría que hacer un


minucioso trabajo histórico-literario, que no es nuestro objetivo, pero es importante
señalar desde ya, que el surrealismo siempre ha sido una teoría muy desarrollada de la
experiencia estética, en cambio, las respuestas que dieron sobre esto los artistas más
cercanos al movimiento social, nunca alcanzaron una gran profundidad. La propia
poesía de Neruda rebasa los marcos de su comprensión ideológica: nuestro gran
poeta, con todo su descomunal talento literario, nunca fue un teórico a la altura de sus
creaciones, y sus críticas a la metafísica o a los vanguardismos, expresadas en
conferencias, entrevistas y poemas, no dieron cuenta cabal de la esencia de su propio
impulso creador, el cual, muchas veces estaba más cerca de los románticos alemanes,
de quienes él quería huir como de la peste, que de la poesía materialista defendida en
sus pronunciamientos. Esta incoherencia no tiene nada de raro en un país como el
nuestro, enfermo de ideologismo y de falsas teorizaciones, y en el cual, en los
ambientes literarios siempre han predominado los sectarismos, las unilateralidades y la
intolerancia.

Por otro lado, ya hemos señalado la ceguera política —por ceguera política no entiendo
una equivocación en sus reivindicaciones, sino la incapacidad de elaborar una
estrategia para introducir sus ideas en el movimiento social— de los artistas que se
reclamaban del surrealismo. Entre ambas cegueras se ubica ahora la lucidez de Matta.
A diferencia de nosotros, que llegamos a la idea de un arte político partiendo de una
conciencia predominantemente política, es decir, que tratamos de hacer el camino que
va desde la política hacia el arte, él había recorrido el itinerario en sentido inverso, y
su experiencia le había dado a su obra una extraordinaria consistencia. Su paso por el
troskismo, no había tocado la especificidad de su arte, y se había mantenido en
posiciones independientes y no partidistas, aunque contribuyendo siempre con su
hacer, a las causas libertarias y revolucionarias. Esta posición, que a nosotros, cuando
estábamos en Chile, nos hubiera escandalizado por su "irrealismo", era en realidad la
única manera de salvar la causa del arte, entrando en la revolución, pero sin desviar el
camino. Lo más importante de su intento, provenía de una conciencia
extraordinariamente profunda de su cometido de artista, saber que él expresaba con
su original manera de decir, como si estuviera contando chistes. En su juventud, había
tenido la oportunidad de conocer a Federico García Lorca, quien le había aparecido
como un ejemplo de cómo ser artista, para no quedarse en un mero ejercer. En el gran
poeta español, el arte era más que un quehacer de oficio, un verdadero impulso vital,
no sólo un escribir poemas o un inventar puestas en escena u obras de teatro. García
Lorca era una prodigiosa fuerza natural, que contagiaba con su entusiasmo a todo el
que se le acercara. Es sobretodo este poder de amar la vida, esta constante de
ingeniosidad y fantasía, lo que hizo comprender a Matta, dónde estaba realmente la
esencia del arte, y su función en la vida humana, cuál era en definitiva su rol, qué
luces tenían que encenderse dentro de su alma, para avanzar hacía una creatividad sin
imposturas.

Pero esto mismo es lo que nosotros vimos en Matta, un poeta en acto, un creador que
no detenía su delirio en ningún momento, un profesional, no de la pintura, sino de la
inspiración, una hoguera de la que saltaban chispas hacia todos lados, aparentemente,
un bufón, que no paraba de hacer reír a su auditorio, en realidad, un pensador
profundo, cuya inteligencia superaba las tragedias, y traspasaba cada cosa hacia su
sentido, para mostrarla en su esencia. Más adelante, cuando fuimos capaces de
adentramos en su obra pictórica, pudimos constatar, que toda su genialidad provenía
de esta libertad iluminadora, y que sus cuadros, no eran otra cosa que testimonios
diferentes de esta síntesis, perfectamente lograda, entre vida y arte.

No vamos a intentar aquí resumir su pensamiento, pero sí es importante enunciar


algunas de sus ideas que más nos impresionaron. Para esto, lo mejor será darle la
palabra a él mismo, reproduciendo su intervención a un Congreso de Intelectuales en
La Habana, que tuvo lugar en 1968. Esta larga cita cumplirá el propósito de dar a
conocer un documento importante, que hasta ahora sigue prácticamente desconocido
en nuestros medios culturales. Dice así:

"Entiendo que así como la Revolución es una empresa colectiva en el plano social, es
también un proceso que debe verificarse en el interior de cada individuo. Para los
intelectuales y artistas, para todos los hombres, considero que esta revolución
personal es enteramente necesaria, y, muy especialmente, si ese intelectual, si ese
artista, es consciente de pertenecer a un mundo que se encuentra en la compleja
etapa de la construcción de una nueva organización social, en la cual, la Formación
Integral debería tener una importancia de primer orden".

"En mi opinión, no se trata sólo de estar con la revolución, sino de ser revolucionario. Y
ser revolucionario implica, claro está, ser libre, o luchar consecuentemente por
alcanzar la libertad. Así como los pueblos se liberan mediante la lucha contra la
opresión política y económica, los individuos sólo pueden liberarse mediante la lucha
contra sus tiranos interiores: la hipocresía, el miedo, los prejuicios, los intereses
creados, la falsa autocrítica, las ideas convencionales y esquemáticas, es decir, todo
eso que forma el ejército invisible (a menudo mercenario) contra el cual las guerrillas
interiores habrán de emprender la lucha por la libertad creadora. Mientras más
conciencia, más luz. Mientras más luz, más conciencia".

"Para que de hecho se produzca una revolución en la cultura, debe producirse una
revelación, deben ponerse en evidencia todas las posibilidades del hombre. Tener un
alto sentido de la responsabilidad, no quiere decir, practicar la autocensura
sistemáticamente. En el campo de la imaginación se precisa ser tan aguerrido como en
el campo de batalla. Los constructores de un mundo nuevo, tanto en el plano social,
como en los planos, cultural, intelectual y artístico, se caracterizan por la generosidad,
por la entrega al trabajo, pero también, por la osadía, por la capacidad de asumir con
el coraje suficiente los riesgos que supone todo acto creador y renovador, toda
revolución verdadera".

"Y no es este un problema que interese solamente al poeta. Yo creo que todo hombre
verdadero es un poeta, que un hombre integral tendría que ser un poeta, porque
poesía no quiere decir otra cosa que aferrar más realidad, y, si es posible, toda la
realidad. Al fin y al cabo, un intelectual, un artista, sólo se diferencia de los otros
hombres, por ser capaz de vivir con más intensidad su experiencia del mundo, no
quedándose solamente en los hechos, sino también explorando la imaginación.
Estimular la imaginación creadora del pueblo, crear las condiciones para que todos
tengan acceso a la cultura verdadera (más que a la acumulación de conocimientos, a la
interpretación, a la apropiación de esos conocimientos en profundidad), será la meta
de un proceso revolucionario verdaderamente fecundo en el campo cultural. Un
hombre forjado de ese modo, será un hombre integral, es decir, aun cuando su oficio
no sea específicamente hacer poemas".

"El arte no es un lujo, es una necesidad, y así como en el terreno social la revolución
se enfrenta a problemas nuevos y encuentra nuevas vías para resolverlos, en el
terreno de la creación artística y el trabajo intelectual, una imaginación realmente
creadora se propondrá también la solución de una problemática siempre renovada, y
encontrará los medios de investigación y expresión que resulten adecuados para
resolverla".

"El arte es el deseo de lo que no existe, y a la vez, la herramienta para realizar ese
deseo".

"Yo espero que este congreso, no sólo cumpla con la innegable necesidad del acopio de
información y el intercambio de opiniones que a nosotros, intelectuales y artistas nos
son tan caros. Espero más aún: que se ponga en discusión, hasta qué punto, del
triunfo de nuestras guerrillas interiores, dependerá que nuestra gestión sea fecunda y
que un hombre integral, un poeta, un hombre nuevo, pueda convertirse en realidad".

Leyendo esto, se comprende fácilmente, hasta qué punto nosotros pudimos


reconocernos en estas ideas. Lo importante es que ellas, aparentemente revestidas de
un carácter utópico y poco realista, son una respuesta concreta para un artista que
quiere definirse como revolucionario, pero manteniendo, a la vez, una estricta fidelidad
con la esencia del arte. Frente a las posiciones instrumentalistas, que sacan al artista
de su labor específica y entienden su trabajo únicamente como una contribución
propagandística, Matta entrega una posibilidad de ser revolucionario, revolucionando y
revolucionándose a partir del arte mismo, explorando en las propias aptitudes
constructivas del arte, sin necesidad de entenderlo como actividad "al servicio de la
revolución", como nosotros equivocadamente lo comprendimos durante tanto tiempo.
La idea aparentemente simple de que el arte es revolucionante por sí mismo, es un
acierto de proporciones, que hace posible una reapropiación de la tradición humanista,
dejando definitivamente de lado el clasismo de todos los análisis que sobre estas
cuestiones se han hecho desde el marxismo. Las calificaciones de "arte burgués" y
"arte proletario”, que todavía siguen haciendo estragos en los procesos
revolucionarios, pasan a ser determinaciones estrictamente sociológicas, recuperando
el arte su independencia con respecto a cuestiones ideológicas o políticas.

RODOLFO PARADA, CARLOS QUEZADA, HERNAN GOMEZ, GUILLERMO GARCIA, RICARDO


VENEGAS, HUGO LAGOS, PATRICIO WANG Y WILLY ODDO

Seguramente, si nosotros no hubiéramos hecho nuestro propio camino, incluyendo sus


desaciertos, no hubiéramos reparado en la verdad contenida en los pronunciamientos
de Matta, hubiéramos pasado de largo con una sonrisa complaciente frente a estas
frases que nos hubieran parecido teorizaciones que ignoraban las tesis más
elementales del marxismo. Sólo la experiencia de nuestros propios errores, nos
permite ahora ver en ellas una correcta solución a la necesidad de unidad entre arte y
revolución. Por esta misma razón, las críticas a nuestro politicismo, provenientes de
gentes que siempre fueron apolíticas, o de los eternos desilusionados o frustrados de
la historia, a nosotros no nos sirven de nada.

Estos formidables generales después de la batalla, sólo son capaces de ver los errores,
y no los aciertos: si no avanzamos hacia nuevas síntesis, todo se pierde en el vacío, y
lo vivido se enreda en un tiempo sin memoria, del cual ya no es posible salvar nada.
Una historia tiene que ser la historia de un camino, de una dirección que da sentido, la
cual, aun si es provisoriamente abandonada, podrá, más adelante, ser retomada por
los que se entusiasmen de nuevo con sus metas. De ahí, que a partir de una revisión
de nuestra experiencia, y tomando en cuenta las luminosas proposiciones de Matta,
nosotros comenzamos a reformular nuestras ideas, en el programa que bautizamos,
“la Revolución y las Estrellas”. El espíritu de Malla ha entrado en nuestros conciertos, y
ha llegado a través de canciones y poemas, a miles de gentes de diferentes países,
que han estado en nuestro itinerario. Desde 1979, todas nuestras actuaciones
terminan con el discurso de Matta, y aunque en el resto de nuestro repertorio no
siempre esté presente su palabra en forma directa, la dirección de nuestro canto la
lleva implícita, desde el momento en que lo que buscamos ahora es más una
experiencia poética y una afirmación de los poderes constructivos de la imaginación,
que una simple exposición escénica de nuestras ideas. Así como se habla de
"conciencia de clase", queriendo dar a entender con esta expresión, la asunción de la
propia situación en el conflicto social, nosotros podríamos afirmar que el encuentro con
Matta nos dio una conciencia de artistas: somos ahora más conscientes de nuestra
responsabilidad social como creadores, y hemos abandonado definitivamente el
pensamiento ingenuo de que los artistas debemos postergar nuestras utopías, ante las
exigencias que vienen del movimiento social. Ni el arte por el arte, ni el arte al
"servicio de la causa": el arte construyendo la sociedad, consciente de sus poderes y
responsable ante el dolor humano.

Nuestro tema ha sido siempre el de andar buscando la síntesis entre arte y revolución.
Hemos transitado, desde la conciencia más ingenua de un revolucionarismo
desesperado, hasta el saber más maduro de nuestro propio poder creador. El
encuentro con Matta ha sido el último hito indicador en este camino, pero no está
excluido que la cosa tenga todavía otras etapas, y que también esto que nos parece
hoy día un logro, tenga que ser mañana superado; no importa cambiar, si al cambiar,
se va creciendo y uno se va acercando a sí mismo, si vamos salvando aquella energía
original que nos hace ser lo que somos. La fidelidad a sí mismo no está en el
inmovilismo, que renuncia a la vida por defender la idea, sino en el aprender a nadar,
para salvar lo poco de verdad que queda después de este naufragio, que es siempre la
historia.

Con Matta hemos hecho muchas cosas. En septiembre de 1983, lo acompañamos a


Barcelona, para el "vernisage" de su gran exposición organizada por el Ministerio de la
Cultura español. Como todos los espíritus democráticos de su tiempo, horrorizado por
los crímenes del franquismo, él había eludido todo viaje a España, hasta que soplaran
allí otros vientos. La ocasión por fin se presentó en esta fecha, y la obra de Matta por
fin pudo atravesar los Pirineos. Como el evento se prestaba para una gran celebración,
decidimos hacer coincidir esto con una gira nuestra, para estar presentes en el día de
la inauguración. Junto con Rafael Alberti, antiguo amigo del pintor, desde los tiempos
de Italia (e incluso desde antes, desde las tertulias literarias en la casa del embajador
de Chile en España, pariente de Matta, antes de la guerra), hicimos un pequeño recital
de poemas y canciones para el acto de apertura. Alberti leyó algunos poemas suyos,
escritos en la propia casa del pintor, en Tarquinia, con el tema de los “Destacagados”.
Por nuestra parte, nosotros habíamos preparado algunos sonetos clásicos, de los
cuales les doy una muestra:

Mattamatemos lo que Matta mata


para que viva lo que vivo vive
y vivientes, vivamos en declive
hacia la mata que da vida Matta.
He aquí la Mattafísica de Matta
Mattemática aguda, e inclusive,
Gramáttica de todo lo que vive
que Matta lo que a sangre y fuego mata.
¡Ven a mattar el hierro que te mata!
¡ven a matar con limpio mattapiojo
al piojo que le esconde luz al ojo!
¡Ven a volverte loco de rematta,
¡ven a matar tu fúnebre despojo!
¡ven a matt-arte con un Matta-antojo!
Terminamos la fiesta en un restaurante del barrio gótico. De esta velada, quedan
algunas fotos divertidas: Matta cagándose en el alma de la guitarra, Mata, como
locomotora, haciendo chucu-chucu con el bastón, y nosotros, detrás, en fila india.

A veces, Matta tiene ideas musicales. Siempre se trata de cosas urgentísimas. Un día
me pasó un texto, y tuve que hacer rápidamente una salsa para enviarla a Cuba. Se
trataba de un homenaje a Haydée Santamaría, del que quedó una grabación que anda
por ahí perdida. Fue más complicado, cuando me pidió que participáramos en la
apertura de la exposición del nuevo museo de Lille. Allí, se iba a exponer su obra, “El
gran Burundú Burundá ha muerto”, basada en el cuento del poeta venezolano, Jorge
Zalamea. A Matta se le ocurrió que teníamos que hacer algo musical, y un día, me
llamó por teléfono para anunciarme la buena nueva: "tengo todo arreglado, me dijo,
tienes que hacer una ópera para este jueves en la tarde, la presentaremos en la
exposición. El Ministro está de acuerdo". El embrollo en que me vi metido fue tal, que
me lancé inmediatamente a componer. No salió una ópera, pero sí, una canción
basada en la Adefesia, de Alberti, un poema contra los dictadores, que trata, a su
manera, del mismo tema del Burundú.

Nosotros lo metimos a él en un aprieto, cuando en la clausura de nuestra temporada


en el Olympia, en junio de 1984, lo llamamos al escenario. A pesar de que odia todo
tipo de manifestación pública, lo hicimos subir a la escena, y con la aprobación
entusiasta del público, lo obligamos a hacer un discurso. Se acercó a los micrófonos,
pidió silencio, muy seriamente, y cuando las aclamaciones se calmaron, dijo
parsimoniosamente; A, E, I, O, U.

Otro día, me llamó por teléfono, muy temprano en la mañana. "Tienes, que venir a mi
casa inmediatamente, me dijo, se me ha ocurrido una canción, especial para entrar en
los Hits parades". El anuncio me pareció estimulante. Salté de la cama y corrí a
encontrarlo. Me estaba esperando ansioso. "Mira” - me dijo - “el texto es el siguiente":

"en el patio de mi casa hay un pájaro que, hace: cu, cu, cu, cu, cu, cu, cu"

Como la reacción que yo tuve no fue muy entusiasta, me explicó: "...si, puede que no
sea muy original, pero te aseguro que es absolutamente cierto. En el patio de mi casa
hay un pájaro que hace así". Después de esta experiencia, hemos tratado de hacer
varias canciones de este tipo, pero, hasta el momento, ninguna ha entrado en los hits
parades. "Lo que pasa” - dice Matta – “es que como imbéciles somos un fracaso".

La verdad es que él tiene ya varios hits en su vida, uno de los cuales, aunque siempre
se haya ignorado injustamente a su autor, es ampliamente conocido en Chile. Se trata
del famoso: Puchas Diego, Diego Portales, Portales Concha, Concha de tu madre...
etc., etc., escrito en 1929, durante sus estudios de arquitectura, en Santiago de Chile.

La política de Matta es una política de artista, ideas de un inventor de relaciones


humanas, más que de un organizador de sociedades, por eso, sus obras son, en el
fondo, fuentes energéticas de libertad. Es en ese constante rompimiento con los límites
de lo establecido, que reside su fuerza formadora y su influencia hacia la sociedad. Es
verdad que en sus pronunciamientos, muchas veces, su pensamiento se ha visto un
tanto desfigurado por las influencias sociologizantes y politicistas de nuestro siglo, pero
su mérito consiste en no haber renunciado jamás a buscar la armonía entre lo
metafísico y lo social. El compromiso político, que atraviesa su obra a partir de los
años cincuenta, lo empujó hacia la búsqueda de un nuevo lenguaje formal, por eso,
sus denuncias tienen el carácter de críticas al maquinismo y a la deshumanización de
la sociedad. Toda su acción social pasa por la pintura, toda su rebelión frente a las
injusticias de este mundo se transforma en invención de morfologías libertarias, en las
cuales, a través del dramatismo de la forma y el color, se decide sobre el mundo por
venir. La lucha en contra de los fascismos, militarismos, reaccionarios, se da en el
propio terreno del arte, con las armas de la fantasía y la imaginación.

El surrealismo, en la vertiente que Matta representa, ha influido en nuestra creación y


en nuestro discurso, a partir del disco, “Umbral”, editado en París, en 1979. El título de
este disco fue escogido, con la entera conciencia de que con él, atravesábamos hacia
un nuevo momento de nuestra evolución. Por eso, los discos que vienen después
(“Darle al otoño”, “La revolución y las estrellas”, “Tralalí tralalá”, y el que estamos
grabando en este momento) forman con él, una unidad de sentido, en la cual, en
muchos aspectos, hemos logrado la culminación de un proceso. Con ellos, nos hemos
adentrado en un lenguaje bastante más sofisticado, musical y poéticamente, lo cual ha
sido interpretado equivocadamente por algunos, como una falsa intelectualización
elitista. La verdad, es que hemos querido llegar hasta los límites de lo popular, por una
necesidad espontánea, surgida de un auténtico impulso por ir más allá de lo hecho. No
hemos querido repetimos, eso es todo, hemos querido replantearnos siempre el
problema de la forma, como si la canción por hacer, tuviera que inventarse
completamente. Así, han ido saliendo cosas verdaderamente nuevas, que nos han ido
abriendo, a su vez, nuevas posibilidades de evolución.

En este trabajo, hemos contado con la inestimable ayuda de los músicos que han
colaborado con nosotros, Gustavo Becerra y Juan Orrego Salas, por ejemplo, pero
también dentro de nuestro grupo han surgido nuevas fuentes de creación. La
incorporación de Wang y de su música, bastante más avanzada que la que veníamos
haciendo antes de su llegada, ha ido contribuyendo a forjar un nuevo estilo. Pero lo
importante, es que todo esto ha sido realizado sin rupturas con nuestro propio pasado.
Por el contrario, los antiguos lazos han seguido generando nuevas cosas: en el último
tiempo, Luis Advis ha vuelto a componer música para nosotros, entre la cual, una
hermosa obra dedicada a América Latina, “Los Tres Tiempos de América”, que
esperamos será recibida con el mismo interés que la ya clásica “Cantata Santa María”.
Todas estas iniciativas muestran que seguimos vivos y en evolución. Lo que ocurra con
estas obras no depende sólo de nosotros, pero es innegable que, a través de ellas,
seguimos buscando darle un mayor vuelo a esta empresa, que si no nos sorprende en
primer lugar a nosotros, no logrará interesarle a nadie. Mientras tengamos alas,
volaremos, y si estas se nos terminan, no nos vamos a parar en una rama a observar
el camino recorrido, vamos a darnos todos un apretón de manos, y hasta luego, cada
uno para su casa. Esto no ha sucedido todavía, y esperamos que todavía tendremos
cuerda para un buen momento: ideas no faltan y ganas tampoco.

Patricio Manns nos ha hecho dos buenos regalos. Uno, es el texto de la canción, "La
Vida Total", a la cual nosotros le pusimos música, pasando a ser inmediatamente un
clásico de nuestro repertorio. El otro, es haber llegado un día a mi casa con Desiderio
Arenas. A partir de ese momento, ganamos un nuevo amigo, amigo verdadero, de
esos que siempre andan escasos, especialmente en épocas de "detresse" como la
nuestra. Con Desiderio, formidable poeta y músico popular, hemos hecho canciones
por docenas, lamentablemente, pocas han visto la luz del disco. Su obra “Ajíes para el
orificio”, algún día será reconocida en todo su valor, lo mismo, su canción “pa' la
Francisca”, dedicada a su hija, y que dice por ahí, recordando el momento en que le
dieron la noticia de su nacimiento:
¡Una chancleta...!, yo me dije,
...pero ¡qué sensacional!
porque así podrá ser puta,
pero nunca militar.

Hemos grabado su canción a Valparaíso, Wang musicalizó su Oficio de tinieblas para


Galileo y yo, el Retrato de Sandino con sombrero. Si no estamos equivocados, nuestros
compatriotas reconocerán su talento, si no, estamos todos fritos. Si en este libro hay
muchas faltas de ortografía, seguro que es su culpa, porque fue él quien hizo la copia
final. Buena suerte amigo, una vez más, que te vaya bien. No, no me olvido de que te
tengo que enviar la canción de la gordiflona ninfomanósica...

Este libro es un poco pesado, porque, ni el autor, ni el lector, van a saber en qué
termina esta historia. Ojalá que tengamos la suerte de poder realizar todavía muchos
de nuestros proyectos. Si no, mala suerte. En el peor de los casos, contarla habrá
servido para indicar una dirección. Veamos si podemos resumirla:

Por diversos motivos, que no podemos analizar aquí, la utopía revolucionaria que ha
prevalecido hasta ahora en nuestro continente, ha sido una, eminentemente
económica y social. Durante demasiado tiempo, se ha vivido en la ilusión de que,
satisfaciendo las hambres del estómago, íbamos a poder solucionar todas las demás
dificultades fácilmente. A la cultura y al arte, se las comenzó a ver como epifenómenos
o reflejos de las condiciones materiales, cuya única finalidad podría, ser entretener a
las gentes en sus horas libres, o servir de alimento para aquellos que necesitan
consumir erudición y saber. Pero esto ha sido un grave error: sin poesía, el hombre se
queda encerrado en la jaula del presente, encadenado a lo que ya es, sin ojos para el
devenir, amarrado a este mundo tal cual se nos presenta hoy día, sin poder imaginar
un más allá, que supere las contradicciones del instante. La cultura es un sueño
constructivo, indispensable para poder vivir, un abrir las puertas y las ventanas de la
casa, para que el hombre pueda por fin salir a tomar el sol que la plazca, a pasearse
por los jardines que él sea capaz de inventarse y a volar adonde quiera. No sólo de pan
vive el hombre, y este otro pan, para esta otra hambre, es tan esencial para el ser
humano, que su urgencia no puede postergarse sin distorsionar la vida. El
razonamiento, según el cual, hay que ocuparse primero de los problemas materiales,
para después pasar a lo "accesorio", la cultura, el arte, etc., es completamente falso, y
conlleva una dramática declinación hacia la incultura, la inconsciencia, y como ha
ocurrido concretamente en algunos procesos que se reclaman del socialismo, a la
barbarie.

Como esta necesidad se olvida a menudo, y se ha olvidado mucho y demasiado en el


campo de la revolución, es urgente hoy día, volver a tomar con fuerza la misma idea
humanista que subyace en la acción y en el pensamiento de todos los verdaderos
revolucionarios. No puede haber revolución en contra de las ciencias: la revolución
tiene que ser científica. No puede haber revolución en contra de la cultura: la
revolución tiene que ser cultural. No puede haber revolución en contra del arte: la
revolución tiene que ser artística. Hay que ponerle a Marx un sombrero lleno de
palomas, hay que volver a unir la revolución con las estrellas.

Las estrellas están allá lejos, en el cielo, desde ellas se ve la verdadera dimensión de la
tierra, y la de nuestras pequeñas luchas humanas, ellas son el punto de referencia que
le sirve a los navegantes para orientarse en alta mar, ellas son también la meta que se
ha fijado el hombre, la cual, ya sabemos, nunca habrá de alcanzar. No por ello se
detienen los vuelos hacia el cosmos; por el contrario, éstos se hacen cada vez más
frecuentes y con objetivos cada vez más osados. Estas ansias de ir más allá, de
expandir el espacio de vida de la humanidad, tienen que unirse con los deseos de
cambiar la vida, de solucionar los problemas más inmediatos, de conseguir un mundo
donde impere la libertad y la justicia. Ni lo social sin lo metafísico, ni lo metafísico sin
lo social, ambos unidos en la verdadera síntesis de todo lo que le importa al hombre en
su interminable caminar. Ni todas las miserias del mundo podrían hacernos abandonar
nuestras aspiraciones más lejanas: cada día vemos a los hombres entregando su vida
por conquistar su ideales, sus luchas no se explican solamente por el hambre; la
propia sed de justicia social es un ejemplo de ansias de futuro, de fuerza engendradora
de porvenir. El hombre no se explica solamente por sus necesidades de acá abajo, sino
también por su relación con lo invisible. Es esto lo que le da a su vida una dimensión
verdaderamente humana. El hombre come para vivir, no vive para comer, eso significa
que obtener las condiciones materiales mejores por las cuales todos luchamos,
solamente tiene sentido dentro de un plan mucho más vasto, en el cual estén
consideradas todas las verdaderas necesidades humanas.

Estas son las conclusiones provisorias de esta historia, que felizmente, para nosotros,
todavía no ha terminado. ¿Hacia adónde vamos ahora? ¿Cómo se terminará nuestro
exilio? ¿Seremos por fin admitidos en Chile? ¿Qué ocurrirá con nosotros una vez que
podamos volver? ¿El alejamiento habrá roto nuestros lazos con nuestro pueblo, hasta
el punto de no poder participar más en la construcción de lo venidero? ¿O es esto
venidero nuestra revolución metafísica? ¿Somos ya un momento del pasado?
¿Quedarán nuestros intentos actuales como inútiles devaneos de artistas elitistas que
se han apartado de la realidad de su pueblo? Todos estos interrogantes quedan
abiertos, y no tendrán respuesta, hasta que se cumpla nuestro itinerario. ¿Pero dónde
se cumple lo que nos hemos propuesto hacer? Nadie podría decirlo hoy día. Lo
importante es que en nuestra evolución, nosotros hemos tenido la impresión de ir
creciendo. ¿Es cierto? Tal vez, pero para hablar francamente, a pesar de todos los
obstáculos que hemos encontrado a nuestro paso, seguimos con la idea de que nos
queda todavía cuerda para salvar muchos más. Y en cierto sentido, ¿no estamos acaso
comenzando? ¿Es que podemos afirmar que este proyecto de la revolución y las
estrellas, estos descubrimientos, a partir de las ideas de Mata, ya están cabalmente
mostrados en nuestros últimos discos? En realidad, todo lo que hemos hecho no son
más que esbozos, tanteos, pequeños pasos en la niebla y la oscuridad de nuestra
época. Pero seguimos vivos, todavía podríamos redondear más nuestra idea, seguimos
haciendo canciones que nos acercan a ella. No hemos encontrado todavía nada que
nos apasione más, que seguir tratando de inventar este grupo musical
latinoamericano, con las raíces enterradas en esa torre de Babel, que se llama Chile, y
con las ramas abiertas hacia el mundo, un grupo del cual algún día se diga...
¿Quilapayún? ...¿Quilapayún?... ah, sí, esos que intentaron unir la revolución con las
estrellas.

¿Error? ¿Verdad? Nosotros lo único que sabemos, es esto:

La luz definitiva
no es posible.
La sombra es el recinto.
Lo oscuro es el designio de la estrella
que suma rayo a rayo la blancura
de todo lo que existe.
La vida es una tregua
y la noche es lo que impera en la materia del relámpago.
El triunfo es del crepúsculo.
El día es ilusión sobre las aguas delirando.
El fuego y el instante son lo mismo.
La patria de los soles es espacio
que se instala en las penumbras de la muerte.
La suma de los astros es igual a lo nocturno.
La extraña luz es isla,
insólita verdad de las tinieblas.

París, noviembre de 1986

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